Gilles Deleuze - Estado y máquina de guerra
Gilles Deleuze - ¿Qué es el acto de creación?
Donna Haraway - Manifiesto Cyborg
La medicina moderna está asimismo llena de cyborgs, de acoplamientos entre organismo y máquina, cada uno de ellos concebido como un objeto codificado, en una intimidad y con un poder que no existían en la historia de la sexualidad. El ’sexo’ del cyborg restaura algo del hermoso barroquismo reproductor de los heléchos e invertebrados (magníficos profilácticos orgánicos contra la heterosexualidad). Su reproducción orgánica no precisa acoplamiento. La producción moderna parece un sueño laboral de colonización de cyborgs que presta visos idílicos a la pesadilla del taylorismo. La guerra moderna es una orgía del cyborg codificada mediante las siglas C3! -el comando de control de comunicaciones del servicio de inteligencia-, un asunto de 84 billones de dólares dentro del presupuesto norteamericano de 1984. Estoy argumentando en favor del cyborg como una ficción que abarca nuestra realidad social y corporal y como un recurso imaginativo sugerente de acoplamientos muy fructíferos. La biopolítica de Michel Foucault es una flaccida premonición de la política del cyborg, un campo muy abierto.
El chip(5) de silicona es una superficie para escribir, está diseñado a una escala molecular sólo perturbada por el ruido atómico, la interferencia final de las partituras nucleares. La escritura, el poder y la tecnología son viejos compañeros de viaje en las historias occidentales del origen de la civilización, pero la miniaturización ha cambiado nuestra experiencia del mecanismo. La miniaturización se ha convertido en algo relacionado con el poder: lo pequeño es más peligroso que maravilloso, como sucede con los misiles. Comparemos los aparatos de televisión de los años 50 o las cámaras fotográficas de los 70 con las pantallas televisivas que se atan a la muñeca a la manera de un reloj o con las manejables videocámaras actuales. Nuestras mejores máquinas están hechas de rayos de sol, son ligeras y limpias, porque no son más que señales, ondas electromagnéticas, una sección de un espectro, son eminentemente portátiles, móviles -algo que produce un inmenso dolor humano en Detroit o en Singapur. La gente, a la vez material y opaca, dista mucho de ser tan fluida. Los cyborgs son éter, quintaesencia.
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revolucionarios pueden ser vistas como aliados irónicos para disolver los entes occidentales con el fin de sobrevivir. Somos extraordinariamente conscientes de lo que significa tener un cuerpo históricamente constituido. Pero la pérdida de la inocencia en nuestro origen tampoco está acompañada de expulsión del Jardín del Paraíso. Nuestra política pierde la indulgencia de la culpabilidad con la naiveté (14) de la inocencia. Pero, ¿cuál será el aspecto de otro mito político para el feminismo socialista? ¿Qué clase de política podría abrazar construcciones parciales, contradictorias, permanentemente abiertas de entes personales y colectivos, permaneciendo al mismo tiempo fiel, eficaz e, irónicamente, feminista y socialista?
feminismo socialista - estructura de clase // salario de trabajo / / alienación trabajo, por analogía, reproducción, por extensión, sexo, por adición, raza feminismo radical-estructura de género//apropiación sexual//objetificación sexo, por analogía, trabajo, por extensión, reproducción, por adición, raza.
En otro contexto, la teórica búlgaro-francesa Julia Kristeva proclamaba que las mujeres aparecían como un grupo histórico después de la segunda guerra mundial, junto con otros grupos, como la juventud. Sus fechas son dudosas, pero ahora estamos acostumbradas a recordar que como objetos del conocimiento y como actores históricos, la ‘raza’ no existió siempre, la ‘clase’ tiene una génesis histórica y los ‘homosexuales’ son bastante nuevos. No es accidental que el sistema simbólico de la familia del hombre -y, por lo tanto, de la esencia de la mujer- se rompa en el mismo momento en que las redes que conectan a los seres humanos en nuestro planeta son múltiples, cargadas y complejas. El ‘capitalismo avanzado’ es inadecuado para transportar la estructura de este momento histórico. En sentido ‘occidental’, el fin del hombre está en juego. No es accidental que la mujer se desintegre en mujeres de nuestro tiempo. Quizás las feministas socialistas no eran substancialmente culpables de producir la teoría esencialista que suprimió la particularidad femenina y los intereses contradictorios. Creo que nosotras lo hemos sido, al menos a causa de nuestra participación irreflexiva en la lógica, en los lenguajes y en las prácticas del humanismo blanco y mediante la búsqueda de un terreno de dominación para asegurarnos nuestra voz revolucionaria. Ahora tenemos menos excusas, pero a través de la conciencia de nuestros fracasos, corremos el riesgo de caer en diferencias ilimitadas y de ceder ante la confusa tarea de hacer conexiones parciales, pero reales. Algunas diferencias son agradables, otras son polos de sistemas mundiales históricos de dominación. La ‘epistemología’ trata de conocer la diferencia.
permanente de alta tecnología a expensas culturales y económicas de mucha gente, pero especialmente de las mujeres. Las tecnologías tales como los vídeojuegos y los receptores de televisión altamente miniaturizados parecen cruciales para la producción de las formas modernas de la ‘vida privada’. La cultura de los vídeojuegos está sobre todo orientada a la competición individual y a la guerra extraterrestre. Aquí son producidas imaginaciones genéricas y de alta tecnología que pueden dar lugar a la destrucción del planeta y a una huida de ciencia ficción de sus consecuencias. La militarización va más allá de nuestras imaginaciones, y las otras realidades de la guerra nuclear y electrónica son ineludibles. Estas son las tecnologías que prometen la movilidad más grande y el intercambio perfecto y, que, de refilón, ayudan a que el turismo, esa forma perfecta de movilidad y de intercambio, emerja como una de las industrias mundiales más en boga.
y escribir es una marca especial de las mujeres de color, adquirida por las mujeres negras norteamericanas -y también por los hombres- arriesgando sus vidas para aprender y para enseñar. Escribir tiene un significado especial para todos los grupos colonizados, ha sido algo crucial para el mito occidental que distingue entre las culturas oral y escrita, entre las mentalidades primitivas y las civilizadas y, más recientemente, para la erosión de esa distinción en teorías ‘postmodemistas’ que atacan el falogocentrismo occidental, con su veneración por el trabajo monoteísta, fálico, autoritario y singular, el nombre único y perfecto.(33) Los concursos por el significado de la escritura constituyen la forma más importante de la lucha política contemporánea. Presentar el juego de la escritura es mortalmente serio. La poesía y las historias de las mujeres norteamericanas de color tratan repetidamente de la escritura, del acceso al poder para significar, pero esta vez, el poder deberá ser ni fálico ni inocente. La escritura cyborg no será sobre la Caída, sobre la imaginación de la totalidad de un érase una vez anterior al lenguaje, a la escritura, al Hombre. La escritura cyborg trata del poder para sobrevivir, no sobre la base de la inocencia original, sino sobre la de empuñar las herramientas que marcan el mundo y que las marcó como otredad.
Todos hemos sido colonizados por esos mitos originales, con sus anhelos de realización en apocalipsis. Las historias de origen falogocéntrico más importantes para los cyborgs feministas son construidas en las tecnologías literales- tecnologías que escriben el mundo, la biotecnología y la microelectrónica- que han textualizado recientemente nuestros cuerpos como problemas codificados en la parrilla del C3-1. Las historias femeninas de cyborg tienen como tarea la de codificar de nuevo la comunicación y la inteligencia para subvertir el mando y el control.
prefeminista The Ship Who Sang (El barco que se hundió, 1969) de Anne McCaffrey exploraba la conciencia de un cyborg híbrido del cerebro de una muchacha y de una complicada maquinaria formada tras el nacimiento de una niña con graves disminuciones físicas. El género, la sexualidad, la encamación, las capacidades, todo estaba reconstituido en esta historia. ¿Por qué nuestros cuerpos deberían terminarse en la piel o incluir como mucho otros seres encapsulados por ésta? A partir del siglo XVII, la máquinas podían ser animadas: recibir almas fantasmales que las hicieran hablar o moverse o ser responsable de sus movimientos ordenados y de sus capacidades mentales. O los organismos podían ser mecanizados: reducidos al cuerpo entendido como un recurso de la mente.
superficie se engendran una extraordinaria combinación de simbiosis post cyborg. Octavia Butler escribe sobre una bruja africana que extrae sus poderes de transformaciones contra las manipulaciones genéticas de su rival (wild seed, semilla salvaje), de deformaciones temporales que llevan a una mujer negra
norteamericana a la esclavitud en donde sus acciones relacionadas con su antepasado-amo blanco determina la posibilidad de su propio nacimiento (kindred, parentesco) y de introspecciones ilegítimas en la identidad y en la comunidad de un niño adoptado que es un cruce de especies que llega a conocer a su enemigo como un yo (”survivor”, superviviente).
Donna J. Haraway (1991)
University of California, Santa Cruz
[Traducción al castellano de Manuel Talens]
NOTAS
1 Referencias útiles sobre los movimientos y la teoría feminista de izquierds y/o radical y sobre temas biológicos o biotecnológicos incluyen: Bleier (1986), Fausto-Sterling (1985), Gould (1981), Hubbard et al. (1982), Keller (1985), Lewontin et al. (1984), Radical Science Joumal (que se convirtió en Science ana Culture en 1987), 26 Freegrove Road, London N7 9RQ; Science for the People, 897 Main St, Cambridge, MA 02139, USA.
2 Para iniciarse en las actitudes de izquierda y/o feministas con respecto a la tecnología y a la política, véase: Cowan (1983), Rothschild (1983), Traweek (1988), Young and Levidow (1981,1985), Weizenbaum (1976), Winner (1977,1986), Zimmerman (1983), Athanasiou (1987), Cohn (1987a, 1987b), Winograd and Flores (1986), Edwards (1985). Global Electronics Newsletter, 867 West Daña St, #204, Mountain View, CA 94041, USA; Processed Worid, 55 Sutter St, San Francisco, CA 94104, USA; ISIS. Women’s International Information and Communication Service, PO Box 50 (Cornavin), 1211 Genéve 2, Suiza, y Via Santa Maria Dell’Anima 30, 00186 Roma, Italia. Posturas fundamentales para los estudios modernos de la ciencia que no persisten en la mistificación liberal que empezó con Thomas Kuhn incluyen: Knorr- Cetina (1981), Knorr-Cetina and Mulkay (1983), Latour and Woolgar (1979), Young (1979). El Directoryof the Network for the Ethnographic Study of Science, Technology, and Organizations de 1984, que se puede obtener escribiendo a NESSTO, PO Box 11442, Stanford, CA 94305, USA, ofrece una amplia lista de gente y de proyectos importantes para un mejor análisis radical.
3 Fredric Jameson (1984) hace un claro y provocador análisis a propósito de la política y la teoría del ‘postmodernismo’ al argüir que éste no es una opción, un estilo entre otros, sino un dominante cultural que requiere una reinvención radical desde dentro de la política de izquierdas; ya no existe ningún lugar desde fuera que dé sentido a la confortadora ficción de la distancia crítica. Jameson establece también claramente por qué una no puede estar a favor o encentra del postmodernismo, algo que, en sí, no es más que una posición moralista. Mi posición en esto es que las feministas (y otras) necesitan una continua reinvención cultural, una crítica postmodernista y un materialismo histórico. Solamente un cyborg tendría tal posibilidad. Las viejas denominaciones del patriarcado capitalista blanco parecen ahora nostálgicamente inocentes: normalizaron la heterogeneidad del hombre y la mujer, del blanco y el negro, por ejemplo. El ‘capitalismo avanzado‘ y el postmodernismo liberan la heterogeneidad sin una norma y somos aplanados, sin subjetividad, lo cual requiere profundidad, incluso profundidades poco amigables. Ya va siendo hora de escribir The Death of the Clinic (La muerte de la clínica). Los métodos de la clínica requerían cuerpos y trabajos, nosotros tenemos textos y superficies. Nuestras dominaciones ya no funcionan mediante la medicalización y la normalización, sino creando redes, diseñando nuevas comunicaciones y gestionando el estrés. La normalización da paso al automatismo, redundancia completa. Birth of the Clinic (1963), History of Sexuality (1976) y Discipline and Parrish (1975), todas de Michel Foucault, nombran una forma de poder en su momento de implosión. El discurso de la biopolítica da paso al tecnobable, el lenguaje del substantivo empalmado, el nombre es abandonado totalmente por las multinacionales. Estos son sus nombres, según una lista de la revista Science: “Tech-Knowledge, Genentech, Allergen, Hybritech, Compupro, Genencor, Syntex, Allelix, Agrigenetics Corp., Syntro, Codon, Repligen, MicroAngelo from Scion Corp., Percom Data, ínter Systems, Cyborg Corp., Statcom Corp., Intertec.” Si vivimos prisioneros del lenguaje, escapar de esta casa prisión requiere poetas del lenguaje, una especie de enzima de restricción cultural que corte el código. La heteroglosia del cyborg es una forma de política cultural radical. Para un panorama de la poesía cyborg, véase Perioff (1984), Fraser (1984). Para un panorama de la escritura cyborg modernista/postmodernista, véase HOW(ever), 871 Corbett Ave., San Francisco, CA 94131.
4 Equivalente norteamericano de las novelas de Corín Tellado en España. (TV. del T.).
5 Chip, literalmente, pedacito, astilla, si bien en su acepción actual, aplicada al mundo de la informática, designa a un circuito electrónico integrado. (N. del T.).
6 Baudrillard (1983), Jameson (1984, pág. 66) indica que la definición platoniana del simulacro es la copia de la que no existe original, por ejemplo, el mundo del
capitalismo avanzado, de puro intercambio. Véase Discourse 9 (Spring/Summer 1987) para un número especial sobre la tecnología (cibernética, ecología y la imaginación postmoderna).
7 Spiral dancing, literalmente, baile en espiral, una práctica a la vez espiritual y política que vinculaba a guardianes con manifestantes antinucleares presos en la cárcel californiana de Alameda County a principios de los años 80.
8 Para temas etnográficos y evaluaciones políticas, véase Sturgeon (1986). Sin ironía explícita, al adoptar el logo del planeta fotografiado desde el espacio con el lema ‘Love Your Mother‘ (Ama a tu Madre), la manifestación de Mothers and Others Day en mayo de 1987 en las instalaciones de experimentación de armas nucleares en Nevada, dieron no obstante testimonio de las trágicas contradicciones en las diferentes visiones de la tierra. Las manifestantes solicitaron permisos, para estar en el lugar, a oficiales de la tribu Westem Shoshone, cuyo territorio fue invadido en los años 50 por el gobierno de los Estados Unidos cuando construyó el campo para tests nucleares. Detenidas por invasión de propiedad privada, las manifestantes contraatacaron diciendo que la policía y el personal armado que se encontraban allí sin autorización de los oficiales correspondientes eran los invasores. Un grupo afín de la manifestación de mujeres se llamaba las Surrogate Others (Las otras sustituías) y en solidaridad con las criaturas forzadas a convivir en el mismo terreno que la bomba, pusieron en marcha una urgencia cyborgiana mediante el cuerpo construido de un amplio, no heterosexual gusano del desierto.
9 Poderosos argumentos de coaliciones emergen de voces del ‘tercer mundo’, que hablan desde ningún sitio, el centro desplazado del universo, la tierra: ‘Vivimos en el tercer planeta desde el sol’ -Sun Poem, del escritor jamaicano Edward Kamau Braithwaite, citado por Mackay (1984). Los que contribuyen con Smith (1983) subvierten de manera irónica las identidades naturalizadas precisamente al construir un lugar desde el que hablar llamado hogar. Véase, sobre todo, Reagon (en Smith, 1983, págs. 356-368). Trinh T. Minh-ha (1986-87).
10 En los Estados Unidos se llama chicano a todo ciudadano de origen mexicano que reside en los estados de la costa Oeste, especialmente California. (N. del T.).
11 Hooks (1981, 1984); Hull et al. (1982). Bambara (1981) escribió una extraordinaria novela en la que The Seven Sisters (Las siete hermanas), una compañía de teatro de mujeres de color, explora una forma de unidad. Véase el análisis de Butler-Evans (1987).
12 Para obras sobre lo oriental en el feminismo y en otros movimientos, véase Lowe (1986), Said (1978), Mohany (1984); Many Voices; One Chant: Black Feminist Perspectives (1984).
13 Katie King (1986,1987a) ha desarrollado un tratamiento teóricamente sensible sobre el trabajo de las taxonomías feministas como genealogías de poder en la ideología feminista y en la polémica, en el que examina el ejemplo problemático de Jaggar (1983) sobre los feminismos taxonómicos que hacen que una pequeña máquina produzca la posición final deseada. Mi caricatura aquí del feminismo socialista y radical es también un ejemplo.
14 En francés en el original, naíveté, inocencia. Se trata, por lo tanto, de una iteración. (N. del T.).
15 El papel central de las versiones sobre las relaciones del objeto del psicoanálisis y sobre las poderosas y universalizadoras posturas relacionadas con ellas en las discusiones que tratan de la reproducción, del trabajo en el hogar y de la maternidad en muchas aproximaciones a la epistemología, subrayan la resistencia de sus autores a lo que yo llamo postmodernismo. Para mí, tanto las posturas universalizadoras como estas versiones del psicoanálisis hacen difícil el análisis del ‘lugar de las mujeres en el circuito integrado’ y conducen a dificultades sistemáticas para contabilizar o incluso para ver los aspectos más importantes de la construcción del género y de la vida social generizada. La posición argumental del feminismo ha sido desarrollada por: Flax (1983), Harding and Hintikka (1983), Hartsock (1983a, b), 0′Brien (1981), Rose (1983), Smith (1974,1979). Para las nuevas teorías del materialismo feminista y las posiciones feministas en respuesta a la crítica, véase Harding (1986, págs. 163-196), Hartsock (1987) y H. Rose (1986).
16 Por medio de mi argumentación taxonómicamente interesada, hago un error de categoría argumentativa al ‘modificar’ las posiciones de MacKinnon con el calificativo de ‘radical’, generando así mi propia crítica reductiva de una escritura extremadamente heterogénea, no afiliada explícitamente a tal etiqueta, que no usa tal modificador y que no permite límites. Así, mi argumentación se suma a los varios sueños de un lenguaje común, en el sentido de unívoco, para el feminismo. Mi error categorizador fue debido al encargo que se me hizo de escribir desde el feminismo socialista -una particular posición taxonómica que, en sí misma, era heterogénea- para Socialist Review. A Teresa de Lauretis (1985; véase también 1986, págs. 1-19) se debe una crítica que está en deuda con MacKinnon, pero sin el reduccionismo, y que contiene un elegante estado de cuentas feminista sobre el paradójico conservadurismo de Foucault en relación con la violencia sexual (la violación). A Gordon (1988) le debemos un fino examen teórico feminista histórico y social sobre la violencia familiar, que insiste en el estudio de las mujeres, de los hombres y de los niños, pero sin perder de vista las estructuras materiales de dominación masculina, de raza y de clase.
17 Esta lista fue publicada en 1985. Mis esfuerzos anteriores para entender la biología como un discurso de control de mandos cibernético y los organismos como ‘objetos técnico-naturales del conocimiento’ se encuentran en Haraway (1979,1983,1984). La versión de 1979 de esta lista dicotómica aparece en el capítulo 3 del libro al que pertenece el presente trabajo (véase nota §). La versión de 1989,en el capítulo 10. Las diferencias indican cambios en la argumentación.
18 Interface, término informático que designa a los componentes lógicos y físicos que comunican al ordenador con el exterior y viceversa. (N. del T.).
19 Para análisis progresistas y acción en los debates sobre la biotecnología, véase: GeneWatch, a Bulletin ofthe Committeefor Responsible Genetics, 5 Doane St, 4th Floor, Bostón MA 02109, USA; Genetic Screerüng Study Group (antes llamado Sociobiology Study Group of Science for the People), Cambridge, MA; Wright (1982,1986); Yoxen (1983).
20 Referencias para iniciarse en el tema ‘mujeres en el circuito integrado’: D’0nofrio- Flores and Pfafflin (1982), Fernández-Kelly (1983), Fuentes and Ehrenreich (1983), Grossman (1980), Nash and Fernández-Kelly (1983), Ong (1987), Science Policy Research Unit (1982).
21 Para el tema ‘economía casera fuera del hogar’ y afines: Gordon (1983); Gordon and Kimball (1985); Stacey (1987); Reskin and Hartmann (1986); Women and Poverty (1984); S. Rose (1986); Collins (1982); Burr (1982); Gregory and Nussbaum (1982); Piven and Coward (1982); Microelectronic Group (1980); Stallard et al. (1983), que incluye una útil organización y una lista de recursos.
22 Greenwich Village, barrio del Manhattan neoyorkino tradicionalmente ocupado por artistas e intelectuales. (N. del T.).
23 La conjunción de las relaciones sociales de la Revolución Verde con biotecnologías como la ingeniería genética hace cada vez más intensas las presiones del tercer mundo sobre la tierra. Según estimaciones de AID (New York Times, 14 de octubre de 1984) utilizadas en el Día mundial de la alimentación, las mujeres producen en África aproximadamente el 90% de la comida rural existente, en Asia el 60-80% y proporcionan el 40% del trabajo agrícola del Oriente Medio y de la América latina.
Blumberg dice que la política agrícola de las organizaciones mundiales, de las multinacionales y de los gobiernos nacionales del tercer mundo, generalmente ignoran los temas fundamentales de la división sexual del trabajo. La actual tragedia del hambre en África podría deberse tanto a la supremacía masculina como al capitalismo, al colonialismo y a las estaciones lluviosas. Véase también Blumberg (1981); Hacker (1984); Hacker and Bovit (1981); Busch and Lacy (1983); Wilfred(1982); Sachs (1983); International Fund for Agricultural Development (1985); Bird (1984).
24 Véase también Enloe (1983a, b).
25 Para una versión feminista de esta lógica, véase Hrdy (1981). Para un análisis de las prácticas científicas de narraciones femeninas, sobre todo en relación con la sociobiología en los debates evolucionistas que tratan de los niños maltratados y del infanticidio, véase el capítulo 5, “The Contest for Primate Nature: Daughters of Man- of-Hunter in the Field 1960-80″, págs. 81-108, en mi libro Simians, Cyborgs, and Women, al que pertenece el presente trabajo.
26 Para el momento de transición desde la caza con armas de fuego a la caza con cámaras en la construcción de los significados populares de la naturaleza para el público inmigrante urbano en los Estados Unidos, véase Haraway (1984-5, 1989b), Nash (1979), Sontag (1977), Prestan (1984).
27 Para una guía del pensamiento relativo a las implicaciones políticas, culturales y raciales de la historia de la mujer científica en los Estados Unidos, véase: Haas and Perucci (1984); Hacker (1981); Keller (1983); National Science Foundation (1988);
Rossiter (1982); Schiebinger (1987); Haraway (1989b).
28 Markoff and Siegel (1983). High Technology Professional for Peace y Computer Professionaisfor Social Responsability son organizaciones prometedoras.
29 SEIU (Service Employees International Unión), Sindicato del servicio internacional de empleadas, organización obrera en los Estados Unidos.
30 King (1984). Una lista abreviada de ciencia ficción feminista que trata de temas relacionados con este trabajo: Octavia Butler, Wild Seed, Mind of My Mind, Kindred, Survivor; Suzy Mckee Chamas, Motherliness; Samuel R. Delany, la serie de Neveryon; Anne McCaffery, The Ship Who Sang, Dinosaur Planet; Vonda Mcintyre, Superluminal, Dreamsnake; Joanna Russ, Adventures ofAlix, The Female Man; James Tiptree, Jr., Star Songs of an Old Primate, Up the Walls ofthe World;]ohr\ Varley, Titán, Wizard, Demon.
31 Las feministas francesas contribuyen a la heteroglosia del cyborg. Burke (1981); Irigaray (1977,1979); Marks and deCourtivron (1980); Signs (otoño 1981); Wittig (1973); Duchen (1986). Para traducciones inglesas de trabajos feministas franceses actuales, véase Feminist Issues: A Journal ofFeminist Social and Political Theory, 1980.
32 Pero todos estos poetas son muy complejos, sobre todo en cómo tratan los temas de identidades falsas, eróticas, colectivas descentradas y personales. Griffin (1978), Lorde (1984), Rich (1978).
33 Derrida (1976, especialmente la parte II); Lévy-Strauss (1961, especialmente ‘La lección de escritura’); Gates (1985); Kahn and Neumaier (1985); Ong (1982); Kramarae and Treichier (1985).
34 La aguda relación de las mujeres de color con la escritura como tema y como política puede ser estudiada a través del Program for ‘The Black Woman and the Diaspora: Hidden Connections and Extended Acknowledgments‘, An International Literature Conference, Michigan State University, Octubre 1985; Evans (1984); Christian (1985); Carby (1987); Fisher (1980); Frontiers (1980, 1983); Kingston (1977); Lerner (1973); Giddings (1985); Moraga and Anzaldúa (1981); Morgan (1984). Las mujeres europeas de lengua inglesa y las euronorteamericanas han creado asimismo relaciones especiales con su escritura como un poderoso signo: Gilbert and Gubar (1979), Russ (1983).
36 James Clifford (1985,1988) hace un canto a favor del reconocimiento de una continua reinvención cultural, la tozuda no-desaparición de los ‘marcados’ por las prácticas imperializantes occidentales.
37 DuBois (1982), Daston and Park (s.f.), Park and Daston (1981). El nombre monstruo comparte su raíz con el verbo demostrar. (N del T.: más evidente en inglés: monster, demónstrate.).
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Fuente original: Donna Haraway, “A Cyborg Manifesto: Science, Technology, and Socialist-Feminism in the Late Twentieth Century” in Simians, Cyborgs and Women: The Reinvention of Nature (New York; Routledge, 1991) , pp.149-181.
José Cadalso – Cartas Marruecas I-VI (1789)
Cartas escritas por un moro llamado Gazel Ben–Aly, a Ben–Beley, amigo suyo, sobre los usos y costumbres de los españoles antiguos y modernos, con algunas respuestas de Ben–Beley, y otras cartas relativas a éstas.

Ramón Gómez de la Serna - Greguerías nuevas [Junio de 1936]
en la concha:
Playa dorada.
es tan fuerte
que las ramas de bambú
tiemblan.
Ambrose Bierce - Diccionario del diablo
Estudio literario-crítico de "Las mil y una noches" - Rafael Cansinos Assens
"... el rey, que no tenía sueño, holgóse de escuchar un cuento..."
El de los conocimientos maravillosos y las historias entretenidas, peregrinas. Las cuales noches añaden curiosidad a curiosidad y ofrecen descripciones de amor y pasión y locura de amor. Y contienen historias y rarezas amenas y divertidas y graciosas, adornadas con figuras sorprendentes nuevas, de lo más nuevo que haber pueda, y panoramas prodigiosos de los prodigios de los tiempos.
(Traducción literal de la portada de la edición de Bulak)
ÍNDICE
EL ORIGEN REMOTO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
«LES MILLE ET UNE NUITS» DE GALLAND
LA TESIS PERSA CON RUBRICA JUDIA
OTRAS OPINIONES: WEIL-BURTON-MARDRUS
LA INTERPRETACION ESOTERICA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
«LAS MIL Y UNA NOCHES» EPOPEYA NACIONAL DE LOS ARABES
PROCESO DE ARABIZACION DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LENGUA Y ESTILO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
UNIDAD Y VARIEDAD EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LA PORNOGRAFIA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LO COMICO Y LO PATETICO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»:
REALIDAD Y FANTASIA EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LA PARADOJA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LA MORAL DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
EL TIEMPO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LOPOPULAR Y LO ERUDITO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
ABSORCIONES ORIENTALES EN «LAS MIL Y UNA NOCHES» Y SUS TANGENCIAS EN LAS LITERATURAS ORIENTALES
JUICIO CONTRADICTORIO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
EL PERENNE INTERES DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
VALORES LITERARIOS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LOS DOS HERMANOS SCHAHRIAR Y SCHAHSEMAN
UNOS ROUGON-MACQUART ORIENTALES
DALILA, LA LADINA, MADRE DE SEINEB, LA TRAPISONDISTA
SCHEMSU-N-NEHAR, LA MUERTA DE AMOR
OTRAS IMAGENES PATETICAS DEL AMOR
EL SIMBOLISMO DE LA HISTORIA DE UARDU-FI-L-AKMAN Y
EL ENIGMA DE LA «TAPADA» Y SU INSEPARABLE LA «DUEÑA»
LAS BUENAS AMIGAS, CONFIDENTES Y MADRINAS
LAS MERETRICES-LA HIJA DEL «SCHEIJ» TAHIR-BENU-L-ALA
EL TEMA CAINITA EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
ABU-ZIR, EL BARBERO, Y ABU-KIR, EL TINTORERO
EL PRÍNCIPE SEIFU-L-MULUK Y SU VISIR SAID
LA FAMILIA AL TRAVES DE LAS MIL Y UNA NOCHES
HASID KERIMU-D-DIN, EL SABIO POR CIENCIA INFUSA
ABU-MOHAMMED-L-KASLAN, EL PEREZOSO ENRIQUECIDO
ALA-D DIN, EL DE LA LAMPARA MARAVILLOSA
UN BUDA ISLAMICO.-EL HIJO DE HARUNU-R-RASCHID
EL MUNDO REAL EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LOS MERCADERES DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LOS MERCADERES DE ESCLAVAS Y LOS PROXENETAS
LA BOHEMIA LITERARIA Y ARTISTICA.
LOS DEFECTUOSOS FISICOS Y MENTALES
EL «MUGAFFAL», EL «TAMMA», EL «JARIFO»
LOS «SCHIUJ», JEQUES O JEIQUES
LAS RAZAS EN LAS MIL Y UNA NOCHES
GEOGRAFIA REAL DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LA HISTORIA EN LAS HISTORIAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
OTRAS ENTIDADES MITICAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
SOLEIMAN E ISKANDER, MITIFICADOS
EL PIOJO GIGANTESCO DE LA PRINCESA DALAL
GEOGRAFIA MITICA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
EL PARAISO TERRENAL EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
LAS ISLAS NEGRAS, LA CIUDAD DE ORO Y LA CIUDAD DE AZOFAR
LAS SIETE ISLAS DE AL-UAKU-L-UAK
EL RIO SABATION Y LA CIUDAD DE LOS JUDIOS
EL MAR DE SABARCHADA O DE ESMERALDA
LAS TRADUCCIONES ESPAÑOLAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
ADVERTENCIA SOBRE LA TRANSCRIPCIÓN DE LOS NOMBRES ÁRABES
DEDICATORIA
Al noble pueblo árabe, que dio a
LAS MIL Y UNA NOCHES
lo que un padre da a sus hijos:
sangre, nombre y lengua.
SELAM!
PRESENTACION DE LA OBRA
Las mil y una noches son tan universalmente conocidas que excusarían toda presentación si no la impusiese un obligado y tradicional rito de cortesía con el lector. Apenas habrá en todo el mundo quien no conozca esas sorprendentes historias que la gentil Schahrasad contó en tiempos remotos en la remota Persia, bajo la angustia de la muerte, con el alfanje de un sultán tiránico y misógino pendiente sobre su linda cabecita, y que, como pájaros maravillosos, animados por su verbo incomparable, se han desparramado después en su vuelo por todas las regiones de la tierra.
Esas historias que Schahrasad, la persa, contó en su lengua armoniosa al neurótico rey Schahriar, vencido al fin bajo el hechizo de su arrullante música, esas historias que salvaron su vida y la de todas las mujeres del reino, han pasado después, apadrinadas por ella, a todas las literaturas del mundo, y, repetidas por miles de rapsodas en todas las lenguas, dulces o ásperas, eufónicas o rudas, en que expresan los hombres diversamente la unanimidad de sus sueños, y recogidas y anotadas por diligentes escribas de todos los países, han podido llegar hasta nosotros incólumes, al través de los siglos.
En clara letra latina, en los bellos y confusos arabescos de la caligrafía islámica, en los complicados ideogramas chinos y japoneses, en los hieráticos caracteres eslavos, todas las criaturas que saben leer han leído este libro, encantador y profundo, y aun esa parte de la humanidad que, por su desgracia, no se ha elevado todavía a la consagración gráfica del verbo y sigue medio sorda y medio muda, conoce de oídas estas historias que, antes de ser dibujo, fueron música, y antes de ser un libro fueron una tradición y tuvieron una vida independiente del signo escrito.
Y la siguen teniendo como todas esas creaciones populares que ya existían antes del escritor que las recoge y seguirán existiendo después de él, pues no le debieron su vida ni fueron las hijas, sino las madres, de su libro.
Las mil y una noches, como la Biblia, los poemas homéricos y algunos pocos libros más—entre ellos el Quijote—, son más que un libro, aunque se nos presenten en forma de tal, de igual modo que el paisaje es más que un cuadro y el alma más que un cuerpo.
Contienen un espíritu tan vital y humano, que se evade de la letra y goza de la propia ubicuidad, agilidad y sutileza del espíritu.
Son libros tan enormes y desmesurados, tan llenos están de humanidad, que hacen olvidar autor y origen y parecen compuestos—y así es en realidad—por la humanidad toda, en una colaboración maravillosa, presidida por el genio mismo de la especie.
En tales libros lo de menos es el detalle del escritor que les da nombre y que, en el fondo, no pasa de ser un mero escriba, pues son libros que existieron antes de la letra y el libro, de igual modo que la vida existió antes de la historia.
Esta encantadora Schahrasad, epónima de estas narraciones antiquísimas, no es su madre, sino su madrina y un personaje tan irreal como los de sus cuentos.
Schahrasad no ha existido nunca—¡llorad, poetas!—, como no han existido tampoco Sulamita, la de El Cantar de los Cantares; ni Radha, la del GitaGovinda; ni ninguna de esas mujeres seductoras, demasiado bellas para haber vivido entre los mortales.
Schahrasad es un eco y un nombre; uno de los mil nombres que, para no perdernos, ponemos a las obras del pueblo, a esas obras que no ha hecho nadie, por haberlas hecho tantos.
Schahrasad es a Las mil y una noches lo que el Faraón a las Pirámides.
ORIGENES PROBABLES DEL LIBRO
Son Las mil y una noches comparables a un gran río, que se hace caudaloso al acercarse al mar, o a una gran ciudad y cuyo origen se ignora.
Se han descubierto las fuentes del Nilo, tanto tiempo ignoradas; pero aún están por descubrir las fuentes de Las mil y una noches.
Los más famosos orientalistas de Europa, esos osados e incansables exploradores de literatura que se llamaron Guillermo Jones, Kosegarten Klaproth, Silvestre de Sacy, etc., y que corresponden a los Marco Polo, Ibn Batutah, Livingstone, Nordenskiold y demás exploradores de tierras remotas, no han logrado descubrir las fuentes de este Ganges literario y, al hablar de la génesis y formación del popularísimo libro, no emiten más que conjeturas e hipótesis.
Solo hay una cosa en que todos convienen: en la prosapia ariopersa de este fantasma literario, que se nos presenta vestido de túnica y tocado de turbante, como un moro del Oriente abbasi y hablando un árabe florido y elocuente, el árabe que se hablaba en las cortes de aquellos jalifas, amigos y mecenas de poetas y literatos.
Aquí, como en otros terrenos, no habrían sido los árabes, esos mercaderes andariegos de raza, sino simples intermediarios en esta transacción de esta categoría espiritual y Las mil y una noches que Europa ha conocido en lengua arábiga exótica, introducida por ellos en Occidente, con su marchamo islámico y el sello consabido: «No hay más Dios que El-Dio», bajo el cual introdujeron entre nosotros la canela de la India y la rosa de Persia.
Pero al investigar más a fondo el origen de ese fruto exótico ya surge la perplejidad y los exploradores se detienen desorientados; quédanse unos en la Persia de los pehlevies, que sucede a la Persia de Zoroastro y los Libros sagrados, escritos en zenda, es decir, en la patria de Schahrasad, y suponen que esa es también la patria del libro, que pudiéramos llamar expósito.
Al conquistar los árabes, bajo el jalifato de Omar—ese Saulo islámico—, en el año 18 de la hechra [1], la Persia de los sasanies, derrotando ante las murallas de Nehavend a su último monarca Yezdeguird III, recogieron como botín de guerra no solo un vasto imperio territorial, sino también el rico patrimonio espiritual de la vieja nación irania, y entre esos tesoros figuraría el famoso libro.
Pero los persas, a su vez, no hansido en la historia sino intermediarios, como los propios árabes; situados por la geografía entre Oriente y Occidente, han dado a este último con una mano lo que recibían del primero en la otra.
No han sido los persas sino los adelantados de ese verdadero Oriente, de donde todo trae su origen, porque en él, según generalmente se admite, lo tuvo la raza humana; más allá de los persas está la India, la madre, la creadora, la cuna de los pueblos que parecen cuneros, esa India en que empieza por lo menos la vida consciente del hombre y que conserva también, en forma de leyenda y mitos, los más remotos recuerdos de su vida inconsciente. La India, que bate el record de la antigüedad y del saber antiguo con el Egipto y la China, y que, durante muchos siglos, fue lo más remoto del Oriente que conoció Europa; la India, en que todas las cosas eran ya viejas cuando Alejandro Magno, joven como un dios, irrumpió en ella, seguido de un ejército de guerreros, poetas y filósofos. De aquella famosa expedición del gran Alejandro volvieron los griegos cargados de rico y diverso botín: oro, plata, libros, leyendas y hasta una secta filosófica, la de los gimnosofistas o desnudos, que iban más allá que Diógenes y prescindían hasta de la túnica como él prescindiera del vaso.
Pero ya antes de esa epopeya alejandrina (siglo IV antes de nuestra era) los persas, vecinos y consanguíneos de los indios, habían tomado de estos muchas cosas o, mejor dicho, no habían tomado, sino traído, pues hay un momento en la cronología más o menos histórica en que persas e indios son los mismos o, por lo menos, hermanos carnales, pertenecientes a la gran familia aria, y residen aún en la península del Ponchab, donde todavía quedan poblaciones de ascendencia irania, que hablan un persa un tanto dialectal y arcaico, pero que puede entenderse en Teherán (Chozdko: Grammaire de la Langue persane).
La lengua zenda, en que se escribió el Código religioso de Zaratustra (Zerduscht) o Zoroastro, es una lengua tan afín al sánscrito de los Vedas que, en ocasiones, parece la misma, salvo variantes análogas a las que distinguen al caldeo del hebreo bíblico, según puede verse en la Gramática comparada de Bopp; persas e indios son casi los mismos, mientras aquellos viven todavía en la meseta asiática en que fijan los etnólogos el punto de partida de las emigraciones raciales, y unos y otros comparten el mismo patrimonio de naciente cultura, al igual que comparten el suelo y los elementos naturales.
Al correrse luego al Oeste y al Sur, los persas llevan consigo esa propiedad cultural, compuesta principalmente de folklore y mitología y el rito de Agnio del Fuego, que será la base de la religión zoroástrica.
Pero luego de constituido el gran imperio persa de Ciro, mantienen siempre losiranios relaciones de toda clase, incluso bélicas, con los indios, y sería largo y extemporáneo decir todo lo que en esas épocas tomaron de ellos y todo lo que de ellos tomaron los griegos. Basta leer a Herodoto para descubrir, bajo el barniz helénico, la raíz persa de muchos nombres que indican el origen iranio de cosas tenidas por griegas.
Los persas hacen con los griegos el mismo papel que luego harán con los árabes, que a su vez arabizan sus préstamos. Y así los hacen irreconocibles; Las mil y una noches, supuesto que tengan un origen ariopersa, hablan árabe y rezan a Alá. Y esos árabes que les han dado su lengua merecen, pues, contarse entre sus padres.
Todo eso hace que resulte muy difícil clasificar exactamente este libro, que, por lo pronto, queda en la vaga región de lo asiático. Y ahí debemos por ahora detenernos nosotros.
EL ORIGEN REMOTO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches deben su existencia a las noches de Asia. Es ella misma una colección de «historias de noche». No hay que extrañar, pues, lo oscuro de sus orígenes.
La literatura griega nace a la luz del día bajo los auspicios de Helios. La literatura oriental se abre, como el loto, bajo la mirada de la Luna.
Todo en Oriente reposa adormecido durante el día ardiente y deslumbrante; es por la noche cuando la Naturaleza y los hombres se reaniman y empiezan verdaderamente a vivir.
En esas horas dulces y tranquilas, oreadas por las brisas fragantes, es cuando las mujeres dejan el harén y se reúnen en las azoteas de sus casas, para solazarse y gustar sorbetes perfumados y contarse historias, y también los hombres se juntan en atrios, plazas y terrados, para saborear el placer de la sociabilidad y trenzar diálogos y contarse historias vividas o escuchadas.
Los reyes orientales, siempre llenos de preocupaciones de índole política o doméstica, se entregan en esa hora también a la expansión, y se olvidan de sus largas sesiones en el diván y hacen que sus visires dejen de ser ministros para convertirse en juglares.
Esos reyes suelen padecer de insomnios y, para entretener sus veladas y predisponerse al sueño, apelan al benigno hipnótico del cuento o historia, que distrae su mente de lo actual, y los traslada a regiones de ensueño y los prepara para el reposo.
Las historias llenan en esos tiempos la falta de la radio y el cine. Todos los monarcas de Oriente tienen siempre en torno suyo un cuerpo numeroso de juglares, de recitadores de historias. De Alejandro Magno se cuenta que, en su expedición a la India, llevaba consigo a todas partes ese séquito de narradores, encargados de amenizar sus nocturnos. ¿Quién sabe si algunas de estas historias habrán deleitado los oídos de aquel semidiós?
Era tal el temor que los monarcas y sultanes sentían ante la posibilidad de que les faltasen historias de noche, que mandaban escribir las que oían y eran más de su agrado y guardarlas en sus archivos, para volver a escucharlas en ocasiones de penuria inventiva por parte de sus juglares.
Ese fue el origen de los anales, crónicas e historias, como las que se recogen en la Biblia. Así se formó señaladamente el Libro de Esther.
A veces, como ya dijimos, actuaban de juglares los propios visires y aprovechaban la ocasión para amonestar al rey y darle lecciones indirectas de buena política, valiéndose de la fábula zoológica, para velar sus intenciones con esa máscara impersonal.
Así nacieron en la India esos libros como el Panchatantra y su epítome, el Hitopadesa, que Europa conoció en el siglo XIII con el nombre de Libro de Calila y Dimna.
De esa última fuente brotaron esas leyendas y tradiciones que constituyen la base del folklore occidental y que, después de haber encantado las noches de despóticos monarcas orientales, han venido a encantar las de los niños inocentes y buenos.
Pues a ese número de historias pertenecen las que forman el libro de Las mil y una noches, muchas de las cuales han llegado a nosotros por la tradición oral, antes de que las conociéramos en libro, desfiguradas y fantaseadas, como la historia de Esther y Asuero, o la de Alejandro, el gran conquistador, y toda esa mitología antigua, épica y caballeresca, que dimana del ciclo de la guerra de Troya, eco lejano del Mahabharata y de las guerras de la época feudal de los hindúes, refundido por los juglares medievales.
No es la primera vez que se hace notar el maravilloso poder andariego de esas historias antiquísimas, que van de un extremo al otro del mundo conocido en labios de viajeros, peregrinos y mercaderes, y que llegan a formar una literatura oral aparte, una versión popular de los argumentos tratados en los libros. Una versión de ese tipo es el Poema de Alejandro, en el medievo español.
La tradición oral introdujo en Europa, en esos siglos, muchos argumentos y temas exóticos que, de esa forma, llegaron al conocimiento de las personas cultas antes que sus originales escritos. Se trata de una prodigiosa metempsicosis de las ideas, de una trasmigración asombrosa de almas literarias.
Pues de ese modo llegaron también a Europa Las mil y una noches, sin nombre ni paternidad, antes de que el orientalista francés Antonio Galland se las diese a conocer, traducidas, a sus compatriotas en el siglo XVIII.
Por efecto de esa irradiación difusa, anónima y oral, que había introducido entre nosotros, en forma de folklore y leyenda, elementos del gran ciclo épico de la India, que luego trasciende a los libros de caballería y al romance, dionisiacamente desgarrado y transfigurado en miles de avatares, pasaron también a nuestra literatura occidental fragmentos de Las mil y una noches, argumentos y temas, pero sin nombre, pues solo los libros lo tienen.
Por los venecianos, esos inmemoriales traficantes con Oriente, mercaderes y viajeros de raza, penetraron en Europa, juntamente con las aromáticas especias de las Indias, muchos argumentos igualmente picantes; en Boccaccio, en Bandello, se puede gustar ese aroma de Oriente, condimento de temas, que han trascendido luego a Shakespeare y a Calderón, llenándose de sentido filosófico.
La crítica erudita ha señalado después, al conocerse en Europa Las mil y una noches como libro, transfusiones de su fondo oral y anónimo en El patrañuelo, de Timoneda; en La fierecilla domada, de Shakespeare, y en La vida es sueño, de Calderón. Y en el Orlando furioso, del Ariosto—canto XXII—, se encuentra ya el argumento inicial del libro asiático: la infidelidad de las esposas, causa de la misoginia de los dos reyes hermanos Schahriar y Schahsemán.
Pero todo eso se ha sabido después de haber publicado Galland su traducción francesa del libro oriental. Hasta entonces se conocían historias de Las mil y una noches, pero no las Noches mismas como tales.
Aunque parezca extraño, nunca hasta el siglo XVIII sonó en Europa ese nombre de «Mil y una noches», y eso que ya en el siglo X u XI existía, según los eruditos, el núcleo central del libro y nuestras comunicaciones con Oriente nunca estuvieron cortadas.
La Tumba del Gran Jan en Tartaria, que se supone henchida de tesoros, y el Sepulcro de Cristo en Jerusalén, son imanes potentísimos que atraen a viajeros y peregrinos cristianos y provocan esas tres movilizaciones en masa de los Cruzados.
Marco Polo, en el siglo XII, inicia ese itinerario que luego han de seguir otros muchos y que coge desde el norte de China hasta las islas de Ceilán, Madagascar y Java, es decir, todo el mapa de los viajes de Simbad, el marino, y a él debemos esas descripciones fastuosas de la corte de Kublai Jan, el sucesor de Schenchis Jan, con sus palacios inmensos, sus jardines maravillosos y toda esa escenografía como de magia que nos pintan Las mil y una noches.
Marco Polo baja hasta Jerusalén, meta obligada de su ruta, y así encierra su viaje entre dos sepulcros. Después de él, Pedro della Valle recorre el mismo itinerario, y va pisando sobre sus huellas, como después sobre las de éste otros viajeros ingleses, alemanes y franceses, cuya serie cierran, en el siglo XVI, Tavernier y Chardin.
Todos esos viajeros han pasado, en suma, por esa Siria, donde Galland encontró su manuscrito de Las mil y una noches; todos ellos pudieron, al menos, oír, en los zocos y cafés de Oriente, algunos de esos cuentos recitados por los juglares y haber dado luego en sus Relaciones alguna noticia de ellos.
Y, sin embargo, no fue así. Europa no supo nada de ese libro, que había de ser tan famoso en Occidente, hasta el siglo XVIII; ni siquiera el nombre.
Las mil y una noches, como tales, solo suenan y son conocidas en Europa cuando, en 1704, publica Galland, en Caen, la primera parte de su traducción de Les mille et une nuits.—Contes árabes d'un auteur inconnu.
Esa es la primera comparecencia oficial en Europa de Las mil y una noches, que elorientalistaydiplomáticofrancés—nadie más indicado para esta presentación—, introduce en los salones de París.
«LES MILLE ET UNE NUITS» DE GALLAND
Antonio Galland es el descubridor de ese Oriente literario que Las mil y una noches nos revelan.
Y él es también quien, con su libro, sorprende a los orientalistas de su tiempo y da motivo a que se plantee ese debate literario sobre sus orígenes y paternidad en que aún no se ha dicho la última palabra.
La primera impresión que su libro produce es de sorpresa y perplejidad. El traductor no señala como fuente de su labor sino un manuscrito «qu'il a fallu faire venir de Syrie», y eso es motivo para que muchos lo sospechen de mixtificador y lo tomen por ese autor árabe desconocido que invoca.
Todo era también oscuro en torno a ese fenómeno literario que se desarrollaba a plena luz de Francia.
No estaba muy claro lo referente al manuscrito árabe que le sirviera a Galland para su traducción; según parece, lo encontró en Siria, adonde había ido con encargo de S. M. Cristianísima de recoger inscripciones y monedas para los museos franceses; pero no pudo adquirirlo y fue luego, estando ya en París, cuando pudo hacerse con él, por medio de sus agentes. El mismo lo declara así en su prólogo, con esa frase textual que hemos transcrito.
De ahí las primeras dudas sobre su autenticidad y la sospecha de sus contemporáneos de que se trate de una superchería, de que el buen hombre era incapaz, y lo tomen por su «autor árabe desconocido».
Su versión, sin embargo, tuvo éxito ruidoso, fulminante, debido, sobre todo, a sus méritos literarios.
Las mil y una noches, adaptadas al gusto francés del siglo XVIII, recortadas, civilizadas, pero sin perder del todo su aire exótico, bárbaro, oriental, fueron desde el primer momento la sensación de París, la novedad que aquel público novelero necesitaba; no solo se pusieron de moda, sino que fueron la moda.
Sorprendieron, encantaron, entusiasmaron a los hombres e indignaron un poco a las mujeres; aquellas costumbres poligámicas, aquel modo despótico de tratar a las esposas, sublevaban la dignidad de aquellas damas colmadas de halagos y homenajes en el pleno siglo de la galantería; los caballeros se ponían de parte del rey Schahriar; las señoras, como es lógico, abrazaban lacausa de Schahrasad. Pero unos y otras estaban igualmente bajo el hechizo literario del libro.
Explicando el éxito de Las mil y una noches, de Galland, dice Carlos Nodier: «Produjeron desde el primer momento ese efecto que asegura a las producciones del ingenio el favor popular, con todo y pertenecer a una literatura poco conocida en Francia y admitir o, mejor dicho, exigir ese género de composición, detalles de costumbres, caracteres, indumentaria y lugares absolutamente extraños a todas las ideas corrientes en nuestros cuentos y novelas.
Todo el mundo se maravilló del encanto que emanaba de su lectura. Y es que la verdad de los sentimientos, la novedad de los cuadros, una imaginación fecunda en prodigios, un colorido lleno de calor, el atractivo de una sensibilidad sin pretensiones y la sal de una gracia sin caricatura, el ingenio y la naturalidad, en una palabra, gustan en todas partes y gustan a todo el mundo.»
Las opiniones de los lectores se dividían en lo tocante a lo que pudiéramos llamar fondo moral del libro; pero se unían para aplaudir su mérito literario. Las mil y una noches daban lugar a discusiones y torneos de ingenio y de galantería en los salones de París; ponían sobre el tapete la eterna cuestión del feminismo, siempre latente y existente antes de que miss Pankhurst y sus sufragistas le pusiesen nombre. Las bas-bleu salieron en seguida a la defensa de su sexo, y escritores complacientes y deseosos de complacer a sus amigas pusieron su erudición y su talento literario al servicio de la buena causa de vindicación de la mujer.
A eso se debe, sin duda, la publicación en París del libro Los mil y un días —cuentos persas, indos, turcos y chinos—, traducidos en lenguas europeas del texto original por los orientalistas Cazotte, Caylus, Engel, Petit de la Croix, etc., que viene a ser una réplica y hasta, en cierto modo, una parodia de Las mil y una noches, pues en él aparece el mismo argumento de las noches vuelto al revés, es decir, hecha la noche día, y su protagonista es una princesa que siente por los hombres la misma aversión y desencanto que el rey Schahriar por las mujeres, y todas las historias que en él se cuentan siguen esa tendencia misantrópica.
Los mil y un días, acerca de cuyo origen hay planteado el mismo debate que en torno a Las mil y una noches, pues, según unos, sus historias están tomadas del libro árabe Al-Farchu bádi-sch-Schiddet (El gozo tras la aflicción), de Al-Kaziyu-t-Tenuji, que el persa Husein Abasad-Dehistani tradujo a su idioma en el siglo V de la hechra, mientras otros, como Burton, afirman que su autor original fue el famoso dervisch Mujis, jefe de los sufíes de Ispahán; ese libro, surgido a la zaga del libro de Galland, goza reflejamente de su éxito y fue también un reflector que acrecentó el brillo de aquel.
Fácil es figurarse que contra Galland se formó un partido de mujeres resentidas y de escritores envidiosos que aprovechaban la ocasión para desacreditar Las mil y una noches, con el socorrido tilde de inmorales, de igualmente opuestas a las buenas costumbres y al buen gusto.
Hubo cierto escándalo en torno a Las mil y una noches, escándalo literario—no erudito todavía—y que puso altavoz a su éxito.
El rumor de las discusiones que Las mil y una noches promovían en la prensa y los salones de París, de aquel París tan libertino por un lado y tan mojigato por otro, fue tan fragoroso que se oyó a la otra banda del canal, y los ingleses, esos hombres tan insulares, tan reacios para adoptar modas ajenas, se apresuraron a trasplantar a su isla aquella flor exótica.
Ya en 1712 el ensayista Addison, en su famoso Spectator, habla de los cuentos árabes traducidos al francés por Galland. Y en 1713 aparecen las Arabian Nights. Entertainments, translated from the french, de autor anónimo, que en poco tiempo alcanzan su cuarta edición.
Síguenles a corta distancia sendas adaptaciones de Foster y Bussey, que hoy no tienen valor ante la crítica.
En Francia sigue en línea ascendente el éxito de la versión de Galland, cuya segunda parte se publica en París en 1717, muerto ya ese gran hombre (1715) —cinco minutos de silencio—, y de la que se hacen reediciones en 1726-1738-1773-1774-1788, es decir, que Las mil y una noches llegan triunfantes casi al pie de la guillotina.
Son menester esos trágicos acontecimientos, esa sangrienta bacanal con que termina el siglo XVIII y empieza el siguiente, esa historia terrible, cuyos capítulos se llaman «Revolución», «Terror» y «Napoleón», para cortar en Francia el vuelo de estas dulces y románticas historias venidas del plácido Oriente y que, ante esos horrores, huyen asustadas y, como sus aristocráticos lectores, buscan refugio en climas más tranquilos.
Son los ingleses y los alemanes los que llenan ese intervalo de silencio francés en la crónica erudita de Las mil y una noches y realizan fructuosas pesquisas los primeros por el lado de la India, que les es familiar; los segundos, por el Oriente islámico.
En 1800 se publica en Londres la obra del doctor Jonatan Scott, funcionario del Gobierno británico en Bengala, titulada Tales, Anecdotes and Letters, translated from the Arabic and Persian, y en 1811, aparecen The Arabian Nights, Entertainments, traducidas por el mismo doctor Scott, de un manuscrito descubierto por Worthley Montague. Como se ve, son los ingleses los primeros que llevan la atención de los orientalistas hacia la Persia como fuente del libro.
Pero, en 1823, inscríbense en la bibliografía miliunanochesca, en Tubinga, la versión alemana del barón austriaco Von Hammer-Purgstall, hecha sobre manuscritos árabes de El Cairo y Estambul, y en 1824, en Breslau, la del doctor Max Habicht sobre un manuscrito de Túnez; ambas más ricas y completas que la de Galland.
En 1838, el irlandés Torrens publica en Calcuta, donde actúa de funcionario inglés, su versión, titulada The Book of the Thousand Nights and One Night, ajustada a un manuscrito egipcio, editado por MacNaghten. Y el mismo año aparecen, en Stuttgart, las Tausend und eine Nacht, arabische Erzählungen del doctor Gustavo Weil, arabista serio y ya justamente estimado por su Geschichte der Chalifen (Historia de los Jalifas), con el aditamento de «Por primera vez traducidas del texto primitivo (Urtexte) íntegra y fielmente».
En el entretanto, se han publicado en Oriente varias ediciones árabes del libro: la del scheij Al-Yemeni (Calcuta, 1814), que no llegó a terminarse; la de Bulak (1835) muy mutilada e incompleta; la de Beirut, expurgada por los jesuitas, y la de Esbekieh, en El Cairo, todas ellas discordantes entre sí. Y en las bibliotecas europeas existen doce manuscritos árabes, que tampoco concuerdan.
Es entonces cuando empieza la verdadera crítica erudita del libro, y los orientalistas de la época, pertenecientes a tres naciones: los franceses, capitaneados por De Sacy; los alemanes, por Von Hammer-Purgstall, y los ingleses, autónomos, tratan de deslindar los orígenes del libro y de fijar su texto canónico, auténtico, con el consiguiente desglose de apócrifos.
Difícil empresa la que los orientalistas acometen y cuya solución dificultan más todavía la parcialidad y personal entusiasmo de esos sabios que se han repartido el Oriente en sectores, y entre los que hay arabistas puros—De Sacy—, arabistas-persianistas—con Hammer-Purgstall—e indianistas-sanscritistas—Jones, Langlés—, y cada uno de esos doctos sátrapas reclama el libro para su jurisdicción y cada uno ve en él una obra de aquella literatura que le es más familiar.
Atraviésanse así inferencias pasionales en el debate científico, que, en virtud de ello, gana emoción y no pierde ciencia, pues, aunque por esos rodeos eruditos llegan a la misma conclusión que cualquier lector algo culto alcanza al primer vistazo por la vía intuitiva, o sea, que Las mil y una noches son la obra común de tres pueblos—hindú, persa y árabe—, sin olvidar la parte de los judíos, esos hombres ubicuos, y, en suma, un libro asiático, oriental, no perdemos nada siguiéndoles en esas correrías, pues ya se sabe que viajando se aprende y mucho más si se viaja en compañía de sabios.
Examinemos, pues, las tres hipótesis, que son como los tres tramos de una escalera, empezando por el superior, ya que es más cómodo bajar que subir.
LA HIPÓTESIS INDIANISTA
La hipótesis indianista es más bien una presunción, sugerida por la estructura del libro y por detalles tópicos y sustanciales que hacen pensar en un influjo hindú.
Las mil y una noches vienen a ser un libro por el estilo del Calila y Dimna, sin más diferencia esencial que la de ser sus personajes no animales como los de éste, sino personas; lo que marca una transición de la fábula al cuento. Su técnica es la misma que la del libro sánscrito, y consiste en ese entrelazamiento característico de historias, que se enredan y complican y nacen, por decirlo así, unas de otras, en partenogénesis, y responden a una intención moral, de alta pedagogía, en imágenes.
La India, además, aparece ya mencionada en el exordio del libro: el rey Schahriar es señor de las islas de Al-Hind (la India); su nombre puede interpretarse Señor—Aryo—de la ciudad, y los de las dos hermanas Schahrasad (o Scheresad) y Dunyasad (o Dinarsad) son evidentes deformaciones de Karataka y Damnaka, que en sánscrito significan, respectivamente, «domadora» y «corneja», en el último de los cuales nombres queda un vestigio zoológico.
Todo cuanto hay de fabuloso en el libro procede de la India, del fondo fantástico de esas grandes creaciones del Mahabharata y el Ramayana, donde ya se encuentra esa mitología teológica de ángeles, demonios, hadas y genios que en las Noches pululan, así como también esa fauna monstruosa de hombres-peces, hombres-monos, etcétera, que en ellas se describen. El paisaje y la atmósfera de Las mil y una noches son hindúes.
El autor o los autores de Las mil y una noches originales recibieron su inspiración de la India; ahora bien: el modelo sánscrito en que pudieran haberse inspirado se ha perdido y el único que podría suponerse paráfrasis o refundición de él es un libro persa, escrito en pehlevi: el Hasar Afsanah o los Mil cuentos, de autor también anónimo y también perdido, sin dejar otra huella que su título, igual que un nombre en una tumba, inscrito en ese censo mortuorio de libros que se llama Muruchu-z-Zahab (Praderas de oro) del polígrafo árabe Abu-1-Hasán Al-Masûdí, que floreció en Bazra en el siglo IV de la hechra.
En esa obra, cuyo título íntegro es Al-Maruchu-z-Zahab ua Máadini-l-Gahuar (Las praderas de oro y minas de perlas), hablando de obras árabes de amena y vaga literatura, traducidas del persa (farasiyah), del indo (hindiyah) y del grecorromano (rumiyah), se dice textualmente: «De esa clase es el libro titulado Hasar Afsanah o Mil cuentos, palabra que equivale al árabe «Zurafah» (Facetiae) que el vulgo conoce por El libro de las mil y una noches (Kitabu-alf-Leilah ua Leilah). Trátase de una historia de un rey y su visir, la hija de éste y una esclavita (hariyah) que llevan los nombres de Schirsad (hija de León) y Dinarsad (hija de Dinar). Y de esa clase son también las historias de Farzah (que otros leen Firza) y Simás, que contienen pormenores referentes a los reyes y visires de Hind: el Libro de Sindbad y otros de carácter análogo.»
Reforzaba Von Hammer su argumentación citando otro paso del mismo Al-Masûdi, en que el historiador árabe menciona que Al-Manzur, segundo de los jalifas abbasies y abuelo de Harunu-r-Raschid (siglo II de la hechra), mandó traducir al árabe muchos libros griegos, latinos, siríacos y persas (pehlevíes), entre ellos el Kalilah ua Damnah; las Fábulas, de Bidpai (Pilpai); la Lógica, de Aristóteles; la Geografía, de Ptolomeo, y los Elementos, de Euclides. Y luego, aventurándose a la hipótesis, concluye: «Todo induce a creer que el original de Las mil y una noches fue traducido al árabe siendo jalifa Al-Manzur, es decir, treinta años antes de serlo Harunu-r-Raschid, que luego había de desempeñar en esas historias tan preponderante papel.»
Citaba aún Von Hammer otros argumentos, que vamos a reproducir por el orden en que los fue exponiendo:
—Un siglo después de la referida mención de Al-Masûdi, un poeta que se firma «Rasti» (tajal-lus o seudónimo) y que era uno de los vates de cámara del sultán gasnevi Mahmud (siglo XI de nuestra era) puso en verso y probablemente refundió los Hasar Afsanah.
—En el famoso Kitabu-l-Fihsit—o Libro índice—de obras arábigas, compuesto en el siglo IV de la hechra por Mohammed-ben-Ishak-an-Nadim, popularmente conocido por Ebn-Lakub El Werrek (Burton rectifica Abu-1-Farach Mohammed Ibn-Ishak, vulgarmente conocido por Ibn-Alí Yakub Al-Uarrak, fundándose en Ibn Jalikán), se leen las siguientes palabras:
—La primera parte sobre la historia de los confabulatores nocturni (narradores de cuentos de noche) y los recontadores de aventuras ficticias juntamente con los nombres de los libros que traten de tales materias.
—Los primeros que compusieron temas de imaginación e hicieron de ellos libros y los depositaron en las bibliotecas, y dispusieron algunos de ellos como referidos por lenguas de animales, fueron los paleopersas (y los reyes de la primera dinastía).
Los reyes aschkanios, o de la tercera dinastía, añadieron otros a aquellos y los aumentaron y ampliaron en los días de los sasanies (cuarta y última dinastía).
También los árabes los vertieron a su lengua y los pulieron y embellecieron, y escribieron otros semejantes. La primera obra de esa clase fue la titulada El libro de Hasar Afsanah, que significa Alf-Zarafah, y cuyo argumento es el siguiente: Un rey de los reyes solía, cuando casaba con una mujer y pasaba con ella la noche, mandarla matar a la siguiente mañana. Ahora bien: casó una vez ese rey con una señorita de las hijas de los reyes, Schahrasad, dotada de talento y erudición, la cual, en tanto yacía con el rey, púsose a contarle historias de la fantasía y al final de la noche enlazaba su historia en otra, propia a inducir al rey a conservarle la vida para que le refiriese su final a la siguiente noche, y así hasta que mil noches se cumplieron. A todo esto seguía el rey cohabitando con ella, hasta que hubo en ella la dicha de un hijo y ella se lo participó, confesándole el ardid de que con él usara, y entonces el rey se maravilló de su inteligencia y le cobró afición y le perdonó la vida. Tenía ese rey una «Kahramanah» (aya y dueña, no entremetteuse) llamada Dinazard (¿Dunyasad?) que secundó a la esposa en su empresa.
Dicen también que ese libro fue compuesto para (o por) Humai, hija de Bahmán, y que en el se contenían otros argumentos.
Y añade Mohammed-ben-Ishak:
«Y es la verdad—si quiere Alá—que el primero que se recreó oyendo cuentos de noche fue Al Iskandar (Alejandro, el macedón) y que tenía un número de hombres encargados de contarle historias imaginarias y hacerlo reír, aunque no era su única intención la de distraerse, sino también la de aprender, por esas historias, a ser más cauto y prudente. Después de él, hicieron uso los reyes del libro titulado Hasar Afsa-nah. El cual contiene mil noches, pero menos de doscientos cuentos de noche, pues una sola historia abarca en él varias noches. Yo lo he visto completo varias veces, y es en verdad un libro corrompido (?) de rancias historias.»
Resulta, pues, como vemos, que el único libro que pudiera invocarse como modelo o versión original de Las mil y una noches árabes es el libro persa y, además, un libro fantasma. Pero a falta de una realidad, los partidarios de la tesis hindú se acogen a esa sombra e, infiriendo su existencia de su partida de defunción, ya que todo lo que muere ha vivido, la presentan como testigo en ese debate sobre el origen de Las mil y una noches;solo que, al hacerlo así, tienen que remediar la tesis hindú, para desposar la tesis persa. Y así lo hace Von Hamrner-Purgstall, bajando un tramo de la escala.
LA TESIS PERSA
El barón Von Hammer-Purgstall defiende su tesis persa tanto más fácilmente cuanto que casi todo lo que pudiera afirmarse sobre el origen hindú de Las mil y una noches es transferible a los persas, cuya literatura y fondo religioso-místico no son sino una adaptación a escala más reducida de las colosales creaciones brahmánicas.
Los antiguos iranios, animados de un sentido helénico de la medida, rebajaron las proporciones gigantescas de los palacios y poemas hindúes a la escala de lo humano, introdujeron orden y claridad en ese caos de grandeza monstruosa y trabajaron, con arte preciosista y menudo, el marfil y el oro de la India.
Los persas son un término medio entre la grandeza desmesurada de la India y la nulidad imaginativa de los semitas. Babilonia fue en su tiempo un gran laboratorio de poesía y de teología mística, como luego lo fue la Alejandría de los Ptolomeos.
En Babilonia vieron los hombres a los ángeles por primera vez. Todas las teogonías y cosmogonías semíticas vienen de allí; el cautiverio de los judíos en Babilonia fue para ellos una escuela de cultura iniciática en que su espíritu aprendió a volar, pese a sus cadenas corporales. Todos los libros bíblicos de esa época, toda esa ardiente espiritualidad que inspira las llameantes visiones de Ezequiel y los plácidos ensueños de Isaías, toda esa sublimidad imponente es la fiebre mística que se respira en Babilonia.
Siglos después, cuando el destierro se convierte en dispersión, es en Babilonia donde los judíos se sientan a recopilar su Talmud, ese libro en que la rigidez del Antiguo Testamento se humaniza y se florece de sonrisas poéticas.
Hay una analogía notable entre Las mil y una noches y el Talmud; en ambos libros hay de todo, verdad y leyenda, recuerdos de raza y visiones universales, y ambos son como arcas en que dos pueblos, en trance de dispersión, encierran sus pergaminos y sus momias.
Los persas están, como los griegos, entre el Oriente y el Occidente; son bellos, inteligentes y soñadores, y a propósito por sus condiciones naturales para desempeñar la alta diplomacia de la cultura. Es un pueblo-fénix que ha resurgido tres veces de sus cenizas, ha hablado tres lenguas, ha escrito en tres alfabetos y cuenta sus días por varios calendarios.
Los persas han tenido tres civilizaciones; han pasado por la escuela helénica y traducido, para darlos a conocer a Occidente, los más grandes libros sánscritos, y, para darlas a conocer al Oriente, las obras más insignes de la cultura griega.
Ellos fueron los traductores del Panchatantra, que en su versión árabe, hecha sobre la persa de Rudegui, dio luego Mokafa a conocer al Oriente y a Europa.
Nada, pues, de extraño que ellos fueran también, con su Hasar Afsanah, los autores originales de este libro de Las mil y una noches, compuesto de esas historias de noche que es notorio nacieron bajo su cielo nocturno. Con todas estas razones inductivas defienden los persianistas su tesis.
LA TESIS ARABE
Pero como los persianistas atestiguan con un muerto—el hipotético Hasar Afsanah—no logran convencer a los arabistas, que tienen en su apoyo a un vivo: el libro árabe.
Y Silvestre de Sacy—el barón Silvestre de Sacy, la reverencia se impone—, el traductor de Hariri, la suprema autoridad de la época en cuestiones arábigas, en su Mémoire sur l'origine du Recueil des Contes, intitulé Les Mille et une nuits leída ante la Academia de Inscripciones y Bellas Letras de París en 1829, rebate, con gran copia de argumentos eruditos, las afirmaciones de sus contrincantes y sostiene la tesis del origen absolutamente árabe del libro, con independencia de todo vínculo genealógico con ningún otro libro anterior, sánscrito ni persa, del que pudiera ser trasladado ni trasunto.
Según el ilustre arabista, Las mil y una noches fueron concebidas por árabes y escritas por árabes, en tierras del Islam, sin que signifiquen nada en contra ni puedan tomarse como guiones inductivos esas referencias a personajes y países exóticos—India, Persia, China—que figuran en él y que no son sino recursos literarios, fantasías de hombres que no se habían movido de su tierra.
Incluso en esos cuentos localizados en escenarios exóticos—nota De Sacy—no hacen sus autores sino describir gentes y costumbres y sucesos de Bagdad, Mozul, Damasco y El Cairo, durante la época de los abbasies.
La Historia del rey Kamaru-s-Semán y el rey Schahramán (Noches 148 a 176) no es más india ni persa que las otras.
El padre de la princesa reina sobre musulmanes, su madre se llama Fátima, y cuando el rey manda encarcelar al príncipe este se consuela en su prisión recitando aleyas del Corán. Los genios que en el argumento intervienen son los mismos de la leyenda de Salomón, y todo lo que allí se nos dice de la Ciudad de los Magos y de los adoradores del Fuego basta para demostrar que no cabe hacerse la ilusión de descubrir en esas páginas más que la obra de un literato musulmán.
Finalmente hace notar De Sacy que el árabe de Las mil y una noches no es ya el árabe clásico, sino el vulgar, y en conjunto sugiere la idea de una creación de la época de la decadencia literaria del Islam que, a juzgar por su presente forma, debió de escribirse en Siria.
Cuanto al Hasar Afsanah, el gran arabista niégale rotundamente, si no la existencia, sí toda relación de paternidad y, desde luego, toda identidad con Las mil y una noches. Pase que haya existido ese libro; pero Los mil cuentos no son Las mil y una noches, y los persianistas se han dejado seducir de un equivoco.
El famoso paso de Al-Masûdi—su argumento capital—no significa nada, pues hay que interpretarlo de otro modo que como los persianistas lo han hecho.
Y De Sacy procede a exponer su interpretación del referido paso del polígrafo árabe haciendo gala de un saber, a la verdad, algo sofístico.
Copiemos sus propias palabras:
«Hablando Masûdi—dice—de las relaciones portentosas que corrían en su tiempo sobre ciertos monumentos y personajes pertenecientes a la historia de los árabes antes de Mahoma, asegura que, a juicio de algunos, son otras tantas fábulas y narraciones novelescas “parecidas” a las que nos han traducido de las lenguas persa, india y griega, como, por ejemplo, el libro titulado Los mil cuentos. Esta es la misma obra comúnmente llamada Las mil noches y que contiene la historia del rey, del visir, de la hija del visir y la nodriza de esta, siendo los nombres de aquellas mujeres Chirzada y Dinarzada. En algunos ejemplares de la obra de Masûdi se lee, en vez de Las mil noches, Las mil y una noches, y, en lugar de “la historia del visir, de la hija del visir y la nodriza de ésta”, “la historia del visir y de sus dos hijas”.
«Pues bien—continúa el gran orientalista-, si me preguntan qué digo del paso de Masûdi, advertiré, en primer lugar, que todo él ha sido alterado, ya que presenta dos variantes de algún bulto. No disputo que este historiador tuviera noticia de una novela persa, titulada Los mil cuentos, y que esta novela se tradujera al árabe, como las Fábulas, de Bidpai, bajo el jalifato de Al-Mamún. También me inclino a admitir que los personajes de la aventura principal fueran un rey, su visir, la hija del visir y su nodriza; y aún, si se quiere, las dos hijas del visir, aunque esta última elección me parece muy sospechosa. Cuanto a las palabras “ésta es la misma obra comúnmente llamada Las mil noches” doy de barato que sean de Masûdi, aunque muy bien pudieran ser un añadido; pero lo que tengo por cierto es que Masûdi dijo Las mil noches y no Las mil y una noches. Esta noche de más se debe seguramente a los copistas, que creyeron que ese paso hacia relación a Las mil y una noches que ellos conocían, y, por la misma razón, creo que, en vez de “la hija del visir y su nodriza”, que dijo Masûdi, pusieron ellos “las dos hijas del visir”. Y aunque de pasada, notemos que sería más conforme con las costumbres orientales que la hija del visir tuviera a su lado a una dueña, y no a su hermana, mientras promediaban el lecho imperial. Todo lo que, en conclusión, puede sacarse del texto de Masûdi es que hubo allá en tiempos, con el nombre de Mil cuentos, un libro de origen persa o indio, traducido después al árabe, que no conocemos, y del que podrían haberse tomado los nombres de los principales personajes de Las mil y una noches.»
Silvestre de Sacy resume sus conclusiones en esta forma: «Mi opinión es que Las mil y una noches se escribieron en Siria, en lenguaje vulgar, sin que su autor hubiese terminado el libro, ya porque la muerte se lo impidiera, ya por cualquier otra razón, y que, posteriormente, los copistas procuraron rematar la obra, incluyendo en ella historias ya conocidas, pero que no pertenecían a esta colección, como Los viajes de Sindbad el marino y la Historia de los siete visires, o componiendo algunas ellos mismos, con mayor o menor fortuna, y que a eso se debe la gran variedad que se ha notado entre los diferentes manuscritos de esta colección y que ese es también el motivo de que no concuerden en el desenlace, de que hay dos relaciones muy discordes; que los cuentos añadidos lo fueron en distintas épocas y quizá en diferentes países, pero sobre todo en Egipto, y finalmente, que puede afirmarse, con mucha verosimilitud, que la época en que se compuso este libro no pudo ser muy antigua, como lo prueba el lenguaje en que está escrito.»
Ante la fuerza de estos argumentos, el orientalista francés M. Langlés, principal mantenedor de la tesis del origen ariopersa de Las mil y una noches, no tuvo nada que replicar, y su partidario, el orientalista austriaco Hammer, hubo de hacer concesiones reconociendo la parte importante que a los árabes corresponde en la paternidad del discutido libro.
La disertación de De Sacy tuvo tanto éxito que Augusto Weil la puso como prólogo al frente de su versión alemana de Las mil y una noches.
LA TESIS PERSA CON RUBRICA JUDIA
Pero la tesis persa reaparece con rúbrica judía, sustentada por el orientalista holandés Gaeje, que de un golpe, con solo abrir la Biblia por el Libro de Esther, muestra a los eruditos rebuscadores de libros lo que no habían visto en ese Libro de Libros, que tenían a la mano, quizá sobre su misma mesa, y demuestra, por modo concluyente, que la motivación y sugestión primera de Las mil y una noches no se derivan del Calila y Dimna ni de ningún libro sánscrito ni persa, sino del gran libro judío, la Biblia.
Pues en el Libro de Esther se encuentra ya condensado todo el argumento de la obra y las prefiguras de sus protagonistas—el rey (Asuero), Schahrasad (Esther), su padre adoptivo el visir (Mardojai), más un personaje que en Las mil y una noches no sale y que es Amán, el visir antisemita del rey Asuero.
El monarca persa Ahasveros reinaba «desde la India hasta la Etiopía, sobre ciento veintisiete provincias. El rey Ahasveros estaba casado con la reina Vasti, mujer hermosa y soberbia. Y sucedió que el rey, una vez, “hizo banquete”». Y... pero transcribamos mejor los propios versículos del Libro bíblico, que el drama nos cuenta...
10 El día séptimo, alegre por el vino el corazón del rey, mandó este a Mahuman, Bizta, Harbona, Bigta, Abagta, Zetar y Carcas, los siete eunucos que servían ante el rey Asuero, 11 que trajeran a su presencia a la reina Vasti, con su real corona, para mostrar a los pueblos y a los grandes su belleza, pues era de hermosa figura; 12pero la reina se negó a venir con los eunucos, y el rey se irritó mucho y se encendió en cólera. 13 Preguntó entonces el rey a los sabios conocedores del derecho, pues era este el modo de tratar los negocios ante los conocedores de las leyes y del derecho, 14 de los cuales tenía junto a sí a los que ocupaban el primer rango en su reino, 15 qué ley habría de aplicarse a la reina Vasti por no haber hecho lo que el rey le había mandado por medio de los eunucos.
l6Memucan respondió ante el rey y los príncipes: «No es solo al rey a quien ha ofendido la reina Vasti; es también a todos los príncipes y a todos los pueblos de todas las provincias del rey Asuero, l7porque lo hecho por la reina llegará a conocimiento de todas las mujeres y será causa de que menosprecien a sus maridos, pues dirán: El rey Asuero mandó que llevasen a su presencia a la reina Vasti y ella no fue; l8 y desde hoy las princesas de Persia y de Media que sepan lo que ha hecho la reina se lo dirán a todos los príncipes del rey, y de aquí vendrán muchos desprecios y mucha cólera. l9 Si al rey le parece bien, haga publicar e inscribir entre las leyes de los persas y de los medos, con prohibición de traspasarlo, un real decreto mandando que la reina Vasti no parezca más delante del rey Asuero, y dé el rey dignidad de reina a otra que sea mejor que ella.
Y en el capítulo II prosigue la historia en estos términos:
l Después de esto, cuando ya se calmó la cólera del rey, pensó en Vasti y en lo que ésta había hecho y en la decisión que respecto de ella se había tomado. 2 Los servidores del rey le dijeron: «Búsquense para el rey jóvenes vírgenes y bellas, 3poniendo el rey en todas provincias de su reino comisarios que hagan reunir todas las jóvenes vírgenes y de bella presencia en Susa, la capital, en la casa de las mujeres, bajo la vigilancia de Hegue, eunuco del rey y guarda de las mujeres, que les dará lo necesario para ataviarse, 4 y que la joven que más agrade al rey sea la reina en lugar de Vasti.» Aprobó el rey este parecer y se hizo así.
He ahí narrado en el mismo estilo de Las mil y una noches el drama conyugal del rey Asuero, origen del encumbramiento de Esther la judía, que, con su belleza y atractivos, hizo que aquel se olvidara por completo de la reina Vasti y de todas las mozas vírgenes de su reino, poniendo fin a ese ominoso tributo de las mil doncellas y salvando, de paso, a su pueblo judío de los manejos de Amán, el antisemita.
Ahí tenemos ya el argumento y las dramatis personae del libro árabe. Basta con exagerar un poco las cosas y los caracteres. Que el rey Asuero, en vez de repudiar a la reina Vasti, mande matarla y esas vírgenes reunidas en su serrallo desfilen ante él, no para que elija de entre ellas nueva esposa, sino para que las goce y las sacrifique por turno, y tendremos ya el caso del misógino, agresivo rey Schahriar.
La semejanza resalta todavía en el modo como el rey se entera del servició que Mardojai le había prestado en tiempos, salvándole la vida, y de los manejos antisemitas del ambicioso Amán, pues también ahí interviene una historia, aunque no sea Esther quien se la cuente:
«Cap. IV. l Aquella noche se le fue el sueño al rey y dijo que le trajesen el libro de las memorias de las cosas de los tiempos, y leyéronlas delante del rey...»
Por esa lectura sabe el rey Asuero que el padre adoptivo de su esposa salvárale antaño la vida, sin que por ello obtuviese recompensa, y decide llamarlo y honrarlo como se merece, subsanando aquel injusto olvido.
Y comparece ante el rey Mardojai y el rey lo nombra su gran visir en lugar de Amán, que muere en la horca que para el hebreo había, con demasiada prisa, mandado levantar.
Esta historia, que pudiera inscribirse en el ya citado libro de At-Tenuji Al Farchu-bâdi-sch-Schiddet (El gozo tras la aflicción), historia que empieza mal y acaba bien y que los judíos leen todos los años, para su edificación y consuelo, haciéndola seguir de una alegre carnavalada, en que se truecan los papeles, como se trocaron entonces los de Mardojai y Amán, es, en resumen, la misma historia del rey Schahriar y su esposa Schahrasad, que también empieza mal y acaba bien para las mujeres y para todo el reino de Persia.
Cierto que Asuero es un carácter menos violento que Schahriar y que, en cambio, Schahrasad es más enérgica y brava que Esther, y se da un aire en lo heroico a Judith, pues obra por propia iniciativa y no por sugestión de su padre adoptivo, Mardojai, que es allí toda el alma del enredo. Esther solo triunfa ante el rey por su hermosura, y por lo demás es una pavisosa, que no sabe historias ni cuentos entretenidos ni tiene malicia femenil, siendo simplemente una linda muñeca en manos de Mardojai.
Pero salvo esas diferencias, todo lo demás es idéntico, y esas diferencias tenía que introducirlas el retocador del asunto, pues si no habríase encontrado con el mismo Libro de Esther.
Confesamos que, de todas las hipótesis, esta de Gaeje nos parece la más admisible y podría servir de base para atribuirle la paternidad de las Noches a un escritor judío, arabizado, de los muchos que pululaban en esas cortes orientales.
Si bien se mira, todo el libro miliunanochesco está salpicado de constelaciones hebraicas; todo lo que en él se dice de Salomón y su poder sobre hombres y genios es de procedencia talmúdica, así como muchas de las anécdotas edificantes que en él se intercalan.
Schahrasad, como vemos, está hecha con retazos de Esther y Judith, pues en su decisión de ofrecerse al rey Schahriar hay algo que recuerda el gesto de la heroína hebrea que, ataviada con todas sus galas, adornada y ungida como para una noche nupcial, se dirige a la tienda de campaña de Holofernes, con el puñal escondido bajo sus ropas, como si dijéramos «con la navaja en la liga». Burton ha insinuado que acaso Schahrasad llevase también su navaja en la liga, por si le fallaban los cuentos. Y hasta esa hermanita Dunyasad, que la acompaña, recuerda a esa otra hermana menor que la Sulamita lleva consigo al palacio de Salomón: «Tenemos una hermana que aún no tiene pechos...»
Hay, pues, sobrados motivos para aceptar la hipótesis del orientalista holandés. El judío está en todas partes, en todo se tropieza con él y, como autor del libro más antiguo, tiene los precedentes de todo.
Saludemos a esa noble sombra.
OTRAS OPINIONES: WEIL-BURTON-MARDRUS
Pero la tesis de Gaeje no ha prevalecido por lo que tiene de hipótesis.
Con el alemán Gustavo Weil recibe un refuerzo la tesis árabe de Silvestre de Sacy.
Para Weil, Las mil y una noches son la obra de un escritor árabe, por más señas egipcio, que romanzó en parte, según un antiguo modelo, y, en parte también, según la tradición oral, historias para 1.001 noches y que o no pudo rematar su labor o esta se perdió parcialmente viniendo otros a completar lo que faltaba con nuevas historias.
El inglés Burton, en cambio, se inclina del lado de lo persa y supone que Las mil y una noches son la arabización de un modelo persiano, el Hasar Afsanah o cualquier otro libro igualmente perdido.
Burton, gran orientalista y viajero, traductor y comentador de Las mil y una noches, rechaza las inducciones de De Sacy, que, con todos sus respetos para el ilustre arabista, califica de muy superficiales (very superficial).
De Sacy, fundándose en el ya transcritopaso de Al-Masûdi—paso peligroso como el de las Termópilas para los exegetas—, en que el polígrafo árabe compara con los Mil cuentos no Las mil y una noches, sino Las mil noches, concluía que no era este, sino otro libro, el que entendía aquel designar como calcado sobre el modelo persa.
Pues bien: Burton salva garbosamente ese escollo y reafirma su opinión de que el libro de Las mil noches son las propias Mil y una noches, pese a la diferencia de esa noche más.
«Para mí—dice textualmente—esa discordancia de títulos es un pormenor secundario. Entre los árabes, como entre los antiguos irlandeses, los números impares tienen algo de divino (el proverbio dice que traen buena sombra) siendo los otros, por consecuencia, considerados nefastos. En sus Viajes dice Ouseley que el número mil y uno es predilecto de los orientales y cita la Cisterna de las Mil y una Columnas en Constantinopla”.
«Kaempfer, en sus Amoenitates exoticae, habla de los conventos de dervisches (takiyat) y de los mezar o tumbas de santones en las proximidades de Koniah (Iconium), diciendo: “Muchas son las tumbas que encierran cenizas de varones doctísimos de todos los tiempos; mil y una enumera el autor del libro titulado Hasar ve yek mezar, o sea Mil y un mausoleos.”
»A mediados del siglo XVII—sigue Burton—, el famoso dervisch Mujlis, jefe de los sufíes de Ispahán, compuso, con el titulo de Hasar ve yek Rus un Iibro—Mily un día—que Petit de la Croix tradujo al francés con un prólogo de Cazotte, y Ambrosio Phillips retradujo al inglés.
»Finalmente en la India y en toda el Asia, donde aquella extendió su influjo, un número redondo, por decirlo así, no seguido de otro más concreto, resulta indefinido, y así, los indos siempre agregan la unidad a centenares y millares y dicen ciento y uno en vez de cien, y mil y uno, en lugar de mil.
»Pero además de eso lo grande en el Hasar Afsanah es haber servido de modelo indudable a los árabes, que les tomaron a los persas su marco—principal característica—, su exordio y su desenlace.»
En apoyo de su opinión, hace notar Burton que en Las mil y una noches todo delata el origen persa. Persa es el escenario de las más de sus historias, y cuando éstas no han sido demasiado trabajadas por la pluma de los literatos árabes, como la de Los siete visires, que es el guebro Bajtiyar-Nameh, tanto los hombres como los episodios se mantienen paleoiranios y, con pocas excepciones, claramente persas. Y en ocasiones es dable descubrir el proceso de transición, como en esa Historia de Mazin de Jorasán (del manuscrito Warthley Montague), cuyo protagonista se convierte en Hasán el de Bazra, de la edición MacNaghten.
El proceso de islamización de Las mil y una noches es análogo a otros muchos, como el de cristianización sufrido por el Libro de Calila y Dimna en las versiones europeas, y el de las Gesta Romanorum en que, al cabo de cinco siglos, reaparecen la vida y los usos y costumbres de la Roma pagana y cesárea, vaciados en el molde de la Europa caballeresca medieval y cristiana.
A la cosmogonía persa corresponde, en efecto, el fondo de esas revelaciones que los ángeles le hacen a Balukiya sobre los arcanos del Universo. El Scheiju-l-Bahr que As-Sindbad, el marino, encuentra en el curso de sus viajes, aparece ya en la novela persa de Kamaraupa, caracterizado con todos sus pelos y señales.
En la silva de Historias que tratan de engaños y marrullerías de las mujeres (Noches 344 a 365), tenemos la transfusión a la prosa árabe de todo un libro persa, el famoso Sindibad-Nameh o Libro de Sindibab, del que también se marcan huellas en las Gesta Romanorum, en Boccaccio y en toda la literatura medieval.
La Historia de Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437) es el trasunto de una novela persa de amor romántico del siglo IX que, como obra independiente, fue traducida a todos los idiomas del Oriente musulmán, incluso al sindi, y en que el héroe se llama Saifal. Y no digamos nada de las anécdotas referentes a reyes persas como Ardaschir y Anuschirván, cuyo origen iranio es evidente.
Por todas esas razones, Burton afirma categóricamente que Las mil y una noches no son sino la arabización de un libro persa, quizá el Hasar Afsanah perdido.
Pero sus argumentos no logran borrar del todo la idea del origen hindú por una parte—y árabe por otra—del libro. Cosa natural, ya que todo lo que él atribuye a los persas puede referírseles en último término a los hindúes, de donde los persas lo tomaron todo, al mismo tiempo que también, desde época inmemorial, ya todo eso formaba parte del fondo semítico.
Así en 1899 el doctor Mardrus, médico sirio y escritor francés, en el prólogo a su versión directa de Las mil y una noches, afirmaba, resueltamente, lo mismo que De Sacy en su tiempo, o sea, que Las mil y una noches eran un libro árabe, concebido y escrito por árabes y en tierras árabes, sin préstamo alguno indo ni persa, aunque sin aducir ninguna razón erudita en apoyo de esa convicción, a la que parecía haber llegado por la vía intuitiva, por la voz de la sangre árabe que en él hablaba.
La falta de argumentación científica por parte de Mardrus excusa de ahondar en esa que podemos llamar «corazonada», ya que las cosas del corazón no se razonan.
Pasemos, pues, a apuntar otra reviviscencia de la tesis indianista, también expuesta en forma dogmática, apriorística, por esa gran intuitiva rusa, por esa vidente de madame Blavatzki, esa Schahrasad rusa, pasada por las escuelas místicas de la India, que, a finales del siglo XIX, vino a contarles a los sabios de Europa cuentos indos, que tenían mucho de chinos, y que formaban la base de una nueva religión: la Teosofía.
Para madame Blavatzki, Las mil y una noches son un libro esotérico que forma parte de la gran tradición de la gnosis inmemorial, cuyo secreto guardan los sacerdotes budistas del Tibet que a ella se lo revelaron y que ella reveló a Europa en esa voluminosa enciclopedia ocultista que se llama La doctrina secreta.
En esa obra monumental, al hablar la papisa teosófica de las leyendas populares del folklore universal, les asigna un valor de revelación, de vehículos del saber esotérico de los iniciados indos.
«La tradición—dice—no ha desfigurado los hechos hasta el punto de hacerlos irreconocibles. Entre las leyendas de Egipto y Grecia, de una parte, y la de Persia, por otra, hay demasiada semejanza de figuras y de números para que pueda achacarse a simple casualidad, como ha sido archiprobado por el astrónomo y orientalista Bailly. Esas leyendas han pasado a ser luego cuentos populares persas, que ya han encontrado su sitio en la Historia universal. También las hazañas del rey Artus y de sus caballeros de la Tabla Redonda son cuentos de hadas, a juzgar por las apariencias, y, sin embargo, encierran hechos muy reales de la historia de Inglaterra. ¿Por qué, pues, la tradición popular del Irán no ha de ser, a su vez, parte integrante de los sucesos prehistóricos de la perdida Atlántida?... Antes de la aparición de Adán (el hombre de la quinta raza) nos hablan dichas tradiciones de los devis o devas, fuertes y perversos gigantes, que reinaron siete mil años, y de los peris o ized, más pequeños, pero mejores e inteligentes, que solo reinaron dos mil años. Aquellos fueron los atlantes, los vakschasas del Ramayana; estos últimos, los arios o moradores del Bharts Varscha, es decir, de la Gran India...»
O sea, que a la India, en último término, se remonta todo.
Dejando aparte lo del sentido esotérico de Las mil y una noches, tema que un teósofo español, Roso de Luna, «el mago de Logrosán», explaya y razona en su libro El velo de Isis, del que hablaremos después, no hay más remedio que darle la razón a madame Blavatzki en lo tocante al origen último de Las mil y una noches, si se admite su origen persa, pues lo persa nos lleva a lo hindú, y es en la India donde radica todo ese mundo maravilloso a que las Historias de As-Sindbad, el marino, y otras muchas nos trasladan. En la India está Garuda, el original del Ave Roj persiano y de los caballos voladores, y allí residen también las princesas-serpientes, las «sarpa-rachas», abuelas venerables de la serpiente-reina Yámlika, de la miliunanochesca Historia de Hásid Kerimu-d-Din, y el Ogro terrible, del que son trasunto los algoles persas y el arquetipo de todas esas maravillas, magias y esplendores que en Las mil y una noches nos deslumbran.
«En el Mahabharata—dice Juan Lahor—hay todo un mundo creado por la imaginación popular, mundo fantástico de ogros y ogresas, de peces, serpientes, animales parlantes, seres encantados y siniestros demonios que luego veremos reaparecer en Las mil y una noches, en nuestras novelas de caballería y en nuestros cuentos de niñeras, sin que sepamos todavía qué camino pudieron seguir para llegar hasta nosotros.»
Ahora bien: el que la atmósfera de Las mil y una noches sea india no basta para probar que ese libro se escribiese sobre un modelo sánscrito.
Y eso es lo único que, a los términos de nuestro debate, pudiera interesar.
De suerte que, por falta de datos concretos, fehacientes, documentales y no intuitivos, sigue aún sin precisar el lugar de origen, la nacionalidad, la patria de Las mil y una noches. Y eso después de estudios tan prolijos y bien orientados como los de Astruj (1905), Littmann (1923) y Goester y Krimsk (1919).
Y la misma desorientación reina entre los eruditos tocante a la paternidad personal—digámoslo así—del libro y su edad.
AUTOR O AUTORES
Galland publicó su versión francesa como de cuentos árabes, de autor desconocido. Es decir, que lanzó ya la idea apriorística de que el autor de Las mil y una noches era uno solo. Bien podía pensarlo así, ya que los cuentos por él traducidos del supuesto manuscrito sirio no representaban una obra tan ingente como para que no pudieran ser de una sola minerva y hasta de una sola mano.
Pero al descubrirse luego, como ya hemos dicho, otros manuscritos árabes más ricos, en que ya la unidad de plan y estilo se perdían, sobre todo después de la edición MacNeghten, la tesis de un solo autor resultó insostenible, y los orientalistas hubieron de admitir la calidad rapsódica del libro y con ella la pluralidad de autores.
Lo más que concedían era que en su origen hubiera sido uno solo el autor; pero que, habiendo dejado su obra sin terminar (recuérdese la opinión ya transcrita de De Sacy), otros se encargaron de continuarla y rematarla, de donde pluralidad de autores.
Hoy ya nadie pone en duda la calidad rapsódica del libro, que resalta evidente en la heterogeneidad de sus elementos y estilos correspondientes a diversas épocas, y la existencia de esos diversos manuscritos hallados acusa también pluralidad de autores iniciales y de patrias del libro. Ambas cuestiones van ligadas entre sí y además lo están con la otra cuestión: la del tiempo.
No se pueden desglosar una de otra esas cuestiones y tratarlas separadamente, y así desde el principio vemos a los eruditos preocuparse de fijar la edad del libro. Hay una ilusión de la óptica espiritual que inclina a atribuir al narrador la longevidad de las historias que cuenta. Y Las mil y una noches, que refieren historias tan antiguas, pareció también ella misma antiquísima a los primeros investigadores.
De ahí las hipótesis tendentes a hacerlas derivar primero de un libro sánscrito y luego de un libro persa, escrito en pehlevi.
El barón Von Hammer-Purgstall, principal mantenedor del origen persa del libro, fundándose en el ya referido paso de Al-Masûdi, asignaba a Las mil y una noches, no una antigüedad fabulosa, pero sí bastante grande, haciéndolas datar de los tiempos del jalifa abbasi Al-Manzur (siglo I de la hechra).
Contra esa hipótesis alzóse el arabista inglés Lane, que rebajó unos grados, o sea unos siglos, esa longevidad.
Pero también contra Lane se alzaron otros eruditos, según los cuales Las mil y una noches debían de ser bastante antiguas, pues ya en el siglo VII de la hechra estaban terminadas. Y citaban en su apoyo otro paso, tan célebre como el de Al-Masûdi y tan peligroso, en este itinerario de la indagación miliunanochesca. Esta vez se trataba propiamente de un traspaso, pues citaban a un escritor, arabecordobés por cierto, Al-Kortobi, pero al través de otro escritor arabegranadino, Abul-l-Hasán-Ibn-Said, y ambos todavía a través del historiador Al-Makkari. El cual, en su libro Bocanadas de aromas de las ramas de Al-Andalus, el florido, dice así:
«Ibn-Said—téngale Alá en su misericordia—refiere en su libro Al-Mujal-lábi-l-Aschar, tomándola de Al-Kortobi, la historia de la edificación del Hudech en el jardín de El Cairo, que era uno de los lugares de recreo de los jalifas fatimies, de rara y soberana belleza, según la cual el jalifa Al-Amir-bi-hkami-l-Lah lo mandó edificar para una mujer beduina, cuyo amor adueñárase de su corazón, en la vecindad del “Jardín elegido” y solía trasladarse a él, y allá se dirigía cuando lo asesinaron, y, después de él, no dejó de ser un lugar de recreo para los jalifas siguientes. Corren entre el vulgo muchedumbre de anécdotas sobre la beduina Ibn-Meyyah, de los hijos de su tía, y los que a ellos se refiere en la mención de Al-Amir, de suerte que los cuentos que sobre eso cundieron entre el pueblo llegaron a ser como la historia de Al-Battal y Las mil noches y lo demás que se les parece.»
Esa misma anécdota figura también en el famoso Jitat, atribuido a Al-Makrisi, con leves variantes. El arabista inglés Payne tradujo la copia del Jitat y la esgrimió como un argumento a favor de la antigüedad de las Noches. Lane fluctúa entre las opiniones de Von Hammer y de De Sacy, decidiéndose, finalmente, por la última, es decir, por la modernidad del libro, aunque, según él, no se escribió en Siria, sino en Egipto, en El Cairo. Palgrave afirma con toda seguridad: «El original de esta amena obra debe de haberse compuesto en Bagdad, en el siglo IX; otra no menos popular, pero menos ingeniosa versión, es probablemente obra de un tunecino y muy posterior.»
Hole, que solo alcanzó a conocer las Noches en la versión de Galland, sitúa la terminación del libro a fines del siglo XV; Caussin de Perceval supone que el compilador de las historias vivió en nuestro siglo XVI (X aproximadamente de la hechra). Y Lane precisa: «No pudo haber empezado su redacción antes del último cuarto del siglo XV ni después del primer cuarto del siglo XVI», es decir, casi a raíz de la conquista de Egipto por el sultán turco Selim (1517).
De Sacy, como hemos visto, elude el compromiso de señalar fecha; pero a juzgar por el árabe, ya no enteramente clásico, en que se escribió el libro, supone que este no puede ser muy antiguo.
Weil, en el prólogo a su versión alemana, sitúa su comienzo entre los siglos IX y X de la hechra, lo que quiere decir una gran juventud.
Burton encierra su proceso de elaboración entre los siglos I y X de la hechra, y su redacción actual la fija en el siglo VII.
A análogas conclusiones llega el doctor Mardrus.
El siglo X u XI de la hechra a lo sumo debe de marcar el término de cierre del libro en la forma en que hoy lo conocemos y el siglo I o II de la hechra el principio de ese proceso biogenético. Ni aun admitiendo la tesis teosófica de madame Blavatzki puede atribuirse al libro actual una antigüedad mayor, aunque su origen remoto, como tradición de los atlantes, o sea de la quinta raza, lo haga contemporáneo del Diluvio.
Pero toda esta triple cuestión que examinamos implica a su vez, y presupone otra, ya apuntada en su tiempo por el inglés Payne, y que, más que cuestión, es un deber previo: el de deslindar y separar el núcleo básico, primario, de ese repertorio de cuentos mediante el cotejo de los cuatro primeros textos impresos y los doce manuscritos por los orientalistas.
Y de ese cotejo pudiera inferirse el texto canónico, auténtico, de Las mil y una noches y establecerse la oportuna distinción entre lo auténtico y lo apócrifo.
Lo apócrifo aparece ya en la misma versión francesa de Galland, como infiltraciones de la fuente oral en los textos escritos.
Ya en su tiempo surgió la sospecha de si Galland no habría actuado sobre ningún manuscrito y se habría limitado a anotar las historias que a los recitadores populares oyera en los cafés de Estambul y Siria.
Corre también, como bastante autorizada, la especie, que Jakobs recoge, de que Galland tuvo en París, como colaborador de sus cuentos, a cierto árabe cristiano, llamado Hannah de Alepo, que visitó París en 1700.
Sea como fuere, no está muy clara la forma como se constituyó el primer cuerpo de cuentos miliunanochescos que en el siglo XVIII conoció Europa. Todo son dudas respecto al manuscrito árabe que utilizó Galland. Este, en la primera parte de su versión, solo llegaba hasta la Noche 264 y, a partir de ella, seguía ya adelante con los cuentos, sin numerar las noches.
Eso ha hecho pensar que el original árabe por él utilizado era el primitivo de Las mil y una noches que, en concepto del doctor Russel y el doctor Scott, «es muy probable no contuviesen más de 208 noches a lo sumo» y que los demás cuentos sean añadidos posteriores.
En la dedicatoria de la primera parte de sus Cuentos árabes nos dice Galland que su manuscrito arábigo constaba de cuatro volúmenes, uno de los cuales se había perdido. Suponiendo que tuviese las mismas dimensiones que los otros tres—razona Burton—solo podría contener la continuación de la Historia de Kamaru-s-Semán y la de Gánim-ben-Ayub y El Caballo de Ébano. Para completar el volumen, se su pone que interpeló los diez cuentos siguientes que van desde la Historia del Príncipe Sinu-l-Asnam a la de las Doce hermanas celosas (de la menor). Y esas diez historias son, por consiguiente, suspectas [2].
Caussin de Perceval, que reeditó a Galland en 1806, dice haber encontrado en la Biblioteca Imperial dos manuscritos árabes, uno en tres volúmenes, que supone data del siglo II de la hechra aproximadamente y ser el que utilizó Galland, y otro de unas 800 páginas, partido en 905 noches y que contiene anécdotas tomadas de Bidpai, Los siete visires, etc.
Todos los esfuerzos de los subsiguientes traductores tienden, como hemos visto, a completar a su predecesor francés e introducen nuevos cuentos de una autenticidad no siempre muy clara y se toman con los textos unas libertades a veces excesivas.
Así ocurre con la versión francesa de Trébutien (París, 1838) y la inglesa de Lane (1839).
Tanto Caussin de Perceval como Trébutien y Weil añaden nuevos cuentos, que continúan el proceso de incrementación progresiva de Las mil y una noches en Europa, sobre el cual hallará el lector documentación adecuada en la obra de Víctor Chauvin Bibliographie des ouvrages árabes au rélatifs aux árabes publiés dans l'Europe chretienne de 1810 à 1885 y, más concretamente todavía, enla de Zotenberg, Notice sur quelques manuscrits des 1.001 nuits et la traduction de Galland, que ha servido de base a la de Chauvin.
La principal objeción que se les hace a las versiones europeas, desde la de Galland, es, como hemos visto, la de recoger historias tomadas de la tradición oral y no de manuscritos comprobables.
Pero casi todos los traductores viajeros han bebido en esas fuentes de la tradición oral, fuentes vivas, pero impuras, de Las mil y una noches, y de labios de los raui o rapsodas han recogido historias con que enriquecer sus versiones. Mardrus, en su pretendida versión «íntegra», invoca la tradición oral y declara con jactancia la colaboración de los juglares públicos que en los zocos y cafés de Oriente siguen añadiendo noches a las Noches.
Pero el rapsoda (de rapto, coser) cose mal y a veces hace corcujos. Alarga las historias, las zurce unas con otras y crea versiones nuevas de viejos argumentos.
Y lo mismo que el rapsoda hace el copista, con sus interpolaciones y añadidos arbitrarios, y, por su afán inconsciente de actualizar los textos y traerlos al tiempo en que él vive—pues existe el tropismo del tiempo—, no menos que por el anhelo innato de creación, introduce en los textos anacronismos y pormenores accesorios de su propia cosecha. La pluma tira del escritor, aunque sea un mero amanuense. Y no hay quien se resigne a ser un simple escribidor y no escritor.
No hay apenas una historia de Las mil y una noches de la que no existan por lo menos dos versiones y a veces más. La Historia de Chúder, el hijo del mercader Omar, y sus dos hermanos (Noches 365 a 380) tiene una cola—digámoslo así—en la traducción de Weil, que falta en las demás.
La Historia de los sabios que inventaron un pavo real, una trompeta y un caballo (Noches 240 a 249) aparece contada de dos distintos modos en el libro. La de Ataf el generoso (Noches 681 a 695) es muy otra en Burton que enla versión española de González Palencia. En esta última, que el traductorno dice de qué manuscrito la haya tomado, interviene un elemento mágico, que falta en las demás.
Elcopista, lo mismo que el rapsoda, unas veces añade y otras quita.
En la versión Mardrus, la Historia de Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176) termina bruscamente, como por defecto de un corte, omitiendo la larga continuación que en la edición de Bulak muestra.
Y no solo varían las historias en su decurso, sino que a veces también en el desenlace, que es más esencial. En la ya citada historia de Kamaru-s-Semán, según Mardrus, el desenlace es fausto, mientras que en las demás versiones toma un giro patético.
Puede decirse que no hay dos textos que coincidan en todo, ni siquiera en los nombres de los personajes, principales o subalternos. Esa discrepancia resalta ya, en el exordio del libro, en los nombres de los dos reyes y las dos hermanas: Schahriar es en unos Schahrbaz o Schahrban, en otros Marzban; Schahsemán es en Galland Schah-Senán—rey de las mujeres y no del Tiempo—y en otros textos Schah-Rummán—rey de las granadas—; Schahrasad y Dunyasad son, alternativamente, Schehresad y Dinarsad o Dirnasad.
Las mismas discordancias se advierten en la toponimia. ¿Y tocante a los poemas intercalados en los cuentos? No hay dos versiones que concuerden, que traigan los mismos versos ni en los mismos lugares.
Las historias cambian en texto y en número, según el manuscrito utilizado por el autor y de ello depende que el libro tome esta o la otra fisonomía.
Enla versión de Galland, según su manuscrito de Siria, Las mil y una noches presentan una cierta unidad de plan y de tendencia, que luego se complica en las versiones más completas de Habicht y, sobre todo, de MacNaghten.
A partir de ahí el horizonte del libro se dilata y su campo se amplía en términos que, para recorrerlo, se necesita una carta geográfica.
¿Y cómo distinguir lo auténtico y primitivo de lo interpolado y apócrifo? No hay criterio seguro ni método inductivo que pueda servir de brújula.
Ni las indicaciones temporales ni las geográficas, pues se trata de cuentos y no de historias y de cuentos escritos por hombres de ese Oriente en que fecha y lugar nunca tuvieron gran importancia, y, además, poetas, para los que todavía la tienen menos.
Todas esas precisiones que la crítica exige hoy son cosa moderna que no regía en lo antiguo ni para el propio Occidente. Ni autor ni lectores sentían su necesidad. Vivían en el tiempo y el espacio poéticos.
Es algo difícil precisar el alcance geográfico que esos términos de India y China tienen en boca de un narrador árabe que, para designar la época en que sitúa su libro, se vale de esas expresiones igualmente vagas de «en los tiempos antiguos y en los siglos pretéritos», algo equivalente al in illo tempore evangélico. El lugar y el tiempo no tienen importancia alguna para los raui árabes, que juegan con ellos como dos serpientes hipnotizadas por la magia del canto.
Para los árabes todo es poesía; poema es para ellos la Historia y viven y actúan en un tiempo y un espacio ideales. En general, así era para todos los pueblos antiguos, quitando si acaso a los griegos, abstemios bebedores de agua o de vino aguado, siempre lúcidos, esos inventores de la medida y el número; los demás pueblos, es decir, los orientales, fumadores de alhaschische y opio, confunden fechas y lugares y tienen memoria de borrachos.
La cronología es una invención griega, y fue entre los griegos, que hablaban en sus asambleas con la clepsidra por delante, donde empezó a tener valor el tiempo, donde empezó a ser oro, el primer oro alquímico, y a cotizarse como hoy se cotiza en la City y en Wal Street, donde el tiempo entra a formar parte, como el oro, de la economía capitalista.
El árabe y todos los pueblos antiguos tienen la sensación del tiempo en masas; el pasado en bloque encierra todo el pretérito y el futuro todo el porvenir; cuanto al presente, casi no existe para ellos y, en cierto modo, todas las categorías temporales se les funden en un solo bloque o se trasmutan y convierten en capricho, como en la cronología de los sueños.
Esta vaguedad de su noción del tiempo se manifiesta en sus conjugaciones, de una imprecisión que contrasta con la exactitud de las del grupo indoeuropeo, y en las que el «vav conversivo» cambia el pretérito en futuro y viceversa, haciendo de conmutador temporal. Detalle del que los filólogos (Renan, Ewald, Maschwell) deducen toda una psicología de raza.
La única guía para orientarse en ese laberinto del tiempo es la mención de algún monarca de constancia histórica; pero, aun así, queda la duda de si se trata de un ardid del autor o de una interpolación del copista.
Y, por la misma razón, tampoco sirve de nada la guía léxica; el hallazgo de algún vocablo que designe objetos, cuya fecha de introducción en Oriente conste por la noticia histórica.
Se ha intentado sacar un argumento cronológico de la mención en estos cuentos de voces como «kahua» (café) y «duján» (tabaco), que situarían las historias en que aparecen en tos siglos XVI y XVII, respectivamente, y ampliarían la fecha de cierre del libro, generalmente admitida. Pero Burton, con mucha razón, echa abajo esas hipótesis, haciendo notar que la voz «kahua», en su acepción primitiva, significa vino añejo o licor fuerte y no hay, pues, que interpretarla forzosamente «café», por lo que los puristas vocalizan la palabra, «kihua», cuando se trata del café. Cuanto a la voz «duján», tampoco designa el solo tabaco, sino toda hierba mareante, fumable como el alhaschische, el banch y el kif. (Tabaco—observa, además, Burton—no es el tabaco, la planta, sino la pipa en que los pieles rojas la fumaban.)
No contamos, pues, con criterio seguro para fijar la cronología de esas historias miliunanochescas, decisiva para la fijación de los apócrifos.
Nos hallamos en el caso de los exegetas de los libros sagrados, que también plantean los mismos enigmas de paternidad y de fecha; pero no tenemos aquí la autoridad suprema de una revelación divina que resuelva el conflicto.
«Precisaría—afirma Burton—un Aristarco flexible que cogiese estos cuentos, los ordenase, los puliese y los presenta se en forma de un todo coherente, como los actuales poemas homéricos.»
En ese caso, habría que podar y desmochar la excesiva frondosidad del libro, descargarlo, sobre todo, de su parte anecdótica menuda, referente a los jalifas musulmanes y de buen número de otras, dejando solo los cuentos grandes, con lo que se reduciría considerablemente el volumen talmúdico de la obra. Eso es, después de todo, lo que hizo Galland y lo que, por falta de materiales, tuvieron que hacer los primeros traductores. La cuestión se complica con el descubrimiento de nuevos manuscritos y la aparición de las pretendidas versiones integrales.
Es muy de pensar que esos traductores no han tenido demasiado escrúpulo en la recogida de sus historias y anécdotas y han metido la mano, más o menos hondo, en el fondo árabe del libro, común a otros de su época o anteriores.
Es significativo el hecho de que historias de Las mil y una noches primitivas se encuentren también en el ya citado Al-Masûdi y en Al-Kaziyu-t-Tenuji,el autor de El gozo tras la aflicción,pues indica que el fondo primariodeLasmil y una noches era fondo común de los narradores antes que se juntasen bajo ese epígrafe, y existían acaso como reliquias del Hasar Afsanah u otro libro perdido. ¿Cómo fue que empezaron luego a ser consideradas esas historias como puramente miliunanochescas? ¿Qué criterio sirvió para ese deslinde?
Sucede que la distinción entre lo auténtico y apócrifo se inspira esencialmente en impresiones subjetivas. Burton desecha historias como las de Alá-d-Din y Ali-Babá, por considerarlas apócrifas, imitaciones, paramythia, y, en cambio, admite otras que, por la misma razón, descartaron sus predecesores.
Mardrus también, a impulsos de su manga ancha, incluye esas historias suspectas, sobre todo del fondo egipcio, que le valieron fama de completa a su versión, y deja otras, quizá por suponerlas espurias.
Por experiencia personal podemos decir que, en nuestras pesquisas de viajeropor los libros, hemos encontrado muchas de esas anécdotas históricas que figuran en Las mil y una noches enotros libros árabes, de la época abbasi, o inmediatamente posterior, como el Il-lamu-n-Nas (El sabedor de las gentes), del Atlidi, que las reproduce sin indicar su origen y que no es seguro las tomase de Las mil y una noches.
También en el Jardín fragante, del scheij Mohammed Nefsaui, figura toda la serie de historias que, con este título general, da Mardrus en su versión de las Noches.
Tenemos la impresión de que todas las anécdotas semihistóricas que van en el libro, así como esa serie de chistes y chascarrillos referentes al popular bufón Choja, son advertencias y se ciernen en la atmósfera de lo apócrifo o, por lo menos, opinable, y diz que por esa zona de lo simplemente probable es por donde los traductores integrales dilatan el horizonte de sus Noches.
En otros términos: hay un repertorio de historias menudas y menudas anécdotas desperdigadas en esa rica colección de centones de cuentos, rarezas, curiosidades, chascarrillos, etcétera, formados por escritores árabes de los siglos V y VI de la hechra, que tienen todo el corte y la traza de sus congéneres de Las mil y una noches, que son perfectamente miliunanochescos y podrían incluirse entre ellos sin desentonar lo más mínimo.
Y a fe que no son pocas las analectas de esa clase; ciertamente, tenemos Sartal de perlas de facecias y rarezas (de Abu-Ishak-Al-Hazri), siglo V hechra; Recordación Al-Hamduniya, siglo VI hechra; El collar de perlas para el monarca, el dichoso, de Abu-Sálim-Mohammed-ben-Talha, VII hechra, etcétera.
Ante esos libros, nos asalta con razón la duda de si serán ellos los que han tomado de Las mil y una noches o, al revés, si serán fuentes en vez de colectores o si Las mil y una noches serán colectores también.
Enigmas son estos que no se resolverán nunca a satisfacción de la crítica verdaderamente científica, lo que equivale a decir que nunca se llegará a establecer en modo terminante un texto canónico, auténtico, de Lasmil y una noches, como no fuere en un congreso de orientalistas que, actuando de Sínodo o Concilio, lo decidiese apodícticamente, sin meterse en más; cosa imposible, pues tal congreso no tendría poder para lanzar el anatema contra los disidentes, falto de refrendo superior del Espíritu Santo.
Pues solo así se acabaría con la pluralidad de opiniones respecto al discutido libro. Pero como eso no es posible, siempre subsistirán esas opiniones subjetivas y antagónicas, y cada nueva versión de Las mil y una noches nos dará nuevos cuentos inéditos y, en vez de aclarar la cuestión, vendrá a complicarla todavía más, pues esos traductores no son nunca lo suficientemente explícitos sobre el origen de sus aportaciones progresivas, que hacen pensar las toman de un fondo inagotable.
Habicht, Von Hammer-Purgstall, Weil, Caussin de Perceval, Trébutien, todos tienen la pretensión de haber agotado ese fondo, y, sin embargo, en 1881, el escritor inglés Juan Payne, ya famoso en su país por su versión primorosa de los Poemas de Francois Villon, publica su traducción The Book of the Thousand Nights and One Night, que según hacía constar «comprende cuatro veces más material que la de Galland y tres veces más que cualquiera de las anteriores».
Y en 1885 vendrá la versión de Burton, The Thousand Nights and a Night, con nuevas historias que Payne se dejó en el tintero, y con la pretensión de ser la más completa y literal; pero en 1889 surgiría todavía la versión francesa de Mardrus, con nuevas historias, que Burton olvidó, y con la misma pretensión de literal e íntegra.
Cada nueva versión es una crítica de las anteriores, expone nuevos puntos de vista personales y, por tanto, discutibles, y, todas ellas, pese a sus pretensiones de ser definitivas, no son sino provisionales, en espera de nuevos descubrimientos eruditos o nuevos bluffs sensacionales.
En resumen: que aún estamos muy lejos de poder decir nada dogmático sobre el origen de Las mil y una noches y, más todavía, de poder señalar lo canónico y lo apócrifo en ellas. Solo hay cierto consenso entre los orientalistas respecto a considerar como auténticos los cuentos primeros, desde la Introducción hasta la Historia del casamiento del rey Bedr Bástim-ben-Schahramán con la hija del rey Samandal (Noches 406 a 421), que constituyen el meollo, el protoplasma del libro y deben de ser, por consiguiente, los más antiguos. Todos los demás son opinables y discutibles.
La misma incertidumbre se observa respecto a los múltiples autores que rapsódicamente han compuesto esta serie de libros.
No sabemos nada concreto acerca de ellos, pese a los trabajos de Littmann y Goester y Krimsk, cuyas historias literarias de Las mil y una noches son una colección de ingeniosas inducciones, un alarde de lo que se ha llamado «crítica conjetural».
Lo único que ha podido señalarse en la disección erudita de ese Pájaro Roj literario es la presencia, en su buche, de libros enteros persas, como el de Sendebar, o de Los siete (diez o cuarenta) visires y adherencias con otros, como el sánscrito Kathá Sárit Ságara (Mar de las corrientes de la Historia) y el bajolatino Gesta Romanorum, en que se cuentan historias idénticas o muy parecidas a las miliunanochescas. Pero también esos libros plantean problemas o, mejor dicho, enigmas eruditos.
Nos hallamos, pues, siempre en un laberinto, en un circulo vicioso—análogo al en que se debaten los investigadores del Rig Veda—o, si lo preferís, mágico. Podríamos decir que los eruditos juegan aquí al juego de las cuatro esquinas y van de lo sánscrito a lo persa y de lo persa a lo árabe y de lo árabe a lo hebraico, engañados por ecos y semblantes confusos.
Dejemos, pues, esa cuestión y completemos el cuadro de las traducciones de Las mil y una noches que se presentancon pretensiones de integras y literales.
DE GALLAND A MARDRUS
Ya hemos hablado de la versión inglesa de Payne (1881-1882), que comprendía cuádruple material que la de Galland, y, además, levanta los estucos con que aquel había recubierto los pasos escabrosos de la suya.
La versión de Payne, que es hoy una rareza bibliográfica, destinóla su autor a la circulación privada entre sus amigos y compañeros de la Villon Society queél presidía, en una edición de quinientos ejemplares, por lo que puede decirse que no salió de la intimidad.
Fue una versión para la minoría, para la élite, que no trascendió al gran público, pues en ese caso habría chocado con el «kant» inglés, una furia prohibida que, por eso mismo, paladearían con fruición aquellos gentlemen y dandies y snobs literarios de la época victoriana, de lo que Osbert Burdett ha llamado «período Beardsley» y en el que se mueven pintores como Whistley y escritores como Oscar Wilde, igualmente golosos de licores y poemas exóticos, y que, ansiosos de sensaciones nuevas, llegaban a fumar o comer opio.
La versión de Payne, como obra literaria inglesa, es exquisita y se destaca de todas las anteriores. Escritor de gusto refinado, supo dar a su estilo una pátina de arcaísmo moderado, un aire antiguo de leyenda, eligiendo vocablos propios a dar esa impresión de edad media que el libro requiere. Payne puso en su labor el mismo acierto y escrupulosidad que en la de los Poemasde Francois Villon, el rey de los gueux, tan difícil de trasladar a otro idioma.
Burton, nada benévolo en sus juicios, se sobrepone al espíritu de emulación y califica la versión de Payne como «la más legible» (most readable) en su idioma y añade: «Acierta a maravilla en los pasos más difíciles y atina con la voz vernácula equivalente a la exótica con tanta suerte y color, que todos los futuros traductores tendrán que usar la misma expresión, so pena de quedarse cortos.»
Y, sin embargo, no por ello desistió Burton de rematar su versión de Las mil y una noches, que ya había empezado cuando aquel publicó la suya, y que, con el título de The Thousand Nights and a Night, dio a la luz en 1885, precedida de un prólogo y seguida de un epílogo o Ensayo final (Terminal Essay) y sembrada de notas, como de minas eruditas, al final de cada cuento.
La versión de Burton no pierde interés después de la de Payne; en primer lugar, porque en cierto modo la divulga y, además, porque sus viajes por Oriente y por África, donde fue como explorador de las fuentes del Nilo un precursor de Livingstone, lo familiarizaron con las lenguas y las literaturas orientales y con la tradición oral de los raui o recitadores ambulantes, y lo capacitaron para descubrir acentos locales en el habla del libro.
Burton rectifica yerros eruditos, aclara oscuridades, explica usos y costumbres de Oriente aludidos en el libro y fija la verdadera equivalencia fonética de términos arábigos. Por ejemplo, escribe siempre «bin» y no «ben» al transcribir los patronímicos, Mohammed-bin-Hasán, por ejemplo, ajustándose a la verdadera pronunciación de los indígenas.
Burton descubre adherencias persas y sánscritas en el cuerpo del libro, en los cuentos individuales, y es el primero en señalar digitalmente libros como el sánscrito Kathá Sárit Ságara (o Mar de las corrientes de la Historia), en que se hallan coincidencias con cuentos de Las mil y una noches, o el bajolatino Gesta Romanorum, en que se observa el mismo fenómeno.
Ya queda dicho que Burton admite la existencia del Hasar Afsanah como modelo de Las mil y una noches. Añadamos que se desentiende de la tesis judaica del holandés Gaeje y apenas si se fija en ese Libro de Esther, de tan capital importancia como modelo inmediato.
Burton es el primero que presenta su traducción como literal e íntegra, anticipándose a la pretensión de Mardrus. Y es el primero, por esa razón, que la emprende con Galland, haciendo de sus Cuentos árabes una disección a veces cruel, no obstante el respeto que declara sentir por el gran hombre.
Burton, como es natural, condena desde luego la libertad con que el traductor francés adaptó su manuscrito siro al gusto de su siglo y veló con estuco sus verdores orientales; en una palabra: lo que todos le han reprochado al buen hombre que fue Galland.
Luego, entrando ya en la crítica menuda, literal, cógele Burton a su antecesor francés impropiedades, lapsos y relapsos, gazapos y gazapillos. Citemos solamente los de más bulto. Los musulmanes de Galland se saludan a la francesa: «Hé Monsieur! Hé Madame!»; para expresar su asombro exclaman: «Bon Dieu!» y no «Ua-l-Lah!» En sus comidas les sirven manjares franceses, y el dulce de pipas de granada en la cocina de Galland se convierte en una «Tarte á la créme». Y finalmente—¡esta sí que es gorda!—, en la Historia del mercader y el «efrit» (Noches 1 y 2), que va al comienzo del libro, Galland traduce «pellejillo, película» el naua árabe, que significa «hueso de fruta», de lo que resulta que es con un pellejillo o telita de dátil, que el mercader lanza al aire, después de comerse la pulpa, con lo que hiere en un ojo y mata al hijo del alifrite, que por ello pide el precio de su sangre.
Los errores de este tipo que Burton descubre en Galland son tantos, así como también sus lagunas y omisiones, que llega a expresar su duda de que viera en su vida un original árabe del libro. Claro que solo se trata de un relámpago de escepticismo y el propio Burton lo rechaza en seguida.
Todo eso dará idea de la pedantería—no hay más remedio que decirlo—de que Burton da muestras en su crítica del texto francés de Galland y de la severidad con que trata una traducción que, pese a sus defectos ante la crítica sabia, posee gran valor ante la literaria, la cual no puede menos de rendirse a su encanto y reconocer que Las mil y una noches deben gran parte de su éxito en Europa al arte de su primer traductor.
No puede la versión de Burton, con ser más completa y literal, ufanarse de los mismos méritos literarios, de amenidad y savoir faire, pues, entre otras cosas, le falta ese sentido de universalidad que hace universales todas las obras del espíritu que pasan por el soplo francés.
La traducción de Burton—igual que la anterior de Payne—no es de índole como para hacerse popular, porque solo se da en Francia el caso de que los grandes señores literarios sientan popularmente.
En su afán de literalidad, llega Burton al extremo de atenerse incluso a la disposición gráfica de los textos árabes—manuscritos e impresos—que, como es sabido, no marcan puntuación ni hacen párrafos aparte como los nuestros. Los árabes escriben de corrido hasta el final y sus páginas aparecen como un todo compacto, sin puntos ni comas (y desde luego sin vocales) —un texto vocalizado es un tesoro—, lo que dificulta aún más su inteligencia y traducción. La adopción de esos signos gráficos con que el occidental satisface las exigencias de su espíritu analítico es en la tipografía oriental muy reciente, es decir, que data del siglo pasado, en que siros y egipcios empezaron a tener editoriales y revistas ilustradas a estilo europeo; pero aun así, siguen siendo muy parcos en la economía de esos signos emocionales y lógicos. Cuanto a las vocales, solo las marcan en casos de absoluta necesidad, cuando,de no hacerlo, pudiera seguirse una confusión excesiva. Los árabes escriben en fuga de vocales y de puntos y mayúsculas, y el lector debe acostumbrarse a leer entre líneas.
Burton no llega a tanto; marca puntuación, pero no desarticula los miembros de ese bloque gráfico y escribe de corrido hasta el final, dando la impresión del mazacote árabe, con el consiguiente desagrado del que lee. No ha querido seguir el ejemplo de los primerostraductores de la Biblia, que descompusieron los versículos, en frases de sentido completo, la compacta prosa del Libro, sugiriendo—eso sí—la idea falsa de que los hebreos disponían sus pensamientos con ese orden lógico y creando eso que impropiamente se llama estilo bíblico.
Pero hay que reconocer que esa fidelidad gráfica hace que sus páginas de prosa inglesa apelmazada presenten un frente poco invitatorio y casi agresivo para los ojos del lector.
Por lo demás, según confiesa él mismo, no llega nunca a la literalidad absoluta, al mot-á-mot que, con razón, considera un absurdo, por lo que se toma las libertades necesarias con el texto, sin incurrir, desde luego, en las licencias de Galland ni de su compatriota Lane.
Burton, como se ve, se sitúa en un justo término medio, y si no llega a la elegancia de Payne no se queda muy corto, aunque desde luego no es tan gran literato como él.
En cambio, su estilo de escritor, según resalta en sus notas, prólogo y epilogo, es muy expresivo y personal, con matices de ironía volteriana y de independencia de espíritu a lo Byron.
Burton es un librepensador no solo en materia religiosa, sino también en el terreno científico.
No comparte las ideas generalmente admitidas por los eruditos; es enemigo de místicos y teósofos; no cree en la maternidad cultural de la India, esa madre que la sentimental Europa expósita creyó encontrar en el siglo XIX; pero como tampoco puede sustraerse a ese sentimentalismo de huérfano, encuentra su madre en Egipto, el Egipto faraónico y teocrático. De allí, según él, arranca ese itinerario hacia la India que los indianistas trazan al revés. Todo lo pretendido hindú es, según Burton, egipcio; hasta el alfabeto devanágari es una adaptación del de Cadmo.
Burton tiene en casi todas las cuestiones un criterio personal muy interesante y sus notas forman un cuerpo de doctrina de gran valor, siendo solo de lamentar que ese cuerpo aparezca disperso y desarticulado en observaciones ocasionales y no reunido en un sistema coherente.
Un solo reparo serio puede oponérsele a Burton, y es su racionalismo intransigente, que denota ya de por sí un temperamento poco poético y poco adecuado, por ello, para calorizar en su idioma un libro de poesía.
Por eso su versión no logró destronar a la de Payne, que aún sigue siendo la predilecta del público selecto, que la busca como una rareza bibliográfica.
A la versión inglesa de Burton sigue la de Mardrus—1889, París—que aspira igualmente al título de «literal e íntegra» y que, lanzada por su autor con caracteres sensacionales, galvanizó el interés, un tanto ya mortecino, por la creación monumental y anónima del genio árabe, o, mejor dicho, oriental, y que, sin embargo, no es más literal ni integral que la de Burton, aunque sea más completa que ella en algunos respectos, como esta lo era en relación con las anteriores.
No podía ser de otro modo, ya que el propio doctor Mardrus, en el prólogo a su versión francesa, declara haber utilizado los mismos elementos que Burton—la edición de Breslau, la de MacNaghten, etcétera—y solo deja un margen para su posible gloria de acrecentador, en la tradición oral, en ese libro hablado de los recitadores públicos, de cuya viva voz dice haber tomado muchas de sus historias en los zocos y cafés siriacos y egipcios.
Por lo demás, el doctor Mardrus, al hablar de esas fuentes orales, emplea un lenguaje reticente y poco explícito, que no autoriza con ningún refrendo, y no es posible defenderse de la suspicacia al leer sus parcas manifestaciones, sobre ese punto documental, en que es tan conciso, mientras que derrocha una verbosidad superabundante y ponderativa, una elocuencia poética, ditirámbica, al hablar de los méritos, excelencias y novedades de su traducción.
Hay mucho de charlatanismo en la jactancia con que el doctor Mardrus se presenta a sí mismo como el verdadero descubridor de Las mil y una noches, el revelador de ese libro, que hasta él nadie dio a conocer en su integridad, sino mutilado y desfigurado, por la ignorancia y la mojigatería, siendo él quien va a restaurar en su verdadero ser a ese pobre eunuco, castrado por Galland y sus imitadores.
Hay mucho de palabrería en esa locuacidad narcisista de Mardrus, en esas alharacas reclamistas con que presenta su versión, encareciendo como una novedad hasta el título de Las mil noches y una noche que, como el lector ha visto, utilizaron antes de él otros traductores (MacNaghten, Burton, etcétera).
El doctor Mardrus quita seriedad a su labor con esas afirmaciones egolátricas, de una originalidad no confirmada por ningún documento erudito; su versión aparece limpia de notas, simplemente encabezada por un breve prólogo, de tono enteramente lírico, apologético, sin el menor asomo de espíritu crítico, ni de esa erudición que, tratándose de un hombre como él, siro de nacimiento, era de esperar, y que, además, como él dice, en su calidad de médico de líneas de navegación había surcado todos los mares y visitado todos los puertos de Oriente e investigado en todas las bibliotecas; nada de eso se trasluce en su versión, que es simplemente la obra de un literato, sin doble de erudito; se advierte en él, más que al investigador de códices y documentos, al escritor naturalizado en París y casado, además, con una escritora de cierta fama, Lucie Delarue, del tipo de las Rachilde y las Colette Willy; al amigo y contertulio de los cenáculos simbolistas y decadentes, que preside el cabalístico Mallarmé, rodeado de toda esa pléyade poética de fin de siglo, en que figuran los Moréas, los Lafargue, etcétera, a todos los cuales el traductor dedica alguna flor de su ramillete de cuentos orientales.
La versión de Mardrus no tiene sino un valor literario que, por cierto, pierde en la retraducción española; es la obra de un poeta en prosa que se ha dado cuenta de que posee un tesoro tradicional en ese libro de su raza y trata de valorizarlo en la bolsa literaria de Lutecia, haciéndose con él un puesto de honor en los cenáculos, al lado de Leconte de Lisle, que acaba de interpretar, con un sentido moderno, a Homero, y del doctor Kahn, que ha hecho lo mismo con el Zohar hebraico. No olvidemos que ese fin de siglo está dominado por todas las curiosidades, sanasy malsanas, por todos los snobismos,y es muy parecido a ese otro final del siglo anterior, en que pululan los Cagliostros, codeándose con los hombres de ciencia y los genios artísticos,pues la Teosofía, con madame Blavatzki, y el Espiritismo, con Eusapia Paladino, dan un aire de truco al arte y a la ciencia y convierten en bobos a los sabios como Flammarion y Lombroso.
Todo ese mundo falso, que se expresa en un tono falso también, pero sugestivoy encantador, de ese fin de siglo, que fue el principio de nuestra juventud y cuyo encanto hemos vivido, resurge al leer el prólogo en que el doctor Mardrus ofrece su traducción a sus amigos como una eucaristía:
«Yo ofrezco desnudas, vírgenes, intactas y sencillas, para mis delicias y el placer de mis amigos, estas noches árabes, vividas, soñadas y traducidas sobre su tierra natal y sobre el agua...
»Ellas me fueron dulces durante los ocios en remotos mares, bajo un cielo ahora lejano. Por eso las doy. Sencillas,sonrientes, llenas de ingenuidad, comola musulmana Schahrasada, su madre suculenta (sic) que las dio a luz en el misterio; fermentando con emoción en los brazos de un príncipe sublime, lúbrico y feroz, bajo la mirada enternecida de Alá, clemente y misericordioso. Al venir al mundo, fueron mecidas por las manos de la lustral (sic) Doniazada, su buena tía, que grabó sus nombres en hojas de oro, coloreadas de húmedas pedrerías, y las cuidó bajo el terciopelo de sus pupilas hasta la adolescencia dura, para esparcirlas después, voluptuosas y libres, sobre el mundo oriental, eternizado por su sonrisa. Yo os las entrego tales como son, en su frescor de carne y de rosa. Solo existe un método honrado y lógico de traducción: la “literalidad”; una literalidad impersonal, apenas atenuada por un leve parpadeo y una ligera sonrisa del traductor. La literalidad crea, sugestiva, la más grande potencia literaria. Produce el placer de la evocación. Es la garantía de la verdad...»
Ahora bien; pasando por alto la facilidad maravillosa con que el doctor Mardrus resuelve el complejo problema del arte de traducir y soluciona felizmente ese conflicto que siempre afligió a los traductores honrados y que en San Jerónimo, el autor de la Vulgata, adquiere proporciones de angustia psicológica, a saber: la pugna entre letra y espíritu, entre la traducción literal, que salva la letra con riesgo del espíritu, y la perifrástica, que salva el espíritu con riesgo de la letra, todas esas afirmaciones del médico siro son frases de poeta, no de profesor, y además se contradicen con estas otras que, a renglón seguido, escribe y en que el traductor encadenado se libera de las cadenas de la estricta literalidad. Pues dice así:
«Las dificultades del idioma original, tan duras para el traductor académico que ve en las obras la letra antes que el espíritu, se convierten, entre los dedos del amoroso del balbuceo oriental, en espirales tan bellas que muchas veces no se atreve a desenlazarlas, por miedo a que pierdan su originalidad.»
Lo que equivale a decir que el traductor siro-francés no se ajusta enteramente a la letra del texto, sino que se aparta de ella cuando lo estima conveniente, como todos los traductores del mundo, que gozan de licencias iguales a las de los poetas y a veces crean de suyo en vez de reproducir la ajena creación.
Esas palabras del doctor Mardrus indican ya claramente que su versión de Las mil y una noches no es absolutamente literal, sino en gran parte perifrástica; lo que se advierte en una simple ojeada a su texto francés, que no presenta esa sencillez de línea de la prosa arábiga, comparable a la de sus monumentos arquitectónicos.
El estilo en la versión del doctor Mardrus es enteramente francés y a veces boulevardier; su prosa ondula, se alarga, recarga y explica a diferencia de la prosa árabe, que es un manto liso en el que prenden joyas de un fulgor solitario. La prosa árabe no ha pasado del versículo, ese balbuceo entrecortado, lleno de pasión, pero falto de esa ilación formal que constituye el estilo. «La idea del estilo—dice Renan—es del todo ajena a los semitas. En vez de esos sabios encadenamientos de frase (circuitus, comprehensio, según los llama Cicerón) en que griegos y latinos agrupan con tanto arte los distintos miembros de una misma idea, los semitas hacen suceder unas proposiciones a otras, empleando por todo artificio la simple copulativa “y” con la que suplen casi todas las conjunciones.»
No es, pues, ningún elogio hacer resaltar las cualidades de estilo en la versión Mardrus, más animada, pero menos fiel.
La versión Mardrus no es literal, salvo que traduce literalmente ciertas locuciones e idiotismos del texto árabe como aquellos de «un día entre los días», «el hijo de mi tío», etcétera, que los primeros traductores vertían sintéticamente «un día», «mi primo», con pérdida, desde luego, de calor local, pero que ya aparecen desintegrados en Burton, por no ir más lejos.
La literatura de la versión de Mardrus resalta ya en la pleonástica versión del propio título del libro Mil noches y una noche, que tampoco es una novedad, como ya habrá visto el lector.
Pero la literalidad era solo uno de los méritos con que se anunciaba esa versión; el otro era el de su integridad.
Antes de ella aparecieron versiones de Las mil y una noches que, como las inglesas de Payne y Burton, aspiraban al mismo título de integrales, por haberse ceñido a textos árabes, que pasaban por serlo y no haber sufrido mutilaciones de propia o ajena censura.
Pero la del doctor Mardrus pretendía ser integral, sobre todo por otro concepto: por haber completado los textos escritos con aportaciones de la tradición oral, recogidas por él en sus correrías de viajero curioso por zocos y cafés morunos, donde todavía los rapsodas recrean los modernos oídos de esos musulmanes siempre jóvenes—seis siglos por lo menos más jóvenes que nosotros—con esas historias viejísimas.
¡La tradición oral! He ahí la fuente en que Mardrus ha hundido sus ánforas. Y eso se nota en la mayor cantidad de populismos, de expresiones pintorescas y libres, en las insistencias y ampulosidades de su texto, que parecen reproducir la parla gesticulante y fanfarrona de los recitadores.
La versión Mardrus resulta más viva, expresiva y animada que la de sus antecesores; pero, en cambio, menos escrupulosa, y, en último término, menos fidedigna, ya que se ajusta a textos orales, cambiantes e inciertos, distintos según los rapsodas y en los que pone mucho la improvisación del momento.
El raui o recitador inventa, alarga e insiste, de acuerdo con la impresión que produce en su público; es orador o, mejor dicho, un histrión, que no dice siempre del mismo modo su papel y, como los actores de la comedia italiana, intercala latiguillos y bocadillos ocasionales, encaminados a agradar y arrancar aplausos. La versión del raui se borra después de cada sesión y, a la siguiente, ya es otra; por donde puede verse lo peligroso de acogerse a tales versiones, expuestas a variantes infinitas.
Por lo demás, esas variantes son simplemente tópicas, marginales, y no afectan, por fortuna, a lo esencial del argumento, pero introducen en él un elemento dudoso, suspecto, aunque no enteramente espurio, y hacen suspecta también la versión de quien recoge esas colaboraciones anónimas, no sujetas a pauta fija, y que también, como el rapsoda, pudo dejarse llevar de su vena creadora.
¿Qué alcance podemos dar a la versión oral en la traducción de Mardrus? ¿Hasta dónde llega la parte del recitador y la del escriba? El doctor Mardrus no da los nombres de los raui ni indica los lugares donde los escuchó. Todo eso hace sospechosas sus incrementaciones de los textos escritos.
Con la mejor intención, su apologista, Gómez Carrillo, dice estas palabras que, dichas por otro, parecerían insidiosas:
«La frescura original, la ingenuidad de los primeros autores han sido respetadas por Mardrus; pero realzándolas con su maestría de artista moderno.
»El doctor Mardrus es un notable escritor y la celebridad literaria lo acompaña en su hogar, pues está casado con la exquisita novelista francesa Lucie Delarue-Mardrus.»
Resulta, pues, en último término, que el doctor Mardrus ha modernizado esas viejas Noches. Las ha modernizado y afrancesado.
Queda bastante malparada, pues, la pretensión de literalidad y fidelidad, y si Galland pudo pecar por defecto, Mardrus y su señora pudieron, en cambio, pecar por exceso; y si el primero hizo hablar a sus árabes en el lenguaje del salón dieciochesco, los segundos les imprimieron el acento del bulevar decimonono.
Y, sin embargo, como dice el mismo Gómez Carrillo, en la versión de Mardrus «hay más detalles, más literatura; pero no más poesía ni más prodigio».
Es decir, más novedad, pues para eso habría tenido que entregarse el traductor a la mixtificación franca. Y hay que decir, en su honor, que no llega a tanto. Las Mil noches y una noche de Mardrus son, pues, las mismas noches de Weil y Payne y Burton en lo esencial, y ni siquiera las rebasan en absoluto desde el punto de vista del número de cuentos que las integran, pues si recogen muchos más que aquellas, omiten, en cambio, otras que aquellas recogen.
Baste citar la de Uarduján, hijo del rey Cheliâad (Noche 494) y la de Judadad y sus hermanos (Noches 995 a 996), que no son de las menos interesantes.
Mardrus no solo deja fuera de su marco miliunanochesco esas historias, sino también muchos largos y bellos poemas, indignos de ese olvido.
Las aportaciones propias del doctor Mardrus son—en verdad—considerables; a ellas pertenecen las Doce historias (Noches 533 a 542), que cuentan los doce capitanes del sultán egipcio Baibars—muy bellas por cierto—; la silva de anécdotas atribuidas al bufón de Tamorlán, el popular Choja (Noches 696 a 700), y algunas otras que en las notas puntualizamos.
Pero sobre todas ellas se cierne la sospecha de lo «apócrifo» o, por lo menos, dudoso; de lo que Burton llama paramythia.
Se trata de historias y anécdotas que figuran en otros centones y analectas, como los ya citados; toda una serie que Mardrus titula El jardín perfumado procede del libro que con el mismo título compuso el scheij Nefsaui, y la denominada Cúpula del Libro debe de estar tomada también de otra fuente escrita, ajena a Las mil y una noches.
El doctor Mardrus ha espigado sin demasiado escrúpulo en esa literatura miliunanochesca anterior o contemporánea de las Noches, historias que ningún traductor incluyó en el marco del libro, aunque pudieran inscribirse en él sin que llegaran a desentonar.
El doctor Mardrus las incorpora a ese fondo y obliga a los traductores siguientes a incluirlas también, por no ser menos. Y a decir verdad, no le falta razón para hacerlo, pues opera en ese terreno vago e impreciso, como las arenas del desierto, en que las Noches parecen haber sido escritas, y cada cual puede coger lo que guste de ese bien mostrenco.
Nosotros también lo hemos hecho así: «Las mil y una noches—dice Montolíu, en el prólogo a sus Novelas moriscas—son un libro de marco, en el que cada autor ha ido inscribiendo lo que le ha parecido. Y eso sienta como un precedente, una tradición que, como todas, tiene su autoridad.»
No nos detendríamos tanto en el examen de la versión del doctor Mardrus si no fuera por el sensacionalismo de novedad absoluta con que también entre nosotros la presentó su traductor y editor, Blasco Ibáñez, y porque nos plantea la cuestión de lo que pudiera llamarse la quimera de las traducciones fieles, literales e integrales, que raya en lo que también podría llamarse alquimia de los traductores y que resulta tan vana y engañosa como la búsqueda del oro filosofal.
No puede haber, en términos generales, una traducción enteramente literal de ningún texto, y supuesto que la hubiere, sería la menos fiel; cosa es esta sabida desde los tiempos del ya citado San Jerónimo, que traza el cuadro de angustia psicopática del traductor honrado, que aspira a ser fiel en absoluto, y aunque esa psicosis del traductor estuviese en él plenamente justificada por lo delicado de su empeño, la versión de la Biblia de la palabra de Dios, suele darse también con menos y a veces más graves caracteres en todo traductor concienzudo; lo de integral sí puede lograrse, si se quiere, desafiando los prejuicios o las exigencias del buen gusto; pero en este caso concreto de Las mil y una noches la integralidad es tan quimérica como la literalidad, ya que no hay del libro original ningún texto único que empiece y acabe, cual los hay del Hamlet, del Quijote y del Fausto, de los que solo existen ediciones que entre sí muestran ligeras discrepancias, como las que hay siempre entre el borrador o texto primitivo (Urtexte) y la prueba tirada.
En el caso nuestro no hay tal cosa; la compilación más completa que los árabes hayan hecho de esas historias miliunanochescas es la del scheij Al-Yemeni (Calcuta, 1814) y quedó también sin terminar; no se puede decir que no haya todavía desperdigados por Oriente manuscritos con cuentos pertenecientes a ese gran corpus disjectum, y hay que contar siempre con la tradición oral, o mejor dicho, con la fantasía popular, que aún sigue actuando y creando en esos países de Oriente, donde no ha callado nunca del todo la voz de Schahrasad y cada noche añade una nueva a las mil y una de su libro. Las historias de noche—que empezaron a vivir en labios del pueblo—siguen viviendo esa vida no escrita, y cada noche, en los cafés orientales, un rapsoda anónimo inventa, para recreo de sus oyentes, un nuevo cuento, que en el fondo no es más que una variante sobre los mismos temas. Mientras la voz de nuestro Romancero calló para siempre hace siglos, igual que la de los rapsodas homéricos, la voz de Schahrasad sigue cantando y creando en la radio oriental.
Es, pues, quimérica toda pretensión de literalidad e integralidad en una traducción de Las mil y una noches. Las fuentes escritas están ya agotadas, por lo menos provisionalmente, y lo que ocurre en esas versiones presuntamente integrales es que sus autores acuden a esa fuente oral o a esa que podemos llamar la «zona de lo probable», donde aún pueden encontrar algo inédito, si noson muy exigentes tocante a documentación y refrendo.
Ese es el único medio de enriquecer el primitivo índice miliunanochesco de Galland y eso es lo que han hecho todos los traductores, a partir de la edición de Breslau, en que ya se recoge y fija el verdadero meollo o núcleo primitivo del libro, o sea todo lo anterior al siglo IX o X de la hechra; hablando con verdad, ni Burton ni Mardrus autentican, cumplidamente, las historias suplementarias que publican en sus versiones integrales, y en la versión de Galland, dígase de ello lo que se diga, son ya Las mil y una noches, con todo cuanto tienen de revelación y novedad para los públicos occidentales, y esas noches de oriente pasadas por el cielo de Francia son las que influyen en la literatura de Europa, por orientales y por francesas.
En Francia puede señalarse toda una serie de obras, nacidas bajo su inspiración, entre ellas una tan famosa como Las Cartas persas, de Montesquieu. «El Asia—dice Lanson en su Historia de la literatura francesa—estaba ya de moda a fines de siglo XVII. Habíanse leído con curiosidad las narraciones de viajes por Persia de Bernier, Chardin y Tavernier. La traducción de Las mil y una noches que Galland dio en 1704-1717, ofreció a los espíritus toda suerte de imágenes de los hábitos y costumbres orientales. La oposición de ese mundo con el nuestro saltaba a la vista, y de ahí a elegir a un oriental por crítico de nuestros prejuicios y errores no había más que un paso, y tal es el origen de la ficción de Montesquieu.» (Las famosas Lettres persanes, inspiradoras de las Cartas marruecas de nuestro Cadalso.) Las mil y una noches, ya como hindúes, ya como persas o árabes (menos como árabes por el prejuicio de sus primeros críticos), se sintonizan con esa racha de orientalismo que venía de fines del siglo XVIII y que se acentúa como forma de evasión de los espíritus aquejados del desencanto y el pesimismo filosófico que inspiran la Revolución de fines del XVIII y las guerras napoleónicas con que se inaugura el XIX. Es en este siglo, sobre todo, cuando Las mil y una noches influyen palpablemente en la literatura romántica de los Chateaubriand y los Hugo y los Lamartine, que, en prosa y en verso, dan esa nota, melancólica y exaltada a un tiempo, que vibra en las historias miliunanochescas, y también en Átala y Rene y El último abencerraje y en las Meditaciones y en la Leyenda de los siglos, esa Biblia grandilocuente donde las civilizaciones brillan, pasan y se extinguen como en las páginas del libro oriental, llenas de ciudades muertas en las que el genio del pesimismo lírico-filosófico puede coger ramilletes de jaramagos metafísicos; Las mil y una noches sincronizan a maravilla con el complejo sentimental y especulativo del siglo XIX y reúnen elementos propios a lisonjear todos los aspectos de la inquietud romántica; el exotismo evasivo, el amor a la Naturaleza, que viene de Rousseau y Bernardino de Saint-Pierre; la tendencia nómada, que dota de un nuevo impulso a los relatos de viajes, verdaderos o apócrifos; el gusto por el riesgo y la aventura, el sueño de los amores imposibles, y esa ansia alquímica de tesoros fabulosos, y todo ese abigarrado complejo que inspira obras como El conde de Montecristo, La Dama de las Camelias, de los Dumas; Zanoni, de Bulwer Lytton, y, finalmente, las Historias extraordinarias, de Poe, que responden enteramente al tipo de esas historias de Las mil y una noches y que también se recomiendan ellas mismas, a título de extraordinarias.
Se necesitaría todo un volumen para marcar concretamente esos influjos de Las mil y una noches en la literatura del siglo XIX no solo en Francia, sino fuera de ella; pues Tennyson, el cantor del imperialismo británico, emplea su estro de vate nacional en componer sus Arabian Nights al margen de las de Payne, y en el siglo XX Schahrasad y sus historias conservan aún su prestigio inmortal y siguen impresionando la fantasía de los poetas, no menos que Balkis, la reina de Saba, cantada por Eugenio de Castro, y esas princesas, pálidas y exquisitas, pintadas por Maeterlinck en los vitrales de su prosa. Ha existido un enamorado de su leve belleza—Mauricio Verne—que, para hacerla más perfecta, le ha atribuido la palma de las vírgenes, haciéndole conservar intacta su azucena durante esas mil y una noches, en evidente contradicción con el texto y con el espíritu oriental, que no estima azucenas, sino espigas granadas. Schahrasad alterna en el mundo de los poetas con las princesas pálidas y santas de los simbolistas, con las ingenuas y perversas Salomés wildeanas y las Princesas entre cristales de Juan Lorrain. Rimski-Korsakov le hace bailar una danza todavía más diabólica que la de Salomé. Y un poeta moderno, el «fantasista» Tristán Klingsor, la ha encantado elegiacamente en estos versos, que son una declaración de amor por encima del tiempo, y que copiamos de la traducción española de Díez-Canedo [3]:
Schahrasad, tras los diez siglos
que llevas repitiendo tus canciones mágicas,
flaco estará tu cuerpo como un palo;
tu boca desdentada,
torcida tu nariz, tu cabellera
como macizo de azucenas, blanca;
tu piel, que fresca fue como un albérchigo,
ya debe ser, cual pergamino, gualda;
tus manos tan graciosas y tan finas,
flojas y descarnadas,
y aquel torso divino
que el jazmín perfumaba,
por el viejo Schahriar tan codiciado,
tendrá, cual higo seco, la piel rugosa y áspera.
Pero yo, Schahrasad, yo te contemplo
siempre en mis sueños joven y lozana,
siempre linda y alegre; tu voz dulce
de misteriosa magia
del gozo a la tristeza me columpia,
sin que nunca el encanto se deshaga.
LA INTERPRETACION ESOTERICA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Aunque el libro de Roso de Luna El velo de Isis no sea una versión, sino una interpretación de Las mil y una noches, puede, sin embargo, considerarse también en cierto modo como tal, ya que el exégeta, al interpretar los cuentos, los recuenta a su modo, tomando sus datos de las tres versiones (las de Galland, Weil y Mardrus) y dando así una nueva lección de esas historias, por lo cual puede incluirse su libro en esta revista de versiones.
El libro de Roso de Luna, que constituye el tomo X de la serie B de su Biblioteca de las Maravillas, es, naturalmente, una interpretación teosófica de Las mil y una noches en la que sirve de clave La doctrina secreta de madame Blavatzki, esa mujer extraordinaria, esa papisa de la Iglesia teosófica, esa Schahrasad rusa que, a fines del pasado siglo, cuenta tantas historias y fábulas chinas y tantos cuentos tártaros a la Europa incrédula y ansiosa de creer.
La teosofía—digámoslo de pasada—fue un fenómeno característico de fines del siglo XIX; un fenómeno complejo, con mucho de sinceridad y mucho de superchería, como los propios cuentos de Las mil y una noches, y no poco también de especulación financiera, paralelo, en cierto modo, al wagnerismo, ese otro intento de religión estética, expresada en el lenguaje universal de los símbolos musicales, y al esperanto del doctor Zamenhof, esa comunión universal en el Verbo; en su aspecto más noble, un anhelo de recuperación de la perdida unidad europea, un afán de congregar masas desperdigadas bajo alguna bandera neutral y conducirlas a una meta, ya fuese la Bayreuth de los grandes conciertos wagnerianos, ya la alta meseta tibetana, donde madame Blavatzki pretendía haberse iniciado en el secreto de todas las cosas y aprendido la verdadera gnosis o sabiduría eternade labios de los últimos grandes maestros, esos monjes budistas, andrajososy sucios, que vemos en los noticiarios, espantando a los espíritus con grotescas danzas pírricas y cubiertos con caretas de roña natural. La teosofía quería ser el esperanto de las religiones.
Se dio el caso, en ese final de siglo, de que parte de la sabia Europa se puso a aprender nuevamente sus palotes y sus carteles, teniendo como muestra a esa madame Blavatzki que, a su vez, había sido la alumna de esos ignorantes maestros, y de que la nueva religión teosófica, de base irracional, lograse sus conversos, precisamente entre los hombres cultos que, en razón a sucultura, habían dejado de creer en nada y apenas si creían en la ciencia.
Fue algo análogo al fenómeno que se dio ya en el siglo IV de nuestra era en la Alejandría de los Plotino y los Porfirio y los Filón hebreos, cuando los filósofos salidos de la escuela socrática se hicieron teólogos y continuaron la labor racionalista de Sócrates por el cabo místico de Platón, en quien ya se opera esa fusión de razón y fe, en un mismo intelecto, y de igual modo que esa escuela alejandrina pretendió recoger en un cuerpo de doctrina todo el saber antiguo y ofrecérselo en una síntesis completa al iniciado, así también la teosofía de madame Blavatzki pretendía haber recogido en La doctrina secreta todo el saber de todos los tiempos y la clave de todos los misterios de las religiones y los mitos.
La doctrina secreta podía hacer sabio de un golpe a quien en ella se iniciase; lo malo era que, a ese fin, el neófito tenía que estudiar a fondo los muchos y gruesos infolios en que esa ciencia se exponía, aprender una nomenclatura especial de términos sánscritos y hacerse, en fin, un verdadero sabio en el curso de muchos años y a costa de una labor ímproba antes de ser, según la teosofía, un sabio.
De ahí que ese intento de religión universal no llegase a penetrar en las masas y fuese efímero como una moda; a título de ciencia chocaba con la ciencia científica—perdónese el pleonasmo—experimental y práctica, y como credo chocaba también con la fe tradicional de los que aún creían.
Hubo, sin embargo, hombres cultos, de temperamento místico, idealista, platónico, que abrazaron, por inclinación natural, la nueva fe, y uno de ellos fue el español Roso de Luna, el cual llegó a ser como el nuncio en España de la papisa rusa; tradujo sus obras y las de sus colaboradores ingleses y compuso otras propias en el mismo sentido, formando con ellas esa Biblioteca de las Maravillas que alcanzó un crecido número de volúmenes, de grueso tamaño y caro precio.
Ahora bien: la base de la teosofía estaba en Asia; su río de tradición y de saber hermético manaba de las altas montañas del Tibet; su lenguaje sagrado, ella lo explicaba todo según esa clave, resultaba que todo el saber de la Humanidad procedía de la India y había sido en su origen patrimonio de la raza aria.
La teosofía se relacionaba así con la cuestión de raza, entonces candente, e implicaba un postulado de supremacía a favor de la raza aria sobre todas las demás de Asia y Europa, de igual modo que en su tiempo de hermetismo alejandrino representaba también un título de hegemonía para griegos y grecizados sobre las demás gentes del agonizante imperio, y eso explica que el cesar Flavio Claudio Juliano, el restaurador de la helenicidad, fuese un alejandrino y pusiese su espada al servicio de esa filosofía mística, al modo como hiciera antes de él Constantino con la nueva religión cristiana de fórmula universal, pero de raíz semítica.
Para el teósofo todo viene de la India, y lo que parece no venir de allí es solo una tradición india bastardeada, adulterada; por eso Roso de Luna, al interpretar las historias de Las mil y una noches, tiende a lo contrario que Mardrus, es decir, que reivindica para la raza aria—que es la suya, claro, o así él se lo cree—ese tesoro de tradiciones y mitos que en ellas se encierran; sus Mil noches y una noche—aunque adopten el título rectificado del traductor siro—vuelven a ser Las mil y una noches de genealogía y semblante imprecisos, en que no se acusan los rasgos semíticos con decisivo relieve, y sí solo esos otros menos específicos que caen dentro de la denominación más amplia de lo «asiático».
La tesis fundamental de Roso de Luna es que Las mil y una noches son de origen indudable ariopersa, es decir, indo-persa, y representan una noble tradición india de idealismo, pureza y castidad, adulterada y deformada «por el grosero sensualismo semítico de los árabes». Schahrasad es una persa que, como madame Blavatzki, se ha iniciado en algún convento búdico de la meseta del Tibet o, por lo menos, con maestros persas que allí se iniciaron.
En las primeras paginas de su grueso alegato ya lo dogmatiza el teósofo ibérico en gruesos caracteres: «Las mil y una noches no son, como Mardrus afirma, la gran obra imaginativa de los cuentistas árabes, sino un destrozado resto de la obra iniciática de los arios de la Bactriana o de la Armenia, mejor o peor reflejado ya en el Hasar Afsanah persa, que se cree perdido, como este lo fue a su vez en el Muruf-Al-Dahab va Djanhar (quiere decir Muruchu-z-Zahab ua-ch-Chauhar), del siglo XI, atribuido al historiador del jalifato Abul-Hanah Alí-Al-Marudi, y en el Kitabu-l-Fihrist, de Mohammed ben Ishak Al-Nadim, del siglo X, a base de cuyas obras han formado los semitas posteriores el libro que conocemos, tan plagado de sensualismo coránico y bíblico y tan alejado, por consiguiente, ya de la pureza prístina de los jains, parsis, hindúes, budistas, esenios y demás instituciones iniciáticas que ya lo conocían, más que en su letra, en su espíritu.»
Para probar la solidez de su tesis, Roso de Luna, gran escribidor por gran lector, pone a contribución sus vastas y abigarradas lecturas en materia ocultista, revuelve mitos, tradiciones y leyendas, echa mano de todas las claves, entre ellas de la cabalística, violenta sin reparo la etimología de los nombres, los lee al revés como anagramas o en círculo como en bustrófedon o les da un valor numérico y los lee como guarismos, reducibles a su vez a letras en otra clave criptográfica; todo ello con una agilidad que maravilla como espectáculo de alto ilusionismo mental, que nos tiene con el alma encantada y en vilo también, pues además de un malabarista es un funámbulo en la cuerda floja de la cultura, y no podéis menos de temblar por él al verle hacer tan audaces y arriesgados volatines.
Y a todo esto el teósofo, que nos ha prometido levantar el velo de Isis en que se envuelve el misterio de Schahrasad, mejor dicho, los mil y un velos de las «mil y una noches», no acaba nunca de hacerlo, pues siempre queda uno por levantar, ya que la terminología que emplea el autor os obliga a leer los volúmenes todos de su Biblioteca de lasMaravillas, a que continuamente nos remite, de suerte que el último velo no acaba nunca de caer, mostrándonos la verdad desnuda, y podría compararse al autor con un moroso y avaro proxeneta del misterio.
Roso de Luna pone en este libro, como en todos los suyos, ese ardor misionero, esa furia dialéctica que quedaen muchos de nuestros escritores como un remanente de las antiguas luchas teológicas, unida a una sutileza de cabalista medieval: de esos cabalistasque en la Castilla del siglo X compusieron el alucinante Sefer-ha-Tsohar olibro del esplendor, esa otra clave de todos los arcanos, y hace con Las mil y una noches lo que con el Quijote han hecho los cervantistas, esos otros teólogos desplazados de su verdadero terreno, estilo Villegas y Anastasio Rivero, contagiados de la locura del héroe, y, como ellos, ve misterios por todas partes y encuentra un sentido oculto a las palabras y los gestos más naturales y sencillos; para nuestro teósofo, por ejemplo, un baño no es un baño, sino un baptisterio, un lugar de iniciación; un sastre es un legislador, un barbero locuaz, un silencioso maestropitagórico y así sucesivamente; todotiene para él un sentido oculto y una significación ritual que solo puede penetrarse mediante la clave teosófica, adquirida en el curso de una larga iniciación masónica, que se nos va dando con lentitud y parsimonia desesperante, que convierten la exégesis de estos cuentos en el cuento de la buena pipa. Pues el Pájaro Roj, por ejemplo, es el Ave Li del gran poema chino del Li Sao, y, si queréis saber qué es el Ave Li, tenéis que leeros el tomo IV de la citada Biblioteca de las Maravillas, donde se trata más a fondo del particular y así ocurre con todo lo demás, pues nunca el iniciador acaba de iniciaros, y emplea un lenguaje reticente, cortando el hilo de sus historias, por lo más interesante e intercalando unas en otras, como la propia Schahrasad.
Roso de Luna, como su maestra la Blavatzki—esa rusa de cara inmensa y amarilla de estepa o luna asiática y ojos alucinados de fiebre—, se expresa siempre en un lenguaje evasivo, cifrado, que se ampara en la inmensidad infinita de los temas que trata y del material dialéctico de todos los sectores del saber: historia, tradición, mito, filología y ciencia moderna, física y matemática. No es posible detenerse a explicar tantas cosas en un momento determinado, y el neófito ha de contentarse con las explicaciones provisionales que vaya recibiendo. En la base de toda esta enseñanza esotérica está la fe.
No hemos de analizar aquí el imponente material dialéctico de toda clase que Roso de Luna moviliza en su libro al servicio de su tesis, o sea el origen ario de Las mil y una noches, que por ahí puede ya inferirse el grado de confianza que merece; su técnica inductiva es, desde luego, recusable, pues no se apoya en ninguna base experimental sólida; no es posible, por ejemplo, aceptar ese método cabalístico por el cual, reduciendo letras a guarismos y estos, a su vez, a letras (¡a letras latinas!), descubre en el título de Las mil y una noches este otro de El velo de isis que lleva su libro; ni tampoco ese cubileteo léxico, en virtud del cual convierte nombres tan árabes como el de Alá-d Din (Excelsitud de Dios) en el «jina de Alá o jina bueno», y el de Schahsemán (soberano del tiempo) en Schamano u nombre de la raza shamana o solar; todo eso es francamente absurdo desde el primer momento y pone de resalte lo tendencioso de la dialéctica teosófica, que no se para en barras ni repara en el fraude, según ya se comprobó en el caso de madame Blavatzki, al inventar ese poema sagrado de Dzyan, que es la base de su doctrina secreta, y que los filólogos ingleses declararon resueltamente apócrifo. Madame Blavatzki había inventado no solo el libro, sino hasta el supuesto idioma «sabir» en que aparecía escrito, de igual modo que la famosa médium, su contemporánea Eusapia Paladino, inventara los fenómenos metapsíquicos que por un momento engañaran a los investigadores de la Brittish Society for Psychical Researches.
La interpretación aria de Lasmil y una noches es tendenciosa, hasta desde el punto de vista racial, pues va unida a la tesis de la supremacía de la raza aria y mezclada al prejuicio de castas que cristalizó a fines del siglo pasado en el antisemitismo de tipo no religioso, sino étnico; Roso de Luna compartía ese prejuicio, que extendía a árabes y judíos; se creía un ario, un aristo, un hombre de raza y casta superiores, un brahmán o un chatria, que, como Cicerón a los misios, miraba con desprecio a los semitas, raza, según él, de mercaderes natos. La ley de castas era un dogma para nuestro teósofo, y en el proemio al libro que aquí comentamos estampa estas palabras categóricas: «La ley de castas existe y existirá siempre, aunque no físicamente o en sociedad, sino en la infinita gama de las almas.»
Basta con ello para comprender, sin más, lo tendencioso de su interpretación ocultista de Las mil y una noches, que por ello solo pierde ya mucho de su validez científica, a la que hay que añadir aún lo recusable de su método hermenéutico; no es posible admitir incondicionalmente esa tesis del origen exclusivamente ario de Las mil y una noches, aunque sí deba aceptarse y reconocerse la parte que el genio ario o ariopersa haya tenido en su elaboración; es indudable que hay en ella un fondo de tradición aria, antiquísima, contemporánea de esas épocas casi prehistóricas en que se formaron las mitologías de todos los pueblos convenientemente llamados indoeuropeos o indogermánicos, grupo en que entran no solo los indos y los persas, sino también los propios griegos; pero de eso a aceptar las conclusiones absolutas a que Roso de Luna llega en su libro media un abismo, que solo puede colmar la fe; por lo demás, esas conclusiones se formulan en unos términos de cronología de carácter patentemente mítico; para Roso de Luna, Las mil y una noches, obra del genio ario, datan, no del siglo X ni IX, sino de los «últimos días atlantes, o sea los once mil años transcurridos, como mínimo, desde el último hundimiento de Poseidonis, la isla de Platón».
La obra de Roso de Luna es una mezcla paradójica de lucidez y de delirio que no puede aceptarse sin reservas ni rechazarse sin salvedades; el teósofo iluminado convivía en él con un erudito, y este pone aquí a su servicio una parte de material legítimo, tan interesante como instructivo, si se le desarticula de la tesis a que va adscrito; todo lo que Roso de Luna dice respecto a la relación de Las mil y una noches con la literatura caballeresca de Occidente, con los mitos nórdicos del ciclo de los Nibelungos germánicos y las Sagas escandinavas, los parangones que sugiere; el estudio que hace de nuestras leyendas y romances populares y de esa literatura llamada de «los pliegos de cordel», superfectaciones de la literatura culta de ese tipo, etcétera, etcétera, son de una validez absoluta y su autor pone en ello un don de intuición y de alta crítica literaria que lo colocan en el mismo plano de nuestros eruditos de alto vuelo, como Asín Palacios y Bonilla San Martín, por no hablar de Menéndez y Pelayo; solo es recusable cuando, por efecto de su astigmatismo mental, deforma involuntariamente las cosas y las pone al servicio de su dogma teosófico.
No puede negársele tampoco toda la razón en su tesis de que Las mil y una noches tengan o hayan tenido en su origen un sentido, si no esotérico, por lo menos simbólico; hay en ellas demasiadas cosas oscuras que plantean enigmas al investigador y le sugieren esa sospecha; desde las primeras páginas, por ejemplo, surgen los enigmas en la propia onomástica de los personajes: ¿Por qué Schahrasad se ha de llamar «hija de la ciudad» y su hermana Dunyasad «hija del mundo»? ¿Qué intención secreta encierran esos nombres? ¿Y qué significación tiene el detalle de que los tres zâluk de la Historia del alhamel y las mocitas (Noches 9 a 11) sean tuertos los tres del ojo izquierdo? ¿Por qué han de ser siete precisamente los viajes de Simbad, el marino? Todos estos son enigmas que autorizan a pensar en un sentido arcano, esotérico, del libro oriental, que si no un libro hermético, es, por lo menos, un libro oscuro, sembrado de dificultades para el traductor y para el lector, y que requiere, por lo menos, la glosa marginal de un escoliasta.
Las mil y una noches, como nuestro Quijote, con el que, por su realismo, tiene tantas analogías, proyectado sobre un fondo fantástico de leyenda y de mito, y su doble carácter popular y culto, es un libro enigmático, aunque no sea esa criptografía en que Roso de luna lo convierte; hay en él cosas que suponen una clave y la necesitan para su comprensión; la dificultad está en hallar esa clave, que no ha de ser precisamente la teosófica, que no es la única, aunque lo pretenda, siendo, de otra parte, lo más verosímil que esa clave se haya perdido para siempre, como se pierden las cosas de ese Oriente lleno de indolencia, en que todo confina, ya desde su surgir, con el olvido.
Dificulta todavía más la aclaración de esos enigmas vinculados en la onomástica la diferente grafía con que ya dijimos aparecen en las distintas versiones del libro: Schahriar se convierte en Schahrban en la edición de Breslau; Weil transcribe Schahryar, Schahzenan, Scheherazad y Doniazad; Burton, Schahryar, Schahzaman, Schahrazad y Dunyazad; Mardrus, Schahriar, Schahzaman, Schahrazade y Doniazade, etcétera; etcétera. Y diz que cada una de esas grafías implica una interpretación diferente, pues si escribimos Schahriar o Schahryar, tenemos «Señor-Yar» de la ciudad-Schahr en persa, mientras que Schahrban nos da Defensor-Ban-de la ciudad y Chahrbaz—como escribe la edición de Bulak—sería Halcón-Baz-de la ídem. Y aún hay que exponer la opinión del docto orientalista, mejor dicho, indianista, Alemany y Bolufer, que, en el prólogo a su versión española del Panchatantra sánscrito (no el primitivo—recalca Roso de Luna—sino el que en 1827 dio a conocer a Europa el inglés Wilson), sostiene que Schahrasad y Dinarzad (hija de Dinard) son meras deformaciones de Karata y Damana o Calila y Dimna del famoso libro así titulado y significan respectivamente «la domadora» y «la corneja», la astuta, y que Schahriar no es sino Schah-Kariar y equivale a «el sacrificador», epíteto que, naturalmente, cuadra hasta más no poder a ese sanguinario monarca sasani. Y de ahí toma pie Roso de Luna para afirmar que esos dos hermanos Schahriar y Schahsemán representan dos tipos de humanidad contrapuestos: el de los humanos propiamente dichos (Schahriar) y el de los jinas o schamanos (Schahsemán) que «convivieron antaño, hasta el aciago día, cantando en el poema simbólico de las Aves de Aristófanes, en que fueron cortadas las comunicaciones entre los dos, a saber: la humanidad jina y la humanidad propiamente dicha, y a quien el Velo de Isis, es decir, el Sexo y la Ilusión, ha atrofiado el tercer ojo de la glándula pineal, o sea de la intuición, impidiéndonos con su ceguera el ver a aquella otra superhumanidad... (la jina)».
En apoyo de su tesis, violenta Roso de Luna las etimologías y localiza arbitrariamente esas regiones de Sasán, Al-Hind y Az-Zin (la India y la China) en las alturas tibetanas, donde tienen su sede los lamas famosos, depositarios, según él, de la ciencia arcana de todos los tiempos.
Esos semánidas—a que Roso de Luna se refiere—no son otros que los reyezuelos persas, descendientes de Ismail As-Samani, que gobernaron como feudatarios de los jalifas de Bagdad varias regiones de la Persia, entre ellas el Turquestán, con su capital Samarcanda, la corte luego de Timur Lenk o Tamorlán (el Gran Jan, no Kan) de la historia, desde 353 a 395 de la hechra (964-1004 de nuestro cómputo), y tienen tanto que ver con los jinas o schamanos como nuestro buen Samaniego.
Resultan, pues, vanos los intentos de encontrarle un significado esotérico a esos patronímicos y no menos el de guarismo de mil y una que llevan las noches. Investigadores de libros y ruinas orientales como Ouseley y Burton, explican de un modo muy natural, según ya expusimos, el posible misterio de esa noche de más, añadida a las mil, y que parece cargada de arcana significación.
Es lo más probable que esa noche de más—que, por otra parte, según hemos visto, no figura en todas las antiguas menciones del libro—sea de una calidad simplemente poética y responda al mismo sentimiento supersticioso que inspira esa antigua costumbre de los reyes en sus cumpleaños de distribuir entre sus palaciegos una moneda de oro más que los años que cumplen y la moderna costumbre burguesa de encender una vela más en la tarta del aniversario, una intención de comprometer al tiempo. No es admisible la idea de que un libro de tan varia y múltiple paternidad sea la revelación cifrada de ninguna doctrina esotérica. Es muy posible que esos enigmas miliunanochescos solo existan en nuestra imaginación y nos parezcan tales por nuestro innato afán de hallar misterios en todo, o que, si existen realmente, sean de pura calidad poética y respondan al afán, también innato, de los escritores, de hacer misteriosos sus escritos y prestigiarlos con toda suerte de singularidades y rarezas. Así, por ejemplo, el que los zâluk sean tuertos los tres del ojo izquierdo (no del derecho, como escribe el teósofo) y coincidan en reunirse en Bagdad, la misma noche, procedentes de distintos países, puede ser sencillamente un recurso del rapsoda para impresionarnos con más fuerza de asombro y de paso tener tres personajes en cuyas bocas poner tres historias extraordinarias y animar el relato. A la misma intención literaria puede obedecer la eficaz intervención del barbero en la historia del jorobado a que dan por muerto y que simplemente se ha atragantado con una espina; sin que haya que suponerle, como hace Roso de Luna, un terapeuta iniciado y taumaturgo y conceder a esa historia categoría trascendente. Y lo mismo podría decirse de otros muchos detalles enigmáticos del libro. Hay que tener presente que se trata de una obra cuyo texto ha pasado por muchas bocas y muchas manos, antes de llegar a nosotros en su forma actual; que las historias que cuenta son ecos y que en sus transmigraciones se han ido complicando y borrándose por unos lados y repintándose por otros.
Estamos en presencia de una obra cuyo proceso de creación ha sido idéntico al de los mitos y leyendas populares, en cuyo punto de partida duermen los recuerdos confusos del hombre prehistórico y palpitan los sueños primarios, infantiles, del hombre ya histórico, como una herencia subconsciente, que no entiende ya y cuya clave hay quepedir no a ningún mago antiguo, sino a los antropólogos, los filólogos y los psicoanalistas modernos. (Bachofen, Spencer, Fraezer, Kirsche, Freud.)
Significa un vano y considerable dispendio de tiempo y de vitaminas levantar un imponente castillo que, a veces, semeja Torre de Babel, para tratar de probar con hipótesis la hipótesis de que Las mil y una noches son un libro iniciático, un mensaje, una revelación de la espiritualidad aria desfigurada por el grosero materialismo semita.
El intento de Roso de Luna representa una regresión al punto de partida de los primeros investigadores del libro: los indianistas, y se basa, como hemos visto, en la existencia de un perdido manuscrito primitivo. Es la misma historia de siempre. El cuento del Hasar Afsanah, que a su vez seria trasunto de otro anterior, igualmente perdido. Las mil y una noches nos van llevando cada vez más lejos en la indagación de sus orígenes, y, al final, nos dejan perdidos también ante lo inmenso, por no decir infinito, del tiempo y el espacio prehistóricos. Las mil y una noches pudieron, en un principio, ser lo que se quiera; pero en su forma actual no son sino un caos poético, en el que se confunden toda clase de elementos heterogéneos, una obra informe en la que han colaborado todas las razas del Oriente, incluso los tártaros, que tuvieron también, con Ulug Bey, su momento de esplendor cultural e incrustaron sus «porfirizaciones» en la ganga primitiva de que aún quedan huellas en la toponimia miliunanochesca. (Kaschgar, Kabul.) Esa riqueza de elementos es lo que da a Las mil y una noches una amplitud panorámica y un aire engañoso de Biblia. Y lo es en cierto modo, pues induce a extraer de ella una como, en líneas generales, filosofía de la historia. Pero tratar de precisar esas líneas y de sistematizar esa filosofía es un empeño vano, pues irradian en direcciones diversas y antagónicas.
Roso de Luna se olvida de que Las mil y una noches no son un libro, sino muchos libros, por lo que es imposible generalizar acerca de ellas. Claro que el maestro teósofo opera una eliminación caprichosa de lo que no se ajusta a su visión simplista y borra del texto todo lo que no le parece ario. Las mil y una noches deben ser una obra del idealismo ario, adulterado por el grosero materialismo semita. Pero ese prejuicio influye perniciosamente desde el principio en su juicio, pues no es buena norma lógica tomar por criterio un prejuicio.
Y eso es lo que él hace. No sabemos en qué puede apoyarse para atribuir todo el idealismo a los arios y todo el materialismo a los semitas. ¿Quizá porque son una raza de mercaderes? Pero ¿no eran mercaderes también los arios? ¿Y no sabe Roso de Luna que la profesión mercantil era considerada en lo antiguo tan noble como la militar? ¿No aparece desde el principio en el Hitopadesa el hijo del mercader —vinagaputra—alternandoconelhijodelrey—rachaputra—?¿Yenqué,además,es superior esa literatura sánscrita a la literatura semítica desde el punto de vista moral? ¿No aparece la poliandria a la cabecera del Mahabharata? ¿No es el mismo el ambiente social que allí se describe y no son los mismos los sentimientos? ¿No se nos cuenta ya al principio en el Hitopadesa la historia de aquel hijo de príncipe que tumba sobre un sofá a la esposa del mercader? ¿Y no está todo el Gita-Govinda saturado de especies eróticas no menos, sino más fuertes, que las de El Cantar de los Cantares?
Es inútil tratar de establecer distinciones absolutas entre arios y semitas, cuando unos y otros tienen la mentalidad general del asiático, la misma psicología mística, supersticiosa, soñadora, y ambos han tomado siempre de un mismo fondo su oxigeno espiritual. Y esa gnosis que el teósofo invoca es patrimonio y obra común de todos esos pueblos indopersasemitas que un tiempo confluyeron en la misma latitud geográfica, en esa Babilonia, punto de reunión y de despedida de claros saludos y confusos adioses.
La gnosis es tan obra de arios como de semitas, y el mismo teósofo lo reconoce implícitamente en sus recorridos por los mitos antiguos, moviendo toda la escala del ocultismo con claves brahmánicas y rabínicas.
Concedido que Las mil y una noches tienen mucho de fondo esotérico; pero ese fondo no es exclusivo de los gnósticos hindúes, sino también de los ocultistas hebreos, de los autores de esa cábala que el teósofo manipula.
Hay que apelar a todas las tradiciones helénicas, hebraicas, persas, etcétera, para explicar en algún modo esos enigmas miliunanochescos. Y desde luego sin espíritu dogmático, sino simplemente hipotético. Encerrarse en una sola interpretación y ajustarse a un criterio apriorístico es como atarse las manos para desatar un nudo.
Todo debe tomarse a título de documentación, con carácter presunto y nada más. Y cuando así lo hace Roso de Luna sus lucubraciones resultan interesantes como estudio erudito. Cuando se aparta de esa línea no hace más que añadir otro cuento, no menos maravilloso, a los del libro.
Por lo dicho se verá que no desdeñamos en absoluto la clave teosófica como medio de interpretar el fondo innegable de misterio que, por unas u otras razones, puede presumirse en estas historias de arrastre tan remoto. El tiempo hace enigmáticas todas las cosas, aun las más evidentes. Y todas las claves son pocas para explicar las mil oscuridades de este libro, de historias contadas y recontadas miles de veces y que, si en su origen pudieron ser claras para sus oyentes, es muy posible que luego fueran oscuras para sus mismos escribas, de igual modo que los himnos védicos llegaron a serlo para los brahmanes. Muchas de las cosas que el rapsoda nos dice suenan a estribillo, repetido rutinariamente por un hombre que ya ignora su sentido exacto. Puede admitirse que en su origen fuesen estas historias efectivamente concebidas y compuestas por maestros iniciáticos, que en ellas expresaban por símbolos e imágenes su saber arcano. La intervención de los sufíes en la literatura oriental de estos siglos medios introduce en ella, sin duda, un elemento místico, esotérico. Casi todas las historias miliunanochescas, sobre todo las de altos vuelos y cargadas de elementos maravillosos, son posibles de interpretación alegórica. Roso de Luna está en lo probable al presentir misterios en historias como la ya mencionada del barbero de Bagdad, que recuerda el conflicto de las religiones en el drama Natán el sabio, de Lessing, solo que el vidente, en todo caso, acierta como un ciego. Pues también esa historia pudiera interpretarse de otro modo: simplemente como una sátira de la ciencia representada por el médico judío, que se equivoca en su precipitado diagnóstico al dar por muerto al bufón, mientras el modesto barbero, sin ínfulas científicas, logra volver a la vida al supuesto difunto, sacándole la espina de pescado que se le atragantara, con su sola técnica manual.
En todas las historias presumibles de sentido esotérico se nos ofrece esa misma explicación natural de los fenómenos, quedando a nuestra elección el optar por ella o elegir otra más complicada. La interpretación, marcadamente esotérica, no se impone sino en aquellos casos en que—como en la Historia de Balukiya (Noches 285 a 295)—el asunto es de por sí de índole mística, se relaciona con el mundo sobrenatural y requiere una clave para su inteligencia.
El defecto capital de Roso de Luna es su obsesión del misterio y su afán de quererlo explicar todo por la clave teosófica, cual si fuese una ganzúa, capaz de abrir todas las puertas, siendo así que, en realidad, es una llave gastada, y que hoy poseemos otras más seguras de forja científica. El psicoanálisis freudiano, por ejemplo, auscultando lo subconsciente del hombre, origen de todos los misterios, da una explicación más aceptable, y no menos poética, de mitos y leyendas, que no son, en el fondo, sino expresión de complejos psíquicos análogos a los que por regresión se dan en las neurosis.
«La mitología—dijo Goethe—es la locura de los dioses.» Pero son los hombres los que han creado las mitologías.
«LAS MIL Y UNA NOCHES» ARABES
Todos esos enigmas nos los plantean los elementos ariopersas que en el libro seinscriben; pero hay en él una parte, un cuerpo de creación, perfectamente firme y claro, anclado como una isla en ese vulcánico mar de las hipótesis. Nos referimos a su fondo árabe.
Por el lado del mito, Las mil y una noches se pierden en la de los tiempos; peropor su fondo árabe se sitúan en la zona de la Cronología y la Historia.
Todo es vago e impreciso en torno al libro si lo consideramos en su prehistoria, es decir, antes de ser escrito; no como un libro, sino como una tradición. Por ese lado se nos escapan las Noches.
Por donde únicamente se prestan a ser aprehendidas y reducidas a una fórmula es por el lado de lo árabe, de lo islámico, en relación con el Corán y la historia religiosa y política de ese pueblo.
Ahí es donde presentan un frente relativamente compacto y único, orientado hacia la alquibla sagrada de Meca, a la que apuntan todas las avanzadas y vértices de su barroca arquitectura. Sobre ese fondo islámico es sobre el que se asienta y afirma este castillo en el aire. El Islam es lo único sólido en el libro, y todo lo demás que forma su atmósfera es idolatría y fábula.
En su forma actual, Las mil y una noches redactadas por escritores árabes son un libro árabe y, precisando más, una epopeya, nacional o racial, de esas gentes morenas y apasionadas.
Aun admitiendo la existencia de ese hipotético Hasar Afsanah, del que en todo caso solo queda el título, fueron los árabes los que escribieron el libro que, por ese hecho decisivo, pasó a ser plenamente suyo.
Sobre el pie forzado del argumento inicial, los rapsodas árabes compusieron una obra de mucho más alcance, que rebasaba los límites estrechos del marco primitivo y llenaba del amplio soplo del desierto, de su respiración de infinito, esas veladas literarias de una corte persa.
Suele darse como plan primitivo del libro el de contar la historia de las desgracias conyugales del rey Schahriar y su hermano, y la misoginia en que estos, por efecto de ellas, vienen a caer; pero ese argumento tratado como está en la actual forma del libro, con un sentido del humor filosófico que hace pensar en los cuentos de Boccaccio o las novelitas de Voltaire, toma luego un rumbo muy distinto y mucho más serio bajo la pluma de los continuadores árabes, y se convierte en una revista, en un día del Juicio de todo el género humano: en algo así como una Biblia o un Corán.
No se trata ya simplemente de demostrar la falsedad de las mujeres, ni de trazar reglas de moral práctica, sino de encaminar a los hombres por la senda de Alá, mostrándoles ejemplos y señales que los espanten y escarmienten. Se trata, en suma, de salvar las almas, cosa nueva, idea que no aparece en ninguno de esos grandes libros de la literatura sánscrita, con los cuales pudiera relacionársele, y que es típicamente árabe y hebrea, semítica, y tiene su primer foco irradiante en la Biblia.
En el Panchatantra solo se exponen los fundamentos de una buena política, que no es propiamente la buena, sino la conveniente: la política vulpina, sistematizada después y extremada hasta lo inhumano por Maquiavelo; en Las mil y una noches se prescinde de la conveniencia, del éxito en la vida del mundo, y solo se atiende al gran éxito, al gran triunfo, de ganar la otra vida, que es la perdurable.
La arabización de Las mil y una noches aparece así, desde luego, como su islamización, según tenía que ser tratándose de un pueblo que ha empezado a vivir realmente a partir del Islam. Y esa islamización es tan perfecta que abarca todos los detalles del libro. Pese a sus desviaciones accidentales, este se ajusta, en su estructura, al mismo plan arquitectónico de la Biblia o de su epítome coránico. Es como una mezquita distribuida en series de columnatas, cuyos arcos todos convergen al mihrab, y en la que, por cualquier parte que se mire, se ve el nombre de Alá.
Todas las historias del libro nos llevan siempre, a pesar de su aparente diversión, a lo mismo: a su punto de convergencia, que son las postrimerías del hombre.
El nombre de Alá campea en todas las partes de ese edificio literario; en los arrocabes de las historias y en su zócalo; en sus cimientos y en sus remates. Esas historias son ejemplos de admoniciones llamadas a mover a reflexión a los capaces de reflexionar, propias a escribirse con un punzón en el ángulo del ojo, para tenerlas siempre a la vista, como los preceptos de Jehová, que Salomón nos aconseja grabar en el pecho—casos ejemplares, representativos, ofrecidos a la meditación de los capaces de meditar—y esa expresión miliunanochesca corresponde a la coránica, que Mahoma repite a cada paso, después de exponer pruebas palpables de la existencia y omnipotencia de Dios: «Ciertamente en ello hay materia de reflexión (ibra) para un pueblo que piensa.»
Las mil y una noches están consteladas de pensamientos y locuciones coránicos, entretejidos con aleluyas del libro, que le sirven de registro y resorte; sus historias son todas reversibles al fondo épico del Corán (tomado en buena parte de la Biblia y el Talmud) y hasta su técnica literaria intima es la misma del libro sagrado; igual que en este, falta en Las mil y una noches ese libre y vario vuelo del genio occidental, esa rica inventiva de nuestras literaturas, esa línea osada que se pierde de vista; en Las mil y una noches el genio literario se mueve en un espacio reducido, de mezquita, no de pagoda india ni de catedral gótica; tres o cuatro argumentos fundamentales, tres o cuatro situaciones patéticas se repiten con leves variantes a la variedad y todo vuelve siempre al punto de partida, que es Dios; la técnica, en suma, del arabesco o almocárabe que, en la caligrafía musulmana, reproduce en miles formas el mismo hombre como el balbuceo de un maniaco.
La literatura oriental es una literatura censurada, no por ninguna autoridad teológica, sino por sus propios autores; de ahí que no pueda salirse de ciertos límites y que, como nuestra literatura medieval, trate de desquitarse de la coacción dogmática en el terreno libre de las costumbres y la salacidad, y que en ella los rasgos más sublimes aparezcan al lado de otros inconcebiblemente groseros; es el mismo fenómeno de los trascoros de las catedrales, que se da también en toda la literatura medieval de Occidente y en buena parte de la de los llamados siglos de oro, y que sorprende en nuestra corrompida época moderna.
De igual modo el pensamiento árabe, cohibido en lo dogmático, se desquita enesa otra zona neutral de lo opinable, y se entrega a la especulación metafísica que le permiten las cuatro sectas ortodoxas del Islam, y encara con variedad de actitudes esos grandes problemasde la predestinación y el libre albedrío y el valor de los actos humanos y el poder de la voluntad en la lucha con el Destino; pero sin salirse nunca en esos pirueteos de la Razón, de los linderos de la Fe.
En el terreno puramente literario, Las mil y una noches guardan también íntima relación con el Corán y puede decirse que viven en su mismo aliento, del palpitar de su mismo corazón. De él le vienen sus directrices y su sentido, la vida íntima de sus figuras. Los rapsodas islámicos han desarrollado en ese libro de libros los gérmenes narrativos épicos, contenidos en el Corán, y hallado la forma naturalísima de intercalar en esos cuentos las espantables leyendas de ciudades muertas, de pueblos aniquilados por sus culpas—esas tradiciones de Irán, la de las Columnas, por ejemplo—que ya el Profeta esbozaen su libro, así como las referentes a Salomón y la reina de Saba, etcétera, que Mahoma recogió, tomándolas desde luego, eso sí, del Talmud.
Los árabes continúan en Las mil y una noches la labor misionera de Mahoma por medio de la pluma—sin dejarpor eso la espada—, y la finalidad principal del libro, en medio de la aparente dispersión de intenciones, es la de formar buenos musulmanes, corroborar en su fe a los creyentes y convertir o espantar a los idólatras.
Las mil y una noches están al servició del monoteísmo islámico, son un libro de catequesis y, como todos los de esta índole, sus autores no reparan en falsear y desfigurar la historia y trastrocar la cronología y apelar a la fábula cuando es menester.
Empiezan por suponer que el Islam existió siempre, que es la religión natural de los hombres—idea que Mahoma sienta en su libro—, y así hacen musulmanes a todos los personajes de sus historias, aun a aquellos que vivieron muchos siglos antes del Profeta, y nos presentan el mapa de la antigüedad preislámica como un campo de idólatras, salpicado de minorías creyentes, hombres que han conservado la fe, que formadas por hunafa, es decir, por sus padres, recibieron de Alá, según la primera revelación hecha al padre de todos los hombres.
De igual modo violentan la historia para intercalar en el libro, cuyo punto de partida es el reinado de un monarca sasani, cuentos y anécdotas que representan otros tantos anacronismos, y transferirle a ese oscuro sultán poco menos que la crónica íntegra de su gran rey Harunu-r-Raschid, que tenía que ser muy posterior a sus sultanes persas.
Es admirable el desparpajo con que los rapsodas árabes introducen en el libro toda la época de los jalifas abbasies, sobre todo la de Harún, su Carlomagno, mitificándolo, como al emperador franco los rapsodas del ciclo de Artus, y tomando pretexto de ciertas historias para exponer la teología islámica en todas sus tendencias de batinies, sufíes, motaziles y kadríes, en ese período; sus inquietudes espirituales y sus materiales esplendores; el estado de sus conocimientos científicos en materia profana, en astronomía, astrología; medicina, en sus ramas diversas, profiláctica, dietética, terapéutica, con los consiguientes diagnósticos y pronósticos, jurisprudencia, teología, etcétera, así como también de sus artes, en todas sus manifestaciones, poética, musical, coreográfica, deportiva, sin olvidar los juegos de ingenio, las adivinanzas y rompecabezas, y pasatiempos folklóricos, y el juego del ajedrez, entretenimiento inmemorial de los orientales, etcétera, etcétera, de suerte que en esas historias del tipo de la de Tauaddud (Noches 269 a 280) queda estampado el cuadro completo de la civilización árabe en su siglo de oro abbasi, de ese siglo en que se tradujeron al arábigo todas las obras importantes de los griegos, incluso los poemas homéricos, según nos dice Abu-l-Farach, y se incorporaron a su fondo propio todos esos elementos de cultura exótica, que entraron a formar parte de su fisonomía espiritual, completándola y enriqueciéndola hasta un grado que ya en Oriente no rebasó nunca y que solo en la España árabe, en el jalifato de Córdoba, tuvo su rival.
Las mil y una noches están impregnadas del entusiasmo imperialista de los triunfos sorprendentes del Islam en ese período histórico en que la media luna eclipsaba con su fulgor a todos los soles y aun a todas las lunas de Oriente, y en que Harunu-r-Raschid actuaba como emperador y pontífice en los cuatro puntos cardinales, y Bagdad veía llegar diariamente embajadores de todos los reyes y era como una Meca profana, visitada por todas las caravanas del mundo.
Las mil y una noches respiran la embriaguez jubilosa de ese su siglo triunfal, son un monumento alzado en honor de los gloriosos jalifatos abbasies, bajo cuyo dominio político y religioso culmina el poder del Islam; la luna que ilumina esas noches es la luna creciente del místico imperio del Profeta, y el sol que interrumpe esas encantadoras celadas es el sol del siglo de oro de Harunu-r-Raschid, ese contemporáneo de Carlomagno, de barba no menos florida que la suya y que, como él, se nos aparece en la historia en medio de un círculo de poetas, sabios y hechiceros, pero sentado, a fuer de oriental, en muelles almohadones, perfumado de almizcle y teniendo a sus espaldas el velo de un harén, en el que se oyen risas y cantos de mujeres. Harunu-r-Raschid, quinto de los abbasies, es en realidad el héroe de esta fiesta literaria, en la que actúa también de personaje, en unión de su visir Châfar-ben-Yahya y su guardia personal, el eunuco Mesrur, y alguna vez, también, su amante esposa y prima, la celosa Sobeida.
En este centón de cuentos han incluido los rapsodas árabes gran parte de lo que pudiéramos llamar ciclo poético de Harunu-r-Raschid—«le règne féérique de Harun», como dice un escritor francés—y que por sí solo forma un argumento completo, y un argumento trágico, que tiene por remate la caída y muerte del visir Châfar y de todos los miembros de su estirpe Barmequi, hecho tan enorme y memorable como el exterminio de los umeyas, ordenado por su ascendiente Abdu-l-Lah As-Saffah, el fundador de la dinastía, y que hizo llorar a miles de ojos, incluyendo los suyos. Harunu-r-Raschid es el foco lumínico que atrae las pupilas de los rapsodas árabes y les infunde un tropismo, por efecto del cual lo siguen viendo a él hasta cuando dejan de mirarlo. Siempre que describen alguna corte fastuosa o algún gran monarca están pensando en su jalifa Harún y en su espléndida corte de Bagdad.
Harunu-r-Raschid ha dado lugar a un ciclo histórico-legendario tan considerable como el de su contemporáneo Carlomagno. Los dos se reparten en su tiempo el imperio del mundo real y de la fábula, y si el Occidente es carlovingio, el Oriente por entero pertenece a Raschid.
Raschid es todavía más grande que el gran Carlo, pues este es solo emperador y comparte su cetro con el papa, en tanto Harunu-r-Raschid es papa al mismo tiempo que sultán y ejerce integramente el meromixto imperio.
Harún absuelve y condena, ata y desata en lo político y lo religioso, manda en lo humano y lo divino, a fuer de vicario de Alá en la tierra y consanguíneo de su profeta Mahoma. Harunu-r-Raschid, en virtud de su doble poder, manda en los hombres y los genios, ensuelve hechizos, opera curaciones y pronuncia fallos inapelables.
Harunu-r-Raschid es el Rey Sol de su tiempo, como Salomón lo fue en el suyo y solo con él se le puede compenetrar, y aun en cierto sentido, en el del poder político, le aventaja, pues no tiene que luchar, como el monarca hebreo, con una teocracia insúmica, ya queel autócrata de Bagdad ejerce también el poder teocrático.
Si Salomón fue un poeta y un sabio, poeta y sabio es también Harún, y si es verdad que no ha compuesto sino versos de circunstancias ni escrito en suma nada comparable a El Cantar de losCantares ni al Eclesiastés, eso no mengua su gloria en ese sentido, pues aparte de que tampoco consta que esos libros inmortales (de los que el primero nos llega mutilado) los compusiese el propio Salomón (Renan en esto tiene la palabra), Harún es algo más que un poeta y un sabio; es el numen que auspicia la poesía y la ciencia de su tiempo, el jefe que preside la academia islámica, el guerrero victorioso cuyo alfanje defiende y preserva la paz de lassesiones, el padre que sustenta a los hijos descuidados y bohemios, el buen genio, la providencia que echa de comer a esos pajarillos saltarines que, cantando, se olvidan de buscar el grano, y, en una palabra, el príncipe afortunado y poderoso que hace posibles la ciencia y la poesía en su feliz imperio.
La corte de Harún en Bagdad es la meta a que se dirigen desde todos los lugares del mundo conocidos poetas, narradores de cuentos e historias, filósofos y eruditos, hombres de saber y de ingenio; siempre hay uno o más poetas a la puerta de su diván, esperando a que el jalifa despache sus asuntos de Estado y pida un poeta como quien pide una rosa o una copa de vino para despejar su mente cansada.
Ser llamado y oído por Harún, el omnipotente, y tener la fortuna de agradarle, equivale sencillamente a la fortuna. Harún es fabulosamente pródigo y emplea las riquezas que le envían sus gobernadores, no como Salomón los tesoros de Ofir, en labrar casa a Alá, que nunca gustó de templos tan suntuosos comos los de Yahvé, sino en recompensar dignamente a los artistas, poetas, cantores, músicos que le alivian el tedio o resuelven sus dudas en cuestiones jurídicas, teológicas o gramaticales.
Harunu-r-Raschid, hombre de nervios delicados, sensual y por ello melancólico como Salomón, sin la fuerte salud bárbara de Carlomagno, adolece con frecuencia de esplín y, sobre todo, de insomnios; las noches que no duerme—y son muchas en esa Bagdad calurosa, enervante y llena, es de suponer, de mosquitos, y el jalifa tiene su alcázar sobre el Dichle—son noches afortunadas para los ingenios que aguardan a la puerta; son noches en que, si el jalifa los llama, pueden salir de allí convertidos en millonarios.
Harún da sus dinares por sacos en tal cantidad que el agraciado no puede cargar con ellos y el propio jalifa ordena a sus esclavos que se los lleven a su casa.
Pero no hay que estar a la puerta para optar a esa lotería; el mismo jalifa se acuerda a veces del elegido y, si no está allí, lo manda a buscar y traer, aunque esté ya acostado y tenga que sacarlo de la cama.
A ese fin envía a Mesrur, el hombre fatídico de nombre alegre, como las Euménides, siempre con el alfanje en ristre, y ese alfanje es una varita mágica cuando el guardia de corps y verdugo—¿por qué no decirlo claro?—del jalifa pronuncia estas simples palabras: «De parte del emir de los creyentes.»
La presencia de Mesrur en la puerta de una casa produce siempre pánico; muchos sacados de ella por el terrible eunuco no volvieron jamás.
Pero para artistas y escritores no hay motivo de susto; Mesrur es para ellos un enviado alegre, no el nuncio que precede al ángel de la muerte, al fatal Azrael.
Hay noches en que Harún prefiere pasear y se disfraza de mercader, lo mismo que Châfar, su visir, y Mesrur, su verdugo, y los tres se echan a vagar por las calles y plazas de Bagdad, muertas, al parecer, bajo la luna, pero estremecidas de cantos y sones de laúd en el interior de sus herméticas mansiones; y Harún manda a Châfar que llame a la puerta y golpee con el gran aro metálico, semejante a argolla de cautivo, y los tres pasan dentro a sumarse a la fiesta.
En esas visitas inopinadas descubre el falso mercader cosas que al día siguiente dan materia de actuación al jalifa y argumento literario a sus rapsodas.
Otras veces los tres supuestos peregrinos dirigen sus pasos al Dichle, y allí el jalifa curioso y afable conversa con los pescadores trasnochados, que prueban su suerte a la luz de la luna y en ocasiones sacan peces y en ocasiones cadáveres truculentos, que muestran las huellas de un crimen impune. Entonces se acaba la farsa y el jalifa vuelve a ser en el acto el emir de los creyentes, el supremo administrador de justicia.
Todas esas nocturnas correrías del soberano están llenas de encuentros notables, sorprendentes, que dan materia a las historias; el jalifa es tan temerario que no repara en donde se mete, y a veces se ve tan apurado que lo pasaría mal de no estar allí, a su lado, siempre atento y vigilante y siempre empalmando el alfanje, el fiel Mesrur.
En esos casos hay que rasgar el velo del incógnito, y Châfar, el visir, pronuncia la palabra mágica que hace que todo el mundo se prosterne en el polvo y bese la orilla del manto del jalifa: «He aquí al emir de los creyentes, al vicario de Alá, en esta tierra que es la suya (de Alá).»
EL CICLO DE HARUNU-R RASCHID
Harunu-r-Raschid, con su cara ancha, abotagada, de luna de Ramadán, llena, como su cuerpo ligeramente obeso de árabe sedentario, ocupa el centro de un zodíaco de anécdotas, más o menos verídicas—más bien menos que más—, varias de las cuales han pasado a integrar el tesoro de historias de Las mil y una noches.
Harunu-r-Raschid, y no el sultán Schahriar, es el personaje central del libro, y muchas de las noches atribuidas al fabuloso monarca sasani pertenecen al calendario nocturno del autócrata de Bagdad.
Y esos cuentos inspirados en la aventurera vida nocturna del quinto de los abbasies forman precisamente el fondo, relativamente histórico, de estas imaginarias historias.
Las mil y una noches flotan en el limbo de la leyenda, de lo vago e impreciso, de lo que no tiene fecha y apenastiene nombre, hasta que las mide y regla la luna de Bagdad.
La primera comparecencia del jalifa en la Historia del alhamel y las macitas (Noches 9 a 11), señala ya el primer contacto con la cronología y la realidad, controlable, de genios, afarit y monarcas tan fabulosos como ellos.
Harunu-r-Raschid es el primer sultán auténtico, con cédula en el padrón histórico y constancia en los anales que se nos ofrece a la vista, y con él, pues un astro así nunca va solo, esos otros personajes de carne y hueso—entonces, ¡ay!—, su esposa Sobeida, su visir Châfar, Mesrur su macero, y a su zaga poetas y literatos, y artistas notorios, de una biografía perfectamente comprobada, y cuya existencia atestiguan sus obras, y sobre todo su muerte, como el gran satírico Abu-Nuás, el Quevedo de Oriente; el docto filósofo Al-Azmái, el sabio jurista Abu-Yúsuf, el famoso músico Ibrahim-ben-lsak, el de Mozul, y, en fin, todos esos preclaros ingenios que tachonan de luces la policromada cúpula de su trono.
Con Harunu-r-Raschid entra la historia en las historias de Las mil y una nuches como un gran río que se adentra en el mar de la fábula y lo tiñe del color de sus aguas, de suerte que pueda seguirse con la vista su curso.
El ciclo de Harunu-r-Raschid mézclase ya desde la Noche 10 con el caudal legendario que viene de la India madre y le da su color y su sabor de realidad, y esa confluencia del Tigris y el Ganges es la obra de los ingenios literarios del Islam.
A partir de ese instante tuércese el rumbo inicial del libro, que empieza como tratado de moral en imágenes, al modo indo del Calila y Dimna y el Hitopadesa, para convertirse en la crónica apologética y fantaseada del quinto monarca abbasi y su glorioso reinado, en el que ocurren hartas cosas maravillosas para poder parecer legendarias, y si aún subsisten elementos del plan primitivo, el rapsoda los aprovecha para trenzar con ellos los del nuevo plan, al modo como el arquitecto utiliza piedras bellas y venerables en la construcción de su nuevo edificio.
Las mil y una noches son un palimpsesto, en el que dos escrituras se entrecruzan y alternativamente se ceden el espacio; mejor dicho, un borrador, en el que un escriba árabe ha tachado la original caligrafía zenda o pehlevi para interpolar en ella sus ondulantes, serpentinos caracteres.
Harunu-r-Raschid es el punto inicial de esa labor de arabización de Las mil y una noches. La salomónica figura del jalifa de Alá preside desde entonces la composición de la obra, y sus anónimos autores hallan modo de relacionar con él hasta los relatos marcadamente fabulosos, retrayéndolos a su época, para que sea él quien desate el nudo que ataron fatalidades antiquísimas y rompa los sellos de remotos destinos.
Los rapsodas árabes se conducen con Harún como los talmudistas hebreos con Salomón, haciéndole intervenir, aunque solo sea por radiación, en todas las tradiciones de los pueblos que llevan así el sello de su doble triángulo.
Pero como Harunu-r-Raschid está más cerca en el tiempo y en el espacio que Salomón, y vive en una época perfectamente histórica, resulta de ahí la paradoja de que todo lo que en este libro imaginario se autoriza con su nombre adquiere categoría de historia, y puede distinguirse, por ese solo hecho, de todo lo demás, que es fabuloso.
El nombre del jalifa abbasi permite operar la diálisis literaria del confuso texto; separar lo real de lo ficticio, pues de esa época los rapsodas contaban con materiales comprobados como la Historia de los abbasies, por Ibn-Kutaiba (siglos II y III de la hechra), y de ahí puede inferirse que todos los cuentos puestos bajo su rúbrica o la de sus sucesores inmediatos tienen un fondo real, aunque abultado por la macropsis de los narradores, y pudieran vincularse al período de dominio de la dinastía abbasi, que abarca unos cinco siglos (II a VII de la hechra). Es muy admisible la hipótesis de que antes del siglo X corrieran ya muchas de esas historias en boca de juglares errabundos, y aun cortesanos, y hasta manuscritas, aunque siempre hay que suponer una distancia de siglos, que es la que presta nimbo de leyenda a las figuras y trae esa niebla de olvido, que obliga a recordar.
Escribir es recordar y todo manuscrito es una fijación de huellas que empiezan a borrarse en la memoria, una precaución contra la amnesia.
Historias y biografías son en realidad velatorios.
Las mil y una noches, a ratos tan alegres y locas, se escribieron en parte sobre rotas lápidas de sepulcros, y son ellas mismas el gran mausoleo de la raza árabe.
En el siglo VIIIde la hechra, en que aún no existían como libro, eran ya sombras, evocadas por nigromantes, esos poderosos, muníficos y crueles jalifas abbasies, y su corte de Bagdad, fastuoso escenario de sus espléndidas locuras, asolada por mogoles y turcos, presentaba ya el desolado aspecto de esas ciudades legendarias—Nínive, Ilión, Palmira, Jerusalén—sobre cuyas ruinas se sientan a meditar los filósofos y a llorar los poetas. Hay un dejo perceptible de llanto en la aparente alegría triunfal con que esos rapsodas miliunanochescos evocan en las cortes de los sultanes persas emancipados—como la de Mahmund de Gasna—las tradiciones de los siglos de esplendor de su raza en decadencia, levantando de sus tumbas a una humanidad de bellos fantasmas. El siglo nono es fatídico para ese inmenso imperio levantado por los abbasies y que mogoles, turcos y persas emancipados se reparten como antaño los bárbaros la túnica del César; Bagdad deja de ser el foco principal de atracción de sabios y poetas, que se desparraman por las cortes de sultanes extraños, por la alta Persia y el Egipto, llevando cada uno un jirón de pasado espléndido con que cubrir su actual indigencia.
Alrededor de esa época fijan los eruditos el comienzo de vida escrita del libro, compuesto así rapsódicamente entre todos y que por ello no es de extrañar presente tantas desigualdades. Sea como fuere, vino a su hora, pues si esos ingenios literarios no hubieran levantado entre todos con sus cálamos ese monumento nada quedaría hoy de ese mundo encantado. Solo ese libro resta de tanto desvanecido esplendor. La Bagdad actual no conserva siquiera esas ruinas imponentes que permiten formarse una idea de la antigua grandeza de la Roma cesárea. «Entre un espeso polvo—decía el viajero francés Flandin, que la visitó en el siglo pasado—yace sepultada la base de aquellos edificios, donde apenas se halla rastro de Harunu-r-Raschid y de Sobeida. Nada ha conservado esta ciudad que recuerde las glorias de los jalifas abbasies.»
En análogos términos se expresa el gran novelista portugués Ferreira de Castro en su caleidoscópica Volta ao Mundo.
De Bagdad puede decirse lo que nuestro Villaespesa dijo de Granada en su nihilista elegía.
Los tártaros primero y los turcos después acabaron con su antiguo esplendor y la redujeron a algo todavía peor que una ruina: una ciudad sin color ni relieve, un lugar en el mapa.
Pero la antigua Bagdad sigue viviendo en estas Noches su vida de antaño, inquieta, apasionada y triunfal, y el gran Harunu-r-Raschid, su rey poeta y aventurero, vaga siempre en la noche por sus calles y plazas, en busca de encuentros prodigiosos.
La gloria de Harunu-r-Raschid no se extinguirá nunca, porque ha pasado a la leyenda, que es la eternidad de la Historia.
Envío
Rey Sol en el zodiaco del Islam, tu figura,
cual las de Soleimán y de Luis de Francia,
exhala el fuerte hechizo y la rara fragancia
de los grandes monarcas, cuyo nombre perdura,
Con Châfar, que del reino el peso te asegura,
y Mesrur, el macero, que la sangre te escancia,
en Bagdad, tu alma inquieta y llena de elegancia,
cosecha cada noche una nueva aventura...
Fuiste tierno y cruel; amabas las mujeres
y los bellos poemas, la gracia y el talento:
coleccionar cabezas fue uno de tus placeres,
pues querías de ese modo eternizar ayeres.
Y un día la de Châfar, de la amistad portento,
tiñó de rojo uno de tus amaneceres.
«LAS MIL Y UNA NOCHES» EPOPEYA NACIONAL DE LOS ARABES
En la forma en que han llegado hasta nosotros, Las mil y una noches, pertenecen en cuerpo y alma a la literatura árabe.
Los árabes, al apoderarse de ese fantasma indostánico, le dieron su vida, susangre de fuego y los rasgos fisonómicos y psicológicos de su raza ardiente hicieron más que adoptar al expósito: volvieron a recrearlo en sus entrañas.
Las mil y una noches es un libro árabe; mejor dicho, el libro árabe por antonomasia y la epopeya en prosa de un pueblo que no tuvo un Firdusi que la pusiese en verso.
El Corán y Las mil y una noches son las dos grandes creaciones del genio árabe, los dos retratos simbólicos que de sí mismo nos ha legado ese pueblo, enemigo, por temor idolátrico, de las imágenes plásticas; el Corán, en lo religioso y eterno, y Las mil y una noches, en lo temporal y profano, completan la visión de esa raza sin pintores y casi sin espejos.
Uno y otro libro, el sagrado y el seglar, se asemejan entre sí no solo porque Alá los une y está en ambos presente, sino también por su génesis y su naturaleza íntima; ambos son de inspiración exótica, están hechos de retazos con una técnica de mosaico y ensamble, ambos son enciclopedias y centones, broches y sellos que cierran épocas y ciclos de labor colectiva.
Así como Mahoma recogió en su Corán todas las tradiciones religiosas de su tiempo y las alistó bajo su verde bandera, poniéndolas al servicio de Alá, sin reparar en su procedencia hebrea, cristiana o gnóstica, y para enriquecer su libro no tuvo escrúpulo en saquear la Biblia y el Talmud, así también los compiladores del libro profano tomaron sus elementos de todas partes, encerraron en él todo el folklore universal de su tiempo y lo lanzaron a los siglos futuros, marcado con el sello imperial de su jalifa máximo.
Y así como Mahoma cierra el ciclo de la profecía y la revelación y es el último de los enviados, así también Las mil y una noches clausuran el ciclo de las tradiciones profanas y es el último gran libro que produce la imaginación poética de los hombres.
Si el Corán anula a todos los demás libros en el concepto religioso de los árabes, Las mil y una noches eclipsan con su esplendor sideral a todas las demás obras de fantasía.
No es el sol dotado de luz propia el símbolo de la raza semítica, sino la luna que brilla con fulgor reflejo; pero la luna de esa raza oriental es tan potente que fulge como un sol, de una belleza más amable, que se puede mirar, y atrae de tal modo los ojos que hipnotiza y detiene las horas y hace pensar que el sol no existe.
Los árabes han magnificado la noche; en el Corán se habla más de la noche que del día; de noche recomienda Mahoma que se lea su libro, y los grandes prodigios, prometidos a los creyentes, se consuman en la noche maravillosa del kadr en que se deciden los destinos del año, y esta es otra relación más entre el libro sagrado y el libro profano de la raza.
En Las mil y una noches, en ese nocturno rosario de cuentos, van incluidas las noches sagradas del Corán, y las lunas portentosas del Ramadán místico y transfigurado de ayuno alternan en él con las profanas y alegres lunas de los meses hilados.
La correspondencia íntima entre el Corán y Las mil y una noches es constante; el libro profano se nutre de la vena vital del libro religioso, al modo como la vida temporal se alimenta de la eterna.
Si en el Corán creó Mahoma el templo del Dios único, en Las mil y una noches el mismo genio de su pueblo labró el alcázar de su único vicario en la tierra.
No hay demasiada hipérbole en decir que Las mil y una noches son la epopeya racial de los árabes, ya que en ese magno libro alojaron sus anales y fastos, sus leyendas y sus historias, su memoria de raza tradicionalmente errabunda y rica, por tanto, en reminiscencias de toda clase, y a todo ello pusieron como sello el destino de Alá, de igual modo que en la Ilíada griega todo lo preside y dispone el hado.
Las mil y una noches, en las que los árabes han vertido todo su fondo histórico-legendario desde la época preislámica hasta las postrimerías de la gloriosa dinastía abbasi, componen un argumento innegable de epopeya, sin que le falte enteramente el requisito poético, ya que está toda ella salpicada de rimas, y además, en ocasiones, el estilo se eleva hasta la altura épica y la prosa se hace verso, de pronto, como un mar cuyo ritmo se aviva bajo el soplo emocionado de la tempestad.
Hay historias en el libro, como las del rey Omaru-n-Nómán (Noches 60 a 102) y de Garib y Achib (Noches 550 a 572), que son verdaderos epos nacionales, o tribales, con un argumento cerrado, de dignidad absolutamente épica, en el que actúan reyes y príncipes y amazonas y se riñen batallas y se realizan hazañas y gestas caballerescas, de grandeza igual a las que Firdusi canta en su Schah-Námeh, que, más que la Ilíada y que la Eneida, ha servido de modelo, aunque mediato, a nuestros grandes épicos del siglo XVI: Ariosto y Tasso.
Todos los elementos del Orlando y La Jerusalén se encuentran ya en esa historia del rey Omaru-n-Nómán y de sus hijos que, precisamente, es también como el último de ambos epos, un eco fantaseado de las Cruzadas. Pero también el genio jovial y burlón del Ariosto y sus risas jocundas riman con el rumor de cascabeles del poema oriental.
No es del caso dilucidar aquí la relación precisa en que se hallen respecto unos de otros esos poetas de razas, épocas y climas distintos, ni tampoco seguir el rastro de esa corriente subterránea que en todo tiempo ha mantenido el contacto entre el Oriente y el Occidente, y que, en el momento solemne de las Cruzadas, se pusieron en contacto directo y cambiaron estocadas e ideas.
Toda guerra es, en el fondo, una forma violenta de comunicación, un principio agresivo de conocimiento y amistad y también un modo brutal de comercio. En las guerras de Alejandro conocieron los griegos a muchos pueblos y adquirieron no pocas ideas.
Los árabes, pueblo mercader al mismo tiempo que guerrero, han conocido muchos pueblos y muchas ideas y también han dado a conocer unos pueblos a otros y los han hecho amigos al hospedarlos en su jaima.
Por sumedio conoció o reconoció la Europa del siglo XIII a los griegos olvidados, y volvió a aprender en textos árabes, ciencias que, al nacer, hablaban griego; Bagdad primero y más tarde Córdoba suplantan a Bizancio y hacen de centros distribuidores de cultura.
Por los árabes conoce Europa en el siglo XIII (fecha aproximada) el famoso libro sánscrito del Calila y Dimna, en la versión de Abdu-1-Lah-benu-l-Mukaffá (siglo VIII), y, antes que Europa, en otra versión la conoce España, pues ya figuran apólogos del referido centón en la Grande e GeneralEstoria de Alfonso, el Sabio, compuesta a principios del referido siglo (Solalinde, prólogo al Calila y Dimna). No en balde tuvimos aquí los árabes desde el siglo VIII.
Pero volvamos a nuestro tema de la epopeya racial que vemos en Las mil y una noches y afirmemos una vez más que lo es, si se toma la palabra en un sentido amplio, en el de libro que resume la historia y el carácter de un pueblo, en el sentido en que lo es con respecto a nosotros el Quijote y no ninguno de los explicadamente titulados poemas épicos.
Las mil y una noches son la epopeya de los árabes, porque son su libro más representativo, el que el día del Juicio podrían presentar ante Dios, comonosotros, según Dostoyevski, podríamos presentar el Quijote, en opción de premio o de castigo y justificación del empleo que diéramos a nuestra parte de la eternidad.
Lo mismo que en el Quijote se ve España en alma y cuerpo, con sus campos y sus ciudades, sus gentes indígenasy exóticas, sus instituciones y sus leyes, su religión y su política, sin que falte tampoco el panorama retrospectivo de su pasado en ese retrato fiel de su presente, y por los claros del fondo hispánico asoma la Cristiandad, así también en Las mil y una noches se ve todo el Islam, incluso sus aledaños y sus lejanías, geográficas e históricas.
La cristiandad del Quijote deja también ver el Islam, que es su anticuerpo, y el Islam de Las mil y una noches deja ver la cristiandad por el arco de sus ajimeces orientales; uno y otro libro lo abarcan todo, y por eso tienen los dos algo de Biblia, porque en ellos puede verse y sentirse a los hombres y a los pueblos caminar a su mortal destino, bajo la mirada de Dios.
Lo mismo que el Quijote encierra historia y leyenda de España, contienen Las mil y una noches leyenda e historia del Islam, y si un libro absorbe enjundia de cronistas notorios, también el otro embebe esencias de historiadores y geógrafos profesionales, por decirlo así, como Ibn-Kutaiba, el analista de los abbasies, Ibn-Jaldún, Al-Makkari y muchos más.
Pero lo que más interesa hacer constar a nuestro presente propósito es el hecho de que en Las mil y una noches vive y alienta y bulle la muchedumbre islámica, con esa vida real que solo presta la irrealidad del poeta, y que son por ello el mejor documento histórico y psicológico para poder juzgar a esa sociedad abigarrada, con sus costumbres tan distintas a las nuestras y con su parte de bien y de mal, correspondiente a la condición humana, con su empaque caballeresco y su picaresco desgarre, y todo ello tan a lo vivo y con tal sensación de presencia, que parece existir ahora mismo, y que es un espejo mágico el que nos permite sorprenderla en su actividad, que nunca cesó.
Esas ciudades extinguidas, esas criaturas muertas hace siglos siguen viviendo en el cosmorama de estas noches, cuyas lunas encantadas no menguan ni se mueven y son lunas de espejo.
El Oriente islámico vive encantado en el sortilegio del libro, y basta abrir sus páginas para olvidarse del tiempo y el espacio actuales y sentirse transportado de pronto al Oriente inmutable y eterno, donde el almuédano anuncia el paso de la hora efímera, loando a Alá el perdurable; los mercaderes conversan o dormitan, desgranando las cuentas de sus rosarios de ámbar, en sus tiendecillas llenas de tesoros; las tapadas desfilan, seguidas de sus dueñas, lanzando por debajo del velo miradas fatales, y Harunu-r-Raschid puede ser, en la noche, el transeúnte de andar vacilante que se cruza con nosotros.
Si a un libro así se le discute el nombre de epopeya nacional no sabemos a cuál otro podría adjudicársele con mayor razón ni mejores títulos.
Pero sea como fuere, sí se puede afirmar que Las mil y una noches, con el Corán y los siete moal-lakats o poemas dorados de los siete grandes cantores anteriores a Mahoma—el más grande de todos—, son los tres libros que deben leer quienes deseen penetrar en el secreto de esa compleja alma del árabe; alma de nardo, como dijo el poeta, y también de acero.
Pero Las mil y una noches son la quintaesencia de toda esa literatura de raza, pues abarcan la época preislámica, recogen ecos de idolatría y, al mismo tiempo, todo el fervor de la fe que luego caracteriza a esos siervos de Alá; coránico es su fondo ideológico y el eje en torno al cual se mueven todos sus argumentos o, más bien, el resorte a que todos los mueve es la creencia en esa entidad misteriosa del sino, tan arraigada entre los árabes y que de ellos se ha extendido a todos los pueblos que con ellos trataron y que entre nosotros aún palpita en el fondo de la copla andaluza, expresión del eterno conflicto entre el ansia tantálica individualista del hombre y su limitación dentro del complejo solidario del cosmos.
Los árabes, finalmente, han puesto en ese libro su humanismo semítico, derivado de su concepción política y religiosa, que no admite castas al modo de las que establece el espíritu aristocrático de la civilización brahmánica; esa igualitaria democracia semítica, que se expresa en el hecho de elevar a la categoría de héroes de epos y novela a mercaderes y artesanos, atribuyéndoles sentimientos de príncipes, y admitiéndolos a participación en las gracias de ese simbólico reino de Dios que crean los escritores; ese humanismo semítico, que tiene su expresión monumental en la literatura picaresca que los árabes han inventado o elevado por lo menos a la categoría trascendental que hoy se le reconoce, de vindicación de los humildes, de fraternización con los parias sociales.
Hay una simpatía innegable, de raíz semítica, a los desheredados, en esa literatura picaresca, cuyos autores, generalmente aristocráticos, aunque solo fuere por la cultura, bajan a los suburbios y se mezclan con la plebe más baja y se interesan por sus vidas aperreadas y oscuras; es algo tierno ver a Hurtado de Mendoza, por ejemplo, contarnos las desdichas del niño Lázaro.
La picaresca es el punto de partida del folletín moderno, de esencia declaradamente social en Hugo y Sue, que en sus grandes panoramas de Los miserables y Los misterios de París trazan el cuadro de las injusticias sociales, de los humildes maltratados por los poderosos, y parafrasean la Biblia, creando para el pueblo que no la lee esa otra Biblia por entregas en que figuran redentores, como el príncipe Rodolfo de Los misterios, que se lanzan al mundo de dolor de las plebes para verter en él los bálsamos de su afecto y sus riquezas y reparar las injusticias, levantar caídos y resucitar muertos morales, estableciendo el reino de Dios sobre la tierra del demonio.
Toda esa literatura de amor a los humildes y defensa de las bajas clases sociales, de los parias, de los ex hombres,que caracteriza a la novela rusa, de fines del XIX, desde Gogol a Gorki es una derivación de la picaresca sublimada por Hugo y Sue, en folletín social y teológico, y arranca en su comienzo inmediato de esos Miserables que Dostoyevski y sus colegas han leído ensu juventud y nunca, ni el propio Gorki, se desprende por completo de su raíz evangélica, sentimental, romántica. Es preciso llegar a Zola para verese amor a las masas expresado en formas de objetividad casi científica y como reivindicación proletaria.
Hasta entonces el folletín mantiene su tendencia providencialista y su aspiración mesiánica, que puede advertirse todavía en las ulteriores evoluciones del género, pues Rocambole, el presidiario, es un avatar del príncipe Rodolfo.
Y si es verdad que todo eso se encuentra también en la aristocrática literatura caballeresca, no es menos cierto que como se ha dicho, la picaresca es la «caballería» de los plebeyos.
PROCESO DE ARABIZACION DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Pero hasta en la forma de presentarse el libro se refleja el carácter particular de esos árabes, hombres de psicología poética, descuidados y desdeñosos de lo menudo y circunstancial, faltos de ese espíritu de crítica que desde un principio distingue a los hombres de Occidente, a los griegos; el árabe gusta del misterio, de lo impreciso, y ama por instinto las sombras, los velos y las celosías, que son un sedante para su espíritu, lo mismo que para sus ojos deslumbrados.
Todo lo que el árabe trata adquiere un aire de leyenda, hasta la propia historia; la verdad en sus labios o sus plumas tiene un encanto de mentira, y hasta cuando pretende justificarla con datos concretos, reales, la hacen todavía más sospechosa de ficción; sus genealogías, sus «autoridades»—en el sentido erudito—, son todo lo contrario de eso, y sus refrendos son tan discutibles como sus relatos.
Por lo demás, parece importarles poco que los crean o no; ellos se lo creen y basta; proceden como su profeta Mahoma, ese enemigo de los poetas, que fue el poeta más grande de su raza; Mahoma cuenta sus visiones y delirios de epiléptico con absoluta buena fe; a título de revelaciones, se las cuenta el arcángel Gabriel y se envuelve en su albornoz y se echa a dormir.
El Corán es un caso onírico, y en eso se asemeja a Las mil y una noches, que no tienen unidad ni coherencia, y cuyas historias están puestas en labios de esa tercera persona llamada Schahrasad.
Todos los enigmas que Las mil y una noches plantean se derivan de ahí; pero el Corán, por lo menos, se autoriza con el nombre de Mahoma y ha tenido sus revisores y ordenadores en la persona de Otsmán, el segundo jalifa, asistido de un cuerpo de exegetas y de memoriones (haflsun), que han sido para el libro lo que el alejandrino Aristarco fue para la Ilíada de Homero, mientras que Las mil y una noches no han tenido su Otsmán ni su Aristarco y se presentan a la crítica en la misma forma informe, caótica, en que el ingenio árabe las fue elaborando al través de los siglos.
De ese detalle fundamental se desprenden todas las fantasías eruditas a que ha dado lugar el famoso libro y, sobre todo, la leyenda de su antigüedad fabulosa, porque todo lo anónimo y sin fecha, todo lo que carece de historia, gravita por natural instinto a la prehistoria y es un error ingenuo y explicable el que lleva a atribuir al narrador la longevidad de las cosas que cuenta.
Las mil y una noches narran historias muy antiguas que confinan con la prehistoria de la Humanidad; pero ellas mismas, como ya hemos visto, son jóvenes, siglos más jóvenes que el Mahabharata y la Ilíada y el Hitopadesa y están formándose todavía, por el genio de un pueblo joven, cuando ya las literaturas clásicas de Occidente se están descomponiendo, cual las lenguas en que fueron escritas. Schahrasad es una niña que cuenta historias de abuela. Pero por ser una niña puede contar esas historias antiguas, que ha leído en libros viejos u oído de labios de viejas nodrizas, y que ella refiere con dejos de abuela.
Schahrasad no improvisa ni inventa; es solo una recontadora, y sus noches son una colección de analectas incoherentes; ningún plan definido las une ni tampoco ningún orden las encadena, salvo el broche nocturno. Solo se trata en ellas de ir ganando noches a la muerte, de pasar el tiempo.
Hay una despreocupación típicamente arábiga en ese indolente desorden, en esa falta de plan, que no se nota en obras más antiguas de otros pueblos, como el hindú y el griego. La Ilíada, la Odisea tienen un plan, un argumento y un personaje central. En el Hitopadesa sabemos desde el principio de qué se trata: de la educación de los hijos del racha Dudarschana por una junta de sabios pedagogos que preside el venerable y docto pandit Vischnuscharman.
En Las mil y una noches no hay plan preciso, concreto, con principio y desenlace lógico.
El libro puede terminar donde se quiera. Por ejemplo, al descubrir los dos reyes misóginos, por el episodio con el efrit y la joven rapsoda, que la infidelidad de las mujeres es universal y no son ellos los únicos cornudos del mundo. La obra podría tener entonces un final filosófico-humorístico, con el consuelo de ambos hermanos y su conformidad panglossiana. Y ese sería el final que un griego le habría dado. Pero también podría tener por final la reacción erótico-homicida de ambos hermanos, más en consonancia con la psicología oriental.
De ambos modos, el libro está ya todo él en esos cuentos primeros que, al trascender a la literatura occidental, formaron un solo argumento en las adaptaciones de los italianos.
Pero los rapsodas árabes no se avienen a abreviar así el número de sus noches y continúan la historia, con el segundo argumento de la curación psíquica del rey Schahriar por el tratamiento literario de la joven Schahrasad, y en ello se advierte una inferencia del libro bíblico de Esther y aun de Judith: la intervención redentora de la mujer. Schahrasad salvaría a las mujeres vindicándolas en el concepto del rey con el ejemplo de su discreción, su honestidad y sus virtudes.
Ese podría ser otro argumento; pero entonces no debería Schahrasad incluir en el número de las historias que cuenta al rey esas anécdotas de carácter libertino y hasta pornográfico en que se pone de resalte la lascivia, falsedad y, en una palabra, toda las marrullerías de las mujeres. Historias como las que se cuentan en las que comienzan con la del Rey Uarduján (Noches 494 a 506), por ejemplo, representan una incongruencia dentro de ese segundo plan de la obra.
Esta no tiene unidad, ni siquiera en lo de dar remate a la misión redentora de la heroína, pues es lo más probable que el perdón que el rey concede a Scharasad sea un aditamento, un pegote muy posterior, y que, como en la versión de Trébutien, el rey Schahriar, aburrido de oír historias, mandase cortar el cuello a la marisabidilla narradora.
Toda esa incoherencia es perfectamente árabe y está de acuerdo con la psicología de ese pueblo, nómada por naturaleza, que va de un lado a otro, plantando y levantando sus tiendas de campaña, y de igual modo arma y desarma el tinglado de sus historias; historias de una noche, que borra la claridad del día.
Nada más contrario a su genio que la estabilidad y la permanencia. Y esa psicología de esquizofrénico se refleja en su literatura.
El árabe nómada y mercader es siempre un transeúnte, que da y recibe, y sigue adelante, en busca de nuevas aventuras y logros. Y lo mismo recoge en los puntos por donde pasa mercancías que historias y poemas, y todo lo junta y mezcla en sus bagajes. Por eso en los libros que compone hay de todo revuelto: leyenda, historia y poesía. Poesía sobre todo.
Así se explica la estructura heteróclita de este libro, hecho con retazos de todas clases y procedencias, que no ha encontrado un ordenador, un Aristarco, que le diese una apariencia coherente, al gusto occidental, como pide Burton, porque tal coordinación lógica, tan de nuestro gusto, sería contraria al gusto oriental.
Por ese procedimiento sincrético y anacrónico se han formado siempre los libros del genio semita, y entre ellos el Corán; obra de creación sucesiva, ocasional, también de noches entrecortadas e intermitentes, pues era de noche cuando el Profeta solía recibir sus inspiraciones y Gabriel le contaba también cuentos, leyendas como las de Scharasad, entreveradas con revelaciones divinas.
Es, pues, inútil buscarle un plan ni un argumento cerrado a este libro sin guardas, en que los temas se repiten y contradicen y hay, en suma, para todos los gustos, pues eso es lo que a los árabes les gusta, aunque nos disguste a nosotros.
Y digamos que el haber seleccionado y ordenado esos cuentos en las dos partes de su versión es lo que formó el éxito de Galland, no anulado por las versiones integrales.
Podemos imaginarnos el proceso biogenético de Las mil y una noches enteramente análogo al del Corán; lo mismo que Mahoma al escribir su libro, encontrándose los rapsodas miliunanochescos con un material ya existente que utilizaron para sus fines, y lo mismo que el Profeta, renunciaron a crear y se limitaron a recordar. Ya sabemos que el Corán es un recordatorio (tazkiret).
Y lo mismo que el Corán, Las mil y una noches se fueron formando poco a poco, en aportaciones sucesivas, intermitentes. Ya sabemos que es aventurado fantasear; pero la fantasía, tratándose de un libro fantástico, está permitida. Y en fin de cuentas, preferible es volar, aunque sea con las alas de una mosca, a pisar tierra firme con las patas pesadas y torpes de los elefantes.
En nuestra visión personal de ese proceso genético, la tesis de Gaeje ocupa el primer plano: el libro bíblico de Esther, que es un cuento de noches, es el punto de partida y la motivación de este centón nocturno.
En el principio de todo hay un autor, persa o judío, que se inspira en el libro de Esther, lo recarga de pathos, agrava en adulterio el pecado de soberbia de la reina Vasti y correlativamente agrava el castigo que el rey le impone, elevando el repudio hasta la pena capital y haciendo que el monarca conciba esa misoginia homicida que a Schahriar acomete. Este no se limita, en su reacción vindicativa, a elegir otra esposa, en lugar de la repudiada, de entre las vírgenes de su reino, sino que las va gozando y matando por turno, una cada noche.
Ahí apunta ya el leit-motiv de las noches, que se cuentan por vírgenes y luego se contarán por historias. Ese mismo autor árabe o judío—¿por qué no, desde luego, judío?—combina después con el libro de Esther el otro libro bíblico de Judith e idea la introducción de Schahrasad como domadora del sanguinario rey y redentora de las mujeres amenazadas de total exterminio.
No sabemos a punto fijo con cuál de ambas figuras podemos comparar a Schahrasad, pues tiene rasgos de las dos; por su decisión y arrojo es una Judith y por su belleza y dulzura femenina una Esther. Y ya se ha insinuado la duda de si, al subir al alcázar del rey Schahriar, no llevaría la intención de matar al rey si este no se rendía al encanto de su palabra.
Todo el argumento es hasta aquí el de una haggadah talmúdica, es decir, netamente judía, y que no parece se le pudiera ocurrir a ningún árabe; corresponde a la época de elaboración talmúdica de las tradiciones de la Biblia, y pudiera ser que Las mil y una noches cayesen dentro de ese ciclo talmúdico y se hubiesen escrito en Babilonia, alrededor del siglo V de nuestra era, es decir, un siglo antes de la aparición de Mahoma, que en su Corán recoge gran parte de esa creación de los rabíes exiliados.
Elaborado ya el argumento, elegidos los personajes y localizado el drama en la Persia, solo faltaba llenar con historias esas noches, que no es forzoso suponer fueron entonces mil y una. Ese número se les impondría luego, por imitación quizá de otros libros, por el Hasar Afsanah o vaya usted a saber; acaso por el afán aumentativo propio de los autores. Puede que fuera simplemente el libro de las Noches de las noches, como El Cantar de los Cantares. Es muy posible también que en su texto original todo se desarrollase en una sola noche y una sola historia, y que la idea de prolongar unas y otros fuera obra de persas o de árabes.
Ahora bien: al conquistar los árabes islamizados la Persia, se encontrarían con ese libro o referencias de ese libro, que bien pudo desaparecer en los «lavatorios» purificadores impuestos por Omar a todos los libros antiguos de los persas, y algún escritor árabe hallase interesante el argumento y pensase en ampliarlo a impulsos del genio rapsódico de la raza, y aprovechase el marco de las noches para intercalar en él toda suerte de historias y versos.
Esta segunda labor de relleno resultaba muy fácil, por la abundancia de elementos, narrativos principalmente, legendarios en la literatura pehlevi, en la que ya existía la nebulosa poética de donde luego se desprendieron esos astros del Schah-Némeh y el Iskandar-Námeh; todos esos minutos y tradiciones poéticas que irradiaban de la India y se concentraban en esa Persia de la Caldea y Asiría antiguas, en esa Babilonia, lugar de encuentro y despedida de todos los pueblos, apenas diferenciados de entonces, que al separarse después lleváronse consigo jirones de ese patrimonio común de ancestrales recuerdos y poetizaciones de las maravillosas experiencias y emociones de hombre prehistórico.
Encontrándose, pues, los rapsodas árabes con esas historias antiquísimas, de hadas y genios, de hombres y mujeres-peces y hombres y mujeres-pájaros y de monstruos imponentes, entre bestiales y divinos, con todo ese mundo fantástico, que constituye la historia de los tiempos sin historia y refleja la interpretación mística que el hombre primitivo daba a los fenómenos naturales, origen de toda emoción religiosa y poética, que en un principio han sido lamisma cosa. En el principio fue la Poesía.
De esos recuerdos de las distintas épocas por que pasó el hombre prehistórico, de esas eras geológicas que hoy estudia la ciencia, de sus espantos y esperanzas ante los varios fenómenos de la Naturaleza que se le presentaban en bloque imponente, de esos recuerdos difusos en aura de emoción, han surgido luego los primeros libros de carácter religioso y los grandes poemas, todos ellos en el fondo cosmogonías, teogonías y genealogías, y entre los cuales no hay más diferencia que la que impone el Legislador—profeta, Zoroastro, Moisés—declarando a los unos sagrados y a los otros profanos. Es el caudillo de cada pueblo el que con su espada opera ese corte en esa masa homogénea de poesía.
Los primeros libros sagrados—Rig-Veda-Zendavesta-Biblia—son compilaciones de leyendas, sometidas a un criterio dogmático, coordinadas y unificadas; pero al margen de ellos los grandes poemas primitivos siguen nutriéndose de esa gran galaxia difusa de que ambos se derivan.
En unos y otros libros encontramos las mismas cosas: cosmogonías y teogonías rudimentarias, recuerdos de acontecimientos memorables como las luchas del hombre con los colosales saurios y diplodocos, y su genealogía, a partir de la primera pareja. Es decir, Génesis.
Los legisladores-profetas, como hemos dicho, son los que establecen la distinción entre ambas versiones de la misma historia, y a partir del Zendavesta, por ejemplo, toda la verdad está en ese libro y lo demás son fantasías de poeta.
Lo mismo que Zaratustra hace luego Mahoma; su Corán, que está lleno de fantasías, es la sola verdad; lo demás son delirios y sueños—achdats ahlam.
Pues bien: los rapsodas de Las mil y una noches recogen esos achdats ahlam para llenar los huecos de sus noches y toman de la tradición ariopersa esas leyendas milenarias, que son en el fondo hermanas de las que Mahoma admite en su libro. Ecos del Diluvio, de cataclismos geológicos, interpretados como castigos divinos (destrucción de Pentápolis y de Babilonia), intervenciones angélicas y demoníacas al servicio de la teología, y una escatología en que juega su principal papel el vulcanismo, así como una mitificación de grandes monarcas como Alejandro Magno y Salomón; todo ello fruto común del genio ario y del genio semita, particularmente activo otra vez en esa Babilonia persa.
Todo eso constituye el fondo de donde los rapsodas miliunanochescos extraen las grandes historias del libro, las principales y las más antiguas, y que en ninguna edición faltan; solo que las mezclan con elementos de su realidad histórica y las autorizan con nombres de sus monarcas famosos, siguiendo una vez más en alto el procedimiento de Mahoma, que en su Corán confunde caprichosamente historia y leyenda. Esta es la verdadera aportación de los árabes al libro, la parte que no puede atribuirse a persas ni judíos.
Pero aún hay otro elemento que les pertenece en absoluto: todas esas silvas de anécdotas históricas o semihistóricas de la obra, que sin duda sacaron de crónicas y anales referentes a los jalifas, y a la vida de los árabes anteriores al Islam, como la Historia de las abbasies por Ibn-Kutaiba y las obras de polígrafos como Ibn-Jalikán, Al-Masûdi, etcétera.
En toda esa labor se les fueron esos tres siglos largos que los eruditos asignan a la labor de gestación del libro—del VIII al XI de la hechra—, aunque su punto de partida inicial haya que situarlo mucho más atrás, probablemente en el siglo I de la hechra, cuando las academias judías que elaboraron el Talmud estaban en plena actividad creadora.
Dígase lo que quiera, el Talmud tiene en Las mil y una noches tanta parte o más que la tradición ariopersa. Y en general, el libro árabe acusa, ya lo hemos dicho, un proceso de elaboración talmúdica.
Toda su línea inicial es semítica, no aria. Sírvenle de base los libros de Esther y Judith; empieza con un hecho pasional que nunca se les habría ocurrido a un hindú ni a un iranio y acusa un feminismo típicamente hebraico, pues son los hebreos el único pueblo oriental que siempre honró y dignificó a la mujer y el primero en abolir la degradante poligamia. Las mil y una noches siguen esa misma tendencia apologética de la mujer, por más que en él se inserten historias antifeministas, que sirven para efectos de contraste, pues también en la Biblia hay ejemplos de ello, y al lado de Débora y Judith hallamos las Dalilas enervadoras de los héroes, como las Circes griegas.
Hay que tener en cuenta también que esas historias, marcadamente antifeministas, como la de la joven raptada por el efrit y la silva concerniente a las malicias y engaños de las mujeres, son inserciones posteriores en el libro, tomadas de fuente aria la primera y la segunda de fuente persa, el famoso Libro de Sendebar.
No tienen Las mil y una noches en su origen la paladina intención didáctica de moral racional o empírica que el Calila y Dimna, con que se le ha comparado; es un libro desde el primer momento pasional, emotivo, al modo hebraico; una haggadah talmúdica, no un tratado de moral razonable, a estilo indio o griego; se encara desde luego con el fondo pasional del hombre y en ese terreno plantea el conflicto.
Hay que admitir, pues, que el primer autor es un judío o un persa o, en todo caso, un individuo ajeno al Islam, y que es el último colaborador o compilador el que le ha puesto la cabeza y el pie coránicos y lo ha islamizado retrospectivamente, hasta convertirlo en una versión profana de su libro sagrado.
Y con esa máscara islámica ha llegado hasta nosotros. Pero fácil es ver que bajo ella se trasparenta la cara no islámica del libro y que este es, en suma un palimpsesto de doble escritura.
Eso es lo que autoriza las tentativas de interpretación esotérica, realizadas por Roso de Luna, que presiente un cuerpo real detrás de ese cuerpo aparente y lo busca, aunque lo haga a tientas como un vidente ciego.
Resumiendo lo dicho, volvemos al punto de partida, es decir, que Las mil y una noches, sea por lo que fuere, son hoy un libro misterioso sobre cuyo origen y elaboración no sabemos nada cierto, a pesar de los trabajos de eruditos como Littmann y Goester y Krimsk, cuyas literarias historias de Las mil y una noches no son sino andamiajes de hipótesis que gravitan en los aires, telarañas prendidas en la selva de la inducción subjetiva, y que, en pretendiendo puntualizar lo que a primera vista se advierte, es decir, el triple plasma sanguíneo que forma su vida, ya se cae en lo fantástico y se escribe un cuento más.
Hay que atenerse a la forma actual en que se nos presentan Las mil y una noches y aceptarlas como un libro árabe, escrito en árabe, y estudiar en ese respecto su lengua y su estilo.
LENGUA Y ESTILO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
La lengua en que hoy se presentan escritasLas mil y una noches es, como ya sabemos, el árabe, pero no el árabe enteramente clásico ni tampoco enteramente vulgar, sino un término medio entre ambos; el árabe de esos tiempos medios en que el libro fue escrito, y así no es de asombrar que a trechos aparezcan zonas clásicas y ráfagas de plebeyismo intenso, ni que abunden en él los localismos, los idiotismos y hasta los barbarismos de más bulto.
Y lo mismo que el lenguaje, cambia el pathos del escritor, con la consiguientes mutación del estilo. Las mil y una noches son un órgano polifónico, tocado por manos diversas, que hacen sonar todos sus registros.
En Las mil y una noches hay muestras abundantes de los cuatro estilos, que registra la retórica árabe; cuatro, como los órdenes arquitectónicos de los griegos: el llano (sazich), el elevado (ali), el bajo (sufli) y el mediano (anik).
La mayor elevación del estilo la marca la llamada «prosa rítmica» u «ornada», grado intermedio entre prosa y poesía, con un mayor dispendio de imágenes y el empleo sistemático de alteraciones y similicadencias, al principio, medio y fin de los períodos. Y por rara paradoja, en este estilo de prosa, alambicada y preciosista, están escritas las llamadas mekamats o sesiones de Al-Hariri, Al-Yasiyi, Sâid-ben-Mari y otros que, por lo general, tratan asuntos de la picaresca y engalanan con esas perlas de estilo la miseria de sus personajes.
En general, el estilo en Las mil y una noches rara vez muestra esos refinamientos preciosistas de los escritores persas, esos orfebres pacientes y delicados que construyen sus poemas, y aun historias, con un material léxico tan valioso como esos alcázares que los alarifes, sus connaturales, fabrican todo de oro y porcelana; en Las mil y una noches el estilo predominante es el llano o florido, y el lenguaje sobre el que se ha discutido mucho parece ser ya el vulgar, el sermo rusticus, que ha producido los actuales romances arábigos, no el clásico de las moal-lakats o poemas vetustos, que ya cuesta trabajo descifrar; la prosa rimada, propiamente dicha, solo aparece en ocasiones, como indicio de énfasis, al comienzo de las historias pretendidamente antiguas para solemnizar el exordio o en aquellos pasos de estro verdaderamente épico, en que se describen batallas, como en las Historias del rey Omaru-n-Nômán y de Garib y Achib, o, finalmente, en pasos de humor, en que ese recurso retórico tiene, dejos e intenciones de parodia.
Aunque la prosa árabe, y en general la semítica, conserva siempre una como querencia y resabio de ese tono de cantinela, por donde empezó la prosa en todos los países, y que Sheldon considera con razón como un infantilismo, ya que es por ahí también por donde los niños rompen a hablar, ya sabemos hoy que lo natural en el hombre es hablar en verso, y que ha tardado muchísimo en acostumbrarse a hablar en prosa y sustraerse al halago de esa monorrima con que las canciones de cuna los aduermen de niños. La aliteración es la base y nacimiento de la poesía. Los árabes no se han desprendido nunca del todo de esa musiquilla y esas aliteraciones, paronomasias y similicadencias que en nuestra prosa constituyen defectos que deben evitarse y, como tales, se señalan en la prosa de grandes poetas, son otras tantas virtudes en la prosa oriental. Y los actuales recitadores públicos de países árabes las emplean con abundancia, recalcando su cadencia con acompasados golpes de bastón, al modo como los cantadores de flamenco lo hacen con su varita (última forma del cetro lírico y del caduceo de Hermes).
Esa musiquilla monocorde es un vestigio de la primitiva forma métrica de los trovadores o juglares de todos los países, y puede comprobarse entre nosotros en Berceo y el Arcipreste, que, según Schack, el historiador de la Poesía de los árabes en España, traducido por Valera, la tomaron del sachal árabe, esa larga monorrima de los antiguos poemas, estilo Romancero.
De ahí salta luego el estro árabe, sin gran esfuerzo, a la métrica más complicada y varia, con cambio frecuente de rima y leyes severas de cantidad y número, como la de griegos y latinos, que sus retóricos exponen en sus tratados de Al-Aruz (Poesía) y que nuestro compatriota Alvarez Sanz y Tubau ha recogido en su libro Poética y Arte métrica árabes (Tetuán, 1919).
Y caso paradójico: en esa poesía, ajustada a metro y rima, no es, como en la nuestra, la consonancia o asonancia de los finales la característica diferencial; en ella deben evitarse esas similicadencias que son una gala en la prosa y la gracia estriba no en ellas, sino en las aliteraciones interiores, como en la clásica de griegos y latinos.
En Las mil y una noches pueden verse ejemplares de todas esas variedades de metros (rachis, tsekil, hafif, muktazab, tauil, etcétera), en cuya definición no hemos de detenernos aquí, entre otras razones porque en nuestra versión rimada de esos poemas no nos hemos atenido estrictamente al original, siguiendo el ejemplo de nuestros predecesores, algunos de los cuales, empezando por Galland, optaron por suprimirlos en absoluto, estimándolos extemporáneos y superfluos y como escollos que entorpecen; detienen y enfrían la cálida corriente de la prosa que narra y no debe cantar.
Pero a juicio nuestro, como al de Weil y Burton—Mardrus los da, pero en prosa—, la interpolación de esos versos, que a veces son verdaderas coplas y otras se extienden a la longitud de la oda (kazida), es tan característica de la técnica narrativa de los árabes que debe respetarse, aunque, por lo demás, no siempre sean congruentes ni apropiados al caso.
La prosa árabe siempre gustó de salpicarse de versos, de prender esas perlas en su liso ropaje, y no hay libro en prosa, por serio que sea, que no aparezca cuajado de esas incrustaciones líricas.
Aunque tampoco hay que ver ahí una característica exclusiva del árabe, sino una persistencia en lo que hasta ayer mismo fue elegante costumbre de los escritores occidentales, que, para colmo, lo hacían con versos latinos.
Tales incrustaciones líricas en la prosa árabe resultan unas veces naturales y provocadas o traídas por la situación; pero otras responden también a un afán de lucirse del prosista, mostrando erudición y saber poético; no hay que pensar que los poemas intercalados en el cuerpo de la prosa sean creaciones del cuentista, sino citas de antología, que da casi siempre sin indicación de autor, acaso porque él mismo lo ignora; precisar esas fuentes sería una labor interesante, pero tan ardua que ningún arabista lo ha intentado, y solo en contadas ocasiones, por lo muy conocido de los versos, puede puntualizarse su paternidad.
Por lo demás, los poemas en que mayor sublimidad de estro alcanza el poeta, como esa kazida intercalada en la Historia del rey Omaru-n-Nômán (Noches 60 a 102), muestra de epinicio y acción de gracias a Alá, o esos versos elegíacos en las tumbas regidas que el emir Musa encuentra en la Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339), son simplemente paráfrasis de la Biblia, en el primer caso, del famoso Magníficat de Miryam, la hermana de Moisés, después del paso del mar Rojo, y en el segundo, de los patéticos trenos de Jeremías y los desengañados acentos del Koholet salomónico.
Podemos resumir esta disquisición sobre el estilo de Las mil y una noches diciendo que abarca todos los estilos que en la prosa registra la retórica árabe, aunque el que en ella predomine sea el llano o florido, propio de las gentes cultas, dignas de sentarse en los estrados de los reyes, y que recorre toda la gama expresiva, acomodándose a la diversidad de los estados de ánimo y las situaciones de sus personajes y en consonancia también con la pluralidad de temperamento y origen y lengua dialectal de sus autores, egipcios, sirios y hasta persas arabizados, y, desde luego, también judíos.
Esa diversidad y pluralidad de autores se acusa en resonancias dialectales que arabistas viajeros, como De Sacy y Burton, han logrado captar con detectores no siempre exactos, al fin de inducir por ellos la cuna y la edad de esas historias anónimas e indocumentadas. Pero además de lo discutible de esas inducciones, los detectores solo han podido marcar resonancias regionales, en bloque, no vibraciones personales, individualizadas.
Hay historias en que el estilo y el léxico y la topología están denunciando un origen persa inmediato, como en la Historia de los siete visires, que es una traducción patente del persa, o en las tomadas de la edición de Calcuta; pero el proceso de arabización a que todos los elementos exóticos fueron sometidos hace que, en general, todas las historias se mantengan en el mismo plano tonal y no desdigan grandemente del conjunto. Contribuye a ello también esa impersonalidad objetiva de todas las literaturas antiguas, clásicas y medievales, en que el yo no suele asomar y si lo hace se expresa también con objetividad, sin ese narcisismo morboso del siglo XIX, del que solo hay anticipaciones en la literatura picaresca.
A eso se debe esa impresión de unidad que dan las creaciones colectivas e individuales de una misma raza y aun de razas distintas en una misma época y que el Mahabhrata indo y la Ilíada helénica nos parezcan la obra de un mismo genio, siendo labor de los filólogos como de los etnólogos el fijar las diferencias individuales, en función de especialistas, y formar dentro de cada grupo glosarios y hasta pequeñas gramáticas, y elaborar doctas monografías sobre la importancia, por ejemplo, de los aoristos en la Anabasis u otros temas de igual interés.
Hay un tono general de época y de variedad literaria que se impone a los escritores y los impersonaliza, haciendo que todos parezcan, lo mismo que sus obras, frutos selectos de la espiritual eugenesia.
En el caso de Las mil y una noches la impersonalidad del estilo resulta más favorecida aún por la costumbre semítica de emplear frases estereotipadas, locuciones de sabor proverbial, tropos literarios mil veces repetidos, y que, lejos de perder por ello prestigio, lo adquieren hasta llegar a hacerse sagrados y rituales, como frases de conjuro mágico; hace ya muchos siglos que la imaginación árabe descansa en punto a la creación y el invento y que los poetas de la raza se sirven de una colección de clisés, reunida por sus venerables abuelos, y que, precisamente por su antigüedad, se ha hecho querida e inviolable, sin que nadie se atreva a alterarla.
Lo mismo hoy que en el siglo de Harunu-r-Raschid los poetas árabes siguen comparando un bello rostro, cuando hiperbolizan en el madrigal, a una luna de su noche catorcena, y un talle airoso de adolescente a una rama de han, y esas reiteraciones, que entre nosotros deshonrarían a un poeta, lo califican y prestigian en ese viejo Oriente, que gusta de lo viejo.
Es que en Oriente no se dio todavía la batalla entre antiguos y modernos, clásicos y románticos, que se dio entre nosotros, como expresión literaria de anhelos revolucionarios, imposibles en el Islam, donde el concepto religioso de la vida no deja margen para las inquietudes políticas sociales; el Islam es un «fascio», como el mosaísmo, un nudo tan bien hecho por Mahoma que no hay quien pueda desatarlo.
Hace siglos que todo es sagrado e intangible en ese mundo islámico, lo mismo la religión que el traje y el idioma, y el respeto a la tradición es tal que, para desentenderse de las mutaciones inevitables del tiempo, apelan esos hombres estáticos, que andan sin avanzar, a la ficción inocente de conservar una lengua literaria que no habla ya nadie y que solo vive en la escritura; ese árabe literal o clásico que quizá nunca se habló como se escribe y que hoy hasta los doctos de El Cairo o Beirut llaman «lengua del libro» y apenas entienden cuando un orientalista europeo les habla en él.
El árabe del libro es una lengua muerta, como el latín y el hebreo bíblico, sobre cuya pronunciación inclusive hay planteado un largo debate entre los filólogos, pues hace mucho tiempo que se alteró el valor fonético de esas notas escritas, que ya en el siglo X no se pronunciaban lo mismo en Bagdad que en Córdoba, ya no digamos en Granada, donde surgió todo un dialecto; siguiendo la ley biológica que rige para los idiomas no menos que para los seres que los hablan, hace ya siglos que el árabe primitivo, el de los beduinos, que todavía se habla en el desierto, el árabe de las moal-lakats se descompuso en muchedumbre de romances, igual que el latín clásico, a lo largo de la extensa geografía del imperio, dando lugar a ese otro árabe, llamado vulgar, que tampoco es el mismo para cada país. Si no es, como sostiene Renan, que nunca fue un idioma hablado el árabe del libro, sino una lengua literaria, creada por los poetas como el sánscrito por los brahmanes, y siempre existieron esos dialectos que hoy constituyen el árabe vulgar de cada país.
El árabe del libro es un fantasma, una ficción; pero ese fantasma, esa ficción, se anima de pronto y cobra realidad cuando pensamos que en su forma escrita, de una fijeza inalterable, impuesta por la ley intima según la que cada palote tiene un valor gramatical, ese árabe del libro, que es una fuga de vocales, posibles a veces de doble y aun triple interpretación, ese árabe para los ojos, mantiene la unidad teórica de las razas islámicas y evita que se produzca entre ellas el fenómeno de la torre babélica.
La importancia que, por la razón referida, tiene la palabra escrita entre los árabes, explica el sagrado respeto de esos hombres a la letra y su repugnancia a modificar una grafía que ha acabado por ser, en cierto modo, una ideografía, como la chino-japonesa, que todos pueden entender, aunque la articulen de modo distinto en sus respectivos instrumentos fónicos.
El árabe escrito es la partitura de la gran sinfonía islámica que interpretan diariamente cuatrocientos millones de ejecutantes alineados desde Marruecos a Oceanía, con sus ojos rasgados u oblicuos vueltos hacia Meca.
La lengua del libro, la sacra lengua del Corán, mantiene, pues, la unidad espiritual de los árabes y alterarla equivaldría a una revolución tan audaz como la llevada a cabo por los jóvenes turcos a costa de millones de lágrimas y hematíes inocentes, en un plan racionalista y librepensador; pero esos turcos rasgadores de velos y cortadores de nudos gordianos no eran de raza árabe, sino turania, unos conversos forzados que, al consumar su gesto apóstata, no hacían sino vindicar, como Juliano, su conciencia de estirpe y podían, sin riesgo para su unidad racial, despojarse al mismo tiempo del alfabeto árabe y del fez.
Para los árabes el caso es muy distinto, y de ahí que entre ellos no haya prosperado hasta hoy ningún conato innovador, ni siquiera en lo literario; a principios de este siglo, que ha visto tantas transformaciones, pretendieron los escritores jóvenes de Oriente modernizar su lengua anquilosada y su viejotesoro de imágenes, al modo de los «modernistas» de todos los países; en la revista de El Cairo Al-Ahram (Las pirámides) queda constancia de ese movimiento y de la prisa que puristas y ortodoxos se dieron a sofocarlo.
Todo esto explica la impersonalidad objetiva de Las mil y una noches, que, además, ya puede comprenderse, habrá sido objeto de una supervisión, como hoy decimos, de sus compiladores, los cuales han dado una fisonomía perfectamente clásica y uniforme a ese libro tan romántico y diverso.
UNIDAD Y VARIEDAD EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches forman un todo único si se las considera por sus extremos; pero resultan un simple conglomerado heterogéneo si se examinan susentrañas.
En el centro de esas terminales marcadas por el argumento primitivo de la misoginia homicida del rey Schahriar y su curación psíquica por la bella y sabia Schahrasad, han introducido los compiladores talmúdicamente muchedumbre de elementos literarios que rompen su unidad formal y son como cuerpos extraños en el buche de ese Pájaro Roj.
Hay en Las mil y una noches, como en el Talmud, historia, teología, filosofía, superstición y ciencias, rastrera realidad e idealidad etérea, cosas para reír y cosas para llorar; en una palabra: que hay en ellas de todo como en la vida, sin que falte la muerte, como en los grandes poemas o divinas o humanas «comedias», que a lo largo del tiempo pretendieron reflejarla.
Como en el Talmud, el libro de despedida en que los hebreos, al desparramarse en la diáspora, guardaron antes de dejar su hogar de Palestina todos sus recuerdos con la prisa propia de las mudanzas y los viajes, de igual modo en Las mil y una noches trataron los árabes en las vísperas de su decadencia de guardar en ellas todo cuanto no quisieron que llegara a perderse y borrarse en el aire y le confiaron su enunciado a esa joven narradora persa, que no podía tener conocimiento de ello, pues su voz era ya una voz de ultratumba.
Toda la confusión heteróclita de Las mil y una noches procede de ese hecho básico. Schahrasad introduce en el libro elementos de arrastre indostánico, ario-persa, tártaro y afgano, con los que los rapsodas árabes funden otros de origen semítico; así, se forman cuentos como los del rey Kamaru-s-Semán (Noches 148 a 176) y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437), por ejemplo, en que el presente histórico de los árabes se entreteje con el mito y la fábula de la remota antigüedad brahmánica.
Pero otras veces esos elementos no se funden, y a continuación de una de esas historias legendarias viene una anécdota o serie de anécdotas perfectamente históricas, de procedencia exclusivamente árabe, y que ha pasado a otras compilaciones, como las que se agrupan bajo el título de Varias historias referentes a personas generosas (Noches 201 y 202).
El lector de Las mil y una noches salta sin cesar de una a otra materia, de uno a otro género literario, con un nomadismo que tiene el encanto de la variedad.
Apólogo, fábula, parábola, madrigal, epigrama, discursos, epístolas, diálogos, de todo hay en ese enorme bazar oriental, por donde han pasado todas las caravanas literarias del mundo.
Empezando por lo más elemental, debemos señalar en el libro esas constelaciones de sentencias, máximas, proverbios y refranes en que los sabios de todos los tiempos plasmaron su saber empírico, dándoles forma popular.
Las mil y una noches abundan en esa clase de resúmenes abreviados y sintéticos de largos procesos mentales, tomados de múltiples fuentes, como los Maschalim salomónicos, el Hitopadesa, el Libro de Kalila y Dimna y otros muchos por el estilo.
Entre ellos tiene particular importancia el refrán, ese dicho agudo y sentencioso, que siempre fue muy del gusto de árabes y hebreos, que tanto en sus escritos como en sus conversaciones suelen incrustar esa pedrería menuda, ese aljófar de ciencia experimental que ha llegado a ser patrimonio de todos y da aire de sabio aun al más ignorante.
«Los refranes árabes—dice Gustavo Le Bon—son numerosísimos y España y el resto de Europa han tomado de ellos muchos de los que poseen, siendo de origen musulmán gran parte de los que constituyen el caudal inagotable de la sabiduría de Sancho Panza.»
La paremiología en Las mil y una noches forma un cuerpo desperdigado de juicios y sentencias sobre los temas más diversos, en los cuales declaran los rapsodas árabes su psicología racial, proporcionando un rico material al psicoanálisis.
Como es de rigor, no preside nunca unidad de criterio en esas guías normativas de los refranes; estos se contradicen y se rectifican, a cada paso, según corresponde a la diversa casuística que los inspiró. El refrán, pese a su universalidad y objetividad aparentes, tiene mucho de subjetivo, que, al fin y al cabo, no son ciencia, sino experiencia.
No hay que insistir sobre este punto, ya estudiado por los paremiólogos, y nos limitaremos a hacer notar la riqueza en refranes de Las mil y una noches, posibles muchos de ellos de aproximación con otros de procedencia diversa y especialmente con los ibéricos.
Después del refrán, la fábula; esa creación primaria de todas las literaturas, cuya prioridad de invención se atribuyen todos los pueblos y es tema de disensión entre los eruditos. Los indios tienen su Bidpai; los griegos su Esopo; los romanos su Fedro; los árabes su Lokmán. En la Biblia hay ya fábulas, apólogos; esta forma de expresión figurada, simbólica, indirecta, está, como la copla, en la raíz de todas las literaturas, pues representa, de una parte, un eufemismo, una manera impersonal de decir las cosas desagradables en las cortes de los monarcas, y, de otra, un recurso dialéctico para hacerlas más sensibles y convincentes.
Decimos que los árabes tienen su Lokmán, el sabio Lokmán del que Mahoma habla en su libro y de cuyas fábulas se han formado analectas bastante copiosas. Entre las fábulas de Lokmán y las de Esopo, así como entre sus sendas biografías anecdóticas, se advierten no pocas semejanzas, siendo difícil precisar quién tomó del otro y en qué relación se hallan ambos con respecto a Bidpai, el del Panchatantra, que pasa por haber sido el inventor del género. Pero lo que interesa hacer constar aquí es que las fábulas que se incluyen en Las mil y una noches son de indudable procedencia india y pertenecen las más al fondo del citado monumento de Bidpai, Pilpai o Bilpai, que los persas tradujeron a su lengua en los tiempos de Anuschirván y que, por la versión de Mokaffa, se introdujeron en el mundo islámico como Libro deCalila y Dimna. Tanto los animales que en esas fábulas intervienen como las moralejas que de ellas se derivan; su ethos y su pathos, así como su implícita filosofía empírica, son absolutamente hindúes, sin que se pueda descubrir en ellos ligamentos lokmanianos. Toda esa parte sentenciosa, admonitoria del libro, es hindú, así como esos cuervos, tortugas, leones y adives son oriundos de la selva indostánica en que se mueven los kakas, Kurmas, singam y schrigalas de que el sabio Vischnuscharman se sirve para educar a los príncipes hijos del rey Darschanas.
Pero hay que hacer notar todavía que la fábula en Las mil y una noches toma un carácter especial que la distingue de la fábula clásica—por así decirlo—y la aproxima al fabliau medieval por el estilo del germánico Reineke Fuchs. Como subraya Taylor Lewis en su prólogo a la versión inglesa de Pilpai, la fábula antigua, en Esopo, Gabrias y en el Panchatantra, es una composición breve, ceñida a un solo episodio con su moraleja, en tanto la fábula árabe es «una novelita larga, que abarca variedad de acontecimientos caracterizados cada uno de ellos por algún aspecto social o político y que forman una narración altamente interesante en sí misma y muestran a veces la más exquisita moral y conservaban, sin embargo, con rara ingenuidad, las características peculiares de los actores».
Dos series de fábulas o apólogos figuran en Las mil y una noches; la primera se sitúa entre el prolijo y complicado epos del rey Omaru-n-Nômán y la melancólica historia de amor de Alí-ben-Bekkar. La segunda se incluye en el cuerpo de la Historia de Uarduján, hijo del rey Cheliâd (Noche 494), que Al-Masûdi menciona como independiente de las Noches.
En ambos lugares hacen las veces de intermedio sedante, después de un episodio trágico o patético, y también de recurso profiláctico contra la monotonía, y se nos muestran entreverados con historias breves de personas, como la titulada los Anacoretas, cuyo origen encuentra Burton en la Historia de los dos hermanos del papiro egipcio de Orbigny (que data de Ramsés III), modelo, según él, de la famosa historia de Yúsuf y Suleika.
Entre los apólogos miliunanochescos descuellan el del Lobo y el Zorro (personificaciones del hombre malo y del astuto) que guardan relación con el ciclo occidental de Reineke y es un verdadero fabliau, un roman.
Los árabes, pues, han dado a la fábula clásica un desarrollo que no tenía y en ese sentido puede decirse que han creado una nueva variedad literaria.
EL CUENTO DE HADAS
En relación con la fábula debe mencionarse el cuento de hadas, ampliamente representado en Las mil y una noches, aunque aquí las hadas se llaman genios o alifrites femeninos. Con él introducen los rapsodas en el libro ese mundo de lo sobrenatural, ese reino de la pura ficción, en el que, sin embargo, hay, a nuestro juicio, y según la crítica moderna, mucho de realidad prehistórica fantaseada, pues fácil es ver que esas sílfides, ondinas y mujeres-pájaros, aluden a modos de vida lacustre y arbórea, cuyos vestigios encuentran hoy los antropólogos.
Ahora bien: el cuento de hadas, con todos sus elementos, es de indudable origen ario-persa, y en su creación han tenido también su parte los griegos. Los antiguos iranios fueron los que, a impulsos de su innato sentimiento de lo bello ideal, crearon toda esa mitología, que luego les tomaron los hebreos, esa avanzada semítica, durante su cautiverio en Babilonia, añadiendo lo fantástico babilónico a lo mítico egipcio, que llevaran a Palestina en su éxodo. Se comprende que esos israelitas aceptaran ese mundo ideal de los iranios como su paliativo, un refugio contra sus desventuras, y adurmiesen con relatos maravillosos sus dolores. Desde luego que las hadas buenas, en esa adaptación hebrea de los mitos iranios, son ángeles, y las malas, demonios. Las visiones de Isaías y Ezequiel están llenas de comparecencias angélicas, providenciales y salvadoras. Todo el libro de Tobías, con la intervención del arcángel Rafael, que, como un buen genio, protege al joven Tobías, está impregnado de ese sentimiento iranio, de esa fe en lo maravilloso, que luego recalcará el Talmud.
Con la mitología irania enriquecieron también los árabes su penuria imaginativa y su afán taumatúrgico, tomando de los judíos lo que estos antes tomaron de los persas. La cosmogonía y la escatología coránicas están calcadas, como hoy se sabe, sobre el Bundehesch iranio. Mahoma no tuvo reparo en admitir en su Corán esos elementos de lo supernatural; pero luego reaccionó contra esa tendencia, expuesta a la idolatría, entre otras razones porque temió que los creyentes se remontasen a las fuentes iranias y abandonasen los filtros coránicos. Lo persa se había introducido de tal modo entre sus filas que ya había todo un partido, una quinta columna persianófila, capitaneada por el poeta Nars-ibn-Hárits, y habiendo este caído prisionero en la batalla de Bedr, Mahoma lo mandó matar, para dejar así sin cabeza a sus secuaces. Más tarde el jalifa Omar, al conquistar la Persia, mandó destruir todos los libros sagrados de los persas, no por el fuego, como hacia el fanatismo medieval en Occidente, sino por el agua, arrojándolos a los ríos, es decir, ahogándolos.
Lo cual permitía aprovechar luego los pergaminos para escribir en ellos con letra ortodoxa. Pues en el fondo se trataba de un lavatorio.
Pero tales represiones no pudieron contener el poderoso influjo del idealismo iranio y, apenas transcurrido el siglo primero de la hechra, se introduce en el Islam el sufismo, esa reviviscencia del neoplatonismo y el gnosticismo cristiano con matices de lo que hoy se llama hilozoísmo, que recoge todo lo maravilloso-ideal, que hasta entonces había creado la imaginación humana en su anhelo de rectificar y ennoblecer la realidad, y construye sobre el mundo sensible otro mundo mucho más grande y bello, poblado por una humanidad que, por sus poderes espirituales, ya rebasa ese nombre.
El sufismo es una religión que crea una literatura y un arte nuevos. Desde su aparición en la Persia conquista la adhesión de todos los espíritus nobles y delicados y todo lo renueva con su hálito vivificante de poesía. Los antiguos mitos iranios, simbolizados en seres fantásticos, entre humanos y zoológicos, en esos toros y caballos con cara de personas y en esas esfinges de pechos de mujer, que aún pueden contemplarse en las ruinas y los museos, vuelven a estremecerse y vivir en muchedumbre de poemas e historias, muchos de los cuales han pasado a Las mil y una noches amalgamados con leyendas talmúdicas y elementos de la realidad.
El cuento de hadas no es, pues, de origen árabe, y los que aparecen en Las mil y una noches se sobreponen a un fondo de realismo costumbrista, que es lo propiamente arábigo.
Así, por ejemplo, la Historia de Kamaru-s-Semán y su amada (Noches 516 a 532), lo mismo que la de Los sabios que inventaron un pavo real, una trompeta y un caballo (Noches 240 a 249), procede, según Burton, de la misma fuente alienígena que Pedro de provenza y Cleomades y Claramunda o sea, de una fuente ariopersa.
LA «MUNAZIRA»
Tampoco es, por lo menos, creación exclusiva de los árabes esa variedad literaria que sus retóricas denominan munazira y corresponde a los que las retóricas clásicas denominaban juicios o moralidades, considerándolos como una derivación de la sátira, aunque ellos la hayan cultivado con una insistencia y un acierto que en cierto modo les confiere paternidad.
La munazira, que pudiera traducirse disputa o controversia, defínela el padre Scheijo en su Retórica: contención entre dos litigantes sobre la calidad de dos cosas, para hacer resaltar la más excelente. La munazira, pues, viene a ser como un torneo de ingenio en el que los dos presuntos disputadores echan mano a toda clase de argumentos, naturales, históricos y hasta teológicos, en defensa de la entidad física o espiritual que apadrina. El autor supone que ambas partes defienden su tesis delante de un público que sigue con interés sus razonamientos, inclinándose ya de un lado ya de otro. Al final, en muchas ocasiones, toma la palabra uno de los presentes, que suele ser un schij respetable, y a modo de árbitro (judex) pone fin a la discusión y dicta su fallo, concediendo la palma del certamen, como si dijéramos la flor natural, a uno de los contendientes y, por regla general, un accesit al derrotado, cuando no parte equitativamente, con el término medio, la palma entre los dos rivales.
La munazira empieza por un exordio expositivo, al que siguen los respectivos alegatos de los disputantes, y cuando estos hablan en primera persona, y cantan sus propias excelencias, pronuncian lo que se llama la mufajira o panegírico; el fallo del árbitro recibe el nombre de hukmu o juicio.
La munazira puede versar sobre toda clase de temas: sublimes, vulgares y hasta insignificantes y ridículos; se trata de hacer en ella gala de ingenio, sutileza y erudición, y el autor aspira a sorprender y dar a sus lectores, u oyentes, la impresión de que improvisa. No en vano se trata de una creación de los juglares, de los aretólogos encargados de amenizar los festines de los señores.
En Las mil y una noches hay hartos ejemplos de munazira, como las que sostienen entre sí seis esclavas de distinto color, en presencia de su amo, y el Aire y el Agua, y el Aceite y la Carne, y otras por el estilo que recuerdan el Concurso entre la seta, el papafigo, la ostra y el tordo que, según Suetonio, valió un premio del emperador Tiberio a cierto Aselión Sabino.
Cuando la munazira afecta tonos menos personales y versa sobre temas filosóficos y de alcance objetivo, conviértese en la muchádila o controversia, que se aproxima a los diálogos platónicos. Así ocurre, por ejemplo, en la discusión que sostiene la docta Sayyidetu-1-Muschaij con su no menos docto contrincante en las Disputas entre el hombre y la mujer ilustrada sobre las excelencias del varón y la hembra (Noches 266 a 268), y en las que ambos hacen gala de una erudición y una sutileza dialéctica digna de los sofistas griegos o los escolásticos medievales.
La afición a estas disputas o controversias llega hasta esos siglos medios, y en nuestra literatura de esa época tenemos la famosa Disputa entre don Carnaval y doña Cuaresma. Vástago de esa misma raíz podemos ver en el «vejamen» de nuestro Siglo de Oro.
Como aproximaciones a la munazira pueden señalarse en las literaturas clásicas el «idilio» de Teócrito y Virgilio, en que dos pastores contienden, en presencia de sus compañeros, con el rústico caramillo, y cantan las excelencias de sus amadas o las suyas propias, disputándose el premio de un corderillo o un beso de la rústica belleza que adoran y ensalzan. Y a veces caen en la mufajira o autoapología, como Coridon, el que ardía de amor por el hermano Alexis, cuando dice: «No soy tan feo; ha poco me miraba...»
EL CUENTO DE ANGUSTIA
Otra variedad literaria, cuyos autores o, por lo menos, cultivadores sistemáticos son los árabes y de que hay abundante muestra en el libro, es la que pudiéramos llamar «cuento de angustia» (como decimos cuento de miedo) que empieza bien y termina igualmente bien, pero cuando parece que va a acabar mal; en el núcleo de esas historias hay un grave peligro, a veces mortal, del que el protagonista se salva, mediante una intervención inesperada y a veces maravillosa, acabando en sainete lo que amenazaba ser una tragedia. El cuento de angustia, que en nuestros tiempos ha constituido todo un género literario, es, entre los árabes, de raíz mística y de tendencia edificante, y tiende a inspirar al creyente confianza en la ayuda de Alá, que viene cuando menos se espera. Responde al adagio de «Dios aprieta, pero no ahoga». A veces el apretón de la necesidad, sin embargo, es tan fuerte, que la ayuda llega tarde y el individuo se salva como el zorro del cuento: dejando en el cepo una mano o las orejas. Véase toda esa serie de las manos cortadas.
Entre estas historias de angustia, las hay muy patéticas e impresionantes, por razones puramente literarias. La intención edificante de ellas aparece clara en el título del ya mencionado libro del scheij Abu-Ali-l-Kázi-At-Tenuji. Al-Farchu bâdi-sch-schiddet (El gozo tras la aflicción), que, en el siglo X de la hechra, tradujo al persa Husein-benllu-s-Sâd al Dehistani. En ese libro cada historia va seguida de una Al-Faida o moraleja, que expone claramente su sentido. Ese libro y también el Il-lamu-n-Nas o El sabedor de las gentes, del scheij Abdu-r-Rahman Al-Atlidi, pueden haber sido las fuentes de más de una anécdota de esa índole de las que en Las mil y una noches figuran, si no es que unas y otras bebieron en las mismas fuentes.
Merecen también mencionarse, como productos literarios típicamente árabes, las ruyas (de raua, abrevar) o narraciones de fuente tradicional, recontamientos, como las llaman nuestros moriscos en sus textos aljamiados, es decir, repeticiones de otros rapsodas, con cuyos nombres se refrendan y autorizan, aunque naturalmente no haya que concederles mucha fe. En las ruyas caben todas las formas y todos los temas, siempre que sean de carácter raro, singular y más o menos fabuloso; representan las ruyas una labor de acarreo, constituyen el repertorio de los juglares o rauis, que, en su necesidad de tener siempre a punto historias de esa clase, echan mano de cuantos elementos encuentran en la tradición escrita u oral, y así, en esos recontamientos, reproducen pasos edificantes de toda la literatura pietista evangélica, búdica o cristiana, que encuentran abundantemente a su disposición.
Cuando la ruya se desentiende de su fin didáctico y solo aspira a entretener pasa a ser la nadira, curiosidad, rareza, chascarrillo, etcétera, y toma sus elementos principalmente del folklore. Véase ese cuento de los despropósitos en la Historia de Harunu-r-Raschid y Alí, elpersa, o cuento del persa y el curdo (Noches 208 y 209).
LA PICARESCA
Pero hay todo un género literario que los árabes pueden reivindicar como suyo y que tiene amplia y brillante representación en Las mil y una noches: la picaresca. Baste citar esa larga Historia de Ahmedu-l-Dánaf y Hasan-Sihuman con Dalila, la ladina, y Seineb, la trapisondista, su hija (Noches 387 a 394), con su continuación, las Aventuras de Alí, El Azogue, el de Mizr(Noches 394 a 405), por la que desfilan todos los tipos de la maleancia de Bagdad y aun de El Cairo, juntamente con los grotescos policías encargados de perseguirlos y que son tan pícaros y maleantes como ellos. Nada falta en ese cuadro de la picaresca oriental, rico en toda suerte de lances propios de esa vida, en ejemplos de timos y trucos, y en el que asistimos a un interesante torneo de truhanes y pillos, de gente que vive de la trampa y el pego. Burton halla en él un anticipo de la novela policíaca de Gaboriau, y, de haber alcanzado nuestros tiempos, habría dicho de Sherlock Holmes, y no va desencaminado, aunque no tiene en cuenta que, en ese género detectivesco, siempre el punto de partida es un crimen, mientras que en esta historia no actúan personajes de tal fauna delincuente, sino ejemplares de la vida del hampa, tipos de menor cuantía, que no salen de la esfera del petardo y la estafa. Son los auténticos ejemplares de nuestra picaresca, los Rinconete y Cortadillo y demás compadres del «Patio de Monipodio» o de la «Corte de los Milagros»; los antepasados de Luis Candelas, con la particularidad de figurar entre ellos esas representaciones de la picaresca femenil, esa Dalila y su hija, que no tienen otro parangón en nuestra literatura del género que la picara Justina, muy inferior a ellas, por todos conceptos, y que les dan ciento y raya a todos sus colegas y en el fondo, como verá el lector, son dos buenas personas y hasta dos señoras decentes.
La picaresca oriental, modelo de la nuestra—según es sabido—, no se sale nunca del mundo de la delincuencia menuda, del hurto y la pequeña estafa, que no causan daño mayor y por eso dejan un margen para la hilaridad, sin que nunca se arroje a la esfera del crimen, en que se mueve la actual novela de detectives y gangsters; es el suyo un mundillo de ingenio, y en cierto modo de travesura, creado por los literatos árabes, que, como los nuestros de la época correspondiente, eran también por fuerza algo pícaros o bohemios, si se prefiere esa expresión de mejor tono.
Nadie duda ya de que a los árabes pertenece la casi paternidad de ese género de literatura, del que anteriormente solo tenemos el Satiricón, de Petronio, y El asno de oro, de Apuleyo, y por cierto que en la historia que comentamos interviene también la magia como en la del último de los escritores citados. Pero aun admitiendo que antes de los árabes ya hubo manifestaciones de literatura picaresca, son ellos, en todo caso, los que sistematizaron ese género y lo ilustraron con una serie de obras admirables, escritas en la mejor prosa arábiga, esmaltada de versos y sentencias, como las Mekamats de Al-Hariri, y sobre todo fueron ellos los que, por mediación de los moriscos, introdujeron en España el gusto por esos cuadros de vida plebeya y maleante, llenos de una verdad pintoresca, y a veces amarga en medio de sus risas, que cultivaron caballeros tan graves y escritores tan requintados como Hurtado de Mendoza, Quevedo y el gran Cervantes.
La novela picaresca, en la que muchos han creído ver el precedente del realismo zolesco y de la novela psicológica del siglo pasado, por la cantidad de introspección que hay en ella, arranca indudablemente de esos modelos árabes que los europeos no han hecho sino reproducir, trasladándolos a sus ambientes y pintándolos con sus propios colores, y la pluma con que escriben parece la misma caña árabe que sus colegas de Oriente les hubieran cedido. Dalila, la ladina, ese tipo de mujer enredadora y trapisondista, ha dado su forma y hasta su aire, su habitus, su tono a la Celestina de nuestra novelística del medievo largo, que no tiene su igual en las demás literaturas de Europa, y ha salido de los harenes de Oriente.
La vida que reflejan las historias picarescas del libro, en el que, aparte la de Dalila—no es la única, aunque sea la mas monumental, por decirlo así—, es la misma que la nuestra de los siglos medios, en que ya apunta, aunque sin constituir un género especial, en el Arcipreste; en La Celestina, de Rojas, y en los Ejemplos, de El conde Lucanor y del Libro de Sendebar, donde ya se refieren lances de tono picaresco, como el timo de que hicieron objeto a un vendedor de sándalo, y constela nuestra literatura naciente de anécdotas y tipos de esa clase; la lucha por la existencia dio lugar en Oriente a una variedad social de seres descalificados, caídos o decaídos, «indeseables» de hoy, sin más arma que el ingenio para medrar y triunfar (a ser posible) en la vida; y esa casta de seres, solidarizados por natural gravitación biológica, vino a constituir un gremio, una cofradía con sus estatutos, sus reuniones y sus escuelas de capacitación, como hoy daríamos; y los escritores, en cierto modo, de no mejor condición social, sintiéronse atraídos por esa vida libre y birlonga, a pesar de sus riesgos, y se deleitaron pintándola, hasta el punto de poner en esas descripciones las mejores galas de su estilo y vestir literariamente de príncipes a esos desarrapados y hacerlos soltar por su boca versos y sentencias que valen un tesoro.
Es natural que así sea, ya que, en el fondo, esa literatura picaresca, aunque afecte aires de autobiografía, de autoconfesión del plebeyo protagonista, es la obra de grandes escritores, aristócratas del espíritu y la cultura que, por medio de esos muñecos, proyectan en el libro la filosofía empírica de una personalidad superior.
Lo único que hay de veraz y legítimo en esas autobiografías de pícaros, como autoconfesión de los autores, es la queja del hombre de ingenio maltratado por la suerte y mal apreciado en la estimativa social, que inspira el argumento constante y tradicional de esas obras, lo mismo en Oriente que en nuestro cabo occidental.
La picaresca, tratada por escritores graves, sapientes humanistas y humanos, viene a ser una suerte de epopeya al revés, de epopeya del pueblo, cuyos héroes son no reyes, ni príncipes, ni guerreros de una genealogía larga y prolija, sino seres humildes, anónimos, de la gleba y el osario común, que visten harapos y luchan sencillamente por la vida, por el poco de sol y el mendrugo vital, aunque sientan apetencias, y a veces las logren, de trajes suntuosos y exquisitos manjares y pasen entonces del ayuno a la comilona, para volver nuevamente al ayuno, pues lo característico del pícaro es vivir al día y tomar las cosas según vienen.
Hay que distinguir la picaresca de los árabes y la nuestra del siglo XVI, que es su continuación, de la literatura del arribista, del parvenu, que no aparece hasta el siglo XIX con Balzac y su gran personaje representativo, Vautrin, que delinea ya toda una estrategia de asalto a la fortuna y el poder.
La picaresca árabe y la nuestra se sitúan en un plano más ingenuo y contentadizo, sin rebeldías ni pretensiones de tipo político y social; la primera, porque en el mundo islámico de que procede no hay cuestión social, ni odio al poderoso, ya que todo está reglado de antemano por Alá (que da sus bienes a quien quiere de sus siervos), y en la nuestra, porque la ortodoxia habría sofocado la protesta; así que los personajes picarescos se valen en su lucha por el pan y la perdiz sencillamente de su astucia, como el héroe épico de su valor, y es tan épico como él, aunque tenga más de zorro que de león y en su prisma psicológico descomponga el solar rayo leonino.
Todo esto explica que sea la picaresca el género literario más eminente entre los árabes, que no tienen propiamente epopeya, y que en él se encuentren las supremas virtudes del estilo, hasta rayar en lo sutil, alambicado y oscuro de su más requintada poesía, en escritores como Al-Hariri, comparable, en lo conceptuoso, a nuestro Quevedo, cuyas Mekamat, que De Sacy publicó en folio, presentan más dificultades al estudioso que los moal-lakats clásicos.
EL «EPOS»
Los árabes—hemos dicho—no tienen en su literatura una epopeya comparable al Schah-Námeh de Firdusi o la Eneida virgiliana. Por lo demás, tampoco nosotros tenemos epopeya, aunque, como a los árabes, no nos hayan faltado en su tiempo los elementos inspiradores y la base de tradición que brinda la historia.
Nuestra epopeya es el Romancero, esa serie inconexa de hazañas individuales a las que falta el broche superior de una intención nacional; la epopeya árabe anda también desperdigada en romances aislados, de tipo heroico personal, que cantan las luchas del beduino, del caballero del desierto, con sus rivales de las tribus vecinas, a impulsos generalmente de la codicia de botín, o por pura majeza personal, y a veces también por desfogar su despecho contra el scheij orgulloso que le negó la mano de su hija, o el reyezuelo que lo menoscabó e hirió en su honra como en el caso de nuestro Cid.
Sobre esa base de historia, pronto deformada por la leyenda, se han formado esos romanceros de Antara, Chúndaba y otros de esos héroes anárquicos. Pero a esos brotes esporádicos de epopeya fáltales esa unidad y superioridad de intención y de objeto que caracteriza a la verdadera epopeya, desde el Ramayana y la Ilíada hasta La Jerusalén libertada del Tasso. Y lo mismo que el pueblo nómada, disociado, que engendró a esos héroes en la época de su paganía, andan sueltos esos romances, como andaban los de la épica irania, antes de que los uniera Firdusi en los ciento veinte mil versos de su Schah-Némeh.
Los héroes beduinos son bravos que andan en coplas, y no pasan de ese grado elemental, propio de sus hazañas, también elementales.
No se elevan a la verdadera altura épica, ni luchan contra una fatalidad de orden superior, con intenciones superiores, sino simplemente contra la fatalidad biológica. Son casos de la lucha por la vida.
Esa lucha del hombre contra la fatalidad suprema del Sino constituye el fondo de la literatura caballeresca, que no tiene representación entre árabes y hebreos, aunque entre ellos se registren manifestaciones esporádicas y rudimentarias de esa arrogancia soberana del hombre en forma de individualismo desaforado y anárquico, de egolatría disolvente y asoladora, que se mueve en un círculo delictivo, de bandidaje y muerte, sobre la arena antisocial de los desiertos.
El beduino, que en los poemas anteislámicos sale de su jaima, jinete en su caballo o su camello, enristrada la lanza, en busca de aventuras, de enemigos a quienes vencer y despojar, al modo de Chúndaba o Chanfara, y que canta sus propias alabanzas en lenguaje hiperbólico, representa simplemente un caso de lucha biológica, alardes de jactancia individual, de matonismo aislado, y dista mucho de esos otros caballeros de la rama aria que realizan trabajos y esfuerzos, alistados bajo las banderas del bien, y luchan por un alto ideal, de amor sublimado o de humana redención.
Esos caballeros forman a lo largo del tiempo una orden mística, con un fondo común de doctrina esotérica, adaptada a las diversas religiones de los tiempos y países en que actúan, y cuya clave central la constituyen la fe en el origen divino del hombre y la posibilidad de que éste se eleve sobre su limitada naturaleza humana, si potencia las latencias divinas, mediante una voluntad superior, que niegue precisamente los egoístas fines inmediatos de la voluntad.
Este es el credo arcano de la gnosis antiquísima, de la tradición iniciática que madame Blavatzki ha tratado de reconstruir en nuestros tiempos con el nombre de teosofía, y adeptos militantes de ese credo son, a lo largo de los siglos, todos esos caballeros paladines del Ideal y del progreso humano que, con sus gestas maravillosas, llenan toda esa imponente literatura del ciclo bretón de Artus, de las Sagas escandinavas y de los Nibelungos germánicos, que llegan hasta nuestros días y mueren cantando con voces sobrehumanas en la epopeya musical de Wagner.
Los árabes no se elevan hasta ese concepto de lucha solidaria por un Ideal hasta que surge Mahoma y los alista en esas milicias religiosas del Islam, formadas por guerreros voluntarios, ligados por un voto que, hoy se reconoce unánimemente, fueron el modelo de nuestras órdenes militares, empezando por los Templarios.
Antes de Mahoma sólo en Antara apunta ya el carácter filantrópico del caballero andante, erigido en paladín del débil y el agraviado, aunque conservando todavía resabios del salteador de caminos, como, por lo demás, todos los caballeros de su tipo, insurgidos contra le Ley.
Es en las luchas con los idólatras donde surgen los caballeros sin miedo ni tilde, como nuestros Bayardos occidentales, entre los que descuella Alí-ben-Abu-Táleb, el yerno de Mahoma, el León de Alá victorioso, cuyas hazañas han inspirado todo un ciclo de leyendas extraordinarias, que, por un lado, son hagiografías edificantes, y, por otro, verdaderos libros de caballería.
Pero Alí no encontró un poeta que contase con estro digno sus proezas como tampoco Salahu-d-Din (Saladino), el héroe principal de la Anticruzada, halló después el Tasso árabe que lo enalteciese como el italiano a su rival, Ricardo Corazón de León.
El hecho es que los árabes no han llegado a tener una epopeya nacional, como otros pueblos, y que ni siquiera lo han intentado, aunque su historia les brinda sobrados elementos e intenciones para ello. Diríase que una falla psíquica se les atraviesa en el camino de la epopeya. Quizá su espíritu individualista, o su tendencia a ver las cosas por su doble perfil y su aguda percepción de lo cómico, que corta sus vuelos a lo trágico y los deja en la trágico media. Fenómeno análogo al que nos ocurre a nosotros, pues en este sentido es un exponente psíquico el Quijote.
Enla Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102), que tiene aires de poema épico, la visión de la picaresca se interfiere y produce una parodia.
«Los árabes—dice Renan, tratando de explicar el fenómeno—no tienen epopeya debido a su monoteísmo absoluto. La gran epopeya brota siempre de una mitología. Solo es posible mediante la lucha de los elementos divinos y la admisión de esa hipótesis, según la cual el mundo es un campo inmenso de batalla en que dioses y hombres riñen perpetuos combates. Pero ¿qué hacer para la epopeya con ese Jehová o ese Alá solitario, que es el que es? ¿Qué lucha empeñar contra el Dios de Job, que no le contesta al hombre sino con truenos? En régimen semejante la creación mitológica solo podía conducir a la de ejecutores de las órdenes divinas, de ángeles o mensajeros, sin distinción individual, sin iniciativa ni pasión.»
Por la misma razón, que a su vez atribuye el gran filólogo a la falta de imaginación creadora de los nómadas primitivos, explica también Renan el carácter puramente lírico, subjetivo, de su poesía y la ausencia de la novela en su literatura.
Y desde luego que tiene razón; solo que el sabio orientalista generaliza demasiado su tesis, al extenderla a los tiempos preislámicos, en que los árabes, por contacto con otros pueblos o siguiendo una ley natural, profesaban un politeísmo propicio a la creación de una mitología y al desarrollo de una literatura, varia y rica, como la de los hindúes o los griegos. Fue Mahoma quien cortó los vuelos a esa literatura en cierne y le impuso la monotonía de su intransigente monoteísmo; al arrojar a los ídolos de la Kâba, expulsó también el Profeta a las Musas.
Por lo demás nos parece excesivo suponer, como hace Renan, a los semitas fatalizados desde el principio por la mecánica elemental de su idioma para intentar otra cosa que la parábola o el salmo, pues de haberse podido desarrollar libremente el genio semita se habría formado un verbo más rico. No hay más que ver lo que los chinos han hecho con su lenguaje monosilábico, de niños.
Pero sea como fuere, es lo cierto que los árabes no se han elevado a la epopeya y que en Las mil y una noches no hay ningún verdadero epos, sino aproximaciones, novelitas de corte romántico-caballeresco, por el estilo de las que enloquecieron a Don Quijote y que proceden, sin duda alguna, de la misma fuente aria, el Mahabharata.
En esas historias como las de Kamaru-s-Semán (Noches 148 a 176), y Hasán el de Bazra (Noches 437 a 465), y el príncipe Almás (Noches 872 a 885), encontramos todos los elementos de la novela de caballería, en que los héroes luchan y arrostran toda suerte de penalidades y riesgos por llegar hasta la dama de sus pensamientos, hasta la Mujer sublime por sus sueños y como divinizada con los atributos de única y superior a todas las demás, y que a veces ni siquiera han visto nunca, como tampoco Don Quijote necesitó ver a Dulcinea para enamorarse de su ideal encanto.
Esos Kamaru-s-Semán y esos Hasanes y Almases son del mismo temple romántico-idealista que los Amadises y Belianises de las novelas de caballería occidentales.
Pero hay, no obstante, un matiz diferencial que marca la refracción que esos argumentos ario-persas han sufrido al arabizarse. El caballero enamorado de Las mil y una noches no suele ser de suyo un héroe; tiene algo de un Sancho Panza metido a Quijote por la fuerza de las circunstancias; es un mercader, un pacífico vecino de Bagdad, Bazra o El Cairo, que, de repente, por efecto de un impulso pasional, de un «pronto», se ve convertido en protagonista de un argumento de caballería y magia y encargado de un papel para el que no reúne condiciones.
Quitando a príncipes natos como Seifu-l-Maluk y Farús, el hermano de Parisad, y Judadad, que, sobre todo los dos últimos, son verdaderos héroes de novela caballeresca ariopersa, apenas deformados por la arabización, los demás muestran esa aleación de noble y plebeyo, de Quijote y Sancho que acabamos de indicar, y que no se da antes de ellos en ninguna literatura de ese tipo.
Hasán, el de Bazra, lo mismo que Neru-d Din, el de la historia de Maryem, no valen gran cosa como enamorados ni como hombres, no digamos ya como héroes; solo les caracteriza la constancia, la tenacidad amatoria, la obsesión erótica, que les confiere una suerte de voluntad pasiva.
Van como hipnotizados al encuentro de su dama, por llanos y montes, pero no llegarían nunca al castillo, inaccesible e inhallable, en que aquella los aguarda, como Melisenda en el ciclo de Carlomagno, si no les asistiesen genios buenos, tutelares, hechiceros de la magia blanca, de suyo enemigos de los otros genios malos, protervos, que se les oponen y con los que están siempre en el mismo estado de guerra que fagocitos y leucocitos en el cuerpo humano.
Son ellos los que, de unos en otros, van llevando a esos héroes, de suyo apocados y pusilánimes—mercaderes, para no decir más—, hasta esas regiones de cartografía del mito, en que se inscriben las siete islas de Al-Uraku-l-Uak, el Castillo de Diamantes, llamado Tekná; el País del Alcanfor y del Ebano, la Montaña de las Nubes y demás localidades sin localidad.
Y esos mismos sabios buenos, los nigromantes compasivos, filantrópicos del Quijote, enemigos naturales de monstruos y vestiglos, follones y malandrines, están asistidos también por animales, elefantes, pájaros y hasta monstruos, sujetos por poder de magia a su servicio y cuya procedencia indostánica no necesita demostrarse.
Y prescindiendo de ese coro de seres buenos, de guerreros de las milicias de Ormuzd, en perpetuo combate con las huestes de Ahrimán, ayudan también a esos héroes forzados sus propias amadas, más valientes, más amantes y más viriles que ellos.
Cuando las ayudas sobrenaturales faltan, los enamorados sucumben como en el caso de Alí-ben-Bekkar y Schemsu-n-Nehar, la favorita de Harún. Y no hay más que hacer sino enterrarlos juntos.
Hasta ese grado se sublima el amor en esas historias miliunanochescas. Y hasta llega al grado de sublimación suprema en forma de negación del yo y sacrificio de la propia personalidad, como en las historias de Chamil y Antara, que se alejan de sus amadas, se quitan de en medio para no ser un obstáculo a su felicidad y dan a su reprimida libido un heroico desfogue o se retiran al yermo para consagrarse por entero al amor y servicio de Dios, esa suma de todos los seres, en quien, como dijo Amado Nervo, «están las rubias y las morenas».
Historia de amor sublimado de ese tipo místico abundan en Las mil y una noches; los locos de amor por su dama son en ellas legión, así como los locos de amor por Alá, último término de la sublimación erótica.
Pero fácil es ver que se trata aquí en gran parte de una moda literaria venida de Persia, con los sufies, esos grandes místicos que tanto influyeron en la literatura de su país y luego en la de todo el mundo, en los siglos medios. Probablemente son esas historias de argumentos antiguos, retocados según el gusto nuevo por lo romántico idealista, introducido por el persa Nizami con su famoso poema de Machnun y Leila, que todo el Oriente leyó con embeleso.
LA «MEKAMA»
Una composición literaria que no debemos dejar de mencionar en el género narrativo es la mekama o makama, por ser típicamente árabe. La mekama, cuyo nombre equivale a sesión (así lo traduce De Sacy), supone un auditorio sentado, al cual el narrador, sentado también, cuenta su historia. Pero lo característico en ella, lo que la distingue de la ruya y del cuento en general, es las exigencias que se le imponen, tocante al primor y elegancia del estilo. Su objeto principal—dice el padre Scheijo—es reunir perlas de dicción y rarezas retóricas y citas tomadas de poetas y prosistas, más famosos y excelentes. Por lo que su autor—añade el padre Scheijo—ha de ser hombre versadísimo en literatura y en toda suerte de recursos retóricos, para que pueda adOmar su historia con esos primores y galas.»
Compréndese, pues, que la mekama aparece tardíamente entre los árabes, pues presupone un rico fondo literario en el que poder espigar esas perlas de que el preceptista siro nos habla, y así es, en efecto, pues su aparición data del siglo VI de la hechra, es decir, de la época medieval de su literatura y cuando ya ésta toca a su decadencia.
Su más famoso cultivador fue el egipcio Al-Hariri y fácil es advertir en sus Mekamats—que De Sacy tradujo al francés—ese refinamiento y alambicado primor propio de las literaturas decadentes que, a falta de argumentos nuevos, tratan los antiguos, poniendo todo el esmero en el estilo y el lenguaje; Al-Hariri, que tuvo un imitador en el judío toledano Al-Harizi, es comparable a nuestro Quevedo, pues, como él, trata temas de la picaresca más ínfima en un tono culterano, propio de los asuntos más nobles, e incrusta en ese deleznable ataurique los diamantes más sólidos.
La mekama exige esa elevación del estilo y su medio de expresión más adecuado es la prosa ornada, rítmica, florecida de tropos raros y peregrinas flores de ingenio; flores de estufa, no de campo ni de jardín siquiera.
La mekama presenta un curioso contraste entre su fondo medieval y su forma decadente, preciosista.
Por un lado se parece a nuestros fabliaux de Occidente y por otro a las composiciones gongorinas del siglo XVII.
En Las mil y una noches hay muestras de mekamats que, en su lugar adecuado, se hacen resaltar a la atención de los lectores.
Con esas variedades literarias, más propiamente suyas, suplen los árabes la ausencia de otros géneros de composición en que, por unas u otras razones, no han llegado a ejercitar su ingenio.
Uno de ellos es el teatro. Pero antes de pasar a esa epigrafía debemos terminar esta revista de lo narrativo mencionando las silvas de historias casi históricas, anécdotas y episodios que intercalan los rapsodas, para alivio de la atención, entre sus largos cuentos y novelas. Nos referimos a historias como las de Hatim-ben-Tayyi, la ciudad de Lebta, y las referentes a poetas y músicos familiares de los jalifas. Las más de esas anécdotas tienen una base histórica y proceden de analectas como las ya citadas de Al-Atlidi y Al-Masûdi.
En ocasiones esas anécdotas se alargan y complican y llegan a formar verdaderas novelas, que nos introducen en la intimidad de la vida de los harenes de los palacios, constituyendo una interesante variedad de la narrativa.
En ellos, como guiados por un duende de palacio, penetramos en los divanes y las alcobas de los jalifas, a los que sorprendemos en sus momentos de expansión y abandono; rodeados, no de sus graves visires, sino de bellas odaliscas, que cantan y bailan para ellos y para sus íntimos amigos, y a veces para ellos solos, haciendo algo más entonces que cantar y bailar.
Por esas historias nos enteramos de los enredos de los harenes, de los celos de las sultanas y las suspicacias de los sultanes, a los que sus favoritas, de acuerdo con sus dueñas o sus eunucos de guardia, logran engañar de lo lindo, introduciendo extraños en esos reservados de señoras.
Quien más argumentos proporciona para esta clase de historias es el enamoradizo Harunu-r-Raschid, con sus continuas infidelidades a su esposa y prima Sobeida, esa gran mujer, justamente celosa, que, conociéndole el flaco, se da prisa a ponerle remedio, deshaciéndose de sus peligrosas rivales, no por el puñal o el veneno, sino simplemente por medio del opio, para hacerle creer al ingenuo de Harún en una muerte repentina de sus adoradas.
Entre estas debió de parecerle especialmente peligrosa a Sobeida la llamada Kutu-l-Kulub (Pábulo o Poder de los corazones), pues en dos historias—la del sudanés Bujait, el esclavo, el tercero (Noches 55 a 60) y la de Jalifa y el jalifa (Noches 894 a 910)—la vemos «embanchándola» y dándola por muerta ante su esposo. Y también en ambas historias fracasar en su empeño, teniendo que admitir nuevamente en su harén a la rival resucitada.
Esas picantes historias nos permiten formarnos una idea de cuánto debió de sufrir la magnífica, pomposa y ya madura esposa de ese Luis XIV oriental, con la constante aparición en su palacio de esas mujeres jóvenes, lindas y educadas en todas las artes, incluso y sobre todo en la de agradar a los hombres, con las cuales ya no podía luchar, sin valerse de sus fueros de reina en el verdadero terreno femenino.
Ese es un drama que vemos repetirse en múltiples casos, complicado con el otro conflicto económico de la sucesión al trono, origen de luchas enconadas y sordas entre esposas y concubinas y entre hijos legítimos y bastardos. La trágica consecuencia de la poligamia.
TEATRO-ORATORIA
Mentamos tanto la tragedia y el drama a propósito de unos hombres que no tienen teatro; los semitas no tienen teatro y nunca han sentido, como los griegos, la necesidad ni el gusto de contemplar la vida reflejada en ese espejo de arte. Notable fenómeno ese de que no tenga un teatro, como los pueblos de Occidente y sus padres los arios, una raza que tan dramática historia posee; una historia tan llena de episodios trágicos, de argumentos que no habría más que tomarlos para convertirlos en tragedias literarias. Baste citar tantas luchas civiles por el poder, tanta querella tribal, tantos exterminios en masa, como el de los umeyas por los abbasies y el de la familia Barmeki por Harunu-r-Raschid, en los que, en todas las regiones del imperio, perecieron miles de personas. No les falta a los árabes, ni en su época islámica ni en la preislámica, ese fondo, esa mitología racial, del que sacaron los griegos sus inmortales tragedias; ni tampoco esos cuadros reales de costumbres, de donde surgió entre aquellos la comedia. La Biblia misma es un venero de argumentos teatrales; el libro de Judith, el de Ruth, etcétera, han inspirado en Occidente adaptaciones teatrales no menos copiosas que las de argumentos clásicos. Y, sin embargo, los semitas, dueños de esa fuente, no se preocuparon de beneficiarla. Trátase, sin duda, de un fenómeno de honda raigambre en la psicología racial. No cabe invocar, para explicarlo, la razón religiosa, pues los persas, también musulmanes, pero de origen ario, tienen un teatro, y precisamente de carácter religioso, que dramatiza la pasión y muerte de Alí, el amigo de Mahoma, y sus hijos, por los usurpadores del jalifato, y se representa ante el público en todos los aniversarios de la luctuosa efemérides.
Y también los turcos, que tampoco son árabes, llevan ya cerca de un siglo cultivando el teatro, género literario en que se han distinguido Munif Pascha, Ekrem Bey, Kemal Bey y otros grandes literatos osmanlíes. Y por cierto que los comediógrafos turcos empezaron tomando sus argumentos precisamente de las historias de Las mil y una noches que, adaptadas por ellos, se representaban en Bagdad, Damasco y demás ciudades del antiguo imperio Abbasi, ante un público de musulmanes que las presenciaba con deleite.
Pero eso no quiere decir que los árabes hayan llegado a tener un teatro, ni sentido siquiera la tentación de imitar y emular en ese terreno a persas ni turcos, lo cual indica que se trata de un fenómeno de psicología racial, acaso de ese mismo individualismo que se refleja en sus formas políticas.
El teatro es una manifestación de vida pública, una dilatación del ágora y el foro, en consonancia con una fórmula de democracia política que nunca conocieron los árabes ni antes ni después de Mahoma. Los árabes no tuvieron nunca esa vida pública que, entendida de este o el otro modo, tuvieron todos los pueblos de Europa. Vida pública u opinión pública, en último término vida de salón. La vida social de los árabes se desliza sigilosa, aislada, por los estrictos tabianes de lo individual. Los árabes parecen vivir solo para sí y solo se les ve juntos solidariamente en los templos y los campos de batalla. Antes de Mahoma todavía las tribus árabes, aún idólatras, se reunían todos los años en la feria de Okazd, en una suerte de anfictionías raciales, y celebraban una fiesta étnica, en cuyo programa figuraban, como en las anfictionías helénicas, carreras de caballos y torneos de armas—juegos y cañas de nuestros romances—y justas poéticas, a las que cada tribu enviaba su mejor cantor. Pero Mahoma, enemigo de los versos o, mejor dicho, por serlo él, de los poetas, y de los juegos frívolos que distraen al hombre del pensamiento en Dios y sus postrimerías, acabó con esos rudimentos de vida pública árabe y, con la revelación de su Corán, dividió más todavía a esas siempre divididas tribus; en tanto que, al dirigir al hombre hacia el imán y foco divinos, lo apartó de sus semejantes y concentró toda su vida espiritual en esa hipnosis absorbente, incapacitándolo para la vida social o de relación, uno de cuyos resortes es el teatro. De forma, pues, que en adelante no pasaron los árabes, en punto a representaciones dramáticas, de los rudimentarios cuadros mímicos, mojigangas y payasadas de que se habla en estas historias.
A esa misma razón se debe que los árabes no hayan tenido tampoco oratoria, ni oradores famosos como los griegos. Pues también la oratoria, como el teatro, se sale de la intimidad y soledad de la vida estrictamente religiosa. Quizá de no haber surgido el intransigente Profeta, que aspiraba a unir a sus compatriotas en el lazo exclusivo de la creencia en Alá, a formar el fascio místico con que Moisés ligara a sus hebreos, hubiese seguido una línea helénica la evolución de las razas árabes, y entonces se habrían desarrollado entre ellos esos géneros literarios que engendran naturalmente las instituciones democráticas, en que es preciso contar con la opinión y tratar de conquistar su sufragio.
Los árabes podrían contar hoy con su Demóstenes y también con su Apeles y su Fidias, pues el temor a la idolatría no les hubiese apartado tampoco de la representación plástica de la figura humana y tantos bellos cuerpos de mujer y hombre, de Venus y Apolos orientales, que solo celebran los poetas, habrían dejado su sombra materializada al pasar por el mundo y no se habrían sumido por entero, al morir, en el abismo insondable de la divinidad o de la Nada.
Faltos de esas instituciones democráticas, que favorecen el desarrollo pleno de la personalidad, los árabes, que no habían pasado por el rasero igualitario de la teocracia mosaica, detenidos en sus primeros vuelos políticos por el brazo unitario del Profeta de Alá, que los hizo hermanos, es verdad, pero en la esclavitud, aunque fuere divina; los árabes, decimos, perdieron su opción al desarrollo de su genio en más de un dominio de las artes justamente llamadas liberales porque requieren libertad.
Los árabes no tienen oratoria, en el verdadero sentido de la palabra, pues no pueden llamarse así esas disertaciones en la presencia de los reyes ni esas arengas ocasionales como las que traen sus historias de Tárik, el conquistador del Andalus, u otros caudillos militares a sus tropas, antes de la batalla, y que probablemente son imitación de los que Herodoto y Jenofonte ponen en boca de sus guerreros y que, por otra parte, tampoco tienen más garantías de autenticidad que las arengas rimadas de heraldos y héroes en Homero y Firdusi.
Pero, todo eso orillado, también en Las mil y una noches, como decimos, se encuentran muestras del estilo oratorio entre los árabes en forma de arengas, exhortaciones y discusiones académicas, como las que Sayyidetu-1-Muschaij sostiene en las Disputas entre el hombre y la mujer ilustrada sobre las excelencias del varón y la hembra (Noches 266 a 268).
Pero esas muestras esporádicas no permiten hablar de elocuencia entre los árabes.
Estos suplen esa falta de elocuencia oral con la escrita de las cartas, de las risalat, epístolas de amor o de asuntos políticos, de las que hay múltiples y brillantes muestras en Las mil y una noches. Las risalat constituyen entre ellos un género de composición especial, subdividido en muchos subgéneros, para cada uno de los cuales se requiere un cálamo, un carácter de letra y un estilo distinto.
Los árabes siguen observando el protocolo de la carta que entre nosotros ya no rige.
Hoy, como en los tiempos de Las mil y una noches, es obligado llevarse, en señal de aprecio y respeto, a la cabeza la carta que se recibe, antes de abrirla.
Y la redacción de una epístola exige un arte complicado que hay que aprender en libros que de eso tratan.
La carta en Oriente es todavía la epístola, con esa solemnidad que la palabra tiene en Cicerón y en Pablo de Tarsis.
Las cartas de enamorados que en Las mil y una noches se insertan están escritas en un estilo alambicado, de prosa rítmica, cuajada de metáforas e imágenes poéticas, en que el autor pone todos los recursos de su ciencia retórica.
Son verdaderas joyas de literatura romántica y pueden sostener el parangón con las que figuran en los más famosos libros de caballería.
LA POESIA
Pero si los árabes no tienen elocuencia tienen lo que, en cierto modo, es elocuencia también: la poesía.
De eso tienen no solo para considerarse ricos, sino para dar a los demás, sin empobrecerse. Los árabes nacieron poetas porque nacieron apasionados y pasionales y porque se criaron en el desierto, en ese infinito de arena, cobijado por el otro infinito del cielo, en que las estrellas escriben los destinos. La poesía nació, entre esos beduinos idólatras, de la simple contemplación de esas grandezas naturales que deslumbraban sus ojos y arrebataban su mente, y también del ardor bélico en que los inflamaba su ardiente sangre, haciéndoles aspirar a cometer hazañas con que distinguirse e hincar su personalidad como una lanza en aquel desierto igualitario.
De ahí una doble dirección—lírica y épica, de la cual queda amplia constanciaen los herbarios de las antologías de cantores de esa época que los árabesllaman de la ignorancia (Al-Chahilia). Entre los poemas de ese periodo, que pasaban de dos mil, según algunos autores, descuellan, como siete planetas, los siete moal-lakats, o poemas colgados o dorados, que merecieron el honor de ser escritos en oro en los tapices que todos los años se suspendían de los muros de la Kâba—ese panteón idolátrico que luego pasó a ser morada exclusiva de Alá—y cuyos autores son Amru-l-Kais, Tárafa, Sohair, Lebid,Antara, Amru y Harits, astros que iluminan las noches de esas cortes semibárbaras de Hira y Saná.
Después de esa época de la ignorancia (de Alá) viene la del Islam, cuyo foco poético más potente se condensa en la corte de Harunu-r-Raschid, en Bagdad, pero que también tiene ya brillantes proyecciones en la de los jalifas umeyas en Dimechk—siglo primero de la hechra—. El ciclo de Harunu-r-Raschid marca el Siglo de Oro de la poesía árabe, por el favor que ese sultán poeta concede a los colegas profesionales y la esplendidez con que paga las perlas poéticas, aún más que las simples perlas. Pero tampoco al morir Harún muere con él la poesía árabe, que sigue fluyendo de la misma rica vena que la hizo brotar. Sino que pierde su espontaneidad, por el agotamiento de los temas y la novedad de las figuras, es decir, que se vuelve cortesana, académica, y no hace más que repetirse y desmenuzarse en juegos de ingenio, en acrósticos y rimas de circunstancias.
Tal es siempre el caso en los ocasos de los siglos de oro. La decadencia de la poesía árabe sigue la línea descendente de su decadencia política. Y el don apolíneo pasa a poder de los poetas persas, así como la hegemonía política pasa a la corte de Mahmud de Gasna, sultán de reyes y de poetas cual Harún en otro tiempo.
Los persas, sin embargo, les deben su poesía a los árabes, según la unánime opinión de los historiadores, desde Anquetil du Perron hasta Pizzi, el cual rotundamente afirma que los persas no tuvieron poesía hasta que entraron en contacto con los conquistadores árabes, caso que es también el nuestro; ahora que tanto ellos como nosotros pagamos cara esa adquisición, dando ciudades a cambio de poemas.
Ahora bien: los árabes son poetas natos, pero espontáneos, impulsivos hombres que reaccionan instantáneamente ante las cosas que los impresionan en un sentido o en otro; en una proyección, podríamos decir, interjeccional. El árabe es, por naturaleza, improvisador; no escribe, porque no sabe (Tárafa y casi todos los «Nobel» de Okazd son analfabetos); lanza su copla al viento, lo mismo que su lanza, desde la silla de su caballo o su camello, y no se cuida de recogerla, dejando ese trabajo para los que la oyeron y la transmitirán a los que no tuvieron esa suerte. Aparte de que su memoria es ya bastante archivo.
Toda esa poesía preislámica se ha ido transmitiendo por el aire—digámoslo así—por la onda auditiva, hasta que en el siglo II de la hechra empiezan los Planudes árabes como Hamasa-Abi-Temman a recogerla en sus Antologías. Ahí se cierra el ciclo de la poesía clásica, tan rica en bardos que, según cuentan, el recitador Hammad Ar-Rauiya, el primer compilador de los moal-lakats, se sabía de memoria dos mil poemas que en una ocasión recitó de corrido ante el jalifa umeya Al-Ualid.
Después de los poetas preislámicos vienen los llamados mujadram o mujadrim—espurios—, por ser medio paganos, medio musulmanes, pues florecen inmediatamente antes o inmediatamente después del advenimiento del Enviado.
Esos poetas, entre los cuales figura el famoso Lebid, acusan ya el contacto personal entre árabes y persas y el intercambio de temas e influjos en que los segundos aprenden los metros árabes y los primeros nuevos aires y tonos, delicadezas y elegancias. Pero en esta fusión de elementos la sangre poética se enriquece y, al mismo tiempo, se adultera, los sendos lenguajes se mezclan y corrompen y en el siglo II de la hechra, el siglo de Harunu-r-Raschid, el período verdaderamente clásico de la literatura árabe, se cierra con un broche, eso sí, fulgurante y espléndido.
Muchos volúmenes se necesitarían para albergar todas las producciones de la poesía arábiga en los períodos descritos, que formarían una biblioteca imponente si la incuria característica de la raza y la época no las hubiera reducido a mínima parte. De muchos de esos poetas y sus obras solo sabemos, según ya indicamos, por la noticia de su pérdida. Se trata de una humanidad que solo dejó recuerdo de su vida en los censos de mortalidad. De algunos poetas solo ha quedado algún fragmento de sus obras cual jirón precioso e inútil de un rico ropaje. Ahora bien: la poesía arábiga es esencialmente lírica, expresión de un estado pasional intenso, pero inestable, a semejanza del salmo hebraico, que nace de una emoción del momento, rompe en una vehemente catarata de tropos y figuras y se corta de pronto, cuando la exaltación que le dio origen ha cesado. Como en el salmo bíblico, nada de plan preconcebido ni de ejecución laboriosa: David se sienta, coge al arpa y empieza a cantar, para desahogo de su corazón, su dolor y su gozo.
Su lirismo es una terapia psíquica, lo mismo les sucede a los poetas semíticos de la rama de Ismael. Nada en ellos hace pensar en un trabajo horaciano de lima y retoque. Esos poemas dorados tienen todo el aire de improvisaciones y todo sugiere que no se compusieron de una vez, de una sentada sino en sesiones sucesivas, o más bien se cantaron trozo a trozo, junto al fuego al volver el poeta, que era también un guerrero, de una correría afortunada en celebración de la cual corría el vino de mano en mano, volteaban los asadores, cargados de exquisita giba de camello, y las beldades de la tribu bailaban ante el héroe que, entonces, se animaba y, tomando su guzla improvisaba esos cantos de egolátrico orgullo.
La poesía árabe era volandera, como el cuento; no se escribía sino en la memoria, entre otras razones porque sus creadores eran, como Tárafa, el Ovidiodel desierto, unos analfabetos geniales.
Mas adelante, en la época de Harunu-r-Raschid y demás príncipes abbasies, tuvieron los árabes poesía escrita, como los griegos y latinos, pero siempre supoesía conservó su carácter de impromptu, de creación momentánea, de reacción inmediata a un hecho emotivo o al enunciado de un tema, lo que resultaba favorecido por la ausencia de rima al modo occidental y la abundancia de licencias gramaticales permitidas al poeta.
En Las mil y una noches todo el mundo versifica a impulsos de la emoción intensa o el ingenio excitado, y eso no es ficción, sino reflejo de la realidad cotidiana, pues así ocurría en las cortes de los jalifas y en las tertulias literarias de los mecenas y en la vida corriente del pueblo.
El fenómeno correspondía a la exquisita sensibilidad de la raza, a su reconocida impresionabilidad, a la dinámica de su temperamento, siempre en actividad afectiva; la frecuencia y facilidad del fenómeno lírico respondía a las de otras manifestaciones somáticas, como la súbita palidez o arrebolamiento del semblante, la emisión de lágrimas y aun de orina, y al síncope o desmayo, que la vivacidad de los afectos determinaba en esos orientales, propensos a padecer del hígado y mas o menos afectados siempre de complejos neuróticos.
No es, pues, de extrañar la profusión de versosque constelan las historias de Las mil y una noches, cuyos personajes pasan por tan frecuentes trances emotivos que los ponen en trance de versificar, ocasión que el rapsoda aprovecha para intercalar versos suyos o ajenos, que pone en labios de su héroe. Según la costumbre de los orientales, rara vezlos escribas de estos cuentos se toman la molestia de decirnos su autor, por lo que se necesitaría una erudición casi imposible para localizar esas interpolaciones líricas, empresa que por ello no ha intentado nadie. Hay ahí versos de los poetas de los tres períodos mencionados, muestras de todas las variedades líricas, cultivadas por los árabes, y de todos los tonos emotivos que puede experimentar el poeta, desde el epinicio hasta la elegía y desde el madrigal al epigrama. Por ellas puede formarse el lector una idea completa y justa del carácter personal de la lírica árabe, siempre pasional, impulsiva, que proyecta sus versos como meteoros fascinantes, que parecen no aspirar a fijarse como estrellas de sereno y estable brillo.
El sector en que más se distingue esa poesía es el erótico, o amatorio, que abarca todos los grados de la pasión, desde el arrobo triste y ardiente que caracteriza los pródromos de esa psicosis hasta los orgiásticos epinicios del enamorado triunfante. Pero la más frecuente en esos poemas eróticos es la nota pesimista, el lamento inspirado por los presentimientos de las dificultades que se oponen al amor naciente, el primero de todos la ausencia, que siempre se cierne, cual el cuervo agorero que simboliza la partida, sobre esos amantes de una raza nómada que está siempre cambiando de sitio. La ausencia, la saudade, es la inspiradora de los poemas más bellos, tiernos, delicados y tristes que riman esos enamorados, y a los que sería difícil encontrarles su igual entre nuestros clásicos griegos y latinos, por el acento de verdad emocional con que vibran y la sencillez con que se expresan. Esos poemas de ausencia, juntamente con los que podrían llamarse de marcha o despedida, y en que el cantor pinta su dolor desolado y lancinante, al oír al camellero llamar a los viajeros de la caravana en que su amada se aleja, son algo típicamente árabe, que ya se expresa en las moal-takats—la de Tárafa empieza así—, por más que los persas hayan influido en la forma de expresión, prestándole su proverbial elegancia. Toda esa melancolía, ese pesimismo, que ya se manifiesta en presentimientos y temores, cuando aún no hay nada que temer, arranca, indudablemente, de la entraña misma de la raza, del fondo de su literatura más antigua—late ya en el Eclesiastés—, es una disposición emotiva, congénita, una psicosis (permítasenos la palabra) original, infantil, nacida en el alma del nómada por efecto del continuo cambio de lugares, que por fuerza ha de darle una visión fugaz y mudable de todas las cosas, que luego, aun en un régimen social de vida estable, persistirá en sus descendientes. El tema elegíaco de la separación y la ausencia, y de la antigua casa familiar que se encuentra en ruinas, cuando se la vuelve a ver—esos temas que tanto valorizaron luego los románticos del siglo XIX (Lamartine sobre todo)—, aparecen ya en los viejos romanceros árabes de Antara y otros amantes desdichados, estimados en todo su valor, y son vibraciones auténticamente árabes—del árabe beduino—por más que luego los sufíes persas los hayan requintado hasta el misticismo erótico de los Hafiz y los Ibn-Attar y las sutilezas de su preciosismo verbal. Puede que esos lloros y desmayos de los poetas enamorados, tiernos como señoritas, sean la etiología sufí. ANTARA Y Tárafa no lloran, sino que desfogan su melancolía y su desesperación, su exceso de energía nerviosa, en la caza o la guerra. Y el beduino de las historias semihistóricas, incluidas en el libro, en esos trances pasionales, no se desmaya tampoco suavemente, como, por ejemplo, Alí-ben-Bekkar, sino que cae al suelo de un golpe, tomado de alferecía.
Pero, dejando a un lado estas introspecciones psicológicas, limitémonos a repetir que la lírica erótica de los árabes es la parte más rica de su poesía, y que, en ese particular, ningún pueblo le gana.
Las cosas que los poetas árabes han dicho del amor y de sus amadas compondrían una antología sin igual y en ella podrían verse, por extraño que parezca, tratándose de un pueblo tildado de sensual, los primeros arquetipos del amor romántico, platónico, caballeresco, que en Europa no aparecen hasta el siglo XIV, con Dante.
Esa idea y ese sentimiento del amor tienen ya su expresión poética en su realidad entre los árabes del desierto, según puede verse en ese anecdotario amoroso de Al-Bikai titulado As-Suaku-l-Aschuak (Los zocos de los amores), cuyo manuscrito se conserva—o conservaba—en la biblioteca ducal de Gotha, y de cuyo título es una floja traducción la de amores, pues se trata ahí no del amor simplemente, sino del ischk o pasión exaltada, sublimada, de una suerte de locura que puede conducir al «crimen pasional», a la furia agresiva, a la hebefrenia o al suicidio lento del místico desasido del mundo; es el caso de decir: o locura o santidad.
Kosegarten expresa el estado de esos enamorados con la frase latina percitus amore, que corresponde más o menos al kamopahata-chittanga de los sánscritos.
En ese estado se encuentran Tárafa, Antara y muchos héroes de los antiguos romances árabes, retocados después por rapsodas influidos por el gusto y la moda persas. Y ese es el estado por que pasan los héroes de la novela caballeresca occidental, los Rolandos y los Amadises, hasta el último de ellos ya enfermo de caricatura, Don Quijote.
No es necesario llegar al siglo XV para encontrar amantes que se mueren de amor por su dama lejana o inaccesible o le consagran un culto platónico que dura hasta la muerte. Y Asisa, la prima de Asís, el de ese patético cuento intercalado en la Historia del príncipe Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437), y Alí-ben-Bekkar y su amada Schemsu-n-Nehar (Noches 138 a 147), tienen ya sus precedentes en la literatura del desierto.
Famosa es en él esa tribu árabe de los Benu-Uzra o hijos de la Virgen, cuyos individuos eran otros tantos Dantes y aun superDantes, pues morían de amor cuando, por razones económicas o políticas, les negaban sus Beatrices y no tenían la flema de aguardar a verlas casadas y madres de hijos que no eran suyos. Claro que tampoco siempre sus Beatrices llegaban a casarse sino que vivían o se iban muriendo poco a poco solteras, puesto su pensamiento en su amado imposible.
Así el poeta usri Chamil y su amada Botsaina precursores de nuestros amantes de Teruel, «tonta ella y tonto él», según la frase popular, que demuestra la incomprensión ibera para ese género de amores, quizá introducido entre nosotros por los moriscos. También Alí-ben-Bekkar muere expresando su último deseo de que lo entierren junto con su amada Schemsu-n-Nehar. Y también nuestro pueblo ha hecho suya esa frase como expresión irónica del deseo de esos suicidas por amor: «Que los entierren juntos», lo cual indica el exotismo de esos sentimientos.
Todoesto nos demuestra la injusticia de esos detractores de los semitas, como Roso de Luna, que los culpan de groseros y sensuales, incapaces de sentir en otra forma que la sexual y específica. Eso es injusto y, al par, inexacto; eso es querer rebajar a los semitas para ensalzar a los arios, vestir la pasión con ropaje erudito.
En Las mil y una noches hay sobradas pruebas de no ser así, y la literatura es la conciencia de los pueblos. Toda esa lírica erótica que siembra de madrigales estas historias prueba que el alma semita puede sentir el amor con la misma nobleza y pureza que los arios y escribir páginas de ternura, poemas de amor que no tienen nada que envidiar a los de Rama y Sita o Nala y Damayanti en la literatura sánscrita.
LA PORNOGRAFIA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Hablar en absoluto del grosero sensualismo de los semitas es igual que llamar pornográficas a Las mil y una noches, porque hay en ellas pasos de tono licencioso, boccaccesco, expresados con una crudeza verbal que hoy nos parece de mal gusto.
Eso de la pornografía de Las mil y una noches es algo que no puede negarse; pero haciendo la salvedad de que solo existe con respecto a nosotros, pero no con relación a los orientales, que tienen un modo muy distinto de apreciar esas cosas.
Burton ha precisado muy bien los términos de la cuestión, trasladándola de la moral a la Geografía y el Tiempo, o sea la Historia.
«El turpiloquium miliunanochesco—dice—es una indecencia ingenua, infantil que, desde Tánger al Japón, se observa hoy mismo en la conversación general de las clases alta y baja, sin que a nadie le choque. Son esas expresiones simplemente descriptivas de situaciones naturales.»
Un escritor francés ha dicho: «Les peuples primitifs n'y entendent pas malice; ils appellent les choses par leurs noms et ne trouvent pas condamnable ve qui est naturel.»
Y Mardrus, en el prólogo a su versión, repite esas últimas palabras, encareciéndolas con estas suyas:
«Entiendo por pueblos primitivos aquellos que aún no tienen una mancha en la carne o en el espíritu y que vinieron al mundo bajo la sonrisa de la Belleza... La literatura árabe ignora totalmente ese producto de la vejez espiritual: la intención pornográfica. Los árabes ven todas las cosas en su aspecto hilarante; su sentido erótico solo conduce a la alegría, y ellos ríen de todo corazón, como niños, allí donde un puritano gemiría de escándalo...»
Tienen razón Burton y Mardrus al considerar las pornografías o licencias de Las mil y una noches como inocencias, primitivismos, expresión natural de pueblos que, sea por lo que fuere, no han alcanzado el grado de pudor externo que nosotros, o, mejor dicho, quizá entienden el pudor de otro modo. La mujer árabe se vela la cara y muestra los pechos. El regüeldo en la mesa, que entre nosotros es de mal gusto, es entre los árabes un homenaje al anfitrión que nos invita. Y además, esos orientales siguen comiendo con los dedos. Pues a esa serie de gestos pertenece el turpiloquium de Las mil y una noches y de todos los libros orientales.
Es algo sencillo, natural, que solo nos choca a nosotros, y nos choca hoy, al cabo de siglos de elaboración de un sentimiento severo del decoro. En otro tiempo tampoco a nosotros nos chocaban esas licencias, que también nos parecían naturales.
En todos los escritores europeos de la Edad Media y aun de principios de los Siglos de Oro, en Chaucer, en Rabelais, en Juan Ruiz, en Cervantes, se encuentran vocablos y frases que entonces se escribían y se decían sin herir la delicadeza de nadie y que hoy, en cambio, nos hieren.
Aquellos hombres escribían con una franqueza pareja de la sencillez con que hablaban y comían, sin eufemismos ni tenedores, y estampaban en sus obras vocablos y frases que el censor teológico de entonces dejaba pasar y el censor literario de hoy tacha, por razones de buen gusto y no de moral.
Se ha necesitado mucho tiempo para que tales ingenuidades pareciesen lo que en realidad son: primitivismos, plebeyismos, groserías sin malicia, pero censurables.
Y esa censura no la ha impuesto ninguna ley ni ningún censor oficial sino la propia autocensura de los hombres evolucionados; la misma que ha prohibido el eructo ruidoso y aun el leve bostezo, ese suspiro desgraciado.
Ha sido la opinión pública, la sociedad misma formada por hombres y mujeres, la que ha proscrito esas licencias, de los libros y de los salones, relegándolas a los tinelos y burdeles y a los libros francamente destinados a solazar a la plebe en común o al burgués a sus solas.
Esa represión, puramente externa que se opera hacia el siglo XVIII, pertenece al capítulo de la buena crianza; suprime la expresión, pero permite 1a intención, y da lugar a una literatura más pornográfica todavía, de una pornografía espiritual, insidiosa y larvada, que se vale de doble sentido, del equívoco, y, afectando aires de inocencia y con el lenguaje más correcto, se permite decir en los salones y escribir en los libros, sin que nadie se escandalice, 1as cosas más tremendas; de ahí surge el arte malicioso de leer entre líneas. En el siglo XVIII nadie lee ya a Boccacio, sino a Choderlos de Lacios y a esos abates que escriben «con guante blanco». Es la literatura rosa de nuestros días.
Los orientales no han llegado aún a esa depravación.
No está en la naturaleza del árabe el deleitarse en la imaginación erótica, al modo del occidental, ni hay margen para una literatura pornográfica como la nuestra en países sin vetos respecto a esa materia, y donde esa literatura nuestra de los Aretinos del XVI y 1os abates franceses del XVIII solo podría mover a risa.
Las mil y una noches—tiene razón Mardus—, son impúdicas, pero inocentes. O si queréis inocentonas, porque son sencillamente naturales y no podrían sostener el parangón con esa literatura insidiosa y solapada de nuestra novela blanca y rosa.
El realismo erótico de Las mil y una noches forma parte de su realismo natural y es un reflejo de ese complejo sentimiento que, en los países islámicos, vela el rostro de la mujer y deja al descubierto sus pechos maternales.
Nada menos propicio al erotismo imaginativo que el espíritu del Islam, que solo pone a la satisfacción sexual un tope económico: el de las mujeres que cada cual puede sostener, y en el que los vínculos conyugales se atan y desatancon esa facilidad que puede verse en la anécdota de Harunu-r-Raschid y el imán Abu-Yúsuf, según el cual puede el buen creyente casarse y descasarse tres veces en un día.
En régimen social tan expeditivo ¿qué lugar habría para una literatura pornográfica? El mismo que en un paraíso de nudistas.
Hay desde luego, en la literatura árabe tratados de didáctica erótica, como el famoso Kamasutra del indo Vastyayana (Vastyayaniyakamasutra) y sus numerosas imitaciones, que pueden verse enel imponente estudio del alemán Ricardo Schmidt—y de las cuales la más conocida entre nosotros es el Ananga-Ranga (Escenario de la diosa) deKalyanamalla—, y en este sentido puede citarse toda una biblioteca árabe de libros análogos, como el Kitabu-l-Isha fil'lm n-Nekah (Libro de la Exposición en la ciencia del coito), atribuido al teólogo Suyuti, o el Kitabu-n-Nauasiri-l-Aik fi-n-Naik (Libro de los esplendentes verdores del Loto en la Cópula), del mismo docto y venerable autor, o el Kitabu-r-Rechuisch-scheij ila sebá fi-l Kuuati-l-Bah (Libro de la vuelta delanciano a la mocedad en la potencia de la copulación), de Ahmad-ben-Soleimán, apellidado Ibn-Kamal Paschá. Pero todos esos libros son tratados de educación sexual, exposiciones de técnicas comparables a manuales de cultura física, catálogos de actitudes, que resultan más bien aburridos que otra cosa, pese a sus sugestivos títulos, y escritos con toda seriedad por sus respetables autores como textos de una rudimentaria eugenesia, y con la sana intención de servir los grandes fines de la reproducción de la especie, el «Creced y multiplicaos» del Creador, intención idéntica a la que guía a los rabíes talmúdicos en sus disquisiciones sobre lo lícito y lo ilícito, en la técnica práctica de la cópula.
El primero de los libros citados de Suyuti empieza con esta ingenua invocación: «¡Loado sea el Señor, que adornó los virginales pechos con tetas y formó los muslos de la mujer para que fuesen yunques de las moharras (lanzas) del hombre!»
Pero en vano se buscaría entre los árabes una literatura francamente pornográfica, destinada exclusivamente, como entre nosotros, al regodeo sexual, al encandilamiento de los sentidos o a procurar una satisfacción ilusoria a los deseos represados. No hay margen en Oriente para esas lascivias insidiosas, complejas y refinadas, que los vetos sexuales inspiran en Occidente, y las licencias de los escritores, sus desnudeces verbales, no son exhibiciones, sino franquezas adánicas, naturalidades de gentes que viven más que nosotros según la Naturaleza, cuando no resortes para mover a hilaridad, con esa risa ancha, inocente, infantil, que ya solo conservan los orientales y los negros.
Es cierta la observación de Mardrus: lo pornográfico entre los árabes tira a lo cómico y es un resorte para producirlo. Recuerdan a los hijos de Noé, que se rieron al ver a su padre desnudo. Reacción que, aun entre nosotros, provoca la exhibición no intencionada de las zonas íntimas del pudor, que nos trasladan por un momento al estado de naturaleza. Las tentadoras son las semidesnudeces, las penumbras, pues todo es inocente a plena luz. Y en esa plena luz viven los orientales.
En vano se buscaría en su literatura libros apologéticos, o por lo menos justificativos, de la inmoralidad sexual; la pederastia, por ejemplo, es una plaga entre ellos, también a titulo de supervivencia de una práctica que fue común a todos los pueblos antiguos (¿a los antiguos solamente?); pero no se encuentran en su literatura libros de intención wildeana, como el Corydon, de Gide. Las historias de tipo wildeano—digámoslo así—que figuran en Las mil y una noches son cuentos para hacer reír.
Haría mal quien pensase, por esos signos exteriores del turpiloquium miliunanochesco, que los árabes no tienen pudor, pues en el Corán puede verse cómo el Profeta previene cualquier revelación sexual prematura a los niños, recomendando a los creyentes que, al hacer sus abluciones, pongan un velo entre ellos y los menores de edad, y en este mismo libro que comentamos, en la Historia de Tauaddud, la esclava (Noches 269 a 280), se nos dice cómo esta, al ser interrogada por los doctores que la examinan sobre el tema de la unión sexual, tiene un gesto de auténtico pudor y vacila en contestar, teniendo que animarla el propio jalifa.
Y otro ejemplo de ese mismo pudor nos ofrece la sapientísima Sayyidetu-1-Muschaij cuando, al final de su muchádila sobre los sendos méritos del varón y la hembra, se disculpa de haber traspasado, en la apología de su sexo, los límites del decoro y haber hablado de aquello de que no debe hablar una mujer honesta.
Ambos pasos indican que también entre los orientales existe ese sentimiento de pudor y el buen gusto, actuando de censura autónoma y marcando zonas pudendas en la literatura.
Esa censura ha relegado ya a la esfera de lo plebeyo y malsonante y desterrado de la literatura impresa el turpiloquium, la expresión natural y desnuda, y en los libros y, sobre todo, en las revistas ilustradas como el Al-Ahram, de El Cairo, se guarda la misma pulcritud y delicadeza que en las nuestras de Occidente. Esas libertades seguirán subsistiendo en la conversación, en la literatura hablada, que es por así decirlo, irresponsable; pero no en la literatura impresa, pues la letra de molde impone a la palabra responsabilidad y conciencia. La palabra se ve a sí misma mejor en la letra de bulto, y se ruboriza.
Por lo demás, siempre, aun en los tiempos de mayor licencia, existió la urbanidad en el hombre y en el escritor el decoro, el pudor verbal, que es también la urbanidad de la letra. Nunca los señores se expresaron con la libertad de la plebe, y en los escritores del siglo XVII nuestro—para no ir más lejos, en Cervantes—puede seguirse la doble línea plebeya, popular y aristocrática, en los respectivos lenguajes de Sancho Panza y Don Quijote. Hay pueblos que desde sus primeros momentos literarios se nos muestran, ya sea por temperamento, ya por una educación precoz, limpios de esos tildes sensuales y groseros, como el ario, que por eso ha dado lugar a que se le llame pueblo de señores. Esa pulcritud es uno de los fundamentos de la postulada aristocracia étnica de los arios y de su moral superior. Los poemas sánscritos más antiguos aparecen puros de toda contaminación sensual y desligados de ese complejo erótico-intelectual con que los semitas conciben los conceptos más sublimes y que entre los arios solo aparecen en el Gita-Govina de la decadencia. También griegos y romanos alcanzan pronto, o por menos sensuales(que no lo creemos), o por herenciaaria, esa línea del decoro, que entre los romanos se ha hecho proverbial como integrante de su «majestas», y que relega la licencia de tema y expresión a la zona de lo pudendo y punible. Baste recordar el destierro con que pagó el, por otra parte, tierno y delicado Ovidio sus licencias de esa índole en su Ars amandi.
Lo pornográfico, lo obsceno, quedó pronto entre ellos relegado a los tinelos y burdeles. Y si poetas como Marcial (el ibero, que es ya otra cosa) da ciento y raya al pobre Ovidio en sus Epigramas, sin sufrir daño mayor, débese en primer lugar a que rima sátiras condenatorias del vicio y también a que las atiborra de sal.
No se vaya a pensar tampoco que olvidamos los cuentos milesios de los griegos ni las comedias fescenianas de los romanos; que son literatura primitiva, tosca, como su lenguaje aún no cuajado; pero véase, en cambio, el pudor, la delicadeza con que en Dafnis y Cloe, esa novelita de la época decadente del helenismo, aparecen tratados los misterios sexuales.
En las decadencias se acentúan los extremos, pues son extremos ellas mismas. Eldecoro, las buenas formas se han exagerado ya tanto, que pesan sobre el hombre, como la propia indumentaria, recargada hasta un punto que lo cohíbe, y por reacción tratan el hombre y el escritor—que es el hombre en acto de conciencia—de zafarse esos estorbos, y surge el libertinaje verbal como reacción contra el kant inglés con Byron, y sigue luego con los cultivadores del naturalismo y el realismo, y el expresionismo gráfico, que representa una rebelión contra esa criptografía con que la civilización ha cubierto—según Freud—la primitiva grafía natural, y que hay que arrancar a tiras, un ansia de regresión roussoniana a la Naturaleza, paralela al nudismo, cuyas primeras manifestaciones apuntan ya a fines del siglo XVIII, y entonces surgen libros como La Glu, de Richepin, que provocan un clamor de protesta y un general reguero de aspavientos explicables.
Y en seguida surge la palabra infamante: pornografía. Y la observación: «Eso mismo podía haberlo dicho de otro modo.» Sí; con guante blanco. Que es lo verdaderamente inmoral... Pero, en fin, esa reacción del público y la crítica entre nosotros es muy explicable, y es la misma que una versión de Las mil y una noches, sin velaturas, tiene que provocar, aunque solo se trate en ellas de licencias verbales que en Oriente, según Burton, a nadie le chocan.
Sea como fuere, nosotros, que hemos pasado por esa evolución del pudor y el buen gusto, no consideramos elegante ni decente ese exhibicionismo oriental; Las mil y una noches están llenas de inocencias que estimamos pornografías, y Galland hizo muy bien, por un doble concepto, en velar esas desnudeces de expresión obrando como Sem al echar piadosamente su manto sobre su padre—un gesto púdico, de alto valor en la Biblia—, y levantar ese estuco en las ediciones integrales; solo se justifica a titulo de documentación científica, de curiosidad intelectual, y que debe quedar reservada para lectores capacitados por su autocontrol para esos gestos audaces, y no abiertos y accesibles para lectores simplemente curiosos y aturdidos; son esos pasos zonas peligrosas, a cuya entrada hay que poner por lo menos cartelones indicadores.
Desde luego que la pornografía, como tal, no tiene ningún interés ni valor defendible; lo único que cabe defender es el derecho del escritor serio a expresar íntegramente la verdad de la vida y del ser, y no solo de un modo parcial, incompleto y falso; la verdad psicofísica, exacta y justa, como lo haría un naturalista. Pero es muy difícil que un escritor así eluda la nota de pornográfico y no tenga que pasarse toda la vida defendiéndose.
Se ha necesitado un proceso muy largo para llegar a establecer las reglas del buen gusto que rigen sobre la humanidad vestida, y no menos largo habrá de ser el inverso, pues esas cosas naturales han llegado a no serlo y mucho tiempo ha de pasar hasta que recobremos la suficiente naturalidad para ver naturalmente esas naturalidades, lo que será así si prosperan los intentos de los nudistas que se entrenan para esa indiferencia en sus parques cerrados. Pero hasta entonces todo ese sector de la vida natural estará reservado para círculos de la intimidad. Los hombres y mujeres sentirán el pudor de sus sentimientos y ninguna mujer, sobre todo, será capaz de lanzar ese reclamo de hembra en celo que una heroína miliunanochesca lanza en verso desde su azotea solitaria, llamando a los hombres como una Melisenda, que arde en deseos, aunque literalmente sea de una gran belleza y verdad.
LO COMICO Y LO PATETICO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»:
GRACIA, SAL GORDA Y GUASA
En relación con esos primitivismos e infantilismos que acabamos de mencionar, puede analizarse la calidad del elemento cómico en Las mil y una noches, ya que su salacidad cae justamente bajo esa rúbrica.
Empecemos por decir que, en la literatura oriental, no hay espacio para la ironía y mucho menos para el humor, entendido a la inglesa, y que no aparece en la isla sino muy tardíamente, en el siglo XVIII, con Sterne, es decir, cuando el hombre civilizado posee ya un escepticismo y una ecuanimidad que le restan entusiasmo impulsivo y le confieren ese sentimiento de superioridad, esa ataraxia que le permite contemplar sin mucho dolor el tragicómico espectáculo de la vida. El humorismo marca el más alto grado de evolución y madurez en el hombre.
El entusiasmo, la fe, son algo infantil. Y se comprenderá que los árabes no han podido elevarse a ese grado de emancipación intelectual, de frialdad objetiva, de que incluso los más de los europeos somos incapaces, hasta el extremo de haberse dicho que el humor es planta literaria que solo puede darse en el clima inglés y no admite trasplante.
Tampoco tienen los árabes esa capacidad para la ironía en que fueron maestros los griegos. No son propios de suyo para refrenar sus emociones de iracundia y expresarlas en esa forma que Aristóteles definió «ira educada», pepaidevmeni ibriks. El árabe reacciona violentamente, dice las cosas a las claras, por su nombre, y no tiene tiempo para cambiar la cólera en ironía. Lo que no quiere decir tampoco que, en absoluto, no lo tenga y no sepa manejar esa clave conmutadora. Lo que queremos sugerir es que no es la ironía su cualidad característica.
Hay en el libro historias en que asoman tipos de perfil psíquico y comportamiento de humoristas. Hombres que saben conducir con toda seriedad una broma y fingir una ingenuidad que engaña; pero esos individuos son más bien unos guasones que unos humoristas.
Lo que en Las mil y una noches hay a puñados es sal; sal fina y sal gorda, más que nada de esta última. Las mismas variedades de sal que se advierten en nuestra literatura. Y precisamente la calidad de esa sal permite señalar en los cuentos y anécdotas del libro las corrientes regionales que la arrastran y los focos irradiadores de donde esos cuentos proceden.
Dos variedades principales se acusan en la gracia árabe; la egipcia y la siríaca. Hay también una tercera, la de más vasta calidad y más honda intención, que viene de las salinas tártaras.
Enel mismo libro podemos ver marcada esa distinción entre lo cómico egipcioy lo cómico siríaco, en la Historia de los dos graciosos (Noche 584), el de Dimechk y el de El Cairo, que compiten por la palma del género. En ella el siro sale perdiendo; su gracia, con ser mucha, resulta basta, burda, gorda, comparada con la de su rival. Hay otra historia también de un siro que va a El Cairo con aires de conquistador y que tiene que volverse a su tierra chasqueado, burlado y saqueado por tres chicas cairenesas.
Hay entre siros y egipcios la misma pugna tradicional tocante a la gracia que entre gallegos y andaluces, siendo los siros los que allí hacen el papel de gallegos.
Al siro lo tienen los egipcios por pesado, tardo de comprensión, fácil de engañar, y desde que un siro aporta por El Cairo, ya están pensando en la forma de divertirse a su costa, gastándole bromas semejantes a las que en Andalucía suelen gastar a los gallegos que allí llegan por primera vez. La cosa no es rara, ya que los andaluces, sobre todo los sevillanos, tienen una herencia de moriscos, cuyos abuelos procedían en gran parte de Egipto.
El egipcio es alegre, travieso, guasón sin caer en lo patoso, mujeriego, conquistador de mujeres y de una frivolidad que forma contraste con la gravedad sesuda de los siros. El egipcio tiene fantasía, es creador y poeta; el siro tira a filósofo y es traductor nato. Ellos principalmente introdujeron en la cultura árabe las obras de los filósofos griegos y de los sufíes persas.
El tipo popular representativo de la gracia sira ese Fenianus, que en las anécdotas que le cuelgan se manifiesta como un inocentón de comprensión tardía, y que necesita siempre de su madre o su mujer para no cometer pifias y torpezas de a folio. Es la víctima predestinada de los timadores de los zocos y, desde luego, de los pícaros egipcios.
La picaresca primitiva, no la libresca, parece arrancar de Egipto, país notado ya de truco y magia entre griegos y romanos. En El asno de oro, en el Satiricón, ya aparecen los mixtificadores, los pícaros egipcios, con rasgos que favorecían su asimilación a los gitanos, esos gipsies en los que muchos han querido verlos.
La Historia de Ahmedu-d-Dânaf y Hasán-Schumán con Dalila, la ladina, y Seineb, la trapisondista, su hija (Noches 387 a 394)—que se desarrolla en Bagdad—es iraquesa por el lado de esas mujeres, pero egipcia por el de los verdaderos pícaros y tunantes, personificados en el jefe de Policía del jalifa, Ahmedu-d-Dânaf que, antes de trasladarse a Bagdad, tuvo una larga historia con la Policía de El Cairo, y de El Cairo es también y de allí se lo trae su protegido, Alí El Azogue, que con sus enredos y picardías da materia para una segunda parte del cuento.
Casi todas las historias miliunanochescas que tratan temas de amor y picardía mezcladas con magias a cargo de héroes guapos y atrayentes, como la de Alí Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492), proceden de El Cairo o Alejandría; la del visir Nuru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din (Noches 20 a 25), una de las más ligeras, vaporosas y encantadoras del libro, empieza y termina en El Cairo y han debido de escribirse allí, según indican, además, los idiotismos caireneses que los críticos descubren en ellas.
También las doce historias que cuentan los doce capitanes de Policía del sultán egipcio Baibars (Noches 533 a 542) son de las más joviales, lindas y vaporosas del libro.
Y en El Cairo se radica esa Sina, la hija del garbancero, que tiene toda la línea garbosa y dicharachera y toda la picardía de una andaluza, de una Juanita la Larga o una Mariquilla Terremoto.
Las historias radicadas en Siria son, por el contrario, de un tono grave, edificante, devoto, y se refieren, por lo general, a la época de los jalifas umeyas, al primer siglo de la hechra, en que el fervor religioso suscitado por Mahoma aún se mantenía vivo. Damascena es esa Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339), cuyo fondo lo constituyen las leyendas talmúdicas, que fantasean la figura del gran rey Salomón.
En Bagdad, que es el centro político del gran imperio, la corte adonde todo afluye, el París de ese Rey Sol islámico, la gran ciudad, abigarrada y cosmopolita, con su millón y pico de habitantes de todas las condiciones y razas y su población flotante de turistas, grandes señores, busconas y pícaros, se elaboran naturalmente las más complejas historias, según corresponde a la complejidad de su vida bullente y varia, rica en anécdotas de toda clase; alegres, serias y hasta misteriosas, por el lado de la magia y por el de la propia calidad misteriosa de toda metrópoli.
Bagdad tiene sus misterios como París y Londres; hay en ella rincones de placer y de crimen, tabernas y meretricios, mujeres fatales, vampiresas y chicas sencillamente alegres, como las de Berlín en el cuplet famoso; la aventura surge a cada paso y el raui tiene allí materia abundante para sus historias extraordinarias.
En la historia de Dalila y su hija Seineb y en las del segundo y el quinto hermano del barbero de Bagdad el cuentista levanta los picos del velo que encubre la verdadera intimidad de aquella vida tan honorable en apariencia y nos permite ver los mil enredos y trapisondas de una ciudad, tan pecadora y peligrosa como cualquier metrópoli moderna, de las que, con su crónica de sucesos, han inspirado siempre a los folletinistas, y la poca paz de que en esa famosa «Casa de la Paz» se disfrutaba.
Las historias radicadas en Bagdad se alargan en incidentes y episodios, y mezclan elementos realistas locales con otros fantásticos, procedentes de todos los cabos del imperio, desde la Tartaria al Egipto.
Son quizá las más interesantes de todas y su redacción aparece controlada por ese tono de superior elegancia y sensatez, propio de las cortes, que son, en todo, un promedio entre extremos.
La Historia del alhamel y las mocitas (Noches 9 a 19), con las en ella intercaladas, viene a ser como una quintaesencia de todo el libro.
Las historias situadas en Bagdad dejan traslucir su mayor proximidad a la Persia en miles de detalles y sabores, y sugieren más que otras la suspicacia de que allí se escribieron las historias básicas del libro, las más próximas al hipotético Hasar Afsanah persa. Aunque ya sabemos que algunos exegetas afirman resueltamente que fue en Egipto donde se empezó a escribir y se terminó. (Jakobs.)
Hay en el libro una serie de anécdotas, chuscas en general, pero con cierto fondo filosófico, cínico, que recuerda a Diógenes, atribuidas a Choja, el bufón oficial de Timur Lenk, otro personaje representativo de la gracia popular, cuyos chistes se han hecho populares.
La gracia de Choja, que a veces raya en lo más burdo, grosero y pornográfico, acusa otras una intención dialéctica, didáctica, en que su risa suena como los cascabeles de un despertador psíquico. Y ello hace pensar que las que no son de ese tipo son apócrifas y que es el vulgo quien ha realizado esa labor aumentativa y deformadora.
Es también, sin duda, el vulgo el que ha deformado y creado por su cuenta muchas de las anécdotas que van en el libro, atribuidas al famoso poeta Abu-Nuás, cuyas agudezas naturales, como las de Quevedo, dieron pie a los juglares callejeros para colgarle las suyas y satisfacer a las masas, que no se avienen a ver cegados esos ríos de buen humor.
Con lo dicho hay bastante respecto a sal y todas las declinaciones de la palabra. Pero aún hay que llamar la atención sobre esa silva desperdigada de «ocurrencias», «salidas» y «prontos» que hay en el libro y que son la muestras más auténtica de la viveza y rapidez con que reacciona el genio árabe para dar la réplica y desarmar con su gracia la cólera de esos terribles sultanes que, orientales al fin, no pueden escuchar un buen chiste, sin soltar la risa y tumbarse de espaldas.
Por todo ese torrente de hilaridad que circula por Las mil y una noches sirve de alivio a ese otro río caudaloso de llanto, que también las penetra. Ambos se contrarrestan y contrastan. Lo chusco y lo patético se dividen por partes iguales ese campo miliunanochesco.
Apenas hay en él historias en las que ambos raudales de humor y de pathos no concluyan y se mezclen. Los cuentos más alegres llevan siempre en su entraña una historia patética, en la que surge la evocación de alguna de esas ciudades muertas, encantadas, cuyos habitantes conservan apariencias de vida, como los de Herculano y Pompeya, pero, como ellos, se deshacen al tacto, juntamente con sus vestiduras. Irem, la multicolumnaria, la Ciudad de Azófar (las varias ciudades de Azófar), son evocadas de bajo la arena y el polvo que las cubren como una lava fría para atemperar la demasiada alegría de los oyentes y moverlos a reflexión y examen de conciencia. Son la copa de cristal preciado que el rabí talmúdico estrella en el suelo para moderar la excesiva animación de sus comensales. Es el mismo artificio que emplea Mahoma en el Corán para amonestar a los hombres y hacerles recordar sus postrimerías.
Y a fe que no se quedan cortos, sino todo lo contrario, los rapsodas miliunanochescos en ese capítulo de lo patético, pues dicen unas cosas tan tremendas y tan ciertas sobre esas postrimerías, describen tan al vivo las agonías de la muerte, la soledad y podredumbre del sepulcro—donde solo hay polvo, gusano y mosquedro, como dice el Pasuk hebraico—, que espeluznan y no creemos se hayan escrito cosas semejantes en ninguna literatura, como no sea tomándolas de la misma fuente hebraica, del Libro de Job y los Salmos, los Proverbios y el Eclesiastés.
Con esas representaciones ascéticas compensan y redimen Las mil y una noches sus locuras y licencias y equilibran los afectos del lector, haciéndole llorar después de haberle hecho reír. El llanto está siempre en el límite de la risa, que también hace llorar, y es facilísimo cambiarla en llanto con solo cambiar el resorte de ese diorama mágico y voluble de la vida, que indiferente en sí es alegre o triste, según se la mide.
Refiriéndose a los hombres, mortales por naturaleza, exclama Mahoma: «¿Y ríen y no lloran?» Y para hacerles llorar, les recuerda sus postrimerías. Pues eso mismo hacen los raui de este Corán profano.
REALIDAD Y FANTASIA EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Los árabes son hombres de gran sensibilidad, pero de poca imaginación. No son como los griegos y los persas, que a una fina sensibilidad unen una rica y alada fantasía. La imaginación parece ser don propio de la raza aria, habitadora primitiva de las altas mesetas asiáticas, en que se dilatan la respiración y la mente. Son los arios los que han creado toda la mitología de que luego se ha nutrido todo el folklore europeo y construido esos epos largos, complicados y aéreos, como montañas que hubieran levantado el vuelo y se cerniesen en la atmósfera. Son ellos los que han creado los héroes, los dioses y los monstruos, y sentado los cimientos de la comedia humana y divina. Todo lo maravilloso es obra suya, y la infancia de la Humanidad, con sus sueños, recuerdos e intuiciones, aparece plasmada en sus poemas más antiguos, que hablan una lengua cuya complejidad y precisión asombra.
Árabes y hebreos—hombres de desierto—no pueden presentar ante el historiador nada semejante. Solo comunican con el infinito, con lo suprasensible, por la emoción religiosa, pero en él no ven sino la soledad de Dios y no la pueblan con figuras ni la dramatizan con episodios interesantes. Angeles y demonios son creaciones de la fantasía del mismo origen. El infierno coránico está calcado hasta en su topografía sobre el modelo persa del Bundehesch, de suerte que las fuentes islámicas que Asín Palacios descubre en Dante son, en realidad, fuentes zoroástricas.
No seria de nuestro caso detenernos a demostrar estas dogmatizaciones, que, además, son síntesis de los estudios documentados de los historiadores y críticos. Y pasamos desde luego a decir que a los árabes les ocurre con la literatura narrativa lo que con la poesía. Apenas pasan de la emoción primaria, elemental, que parece satisfacerles, y no sienten la necesidad de complicarla y enriquecerla. Como los pueblos primitivos, se han detenido musicalmente en la melodía y en el epos no han ido más allá de la anécdota, del cuento, sin elevarse a la novela, como tampoco a la sinfonía. El árabe sueña, pero no sabe sacar partido literario de sus sueños. Abre los ojos y se olvida de lo que soñó. La vida real, la vida despierta, ese sueño lúcido, es el que mueve su inspiración, porque es el que hiere su sensibilidad. Lo que sucede es que esa sensibilidad resulta tan viva y apasionada que deforma las cosas reales, las abulta y exagera y las convierte por eso mismo en fantásticas, y les confiere proporciones únicas y singulares. Su principal resorte literario es la hipérbole, el encarecimiento, la insistencia. Sus alegrías y sus penas no son como las de los demás; lo que a él le ocurre no le ha ocurrido nunca a ningún otro. La menor desdicha es para él una tragedia enorme, que le hace sentirse blanco predilecto del Sino. Y de igual modo, la mujer que ama es la más bella de todas las del mundo y eclipsa al mismo sol. Es la psicología de un demente normal (valga la paradoja) que no lo parece, porque ese es su natural modo de ser; la psicología quijotesca, que de ellos se nos pegó a nosotros, según puede verse en nuestro folklore de origen morisco («cante jondo»). Y de la importancia que el árabe da a sus sensaciones y sucesos arranca ese afán de análisis y de introspección que da a todas sus producciones un carácter trascendental, ascético y, en cierto sentido, filosófico.
Hay otro elemento de tipo físico que también influye en la deformación de la visión real del árabe, y es el espejismo. El espejismo de los desiertos, que finge ciudades fantásticas, jardines y fuentes en medio de la llanura árida y la convierte ilusoriamente en un edén. Es el mismo espejismo que padece Don Quijote al cruzar los páramos manchegos. Y los efectos de ese espejismo deformador introducen un elemento maravilloso en la aridez de la vida real del árabe. El desierto beduino es el cielo y el mar del árabe y le inspira infinidad de metáforas e imágenes poéticas y se proyecta sobre el fondo real de suhistoria. El nómada, alucinado por la calígine desértica, por el reflejo de ese sol, que causa oftalmías, llega a perder la noción clara de la realidad, como un enfermo de los ojos. Contrae, además, la costumbre de entOmar los párpados y vive, en suma, en un estado de duermevela en que las cosas se desdibujan y se hacen de por sí poéticas. La siesta árabe, la kailulah, es un elemento creador de fantasías y leyendas, comparable a las noches de los países nórdicos. El árabe, un poco nictálope, es de noche cuando ve mejor y es entonces cuando se sienta a contar sus ensueños y delirios del mediodía, mezclándolos con sus experiencias reales.
Así nace su literatura narrativa en esas sesiones nocturnas, en torno a las fogatas del aduar—que entibian el relente y ahuyentan a los chacales—primero y en las terrazas de los palacios después, cuando tuvieron palacios.
Sus historias están cronometradas por la noche, hechas de retazos nocturnos, como toda la literatura oriental, incapaz de emanciparse de ese yugo temporal de las horas y elevarse a las regiones sin tiempo ni lugar precisos, en que se mueven los grandes poemas del Ramayana y la Ilíada, cuyos relatos corren libremente, sin que el hipo de la aurora corte el hilo del narrador.
La persistencia de esa medida nocturna es un fenómeno naturalísimo en Las mil y una noches, y su autor inicial no hizo más que seguir una costumbre y ajustarse a un precedente. Su mérito estriba en haber dado a esas noches un interés excepcional, vivamente dramático, al suspender el alfanje de la aurora sobre el cuello de Schahrasad y sugerirnos la idea de que cualquiera de esas noches puede ser la última de la narradora. Así surgió el primer folletín que se conoce en su «se continuará», cual si lo tirasen en la rotativa de un diario moderno. Esa angustia temporal que en Schahrasad se expresa es la de todas las noches, que sobrecoge al hombre desvelado, pues sabe que la noche siempre deja cadáveres que enterrar a la aurora.
Pero volviendo a nuestro tema inicial, el realismo de los árabes, las historias de Las mil y una noches, recogidas por ellos de un fondo inmemorial, llevan el sello de su realismo impreso en sus órganos más irreales. Historias como las de Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176) o la de Hasán, el joyero de Bazra (Noches 437 a 465), que proceden sin duda de una tradición oral exótica —hindú o persa—, se nos muestran entretejidas con elementos de la realidad árabe más patente. Basta fijarse en el hecho de que sea un árabe vecino de Bazra, perfectamente humano, el que llegue a encontrarse en contacto con esos genios y esas hadas del mito ario-persa. Siempre, aun en los más fantásticos cuentos, en esos cuentos para niños que su nodriza le ha contado a Schahrasad, el leitmotiv es enteramente real, humano, y ese humanismo es la aportación semita. El rapsoda árabe aprovecha argumentos ya existentes para injertar en ellos sus propias historias, su costumbrismo, operando una síntesis, una sincrasia, que tiene ya su expresión desde los primeros cuentos, en ese presentarnos a Harunu-r-Raschid, personaje enteramente histórico, actuando en un ambiente de magia y mito. Es el mismo fenómeno, después de todo, que se da en los fabliaux del medievo occidental, en el Poema de Alejandro y otros en que argumentos clásicos aparecen tratados por el modo entonces vigente, con una mezcla híbrida e interesante de vejez y juventud, de clasicismo y romance.
Todo lo que en Las mil y una noches es real y humano es injerto árabe. El rapsoda tiende siempre a la anécdota, a la cuasi historia, que es su predilección y lo que más le interesa: se acoge como un deslumbrado a la penumbra. Ahora bien: su historia, aun la real, es siempre cuasi historia, nunca historia del todo. Esa vaguedad de espejismo sestero se cierne siempre aún sobre esas anécdotas de tipo histórico referentes a los jalifas umeyas y abbasies que se incluyen en el libro y que seguramente no formaban parte del plan inicial del supuesto autor persa.
Hay en Las mil y una noches historia, cuasi historia y mito, armonizados en una fórmula compleja que, en suma, da a todo el libro un aire de fábula, una calidad poética. Y también ese aire de rompecabezas que muestra a la primera impresión.
Todo en Las mil y una noches aparece deformado como en un cuadro cubista, en el que se superponen los planos.
Los rapsodas manipulan a su antojo el material ya existente, introducen elementos nuevos y barajan los antiguos de un modo que se diría jugadores que quieren dar el pego. Resalta claro que solo aspiran a sorprender, a producir algo extraordinario, maravilloso. Sus historias lo son y constituyen el precedente de un género luego cultivado en Europa y en Norteamérica (Hoffman, Poe).
Sin embargo, fácil es ver que su inventiva se mueve en un círculo nada amplio. Sus argumentos se repiten con leves variantes, hasta parecer a veces el mismo—Historia de Hasán, el joyero de Bazra; del príncipe Almas, etcétera—, hasta el punto de que pueden formarse grupos de cuentos que caen bajo el mismo epígrafe, como lo han hecho Burton y Littmann—fantásticos, Caballerescos, anecdóticos, etcétera—, y reducir todo el grupo a una sola historia-tipo.
Lo que al escriba árabe le interesa no es tanto la novedad del argumento como las situaciones, los estados emocionales—de angustia, pasión o melancolía intensa—en que los héroes vengan a encontrarse. Siempre la sensibilidad primando sobre la imaginación. ¡Qué raro que los árabes no hayan tenido un teatro como los griegos, en el que ver representadas esas situaciones, que sienten tan patéticas! ¡Y, como los griegos, no se habrían cansado de ver pintada por distintos artistas la desesperación de Edipo o los remordimientos de Orestes, simbolizados en las Furias!
Ni el lector ni el oyente árabe se cansan nunca de leer o escuchar unas mismas historias, en que se reproducen las mismas situaciones patéticas, la alegría de unos amantes que vuelven a unirse después de la separación o de un hombre pobre que encuentra un tesoro y, de la noche a la mañana, se ve hecho un potentado, etcétera, etcétera, así como tampoco se cansa de oír ponderar la belleza de una mujer con los mismos tropos e hipérboles de siempre: los ojos como lunas o soles, las mejillas como rosas o anémonas, los labios como corales, es decir, en los mismos términos con que ya Salomón encarece la hermosura de su Sulamita.
El arte esencial del escriba se reduce a entreverar elementos y situaciones ya conocidos de forma que parezcan nuevos, extraordinarios, maravillosos. Sigue la costumbre de los confabulatores nocturni, de esos rapsodas, contadores de historias de noche, que los jalifas llamaban para que les distrajeran sus insomnios y que podían, si le daban gusto, hacerse ricos en una sola noche.
E insistimos sobre lo ya dicho: la raíz de esa emoción ante el relato del juglar, un tanto histriónico, es de naturaleza dramática y late ya en ella el germen de un teatro; de la Ilíada, recitada por los juglares, se desdobló la tragedia griega.
Pero ahí, como en poesía, los árabes no pasaron del status nascendi.
Resumamos las anteriores disquisiciones diciendo: que Las mil y una noches son una amalgama de historia, cuasihistoria y franco mito, operada no solo en lo tópico, sino en lo intimo y entrañable, por lo cual todos sus argumentos y sus personajes todos son de clasificación mixta, nunca puros, siempre más o menos bastardos.
Las mily una noches son, en cierto modo una escritura cruzada de doble y aun triple lectura, que hay que ir descifrando con la clave de los filólogos, los etnólogos y los psiquíatras, si se quiere ordenar ese rompecabezas y sacarle alguna sustancia más de la del simple pasatiempo.
No es todo fábula en Las mil yuna noches; hay en ellas mucho de historia, aunque aparezca presentada en términos fabulosos o sea fabulosa de suyo; a lo largo del libro pasamos de una época a otra y podemos vislumbrar diversos grados de evolución, política y social, y asistir a la formación, plenitud y decadencia del gran imperio islámico.
Claro que todo ello aparece ahí revuelto, confundido, sin orden cronológico, porque Las mil y una noches no son un libro de historia, sino de historias; pero, sin embargo, ahí está y brinda su documentación humana a los eruditos, que en ello experimentan un placer de grado superior, sin que el hecho de esa mezcolanza dañe al placer estético, sino todo lo contrario, pues acusa la misma técnica medieval que nos deleita en los tapices y los cuadros antiguos, y un gran poeta de la modernidad, Goethe, utilizó esa misma técnica de sinéresis como un recurso estético de gran valor en la segunda parte de su Fausto.
Es lo cierto que, merced a esa técnica, los anónimos escribas del libro lograron elaborar un fruto de injerto nuevo, especial, de un bouquet único, como el de esos vinos logrados por trasiego y que, por su sabor inconfundible, tanto estiman y paladean los entendidos; ese género literario de la historia breve, rara y patética, desconocido hasta entonces, y que, al ser conocido en Europa y en la América del Norte, provocó imitaciones de grandes escritores como Poe.
Esa fórmula de aleación de lo real con lo fantástico, propia de las creaciones oníricas, y que da a las historias del libro, como a las del gran norteamericano, un aire de verdad convincente, en medio de su mentira, y de mentira en medio de su verdad, y esparce sobre todo el relato una atmósfera de opio, es algo tan seductor que los escritores de Occidente han tratado de suscitarla en sí mismos, apelando al alcohol, la morfina y el opio. (Baudelaire, De Quincey.)
En ese estado de semialucinación viven los personajes miliunanochescos, que por eso se conducen de un modo raro y, al mismo tiempo, natural, que acaba por parecemos así también a nosotros. Son personajes reales; por lo menos, de la vida real, y, sin embargo, obran de un modo fantástico que desdice de su condición social y los distingue de sus congéneres del resto del mundo.
¿Dónde sino allí podemos encontrar esos mercaderes, sentimentales y espléndidos, que derrochan las perlas cual si fuesen vidrios sin valor y componen versos como poetas y ganan en finura, cortesía y delicadeza a los príncipes?
¿Han podido existir alguna vez unos mercaderes semejantes, que son la negación de su clase, según el concepto que de ellos tenemos en Occidente? ¿Y de dónde sacan esos tesoros, que tan fácilmente derrochan, cual si no les hubiese costado trabajo alguno el reunirlos?
¿Han existido alguna vez, ni en Oriente, mercaderes así? ¿Qué idea más romántica puede concebirse que la de elevar a la categoría de héroes de poema caballeresco a esos individuos de la condición más prosaica?
Pues eso es lo característico de Las mil y una noches; elque sus personajes reales se conduzcan como seres fantásticos y, en cambio, sus personajes francamente fantásticos se porten como seres reales y tengan sus mismas reacciones.
Esas princesas de casta genial, que habitan en lugares del mapa de la leyenda, llevan nombres de mujeres del mundo real y se enamoran de los hijos de los hombres y se conducen en todo, en su pasión, en sus celos, en sus odios y venganzas, como sus hermanas de sexo de la tierra.
Lo natural y lo extraordinario se confunden de un modo que ambos acaban por parecemos naturales. He ahí lo característico de Las mil y una noches: la facilidad con que nos hacen aceptar lo inverosímil y encontrarlo naturalísimo, cual si, al entrar en ese mundo suyo, nos dieran una pipa de opio que empezase a surtir su efecto.
El punto de partida en esas historias suele ser siempre sencillo, corriente, natural, pero las cosas no tardan en cambiar de aspecto, igual que los personajes, y de pronto nos encontramos ya en el reino de la quimera, sin que sepamos cómo. Diríase que se nos pega la credulidad del narrador, su aparente sinceridad, y nos volvemos como Sancho en compañía de Don Quijote.
No influye poco en ello el que las más de esas historias las cuente su protagonista, que presuntamente las vivió, y lo haga a impulso de una necesidad de confidencia, de desahogo personal a una pena íntima y honda, y no con ningún deseo de lucir galas literarias. Esto da a las historias un aire supremo de sinceridad y una fuerza de impresión tan grandes que, en épocas posteriores, novelistas cómo Dostoyevski y Maupassant han hecho de la confesión o la «Memoria» un resorte emotivo de efecto infalible.
Poco importa que el cuento tome después un giro fantástico y hasta inverosímil; el lector que siente desconfianza por el novelista se rinde ante el tono de verdad del narrador, que le habla en primera persona, sin pretensiones literarias, como habla la gente en los divanes de un café o en los bancos públicos de nuestros paseos, sin conocerse, a impulsos de un recuerdo que atosiga y no deja vivir; o de un conflicto íntimo que obliga a pedir consejo o ayuda.
Sirve de mucho, a ese fin, el que los protagonistas sean personajes reales, y hasta vulgares, pues a todos pueden ocurrirnos cosas extraordinarias y precisamente estas han de ocurrirles a hombres no extraordinarios, pues por eso lo parecen; la vida normal pude cambiar de pronto por un encuentro fortuito, por una mirada de hombre o de mujer; por un pensamiento extraño que, de pronto, nos asalta, y que no es sino la descarga psíquica de un antiguo complejo de aspiraciones reprimidas, de nostalgias y anhelos dormidos.
La vida puede cambiar de pronto al mirarnos una tarde de viernes en el espejo y vernos la primera cana, que nos hace repasar retrospectivamente toda nuestra vida y sentirnos fracasados.
Una palabra casual, un pensamiento inoportuno, un sueño, pueden remover en nosotros estados psíquicos latentes y poner instantáneamente en juego complejos atávicos, o infantiles, que nos convierten en otro hombre y nos muestran, con feliz evidencia, nuestro verdadero ser.
Y el hombre hasta allí sedentario y apacible—el mercader sensato y burgués—vuelve al nomadismo de sus abuelos y lo deja todo—como Simbad—por el anhelo de correr tierras y mares, yel hombre apático siente urgencias de amor y aventura, y el sensible y tierno, de una blandura decadente, tiene reacciones súbitas en que se manifiesta el fondo bárbaro y primitivo de su alma. Y el bárbaro y violento puede sentir de pronto unas ternuras y unas congojas de contrición que lo cambian en santo.
He ahí el proceso por el que esos hombres prosaicos pueden convertirse, no de la noche a la mañana, sino de un momento al otro, en héroes románticos.
Así les ocurre a estos personajes de Las mil y una noches, que tienen todos ellos una psicología anormal, ya sean mercaderes o príncipes, una psicosis latente, provocada por la pugna de los contrastes que se dan en su vida anímica y social, contraste de civilizaciones, de culturas, hasta de religiones, conflictos entre un fondo poético, bárbaro, anárquico y unas nuevas formas de vida política y social. El conflicto de toda la Edad Media y los personajes de Las mil y una noches tienen la psicología medieval; no hay que olvidarlo.
No acaban de aceptar la racionalización de las formas de vida ni de los conceptos tradicionales, están trabajados por el misticismo de los sufíes, andan vacilantes y abúlicos entre dos mundos distintos y en su desorientación son fácil presa de los demonios y de lo que creen su sino.
Todos esos personajes son más o menos endemoniados, se dejan guiar por su estrella y de ahí que anden como ebrios «y no de vino»—según su frase habitual—y se muevan con una seguridad engañosa de sonámbulos, en un estado de inconsciencia consciente, a impulsos de una ambición o de una pasión que los alucina, dejándoles la sola dosis de razón suficiente para que se den cuenta de su locura.
Esos buscadores de tesoros quiméricos, esos grandes enamorados hasta la muerte, son seres parcialmente enloquecidos, de esa misma locura, cíclica, intermitente, de Don Quijote; no son héroes primitivos de novelas caballerescas o epos como los Amadises y Rolandos, sino individuos enloquecidos por esas lecturas o esas tradiciones, héroes de segunda mano, como el caballero manchego, y sus aventuras son regresiones, a un estado que ya pasó.
Todo eso da a Las mil y una noches una fisonomía peculiar, inconfundible, que la distingue de nuestra literatura fantástica del medievo; la realidad hasta humilde de los personajes, convertidos de pronto en héroes, en sultanes poderosos, en Cresos opulentos, herederos de los tesoros de Solimán.
Y todo eso por obra del milagro, sin que rara vez pongan ellos nada de su parte; el caso de un Simbad, el marino, hombre de voluntad y de lucha, es tan raro en esa humanidad miliunanochesca que ha hecho pensar que se trata de una copia del Ulises griego.
Pero un fenómeno característico también de Las mil y una noches, que se deriva de todo lo dicho: todas sus historias, pese a los refrendos con que pretenden autorizarse y al tono de sinceridad con que sus protagonistas las cuentan, sugieren siempre la sospecha de lo falso, no acaban de convencer, y dejan la duda de que sus narradores no creen del todo en ellas y que acaso todo eso no han hecho mas que soñarlo, influidos por sus lecturas; esos tesoros fabulosos, toda esa profusión de pedrería y oro, todo ese lujo deslumbrante, todas esas decoraciones magníficas, acaban por parecemos espejismos de desierto, algo inconsistente y falaz, que se desvanece al tocarlo, como los tesoros de las ciudades muertas. Son el sueño de las gentes pobres, que, por serlo, sueñan con riquezas.
Es dudoso que tales suntuosidades hayan existido nunca en Oriente, y si existieron alguna vez eran ya ruinas en la época en que se escribieron estas historias. Eso es ya entonces ruina, arqueología, cosa muerta, y de ahí que estos personajes de Las mil y una noches, que se ponen en contacto con ese mundo muerto, tengan también aire de muertos, de figuras antiguas, de imágenes borrosas de abanico obiombo, y que su Bagdad, metrópoli real, resulte tan fabulosa como la isla de Uaku-l-Uak, en el mapa del mito.
El mucho sol del Oriente surte el mismo efecto que la bruma nórdica en Shakespeare: crear una calígine, propensa al espejismo, y todas las historias de Las mil y una noches se desarrollan en un ambiente de espejismo, que las dota de un especial encanto; caminan en él desorientados los personajes y nosotros también; no sabemos a veces si nos encontramos en la época de los patriarcas bíblicos, bajo la tienda de Abraham, entre princesas harapientas y descalzas, o en la corte suntuosa y refinada de Salomón, o en el reino fabuloso del mito, cuando es así que no hemos salido de Bagdad o Dimechk. Estas alucinaciones son características de Las mil y una noches, que, en cierto sentido, vienen, a ser un fumadero de opio, y por eso, en revueltas épocas de guerras y revoluciones, han brindado un refugio al ansia de evasión de los pensadores de Europa.
Nada es como es en Las mil y una noches: la China no es la China; ni la Persia, Persia; ni los mercaderes, mercaderes; ni los príncipes, príncipes; ni los hombres y mujeres son tales, pues se confunden con alifrites y algolas, y el elemento onírico acaba por cobrar tal poder que todo lo sincroniza, sintoniza y funde, formando finalmente paisajes y criaturas que no son de ninguna raza ni país, sino exclusivamente paisajes y seres de Las mil y una noches, tan típicos y especiales como sus historias, que, al fin se resuelven en fábulas. Y entonces no es ya el Islam únicamente el mundo de esos seres, sino más bien el Nirvana del Buda.
Y, sin embargo, ese mundo irreal tiene un fondo de realidad indiscutible; se desarrolla dentro del marco político y religioso del jalifato; dentro de unas leyes no siempre justas, que provocan por sí mismas conflictos de toda suerte en los individuos y hacen nacer en ellos el drama y la tragedia; hay una protesta sofrenada, hasta de carácter social, que apunta, por ejemplo, en la historia de Simbad, el marino, y Simbad, el alhamel, especie de contraste entre el rico Epulón y el pobre Lazaro del Evangelio; las corrientes filosóficas y místicas tratan de operar una revolución en las conciencias; hay una controversia, un debate perpetuo, que solo tiene a raya el poder autocrático de los jalifas, que van a todas partes acompañados de su verdugo; hay nacionalismos latentes de persas, tártaros, curdos e indios; la plebe trata de elevarse a la cumbre social, incluso a los tronos de la realeza, por medio del petardo y el timo; la mesocracia mercaderil busca el secreto del poder en la magia y la alquimia; más de un Cagliostro con turbante busca el oro filosofal o el elixir de larga vida, y organiza expediciones arriesgadas para descubrir tesoros ocultos en la tierra y el mar; hay hombres que sueñan con la aviación, los rayos X, la televisión y demás inventos modernos, de los que son anticipaciones la lámpara de Aladino y los caballos voladores y demás símbolos análogos; palpita un ansia de utopía en las criaturas; el drama colectivo se une al individual, creando complejos pasionales, psicopáticos, dignos del moderno psicoanálisis; en una palabra: ese dormido mundo de Las mil y una noches es simplemente una apariencia, un velo poético tendido sobre la realidad, y esos personajes de ensueño están palpitando de inquietudes, anhelos y ansias, bajo su apariencia psicológica simple, de primitivos, están llenos de las mismas taras, herencias morbosas y psicosis originadas del medio social y de la educación que los de la moderna novela psicológica que estudia esos fenómenos.
Toda esa inquietud se refleja en Las mil y una noches, solo que envuelta en una atmósfera de irrealidad que amortigua el fragor de sus palpitaciones y embota la punta de sus vértices. Aparte de que esa misma inquietud asume formas místicas, poéticas, en los propios individuos que las sienten, de acuerdo con el tono general de la época.
De ahí que los personajes representativos de Las mil y una noches no tengan ese poder impresionante de los personajes de la novela moderna que a ellos corresponden ni los problemas que encarnan nos hieran con la misma agudeza de arista.
Habría que pasar esos argumentos y esos personajes por la pluma de un escritor moderno para que adquiriesen toda su importancia política y social y saliesen del limbo poético en que aquí se mueven.
Sería preciso ahondar en su psicología, detallar su paisaje ambiental; en una palabra: emplear su técnica moderna que sería absurdo pedirle a una obra de tipo medieval como la que estudiamos.
En Las mil y una noches no hay psicología, como no hay paisaje. Todo en ellas es impreciso y vagó; tienen el infantilismo de las creaciones antiquísimas que surgieron en una época en que la Humanidad era aún niña. Son cuentos de niños contados por hombres que se placen todavía en ellos y no pueden prescindir de lo maravilloso y fantástico.
Hay que considerar siempre a Las mil y una noches desde el punto de vista de su íntima dualidad: muy viejas y muy niñas, muy sabias y muy ignorantes, a un tiempo mismo—y ese es su encanto—eruditas y populares.
LA PARADOJA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches son una paradoja, y todo lo que de ellas se diga ha de ser o de sonar a paradoja.
Es imposible considerar a Lasmil y una noches con un criterio único, cual a una obra clásica o moderna, de un solo autor y de una época determinada.
Las mil y una noches no son un libro, sino un libro de libros, y no son tampoco obra de un solo autor, sino de múltiples autores, de gustos e ideas muy diferentes; son, en resumen, una creación geológica, en la que pueden señalarse diversos estratos de distintas épocas, en los que el diamante alterna con el simple cristal carbonizado.
No puede decirse ninguna palabra definitiva sobre una obra así, siendo preciso siempre confinarse en la alternativa y el dilema, sin pretender nunca generalizar ni dogmatizar. Se trata de un libro «compensado», para emplear un término hoy en boga.
Las mil y una noches son siempre lo uno y lo otro; mejor dicho, lo uno y lo contrario, y de todo ofrecen ejemplares contradictorios; san muy viejas y muy jóvenes, populares y eruditas, ignorantes y sabias, piadosas y libertinas, varias y monótonas, como el nombre de Alá, repetido en infinitos monogramas, en una ilusión de politeísmo.
En la técnica de sus compiladores se observan primitivismos incomprensibles al lado de refinamientos de archicivilizados. Sus visires fríen ellos mismos el pescado que han de comer sus sultanes; sus princesas tienen el lindo pelo plagado de piojos y poseen, sin embargo, un alma exquisita.
Sus personajes más románticos se manifiestan con reacciones groseras propias de criaturas que viven en estado de naturaleza primitiva y ceden con toda naturalidad a los impulsos y necesidades naturales. Sus mercaderes se conducen como príncipes y sus príncipes son también mercaderes.
Todo eso puede considerarse como indicio de raza y estado social o como acomodación de los raui al gusto popular de su auditorio.
Los árabes de Las mil y una noches no han operado esa diálisis de lo noble y lo plebeyo, propia del Occidente, siempre más o menos influido por el prejuicio de castas, y sus personajes de novela muestran siempre una aleación de ambos elementos.
Hay también que ver en ese fenómeno un indicio de que esos orientales han conservado mejor que nosotros la naturalidad, la sencillez de las reacciones primitivas, espontáneas, y siguen manifestándose con la ingenuidad y franqueza del beduino, aun en el ambiente refinado de las cortes en que ahora viven. Es un indicio de tiempo al par que de raza, que también puede señalarse en la literatura helénica y en las novelas de caballería.
Esas reacciones espontáneas, impulsivas, que el hombre actual reprime en sociedad, fueron en otro tiempo tenidas por corrientes y naturales; los héroes de Homero lloran, dejando correr las lágrimas por sus barbas rizadas, sin que por esas muestras de debilidad tengan que avergonzarse ni se expongan a ser llamados «sentimentaloides».
Los orientales de estos cuentos no solo lloran, como los griegos, sino que, además, ceden a la llamada de sus necesidades naturales, mayores o menores, sin ningún disimulo, e interrumpen una escena de amor para ir al retrete o arrimarse a un árbol como si fueran pájaros o perros.
Eso, que es en el fondo Edad Media, pone a estos personajes en un plano de verdad, de ingenuidad, que los humaniza y los hace simpáticos sin quitarles nada de su importancia.
Y así como ellos no se imponen censura, tampoco el narrador se cohíbe para decirnos que sus héroes, por la fuerza de la emoción, se hacen aguas en sus zaragüelles.
Hay por ese lado una verdad psicológica o psicofisiológica que nos encanta, arrancándonos una sonrisa comprensiva y afectuosa, como una página humorística, del supremo humorismo de la Naturaleza y la vida que, a cada paso, nos recuerdan lo zoológico en el hombre.
Pero si fuéramos a considerar a Las mil y una noches por solo ese lado, nos parecería un libro absolutamente plebeyo, digno de relegarse a la más baja clase social de lectores.
Pero al lado de esos detalles los hay, a miles, de un refinamiento exquisito, como solo puede darse en las obras literarias de las épocas más refinadas y decadentes.
Por modo análogo, Las mil y una noches se muestran de un lado carentes de psicología, de psicología racional, como escritas por hombres enteramente ayunos de esa ciencia; en tanto por otro lado acusan un saber profundísimo y superior al nuestro en lo que se refiere a procesos de psicología anormal, a esas psicosis y complejos que hoy estudia la escuela freudiana.
Pueden hasta valorarse psicológicamente esos plebeyismos mencionados como expresiones de un realismo integral, de la verdad psicofisiológica del hombre.
Los enamorados de Las mil y una noches que, en sus entrevistas, empiezan por comer hasta hartarse y, como los pájaros, pican alternativamente en e1 alpiste y en la boquita de su pareja, y en medio de sus efusiones amorosas se ausentan para hacer una necesidad, son más reales que los de la novela moderna de Occidente, que dan la impresión de seres angélicos, exentos de necesidades fisiológicas que no sea la de amar.
Pero donde los rapsodas de Las mil yuna noches se acreditan de psicólogos es en el campo ya aludido de la parapsicología, de la psicología anormal, en que aparecen como herederos de una tradición antiquísima, de un tesoro de cultura psíquica, en cuya formación han colaborado hindúes, griegos y egipcios y que, perdido para el occidente, empezamos a recuperar ahora.
Es notable no solo el número de psicópatas que en estos cuentos figuran, sino también el tratamiento psíquico por el cual logran curarse.
El mismo libro no es, en el fondo, sino el proceso de curación del obseso rey Schahriar por el poder diversorio del cuento o la conseja, que adormece a los niños nerviosos.
La acción terapéutica de la palabra o la música en los estados neuróticos aparece ya empleada en la Biblia, dondeel rey Saúl templa sus nervios, en sesiones musicales, a cargo del arpa de David.
Schahrasad se propone curar al rey monomaniaco, víctima de la idea fija, por el poder de la palabra, y lo consigue, acreditándose de doctora en psiquiatría.
Pero no es el rey Schahriar el único enfermo mental que desfila por esta clínica literaria. Hay otros muchos, que también son sometidos al tratamiento psíquico por individuos, no precisamente médicos, que parecen poseer la ciencia de los faquires y emplean procedimientos de pura sugestión e hipnosis.
Un psiquíatra consumado es ese visir del rey Tachu-l-Muluk que, mediante una ingeniosa imagen dibujada en un muro, libra a la princesa Dunya de su complejo anándrico, provocado por un sueño.
No menos irreprochable es el procedimiento por el cual un dervisch anónimo y misterioso cura la hipocondría, el pesimismo afectivo, irracional, de un sultán egipcio, precozmente y sin causa concreta desencantado de la vida y descontento de su suerte, con ser tan magnífica.
El dervisch, para volverle la alegría a ese neurasténico que se cree y se siente un desdichado en medio de las maravillas y el lujo de su alcázar, se vale de la sugestión, haciéndole ver cuadros horribles de la que pudiera haber sido su vida, con lo que el monarca aprende a apreciar su suerte que le hizo nacer hijo de rey y no fel-lah o campesino, y se reconcilia con la vida y no vuelve a quejarse más.
Muchos son los casos de esta clase que se podrían espigar en Las mil y una noches y en los que son de admirar no solo el tratamiento empleado, sino también la propiedad y precisión con que el cuentista expone la sintomatología de esos neurópatas.
En eso los medievales autores miliunanochescos se anticipan a nuestros modernos novelistas, que ahora empiezan a conceder su predilección al estudio de esos dramáticos complejos.
Las mil y una noches están ya en ese grado de adelanto parapsicológico que nuestra literatura solo empieza a alcanzar en el siglo XIX como consecuencia de los estudios clínicos de Charcot, el inspirador de Dostoyevski.
Aunque también haya en ella—¿cómo no?—ejemplos de endemoniados tratados por el modo corriente en la Edad Media—concesiones al vulgo de escritores, que son también, en cierto aspecto, vulgo—; incluso en esos casos puede apreciarse una más fina comprensión al proceso. El cuentista explica el caso de la posesión demoníaca como una impostación, podríamos decir, de una voluntad ajena en el sujeto, que da motivo al desdoblamiento de la personalidad; un caso de alta sugestión, en suma, y el exorcizador se vale también de la sugestión, auxiliándose de medios materiales sin ningún poder terapéutico y que solo actúan de concentradores mentales.
Todo aparece ahí más racional, más científico, acusando la existencia de una tradición cultural, conservada por un cuerpo de astrólogos, adivinos e intérpretes de sueños, que no son otra cosa que psiquíatras, más o menos bastardeados, y, en ocasiones, hasta psicoanalistas de la moderna escuela.
Los sueños tienen una gran importancia como material psíquico en Las mil y una noches; regístranse en ellas toda clase de sueños admonitorios, proféticos, reveladores de anhelos reprimidos, que obran como ideas fuerza en la dirección de la conducta, determinando actos que no son enteramente conscientes. Un sueño encamina al joven Mesrur a la casa de Sinu-l-Mauazif (Noches 465 a 476) y le da bríos para conquistar su amor, pese a todos sus desdenes primeros.
Los sueños, las sugestiones incidentales, las semiideas o ideas subconscientes determinan ahí los actos, fijan los sinos y guían e impulsan al individuo, que cree obrar de un modo lógico y consciente. Realidad y alucinación se confunden, creando esa penumbra mental que ya hemos indicado.
La magia no hace, en el fondo, más que manipular estos elementos psíquicos, este ilusionismo natural de la vida fenoménica y provocar en sus sujetos estados de alucinación, autoengaño y catalepsia mental.
Un gran saber de estos misterios se trasluce en la mecánica—digámoslo así—de su exposición, y la historia del genio que guarda su alma (su verdadera alma) en una cajita y la esconde en el fondo del mar, para que no se la roben, es un eco de la creencia en la pluralidad de almas del hombre—racional, vegetativa, animal, nefesch-ruah-psiche-pneuma, nous, etcétera—y en el doble o cuerpo astral—que fue común a egipcios, semitas y griegos—y la clave por que se explican esos casos de bilocación, que se atribuyen a Jámblico, el alejandrino, en tiempos perfectamente, históricos.
Los casos de bilocación y de levitación y demás fenómenos análogos, así como los de telepatía y sugestión a distancia, tienen su registro en estas historias miliunanochescas, indicando en sus autores un gran conocimiento en esta parte de la metapsíquica. Notemos de pasada que también todo eso se encuentra en el Talmud, anterior a Las mil y una noches en varios siglos.
Todo esto es muy interesante para el estudioso moderno, que encuentra en estas páginas un eco, aunque sea deformado, de los grandes, enormes progresos que la ciencia del alma había alcanzado en la época de los neoplatónicos alejandrinos, como Jámblico y Apolonio de Tyana, que, merced al dominio de sus poderes anímicos, hacían esos milagros que los graduaban de taumaturgos.
En Las mil y una noches lo psíquico tiene tal importancia y amplitud que suplanta en ocasiones a la realidad y la reduce a una mera ilusión, haciendo que la vida parezca sueño y viceversa, como en esa Historia del durmiente despierto (Noches 576 a 583) en que se plantea, en términos angustiosos, ese problema del valor de nuestras sensaciones conscientes en relación a nuestra realidad existencial.
Lo subconsciente tiene tanta parte en Las mil y una noches como en la novela surrealista de hoy; como en ella, dirige la vida llamada consciente y dilata los marcos en que la razón inscribe nuestra vida y nuestro mundo; por ese reconocimiento del supremo poder de lo inconsciente, por el cual confinamos con el misterio y somos un misterio, todo se hace posible en estas historias; el Espíritu actúa no solo sobre nuestro mundo, sino sobre todos los mundos presumibles, y lo sabio se vuelve naturalmente popular.
Un nexo proustiano enlaza los procesos psicológicos y las series fenoménicas en variaciones infinitas.
Todo, en último término, viene a ser un espectáculo de alto ilusionismo, y todo está siempre en pleno devenir, en pleno estado de posibilidad.
He ahí una concepción muy moderan aunque sea muy antigua. En Las mil y una noches revive un saber ya olvidado. Y este libro de tono popular resulta tan erudito que, para entenderlo bien, se precisan múltiples claves.
Muy antiguo y muy moderno. Cuenta con aire de fábula cosas que han existido, y recoge constancias de instituciones y costumbres ya en su tiempo olvidadas, porque datan de la prehistoria.
El matriarcado, el rapto nupcial, el examen ante la Esfinge, el dote de las cabezas cortadas, etcétera, etcétera, todo eso que aún rige entre ciertas tribus salvajes de Africa y América, se registra en estas historias como cosa actual.
Hasta la importancia que el Tiempo tiene en estas historias corresponde a la que hoy se le da en nuestra moderna filosofía.
El Tiempo en Las mil y una noches es un personaje, comparable al sino, que determina la suerte de las criaturas; una de las dimensiones de nuestra vida. La de Schahrasad depende de una noche, pero Schahrasad no es sino un símbolo condensado de todos nosotros.
Esa misma paradoja que examinamos resalta también en el sentido filosófico o moral que pudiéramos asignarles a Las mil y una noches. Estas eluden toda apreciación dogmática en ese terreno, porque se abstienen también de toda apreciación dogmática.
En ellas no se dice nunca una última palabra sobre las grandes cuestiones metafísicas de donde se pudiera desprender una moral. Esos magnos problemas de la predestinación o el valor de los actos del hombre aparecen antitéticamente tratados y resueltos en este libro contradictorio, que viene a ser, más que nada, un gran debate abierto, una gran controversia, por el estilo de las que en la Edad Media se planteaban entre nosotros, en la Sorbona y en las escuelas de filosofía tomística, y en que esos siglos batalladores desfogaban su genio polémico y su ardor combativo; como en las academias de Occidente, también en las de Oriente se entablaban esas discusiones, esas escaramuzas de la Razón con la Fe, en que ésta, como es natural, decía siempre la última palabra.
Bagdad, como París, era un centro de controversias filosóficas y teológicas, en que hacían de Sorbona la casa del gran visir Châfar el Barmeki y el propio palacio de Harunu-r-Raschid y sus sucesores, y allí discutían sus tesis antagónicas los Abelardo y los Pico de la Mirandola orientales, sin llegar a otra antinomia que la impuesta por la ortodoxia del jalifa, apoyado en su poder político.
Eco de esas discusiones son las opiniones contrapuestas que hallamos alegorizadas en historias como las del «scheij», el de la mano pródiga (Noches 628 a 635), y las de Simbad, el marino (Noches 317 a 335), en que se tratan, con opuesto criterio, el tema de la predestinación y el libre albedrío, del poder de la voluntad y la acción del hombre-vírtus, gunas—frente al incontrastable del Sino—o sea el conflicto capital entre dharma y karma de los teósofos.
Todas las escuelas filosóficas y sectas teológicas del Islam, entreveradas con las corrientes místicas de los sufíes, pueden registrarse aquí argumentadas en forma de cuentos, que nada respetan, pues hasta el provincialismo aparece negado en historias como la de Chúnder, el hijo del mercader Omar, y sus dos hermanos (Noches 365 a 380) en que el bueno sucumbe.
Y no digamos nada de esas anécdotas que son como hojillas volantes de catequesis sufí, hebraica o búdica, en que se exalta la sublime grandeza del desasimiento terreno, con evidente injuria para los propios jalifas y demás representantes del poder y la riqueza, en pugna con otras en que se aprecia el valor del capital—como diríamos hoy—y se condena tácitamente ese ebionismo místico.
Opiniones hay para todos los gustos en Las mil y una noches, aunque todas se concilien finalmente, con el broche de la fe ortodoxa, y todas afecten un tono de buena intención; filosofía y misticismo luchan evidentemente en ellas y se ve la pugna de un racionalismo sensato, de tipo helénico, que se esfuerza por desembarazar los espíritus de los extremismos místicos, que son la herencia auténtica, la carga atávica de los orientales.
Hasta la cuestión social aparece tratada y resuelta, por cierto equitativamente, como solución paritaria de un conflicto entre capital y trabajo, en la ya citada historia de As-Sindbad, el marino, y As-Sindbad, el alhamel, que es una página admirable e interesantísima en que el capitalista se aviene a entrar en razonamientos con el proletario y lo convence.
Todo esto hace, en suma, que no se le pueda asignar ninguna intención última ni ninguna dirección determinada en sentido político ni de alta moral a este libro heterogéneo, medieval, más que nada animado de ese afán discutidor de la Edad Media, que trascendía hasta a las pacíficas y amables Cortes de Amor, donde el mismo Amor era el tema de controversia.
Todo eso se ve—o se entrevé—en la psicología que los rapsodas asignan a sus personajes, rectificando sus caracteres en variantes de un mismo argumento, y también en la complejidad vacilante que ya hemos señalado.
Lástima que no ahonden en esos procesos sociales ni en esas psicologías y tenga el lector que imaginárselos con los consiguientes riesgos inductivos.
Pero es evidente que en Las mil y una noches hay múltiples brotes heterodoxos, sobradas manifestaciones de lo que pudiéramos llamar librepensamiento islámico, escapes de volterianismo y resonancias parodísticas, para que los buenos creyentes no lo mirasen con recelo y suspicacia y los ulemas no tratasen de ponerlo, a su modo, en el índice, pese a las filacterias coránicas que se ciñen a su frente.
Por lo menos, debieron de mirarlo con desdén; en primer lugar, por ser un libro de tipo popular, escrito en una lengua no enteramente clásica, plagada de vocablos exóticos y de supersticiones groseras, y además, un libro de pura fantasía, una obra de poetas, y ya sabemos la aversión que, desde Mahoma, inspiraban los poetas por su vida irregular y frívola y su consagración profesional a la mentira a esos rígidos puritanos, que encontraban toda la verdad y toda la luz que el hombre necesita para andar por el mundo y llegar al otro en el Corán. Por lo demás, tal fue siempre la actitud de todas las personas devotas y serias frente a los poetas en todos los tiempos y países, en una humanidad que no puede pasarse sin ellos.
Esto explicaría la poca importancia que las personas cultas de los tiempos en que se elaboraron las Noches les concedieron, dejándolas al margen de su buena literatura, como historias y cuentos de juglares, propias para entretener a la plebe, y la poca importancia que luego de pasar al manuscrito y a laimprenta, les siguen concediendo a sus historias literarias, algunas de las cualesapenas las mencionan.
Son un libro mal mirado y hasta malformado en su patria oriental. Y es el Occidente quien en realidad ha valoradoesa perla chafada, que allí rodaba por los suelos.
LA MORAL DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Hemos tocado en el apartado anterior el punto candente. ¿Son un libro moral Las mil y una noches? Y puesto que así fuere, ¿qué clase de moral es la suya?
¿Son un libro moral? No enteramente, si se atiende tan solo al medio social y al tiempo histórico en que se desarrollan sus historias y en que viven sus narradores.
En ese concepto Las mil y una noches no rebasan el nivel de lo que en esos tiempos y en esos países se entendía por moral. Sus magnificencias literariasdiscurren en un ambiente de profunda miseria moral. Caen en el marco de la tiranía política, de la poligamia y laesclavitud.
Esas mujeres exquisitas y cultas, como aquellas hetairas helénicas que conversaban con Sócrates, son pobres esclavascompradas en los zocos, y con razón Maeterlinck siente pena e indignación por ellas.
Es un cuadro de moral bárbara y primitiva, que hoy nos subleva a nosotros, como al gran escritor belga, el que esos pintores delicados nos trazan. No podemos avenirnos a eso de que el escritor no se subleve ni indigne con nosotros. Y, llevados de ese sentimiento, tiraríamos lejos el libro.
Pero ese primer sentimiento de protesta se atenúa luego que pensamos que también los sublimes diálogos de Platón se desarrollan en un ambiente de esclavitud, de pederastia y de sujeción de la mujer, y que la moral en ellos predicada, y que se desentiende de esos problemas, no es tampoco hoy a nuestros ojos una moral.
Hay que situarse imaginativamente en los tiempos y no pedirles lo que no pueden dar, porque aún no les llegó la sazón. Y menos se le puede pedir tal cosa a una obra puramente literaria.
Por encima de esa moral corriente, hay en las obras citadas, lo mismo que en Las mil y una noches, destellos de alta moral, independiente de la moral de las costumbres, o, por lo menos, la preocupación de resolver los problemas éticos de la conciencia y elevarse hasta el imperativo categórico de Kant.
No se puede tachar de inmorales a Las, mil y una noches, ni al pueblo que las escribió, porque se sitúen en un terreno de baja moral, que era entonces la moral, y es arbitrario e injusto culpar, como Roso de Luna, de groseros a los semitas, por oposición a los arios, sus ídolos. No sabemos en qué el Panchatantra, por ejemplo, puede ser superior en este capítulo de la moral a Las mil y una noches, cuando tampoco rompen el marco opresor y cruel de las castas.
Es absurdo vincular la moral en una u otra raza; mucho más cuando esos groseros semitas tienen ya, mucho antes de que Aristóteles definiera la ética, su Biblia, de cuyo fondo profético arranca toda la moral de Occidente, incluso de los arios.
Y, sin embargo, en la Biblia hay también cosas que hoy nos disgustan. Solo que ese ambiente bárbaro e injusto en que se mueven avalora todavía más la voz humana de los profetas, que gritan y claman pronunciando palabras que hoy hacemos nuestras.
Pero, y nosotros mismos, que hemos llegado a sentir y percibir los contornos de la verdadera ética, ¿no radicamos en un ambiente de inmoralidad que nada tiene que reprochar al de esos orientales? Y, sin embargo, tenemos la preocupación de esa ética, por ella trabajamos y esa es nuestra disculpa ante los venideros.
Pues bien: prescindiendo de las limitaciones del tiempo y del grado de evolución social y política, Lasmil y una noches formulan también, por el modo indirecto del arte, protestas y rectificaciones a ese estado de atraso moral en que se encuentran sus escenas.
Aparte esas silvas de fábulas, ejemplos, sentencias y máximas en que se expresa la sabiduría antigua, la primera filosofía nacional que tuvieron los hombres, hay en ellas, en medio de sus curvas y arabescos, una línea constante que tiende hacia lo grande y lo bello, que forman la base de toda moral superior.
Hay en ellas un elogio continuo de esas virtudes afirmativas que forman por igual al héroe y al santo; la generosidad, el perdón de las ofensas, la grandeza de alma, el sacrificio de uno mismo por el bien de los demás; eso que hoy llamamos filantropía, altruismo y marca la más alta cumbre moral a que puede llegar el hombre.
El amor, que es la escala de Jacob por la cual el hombre más ruin puede elevarse a los cielos, tiene también mucha parte en este libro, que por él se inscribe dentro de la literatura romántica e impresionará siempre a las almas sensibles de todos los tiempos.
Aunque solo fuera por ese elemento del amor serían Las mil y una noches un libro de alta moral, pues el amor, aun en sus formas más primarias, es algo de suyo generoso, que niega paradójicamente su egoísta fin específico y es el genio travieso y rebelde que rompe los cuadros sociales y florece con rosas de gracia el adusto ciprés de la Ley. El amor en Las mil y una noches es el broche simpático que une a hombres y genios y mantiene el enlace entre los universos visibles e invisibles.
Las mil y una noches tienen una atmósfera de idealidad que envuelve y penetra todos sus ocasionales prosaísmos.
Llegan a ser divinas a fuerza de ser humanas, pues hay que rectificar lo que Cervantes dijo de La Celestina: que «sería más divi[na] si encubriera más lo huma[no], porque precisamente lo más humano es lo que marca el entronque con lo divino.
Las mil y una noches nos dan, en resumen, una lección de moral, solo que en la forma en que pueda darla una obra de arte; en términos de belleza, haciendo que nos enamoremos de sus grandes figuras y sintamos el deseo de parecemos a ellas.
Una cosa es constante en este libro tan vario: la apología de lo bello, moral y físico, y la condenación y burla de lo feo, en ese doble sentido. En eso Las mil y una noches son inexorables. No hay ruindad que no lleve en ellas su castigo ni grandeza de alma que no reciba su corona. Es la estética actuando de moral.
Todos los malos mueren en ella por do más pecado habían. El rey Omaru-n-Nômán, la vieja Zatu-d-Dauahi, los hermanos de Abdu-l-Lah-ben-Fázil, todos llevan su castigo en este mundo; la justicia inmanente actúa incluso sobre los genios, que parecen estar por encima de esa Némesis.
Una característica de Las mil y una noches es precisamente esa de mostrarnos la solidaridad que une a todos los seres, de todas las castas y planos, y hacernos patente la repercusión que un acto cualquiera puede tener en todo el ámbito de los universos.
El mercader del cuento que, al tirar impremeditadamente un hueso de dátil, mata al hijo del efrit, es una prueba de esa solidaridad que decimos y que hoy tiene ya una confirmación científica, en la teoría del determinismo, de la estricta concatenación de causas y efectos, que forman la trama de lo fenoménico.
Nada es indiferente en los universos ni nada en ellos se pierde, ni en lo moral ni en lo físico; las ondas astrales todolo recogen y lo fecundan. Esta idea, que ya aparece en el Talmud, donde se completa con la metempsicosis, resalta también en Las mil y una nochescomo base de una moral absoluta que rebasa razas y planos espaciales.
No hay que insistir más, después de esto, para demostrar que Las mil y una noches no son un libro enteramente frívolo y sin enjundia, como injustamente dijo en su tiempo el gran De Sacy, al afirmar, demasiado rotundamente: «Las mil y una noches ningún objeto moral o filosófico presentan», pues ese efecto, que luego les reconoce, de poderosa impresión sobre las almas, no se explicaría si no tuviesen, por lo menos, un fondo presumible de moral o de filosofía. Tan excesiva es esa afirmación de De Sacy como la de Roso de Luna, que les atribuye el valor de una revelación.
Las mil y una noches deben situarse en un plano intermedio; en el propio de las obras literarias, que no presentan a las claras ningún objeto moral ni filosófico, lo que no quiere decir que no lo tengan implícito, sino que, reflejo de la vida, lo expresan por imágenes, en un lenguaje simbólico, que de otra parte es lo bastante claro.
Hay que considerar a Las mil y una noches, como a los demás libros de su tiempo medieval, como a los Milagros, de Gonzalo de Berceo, y el Libro del Buen Amor, del Arcipreste y todas esas «caballerías» que enloquecieron a Don Quijote y en que la buena intención aparece bastardeada y deslucida por licencias y extravagancias del gusto de la época, pero que no por ello es menos efectiva.
Todas esas abigarradas obras medievales recogen arrastres de una tradición antiquísima y funden elementos de la épica universal y la universal sabiduría.
Todas ellas, en medio de su locura aparente, encierran una gran cordura, y por caminos torcidos tratan de llevar al hombre al camino recto.
Así les ocurre también a Las mil y una noches. Tienen el ansia catequística propia de su tiempo y aspiran a adoctrinar a los hombres, mostrándoles en vasto panorama de imágenes el cuadro de los tiempos y el juego prodigioso de los sinos humanos; el surgir y desvanecerse de los imperios y de las ciudades, que se dibujan y desdibujan, como figuras trazadas en la arena de los desiertos por el dedo del Sino, que no es tan caprichoso como parece, ya que también él está sujeto a la voluntad de Alá, que es omnisabio; nos hace ver el ir y venir de hombres y razas de la cuna al sepulcro y del presente al olvido, y, después de pasearnos por todo el ámbito de la vida, nos deja, solos y entre ruinas, frente a la Muerte y a Dios, último término de todas las cosas; al Alá coránico, esa Entidad misteriosa, incognoscible, indefinible, que es la única Realidad—irreal—y que acaso sea el Todo y acaso la Nada.
Y entonces nos sentimos cogidos en las mallas de lo Absoluto y quedamos pensativos, como Schahriar cuando Schahrasad calla.
He ahí una emoción estética que vale por toda una moral.
En último término, una emoción de Tiempo. Y esto nos obliga a hablar más a fondo de la importancia que el Tiempo tiene en Las mil y una noches, pues es lo que o quien sirve de broche y confiere unidad a este libro tan deslavazado. El Tiempo, que es como un gran río, cuya palpitación fugitiva se deja oír constantemente al pie de este alcázar literario, poniendo un sordo contrapunto a sus fiestas.
EL TIEMPO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Es la emoción del Tiempo, que corre continuamente y va a fundirse en la eternidad, arrastrando nuestras vidas, lo que presta unidad a esas historias, tan diversas y dispares, de Las mil y una noches.
Es el broche de la aurora el que las une, pareciendo separarlas. Es de un efecto patético imponderable ese sencillo recurso literario con que el narrador introduce en sus relatos la pausa exigida por el cansancio de la atención, adelantándose a nuestra moderna división en capítulos. Ese dejar la continuación de la historia flotando en el aire, en la incertidumbre de la noche siguiente, que no sabemos si alcanzará Schahrasad, siempre amenazada por el alfanje del verdugo, es de una gran fuerza emotiva, pues nos recuerda cada vez nuestra propia mortalidad y nos hace pensar en nuestras postrimerías. Porque tampoco nosotros sabemos si llegaremos a la noche siguiente.
Es de capital importancia marcar en las versiones esas pausas y numerar esas noches, y Burton tiene razón al criticar a los traductores que las suprimen.
Hay que marcar esas noches aleatorias en que está en juego la vida de Schahrasad, y hay que hacerlas resaltar como lo hacen los rapsodas, repitiendo siempre al final de cada noche esas palabras del texto, aunque resulten monótonas, pues tienen el valor de una antistrofa o un epodo. Hay que repetir siempre ese estribillo «pero vio Schahrasad venir la aurora y cortó el hilo de sus palabras encantadoras...», porque hay ahí todo un drama de angustia en el corazón de Schahrasad, que ve llegar la aurora sobre ella, no como una alondra, sino como un cuervo, y, al cerrar la boca, no sabe si su regio oyente se la cerrará para siempre en un arrebato de displicencia.
Es patético ese momento en que el diamante del alba corta la urdimbre de su narración y acaso va a cortarle su cuello. Schahrasad se estremece, pese a todo su valor, y su angustia se adivina en la premura con que su hermana Dunyasad acude a confortarla con su aplauso: «¡Ye hermana mía! ¡Qué interesante y gustosa y deleitable historia!» Es preciso decirle eso para que se serene y anime y no dude de que sus historias son del agrado de ese rey taciturno, que la escuchaba con el ceño fruncido y su cara de esfinge.
Y qué inquietud en esas tímidas palabras que insinúa Schahrasad: «¡Pues no tiene punto de comparación con la que pienso contar la noche que viene, si este rey galante me prolonga hasta entonces la vida!»
Schahrasad trata ya de anudar una historia con otra, que es como enlazar dos noches de su vida. ¡La vida pendiente de una historia! ¡Qué seria se vuelve de pronto la literatura!
Esta angustia, periódicamente renovada, de Schahrasad, pone en juego todo el drama del tiempo y le da a la hora efímera perspectiva de eternidad.
Esa pausa de la aurora, que corta de pronto el hilo del relato y compromete su continuación, tiene todo el aire amenazante de la guadaña de la muerte, que también, al cortar nuestra vida, interrumpe una historia y la relega al mundo de los cabos sueltos y al limbo de lo que nunca fue.
Cada una de esas pausas nos retrotrae al punto inicial del libro, al comienzo de esta larga historia de angustia,que ya habíamos olvidado con tanto cuento, y nos hace sentir de nuevo todolo punzante del drama y recordar que, como Schahrasad, somos mortales y tenemos un cuchillo sobre nuestro cuello.
Hay como una resonancia tácita de la constante admonición de Mahoma en su Corán: «¡Ye los creyentes! ¡Temed a Alá y servidle! ¡Acordaos del Día de la Cuenta!»
Como el Corán, también Las mil y una noches son un recordatorio de postrimerías.
Hay un símbolo ascético de enorme impresión en esa situación de Schahrasad, contándole cuentos, bajo el amago de la muerte, a ese rey terrible, que es también mortal y también un día ha de contar una historia—la historia de su vida al rey de los reyes, a Alá—, no menos angustiado e inquieto que su pobre víctima, tocante a su éxito ante ese Juez inapelable.
Cada aurora hay en el libro una comparecencia de Azrael. Y las trompetas con que en Persia anuncian el día tienen algo de la del Juicio Final.
Schahrasad, ante el rey, nos recuerda a Sócrates ante el Areópago, condenado a muerte por jueces mortales y emplazando a estos ante el Tiempo, que también a ellos los tiene condenados a pena capital. Pero a ese cuadro filosófico le falta el fondo religioso que aquel tiene; Schahrasad puede condenar a su verdugo no solo a muerte, sino a muerte eterna.
Esto debe sentirlo Schahriar que, por lo menos en la forma, es un creyente, y seguro es que las historias que la joven le cuenta le hacen reflexionar y concentrarse en sí mismo, pues siempre de los otros volvemos al yo y toda historia ajena es una parábola que tiene su sentido en nosotros.
Ese es el broche que da unidad a las dispares historias del libro. Todas ellas van a parar al mismo punto, que es también de donde arrancan, y al que se dirigen en medio de sus aparentes rodeos.
Todo va encaminado a ponernos en estado de examen de conciencia, y todo el libro, esmaltado de ejemplos y casos, viene a ser unos ejercicios espirituales.
Schahrasad, con sus cuentos, dora al rey la amarga píldora de la verdad, oblígale a fijar la atención en el destino de los hombres y el suyo propio y le da una lección ascética —estilo budista—disfrazada de pasatiempo.
¡Pasatiempo! Nunca mejor aplicada esta frase a la literatura amena y, al parecer, sin intención. Ganar tiempo, sumar noches, tal es el objeto de estas historias. Pero cada noche nos acerca a la Eternidad. Y esto se nos hace sentir con todo su dramatismo en ese numerar las noches, que adquieren así un valor precioso, de licor destilado por un cuentagotas.
El Tiempo actúa aquí como un personaje más. Como un personaje imponente, porque el Tiempo es el Sino, según presintieron esos orientales que a ambos los identifican, pues Kalas en sánscrito y Dahr en árabe tienen el mismo sentido que Anange y Fatum. Cronos es el dios tremendo, inexorable, que devora a los hombres y a los dioses.
El Tiempo actúa en Las mil y una noches como el propio Sino; de él se han desdoblado los tiempos y las vicisitudes que engendran las historias; él está en lo pasado y preside el futuro; obra como pasado vivo en el recuerdo y como futuro predeterminado por el pretérito; como hora efímera y como eternidad.
Toda la trascendencia metafísica del Tiempo se contempla en Las mil y una noches gracias a esa introducción del número; hay los tiempos de las historias, en que el Tiempo se fracciona y desmenuza, y hay también el tiempo de la narradora y el oyente, y en tanto Schahrasad cuenta sus cuentos y el rey Schahriar la escucha, a lo largo de esos tres años de noches y días, granan las cosechas en los campos, maduran los frutos, florecen y se mustian las rosas, corren los ríos a perderse en el mar y el seno de Schahrasad se materniza en tres brotes viriles, la tragedia inicial se convierte en sainete, el rey depone su ceño y sonríe con el gozo inocente de la paternidad, los vasallos que huyeron retornan de su éxodo, vuelven a humear los techos de los hogares, resuena otra vez en los talleres la música laboriosa de las herramientas, renacen las artes y los oficios y la tierra se cubre de fecundas arrugas de abuela y ríe su verde risa de niña en los jardines.
El Tiempo convierte esta historia que empieza con aire tan lúgubre de Apocalipsis en una haggadah talmúdica, como ese Libro de Esther que los judíos leen todos los años en su alegre fiesta de Purim.
Esa intervención del Tiempo, partido en noches, es lo que presta trascendencia, al mismo tiempo que unidad, a estas historias, y ese solo recurso bastaría para diferenciarlo y emanciparlo de esos sus presuntos modelos como el Hasar Afsanah, que son Los mil cuentos, pero no las Mil noches. En este último título es donde aparecen las historias como hijuelas del tiempo, que se incluyen con toda naturalidad bajo su nombre, pues es el Tiempo el que crea las historias.
Gracias a ese recurso retórico, invención del escriba árabe, concílianse en el libro la unidad y la variedad, la diversidad y la monotonía, pues esa danza de historias, como la de las horas mismas, está regida y cronometrada por el repique de tambor del Tiempo.
La noche es el leit-motiv que orienta en esta sinfonía y el hilo de Ariadna que nos guía en este laberinto.
Las mil y una noches se reducen así a una sola noche, llena al mismo tiempo de encanto y de inquietud, como si fuera nuestra única y última noche. Esa sensación del Tiempo solo pudo introducirla en el libro el genio de un judío o un árabe, únicos para los cuales, por razones religiosas, podía tener el tiempo, la hora, el minuto, ese inmenso valor de Eternidad.
Es muy significativo que a ningún autor se le ocurriese hasta entonces partir sus historias con el peine del Tiempo.
Hay ahí un sentido místico que presta también una unidad moral a las historias del libro. Este es resumen, es un manual de examen de conciencia, un libro que nos obliga a pensar y meditar, un libro ascético, aunque a ratos parezca un libro alegre y hasta licencioso. Es un Kempis con perfiles de Decamerón.
Todo se debe a que es una obra literaria ante todo y ha de entretener para adoctrinar. Es, después de todo, el procedimiento de la Salvation Army. Pero esas historias frivolas son el pregón, el reclamo para atraer a las almas, que así, sin darse cuenta, se encuentran de pronto en el corazón del drama del hombre. Así ocurre en este libro, tan loco a veces, pero que, en el fondo, es de una seriedad tan trágica, y sobre el cual hay siempre pendiente—no se olvide—una inminencia mortal.
Schahrasad ante el rey es nuestro propio símbolo. Fía su salvación a la belleza de la historia que cuente. También nosotros un día hemos de contar nuestra historia ante un Rey, temblando como ella. ¡Ojalá y sea igualmente hermosa!
LOPOPULAR Y LO ERUDITO EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
De todo lo dicho se desprende que, comotodas las creaciones de ese tipo que llamamos popular, Las mil y una noches encierran un fondo erudito tratado popularmente, que es lo que les da el nombre; nombre convenido, que en modo alguno responde a la realidad.
«La muchedumbre anónima—dice el sabio indianista Regnaud, refiriéndose a los Vedas—, designada con el nombre depueblo, no ha producido jamás literatura. En el origen de todos los ciclos poéticos la tradición o la historia nos muestran, ya individualidades —tipos—, ya grupos de autores organizados, por así decirlo, en cuerpos profesionales, que dan impulso a todo un desarrollo dela literatura y lo prolongan, enriqueciéndolo y perpetuándolo. Así, en Grecia, el origen de la poesía se remonta al mítico Orfeo, al no menos mítico Homero, a los homéridas y a los rapsodas. La literatura medieval en Francia no se deriva tampoco de esa vaga fuente que suele decorarse con el nombre de conciencia popular. Los trovadores, como su nombre lo está diciendo, fueron a la vez sus autores, editores y vulgarizadores.»
Pero el nombre de populares que se da aesas obras se justifica, sin embargo, por su tono, que es popular, y también porque sus creadores han trabajado colectivamente y se han inspirado en tradiciones y leyendas antiquísimas que andaban en las bocas del pueblo a que pertenecían, por lo que puede decirse que han dado forma literaria a un fondo popular. Y, finalmente, riman y cantan para el pueblo.
En tanto la poesía no pasa de su período oral, no pierde ese tono de creación del pueblo, anónima y colectiva, basada en mitos o tradiciones de tribu o de raza. Y no se sale de lo que hoy se llama «sociología del saber».
Es la escritura la que levanta una barrera entre esos cantores espontáneos, analfabetos como la masa que los escucha, y esos otros literatos que componen libros y, por lo general, empiezan por comentar y explicar esos cantos primitivos, formando con ellos un cuerpo de doctrina. Así, por ejemplo, son brahmanes los que fijan los textos védicos y les forman su gramática y su glosario.
Ese es el origen de la literatura erudita, en la que se destacan las individualidades. Conocemos a Yaska y a Sayana, pero ignoramos los autores del Rig-Veda.
Esta literatura escrita, que se forma sobre la hablada, es de carácter culto, sabio. Adopta, desde luego, un tono didáctico, y se comunica por la letra con todas las literaturas de su tiempo.
Va dirigida a un público culto, no a la masa como la otra, pues los libros se han escrito en principio para los reyes y príncipes, capaces de entenderlos por su educación y de pagarlos por sus riquezas, y que son los únicos, además, que tienen importancia en las sociedades primitivas. Sacerdotes y sabios escriben para ellos en su lengua cifrada, cuyos signos no descifra la plebe analfabeta.
La literatura popular, hablada, sigue desarrollándose entonces con independencia de esas fuentes doctas, sobre una base de saber incompleto y vago, de interpretaciones erróneas de los fenómenos naturales o de recuerdos borrosos de historia tribal, que en un principio fueron todo el saber.
Más adelante, cuando ya existe una literatura escrita, obra de sabios que organizaron ese cuerpo de saber incompleto y confuso, la literatura popular se nutre de los derrames, por así decirlo, de esa fuente culta, y adapta a su idiosincrasia especial, a su estilo, esas doctas esenciales.
Más adelante todavía, esos sabios, esos maestros en cuya mano la pluma es una férula, escriben obras para el pueblo, acomodándose a su estilo, a su modo de ver las cosas, y emplean su verbo figurado, lleno de vida y de color, cuya base principal es la metáfora, expresiva de hondos misterios psíquicos, inconscientes, que los filólogos modernos estudian en el slang, el caló y demás idiotismos populares.
El proceso de formación del slang es el mismo del lenguaje poético y arranca de lo subconsciente. El poeta, en sus reacciones, es un retoño atávico del salvaje y del delincuente primitivo, en medio de la civilización. La poesía, forma de reacción espontánea e impulsiva ante las impresiones, es el único patrimonio del pueblo. No exige saber, sino sentir. Los primeros poetas no sabían leer y menos escribir; eran unos intuitivos y formaban rancho aparte con respecto a los sabios, a los hombres de pluma, con los cuales tenían ese antagonismo que hasta el día subsiste.
De ahí que popular sea sinónimo de poético. Y así, cuando poetas, como Virgilio en sus Geórgicas, han tratado temas científicos como la agricultura, han rehuido cuidadosamente todo tecnicismo, componiendo versos admirables en un estilo acomodado a la comprensión del vulgo de los hombres del campo y cuadros de naturaleza capaces de impresionar los sentidos. Virgilio hace una obra poética, no un tratado de agricultura, y sienta la norma que han de seguir luego los poetas francamente didácticos del siglo XX.
Así proceden también los filósofos, los moralistas y los pedagogos cuando sienten el deber o el gusto de instruir al pueblo. Hacen literatura popular, adoptan una actitud infantil para acomodarse a la infancia mental del pueblo.
Y ese requisito les es tanto más necesario cuanto que los primeros libros de tendencia didáctica se han escrito para la educación de los niños.
Reaparece entonces lo popular, en la forma, pero con un fondo de saber erudito. Y se da el caso también de que, por efecto de la general incultura de los tiempos en que hay saber, pero no ciencia, el mismo escritor, hombre de letras, scholar, clerk, mester de clerecía, sea en el fondo un hombre del pueblo, un analfabeto moral, que comparte y respira la misma atmósfera de error y superstición del vulgo, y tienen sus mismos gustos y aficiones. Lo que no es de asombrar, ya que el escritor de esos tiempos medios—e intermedios entre ignorancia y ciencia—ha salido, por lo general, de la plebe.
Y entonces, sea por incultura o por propio placer y diversión, el escritor culto emplea en sus obras el tono de la plebe. Nótese que, además, se aparta de la lengua sabia de su país—latín, sánscrito, árabe—y se expresa en romance, en prakrito o en árabe vulgar.
Pero como en el fondo es hombre culto que sabe su latín, y ha leído sus clásicos, introduce en su prosa o su verso popular un caudal de saber que asombra en medio de aquel alarde de plebeya ignorancia.
Surge la duda de si el escritor es así de suyo o se acomoda deliberadamente a esa forma de composición popular, por razones estéticas o por analogía de gustos con el pueblo.
Así nos ocurre con Berceo y el Arcipreste. Y rebasada ya la Edad Media con Rabelais, el doctísimo Rabelais, que escribe, cargado de ciencia, en ese pintoresco estilo de plebe.
El anacronismo, la confusión de nombres y lugares, son resorte de lo político, lo mismo en literatura que en arte plástico, e idéntica perplejidad que ante esos libros nos sobrecoge ante los cuadros de los primitivos, que pintan personajes de la Historia Sagrada, vestidoscon la indumentaria de su tiempo.
Hay ahí un misterio estético y humanístico muy complejo y profundo.
Pues bien: retrayéndonos a Las mil yuna noches, compuestas en esos siglos medios, que lo fueron también paraOriente, apreciamos en ellas, desde luego, lo popular, que se nos viene a los ojos por ser cosa de más bulto, perceptible en seguida, al través del lenguaje, que no es ya el árabe clásico comoqueda dicho, y en el estilo, que es llano, sencillo, sin retórica, con tendencia a la frase estereotipada, al estribillo.
Resalta también lo popular en la imprecisión de las nociones históricas y geográficas, en los anacronismos e impropiedades de toda clase, en la introducción de lo maravilloso en relatos de base histórica, como aquellos en que vemos a Harunu-r-Raschid alternando con genios, cual Salomón, en la leyenda.
Esos «populismos» del rapsoda son tantosy tales que asombran e inducen a la suspicacia de si es sincero de divertirse con el pastiche o el «esperpento».
Pero esa suspicacia la provocan precisamente las muestras de saber erudito, filosófico y hasta iniciático, de que el mismo rapsoda da pruebas en otras ocasiones. Aunque es posible también que el rapsoda repita ahí de memoria cosas que no comprende y por eso las trabuca y confunde, como siempre haceel vulgo cuando se las quiere dar de sabio.
Si fuéramos a juzgar por los detalles de impropiedad, pensaríamos que el autor o autores de esos cuentos eran unos perfectos ignorantes; pero por otro lado se nos muestran cargados y hasta sobrecargados de cultura, no solo oriental, sino incluso helénica, que es la verdadera cultura, según puede inferirse de las citas que hacen y de las alusiones o cosas que rebasan la línea de lo popular arábigo.
Ya hemos señalado la cantidad de saber psíquico y metapsíquico que se advierte en esas historias y que es de tradición mixta, en la que han colaborado todos los sabios de la antigüedad, y se acredita con los nombres de Pitágoras, Hermes, Trimegisto, Jámblico, Apolonio de Tyana, etcétera, etcétera.
Esa es la tradición gnóstica que señalan madame Blavatzki y su comentador español Roso de Luna, y que, por conducto de los sufíes persas, se infiltró en el Talmud, introduciendo un elemento nuevo más espiritual en la árida teología de los israelitas.
Ahí es donde viene bien la clave teosófica, que en otros casos, cuando se trata de enigmas prehistóricos, no sirve de nada, siendo necesario apelar a la antropología.
En la Historia del rey Amaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102), en la Historia de Tauaddud, la esclava (Noches 269 a 280) y en la de Balukiya (Noches 285 a 295) hay expuesta fragmentariamente toda una cosmogonía de origen indio-persa, apuradamente conciliada con el fondo teológico del Corán.
Todo lo referente a los dos demonios primeros—Jalit y Malit—es del fondo teológico de los guebros, así como también esa concepción de los siete pisos o planos de la tierra, sostenida por el Gvi-Semin, o sea el Toro, símbolo de la energía.
Sería cosa de nunca acabar si fuéramos a señalar todas las infiltraciones ariopersas en estas historias. Arrancan muchas de ellas de una época en que ese fondo teológico místico era patrimonio común de todos los pueblos de Oriente, hebreos, acadios, sumerios, asirios, que se comunicaban entre sí y mantenían un comercio activísimo de mercancías, ideas y cuchilladas.
Baste recordar que, según algunos historiadores, Zoroastro conoció a Moisés y ambos cambiaron conceptos y tradiciones, y que Mahoma, al escribir—mejor dicho, al componer, pues el enviado de Alá no sabía escribir—su Corán, lo hizo bajo la inspiración de Gabriel y de su amigo Sergio, el monje nestoriano, que estaba sin duda iniciado en la Gnosis.
Ahora bien: todo ese fondo de saber aparece ya en el Corán desfigurado, revuelto y confundido, como expuesto por un hombre mal enterado, culto a medias, que está en este sentido al nivel para ser entendido. En una palabra: que ese fondo erudito del Corán está tratado en forma popular y poética.
Pues en la misma situación parecen encontrarse los autores de las historias miliunanochescas; no acertamos a discernir si son unos ignorantes o si quieren parecerlo, pues que viven y escriben en unos tiempos en que ya tenían a su disposición una bibliografía copiosa en obras árabes o traducidas al árabe, en que podían documentarse sobre puntos de Historia y Geografía y no incurrir en esas impropiedades, confusiones y vaguedades que dan un aire apócrifo a los viajes de Sindbad, el marino.
Siempre nos encontramos ante la misma paradoja miliunanochesca, que no hace sino cambiar de forma. Sus autores parecen tan pronto analfabetos como archiintelectuales. Hacen gala de una erudición profunda, pero popularmente deformada.
Hay en Las mil y una noches historias de una intención ambigua. Por ejemplo, la del chico testarudo, que no hace más que locuras y desavíos, y, sin embargo, acaba por salvar un reino, dando muerte a la algola que lo tenía sumido en tinieblas, y que pudiera ser el símbolo de la Ignorancia, que por algo se ha llamado Oscurantismo.
Esa historia, narrada con un humor rabelesiano, pudiera ser una sátira del Saber y también una apología. Vibra en ella una risa de plebe; pero su construcción no es plebeya, y el nombre de Rabelais acude a los labios por un doble recuerdo.
Porque también Rabelais, hombre sapientísimo, se burla de la sabiduría oficial, que es en gran parte simple pedantería, ignorancia con borla de doctor.
Hay a lo largo de los siglos XVI y XVII una pugna constante entre el saber oficial erudito y muerto, que aún se expresa en latín para más distanciarse de la plebe y rodearse de prestigio a sus ojos, y el otro saber vivo de los pensadores que se inspiran en la observación y la experiencia, estudian en el libro de la vida y, por reacción contra la pedantería académica, adoptan lenguaje y formas de plebe y dicen su misa literaria en romance vulgar.
Así se han compuesto libros de honda médula filosófica, como el Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, que a un erudito le crisparía los nervios y que, sin embargo, trae su origen del anecdotario de los cínicos griegos.
En pleno siglo XVIII el cultísimo Voltaire, y el no menos culto Moliére en el siglo XVII, dicen grandes y profundas verdades en un estilo de fabliau y farsa medieval, por reacción contra lo que Mencken el humanista llama «Charlatanería aeruditorum» en festivo y elegante libelo.
Por modo análogo, en Las mil y una noches es fácil percibir, bajo la forma popular, un saber erudito, que trata de disimularse; hasta el cuento más aparentemente absurdo es pasible de un sentido y de un sentido en ocasiones trascendental. No hay nada en ellas que sea un franco disparate por más que lo parezca, y muchas veces somos nosotros los ignorantes o los torpes si nolo entendemos.
Y tocante a esa parte inverosímil de prodigios, magias y hechicerías que el escriba da por sucedidos en épocas históricas, como el jalifato de Harún, muy bien puede tomarse como la atmósfera poética en que el raui gusta de envolver sus creaciones y lucir su fantasía, sin creer en las patrañas que inventa o sugestionándose hasta el punto de creerlas él mismo.
Tenemos siempre la duda de si el narrador cree de buena fe lo que narra, o si sesonríe para sus adentros, y es lo másprobable que se dé algo de ambas cosas.
Hay que tener en cuenta que entre el raui—juglar o rapsoda—y el escriba—kátib—media una gran distancia, en la que puede intercalarse una sonrisa.
Hay entre las historias de Las mil y unanoches muchas que, indudablemente, son, como la de Alá-d-Din, el de la lámpara, imitaciones eruditas que afectan aire popular, lo que llamamos un pastiche.Están en el mismo plano literario que las novelas de caballería del siglo XV, con relación al fondo ingenuo, popular, de los pliegos de cordel.
El raui impone al kátib su estilo, su pathos; pero el propio kátib tiene a veces la misma mentalidad que el raui, el mismo gusto por lo maravilloso y el mismo respeto a los gustos del público. Y también, aunque sea más sabio, es su saberincompleto, confuso y, en cierto modo, popular.
No hay que extrañar, pues, que lo popular predomine en estas historias y caracterice su técnica formal, aunque en su fondo se dejen percibir presencias eruditas que sorprenden y sugieren la sospecha de un populismo consciente, irónico, que el escritor emplea como resorte estético.
De ahí que Las mil y una noches tengan ese encanto especial de los libros que sugieren más de lo que dicen y tras cuyo fondo popular anónimo se trasluce un escritor que juega con él, en plan de humorismo, como Cervantes con la locura caballeresca de su héroe.
Juglar y escritor han colaborado en esta ingente creación, infundiéndole un especial encanto, pues han difundido sobre toda ella esa suerte de penumbra espiritual que Anatole France en nuestro tiempo ha proyectado conscientemente, con fina sonrisa moderna, sobre sus reconstrucciones medievales, de aparente candor. La sospecha de una sonrisa así en estas historias candorosas rehabilita al escriba y salva la dignidad intelectual del lector moderno.
ABSORCIONES ORIENTALES EN «LAS MIL Y UNA NOCHES» Y SUS TANGENCIAS EN LAS LITERATURAS ORIENTALES
Para completar el estudio literario de Las mil y una noches procede también tocar un punto de gran interés: el del ambiente en que se formaron las historias del libro y sus consiguientes tangencias con las literaturas exóticas.
Recordemos, a ese fin, lo que ya hemos dicho en otros apartados, a saber: que las historias de noche datan de una fecha remotísima y existían ya mucho antes de que nadie se pusiera a escribirlas. ¡Como que son anteriores en su nacer a la invención de la escritura! El Verbo es anterior a la letra.
Las mil y una noches no surgieron ellas solas de la mente de ningún escritor; sus autores—uno, dos, ¿cuántos?—solo fueron rapsodas, refundidores y a veces ni eso, sino simples notarios. Dejaron en el anónimo a sus inspiradores y también a ellos mismos. De ahí el carácter popular de la obra.
No es de extrañar, pues, que en el libro se encuentren muchas cosas que también se hallan en otros de otras literaturas, incluso de Occidente, sin que por ello se pueda hablar de plagio, sino de un mismo proceso de génesis.
Así ocurre con esas historias fantásticas de largo metraje en que interviene lo maravilloso y que tienen su correspondencia en nuestras novelas de caballería y romances populares. Roso de Luna señala en su obra múltiples paralelismos entre historias miliunanochescas y nuestras leyendas y romances de Blancaflor, Juanillo el Oso, El conde Olinos y otros de los estudiados por Menéndez Pidal, y que se remontan en su origen a las mismas fuentes inmemoriales.
Los mitos y tradiciones populares de la India reaparecen en el ciclo de Artus, introducidos por los celtas, esos hombres de alma romántica y origen misterioso, que unos identifican con los germanos y otros con los escitas (Trediakovski), y que, en el fondo, no son sino una rama de los arios, los hombres de rostro pálido (chelti), los caras pálidas de los indios americanos; el hombre blanco en una palabra: el ario.
Burton señala también la presencia de historias semejantes a las de Las mil y una noches en las Gesta Romanorum y oriundas del mismo lugar: la India de los brahmanes. Hay un anecdotario disperso en centones griegos y latinos, que son del mismo origen. No es raro, pues, que en Las mil y una noches se encuentren historias, mejor dicho, historietas, que también se leen en Herodoto y Valerio Máximo.
Las mil y una noches recogen a puñados argumentos y pormenores de libros sánscritos e iranios. No hay que insistir en lo que sus autores han tomado del Hitopadesa en punto a fábulas y apólogos. Eso ya es un tópico de la exégesis.
Pero a Burton se debe el haber señalado otro libro sánscrito, el Kathá Sárit Ságara (Mar de las corrientes de la Historia), escrito por Somadeva en el siglo XI, y que es un compendio en verso de otra obra en prosa, la Vrihat Kathá (Gran Historia) de Gunadhya, como obra que, en muchos pasos, presenta curiosas coincidencias de línea argumental con Las mil y una noches.
En el Kathá Sárit Ságara se lee la misma historia del efrit y la joven raptada y los dos hermanos reyes Schahriar y Schah-s-Semán, aunque con un desenlace totalmente distinto. El joven Yaschodhara rechaza allí las sugestiones de la tentadora, la cual, en venganza, despierta al efrit, que en seguida se apresta a matar al joven; pero el bolso con los anillos, que en la versión india son cien, depone contra la adúltera, y el monstruo, colérico, le corta la linda naricilla.
El Kathá Sárit Ságara es, según la referencia de Burton, un libro parecido en sus dimensiones y estructura a Las mil y una noches, aunque todavía más deslavazado e incoherente, pues sus historias no están ni siquiera unidas por el nudo nocturno.
Bajando ya a la Persia, debe señalarse, en relación con Las mil y una noches, la obra de Mirjond (o Mirjondi), escritor del siglo IX de la hechra, titulada Riazu-s-Safá (Jardín de la Pureza), en la que ya figura la cabeza parlante de la Historia del rey Yunán (Noche 4).
Igualmente merece mención el libro del persa Najschabi (siglo VI de la hechra aproximadamente), titulado Tutil-Námeh (Libro del papagayo) análogo por su argumento al sánscrito Suka Saptati (Setenta historias de papagayos), de donde está tomada la picante Historia del marido y el papagayo (Noche 5).
En ocasiones, los rapsodas miliunanochescos han introducido en el cuerpo de su obra libros enteros, sin indicación alguna de autor ni procedencia; así ocurre con el famoso Sindbad-Námeh o Libro de Sindibad, que aparece incorporado a Las mil y una noches conel epígrafe de Historias que tratan de engaños y marrullerías de las mujeres (Noches 344 a 365). Ese libro persa, de autor desconocido, dio la vuelta al mundo traducido a todos los idiomas, unas veces con el título de Los siete sabios, otras con el de Los siete (los diez o los cuarenta) visires. La versión española del siglo XII lleva el de Libro de Sendebar. De él hablan Al-Masûdi en sus Praderas de oro (siglo III) y Al-Yakubi (siglo II hechra). El primero dice textualmente: «Reinando Kurusch (Ciro) vivió As-Sindibad, que escribió Los siete visires. El Sindibad-Námeh inspiró en el sigloXIII al trovador Habers su Dolopathos y en el siglo XIV aJuan Holland sus Siete sabios.
Estas versiones de un mismo libro inspirador establecen también un contacto, una tangencia entre Las mil y una noches y las literaturas occidentales.
LaHistoria del príncipe Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437) está tomada de una novelita persa de igual título, de la que hay traducciones en todas las lenguas orientales, incluso el sindi.
Los siete viajes de Simbad, el marino, que Burton llama Odisea árabe, descienden, según el mismo investigador, asícomo también su hermana griega, de un manuscrito copto titulado El marinero náufrago, que se conserva(?) en Leningrado y se cree data de los tiempos de la XII dinastía (3500 antes de nuestra era), y en ellos encontramos reunidos múltiples ecos de Homero, Herodoto, Plinio, y de escritores árabes como Al-Idrisi, Al-Kazuini e Ibnu-l-Uardi.
La montaña magnética contra la que se estrella la nave de Simbad aparece tambiénen la novela rimada de Enrique de Waldeck (1160 de nuestra era) como Montaña de Saint Brenna, así como en un poema en latín de Odo y en otras obras análogas, según ya hizo notar Lane en su versión de las Noches y Webers en sus Northers Romances.
El Anciano del Mar o Scheiju-l-Bahr figura también en la novela de Kamaraupa, traducida al inglés por Franklin. Y todas las anécdotas referentes a los antiguos reyes iranios proceden del Humáyun-Námeh, de Bahramschah.
No insistiremos en estas coincidencias menudas, que ya van indicadas en las notas a los respectivos cuentos. Con lo dicho basta para demostrar la labor de absorción realizada por los autores de Las mil y una noches y deshacer la primera impresión de aislamiento que da el libro y mostrarlo en el centro de una corriente de inspiraciones exóticas, de osmosis y endósmosis.
Las mil y una noches toman y dan, inspiran y espiran. Con razón supone Burton que Boccaccio debió de tener noticia de Las mil y una noches al trazar el famoso Decamerón, en que convierte las noches en días, pero que, en las líneas generales, se ajusta a la estructura, e incluso a la motivación del libro oriental. También en el Decamerón ronda la muerte a los contertulios reunidos en aquel palacio para huir de la peste y que se cuentan historias para distraer su miedo. La angustia de esos días es idéntica a la de las noches de Schahrasad.
En las Piacevoti Notti de Juan Francisco Straparola (siglo XVI), que se tradujeron en seguida a casi todos los idiomas europeos, la semejanza con Las mil y una noches es todavía más marcada.
Pero la acción inspiradora del libro oriental se transparenta también, al través de la conversión de las noches en días, en el Heptamerón o Historia de los amantes afortunados de la reina de Navarra, Margarita de Angulema, la única hermana de Francisco I, que por cierto murió en 1549, Schahrasad malograda que termina sus días antes de terminar sus historias.
En 1549 Pedro Boaistuan (¿un vasco?) publica su Historia de los amantes afortunados, y en 1559 Claudio Guiget, el Heptamerón.
Sígueles el Hexamerón, de A. de Torquemada (Ruen, 1610), y a este el Pentamerone o El Cunto de li Cunte, de Juan Bautista Basile (Nápoles 1637), con lo que se acaba ese juego algorítmico de noches y días.
Todo ello hace pensar con fundamento que, ya antes de darlas Galland a conocer, Las mil y una noches habían irradiado en Europa, aunque de un modo anónimo, y que su conocimiento entonces fue un reconocimiento, una anagnórisis.
Se vitaminiza esta sospecha si se traen a la memoria las ya citadas filtraciones orientales en el Orlando furioso y en El patrañuelo, de nuestro Timoneda (exordio del libro e historia del quinto hermano del barbero de Bagdad), y las señaladas en La fierecilla domada, de Shakespeare, que, a más de tratar el tema de la mujer voluntariosa y dominante que ya aparece en el apólogo miliunanochesco del Labrador y el Gallo, empieza lo mismo que la Historia del durmiente despierto (Noches 576 a 583), en que se plantea análoga duda sobre la realidad de nuestra vida consciente—y la diferencia entre vivir y soñar—, magno problema que también se plantea nuestro Calderón en su conocidísimo drama La vida es sueño. Y en la Historia del hijo del rey y la gran Tortuga (Noches 783 a 788) se delinean ya trazos de la Cordelia shakespeariana.
En nuestra literatura hay tangencias miliunanochescas en el Libro de Aleixandre, en El caballero Cifar, en el Horóscopo del fijo del rey, del Arcipreste de Hita; en el Proceso de cartas de Amores o Lucindaro y Melusina y, no hay que decir, en el Quijote en lo que tiene de libro de caballería.
En este sector ibérico Las mil y una noches pueden haber entrado en nuestra literatura, desde luego sin nombre, en forma de leyendas y cuentos orientales, por la estafeta de moros y judíos, que nunca perdieron el contacto con sus hermanos de Oriente.
Prueba de ello, entre otras, que Al-Harizi, el toledano, imita en sus Megamats a su cuasi homónimo Al-Hariri, el egipcio.
Pero Las mil y una noches no solo escogen influjos hindúes y persas, sino también orientales por la rama semítica, pues son innumerables las adherencias que acusan en el análisis con el Talmud hebraico, que, a su vez, como obra sincrética, a un mismo tiempo popular y erudita, marca todo un espectro de colores ajenos en la pantalla critica.
Una atmósfera talmúdica envuelve todo el libro arábigo; las leyendas talmúdicas de Salomón y el gran Alejandro (Iskandar o Iskander) imponen a sus rapsodas la visión de esos personajes imponentes, cuya biografía real tiene ya visos de leyenda.
De la de Salomón proceden todas esas informaciones sobre las huestes de los genios buenos y malos que aparecen en la Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339) y sobre la evangelización de la Etiopía por el gran rey, y sobre sus poderes mágicos, concentrados en su famoso anillo y sobre su muerte y sepelio más allá de los siete mares (Historia de Balukiya, Noches 285 a 295), y de ahí arranca todo ese complicado sistema de magia cabalística, relacionada con el descubrimiento de tesoros ocultos, guardados por genios, que se tornan obedientes ante el conjuro de palabras irresistibles.
La célebre alfombrilla voladora, forma primitiva del monoplano, procede también del mágico bazar salomónico.
Puede decirse que toda la magia de Las mil y una noches es de origen judaico-talmúdico, aunque aparezca a veces mezclada con elementos griegos y egipcios, tomados del seudo-Luciano, de Apuleyo y otros, pues ya se sabe que los propios hebreos tomaron mucho de su magia de los egipcios y lo mezclaron con lo suyo, y, cuando menos,actuaron de condensadores y potenciadores. La alquimia es en gran parte obra suya.
Pero también han tomado los escribas miliunanochescos del Talmud infinidadde historias edificantes, catequísticas, milagreras, sacadas de las vidas de sussantos rabíes, de la época de sus academias de Sura y Pompeditah.
De la leyenda talmúdica de Alejandro Magno, que ya transciende en el Corán,han tomado los cuentistas miliunanochescos la visión del gran conquistador como un instrumento de Dios, al servicio del providencialismo histórico, y poco menos que un Salvador. Los judíos pagaban así a Alejandro la liberalidad con que los trató al ocupar Jerusalén, y le inventaban una biografía apologética, casi una hagiografía, como sus nietos remotos en el siglo XIX hicieron con Napoleón, que les reconoció estado civil y libertades políticas y religiosas en todos los países por él dominados.
A los judíos hay que atribuir esa idealización del guerrero macedónico, que inspiró al persa Nizami su famoso poema.
Añádase aún a estos influjos alienígenas que se advierten en Las mil y una noches los irradiados por los sufíes, esos gnósticos que en todas partes se introducen y a toda corriente mística se incorporan y, por medio de sus dervisches o monjes mendicantes, actúan sobre las masas, y tendremos una idea de la incalculable cantidad de elementos exóticos que forman colonias, por decirlo así, de bacterias psíquicas en el cuerpo de este informe libro.
Las mil y una noches reflejan en su forma incoherente todas las mutaciones espirituales de sus tiempos medios; es una cinta registradora de ideas y sucesos cuyas ondas llegan hasta Occidente y vuelven de él, y están, por consiguiente, en relación con todas las literaturas.
Su posición no puede ser más estratégica para ese intercambio entre Oriente y Occidente, que unas veces es de frutos y especias y otras de pensamientos e historias.
A los árabes les debemos la rosa de Persia y la canela de la India, juntamente con la Calila y Dimna y el Libro de Sendebar.
Pero entre esos árabes están también los judíos, banqueros natos de monedas e ideas, distribuidores universales, trujimanes que poseen por don especial el de lenguas y son los únicos que pueden entenderse con todo el mundo. Y además viajeros por instinto y hasta por maldición. El Judío errante. A ellos se debe, sin duda, en gran parte la nacencia y difusión de Las mil y una noches, de esta obra tan racial y, en el fondo, tan cosmopolita.
JUICIO CONTRADICTORIO DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Como todas las obras de su clase, es decir, de doble fondo, que expresan verdades profundas en un estilo popular y en apariencia ingenuo, también Las mil y una noches han sido juzgadas y apreciadas por modos muy distintos, de suerte que en la estimativa crítica recorre toda la escala.
La primera impresión que producen es la de un rompecabezas, un revoltijo informe de inverosimilitudes y absurdos, mezclados con algún destello de sabiduría y sublimidad; un saco de mentiras insulsas, en el que por acaso se encuentra alguna partícula de verdad, razonable.
Es la misma impresión que produjeron en su tiempo los libros de caballería y su réplica el Quijote.
Ya hemos indicado antes la impresión contradictoria que en su Oriente causara este libro que entusiasmaba a las plebes y escandalizaba a los selectos.
Pues esa impresión produjeron las Noches en Europa cuando Galland las dio a conocer. El público las acogió con entusiasmo; los doctos las recibieron con frialdad. En Inglaterra hubo quien las calificó de «sueños de la destemplada fantasía del Oriente».
Guillermo Jones, el traductor de Sakuntala, fue de los que más las denigraron. Aquel fárrago incoherente no podía compararse con los libros sánscritos de línea tan limpia y clara.
Carlyle, el gran Carlyle de Los héroes, las calificó, sin andarse con ambages, de downright lies (mentiras rotundas) y cerró su casa a semejante «literatura malsana».
En cambio, hubo quien habló de ellas con elogio, cual el doctor Pusey, que aún se servía del latín, como en el siglo XVII, y en sus Notitiae Codicis MI Noctium escribió estas palabras: «Noctes Mille et Una dictae, quae in omnium ferme populorum cultiorum linguas conversae, in deliciis omnium habentur, manibusque omnium terentur...»(Las llamadas Mil y una noches que, traducidas a las lenguas de casi todos los pueblos cultos, hacen las delicias de todos y en las manos de todos andan...)
Y Burton refiere la anécdota del grave personaje sir James Stewart, lord abogado para Escocia, que, habiendo sorprendido un sábado a sus hijas embebecidas en la lectura de Las mil y una noches, echóles un severo regaño por dedicar la vigilia del domingo a esas frivolidades, y luego, a impulsos de la curiosidad, púsose a leer el libro y fue tal la fascinación que en él obraron aquellas «absurdas» historias, que le sorprendió la aurora del día siguiente con el libro en las manos.
La anécdota recuerda otras que se cuentan a propósito del Quijote, sobre el cual también en su tiempo se dividieron los juicios.
Siempre seguirán divididas las opiniones sobre libros, como el de Cervantes y el Gargantúa y Pantagruel del gran Rabelais, que mezclan mentira y verdades, sublimidades y chocarrerías hasta estercoráceas, y esconden las perlas en los muladares, obligando a quien las busca a emporcarse las manos.
Los más de los lectores no tienen paciencia para eso y su primer impulso es cerrar el libro. Pero si siguen leyendo, se exponen a quedar fascinados por él como el grave lord británico.
Como el Quijote y el Gargantúa, son Las mil y una noches un libro que hace reír y hace pensar y, si se apura mucho la cosa, hace llorar. Recuerdan aquel libro mágico que Harunu-r-Raschid leía riendo y llorando en la Historia de Ataf el generoso (Noches 681 a 695).
Todo depende del grado de cultura y sensibilidad del lector. Las mil y noches aburren a las mismas personas que no pueden tragar la Ilíada de Homero, el Ramayana, la Eneida y La Divina Comedia, etcétera, etcétera; unas porque no tienen paciencia, otras porque no las entienden.
En el primer caso entra por mucho la longitud excesiva de tales obras. Tal es, por un lado, el caso de este libro oriental. Es oportuno citar aquí el refrán que entre los musulmanes corre de que quien lee Las mil y una noches muere,dando con ello a entender que lo matan el tedio y el cansancio.
Nada de eso nos puede chocar ni debemos tomarlo completamente en serio, pues cosas análogas se han dicho, y por escritores, a propósito de obras de indiscutible valor, como las ya citadas; leer las cuales se considera más que nada deber de cultura.
Dígase lo que se quiera, esas obras llamadas inmortales viven, a fuer de inmortales, en alturas inaccesibles, en Parnasos o Himalayas, lejos de los mortales, que se contentan con extractos o epítomes, con reducciones, a pequeña escala, de su ingente grandeza.
Así ocurre también con Las mil y unanoches, que gana sobre todo el favor del público en versiones seleccionadas, abreviadas y depuradas como la primitiva de Galland, y en ediciones integrales es posible que aburran al lector.
Es menester entrarse a fondo en esas obras de doble fondo para interesarse por ellas y descubrir los tesoros que guardan y encubren esas lindas tapadas. Todas ellas tienen más o menos un sentido esotérico, ya original, ya efecto de los siglos, que todo lo llenan de herrumbre y pátina.
Hay que revelar lo velado, como dice el teósofo. Las mil y una noches, cuando se las examina bien, dejan de ser un atajo de pornografías y locuras para convertirse en un libro serio y hasta inquietante; puede verse su símbolo en esa Historia del alhamel y las mocitas (Noches 9 a 19), que empieza tan alegre y al final a todos los pone serios.
Precisamente esa frivolidad y aparente descoco del libro sirve de contrapeso y alivio a las cosas tan graves y trascendentales que en ellas se dicen. Esa alegre mascarada de Las mil y unanoches es una danza macabra bailada por neuróticos esqueletos. Cada noche muere simbólicamente Schahrasad y con ella todos sus personajes. La muerte ronda y los tártaros de Kalahujan están siempre a la puerta del festín abbasi, como Ciro, en la Biblia, a la de Baltasar.
Lo que despista en el libro es su estructura medieval, su aire talmúdico de línea confusa, que mezcla y confunde lo alegre y lo serio, lo sublime y lo vulgar, y abusa de las especias fuertes y los colores crudos, por un gusto peculiar a lo pintoresco y lo picante.
Esa es la razón de la disparidad de juicio que inspira. Pero esa también es la razón de su perenne éxito.
EL PERENNE INTERES DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches tiene un doble interés para los públicos. Son de una parte un libro para niños y mujeres, por lo que tienen de fabuloso y romántico, y de otra, un libro para adultos, capaces de pensar y desentrañar sentidos.
Esas historias fantásticas, esos cuentos de niños, inspiran desdén a las personas graves, que son las faltas de imaginación y fantasía; pero deleitan a los niños, y también esas personas han sido niños y en esa edad han leído estos cuentos infantiles.
Ahora bien: esas lecturas determinan reflejos que luego reviven en el hombre adulto y mueven sus resortes psíquicos, determinando querencias y nostalgias. Y el hombre adulto que acaso rechaza el libro si se lo presentaran por primera vez, vuelve a tomarlo en sus manos y a leerlo, descubriendo en él bellezas y honduras que antes no sospechara.
Este, después de todo, es el proceso por el cual se eternizan esas obras que llamamos eternas. Son los niños los que mantienen el nexo entre las generaciones de lectores.
Claro que ellos no conocen esos libros en ediciones integrales, sino en adaptaciones acomodadas a su grado de desarrollo intelectual; pero preparan al hombre futuro para leerlas en ediciones integrales.
No hay que hacerse ilusiones; esas obras monumentales, inmortales, como la Ilíada, el Ramayana, el Quijote, el Fausto, no lo son según la letra, sino según su espíritu, difundido por la leyenda, por el aura popular y destilado en ánforas menos imponentes.
En su forma escrita esas obras inmortales lo son al modo de las momias a las que es preciso inyectar de cuando en cuando jugos vitales para que no se descompongan del todo. Y eso es lo que hacen esos adaptadores y refundidores que preceden, según los poetas medievales que en forma de fabliaux introdujeron en sus países, dándoles aire popular, infantil, a los grandes poemas sabios de la antigüedad clásica y vistiendo a sus héroes con trajes de la época.
No hay que censurar a los autores de esos Quijotes para niños, pues ellos hacen luego posible los Quijotes integrales, con notas y comentos, para hombres.
Es de niños cuando conocemos y tomamos el gusto a esos argumentos, que de otra suerte nos parecerían luego enteramente absurdos e indignos de atención grave.
En la edad en que aún no tenemos desarrollado el espíritu crítico aceptamos de buena fe, y con fruición, todas esas bellas mentiras, que entonces no nos lo parecen, y las incorporamos a nuestra sangre, por así decirlo, como vitaminas, que ya seguirán actuando en nosotros y desarrollándose a medida de nuestro crecimiento.
Hay un sincronismo efectivo entre nuestro desarrollo mental y el valor que esas obras van adquiriendo en nuestra estimativa. Puede decirse que van creciendo y evolucionando con nosotros, por la base afectiva que asentaron en nuestra infancia.
Son las impresiones del niño las que determinan las simpatías de toda clase —entre ellas las literarias—del hombre futuro y hacen que todo lo que en esa edad aprendió con referencia y en síntesis—como la locura de Don Quijote y la semicordura de Sancho Panza; la belleza sin par de Helena, que dio lugar a una guerra terrible entre griegos y troyanos, o los viajes de Simbad, el marino, o de Gulliver, o la vida solitaria de Robinsón en su isla—despierte luego el interés sentimental del joven y la curiosidad intelectual del hombre maduro.
En la infancia nos impresionan naturalmente Las mil y una noches por lo que tienen de maravillosas; en la juventud, por lo que tienen de románticas, y sus apasionadas heroínas, que mueren de amor, absorben nuestros sueños eróticos y se convierten en nuestras amadas ideales, que quisiéramos encontrar en la vida, y, finalmente, en la edad madura, en esos cincuenta años en que el ansia de saber suple al anhelo de amar, y en que el hombre tiene ya una experiencia, volvemos a leer el libro y le encontramos un sentido nuevo, profundo, moral y filosófico, porque nosotros lo tenemos.
Es el mismo proceso que se da también en la especie entera, que pasa de la edad poética a la crítica—doblemente tal—y de los mitos a la mitología.
Viene luego la edad senil, que es otra edad de enamoramientos, y el lector de Las mil y una noches vuelve a sentir las bellezas poéticas del libro y a enamorarse de él, como se enamoran los viejos, es decir, con un amor intelectual.
Tal es el caso de esos exegetas cervantinos, entre los cuales no hay un solo joven. Y tal es el caso de Roso de Luna, que pasaba ya de los cincuenta cuando escribió El velo de Isis. Hay un erotismo senil en ese afán de levantar velos intelectuales.
Ahora bien: todo ese proceso que decimos mantiene el interés de libros como Las mil y una noches y el Quijote que pasan de las manos del niño a las del viejo y de las de este torna a los niños otra vez, como el anillo de los juegos simbólicos.
Las mil y una noches, por razón de su doble fondo, mantienen su continuidad de interés; encantan al niño y proporcionan un entendimiento erudito a la vejez desencantada. Y así mueren y renacen sin cesar, como un fénix literario.
En el fondo nada muere, se transforma tan solo, y lo que parece muerto en esos libros sigue viviendo, en otra forma, a nuestro alrededor.
En literatura todo se reduce a transformaciones y transferencias, ya que la poesía responde a unos anhelos innatos, inmemoriales y eternos del hombre; a unas necesidades no menos imperiosas que las de carácter positivista y práctico, y en virtud de las cuales hay en torno nuestro una constante palingenesia de mitos y argumentos y siguen subsistiendo todas las variedades y géneros literarios de la antigüedad sinque pueda darse por extinguido a ninguno de ellos, pues lo que parece muerte es solo metempsicosis, y el fenómeno se reduce realmente a una simple transferencia de esencias y a un cambio de forma, pues, en el fondo, existe el poema épico en la novela moderna en todas sus variedades, hasta con la cantidad de elemento maravillosos que le proporcionan los descubrimientosde la ciencia, y así ese progreso científico, que parecía llamado a matar la poesía, no ha hecho sino revitalizar y engendrar entre otros un nuevo género: el de la novela científica: nada de lo antiguo se ha perdido. Aquiles y Héctor reviven en los modernos púgiles que cada noche luchan en los rings; el genio aventurero de Simbad, el marino, tiene su trasunto en los Stanley, los Nordenskiold, que son también héroes de novela y sombras radiantes de película cinemática; el espíritu caballeresco de Don Quijote encarna nuevamente en los Buffalo Bill y otros héroes del épico ciclo del Far West; los buscadores de tesoros miliunanochescos tienen su avatar legítimo en los buscadores de diamantes de El Cabo y los buscadores de oro y petróleo en California; Anatole France vuelve a tratar los temas medievales de hadas y brujas, como en el ciclo de Merlín, y otros autores como Chesterton se esfuerzan en evidenciar el sentido misterioso, mágico, que tiene la vida cotidiana en cuanto nos detenemos a pensar.
Ahora bien: todas esas manifestaciones de la evolución literaria incesante actualizan el interés de Las mil y una noches que, respecto a ellas, aparecen proféticas, dotadas de anticipaciones, de una carga de futuribles que les permiten sincronizarse con los gustos y preocupaciones del hombre moderno.
Tiene las dos caras, que a Donoso Cortés le maravillaban en la Biblia: una al pasado y otra al futuro; son un archivo de historias y profecías.
En ellas puede el estudioso encontrar vestigios de épocas antiquísimas, de instituciones ya abolidas, como el totem, el tabú, el matriarcado, el rapto nupcial, el sacrificio del primogénito, etcétera, etcétera; tradiciones de las civilizaciones primitivas—troglodita y lacustre—simbolizadas en las mujeres-sierpes y las mujeres-cisnes, y, en fin, de una multitud de costumbres sociales de las que solo se encuentra ya constancia escrita en las obras de imaginación, como la poliandria, que el Mahabharata nos confirma con la bella Draupadi, esposa de los cinco hijos de Pandu. En este sentido tienen también Las mil y una noches un valor de Biblia.
Pero como en la Biblia misma hay en ellas historias de un encanto poética, único, insuperable y perenne; tal que las de Anisu-l-Uchud (Noches 249 a 258) y del príncipe Yasmin y la princesa Allosa (Noches 818 a 821), que son de lo más bello y puro y delicado que haya podido crear el idealismo del hombre y todas las razas, y cuya lectura deleitará en todos los tiempos y a todas las razas del mundo.
Y no digamos nada de la carga de emoción patética de historia como la de Asisy Asisa (Noches 104 a 120), de una fuerza tal que nunca dejará de actuar sobre la sensibilidad de los hombres, en tanto estos lo sean.
El valor poético de Las mil y una noches está por encima de las fluctuaciones de la moda, y hoy, como cuando se escribieron, tienen actualidad estas palabras del gran De Sacy:
«Las mil y una noches, desconocidas entre nosotros hasta el siglo XVIII, ningún objeto moral o filosófico presentan, y con todo, aunque atenidas al arte de novelar, han ido abarcando en pocos años toda la Europa con su nombradía. Su éxito cada vez más grande no ha padecido el menor menoscabo, con los caprichos de la moda o la variación de nuestras costumbres. El drama de Schiller ha podido desbancar a la rancia tragedia de Sófocles; una serie de indigestos recuerdos frívolos, por no decir más, o recopilados y redactados bajo el ímpetu de las pasiones, ha podido imponer silencio a la musa imparcial y entonada de la historia; la ciencia de los Bodinos y los Montesquieu, el arte de los Sully y los Colbert, libre patrimonio de todos, y en adelante sin misterios, han lograr do desterrar de nuestros escritos y salones la jovialidad y el bullicio; mas no por eso han dejado de tener Las mil y una noches numerosos y apasionados editores que acuden al Oriente de continuo en busca de lo que faltaba en esta larga serie de cuentos, y aunque su nombre mágico ha favorecido la introducción de infinitos géneros lícitos nada han perdido, sin embargo, Las mil y una noches de su popularidad y privanza.»
VALORES LITERARIOS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches, puesto que sean otra cosa, son ante todo una obra literaria, y en ese aspecto hemos de estudiarlas, para hacer resaltar sus valores de esta clase y analizar sus temas, situaciones y personajes, e inducir de ellos connotaciones psicológica y sociales que nos den una visión del pueblo árabe, de su psiquis colectiva, y, al mismo tiempo, de su grado de evolución social y política, de su vida íntima y su vida exterior, de lo que hay en ella de fijo y de mudable, toda esa filosofía que lleva implícita la creación literaria y que añade un interés histórico a su interés puramente estético.
Toda obra literaria de alguna importancia puede leerse y gozarse en un texto limpio de notas, terso como un cristal; pero ese cristal es un espejo en el que puede verse la imagen del pueblo que lo escribió, y si los más de los lectores, distraídos con el argumento, no se detienen a precisar los rasgos de esa imagen, bueno es llamarles la atención sobre ella en notas que sean como amigables palmaditas en el hombro. Y mejor todavía hacer por el lector ese trabajo reflexivo y ofrecérselo, por si lo quiere aprovechar, en su cuerpo de estudios, desglosado del libro y que puede saltar, si no le interesa.
En las páginas siguientes trataremos primero de hacer resaltar los valores literarios del libro, subrayando sus figuras más emotivas y cargadas de humanidad, y luego intentaremos la empresa de actualizar toda su arqueología, o sea su parte histórica y mítica, aclarando los enigmas aclarables que plantea.
Empezaremos, pues, por los personajes considerados como individuos, y seguiremos por los mismos personajes comorepresentaciones de grupos psicológicos, sociales y étnicos. Hay en Las mil y una noches personajes que son personalidades tan poderosas y bien plasmadas como las de Homero y Shakespeare y que, por tanto, brindan rico material a la introspección moderna. Reyes lascivos y sanguinarios como Enrique VIII; mujeres tan tiernas y dulces como Antígona; amigos tan leales como Aquiles y Patroclo; toda una galería de figuras que nadie se ha tomado el trabajo de estudiar y que merecen ser estudiadas tanto como las de Shakespeare, Goethe y Balzac, tanto más cuanto que casi todas ellas solo aparecen en el libro con una psicología esquemática, cuyo dibujo se impone completar.
Los raui miliunanochescos, de acuerdo con su raza y su época, dotan a sus personajes de una psicología genérica, que no entra en detalles. Sus personajes son más bien tipos de individuos y sus caracteres se han formado no de una vez, sino por acumulaciones de rasgos en etapas sucesivas.
Es, por cierto, muy interesante ese proceso genético de los personajes de Lasmil y una noches, que a veces forman serie—la serie de las Dalilas, por ejemplo—en que el tipo se va modificando, completando o desintegrando, como si sus representaciones fuesen los varios bocetos o borradores de un mismoautor, en trance de lograr el ideal propuesto.
Ese cambio en las características de un mismo tipo, a lo largo de la obra, nos pone en presencia del proceso embrionario al vivo de las figuras literarias.
Una cosa notable, y que debe cargarse en la cuenta a favor de estos psicólogos medievales, es la importancia que la herencia y el tiempo tienen como factores formativos o modificadores del carácter de los individuos. Gracias a ello tenemos en la Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102), una anticipación de ese estudio psicofisiológico de una familia que hizo Zola en su Rougon Macquart, pues lo mismo que en esa serie de novelas vemos, en la historia citada, la degeneración de una familia, de abuelo a nieto, con ejemplos de atavismo o salto atrás en el último, y, por la misma razón de tiempo, vemos a un mismo personaje—como el Kamaru-s-Semán de la historia así titulada—cambiar de psicología y de conducta a medida que se va haciendo viejo.
Es ese un asomo de psicología progresiva que representa un acierto probablemente intuitivo de estos rapsodas.
En eso se apartan de la psicología teórica, apriorística, que rigió entre nosotros hasta bien entrado el siglo XVII. Por todo ello resulta interesante pasar revista literaria a esos personajes más representativos y completar sus esquemáticas figuras, y eso es lo que vamos a hacer, empezando por los dos reyes hermanos Schahriar y Schahsemán y las dos hermanas Schahrasad y Dunyasad, que ilustran la cabecera del libro y por los cuales debemos empezar.
LOS DOS HERMANOS SCHAHRIAR Y SCHAHSEMAN
La psicología del rey Schahriar, el primogénito de los dos hermanos, reyes de los reyes de Sasán, solo se describe en el libro a raíz del trauma sufrido con el descubrimiento de la infidelidad de su esposa, es decir, deformada, cosa lógica, pues es entonces cuando empieza a ser interesante.
Hasta allí, el joven rey fue un rey bueno, justo, equitativo y un bravo y cumplido caballero, lo mismo que su hermano Schahsemán. Ambos se habían dividido el reino de su padre y vivían en paz en sus respectivas cortes, sin por eso olvidarse el uno del otro, pues se amaban y eran tan buenos hermanos como buenos príncipes, lo que no es frecuente en ese mundo oriental.
Así las cosas, surge la tragedia que ha de cambiar el carácter a los dos jóvenes, cándidos, inexpertos, criados en el falso ambiente de las cortes, y la tremenda impresión que en ellos hace el descubrimiento de la verdadera realidad de la vida está indicando hasta qué punto eran inocentes e infantiles sus almas.
No es extraño que conciban esa misantropía, esa desgana de vivir y ese odio a las mujeres (mejor dicho, a la Mujer), que los lanza a criminales extremos.
Es que todo su mundo moral se les ha derrumbado, que han perdido la fe en todo y se sienten engañados, burlados por sus educadores, que no les descubrieron, desde niños, la verdadera faz de la vida y del mundo.
En ese naufragio de sus buenos sentimientos originales solo se salva el amor que ambos se tienen, y la desgracia los une y los hermana más.
Eso demuestra su buen fondo ingénito, que también resulta abonado por su primera reacción ante el descubrimiento de su afrenta y es propia de un filósofo; lo primero que hacen ambos hermanos, antes de proceder a su venganza, es abandonar su palacio y echarse juntos por esos caminos del mundo que nunca vieron a fin de comprobar si su desgracia es única y constituye una excepción que por fatalidad les tocó a ellos, o si, por el contrario, es cosa que está en el plan de la vida y puede ocurrirle a cualquier hombre. En el primer caso se matarán; en el segundo, seguirán viviendo, pues su deshonor no tendrá que avergonzarlos tanto.
Es el deshonor lo que más les duele, a fuer de reyes, y como caballeros que son.
En el curso de sus andanzas sin rumbo encuentran a aquella joven raptada por el efrit que, aprovechando el sueño de este, hace bajar a los dos hermanos del árbol a cuya cima se habían subido y los obliga a folgar con ella, en presencia del monstruo dormido, y luego les cuenta su historia y les pide sus anillos para unirlos a los quinientos setenta que marcan el número de sus infidelidades.
Por ese episodio ven los dos reyes que su desdicha no es única, que la inmoralidad es la regla casi general, de la vida, y entonces sienten un amargo consuelo y, en vez de matarse o retirarse a un yermo, o aceptar buenamente la vida como es y perdonar, deciden volver a sus reinos y vengar su honor dando muerte a sus mujeres adúlteras y sus cómplices, y, para evitar nuevas afrentas, no amar a ninguna mujer más de una noche y sacrificarla al despuntar la aurora.
Síguese de ahí naturalmente todo lo demás: la despoblación de sus reinos, el desbarajuste de los asuntos públicos, la desorganización política, todos los males que se derivan de un mal gobierno.
Esos dos reyes, antes modelo de perfectos príncipes, se han convertido en dos déspotas sanguinarios, en dos monstruos que inspiran horror a todo el mundo.
Del rey Schahsemán solo sabemos luego, al final del libro, donde se cuenta su historia, a modo de epílogo. El libro sigue por el registro del rey Schahriar, que es quien con Schahrasad, la hija de su visir, inicia el segundo argumento: la regeneración del príncipe por medio del amor, que esa es, en realidad, la eterna historia, aunque aquí el amor se sirva del ingenuo ardid de contar historias.
Ahora bien: el que el rey Schahriar se deje vencer por ese recurso tan simple nos muestra también el fondo simple, infantil—y bárbaro—de su alma. ¡Aun Enrique VIII podían haberle ido con cuentos!
Ese rey terrible es, en el fondo, un niño, que se deja arrullar y entretener por canciones de nana, y es también un rey galante, que nunca ha dejado del todo de amar a las mujeres y de ello es un indicio su misma reacción homicida contra ellas, pues si las mata en la mañana de sus noches nupciales es quizá por no dar tiempo a enamorarse de ellas.
En eso se distingue del Barba Azul de la leyenda y de la historia—el ya aludido Enrique VIII—, pues Schahriar no manda matar a sus esposas de una noche porque se canse de ellas, sino por temor a no cansarse, y es de pensar también que en esa serie de mujeres asesinadas va buscando siempre un ideal.
Este se le presenta en la persona de Schahrasad, esa joven encantadora que, por sus encantos físicos y espirituales, es una mujer de selección y merece la supervivencia.
Lícito es pensar que, desde el primer momento, el rey Schahriar se enamora de esa hija de su visir, por más que parezca otra cosa. Pues si así no fuere, luegode poseerla no le habría concedidosu venia para contarle la primera historia.
Pero aquí ya el rey Schahriar deja de interesarnos, pues en lo sucesivo solo será un personaje pasivo, el atento oyente de su bella y sabia esposa Schahrasad.
SCHAHRASAD Y SU HERMANA
Schahrasad, la hija del visir, es ya un carácter más complejo; en su osado gesto de acometer la peligrosa empresa de amansar a ese león histérico del rey entran muchos elementos que, al análisis, dan reacciones de hormonas viriles en su psiquis de hembra.
Hay mucho de viril, de heroico, en ese gesto de meterse en la boca del león que se ha tragado a tantas; por él, a primera vista, Schahrasad semeja otra Judith, y así hay quien insinúa—como Burton—que, acaso al presentarse como presunta víctima ante el monarca violador y matador de mujeres, su intención era dar muerte alevosa a ese Holofernes persa, aprovechando la intimidad del amor, y ganarse así el título de redentora, como la valerosa hebrea, al volver al alcázar llevando la cabeza del monstruo, cogida de los cabellos, en su mano erguida.
Es una hipótesis muy aceptable y que explicaría la decisión con que la joven se ofrece a la prueba, pese a las advertencias de su padre, el viejo y experimentado visir. Un arma, un puñal fácilmente escondible entre los largos pliegues de su velo oriental podía asegurarle, desde luego, su inmunidad. Cabe figurársela esperando el momento propicio y decisivo para agredir sin peligro al distraído sultán, embobado con el interés de sus historias.
Pero como ese momento no llegó, hemos de orientar la inducción por otro lado y pensar que, a ese rasgo de virilidad en su carácter, únese en Schahrasad otra típicamente femenil, y que el arma de que la joven dispone y a que fía su salvación es, principalmente, su propio hechizo de mujer; su juventud, su belleza, su labia de chica novelera y marisabidilla y hasta—¿por qué no decirlo?—sus propias técnicas amatorias, pues seguramente ella, que tantos libros ha leído y tantos cuentos ha escuchado, conoce de fijo lo que, siguiendo el modelo de la Summa erótica del indo Vastyayana, enseñan a las vírgenes la técnica de la conyugalidad perfecta.
Por ese lado de su carácter recuerda Schahrasad a Esther la esposa de Asuero, que, por él pacífico poder de su belleza y su arte de agradar, logra sobre el monarca persa la misma victoria que Judith sobre Holofernes por el viril modo agresivo.
Es de inducir también que influye en ella otro sentimiento muy femenino: el de la vanidad, que supone la pretensión de triunfar ella donde tantas otras habían fracasado, la ambición de llevarse la palma y el título de reina de la Belleza o miss Persia en ese certamen internacional, y también cabe pensar, por último, que, al presentarse en aquella corte peligrosa como un cubil de fieras, iba atraída irresistiblemente, fascinada por el tropismo de la propia leyenda de macho terrible del rey Schahriar, impulsada a él por la ley biológica de la selección, que tiende a unir a los supersexuales en todas las especies.
Podemos representarnos el complejo psicológico de Schahrasad en ese instante, análogo al de esas bellas, ambiciosas, ingenuas y un poco locas mujeres que, en su tiempo, aspiraron a fijar la libido schahriaresca de Enrique VIII y se disputaron el triste privilegio de sentarse con él en un trono que era el anticipo del cadalso. Schahrasad tiene algo de las Juana Seymour y las Ana Bolena.
El complejo carácter de Schahrasad desorienta a los psicólogos, y así el francés Verne, por ejemplo, mirando a la heroína por su lado viril, la conceptúa una superhembra en sentido nietzscheano, cuando solo es una supersexuada, que no es lo mismo; Schahrasad es muy mujer; en su modo de actuar se vale de medios femeninos, opera sobre la base de la sensualidad del monarca, usa de coquetería y, por si fuera poco, se lleva consigo a su hermana menor, Dunyasad, con la que ha tramado su plan de seducción y que la ayuda a realizarlo. Es por este lado una Dalila, la ladina, una archimujer, y su fecundidad confirma luego su riqueza ovular.
No es, por tanto, tampoco una protofeminista, una virago, negadora, al menos teóricamente, de la misión primordial de su sexo.
Schahrasad no es tampoco una intelectual, una doctora llena de pedantería, a pesar de lo mucho que sabe, pues lo que sabe, en fin de cuentas, no es ciencia, ni griego, ni latín, sino simplemente saber popular, cuentos, historias y leyendas, folklore, demopedia, y lo que principalmente la distingue es su gran memoria. Eso la capacita para recitadora, y por ahí brilla sobre todo, aunque acaso su hermanita sepa tanto como ella y se la lleve a palacio como apuntadora.
Es lo más discreto considerar a Schahrasad sencillamente como una señorita novelera, con la cabeza a pájaros, según la frase corriente, como hay tantas, solo que sus pájaros son más maravillosos que los de las demás, pues son pájaros orientales, ruiseñores y papagayos, de los que ha aprendido la música y la alegre algarabía. Scharasad habla como un papagayo y ha estudiado en lo que Rabindranath Tagore llama la «escuela del papagayo».
Schahrasad es la loca de la casa, la fantasía oriental, y va a meterse en esa jaula dorada del rey Schahriar para alegrarlo y distraerlo y curarlo de su idea fija, con la variedad inagotable de sus modulaciones, que recorren toda la escala.
El rey Schahriar es un hombre que ha perdido el don y el gusto de la fantasía, que tiene su campo invadido por la monoidea absorbente, que solo ve por todas partes lo feo y malo de la vida y ya no sueña en nada bello, porque ha perdido la esperanza y la ilusión del amor, que es la fuente de todas las demás ilusiones. Es muy posible que haya perdido el gusto por oír historias y poemas, ya que todos tratan siempre de amor y el amor para él es un tabú que le impone su neurosis.
El rey Schahriar vive en su palacio como en un desierto, incomunicado con la poesía de la Naturaleza, que es laúnica que puede curarlo de su mal psíquico, y Schahrasad va a llevarle lo que necesita y abrirle de nuevo ese mundo ideal, más rico y bello que todos y cuyas llaves ha perdido.
Schahrasad es—insistimos en ello—muy mujer y por eso tiene ya en su soma células maternales y está capacitada para tratar desde luego con ternuray maña de madrecita a ese niño enfermo y malo; ¿no lo indica ya su ocurrencia de curarlo contándole cuentos?
Y Schahrasad triunfa allí donde han fracasado no solo las otras mujeres, sino también—es de pensar—los sabios visires, los psiquíatras de entonces, disfrazados de filósofos. Es que ella, como mujer, es a un mismo tiempo niña y madre y puede entender mejor al hombre enfermo.
Schahrasad recuerda también por su feminidad a la Sulamita de El cantar de los cantares, que lleva a la corte del hastiado rey Salomón la alegría de la Naturaleza, la amorosa ingenuidad de los pastores, que también se cuentan cuentos y se recitan poemas; así como por su docilidad y sumisión femeninas trae a la memoria a la Sakuntala de kalidasa, esa hija de los campos, que es la poesía, para el rey hindú, que, al perderla, pierde también el gusto por la vida y solo lo recobra cuando la recobra a ella, en virtud de prodigiosa anagnórisis.
A la Sulamita nos recuerda en ese detalle de llevar consigo a palacio a su hermanita menor, Dunyasad, comparable a esa otra de que dice El cantar: «Tenemos una hermanita, que aún no tiene pechos...»
¿Es que Schahrasad pretende encandilar a ese rey glotón con la fruta verde de su hermanita e inducirle a esperar y conservarle a ella la vida hasta su sazón? ¿Es que la lleva como intercesora? ¿Quién puede calar en las últimas intenciones de esa marisabidilla oriental? En todo caso, se trata de una travesura, de un ardid, que alivia el carácter de Schahrasad de la gravedad y el empaque con que algunos intérpretes la han desdibujado, creyendo sublimarla.
Es desorientalizar y deshumanizar a Schahrasad adOmarla, como hace el ya citado Verne, con virtudes propias de una santa princesa de medieval eucologio, pintada con rosados colores sobre un fondo azul de tarde nórdica. No; Schahrasad no es esa virgen impoluta y candida que Verne nos pinta en su adaptación teatral, que condensa el argumento; Rimski-Korsakov, en la visión musical que lleva su nombre, la ha captado mejor, acaso porque el alma rusa es también oriental, en todo su encanto bárbaro y fuerte y sensual, en forma de bailarina frenética, dionisíaca, que, al girar sobre su cuerpo, desprende una onda de aromas afrodisíacos, excitantes, acres y casi zoológicos.
Así hay que imaginar a Schahrasad, como algo primitivo, natural y bárbaro, pues solo así podía subyugar a ese sultán también primitivo y bárbaro; una Maintenon no habría hecho sino aburrirle.
Solo esa Schahrasad novelera, impulsiva y femenilmente coqueta, capaz de soltarse los cabellos y los broches, de abrir del todo sus brazos y marear y aturdir a su regio oyente y cansarlo con su sabia técnica agotadora, podía atreverse a afrontar esa prueba peligrosa con esperanzas de éxito.
Lo de los cuentos es cuento. ¿Qué habría logrado solo con ellos una madame de Stäel, una Corina oriental?
Schahrasad es una joven de su tiempo y su raza, sin esos refinamientos de nuestro Occidente y nuestra época; una Corina no se habría prestado a pasar por una prueba literaria en que, para ser admitida, tuviera que dejarse taladrar el billete, ¿y qué señorita europea habría tenido humor para ponerse a contar cuentos, sangrando todavía de su suplicio?
Porque el conservar la virgen hasta el final, como hace Verne, es un recurso literario forzado y caprichoso.
Hay que poner en la ficha de Schahrasad un tanto de sensualidad y de amoralidad. De otra suerte no se expresaría a veces como una cualquiera y hasta como un cualquiera.
Pero dejemos ya en paz a Schahrasad saboreando un sorbete al pie del lecho nupcial y disponiéndose a empezar su primera historia, en cuanto la aleccionada Dunyasad se lo indique, y fijémonos en la linda hermanita menor que—¡oh ese Oriente!—lo ha presenciado todo con sus grandes ojos curiosos, pero no asustados.
DUNYASAD, LA HERMANA MENOR
¿Por qué había de asustarse de esas cosas Dunyasad? Lo mismo que su hermana, ya debe estar enterada de todo por las niñeras y ¡quién sabe las cosas que habrá visto en los harenes!
Dunyasad es todavía una niña; pero una niña es ya una mujercita en ese Oriente precoz.
Hay que suponer que ya tiene pechos y está más adelantada que la hermana de Sulamita; pero aún sigue siendo demasiado niña para excitar el apetito del rey. Dunyasad es todavía una promesa y un plazo, con el que acaso cuenta su hermana para prorrogar su vida.
Nada nos dice el libro de Dunyasad cuando nos la presenta; es al final, al cabo de las mil noches, cuando, al describir sus desposorios con el rey Schahsemán, nos describe también su belleza, que al principio no llamaría la atención; luna naciente que luego ya ha alcanzado su plenitud y rivaliza con la de su hermana.
En todo ese tiempo que media entre el prólogo y el epílogo, Dunsayad es un personaje casi totalmente pasivo y que solo acusa su presencia cuando le toca decir esas palabras que su hermana le ha asignado en su corto papel.
Pero no por eso hay que rebajarle importancia a su figura; ella es la animadora, la jaleadora de su hermana; su pequeña claque, si vale la expresión. Con sus aplausos, y sus ruegos de que continúe, sugestiona sin duda un poco al rey Schahriar y lo induce tambié a aplaudir. Dunyasad, acurrucada, en el tapiz, a los pies de su hermana, está atenta a todo, no quita sus ojos del rostro del monarca, pronta a intervenir con su gracia de niña, en cuanto vea en él el menor indicio de enojo o tedio.
Parece que no hace nada y es mucho lo que hace Dunyasad; es como una rosa callada, puesta en un búcaro; embalsama la estancia y la impregna de frescura.
Dunyasad es la auxiliar, la confidente de su hermana, después de esas sesiones peligrosas; fácil es imaginarse cómo la besa y abraza y se encoge junto a su pecho y se hace un ovillo en su falda cuando las dos se quedan solas, mientras el rey Schahriar celebra, con, sus visires, consejo en el divan.
Esas son las horas más felices de las dos hermanas, que entonces pueden hablar y comentar los incidentes de la noche anterior y entregarse a la alegria de haber ganado un día más.
A la tarde, cuando el rey vuelve del diván, empieza de nuevo la angustia. Dunyasad contribuye al tocado de Schahrasad, le arregla un rizo de su cabellera, un pliegue de su velo; la anima, la conforta:
—¡Yey qué guapa estás! ¡El sultán no podrá menos de rendirse a tu hermosura! ¡Ya ves! ¡Los días van pasando y tu cuello se adorna con collares de noches radiantes, como perlas inofensivas!
Dunyasad cuenta las noches y los días con no menos inquietud y avidez que su hermana, pues sus vidas están lígadas por el amor y son una sola vida.
Con qué emoción, llegada la hora, se arrodilla en el tapiz, a los pies de su hermana, pensando en las palabras que le toca decir para iniciar la sesión, porque es ella quien recoge el cabo sueltode la narración suspendida la noche antes con palabras que son como la letra de esas antífonas que, en los ritos hebreos, corren a cargo de voces pueriles.
Pero no hay que pensar tampoco queDunyasad esté muy transida de espanto ante ese sultán terrible; es una niña y tiene ese valor sereno de la infancia; ella también es una niña terrible. Seguro que ese turbante imponente del déspota, sus barbas de Holofernes, rizadas en negros caracoles, sus ojos torvos de maníaco bajo el negro entrécejo corrido, su corvo alfanje, no la asustan gran cosa; antes la mueven a risa, a una risa traviesa, fresca, pueril, comunicativa. Por intuición sabe que no es tan fiero el león como lo pintan. Y al final ese rey sanguinario quedará vencido como los alifrites de los cuentos que cuenta su hermana. Aunque a veces también, a fuer de niña, experimentará cierto placer en imaginarse que tiene mucho miedo.
Pero no fantaseemos tampoco demasiado a costa de ese alma infantil y de ese silencio en que quiso envolverla el rapsoda, porque ese silencio es un encanto más. Dunyasad, quieta y callada, junto a su hermana Schahrasad, la habladora, subraya precisamente el poder sugestivo del silencio, de los márgenes en los libros, de los largos espacios blancos en los poemas.
Si Schahrasad personifica y magnifica la elocuencia, el arte de decir, Dunyasad potencia el valor expresivo del silencio, que habla por los ojos y el gesto y es a veces más eficaz que todas las palabras.
Cuando Schahriar se cansa de oír a Schahrasad, como nos cansamos de leer el mejor libro, vuelve los ojos a Dunyasad, a la página en blanco, y sueña...
Es lo que aquí hemos hecho nosotros...
PERSONAJES DEL EPOS
UNOS ROUGON-MACQUART ORIENTALES
La Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102) es interesante, entre otras cosas, porque nos traza la genealogía espiritual, el cuadro psicofísico de una familia a lo largo de tres generaciones, y representa un intento, acaso inconsciente, de realizar un estudio por el estilo del que Zola hizo de los Rougon-Macquart, apoyándose en la base científica de la ley de la herencia.
En el curso de esas tres generaciones vemos cómo los caracteres se van modificando del padre a los hijos, para después reaparecer como por un salto atrás en el nieto.
El abuelo, el rey Omaru-n-Nômán, es la perfecta representación del déspota oriental dotado de una libido, como decimos hoy, total, que irradia sus tentáculos en todas direcciones. El ansia de posesión y de dominio en todos los sectores de la vida es la característica de este prenietzscheano, y a él lo subordina todo. Es el principio del poder autocrático hecho persona. El es la ley, el Estado, todo. En el terreno familiar, es rey antes que padre y trata a sus hijos como a sus vasallos.
El rey Omaru-n-Nômán es una personalidad de una vitalidad potentísima, todavía en ese momento de declive en que el narrador nos lo presenta; los años no han menguado su caudal biológico ni su repuesto de hormonas, y a esa edad lo vemos todavía forzar doncellas y fecundarlas. Su codicia corre pareja con su lujuria y ambas son la expresión, en términos distintos, de una misma libido.
Omar, cuyo reino se extiende del Egipto a la China y que tiene en su palacio tantas esposas, barraganas y concubinas como los días del año y en sus arcas tantos tesoros como Salomón, no está todavía satisfecho, y sigue ambicionando nuevas tierras, nuevos tesoros y nuevas vírgenes.
Precisamente por unas perlas de raro valor que excitan su codicia lánzase a esa guerra, que el rapsoda nos describe, con el rey de Bizancio, guerra terrible, larga y azarosa cual la de Troya y las de las Cruzadas, comparable a una herida maligna que se cierra y vuelve a abrirse y a sangrar, en la que la astucia juega tanto papel como la fuerza y que causa la muerte a ese rey pujante y rijoso que de otra suerte habría logrado una longevidad extrema.
El sultán Omar vese envuelto también, por efecto de su lujuria incontenible, que nada respeta, en disensiones familiares, que le amargan su vejez y le enajenan el amor de su primogénito y heredero en el trono, Scharkán, y de sus otros hijos.
Omar tiene la triste vejez de los leones, pero hasta lo último es un león.
Su persona inspira a todos los que le rodean un respeto faraónico. Ni su hijo Scharkán, que ha heredado muchas de sus cualidades y se le asemeja en la prepotencia viril, se atreve a sublevársele.
El rey Omar sería invencible si no tuviera en su temple de acero, en su armadura vital, ese resquicio de la lujuria, que le ofusca su inteligencia y le hace desoír los consejos de su visir Dandán, que es su cerebro, para seguir las sugestiones de una vieja ladina—la madre de su enemigo, el cristiano—que con falaces promesas de gitana lo induce a beber una copa mortal.
Pero hasta lo último el autócrata se conduce como tal, sin que haya nada que lo contenga ni intimide, y actúa como un verdadero amoral, para el que no significan nada ni los afectos familiares. Omar abusa de la prometida de su hijo Scharkán, faltando a los deberes de la hospitalidad regia y a los de la paternidad; ese rey está más allá del bien y del mal y, como es tan poderoso, solo por la astucia se le ha podido vencer.
Bien; pues esa misma potencialidad biológica se acusa en su hijo Scharkán, que ha merecido, joven aún, el apodo honroso de «rayo de la guerra», de «plaga de la humanidad», pero del padre al hijo ya los grados se rebajan en el plasma sanguíneo; Scharkán es un maníaco de la guerra y en ella concentra toda su pasión; no es avaricioso como el padre ni un sembrador espermático de tan profusa libido.
Scharkán es un caballero y, a fuer de tal, galante y acatador de las leyes del honor caballeresco, a falta de otras leyes morales. Pero, además de eso, Scharkán es un buen hijo, un buen hermano y un hombre delicado. Ante los agravios del padre, reacciona en forma inhibitoria. No piensa por un momento en vengarse. Si al principio se retira de la corte, como Aquiles se retrajo a su tienda, vejado por Agamenón, acude luego a la paterna llamada, para hacerle la guerra en su nombre al rey cristiano. Y eso demuestra que es más bueno que su padre; pero al mismo tiempo más débil. En el se dan las virtudesrománticas de los héroes de las Cruzadas, de los Ricardos y los Saladinos.
Omaru-n-Nômán, en cambio, con su carácter enterizo, corresponde al epos clásico.
En lo que padre e hijo se dan la mano es en la falta de inteligencia. TieneScharkán, como su padre, depositado su cerebro en el visir Dandán, quepiensa por él; pero la pasión romántica hace que sea la pasión, y no la simple lujuria, lo que a Scharkán domina y atonta.
Scharkán siente por la princesa cristianaAbrisa un verdadero amor, romántico y caballeresco, como el de Tancredo por Armida; sabe respetarla y paladear los encantos del noviazgo, en espera de la boda, sin que parezca sentir esas urgencias lascivas de su genitor. Este es el que corta brutalmente la línea de esos amores delicados.
Scharkán incurre, por ignorancia, en el incesto con su hermana de padre, Noshetu-s-Semán; pero en cuanto se entera de ello dase prisa a deshacer el nudo y a casar a la joven con su chambelán, reparando así el yerro.
Scharkán es simpático, al revés que su padre. Y eso se debe a que es más humano, más hombre, aunque en cierto sentido lo parezca menos.
A Scharkán le pierden su propio candor y nobleza; no tiene en su sangrede león ni un solo elemento de zorro, y sucumbe, como su padre, a manos de la misma vieja zorruna; pero hay una diferencia: su alevosa matadora ha tenido que valerse del puñal traicionero, sin emplear el reclamo de la lujuria, como con su padre. Scharkán no se habría rendido a él.
En Scharkán, como vemos, aparece unos grados rebajada la libido paterna.
Aún más rebajada se nos muestra en el segundón, Zu-l-Mekán, individuo de escasa libido, de flojo temperamento e influido además de la dulzura femenil de su hermana Noshetu-s-Semán, con la cual se ha criado en una compenetración absoluta, favorecida por el hecho de sentirse ambos malqueridos por el primogénito y desatendidos por el padre.
Zu-l-Mekán es valiente como su hermano mayor y así lo acredita en la guerra; pero le faltan tenacidad, ambición, y es, en suma, un Orestes que necesita de la guía tutelar de su hermana. Pero Noshetu-s-Semán no es una Electra; su cualidad dominante es la ternura, la entereza para sufrir pasivamente, su resignada sumisión al destino. Es una mujer que ha nacido para amar y sufrir.
El signo desfavorable que preside el nacimiento de esos dos hermanos gravita sobre sus sendos hijos, Kuziya-fe-Kan o Fuerza del sino, la hija de la unión incestuosa de Noshetu-s-Semán y su hermano Scharkán, y Kan-ma-Kan, el hijo de Zu-l-Mekán, que, para más tragedias, se aman y han de luchar con grandes obstáculos. Kan-ma-Kan, desesperado, se lanza a los caminos como un salteador, bajo el pomposo nombre de caballero andante. Revive en él la libido enérgica del abuelo y la estirpe degenerada se regenera, en cierto modo, porque, con relación al gran rey Omaru-n-Nômán, sus descendientes no pasarán de reyezuelos.
La historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos tiene, aparte su valor de poema épico, el de una dramatización de procesos biogenéticos en la misma familia.
El rey Omaru-n-Nômán aparece como el culpable de esos indudables complejos psicopáticos que paralizan o quebrantan la energía del primogénito y crean desde la infancia una psiquis enfermiza, floja y vacilante a los dos segundones.
El propio reino del déspota lúbrico y codicioso y torpe se perdería si no acudiese a salvarlo la prudencia de ese visir Dandán, ese Mentor semita, que frustra todos los ardides, artimañas y tretas de la ladina vieja Zatu-d-Dauahi, y le impone finalmente el castigo que merecen sus crímenes.
LA SERIE DE LAS DALILAS
DALILA ZATU-D-DAUAHI
Dalila Zatu-d-Dauahi inicia la rica serie de las Dalilas del libro con caracteres épicos.
Esa vieja petera, lúbrica y ambiciosa, encarna la misma libido desbocada del rey Omaru-n-Nômán y, en la lucha con él, lo vence, porque es más inteligente, o por lo menos más lista, y tiene más dominio sobre sus impulsos, lo que le permite emplear la simulación como un arma suplementaria.
La ladina princesa, madre del rey de Rum o Bizancio, alma de esa lucha terrible entre la Cruz y la Media Luna, eco más bien que de las Cruzadas de las luchas de los primeros jalifas con los emperadores bizantinos, triunfaría en su empresa si no fuere porque el prudente y sabio visir Dandán, un intelecto no empañado por la pasión, una suerte de razón pura, siempre la descubre y la desenmascara; es un formidable carácter el de esa mujer, que inicia el tipo genérico de las Dalilas de Las mil y una noches. Está a la altura de las grandes figuras literarias de todos los tiempos, y desde luego el gran Homero no llegó a crear nada comparable y es preciso aguardar a nuestro Rojas y a Shakespeare para encontrarle parangón en Celestina y en Macbeth.
Dalila Zatu-d-Dauahi tiene mucho de la Celestina en lo enredadora, venal e inquieta, y mucho también de Macbeth en lo de inductora satánica; pero les gana, por eso mismo, en complejidad y riquezas de malas cualidades. Es una virago forzuda que esgrime la lanza como un hombre y posee al mismo tiempo toda la astucia y toda la inventiva simuladora propia de su sexo. Cuando la fuerza le falla, recurre al histrionismo y es proteica, sinuosa, escurridiza y pronta para idear planes, de suerte que es un enemigo doblemente peligroso. Como personaje literario merece una corona, aunque como persona merezca esa corona que al final le encasquetan.
Dalila Zatu-d-Dauahi reúne todos los vicios y malas cualidades de ambos sexos, incluso la fealdad física, y es amiga de hombres y mujeres, poliándrica y anándrica, una posesa del demonio lúbrico al par que del de la ambición política, un monstruo, en suma, que representa una amenaza para todo el género humano y al que hay que aniquilar como a la hidra de Lerna, matar y rematar para estar bien seguros de que no ha de seguir haciendo daño, después de muerta, como los vampiros.
Ya indicamos en otro lugar que en esta creación femenina hay, sin duda, mucho de ideal, de condensación de rasgos dispersos, y que, además, el odio religioso y racial ha contribuido a recargar las negras tintas del modelo, si alguna vez lo hubo, cosa que es posible, ya que en ciertos aspectos pudo haberle servido de tal a su creador esa famosa emperatriz bizantina Teodora, que con sus lubricidades y rapiñas, mancilló la seriedad de su esposo Justiniano, y cuya biografía, que puede leerse en el libro nono de la Historia secreta, de Procopio, abunda en escandalosos pormenores de toda índole, incluso de exhibicionismo nudista ante el público de los teatros.
Eso sin contar con que la fama de corrupción de la mujer bizantina en general es cosa atestiguada por los hisriadores y llegó a ser proverbial en su tiempo, y como tal la menciona Eliano Prenestino en su Varia historia, que es en buena parte, un eco de la voz pública.
No hay, pues, que tildar de demasiadamente exagerado al narrador árabe que, al lado de esa personificación peyorativa de la mujer bizantina, nos muestra otras, como la princesa Abrisa en la que resplandecen todas las virtudes femeniles, incluso la de la castidad, unidas al valor del más esforzado caballero de poema épico, y que, entre otros méritos, tiene el de haber resistido a los intentos de seducción de la viejalesbiana, conservándose inmaculada para el amor normal, con un candor de virgen que sorprende en una amazona como ella; bien es verdad que las amazonas de la leyenda griega, si se mutilaban un pecho, no se arrancaban el corazón y en él tenían su punto vulnerable, y no, como Aquiles, en el talón.
Es posible que el cuentista árabe, a impulsos de ese sincretismo que tantas veces hacemos notar, haya transferido a su Dalila Zatu-d-Dauahi perfiles psicológicos y fisiológicos de la famosa Teodora, añadiéndole el de la grotesquezque se deriva de la ancianidad en que nos la presenta; pero aun tomándolo así, hay que reconocer que el tipo de la vieja proxeneta, tríbada y celestina, está trazado con líneas justísimas que responden al cuadro clínico, por así decirlo, de esa clase de seres anormales capaces de todos los crímenes, como lo son de todos los vicios, según la tesis lombrosiana, que considera la prostitución como la forma de delincuencia típica en la mujer (el hombre delincuente y la mujer prostituta) y la raíz psicofisiológica de donde arranca en ella todo el árbol de la criminalidad; aun desde el punto de vista puramente fisiológico es veraz y de viabilidad moderna ese retrato de la vieja tríbada insaciable, aquejada de prurito vulvar y de flatulentos gases, con la piel coriácea, peluda, y los esfínteres relajados por la incontinencia.
Es la vieja en la que, traspuesta la edad crítica, se agravan los antiguos complejos, pierde parcialmente su feminidad, tira a convertirse en una virago y asume una psicología de eunucoide, en que, como síntoma de dispersión mental, descuellan la inquietud, la movilidad y la ambición.
El narrador la cualifica, muy certeramente, «la de los desastres», pues una vieja así, inquieta y enredadora, es fatal incluso para sus familiares y amigos y, pese a toda su capacidad inventiva para la simulación y el fraude, acaba arruinando el imperio de su hijo y de su aliado, el rey de Kostantiniya, y, en vez del triunfo sobre los muslimes, perseguido con tanto tesón y dispendio de astucia, solo logra la derrota y el morir clavada en una cruz, a la puerta de la ciudad, como zorra cogida en el cepo y expuesta al general escarnio.
Tiene así el final que merece como mala persona, pero como creación literaria es digna del apoteosis.
DALILA, LA LADINA, MADRE DE SEINEB, LA TRAPISONDISTA
He aquí otra Dalila ilustre, digna de seguir muy de cerca a la anterior Dalila, aunque no sea princesa ni se mueva en el plano épico, sino en el picaresco, que rebaja la tensión arterial de esos personajes; dentro de esa esfera de vida rebajada, de la picaresca, Dalila, la madre de Seineb, es también una reina y campa por sus respetos, como la otra en el suyo, y la emula y hasta aventaja en ese respecto de la simulación y el fraude; tiene no menos inventiva que ella y, desde luego, más talento, pues logra salir con bien de todas sus fechorías, hacerse simpática y conseguir lo que pretende, coronando sus arriesgadas empresas con el éxito.
La habilidad de esta picaresca Dalila está dicha con afirmar que, si no lucha con guerreros del temple de Scharkán, lucha con pícaros redomados, como son los que componen la Policía maleante de Bagdad, en la que hay bribones de la categoría de ese Ahmed, que se ha ganado el apodo de La Peste, y a todos los envuelve y embroma y al final los vence, aunque se ha de tener en cuenta, para justipreciar su éxito, en primer lugar, que ella tiene también en su sangre glóbulos policíacos, pues es la viuda del antiguo jefe de la Policía de Bagdad y, además, esos polizontes badgadíes lo son de vodevil y responden al tópico convenido de que el policía ha de ser torpe por naturaleza profesional. Sherlock Holmes se hace aguardar siglos.
Dalila, la madre de Seineb, es una picara; pero tiene mucho en su descargo, pues está justamente resentida, se cree con derecho a suceder en algún modo a su marido y no es una picara fundamental, sino una señora venida a menos que, por obra de las circunstancias, se ha metido a picara, pero en el fondo sigue siendo una señora, una mujer honrada, que no hace, en suma, sino trastadas inocentes ni daños que no sean reparables.
No tiene ella la culpa si, al morir su marido, se encontró desamparada, con una hija casadera y un chico mocoso, en la edad de jugar al chito, y tuvo que ingeniárselas para salir adelante y crearse otra posición. Dalila venía a ser una cursi de novela galdosiana.
Pero Dalila, aunque ya machucha y bigotuda, es de suponer no se avenía a ser una cursi y seguir aparentando una posición que ya no tenía, con merma de su opulencia carnal y de los procesos ovulares de su hija, que estaba en pleno desarrollo, y en vez de recluirse en su casa a llorar, sentada en el estrado, a su marido, que se había llevado la llave de su moruna alhacena, y consumirse de ayuno y de tedio, pues ni siquiera le quedaba el recurso que a las viudas burocráticas de Taboada de pasear a su niña por el Recoletos de Bagdad, la Ruzafa, en busca de novío, ya que las costumbres musulmanas no permiten tal cosa, optó por meterse a picara y echarse a vivir del cuento y de la trampa, primero ella sola y despues secundada por su hija, que, si al principio se asustaba de la audacia de su madre, luego salió tan diestra en saber picaresco que le daba lecciones a su maestra.
Y aquí es preciso delimitar bien los respectivos distritos en que madre e hija desarrollaban sus picardías; Dalila, madre, a fuer de vieja sin atractivos, operaba en el terreno prosaico de proveer a la mantenencia, en tanto su hija, joven y guapa, picaba más alto y, aunque no desdeñase lo práctico y buscase también la mantenencia, buscaba además el ayuntamiento, la poesía, es decir, el amor, pero no un amor de picaresca, sino un amor honesto, burgués, para casarse como Alá manda, un buen partido que encontró al fin en la persona de Alí, El Azogue, el de Mizr, ahijado y edecán de Ahmedu-d-Dánaf o Ahmed, La Peste, sucesor de su padre en el puesto de jefe de la Policía de Bagdad.
La ambición suprema de ambas mujeres era, según se ve, la de reintegrarse al cuerpo policíaco, del que se consideraban eliminadas sin motivo, y volver al cual era para ellas tanto como una rehabilitación, y en este respecto, las picardías de esta Dalila burocrática asumen un matiz de reivindicación feminista a la moderna, pues con todas sus trapisondas y fullerías tiraba Dalila a demostrar lo injusto de excluir a la mujer de los escalafones por el solo hecho de serlo y probar al propio jalifa que ella, con ser mujer, era mas policía que Ahmedu-d-Dánaf y toda su pandilla de pícaros y bribones retirados, pues sabia más de picardías que todos ellos juntos.
Y con efecto, desde que Dalila se lanza a la acción directa y abandona la pasividad impuesta a la mujer por la rutina de su tiempo, hace tales y tan sonadas hazañas de picaresca y truhanería que levanta un clamor público de protesta, que llega hasta el propio emir de los creyentes, el cual desahoga su enojo con su jefe de Policía y lo pone en trance de dimisión y de pérdida de la cabeza si no logra dar con la vieja tunanta y hacer en ella un escarmiento para que los vecinos de Bagdad puedan dormir tranquilos.
Pero atrapar a esa vieja astuta, que cambia a cada paso de disfraz y de sexo y se escurre como una anguila, es punto menos que imposible, y Ahmed, La Peste(o La Tiña), y su adjunto Schumah, el de mal agüero, fracasarían en su empresa si no fuere porque viene en su ayuda el joven Alí, El Azogue, el de El Cairo, que está deseoso de hacer méritos y destacarse, como hoy decimos, y que, además, pone en la cosa un interés personal, pues para él vencer a la vieja no es solo cuestión de amor propio, sino también y sencillamente de amor, ya que está locamente enamorado de la bella Seineb, la hija de Dalila.
Alí busca a la vieja para dar con Seineb, a la que en realidad persigue y quiere prender, como a él lo tiene prendido ella, y encerrarla en la cárcel de amor, y esto da lugar a que Seineb tome también parte activa en el juego y secunde a su madre y aun la supere, justificando su nombre de Seineb, la trapisondista; entre madre e hija acaban de volver loca a la Policía de Bagdad, hasta que, al cabo, el amor, que es otro picaro, allana las cosas y hace que todo pare en bien y que madre e hija se entreguen al joven Alí y comparezcan ante el jalifa que, al oír la ingenua confesión de sus culpas, toma la cosa a risa y, maravillado del ingenio de ambas mujeres, las perdona, nombra a Alí jefe de su Policía y casa con él a la bella Seineb, en la que tendrá una buena asesora para sus delicadas funciones.
Así termina esta inocente historia, que el emir de los creyentes hace bien en tomar a risa, pues las sonadas fechorías de la vieja lo son por la calidad encumbrada de las víctimas, entre las que figura el propio guali, pero no por la cuantía de los daños, todos ellos reparables, y en el fondo no son otra cosa que el medio que la vieja emplea para hacerse cartel y llamar sobre su persona la atención del soberano; la famosa bribona no es una mujer mala, ni una picara del arroyo, sino toda una señora que se hace la picara, aunque eso de haber sido mujer de un policía de aquellos la haga un tanto sospechosa de lo contrario.
Pero, en fin, sus trastadas tienen algo de juego deportivo, que va más allá de lo meramente utilitario y raya en lo artístico, y ella es, más bien que una tunanta, una guasona, que goza ideando y realizando sus timos, a reserva de repararlos en su día cuando logre su objeto; atendido el cual, no solo resulta justificada esta antecesora de nuestra «picara Justina», sino enaltecida a título de campeona de ese feminismo que en nuestros tiempos ha hecho justicia a la mujer y abiértole las puertas de la burocracia, la academia y el parlamento.
La moraleja que se desprende de la historia de Dalila, la madre de Seineb es que una mujer sola puede, a fuerza de ingenio, vencer a toda una tropa de hombres duchos en toda suerte de picardías y que constituyen la flor de la bribia y la gallofa bagdadienses.
Eso solo bastaría a concillarle las simpatías del jalifa, pues es cosa comprobada, o por lo menos convenida, que todo rey absoluto goza paradójicamente al ver puesto en ridículo a su cuerpo de Policía, quizá porque así se desquita de la coacción que, a título de protegerle, ejerce sobre él.
Sea como fuere, no nos interesa aquí aclarar ese enigma psicológico, sino hacer constar finalmente la verdad con que el escriba árabe trazó esa figura de Dalila, una de las más consistentes de la picaresca arábigo-española, dotándola de un poder de simpatía en su tipo de picara honrada y de tales vitaminas literarias que la conservan fresca y vigorosa hasta el día.
DALILA, LA DEL CUENTO DE ASIS
Aquí tenemos aún otra Dalila que concentra toda su libido en el terreno erótico y en su compleja psicología reúne rasgos de las anteriores, entre ellos, la simulación. Esta Dalila es un tipo de mujer muy real en su ambiente y en su época, un producto mental del aburrimiento de los harenes y que responde al tipo de la señorita provinciana de nuestra novela; es una «diabólica» de las de Barbey d'Aurevilly, y como tal tiene mucho de ingenua. Su figura nos introduce en ese mundo aburrido del harén oriental, en que la mujer joven y soltera no tiene otra distracción que tramar enredos de amor con sus esclavas y atisbar por las celosías el raro paso de algún transeúnte, capaz de impresionar su fantasía y personalizar sus ensueños eróticos.
Dalila vive en Bagdad, en un caserón siempre cerrado, en el fondo de un callejón sin salida, a cuya entrada hay un marmolillo, como tantos otros de Toledo o Sevilla; su única distracción consiste en atisbar por el mirador de la casa si pasa por allí algún joven y por fortuna se sienta en aquel poyo a descansar y enjugarse el sudor. Entonces Dalila deja caer uno de sus pañuelos, en cuyos picos hay bordadas unas gacelas y unos versos de amor. Todo esto tiene un aire encantador y lejano, de cuento, que aún se realza más al saber que aquellos pañuelos no los ha bordado Dalila, sino una princesa de tierras exóticas, la princesa Dunya, que, a impulsos del mismo tedio que Dalila, se entretiene en bordarlos y luego los manda por ahí como carteles de su belleza y como memoriales, que dicen los modernos psicólogos del amor.
Dalila ha interceptado varios de esos pañuelos y de uno de ellos se vale para cazar a Asis, el prometido de Asisa, y envolverlo en sus pliegues, velándole todo su horizonte mental y afectivo, aquella tarde en que el joven, sofocado por el calor y el traje nuevo, se sienta a descansar en el poyo del callejón mientras en casa le aguardan para celebrar la boda con su prima.
Aquel pañuelo sirve de reclamo para que Asis alce los ojos hacia el mirador, y ante la belleza misteriosa de la desconocida se olvide de todo y se inflame de un amor que ha de ser su desgracia y la de su prima y la desolación de sus padres.
No vamos a referir al pormenor el argumento de esa historia patética que por sí sola, vale todo el libro; insistiremos solo en los detalles que delinean el carácter de esta Dalila, a un tiempo perversa e ingenua, y que, en el centro de un argumento brutalmente realista, nos traslada a un ambiente de ensueño, de un singular encanto.
Dalila es un tipo de mujer eminentemente «miliunanochesco». En primer lugar, se vale para sus conquistas de esos pañolicos con gacelas y versos bordados en seda y oro por una princesa lejana de exótico prestigio; luego emplea en sus coloquios con Asis un lenguaje simbólico de jeroglífico, que pone a prueba el ingenio del joven y que este no entendería nunca si no le ayudara su propia prima, que, a fuer de verdadera amante, conoce a fondo ese idioma cifrado del amor, y, finalmente, cuando da a Asis la primera cita, a medianoche, se hace esperar, para ver si aquel es un verdadero enamorado y sabe resistir al sueño y a la tentación de una mesa servida con viandas y vinos exquisitos e incitantes.
Todo esto nos traslada a un ambiente de sugestivo encanto, totalmente alejado de la vida real, por lo menos de nuestra vida de ahora, a unos tiempos remotos en que el amor era la única peocupación de las criaturas y estas solo vivían para él. Tanto Dalila como Asis y su prima Asisa son seres archirrománticos, absorbidos exclusivamente por el placer y el tormento de amar, y en esa atmósfera de pasión se desarrolla toda esa historia, salteada de lágrimas, besos y versos, en que todos padecen: Asis, por la coquetería de Dalila; Asisa, por el desvío de su primo, y la propia Dalila por la flojedad amorosa de ese hombre torpe e indeciso, como un niño mimado, que necesita que lo lleven de la mano y no es el amador de raza que ella necesita para su temperamento de erótica.
Asis, entre Dalila y su prima, está en situación análoga a la del principito Aliosha en Humillados yofendidos, de Dostoyevski, entre Natascha, la hija del administrador, y la princesa Katia. Difícil resulta descifrar el anagrama psicológico de esa Dalila, que si de una parte sugiere la impresión de una vampiresa moderna, de una mujer fatal «siglo XX», aparece de otra como una buena chica y una mujer de corazón, capaz de sentir piedades y ternuras, y que reacciona como tal cuando se entera por el propio Asis del daño que involuntariamente ha causado a su prima, interponiéndose entre ambos, y colma de reproches al joven y lo tilda de ingrato y le declara, en un arranque espontáneo que parece sincero, pues brota de entre lágrimas, que, de haber sabido aquello desde el principio, jamás habría llevado adelante su aventura.
Esa presunta perversa de Dalila muestra una sensibilidad exquisita, en ese gesto suyo de llorar a la muerta de amor como a una hermana, uniendo sus lágrimas a las del contrito Asis, y visitar en compañía de este la tumba de la infortunada joven y grabar a golpe de cincel sobre su mármol ese epitafio rimado que ella esculpe llorando y no puede leerse sin llorar; en todo eso hay una delicadeza que conmueve y obliga a creer en su sinceridad.
Incluso puede decirse que de ahi arranca la aversión que luego manifiesta a Asis y que termina con el rasgo brutal de su castración, que ella le inflige por su propia mano, como castigo que merece, por su inconsecuencia amorosa, por su flojedad y tibieza y, en una palabra, por su falta de virilidad. Dalila, al castrar a Asis, venga a su rival Asisa, al par que se venga ella misma y venga a todas las mujeres de raza de amadoras de verdad, capaces de matar o morir por amor.
Esta Dalila, pues, inhibe el juicio, y no acabamos de saber si merece realmente ese nombre, y si hemos de considerar a la señorita del mirador, en espera de un novio, como a una araña en su tela, al acecho de víctimas; una araña parece y de la peor especie, de las llamadas mantis religiosa por los entomólogos, que devora al macho en la noche nupcial, si atendemos a su gesto de castrar a Asis; pero deja de parecerlo si pensamos que ese gesto sádico tiene mucho de punitivo y vindicativo y es la reacción excesiva, pero en cierto modo natural, de una amante agraviada en ese Oriente de las grandes pasiones.
Porque no hay que olvidar que los remordimientos por la muerte de su prima han alejado temporalmente de Dalila a Asis, que, además, anda ahora soñando con la princesa Dunya, la verdadera dueña de esos pañuelos bordados, cuya existencia le ha revelado su prima en carta postuma, y por esa princesa lejana, inaccesible, se olvida de Dalila ese hijo de mercader, como antes por ella se olvidó de su prima; Dalila lo descubre y, en un arrebato de mujer celosa, incapacita a Asis para pensar ya nunca en conquistas de amor.
Y a golpe de navaja borra del número de los hombres a ese niño mimado y veleidoso que no merece serlo.
En ese gesto suyo es en el que esta Dalila podría asemejarse a la Dalila bíblica, que, a golpe de tijera, corta el campeonato atlético de Sansón; pero Asis no tiene nada de Sansón y la navaja de Dalila no corta en él ningún vuelo heroico.
Dalila, a menos de asignarle una biografía de conquistadora sistemática, solo aparece culpable de simulación, de hacerse pasar por esa lejana princesa Dunya y emplear como reclamo y anzuelo esos pañolicos que ella no ha bordado; pero aun en eso hay que tener en cuenta que tales imputaciones vienen de su rival Asisa, que no sabemos por dónde lo sabrá.
Precisamente uno de los aspectos más interesantes de esta historia es el de revelarnos una comunicación misteriosa entre las mujeres orientales, una estafeta particular entre ellas, un mundo entero de cuentos y chismes femeninos, impenetrable para el hombre y cuyo secreto solo ellas poseen.
Un mundo entero de mujeres, diseminadas por todo el imperio islámico, de Egipto a la China, palpitantes de amor, viviendo solo para él y manteniendo entre ellas una comunicación misteriosa, en un lenguaje de símbolos, jeroglíficos y anagramas que solo ellas conocen.
Esa comunicación es tan eficaz que Asisa está enterada de la existencia de las costumbres de la princesa Dunya, y también tiene noticias de Dalila, la del callejón, y las tres mujeres, sin llegar a ponerse en contacto, colaboran en el sino de Asis.
Dalila actúa como interceptadora de correos, interponiéndose entre los dos primos, y luego entre Asis y la princesa; cuando Asis conoce la existencia de esta última y sueña con emprender el viaje hasta su reino, la navaja de Dalila le cierra los caminos y ya no será él quien se despose con la princesa, sino el príncipe Tachu-l-Muluk, al que, para colmo de tormento, ha de servir de guía.
Esa es la obra de Dalila, la del callejón sin salida, otro símbolo de la tragedia amorosa de Asis.
LA PRINCESA DUNYA
Puesto que aparece complicada en la historia de Dalila y Asis, se impone hablar de la princesa Dunya, la autora de esos memoriales eróticos que son los pañuelos bordados de gacelas y versos que Dalila emplea para sus fines.
La princesa Dunya—hija del rey de las islas del Alcanfor y del Cristal—resulta también de una psicología ambigua; es una vanidosa, una engreída, una coqueta; pero al mismo tiempo es también una gran amorosa, solo que está resentida con los hombres, con todos los hombres en general, por efecto de cierto sueño, que influyó en su imaginación hasta el punto de hacerle jurar que no se casaria nunca.
Ese sueño de la princesa Dunya pertenece a la categoría de los que Freud interpreta con su clave psicoanalítica como símbolo de alarmas subconscientes. Soñó la bella princesa que, estando en sus jardines, solazándose, veía un cazador de pájaros que había tendido sus redes sobre el verde y que el macho de una pareja de pichones, que por allí revoloteaban, arrullándose, dejábase seducir por el cebo y picaba en él, quedando preso en las mallas arteras.
Y sucedió entonces que la hembra, al advertirlo, acudió desolada en socorro del macho y con su pico cortó la trama de la red y liberó de su cárcel al amado cautivo.
Remontaron después ambos el vuelo y reanudaron sus retozos y arrullos; pero ocurrió entonces que la hembra, distraída, vino a caer en las redes del cazador, y el macho, al advertirlo, en vez de correr en su socorro y tratar de salvarla, devolviéndole favor por favor, lo que hizo el muy picaro fue alejarse de allí más que aprisa, por no comprometer su libertad.
Tanto impresionó ese sueño a la princesa Dunya que, al despertarde él, juróse a sí misma no amar en su vida a ningún hombre, recluirse en su palacio y sus jardines con su azafata y sus doncellas, y prohibirle el acceso a ese recintoencantado a todo individuo del sexo opuesto, bajo pena de muerte.
No sabemos si esos memoriales bordado los enviaba la princesa antes o después de adoptar esa resolución, pues en el primer caso serian carteles de atracción a su belleza y, en el segundo, responderían a un deseo sádico de encandecer inútilmente y hacer padecer a los hombres.
Por lo demás, es muy corriente y característico en Las mil y una noches que las princesas se hagan valer, a impulsos de un narcisismo que responde a su educación casi conventual, lejos de los hombres, entre velos y rejas, guardadas como tesoros y adoradas como ídolos, a cuyo paso, cuando salen de sus amurallados alcázares precedidas de eunucos alfanje en ristre, señoras en empinados elefantes y envueltas en múltiples velos, han de cerrarse todas las ventanas y quedarse desiertos las calles y los zocos.
Es natural que esas princesas engreídas pongan un precio oneroso a su mano de esposas e impongan al pretendiente toda clase de duras pruebas, en las cuales arriesgan su vida, y hagan de esfinges tebanas con los imprudentes Edipos que las solicitan, en lo cual, después de todo, no hacen sino seguir inconscientemente la ley darwiniana de la selección natural.
Pues bien: tal es el estado psicopático de la princesa Dunya cuando el príncipe Tachu-l-Muluk, hijo del rey de la Ciudad Verde y de los montes de Ispahán, tiene noticias de ella por Asis, el de la Dalila de Bagdad, y, romántico de suyo, enamórase en seguida de ella y forma el propósito resuelto de llegar hasta la inaccesible y conquistar su amor.
Las peripecias por que pasa el príncipe hasta llegar al palacio de la neurótica princesa e introducirse en sus jardines y fascinarla con su viril belleza forman el argumento de esa historia de aventuras, tipo de novela de caballería, y es dudoso que el intrépido príncipe lograra su objeto si no fuera porque va acompañado del visir de su padre, anciano sagaz y que parece iniciado en los misterios del psicoanálisis.
Al enterarse del complejo que sufre la bella princesa, y de su causa onírica, el astuto visir idea al punto un ingenioso medio de curarla y que es digno de contarse: manda labrar un templete en el jardín de la princesa y encarga a un pintor que en uno de sus testeros reproduzca el episodio onírico, pero modificándolo, de suerte que en él se represente al palomo macho, no como huyendo cobarde y egoísta, sino volando en busca de aliados que, con sus aunados picos, le ayuden a desbaratar la red y liberar a su esposa cautiva.
Así logra el prudente viejo curar a la princesa, que al contemplar, en el curso de sus paseos por el jardín, aquella versión gráfica corregida y aumentada de su sueño, depone su misogamia y queda predispuesta a acoger favorablemente al príncipe Tachu-l-Muluk cuando se presente a sus ojos.
Deshecho el maleficio onírico, la princesa Dunya se abandona sin reservas a su bello príncipe y la boda de ambos superiores ejemplares de la especie no se hace esperar, para bien de su mutuo amor y de la Eugenesia.
Así se resuelve ese enigma de la princesa Dunya, de la presunta mujer fatal, que la burguesa Dalila, no menos narcisista, pretendía suplantar.
El caso de estas mujeres es, en cierto modo, un reflejo de la organización social islámica, en el respecto del amor, propia de engendrar tales psicosis eróticas.
Y el matiz de sadismo que hay en su actitud es la reacción natural contra el despotismo de unos hombres que participan todos, más o menos, de la barbara psicología del rey Schahriar. Son las vengadoras de esas otras mujeres buenas, apasionadas y, por ello, infelices, que forman, a lo largo del libro, un patético desfile de mártires. Empecemos por la princesa Abrisa.
LAS ANTIDALILAS
LA PRINCESA ABRISA
La princesa Abrisa, la hija del rey de Rum, que aparece en la Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102), es una figura de poema caballeresco, una precursora de la Clorinda de Tasso, y representa un elemento occidental, cristiano, en este mundo islámico de Las mil y una noches.
Por su abolengo épico, la princesa Abrisa se relaciona con la leyenda, antiquísima por cierto, y común a griegos y semitas, de las amazonas; Abrisa es una amazona, pero no al pie de la letra, como lo eran aquellas de la monarquía femenil, capitaneadas por la reina Pentesilea, contra las que luchó Teseo y que Aristófanes satirizó en su Lisístrata.
La bizantina princesa Abrisa no es una guerrera de aquellas luchas, sino más bien de las Cruzadas, como Clorinda o Armida; una amazona de salón, por decirlo así, con mucho de literario, y en la que el dolor es lo único real y empieza para ella, como en la vida, por el amor.
Abrisa tiene, por lo demás, el presentimiento del peligro amoroso, y por eso se defiende y arma contra él y recuerda a la princesa Dunya en lo de vivir retraída, entre sus compañeras de sexo, en una suerte de cenobio, en el que hace de abadesa la famosa vieja Dalila Zatu-d-Dauahi, la cual, dicho sea de pasada, lo convierte en una especie de monasterio anándrico.
Abrisa es la única de aquellas jóvenes que ha resistido a las tentativas de seducción de la vieja lesbiana y, por tanto, la única y verdadera azucena de aquel plantel mancillado de vírgenes a que el hombre no tiene acceso posible, pues lo defienden esas aguerridas amazonas, capaces de luchar con un guerrero y vencerlo y, además, está bien guardado por esa vieja terrible de Zatu-d-Dauahi, sierpe, dragón de ese paraíso entre cuyos lirios revuelca sus escamas.
La vieja Zatu-d-Dauahi vale por un ejército y su fama diabólica bastaría a apartarde allí a los propios diablos.
Scharkán, el príncipe del rey Omaru-n-Nômán, acierta casualmente a descubrir ese plantel de azucenas, armadas de abrojos, cuando habiéndose internado en tierras de Rum para hacerle la guerra a su rey, se adelanta a sus tropas y se extravía entre las sombras del crepúsculo; sorprendido, presencia las inocentes luchas de las bellas amazonas y, fascinado por el garbo y destreza de la vencedora Abrisa, no puede reprimir un grito de entusiasmo, que lo descubre.
Advertida la presencia del intruso, la princesa desafia a Scharkán y ambos peleanen singular combate, en el que Abrisa vence al terrible guerrero, más por la fuerza del amor que por la de las armas, y lo hace su cautivo y lo introduce, bajo su salvaguardia, en el recinto del cenobio inviolado.
Scharkán es el prisionero, pero al par el huésped de la princesa Abrisa, que, por este último concepto, viene obligada a ampararlo, y tan en serio toma ese grato deber que le imponen de consuno la caballería y su corazón (pues no hay que decir que está enamorada de su cautivo y es tan cautiva como él), que se niega a entregar al prisionero a los patricios que se lo reclaman y al final hace causa común con él y en su compañía abandona a su padre y su patria, y se pasa a las banderas de los enemigos de su reino y su fe.
Abrisa lo ha dejado todo por seguir a Scharkán; pero este primogénito de un rey piensa honradamente compensarla de lo que ha perdido casándose con ella y sentándola en un trono que será real cuando muera su padre.
Pero no ha contado Scharkán con el carácter de ese monarca despótico, cuyo flaco precisamente es la afición a las vírgenes bellas; de ese cerdo semita que gusta de apacentarse entre azucenas, y el rey Omaru-n-Nômán, no bien ha visto a Abrisa, concibe tal pasión por su futura nuera que no vacila en narcotizarla para lograr su gusto, que de otra suerte se estrellaría contra su denodada virtud, y solo la puede poseer como a una muerta.
Y he aquí frustrado ya, por obra de ese viejo lascivo, el destino amoroso de la joven princesa; ya no podrá ser la esposa de Scharkán, el cual, al saberlo, siente tal desprecio y desesperación, que abandona la corte de su indelicado padre, contra el cual no hay que pensar en tomar venganza, y marcha a desfogar su cólera en la guerra santa contra los infieles.
Entretanto Abrisa, que, al despertar de su sueño narcótico, se encuentra deshonrada por sorpresa, como la esclava más vulgar, siente, con su altivez de princesa, toda la magnitud de agravio que el regio sátiro le ha inferido y que, además, ha de tener consecuencia en su propia entraña, y resuelta a vengarse, finge conformidad ante el rey; pero, puesta de acuerdo secretamente con su doncella Marchana, trama su fuga de la corte para reintegrarse a su patria y negar, por lo menos, al lascivo forzador la alegría de un hijo más.
Huyen, pues, Abrisa y su doncella bajo la custodia de un esclavo negro llamado Gazbán, que, mediante una fuerte suma, se compromete a defenderlas así de los espías del monarca que pudieran salir en su persecución como de los salteadores de caminos que encontrasen al paso; pero, por desdicha, el propio guardián es el peor de los bandidos, y así tienen ocasión de comprobarlo las pobres fugitivas.
Ya en pleno campo, lejos de toda vivienda y de toda presencia humana que pudiera socorrerlas, siéntese la princesa acometida de los dolores fecundos de las madres; acude Marchana a prestarle los auxilios del caso y descubre forzosamente la honesta intimidad de su señora, y entonces, ante la lumbrana de mórbida blancura que hiere sus ojos, una lúbrica urgencia acomete al negro Gazbán, que pierde todo tino y, con una ferocidad inverosímil, exige de la princesa satisfacción inmediata, amenazándola, en caso contrario, con la muerte.
Es una de esas situaciones patéticas que los árabes gustan de representar, aun a riesgo de inverosimilitud; increpa, amenaza, implora la princesa al negrazo, trata de conmoverlo, pulsando todos los resortes de la humana sensibilidad; pero el negro insiste, reclama, apremia y, finalmente, visto que la víctima se le resiste, acaba por matarla y despojarla, huyendo después.
Queda sola Marchana con su muerta señora, arrodillada ante ella, en medio de los campos, y la fiel esclava partea a su ama y extrae de sus entrañas muertas la perla viva que guardaban.
Emocionante estampa esta de Marchana arrodillada ante su ama muerta, en medio del desierto calcinado, que supera en ternura y crudeza a aquella otra anterior en que la misma Marchana, arrodillada junto a su narcotizada señora, que acaba de padecer la afrenta irreparable, infligida por el rey Omar, restaña devotamente, cual si enjugase un cáliz sagrado, la sangre que mana de su entraña abierta.
Esta vez la princesa Abrisa no está en su camarín, sobre un lecho, sino a la intemperie, tendida en la arena morena, blanco lirio tronchado para siempre por la brutalidad sádica de los hombres.
Desgarrador epílogo de una historia de amor que empieza tan alegremente en un florido huerto; Abrisa, fuente sellada, ¿quién habría de pensar que hubieras de abrirte dos veces solo para tu mal y de perderse al fin, en desierto árido, tu caudal de aguas vivas?
NOSHETU-S-SEMAN
Pero he aquí otra hermana suya en dolor, otra desdichada princesa que sufre doblemente como mujer y como hermana y tampoco logra ver cumplido su destino de amor, pues lo vive en falso y, además, para su ludibrio, sin que la inocencia la salve de la infamia.
¡Noshetu-s-Semán, tristeza del tiempo, víctima inocente del sino!
¡Qué injusto el sino con esa mujer, que merecía, como ninguna otra, la dicha que el mundo puede dar a un alma llena de ternura! ¡Noshetu-s-Semán, qué poema tan trágico el de su vida!
Empieza por ser la hija inesperada de la concubina Safiya, de la princesa Clara, una de las mujeres de ese rey Omar, sensual como Salomón, pero sin su sabiduría ni su arrepentimiento final, que ya en su vejez tiene en ella dos hijos gemelos, Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán, que vienen al mundo cuando ya Scharkán, el primogénito, es un joven cumplido y se juzga exclusivo heredero del trono de su padre.
Al descubrir la existencia de esos mellizos, Scharkán concibe tal rabia que huye de palacio y no quiere ni verlos.
Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán se crían juntos y se quieren, como es natural, de un modo entrañable; Noshetu-s-Semán quiere tanto a su hermano que será difícil pueda querer en lo sucesivo a ningún hombre, y es de temer que su ternura quede vinculada en ese erotismo fraternal, de matiz inocentemente incestuoso.
Ambos hermanos se sienten odiados y perseguidos por el primogénito, y eso los une más; ambos son soñadores y noveleros, y sienten con fuerza el atávico impulso nómada de su raza; son además los dos de un natural tierno y piadoso y, al pasar por la corte de su padre la caravana de peregrinos que marcha a la Meca, en cumplimiento del precepto coránico, se unen a ella, burlando la vigilancia del rey, que no quiso darles el consentimiento.
Visitan los dos hermanos los sagrados lugares y después siguen corriendo tierra y llegan a Jerusalén, la santa, y allí les ocurre el primer contratiempo; enferma de fiebre Zu-l-Mekán y su hermanalo asiste y cuida, hasta que al cabo se les acaban los recursos que sacaron de su patria, el último dinar y la última prenda vendible, y entonces, la heróica hermana decide ponerse a trabajar de asistenta —como diríamos hoy—para así poder sostener al enfermo y velarle por las noches, después del cansancio del día.
Sale una mañana Noshetu-s-Semán con ese propósito en busca de señor y en el camino se tropieza con uno de esos desalmados beduinos que se dedican a la trata de blancas y que, con sus engaños, consigue llevarla a despoblado, donde su banda lo espera; pueden verse en el libro los vejámenes, los golpes, las afrentas de que el brutal beduino hace víctima a la incauta muchacha cuando se da cuenta del fraude y con altivez de princesa reacciona ante el agravio.
Noshetu-s-Semán perecería a manos del beduino si no le saliera al paso a aquel un colega que, por lo menos, es hombre inteligente, sensible y humano, que sabe apreciar el valor de la esclava-princesa y la compra por la suma pedida, con intención de vendérsela a un rey o a un emir, que son los únicos que pueden mercar tal joya.
Preséntase el mercader con Noshetu-s-Semán en la corte del emir de Damasco, y basta que le exhiba a la esclava, alzándole el velo del rostro y todos los velos que la cubren, para que el emir la compre y, encantado de su belleza y discreción, la haga su esposa.
Parece que así Noshetu-s-Semán va a ser feliz, como mujer, aunque padezca como hermana; esposa de un príncipe que la ama y futura madre de un vastago regio.
Pero aquí se manifiesta otra vez la fatalidad que persigue a esta noble mujer; el emir de Damasco no es otro que su hermano Scharkán y, al saberlo los dos, es de imaginar el horror que sienten: ¡un incesto! El pecado más grave que el Profeta prohibe en su Corán, amenazando con el fuego a los culpables.
Unánime es la contrición de ambos hermanos, que, en el fondo, pecaron por ignorancia, por no haberles advertido esa famosa voz de la sangre ¡que calla cuando más debía hablar!; en el acto acuerdan separarse y, para legitimar al hijo que va a nacer, el príncipe Scharkán se divorcia de su esposa y la casa con su chambelán, hombre acomodado y bueno, que respeta a Noshetu-s-Semán y se porta cual verdadero padre con la hija de aquella, a la que han puesto, en memoria de las circunstancias en que vino al mundo, el nombre de Kuziya-fe-Kan, o sea Fuerza del sino.
Terminan ahí las desventuras de Noshetu-s-Semán, que en su nuevo esposo encuentra por lo menos un compañero respetuoso y comprensivo, con un calor de sol de invierno, y luego halla impensadamente sano y salvo a su hermano Zu-l-Mekán, que ha vencido también graves dificultades, y, para colmo de satisfacción, quiere el sino piadoso poner en sus manos al feroz beduino que la martirizó y en el que ella hace plena justicia, matándolo por su propia mano.
Es de suponer que Noshetu-s-Semán termine tranquilamente su vida, rodeada de afectos familiares; pero no por ello habrá quedado menos frustrada su vida de mujer, ni menos burlados sus sueños de virgen, sus ilusiones de núbil sensible, tierna y novelera, su visión optimista del mundo.
Ha sufrido demasiado para ser ya nunca plenamente feliz esa mujer que solo ha gustado una vez el amor en un cáliz maldito.
AMINA, LA ESTIGMATIZADA
Otra mujer inocente y desgraciada en este libro, donde hay tantas como para llenar un martirologio del amor.
Amina, la de la Historia del alhamel y las mocitas, esa historia de inicio tan alegre y loco, que promete un cuento de Boccaccio y a su mitad se vuelve de una seriedad de Kempis como para hacernos renunciar en el acto a todas las locuras del mundo, lleva sobre su cuerpo bello los estigmas indelebles de su martirio.
Amina se ha salvado por milagro de las manos de un marido celoso y violento que, en uso de los fueros que la ley islámica concede al hombre en el matrimonio, ha querido y podido matarla, sin que ella fuera culpable sino de imprudencia.
El único pecado de Amina fue ceder a las instigaciones de una dueña, que la indujo a prestarse a recibir un beso de un joven mercader, a cambio de unas telas a las que aquel había puesto ese precio. Un beso solo, ¡pero qué beso! Un beso de vampiro, que hace sangrar sus labios y la priva del sentido y le deja una huella que el marido descubre y es causa de que también pierda el juicio y, a impulsos de sus celos, empuñe una fusta y la empreda a golpes con ella y después mande a sus esclavos que la arrojen al Dichle, para que las aguas arrastren su cadaver.
Escena bárbara y refinada a un tiempo, característica de Las mil y una noches, esa en que el marido de Amina, al fustigarla, la recrimina en versos de un primor exquisito y ella le implora en otros de no menor belleza y elegancia. ¡Como que ese brutal marido es nada menos que un príncipe y, por añadidura, hijo del propio jalifa Harunu-r-Raschid!
Por cierto que Amina se ha casado con él sin saber que lo era, porque la cualidad característica en esa joven encantadora es la falta de carácter, y de ahí arrancan todas sus desdichas; de igual modo que se dejó inducir por la dueña a recibir aquel beso fatal del joven mercader, dejóse llevar, antes de eso, por otra dueña con pretexto de asistir a una boda a cierta casa de Bagdad, donde la aguardaba el joven Al-Amin, el hijo del jalifa, y donde la boda que iba a celebrarse era la suya,
Amina se avino a ello, tanto más cuanto que el joven Al-Amin la rindió desde el primer momento con su belleza y su finura y aceptó la condición que él le impuso de jurarle que, en lo sucesivo, no se dejaría ver de ningún hombre ni hablaría siquiera con él tras una cortina.
Aparece ahí ese anhelo tiránico de la posesión exclusiva y absoluta en ese Islam lleno de facilidades conyugales, que también se da en Occidente, bajo otro código erótico más rigido, y que constituye el conflicto de tantos dramas de nuestro Siglo de Oro, dando lugar a la creación del marido calderoniano. El joven Al-Amin tiene toda la psicología de esos famosos «vengadores de su honra», y la sola sospecha de haber sido engañado basta a ponerle en el caso de requerir la sangre de su presunta adúltera para lavar la afrenta.
Amina se salva de la muerte por la piedad de los esclavos del marido, más humanosque él, y malherida y medio muerta, se arrastra hasta su casa de soltera, que en mala hora dejó; pero al llegar allí se encuentra la casa derruida por orden del vengativo esposo, y Amina, la culpable por inocente, se vería privada de todo amparo en Bagdad si no la acogiese su hermana Sobeida.
Por fortuna, la intervención providencial del jalifa pone en claro las cosas y, comprobada la inocencia de la joven, obliga a su hijo a unirse nuevamente con ella, dándole, además, la reparación debida; pero Amina conservará siempre en su cuerpo los estigmas de su pasión, su tatuaje doloroso, que le da dereho a ser admitida un día en el paraíso de las mujeres mártires.
LA DE LAS TRES MANZANAS
En él se encontrará con esa otra hermana en sufrimiento que aparece en la historia que podríamos llamar De las tres manzanas (Noches 19 y 20), en que se cumple con toda su cruel realidad el signo trágico de que la piedad de sus verdugos libra a Amina.
¡Qué historia más desgarradora la de esa pobre y buena mujer a la que el marido, alucinado por unos celos absurdos, mata, descuartiza y arroja él mismo en el Dichle metida en una caja!
No cabe imaginar nada más terrible y tierno de hacer llorar que esa historia, digna de Poe y de Dostoyevski al mismo tiempo. La inocente mujer está enferma de fiebre, siente el antojo de una manzana para darle un bocadito nada más; sale el marido en busca de manzanas y las encuentra al cabo, tras mucho andar e inquirir, pues no es tiempo de manzanas y solo las hay en el huerto del jalifa; vuelve al fin con ellas y se las da a la enferma, que apenas las muerde, pero se recrea en su aroma y su bello color. ¡La poma rosada junto al rostro de la mujer enfebrecida, que parece otra manzana!
El niño pequeño anda junto a la madre enferma, y cuando esta cierra los ojos en éxtasis, para saborear mejor aquel olor del paraíso y aquella dicha de tener un marido tan diligente en satisfacer sus antojos, coge la manzana que la enferma, desganada, dejó al borde del lecho, y se va con ella a jugar a la calle, con sus amiguitos.
Pasa por allí el esclavo negro y malo de estos cuentos, quítale al niño la manzana y se aleja del sitio, y la fatalidad hace que se detenga, junto a la tienda del padre, a hablar con un amigo, y que le diga a este, en rasgo de jactancia, que es su querida quien le dio aquella poma.
No es menester más para que el mercader dé por cierta la infidelidad de su esposa; corre a casa, comprueba la falta de la manzana, arde en cólera, increpa a la mujer y, exasperado por sus negativas y sus protestas de inocencia, ase de un puñal y la mata, y dizque la pobre mujer ya iba convaleciendo de su fiebre, ya iba tornando a la vida, quizá por la virtud de aquella manzana, prueba del amor del esposo.
Aclárase después todo, por medio del mismo niño, que fue causa inocente de la tragedia, y entonces la contrición de ese marido calderoniano (perdónesenos el anacronismo en atención a que de ahí vienen esos maridos), agravada por la pena de haber perdido esposa como aquella, es de tal magnitud que corre él mismo a confesar su crimen y ofrecerse a la horca.
¿Para qué quiere ya una vida que ha de ser un remordimiento y una nostalgia eternas? Siempre verá ya para su tormento el gesto resignado de la pobre mártir de su brutalidad... y esa visión amargará todas sus alegrías.
El jalifa, en un rasgo de ambigua clemencia, le concede el perdón; piensa quizá que ese será su mayor castigo. Que viva para que sufra y expíe su crimen y tiemble cada vez que vea una manzana o se mire en los ojos del hijo, al que dejó sin madre.
SCHEMSU-N-NEHAR, LA MUERTA DE AMOR
Otro caso en que el sino se complica con la brutalidad de los hombres, para truncar un gran amor y no una, sino dos vidas en plena juventud, es el que se nos cuenta en la Historia de Ali-ben-Bekkar y Schemsu-n-Nehar (Noches 138 a 147), esa pareja sublime que recuerda la que en nuestra leyenda forman Diego Marcilla e Isabel de Segura.
Aquí no es el amante celoso y aturdido el que provoca la tragedia, sino la fatalidad, poniendo al paso de esos enamorados tal cúmulo de circunstancias hostiles, que acaban por quebrar sus bríos y matar en ellos las ganas de vivir en un mundo tan bárbaro.
Schemsu-n-Nehar y Alí-ben-Bekkar luchan contra el sino, hasta que las fuerzas se les acaban y tienen que rendirse a su poder incontrastable, y se dejan morir en una suerte de suicidio, por abulia, dándose cita para el otro mundo, donde acaso puedan realizar sus sueños.
Schemsu-n-Nehar y Alí-ben-Bekkar son los dos igualmente tiernos y desgraciados y sufren por igual el engaño del sino, que parecía haberlos formado al uno para el otro.
Schemsu-n-Nehar, la citareda del jalifa Harunu-r-Raschid, conoce a Alí-ben-Bekkar, el joven persiano, en la tienda de un mercader, adonde, acompañada de una dueña, entra a comprar unas telas que necesita, y, desde el momento en que sus miradas y las del joven se cruzan, quedan ambos igualmente traspasados de amor.
En el texto de la historia puede seguirse después todo el proceso del desarrollo ulterior de esos amores, en que la muchacha pone a prueba al principio al joven mercader, llevándose de su tienda géneros que no paga, hasta llegar a deber considerable suma; es este un ardid de que se valen las mujeres de la novelística oriental para poner a prueba a sus galanes mercaderiles, hiriéndoles en lo que más debe de dolerles a esos hombres de cálculo y número; un verdadero enamorado, aunque sea mercader, se deja expoliar como un príncipe y es capaz de arruinarse por una mujer, aunque solo logre de ella una mirada o una sonrisa que inscribir en su haber.
Alí-ben-Bekkar que—dicho sea de pasada—es de raza de príncipes, resiste airosamente la prueba y llega al punto en que Schemsu-n Nehar, convencida de su amor, está dispuesta a concederle el galardón material del suyo y, con la ayuda de la dueña servicial, que, no hay que decirlo, pues los términos se equivalen, es una hábil celestina, fragua con su amado varias entrevistas que el sino malogra, siempre interponiendo entre ellos dificultades increibles, que frustran la consecución de sus ansias cuando ya parecen a punto de lograrse.
Es algo que mueve a llanto la relación patética de la ilusión con que Alí-ben-Bekkar se introduce, guiado por la vieja y en compañía de su fiel amigo Abu-l-Hasán, en el alcázar del jalifa y llega hasta el camarín de su amada, donde todo está apercibido para que ambos pasen una alegre noche, y el joven se dispone a gozarla con el corazón palpitante de delicada expectación, cuando el emisario del monarca viene a anunciar su llegada, que a poco se realiza, teniendo ambos amigos que esconderse en un pabellón desde donde, para su tortura, puede Alí-ben-Bekkar ver a suadorada cantando y alegrando para el jalifa aquella noche que estaba llamada a ser la mejor de las suyas.
Es natural que el joven se desmaye y tengan que sacarlo de allí medio muerto.
Empieza por ahí a verse manifiestamente que el sino es contrario a esos amores, y Abu-l-Hasán, que es supersticioso, llega a sentir tal temor por la parte que a él puede tocarle en la desgracia, que trata de disuadir a su amigo y hacerle abandonar su empresa y, aunque todavía le ayuda en otra tentativa frustrada, acaba, al fin, por abandonarle, huyendo a otras tierras.
Es también de una ternura doliente, solo comparable a la que puso Dostoyevski en sus inolvidables Noches blancas, la relación de la ilusión esperanzada con que Alí-ben-Bekkar procede a preparar una casita en las afueras de Bagdad, junto al Dichle, para recibir en ella a su adorada y de cómo, a poco de ésta presentarse allí, cuando aún apenas tuvo tiempo de serenar su corazón, irrumpen en la casa unos bandidos y los cogen y cautivan, con la perspectiva de un buen rescate, que pagará el soberano por su citareda más preciada, y, lo que es peor, los separan al uno del otro, de suerte que no se ven aquella noche ni nunca ya en la vida.
Schemsu-n-Nehar sufre tal trauma moral y físico que, reintegrada luego al alcázar, donde el jalifa, afligido, la mima y atiende cómo un enamorado que fuera también un padre, no recobra el uso de la palabra y muere a poco de descubrir su secreto, víctima de aquel amor desdichado, que la fatalidad no quiso se lograra en este mundo triste.
Cuanto a Alí-ben-Bekkar, al saber la enfermedad de su amada, cae también enfermo y muere como ella, con la prisa de acudir a una cita segura en el más allá y encargando al amigo que ahora sustituye a Abu-l-Hasán haga que lo entierren en el mismo sepulcro que a su Schemsu-n-Nehar idolatrada.
Y así termina esta tristísima y ternísima historia, contada de un modo tan triste y tan tierno que no tiene igual en ninguna literatura, como no sea en la misma literatura oriental o en la asombrosa literatura eslava.
Schemsu-n-Nehar queda como dechado de amante perfecta y desdichada, digna de ser llorada por todos los buenos corazones del mundo.
ASISA, LA PRIMA DE ASIS
Pero la reina de todas esas amadoras sublimes es Asisa, la prima de Asis, la incomparable, la que, de tanto amar, llega a negar el amor y es su peor enemigo, y la que a sí misma se traspasa el corazón con el puñal del sacrificio.
Asisa nos muestra hasta dónde pueden llegar en punto a sublimación erótica esas mujeres orientales, que otras veces se manifiestan de una libido tan egoísta y absorbente.
Asisa es grande como símbolo y grande también como criatura humana real, cuya grandeza estriba precisamente en hacerse pequeña y esconder el cuerpo, que, sin embargo, proyecta sobre el fondo de su figura una sombra gigante.
Asisa es una de las grandes creaciones literarias de todos los tiempos, una de esas figuras de mujer que no se olvidan nunca, y que nos parece haber conocido no en una novela, sino en la vida, y cuyas penas nos hacen llorar con algo de contrición, como si nos alcanzara alguna parte de culpa en ellas por ser hombres también y fuéramos cómplices en la crueldad de su primo, ese brutal Asis, que tampoco, en cierto modo, la tiene, pues el amor también lo ha enloquecido y lo hace padecer.
Asisa es la mujer que ama a quien ama a otra que no lo ama a él, y las lágrimas de ambos primos manan de la misma fuente y van a perderse en el mismo mar del amor, solo que por lados distintos, aunque hay momentos, sin embargo, en que se funden y parecen un solo río de amargura.
Esa es la tragedia, la doble tragedia, en que Asisa lleva la peor parte, por ser la que más ama, y dotarla el amor de una clarividencia de agonizante que hace que padezca por ella y por su primo, y además es tan pequeña y frágil de suyo, tan humilde y sometida, que no hace nada por luchar con el sino.
Asisa ama tanto a su primo, está tan adherida a él, que casi forma parte de su persona, y esto le quita la perspectiva necesaria para verla; Asisa hace tan poco bulto que casi no se la ve, y aunque su corazón palpite fuerte, como ella se lo sujeta con la mano, apenas se le siente latir. Asis puede llegar a creer que no lo tiene.
Asisa es la más perfecta amadora, porque, en su absoluta identificación con su amado, apenas si se destaca de él ni tiene amor suyo propio, pues ama con el corazón de su Asis.
Asisa es la prima, ese término medio entre la hermana y la novia, que reúne las calidades afectivas de las dos, pero que, por eso mismo, con representar un tipo de amor más rico, no llega a ser amor del todo.
Por desgracia para ella, que se quedó huérfana de niña—¡oh y cómo saben estos cuentistas herir en lo vivo de nuestra emoción!—, se ha criado y hecho mujer en casa de Asis, compartiendo sus juegos y travesuras y hasta su propio lecho por las noches, lo cual ha hecho que Asis la mire desde chico como a una hermanita, como a su paño de lágrimas y su caballito de cartón o su pelota.
Difícil es luego que el muchacho, cuando ya Asisa es mayor y los padres los apartan un poco para unirlos despues en matrimonio, se acostumbre a la idea de mirarla como a su novia y futura mujer; Asisa será para él ya siempre esa cosa intermedia, más próxima que todo a la hermana, con algo de incestuoso para la imaginación erótica del consanguíneo.
Asis probablemente la quiere tanto que no puede quererla, y acaso a Asisa le ocurra con él lo mismo; tan metido lo tiene en la sangre, que no puede proyectarlo a la distancia conveniente.
Asisa solo anhela tener a su lado a Asis y todo su dolor no es por la boda frustrada, no dimana de celos, sino porque el otro amor de Asis a Dalila lo saca de casa y se lo quita de su lado; en las ausencias de su primo, Asisa no se aparta de la puerta, esperándolo, y más de una vez, cansada de esperar en la noche, allí se queda, en el suelo dormida, como un perro.
Si no fuera porque Dalila le roba la presencia de su Asis, acaso Asisa pasaría por todo; se adivina en el silencio del narrador que Asisa, la huérfana, la recogida en casa de los tíos, padece un complejo de inferioridad, se piensa fea, pobre, indigna del honor que quieren hacerle casándola con su primo, y el desvío de este no puede ser más propicio para confirmar su triste presunción; se sospecha que eso es lo que le sella los labios para la queja y el reproche, que solo se asoman a sus ojos, a sus grandes ojos negros de mora, que se agrandarán en el silencio.
Hay una analogía grande entre Asisa, la mora, y Natascha, la esclava de Humillados y ofendidos, cuya actitud ante el principito Alioscha, que también se ha criado con ella y pretende amarla y hacerla su esposa, es la misma de Asisa con respecto a su primo; tampoco Natascha parece creer en el tal casamiento, que a ella le asusta en el fondo más que a él mismo, y también, como Asisa, favorece en cuanto puede la inclinación del príncipe por la princesa Katia y es al fin ella misma quien lo arroja en sus brazos.
Igual haría Asisa si no fuera porque, con su fino instinto amoroso, comprende desde el primer momento, por las confidencias de su primo, qué clase de mujer es aquella y qué clase de amor el que le tiene; pero a pesar de ello favorece las entrevistas de los dos amantes, interpreta el simbolismo erótico de que Dalila se vale y que Asis solo nunca llegara a entender, y aconseja contoda lealtad a su primo—cuando tan fácil le sería engañarlo—lo que debe hacer para lograr el triunfo de ese amor, que ha de ser su derrota.
Asisa nos da la impresión de una criatura que se va hundiendo cada vez más en el pecho, ella misma, el puñal que ha de matarla; el puñal es el de Asisa, pero ella es la que se lo clava. Asisa, como Natascha, es una suicida; pero suicida por amor, que se mata sonriendo.
No se puede llevar más lejos el fetichismo por un hombre, que Asisa realza con mil rasgos serviles, humildes, de huérfana recogida, que nunca se consideró la igual de su primo; Asisa lavay asea y compone a Asis para que vaya elegante a las citas con la otra y le sirve de comer, arrodillada ante su lecho, y le vela el sueño y le espanta las moscas, para que acuda descansado a la nocturna cita y no se duerma; en fin, que Asisa no puede hacer más en su daño.
Quizá si protestara, si se rebelase y prorrumpiese en reproches, en lloros y gritos histéricos, si dejase ver a la mujer en la prima, si reclamase y exigiese de Asisi, quees un hombre sin carácter, o fuese a ver a la tal Dalila y le armase un escándalo, lograría salvarse de la muerte; pero, en vez de eso, sigue el camino contrario de callar, enjugar su llanto y aguardar tras de la puerta.
Es que Asisa, que tanto ama, sabe cuán grande es el poder de la pasión y piensa que todo sería inútil para apartar de ese amor a su primo, que ahora está ofuscado y ciego y no ve ni oye razones; basta, para comprobarlo, ver cómo el primito cariñoso de antes se ha convertido en un hombre violento, duro, brutal, irritable, que es capaz de responder con una patada a la menor insinuación de reproche, aun ante un suspiro o una queja, escapada sin querer.
¡Oh la noche aquella que, para quitarse de encima la ternura intempestiva de Asisa, da Asis un empellón tan brusco a su prima que la derriba al suelo, donde se clava una astilla que le hace brotar sangre de su frente y la obliga a llevar la venda puesta varios días!
¡Asisa con la frente vendada! ¿Qué más se necesita para completar esa imagen patética? Asisa paga el mal humor de su primo, la nerviosidad neurótica en que le ponen los desdenes de Dalila. Asisa sigue siendo su caballo de cartón, su pelota abollada.
Llega al fin el momento en que Asisa ya no habla; escribe su testamento amoroso—otro no tiene que hacer—y se lo entrega a su tía, para que, después de su muerte y cuando Asis sea ya capaz de discreción y cordura por el previsto desengaño de Dalila, se lo entregue, y ella se dispone a morir; se sienta en el estrado de la casa, de cara a la pared, y así suele encontrarla Asis cuando vuelve al amanecer, ebrio de voluptuosa ventura; qué dramatismo terrible, indeciso, en esos silencios de Asisa, que tose y arde de fiebre, en esos diálogos mudos con la pared. ¿Qué le dice la pobre moribunda al muro en que se refleja su sombra? ¿Qué se dice a sí misma? ¡Qué flaca y qué consumida estás!
Pero ella no piensa en sí misma; solo piensa en Asis, que no vuelve. ¿Qué poder que ella no tuvo nunca poseerá esa Dalila? ¿Qué clase de seres son los hombres que prefieren el mal amor al amor bueno? Y otras veces: ¿Cómo te va a querer a ti, so fea, so tisiquilla?
Pero otras veces piensa Asisa quizá en lo que Asis la va a llorar cuando se muera, cuando descubra al fin la doblez de Dalila y vuelva a casa un día plenamente desencantado y llorando como ahora llora ella por él...
¿Y si ya hubiera caído la venda de sus ojos y volviese esta aurora para echarse a sus pies y pedirle perdón y esconder su cabeza en su regazo, como un niño que se arrepiente y se avergüenza?...
¡Quién sabe! Y Asisa, tambaleandose, tiritando de fiebre, se arrastra hasta la puerta y aguza su oído de tísica y espera con el corazón palpitándole fuerte en su débil pechito...
Pasan las últimas horas de la noche, viene luego la aurora, pero no viene Asis; la que viene de lo hondo de la casa es su madre, que ya se despertó madrugadora, y al llegar al zaguán encuentra allí a Asisa, tirada en el suelo, muerta...
Y cuando Asis llegue, finalmente, a su casa, tambaleándose como un sonámbulo, después del dolor y la afrenta que le inflige Dalila, oirá decir en la vecindad esta frase de tristeza infinita: Que a Asisa se la encontraron muerta, tirada en el suelo, detrás de la puerta...
OTRAS IMAGENES PATETICAS DEL AMOR
Asisa resume en su persona todo el patetismo sublime del amor y expresa simbólicamente un ideal erótico de su raza semítica, en el que entra cierto matiz de inconsciente sadismo.
No puede negarse que lo hay en la creación de esas figuras tan dolientes, en que la imaginación oriental se complace, como en algo que halaga sus sueños, aunque, por otra parte, trasluzcan un deseo de mover a piedad y a contrición, al modo de los griegos en sus adonías. A ese fin parecen responder símbolos como el de Amina, la estigmatizada, y Schemsu-n-Nehar y Asisa, que sufren pasión y muerte por el amor, y otros menos crueles, pero también sugestivos de la misna idea, relaciones del mismo tema, como el de la princesa Rosa-en-capullo (Uardu-fi-l-Akman), cautiva en alta torre, y la princesa Badur, o el amor con camisa de fuerza, y Sinu-l-Mauazif, o el amor con grillos en los pies, la belleza con hierros en sus tobillos delicados, en vez de ajorcas de oro.
Toda esta constelación de símbolos guarda paralelismo con otra análoga que puede seguirse en la erótica griega, en los idilios de Anacreonte, Teócrito, Mosco, etcétera; en esas poesías que nos muestran también el amor, unas veces herido por su misma flecha, otras detenido y preso como un esclavo fugitivo, y otras, en fin, muerto y con la cabeza exánime, reclinada en la falda de Venus, que lo llora.
Esa misma ambivalencia de intenciones, de actitudes ante el amor, se advierte en estas imágenes de Las mil y una noches, que, a un tiempo mismo, parecen un tributo y una venganza sobre ese sentimiento caprichoso y tiránico.
La princesa Uardu-fi-l-Akman, recluida por su padre en alta torre, y en lo alto de un monte inaccesible, para que su amado Anisu-l-Uchud no pueda llegar hasta ella, es una imagen patética que ejerce una gran impresión en los corazones orientales y también en los occidentales, según atestigua, entre otros documentos literarios, el poema helénico Heroy Leandro, pues también Hero viveen una alta torre, no menos guardada que la princesa árabe, y no hablemos de la literatura caballeresca del medievo, donde Melisenda es también otro símbolo del amor en prisiones.
Pero el resorte emotivo de esa imagen no basta a colmar el ansia de lo patético en el alma oriental, y en la historia de la princesa Badur el rapsoda nos muestra a su heroína no solo cautiva en una torre, sino también con camisa de fuerza, como una loca furiosa, que locura furiosa es el amor.
Locas parecen, en efecto, a los que las rodea, empezando por sus padres, esas princesas que se niegan a seguir sus requerimientos, orientados a un amor razonable, y locas, hasta cierto punto, están, ya que tienen todo su horizonte afectivo acaparado por una sola imagen, que lo aisla, convirtiéndolo en un campo magnético, cerrado a toda otra sugestión e influjo; la captación por esa imagen única es tan completa en la princesa Badur, que raya en la demencia y, alternativamente, la sume en apatías mortales o la agita en paroxismos y frenesíes que la hacen peligrosa y obligan a ponerle camisa de fuerza.
¡El amor loco, declaradamente loco! He ahí un símbolo de una riqueza emotiva incalculable, una estampa, un simulacro que las almas sensibles no se cansarán de contemplar con temor y un poco de envidia. ¡Porque, al fin y al cabo, debe de ser muy gustosa tal clase de locura!
La princesa Badur, con camisa de fuerza sobre su cuerpo delicado, es un escarmiento, pero también una incitación. Y otro tanto ocurre con Sinu-1-Mauazif, con grilletes de hierro en sus finos tobillos para los que las leves ajorcas de oro tintineante serian ya mucha carga.
Tanto es así que el herrero, llamado por el marido celoso para que le aherroje los pies, se resiste a consumar aquel sacrilegio, y le tiembla la mano al cometer aquel pecado mortal contra la belleza, y luego se reprocha a sí mismo, en unos versos en que se eleva a orfebre, el haber sido capaz de tamaño crimen, conminando a sus manos a secarse en expiación de su delito...
Pero, además del amor loco, del amor cautivo y con grilletes de presidiario, los rapsodas nos muestran todavía al amor humillado, en figura de mujer hermosa y delicada, de princesa a veces, reducida a esclavitud y puesta a la venta en el zoco, voceada como una mercancía y pujada por los mercaderes, no siempre buenos tasadores de su belleza.
En tal caso llega a verse la princesa franca Maryem, hija del rey de Francia, una amazona al modo de la princesa Abrisa, puesta a la venta en el mercado de Alejandría, despojada de sus velos, expuesta a las miradas violadoras de mercaderes sensuales, entre los que hay esos viejos lúbricos, repugnantes, pero ricos, cualquiera de los cuales puede comprarla y llevarla a su harén, para que le caliente el lecho y avive el ritmo de su sangre dormida.
Esas imágenes miserandas de la belleza femenil ejercen un efecto de fascinación sobre los lectores orientales y despiertan en ellos sentimientos de piedad y una emoción romántica que templa la rudeza de unas leyes y unas costumbres igualmente bárbaras. Eso puede explicar la frecuencia en el libro de tales estampas, a un tiempo sádicas y tiernas.
La leyenda del amor, desconocido, maltratado en esa civilización feudal, de tipo teocrático y guerrero, en la que solo se toma en cuenta el fin especifico del eros y los padres fijan de antemano el destino amoroso de sus hijos y no existe el noviazgo; esa antevíspera del matrimonio, que espiritualiza los instintos y es una escuela sentimental, suscita un sentimiento de protesta moral en el espectador y lo predispone a ponerse del lado de los amantes en ese aspecto de la lucha general entre la predestinación y el libre albedrío.
El amor triunfa al fin de todos los obstáculos que se oponen, ya en forma de razón de Estado o de tiránica voluntad de los padres, ya en la de regiones infranqueables, montes inaccesibles, monstruos y vestiglos o magias poderosas, y, después de su pasión, viene su apoteosis.
El amante, ayudado también de poderes amigos, logra vencer todas las pruebas y unirse al fin con la elegida de su corazón, y los fueros del amor y de la eugenesia prevalecen sobre los privilegios artificiales del nacimiento y la fortuna.
El hijo del mercader se casa con la princesa y se sienta en el trono de los reyes, con todo derecho, pues el buen amante ha de ser un buen monarca, y además, no hay nada tan realengo de suyo como el amor.
Ese es el teorema implícito en esas historias en que una mujer hermosa, llevada al zoco de las esclavas para ser vendida al mejor postor, encuentra medios de burlar la ley bárbara, y, verdadera reina bajo su cartel de servidumbre, se yergue altiva y espanta con sus desdenes y sarcasmos a los pujadores indignos y elige al joven pobre de bolsa, pero rico de encantos, que con su belleza le ha herido el corazón y héchola verdadera y voluntaria esclava.
Esas cautivas saben adivinar el potencial de amor que lleva en su alma ese joven tímido y callado, que no tercia en la puja, porque no tiene más tesoro que ofrecerle que su corazón, y ellas mismas resuelven su conflicto y son ellas las que eligen y hasta le dan el precio de su belleza para que las compre, entregándole sus ahorros para que abone al subastador los diez mil dinares en que se estima una esclava de categoría.
No cabe imaginar mayor prodigio del amor, afirmándose libre entre cadenas, ni mayor gentileza que la de esas mujeres que eligen su señor, para amarlo y servirlo como esclava, en acto de voluntaria entrega y abdicación de orgullos femeniles.
Como verdadera princesa procede esa Maryem, que lo es de nacimiento, pero hasta las propias esclavas se elevan al rango espiritual de las princesas, como Tauaddud, vendiéndose en los zocos para salvar de la ruina a su señor, que se resiste al sacrificio y se desprende de ella con lágrimas de dolor y de bochorno, sintiendo que no llegan a la altura de esas mujeres humildes, de esos parias del sexo.
Es una situación patética, que se repite en las historias, la de esa esclava que se vende para salvar a su señor, que es también su amante, y tiene que convencerlo, para que la lleve al zoco, con razones y halagos, mostrando una cara alegre y valerosa que oculta su dolor.
Pero hasta en la abyección del propió meretricio, de esa fosa común de los amores, halla el verdadero amor medio de surgir y afirmarse, y en la historia Del raro lance que le ocurrio a Harunu-r-Raschid con el joven Al-Omani (Noches 511 a 513), esa curiosa historia que nos muestra un meretricio funcionando en Bagdad, la hija del lenón, que hasta ayer era una de tantas de aquellas mujeres venales e insensibles, anestesiadas por la mecánica profesional, se regenera en el conocimiento de aquel cliente apasionado y se eleva a la altura de romántico sacrificio de una Magdalena, de una Margarita Gautier.
El amor es todopoderoso en Las mil y una noches; triunfa de todo, porque es capaz de renunciar a todo y pone a las criaturas en un plano de exaltado misticismo en que solo él tiene un valor absoluto.
La apasonada alma oriental sublima todos los impulsos primarios de la libido hasta grados heroicos, y los enamorados son de una exaltación tan delirante como los alquimistas y los buscadores de tesoros y llegan a cifrar toda su pasión en un ideal, y emprenden viajesarriesgados y dificultosos en busca de una mujer que no conocen sino de referencia o por la imagen, y por ella arrostran tantas aventuras como Don Quijote por su fantástica Dulcinea.
El amor convierte en caballero andante al hijo de un mercader y, en virtud de ello, la historia novelesca entronca con el poema épico.
Los personajes de Las mil y una noches tienen como rasgo común el ser soñadores de imposibles, y sus creadores, que participan de su psicología, realizan esos imposibles en su literatura y llegan a unir por el lazo del amor no solo a seres humanos distantes en el espacio o la escala social, sino a seres de mundos distintos, como son los hombres de la tierra y las ondinas o hadas del agua y del aire, simbolizando conesos enlaces los desposorios de los elemeatos naturales, como los griegos en su mitología.
El amor llega a ser en la literatura oriental una entidad tan poderosa como en las mitologías occidentales, y hay unahistoria, la ya aludida de Anisu-l-Uchud y Uardu-fi-l-Akman, en que se muestra con calidades teologales, como alma del mundo y de la Naturaleza, como simpatía universal, y hasta como santidad innata en la criatura, capaz de sentirlo íntegramente, pues ante ella,como ante los santos, se postran las fieras, se amansan los elementos y se allanan los montes y acortan las distancias. El propio Anisu-l-Uchud es un imán que, sin moverse, atrae a sí a los emisarios favorables del sino y pone en movimiento a todo el mundo. A lo largo de las historias de Las mil y una noches puede seguirse toda la leyenda y toda la simbólica del amor, según la varia idea que de él, a lo largo del tiempo, se han formado los hombres.
EL SIMBOLISMO DE LA HISTORIA DE UARDU-FI-L-AKMAN Y
ANISU-L-UCHUD
Detengámonos un momento a examinar esa linda historia de amor entre dos jóvenes predestinados para amarse, que parecen realizar la platónica idea de las almas gemelas y cada uno de los cuales representa un aspecto de una misma cosa, dos perfiles de un mismo rostro; la Naturaleza en estado de gracia, de belleza, inocencia y amor.
Anisu-l-Uchud es el compendio de todo el amor en la Naturaleza, y Rosa-en-capullo, el símbolo vivo de la belleza virginal y pura en ese mismo mundo natural y sensible; es lógico que ambos jóvenes se unan, que el amor del mundo se maride con la belleza del mundo, pues así lo piden la ley moral, la estética y la eugenesia misma. De una pareja así, formada por el Adán primero y la primera Eva, en toda su inocencia prístinas, han de nacer sin duda hijos perfectos, iniciadores de una humanidad restaurada en la gracia.
Anisu-l-Uchud y Uardu-fi-l-Akman son tan puros que parecen exentos de pecado original, y sus amores, que empiezan desde el primer momento que se cruzan sus miradas, tienen sin duda un arcano sentido teológico, que subraya el detalle de la manzana, que con ingenua coquetería lanza Rosa-en-capullo a su desde aquel instante único elegido de su corazón, Alma-del-mundo.
Sobre ese argumento de los amores de ambos adolescentes podría Calderón haber construido un auto sacramental o un drama metafísico por el estilo de La vida es sueño.
Como es natural, tales amores tropiezan desde luego con la oposición del padre de la princesa, que juzga indigno a Anisu-l-Uchud, aunque sea hijo de su visir, de ser su yerno, y recluye a su hija en un alcázar fortificado, erigido en la cumbre de inaccesible montaña; Uardu-fi-l-Akman está allí, como la princesa Badur, cautiva, presa sin más compañía que la de sus doncellas y los feroces eunucos que la guardan, y así es todo un símbolo de la belleza pura, y es como una perla en su estuche, una luz en su fanal, una princesa entre cristales, como las que Juan Lorrain describe en sus leyendas.
¿Cómo podrá llegar hasta ese abrupto retiro el cuitado de Anisu-l-Uchud? Desde luego que lo intentará, aunque lo desanimen y tilden de loco, y se lanzará a la empresa sin arma alguna, más bien como un santo asceta que como un caballero.
Así conviene que sea, pues no sería bien que fuese armado y en plan de guerra quien ostenta tan pacífico nombre; Anisu-l-Uchud es el amor universal y ha de triunfar en la empresa por el solo poder amable de su simpatía.
Asi es, en efecto: el amor que irradia el alma afectuosa del joven, incapaz de sentir odio, lo salva de todos los peligros, e incluso de un fiero león que le sale al paso y que, al verlo de cerca, en vez de acometerlo se le postra, manso, a los pies, como un gozquecillo, según las leyendas piadosas nos cuentan hacían las fieras del desierto con los santos eremitas.
Anisu-l-Uchud es justo por naturaleza, y así es natural que subyugue a los leones y conquiste, sin el menor esfuerzo, las simpatías de los mortales; es un imán de amor y todo el que se pone a su alcance se imana también de amor.
Anisu-l-Uchud triunfa de todos los obstáculos gracias a su sola simpatía, llave que le abre todos los corazones; su técnica es la de un dervisch, un místico iluminado, que desdeña todas las cosas del mundo y vive en eterno deliquio amoroso, en pago de lo cual todo se le da de bóbilis: el amor y un reino, además, como añadidura.
Anisu-l-Uchud reúnese al fin con su amada, por obra de incidentes providenciales, en los que no tiene parte directa, aunque es la propia Uardu-fi-l-Akman la que los provoca con un gesto de viril heroísmo que dimana, sin embargo, de su vehemente pasionalidad femenina.
Rosa-en-capullo no se aviene a permanecer presa en aquella torre, lejos de su Alma-del-mundo, y, como Hero en el poema bizantino, se descuelga por una ventana.
Pues al sentir la voz de su amado que, como un pajarillo encelado, canta al pie de su torre, no puede resistir el impulso y se descuelga por una ventana y acude al reclamo de amor cuando, por desdicha, ya Anisu-l-Uchud se vio obligado a huir.
Es el padre de la joven quien, alarmado por su desaparición, manda sus gentes a buscarla y estas se encuentran con Anisu-l-Uchud que, con su doble vista de enamorado, logra dar con la fugitiva, restituyéndola a su padre, que, enternecido y agradecido, accede al fin a ser su suegro y lo nombra su sucesor en el trono.
Unense al fin el hombre que simboliza todo el amor con la mujer que personifica toda la belleza pura del mundo, y sus nupcias revisten un carácter de misterio teológico.
EL ENIGMA DE LA «TAPADA» Y SU INSEPARABLE LA «DUEÑA»
El amor, el verdadero amor, que nada tiene que ver con el hecho fisiológico, es romántico o novelesco en Las mil yuna noches, porque surge siempre en una forma inesperada, anómala y en pugna con la ley, que en Oriente rige con la misma fuerza que en todas partes, en punto a controlar y encauzar el aspecto social de ese sentimiento, al parecer tan íntimo y solitario; el Islam, con toda su facilidad para la unión de los sexos, resulta tan severo como cualquier otro régimen tocante a la unión de los corazones; podéis comprar una hermosa esclava en el mercado, pero no hacer vuestra, sin más ni más, a esa mujer que visteis, al pasar, tras una celosía o entre la muchedumbre de una fiesta y os miró bajo el velo de un modo tal que fijó vuestro destino.
Allí, como en todas partes, hay obstáculos que se oponen a la unión de los enamorados: altas tapias, esclavos armados de alfanje, guardan los harenes; viejas pegajosas, inquisitoriales, siguen a la joven señora dondequiera que va, y a todos esos obstáculos hay que agregar aún ese otro, más terrible todavía, de la voluntad paterna, que de antemano fija el sino amoroso de los jóvenes.
Lograr un amor anhelado es allí, casi siempre, una empresa heroica, en la que hay que poner tanto valor como astucia, y que no se llevaría a cabo si no fuese porque, como es sabido, los obstáculos avivan el amor, y ese tesoro femenino, tan bien guardado, tiene un alma y desea ser robado por el ladrón de amor y, en último término, porque hay una llave mágica que abre todas las puertas, y es el bolso, de que el Tenorio se sirve cuando falla su espada.
No hay quien pueda encerrar en redomas herméticas esa esencia volátil del amor, y sus mismos guardianes se truecan, llegado el momento, en sus servidores y auxiliares.
Ni la autoridad de un padre ni la de un marido pueden evitar que dos enamorados se unan; en el propio alcázar del jalifa penetra el amor furtivo, conducido por los mismos que debían estorbárselo, y esa mecánica de obstáculos no hace más que complicar las cosas y tornar más interesante la aventura.
Hasta los genios mismos intervienen, cuando es preciso, para facilitar la unión de los enamorados y, aun en ocasiones, para unir a dos criaturas que no se aman, pero que son dignas de amarse, burlando la voluntad de padres o monarcas, en beneficio de la ley eugenésica.
El amor triunfa finalmente de todo, aunque para llegar al gozo haya de pasar las cuentas de un rosario de dolores; todo se reduce a que lo que debía ser idilio se convierta en drama.
Dramático, y trágico a veces, es el amor en Las mil y una noches, por desarrollarse en ese ambiente de obstáculos en que los enamorados quedan a merced de sí mismos y han de hacérselo todo; el amor allí es aventura y toda aventura tiene mucho de riesgo y de fraude; el joven y la joven están expuestos a todos los engaños, incluso el propio; no saben realmente lo que eligen y ceden muchas veces a sugestiones falaces y funestas.
Hay dos personajes típicos en Las mil y una noches que también se dan, y por las mismas causas, en nuestra novela del siglo XVI y son «la tapada» y «la dueña», que vienen a ser dos naipes aleatorios en el juego del albur erótico; pueden dar la fortuna o la desgracia, y por ello merecen un ligero estudio literario.
LA TAPADA
La tapada es la mujer que rompe su clausura—Ipsipila que rompió la crisálida—y, harta de aguardar vanamente el amor tras las tapias y rejas de su retiro, se lanza decidida a buscarlo, encubriendo su audacia con algún pretexto plausible.
La tapada es un misterio; puede ser una jovencita que nunca todavía conoció el amor y puede ser también una casada insatisfecha o una mujer caprichosa, una anormal del erotismo, una sádica, una vampiresa, como decimos hoy. ¿Quién sabe lo que puede ser una tapada ni adónde puede conducir al hombre que siga la indicación de sus medias miradas y sus medias palabras?
La tapada puede ser esa mujer «peregrina» que Salomón nos pinta en sus Proverbios, saliendo, como una meretriz entre las sombras del véspero, al paso del bello e incauto adolescente, para invitarle a compartir su perfumado lecho, con la insistente cantilena: «Ven, gocemos hasta el alba; estoy sola en la casa; mi marido salió y no volverá hasta que amanezca...»
Pero también puede ser una virgen intacta, una prometida del ensueño, que, como la esposa del Cantar, sale a buscar por la ciudad, entre la muchedumbre, al esposo que desvela sus noches y no llega a llamarla, golpeando en su puerta.
La tapada es un misterio. Bajo su largo velo puede encubrirse un hada o una bruja.
Sobre la tapada gravita siempre la sospecha de la «buscona», ese otro tipo clásico de nuestra novela. Pero seria un error el asignarle una significación rotundamente peyorativa, como hace Adolfo Reyes en sus Ensayos moriscos, al estudiar ese tipo de mujer en nuestra novelesca. No siempre la tapada es una mujer fatal, interesada o de erotismo pánico, instintivo, sin un ideal ni una voluntad de elección; una escapada de las antiguas pandemias, una ninfómana o una trapisondista.
Hay casos en que así es, pero hay también otros en que es todo lo contrario; una idealista del amor, una soñadora que, en sus andanzas por calles y zocos, va buscando un tipo determinado de hombre para darse a él por entero, y pone en ello un tino y un cuidado, una sagacidad que maravillan, y hacen pensar que, al dejar su jaula ese pájaro humano, ya llevaba su ideal erótico forjado en el fuego de una soledad ardiente y pura.
Hay, en general, un legítimo anhelo de afirmación personal, de reivindicación feminista, en el gesto de esas mujeres que pugnan por evadirse de sus doradas cárceles; son las precursoras de esas desenchantées de Loti, de esas jóvenes turcas que, en nuestros días, reclamaron y obtuvieron el derecho de la mujer moderna a vivir su vida.
Hay dos tipos de tapada y de los dos hallamos personificaciones abundantes en estas historias miliunanochescas: la tapada lúbrica, perversa, que colecciona amantes y sensaciones de placer, en la Historia del médico, el judío (Noches 31 a 33), que prostituye a su hermana menor y luego la asesina, celosa, y la joven soltera, huérfana y rica, cansada de esperar, que, con el alma y el cuerpo encendidos en honrado fuego de naturaleza, corre calles y zocos en busca del amante soñado, como la Sulamita del Cantar en busca del suyo, real y momentáneamente perdido.
Esta última variedad de tapada representa, en rigor, el recurso heroico y lícito a que apela una soltera en Oriente, y en Occidente también, para pescar novio, saltando por encima de los prejuicios sociales que dificultan o retardan su arribo, entorpeciendo arbitrariamente el juego natural de los sexos; son mujeres que se plantan en un plano de naturaleza y cuya descalificación solo dimana de su actitud de rebeldía ante las llamadas buenas costumbres por la sociedad.
Otro tanto puede decirse de la viuda joven que no se aviene a dar por terminada, a la muerte del esposo, su vida erótica y a morir con él, en suicidio moral. Tales mujeres serán perfectamente comprendidas y no moverían a nadie a asombro ni escándalo en nuestras progresivas sociedades modernas en que la mujer ha reivindicado su paridad con el hombre y redimido por el trabajo su antigua servidumbre.
Tal tipo de tapada lo tenemos en la heroína de esa Historia del corredor de comercio cristiano (Noches 27 a 28), huérfana de un padre que fue un alto funcionario y, al morir, la dejó rica, pero pobre de afectos y de porvenir; falta de providente tutela que por ella vele, al llegar a la edad de casarse ella misma vela por sí y trata de resolver su problema y, si incurre en censura por el medio que emplea, y que nos la hace juzgar como una vulgar vulgivaga, termina mereciendo toda nuestra admiración, con esa patética ternura que muestra hacia el amante, que se arruinó por ella y perdió la mano en frustrado intento de robo, para seguirle recompensando sus noches de placer.
La presunta aventurera se crece y agiganta hasta lo más sublime del amor cuando, ante la mano cortada del joven, lejos de sentir repugnancia ni desvío, experimenta una reacción de violenta ternura y, estimando en lo que vale su galante sacrificio, le muestra guardados e intactos todos los regalos que le hiciera y manda a llamar a toda prisa al cadí y los testigos para que los casen y todos sus bienes pasen a ser propiedad del buen amador que se arruinó por ella.
Su muerte, que sobreviene poco después de eso, puede dar fe de lo hondo y sincero de su dolor y del reproche íntimo que sentiría ante aquella mano cortada que, de haber ella hablado a tiempo, no faltaría ahora en el juego de sus tiernas caricias.
Aquel muñón oculto entre los pliegues de la manga amargaría sus noches conyugales, que ya no serían noches de placer, sino de penitencia, en que las caricias irían mezcladas con sollozos: la suprema voluptuosidad sería el llorar abrazados.
Como en otras historias, lo serio en esta se descubre al final, después de un juego que parece frívolo, como si el narrador quisiera confirmar la frase coránica de que esta vida no es un juego, sino una cosa seria.
Pero la tapada no siempre es así: una mujer capaz de tal sublimación erótica; muchas veces es una verdadera meretriz de la peor ralea y con matices de sadismo mortal, y en vez de conducir al elegido a los paraísos del amor, llévalo, como Salomón previene en sus Proverbios, al matadero y al infierno.
En la Historia de Al-Haddar, el hermano del barbero, el segundo (Noches 39 y 40), tenemos un ejemplar de ese sadismo atenuado en aquellas jóvenes bagdadíes que cada noche envían a una dueña en busca de un joven inexperto, a cuya costa se divierten, sometiéndole a pruebas absurdas, sin llegar a darle luego el premio prometido.
Las referidas muchachas, que son unas guasonas de gracia—no se puede negar—, hacen que el hermano del barbero, engolosinado con el endisque de gozarlas a todas, se deje afeitar bigote y cejas y pintar la cara como una mujer, operación que ellas hacen reventando de risa, y luego le obligan a correr en cueros detrás de ellas, también en desnudismo integral, de sala en sala, con promesa de dársele si las alcanza y coge, hasta que de pronto el joven, sin saber cómo, se encuentra en la calle, ya con sol y gente, y es conducido, como transgresor de la moral, en su adánico traje a presencia del guali, que lo manda azotar y, además, lo destierra cual a sujeto peligroso, que compromete las buenas costumbres.
Ese picante episodio, que parece tomado de la crónica galante y libertina del París de fin de siglo, y en que se trata simplemente de unas chicas de buen humor que se aburren, tiene una réplica agravada en ese otro del quinto hermano del barbero (Noches 42 a 44), en que el inocente sadismo de la burla se complica en el expolio y la muerte del burlado.
Allí la casa a que la dueña conduce al inexperto joven es una especie de castillo de irás y no volverás, y la broma termina trágicamente para el invitado en lo mejor del juego, ya que cuando más cerca piensa estar del placer, a una seña de la taimada anfitriona, entra un negro armado de alfanje, que hiere alevoso al huésped y lo precipita en una sima que será su tumba ignorada.
Pero el hermano del barbero, que no es tan tonto como parece, logra evadirse de aquella fosa llena de cadáveres putrefactos y planea su venganza tan hábilmente, que la lleva a cabo según la pensara; disfrazado de persa, hácese conducir nuevamente por la vieja a la casa, llevando el alfanje apercibido bajo la túnica y con él da muerte al esclavo homicida y a su sádica señora, poniendo fin para siempre a sus crímenes.
La historia tiene cierta analogía básica de argumento con La Atlántida, de Pierre Benoit, aunque el novelista francés enriquece su narración con hartas variantes de escenario, tiempo y motivación, y hace que su héroe—un oficial de spahis—, después de evadirse de la fatal guardia, vuelva a ella, no para matar a Antinea, sino para ser uno más en el panteón de sus numerosos muertos de amor, dando ese giro romántico a la tendencia suicida de un complejo de tedio y desencanto, expresivo de su incapacidad de adaptación a la monotonía de la vida de cuartel en una pequeña población de Francia.
Los críticos que han tildado La Atlántida de Benoit de ser un plagio de She, de Rider Haggard, no han tenido en cuenta este precedente oriental, que muy bien podría haber influido en la concepción de ambos autores, aunque después de todo la cosa viene rodando de la Odisea y el prototipo de esas mujeres fatales es Circe, la encantadora.
Estas mujeres son las que contaminan de sospecha a la tapada, bajo cuyos velos podrían ocultarse, por lo que seguir a una tapada es jugarse la vida a un naipe aventurado; la tapada lo mismo puede llevaros a la gloria que al infierno y hacer que toda la vida os alegréis u os doláis de haberla seguido.
Pero no se puede generalizar el anatema contra una clase de mujeres entre las que se encuentran heroínas como la hija del emir Barakat y Schemsu-n-Nehar, que, en vez de matar, muere de amor.
La tapada más peligrosa no es la que sale ella misma en busca de aventuras, sino la que se vale de la «dueña», como de cebo; la dueña, esa vieja desencantada y resentida con el hombre, que ya no se fija en ella; esa vieja oriental, tan fuera ya del sexo que hasta la ley le exime del velo, cuando más necesario sería para encubrir su fealdad; esa cuasi eunuco, en cuyo complejo pasional solo pervive la avaricia y el ansia rencorosa de perder a quienes a ella se confían; esa dueña barbada, celestina en potencia y bruja por esencia, es peligrosa como cimbel de incautos.
De ella arrancan todos los males y ella es, por regla general, la inductora de la joven ingenua o venal que la envía a la caza de víctimas; esa vieja que, por serlo, tiene toda la ciencia del diablo es la que urde todos esos enredos y la que, con su sádico gozo, se complace en llevar a la ruina a los jóvenes enamorados, por odio senil a la juventud, la belleza y el amor.
En todos estos enredos eróticos siempre anda de por medio una vieja; ella es la que en la trágica Historia de Amina (Noches 18 y 19) induce a la blanda esposa del hijo del jalifa a dejarse dar del mercader, a cambio de unas telas, aquel beso de marca, requintado fatídico.
Ahí vemos ya en cierne a la Celestina de Rojas, que no hay que olvidar era un judío converso, y, a fuer de tal, conocedor de las literaturas orientales.
Reunid todos los rasgos psicológicos y todas las hazañas de las mil celestinas desperdigadas por Las mil y una noches; fundid en una sola pieza a la vieja Zatu-d-Dauahi, a Dalila la ladina, la madre de Seineb, la trapisondista; a la vieja del cuento del quinto hermano del barbero y a la del de Sobeida, que da lugar a un crimen pasional milagrosamente frustrado, y tendréis la Celestina, con mayúscula antonomásica, de Rojas.
A los rapsodas árabes les faltaron alientos para llegar a esa gran figura representativa y se quedaron en aproximaciones; pero no les faltaron piezas y elementos para forjarla.
La Celestina española, con aleaciones latinas, está en potencia en esas viejas taimadas, enredadoras e inquietas de Las mil y una noches, y con nombre de «dueñas» han pasado a nuestra literatura del Siglo de Oro.
La dueña sigue a la tapada como la sombra al sol; es su inseparable, su demonio, la voz de su subconsciente reprimido, la psicoanalizadora de sus complejos y la inductora de sus actos.
La dueña con la tapada—o viceversa—han pasado a nuestra literatura por mediación de la morisca, la mora conversa, que comunicó a nuestras mujeres esa costumbre de taparse, que las venecianas tomaron probablemente de las turcas, y de correr las calles, seguidas de una dueña; la tapada y la dueña fueron personajes reales de nuestra vida nacional, y por eso en ninguna otra literatura se produjo ese arquetipo perfecto y definitivo de la Celestina de Rojas.
La tapada y la dueña, de abolengo morisco, arraigan tanto entre nosotros, que llegan juntas hasta el siglo XVIII y dan materia a Goya para llenar cartapacios de láminas satíricas. Luego, la libertad de las costumbres ahuyenta esos fantasmas; pero aún hay una supervivencia de ellos en la dama que coquetea cubriéndose la cara con el abanico y en la señora de compañía, en la «carabina» de la novela rosa.
LAS BUENAS AMIGAS, CONFIDENTES Y MADRINAS
Esa vieja de la Historia de Alí-ben-Bekkar y Schemsu-n-Nehar (Noches 138 a 147) que, al oír a este lamentarse a gritos, por las calles, de su amor sin esperanza, se convierte en celestina a impulsos de la piedad, y, en el deseo de hacer una obra buena, rehabilita el tipo de la dueña venal, nos indica que el amor en Oriente encuentra también auxiliares desinteresados. A esa categoría pertenecen esas amigas, confidentes y madrinas, de un rango que las pone a cubierto de toda sospecha de venalidad y que proceden por pura simpatía al ayudar al amor ajeno mal correspondido o que tropieza con dificultades, sacrificando a veces su propio amor.
A la cabeza de todas esas mujeres debe figurar la heroica y abnegada Asisa, que, contra sus propios intereses sentimentales, ayuda a su primo Asis, y después de ella, esas otras mujeres, delicadas y sensibles, que hacen de terceras graciosas, sirven de confidentes a un amante contrariado, consuelan sus penas y enjugan sus lágrimas con el pañuelo de una ternura fraternal, se encargan de la estafeta amorosa y desafían generosamente peligros materiales y hasta el moral de incurrir en mala nota ante la opinión.
Entre tales mujeres debemos colocar a Nasim, la hermana de Sinu-l-Maua-zif, que, en la forzada ausencia de esta, distrae la melancolía de Mesrur y sirve de intermediaria postal entre los dos amantes, escribiendo los sobres con su letra para que el marido, celoso y receloso, no se alarme.
Por cierto que Mesrur se encariña tanto con su confidente Nasim, que la joven soltera llega a escamarse de tanta asiduidad y previene al joven del peligro de que pueda creer la gente que le ha transferido a ella el amor que le tiene a su hermana y que, en vez de una novia, tiene dos.
En lo que Nasim se acredita de aguda, pues esa transferencia al médico es el riesgo inherente a toda cura psíquica y por eso hace muy bien en alejar al joven.
Otro caso de ayuda desinteresada, y quizá con algo de sacrificio, es la que a Hasán, el joyero de Bazra (Noches 437 a 465) prestan aquellas jóvenes, sobrinas del scheij de los pájaros, a cuyo alcázar llega huyendo de las insidias del persa hechicero y asesino ritual de jóvenes muslimes.
Esas jóvenes son también enemigas juradas del mago y es natural que acojan bien a Hasán y le presten hospitalidad en su castillo; pero hay una entre ellas que va más allá en sus simpatías por el joven y le muestra tal ternura que hace sospechar si no estará enamorada de él y ese nombre de hermana con que quiere la llame no será un eufemismo impuesto por la circunstancia de saber que Hasán dio ya su corazón a la mujer-pájaro de la historia y únicamente por ella alienta y sufre.
Sea como fuere, la «hermana», en sentido místico, de Hasán se porta con el joven como una verdadera hermana de las buenas y hace todo lo posible porque logre unirse con la mujer-pájaro y lo pone en contacto con su tío, el scheij de las aves, para que le preste su poderosa ayuda, y lo asesora e ilustra sobre lo que ha de hacer cuando la joven acuda con sus dos hermanas a bañarse en la piscina del alcázar, que es—naturalmente—quitarle el traje de plumas y esconderlo, para que no pueda volar y escaparse de entre sus manos; gracias a todo lo cual consigue el joven finalmente tener entre sus brazos a la esquiva.
Es la «hermanita» el alma de toda aquella conjuración en favor del triunfo amoroso de Hasán; la única que no le abandona en esa lucha en que sus hermanas llegan a cansarse y darse por vencidas; la hermanita persiste en su piadoso empeño hasta el final y su ternura, su identificación completa con el cuitado amante, al que proporciona la amarga voluptuosidad de llorar juntos, son las que confieren al joven el valor necesario para aguardar el triunfo.
Estas relaciones de fraternal amor y confianza, de cordial unión más allá del amor y de forzoso egoísmo, son de tal encanto y belleza que han pasado a ser elemento estético y un valor emotivo en la novela romántica de los tiempos modernos, donde ese imposible anhelo de un amor superior al amor se da por realizado, y concreción de esa utopía sentimental la tenemos en esa figura del «hermano de leche» que aparece con tanta frecuencia en la literatura romántica, mostrando una ternura y una lealtad que, de una parte, los hace superiores a los hermanos por la sangre, por la ley, y de otra, a los amantes de la rama erótica, que también representan una ley, un imperativo biológico.
Rara es la novela romántica del siglo XIX en que no aparecen esos «hermanos de leche» enterneciendo al lector con su afecto desinteresado, noble y servicial—y sobre todo invariable—, que cura las heridas del otro amor hiriente, siempre algo hostil, pues responde a ese instinto erótico que siempre tiene algo de lucha y brinda al alma y los sentidos de esos beligerantes del combate amoroso esa blanca paz de que paradójicamente están ansiosos.
Mirsauán, el «hermano de leche» de la princesa Badur, corriendo luengas tierras y desafiando peligros terribles por hallar al príncipe que adora su hermanita, y no parando hasta traérselo a la torre, donde, por loca, la tiene su padre recluida con camisa de fuerza, es algo enternecedor y sublime, y ese rasgo suyo realza su valor, si pensamos que el hermano de leche de la princesa, hijo de su nodriza y, por tanto, muy inferior a ella en la escala social—siempre ocurre así en la novela romántica—, ama acaso en secreto a su encopetada hermana, y se sacrifica y reprime sus impulsos, en acto de reconocimiento de su inferioridad y de delicado respeto a ese leve matiz incestuoso que pudieran tener sus pretensiones amorosas.
Da motivo a la suspicacia el hecho de que, al aparecer Mirsauán en escena, regrese de unos viajes que han durado años y que quizá fueran en el fondo una fuga, un recurso contra la tentación.
Sea como fuere, es interesante notar Que el «hermano de leche» tiene ya constancia literaria en Las mil y una noches y asume en ella el valor expresivo de un ideal, de una sublimación de la libido erótica del hombre.
LAS HETERAS.-TAUADDUD
Para terminar esta revista de los factores que intervienen en el amor oriental debemos mencionar dos clases de mujeres que, en el fondo, vienen a ser una: esclavas y cortesanas.
Hay en la sociedad islámica una clase de mujeres cultas, bellas y refinadas, que son, en realidad, las que mantienen en ese mundo de mercaderes y guerreros el interés por el amor, el arte y el saber, pues viven exclusivamente para la voluptuosidad, el lujo y los placeres delicados del espíritu. Representan a un tiempo el esplendor y la miseria de esa civilización oriental, que, cual todas las civilizaciones antiguas, admite como un hecho natural la esclavitud.
Esas mujeres selectas, dignas de ceñir diadema en una corte de amor y de poesía, son esclavas. Las raptó en su infancia algún negrero beduino que, incapaz de apreciar sus naturales dotes, las vendió a otro mercader más inteligente, el cual las pulió y educó como a princesas, sin escatimar gastos, con la idea de resarcirse luego, transfiriéndolas a un sultán o emir codicioso de tales perlas para ornar su harén.
A veces son esas mujeres las supervivientes de un naufragio familiar y poseen ya una educación completa, cuando pasan a manos del mercader, al que se ofrecen ellas mismas, en su desvalimiento y orfandad.
El mercader de esclavas resuelve el problema de la mujer en ese Oriente donde faltan instituciones filantrópicas y no existe el refugio del convento, al que muchas de esas mujeres habrían ido a parar entre nosotros.
Esas chariyats árabes vienen a ser, en la sociedad musulmana, lo que las heteras entre los griegos. La esclavitud material les abre la puerta de la libertad espiritual y les permite recobrar su posición perdida, ya que pueden llegar a ser, con sus encantos extraordinarios de alma y cuerpo, las favoritas y consejeras de algunos de esos monarcas sensuales y torpes. Cada una de ellas es una Aspasia en potencia.
No hay, pues, que compadecerlas demasiado, dentro del marco social en que en Oriente se mueve la mujer y que hace de todas ellas unas pobres esclavas. Dentro de ese régimen imperialista, que fue antaño peculiar a todos los pueblos orientados hacia la guerra, la chariyat árabe resulta incluso privilegiada entre sus compañeras de sexo; no rigen para ella con tanta severidad las reglas del recato, puede entrar y salir (con la guardia, desde luego, de una dueña o un eunuco), cuenta con un presupuesto abundante para sus gastos y caprichos, es libre para disponer de su corazón y no está obligada a otra cosa que a aguardar en su confortable aposento del harén la hora consabida en que su dueño, cansado del despacho de sus asuntos o de otras distracciones más rudas, la llame para que le despeje el ánimo con su canto o su baile o sencillamente para mostrársela a sus amigos en un alarde posesorio, como una joya rara.
Lo único que en realidad aflige a esas mujeres es el hastío, la falta de un amor serio, de una gran pasión, pues por lo demás su vida es semejante a la de nuestras profesas en cenobios de media clausura, y esos harenes, reservados, en cuyo interior hay toda clase de comodidades y lujos, y cada mujer tiene su pabellón aparte, vienen a ser como conventos en que las pupilas viven cual «señoras de piso», con absoluta independencia, con su servidumbre especial, en ocio completo, como adoratrices de un señor que a veces permanece largo tiempo invisible y en ocasiones ni siquiera se acuerda de que esas cantoras o citaristas que le recrean el alma y los sentidos son mujeres.
Por mucho que nos hiera nuestra sensibilidad y subleve nuestra conciencia de hombres modernos esa institución del harén musulmán, supervivencia de épocas bárbaras, hemos de reconocer que, gracias al harén, los pueblos de Oriente se han librado del burdel europeo y del horror de la mujer proletaria, y que la vida de esas reclusas no debía ser tan triste cuando, al abolir los jóvenes turcos de Kemal Pachá esos refugios femeninos, fueron muchas las mujeres que los abandonaron con dolor y salieron de ellos llorando como de un paraíso.
En todo hay grados, y la esclava de precio, la tasada por los mercaderes del artículo en diez mil dinares, esas mujeres exquisitas que solo un gran señor podía comprar, estaban destinadas a una vida de ocio y refinamiento y quizá de poder, y eran como pájaros delicados tenidos en jaula de oro, de la que, por otra parte, podían esperar salir gracias a un impulso de generosidad de su dueño en un momento de entusiasmo.
Frecuente es el caso, comprobable en estas historias, de que uno de esos grandes señores, emocionado por el talento de esas esclavas artistas, las invite a pedirles lo que quieran; momento que ellas aprovechan para pedirle su libertad.
Otras veces, en un arrebato de admiración, lo que hace el emir, dueño de tal tesoro, es llamar al cadí y los testigos y casarse con la esclava excepcional, que pasa a ser señora.
Por lo además, esos grandes señores, aquejados de esplín oriental, lo que más suelen apreciar en esas mujeres es su arte de guitarristas o cantoras, con el que disipan sus ratos de murria, en esos tiempos sin aspirina, y así respetan su autonomía sentimental y están dispuestos a manumitirlas cuando se le declaran enamoradas de otro hombre, y lo realizan, imponiéndoles la sola condición de seguir siendo sus cantoras de cámara y acudir cuando él las llame.
Eso ocurre en múltiples historias como en la del noble haschimi, que devuelve graciosamente su esclava al joven que, en un trance de apuro, se la vendió y luego no podía vivir sin ella, y en la de Tauaddud, que se vende para salvar a su señor de la miseria y luego torna a él intacta y con un encarecimiento de prestigio.
Hay en esas escenas de la esclava que se vende por salvar de la miseria a su señor un torneo de ternuras y delicadezas en que triunfa la mujer, armándose de valor como una madrecita para decidir al sacrificio al hombre indeciso y acallar sus escrúpulos, y no habrá quien no se conmueva ante esa recomendación reiterada de Tauaddud a su dueño, cuando ya este se encuentra propicio a acceder a conducirla al zoco, de que no la venda en menos de diez mil dinares.
Gracias a eso sabemos también el precio de una Aspasia mora en el mercado de las esclavas: diez mil dinares; eso es lo que habrían valido la famosa Corina (y su creadora madame de Stäel) en el zoco de Bagdad.
Para alcanzar ese precio era menester ser tan docta como madame de Stäel y tan bella como Corina; había que dominar todas las artes permitidas entre los musulmanes, es decir, todas menos la pintura; poseer a fondo toda la ciencia de aquel tiempo, incluso la Teología y la Medicina; saber descifrar acertijos y rompecabezas, saberse de memoria el Corán y poder interpretarlo, según las cuatro claves ortodoxas, y, para que nada faltase, dominar el complicado juego del ajedrez, a fin de poder echar una partidita con el gran señor cuando lo desease, y, finalmente, salir airosa de un examen con maestros de cada una de esas disciplinas, y no solo salir airosa, sino vencer y poner en trance de suspenso al severo y competente tribunal.
De todas esas pruebas sale victoriosa Tauaddud, en presencia del jalifa Harunu-r-Raschid, que actúa de juez supremo, y cuando este decide comprar a la sabia chariyat para ornato de su harén y abona los diez mil dinares de su precio, invitándola, además, a pedirle una gracia, que habrá de concederle, aunque se trate de la mitad de su reino, Tauaddud le pide solamente que la devuelva a su antiguo señor, lo que el jalifa, generoso y leal, hace en el acto, sin más condición que la de que amenice sus veladas, tras el velo, cuando él se lo ruegue.
En Tauaddud resplandecen en grado igual y máximo el sentimiento y el saber de la hetera islámica, de esa flor de cultura que, aun descontando lo que en ella hay de superstición y de rutina, representa el saber de los sabios de aquel tiempo, pues Tauaddud los bate en su propio terreno y acredita su superioridad en lo que entonces constituye la cultura.
Por cierto que esa página del examen que viene a ser recíproco entre Tauaddud y los alfaquíes es un documento precioso que nos permite ver lo que en aquel tiempo debía saber una persona para que se le reputase docta y hasta doctora, y por ella y por esa otra página en que se describe la controversia entre Sayyidetu-l-Muschaij y un letrado varón, podemos ver también que la mujer musulmana o, por lo menos, algunas de ellas, no solo podían equipararse al hombre en punto a saber enciclopédico, sino que lo aventajaban en ese feudo propio del varón.
Las Tauaddud de Las mil y una noches no son figuras aisladas, sino exponentes—como decimos hoy—de una amplia floración cultural sostenida por mujeres, y que se manifiesta no solo en el jalifato de Oriente, sino también en el de Occidente, en esta nuestra España árabe, que se ilustra con los nombres de mujeres como Ammatur-r-Rahman y otras, dignas de regir cortes de amor y gaya ciencia cual la famosa de Clemencia Isaura, y de incluirse en ese movimiento cultural femenino que, en los siglos medios, se observa en toda Europa, que hace venir a Córdoba, curiosa de saber, a la monja Hrosvita, repitiendo el caso de la reina de Saba, y que, en el siglo XV, impulsa a la reina Isabel y sus damas a estudiar el latín en la Gramática de Nebrija.
En ese movimiento cultural tienen su puesto de honor esas chariyats árabes, cuyo precio en el mercado era de diez mil dinares y cuyo corazón no tenía precio.
Mujeres esclavas con alma de princesas, que llevaban en sus frentes un estigma de esclavitud que sabían convertir en un lucero y, en virtud del cual, se nos hacen más preciosas y amadas y pierden el matiz de pedantería que pudieran tener si las viéramos en el salón francés de las preciosas; su condición de esclavas nos conmueve, añade piedad a la admiración y, como el gran Maeterlinck, nos enternecemos e indignamos al pensar que esas señoras del saber, esas refinadas artistas, eran flores maravillosas en una ciénaga infecta y se habían formado en la bárbara academia de la trata de blancas.
LAS MERETRICES-LA HIJA DEL «SCHEIJ» TAHIR-BENU-L-ALA
Pongamos en la serie de esas mujeres abnegadas a la hija del scheij Táhir-benu-l-Alá, ese proxeneta que aparece en la historia Del raro lance que le ocurrió a Harunu-r-Raschid con el joven Al-Amani (Noches 511 a 513), esa historia reveladora que nos muestra un meretricio, funcionando en la Bagdad de Harunu-r-Raschid, y nos inicia en las intimidades de su actividad profesional, con detalles sobre la calidad y el precio de sus pupilas y el régimen de vida que estas guardan y que son, por lo demás, análogas a los de sus similares de Occidente.
El referido meretricio está situado en un pico de la ciudad, frente al Dichle, que conduce continuamente viajeros a la corte de los jalifas, de suerte que su posición no puede ser más estratégica; haciendo de cimbel para pescar clientes, suele estar sentado a la puerta del edificio el propio dueño o lenón, el respetable scheij Ibrahim, personaje imponente, que, sin embargo, deja traslucir en su lujo recargado y en su gesto obsequioso ese afeminamiento propio del proxeneta, que le convierte en un pregón vivo de su mercancía.
El scheij Ibrahim es, bajo su apariencia zalamera, un hombre de carácter duro, rígido y despiadado tocante a la buena gestión de su negocio; tiene tarifas señaladas y cobra por anticipado; su casa es una especie de parador y café cantante y hasta de garito donde se canta, baila y juega y se puede pasar la noche con una chica guapa, si así se desea; es un harén en el que un hombre con dinero, sea de la clase que fuere, puede sentirse y obrar como un gran señor.
Por lo demás, esas uniones temporales se llevan a cabo con formalidades que recuerdan los matrimonios que los viajeros del Extremo Oriente nos describen al hablar de las geishas del Yoshivara de Tokio y que sirven de argumento a la patética novela de Pierre Loti Madame Chrisantème. Esas uniones se conciertan por meses o por lunas, y son en ese tiempo verdaderos matrimonios en que ambos consortes viven enteramente el uno para el otro; luego se deshacen, a menos que el cliente quiera prorrogar el contrato.
El joven amani de la historia, que acaba de realizar un buen negocio y dispone de un bolso lleno, entra en el establecimiento del scheij Ibrahim y va recorriendo en linea ascendente toda la escala de sus pupilas, hasta llegar a la más cara, que es la propia hija del lenón. Esta acredita su precio hasta tal punto que el joven viajero prorroga su contrato con ella varias veces, hasta que se queda sin dinero y se encuentra en el trance de abandonarla.
Pero entonces surge el inesperado milagro; el amor ha florecido en ese terreno árido y hostil y la cortesana se ha convertido en una novia apasionada, capaz de todas las generosidades sublimes.
Tampoco ella puede resignarse a la separación y, para retener al amante, ella misma compra sus noches de nupciales júbilos, dándole, de sus ahorros, el precio que debe abonarle a su padre.
Viven así todavía una temporada de feliz unión ambos jóvenes, hasta que una esclava denuncia a la enamorada sublime y, enterado el rapaz lenón, arroja de allí al tramposo huésped, después de hacerle azotar por sus esclavos, y confina a su hija en sus habitaciones, vigilada por severos guardianes, para evitar su fuga.
Pero la joven no puede olvidar a su amante de unos meses; como las heroínas de los cuentos más románticos niégase a probar alimento, enflaquece y se marchita y pierde esa belleza que constituía su valor comercial; la cosa llega hasta el extremo de que el proxeneta se acuerda de que es padre también y se alarma y termina por mandar emisarios en busca del hombre que, con el suyo, es el único que puede salvar a su hija, que se muere de amor.
Así están las cosas en la casa de la orilla del Dichle cuando el joven amani, que, entre tanto, ha hecho otra vez fortuna, se presenta allí, a la querencia del amor que dejó; acógelo ahora el feroz proxeneta como un padre y lo conduce a los aposentos de la hija que, no bien lo ve, queda en el acto curada de sus males y recobra su hermosura, que ya en adelante no recreará la vista sino de su esposo, en la inviolable intimidad del harén.
Esta es la historia que su protagonista cuenta a Harunu-r-Raschid y que este escucha, justamente maravillado y conmovido, igual que la leemos nosotros hoy, pues hallamos en ella la raíz emocional de esas novelas románticas de Occidente, que nos refieren el prodigio de la cortesana, sublimada por el toque de gracia del amor.
UNA LECCION DE BUEN AMOR
Con esta historia del joven amani se completa la casuística erótica de Las mil y una noches y se agota el tema del amor como argumento novelístico; el rapsoda ha recorrido toda la escala y nos ha presentado modelos de todos los amores: del bueno y el malo, del que da la vida y el que da la muerte; todo ello sin comento ni moraleja explícita, cual una exhibición de estampas a elegir.
Conforme a su lema coránico, Las mil y una noches se limitan a poner ejemplos, a mostrar caminos, dejando a la elección del que lee el que deba elegir; su objeto es proporcionar materia de reflexión a los que reflexionan.
Falta en Las mil y una noches una pedagogía erótica explícita; los autores se limitan a poner ante los ojos los peligros de la pasión amorosa, la importancia de lo que el hombre y la mujer arriesgan en ese juego tan serio, la felicidad en esta vida y acaso también en la eterna.
Hay, así, en esas historias, de una parte, una involuntaria apología del amor exaltado, libérrimo, absorbente, y de otra un alegato implícito a favor del amor razonable, sometido a lo que la Ley, basada en la experiencia, prescribe y determina, o sea, pugna romántica entre la voluntad de los padres y la libre elección de los jóvenes.
Generalmente, todos esos amores repentinos, espontáneos, irreflexivos, acaban en tragedia, como los de Schemsu-n-Nahar, o solo se logran al precio de tremendos y azarosos trabajos, y, lo peor de todo, siempre se corre el riesgo de una mala elección, de pagar la escoria al precio de oro puro.
Tal es la consecuencia que se desprende de la Historia de Kamaru-s-Semán y su amada (Noches 516 a 523), Halima, la mujer del joyero maese Obaid, esa mujer soberbia, vanidosa y falaz, prototipo de la adúltera, en la que el ingenuo de Kamaru-s-Semán cree encontrar el ideal de la belleza y el amor.
Esa Halima de la historia es un tipo curioso de mujer, en la que se dan rasgos de leyenda; casada con el mejor joyero de la ciudad en que vive el matrimonio, hombre opulento y amante marido, que quiere a su mujer como a su joya más preciada y le permite hacer vida de sultana, es una ambiciosa descontenta que aspira a ser una sultana de verdad.
Y logra, por lo menos, el privilegio de serlo un día a la semana, los viernes, en virtud de una gracia que el jalifa concede a maese Obaid en premió a cierta labor de orfebrería que le ha hecho.
Todos los viernes, pues, Halima recorre las calles de la ciudad como una reina, o, dicho de otra manera, como una de esas princesas doncelliles de los monarcas orientales que ningún hombre puede ver so pena de la vida, y a cuyo paso deben cerrarse todas las ventanas y esconderse todos los transeúntes.
De esa manera satisface Halima cada viernes su orgullo; recorre la ciudad, Vestida de gala y tocada de diadema—será de ver la diadema que para ella habrá labrado su esposo—, montada en su caballo y precedida de esclavas armadas y con facultad de dar muerte al hombre que encuentren atisbando su paso.
Hay ahí un detalle de sadismo narcisista, y es fácil inducir la clase de placer egolátrico que experimentará Halima, digna por su belleza de tal apoteosis, pensando que se ofrece como un ídolo inaccesible a la contemplación de los hombres que, escondidos, la acechan; sintiéndose mirada y deseada por mil corazones que palpitan de angustia erótica y mortal.
Cabria pensar en una enemiga del amor y de los hombres, en una mujer en quien la vanidad suplanta todo otro sentimiento, si no nos la mostrara la historia en un aspecto muy distinto, en el de su intimidad doméstica, reduciendo su talla de heroína de leyenda a las sencillas proporciones de una casada insatisfecha, de una protagonista de novela de Felipe Trigo.
Halima es eso sencillamente: una insatisfecha, una desencantada del matrimonio, que, al lado de un marido vulgar, demasiado absorbido por su negocio, demasiado atento a sus perlas y joyas, se olvida con frecuencia de aquella perla viva, humana, que tiene en su tesoro.
Así se desprende de la facilidad con que corresponde a la pasión del joven Kamaru-s-Semán, que ha llegado a la ciudad atraído por la pintura que de la extraña mujer le hizo un dervisch vagabundo; desde el momento que Halima se da cuenta del amor del muchacho, al que las joyas le sirven de pretexto para acercarse a Obaid y granjearse su amistad, ya Halima es otra mujer, toda pasión, y son verdaderamente admirables el valor y la astucia que despliega para hacer que su marido introduzca en la casa al joven cliente, y el arte que se da luego para engañar a aquel y despojarlo finalmente de sus riquezas y huir con su amante del alma.
Por cierto que Halima, antes de entregarse, procede como la Dalila de la historia de Asis: pone a prueba la pretendida pasión del joven, yendo a visitarlo en la alta noche, para ver si el amor lo tiene en vela, y al hallarlo dormido, se retira, dejándole sobre su pecho esos mismos objetos simbólicos que Dalila le deja a Asis, como un reproche y una advertencia.
Kamaru-s-Semán, como Asis, es un ingenuo y, como aquel, se duerme profundamente cada noche, como un niño, hasta el alba, sin que llegue a darse cuenta de las misteriosas visitas de Halima.
Tan honrado y profundo es el sueño del joven, que no se despierta ni con los besos mordisqueantes de la deseosa, que le dejan la cara llena de señales que, al despertar, atribuye ingenuamente a los mosquitos.
Gracias a que otra mujer, la maestra barbera de la ciudad, le ayuda a descifrar el enigma, y así, finalmente, una noche la joyera lo encuentra despierto y en estado de corresponder cumplidamente a sus ardientes y un poco sádicas caricias, que hacen sangrar como puñaladas.
A partir de esa noche, ya la mujer del joyero se entrega plenamente a su adúltero amor y pone en él un ardor, una tenacidad y una honradez que, en cierto modo, lo legitiman; la adúltera lapidable, Según la ley, llega con Kamaru-s-Semán a los límites de lo sublime.
No hay cosa a que no se atreva por él y hasta por un lujo estético hace objeto al marido de bromas que podrían costarle la vida; cierto que hay mucho de amor propio en su amor, pero eso no resta grandeza a su heroísmo de amante.
Finalmente, la adúltera llega a las últimas consecuencias: decide fugarse del hogar conyugal y marchar con el joven a su tierra, y, antes de hacerlo, corona su hazaña robando al marido para enriquecer al amante.
Es una jugada redonda que acredita la calidad excepcional de esta mujer, igualmente lista que brava y de un potencial de amor y de odio que rebasa la medida corriente.
Puede creerse que esa adúltera lo ha sido por deficiencia marital y que, en adelante, si llega a casarse con Kamaru-s-Semán, será para él una esposa modelo, irreprochable; mas el padre del joven, que es hombre de experiencia, no lo cree así; piensa que un día puede hacer con él lo que hizo con su primer esposo y, al presentársele Kamaru-s-Semán con ella, la recluye en una torre de la casa, en compañía de la esclava que fue su cómplice en el adulterio.
El padre de Kamaru-s-Semán quiere para esposa de su hijo una joven candida y pura como una luna nueva, la novia ideal del primer amor, y va dilatando la cosa hasta dar lugar a que el marido burlado se presente allí, en busca de la adúltera, para recogerla o castigarla.
Sucede así y, a la vista del marido, ante el que se siente doblemente culpable, pues le robó su mujer y en complicidad con esta sus bienes, experimenta Kamaru-s-Semán una crisis de contrición vivísima, que le hace arrojarse a sus pies, demandando perdón, y lo torna propicio a obedecer las sugestiones paternas.
Termina la historia con la muerte de la adúltera y la esclava, a manos del marido, y el matrimonio de Kamaru-s-Semán con la novia elegida por su padre, que es nada menos que la hija del Scheiju-l-Islam; maese Obaid, por su parte, se casa con la hermana de Kamaru-s-Semán y la tragedia se neutraliza con ese final alegre y sainetesco de la doble boda.
Trátase, en el fondo, de una lección de buen amor, que diría el Arcipreste, análoga a la que el persa Chami nos da en su Poema de Salamán y Absal; de una advertencia para los jóvenes incautos que creen encontrar el verdadero amor en su primera salida por el mundo al volver de la esquina, cuando solo se trata de un espejismo creado por su fantasía erótica.
Esa es la tesis del cuento; pero, bien miradas las cosas, siempre nos quedará la duda de si el padre de Kamaru-s-Semán privó a esa adúltera, que tan bien sabia amar, de una ocasión de rehabilitarse en su casamiento con el joven y si no habría sido más justo admitiendo en su justicia un poco de gracia y no condenando en absoluto a esa mujer en nombre de su pasado.
Esa adúltera merecía un poco de piedad, no solo porque amaba mucho a su elegido, sino porque representaba una reivindicación femenina ante el despotismo de la ley forjada por los hombres y el desenlace de un complejo morboso, de esa misma ley derivado.
Pero en el fondo acaso el padre de Kamaru-s-Semán tenga razón; no es de fiar una mujer que engaña al marido y siempre supone riesgo tomarla por esposa, aunque haya sido una perfecta amante.
Con el desenlace de esta historia su anónimo autor se hace portavoz de la sabiduría popular, expresada en miles de refranes, y formula una advertencia implícita a los jóvenes irreflexivos, indicándoles cuán arriesgado es eso de elegir por sí mismos, prescindiendo de la experiencia de los padres.
La historia de Kamaru y Halima es una lección de pedagogía erótica en la que el romanticismo de Las mil y una noches queda derrotado por el buen sentido burgués.
UNA APOLOGIA DE LA VIRGINIDAD
En relación con lo que antecede, podemos recordar La historia prodigiosa del espejo de las vírgenes (Noches 710 a 717), que viene a ser una apología, un tanto irónica, es cierto, de la virginidad de la mujer que ha de ser nuestra esposa.
Decimos irónica, porque las dificultades con que el joven príncipe tiene que luchar hasta encontrar una virgen en todo el ámbito del islámico imperio, valiéndose del espejo mágico que le entrega ese mítico personaje, el scheij de las Tres Islas, representa una sátira contra las mujeres y revela un escepticismo sobre el particular muy propio de la alegre musa de Boccaccio y de la mordaz del Aretino.
Toda la parte de la historia en que se describen las prolijas pesquisas del príncipe, en compañía de su fiel Mubarak, a la búsqueda de una virgen, armado de su espejito mágico (poetización del speculum clínico), está tratada en ese tono ligero y zumbón de los escritores licenciosos, en cuya literatura la rareza o nulidad de ese atributo femenil constituye un tópico.
Solo una virgen encuentra el príncipe y su servidor en el curso de aquellos reconocimientos a que someten a todas las muchachas decentes de Egipto y Siria y Persia, que dan siempre una reacción negativa ante el espejo, dejando malparada la reputación de su sexo, pues de ahí se infiere que no hay en todos los harenes honorables del imperio más que una chica decente.
Y esta señorita excepcional, esta miss impoluta, Latifa, si ha logrado conservar su precioso atributo, es porque el propio scheij de las Tres Islas veló siempre sobre ella, con la mira de dársela en esposa al príncipe, de cuyo padre era amigo.
Pero, dejando aparte lo que la historia tiene de simplemente traviesa y divertida, debemos fijarnos en su serio meollo, de intención didáctica, de buen consejo a los jóvenes. Y esa intención aparece desde el principio en la recomendación que el sultán, padre del príncipe, hácele a este al morir, de que cave en un subterráneo de la casa, donde el joven encuentra seis estatuas de inestimable valor y un pedestal vacío, destinado a otra estatua de valor todavía más grande que el scheij de las Tres Islas ha de proporcionarle.
Ahora bien: esa séptima estatua es la propia Latifa. Hay ahí, como se ve, un encarecimiento de la virginidad expresado en varios símbolos y metáforas. El scheij de las Tres Islas le dice al príncipe, al entregarle a Latifa: «Te doy el único tesoro que es inestimable. Y ese tesoro, más valioso que todas las estatuas de diamante y todas las pedrerías de la tierra, es esta joven virgen. Porque la virginidad, unida a la belleza del cuerpo y a la excelencia del alma, es la panacea que compendia todos los remedios y vale por todas las riquezas.»
Por eso es tan rara y tan difícil de reconocer. «Es algo sutil—dícele el scheij al príncipe—que no sale a la cara ni se puede reconocer por el olor. Ese conocimiento solo es patrimonio de Alá y sus elegidos.» En lo que puede advertirse un eco del célebre proverbio de Salomón:
«18Tres cosas me son ocultas; aún tampoco sé la cuarta:
»19El rastro del ángulo en el aire, el rastro de la cubeta sobre la peña, el rastro de la nave en medio del mar y el rastro del hombre en la moza» (capítulo 30).
La historia prodigiosa del espejo de las vírgenes parece una versión oriental de la leyenda caballeresca de Occidente titulada El príncipe Selim de Balsora o el anillo prodigioso, sin más diferencia esencial que ser en esta última un anillo, y no un espejo, el que revela la existencia de la virginidad en la mujer
La lección es la misma y con razón dice Roso de Luna en su comento:
«Esta historia es una guía completa de conducta para la juventud alocada.
«Diríase que se trata de un primitivo y anónimo Telémaco escrito en los países babilónicos hace miles de años y transmitido por la tradición oral, que lo ha hecho llegar hasta nosotros, pasando de labio en labio hasta cristalizar en esa deliciosa Biblia que se llama Las mil y una noches y pasar desde ella a nuestros pliegos de cordel.»
DEL AMOR AL ODIO
EL TEMA CAINITA EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
A los grandes amadores de Las mil y una noches opónense los grandes odiadores, generalmente a impulsos de la envidia.
La envidia es una pasión típica de la literatura oriental; el envidioso es en ella un personaje fatídico, siempre al acecho, y del que hay que guardarse con fórmulas de exorcismo, pues no se sabe dónde está ni quién es; pero sí es axiomático que el envidioso existe siempre en las proximidades del dichoso y está siempre tramando su pérdida y haciendo obras de maleficio en su daño.
El envidioso se encuentra al lado de los reyes, a veces a su diestra, mascullando frases mágicas de ruina por entre sus barbas respetables de visir; en toda corte está ese visir, envidioso de sus colegas, de los demás familiares del monarca y a veces del monarca mismo, en cuyo trono ambiciona sentarse.
La envidia es una pasión dominante en esos hombres biliosos, de hígado alterable y de una afectividad que raya en lo morboso; la envidia es un genio fatal y malévolo que anida lo mismo en las cortes que en los hogares modestos y provoca tragedias públicas y domésticas; no hay quien se vea libre de esa plaga en ese Oriente, donde la ley consagra la desigualdad y el privilegio, y la poligamia establece castas distintas entre las mujeres de un mismo marido y los hijos de un mismo padre.
Esas desigualdades dan una como base legitima a esas envidias, a esos odios entre hermanos, a esa pugna intestina por el amor y el patrimonio de los padres, ya se trate de un reino o de una simple tienda de mercader; pero, además, también a una pugna por el amor, por la preferencia afectiva, que lo propio de la envidia es envidiarlo todo. Yago envidia a Otelo no solo su prestigio público, sino el amor de Desdémona.
Hay pugna de amor, a más de pugna de intereses, en el odio que Caín siente por Abel en el Génesis y los hermanos de José por el favorito de Jacob, y esto es lo que hace especialmente complejo el fenómeno de la envidia entre hermanos, de que hay tantos ejemplos en Las mil y una noches, pues no siempre es el primogénito el envidiado, sino que a veces es él el envidioso del segundón (tal el caso de Scharkán y Zu-l-Mekán), y es este, el más pequeño, el que, por la ternura especial que inspira a los padres y que lo convierten en un primogénito del corazón, suscita la envidia de sus otros hermanos, y así sucede en el caso del patriarca José, al que su padre prefiere precisamente por ser el menor, el más dócil y amoroso de sus hijos, la última rosa abierta en la vera de su fecundidad, que ya se seca.
Proverbial es la predilección que los padres sienten por el último vástago, que renueva el goce místico del primer natalicio y viene a ser otro primogénito, si se cuenta al revés, según leen los orientales. Benjamín, el hijo venido en razón tardía, para alegrar con sus sonrisas la vejez de sus padres, ha quedado como símbolo de tales predilecciones paternales.
Toda esa casuística fraternal la encontramos ya dramatizada en la Biblia y de ella hallamos en Las mil y una noches numerosos ecos.
También aquí es unas veces el primogénito y otras el segundón el que provoca la envidia de sus otros hermanos, cual provocó Caín la de su hermano Abel, sin que este le diera el menor motivo, sino porque el propio Jehová le mostraba una predilección que irritaba al primogénito.
En la Biblia, pues, en ese libro que parece tan duro, aparece ya alterada la ley de los hombres por la gracia de Dios y consagrados los fueros de los segundones; con razón se dice que en la Biblia está todo; tan lo está, que entre ese todo se incluye el romanticismo.
En Las mil y una noches, de filiación semítica, encontramos hartas variantes de esas historias bíblicas de odio entre los hermanos, y exaltados románticamente los fueros del hermano menor, en razón a su bondad y riqueza afectiva, a su capacidad de amor y de perdón, que les concede primogenitura moral.
El hermano menor es siempre el más bueno y abnegado, el que echa sobre si el peso de la carga familiar, que debiera gravitar sobre los hombros del primogénito.
Sobeida, la de la Historia del alhamel, que no es la mayor de sus hermanas, se porta como si lo fuese, por su actuación tutelar y acorredora con ellas; tampoco el abnegado Chúder (el pescador) es el primogénito de sus hermanos y, sin embargo, asume de buen grado los deberes de tal y es un dechado de hermanos perfectos.
En cambio Scharkán, el primogénito del rey Omaru-n-Nômán, es tan egoísta y celoso de sus prerrogativas de primogénito que se llena de rabia al saber que su viejo padre ha tenido dos hijos, uno de ellos varón, que podría disputarle la herencia del cetro, y se extraña de la corte por no cometer un fratricidio. Es tal el recelo siempre latente en el corazón de los hermanos de Las mil y una noches, el complejo de desconfianza en el primogénito y de resentimiento e inferioridad en el segundón, que en la Historia del visir Neru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din, basta que surja entre ellos una discrepancia cómica al tratar de la boda de sus hijos, que aún no existen, y de sus dotes respectivos, para que Schemsu-d-Din, el menor, se extrañe también, como Scharkán, de su patria, por no ver al primogénito, que a su juicio lo ha menoscabado.
Hay que ver lo impresionables e irritables que son esos hombres de Oriente y la prontitud con que reaccionan ante un supuesto agravio, tomando determinaciones que luego han de serles fatales. De esa alocada resolución de Schemsu-d-Din origínanse luego consecuencias funestas que alcanzarán aún a su nieto.
Pero no incurramos en el error de asignar carácter de raza a esa violencia expeditiva de las reacciones psicológicas, pues ¿dónde dejamos a los griegos, esos hombres impulsivos, cuyos gestos impremeditados, pasionales, son la causa de incontables tragedias en los mitos helénicos? La cólera de Aquiles o de Agamenón en la Ilíada es un cataclismo.
Al proyectar el reflector de la atención sobre los árabes y hebreos no debemos olvidar el inmenso panorama de humanidad que queda en la sombra. Pero el sentimiento cainita parece, sin embargo, más peculiar de las razas hebreo-árabes, donde alcanza, según apuntamos, trascendencia teológica y se relaciona con los tremendos problemas de la predestinación y de la gracia.
En general puede decirse que es raro en Las mil y una noches el caso de hermanos que se lleven bien; siempre hay uno bueno, blanco de la persecución de los otros malos, y como ya sucede en la Biblia, de donde trae su filiación este tema, el cielo se pone de parte del bueno y vierte sobre él sus mercedes y sobre los otros sus castigos.
Siempre—y esto prueba la trascendencia teológica de esas historias—la justicia divina viene, en el trance crítico, en ayuda del inocente, valiéndose de diferentes medios, naturales o sobrenaturales, y, entre estos últimos, de esos famosos genios buenos—los jinas de los teósofos—que poseen poderes sobrehumanos y pueden ejercerlos cuando a bien lo tienen.
Es de notar que siempre el hermano bueno ha hecho, a fuer de tal, algún favor al genio que le acorre y lo ha salvado también de un trance crítico.
Tal sucede en la historia de Sobeida y sus hermanas, en que, la genio que acude a frustrar el fratricidio tramado por aquellas y después las castiga transformándolas en perras, fue antes salvada por Sobeida, cuando un genio malo en forma de dragón trataba de forzarla y estaba a punto de lograrlo. Es la ley taliónica rigiendo aun para el bien; la ley de la compensación, manteniendo en el mundo moral el equilibrio, y, a ese fin, la genio impone a Sobeida el triste deber de azotar a sus hermanas cada noche para que no quede impune su delito.
Contra el mal hermano se sublevan todos los poderes invisibles y jamás quedan impunes, siendo su castigo temporal unas veces y otras definitivo, según la magnitud de su crimen. Las malas hermanas de Sobeida recobran un día su primera forma humana; pero los hermanos de Chúder, que fueron contumaces en el odio fratricida, mueren los dos de un modo trágico.
En la figura de Chúder han vinculado los rapsodas todas las bellezas morales del buen hermano, y en las de sus dos Caínes toda la fealdad monstruosa del mal hermano, que es también, forzosamente, un mal hijo, pues el amor fraternal es, como ya observa Valerio Máximo, de raíz maternal y arranca de la madre, en quien los buenos hermanos se miran y se hallan semejantes aun en el físico y sienten la emoción de su consanguinidad.
El mal hermano es también un mal hijo y, en general, un mal hombre, carente del sentimiento de la solidaridad, y aquejado de ese déficit afectivo que los psiquíatras señalan en el delincuente nato como una herencia regresiva del salvaje; los hermanos de Chúder son unos malos hijos, que vejan y despojan a su madre y la echan del hogar y la obligan a vivir de la limosna, mientras ellos se regalan y refocilan; son unos parricidas en germen, que llegarían a serlo de veras si la madre no se sometiera a todos sus caprichos.
Chúder, en cambio, es el prototipo del buen hijo, que ama a su madre y vela por ella y la venera a tal extremo que malogra una vez la conquista del tesoro de Chamardel, por no poder materialmente avenirse a la idea de dejar al descubierto las vergüenzas de aquel simulacro de su madre, con todo y saber que es solo una sombra, que se le aparece en la cueva donde el tesoro está encerrado.
Pero precisamente por su inocencia y su bondad, es Chúder el predestinado para desencantar ese tesoro, que el mogrebi de la historia ha descubierto, pero no puede captar, porque en tales casos es tradicional que el maestro necesite un acólito y así es Chúder quien lo desencanta y recibe en pago del mogrebi tales riquezas y talismanes, que podría ser con ellos el señor del mundo.
Pero Chúder será siempre un alma generosa, un buen hijo y un buen hermano, y así los dos Caínes logran despojarlo de sus tesoros y su anillo mágico y darle, por último, la muerte.
Perece aquí el bueno, dejando malparada a la justicia inmanente; pero esta se manifiesta en el castigo de los fratricidas, uno de los cuales muere a manos del otro, que, a su vez, sucumbe asesinado por la viuda de Chúder, cuyo luto pretendió afrentar con su lascivia.
Pero Chúder no es, por ventura, el único hermano bueno de Las mil y una noches, pues ahí tenemos esa pareja de mellizos que forman Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán, que, desde el principio hasta el final y al través de la larga ausencia y de todos los azares que a ambos les ocurren, mantienen una ternura constante y una lealtad que nunca se desmiente con indiferencias ni olvidos, sin que nada sea parte a romper esa cadena afectiva que viene de la cuna.
Ni el amor conyugal ni el de madre pueden entibiar el que Noshetu-s-Semán siente por su hermano, y su corazón vive en pena hasta que no logra encontrar nuevamente a ese hermano perdido, y cuando así ocurre, esa mujer desgraciada se cree la más feliz del mundo.
En Noshetu-s-Semán desarrolla el amor fraterno el máximo potencial de su fórmula específica, más allá del cual su erotismo inocente iría a parar en lo incestuoso, como en el caso de esos hermanos de la historia del mercader Ayub, que se retiran y soterran en una cueva, lejos de los hombres, para entregarse a su nefando amor, y que, en castigo de ello, perecen abrasados y abrazados—por divino fuego.
El amor fraternal tiene sus límites, rebasados los cuales resulta una fuerza retardataria, antisocial, una carga explosiva que se destruye a sí misma.
LOS BUENOS Y LOS MALOS AMIGOS
En Las mil y una noches, en este vasto panorama sinóptico del mundo y dela vida, encontramos de todo, en compensador contraste, y así como hay en este libro buenos y malos hermanos, hay también buenos y malos amigos.
Más de una historia como las de Alí Schar y Abu-l-Hasán, el de Tauaddud, la docta esclava, empiezan pintando el abandono en que los amigos dejan al protagonista, joven pródigo y alocado, cuando se le acaba el último dinar heredado del padre rico.
Estos son los malos amigos de que habla Ovidio con dolor en sus Tristes; los parásitos que pululan en torno a la mesa colmada y se van cuando aquella se agota y la indigencia sacude los manteles; son los falsos amigos que solo acuden al estercolero en que Job padece suplicio inmerecido para increparlo, recriminarlo y echarle la culpa de lo que le ocurre.
Tales falsos amigos aparecen registrados en la lírica arábiga en fichas epigramáticas de no menos acerbidad y amargura que la célebre lamentación ovidiana; la queja sobre este punto no es exclusiva de los árabes, aunque ellos la expresen en tono más dolido, pues ya en el Hitopadesa se leen estas desencantadas palabras:
«Mejor un bosque frecuentado por tigres y elefantes, el hueco de un árbol por morada, frutos maduros y agua por alimento, la hierba por cama, cortezas de árbol por vestido, que la vida entre amigos de un hombre destituido de riquezas.»
He aquí condensada toda una filosofía pesimista de la amistad, muy propia de esos orientales pródigos que se exceden en el rumbo y la generosidad hasta empobrecerse, y luego no encuentran en sus favorecidos el pago que era de esperar.
Todo hombre demasiado pródigo y amigo de sus amigos acaba por ser un resentido de la amistad, pues se necesitaría ser un Creso para poder sostener siempre ese rumbo sin tener que poner a prueba un día la generosidad de esos mismos amigos.
El excesivamente dadivoso acaba siendo un pordiosero de los más importunos y un hombre indelicado que recuerda los beneficios y se erige en acreedor por favores que nadie le pidió, cual si hubiera puesto a crédito su liberalidad y sus dádivas hubieran sido un préstamo.
Los protagonistas de Las mil y una noches tienen el buen gusto de no asediar a los amigos con los cuales derrocharon su caudal y, como Alí Schar, solo los buscan una vez y no vuelven a llamar a la puerta que se les cierra; antes que pedir al amigo, que pudiera parecer obligado, prefieren pedir a los desconocidos o dejarse morir de hambre por altivez.
Hay entre ellos y nuestros andaluces, que de ellos vienen, demasiada analogía para que sea menester ahondar en su psicología a este respecto.
También en el cancionero popular andaluz abundan los desahogos sentimentales y sarcásticos contra los falsos amigos no menos que contra el falso amor. Y en ese mismo cancionero abundan también las advertencias a los derrochones inconsiderados, por el estilo de las que Tauaddud dirige a su señor.
Pero el amigo de los días buenos, que te vuelve la espalda en los días malos y que era el compañero de tu fortuna, no tuyo—ComesFortunae, non mei, que dijo Ovidio—, pronto a acudir de nuevo si el sol torna a brillar, no hace sino declarar el anagrama psicológico de vanidad y engreimiento que hay en el fondo de tales prodigalidades, y no es justo indignarse demasiado con esas aves de paso que ponen precio a sus trinos. Como dijo el poeta Ibnu-l-Hachach con ingenuo cinismo:
Me reprocha la gente: «¿Por qué solo
a Hamdú le tributas pleitesía
y a los demás, en cambio, con desdén
los miras y su trato no cultivas?»
Y yo contesto lo que antaño dijo
un poeta que goza primacía:
«Siempre el pájaro acude adonde hay grano y en la mansión del generoso anida.»
Tales amigos no son sino parásitos, y su indigencia confesada los exime de la nota de ingratitud. Te divirtieron mientras pudiste pagar sus gracias de bufones y sus hiperbólicos ditirambos, y ahora que ya no puedes se van, como es lógico, con la música a otra parte.
Son otros los amigos cuyo abandono es censurable: aquellos en que el sentimiento de la amistad tiene una base afectiva más sólida y llega a frisar con el de la fraternidad consanguínea.
Es la verdadera amistad un sentimiento análogo al de la fraternidad y es su ideal llegar a confundirse con ella; en todos los idiomas vienen a ser sinónimos los vocablos de amigo y hermano y en árabe la palabra «aj» significa indistintamente hermano y amigo.
La amistad, como la fraternidad, es de raíz tradicionalista, se basa en una comunidad de tiempo vivido, de recuerdos, y toma toda su fuerza del pasado; de ahí que los mejores amigos sean los de la infancia y que, llegado a cierta edad, el alma del hombre se cierre a nuevas amistades, que no tendrían ya tiempo para cuajar. Ni el rasgo más heroico podría conferir a una amistad nueva el poder que da el tiempo a una amistad antigua, a cuyo lado todas las demás parecen advenedizas.
Aqui, como en otros respectos, el tiempo lo ennoblece y santifica todo. Cicerón, en su De Officiis—esebreviario de la buena amistad—, se complace en describir el bello espectáculo de la que arranca de la infancia y se mantiene inalterable a lo largo de la vida, sin que logre entibiarla esa nieve de los cabellos que agosta las rosas del amor.
Esa amistad es, por ello, superior al amor—con el que también tiene sus puntos de contacto—y es el único tesoro que les queda a los viejos; incluso el amor, cuando no muere en el camino, viene a parar en una amistad buena.
Esa amistad es la que impone deberes—officia—, faltar a los cuales constituye un crimen de matiz fratricida. Las faltas contra la amistad son tanto más graves cuanto que el hombre defraudado por el hermano busca su compensación en el amigo y la amistad es de libre elección y reposa sobre la confianza.
El buen amigo es un ideal de los hombres y siempre fue estimado como un gran tesoro; el Hitopadesa es un tratado del arte de adquirir amigos, los Proverbios salomónicos y los refranes de todos los pueblos encarecen el valor de una buena amistad, acrisolada por el tiempo, y hay un proverbio chino que compara la vista de un amigo en tierra extranjera con la lluvia después de una larga sequía (Kiu han fung kan yu t'ha hiang yu ku chi).
A ese ideal del hombre responden esas creaciones literarias que nos muestran parejas de amigos fraternales como las de Orestes y Pílades, Aquiles y Patroclo, Damon y Pitias entre los griegos y que han quedado proverbiales, pues en ellas la amistad se contrasta, como el amor, ante la muerte.
El buen amigo es tan digno de elogio como el mal amigo lo es de vituperio en razón a la delicadeza y santidad del sentimiento que traiciona. Los griegos valoraron tanto la amistadque llegaron a matizarla de tonos suspectos, y sus filósofos fundaron sobreella una teoría erótica que ha servido luego de base dialéctica y apologética a los modernos intersexuales. El fenómeno nada tiene de extraño, ya que los griegos, como todos los pueblos antiguos, de base exclusivamente masculina, ignoraban el verdadero amor (Ulises constituye una excepción en la Ilíada), y la amistad es un complejo afectivo que lleva implícito en su fórmula el elemento erótico.
El corazón del hombre, siempre tan necesitado del afecto, oscila entre la amistad y el amor, ambos igual de insuficientes ante su ansia infinita de absorción, y busca alternativamente en uno y en otro la compensación al déficit de ternura que sufre.
La amistad, sentida de ese modo, viene a ser un amor tan peligroso como el específico y tan expuesto a traiciones, engaños y desengaños.
Como en el amor, también en la amistad demasiado estrecha suele haber uno que quiere y otro que se deja querer y abusa del amigo, como Asis de su prima Asisa, en el cuento memorable.
La amistad tiene sus límites y en esto, como en todo, los romanos dieron muestras de su buen sentido tratando la amistad como una función cívica, que confiere derechos e impone deberes y cuyo fundamento debe ser la reciprocidad.
ABU-ZIR, EL BARBERO, Y ABU-KIR, EL TINTORERO
EnLas mil y una noches tenemos ejemplos de ambas clases de amistades: la que muestra en su proceso rasgos comunes al de una captación erótica y aquella otra más noble y ecuánime, más a la romana, que arranca de la niñez y se mantiene a través de la vida con igual mutualidad de afectos y servicios por entrambas partes.
Representan la primera esa pareja de Abu-Zir, el barbero, y Abu-Kir, el tintorero, en el cuento que lleva sus nombres (Noches 506 a 509); la segunda el príncipe Saiful-l Muluk y su visir Sáid.
En la historia de Abu-Zir y Abu-Kir la amistad nace de la contigüidad; ambos son vecinos de tienda en el zoco y nada nos indica que antes de eso se conociesen.
El cuentista los hace vecinos para agravar más la falta del mal amigo, el tintorero, ya que entre los orientales el vecino, por el trato diario y la proximidad, adquiere categoría de pariente y hasta supremacía sobre el consanguíneo lejano, y puede hacernos tanto bien como daño. Estar bien con el vecino es un consejo de sabiduría talmúdica, y hay también un proverbio chino que dice: «Parientes lejanos valen menos que vecino cercano» (yuen tsin pu yu kin Un).
Por esa razón, más bien que por ninguna otra, parece Abu-Zir condescender con el tintorero, que es un truhán y un pícaro evidente, aun a los ojos del más cándido, aunque lo sea tanto como el buen Abu-Zir.
Desde el principio de la historia puede seguirse el proceso de captación que el tintorero astuto va desarrollando poco a poco cerca de su vecino, el barbero, y que se asemeja al que una mujer astuta pondría en juego para cazar un buen partido, lo que no ha de chocar, pues el hombre malo y la mala mujer tienen que parecerse.
Lo que Abu-Kir va buscando es seducir a su vecino, sacarlo de su ambiente y vivir a su costa, pues el laborioso Abu-Zir es hombre que gana dinero y él es un holgazán por naturaleza y filosofía de pícaro.
Tan buena traza se da Abu-Kir que consigue convencer a Abu-Zir para que liquide su barbería y se vaya con él a correr tierras y probar fortuna, pintándole cierto su logro.
Abu-Kir logra desmoralizar al barbero y arrastrarlo consigo a la búsqueda de esa fortuna problemática, que para él es ya segura, pues desde que embarcan y se hacen a la mar empieza a vivir a expensas del ingenuo y laborioso Abu-Zir, que en el mismo barco encuentra molleras de musulmanes que afeitar.
Sería aún disculpable todo eso si Abu-Kir no pasara de ser un vago y un gorrón, pero Abu-Kir va más allá; dijérase que, en razón al antagonismo de sus temperamentos, odia y envidia al bueno de Abu-Zir, al que, por su bondad, todo le sale bien, atribuyendo a pura injusticia de la suerte la buena suerte del barbero.
Abu-Kir no estará satisfecho hasta que hunda en la miseria, más aún, hasta que vea muerto a ese ingenuo afortunado, que mira como un rival y que desmiente el poder de su sabiduría de pícaro.
Abu-Kir roba a Abu-Zir, en ocasión de estar enfermo en el jan, y se larga con la bolsa, dejando a aquel encerrado, con riesgo de perecer, sin que nadie lo pueda auxiliar.
Sale con bien del paso Abu-Zir y, ya restablecido, reanuda sus andanzas sin más viático que su navaja y su bacía y la casualidad le lleva a una ciudad, adonde Abu-Kir le ha precedido, y, aprovechando la circunstancia de no haber allí quien tiña en otro color que el azul, ha logrado que el sultán, hombre de espíritu progresivo, le ponga una tienda por todo lo alto, de suerte que goza de riqueza y prestigio.
Detiénese Abu-Zir ante la tienda de Abu-Kir y, lleno de alegría al reconocerlo, va a saludarlo y pedirle amparo en memoria de los antiguos beneficios que le hiciera; pero el ingrato del tintorero, en vez de abrazarlo, finge no conocerlo, lo acusa de ladrón y hace que sus servidores lo echen de allí a palos.
Logra, no obstante, Abu-Zir rehacerse de la paliza y, como en aquella dichosa ciudad ignoran también lo que sea un baño, consigue que el rey, amigo del progreso, le facilite los medios de instalar un hammam, y regentándolo se hace tan rico y tan influyente en la corte como el tintorero.
No puede avenirse a ello Abu-Kir y, para perder a su inocente amigo, va a visitarlo al hammam y le pide perdón por su pasado vejamen y, en prueba de amistad, le sugiere la idea de procurarse pasta depilatoria para que nada le falte en su establecimiento, después de lo cual pasa a ver al rey y calumnia ante él al pobre barbero, explicándole cómo trata de envenenarlo con cierto ungüento ponzoñoso.
Indígnase el rey, al oírlo, como se indigna un monarca oriental, y cuando Abu-Zir, después del baño, se dispone a frotarlo con la pasta depilatoria, cree comprobada la denuncia de Abu-Kir y manda prender al barbero, y que lo metan en un barril de cal viva con una gruesa piedra y, bien tapado aquel, lo arrojen al mar.
Pero el cielo no puede permitir que se cometa tal injusticia, y cuando ya está a punto de cumplirse la inicua sentencia sobreviene el milagro, en virtud del cual vese Abu Zir no solo libre, sino dueño de un anillo mágico que el sultán había perdido, y que pone en sus manos las vidas de los hombres, de suerte que podría ahora vengarse del propio rey y de su mal amigo.
Pero Abu-Zir es bueno e incapaz de rencor; devuelve al rey su anillo y se entrega de nuevo a su merced, y, conmovido entonces el monarca ante ese rasgo que patentiza su inocencia, manda que le apliquen a Abu-Kir el mismo castigo que contra Abu-Zir ordenara.
Aún intercede Abu-Zir por el desleal tintorero, pero el rey no atiende a sus ruegos y la sentencia se cumple inexorablemente.
Todavía tiene Abu-Zir ocasión de mostrar sus buenos sentimientos, pues al regresar a su país con la venia pesarosa del monarca y saltar del barco a tierra encuentra en la playa el barril que ha servido de tumba al tintorero ingrato, y movido a piedad, manda que lo saquen de allí y le den sepultura decorosa en las afueras de Alejandría, tierra natal de ambos.
Vivió luego—termina la historia—Abu-Zir un espacio de tiempo y al cabo murió y lo enterraron no lejos de su compañero Abu-Kir, por lo cual llaman a aquel lugar de Abu-Kir y Abu-Zir.
De suerte que, aun después de muertos, fueron vecinos, como en vida, el barbero y el tintorero, el cordero y el lobo, cual si estuviesen predestinados, desde antes de nacer, para ser siempre vecinos, pues hasta en sus nombres muestran la vecindad de la aliteración y Abu-Zir rima con Abu-Kir.
Cabe pensar, si se admite la metempsicosis, que en cualquier forma que Abu-Zir y Abu-Kir tornen a la tierra, serán siempre vecinos y el tintorero tratará infaliblemente de engañar y perder al barbero.
Esta sugestión tácita que brota del relato acaba de agrandar en símbolo esa figura del mal amigo, trazada con una verdadera psicología y una consecuencia llevada hasta sus últimos extremos lógicos, dignas del propio Shakespeare, el gran trágico que supo ver incluso lo que hay de lujo estético en esas grandes pasiones que, cual la perfidia de un Yago, en virtud de su mismo refinamiento, llegan a ser tan artísticas que hacen olvidar y casi perdonar su fealdad moral con esa fascinación de la obra maestra.
Pero si en esta historia del barbero y el tintorero se nos presenta el caso de la amistad unilateral, semejante a los amores unilaterales, en que hay captación de una parte por la otra, en la Historia del príncipe Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 439), tenemos el alentador ejemplo de una amistad con Sâid, su visir, nacida en la infancia y sostenida por igual por ambas partes, cual un rico y delicado tesoro común que sus dos dueños llevan sobre sus hombros.
EL PRÍNCIPE SEIFU-L-MULUK Y SU VISIR SAID
Para más encarecimiento de valor, estos dos buenos amigos no hacen sino seguir la buena amistad que unió y une a sus padres, cuyas paralelas afectivas reproducen fielmente.
Seifu-l-Muluk y Sâid vienen a ser como hermanos mellizos; su nacimiento y hasta su concepción fueron sincrónicos, e igualmente inesperados y milagrosos, pues en ello hubo de mediar el poder del gran Salomón, al que en su desolada vejez acudieron sus padres, y que les recomendó como genético infalible diesen de comer a sus estériles esposas carne de serpiente.
Gracias a ello nacieron Seifu-l-Muluk y Sâid y, antes de ellos nacer, ya concertaran y convinieran sus padres en que el hijo del visir había de ser visir del hijo del rey; tenían, pues, trazado su destino y, al revés que en otros casos, lo cumplieron al pie de la letra.
Ambos niños se criaron juntos en el mismo alcázar, estudiaron con los mismos maestros y, desde que Sâid tuvo un destello de razón, acostumbróse a la idea de que era el amigo, pero también el visir del príncipe, y le estaba obligado con los deberes de tal.
Sâid viene a ser como el segundón de su hermano espiritual y jamás se sale de ese modesto papel; para mejor marcar los grados jerárquicos, el narrador asigna al príncipe un máximum de valor, audacia y osadía, contrapesado en su visir por una cifra igual de prudencia y cautela; Sâid es el consejero del arrojado príncipe, como cuadra a un visir, y si eso le resta romanticismo a su figura, préstale en cambio el prestigio de la cordura servicial que frena los ímpetus del heroísmo alocado.
Sâid es el cuasi escudero de ese caballero generoso, pero aturdido, que se llama Seifu-l-Muluk; cuando este, que se ha enamorado, por la imagen, de la bella princesa Bedietu-ch-Chemal decide dejar la casa paterna y lanzarse a la aventura de descubrir el retiro de su adorada incógnita, Sâid trata de disuadirlo; pero luego, vista la tenacidad del príncipe, le ayuda a marchar y se queda en palacio, cubriéndole la retirada.
Pero después, visto que el príncipe no regresa, Sâid, desolado e inquieto, sale decidido en su busca y arrostra, valeroso, toda suerte de graves y aun mortales riesgos, hasta que al cabo logra dar con él y entonces se convierte en su eficaz ayudador y contribuye señaladamente a que el príncipe pueda unirse, por fin, con su bella princesa y tornar con ella a su patria.
En todo este episodio Sâid, que solo trata de ayudar al príncipe a que encuentre su amor, halla también, por añadidura, el suyo, en la persona encantadora de Daula Jatún, la doncella predilecta de Bedietu-ch-Chemal, que viene a ser para esta lo que él es para Seifu-l-Muluk.
Hagamos constar que el amor que Sâid inspira a Daula Jatún contribuye no poco a que Bedietu-ch-Chemal, que es una resentida a priori, acceda a la pasión del príncipe, de suerte que hasta en eso préstale el visir valioso servicio a su amigo y señor.
Regresan por fin ambos a la corte del rey Azim contentos y felices, en unión de sus prometidas, y allí terminan sus dolores y empiezan sus gozos que han de durar lo que sus vidas.
Seifu-l-Muluk se sentará en el trono de su padre anciano, y Sâid, vistiendo el traje de honor de gran visir, estará siempre a su lado, atento a servirle a la menor seña; ambos gobernarán el reino con la misma equidad y prudencia con que en su tiempo lo gobernaron el rey Azim y su visir Faris, y los felices vasallos podrán creer que nada ha cambiado y que siempre es el mismo rey generoso y noble el que los rige, asesorado por el mismo visir prudente y sabio.
Un día rey y visir tendrán las barbas igualmente blancas y amarillos de vejez los rostros bajo los abigarrados turbantes; serán padres y abuelos de unos niños que, llegado el momento, ocuparán sus sendos sitiales en la sala del trono y reproducirán, con otros nombres, las edificantes historias del rey Azim y su visir Faris y del sultán Seifu-l-Muluk y Sâid, su fiel visir. Pero Alá es el más sabio.
Seifu-l-Muluk y su visir Sâid forman la pareja oriental equivalente a esas otras de entrañables amigos que nos legó la tradición helénica y en las que se vincula uno de los ideales de la libido afectiva del hombre.
LA FAMILIA AL TRAVES DE LAS MIL Y UNA NOCHES
LAS MADRAZAS
Falta, desde luego, en la literatura oriental ese reflejo de la intimidad doméstica que en toda la literatura antigua, solo por excepción, encontramos en la Odisea, y que solo tardíamente aparece en el siglo XVIII con la novela burguesa.
En las literaturas clásicas, en general, falta esa nota íntima de la pintura de hogar, debido al régimen político de los pueblos antiguos, en que solo la vida pública tenia importancia y se estimaba digna de la publicidad.
Griegos y romanos, igual que árabes y hebreos, corrían un velo sagrado sobre el interior de sus gineceos o harenes, en que se desarrollaba la vida de las mujeres y los niños. Entre los persas era costumbre, según refiere Herodoto, que los padres no viesen a sus hijos hasta que ya estaban criados y eran unos hombrecitos.
Todo lo que ocurre tras esa cortina que oculta el gineceo es pudendo y obsceno, en el estricto sentido de la palabra, y es un misterio cuya contemplación solo se consiente a los íntimos y cuya divulgación no se permite al literato, ni este se la permite, pues está en el mismo caso. Apenas si en las letras romanas Ovidio, el menos clásico de aquellos poetas, entreabre alguna vez, en una expansión afectiva, ese velo sagrado.
En Las mil y una noches el harén permanece siempre oculto, y solo rara vez, y por imprudencia que al punto recibe el condigno reproche, levanta algún extraño el tapiz que cela ese lugar de intimidad, ese reservado de señoras, y es menester ser muy amigo del dueño de la casa para que ese umbral se nos franquee.
No hay, pues, vida doméstica, familiar, en el sentido que nosotros damos a esa palabra, en el mundo oriental de Las mil y una noches. Esposas y madres permanecen escondidas en ese interior inviolable; los dueños de esos alcázares maravillosos nos enseñarán todas sus maravillas, menos ese sagrario de su intimidad, y si para agasajarnos y distraernos nos admiten a la sociedad de sus mujeres, son sus concubinas y sus esclavas las que nos presentan; pero no sus esposas, las madres de sus hijos.
Las esposas, las madres, apenas si asoman alguna vez incidentalmente por entre los resquicios de la narración, y podemos verlas en su vida de mujeres recibiendo a sus amigas, chismorreando y cambiando fingidas lisonjas, como las damas de cualquier salón europeo, o preocupadas con sus hijos e intercediendo por ellos con el severo y autoritario esposo.
Los padres de Las mil y una noches están llenos de fuero paternal, no menos que un paterfamilias romano; quieren a sus hijos, pero a condición de que se sometan a su voluntad, sobre todo en el capítulo decisivo de la elección de esposa, que es donde se acusan más las discrepancias, y el punto en que se declara la rebeldía final, siempre latente.
Esos harenes orientales son un vivero de complejos neuróticos; casi todos los niños que en él se crían, entre mujeres, adolecen más o menos del famoso complejo de Edipo; siéntense dominados tiránicamente por los padres y hacen causa común con sus madres, igualmente vejadas por la poligamia, y que, además, rara vez se casaron con el hombre que amaban.
Famosas son y proverbiales las intrigas femeniles de los harenes por el afán de cada esposa de asegurar la primacía en la sucesión paterna a su hijo; las crónicas de los sultanes están llenas de ésas luchas sordas por el mayorazgo, que a veces paran en el crimen.
Los hijos de esos padres despóticos salen a ellos en su psicología y es lógico que se sientan, desde luego, sus rivales, impacientes por ejercer el mismo fuero autoritario; apenas si se avienen a aguardar el término natural de la vida del padre cuando este es un monarca.
No puede hablarse propiamente de ternura de los hijos para con sus padres; es la madre la que acapara toda la ternura filial de que esos adolescentes son capaces.
En la madre se vincula todo el sentido familiar del hogar moruno, que llena y consagra con su presencia constante; mientras que el hombre árabe, como el griego antiguo, vive para fuera, para el zoco, esa versión del ágora.
Son esas madres, que apenas se ven ni se sienten, las que forman el alma de sus hijos, y desde pequeños les trazan su destino de hombres, marcándolos con complejos que influirán toda la vida en su carácter.
Jamás olvidará el joven, al iniciar su vida de tal, esos largos años de su formación en el harén; nunca se librará del todo de un matiz femenino en su carácter, y el influjo de la madre será en él tanto más hondo cuanto que a veces, por temor al mal de ojo, a la jettatura, el mismo padre hará que se prolongue en demasía su estado en ese retiro tutelar de las hembras.
No es maravilla que haya habido tantos príncipes maliciosos y abúlicos, tantos Boabdiles, en esas dinastías de reyes árabes, entregados por completo al albedrío de sus mujeres, cual ese príncipe Uarduján, hijo del rey Cheliâad, que milagrosamente reacciona a tiempo y salva su corona y su cabeza.
De ahí también esas rivalidades y luchas fratricidas entre el segundón enérgico y el primogénito apático y voluptuoso que se formó en el harén un ideal hedonístico de la vida.
Es la madre, con su mimo excesivo, la culpable inocente de todos esos desastres, pues es la que falsea la educación del hijo, en su afán de hacerlo enteramente suyo, ya que la poligamia conyugal le impide la posesión exclusiva de su marido.
Es preciso tener de suyo el bravo y fiero temple varonil de un príncipe Scharkán para salir incólume de ese ambiente de harén, como salió Aquiles de su enervante voluntario retiro, para trocar la saya femenil por la armadura del guerrero, sin haber perdido nada de su talla heroica; pero en ese caso padre e hijo chocan como dos lanzas que se repelen, cual ocurre en el del príncipe Scharkán y su padre Omaru-n-Nômán, y el complejo edipiano da sus amargos frutos.
Para los padres de Las mil y una noches tienen los hijos, a lo sumo, respeto y obediencia; pero la ternura la reservan para las madres. Y el narrador oriental, que ha recibido la misma educación que sus héroes, se complace en exaltar ese rasgo filomaternal de su carácter, que llega a convertirse en ginofilia, pues, al dejar el harén, esos enmadrados transfieren toda su filial ternura de la madre a la mujer.
Es lo más frecuente que en Las mil y una noches las mujeres aventajan en calidad viril a los hombres; en la mayoría de los casos son ellas las que los dirigen y elevan hasta lo heroico, en tanto ellos no saben hacer otra cosa que suspirar y desmayarse.
El adolescente típico de estas historias es un Asis oun Alí-ben-Bekkar, hombres que han nacido exclusivamente para el amor—o la voluptuosidad, su espejismo—y solo a impulsos de ese sentimiento son capaces de acción.
Pero el tipo perfecto de esos hijos mimados por la madre es el famoso Abu-Mohammed-l-Kaslán, ese Oblomov moruno tan maleado por el mimo materno, que solo piensa en dormir, y hasta para ponerse los zapatos hace que le sirva la madre y se los calce, arrodillada.
Pero hay que hacer constar, en abono de esos hijos, que rara vez se acreditan de ingratos y descastados con sus madres, como no sea, cual en la historia de Chúder,el pescador, por envidia cainita al hermano predilecto de la ternura maternal; pero el preferido nunca deja de corresponder, aunque sea afectivamente, a la abnegación y cariño de la madre.
La madre vive siempre en el corazón del hijo, pese al alejamiento y la pasión erótica, como una latencia que a veces estalla con carga expansiva de sollozos y llantos contritos, y cuando la imagen femenil que obsede a esos amadores contumaces se eclipsa, la de la madre llena todo su cielo.
Al regazode la madre vuelven siempre esos hijos andariegos al término de sus peregrinaciones, felices o desventurados, en compañía de una bella, joven y buena esposa, o enteramente solos, sin más cortejo que su sombra desilusionada.
Cuando Ali-ben-Bekkar muere de su amor desgraciado, su ultima palabra al amigo que le asiste en su agonía es para rogarle vaya a anunciarle a su madre que ha muerto.
Nunca esa devoción a la madre se entibia en esos amadores exclusivos; nunca tienen para ellas un gesto que no sea de amor; ellas son las que calman su cólera cuando el demasiado rigor del padre la excita y se interponen entre ambos, quebrando los fueros del absolutismo paternal. La madre del joven Alí Neru-d-Din, el hijo del mercader egipcio Tachu-d-Din es la que previene a aquel y le facilita la fuga para que evite la venganza del padre, que ha jurado cortarle la mano con que el hijo le abofeteó en un momento de embriaguez.
Pero donde resplandece más puro el amor y respeto del hijo a la madre es en la historia de Chúder, el pescador, prototipo del hijo bueno, como también del buen hermano; es admirable la abnegación con que, al morir el padre, toma Chúder sobre sí la carga del hogar y se improvisa pescador para subvenir a la manutención de su madre y sus dos hermanos, que le odian, y no menos admirable la heroica paciencia con que, rico ya por los servicios prestados al mágico mogrebi en la captura del tesoro del rey Schamardel, soporta la aflicción en que vuelve a verse, por la condescendencia maternal con los malos hermanos, sin dirigir el menor reproche a la vieja.
Patético es el dolor que muestra Chúder cuando, al volver a su casa, luego de hallado el tesoro, encuentra a su madre pidiendo limosna, por haberla puesto en tal trance la iniquidad de sus malos hermanos. Y qué diremos de ese rasgo de Chúder, malogrando la primera vez el desembrujo del tesoro, por no avenirse a despojar de sus ropas a aquella sombra, a aquel fantasma de su madre que le implora en nombre del respeto filial.
Chúder es el buen hijo, según el ideal islámico, el fiel cumplidor del precepto divino, que en el Corán manda respetar y amparar a los padres, recalcando de un modo especial lo que el hijo debe a la madre, que lo llevó nueve meses en sus entrañas y luego lo dio a luz con dolor y lo amamantó trece meses, sustentándolo de su propia sustancia.
Hay en esa recomendación coránica algo de preferencia a la madre, lo que adquiere valor de indicio psicológico, subjetivo, si se hace cuenta que Mahoma, que se crió huérfano, debió de sentir siempre nostalgia de madre, aunque en Halima, su madre adoptiva, encontrase ternuras de tal y quizá por ello fuese tan mujeriego y de una indulgencia tan extremada con sus esposas.
Por lo demás todo se lo merecen esas mujeres abnegadas que viven monjilmente recluidas en el interior de sus harenes, en lo más profundo de sus casas profundas, y apenas asoman al exterior, donde las suplantan esas cortesanas disfrazadas de las cantoras y las guitarristas, que acaparan la atención y el aplauso del hombre, y en ese retiro aguardan, a veces temblando, la vuelta del marido, ebrio y malhumorado, pronto a tomar en ellas represalias de sus fiascos sociales, o el regreso del hijo pródigo, maltratado por la vida, y que a veces torna para morir en su regazo.
No es de extrañar que esas mujeres, que no han sido novias, que se casaron sometiéndose a la voluntad de sus padres con un hombre al que no habían visto hasta la noche de sus desposorios y cuya ilusión dura tan poco en esos climas agotadores; esas mujeres, a las que se considera simples medios de reproducción de la especie y de las que solo se espera el hijo, y que, hasta lograrlo, viven en la alarma constante del divorcio, se abracen de tal modo al hijo, cuando llega, como un lazo de unión con el esposo y una bendición sobre su frente de mujeres fecundas y transfieren a él todas sus ternuras mal correspondidas y todas sus esperanzas frustradas, sin pensar que ese hijo es, muchas veces, la argolla viva que viene a remachar su esclavitud.
Ellas solo piensan en gozar esa dicha efímera que el niño les promete hasta su mayoridad, en ese breve tiempo de la infancia en que es enteramente suyo y lo colman de mimos y ternezas en una medida que no conocen las madres de Occidente, como no sean las de esos países meridionales, cual nuestra Andalucía, donde vivieron árabes, y que es, en cierto modo, un peligro para el hombre futuro, pues esos niños mimados, aunque sean de la clase más pobre, se crean una psicología exigente de príncipes y no pueden hallar plena satisfacción en la vida, y tienen ya mucho de suyo para ser desgraciados y hacerlas desgraciadas a ellas. Ese error pedagógico del amor excesivo se patentiza en las figuras infantiles de Las mil y una noches, y la madre de Kaslán, el perezoso, poniéndole las botas a su hijo, de rodillas, es el símbolo de la madre esclava.
LOS NIÑOS
En la literatura antigua, el niño, para el que se han compuesto tantos cuentos y fábulas, es también una figura de fábula o mito, a la que no se toma en serio ni se aborda por el lado de su humanidad.
La psicología real del niño, sus sentimientos, su posición en el complejo social no fijan la mirada de los escritores que, por lo demás, tampoco ahondan mucho en la psicología de los adultos. Es en ese respecto bastante poco humana esa literatura de las Humanidades.
Es preciso llegar al siglo XVI para encontrar como una pirámide en un desierto ese libro tan humano y tan amargo, El lazarillo de Tormes, en que, anticipándose a la preocupación pedagógica del siglo XVIII, aparece ya la preocupación social por el niño y se traza un esquema amoroso de su psicología y su problema vital. En esas páginas de nuestra humanísima novela picaresca el niño es tomado en serio y tratado como un hombrecito y casi como todo un hombre. En ellas vemos al niño desamparado y huérfano buscándose la vida, la penosa vida, como los hombres sujetos a vejaciones y esquilmos, en medio de los cuales se hace hombre. A Hurtado de Mendoza le debemos en El lazarillo de Tormes esa estampa única, esa anticipación cordial al interés que luego—un luego de siglos—muestran los escritores por el alma y la vida del niño, en obras como Los hermanos Karamásovi de Dostoyevski; Jack, de Daudet; Mamá, de Maupassant; Nana, de Zola; etc.
No hay que esperar de Las mil y una noches ningún verdadero estudio psicológico del niño; ya es bastante que en ellas haya niños y se nos muestren en la ingenuidad de su actuar infantil, permitiéndonos deducir de sus gestos una psicología.
Hay niños en muchas de esas historias miliunanochescas bastantes a probar la atención que el niño les ha merecido a esos cuentistas; cual en el mito helénico, entra en ellas el niño como una proyección de la madre, junto a la cual se desarrolla ese primer estadio de su vida; el niño se nos deja ver al lado de su madre cuando el narrador levanta el velo o tapiz que encubre los harenes.
Gracias a eso podemos ver al niño musulmán desarrollándose en un medio de blandura femenil y superstición ancilar, en manos de ayas y eunucos, que han de influir nada beneficiosamente en la formación de su carácter; por si fuera poco todo eso, añádese esa circunstancia que ya antes apuntamos: el temor de los padres al mal de ojo, que les induce a prolongar más de lo justo esa femenil reclusión, y a veces a esconderlo a las miradas de todos, en alguna cueva soterraña, como en el caso de aquel joven condenado, según los astrólogos, a morir prematura y violentamente, y al que las precauciones paternas no lograron salvar.
Fácil es presumir los males que de ese alejamiento se siguen para la psicología del muchacho, empezando por los inevitables complejos de inferioridad y resentimiento; en la Historia de Alá-d-Din-Abu-Schamat (el de los lunares. Noches 184 a 201), oímos las quejas de un niño ya mayorcito, que se las expone a su madre, sintiéndose agraviado por la demora del padre mercader en llevarlo consigo al zoco y presentárselo a todos como su hijo y sucesor en el negocio.
No es de extrañar que esos niños así criados y cuya infancia, la madre por ternura y el padre por prudencia, y acaso por un sentimiento inconsciente de rivalidad, se empeñan en alargar más de lo razonable, den luego tales tropezones en los primeros pasos del hombre por la vida; son niños grandes que tardarán mucho en ser hombres del todo.
Esa errónea formación del carácter se vuelve contra los propios padres y da lugar a esos lamentables choques entre padre e hijo, como el que registra la Historia de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492), en que el joven Alí, criado entre las cuatro paredes del harén, el primer día que sale con los amigos de su edad a solazarse en un jardín se embriaga y, al regreso a su casa, borracho, abofetea al padre, que lo recrimina y amenaza con cortarle la mano, lo que es causa de que tenga que emprender la fuga y lanzarse a correrías, donde le aguardan toda suerte de azares y peligros.
Esos jóvenes, criados entre faldas, hállanse indefensos e inermes ante la vida y han de sufrir mucho antes de hacerse una experiencia y un carácter; en ello se les va lo mejor de su vida. Raro es el caso de un príncipe Scharkán que, desde el primer momento, es todo un hombre tan entero que choca con su padre.
Pero lo que nos interesa, sobre todo, es atisbar la psicología infantil al través de los gestos infantiles y ver al niño en sus actividades peculiares, alternando con los otros chicos de su edad, con sus compañeros de estudios y de juegos y travesuras, moviéndose, libre de coacciones, en su mundo pueril, y así los vemos en muchas de estas historias, en intervenciones que prueban la atención que los narradores les conceden a esas criaturas sin las cuales, como sin los pájaros, no estaría completo el cuadro de la vida.
Los niños de Las mil y una noches declaran con sus gestos una psicología análoga a la de todos los niños, salvo la precocidad que el Oriente confiere a su desarrollo; en esos países de clima tropical apenas si existe la infancia propiamente dicha, como no existen en general crepúsculos; el niño pasa a ser hombre casi sin transición, y la niña, sobre todo, es mujer a veces a los siete años. De ahí una mayor precocidad en los instintos, sobre todo en los sexuales.
Añádase a eso la circunstancia de que hermanos y hermanas se crían juntos en la clausura de los harenes y no sorprenderá que la ternura fraterna se matice de pasionalismo erótico, de incesto intencional en muchos casos, y en la tremenda historia del primo del zâluk tuerto llegue hasta el incesto efectivo.
A los catorce años suele empezar la vida erótica para esos muchachos, que apenas fueron niños; llegan pronto a esa edad en que, según Dostoyevski, uno de los novelistas que más han estudiado la psicología infantil, pierden ya sus innatas virtudes de ángel y truecan su inocencia por la malicia del adulto.
Esa edad en que empieza a apuntar el primer bozo es especialmente crítica para el muchacho oriental, pues mil ojos de pederastas están acechando el momento de que una nueva pubertad asome por el zoco para tratar de hacerla suya y disputarle el primer beso del joven a sus naturales destinatarias; el homosexual se filtra por entre los resquicios de los vetos, que dificultan la aproximación de la pareja natural, y trata de suplantar el amor legítimo con su versión apócrifa, apelando a la astucia y, a veces, a la fuerza. En la Historia de Alá-d-Din-Abu-Schamat (el de los lunares) el asedio es tan apremiante que el joven tiene que defenderse puñal en mano, como una púdica y heroica Lucrecia.
Pero ahí se trata del efebo y no del niño; al niño hay que mirarlo en su edad escolar, cuando va al colegio, acompañado del eunuco o la aya, cargado con su cartera repleta de libros que aún no sabe leer; ese es el verdadero niño, el que sufre en la escuela los coscorrones del maestro, del dómine armado del instrumento pedagógico, de la palmeta o el látigo, y contra el cual reacciona su instinto defensivo, en un despertar precoz de picardías, que se disparan, rebasando el blanco de la estricta represalia.
En esas escuelas regentadas por maestrillos ignorantes y sádicos contrae el niño un complejo de resentimiento y misantropía que desahoga como puede; de ahí esas inconscientes crueldades infantiles, esa tendencia a hacer daño a las personas y los animales y esa curiosidad morbosa con que el niño acude a presenciar escenas truculentas que las bárbaras costumbres del tiempo no le evitan.
Los chicos, al salir de la escuela, se dedican, según vemos en la Historia de Mâruf-l-Askafi y su mujer (Noches 528 a 532), a toda suerte de malignas travesuras: a embromar y molestar a la gente, sobre todo a cristianos y judíos; a escurrirse en las iglesias de los primeros y robarles sus libros de oraciones, para venderlos y comprarse chucherías, y a engrosar con su presencia el cortejo insultante de los reos que marchan a la picota o al cadalso.
El menor oriental, como el nuestro hasta hace poco, carece de toda tutela pública, y, cuando es pobre, nada tiene de extraño que se convierta en pícaro, como Alí, el amigo del zapatero remendón.
No puede esperarse otra cosa de esa educación rutinaria y torpe que recibe en la escuela de maestros que, en vez de combatir sus malos instintos, los fomentan; en la Historia del visir Nuru-d-Din y su hermano Schemsu-d-Din (Noches 20 a 25) es el maestro quien instiga a los chicos para que abochornen al pequeño Achib, que pasa por hijo de su tío abuelo, negándose a jugar con él si no dice quién es su verdadero padre, lo que provoca en el niño una amarga reacción de resentimiento.
Siempre que el niño moro comete una acción de esas que requieren especial malicia y se salen del puro marco impulsivo, obran a instigación de los maestros, y es a ellos y a su desdichada pedagogía, mejor dicho, a su total carencia pedagógica, a quien hay que transferir las culpas de los pequeños; así, pues, el problema del niño en Oriente es el problema del maestro. Todo cuanto digamos de la ignorancia y deficiencia moral de esos maestrillos será poco para lo que sus propios conterráneos han dicho; la literatura árabe está llena de sátiras contra esos dómines improvisados, sin título alguno de aptitud, que abren una escuela como podrían abrir una verdulería; basta alquilar una planta baja, colgar en las paredes unos carteles escritos de mano ajena, tender en el suelo una esterilla, para que en ella se sienten los niños con las piernas cruzadas, empuñar una vara—la clásica vara de fresno—y empezar a salmodiar con voz gangosa y soñolienta el alef, ba, ta, etcétera, obligando a los chicos a corear la canturía.
A veces, el maestrillo es tan ignorante que ni eso sabe y apela al chico más listo para que recite el cartel; lo único que esos dómines conocen a fondo es la ciencia de la picardía, y eso los incapacita también para inculcar a sus alumnos, a falta de otra cosa, una base moral.
Esos maestros, según los escritores árabes los pintan—no solo en estas Mil y una noches, sino en cientos de anécdotas—, son, a más de ignorantes, interesados, serviles con los niños de los ricos y despiadados con los pobres, complaciéndose en hacerles sentir a estos últimos, en todo su disfavor, la diferencia de clases.
La ignorancia y venalidad de los maestros de primeras letras es proverbial en la literatura arábiga; los chicos saben más que los maestros y les dan lecciones, incluso en su propio terreno de picardía.
La ignorancia del maestrillo es a veces tan absoluta que raya en candorosidad y paraliza el anatema; véase, entre otras, la anécdota de aquel maestro al que sus alumnos hacen creer que en el pozo de la casa un colega suyo ha instalado otra escuela; indígnase el dómine, va a ver si es verdad y, al inclinarse sobre el agua, no se para a pensar lo que en ella está viendo, que es su propia imagen y las de sus alumnos, y se llena de tanta rabia contra el competidor intruso que cae al pozo entre las risotadas de los chicos, que así se vengan de sus palmetazos.
Otro caso de candorosidad rayana en bobería es el de aquel maestro que se enamora locamente de una beldad que no conoce ni de vista por haberle oído a un transeúnte ponderarla en una copla; vuelve otro día a pasar el mismo cantor por debajo de su ventana entonando otra copla, de la que el maestro infiere que esa mujer ha muerto, y lleno a aflicción, cual si le hubiera dejado viudo, cierra la escuela y se encierra en su casa a hacerle planto.
Este caso de quijotismo y de interpretación literal de las palabras, que el narrador no expondría si no fuere, por lo menos, verosímil, nos ilustra suficientemente sobre la mentalidad de esos maestros Ciruelos de la escuela primaria en el Islam.
No es, pues, de extrañar que el párvulo moro le tuviese una tirria natural a esos torpes educadores, que, sobre no ser sabios, no eran tampoco buenos, y saliesen de sus manos resabiados y maleados acaso para toda su vida.
La escuela primaria completaba la mala crianza del harén; el menor oriental no podía hallar un ideal que imitar, ni en el padre ni en el maestro, a no ser que aquel fuese tan rico como para costearle preceptores particulares, con el consiguiente riesgo de desviación sexual; el problema pedagógico era el problema magno—y lo sigue siendo—en el Oriente islámico, donde todo el saber se contiene en el Corán, y la formación del carácter se deja a la experiencia del propio vivir.
De ahí que los jóvenes protagonistas de estos cuentos necesiten correr tierras y afrontar mil riesgos para hacerse hombres, es decir, viejos precoces, desencantados por la dura experiencia.
Solo hay un momento verdaderamente feliz, ilusionado, en la vida del hombre árabe: aquel en que, por vez primera, su padre consiente al fin, si es príncipe, en sacarlo del harén y llevarlo a la sala del trono para presentarlo a sus visires y ministros, y, si es mercader, en conducirlo al zoco, caballero en enjaezada mula, y sentarlo en su tienda al lado suyo, para que vengan a saludarlo y piropearlo los demás mercaderes, con el síndico del gremio a la cabeza.
Ese es un día tan señalado como el de la presentación en sociedad de nuestras jóvenes, y el parangón es tanto más atinado cuanto que el entusiasmo de esos hombres sensuales por la belleza viril es tan grande como el que puedan sentir por la otra; están aún en ese estadio de infantilismo social que, según Freud, no habiéndose operado todavía la distinción específica entre las sensaciones placenteras y la libido no evolucionada, matiza de erotismo todo lo que atrae.
En la Historia de Alá-d-Din-Abu-Schamat (el de los lunares), o en la de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera, podemos ver hasta dónde la belleza viril puede impresionar y mover a los hombres no menos que a las mujeres; la aparición del guapo efebo en el zoco provoca tal emoción estética y sexual en hombres y mujeres que hasta mojan sus calzones; unos y otras pierden todo freno y se agolpan en torno al joven, que parece una luna en su pleno—según la frase consagrada—, para contemplarlo de cerca, hasta el punto de estorbarle el paso a él y al padre que siente el bochorno reflejo de tal admiración.
Ese día es el más feliz en la vida del adolescente oriental, en cuanto a vanidad halagada y perspectiva de porvenir espléndido, independiente; pero también en ocasiones es el día nefasto en que se le revela por primera vez un amor fatal o comete una de esas torpezas derivadas de su errónea educación que, como al ya referido Neru-d-Din, lo obliga a huir de la casa paterna y emprender una de esas azarosas peregrinaciones que dan materia frecuente a esta historia.
EL NOMADISMO ATAVICO.
SIMBAD, EL MARINO
Por lo demás, el nomadismo atávico de la raza quita gravedad a esas fugas y extrañamientos.
En el fondo subconsciente de esos hombres sedentarios y apáticos despierta siempre ecos simpáticos la sirena del viaje, el daimon de la emigración.
Este daimon es el que se hace oír del joven visir Nuru-d-Din cuando se siente vejado por su hermano Schemsu-d-Din, silogizando ese atávico instinto, en esa poesía que hace pensar en la baudelairiana invitación al viaje:
Viaja y perder no temas esas cosas
que hoy únicas estimas;
que otras encontrarás en otros sitios,
de igual aprecio dignas..., etc.
El árabe está siempre pronto a viajar, porque rara vez está plenamente contento de su suerte, y se desplaza ya para esquivar un sino adverso, que cree ligado a los lugares, ya por correr al encuentro de otro mejor, es decir, a impulsos del noble anhelo de un amor ideal o simplemente de la riqueza y de la fama; en el fondo, a impulsos de una inquietud atávica misteriosa.
Varias explicaciones nos dan de sus móviles migratorios esos intrépidos viajeros de Las mil y una noches, pero la más rica en matiz psicológico es la de ese Ulises semita, el gran Simbad, el marino, prototipo del viajero nato, en quien la pasión del viaje asume matices estéticos y deportivos, de amor nietzscheano al peligro, aunque él pretenda modestamente reducirlo todo al mercaderil afán de lucro y a la curiosidad por conocer gentes y tierras nuevas.
En esa curiosidad, precisamente, estriba la clave del viajero nato, del explorador, que en los tiempos antiguos produjo esos ejemplares ilustres del griego Herodoto y el fenicio Hannón, y en los modernos, los de Livingstone, Byrd y Nordenskiold, que agrandaron los límites de la historia y de la geografía.
Hay en Las mil y una noches viajeros ocasionales, como el antes mencionado Nuru-d-Din, a los que un intolerable vejamen o un gesto imprudente impele a expatriarse y correr mundo; hay otros como Kan-ma-Kan, el hijo del príncipe Scharkán, que lo hacen, al modo de los caballeros andantes, por acreditar su heroísmo en peligrosas aventuras y lograr así la fama y riquezas que le hagan digno del amor de una alta dama.
Pero todos esos motivos, más o menos conscientes, obran sobre un fondo inconsciente de instinto nómada, que aprovecha la menor ocasión favorable para aflorar a la superficie y erigirse en resorte de la conducta. Es un ansia innata de ver cosas nuevas, de despojar virginidades de paisajes y de naturaleza. El árabe es un viajero nato. Y Simbad, el marino, su figura representativa en este respecto. Simbad es el viajero por excelencia, más viajero que Ulises y más marino, pues sus travesías azarosas no arrancan de ningún accidente fatal que a ello lo obligue, ni va buscando tampoco el camino de regreso a su hogar, sino, al contrario, busca deliberadamente alejarse de él y, si se lanza al mar, es por su voluntad, porque ese glauco Proteo lo fascina y lo atrae.
En la compleja psicología de Simbad hay un rasgo predominante de su raza: el ansia por conocer gentes y tierras y la ilusión del tesoro escondido, y acaso del amor—ese otro tesoro—, que de lejos lo llaman con la demoníaca voz que sedujo a Marco Polo y lo sacó de su plácida y alegre Venecia.
El ansia de conocer nuevas gentes y tierras, sin interés de lucro, la curiosidad fuertemente científica y humana simpatía que impulsó a Herodoto a dar la vuelta a todo el mundo conocido de su tiempo, se da en otros viajeros como el árabe Ibn Batutah, que recorrió en el siglo XVI todo el ámbito que entonces abarcaba el Islam, pasando en muchos puntos por las huellas de Herodoto y de otro explorador semita del siglo XIII que no debemos olvidar por ser, además, español: el judío Benjamín de Tudela, cuyos escritos, por cierto, han estado sin traducir a nuestra lengua hasta el presente siglo, en que el hebraísta González Llubera reparó ese olvido.
En Simbad el ansia de conocer se da con una aleación bastarda: la del afán de lucro, que predomina en Marco Polo y en los aventureros del siglo XVI, unida además a ese imponderable de inquietud que no es posible reducir y que es el elemento romántico que presta tal poder de fascinación a sus viajes.
Siete veces se embarca Simbad y siete naufraga y se ve expuesto a mil penalidades y trances de muerte, y, sin embargo, no escarmienta, sino a la séptima vez, cuando—fíjense bien—se encuentra ya en edad madura y dueño del doble tesoro de la riqueza y el amor de una esposa linda y buena, tal como para dorar en miel el ocaso de un héroe.
Al revés que Ulises, viajero a la fuerza, cuyas singladuras se orientan hacia el hogar perdido, donde le aguardan su esposa Penélope y su hijo Telémaco, Simbad, marino voluntario, lo deja todo tras de sí al zarpar su nave, por puro amor a la aventura, y es, por tanto, más viajero que Ulises, del cual no puede decirse que tenga en la sangre el demonio del nomadismo.
En esto se diferencia Simbad del marino griego, al que se asemeja, no obstante, en lo prudente, en esa cautela que va unida a su arrojo y regula todos sus pasos, y gracias a la cual se salva de todos esos peligros en que sucumben sus compañeros de azarosa ruta.
Simbad es un hombre que controla—según hoy se dice—sus impulsos primarios, sus reflejos; es cauto y suspicaz ante las trampas seductoras que el destino le arma, sabe abstenerse y esperar y razonar todas sus contingencias con una serenidad y lucidez propias de un griego, y también, como un griego, sacar enseñanzas de sus experiencias y convertir sus pizimata en mazimata; es un hombre lógico, pero es, al mismo tiempo, un sentimental que cree en el sino, y un místico que confía en el poder y la misericordia de Alá, y ambas cosas unidas le prestan un doble vigor para afrontar los riesgos, secundado, además, por una inventiva que no cede en nada a la de Ulises.
Como el héroe griego, es Simbad industrioso y hábil en sacar partido de la necesidad; si le faltan barcos, sabe hacérselos con ramas de árboles; si cae en poder de un monstruo feroz, pero torpe como todos los monstruos, sabe idear un ardid para vencerlo por la inteligencia, aprovechando su sueño o embriagándolo, y así logra salvarse él de las garras de los antropófagos y salvar a sus compañeros, que en esto también se parece a Ulises, y, como él, tiene el rasgo filantrópico en su psicología de conductor de hombres.
Simbad, como Ulises, es un jefe nato, un maestro y un guía, y tiene todas las condiciones de un conquistador de imperios; solo que su sociabilidad, lo humano y pacífico de su carácter, lo apartan de tales ambiciones y se contenta con conquistar emporios.
Simbad no es un príncipe ni un guerrero, como el reyezuelo de Itaca; es simplemente un mercader, un moro de paz; tiene un ideal de vida hedonística y ya en posesión de la riqueza, conseguida a cambio de tantos azares, goza compartiéndola con sus amigos y hasta con los que no lo son.
Simbad es hombre efusivo y pródigo, y lo prueba enriqueciendo a su tocayo, el mísero costalero de Bagdad, en generosa réplica a la invectiva rimada que aquel recita ante su puerta contra el sino, que reparte caprichoso sus dones.
Al mandar a sus esclavos que hagan pasar al epigramático costalero, en vez de echarlo de allí a palos, como otro habría hecho, y sentarlo luego entre sus amigos y agasajarlo y explicarle los honrosos y justos orígenes de su opulencia, da prueba Simbad de una cortesía exquisita, no menos que de tolerancia y comprensión, raras en su tiempo, y que hacen pensar en un moderno millonario, estilo Rothschild o Ford, parlamentando con los proletarios insurgidos y justificándose ante ellos.
En sus conversaciones con Simbad, el de tierra, en presencia de sus amigos,un curioso precedente de los modernos comités paritarios, hace Simbad labor de catequesis social y corrobora su dialéctica con la dádiva, al modo de un patrono inteligente.
Pero al mismo tiempo que justifica Simbad el origen de su riqueza, justifica también el Sino, culpado de injusto por Simbad, el de tierra, demostrando a este que el esfuerzo, el ejercicio de la voluntad, son los que granjean al hombre el bienestar en este mundo, cual galardón a sus afanes.
Hay ahí toda una dinámica filosofía del esfuerzo en pugna con el quietismo fatalista de Simbad, el de tierra, y que pone frente a frente las dos tendencias teológicas que se manifiestan en el seno de la ortodoxia islámica; Simbad, el marino, es un kadri, o sea un defensor del libre albedrío con todas sus consecuencias, de responsabilidad personal, frente a Simbad, el de tierra, que es un motazil, es decir, un hombre abúlico, que todo lo hace depender del Sino, de la predestinación; en último término, de la voluntad inescrutable del Todopoderoso.
Simbad, el marino, reconoce la parte que el Sino tiene en la producción de los hechos humanos; pero reconoce también, como los estoicos griegos, que la voluntad del hombre puede desviar en su favor esa línea de lo fatídico y es, más bien que un fatalista, un determinista a la moderna, que cree en la concatenación fatal de efectos y causas, pero dejando un elástico margen a ese elemento imponderable que los antiguos, y Goethe también, llamaban lo demoníaco, y Simbad, el marino, ejemplifica sus argumentos con su propia vida, en la que más de una vez logró, con su voluntad asistida de la razón y la esperanza, apartar de su blanco la flecha del Destino y trocar el mal en bien.
Esta tesis de Simbad, probada con hechos, y según la cual todo depende en último término anaxagóricamente del hombre, resulta tanto más convincente cuanto que el marino y su tocayo, el costalero, son dos tipos de hombres totalmente antagónicos; es el primero un hombre inquieto, dinámico, curioso, tan del mar que se llama por antonomasia el marino, en tanto el costalero es un sujeto apático, abúlico, rutinario y tan pegado a su gleba natal que se llama el de tierra; mientras que el marino no ha hecho toda su vida otra cosa que viajar, y ha llegado en sus andanzas hasta los linderos de la China, Simbad, el costalero, no se ha movido nunca de Bagdad ni jamás ha pensado en mejorar su suerte y poner en juego su inventiva para elevarse en la escala social; es un hombre bueno, sin pizca de madera de pícaro; un creyente que merece el Paraíso, pero que en esta vida no merece sino cargar fardos, y ante el código de la moderna filosofía energética aparecería casi un delincuente.
Simbad, el de tierra, es el paria irredimible, el paria eterno, aun en el reino de la utopía social, aunque en el místico reino de Dios pudiera tener derecho a ocupar un trono.
Simbad, el marino, le tapa la boca con sus razonamientos empíricos y lo convence, ya tarde, del poder fáustico del esfuerzo y de la justicia con que, por su abulia, padece constantes miserias y trabajos; pero como esa victoria dialéctica resultaría demasiado cruel y amarga, Simbad, el marino, la endulza con su esplendidez y regala al costalero riquezas más que suficientes para que en adelante no tenga que ganarse la vida como un burro de carga.
Simbad, el costalero, es un pobre de espíritu, un buen hombre, y merece esa recompensa en este mundo, que ha de ser de los mansos y pacíficos; viene, pues, la gracia en ayuda suya, y, al fin y al cabo, resulta enriquecido sin esfuerzo, por obra de la pura casualidad, es decir, del Sino, que condujo sus pasos a la puerta de la casa del epulón bagdadí y le hizo detenerse allí, cansado, para enjugarse el sudor; con lo que podía justificar ante su tocayo su tesis de que todo está de antemano escrito y el hombre no tiene que hacer otra cosa que dejarse llevar.
Pero esto se relaciona ya con esa cuestión teológica de la predestinación y de la gracia, que hemos de examinar más adelante.
Hagamos notar únicamente ahora esa vindicación de la riqueza que Simbad hace ante el proletario descontento y en ese plan de crítica del que arrancan todas las utopías sociales en unos términos de condescendencia que le llevan a plantear la cuestión en el terreno de la lógica racional, cuando habría podido callarle la boca al costalero con solo citarle versículos coránicos tan rotundos que han suprimido en el Islam esa cuestión social que apunta en el Evangelio y constituye la preocupación máxima de las civilizaciones modernas.
Pero insistamos en el análisis de la compleja psicología de Simbad, en la que se acusan rasgos tan parecidos a los de la de Ulises, que han hecho pensar si no serán ambos una misma persona, así como también la semejanza de las aventuras que en el curso de sus sendos viajes les ocurren. En este último punto hay una diferencia esencial en la línea de sus respectivos itinerarios, pues Ulises se mueve y peregrinea a la izquierda del mapa, hacia el Oeste, entre las islas del archipiélago jónico y en aguas del Egeo o el Mediterráneo (ya se sabe las discusiones de los eruditos sobre el particular), mientras que Simbad viaja siempre a la derecha, partiendo del golfo Pérsico, y sus naufragios lo arrojan siempre a playas indostánicas, de donde luego se extiende al corazón de la India, por el Norte, y al archipiélago del mar de la China, por el Sur. Pero a ambos les ocurren aventuras tan parecidas que hacen pensar en una fuente común de inspiración legendaria, y corren análogos riesgos, de los que se salvan merced a su prudencia y serenidad de espíritu. Simbad el oriental desmiente con ello la fama de impulsiva que tiene su raza y acusa una psicología helénica.
Simbad, como Ulises en la isla de los Lotófagos, se abstiene de probar el letal brebaje que en uno de los países que recorre el huésped maligno les brinda a él y a sus compañeros, que, por no imitarlo, caen en una amnesia absoluta y en una inconsciencia que los pierde.
También su prudencia libra a Simbad de ser devorado por un antropófago muy semejante al cíclope de la Odisea—salvo tener los dos ojos—y cuyo sueño aprovecha para dejarlo ciego con un hierro candente, y eludir, en otro paso, las insidias de una Circe indiana, en un todo semejante a la que Ulises burla en el poema homérico.
Siempre su astucia y su desconfianza salvan a Simbad de los peligros en que sus alocados compañeros sucumben y siempre es él quien idea los medios de escapar de las garras de sus feroces enemigos, acreditando tanta inventiva como maña; lo cual lo erige, por fuero natural, en guía y caudillo de los supervivientes.
En lo que ya Simbad desmiente su psicología ulisiana es en la contumacia con que se lanza una y otra vez a esos azarosos viajes. Esa es la imprudencia máxima en que viene a caer toda su prudencia y ese es el rasgo verdaderamente oriental de su carácter. Está poseído del demonio del viaje y la aventura, habla en él el instinto irresistible de su raza nómada.
Ulises, reintegrado a su hogar y a su reino, no sale ya de él en busca de nuevas aventuras; Simbad repite hasta siete veces la suerte, y no escarmienta a pesar de que vuelve de cada viaje rico, pero quebrantado y molido y con el firme propósito de no reincidir. La pasión de los viajes es en él más fuerte que todo, y después que descansa una temporada en Bagdad, entre sus amigos, rodeado de delicias, ya está de nuevo bulléndole en la sangre el microbio de la aventura y zumbándole en los oídos el canto de sirena de la lejanía, hasta que al cabo, como Don Quijote, no tiene más remedio que fletar un barco y hacerse a la mar.
Cabe pensar que Simbad es un hombre energético, nacido para el esfuerzo y la lucha, un carácter dinámico que no puede estarse quieto, y al que no hacen feliz las riquezas ni los honores, aunque él atribuya al ansia de ambas cosas el móvil de sus andanzas, pues harto se deja ver que eso es solo un pretexto, la razón que él se da a sí mismo para explicarse esa oscura tendencia de su subconsciente. Habría que asignarle a Simbad una libido insaciable, un ansia infinita de poder y dominio, una ambición política y social, que no se manifiesta en forma alguna, para justificar racionalmente esas reiteradas salidas.
Roso de Luna atribuye a los siete viajes de Simbad el sentido de otras tantas etapas de iniciación progresiva, en las cuales el simple mercader de Bazra se hace un sabio y adquiere categoría bastante para ser embajador de reyes y sentarse a la mesa de Harunu-r-Raschid. Pero en Las mil y una noches los viajes de Simbad no se muestran unidos por ningún nexo lógico; no obedecen a ningún plan, sino únicamente al tedio que la vida sedentaria inspira al marino.
Puede también admitirse que Simbad le haya tomado gusto a la aureola de gran viajero que sus correrías le han granjeado en Bagdad y quiera cada vez reverdecer sus laureles con nuevos prodigios que contarles a sus paisanos deslumbrados. Hay un tanto de mixtificación en el carácter de Simbad que, sin duda, pone mucho de su inventiva oriental en sus relatos.
Simbad, como Ulises, sugiere la sospecha de ser un poco mentirosillo, para darse importancia ante sus oyentes y asombrarlos; solo que miente no como un embustero vulgar, sino como un poeta, sin darse cuenta él mismo, arrebatado por el entusiasmo del momento, sin perjuicio de que luego se ría a sus solas.
No es posible suponer que se crea él mismo esas historias que cuenta; por ejemplo, la de aquellos hombres a los cuales les nacen alas cada luna nueva, ni tampoco esas noticias fabulosas sobre la fauna teratológica que encuentra en sus andanzas; hay ahí un toque de guasa inocente, que nos imaginamos percibir entre líneas, análogo al de Don Quijote, contándole a Sancho los misterios de la cueva de Montesinos.
Simbad tiene algo, y aun bastante, del Tartarín, de Daudet, ese buen hombre que miente como un bellaco, sin mala intención, simplemente por «epatar» a sus paisanos, y que termina siendo victima de sus propias mentiras, convertido en viajero a la fuerza, en una excursión a los Alpes, que podría compararse con el último y forzado viaje de As-Simbad, el marino. Es muy posible que en este se inspirase Daudet para trazar el tipo de ese Quijote de Tarascón, enloquecido por las lecturas de libros de viaje, como el manchego lo fue por los de caballería.
Hay una reticencia constante en la relación de esos viajes de Simbad, una sonrisa irónica en el narrador, que sabe que está narrando mentiras, aunque finja creerlas, pues escribe en un tiempo de mayor certeza histórica y geográfica. Ahora bien: el verdadero Simbad es el cronista, y a él es a quien hay que cargarle las patrañas que pone en labios de su héroe.
Queda, sin embargo, pese a todo, la creación de esa figura compleja e interesante de As-Simbad, árabe por su sentimentalidad inconsciente y griego por el tipo cerebral de sus reacciones lúcidas, y, en resumen, un hombre con temperamento práctico, sociable y ecuánime de mercader, sedentario, solo que acuciado por el dominio interior de la aventura que, a períodos intermitentes, lo domina y lo lanza a los mares.
En Simbad se reúnen la curiosidad, el afán de ver y aprender y el amor al riesgo y al lucro que se dan en todos los viajeros de todos los tiempos, incluso en los modernos exploradores, pues toda expedición científica es también una expedición mercantil, que enriquece la Geografía y la Historia Natural, y fomenta también la sociabilidad humana. Los mercaderes han sido en la Edad Media los primeros humanistas.
Simbad se educa en sus viajes, se templa el carácter y se afina el espíritu, adquiere ciencia y modales, se trata con reyes y, habiendo empezado de simple mercader, termina siendo un diplomático.
Simbad, el marino, corona su carrera de viajero con un rasgo de fina diplomacia: de regreso de la última expedición preséntase a Harunu-r-Raschid portador de una carta y valiosos regalos del rey de Serendib, que con ello rinde acatamiento y pleitesía, a fuer de buen musulmán, al emir de los creyentes. Y Harunu, que gusta no poco de tales embajadas, siente lisonjeada, como es de suponer, su vanidad de rey de los hombres y los genios, y recompensa con su habitual esplendidez al ilustre emisario que, en adelante, gozará del favor del monarca y será su comensal y amigo.
Simbad envejecerá, pues, en Bagdad rodeado de honores y toda suerte de honestos placeres; será un scheij famoso y respetado; su casa será meca de peregrinos de todos los países del Islam, y todos irán a consultarle en materia de náutica, geografía y ciencias naturales, y él los recibirá a todos con su afable sonrisa y su saludo acogedor de hombre hospitalario, y empezará a hablar pausadamente, acariciándose sus barbas de plata, y a inventar mentiras...
LOS MISTICOS DE LA AMBICION
IFFAN.—EL «MOGREBI»
Hay en Las mil y una noches otros viajeros audaces, alucinados por la fiebre del oro y el poder en tales términos que podemos llamarlos místicos de la ambición.
Tales son el Iffán de la Historia de Balukiya (Noches 285 a 295) y el anónimo mogrebi de la de Chúder, el pescador. Uno y otro son representativos de esa curiosa casta de hombres, versados en saber ocultista, que aspiraban a realizar de una vez la gran jugada, conquistando de un golpe no solo la riqueza, como Simbad, sino también el poder sobre los hombres y sobre los genios, y a alzarse con ese imperio integral que en otro tiempo ejerció Salomón, según las leyendas talmúdicas que pasaron al Corán y son la fuente de donde estas historias se derivan.
El tipo más señalado de esa clase deilusos soñadores es el ocultista Iffán, hombre que ha leído todos los grimorios de la pretendida ciencia arcana, sin olvidar los llamados Escritos de los Primitivos, esa especie de doctrina secreta de los teósofos moderaos, gracias a lo cual ha logrado descubrir el remoto lugar, más allá de los siete mares, donde reposa el cadáver incorrupto del gran Salomón, conservando en uno de sus dedos el mágico anillo, símbolo y clavede su fabuloso poder.
Iffán pretende llegar hasta allí, penetrar en la tumba del gran monarca hebreo y robarle el poderoso anillo; temeraria es la empresa, pues aparte de que quien la intente ha de cruzar a pie enjuto esos siete mares desolados y procelosos, puesto que llegue al término de su viaje, ha de sortear la amenaza de los talismanes que defienden el cadáver del monarca, que por otra parte quizá no esté muerto, sino simplemente dormido, en cataléptico letargo.
Pero el ansia de riqueza y poder es tan grande en ese místico de la ambición que no se arredra ante ningún peligro; todo lo tiene calculado y apercibido y solo le falta encontrar un compañero que le ayude, pues no es posible que un hombre solo dé cima a tamaña aventura.
El será el alma y el otro la mano de la empresa; luego ya cabe suponer que buscará el modo de deshacerse de ese ayudante ingenuo y no admitirlo a aparcería en el tesoro, como lo fue en los riesgos; que no hay que esperar otra cosa de esos seres tan ferozmente egoístas.
Así las cosas, pone el azar en contacto a Iffán con el joven Balukiya, que es precisamente el más indicado para sus intenciones; Balukiya es también un soñador, un místico, aunque de otra clase; un místico religioso que, habiendo leído en los libros sagrados la profecía que anuncia la llegada del último enviado de Alá, toma el futuro por pretérito y, lleno de santa impaciencia, se lanza a correr tierras en busca del gran Mahoma, gala de los hombres y sello de la profecía. Iffán halaga los místicos sueños del joven Balukiya, pero los desvía a favor de los suyos: hace ver al impaciente que aún no ha llegado la hora del advenimiento del Profeta, y entre tanto le propone participar en su aventura, que le proporcionará el medio de admirar las maravillas que Alá esparció por tierras y mares y ver al magnífico rey Salomón en su lecho de muerte o acaso de sueño milenario, vestido con todos sus regios arreos en aquella cúpula a la que, al morir, lo trasladaron los genios para que nada turbase su reposo ni nadie pudiese arrebatarle su mágico anillo.
La idea de poder contemplar a Salomón, el rey más sabio y poderoso que ha habido en el mundo, la maravilla de su tiempo y de todos los tiempos, es más que suficiente para inflamar al ingenuo Balukiya de un entusiasmo comparable al que impulsó a la reina de Saba a atravesar desiertos y montes para llegar hasta Jerusalén.
Balukiya está dispuesto a cruzar esos siete mares desolados y procelosos; solo que no acierta cómo podrán hacerlo a pie enjuto caminando sobre las aguas; interroga a Iffán y aquel le explica cómo ha leído en sus libros que hay una hierba cuyo zumo, aplicado a las plantas de los pies, los capacita para andar sobre las aguas cual sobre tierra firme.
Solo se necesita para ello encontrar primero a la reina de las serpientes y obligarla a que les indique dónde está esa planta prodigiosa, que en su presencia romperá a hablar ella misma y revelará su virtud; afortunadamente, sabe Iffán el paradero de la sierpe reina y allá se dirigen él y Balukiya, armados de una jaula de hierro, para meter en ella a la serpiente y reducirla a su obediencia.
Logran plenamente su objeto y, ya en posesión de la hierba maravillosa, extráenle el jugo, que guardan en dos frascos, para tener repuesto, y se frotan los pies y empiezan a caminar sobre las aguas cual sobre un piso de cristal.
Cruzan así los siete mares, padeciendo innumerables peripecias en aquellas ignotas y despobladas islas, donde más de una vez están a punto de perecer de inanición o bajo la acometida de monstruos feroces; pero también tienen el privilegio de ver cosas que ningún mortal ha visto y que el narrador refiere, haciendo gala de una imaginación enfebrecida, capaz de competir con el delirante numen de Ezequiel, cuyo influjo es patente en todo el relato.
Llegan por fin ambos audaces, temerarios viajeros, a la tumba del rey Salomón, y el ocultista Iffán hace que Balukiya recite unos ensalmos que él le dicta y que, a juicio suyo, serán poderosos a quebrar la amenaza de los talismanes y sortilegios que defienden el acceso del regio durmiente, después de lo cual acércase al trono en que aquel reposa, lleno de majestad (bastaría la majestad de la muerte) y procede a tratar de sacarle el anillo de su inerte dedo.
Pero en aquel instante se oye un gran fragor y déjase ver una enorme serpiente, que sale de debajo del trono, lanzando centellas por sus fauces y, encarándose con Iffán, le previene que, si no se aleja, lo devorará con su fuego; no hace caso el alucinado Iffán de la amenaza y entonces la serpiente sopla sobre él su hálito de fuego y lo abrasa, dejándolo reducido a un montón de cenizas.
Desmáyase de terror Balukiya, esperando igual muerte; pero entonces preséntase allí el ángel Gabriel, por mandato de Alá, e intima a la serpiente que respete a Balukiya y se vuelva a su escondrijo, bajo el trono, y cuando el joven recóbrase al fin de su desmayo le habla en afables términos, aconsejándole que se torne a su país y frene su mística impaciencia, pues los tiempos de la venida de Mahoma, el Profeta, a este mundo, aún están lejanos y aún tendrán que esperar mucho los mortales hasta ver entre ellos a esa flor suprema de la Humanidad.
Echase a llorar Balukiya al oírlo y emprende la vuelta, a la inversa, de los siete mares, encontrándose en el curso de su viaje de regreso con maravillas aún más sorprendentes que las que a la ida viera y que dan motivo al narrador para exponer misterios teológicos de la gnosis secreta, que no es del caso tratar aquí, y conoce personajes interesantes y curiosos, como el rey Berajiya, y, sobre todo, conoce al joven príncipe Chanischah, hijo del rey Tigmús, soberano de Kabul, que tiene también una historia rara y maravillosa que contar, y que no hemos de referir aquí, pues solo nos interesa ahora hablar de esos místicos del oro y el poder, que guardan cierta relación con los cabalistas talmúdicos y los alquimistas medievales, aunque prescindan de la molestia de fabricar oro filosofal y prefieran descubrir los lugares misteriosos en que el oro natural se encuentra, ya listo, al alcance de la mano.
Otro de esos buscadores de tesoros es el mogrebi, que por eso merece unos perfiles biográficos.
EL «MOGREBI» ABDU-Z-ZAMAD
El mogrebi Abdu-z-Zámad es otro alucinado de la casta de Iffán, sabio en ciencia arcana y buscador de tesoros; pero lo aventaja en generosidad y nobleza, como lo acredita su conducta con el pescador Chúder, que le sirve de auxiliar en su empresa, igual que Balukiya a Iffán.
Abdu-z-Zámad, el siervo del Eterno, anda buscando el tesoro de Schamardel, que está en poder de los hijos del rey Al-Ahmar o el Rojo y que, transformados en peces de colores, moran en las aguas del lago de Karún, nombre lleno de resonancias como una caracola de leyenda y mito.
Los hijos del rey Al-Ahmar son los únicos que saben el paradero del valioso tesoro, por lo que hay que empezar por ir a buscarlos en su acuática guarida apresar a alguno de ellos y obligarlo a revelar el secreto que avaramente guardan. Esta es la parte que al mago incumbe: hacer hablar a esos hombres-peces, pues para lo demás necesita valerse del pescador Chúder, que es el predestinado para deshacer el sortilegio que defiende el tesoro y dar cima feliz, cual diría Don Quijote, a esa gran aventura.
Requiere, pues, el mago la ayuda del joven pescador y logra atrapar a uno de aquellos peces y lo encierra en una redoma y, con amenazas de muerte, oblígalo a revelar el secreto, confesándole aquel que el codiciado tesoro se encuentra en el fondo de la laguna de Karún, y allá se dirigen Abdu-z-Zámad y Chúder; pero antes hacen una parada en la casa del mogrebi, en la ciudad de Mequinez, donde aquel tiene al joven huésped agasajado y atendido a cuerpo de rey, en tanto apercibe las cosas que necesita para lograr su fin y aguarda el día predestinado para tentar la empresa, espera que dura todo un año.
Llega al cabo ese día y Abdu-z-Zámad se encamina en unión de Chúder al lago de Karún, donde yace el tesoro de Schamardel, defendido por potentes talismanes, que justifican su nombre de Schamardel, que, interpretado a lo hebraico, significa Guarda, custodia (Schamar) de Dios (de El). Abdu-z-Zámad instruye a Chúder en lo que ha de hacer para trasponer sin dificultad las siete puertas que hay que atravesar hasta llegar al tesoro y le recomienda no se deje intimar por los trasgos espantables que le salgan al paso ni tampoco se enternezca ante el fantasma de su madre, que se le aparecerá en la ultima puerta y al que debe despojar de todas sus ropas.
Cumple Chúder al pie de la letra las instrucciones del maestro; pero en la última puerta, ante aquella semblanza de su madre que le implora y lo llama hijo mío, se enternece y no tiene valor para dejar al desnudo sus fingidas carnes.
Falla, pues, la empresa aquella vez, y tienen que aguardar a que pase otro año y entonces le dan cumplido remate; el mogrebi recompensa espléndidamente a Chúder, con riquezas y talismanes que ponen genios a su servicio, y el pescador se despide de él y torna dichoso a su casa, impaciente por compartir aquella opulencia fabulosa con su buena madre y sus dos malos hermanos.
El famoso tesoro de Schamardel aparece lacónicamente inventariado en el texto árabe, el cual solo nos dice que consistía en un zodíaco o esfera celeste, un pomo de kohol o alheña para los ojos, una espada de fuego y un anillo; fácil es comprender que siendo mágicos todos esos objetos, el zodíaco servía para poder ver todos los lugares del universo sin moverse de su sitio; el kohol para, frotándose con él los ojos, descubrir los tesoros ocultos; la espada de fuego aseguraba la victoria sobre todo enemigo, y el anillo mágico confería a su dueño poder y dominio absoluto sobre hombres y genios, como el de Salomón, que buscaba Iffán.
Tanto el egipcio como el mogrebi eran dos místicos, alucinados, ansiosos de riqueza y poder.
Por cierto que se podría relacionar el nombre de Karún, que lleva la laguna del tesoro, con el de Caronte, el fúnebre barquero de almas en el mito griego, y ver en esa historia un eco de la tradición helénica del Hades, o reino de los muertos, que se suponía también un reino de tesoros incalculables confiados a la guardia de Pluto, a un tiempo mismo dios de los difuntos y del oro, duplicidad de carácter no difícil de explicar, ya que los antiguos enterraban con sus muertos joyas y monedas.
Los hipogeos fúnebres de los egipcios eran cámaras de tesoros que tentaban la codicia de los bandoleros beduinos, que los fueron saqueando poco a poco hasta no dejar nada sino las momias, que a su vez saqueó luego el bandidaje científico, en que perdió la vida al famoso lord Carnavon, raptor de Tutankamen para el British Museum.
El tesoro de Schamardel no cuesta inmediatamente la vida de sus raptores, pero uno de ellos por lo menos, el más inocente, o sea el pescador Chúder, no escapa a la sanción y acaba trágicamente a manos de sus hermanos, envidiosos de su poder mágico, que le ha valido casarse con una princesa y sentarse en un trono de sultán.
La historia termina vengando la viuda al interfecto y destrozando el anillo que, como todos los de su clase, trae, en uno u otro modo, mala sombra.
Del mogrebi Abdu-z-Zámad no nos da el narrador más referencias, con lo que falta aquí la moraleja propia del caso; pero basta con el castigo de Iffán y de Chúder para fijar la actitud condenatoria de la ortodoxia musulmana ante las prácticas de magia y hechicería y todos esos medios ilícitos con que el hombre pretende forzar la voluntad de Dios y el decreto del Sino.
La moraleja de tales historias parece ser la de que el hombre debe contentarse con su suerte y abandonarse a la voluntad de Alá, en cuya mano están las llaves de todos los tesoros y que, si quiere, puede enriquecerlo y engrandecerlo, sin que él ponga nada de su parte; tal ocurre en las sendas historias de Hasid Kerimu-d-Din, el ignorante, y de Abu-Mohammed-l-Kaslán, el perezoso, que, por obra y gracia de Alá, alcanzan la ciencia infusa con el aditamento de la riqueza y el poder, sin haber realizado para merecerlo ninguno de los siete trabajos de Simbad el marino, ni haber cruzado, como Iffán los siete mares.
Los buscadores de tesoros de Las mil y una noches suelen acabar mal, aunque no siempre, pues eso estaría en contradicción con el carácter antidogmático y ecléctico del libro, correspondiente a la pluralidad de sus autores.
El mogrebi Abdu-z-Zámad logra apoderarse del tesoro de Schamardel y es de suponer que termina dichosamente sus días en su plácido y suntuoso retiro de Mequinez; pero también otro mago, el protagonista de Las llaves del Sino (Noches 652 a 660), que se vale del ignorante y sencillo Abdu-l-Lah para obtener el alcrebite o azufre rojo de los alquimistas, capaz de transmutar en oro purísimo cualquier vil metal, logra un final de vida totalmente feliz, modelo de eutanasia, que diríamos hoy, exhalando dulcemente el alma, en medio de refinados placeres, sin llegar a conocer la vejez ni la miseria a que acaso, de otro modo, habríale reducido su prodigalidad sin límites.
Ese anónimo beduino, que es el verdadero ejemplar de alquimista que figura en el libro, pues no busca tesoros ocultos, sino el tesoro de los tesoros, el alcrebite, clave de la piedra filosofal, del oro alquímico, burla la maldición aneja al ejercicio de la magia y realiza plenamente su ideal hedonístico en la vida a costa del pobre Hasán, su inocente instrumento, al que transfiere su parte de fatalidad en este mundo.
Claro que Alá le dará en el otro el castigo que merece. Pero en los términos a que se ciñe la historia es esta un argumento contra la moralidad del Sino, que proclama el triunfo de los inteligentes y malos sobre los pobres de espíritu, buenos, pero ignorantes e ingenuos.
HASID KERIMU-D-DIN, EL SABIO POR CIENCIA INFUSA
La historia del leñador Hásid Kerimu-d-Din—Contadorgeneroso de la Fe (Noches 284 y 285)—tiene, como la de Alá-d-Din, el de la lámpara maravillosa, todo el aire de una haggadah talmúdica o una parábola evangélica, y pertenece a esa corriente de mística demagogia que deja oír la voz del pueblo en esta literatura destinada en parte a halagar a los poderosos de la tierra. Es la exaltación de los humildes, de los ignorantes, de la plebe, que diría, indignado, Nietzsche; de los parias sobre los aristos.
Hásid Kerimu-d-Din es la personificación de la sancta simplicitas, de la santa ignorancia puesta por encima de la ciencia orgullosa de los llamados sabios y un argumentó a favor de la tesis coránica de que Alá, en su omnipotencia, concede sus mercedes «a quien quiere, de entre sus siervos». Alá puede hacer, si lo desea, un sabio de un analfabeto como el leñador del cuento, concediéndole en un momento ese don mirífico de la ciencia infusa, que se adquiere sin esfuerzo ni estudio.
Hásid, como Alá-d-Din y como Abu-Mohammed-Kaslán que ya examinaremos, contradice la filosofía energética representada en Simbad, el marino, y proclama el triunfo de la gracia sobre la justicia, de la fe sobre la razón.
Hásid, como Alá-d-Din y Al-Kaslán, logran de bóbilis lo que otros no consiguen a pesar de todos sus esfuerzos, presididos por la razón y animados por la voluntad; sus sendas historias son un consuelo y un estímulo para los pobres de espíritu, temerosos de Dios.
Irat Jehovah reschit ha-hajmah (Timor Dei initium sapientiae) Hásid es un sabio en potencia porque tiene el temor de Dios.
El narrador nos lo pinta como un deficiente mental, como un chico totalmente negado para los estudios, en el que se frustran las ilusiones de su padre, Daniel, uno de los hombres más sabios, según el mundo, de su tiempo; como tantos hijos de padres ilustres, Hásid desmiente la ley de la herencia y sale tan distinto a su padre que ni siquiera llega a poder leer los escritos en que, al morir, dejóle aquel condensado todo su saber.
Hay una tragedia familiar impresionante en esa lucha de la viuda con el chico torpe, pero dócil y bueno, para hacer que este estudie y se haga digno de la fama paterna y pueda ser un día báculo de su vejez desamparada. Este patetismo doméstico, íntimo, está denunciando un origen talmúdico.
Pero el chico Hásid ha nacido tan romo e inepto que su madre, a la que el marido solo dejó por todo caudal esos papeles que contienen la clave de una ciencia inútil, decide, por consejo de los maestros, quitar al niño de la escuela y ponerlo a oficio.
Hásid, que es tan bueno como torpe, irá, provisto de hacha y cuerda, a cortar leña al bosque como aprendiz de unos leñadores, y así ganará su pan y el de su madre.
Pero ya ahí empieza a manifestarse la predestinación del chico: Hásid descubre en el campo una cisterna abandonada, llena de miel hasta los bordes, y como es bueno de suyo, en vez de guardarse para sí el secreto se lo comunica a los leñadores, los cuales se sirven de él para extraer aquella miel mostrenca y luego se van y lo dejan en el fondo de la cisterna, que vuelven a tapar para que no pueda salir y perezca de hambre y no denuncie el robo.
Pero Alá vela por su siervo y le depara un medio inesperado de evadirse de aquella tumba; sale de ella el muchacho y empieza a vagar desorientado por aquellas soledades, y el sino le conduce entonces al lugar donde tiene su corte la reina de las serpientes, esa entidad fabulosa cuya aparición en el cuento semítico marca una injerencia de mitos arios.
De su encuentro con la reina de las serpientes arranca la buena suerte del buen leñador; por su medio conoce a Balukiya, el místico impaciente, que va buscando por el mundo a Mahoma, que aún no ha venido a él, y al príncipe Chanischah, cuyas historias sorprendentes le maravillan y edifican.
La serpiente reina cóbrale gran cariño al leñador, no obstante estar este predestinado a ser el causante de su muerte, según ella misma le revela, entre lágrimas, rogándole, al despedirse de él, no entre nunca en un hamman, pues ello implicaría su muerte segura, aunque harto sabe que tal recomendación será inútil, ya que es cosa prescrita por el sino y, por tanto, fatal.
Guiado por las indicaciones de la propia serpiente-reina, regresa Hásid al mundo de los hombres, entra en una ciudad y, al pasar por delante del baño, invítale su dueño con tales halagos que no puede negarse y pasa al interior, y se entrega a los cuidados del bañero y el masajista.
Gran bienestar siente el viajero cansado, después de aquel baño reparador; pero no le dejan gozar mucho tiempo de esa sensación placentera, pues en seguida vienen los emisarios del rey de la ciudad, cargan con él, lo atan y se lo llevan a palacio, a presencia del gran visir.
Se trata de que el rey está enfermo hace ya mucho tiempo, desahuciado de todos los médicos, y solo podrá sanar, según revelación de los astrólogos, ingiriendo el caldo en que se haya cocido la carne de la serpiente-reina, cuyo paradero solo Hásid conoce; debe este, pues, ir allá con los guardias del rey y mostrarles a la sierpe para que puedan capturarla y entregársela al gran visir.
Gran dolor caúsale a Hásid haber de pagar con una traición semejante los favores que debe a la serpiente-reina; pero no tiene más remedio que avenirse a ello y obedecer a los que, alfanje en mano, se lo ordenan.
Pero la serpiente-reina tiene el alma delicada y tierna de una santa princesa encantada, y en vez de reprocharle a Hásid su traición, lo consuela y tranquiliza, absolviéndolo, en nombre del sino todopoderoso y, además, le dice lo que ha de hacer con su cuerpo, luego que la sacrifiquen y despedacen, para burlar las insidias que el visir envidioso le tiene apercibidas.
Cumple Hásid al pie de la letra las instrucciones de la reina de las serpientes; elude las asechanzas del visir, que perece en lugar suyo; sana al rey y pasa a ocupar el lugar del interfecto al lado del monarca, que lo colma de mercedes y honores.
Y, para colmo de venturas, el ignorante y simple Hásid, el deficiente mental, recibe, porque así Alá lo quiere, el don repentino de la ciencia infusa y queda hecho, de golpe, el hombre más sabio de la tierra, sin haber hojeado en toda su vida un solo libro.
Ahora su madre, que tanto llorara en otro tiempo por culpa de aquel chico torpe, inútil, vástago indigno de un padre tan sabio, podrá reír dichosa y gloriarse de aquel hijo que antaño la abochornaba, y alzar su frente ufana entre los coros de las madres.
No hay que decir que aquellos leñadores que abandonaron a Hásid en el fondo de la cerrada cisterna, para que allí muriese, sufren el condigno castigo, de suerte que a un tiempo mismo triunfan la gracia y la justicia.
El cuento de Hásid, el leñador, gratificado por Alá con el don salomónico de la suprema sabiduría, que no se adquiere en los libros, responde, como vemos, a la tendencia agnóstica del Evangelio que, a su vez, procede de la Biblia, pues Hásid en fin de cuentas, es un profeta inspirado por el divino Espíritu para que confunda a los sabios según el mundo, y significa en el terreno del saber lo mismo que Kaslán, el perezoso, en el terreno de la voluntad operante: la negación de los valores basados en el esfuerzo y el mérito personal.
De su historia se desprende la misma moraleja que de muchas parábolas del Evangelio, como las del hijo pródigo y el labrador y sus operarios.
ABU-MOHAMMED-L-KASLAN, EL PEREZOSO ENRIQUECIDO
Al-Kaslán, ese otro hijo de viuda (notemos que el hijo de viuda tiene categoría dentro de toda la literatura bíblico-talmúdica-evangélica) es un deficiente de la voluntad, como Hásid lo es de la inteligencia. El narrador lo pinta tan absolutamente abúlico y apático, tan incapaz para el menor esfuerzo, que incluso sobrepasa al héroe de Goncharov, a ese Oblomov, prototipo de la inercia eslava.
Al-Kaslán es el gandul por naturaleza, a priori (y en eso se diferencia de Oblomov, que tiene tras sí una experiencia y es un abúlico por desencanto), el hombre indolente de suyo, que nació fondón, como dicen en Andalucía—el hombre al que le pesa el trasero—traduciendo instintivamente el vocablo hebreo árabe de Kaslán que, según la docta definición del orientalista belga Schultens en sus notas a la versión latina de los Maschalim (Proverbios) salomónicos, quiere decir el nalgudo, el de amplio tafanario que, por indolencia, anda contoneándose como las mujeres gordas.
Al-Kaslán es, como Hásid, la desesperación de su pobre madre, la cual jamás podrá esperar ninguna ayuda de ese hijo haragán, apático y fatalista.
Y, sin embargo, la realidad viene a desmentir aquí también, por ventura, los temores maternos: Al-Kaslán llega a ser rico de repente y, por obra del sino, de igual modo que Hásid sabio.
Se ha de saber que, cediendo a los maternos ruegos, el perezoso Kaslán tuvo el heroísmo de levantarse un día de la cama, vestirse y calzarse, con ayuda de su madre, que a ese efecto se arrodilló a sus pies (patético rasgo muy del gusto de esos enmadrados orientales), y echarse a la calle y llegar hasta la playa, donde se disponía a zarpar una flota de mercaderes, acaudillada por el probo scheij Abu-l-Mozáfer, al cual entregó unas dracmas que su madre agenciara vendiendo cuanto había en la casa de vendible, a fin de que con ellos negociara en su nombre en el curso de su mercaderil expedición.
Luego de ese alarde, Al-Kaslán, rendido y agotado, volvióse a su casa desmantelada y se tumbó en el lecho. Bien podía hacerlo, pues la fortuna caprichosa estaba de su parte, y al cabo de unos meses viola entrar por su puerta, en la persona del scheij Abu-l-Mozáfer, que, a cambio de sus dracmas, iba a llevarle una riqueza tal como para que, en lo sucesivo, pudiera dormir a pierna suelta.
Pero aquí surge la paradoja, pues precisamente al verse rico cambia Al-Kaslán de condición y deja de ser Al-Kaslán, lo que acaso nos descubre la verdadera clave de su psicología, o sea que si antes no hacía nada ni comerciaba, era porque no tenía nada que negociar; ahora que lo tiene, Al-Kaslán abre tienda en el zoco y va a sentarse allí, como su padre, a comprar y vender para acrecer su hacienda, que la posesión de sus riquezas le ha abierto el apetito.
Aunque en este cambio del carácter de Kaslán quizá debamos ver una inferencia de origen hindú, pues el motor primordial que espolea su voluntad y la orienta a la acción es un mono que Abu-l-Mozáfer le ha traído de la India, y que no es tal mono, sino un efrit, el cual está locamente enamorado de la bella hija de un noble y opulento mercader de Bagdad y piensa valerse de su joven amo para lograr sus fines.
El simio, pues, conviértese en el daimon práctico de Al-Kaslán, y, para su mal por cierto, lo convierte en un hombre dinámico y activo.
Por sugestión suya va Al-Kaslán a pedirle para él al mercader la mano de su hija y es el mono también el que alecciona al joven sobre lo que ha de responder al comerciante orgulloso, tanto de su riqueza como de sus pergaminos, cuando le ponga reparos por no ser él noble, sino sencillamente rico.
Al-Kaslán cita efectivamente al mercader engreído el hadizs del Profeta, que dijo: «La mejor ejecutoria de nobleza es la hacienda», en lo que dejó traslucir su moral de clase mercaderil, la más adecuada a una raza de mercaderes natos.
Esa cita del Profeta y la dote fabulosa que Al-Kaslán ofrece a su futuro suegro triunfan de sus aristocráticos remilgos y accede a la boda de su hija con aquel advenedizo opulento.
Ahora bien: la noche de la boda, Al-Kaslán, aleccionado por su Mefistófeles simiesco, deja un momento a la desposada para ir a un sitio de la casa que aquel le ha indicado y realizar ciertos sortilegios que han de abrir una alacena embrujada.
Pero en el mismo instante en que Al-Kaslán abre la alacena carga el falso mono con la novia y remonta con ella el vuelo por los aires.
No hay que describir la desesperación de Al-Kaslán, que ya viera a su novia sin el velo y quedara prendado de su incomparable belleza; Al-Kaslán llora, se rasga los vestidos y no sabe qué hacer para recuperar a la raptada. Finalmente, se lanza en su busca y emprende una correría desorientada, sin rumbo ni meta.
Repítese entonces el truco frecuente en estas historias, y Al-Kaslán ve reñir a dos serpientes, una parda y otra blanca, que no son también sino dos genios, uno macho y otro hembra, que defiende contra aquel su honra genial.
Ampara Al-Kaslán a la serpiente blanca y esta, agradecida, usa en su favor sus mágicos poderes y lo ayuda a encontrar a su esposa, a vueltas de múltiples aventuras y peripecias, que dan materia al narrador para hacer alarde de su fantasía, aunque más de una vez no haga sino repetir en vez de inventar.
En resumidas cuentas: que Al-Kaslán logra reunirse con su esposa y tornar a su tierra de Bagdad, más rico que antes y en posesión de un talismán que pone a su servicio legiones de genios.
Y aquí termina la historia de ese perezoso afortunado, que, si reparamos bien, no desmiente nunca su condición de tal, ya que esa actividad a que temporalmente se entrega es forzada, no voluntaria, y, además, refleja, pues él en realidad no hace otra cosa que dejarse llevar de genios tutelares, que son los que hacen todo, y él sigue siendo, hasta el final, un niño mimado de la suerte, al que todo, riqueza y amor, se le da porque sí.
Abu-Mohammed-l-Kaslán obtiene sin esfuerzo lo que Simbad, el marino, solo consigue a costa de mil penalidades y trabajos, es decir, como fruto de su voluntad heroica.
ALA-D DIN, EL DE LA LAMPARA MARAVILLOSA
La historia de Alá-d-Din, el de la famosa lámpara (Noches 587 a 603), es otro argumento a favor de la predestinación contra el esfuerzo y contiene la misma carga de mística demagogia que los cuentos que acabamos de examinar.
Alá-d-Din, el pobre huérfano—otro huérfano—del sastre Muztafá, es otro advenedizo predestinado, en cuyo favor se quiebra la vara de la justicia convenida y de la inflexible ley de castas, llegando, en virtud de ello, a ser no solo fabulosamente rico, sino, además, esposo de la princesa Bedru-l-Budur o Luna de las lunas, hija del rey de China.
En la historia de Alá-d-Din resplandece la intervención de la Providencia en pro del inocente, haciendo que se le vuelva bien el mal que tratan de hacerle. Alá-d-Din, como Chúder, el pescador, es un alma pura, y por eso es el indicado para que cierto mago mogrebi (como el Abdu-z-Zámad del cuento de Chúder) logre, por su mediación, sus ambiciosos planes.
Es tan popular la historia de Alá-d-Din y su lámpara maravillosa, que no es necesario referir aquí la larga serie de aventuras extraordinarias que le ocurren al hijo del sastre Muztafá, hasta que llega a desposarse con la princesa Bedru-l-Budur, y en el curso de las cuales lucha constantemente con la malquerencia del mago, al que vence siempre, sin que este logre arrebatarle la lámpara y el anillo que con aviesa intención dejara en su poder.
El joven Alá-d-Din, que el mago pensaba utilizar como instrumento para la realización de sus planes, se emancipa desde el primer momento de su dominio y es él quien lo lleva a cabo, burlando a su burlador como Fausto a Mefistófeles, y suplantándolo en sus sueños desmedidos de poder y de gloria.
Hay ahí una rectificación del destino a favor del humilde, pues es, al mismo tiempo, el más digno de las preferencias de la suerte, por lo que se le transfieren los poderes mágicos del mogrebi egoísta y perverso. Parécenos estar oyendo la voz anticipada de Kant, el filósofo: «No es lícito servirse como medio del hombre, que es un fin en sí mismo.»
Hay en esta historia ecos de otras, como la del visir Nuru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din (Noches 20 a 25), en que los genios trasladan al jovencito Achib de Dimechk a El Cairo para que ocupe el puesto del novio cerca de Sittu-l-Hosn, a la que el sultán, por despecho, ha jurado casar con uno de sus mozos de cuadra, contrahecho y estevado.
También aquí los genios servidores de Alá-d-Din impiden la boda de la princesa Bedru-l-Budur con el hijo del gran visir del rey de la China, llevándolos a ambos por los aires a casa del propio Alá-d-Din y encerrando luego en el retrete al novio oficial.
Porque se ha de saber que Alá-d-Din, vagando por la ciudad—y aquí otro eco de la historia del joven Kamaru-s-Semán, el amante de la mujer del joyero Obaid—, en ocasión de dirigirse al baño la princesa Bedru-l-Budur, en vez de encerrarse en su casa, como estaba mandado, escondióse en un sitio desde el que pudiese ver el maravilloso rostro de la princesa, y no bien lo hubo contemplado, quedóse enamorado de ella hasta el desmayo y la locura.
Mandó luego el joven a su madre, cargada de ricos presentes, a pedirle al rey en su nombre la mano de la princesa, y el rey, fascinado a la vista de aquellos tesoros, mostróse dispuesto a dársela, y así lo habría hecho de no interponerse el visir, que codiciaba tal honor para su hijo.
Gracias a los genios servidores de Alá-d-Din frústrase la nupcia y es él quien aquella noche se acuesta en el lecho de la novia; pero interponiendo entre ambos, en señal de respeto a la virginidad de la princesa, su espada desnuda, según la costumbre de los antiguos caballeros guardadores de la castidad.
Repítese la escena de esos desposorios simbólicos todas las noches, y la espada de Alá-d-Din defiende a la princesa y la conserva pura e intacta para el día en que el joven se case con ella, según el rito de los nobles a plena luz, y no al modo vulgar de los grandharvas plebeyos.
Tres meses diera de plazo el rey a la madre de Alá-d-Din para contestar a su petición y, pasado ese plazo, presentábase de nuevo la madre ante el monarca, que se muestra dispuesto como la vez primera a dársela, pero expresa el natural deseo de conocer antes a su futuro yerno, para ver por sus propios ojos si es digno de serlo.
Comparece Alá-d-Din ante el monarca con todo el suntuoso aparato que sus riquezas le permiten, y el rey, encantado de su belleza y su elocuencia, no vacila ya más y le concede la mano de su hija.
A partir de aquí ya el resto del relato versa sobre las astucias a que apela el mogrebi para recuperar su lámpara y su anillo, entre las que figura la de presentarse en la corte un hermano suyo, cuando aquel ha muerto, disfrazado con las ropas de una santa anacoreta, llamada Fátima, a la que previamente asesinó—ardid que recuerda el de la vieja Zatu-d-Dauahi en la historia del rey Omaru-n Nômán—, y habla con la princesa Bedru-l-Budur, a la que induce a pedirle a su esposo cuelgue del techo, para ornamento cabal del salón del palacio, un huevo del Pájaro Roj, uno de esos huevos gigantescos que Simbad, el marino, nos describe en sus viajes y lograr el cual representa temeraria aventura, en la que el mago espera perderá la vida Alá-d-Din, que, por otra parte, si se niega a intentarla, perderá el amor de la princesa.
La aventura es tan arriesgada que el propio genio servidor de Alá-d-Din se horroriza al oír su petición y, para disuadir a su amo, le descubre la insidiosa intención del mogrebi, oculto bajo el burdo sayal de la santa Fátima y lo exhorta a desenmascararlo y castigar su felonía en la forma que se merece.
Hace venir entonces Alá-d-Din a la falsa anacoreta y le hunde su puñal en el pecho, poniendo así fin a todos sus enredos y engaños.
Después de lo cual, ya Alá-d-Din y su esposa, Bedru-l-Budur, vivieron felices el resto de sus días, en medio de sus felices súbditos, los hijos del entonces todavía celeste imperio.
Y colorín colorado...
Tal es, a grandes rasgos, esa historia de Alá-d-Din, en que Roso de Luna analiza un rico contenido simbólico, viendo en la fabulosa lámpara la mística luminaria de Psiquis, la luz del conocimiento, y en el anillo mágico el anillo del amor, que nos da posesión de las fuerzas naturales, y que, pudo añadir, figuraba como tal en los célebres desposorios que cada año celebraban los dogos venecianos con el mar. Cuanto a la princesa Bedru-l-Budur, es para el maestro teósofo la Naturaleza misma, con la cual se desposa la Ciencia, personificada en Alá-d-Din.
Pero de todos estos símbolos hablaremos en otro lugar; ahora nos limitaremos a hacer constar, sin salirnos del terreno de las realidades sensibles, la tendencia exaltadora de los pequeños y los humildes que se advierte en esta historia del hijo del sastre Muztafá, encumbrado por obra y gracia del sino, y sin ningún esfuerzo de su parte, a la categoría de yerno y después sucesor en el trono del poderoso soberano de la China.
Pero esta historia de Alá-d-Din, en que la ingenuidad triunfa sobre la astucia, guarda semejanza en ese sentido con la de Alí Babá y los cuarenta ladrones y la del zapatero remendón Mâruf, al que podríamos llamar el pícaro a la fuerza.
ALI BABA, EL LEÑADOR
La historia de Alí Babá empieza con el tema cainita de la envidia entre hermanos y precisamente del mayor hacia el menor, el leñador. Alí es el hermano segundón del acaudalado mercader Kásem.
No hay quien no conozca la Historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones (Noches 980 a 989), popularizada incluso por el cine, e ignore el modo fortuito y maravilloso cómo aquel, habiendo salido una mañana a cortar leña en el bosque, descubre el secreto de la cueva en que los cuarenta bandidos guardan el botín de sus rapiñas, tras una roca, que cede al pronunciarse la palabra simbólica de ¡Sésamo, ábrete!
Pronúnciala Alí Babá, en ausencia de los ladrones, penetra en la cueva y sale de allí cargado de tesoros, con los cuales corre, ligero, a su casa, ansiando por hacer a su esposa sabedora de su secreto y partícipe de su fortuna.
Cambia con esto, de repente, la miserable situación de Alí Babá y su esposa; son tantas sus riquezas que, en vez de contar el oro, lo miden en almudes, como si fuese trigo.
No tarda en enterarse de ello Kásem, el envidioso, y al punto se presenta en casa de su hermano menor, en plan de chantajista—quediríamos hoy—, exigiéndole la revelación de su secreto, bajo amenaza de, en caso contrario, denunciarle a la justicia.
Cede Alí Babá a la amenaza y le revela al primogénito el lugar de la cueva y la consigna de los ladrones, que hace girar la piedra de entrada; corre luego allá Kásem, recita la contraseña, entra en la cueva y arrambla con cuantas riquezas podrá cargar sobre los diez mulos que lleva a prevención; pero deslumbrado, enloquecido ante tantos tesoros, olvida la fórmula mágica, por lo que no puede salir de la cueva y queda allí encerrado y expuesto sin defensa al castigo de los bandoleros cuando regresen y lo vean, como así, en efecto, sucede.
Cúmplese así la justicia inmanente que castiga al mal hermano y libra a Alí Babá de futuras asechanzas cainitas, pero quedan los ladrones, que al saberse descubiertos y robados, tratan de dar con el inesperado colega y se lanzan a la empresa de descubrir su pista con ese celo policíaco que ponen en sus cosas esos enemigos de la Policía.
Logran al fin su objeto y uno de ellos, disfrazado de vendedor de aceite, se presenta una noche en casa de Alí Babá pidiendo hospitalidad para él y sitio para treinta y nueve zaques de aceite que consigo llevaba y en cuyo interior iban ocultos otros tantos bandidos.
Se ha de decir ahora que, a la muerte de su hermano, casara Alí Babá con la viuda de aquel, y que esta tenía una esclava, llamada Marchana (Coral), mujer tan lista y sagaz como para dar ciento y raya a toda la grey bandoleril.
Y esa Marchana descubre y frustra el ardid de los ladrones y da muerte a los encuerados antes de que puedan salir de sus cueros y pone en fuga al capitán, que vuelve, no obstante, a las andadas y muere también entonces, a manos de la astuta y expedita Marchana.
Siempre generoso Alí Babá recompensa a Marchana manumitiéndola y casándola con su propio hijo, y desde entonces viven todos felices, disfrutando de la fácil abundancia que les proporciona el inagotable tesoro de los bandidos, cuyo secreto solo ellos conocen.
Así termina la historia de Alí Babá, el ladrón de ladrones, que, según el refrán hispánico, merece cien años de perdón, el enriquecido por casualidad, sin perseguirlo ni buscarlo, otro argumentó a favor del sino contra el esfuerzo de la voluntad y otro ejemplo de exaltación del humilde y pequeño sobre el orgulloso y grande.
Exaltavit humiles et deposuit potentes de sede.
MARUF, EL PICARO A LA FUERZA
Mâruf, el zapatero remendón, es el pícaro a la fuerza, el hombre ingenuo puesto en ese trance por la necesidad y un ejemplo venerable de ese poder de la mentira que ha inspirado la obra así titulada del noruego Bojer y Los intereses creados, de nuestro Benavente, pasando por El zorro, de Johnson, y, en cierto modo, también Misericordia, de Galdós.
Mâruf es un pobre y buen hombre, que vive honrada y míseramente de su modesto oficio y aguanta el mal humor de su esposa, que es por el estilo de Xanthippa, la de Sócrates, poniendo en ello una paciencia comparable a la del filósofo.
Jamás habría pensado el bueno de Mâruf en divorciarse de aquella mala pécora que le amarga la vida y alejarla de su lado o alejarse él si ella misma no lo hubiese puesto en ese trance, emplazándolo ante el Tribunal Supremo del país, acusado de maltratarla.
Es el pánico el que obliga a Mâruf a huir de su infierno de hogar y lanzarse a la ventura por esas anchas tierras de Alá, donde le salen al paso muchas aventuras y riesgos, hasta que llega al fin, harapiento y extenuado, a una ciudad, donde el cansancio le obliga a detenerse.
Es Mâruf un hombre tan ingenuo y honrado que ni siquiera se le ocurre apelar a fraudes y artimañas de pícaro para resolver su problema económico; no sabe más que tender la mano en demanda de una limosna, exponiendo la verdad de su triste caso.
Como es natural, por ese medio no ha de salir de apuros; la gente vuelve la espalda al pedigüeño forastero. Pero da la casualidad de que, entre los más ricos e influyentes mercaderes de la población, se encuentra un amigo suyo de la infancia, el cual acierta a conocerlo y, convencido en el interrogatorio a que lo somete de que aquel pordiosero es su amigo Mâruf, siente un renacer del afecto infantil, se apiada de él y toma a su cargo sacarlo de aquella situación, dándole lecciones de esa ciencia de la picardía y el timo, gracias a la cual ha logrado él su presente opulencia.
El tal amigo de la infancia conviértese en el Mefistófeles o Crispín de Mâruf, en su demonio inductor, y le inventa una historia de caravanas cargadas de riquezas que tardan en llegar y son causa de que aquel hombre riquísimo se halle momentáneamente en apuro.
Apresúranse todos a prestar dinero al indigente que, por su parte, se apresura a gastarlo en juergas y limosnas, dando a entender que es hombre acostumbrado al lujo y la liberalidad y que, por otra parte, no tiene que andar con ahorros, pues cuando lleguen sus riquezas tendrá de sobra con qué abonar sus créditos.
Llega la cosa a tal extremo que el propio maestro se asombra de tan listo discípulo, pues el ex zapatero engatusa al mismo rey de la ciudad, que, cuando los acreedores, ya impacientes, desconfían y acuden a él reclamando—¡mi dinero, mi dinero!—los despacha noramala, se hace endosar sus deudas y casa a Mâruf con su hija, que, a fuer de princesa, es tan bella como virtuosa.
Y aquí viene otra prueba de la honradez de Mâruf, que no se aviene a engañar a su esposa, y, a poco de sus nupcias, decide confesárselo todo y así lo hace en la intimidad de la alcoba, pidiéndole perdón y ofreciéndose a hacer la penitencia de dejarla y huir de la ciudad.
Pero la princesa, que en ese tiempo le ha tomado cariño y además es lo bastante lista para comprender el bochorno que semejante escándalo haría recaer sobre ella, perdona a Mâruf y le aconseja que se ausente, con el pretexto, que ella publicará, de haber sido avisado de la llegada de sus mercancías, extremando su bondad al punto de facilitarle una cantidad de su bolsillo para los gastos del viaje.
Auséntase, pues, Mâruf de la corte y torna a vagar sin rumbo por ciudades y campos, hasta que se le acaba el dinero y vuelven a asaltarle el hambre y la fatiga.
Tópase entonces con un modesto labrador que está arando su parvo minifundio y se detiene a conversar con él; advierte el hombre su cansancio y se empeña en rendirle los honores de la hospitalidad, pese a la delicada resistencia de Mâruf, y se dirige a su vivencia en busca de una escudilla con alimento, para obsequiar al huésped.
Quédase solo Mâruf y, enternecido por el rasgo de aquel hombre, generoso en su pobreza, que deja su trabajo por atenderlo, empuja la mancera y pónese a arar en lugar suyo.
Es dogma de Las mil y una noches —quizá por derivación talmúdica—que toda buena acción recibe su recompensa y ese aforismo moral tiene aquí su confirmación inmediata, pues al ponerse a arar Mâruf la reja del arado tropieza con un obstáculo que, examinado más de cerca, resulta ser la argolla de una plancha de hierro que da entrada a una cueva, toda llena de tesoros y de talismanes.
He aquí, pues, a Mâruf convertido de pronto en un hombre inmensamente rico y, además, señor de un poderoso genio que ha de servirle en cuanto le ordene, merced a lo cual podrá regresar a la corte y acreditar la verdad de sus mentiras.
Hácelo así el ex zapatero remendón, no sin antes partir con el buen labrador los hallados tesoros, que el pícaro a la fuerza es, como sabemos, un hombre fundamentalmente honrado y a ello debe su inesperada aventura.
Preséntase Mâruf en la corte de su suegro, al frente de sus caravanas, cargadas de valiosas mercancías, con lo que alégranse lo que no es decible su esposa y el rey, rabia el gran visir envidioso y calumniador y todos rivalizan en punto de tributarle desagravios y honores. Como es natural, nadie había dudado nunca de la verdad de sus palabras; todos creyeron siempre el cuento de las mercancías retrasadas, etc.
Muere luego el rey y Mâruf le sucede en el trono; el ex zapatero remendón es rico, poderoso y, sobre todo, feliz por el amor de su esposa y su hijo, en quien, llegado el día, tendrá un digno heredero. Todo promete que su dicha será tan duradera como su vida.
Pero la historia tiene una segunda parte que, como la del príncipe Kamaru-s-Semán y su esposa Budur, echa un borrón sobre la alegre claridad de la primera.
Ya rey Mâruf, la posesión del poder lo malea y despierta en él pasiones que estaban dormidas; Mâruf viene a ser uno de tantos reyezuelos orientales, indolentes y lujuriosos, una especie del rey Schahriar, y, en castigo de eso, envíale el cielo a su terrible consorte, que, enterada de su prodigioso encumbramiento, preséntase allí haciendo valer sus derechos de esposa, convirtiéndose desde aquel momento en su verdugo, tanto más cruel cuanto que los años y los celos le han agriado más aún su agrio carácter.
Para colmo de desventuras, la mujer de Mâruf descubre el secreto del anillo mágico que aquel posee y decide robárselo y matarlo después, para quedar ella dueña única de aquella joya incomparable; procede, pues, una noche a realizar su plan y a fe que lo lograra si no fuera porque el hijo de Mâruf y de la princesa se interpone a tiempo, salva a su padre y castiga a la mala mujer con la muerte que para el desprevenido esposo meditara.
Escarmentado por aquel aviso, vuelve en sí Mâruf, arrepiéntese de sus errores, hace acto de contrición y propósito de enmienda y es, en lo sucesivo, un monarca modelo, digno de que las crónicas perpetúen su nombre.
Esta es la historia de Mâruf, el zapatero remendón, el humilde y sufrido, que por la paciencia con que aguantó hasta no poder más el endiablado genio de una mujer tiránica, de una verdadera furia, mereció que el cielo lo exaltase hasta el ápice del poder y la gloria, confirmando en realidad sus forzadas mentiras.
Mâruf, el zapatero; Hásid Kerimu-d-Din, el leñador; el pescador Chúder; Alá-d-Din, el hijo del sastre Muztafá, son, frente a esos inquietos y ambiciosos monarcas como el rey Omaru-n-Nôman, que, en castigo de sus crímenes, acaba desastrosamente, otros tantos ejemplos de exaltación de los humildes y mansos de condición que, según el Evangelio, están llamados a poseer la tierra, y, al mismo tiempo, otros tantos argumentos vivos a favor de la predestinación frente a Simbad, el viajero incansable, que representa el triunfo del esfuerzo y de la voluntad.
Hay en estas historias un elemento quietista que choca con la corriente activa, dinámica, de otros relatos, y marca, sin duda, la huella del influjo místico de los sufíes persas y los «santos» o kadoschin talmúdicos; en ellas se exalta implícitamente el desprecio a las riquezas, la gloria y demás bienes temporales y el amor a la pobreza, la humildad y el renunciamiento, que valen al hombre los tesoros inapreciables de la beatitud eterna, y, a veces también, de la terrenal y efímera.
UN BUDA ISLAMICO.-EL HIJO DE HARUNU-R-RASCHID
Esta lección de ascetismo se nos da de una manera paladina y francamente apologética en esa historia del joven hijo de Harunu-r-Raschid que, a semejanza del Buda, abandona la fastuosa corte de su padre, desdeñando los placeres y honores que le brinda, para ir a ganarse la vida como simple artesano, miserable y anónimo, en otra ciudad, y entregarse allí por entero a la meditación y la práctica de las buenas obras.
Esa historia, que tiene todo el aire de una hojita de propaganda, es un documento interesante en cuanto demuestra cómo la corriente ascética, venida del Asia búdica, se infiltraba, pese a la vigilancia ortodoxa, en el seno del Islam, tendiendo a paralizar los resortes de la acción en una sociedad ya de suyo propensa a la apatía. Es la disolvente labor de zapa que los parias y los vencidos realizan siempre, con uno u otro lema, en la entraña de los imperios avasalladores.
Desde luego, la edificante anécdota ha sido forjada de una pieza y en época muy posterior a la del siglo de Harunu-r-Raschid (II de la hechra) en que se sitúa, pues aparece impregnada de ese sentimiento derrotista—diríamos hoy—que solo aflora a la superficie en los tiempos de decadencia, cuando el mal rumbo de las cosas mundanas inclina el ánimo a los desprendimientos y hace a los hombres propicios a escuchar la música enervante de los cantos de despedida.
En la anécdota de ese hijo de Harunu-r-Raschid, de cuya existencia no hay constancia en las crónicas históricas de la dinastía, el biógrafo forja una figura de santo, al modo místico, para contraponerla a la del poderoso y voluptuoso monarca y valerse del hijo para condenar al padre, dando al pleito teológico un dramatismo íntimo.
Ese príncipe, desdeñoso de las cosas del mundo, es insensible al lujo y la corrupción que lo rodean, un reproche vivo al lado de su padre. Es uno de esos seres a los que, por su absoluto desasimiento de todo, el mundo incomprensivo zahiere de idiotas, como al novelesco príncipe de Dostoyevski; descuida el indumento no menos que el alimento, deja crecer sus greñas al modo de los faquires indostánicos y con su desaliñada presencia es un borrón en la elegante corte del gran jalifa.
Pero al mismo tiempo posee poderes extraordinarios, superiores a los de su padre; entre otras cosas entiende el lenguaje de los pájaros y estos acuden obedientes a su llamada y se le posan en la mano y en los hombros, y se van cuando él se lo ordena.
La conducta del príncipe escandaliza, como es natural, a los cortesanos, los cuales llaman la atención del monarca para que haga entrar en razón a ese hijo estrafalario, a ese idiota; hácelo así aquel y entonces se entabla entre ambos un diálogo edificante, en que el hijo desafía al padre a que, con todo su poder y su ciencia, haga lo que él hace con su ignorancia y su virtud, o sea que los pájaros obedezcan sus órdenes.
Queda, naturalmente, el jalifa convicto de su impotencia, pero no de su sinrazón, y arrecia en sus reproches al hijo que, entonces, decide alejarse de la corte para no deslustrarla con su presencia, que abochorna a esos hombres mundanos.
Hácelo así acto seguido sin pararse a recoger ningún viático; es su madre la que, enternecida, le da una esmeralda de subido precio para que, en caso de apuro, pueda remediarse con su venta.
Sale el príncipe de Bagdad y caminando a pie llega a una ciudad, donde se detiene, y para proveer a su subsistencia, va al zoco a ofrecerse para cualquier trabajo manual que no requiera especial saber; sálele luego un cliente para una sencilla obra de albañilería y el príncipe contrata su trabajo por medio «danif» al día, es decir, por un precio tan bajo que asombra a su patrono, pues con ese dinero solo tendrá para comprar un panecillo.
Solo una condición impone el principesco peón de albañil a su patrono: la de que ha de permitirle interrumpir su trabajo para acudir a la mezquita a las horas del rezo.
Vive así el incógnito príncipe un espacio de tiempo ganándose el pan —verdaderamente solo el pan—con el sudor de su frente, mortificándose y macerándose en una suerte de lento suicidio, hasta que al cabo su salud se quebranta y enferma y muere.
Pero, antes de morir, revela al patrono su secreto y le encarga que, después de lavar su cadáver y enterrarlo, vaya a Bagdad y le notifique su óbito a su padre, el jalifa, y le entregue aquella valiosísima esmeralda que guarda en su anudado pañuelo tal y como su madre se la diera al despedirlo.
Cumple el patrono, edificado y conmovido, la última voluntad del finado, se traslada a Bagdad y entrega la esmeralda al jalifa que, al verla y oír el relato del emisario, no puede contener su emoción y derrama unas lágrimas de arrepentimiento, más gruesas y preciadas ante Dios que aquella gema.
Quiere el jalifa compensar al buen hombre que asistió a su hijo en su postrera hora y cumplió con él los deberes para con los muertos y le brinda un puesto preferente en su corte; pero el hombre le contesta renunciando tal honor y le participa que ha resuelto seguir el ejemplo de su santo hijo y retraerse para el resto de su vida a lugar solitario, donde pueda entregarse por entero a servir a Dios y ganar, a fuerza de penitencia y castimonias, el reino de los cielos.
Tal es, a grandes rasgos, esa tierna y delicada anécdota, propia para insertarse en cualquier eucologio.
EL MUNDO REAL EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
En los epígrafes que anteceden hemos pasado revista a los personajes más representativos de Las mil y una noches, y en ese ligero examen hemos echado de paso una ojeada a la estructura doméstica, política y social del pueblo árabe en los siglos en que se escribieron estas historias; falta aún, sin embargo, estudiar someramente a esos personajes de cuento como exponentes de grupos sociales, de gremios que ejercen una actividad práctica, y ver así el concepto en que eran tenidos por sus contemporáneos, la idea que estos se formaban de ellos y la tendencia apologética o peyorativa que en sus semblanzas literarias se dejan traslucir.
Las mil y una noches reclutan sus personajes en grupos sociales muy distintos, de suerte que nos dan el cuadro total de las actividades profesionales predominantes en el imperio, y, por lo general, lo hacen con bastante verismo, aunque, desde luego, no se ha de olvidar que no se trata de monografías, sino de pinturas literarias, que siempre tienen algo de convenido y falso.
Hay en ellas tipos profesionales, fielmente descritos, como los del pescador, el barbero y el sastre, que aparecen como figuras perfectamente reales, de un realismo comparable al de nuestra literatura picaresca; pero no hay que olvidar, sin embargo, que lo mismo un barbero que un mercader de Las mil y una noches no son del todo iguales a sus congéneres de la realidad observable, pues siempre tienen algo de particular, emanado del ambiente mágico y fantástico en que actúan y muchas veces, por intervención del elemento mágico, cambian de condición y se convierten en grandes señores y en personajes de fábula. Lo corriente es que el narrador los dote desde el principio de cualidades excepcionales y dé a un mercader psicología de príncipe y a un humilde leñador atributos de santidad. Habida cuenta de esto no es de sorprender que los principales protagonistas de estas historias—que sobre todo lo son de amor—sean príncipes y mercaderes, y, a veces, príncipes y mercaderes en una pieza, y que unos y otros se conduzcan con idéntico romanticismo y la misma prodigalidad. Los mercaderes de Las mil y una noches contradicen el concepto occidental del mercader; son hombres generosos, sensibles, que gustan de la poesía y son ellos mismos poetas. Empecemos, pues, por ellos esta parte de nuestro estudio.
LOS MERCADERES DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
De la Arabia a la China, sobre la tierra «aún húmeda del diluvio», que dijo el gran Hugo, los mercaderes trazaron los primeros caminos, que eran sendas de amor y comprensión entre los hombres.
En su libro El porvenir del siglo XIX ha hecho resaltar Eugenio Pelletán, con su prosa inspirada y elocuente, de orador y poeta, la importancia del comercio en los orígenes de nuestra civilización. Y antes de él reconoció Goethe la función humanística de los comerciantes, equiparándoles en categoría civilizadora con los exploradores y los misioneros.
Los mercaderes son los hombres pacíficos que persiguen el lucro lícito por medio del trueque de valores, en vez de buscarlo por la violencia, como los guerreros y los bandidos. Puede que a veces se valgan del engaño y aun del dolo, según dieron a entender los griegos, dándoles a Hermes por patrono; pero aun así, siempre el comercio representa una forma atenuada, cortés, de la rapacidad del conquistador y el bandolero.
Pero precisamente por su pacífica condición en la India brahmánica, la casta de los sudras, o mercaderes, se inscribe debajo de la del chatriya o el guerrero, según corresponde al espíritu aristocrático de aquella sociedad, aunque quede por encima de la del paria o trabajador manual, viniendo a ser un término medio entre ambas castas extremas.
En la India es el brahmán el que señorea la escala social, como en China el mandarín el dignatario; pero taoteu, el mercader chino, es uno de los elementos reconocidos como sostenes del Estado, que es allí pacifista y se rige por la moral de los filósofos.
En los pueblos occidentales, indoeuropeos, de tipo aristocrático, como los persas y los propios griegos (ya sabemos a qué atenernos respecto a la democracia griega, esa igualdad política entre los grandes), el prejuicio contra el mercader se ha mantenido hasta época relativamente moderna; el comerciante ha sido siempre suspecto de dolo por una parte, y por otra, de cobardía.
Igual prejuicio rige entre los antiguos hebreos y árabes, hasta el Evangelio y el Corán; en la Biblia actúan sobre todo el levita y el guerrero, y es en el Evangelio donde adquiere el mercader categoría literaria y social en parábolas y alegorías.
Entre los árabes, el mercader, por su calidad de hombre pacífico, es mirado con desdén por los grandes señores del desierto, que viven de la franca rapiña; pero en su Corán Mahoma, el Profeta, que en su juventud fue mercader, hombre de transacciones pacíficas, cortés y persuasivo, rehabilita implícitamente al comerciante, reconociendo los fueros de la ganancia lícita, y él mismo ennoblece personalmente, por haberla ejercido, la condición mercantil.
En uno de los cuentos de Las mil y una noches se cita un significativo hadizs del Profeta, que dice: «La mejor ejecutoria de la nobleza es la hacienda.»
A partir de la era islámica, el mercader goza de absoluta responsabilidad en el seno de esa sociedad fundada por un ex mercader y son solamente los beduinos montaraces, los restos irreductibles de la antigua era anárquica, individualista, los beduinos del desierto, los nómadas, que aún siguen viviendo bajo la tienda de campaña, como sus abuelos, y manteniéndose del pillaje en todas sus formas, los que continúan abrigando ese prejuicio despectivo hacia el mercader apacible y sedentario, que habita en las ciudades, muestra en su cara fina una palidez de eunuco, es un obeso prematuro, engaña a las gentes sencillas y es, en suma, un hombre corrompido y vicioso.
Todas las reacciones del puritanismo religioso en el Islam han salido del desierto como estallido de la lucha siempre latente entre campo y ciudad.
En Las mil y una noches el mercader, como clase, aparece dignificado, constituyendo un elemento reconocido y respetado de aquella abigarrada sociedad medieval, con sus gremios, su lugar de actuación en los zocos; su scheij o síndico, sus marchantes o corredores y sus subastadores, por decirlo así, colegiados.
Cada gremio mercantil tiene en la ciudad un zoco respectivo; hay el zoco de los vendedores de telas, de los drogueros, de los joyeros, y también—¡oh dolor!—de los mercaderes de esclavos. Las transacciones mercantiles están allí intervenidas, como decimos hoy, por los gremios; la libertad absoluta de comercio no existe; toda mercancía que llegue de fuera ha de pasar por manos de los corredores autorizados, previa la venia del síndico; ningún particular puede vender nada en el zoco por sí mismo; la libertad de comercio solo existe entre los individuos; todo el mundo puede comprar en el zoco; pero nadie puede vender en él, sino los mercaderes.
Cuando el hijo de un mercader llega a la pubertad, que en esos climas precoces se manifiesta a los catorce años y aun antes, su padre lo conduce al zoco, montado, como él, en una mula, precedido y seguido de esclavos, que apartan al transeúnte con sus gritos de Balak!, Balak!, amagándole al mismo tiempo con sus palos, y lo presenta con toda solemnidad al scheij y a sus compañeros de gremio, para que lo reconozcan de allí en adelante como su sucesor en el negocio, con el cual motivo hay su correspondiente intercambio de obsequios y cumplidos y circulan las copas de vino y las bandejas de dulces, como en un bautizo.
El zoco moro es el escenario de la vida social de los hombres de Oriente; algo así como el ágora de los griegos, el lugar donde se dan cita los negociantes y los fulleros, los recitadores de versos y cuentos, los pícaros de toda laya y los simples mirones, desocupados y curiosos o desorientados, a fuer de forasteros.
Todo el que llega por primera vez a una ciudad, después de buscar jan en que alojarse, se dirige por natural gravitación al zoco a vender o compra o pasear entre aquella muchedumbre abigarrada, en expectación de aventuras, que no falta el carcheur o castigador, a la moderna, entre esos hombres de aire tan serio.
Muchas de las historias de este libro tienen su punto de partida en el zoco y allí tropieza más de un viajero con el encuentro que ha de decidir de su destino, porque en esos ricos bazares de Bagdad o Bazra puede hallarse todo y, entre ello, lo que todo lo vale, o sea el amor.
El amor, que no tiene precio, surge muchas veces en el zoco, donde todo lo tiene, y de repente ocurre que el mercader, que solo pensaba en el negocio material, se ve de pronto metido en el otro negocio de mayor importancia, el único que la tiene, pues de él depende nuestra dicha o desgracia en el mundo y, también, quizá en la otra vida la salvación o perdición de nuestra alma, que para el místico sí que constituye el gran negocio, magnum negotium.
Y aquí tenemos ya el sentido simbólico de que es posible la profesión de mercader y la tangencia literal que da paso a la metáfora mística y explica el por qué los mercaderes han dado tanta materia de parábola a los filósofos y a los profetas.
La cosa arranca de los orígenes mismos de la fábula y el apólogo moral; en los Avadaras indios, compilación que algunos consideran anterior a lasde Esopo, Fedro y Lokmán, el mercader aparece ya como una figura representativa; Sócrates, en sus Diálogos, se sirve de términos y símiles mercaderiles, y lo mismo hace Jesús en sus parábolas evangélicas.
El mercader y su negocio, encamina do a la adquisición de la riqueza material, con la atención y el afán que en ello pone, sirve de ejemplo y de contraste para el neófito que persigue y anhela lagran ganancia de la vida eterna, del tesoro espiritual o la Sabiduría.
No es menester apelar a las claves teosóficas de Roso de Luna para hacer resaltar el sentido alegórico que puede darse a esas historias en que intervienen mercaderes.
Por la asiduidad, el desvelo y la sagacidad mental que su profesión requiere, es el buen mercader un modelo digno de proponerse a la imitación del aspirante a sabio o santo y exhortarle a tratar el asunto de la salvación del alma como negocio de importancia suprema, por el cual debemos sacrificarlo todo.
Los maestros budistas han organizado de tal modo su catequesis en este sentido, con tan menuda casuística, que sus ejercicios de noviciado parecen haber servido de modelo a las grandes compañías norteamericanas para su plan de recluta y adiestramiento de agentes de venta de sus máquinas registradoras o sus coches en serie.
Los mercaderes de Las mil y una noches son tanto más dignos de servir de modelo a los místicos que anhelan granjearse el amor divino cuanto que, por lo general, son hombres que niegan la condición de mercader y están dispuestos a dar graciosamente todo lo que poseen, a cambio del amor, en cuanto este se presenta en su tienda; son mercaderes con alma de príncipes y a veces de verdad, como Alí-ben-Bekkar, el que muere de amor por su Schemsu-n-Nehar, la esclava del jalifa; pero aunque no sean príncipes de la sangre (que eso sea quizá un encarecimiento literario), lo cierto es que, en tratándose del amor, se portan como tales y se desprenden de todas sus riquezas con una facilidad que hace pensar no les costaron nada.
Cierto que son jóvenes, y esto explica su facilidad para enamorarse; pero precisamente en el amor es donde se acredita la calidad de las almas y esos jóvenes mercaderes orientales ponen en el amor una delicadeza, una exquisitez y una esplendidez que los sublima a héroes de poema romántico.
Aun en la escala de la simple sensualidad, del capricho erótico, proceden como en el plano de la gran pasión, y ese mercader de la historia de Amina, la estigmatizada, paga con una fortuna ese único beso que da a la joven en su tienda y que es causa de su desgracia conyugal; ahora que ¡hay que ver qué beso fue ese, tan absorbente y voraz, cual beso de vampiro, de un sadismo voluptuoso y refinado, como de un maestro que poseyese toda la ciencia práctica del Kamasutra indio y no hubiese hecho otra cosa toda la vida que besar! Beso fatal y memorable, por no decir sonado, de esos que dejan huellas indelebles, hacen correr la sangre y son al modo de un sacramento demoníaco.
No es de extrañar, pues, que Amina pierda el sentido bajo la impresión de ese cauterio y vuelva a su casa como una posesa.
Los mercaderes de Las mil y una noches son hombres que no parecen tener otro negocio que el negocio del amor; sus tiendas y trastiendas son escenarios de galantes citas y trampas disimuladas donde teje su tela la araña del amor; los ricos tejidos de Cachemira o de Mozul, las joyas salidas de manos de los orfebres persas, las perlas prodigiosas que acaso han costado una vida de buzo, son solo un pretexto, un anzuelo para atraer al amor, y cuando este llega en figura de una linda tapada, que por debajo del velillo les deja ver uno de sus ojos de almendra y les sonríe, pone a sus pies graciosamente todo cuanto poseen y, luego que ella se aleja, dan por terminados aquel día sus negocios, cierran la tienda y se van, a seguir la línea del destino, bueno o malo, que les marcan sus huellas...
El comercio en Oriente es una profesión noble, ejercida por hombres de noble abolengo, muchos de los cuales, como el suegro de Abu-Monhammed-l-Kaslán, el perezoso célebre, ostentan titulo de scheij y se jactan de ser descendientes en línea recta del Profeta; forman una clase social poderosa y respetada, quizá la más descollante en esa organización política del Islam, donde no hay militarismo ni casta guerrera, propiamente dicha, ya que, llegado el momento, todo musulmán se convierte en soldado; los mercaderes, dueños de las riquezas materiales, lo son también de la cultura; poseen una esmerada educación literaria, saben historias y poemas y son poetas ellos mismos, poetas que improvisan bellos versos cuando les inspira la emoción; el zoco les sirve de escenario para poner de relieve sus dotes sociales, tratan sus negocios en forma fantástica, caprichosa, y los rematan después de un largo regateo, a impulsos de una corazonada, del arrechucho pasional, de la simpatía, en contra de sus intereses, pues son capaces de arruinarse antes que parecer tacaños o quedar vencidos en un torneo de rumbo; muchos de ellos han viajado en su juventud, como Simbad, y corrido toda suerte de aventuras y así, cuando llegan a la madurez, son hombres de experiencia en todas las cosas de la vida y a ellos acuden todos en los casos difíciles, dispuestos a acatar su fallo equitativo con preferencia a los cadíes, siempre suspectos de venalidad; son los hombres buenos, los amigables componedores, respetados por su saber y hasta por su riqueza entre esos musulmanes que miran los bienes materiales como un don de la gracia divina, y así esos scheij de los zocos, con su gran turbante y sus amplias túnicas de mangas holgadas, vienen a ser estampas patriarcales, nobles y evocadoras, en las ilustraciones de estas viejas historias.
LOS ALFAYATES O SASTRES
Tienen los sastres, en el folklore universal, la nota de hombres bonachones, pacíficos, sedentarios y algo femeniles, en razón a la vida tumbona a que los obliga su oficio, y también porque algo se les pega de estar entre mujeres y manejar la aguja.
Ellos, sin embargo, están muy engreídos con su profesión, pues saben por instinto la importancia del arte sartorial, aunque no hayan leído el Sartor resartus de Carlyle, que puede transformar al hombre y convertirlo de mendigo en príncipe, pues el traje es por naturaleza un disfraz, una máscara, y todo el mundo va al sastre, como al fotógrafo, en súplica de que le favorezca al hacerle su envoltura de crisálida, y solo el sastre sabe lo que bajo ese disfraz se oculta, sobre todo en Oriente, donde las amplias túnicas pueden disimular una joroba, una mano cortada de ladrón y hasta unos pies torcidos.
Los sastres son, por todo ello, y porque desde luego llevan el mejor traje, hombres presumidos, frívolos y un poco ilusos también, que no en vano, mientras le dan a la aguja, dejan libre la imaginación y pueden hacer viajes maravillosos sin moverse de su tarima oriental ni descruzar sus piernas. Los sastres son de suyo soñadores, como las mujeres, y, como ellas, curiosos, y desde el fondo de su tienda atisban a todo el que pasa y se entregan sin querer al hilo de sus meditaciones con olvido, a veces, del otro hilo de su aguja. ¡Quién sabe el anagrama psicológico que encierra un hilván mal hecho, un respingo en la tela!
Esa circunstancia de tener las manos ocupadas y la imaginación libre hace de los sastres hombres a un tiempo picaruelos y bobalicones, que por un lado están en todo y por otro no están en nada, pues no pueden apurar nunca el hilo de una meditación, tienen que interrumpirse a cada paso para enhebrar la aguja y saltan de una cosa a otra y padecen de esa dispersión de la atención que impide el encadenamiento lógico de las impresiones.
De ahí que el sastre, filosófico en potencia, hombre de medida y número, que conoce, además, el derecho y el revés de las cosas y posee una psicología empírica de sus clientes, no pueda llegar nunca a formarse una teoría, un sistema filosófico, y solo sea, como el barbero, un archivo de anécdotas e impresiones aisladas; su filosofía es puramente empírica, fragmentaria, y en último término se reduce a encogerse de hombros y dejar correr la hebra del tiempo y condescender con los caprichos de los parroquianos, que nunca tienen los mismos gustos.
El sastre acaba por ser un hombre amable, social en grado sumo, transigente, que así tiene que serlo quien, por razón de su oficio, se ve obligado a agacharse todos los días más de una vez, y ese aire de superioridad que adopta al tomar las medidas del cliente, cual si fuese a tomarle su ficha antropométrica, es pura pose, y el metro en su mano es tan inofensivo como las tijeras, que solo son agresivas en lo de sisarle tela al parroquiano; el sastre es un hombre tan buenazo e ingenuo como el barbero, de cuya locuacidad participa, resultando, como él, entremetido y molesto de puro oficioso y servicial.
El sastre, que viste al desnudo y practica, al fin y al cabo, aunque sea por su por qué, una obra de misericordia, no puede sustraerse del todo a esa semblanza filantrópica de su oficio, y así es corriente que fíe y se avenga a cobrar a plazos y hasta los hay que, como elproverbial sastre del Campillo, nocobran la tela y todavía ponen el hilo.
Los sastres de Las mil y una noches no desmienten su fama folklórica; son hombres buenos y de buen humor, sociables, hospitalarios, prontos a acoger en su tienda al peregrino y ayudarle, y hasta a hacer en su favor de Celestinos, poniéndose las medias azules o buscando quien se las ponga.
Varios son los sastres que aparecen en Las mil y una noches, mostrando perfiles parciales de la profesión; el primero en hacerlo es ese sastre del cuento del jorobado, el judío y el corredor de comercio cristiano (Noches 25 a 27), que, en compañía de su mujer, sale a dar un paseo vespertino por las calles de Bagdad y se tropieza con ese jorobeta borracho, que es el bufón del jalifa, y por instigación de la esposa lo lleva a su casa, para divertirse con él, y lo obsequia con una cena, en el curso de la cual la sastra lo atraca tanto que da lugar a que se atragante y se le quede atravesado en el gaznate una raspa de pescado, que al parecer le ocasiona la muerte, lo que da pie para la serie de aventuras tragicómicas en que unos y otros sucesivamente se van echando el muerto, que por ventura no lo está.
En esta historia tenemos al sastre, hombre de buen humor, imprudente, pero, sobre todo, calzonazos, demasiado complaciente con la esposa, que lo maneja a su gusto y lleva en aquella casa los pantalones, lo cual es exacto a la letra, pues la mujer oriental viste de antiguo esa falda pantalón que en nuestro Occidente aún asusta a los hombres y a las mujeres gordas; el sastre peca aquí de hombre de poco carácter y demasiada guasa, pero la contrición sincera que luego siente al ver las fatales consecuencias de sus bromas y la prontitud con que se presenta a la justicia para confesar su crimen y evitar que condenen a un inocente, aun sabiendo que no se librará de la horca, pone de manifiesto su buen fondo y lo exime de excesiva censura, pues con ello deja bien parado su nombre y el de todo el gremio sartorio.
Otro sastre figura en la historia de los hermanos del barbero de Bagdad, y este nos muestra ese perfil de ilusa presunción y bobería que antes señalamos; este necio hermano del necio barbero tiene tan alta idea de sí mismo que encuentra la cosa más natural del mundo que la mujer del vecino, cuyo rostro vislumbra a través de una claraboya, se haya enamorado locamente de él, sin que se le ocurra pensar que es una trapisondista que piensa aprovecharse del hecho de que él se haya enamorado tontamente de ella.
No hemos de transcribir aquí la serie de ardides de que la vecina, en combinación con su marido, se vale para despojar y encima vejar al iluso del sastre, empezando, como es natural, por encargarle prendas que luego no le abonan, con lo que el hermano del barbero viene a mejorarle la marca al famoso sastre del Campillo.
Por si fuera poco, marido y mujer planean un chantaje y aquella da al sastre una cita en su casa, de noche, en la que los sorprende el agraviado esposo y, para salir del paso, no tiene más remedio que casarse con una esclava del matrimonio, con la que no le dejan dormir la noche de bodas, que, en vez de eso, es para él noche de tortura, pues lo ponen a mover la piedra del molino de un panadero, que lo arrea como si fuera un mulo.
El presumido sastre pierde en esa aventura todo su dinero y, además, la buena fama, y todo ello sin comerlo ni beberlo, pues ni siquiera le dejaron probar la fruta del cercado ajeno ni del propio.
Este sastre es el más prolijamente diseñado en el libro como escarmiento de vanidosos imprudentes, y fuerza es reconocer que, aunque en cierto modo lo merezca, el bromazo con que paga ese defecto es harto excesivo, pues en el fondo no desmiente la bonachona condición de su clase sartoria y la facilidad con que se deja engañar es la prueba mejor de su inocencia. Como en el caso anterior, el buen nombre de su gremio queda bien parado y él mismo solo peca de ligero.
Esa misma buena pasta fundamental del sastre resalta en las otras historias del libro en que interviene el hombre de la aguja; en la del príncipe Seifu-l-Muluk es un sastre el que facilita al enamorado joven el acceso hasta la bella princesa Bedietu-ch-Chemal, poniéndole en comunicación con quienes pueden llevarlo hasta allí, de suerte que su hilo de sastre es el hilo de Ariadna, que le sirve para que no se extravíe en el laberinto de su pasión.
Esto es cuanto puede decirse en pro y en contra de los sastres de Las mil y una noches, sin entrar en interpretaciones ocultistas como las del teósofo Roso de Luna, para el cual esos sastres no son tales sastres, sino maestros iniciáticos, legisladores, cuyo nombre de sastre deriva del sánscrito «shastra» —artículo de la ley—, siendo ellos los que hilvanan o cosen esos artículos para formar el código de la ley moral.
Roso de Luna funda, como siempre, su etimología en la semejanza fonética y relaciona directamente la voz latina con el vocablo sánscrito, saltando el término arábigo, que no se presta a ese cubileteo y que aquí es hayyata (de donde el español anticuado al-fayate, que perdura como apellido); es muy posible que la tesis del teósofo sea cierta, pero por lo que hace a los sastres de Las mil y una noches no nos parece que puedan ser maestros más que de su oficio ni coser otra cosa que telas, aunque a veces actúen como zurcidores de voluntades.
LOS ALFAJEMES O BARBEROS
Son los barberos, como los sastres, hombres bonachones, sociables en razón de su oficio, que los obliga a tratar con la gente, y de esas buenas cualidades se derivan, también, sus defectos, pues, a fuerza de serviciales y obsequiosos, resultan empalagosos, confianzudos y entremetidos.
El hecho de sobarles cabeza y cara a los clientes y de mirarlos desde arriba y de tenerlos con el rostro enjabonado, inmóviles bajo su navaja, hace que se vuelvan engreídos, se formen de sí mismos una gran idea y adopten ante el parroquiano un gesto, entre despectivo y benévolo, de verdugo clemente; el barbero os coge la cabeza, la zarandea a su gusto, os tira de la nariz, antiguamente os metía un huevo de madera en la boca; en una palabra, os somete a toda suerte de vejámenes y, al miraros de reojo, con la navaja en la mano, tiene en sus ojillos maliciosos la expresión de quien os perdonase la vida.
Siempre se sale de entre las manos del barbero con la sensación de haberse salvado de un peligro, pues el barbero, que antaño era también sangrador y sacamuelas, tenía algo de cirujano y, si no era un verdugo, confinaba en cierto modo con él, por la costumbre de rapar a los reos el cogote antes de decapitarlos, de suerte que el barbero era en cierto modo su ayudante, el que le preparaba la víctima, y algo de reminiscencia inconsciente de todo eso se despierta en nosotros cuando nos sentamos en uno de esos sillones que parecen sillas eléctricas y, por lo menos, inspiran tanta aprensión como los de los dentistas. Sentarse en uno de esos sillones es someterse a un reconocimiento, y el individuo instintivamente se siente deprimido; el barbero indiscreto os examina a su placer, os mira a la luz y al trasluz, como el fotógrafo, ese radiógrafo en potencia que también nos azora; os descubre las arrugas y las canas y, con la mejor intención, desde luego, os hace pronósticos y os da consejos preocupándose por vuestra estética y de paso por vuestra salud, lo que os obliga a una introspección, no siempre halagüeña.
En la barbería, ante los grandes espejos, en que no podéis evitar el miraros, hacéis involuntariamente examen de conciencia orgánica y moral, veis patentes los estragos del tiempo en vuestro rostro, con la consiguiente repercusión enojosa en vuestro espíritu, y el barbero que os ayuda a restaurarlos los agrava también con la inocente vanidad de hacer valer sus méritos; en la psicología del barbero hay el mismo rasgo de inconsciente sadismo que en la del médico, que no en vano su oficio se roza con la Facultad.
Hay que ser enteramente joven para no salir un poco deprimidos de manos del barbero, que es el que nos descubre la primera cana o el primer indicio de calvicie; su técnica insidiosamente exploratoria nos inquieta más que su navaja, y más que ambas su lengua indiscreta, y de ahí que tengamos siempre una actitud encogida mientras dura ese simulacro de suplicio.
Un gran peligro posible nos azora cuando pensamos que, en otro tiempo, la tonsura que realizaba el barbero incapacitaba para reinar a los príncipes godos y carlovingios y que sus tijeras, al desbarbaros, os quitaban el signo de la hombría, y que su navaja fue en muchas ocasiones atributo de castrador; todo esto explica así el complejo de inferioridad que os atosiga en manos del barbero y el de egolatría que este experimenta.
En el ejercicio de su profesión, tijeras o navaja en ristre, de pie ante el cliente sentado, el barbero se siente un déspota que tuviera nuestra vida en sus manos, y esa sensación se traduce en la actitud de superioridad benévola con que nos mira en tanto afila su herramienta.
Esa egolatría del barbero, que en el fondo es un buen hombre y cuyos fueros son puramente imaginarios, hace que se muestre amable con el cliente y trate de tranquilizarlo y distraerlo, para que sienta menos el escozor de la navaja que le roza algún carrillo y le cuente a ese fin mil anécdotas, chascarrillos y novedades.
De ahí viene la fama de locuacidad del barbero, que, en cierto modo, le impone su oficio, y que resulta favorecida, además, por la circunstancia de ser toda barbería una sala de espera, en que la gente se aburre y charla y chismorrea para matar el tedio; las barberías son, por naturaleza, centros de reunión de la gente novelera y ociosa, que va allí muchas veces, con pretexto de hacerse la barba, a inquirir novedades, y que, si de suyo no es así, se vuelve chismorrera y curiosa, en esos establecimientos, donde el hombre se descarga de sus pelos superfluos y de sus secretos sin importancia.
El barbero es el confidente de todos sus parroquianos, cuya situación de inferioridad respecto a él sabe aprovechar para confesarles y hurgar en su intimidad de igual modo que en su mollera y sus barbas, y espulgar su conciencia, arrancándole algunas veces confidencias que aquel no pensaba hacerle.
No hay quien resista a la curiosidad insidiosa de ese hombre que, por razón de su oficio, es maestro intuitivo en ciencia fisiognómica y hasta craneal y de un frunce del rostro o una protuberancia puede inducir una teoría psicológica y sorprender al cliente con alardes adivinatorios, que excusan ya todo secreto; así el barbero se entremete en vuestra intimidad, se hace, queráis que no, vuestro confidente, vuestro cómplice, y, por razón de su engreimiento natural, vuestro mentor.
El barbero antiguo, el alfajeme, actúa de mediador en toda clase de conflictos, hasta domésticos, pues no siempre está en su barbería, sino que, armado de sus trebejos, la bacía, la navaja y la lanceta de sangrador o el frasco de ventosas, penetra en los hogares de sus clientes y, en virtud de la oficiosidad que le confiere su oficio, no tarda en hacerse un personaje indispensable, según él, aunque los demás lo juzguen superfluo y estén deseando quitárselo de encima, cosa que no lograrán ya, pues ese métome en todo, que de todo sabe y es un poco cirujano y otro poco astrólogo, ya que debe saber los días favorables para practicar sus sangrías, y que, además, es un orador de facundia inagotable que tiene respuesta para todo y un filántropo, siempre deseoso de servir a sus semejantes, luego de admitido a la confidencia, ya no suelta a su víctima.
En el Quijote podemos ver ese tipo del barbero en plena actuación de su enojosa servicialidad, coadyuvando a sacar al buen hidalgo de sus caballerías andantes y restituirlo a la lucidez mental, que ha de ser su muerte; es ese el primer esquema psicológico serio del barbero, que siglos después el francés Beaumarchais plasmará integralmente en su creación de Fígaro, tan definitiva, que ya en lo sucesivo todo barbero atenderá por Fígaro, sin que haya que añadir nada más.
Pero en Las mil y una noches tenemos ya completo el tipo con todas sus virtudes y todos sus defectos, derivados de aquellas, y que son excesos de sociabilidad en el locuaz y encocoroso barbero As-Samet, que a sí mismo se llama el Callado o Silencioso, pues, naturalmente, su egolatría le hace creer que lo es.
El barbero As-Samet que, como todos sus colegas, habla por los codos, estambién un curiosón y un entremetido que, por ello, llega a verse con el alfanje del verdugo pendiente sobre su cabeza, como las de sus parroquianos bajo su navaja, y dizque verdaderamente en ese trance se acredita de callado, quizá porque la propia curiosidad le inhibe y paraliza, hasta que el propio sultán le intima que hable y entonces suelta la espita de su facundia y habla hasta anegarlos a todos en la onda de su elocuencia gárrula.
Menos mal que el hombre es ocurrente y chistoso como un barbero andaluz y cuenta las cosas con una sombra que hace tumbarse de espaldas, de pura risa, al sultán y estarse riendo una hora, según la frase ritual de los cuentistas árabes.
Y, efectivamente, la historia que cuenta el barbero As-Samet de sus seis hermanos es una de las más divertidas del libro, no solo porque cada uno de aquellos es un tipo de risa, cada cual por su estilo, sino porque, además, nos introduce en los secretos de la picaresca bagdadí, tan semejante a la nuestra, pues ni siquiera faltan en ella el mendigo ciego, la dueña trotera, el hidalgo pobre, soberbio y capaz de dar ciento y raya al más pícaro, y el hidalgo rico de buen humor que gusta de embromar a los gorrones y poner a prueba su paciencia y que se alegra al encontrar la horma de su zapato, y no olvidemos a aquellas chicas alegres—y en el fondo decentes—, que se divierten cada noche a costa de un iluso, haciéndole bailar al alhiguí de sus inasequibles encantos.
Tan divertida es la historia que el barbero le cuenta al jalifa, y al través de la cual pasa la cinta de toda la crónica íntima de Bagdad, que justifica con creces el que el soberano, en atención a su gracia, se la haga a él de su vida.
Y hace bien, pues el barbero será quien saque la raspa de pescado que se le atragantó a su bufón, el cheposo, e hizo creer a todos que era muerto, con lo que corrían riesgo de morir de verdad cuatro inocentes.
Ese mismo barbero As-Samet sale a relucir también en otra historia, titulada Del alfajeme de Bagdad (Noches 33 a 37), donde un joven, invitado a un convite de amigos, se niega a sentarse a la mesa al verlo allí, e, interrogado por los comensales, cuenta lo que con aquel le sucedió, que fue nada menos sino que, por culpa de su oficiosidad, perdió una oportunidad amorosa y además se vio envuelto en un lío (por lo menos metido en un cofre como un lío de ropa).
En esa historia vemos al barbero As-Samet actuando de barbero y astrólogo, de confidente y mentor a la fuerza, en pleno despliegue de su torpe filantropía, metiéndose en todo, como Fígaro, pero para estropearlo todo, al revés que su colega, el sevillano, apurando la paciencia de su joven cliente, que tiene una cita de amor y lo ha llamado para que le haga un tocado de novio, pero aprisa, y dizque en el tiempo que el barbero emplea en sus gárrulas lucubraciones e impertinentes consejos la habría de sobra para rapar a un regimiento, pues el barbero parece poner todo su empeño en dar largas a la cosa y aburrir al joven, con una suerte de sadismo, amparado en la buena intención de librarlo de los engaños de las hembras, arrogándose una suerte de ofensiva tutelar sobre su joven cliente.
No cabe imaginar nada más cómico y trágico (por parte del joven enamorado, que teme llegar tarde a la cita) que esa escena del inacabable servicio barberil, en que la figura del Fígaro se dibuja con rasgos magistrales y definitivos, en que ya se contiene toda la psicología del género: la petulancia, la servicialidad intempestiva y enojosa, la pedantería y la pegajosidad insacudible del barbero, sin que tampoco falte la gorronería, pues al fin y al cabo tampoco Fígaro sirve a Almaviva y Rosina por amor al arte.
As-Samet es un Fígaro, solo que transportado a la escala de la torpeza; como es natural, su joven cliente no puede deshacerse de él, ni aun dejándole cargar con toda su despensa, pues satisfecha la codicia del barbero queda todavía por satisfacer su curiosidad, y esta lo impulsa a seguirlo y frustrar con su imprudente intervención su amorosa entrevista y provocar un escándalo que alborota la ciudad y pone a su protegido en riesgo de comparecer ante el guali y chuparse unos azotes, por la parte más corta.
Y, sin embargo, la presunción y el amor propio del barbero son tales que cree de buena fe haberle hecho una buena obra al despechado joven, haberle salvado nada menos que la vida y el alma evitándole incurrir en pecado, por lo que no comprende que aquel se le enoje y, en vez de gratitud y afecto, le muestre aversión y huya de su ángel de la Guarda como del diablo. En lo que, después de todo, es posible que tenga razón, se la damos a Roso de Luna, para quien el barbero As-Samet no es tal barbero, sino un gran Maestro o Purificador y Terapeuta mágico, como lo prueba sacando de su aparente muerte al bufón del sultán «como a la hija de Jairo resucitó Jesús», y su remoquete irónico de As-Samet no es sino la denominación de «sabio silencio», que, en el lenguaje de la Doctrina secreta, se aplica a esos grandes Maestros.
Es que, en el fondo, como desde el principio dijimos, en la psicología entreverada del barbero entra como rasgo básico la bondad o, por lo menos, la buena pasta, pues de otra suerte no ejercería ese oficio, sociable de suyo, y, en vez de navaja, esgrimiría el alfanje; la profesión de barbero, como la de sastre, tiene una semejanza de obra de misericordia, pues si aquel viste al desnudo, este asea al desaseado y embellece al feo, y es, en ese sentido, un filántropo que cobra porque no es rico, pero que, salvo ese detalle, hace lo que haría un santo, y no es por ello de extrañar tenga tan alta idea de sí mismo.
Ese es el lado cómico del barbero, que llega a creerse superior a todos los demás artesanos y, en general, a todos los demás hombres, pues tiene bajo su mano las cabezas de todos, incluso de los visires y los jalifas, según el referido As-Samet le hace notar a su paciente parroquiano en una reacción de su amor propio herido.
Pero aparte de eso, el barbero, como tipo genérico, es un buen hombre, y así nos lo presenta el narrador árabe en ese otro cuento de Abu-Kir, el tintorero, y el barbero Abu-Zir (Noches 506 a 509), donde este se acredita de hombre bueno, hasta dar en la nota de pobre hombre, soportando todas las insidias y malas acciones del envidioso tintorero, falaz y fraudulento como la técnica de su propio oficio, y que por dos veces trama e intenta la muerte de su ingenuo amigo, que sucumbiría injustamente si no fuera por la intervención de la Providencia, que vela por los buenos.
En la figura del barbero Abu-Zir tenemos una versión rehabilitada del enredador y jactancioso colega de Bagdad, y resplandecen en toda su pureza la servicialidad y filantropía del Fígaro, limpias de toda venalidad y egoísmo, aunque se mantienen las características de ingenuidad y pobreza del espíritu que en aquel se acusan y que, cuando se manifiestan de ese modo, nos abren las puertas del cielo.
LOS JARDINEROS
El Paraíso (Chenma) es, por definición, un jardín, pues los etimólogos derivan su nombre del persa Pardis o Pardus, con que era designado un maravilloso jardín del palacio de los antiguos reyes del Irán, cuya fragancia literaria se aspira en Herodoto.
Todo jardín tiene, pues, siempre algo de paraíso y suscita en la imaginación la idea de un lugar de tranquilos deleites, de serena e inocente alegría, como unrefugio para el alma atosigada por los cuidados e inquietudes del mundo. Sobre todo para los orientales, que viven en países de sol y cruzan en sus viajes desiertos calcinados, sin pájaros ni árboles, un jardín es verdaderamente un paraíso.
Los antiguos reyes del Irán, que edificaron esas ciudades prodigiosas de Lusa y Ecbatana y Babilonia, pusieron en ellas jardines como los del Irán, cuyo recuerdo aún no se ha borrado de la memoria de sus descendientes y siguen todavía floreciéndose de primavera en sus sueños.
Todo el afán del hombre es recobrar un día ese paraíso perdido; ese jardín de delicias, lleno de música de pájaros y arroyos, y sombreado por árboles, que brindan espontáneamente toda suerte de sabrosos frutos.
Mahoma, en su Corán promete a los buenos creyentes, después de esta vida efímera, otra perdurable y eterna en un jardín incomparable, con árboles y fuentes, y un suelo bajo el cual correrán ríos para mantenerlo siempre verde, florido y fresco.
Los jalifas, los emires, los hombres pudientes del Islam tratan de copiar en la tierra ese jardín del cielo y todos tienen anejo a sus palacios o en parajes pintorescos, fuera de la ciudad, un jardín lo más semejante posible a un paraíso.
El emir de los creyentes, Harunu-r-Raschid, tenía en Bagdad, al otro lado del Dichle o Tigris, unos jardines espléndidos, con alcázares erguidos y airosos, que podía contemplar desde los miradores de su residencia jalifiana y a los cuales se trasladaba siempre que le acometía su esplín de hombre neurótico, aquejado de insomnio y de crisis de hipocondría, como todo lo suyo, soberanos.
Más de una historia de Las mil y una noches tiene por escenario ese jardín del jalifa, habitualmente cerrado bajo la guarda de un viejo jardinero llamado Ibrahim. El río pasaba por delante de aquellos jardines y formaba allí una ensenada, en la que se aglomeraban los peces, a la que los pescadores furtivos iban a echar sus redes, las noches de luna, infringiendo la prohibición del soberano, que no quería ver por allí esa clase de gente miserable y suspecta.
Porque para que se pareciesen más a paraíso esos jardines regios permanecían generalmente cerrados y desiertos, sin más presencia humana que la de los jardineros, y severamente guardados por grandes verjas y tremendos cerrojos.
A semejanza del sultán de Bagdad, todos esos monarcas de Oriente tenían jardines así reservados para su exclusivo solaz o el de sus hijas, esas princesas criadas entre muros, cuya belleza de huríes no debía contemplar ningún hombre, sino el príncipe predestinado para ser su esposo, pues cualquier mirada mancharía su pureza lilial.
Pero un jardín, pese a las verjas y tapias que lo defiendan, es siempre algo abierto, ya que no comporta otra bóveda que la de los cielos, y su guardián, por más fiero que sea, no puede menos de ablandarse bajo el influjo benigno de ese escenario égloga, que pone al hombre en estado de naturaleza, es decir, en estado de gracia.
Todo jardinero tiene algo de Anacreonte, y por su propio oficio ha de ser sensible y tierno, aunque solo fuere por presenciar la muerte diaria de tantas rosas.
Los jardineros de Las mil y una noches son hombres así, benévolos, apiadables y hospitalarios, que, por vivir en un jardín, sienten más el dolor del peregrino y más aún del peregrino enamorado, y están siempre dispuestos a acogerlo en su asilo de reposo y de paz.
Los guardianes de esos paraísos no esgrimen flamígera espada y solo tienen de los ángeles que custodian el Edén la bondad y la ternura, y por ese flaco de su temperamento se quiebra la solidez de los cerrojos.
Todos los jardineros de Las mil y una noches son hombres sensibles, tienen algo de paternales y aun de patriarcales, pues suelen ser ya viejos, como Anacreonte, y aunque viven retraídos de las gentes y muestren en sus rostros el ceño huraño de la soledad, no son, por lo mismo, sino más sociables que los demás hombres y más ansiosos que nadie de humana compañía, al modo de los anacoretas y ermitaños.
Así, al menos, se nos muestran los jardineros de Las mil y una noches. Su personalidad más detallada nos la ofrece el viejo Ibrahim, el guardián de esos jardines ya mencionados del jalifa abbasi Harunu-r-Raschid, que aparece en la Historia de los dos visires, en que se mienta a Anisu-l-Gulais (Noches 46 a 52), esa historia de dos enamorados que, por efecto de la malquerencia de un visir envidioso, se ven obligados a huir de la ciudad de Bazra, donde el padre del galán también era visir, y van caminando a la ventura, sin más anhelo ni plan que alejarse de allí hasta que, al cabo, los rinde la fatiga, y a Anisu-l-Gulais se le lastiman los delicados pies y la noche los sorprende y desorienta y los obliga a detenerse.
Encuéntranse entonces los fugitivos por ventura a la puerta de los jardines del jalifa, que por descuido aquella noche dejó abierta Ibrahim, y éntranse por ella y se tienden a reposar allí pastorilmente, sobre el verde lecho natural y a la luz de los astros; despunta luego la precoz aurora siria y el viejo Ibrahim, que es madrugador como todos los viejos, sale a revisar sus jardines y encuentra allí a los jóvenes tórtolos que duermen abrazados, como dos huerfanitos.
El primer movimiento del viejo guardián es de indignación contra aquellos intrusos y se dispone a echarlos de su paraíso; pero para echarlos tiene que mirarlos y, al verlos tan bellos, tan jóvenes y tan dulce e inocentemente dormidos, siente tal admiración y ternura que sonríe por entre sus barbas de abuelo y, lejos de despertar a los amantes, se arrodilla a sus plantas y les cubre y arropa, para resguardarlos del relente, y además se pone a sobarles suavemente los pies, para que se hundan más en ese sueño sabroso de la amanecida.
Cuando luego los jóvenes despiertan, el buen viejo recobra su ceño, por así decirlo, oficial, e intima a los intrusos que se vayan, haciéndoles saber las severas órdenes del jalifa; pero también entonces triunfan de su adustez la gracia juvenil y los halagos de Alí-Nuru-d-Din y Anisu-l-Gulais, y el jardinero acaba por permitirles la estada en el jardín prohibido y no solo eso, sino que, además, les enseña las habitaciones suntuosas en él reservadas para el jalifa y sus amigos, y, para dar gusto a la caprichosa Anisu-l-Gulais, enciende todos los candiles y lámparas del gran salón, que tiene un mirador con vista al río.
El ascendiente que ambos jóvenes logran en un momento sobre el scheij Ibrahim llega al extremo de que lo persuaden para que les provea de víveres de la despensa del soberano, sin que falte el vino mejor de sus bodegas, y organizan en el iluminado salón una fiesta que viene a ser literalmente una juerga andaluza, con cante, baile y vino a tutiplén.
El viejo Ibrahim se siente tan feliz con sus jóvenes huéspedes que, instado por Anisu-l-Gulais, accede a beber vino por primera vez en su vida, pues siempre, según asegura, tuvo horror al mosto, que el Profeta vedara a los creyentes, y se le ha de creer por la facilidad con que se le sube a la cabeza.
Esta escena de los dos jóvenes y el viejo bebiendo mano a mano, cantando y bailando, es de una jovialidad y un candor realmente geórgicos y constituye de por sí un bellísimo idilio, que no necesitaría continuación para acrecer su encanto y su mérito literarios.
Pero la continuación que le pone el cuentista es digna del comienzo, pues mantiene la nota de jovialidad y profundo humanismo de esa escena con cargo a personajes todavía más encopetados y graves.
Se trata del propio jalifa que, habiendo visto desde su palacio de la otra orilla del Dichle su mirador del jardín diurnamente iluminado, se maravilla y quiere indagar la razón de ese insólito caso, acaecido en su ausencia. «¡Hasta dónde llega el descuido de ese mal guardián!», refunfuña Harún.
La tempestad, es decir, el alfanje de Mesrur, se cierne sobre la cabeza del viejo Ibrahim, el poco celoso jardinero que introduce extraños en los vergeles del jalifa. Pero Châfar, con su cuenta y razón, ya que él es, en último término, el responsable, toma a su cargo la defensa del jardinero y hace creer al jalifa que aquella juerga del mirador no lo es, sino una fiesta que, con su permiso, da el viejo aquella noche, en celebración de la confirmación islámica de su hijo. Quiere Harún corroborar por sí mismo las palabras de Châfar, y a este fin se encamina allá, en compañía de su inseparable visir. Una vez en los jardines, el jalifa y Châfar, ya que el primero quiere darse cuenta de lo que realmente pasa, se suben a un árbol y a través de una ventana el emir de los creyentes ve al viejo Ibrahim y a los dos jóvenes en alegre y sano regocijo, bailando y cantando y divirtiéndose.
Tiene entonces el jalifa una de esas ocurrencias de hombre de buen humor, bromista y algo histriónico; vuelve sobre sus pasos por el río, y, echando la red, en la ensenada que al pie del mirador forma el Dichle, se encuentra con Kerim, un pescador furtivo que aparece varias veces en estas historias relacionado con Harunu-r-Raschid; le compra su pesca y al mismo tiempo se cambia con él de ropa, para poder entrar disfrazado en el salón de la fiesta y sumarse al piadoso jolgorio.
Como es natural, no tarda en descubrir la mentira de Châfar; pero en vez de indignarse, el jalifa, vencido por el encanto de los jóvenes, especialmente—es de suponer—por el de Anisu-l-Gulais, depone su ceño y como uno de tantos se suma a la juerga, conservando su incógnito, que lo hace feliz.
En el curso de las libaciones el falso pescador mueve al joven Alí a la confidencia, y así se entera de sus desdichas y de la causa que las motiva, y, diciéndose amigo de la infancia del emir de Bazra, da al hijo del buen visir una carta en que le ordena reparar la injusticia que hizo, instigado por el mal visir.
Tiene luego la historia un final venturoso, y Alí-Nuru-d-Din, que en un arrechucho de entusiasmo, de esos que, según los andaluces, provocan las bocanadas del vino, regala al jalifa a su amada Anisu-l-Gulais, y después recóbrala de manos del generoso Harún a quien sería vano tratar de vencer en generosidad.
Interesa aquí hacer resaltar sobre todo esa simpatía y delicada figura del jardinero Ibrahim, ese Anacreonte musulmán, tan sensible a la belleza y a la desgracia, que, siendo abstemio, tiene descuidos de borracho y deja abierta de noche la puerta del jardín y, además, consiente que los pescadores furtivos echen su atarraya en esas aguas prohibidas, y eso que puede irle en ello la cabeza; su modo de conducirse con esos amantes fugitivos es de un humanismo perfecto, propio de un hombre que vive en contacto con la naturaleza humanizada de los vergeles, y su senil candor e inocencia son verdaderamente angelicales y hacen de él un personaje representativo del hombre naturalmente bueno, roussoniano, que de puro ser hombre en este mundo corrompido no parece ya hombre, sino ángel.
Otros dos tipos insignes de esta psicología geórgica figuran también en Las mil y una noches: la del viejo jardinero que acoge, igualmente hospitalario, a Kamaru-s-Semán, el príncipe, cuando va errante en busca de su esposa Budur, sin saber que es un príncipe, lo que pone su conducta a salvo de toda sospecha de venalidad, y, para librarlo de los idólatras que pueblan el país, lo tiene a su lado trabajando en su huerto, donde no es posible lo descubran.
Interviene aquí otra vez el idilio campestre, con su encanto de vida natural y sencilla, de clásico sabor helénico, que luego volverán a exaltar los románticos, con ese jardín semejante a aquel de Alcinóo, el feacio, en que Ulises se detiene también cuando va navegando errante en busca de su amada Penélope, y en esas pláticas entre el viejo discreto y el joven impaciente y nostálgico, que mira al mar como Ulises, y se siente infeliz en aquel paraíso donde no está su amada.
Todo este paso de la Historia del rey Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176), en que la pasión se agita sobre un plácido fondo geórgico, tiene un pathos romántico antes del romanticismo y sabe a Bernardino de Saint-Pierre y a Chateaubriand, y esa emoción romántica se acentúa cuando Kamaru-s-Semán, que ha divisado por fin la blanca vela de un barco sobre el azul horizonte y se dispone a partir, con el tesoro que encontrara, se detiene para tributar los últimos auxilios al moribundo jardinero y, al tornar a la playa, solo acierta a ver la popa del buque, que se aleja.
Esta estampa del viajero perdido en una isla que, subido sobre un peñasco, agita en vano un banderín, llamando a un buque que se aleja, ¡cuántas veces no se habrá descrito y pintado, en gracia de su vigor patético! Desde Ulises a Edmundo Dantés, que también, por cierto, acaba de perder a su bienhechor, el abate Faria, al cual va a deber el hallazgo de otro tesoro, como el que Kamaru-s-Semán encuentra en el huerto de su viejo amigo...
Kamaru-s-Semán vuelve a unirse con su esposa y retorna a su reino, pero, como Dantés, no olvidará nunca a su buen protector...
Otro jardinero benigno y también viejo—la vida natural confiere longevidad—aparece en la Historia del príncipe Seifu-l-Muluk y Bedietu-ch-Chemal (Noches 422 a 437), secundando los anhelos amorosos del joven, al que permite la entrada a aquellos vergeles, reservados a la bella hija del rey de los genios y a su corte de virginales damas.
El jardinero llega a más, pues habilita al príncipe un escondite desde el cual podrá ver, sin ser visto, a la esquiva princesa, que odia a los hombres, y que, si allí lo sorprendiera, les haría pagar con su vida a él su atrevimiento y al jardinero su descuido.
La princesa, sin embargo, descubre la presencia allí del osado joven; pero las consecuencias del lance son enteramente opuestas a las que el jardinero supone; la joven, que jamás vio un hombre de cerca, al ver al apuesto príncipe se enamora de él en el acto, hasta tal punto que lo invita a raptarla yllevarla a su tierra, como aquel lo hace.
Resulta siempre el jardinero haciendo honor a su estirpe geórgica, mostrándose sensible, tierno y servicial, a fuer de hombre que, lejos del ambiente corruptor de las ciudades, no ha llegado a perder precozmente su salud moral ni física y llega a viejo con una frescura juvenil de rosa humana, superviviente a millones de rosas.
Y no solo los jardineros y hortelanos—que viene a ser igual—, sino hasta los que llevan a las ciudades y venden allí los frutos agrestes, los verduleros, como el que con sus sabios consejos salva de la magia de la reina Lab al príncipe Bedr-Básim, aparecen en Las mil y una noches adornados de esas virtudes naturales de bondad, saber intuitivo y candor que tradicionalmente se les atribuyen a los hombres del campo, en trato continuo con la madre tierra, la gran Maestra, que guarda los misterios de la vida, la fecundidad y la muerte.
Fácil es prestar un sentido simbólico a esos Titiros y Batilos de la égloga clásica, pues bajo su frivolidad aparente encierra la anacreóntica toda una filosofía seria y profunda, melancólica y hasta pesimista, contra la cual reacciona el poeta, amparándose en la belleza efímera, pero siempre renovada, de la naturaleza que lo rodea, y sacando de ella una esperanza de inmortalidad; este fondo trascendental, místico de la égloga, es el que descifran Cleopompo y Heliodemo, bajo los plátanos del poema rubeniano, y el que expresan en símbolos rurales hartas parábolas evangélicas.
Todo jardín o huerto que semeja un Paraíso y no lo es sugiere ideas alegres, óptimas y, al mismo tiempo, melancólicas y desencantadas, pues conjuga primaveras y otoños; hay una correlación natural entre el jardín y el cementerio, abonada por la costumbre de enterrar en ellos a los muertos; la tierra es cuna y sepulcro y sugiere por turno ambas ideas, por lo que el jardinero ha de ser por fuerza un hombre meditativo, con algo de filósofo y de anacoreta. No en balde Epicteto razona en un jardín su pesimismo ascético.
Todo jardín guarda simbólicamente un tesoro y un sepulcro, y esa intuición aparece expresada en el cuento del príncipe Kamaru-s-Semán, que en el jardín de aquel buen viejo halla un tesoro enterrado y, al irse, deja allí enterrado a su octogenario amigo.
Ambas ideas de jardín y cementerio aparecen también unidas en el relato evangélico del sepelio y resurrección de Jesús, que tiene lugar en un huerto; cuando Magdalena va a buscar allí al Maestro amado, su tesoro, tropieza con un hortelano que es el mismo rabí resurrecto y al que en su ofuscación no reconoce, y al mirar el sepulcro vacío, solo halla en él rosas.
Todo jardín es un cementerio y todo cementerio es un jardín, sobre todo en Oriente, donde, según nos cuentan los viajeros, son los camposantos verdaderos vergeles, llenos de placidez y de fragancia, en cuyos árboles anidan ruiseñores, enamorados de la luna y la rosa, sin nada en ellos que inspire otra idea que la de una gustosa eternidad, exenta de toda turbación y ruido, como la prometida en el Corán a los buenos creyentes; esos cementerios musulmanes son de una atracción tan risueña que a ellos van a acogerse los enamorados, ansiosos de soledad y de silencio, para arrullarse allí al compás de los ruiseñores y las tórtolas, y los peregrinos extraviados allí se guarecen para pasar la noche y dormir su sueño tranquilo entre aquellos eternos durmientes.
Este carácter epitalámico y hospitalario de los cementerios musulmanes, que a nadie inspiran ese miedo que a los occidentales, aparece consagrado en Las mil y una noches en multitud de historias; a un cementerio va a refugiarse el joven Bedru-d-Din, el hijo del visir Nuru-d-Din, de Egipto, cuando, habiendo caído en desgracia con el sultán de Bazra, se encuentra solo y sin recursos en aquella ciudad, y allí lo hallan, dulcemente dormido, al fulgor de la luna, que le dora el semblante, aquella pareja de genios voladores que lo trasladan, dormido como está, al alcázar del sultán de El Cairo, para unirlo en desposorios con su prima Sittu-l-Hosn, sustituyendo al jorobado con quien quieren casarla, de suerte que el cementerio es el punto de arranque de aquellos amores que luego han de durar hasta la muerte.
El misterio vital del campo santo se declara también en la Historia del mercader Ayub y de su hijo Gánim y de su hija Fitna y las tres que le siguen (Noches 52 a 60), y donde el joven, habiéndose demorado en un rito fúnebre, se desorienta entre las sombras del crepúsculo y no acierta a salir del campo santo, lo que da lugar a que presencie el furtivo sepelio de la bella Kutu-l-Kulub, que unos esclavos llevan a enterrar, viva, aunque parece muerta, por obra del alhaschische, y logre volverla a la vida, en una suerte de resurrección milagrosa, operada por el amor, de suerte que la cantora predilecta de Harunu-r-Raschid, tan querida de este como para dar celos a su esposa Sobeida, renace a la vida y al amor verdadero de Gánim ben Ayub, en donde parecería más impropio: en un sepulcro.
Tiene razón Roso de Luna para sospechar un sentido simbólico en este episodio del renacimiento de Kutu-l-Kulub por obra y gracia del amor de Gánim ben Ayub y relacionado con las análogas leyendas de Orfeo en el ciclo helénico y Sigfrido en el nórdico; que sea en un sepulcro donde Gánim ben Ayub encuentre a la que ha de ser el amor de su vida, tiene una intención inverosímil de símbolo o, por lo menos, la sugiere, pues con ello parece querer darnos a entender el rapsoda que, para renacer, es preciso morir, y que la bella cantora del sultán, que hasta entonces fue su esclava, debe morir, aunque sea simbólicamente, para transfigurarse y ascender al grado de señora absoluta de un corazón de hombre.
A partir de su resurrección empezara a contarse la nueva vida de Kutu-l-Kulub regenerada y quedará abolido todo su pasado, y será como si su amor y el de Gánim hubiese empezado en la cuna.
Pero dando de lado a esas interpretaciones, por lo demás fáciles, hagamos notar, sobre todo, que el cementerio musulmán, el mekaber, no ha dado lugar en Oriente a esa clase de literatura que los occidentales, sin embargo, llamamos «macabra», con un nombre derivado del árabe; el cementerio musulmán, el mekaber, no sirve de escenario a danzas macabras, ni inspira ese terror que el nuestro, expresado en tantos cuentos de miedo, leyendas y baladas; Don Juan no se acreditaría de valiente yendo allí de noche, a la luz de la luna, a conversar con los difuntos, y Zorrilla no habría podido intercalar esa escena de efecto en su drama si hubiera escrito para un público oriental.
Los cementerios no infunden miedo a nadie en Oriente, sino todo lo contrario; pero tampoco la muerte, en general, inspira allí ese respeto que entre nosotros; pese a ser la suya una teología de fondo idéntico a la nuestra, la muerte, al menos en sus manifestaciones sensibles, no reviste nada de tétrico, quizá por la costumbre de no prolongar los velatorios de cuerpo presente, con lo que se escamotea el horror del cadáver, y este pasa en seguida al seno de la tierra, que se da prisa a cubrirlo de rosas.
En Las mil y una noches no hay sepultureros que puedan hacer filosofía a lo Hamlet ni funerarias que multipliquen los chirimbolos mortuorios.
LOS JOYEROS
Guardan los joyeros cierta relación con los jardineros, la misma que existe entre las flores y esas flores y frutos petrificados que son los metales y las preciosas piedras.
Son dos mundos distintos, el de la botánica y el de la mineralogía, y es natural que de ellos se desprendan dos filosofías antagónicas, aunque relacionadas por una semejanza de técnica.
Lo mismo que el jardinero cuida sus plantas y obtiene de ellas nuevas variedades, también el joyero cuida sus metales y piedras, los trabaja y elabora y opera entre ellos injertos y cruces, que corresponden a las variedades botánicas.
En Holanda coexisten mano a mano ambos mundos, el de los jardineros y el de los joyeros, y es sumamente curioso observarlos a ambos en las sendas novelas que el escritor sefardí Israel Querido ha consagrado a describirlos, pues en ellas puede apreciarse el contraste y la analogía, que son los mismos que existen entre el tulipán y las rosas naturales y el diamante, la esmeralda o la perla, que son, al fin y al cabo, formas en distinta clase de una misma ley.
Engañosa es la aparente solidez y perennidad de la gema frente a la fragilidad y mortalidad de la flor; también las piedras enferman y palidecen y se marchitan y mueren como las rosas; la perla pierde su oriente, la esmeralda se empaña y eclipsa y todo ese mundo que parece inerte y, por ello eterno, resulta tan vivo y sensible y caduco como el de la botánica, con la desventaja de que, al morir, no resucita.
Sin embargo, los hombres han concedido más valor al diamante que a la rosa y han consagrado a esas piedras de apariencia inmortal un amor excesivo, rayano en idolatría, y han cometido crímenes y emprendido guerras cruentas y largas por su posesión.
De ahí nace la leyenda maléfica del oro y de las gemas, que con su fascinación corrompen virtudes, violan virginidades y despiertan en el hombre latencias cainitas. En la fantasía popular las flores son de Dios y las gemas del demonio. La margarita de los campos, con sus pétalos blancos y su botón amarillo, pero no de oro, es el símbolo de la bondad ingenua en el Evangelio.
Y, sin embargo, en el mismo Evangelio se encarece el valor de la otra margarita, de la esmeralda, que no es para ser echada a los cerdos, y la erige así en símbolo de la buena doctrina, que nos franquea el acceso al místico reino de Dios. Aunque ya sabemos la discrepancia de los intérpretes sobre el sentido que ha de darse a esa margarita, que algunos quieren sea la misma margarita de los campos y no la esmeralda de los mercaderes de joyas.
La coincidencia de los nombres marca una antítesis y también una analogía, y la esmeralda viene a ser el encarecimiento de la margarita y su puja en el mercado de la hipérbole. La que tiene verdadero valor en sí es la margarita silvestre, la flor ingenua y sencilla, que se da sin precio, como esas apasionadas de las baladas populares que llevan su nombre.
Hay una pugna inmemorial entre las dos margaritas, y aun en el Fausto, de Goethe, es la esmeralda o la perla la que emplea el seductor para corromper a la margarita de los campos.
La joya, la piedra o el metal preciosos, no son sino símbolos y encarecimientos materiales de los valores intrínsecos de las almas, y solo de esa relación reciben su excelencia y solo dicen bien en la corona de un rey justo o en el pecho de una mujer honesta, y solo sirven para agravar el escándalo y el ludibrio en los cabellos o en el pecho de una cortesana.
El oro y las gemas de por sí tienen un influjo maléfico aun sobre aquellos que los trabajan y cuyas almas se endurecen al contacto de esas piedras sin alma que, aunque tengan cierta vida, muestran una apariencia insensible e inerte, por lo que los griegos las ponían bajo la custodia del fúnebre dios Plutón, al que hacían simbólicamente hermano de Pluto, y ese prejuicio contra el oro que viene de las entrañas sepulcrales de la tierra y las perlas que proceden de ese otro infierno submarino persiste en todas las leyendas en que ellas intervienen.
El joyero es, por lo general, un hombre sórdido, avariento, duro y aun cruel, al que las piedras han fascinado hasta el punto de cegarle los ojos para la belleza moral y que es capaz de entregar su alma al demonio a cambio de esos tesoros que, al fin y al cabo, ha de dejar un día en el mundo.
El joyero de la leyenda ario-arábiga es, por lo general, un judío que vive miserablemente en su tenducho del zoco o del ghetto cristiano, rodeado de inútiles tesoros, que absorben toda su atención y le hacen olvidarse de ese tesoro vivo que tiene a su lado, una esposa joven y una hija que, llegado el momento, será capaz de sacrificar a su ambición infinita, pues es un místico del oro y lo busca por la alquimia y tiene pacto con el diablo, lo que quiere decir que su alma está perdida y que ha cambiado la vida eterna por la efímera, la margarita más preciada por la otra que nada vale sino por su relación con ella.
Intercalado en la historia de Dalila la ladina y su hija Seineb tenemos un ejemplo de ese tipo de judío nigromante en la figura del padre de la hermosa Kámar (Luna), dueño de unas riquezas que nadie sospechara al verlo en su tiendecilla del zoco y, sobre todo, de esa hija que vale más que todos los tesoros.
El tal judío es un mago poderoso al que sirven los genios y le labran en un momento alcázares fantásticos que con la misma facilidad surgen y desaparecen, y él mismo realiza milagros asombrosos, como el de desdoblarse en lo que hoy llamamos ectoplasias, proyectando sus miembros a distancia, como guerreros armados que luego se reintegran nuevamente a su cuerpo.
A ese temible brujo va el joven egipcio Alí, El Azogue, por indicación de su amada Seineb, con la intención de robarle para ella el velo y la corona nupcial que tiene destinados a su hija para cuando se case, y, pese a toda su astucia de pícaro, fracasa en su lucha con aquel hechicero, que lo transforma en un animal y, por cierto, en un burro, para mayor escarnio.
Pero ocurre, como siempre, que el avaro padre no ha contado con su hija Kámar, que conserva su corazón fresco de margarita natural en medio de aquellas piedras inanimadas y que se enamora de Alí, que, pese a sus picardías, es también hombre de corazón, y se niega a ser cómplice de su padre, al que debe de odiar ya de antiguo, y, en vez de eso, lo que hace es darle muerte y presentarse ante Alí y su novia, llevando no solo su equipo nupcial, digno de una novia, sino también la cercenada cabeza de su genitor.
El narrador justifica la truculencia del parricidio en el hecho de que Kámar habíase con anterioridad convertido al credo islámico, por ser el de su adorado Alí, y, antes de matar a su padre, intimóle la conversión, negándose él a ello con contumacia idolátrica, lo que en cierto modo autorizaba el parricidio con arreglo a la sura coránica, que dice: «Matad a los infieles, dondequiera que los encontréis...»
Esta historia de Kámar y su padre está tratada a la inversa por nuestro romántico Adolfo Bécquer en su leyenda toledana La rosa de pasión, en la que es el padre el que inmola a la hija al saberla enamorada de un cristiano y la crucifica en un madero, que se florece milagrosamente de una pasionaria.
La leyenda de Bécquer es interesante, pues indica una supervivencia folklórica del tema, que sin duda trajeron consigo los árabes, creadores de ese tipo de judío avariento, de corazón tan duro y no tan precioso como sus piedras, y que ha llegado a convertirse él mismo en un hombre de piedra, como esos personajes que, en ciertos cuentos de ciudades castigadas por su impiedad y su codicia, del tipo de la ciudad de bronce, se nos muestran.
Otro joyero no judío, y que por eso no llega a los extremos del anterior, pero que también peca por su excesiva devoción al oro y las piedras que elabora, es el maese Obaid, de la Historia de Kamaru-s-Semán y su amada (Noches 516 a 523), ese hombre sórdido y laborioso en demasía, tan enamorado de las joyas que se olvida de su mujer, la joven viva, y se hace acreedor a que esta le cobre aversión y huya de su lado con el joven Kamar, llevándose todas sus riquezas. Golpe tremendo que despierta al fin su sensibilidad dormida bajo la hipnosis de las joyas a la noción de lo verdaderamente valioso de la vida.
Hay otras historias en Las mil y una noches, de esa misma tendencia, que son exhortaciones al desprecio de las riquezas materiales, que distraen al hombre de la búsqueda de las otras riquezas morales y le enajenan su parte en el tesoro de los goces eternos; en esa relación pueden coordinarse aquellas historias del hijo asceta del jalifa Harunu-r-Raschid; del judío piadoso y pobre, sobre el que desciende del cielo un carbunco maravilloso, en cumplimiento de los ruegos imprudentes a que le obligara su mujer, la cual, advertida luego por un sueño revelador, torna a suplicarle formule en sentido inverso la misma plegaria; las descripciones de ciudades de piedra y bronce, cuyos habitantes perecieron de hambre y de sed, rodeados de riquezas inútiles; la historia del rey Omaru-n-Nômán, en que la codicia de unas joyas provoca una doble guerra exterior y doméstica, y, en fin, esa historia de Abdu-l-Lah, el de la tierra, y Abdu-l-Lah, el del mar, en que este último da una lección a aquel sobre la inanidad de los mundanos tesoros materiales, comparados con los espirituales y eternos.
Todas esas historias y anécdotas de probable origen búdico han pasado a Las mil y una noches al través del Evangelio y del Talmud, y ponen una fastuosa prodigalidad con que el oro y las perlas nos deslumbran en estos relatos.
LOS PESCADORES
El gesto del pescador, al echar sus redes al agua, tiene siempre algo de aleatorio y semeja una interrogación oracular al destino.
El pescador echa su red y aguarda, de igual modo que el jugador cuando deposita su apuesta; ninguno de los dos sabe lo que va a recoger, y ambos, luego de consumado su gesto, quedan en manos de la suerte, que es la que ha de decidir la jugada.
También es aleatorio el gesto del sembrador que lanza el grano; pero su éxito está más garantizado que el del pescador, pues la tierra es, en todos sentidos, más estable que el agua; el pescador es un hombre enteramente fiado a la buena voluntad del sino, de la Providencia y, en último término, de Dios.
No es raro, pues, que de antiguo la figura del pescador haya dado materia a la leyenda y la parábola y que se le haya tomado como una suerte de médium por cuyo conducto se expresa la voluntad misteriosa que rige los destinos.
El pescador, además, por razón de su oficio, es, como el marino, un ser de condición anfibia; comparte su vida entre la tierra y el agua y está en constante relación con el elemento ecuóreo, en cuyo fondo hay también tierra, y en cuyo seno no hay solo peces, sino también tesoros y riquezas y criaturas más o menos semejantes a los hombres y mujeres de la tierra y monstruos deformes y atrayentes, a un tiempo, como las sirenas.
El pescador, desde su orilla o su barca, tiene los ojos y el alma hundidos en el agua y aspira a pescar no solo peces, sino también todo cuanto el genio misterioso del agua quiera echar en sus redes; es un hombre modesto y ambicioso, en una pieza, igual que el jugador, pues puede esperarlo todo de la suerte y hacerse rico de una jugada o salir con las manos vacías.
El pescador tiene la misma psicología supersticiosa del jugador; como este, cree en predestinaciones, en jettaturas, buenas y malas rachas, y así como el jugador cambia de naipe, también él muda de sitios sus redes y va tanteando el pulso a la fortuna.
Hay veces que el pescador no pesca nada en muchas horas, y de repente cámbianse las tornas y hace copo como el jugador hace pleno.
Igual que el jugador, se crea entidades psíquicas que lo protegen y combaten; también el pescador cree en genios buenos y malos, en misteriosos habitantes de las aguas, cuyos rostros cree ver o vislumbrar en el cambiante moaré de las ondas.
Son los pescadores, tanto como los nautas, los que han creado, fantaseando sus errores ópticos, esas entidades fabulosas de sirenas, tritones, ondinas, hipocampos y demás monstruos marinos; toda esa mitología ecuórea, común a todas las razas antiguas, y que preside el famoso Anciano del mar, ese dios de formas cambiantes que unas veces es Neptuno y otras Glauco o Proteo, cuyas características se desdoblan en múltiples simbolismos, y en sus últimos avatares encierra una teología.
Los pescadores son los depositarios de esas tradiciones legendarias que ellos inventaron y siguen creyendo en ellas, luego que ya los hombres de tierra adentro les negaron su fe; el pescador no dejará nunca de creer en esos mitos acuáticos, en la existencia real de esos seres maravillosos y de esos tesoros que pueden echar en su red, si a bien lo tienen.
¿Cómo ha de dudar de eso el pescador, si más de una vez se le manifestaron esas entidades prodigiosas? Llenas están las leyendas de casos en que el pescador pescó un tesoro que lo hizo rico de un golpe o algo más valioso todavía: una ondina o una nereida de belleza fascinadora que se prendó de él y lo condujo a sus alcázares submarinos, de nácar y coral, de una magnificencia superior a la de los jalifas.
El pescador puede esperarlo todo; el fondo del agua está lleno de prodigios, porque está encantada; basta que el Sino o Alá quieran para que la red vuelva a la tierra cargada de una presa maravillosa.
Basta tener paciencia, esa paciencia que es otra virtud del jugador vicioso; hay que insistir si la suerte se resiste y barajar las aguas, como el tahur sus naipes, y saber llevar bien las burlas que a veces nos dirige el Sino.
Hay pescador que, al tirar de la red pesada, con la esperanza de haber captado una riqueza, se encuentra que lo que en ella venía era un burro muerto, un montón de cascajo y arena o algo todavía peor: el cofre en que un asesino metió los restos descuartizados de su víctima.
En este caso el pescador sirve de agente providencial para el castigo del culpable.
Pero hay otros casos en que el pescador pesca la redoma de hierro en que un poderoso genio sufre prisión por haberse rebelado contra su señor, el rey Soleimán, y si el pescador es hábil y, antes de libertar el cautivo, sabe encadenarlo a su voluntad, mediante juramentos irrevocables, tendrá en él un servidor obediente y poderoso, capaz de proporcionarle todo cuanto desee.
Sería menester un grueso libro para inventariar todas las cosas prodigiosas que los pescadores humildes han sacado del fondo de las aguas, y entre ellas figuraría ese célebre trípode de oro que captó en su red un pescador griego y que sirvió de ocasión para que se descubriera que el hombre más sabio de su tiempo, por serlo más que los siete sabios reconocidos de entonces, era Biante.
Por todo ello el pescador se ha convertido en el símbolo del hombre humilde, dotado de una fe y una esperanza ilimitada, cualidades que explican que actúen de personajes principales en el Evangelio y que Jesús reclutara entre ellos sus primeros discípulos; solo los pescadores de Galilea podían creer, desde luego, en las palabras del Maestro, que les prometía la vida eterna, el tesoro de los tesoros, y se hicieran pescadores de almas en vez de pescadores de peces.
Los pescadores de Galilea hicieron la mejor de sus pescas el día que se les apareció Jesús, pues pescaron el reino de los cielos y asumieron tal importancia en el drama de la redención que el Evangelio, que empieza con la nota geórgica de los pastores, se impregna luego del espíritu de la égloga piscatoria.
El Evangelio plasma ya el tipo místico con que figura el pescador en los cuentos de Las mil y una noches; ese hombre bueno, paciente y tan pobre de espíritu y de medios, que ignora la técnica de los oficios cualificados y no posee más de esas redes corcusidas que arroja al agua como un memorial, invocando el nombre de Dios.
El oficio de pescador es tan sencillo que no requiere ciencia, y a él se dedican, por ello, esos hijos de mercaderes arruinados a quienes la muerte del padre dejara en la miseria; Chúder, el buen hijo y buen hermano, se improvisa así pescador para mantener a su familia y, estando en esa ocupación, conoce al mago mogrebi que ha de conducirle a la fortuna; igual le sucede a Abdu-l-Lah, el de la tierra, ese otro pescador improvisado que, a la primera redada, pesca a Abdu-l-Lah, el del mar, que ha de franquearle el acceso al mundo submarino, lleno de tesoros.
Pero al lado de esos improvisados pescadores, comparables a esos jugadores de paso que se enriquecen tan pronto que no llegan a ser verdaderos jugadores, hay los pescadores de profesión, encanecidos en el oficio, que viven de la pesca y todos los días o todas las noches van a echar sus redes al agua, en demanda del sustento suficiente a ellos y los suyos y de la añadidura que Alá sea servido de darles; hombres encanecidos en la profesión, que nunca tuvieron la suerte de pescar nada extraordinario, y apechugaron con su pobreza vitalicia, sus redes remendadas y sus caftanes harapientos y piojosos, sin perder del todo la esperanza, aunque a veces den al viento en coplas sus quejas, en tanto lanzan al agua, sin fortuna, sus viejas mallas.
El tipo genérico de ese pescador es el viejo Kerim, que figura en varias historias y siempre en relación con el jalifa Harunu-r-Raschid, como si el narrador quisiera ponerlo en contacto con el poderoso sultán y unir, con intención trascendente, mediante el hilo del diálogo, al humilde que nada tiene y vive del puro albur con el poderoso que todo lo tiene y acaso no es feliz.
El pescador Kerim es un jugador sin suerte que a veces echa reiteradamente la red sin sacar nada, por lo que tiene que andar con la red de un sitio a otro, a lo largo del Dichle, probando fortuna, y, a impulsos de la necesidad, se mete en vedado, es decir, en esa pequeña ensenada que el río forma delante de los jardines del jalifa adonde afluyen los peces y también los pájaros de cuenta, los maleantes de Bagdad, por lo que el soberano tiene prohibido que nadie se acerque allí.
Pese al riesgo que supone infringir esa orden del monarca, Kerim, que no tuvo suerte durante el día, va a echar sus redes en aquella ensenada, a la luz de la luna—esa luna de Bagdad que refulge como un sol de noche blanca en San Petersburgo—, y, en tanto aguarda, canturrea ante la puerta del jardín una canción, quejándose del sino como Simbad, el de la tierra, el costalero, en aquellos versos que recita a la puerta de Simbad, el marino.
En ese momento preciso lo sorprende el jalifa, que salió de palacio disfrazado de mercader, en compañía de su visir Châfar, y hay entre ambos un diálogo significativo, en que el jalifa reprocha sus quejas al pescador y este le contesta con un donaire y una ingenuidad que desarman al soberano.
Harunu-r-Raschid está aquella noche de buen humor, pues ha descubierto en su palacio del jardín unos huéspedes insospechados, jóvenes y alegres, y entre ellos una muchacha de bello rostro y, lo que es más para ese rey melómano, de bella voz—Anisu-l-Gulais—, y los quiere obsequiar, a fuer de dueño, aunque ellos lo ignoren, de la casa.
No insistiremos en detalles que el lector recordará o podrá hallar en la historia; lo más interesante a nuestro propósito es hacer notar el aire festivo de ese episodio entre Kerim el pescador y Harunu-r-Raschid, el emir de los creyentes, señor de los hombres y los genios, y el plano de cordialidad en que se desarrolla el diálogo entre uno y otro.
El soberano aquella noche siente el antojo de hacer de pescador, quizá contagiado de la felicidad de espíritu de que goza Kerim en su pobreza, y le compra a precio de rey los peces que pescó y luego cambia de ropa con él, es decir, trueca su lujoso traje de mercader rico por los andrajosos del viejo, que, además, están plagados de piojos.
No tarda en sentir el jalifa el escozor de aquellos huéspedes voraces y le lanza al pescador una exclamación de asombrado reproche, a la vez que el viejo Kerim, encogiéndose de hombros, responde bonachón:
—¡Bah! Eso es, señor, la falta de costumbre; ya te irás haciendo...
Todo este paso tiene un corte proverbial, que salta a la vista; es el parangón entre el hombre del pueblo, pobre, pero ya avenido a su pobreza, por la fuerza de la costumbre, hasta el punto de no sentirla, y el señor delicado, que, también por la fuerza de la costumbre, no sabe apreciar su dicha y es vulnerable a la menor molestia...
Por ello, el jalifa padece de insomnios y ataques de hipocondría y sale de noche de su alcázar a pescar emociones, en tanto Kerim lo hace por la pura necesidad, y esta noche se irá a acostar tranquilo y dormirá a pierna suelta, sobre las monedas que le ha dado el jalifa.
Así también, inesperadamente, Kerim ha hecho esa noche una magnífica pesca.
Estas historias de pescadores abundan tanto en el libro que Roso de Luna, con razón, las considera, en El velo de Isis, como múltiples versiones de un solo mito, del mito del Pescador, al que sigue el rastro a través de todos los avatares de ese personaje simbólico que, según él, encarna una tradición de las referentes a la perdida Atlántida.
Prescindiendo de la interpretación ocultista que el docto teósofo da al mito, es interesante e instructivo seguirle en ese erudito periplo que realiza en torno a sus personificaciones miliunanochescas y en el curso del cual les encuentra sorprendentes afinidades con las de otras historias y leyendas, como la española de Juanillo, el pescador.
Empieza el recuento por ese viejo pescador—que en la versión Mardrus se llama Kerim y en la de Bulak queda anónimo—y que en el cuarto cuento del libro titulado Del pescador y el «efrit» (Noche 3), pesca una vasija de azófar, en la que está encerrado un poderoso genio, reo de rebeldía contra el rey Salomón.
El pescador, cediendo a los ruegos y promesas del cautivo, lo pone en libertad, y entonces este le notifica que va a matarlo, en cumplimiento de un voto que hizo dentro de la redoma, sin que pueda hacerle otra gracia que la de dejarle elegir el género de muerte.
El pescador, astuto, que no en balde es pobre y veterano en el oficio, discurre en el acto un ardid salvador: picarle el amor propio al efrit poniendo en duda que con su talla de gigante haya podido caber en la exigua redoma, y aquel, entonces para convencerlo, se encoge y vuelve a meterse en ella.
Ya está otra vez cautivo y el pescador no lo dejará salir ahora, sino luego que se haya comprometido, bajo solemne juramento, a no hacerle ningún mal; cumple el genio su palabra y además lo lleva a cierta alberca, donde pesca unos peces de colores que le granjean una fortuna tal que no necesitará pescar ya más en toda su vida.
Sigue a este pescador afortunado el no menos venturoso llamado Jalifa, que figura en la Historia de Jalifa y el jalifa (Noches 894 a 910).
El pescador Jalifa, luego de echar infructuosamente diez veces al agua su red, saca a la undécima, en ella, un mono feísimo y, además, tuerto y cojo.
Despechado Jalifa ante aquella burla de la suerte, dispónese a matar al simio; pero entonces este le suplica le perdone la vida y le aconseja vuelva a echar la red y pruebe nuevamente fortuna; hácelo así Jalifa y saca del agua otro mono, pero muy distinto del primero, es decir, un mono monísimo y además vestido de azul y adornado de áureas joyas; tal, en fin, que Jalifa piensa si será el rey, el dios de los monos.
No es tanto el lindo simio; pero es la mascota, el fetiche, al que debe toda su fortuna el rico judío Abu-Sâda, que todos los días le dedica su primer mirada al levantarse y la última cuando se acuesta.
El mono guapo aconseja también a Jalifa que torne a echar las redes, y así lo hace el pescador, sacando aquella vez del agua un pez extraordinario, de ojo de oro y escamas de diamantes, que, por indicación del simio, va a ofrecer al judío Abu-Sáda, a cambio de su mono guapo, de su mascota.
Acepta el mercader el trato, cegado por la codicia, y desde entonces el mono guapo pasa a ser la mascota del pescador, al cual se le transfiere toda la buena suerte del judío.
También en la Historia de Baibars y de los capitanes de Policía (Noches 533 a 542), que Roso de Luna relaciona, sin base seria, con la legendaria novela japonesa de Tamenaga Schunsuy—Los cuarenta y siete capitanes—en que figura un pobre pescador, Mohammed, hijo de Mohammed, que, al echar un día las redes al agua, saca no un feo simio, sino un lindo salmonete, que en lenguaje de persona lo interpela y le dice: «No me eches a la sartén; vuélveme al agua y yo haré que te cases con una princesa.»
Torna Mohammed al agua al parlanchín salmonete y por su indicación lábrase una barca, métese en ella y, guiado por él, dirígese a la Tierra Verde, a la que tarda en llegar siete años.
Por bien empleados puede darlos el joven, pues, a vueltas de muchos incidentes, logra casarse con la hija del rey de la Tierra Verde, saliendo vencedor de tres rivales en las pruebas a que la princesa los somete y que consisten en restituirle su anillo que lanza al agua y atravesar incólume por entre un camino de fuego tendido desde el palacio al mar. En esta última prueba perecen los tres rivales y Mohammed se salva, con la ayuda del pez, que también le hizo triunfar en la primera.
Roso de Luna relaciona esta historia del pescador Mohammed, guiado por un pez hacia el mar y la ventura, con el paso bíblico de Tobías y el arcángel Rafael, que también ostenta un pez milagroso prendido de su báculo y que también encierra un misterio de amor y predestinación, y en ello damos la razón al teósofo, tanto más cuanto que en nuestro libro Los valores eróticos en las religiones. De Eros a Cristo, al que remitimos al lector, hemos tratado de desentrañar, aunque desde otro punto de vista, ese doble misterio.
Hay aún en Las mil y una noches otra historia de un pescador que, por indicación de Yasmina, la sabia y bellísima esposa de un sultán de Bagdad, que está asomada a la ventana del alcázar, echa sus redes al río y pesca un botecito de cobre rojo, rehúsa la moneda que la sultana le ofrece y pide por él un solo beso que aquella se apresura a darle con sus rojos labios.
Caro paga ese sorbo de delicia el pescador, pues el sultán, que presencia la escena, manda a sus guardias que lo cojan y lo arrojen al río, donde perece ahora. Pero eso no quita para que el pobre pescador haya pescado un beso de sultana, que nunca pudo esperar.
A lo largo de todas estas historias de pescadores puede seguirse siempre el leit-motiv evangélico-talmúdico de exaltación del humilde y el pobre de espíritu, del ebiónico desprecio de las riquezas y bienes temporales y el típicamente coránico de la absoluta confianza en el Sino, y en todas ellas el pescador es un hombre de fe, que fía en la Providencia y vive resignado con sus harapos, esperando hallar un día un tesoro que resuelva de una vez el problema de su destino mundano, en tanto con su paciencia y su esperanza se está ganando diariamente el reino de los cielos.
LOS CAZADORES
Es notable que el pescador no tenga en árabe un vocablo especial que lo designe; gramaticalmente es también un cazador, un ziyad, y, con efecto, un cazador es, en cierto modo, así como el cazador es un pescador; la técnica de uno y otro son semejantes, sobre todo cuando el cazador emplea la red y solo difiere cuando se sirve de la ballesta y adopta el gesto francamente agresivo que caracteriza propiamente al deporte cinegético.
El cazador de pájaros con red y liga que figura en múltiples anécdotas de Las mil y una noches es un verdadero pescador en tierra o, mejor dicho, en aire, y en todo procede como el pescador en agua; planta la red y espera a que la presa pique y caiga.
Los cazadores de pájaros son también de fábula, parábola y leyenda en la literatura folklórica; en los Avadaras indostánicos hay más de un apólogo tomado de la vida de esos hombres, humildes como los pescadores, pero no tan sencillos y buenazos como ellos, de igual modo que el pájaro no tiene la roma estupidez del pez.
Hijo del aire, el pájaro tiene la volubilidad de su elemento; es desconfiado y astuto, y su cazador tiene que serlo también, y en grado superior.
El cazador de pájaros no tiene particular relieve en Las mil y una noches, donde solo hace incidentalmente acto de presencia, sin que llegue a adquirir categoría profesional; la caza del ave se intercala allí en el epígrafe general del deporte cinegético, que practican príncipes y magnates.
A estos sí es frecuente verlos entregados a ese deporte, persiguiendo gacelas y aves, con la ballesta y con la red; la caza es para reyes y próceres un derivativo, un medio de distraer la mente cansada y también de desfogar su enojo ante una contrariedad de amor o de otra índole, gastando en esa actividad una energía sin objeto inmediato.
Todo sacrificio de animal es simbólico y supone una permutación, como en el caso de Isaac, sustituido en el ara por un cordero.
Las cacerías de Las mil y una noches, descritas con un laconismo esquemático, no forman cuadros de carácter como los que nos brinda la antigua pintura persa o la tapicería bordada de los indios, y solo son interesantes por los incidentes inesperados, a veces ajenos a la caza, que en ellas se desarrollan.
Así, por ejemplo, ese paso en que el rey Anuschirván, aquejado de la sed en el curso de una cacería, va a llamar a una casa rústica, en demanda de agua, y es atendido por una joven que, de Paso que le sirve el agua, le da una lección de templanza y de sabia política.
También el jalifa umeyya Abdu-l-Mélek, que ha salido de cacería con intención de divertirse y entregarse de paso a todos los placeres, tiene ocasión de conversar con un varón justo y recto, el cual le dice tales cosas que lo mueven a llanto y le hacen desistir de su frívolo plan.
Hay en todo eso ecos y resonancias de la prevención bíblica contra el cazador, que sacrifica vidas para su placer y que delata una psicología de tirano, según se ve en el mito de Nemrod.
Quizá en la misma idea se inspiren esos cuentos en que el cazador se extravía, persiguiendo una airosa gacela que, coqueteando como una mujer, lo aleja de los suyos y luego desaparece, dejándolo perdido en un desierto. Tal le sucede al joven príncipe Chanischah en la historia que lleva su nombre.
Hay en esos cuentos, cuyo tema puede seguirse hasta nuestros días, pues en la época romántica aparece en la leyenda becqueriana de La corza blanca, una advertencia contra los peligros de la ilusión, engendrada de la concupiscencia, que hace que el hombre, por perseguir una quimera vana, se olvide de sus más entrañables afectos y, sobre todo, olvide a Dios.
Esas gacelas y esas aves maravillosas son a veces apariencias tentadoras de que se vale Iblis para extraviar y perder a los hombres.
A veces no es una gacela, sino una algola en forma de mujer la que se atraviesa en el camino del joven cazador, y con engaños lo lleva hasta su antro de vampira.
Esas apariciones peligrosas, que extravían al cazador y le hacen seguir falsas rutas, son simbólicas de las falsas tendencias inconscientes, de las vocaciones erradas, de lo que Goethe llamó falsas aptitudes.
Representan una admonición de la sabiduría antigua contra el aturdimiento irreflexivo, que se abandona al primer impulso, a la corazonada, a la primera voz interior, sin aguardar a la segunda, que es la auténtica, la del daimon intimo, que no en vano todos esos cazadores extraviados son jóvenes sin experiencia con la psicología pasional propia de su juventud y que, al salir de cacería, van en busca de aventuras y con el secreto anhelo de cazar un amor.
El amor está, efectivamente, al final de todos sus zigzagueos, y por lo general el ave o la gacela que, al parecer, los despistó, no hizo sino encaminarlos adonde ellos deseaban.
El pájaro azul, la imaginación, siempre nos induce a algún tesoro, aunque solo fuere al que supone el saber que no existe, lo que nos hace olímpica o búdicamente impasibles para todas las tentaciones.
Esta es la enseñanza que puede deducirse de esas historias del cazador extraviado.
LOS PASTORES
No figuran los pastores en Las mil y una noches con la misma importancia corporativa, por así decirlo, que las demás profesiones. Sus presencias en el libro son incidentales.
Pero hay una, la titulada Historia del príncipe Yasmín y la princesa Allosa (Noches 818 a 821), en que el pastor aparece nimbado de prestigio místico, surgiendo del fondo antiquísimo de mitos y leyendas, de carácter panteísta, que simbolizan en el Buen Pastor el alma amorosa de la Naturaleza, penetrando de eróticas ansias a todas las criaturas.
El Buen Pastor es una figura mística cuya creación no puede atribuirse a ningún pueblo determinado, pues en todos ellos aparece como idealización del estado pastoril de los primeros hombres y símbolo de la soñada Edad de Oro, de la vida sencilla y feliz en las Arcadias, esas dichosas repúblicas de pastores regidas por el pacífico cetro del cayado y la pauta musical de la siringa; esa vida sin complicaciones ni necesidades que los poetas griegos y latinos pintan en sus églogas con tan seductores y atrayentes versos y que en los siglos todavía más civilizados que los suyos escribieron los creadores de la novela pastoril, con un encarecimiento de artificio y nostalgia.
El Buen Pastor, que cuida paternalmente a sus ovejas, las conduce a los mejores pastos y las guarda del lobo, es en la Biblia el propio Yahvé, que vela sobre David, su oveja, y lo defiende de sus enemigos—los humanos lobos—y David lo invoca en términos adecuados a su condición pastoril, que tiñen de égloga sus Salmos y truecan su arpa en caramillo.
David expresa en ellos esa misma nostalgia de la época patriarcal que los griegos plasmaron en diversos mitos, como los de Pan y Orfeo, en que nos muestran un mundo ideal de paz y de amor, regido por la música que templa los afectos.
Pan, en el mito griego, es el alma universal, el amor que todo lo anima, y su rústica zampoña expresa la divina armonía de la Naturaleza.
Todo el idilio griego en Teócrito versa sobre el amor de Pan, simbolizado en el sátiro, en las ninfas, y el amor de las ninfas, símbolo de la cambiante belleza universal, a Pan, que también es mudable y vario, como el universo sensible.
El sátiro y la ninfa juegan al escondite en la égloga helénica, coquetean, se acercan, se huyen y, en esos escarceos, gozan de momentos de feliz conjunción, de una intensidad que equivale a una vida.
Este juego simbólico lo vemos reflejado no solo en el idilio griego, sino también en el hebraico Cantar de los Cantares y en el Gita-Govinda hindú, esa obra de la decadencia sánscrita que tanto influyó en el misticismo de los sufíes persas.
Quizá por este conducto llegase hasta los árabes esa idea mística del Bello o el Buen Pastor, del Krischna hindú, que encontramos corporeizada en el príncipe-pastor Yasmín, que da nombre a la historia miliunanochesca en que se describen sus amores con la princesa Allosa.
Significativo es el hecho de que sea un dervisch quien, con sus elogios de la bella princesa, despierta en Yasmín la pubertad dormida y fija en Allosa su pánico erotismo, desparramado en toda la Naturaleza.
El príncipe Yasmín había vivido hasta entonces feliz y tranquilo, pastoreando los rebaños de su padre y entreteniendo sus ocios con los sones de su albogue rústico.
Es el dervisch quien, en pago del cuenco de leche con que lo obsequia, le revela la existencia de Allosa—la ninfa-princesa—y lo saca de su inocente éxtasis musical, movilizando todos sus anhelos hacia esa forma concreta, humanizada, personal, de la Naturaleza multiforme.
El príncipe Yasmín deja en el acto su bosque nativo, su selva pánica, para ir en busca de su ninfa, la princesa Allosa, hija del rey Akbar, que, aun sin conocerlo, lo aguarda impaciente, por haberlo visto en un sueño de su virginal erotismo, y ha caído en un estado de tal languidez que, como la princesa rubeniana—está triste, está pálida...—, está, en una palabra, enferma de amor.
De esa psicosis pasional, de esa inquieta expectación sin objeto preciso, viene a sacarla una de sus doncellas, poniéndola en presencia del joven Yasmín, que ya se ha hecho notar en aquel reino por su belleza y su don musical. Pues nuestro príncipe lleva a todas partes su rústico albogue, sin el cual no sería un perfecto pastor.
La princesa logra que su padre tome a su servicio al príncipe en calidad de rabadán de sus muchos rebaños de vacas y ovejas. Y el príncipe-pastor llevaba desde entonces sus rebaños a pastar a los campos, donde los dejaba desparramarse a su capricho, y, al oscurecer, los reunía al reclamo de su caramillo y los encerraba en los regios establos. Y él se pasaba las noches en los jardines del rey, en coloquios y caricias con su amada Allosa, no menos apasionados que los de Salomón con la Sulamita, y los de Radha con Krischna, y los de Orfeo con Eurídice.
Pero como es de rigor que algo venga a separar a esos amantes para simbolizar los afelios y los otoños, esos alejamientos y desvíos que la Naturaleza impone al amor de sus elementos, para que no lleguen a fundirse y disolverse otra vez en el caos, sucede que el padre de Allosa se entera de las relaciones de su hija con el lindo pastor y, para cortarlos de una vez, enciérrala a ella en un gineceo y envía a Yasmín con sus rebaños a una selva peligrosa, refugio de fieras terribles, en la que nadie se atrevía a penetrar, ni siquiera a acercarse.
Penetra en ella el inocente Yasmín con sus rebaños a la hora del amanecer y se sienta en una piedra blanca, y dejando en libertad a su grey, se dispone a tañer su zampoña, para endulzar su amargura con aquella miel de armonía.
Y hete aquí que dos cerdos-gamos, rugiendo amenazantes, se dirigen al príncipe con intención de devorarlo, pero al oír los primeros sones de la flauta rústica del pastor ambas fieras se detienen como hipnotizadas.
Y Yasmín se levanta y, sin dejar de tañer su caramillo, echa a andar rumbo a la corte y los dos monstruos lo siguen, con la misma mansedumbre y docilidad que las ovejas y las vacas de sus rebaños.
Y Yasmín coge a las dos fieras y las encierra en sendas jaulas de hierro y se las ofrece al rey Akbar, en señal de homenaje.
Quédase el rey perplejo, sin saber qué determinación tomar; pero los hermanos de Allosa intervienen entonces y obligan al viejo monarca a ordenar la boda de la princesa con su primo—el hijo de su tío—, lo que marca una inferencia de la época: los matrimonios endogámicos.
Y el viejo rey ordena la boda, cuyos ritos se organizan en el acto. Asiste a ellos Yasmín con los demás servidores de la casa y cualquiera diría que ya no restan esperanzas para los dos exquisitos amantes.
Pero no hay tal, pues basta que Yasmín cruce una sola mirada con la princesa para que ambos queden de acuerdo y el Amor triunfe del Sino, que grande es el poder de dos miradas encendidas en el fuego interior, capaz de abrasar los mundos.
Para terminar: que, llegada la noche, la princesa se escapa de la alcoba nupcial y va a unirse con su amado Yasmín y ambos desaparecen de allí sin dejar rastro. «Se volatilizaron—dice el libro—como el alcanfor.»
Fácil es ver en esta tierna y lindísima historia, de indudable origen sufí, un trasunto, apenas islamizado, de los mitos de Pan y Krischna, con una inferencia del de Orfeo, al compás de cuya música echaban a andar detrás de él animales, árboles y piedras, la Naturaleza toda, seducida e hipnotizada.
El príncipe Yasmín es una personificación del erotismo panteísta de los pueblos antiguos, de esa religión de la Naturaleza, de ese paganismo que la represión monoteísta no pudo nunca sofocar del todo, y, al menos como Poesía, siguió inspirando la mística de las severas religiones unificadas.
El Buen Pastor atrae siempre las almas con el reclamo de su mágica música pánica y hace entrar aires de selva primitiva en los templos de piedra, en que los árboles se han vuelto columnas y la enramada bóveda; pero que no por ello dejan de ser selvas capaces de estremecerse y vibrar de amor cuando la música—órgano o caramillo—revive el alma dormida de sus piedras y leños.
Toda música es pánica por naturaleza. Y la música, sin la cual no puede pasarse ningún rito, introduce en él una bocanada emocional que remueve lo inconsciente del hombre y lo pone en estado de naturaleza, en estado de universal amor.
La mística sufí, como la linda del mito de Krischna y como toda mística en general, tiende a despertar en las almas ese sentimiento de amor difuso y efusivo que fue primario en el hombre y que las religiones y la ley tratan de encauzar en el marco de instituciones sociales. Porque el amor que crea las sociedades resulta luego peligroso y subversivo para su existencia, y así hasta el amor a Dios queda condicionado, limitado, en las religiones de base positiva, organizadas. Los sacerdotes tienen miedo a ese amor desordenado a Dios que lleva al panteísmo y también al amor exaltado a la criatura, que puede destruir en un momento toda la labor represiva de los instintos, que ha costado siglos de doma. Pero los instintos represados no están muertos, sino latentes, y basta que la flauta de Pan se deje oír para que las criaturas lo abandonen todo y sigan, como las ovejas, al bello dios pastor. Yasmín es la personificación de los virginales sueños eróticos de la princesa Allosa, y en cuanto esta lo ve se siente dominada por su hechizo y le sigue igual que sus rebaños y que las dos simbólicas fieras, súbitamente amansadas. Por Yasmín abandona su casa, a su padre ya sus hermanos, igual que hacen los místicos de todas las religiones, seducidos por la palabra o la música del dios del amor. La siringa de Yasmín relaciona este idilio sufí con todas las tradiciones pánicas del helenismo yes la misma flauta de que los dervisches se valen para provocar sus crisis de exaltación orgiástica, seguidos de esos estados de catalepsia mística en que gozan de sus inefables uniones con la divina esencia, y también ese tam-tam, insistente y monótono, que en la selva africana anuncia el tiempo de las danzas pandémicas en que corre la sangre de las desfloraciones.
La sangre es otro nexo que relaciona estos ritos de idéntico carácter. Los dervisches, en su fervor místico, aúllan como licántropos y se infieren heridas como los antiguos sacerdotes de Cibeles, que traían su origen de Atys, el bello pastor frigio.
Coribantes, bacantes, curetes, son reviviscencias periódicas de esa erótica mística que despierta en el hombre impulsos regresivos de vuelta a la selva madre.
El Bello o Buen Pastor es unas veces Pan, otras Baco, otras Krischna; los nombres cambian, pero el dios es el mismo. Un dios anárquico, disolvente, que, con su canto irresistible, remueve lo subconsciente del hombre y anula en él toda labor controladora y refrenadora de las civilizaciones. Y los hombres, al sentir su reclamo, dejan las ciudades y se lanzan a los campos, al bosque, a la selva, cantando, gritando, aullando, danzando y gesticulando, en un remedo instintivo de la antigua pantomima zoológica.
Es el mismo misterio que en el folklore húngaro se simboliza en el violín del gitano, que turba los sueños de las jóvenes y acaba por atraerlas al bosque y hacerlas caer en sus brazos, como hipnotizadas.
Nada se nos dice del ulterior desarrollo de la vida de ambos enamorados; desaparecen y se pierden, sin dejar rastro; se volatilizaron como el alcanfor. ¿Para qué decir más?... Amores así sería vulgar que terminasen en boda.
Es lo más probable que ninguno de esos dos fugitivos volviese ya jamás al reino de sus padres... Huyeron de la civilización, volvieron a la selva, a la Naturaleza, se perdieron en el mito... ¡Felices ellos!
LOS SUFIES.-EL «DERVISCH»
Los sufíes, cuyo nombre se interpreta diversamente—según unos se deriva del sophos griego, según otros del vocablo árabe sof osuf—lana—por alusión al sayal de lana que vestían esos ascetas, por lo que el movimiento místico promovido por ellos en el Islam se denomina Tassuf o Sufismo: los sufíes, cuya filosofía mística viene a ser un neoplatonismo, con aportes de toda clase y origen, aparecen en Persia en el siglo I, aproximadamente, de la hechra, e introducen en el Islam, de suyo práctico y combativo, el espíritu de renuncia y contemplación.
Los sufíes son los místicos del Islam. Los anacoretas y monjes que se inhiben de toda función civil o militar y solo aspiran a vivir entregados a la contemplación, merced a la cual llegan a absorberse en Dios, ese Sol que continuamente irradia sus rayos de luz, que atraen a las almas de los elegidos, como la luz de la lámpara atrae a la mariposa, que va, feliz, a abrasarse en las llamas, según el símil del poeta Sâdi.
Todo lo que hay de corriente mística en Lasmil y una noches es aportación de los sufíes, estos quietistas, estos místicos razonadores como los sofistas griegos, y que, como ellos, eran mal mirados por los hombres activos y laboriosos y, sobre todo, por las autoridades islámicas, que veían en ellos un peligro para el Estado, tanto más cuanto que pertenecían a la raza sojuzgada y bajo sus no muy claras teorías religiosas podía encubrirse un nacionalismo político.
De igual modo que los sofistas griegos habían minado en su época la solidez de las instituciones helénicas, con el disolvente del análisis, podían también los sufíes, en plan de nacionalistas, tender a relajar con su misticismo inhibitorio los fuertes ligamentos políticos, el «fascio» con que Mahoma había atado a su pueblo.
Los sufíes, al poner todos sus esfuerzos en lograr la reabsorción en Dios—esa especie de nirvana—, se desentendían de todo deber religioso o político y, además, infundían en las almas simples emanaciones del alma divina, un ansia morbosa de anulación de la conciencia y de la propia personalidad, para volver al foco primordial de irradiación y disolverse en él.
Para los sufíes no había distinción esencial entre el propio yo y los de los demás, ya que todos eran emanación de una misma esencia divina, en la cual aspiraban a fundirse; profesaban, pues, un comunismo de las almas que podía tener trascendencia social y alarmaba a los burgueses de entonces.
Difícil es puntualizar las verdaderas doctrinas de los sufíes, desnaturalizados por sus detractores, así como también fijar fecha y lugar precisos a su aparición, ya que se encuentran irradiaciones de la mística sufí en obras tan distantes temporal y espacialmente como El cantar de los cantares y el Gita-Govinda sánscrito. Y la radiactividad sufí sigue manifestándose todavía en la India, en muchedumbre de sectas o hermandades, como la de los bsuls, de que Rabindranath Tagore habla en interesante libro.
Los que todo lo derivan de la India consideran al sufismo como oriundo de ese país y consecuencia de la revolución religiosa operada por el Evangelio de Krischna o el Buen Pastor, que inspiró el famoso poema místico de Gita-Govinda del bengalés Jayadeva, en el siglo XII, o sea VI, aproximadamente, de la hechra.
Pero ya antes de eso existía el misticismo ascético de los brahmanes, que también renunciaban al mundo y se hacían bhikschus o monjes troteros y mendicantes, como los dervisches del sufismo.
Lo que caracteriza sobre todo la doctrina sufí es el matiz erótico y la forma conyugal en que conciben las relaciones del alma con Dios, de la misma manera a como se describen en el poema citado los amores que tienen lugar entre Radha y Krischna, la oveja y el pastor.
Los sufíes han debido pulular anónimamente por la Persia islamizada antes de marcar en ella una época en su historia y en su literatura. Lo cual ocurre por cierto entre los siglos XIII y XIV, cuando los persas, que ya se habían semiemancipado de los jalifas de Bagdad y conocido esa embriaguez de exaltación nacionalista que se refleja en el Schah-Nmeh, de Firdusi, vuelven a caer bajo otra tiranía más bárbara y cruel: la de los mogoles del feroz Tamerlán.
El sufismo representa esa psicosis mística que surge en todos los pueblos en las épocas de crisis nacionales en que las almas, desencantadas de la vida, cierran los ojos, se encierran en sí mismas y buscan un anestésico espiritual a sus dolores.
El sufí quiere evadirse del mundo y se refugia en la torre de marfil del ensueño y la poesía. Poético fue, sobre todo, el influjo del sufismo en Persia, y todos sus grandes poetas, a partir de Firdusi, están impregnados de su misticismo sutil, exquisito, como un sueño de opio.
Sufíes fueron Sâdi, que en su Gulistán (Rosalar) y su Bostón (Jardín) expone con bellas y delicadas imágenes la doctrina del sufismo; y Cheladu-d-Din Rumi, que en su Menesvi hace lo mismo, con mayor espiritualidad, pero con menos genio poético; y Feridu-d-Din Attar, que, con menos estro que Cheladu-d-Din, subraya sobre todo el aspecto moral de la doctrina en su Pend-Námeh o Libro de los consejos y en su Mantiku-t-Tazir o Lenguaje de los pájaros.
Y sufíes son también Hafiz, el gran poeta de Schirá, al que sus contemporáneos llamaron Rey de los poetas, y cuyas obras, populares en toda Persia, eran veneradas hasta el punto de consultárselas como oráculos. Y Chami, el autor del Nefahatu-l-Uhs o Efluvios de la intimidad con Dios, y Mohammed Schebisteri, el del Guslachen-i-Ras o Jardín de los secretos, que cierra dignamente la serie.
Todos estos poetas expresan, en versos de un preciosismo refinado, ideas «derrotistas»—que diríamos hoy—, ideas de renuncia y fuga espiritual, en unos términos que rayan en la disolución psicopática, en el aniquilamiento del yo.
El único que da una nota de rebeldía, byronniana, escéptica y viril en ese coro de poetas sometidos y espiritados, de una blandura femenina, es Omar Jayyan, el de las Rubayat, en sus estrofas sarcásticas, desesperadas; pero él también está picado del mal endémico y, después de revolverse contra el Destino y contra la vida y la muerte, cae en la apatía de los sufíes y trata de aniquilarse y diluirse, no en la divina esencia, sino en vino, en el vino famoso con sabor a rosas de las vides de Schirás.
El sufismo, en su última expresión, es una erótica, una exaltación del amor a Dios y, por reflejo, a las criaturas en que se manifiesta; en los poemas de Hafiz el amante se postra en el polvo ante su amada, aspira a ser pisado por sus lindos piececitos como polvo, se absorbe de tal modo en su amor, que llega a confundirse con ella. El exaltado erotismo de los sufíes engendra de un lado los muertos de amor por Dios, que «mueren porque no mueren», y los locos de amor por su dama, que también viven muriendo.
Del sufismo persa irradia esa corriente de misticismo quietista y erótico que se corre por todo el Islam y prende en Europa en los siglos XV y XVI: en España, con Teresa de Jesús; en Francia, con madame Guyot. Pero toda la literatura caballeresca está impregnada de ese espíritu.
Los sufíes introdujeron en el Islam el monaquisino a que tan opuesto fue Mahoma, hombre de temple superviril, organizador político y caudillo militar, enemigo de esos espiritualismos enervantes.
De ahí que los buenos creyentes mirasen con desconfianza a esos sufíes que prescindían del nexo religioso para elevarse hasta Alá, aunque, por otra parte, sintiesen hacia ellos respeto y hasta temor y recitasen fórmulas de exorcismos cuando se encontraban al paso de un dervisch.
El dervisch (pobre por amor a Dios) era la estampa popular del sufí; el monje trotero de esa orden mística, el fraile mendicante y que iba y venía y visitaba las casas de los ricos y se mezclaba con las masas, siempre con sayal de burda lana, su báculo y sus alforjas para recoger las limosnas.
El dervisch exteriorizaba todas las extravagancias de la psicosis mística; practicaba danzas circulares, girando sobre sí mismo y aullando y gesticulando sin cesar, hasta caer rendido, tomado de una especie de catalepsia, en que perdía la conciencia y percibía la presencia de Dios y se fundía por un momento en su esencia.
El dervisch era supuesto de charlatanismo y magia, y aun de sodomía, por su aparente profesión de castidad; bajo su sayal de estameña el buen musulmán presentía un pícaro, un libertino hipócrita, un agitador de masas, un Rasputín posible.
El dervisch llevaba a todas partes la duda, la confusión, el desaliento, el pesimismo del mundo y el ansia de sensaciones nuevas e indefinidas; el encuentro con él podía cambiar el rumbo de una vida o imprimir una dirección peligrosa a la vida de un joven.
Los dervisches eran profesores en comunidades religiosas en las que el novicio pasaba por pruebas semejantes a las que se imponen a todos los neófitos en todos esos centros de perfección espiritual, y la primera de las cuales era el silencio; basta sellarse los labios—decían los sufíes, parafraseando a Pitágoras—y cerrar los oídos a los fragores del mundo para entender el lenguaje de los seres y de las cosas y percibir la música del Universo.
Venían luego las siete etapas sucesivas del itinerario místico que se exponen en el Dabistán, a saber: Ley externa Shariat—semejante a la noche—; Tarikat—regla religiosa que es como las estrellas—; Hakikat—realidad, comparable a la luna—; Marifat—conocimiento, como el sol—; Kurbat—o proximidad de Alá—; Ugsilat—unión con Alá—, y Suknat—residencia o morada de Alá—. Llegado ya a ese grado de perfección, el neófito era ya maestro y alcanzaba poderes sobrenaturales para hacer milagros, sanar enfermos y realizar prodigios de televisión, telepatía, bilocación y levitación, como los atribuidos a Jámblico y Apolonio de Tyana, y que son los mismos que los teósofos de hoy atribuyen a los faquires hindúes.
Por las páginas de Las mil y una noches desfilan múltiples dervisches, pues el dervisch ha llegado a ser un personaje indispensable en toda la literatura narrativa de persas y árabes, sin contar con que ellos mismos escriben historia, como las que componen el libro los Mil y un días, de Mujlis, el superior de los sufíes de Ispahan.
Los dervisches miliunanochescos son de la condición más diversa; actúan unas veces de psiquíatras irreprochables, como el que devuelve la euforia vital al sultán Mahmud de Egipto; otras como despertadores sexuales, cual el de la historia de Kamaru y Halima; los hay también que ejercen el don de la doble vista, merced al cual descubren tesoros, como el de la historia del mendigo que se hacía abofetear, y los hay, finalmente, que viven retirados en los yermos, consagrados a la contemplación, alimentándose de raíces y, a veces, ni aun eso, sino simplemente de la gracia.
Las vidas de estos últimos, llenas de visiones y extremos de ascetismos, forman una suerte de hagiografía comparable a la que los talmudistas tejieron en torno a las figuras de algunos de sus rabíes. Son los santos del Islam.
Resisten a las tentaciones de Iblis, que a veces toman forma de mujer bellísima y otras de endriagos teratológicos, con la entereza imperturbable de San Antonio en la leyenda de Flaubert, y obran milagros como el de amansar a las fieras y hacer brotar agua de las rocas y enviar sueños admonitorios a los libertinos para que se enmienden. (Véase la historia del barquero del Nilo.)
Toda la taumaturgia de Las mil y una noches corre a cargo de los dervisches.
Los del tipo ascético troglodita, que viven en cavernas, no salen nunca de su estrecho antro como no sea para buscar su indispensable sustento, llenar su cantarillo en la fuente o prestar ayuda a algún caminante extraviado, cuyo apuro adivinaron merced a sus poderes de videncia.
Por lo general viven solos, sin comunicarse con sus vecinos del yermo, salvopara enfervorizarse mutuamente y unir sus lágrimas de contrición y de amor a Alá.
Pero también nos muestran Las mil y una noches a los dervisches sociables, que viven en comunidad, regidos por un maestro o superior, al que todos acatan, y por una constitución o estatuto cuyas bases son la pobreza, la obediencia y la castidad, pues en esas comunidades no hay mujeres. Así puede verse en la Historia de Hasán, el joyero de Bazra (Noches 437 a 465) y en otras más.
Esos anacoretas sociables, hospitalarios y filantrópicos formaban una red de comunicación a lo largo de todo el Islam y son los mismos que el célebre viajero Ibn Batutah halló para dicha a su paso por los lugares desolados y semisalvajes de la Persia superior y el Turquestán; poseían poderes de faquires, obraban prodigios, que habrían hecho su fortuna en un circo europeo, y eran, además, insignes bailarines, como los ermitaños del Tibet; Ibn Batutah nos habla con admiración de sus danzas y alardes teúrgicos y nos cuenta el caso de uno de esos monjes que le pidió prestada su magnífica túnica de costosas pieles, se revoleó con ella en el fuego con que templaban el rigor de la fría noche y se la devolvió sin siquiera una chamuscadura.
En la referida Historia de Hasán, el joyero de Bazra, esos verdaderos gurus teosóficos se van enviando uno a otro al desorientado peregrino de amor, hasta llegar este al más poderoso de todos, al único que puede indicarle la ruta que conduce a la fabulosa isla de Al-Uaku-l-Uak, donde se encuentra su adorada.
Esos monjes son más bien de tipo hindú, brahmánico o búdico, aunque la práctica de las danzas orgiásticas los relaciona con los dervisches vagabundos y enredadores.
Hay, finalmente, en Las mil y una noches otra clase de dervisches que se salen del tipo genérico, pues viven en el mundo como seglares y se ganan la vida con un trabajo honrado, como el maestro herrero de la Historia del joven que deseaba aprender la verdadera ciencia de la vida (Noches 651 y 652), cuya fragua es, al mismo tiempo, una escuela pitagórica en que los aprendices son discípulos.
Esos dervisches se apartan del modelo búdico y sufí puro, ya que no practican exclusivamente la contemplación; son activos—productores, como hoy diríamos—y hacen vida errabunda y mendicante. Se acercan más al tipo de los rabíes talmúdicos, que eran doctores de la ley por la noche y artesanos durante el día, como el famoso rabí Joshuah, que trabajaba de carbonero para sostener su familia y comprarse el derecho a sus veladas académicas y edificantes en la Yeschiba.
De este tipo de asceta es ese hijo anónimo de Harunu-r-Raschid que deja el palacio de su padre—en lo que recuerda el Sakya Muni—y se va a una ciudad extraña a ganarse la vida como peón de albañil, para no ser gravoso a nadie y poderse entregar en las horas libres a la meditación. Ese detalle es puramente talmúdico, pues el dervisch vive únicamente de la limosna.
LOS MERCADERES DE ESCLAVAS Y LOS PROXENETAS
En esta revista que estamos pasando a las profesiones en Las mil y una noches no hay más remedio que incluir a esos antipáticos personajes—los mercaderes de esclavas y los proxenetas—, puesto que forman parte de ese cuadro social del Oriente islámico que, después de todo, es el mismo de la Grecia y la Roma clásica y de todos los pueblos de la antigüedad.
Esos son los verdaderos agentes de la trata de blancas, que no solo emplean en su oficio la violencia, sino también el dolo y la astucia, y se valen al principio del halago, como puede verse en aquel paso de la historia del rey Amaru-n-Nômán, en que un beduino secuestra con engaños a la princesa Noshetu-s-Semán.
También en ese paso puede verse la diferencia de psicología y técnica profesional entre el raptor y el mercader de esclavas; este último, que provee los harenes, así como el otro lo provee a él, es un hombre fino, acostumbrado a tratar con grandes señores y, además, un entendido en materia de estética humana y que sabe apreciar el valor de su humana mercancía; tanto que, a veces, se enamora de ella y renuncia al lucro por el gusto, faltando a la ley fundamental del comerciante, que sabe ser austero y sonreír impasiblemente como un Buda, sentado en medio de sus tesoros, que tientan a los demás y a él no le seducen, pues ha visto tantos que ya no le sorprenden.
También el mercader de esclavas ha visto y tenido en sus manos tantas bellezas femeninas que acabó por curarse de todo deseo y considerarlas cual simples mercancías; solo que, por su interés propio, ha de rendir tributo a su valor humano y tratar de realzarlo por todos los medios; el mercader de esclavastiene en su psicología rasgos de proxeneta, y lo primero que hace es mandar a la esclava al hamman y encomendarla allí a los cuidados de una legión de hábiles artistas del embellecimiento femenino, que cuiden sus manos y sus pies, que en Oriente tienen tanta importancia como las manos, puesto que van desnudos, y laven, unjan y peinen sus cabellos y animen sus ojos con alheña y sus mejillas con carmín, y le pinten, acaso, un lunar, semejante a un lucero, en mitad de la frente, y luego le vistan un traje suntuoso y le prendan al rostro un velillo del más fino tul y valiosos zarcillos en las menudas orejas y pulseras en las muñecas y ajorcas en los tobillos, para que al andar vibre y tintinee todo su cuerpo como un pandero musical.
A veces el mercader proxeneta invierte tantos años en educar a su esclava como un maestro de canto en educarle la voz a una futura diva y la rodea de maestros especializados en las diversas ramas del saber y de las artes, pues para ser completa una esclava y poder su dueño pedir por ella el precio máximo de diez mil dinares ha de ser maestra en toda disciplina, ser una sabia o, por lo menos, una sabihonda, capaz de salir airosa de un examen de gramática, retórica, medicina, teología, astronomía, geografía, matemáticas, etcétera, etcétera, y, además, una gran bailarina y una gran cantora y campeona de ajedrez como esa esclava ejemplar Tauaddud, que por todo eso era juzgada digna de entrar a formar parte del harén del propio emir de los creyentes.
Todo esto sírveles en cierto modo de descargo a esos tratantes en esclavas, que, aunque sea por su propio interés, se esfuerzan por formar ejemplares descollantes del sexo, dotados de todos los refinamientos físicos e intelectuales de las heteras griegas que dialogaban con Sócrates y de las geishas japonesas idealizadas por Loti.
Pero hay otros individuos del mismo tipo que no se elevan hasta ese grado de dignidad relativa, y son los que realizan esa trata de blancas en su forma más cruda y sublevante; los dueños de prostíbulos o meretricios disfrazados de cafés o cabarets, en que, a la sombra de un espectáculo de salón concierto, funcionan timbas y las artistas se prostituyen como en sus similares de Europa y América.
Pese a la poligamia, en cuya defensa suelen alegar los orientales que evita la prostitución de la mujer, siempre esa mancha social ha existido también entre los musulmanes, y siempre ha habido en sus grandes ciudades barrios como el famoso Yoschivara, de Tokio, destinado a albergar no solo la prostitución femenina, sino también la masculina, y por si pensara alguien que eso era un defecto de la cacareada corrupción de las grandes ciudades, las propias Mil y una noches nos informan de que también existe la prostitución entre las tribus del desierto, según puede verse en la Historia del hijo adulterino (Noches 951 a 956), donde se menciona a la tribu de los Beni-Gasi como especializada en ese innoble comercio.
Por lo demás, famosa es aún en nuestros días la tribu de los Uled-Nail, cuyas mujeres se trasladan tradicionalmente a Argel para ejercer allí unos años la prostitución y luego regresan a su tribu con sus ganancias y allí se casan como manda Alá. Lo cual indica que la prostitución no está enteramente mal mirada entre los árabes.
En la historia del joven omani podemos ver uno de esos meretricios funcionando en pleno Bagdad, a orillas del Dichle, al extremo de ese paseo que llaman Kornu-z-Zirat (Cuerno del camino), donde se alza sobre un repecho un palacio de noble traza, con los muros calados de cerradas celosías y cuyo verdadero carácter no sospecharía el transeúnte forastero.
Pero para que no pase de largo, si viste bien y sugiere la idea de hombre adinerado, de un gran señor o un mercader rico, de llamarle la atención se encarga el propio dueño del burdel, con su profesional zalamería.
El scheij Tahir-benu-l-Alá es, en su exterior, un viejo de largas barbas respetable y viste con una pulcritud exagerada; bajo su gran turbante, sentado a la puerta de su casa, cualquiera le tomaría por un caballero. Le delata, sin embargo, su aire profesional, su mirada insinuante, su sonrisa zalamera y esa atención con que sigue a los transeúntes y que indica que está allí al acecho.
El scheij Tahir es, desde luego, un viejo innoble, como que comercia con su propia hija, un hombre rapaz y rastrero; pero lo encubre bajo esas apariencias orientales que revisten de engañosa dignidad hasta lo más ruin y hace que un proxeneta, al invitarlo a entrar en su establecimiento, parezca un generoso hidalgo que quiere practicar con un peregrino los deberes de la hospitalidad.
El scheij Tahir es, por descontado, un hombre docto, que sabe su Corán y es capaz de recitar de memoria más de un poema.
Desde luego que, antes de presentaros a sus pupilas, os informa de la tarifa y os hace pagar un mes por anticipado; pero si olvidáis ese pequeño detalle podréis creeros en su casa como si estuvierais en el propio Paraíso de las huríes.
El scheij Tahir es, sin duda, rapaz, pero tiene rasgos de gran estilo, como los tahures de la alta timba, y cuando el cliente se ha dejado en su casa todo el dinero, lo despide, dándole una cantidad para que pueda regresar a su país y no se quede en Bagdad hecho un mendigo.
Así procede con el joven omani Abu-l-Hasán de la historia, que entra en su cabaret con intención de pasar una noche y luego se está varios meses y, para que se vaya, es preciso que lo echen a puntapiés.
Esta historia es típica de su género en todos sus detalles y podría radicarse en la biografía juvenil de cualquier individuo. El joven omani que empieza gastándose el dinero con las pupilas de la casa, a todas las cuales posee, desde la que vale diez dinares por noche hasta la que es cotizada en quinientos dinares, como la hija del lenón, acaba por ser su amant de coeur y vive a expensas de ella hasta que se entera su padre y pone fin, con la expulsión del joven, a aquellos amores antirreglamentarios.
Sucede luego, como recordará el lector, que la muchacha está tan enamorada del omani que no puede vivir sin él y adolece en términos tan graves que su viejo padre se enternece y desespera, arrepentido de su avaricia, y cuando luego vuelve el joven ya con nuevos dineros, en busca de su amada, no pone obstáculo a que ambos se unan en matrimonio y se vayan a Bazra, donde nadie conoce el pasado de la novia, que en adelante será exclusivamente de su Abu-l-Hasán.
Ese rasgo de enternecimiento y contrición de Tahir lo rehabilita en cierto grado, demostrando que, a pesar de todo, no deja de ser, por lo menos, un buen padre.
Cuanto a la hija, también es buena en el fondo, ya que es capaz de enamorarse románticamente de Abu-l-Hasán, como Margarita Gautier de Armando, y de sacrificarse y aun de morir por él.
El amor ennoblece este episodio de la mala vida bagdadí, que no es peor que la descrita en el Satiricón, de Petronio, y, además, se desarrolla en un ambiente de lujo y refinamiento orientales, entre músicas, perfumes y versos que encubren su fondo canalla.
Todo en Oriente se nimba de poesía y hasta un proxeneta puede parecer un gran señor que ejerce su oficio con toda dignidad.
Siempre hay tapices en Oriente para ocultar ese muro desnudo sobre el que el vicio europeo proyecta su fea y pobre sombra.
LOS MEDICOS
En ese periodo del siglo X al XVI en que se suponen escritas Las mil y una noches la Medicina no había alcanzado, ni en Oriente ni en Occidente, esa categoría de ciencia relativa que hoy tiene entre nosotros, y su teoría del enfermo y de la enfermedad era tan fantástica como su farmacopea en la que figuraban toda clase de recetas absurdas, que nos harían sonreír si no pensásemos con piedad en los pacientes que las ingerían y en nosotros mismos, que ingerimos hoy otras drogas no menos absurdas.
La Medicina moderna ha progresado en cuanto a los medios de exploración clínica, que le confieren cierta apariencia de precisión científica; pero el diagnóstico, que es lo esencial, sigue dependiendo de la apreciación subjetiva y sigue siendo, por tanto, un arte.
No hay que reírse con aires de superioridad de esos médicos miliunanochescos que, cual sus colegas de Occidente en la misma época, recetaban cosas como carne de serpiente o leche de osa virgen, pues el recetario del doctor Cuervo en pleno siglo XVIII contiene récipes no menos extravagantes, entre ellos unas píldoras antifebriles, compuestas de coral blanco, ojos de cangrejo crudo y cuernos triturados de ciervo. Y si ellos creían en los demonios como agentes patógenos, los de hoy creen en los microorganismos, entidades muy parecidas y no menos misteriosas, y, en suma, la gente se sigue muriendo como entonces.
Más bien hay que admirar el conocimiento que tenían en materias que hoy ignora el médico, como la Astrología y todo lo referente a la indudable influencia sideral en las crisis patológicas, asignatura que hoy algunos médicos eminentes quisieran ver incluida en los programas de la Facultad.
Desde luego que ignoran cosas tan elementales y necesarias como la Anatomía, pues no practican la disección del cadáver, que se habría considerado como una profanación, y que solo los médicos judíos saben algo de ella por aproximación, debido a la inspección escrupulosa que la ley mosaica imponía en el sacrificio de animales y que movió a los rabíes a componer su tratado talmúdico de la Schehitah, que es un compendio de Anatomía zoológica.
Por la misma razón tampoco practicaban los médicos árabes la cirugía, a la que no se hubieran avenido sus pacientes.
Por el examen a que el doctor somete a Tauaddud en la historia que lleva su nombre podemos ver los conocimientos que se exigían al aspirante a título de médico en la Facultad de Bagdad, fundada por los abbasies; reducíanse a un poco de Anatomía superficial, otro poco de Patología empírica y de Botánica y algunas nociones sobre lo que hoy llamamos bromatología; todo ello tomado de los escritos de Hipócrates, Galeno, Dioscórides y el médico persa Ibn-Siná, famoso en Occidente bajo el nombre de Avicena. El programa estaba a la altura de cualquier estudiante.
Pero por ese mismo examen puede verse que los árabes de esos tiempos tenían nociones generales de todo lo relacionado con el arte de curar; conocían la importancia de la dieta, de los «regímenes», que decimos hoy; de los influjos siderales en las crisis y de la sangría como medio de rebajar la presión arterial; practicaban la inspección de la orina, aunque no llegasen a su análisis químico, deteniéndose en el examen de sus accidentes físicos—color, olor y sabor—que, según parece, les permitía no solo diagnosticar la dolencia, sino también adivinar el sexo del paciente.
Estaban en eso y en todo lo demás tan adelantados como podían estarlo, atendiendo el grado de progreso que en aquel tiempo habían alcanzado las ciencias, y que era casi el mismo en que las habían dejado sus creadores, los griegos. La Geometría no había pasado de Euclides; la Mecánica, de Arquímedes; la Geografía, de Ptolomeo, y la Medicina experimental, de Hipócrates; los griegos, esos hombres maravillosos, esos cerebros bañados en luz apolínea, hicieron la luz y el orden en el caos místico imaginativo de sus antecesores y sentaron las bases de todas las ciencias; en Arquitectura, inventaron el módulo; en Filosofía, el criterio, y en Medicina, el diagnóstico y la dosis. Los griegos dotaron a todas las ciencias nacientes de las dos condiciones esenciales para su desarrollo: el método y el instrumento. Aristóteles, ese tasador y clasificador universal, hizo su inventario y les dio a cada una su nombre y su nomenclatura, de suerte que las ciencias en su origen son griegas y hablan griego.
Contrayéndonos a la Medicina, esta no tuvo, entre los árabes, caracteres de ciencia relativa ni sustantividad hasta el siglo IX y no en Oriente, sino en España, donde florecen esas escuelas o facultades de Córdoba, Sevilla y Málaga, de las que salen esos célebres médicos Aben-Zoar, Averroes y, sobre todo, Ibn-Bitar, que, a más de médico, fue un botánico y naturalista eminente.
En la época de los abbasies la Medicina árabe se nutre de los griegos, y así los médicos de más prestigio en el jalifato son los griegos y los persas y los judíos, que han tenido la ventaja de poder conocer, antes que ellos, los monumentos de la cultura helénica.
Los médicos de cámara de los jalifas suelen pertenecer a esas razas más adelantadas, sin que para ello sea óbice la diferencia de credo religioso, pues ya es sabido que, en tratándose de la salud, los hombres lo sacrifican todo.
El vicario de Alá en la tierra, Harunu-r-Raschid, se acompaña habitualmente del doctor persa Bajtiaschu, probablemente un guebro, y otro persa, Mesués, es el médico súlico de su hijo Al-Mamún.
Por las historias de Las mil y una noches vemos desfilar médicos griegos, persas y judíos; los persas, sobre todo, son tenidos en gran predicamento, como educados en la escuela de Avicena, y, cuando un doctor persa llega a una ciudad del imperio, su sola condición de persa le llena de clientes la consulta.
Todos tienen fe en el médico persa o judío; en una palabra: en el médico exótico; por lo demás, como ocurre aún en todo el mundo, pues todo el mundo está siempre desencantado del médico indígena y espera prodigios del doctor extranjero, que ha viajado y aprendido secretos y remedios que los indígenas ignoran, y habla, además, una lengua extraña, cuyo poder sugestivo está comprobado en la magia, y mucho de magia y sugestión tiene la Medicina.
Faquires y pitonisas son, al fin y al cabo, herederos de un saber antiguo, que arranca de esa tradición de la Medicina mística, arcana, que, tenida por suspecta en nuestra Edad Media, se ilustra con los nombres de Pitágoras y Paracelso y Mesmer y puede ufanarse de cierto abolengo científico.
Y, de otra parte, la Medicina moderna en Occidente quedó muy rezagada, con respecto a la oriental, en zonas de la terapéutica, que recientemente ha tenido que anexionarse: la helioterapía, la hidroterapia, el masaje y la mecanoterapia en general, métodos curativos que nunca dejaron de practicarse en Oriente.
Incluso la Medicina mística, basada en la sugestión, siempre se auxilió de esos medios para lograr sus curaciones.
En Las mil y una noches vemos a la anacoreta milagrosa Rachja sanar a los enfermos que la visitan dándoles masaje, quizá como una variante de la imposición de manos que hoy emplea la Christian science.
La medicina oriental ha ido siempre por delante de la occidental en todo lo referente a la Psiquiatría o Medicina psíquica, que trata de curar el cuerpo por medio del espíritu. El psicoanálisis freudiano parece haber sido el dominio de los dervisches y curanderos orientales, maestros en descifrar sueños y visiones y desentrañar complejos neuróticos.
En la Historia del sultán Mahmud y de su visión (Noches 637 a 640), aquejado de una hipocondría total, vemos a un dervisch—cuyo nombre no se menciona—devolverle la euforia vital mediante la provocación de alucinaciones que le muestran, por comparación con otros estados, cuánto debe alegrarse de haber nacido rey. Se trata ahí, probablemente, de un caso de alta sugestión.
Hay también ejemplos en el libro de curaciones realizadas por gente lega en Medicina que, aunque absurdos en apariencia, son posibles de interpretación racional. Así ocurre en el de aquella joven poseída por el demonio de la lascivia, a la que una vieja curandera exorciza y sana, valiéndose de fumigaciones vaginales, que le hacen salir del cuerpo, mejor dicho, abortar, unas lombrices repugnantes, fruto presunto de sus cópulas con negros bestiales.
La muchacha, probablemente una ninfomaníaca, aquejada de vermes vulvares, al dar a luz, por fin, aquellos embriones, simbólica materialización de sus pecados, sufre un desvanecimiento, en el que pierde la memoria de su vida anterior y es, desde entonces, una mujer normal.
En todos los demás casos de curaciones que en Las mil y una noches se mencionan es la sugestión la que ejerce el papel principal; son de carácter mágico, como la de la lepra de aquel rey al que sana Hásid-Kerimu-d-Din, administrándole carne de la serpiente reina Yámlica, esa entidad mitológica de condición altruista que se inmola con gusto por la salud ajena.
Notemos de pasada que la carne de la serpiente—reina o no—se menciona en Las mil y una noches como una suerte de progynón infalible, administrable con éxito seguro a las mujeres estériles, y a ella deben su tardía fecundidad las sendas esposas del viejo rey Azim y su no menos viejo visir Faris.
Claro que se trata de ciertas y determinadas serpientes y que el remedio les ha sido prescrito por el sabio Salomón, cosa que no está al alcance de todos, por lo que no puede incluirse en farmacopeas.
Esa es ya la Medicina completamente mágica, para cuyo ejercicio se necesitan poderes especiales, como los que Jehová tuvo a bien concederle a su siervo Salomón. En ese capítulo de la Medicina mágica deben incluirse también la curación o prevención de enfermedades por medio de fórmulas talismánicas, tomadas del Corán o de la cábala hebraica, por el estilo del Abracadabra famoso, que se derivan todas ellas de la misma fuente salomónica.
Sin ser Salomones, los reyes, en la antigüedad, gozaban de virtudes mágicas curativas, no solo en Oriente, sino también en Occidente, quizá por venir de casta de magos, como puede comprobarse hoy día entre los salvajes; los reyes de Francia curaban los lamparones, aunque no fueran santos ni sabios.
Y Harunu-r-Raschid aparece también en Las mil y una noches ejerciendo poderes mágicos de fuerza irresistible en su calidad de vicario de Alá sobre la tierra.
Precisamente en este terreno dudoso de sugestión y magia se desarrollan las curaciones que en Lasmil y una noches se mencionan, y quitando una, la de la presunta lepra, del rey Yunán por el médico griego Ruyán (Noche 4), las demás corren a cargo no de doctores con titulo de facultativos auténticos, sino de dervisches, saludadores o místicos milagrosos.
El doctor Ruyán es el único que procede, según los métodos de la Medicina racional, al prescribirle al enfermo monarca, que, a la cuenta, adolece de una polisarcia monstruosa, debida probablemente a su vida muelle y sedentaria, que practique diariamente el deporte del polo, empuñando un mazo, en cuyo pomo hueco ha encerrado unos polvos salutíferos que, con el sudor, penetran en su piel por los poros y se le correrán por el cuerpo. He ahí un tratamiento racional que a un enfermo de ese tipo le recetaría hoy cualquier especialista. Aunque también ahí hay que conceder lo suyo a la sugestión.
Esa es la única curación realizada en el libro por un verdadero doctor. Los demás casos que en él se registran corren a cargo de personas ajenas a la Facultad, y en ellos todo hay que atribuirlo a la sugestión, a eso que hoy llamamos «curación por el espíritu» o Christian science, y cuyos métodos de imposición de manos, toques de varitas mágicas, estados de hipnosis y alucinación provocados pueden verse ya en la Biblia (recuérdese la visita de Saúl a la sibila de Endor), y que, transmitidos de unos a otros, fueron patrimonio de pitonisas y faquires, hasta que Charcot, en su Salpêtriere, les dio validez científica.
Esa es la Medicina de la escuela esculapia, base de la moderna Psiquiatría, y que, en su forma empírica y bastarda, siguen practicando en nuestros días los charlatanes y los iluminados de buena fe.
La Medicina científica es todavía tan oscura y poco científica que se confunde con la otra y no es más eficaz tampoco que ella, por lo que no es de extrañar que los enfermos desencantados de los facultativos con titulo acudan a los doctores espontáneos y se sometan a sus manipulaciones.
Recuérdese cómo en la historia del joven omani libra Ar-Raschid a este de aquella intensa palidez que le cubre de un viso amarillo el bello rostro y que se debe a un reflujo de sangre, originado por un brusco trauma emocional, la rabia que al joven le produjo saberse defraudado en una transacción mercantil.
El jalifa procede, sin embargo, en el fondo como un sagaz neurólogo, regalándole al joven una cantidad de dinero superior a la que había perdido y provocando así una emoción que restablece el equilibrio circulatorio.
Con lo dicho basta y sobra para dejar trazado el cuadro de la Medicina y el curanderismo en la época de los jalifas abbasies.
Solo falta decir que la inevitable sátira de la Medicina oficial aparece con rasgos molierescos al principio del libro en la historia del jorobado que se atraganta con una espina de pescado y pierde el sentido, quedando como muerto, y por tal lo da el médico judío, en cuya casa lo dejan, y al que un simple barbero restituye a la vida, haciéndole devolver las raspa en un estornudo.
LA BOHEMIA LITERARIA Y ARTISTICA.
EL POETA ABU-NUAS
Bajo ese epígrafe pueden agruparse todos esos poetas, narradores de cuentos, chascarrillos, rarezas (nazirat), ruyat o tradiciones, así como también esos maestros del canto y la danza, que bullen en torno a esos jalifas y emires caprichosos y espléndidos, de cuyo favor viven y cerca de los cuales hacen un papel ambiguo de consejeros y bufones.
Tales personajes constituyen, en realidad, una bohemia trashumante que va de una a otra corte, atraída por la fama de munificencia de los príncipes, en busca del grano que les hace falta a sus buches de pájaros cantores y paga en elogios y ditirambos el bien que reciben.
Son ellos los que han creado esa leyenda magnífica en torno a la figura de Harunu-r-Raschid, dándole proporciones salomónicas y haciéndolo centro solar de un ciclo poético, comparable al de su contemporáneo de Occidente el gran Carlomagno, y ellos también los que, con su presencia estable o temporal, dotaron de prestigio perenne a esas cortes de El Cairo, Damasco, Bagdad, Kabul o Samarcanda, de algunas de las cuales solo queda ya el nombre.
En los cuentos de Las mil y una noches podemos ver en acción el modo de vivir de esos literatos y artistas, que a veces se conducen como grandes señores y otras descienden a la categoría de pícaros y bufones; la condición que a todos ellos los caracteriza es la inconsciencia, la imprevisión, la prodigalidad irreflexiva, esas cualidades que siempre formaron la psicología del artista, hasta estos nuestros tiempos en que los hombres de letras aprendieron a hacer números y venden por dólares sus palabras y llevan libros de contabilidad a sus libros; desde luego que no en nuestro país, donde el artista sigue siendo un bohemio y es lo corriente que dilapide su canto y su fortuna juvenil, cual la cigarra, y como ella se muera de hambre y frío en el invierno.
Los artistas de Las mil y una noches viven al día; adulan, para obtener sus dádivas, a esos príncipes crueles y despóticos, pero que saben recompensar a quien les entretiene, prodigándoles un oro que no les cuesta nada y son capaces de pagar una fortuna por un verso irreprochable o una agudeza feliz que los haga tumbarse de espaldas y estarse riendo una hora, según la frase de rigor; hay noche en que uno de esos poetas sale rico para toda su vida del alcázar de un rey y, si fuera prudente, quedaría redimido de la servidumbre de los grandes; pero como no lo es y tiene él mismo alma de grande, no tarda en derrochar ese oro fácil, alquímico, y en verse de nuevo en la miseria, que otra vez le obliga al pordioseo.
La vida de esos literatos y artistas está llena de los mismos altibajos que las de nuestros escritores del llamado Siglo de Oro y de todos los siglos, pues la biografía de nuestro último gran poeta Zorrilla presenta los mismos contrastes de esplendor y miseria y de nomadismo forzoso en busca de la suerte.
Es siempre el caso del juglar medieval, que va de corte en corte probando fortuna y que no puede prolongar demasiado su estancia en ningún sitio, a menos de hacerse gravoso y aburrido; los literatos de Las mil y una noches conocen el valor prestigioso de la ausencia y se eclipsan temporalmente en un horizonte para aparecer en otro; Bagdad es el centro de sus andanzas, el punto de ida y vuelta, pero están recorriendo sin cesar el área geográfica del Imperio.
Hacen de cuando en cuando lo que pudiéramos llamar la tournée de provincias; los hay que como Hoseinu-l-Jaliyu, el de la Historia de Zámira-ben-l-Mogaira (Noches 385 a 387), van periódicamente a visitar a un emir mecenático, y son sus huéspedes bien acogidos por una temporada, y se van como golondrinas, antes de que venga el mal tiempo y se enfríe el entusiasmo del señor y a ellos se les acabe su repuesto de historias y donaires. Como el beduino que, esquilmado un terreno, levanta la tienda y emigra, apurada la vena del éxito, se van con la música a otra parte.
Es, naturalmente, en torno a los jalifas, primero de Damasco, capital de los umeyya, y luego de Bagdad, residencia oficial de los abbasies, donde puede señalarse la presencia constante de un grupo de literatos que pudiéramos llamar áulicos o de cámara, aunque mejor sería decir de antecámara, pues en ella es donde, por lo general, los vemos aguardando la llamada del monarca, y en el reinado de Harunu-r-Raschid es donde culmina esta frecuentación de trato entre el soberano y los poetas que lo entretienen y, terminados sus consejos, ocupan en el diván el lugar de los visires o ministros.
Harunu-r-Raschid, el quinto de los abbasies, que es también un poeta, del que se incluyen versos en las antologías, y además sabe, como supieron en su tiempo Alejandro Magno y otros monarcas griegos, el prestigio que los escritores confieren a los reyes, cuya vida se olvidaba si ellos no la escribieran, gusta de tener en torno suyo, a más de su corte oficial, otra corte de poetas y artistas, y en su tiempo reviven los espléndidos fastos de la corte de Anuschirván, con escritores y poetas que han creado en su honor gran parte de este epos en prosa de Las mil y una noches.
En este siglo II de la hechra en que reina Harunu-r-Raschid, es Bagdad un gran centro de cultura y de arte, al que afluyen, atraídos por la liberalidad y tolerancia del jalifa y de su gran visir Châfar-ben-Yahya el Barmeki, todos los sabios y artistas notables del imperio islámico.
Si los umeyya se caracterizaron por su fidelidad a la ortodoxia y su pietismo, a tono con el fervor y místico entusiasmo del primer siglo del Islam, los abbasies se distinguen por su tolerancia, que hasta los hace suspectos de herejía; son hombres de fe, pero al mismo tiempo reconocen los fueros de la razón y gustan de ejercitarla y darle vuelo filosófico, aunque siempre prendida en la jarilla de la revelación y en tanto no choca con el Libro de Al-Lah; tócale vivir en una época dada al sincretismo intelectual, ganosa de conciliar los contrarios, y, sobre todo, la filosofía, heredada de los griegos, con la religión, heredada de los judíos, Platón con Moisés, en el espíritu de Filón, el alejandrino.
En Goldziher, el gran orientalista sueco-judío, autor de obras fundamentales, como El Islam antes y ahora, y en el español Asín Palacios, que de ellas se hace eco en Abenmasarra y su escuela, puede contemplarse el dinamismo intelectual que agitaba a los creyentes en aquellos tiempos en que sectas y doxis u opiniones se disputaban el dominio de los espíritus y, frente a la letra estricta del libro revelado, surgía la interpretación mística, o alegórica, la doctrina esotérica de los batinies, y el autor del seudo Empédocles sentaba una doctrina mística que hizo numerosos prosélitos en Oriente y en la España árabe, y de cuyas esencias aparecen impregnadas las obras del gran Raimundo Lulio.
No hemos de ahondar en esa materia, que ya los referidos orientalistas han tratado a fondo; lo único que nos interesa es hacer notar la tolerancia de Harunu-r-Raschid y su visir Châfar, en cuya presencia podían los intelectuales de entonces expresar libremente sus ideas, siempre—claro está—que no se saliesen del dogma, y el auge cultural que esta alta benevolencia granjeaba a la Bagdad del quinto abbasi, donde se reunía la flor del pensamiento islámico; Harunu-r-Raschid presta a Bagdad el mismo prestigio internacional que Salomón a su Jerusalén y por las mismas razones de mental amplitud.
Harunu-r-Raschid y su hijo y sucesor, Al-Mamún, mantienen la fama de tolerancia de los abbasies, que continúa hasta el austero Ahmed-Al-Môtazid-bi-l-Lah, cuyo reinado marca una reacción, comparable a la de Alhakem II en la España árabe; sobre todo el primero confirma su calidad de rey sol, permitiendo a sus familiares toda suerte de licencias y audacias mentales, y empieza por tener de gran visir a un persa de rancio abolengo persi y suspecto de seguir profesando en secreto la religión zoroástrica y practicando el culto al fuego, derivado del culto brahmánico a Agnis (el Ignis de los latinos); en la corte de ese monarca epicúreo se bebe vino y se celebran zambras en que intervienen todos los elementos del placer y se vive, en suma, de un modo que escandaliza a los beatos y da lugar a una literatura de panfleto, de la que puede citarse como muestra esa anécdota edificante del ascético hijo del monarca, abandonando el fastuoso alcázar de su padre para entregarse al trabajo y la oración, como un pequeño Sakya Muni.
El carácter bromista del monarca hace que en su presencia se sientan libres los ingenios y a veces hasta se excedan, como hace Abu-Nuás (el Padre de los Tufos o los Aladares), ese satírico impenitente, ese gracioso incorregible, ese pederasta inveterado, que se hace perdonar su demasiada fuerza de ingenio y no tiene reparo en hacer a veces de bufón.
Hay que hacer resaltar la figura de ese Quevedo oriental en relación con su mecenas Harunu-r-Raschid, porque los términos en que esa relación se desarrolla son características de la época y nos ilustran acerca del modo cómo un príncipe de la sangre de aquel tiempo se conducía con un príncipe del ingenio.
Abu-Nuás es el príncipe de los poetas de su tiempo, cuyos rasgos esporádicos compendia en su persona; es lírico y mordaz, tiene la miely el acúleo de la abeja; es hombre de vida irregular, borracho y pederasta, y además heterodoxo, y no lo oculta; lejos de sentir ese complejo de inferioridad de los individuos socialmente reprobables, Abu-Nuás, que se sabe criticado y envidiado, se crece y provoca a sus enemigos y se defiende con el dardo de las sátiras y la saetilla del epigrama, que siempre atina y se agarra a la victima como un lárgalo.
Abu-Nuás es tan famoso por su obra como por su vida y ha dado lugar a una literatura anecdótica tan copiosa como la de nuestro Quevedo, y que aún corre impresa en lo que pudiéramos llamar pliegos de cordel, haciendo las delicias del vulgo árabe, no menos que las agudezas del turco Choja (Naziru-d-Din), ese filósofo del siglo XV, cuyas agudezas han pasado al folklore oriental, creándole una falsa fisonomía de Bertoldo.
Abu-Nuás frecuenta los alcázares y los figones; es hombre de corte y de pueblo y su proyección popular agranda humanamente su figura. Abu-Nuás es un Horacio con ribetes de Apuleyo.
Abu-Nuás es, sobre todo, un gran poeta, y por ello su oriental Augusto le perdona todos sus defectos; Abu-Nuás es el único que sabe componer sobre un pie forzado que él le dé unas rimas que interpreten en un todo su pensamiento y, a veces, pone en ello tal perspicacia que hace pensar en que posee dotes de adivino, y el jalifa queda maravillado. Diríase que su Musa es un demonio que le sopla al oído.
Y es posible que Abu-Nuás tenga trato con el demonio; por lo menos, lo ha visto una vez, según él mismo cuenta en una de las historias que van en este libro, historia curiosísima en que el demonio se le aparece al poeta en semblanza de joven imberbe, con el visible objeto de disuadirlo—honrado demonio—de su pederastia.
Pero Abu-Nuás no se cura de eso ni de ninguno de sus vicios, incluso la maledicencia y la sátira; será el mismo hasta el fin y su fin será una confirmación de su contumacia, pues morirá a manos de uno de los muchos sujetos que agravió con sus epigramas.
Las relaciones entre Harunu-r-Raschid y su poeta favorito dan lugar a varias historias de las que en este libro se contienen y que cosagran ya, en unión indisoluble, esa pareja del príncipe de la sangre y el príncipe del espíritu.
La actitud del jalifa para con el poeta es de apariencia polémica; el mecenas hace todo lo posible por poner en aprietos al poeta, con el secreto fin de estimular su ingenio, y aquel responde siempre parando el golpe que le amenaza con alguna salida feliz, que provoca la risa y desarma el brazo.
Ya le ataque el jalifa por el flaco de su afición al vino, ya por el de su afición a los muchachos, siempre encuentra Abu-Nuás la evasiva oportuna, que le salva y añade un nuevo florón a su corona de rey del epigrama y la agudeza.
Una vez el jalifa le hace comparecer ante él como juez supremo en culpas de herejía, acusado, con testigos, de haber proferido blasfemias contra el dogma; Abu-Nuás reconoce que es cierto, pero aduce en su favor esas palabras de Mahoma, que dicen: «¿No sabes que los poetas andulean por todo vado y dicen cosas que no hacen?» (Sura XXVI, Los poetas.) No hay que decir que el jalifa rompe a reír y absuelve al ingenioso.
No hay forma de coger en la trampa a ese hombre sabio y listo, pero sin la candorosidad proverbial de los poetas, ya que pertenece a la variedad satírica, que supone espíritu crítico y pasiones, ingenio y bilis; Abu-Nuás es, con efecto, un fino crítico, tanto como Al-Azmâi, ese académico de la Lengua nato, que rebusca viejos vocablos castizos entre los beduinos, y en apoyo de ello podrían citarse numerosas anécdotas; pero a diferencia de ese pacto purista, que no da que hablar, es hombre de nervios, de pasiones, que da que hablar y habla y tiene cosas, y por eso lo prefiere el jalifa, y lo socorre en sus necesidades con mano generosa, que no logra nunca su noble objeto, porque pone sus dádivas en una mano no menos generosa y regia.
En tanto vive Raschid tiene en él Abu-Nuás un amigo y un padrino, que nunca se desmiente; el poeta frecuenta el alcázar del príncipe, se sienta a su mesa, bebe su vino y aguanta sus pullas, que le dan pie para lucir su viveza de ingenio; es el poeta de cámara y, en cierto modo, también, como todos sus colegas, el bufón del miramamolín.
Hay un paralelismo entre las vidas del poeta y su regio mecenas, que transcurren felices y se extinguen casi al mismo tiempo, de un modo igualmente trágico. Ar-Raschid es el primero para el cual se acaba la alegría, que a Abu-Nuás le dura hasta el mismo instante de su muerte airada, que le sorprende en medio de un festín, con los mordaces labios rezumantes de vino y epigramas; Ar-Raschid no solo le precede en la partida, sino que, antes de morir, se vuelve un hombre triste por ese complejo de amargura y desconfianza agresiva que le produce el descubrimiento de la supuesta traición de su visir Châfar y su hermana Maimuna, y lo induce a sacrificar a ambos y a sus inocentes sobrinitos, con una fría crueldad que hacen más repulsivas sus histéricas lágrimas. El señor de los hombres y de los genios resulta así más desdichado que su bohemio protegido, que, además, comparado con él, tiene, en medio de sus vicios, la inocencia dostoyevskiana de borracho, que no hace mal a nadie, sino a él mismo; pero uno y otro sucumben víctimas del abuso de su propio poder, simbolizados respectivamente en el cetro y el tirso.
El rey del epigrama muere asesinado por uno de sus muchos resentidos; el rey del poder político muere también como emplazado por sus miles de víctimas, temblando de pavor ante sus espectros, abandonado de todos sus amigos y deudos, en ese oscuro lugar persa de Tus, sobre el que su antorcha funeral encenderá una luz en los mapas. Abu-Nuás sobrevive a su mecenas tan solo tres años y se extingue también bruscamente, como una lámpara que no tiene ya a quien alumbrar. Cuenta entonces cincuenta años; Ar-Raschid no pasó de los cuarenta y siete.
¡Téngalos Al-Lah en su misericordia a todos!
LOS BUFONES PROFESIONALES
Pero además de estos bufones circunstanciales y de superior calidad, tenían los monarcas orientales, lo mismo que sus colegas de Occidente, bufones oficiales, por decirlo así, encargados de divertirles con sus travesuras y chuscadas, no siempre de buen gusto y, por lo general, atrevidas, y que venían a ser como representantes de la opinión pública, de la vox populi, cerca de aquellos autócratas sin control, o a los que sus visires y familiares solían, a veces por su propio interés, ocultar la verdad.
Esos bufones suplían el silencio discreto o interesado de los llamados a informar al déspota y hacían llegar a sus oídos el eco de los enredos de las camarillas de palacio, de los chismes de los harenes y a veces también de las quejas del pueblo, pues gozaban de la inmunidad de los locos, los únicos verdaderamente libres en semejantes autocracias, y eran, por lo general, si no locos del todo, por lo menos un poco chiflados, y desde luego no eran hombres enteramente normales los elegidos para semejantes funciones de excitar la risa, pues solían ser físicamente defectuosos, acondroplásicos y contrahechos, y esa deforme constitución física va siempre acompañada de complejos que alteran la psiquis del individuo.
El bufón era siempre un hombre resentido, que se vengaba con risa insolente del estado de inferioridad social y biológica en que su deformidad lo colocaba y se burlaba así de los que se burlaban de él; era un subhombre que por el sarcasmo llegaba a ser un superhombre, y de su misma bajeza sacaba motivos de superioridad, pues tenia una visión contrahecha del mundo y sabía que todos los hombres llevan patente u ocultan su joroba y esto le ponía de un humor amargo y le autorizaba a sentirse el más perfecto de todos, puesto que él lucía la suya al descubierto.
No vamos a ahondar aquí en la psicología del bufón, ya harto estudiada, y que el gran Víctor Hugo plasmó para siempre en la figura de su Triboulet, prototipo y dechado del género, y en la que se expresa dramáticamente lo que hay de infrahumano, sencillamente humano y superhumano en el bufón; por ella se ve, y eso es lo grande, que el bufón, despojado de su esclavina picuda con remate de cascabeles, su gorro y su tirso, es un hombre como los demás y capaz de elevarse en ocasiones a la grandeza trágica de los tiranicidas.
Hay, por otra parte, un libro de M. Figuir, El bufón, en que se estudian los orígenes y evolución del bufonado, que es, como la de los reyes absolutos, de derecho divino, pues arranca del propio Olimpo, donde Sileno, el dios o semidiós borracho, obsceno y procaz, actúa de gracioso junto al gran Dionisos, y forma con el esa pareja antagónica y complementaria que luego reproducen en los libros de caballería el señor y el escudero, y cuyo último avatar lo constituyen Don Quijote y Sancho Panza. La presencia del bufón en las cortes de los reyes responde sin duda a una necesidad psicológica y hasta social de psicoanálisis e información política en esos regímenes despóticos en que el propio monarca llega a sentirse despistado y falto de una voz sincera que le revele la verdad; el autócrata no tiene un amigo y ya un proverbio chino dice que el amigo es tan necesario para el hombre como el espejo para la mujer; el bufón es el espejo veraz en que el príncipe puede verse no deformado por la adulación y eso explica la presencia constante del bufón en las cámaras regias.
Tan cierto es lo que decimos que el bufón deja de existir como institución política cuando dejan de existir las autocracias; el rey absoluto muere abrazado a su bufón, y a ambos los mata la revolución democrática, con su doble arma del Parlamento y la Prensa; cuando todo el mundo puede hablar alto y claro, ya no tiene razón de ser el bufón, pues cualquier ciudadano goza de su inmunidad.
No hay en Las mil y una noches ningún bufón que pueda compararse en trascendencia filosófica ni profundidad humana al Triboulet de Víctor Hugo, como tampoco hay ningún contrahecho que pueda compararse a su Quasimodo; los bufones que asoman en estas historias orientales son más bien pobres diablos, como ese jorobadito al que la mujer del sastre causa la muerte aparente, haciéndole ingerir una raspa de pescado, y al que luego, aparentemente también, resucita el locuaz barbero As-Samet, El Silencioso.
Tampoco los bufones miliunanochescos visten el traje de cascabeles ni esgrimen el tirso de colorines, trasunto del de Sileno, atributos característicos del bufón en las cortes italianas del medievo y tan inseparables de su persona como la corona y el cetro de la de los reyes, lo cual se explica por la diversidad de origen de uno y otro bufón, ya que el original no se deriva directamente de la mitología grecorromana ni tiene más afinidad que la de su joroba, no siempre tampoco indispensable, con el Polichinela italiano.
El bufón de Las mil y una noches solo tiene de común con su colega occidental las características psicológicas propias del género, sin que los distingan señales ostensibles de casta, aunque así haya sido en su origen, que se remonta a los graciosos del drama sánscrito, que, por cierto, suele ejercer funciones de cochero de los reyes; no hay duda que el bufón oriental procede, por la Persia, de la India, y fue en su principio un paria, un hombre de la gleba, un pelinegro, como figurada o propiamente se le designa en los Avadaras sánscritos, y es seguro también que fue importación exótica en las cortes de los jalifas musulmanes, un lujo más tomado de los persas, pues no aparecen rastros de tal institución, contraria al humanismo de las razas semíticas, ni en la Biblia ni en los anales del Islam anteriores a la extensión del Imperio.
La religión daba fuero entre los israelitas al hombre piadoso para decir las verdades a los monarcas, según lo hacen los profetas en la Biblia, con cierto riesgo, desde luego, pues más de uno lo pagó con la vida, así como también más de un monarca pagó con la suya el no hacer caso del profeta, el cual venía a ser, en nombre de Dios, una especie de tribuno de la plebe y gozaba de la inmunidad de esa investidura; asi, en las cortes de David y Salomón, la institución del bufón era excusada.
También en el Islam el hombre piadoso, el said, tenía acceso a la persona del monarca y libertad para amonestarlo y exhortarlo a retornar al buen camino cuando se descarriaba; a veces, eran los monarcas mismos quienes llamaban de por sí a esos ascetas y recababan humildemente sus exhortaciones severas y hasta crueles, que los ponían en trance de contrición y los hacían derramar lágrimas de místico gozo, de igual modo que los monarcas cristianos llamaban a sus palacios o iban a visitar a sus monasterios a los varones o hembras piadosos, en olor de santidad, en demanda de consejos y luces para la edificación de sus reinos. Baste citar las relaciones de esta índole entre el rey Felipe II de España y la venerable madre Agreda, sobre las cuales existe una documentación histórica considerable.
Ascetas y bufones tienen algo de común, por cuanto ambos son despertadores de la conciencia adormecida de los reyes, y los jalifas, que no tenían capellanes ni directores espirituales en sus palacios, habían menester, con mayor razón, de bufones. De Harunu-r-Raschid se sabe que tenía su bufón oficial, llamado Bahlul, al que estimaba mucho, y que más de una vez, con sus sentencias, le hacía llorar. Pero sobre todo hacíale sentirse hombre bajo su manto de jalifa, rectificando su visión egolátrica de sí mismo en bien suyo y de sus vasallos.
LOS DEFECTUOSOS FISICOS Y MENTALES
La joroba no tiene en Oriente, donde es fácil disimularla bajo las amplias túnicas, la trascendencia fatal que en Occidente, ni inspira esa superstición que ha hecho entre nosotros emblema de buena suerte para los demás ese accidente físico que lo es de mala para su dueño.
El jorobado no es en Oriente una mascota, ni un fetiche, ni inspira otro sentimiento que el de la piedad o la sonrisa. Así el acondroplásico no tiene allí ningún drama especial y, sobre todo,si es rico, no es óbice su joroba para que ese Quasimodo pueda lograr el amor de una Esmeralda.
Muchos son los jorobados que figuran en Las mil y una noches como los del cuento del sastre y el jorobado, ya varias veces aludido, y aquel otro caballerizo del sultán de Egipto, que este quiere casar con la hermosa Sittu-l-Hosn y que los genios, en función eugenésica, sustituyen la noche de bodas por el bello Bedru-d-Din, primo de la joven, metiendo al cheposo, para mayor escarnio, en el retrete; en uno y otro caso falta toda intención trascendental y la joroba es sencillamente una fealdad más atribuida al personaje para que resulte más grotesco.
No le es, por consiguiente, aplicable al jorobado esa significación fatídica, esa relación con el sino que tiene entre nosotros y que Roso de Luna expone en El velo de Isis, fundándose, como siempre, en una etimología caprichosa, según la cual giba es lo mismo que el sánscrito bija—máscara o vestidura—. Si aceptáis eso y pasáis por el arco de esa etimología, os resultará interesante la lucubración que sigue del gran ocultista: «Cuando los sacerdotes aztecas—dice—se untaban con el negro “ulli” sacramental para sus ceremonias de magia, nuestros conquistadores de América decían que se embijaban o pintaban de bija. Agib, leído de otro modo, es giba, y, por este trastrueque, se ha considerado siempre al jorobado o giboso como símbolo de las unturas que esas historietas asignan a quien llegaba al estado de “calenda” o sea, de especie de monje mendicante o faquir del exterior del templo, o sea, un discípulo del ocultismo. Por eso en la leyenda española de La oreja del diablo un jorobado es quien desciende al Palacio de la Fortuna, la Hermosura y el Amor.» La nota transcripta se refiere al tercer zâluk o calenda en la versión de Galland, el cual se llama Achib (escrito en árabe con «yim»), nombre que significa a la letra «prodigioso» y, como el lector puede apreciar, aun sin conocer el arábigo, el maestro teósofo realiza con él una manipulación harto libre.
Por lo demás, con idéntica libertad procede al asignarles sentido esotérico a los tuertos de Las mil y una noches, que son varios, empezando por estos tres zâluk tuertos de la historia de El alhamel y las mocitas (Noches 11 a 16) y siguiendo por el tuerto del rey de Ifrancha, que actúa de personaje principal en la Historia de Alí Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492).
Tales tuertos que, tomados a la letra, nada de particular tienen y ni siquiera se relacionan con nuestra superstición popular respecto a los tuertos, pues no inspiran a los otros personajes de esas historias ningún sentimiento ostensible de repugnancia o aprensión, son para Roso de Luna «símbolo de cuantos fracasados existen en el mundo». «Tuertos y todo, como el Wotan nórdico, no lo están del ojo izquierdo, sino del derecho, porque aquel ojo es el “ojo del canon” que dicen los católicos, el ojo que incapacita (querrá decir cuya falta incapacita) para la celebración de los misterios religiosos y sobre el que se podría escribir largamente, si no prefiriésemos dejarlo a la discreta intuición del lector.» Siempre la reticencia habitual en los maestros de hermetismo, cortando por lo más interesante la confidencia.
Desde luego que, por lo que se refiere a esos tres tuertos del cuento referido, tuertos los tres del ojo izquierdo y los tres hijos de reyes, es más que presumible tengan una significación intencionalmente simbólica, así como las aventuras que les suceden; presunción que sube de punto con la historia del tercer zâluk y el episodio de su encuentro con los diez jóvenes tuertos también del izquierdo y que todas las noches se espolvorean la cabeza con pez y carbón molido y después se lavan y enjuagan y se entregan a un llanto que dura toda la noche.
Es indudable que esos ensuciamientos y lavatorios cotidianos y nocturnos encierran un misterio y aluden a ritos oscuros, de tradición perdida, y que se prestan a toda suerte de interpretaciones. Para Roso de Luna la pez y el polvo de carbón con que se cubren las cabezas esos jóvenes no es sino el «ulli» sacramental de los mejicanos y otros pueblos. Esos jóvenes tuertos reunidos en el palacio de Azófar, bajo la presidencia de un anciano, como novicios de un monasterio búdico o cristiano, y que lloran antiguas culpas, por las que perdieron el ojo, son, según Roso de Luna, otros tantos iniciados que, al perder el ojo, desarrollaron el tercer ojo latente en el hombre, el de la intuición, y ahora ven claro en el misterio.
El tercer zâluk, que aún no perdió ninguno de los ojos materiales, no ve aún claro en la vida, y por eso tendrá que pasar por la misma experiencia que los otros, para que también se le desarrolle el tercer ojo, ese de la intuición que nosotros, con permiso del gran ocultista, llamaríamos mejor de la experiencia, ya que se adquiere a costa de ella.
Mucho se podría hablar sobre los ojos del hombre y sobre su número, que no siempre debió ser el mismo que ahora, como tampoco ellos debieron estar en el mismo sitio, pues si hemos de creer al malogrado y genial médico granadino doctor Velázquez, autor de unas teorías muy originales sobre el sueño, también los ríñones, en su origen, fueron ojos que después se cegaron, pero que conservan su función lacrimatoria a fuer de glándulas endocrinas; cierto que esta tesis la sostiene en una fantasía literaria, de tono humorístico, pero no por ello es menos digna de dar que pensar, pues hasta las fantasías de un hombre de ciencia son científicas, y respecto al lugar de los ojos, recordemos a los cíclopes, que tenían un solo ojo en mitad de la frente, y a aquellos hombres fabulosos de que nos hablan los viajeros antiguos que lo tenían en medio del pecho y de los cuales se hace eco la historia de Las mil y una noches referente a los genios encerrados en redomas de azófar.
Hay, sin duda, un simbolismo hermético en ese juego, por decirlo así, que los hombres se han traído siempre con los ojos, cambiándolos de lugar y de número, no precisamente para aumentarlos, sino, al revés, para reducirlos, como a impulsos de la idea subconsciente de que la pérdida del número se compensa con la intensidad, de que un ojo ve más que dos y sin ninguno se adquiere la videncia, la visión radioscópica, röntgeniana.
Podría apoyarse esta presunción en la circunstancia de ser ciegos muchos de esos hombres excepcionales de la antigüedad, como Homero, y en el hecho habitual instintivo que hacemos de cerrar o por lo menos entornar los ojos en los momentos de intensidad mental o precisamente cuando más queremos ver y sería natural que los abriéramos.
Cerramos los ojos, nos quedamos momentáneamente ciegos o medio ciegos en los momentos supremos de la vida, en las grandes emociones del amor y el gozo; la aparición inesperada de un ser dilecto nos ciega de asombro, reclinamos la cabeza en su pecho y cerramos los párpados, en vez de abrirlos, y, en una palabra, todo cuanto nos alegra o asusta hace que cerremos los ojos, ya para verlo mejor ya para no verlo, es decir, para hacernos la ilusión, pues nuestra pupila retiene la imagen aún después de velada, y es entonces, en esa penumbra, cuando cobra vida más intensa.
Es cuando dejamos de ver cuando más vemos, y esa intuición se confirma hasta científicamente por los fisiólogos modernos, que nos hablan de la capacidad integral de visión de todo nuestro cuerpo, en el que cada poro sería un ojo en potencia, eclipsado por la luz de los ojos especializados, en virtud de esa ley de división del trabajo que rige en biología; según eso, tendríamos miles de ojos, que empezarían a actuar e irradiar su fulgor de difusa celistia, como hacen los astros en ausencia de la gran luminaria, del gran ojo nocturno de la Luna.
Sea por lo que fuere, es lo cierto que la imaginación popular, haciéndose eco inconsciente de un sentido místico de la visión, vulgariza las enseñanzas de los filósofos del éxtasis y el deliquio, atribuyendo una videncia especial a los ciegos, ante los cuales siempre se siente el vulgo algo cohibido.
El mendigo con olor de santo, el rapsoda, el adivinador perfecto, han de ser ciegos, y en esos países del antiguo Oriente, donde las oftalmías por falta de higiene y la irritación constante del sol excesivo, aparte las penas de ceguera impuestas por los Códigos, son tan frecuentes, los ciegos inspiran la piedad y veneración de los santos, pues se adivina tras de ellos una gran desgracia, que les abrió los ojos del espíritu y los santificó.
Es preciso ser un desalmado para jugarle a un ciego la trastada que aquel hidalgo de Bagdad se permitió jugarle al hermano ciego del famoso barbero As-Samet, aunque en el fondo hidalgo y mendigo iban de tuno a tuno, ya que ese ciego formaba con sus cofrades una sociedad mercantil con fondo saneado y buenos dividendos.
Pero ese cuento pertenece ya a la literatura picaresca, que siempre nos da una versión realista, peyorativa, de los grupos sociales. Ese ciego avaro, hipócrita, que vive del cuento de su falsa miseria, fingiendo humildades y mansedumbres, y está siempre dispuesto a esgrimir el palo en que se apoya, en cuanto le toquen al bolso, tan tacaño que ni siquiera tiene lazarillo; ese ciego petardista, irascible y ladino, tiene más de grotesco que de malvado y no llega ni en mucho al grado de avaricia y sadismo del personaje de Hurtado de Mendoza, al que mediata o inmediatamente puede haber servido de modelo. Ese ciego de Las mil y una noches es más inocente que otra cosa, y no esquilma ni señala a pescozones a ningún lazarillo. Es, simplemente, ese ciego aturdido que Flaubert nos describe en sus cartas desde El Cairo, atropellando con su palo a los transeúntes, lo mismo al que le estorba que al que no. Es un honrado ciego que no engaña a nadie en lo fundamental: en lo de serlo.
El tipo de falso ciego que finge serlo para beneficiarse de la caridad de los incautos y darse buena vida, gastándose en orgías nocturnas, cuando recobra la vista después de haber colmado su platillo en los zocos durante el día, ese falso ciego de La corte de los milagros, no aparece en Las mil y una noches, y hay que ir a buscarlo a los escritos de Bediyu-s-Semán Al-Hamdani (siglo IV), donde hay una mekama titulada El pícaro ciego en que se pinta el tipo con todo su pintoresco y, en el fondo, simpático cinismo, envuelto en elocuencias sofísticas y alegres donaires.
Pero volvamos al tema de los tuertos, cuya representación más conspicua en Las mil y una noches la ostentan los tres referidos zâluk que llegan a pedir hospitalidad a casa de las tres mocitas; esos tres tuertos son otros tantos ejemplares de «patosos», de «hombres de mal agüero», que tienen la schemilak, como dicen los talmudistas; cada uno de ellos ha provocado, sin quererlo, alguna desgracia y se han causado, queriéndolo menos todavía, la propia.
El primero de los tres, príncipe de sangre real, como los otros, tuvo la mala sombra de, estando un día en la azotea de su alcázar, dispararle su ballesta a un pajarillo, al que no alcanzó la saeta, yendo en cambio a clavarse en el ojo del gran visir de su padre, dejándolo tuerto.
Semejante accidente, obra sin duda, del sino, fue el punto de partida de una serie de desgracias, pues el gran visir no olvidó jamás el entuerto y, al morir el rey, aprovechando la ausencia del príncipe, se hizo proclamar monarca en lugar suyo, y luego le mandó prender y le vació un ojo en vindicta taliónica y ordenó que lo llevasen al campo y allí le diesen muerte amarga, como dice la copla.
Libróse el tuerto príncipe de la muerte por la compasión del verdugo y fue a recogerse a la hospitalidad de su tío, también rey de otro Estado; pero allí fue a buscarle el visir vengativo, el cual sitió la ciudad y la tomó y quitó la vida al rey y se la habría quitado también al sobrino de no haber este optado por la fuga; de suerte que el hospedar al patoso sobrino costóle al tío no solo el trono, sino también la vida.
El segundo zâluk tiene al principio la suerte, que luego es su desgracia, de descubrir una fantástica gruta subterránea, donde está una bellísima princesa, cautiva de un efrit, y de enamorarse de ella y ser correspondido, pues eso es causa de que el efrit, al enterarse, dé muerte a la adúltera y a él le saque un ojo, y que se dé por bien librado.
El tercer zâluk empieza por embarcar en un navío que se estrella contra la famosa Montaña magnética; no perece, sin embargo, en el naufragio, porque está reservado para que le cause la muerte sin querer, desde luego, a aquel joven hijo de un rico señor, al que su padre tiene escondido en una cueva subterránea, para librarle de la amenaza de un horóscopo, cuyo plazo precisamente expiraba aquel día. De suerte que, de no haber aportado por allí el patoso, podría haberse considerado el joven libre de todo peligro.
Después de eso llega el zâluk a aquel alcázar de Azófar, donde viven diez jóvenes tuertos, regidos por un anciano venerable y que todas las noches practican extraños ritos luctuosos. Lleno de curiosidad, en vez de callarse como le han recomendado, insiste en saber la causa de aquellas ceremonias y, al enterarse de la rara aventura de aquellos jóvenes tuertos en el palacio de las cien puertas y las cuarenta damas, lejos de hacer caso de sus admoniciones empéñase en seguir la misma suerte que ellos; déjase arrebatar por el Pájaro Roj, llega al fantástico paraíso, permanece en él un año gozando de delicias perfectas, y al cabo, en ausencia de las bellas huríes, abre la puerta prohibida y al punto surge un caballo negro, que se lo lleva por los aires y le deja otra vez en el terrado del alcázar de Azófar, dándole un rabotazo con la cola, que le vacía un ojo.
Cada uno de estos tres tuertos representa, pues, un tipo de hombre de mala sombra, que la tiene él y se la comunica a los demás; un sino inverso parece guiar desde el principio sus pasos por la vida, y lo único acertado que hacen, ya tuertos, es venirse a Bagdad, en busca del emir de los creyentes, el generoso Harunu-r-Raschid, para contarle sus sendas historias maravillosas e implorar su poderoso amparo, y dijérase que, por rara casualidad, han entrado en Bagdad con buen pie, pues aquella misma noche de su llegada tienen la suerte de reunirse con él en casa de Sobeida.
Harún escucha sus historias, se maravilla y se conmueve, los casa con sendas hermanas de la joven Sobeida y les asigna cargos en su corte. Los zâluk han hecho, pues, su suerte y—esta es paradoja—precisamente luego de quedarse tuertos, lo que contradice la relación supersticiosa que pudiera establecerse entre su condición de tuertos y su mala sombra.
Choca, desde luego, que esa superstición no se manifieste en ningún aspaviento de alarma en la muchacha que les abre la puerta y que lógicamente debería impresionarse mal ante la presencia conjunta de tres tuertos y pronunciar algún conjuro, invocando la mano de Fátima, que preserva del mal de ojo, y tocando al mismo tiempo hierro o madera. ¡Figuraos lo que habría hecho una andaluza! Lejos de eso, lo que hace la joven es reírse e instar a Sobeida para que los deje pasar, prometiéndose una noche divertida. ¡Lo que nos vamos a reír!
Esto haría suponer que los musulmanes no comparten la superstición referente a los tuertos, común a todos los pueblos de la antigüedad, sugestión que confirmaría también la naturalidad con que en la historia de Maryem, la cinturonera, ese visir tuerto del rey de Ifrancha alterna con los mercaderes de Alejandría, sin inspirarles ningún temor supersticioso, ninguna prevención apriorística.
Solo en una historia, la del cuarto hermano del barbero—Al-Kus—, que es tuerto, hay indicio claro de esta superstición en el hecho de ese rey que, al tropezarse con Al-Kus, exclama contrariado: «¡Mal comienzo hemos tenido!» y desiste de salir de caza aquel día.
La prevención contra los tuertos es sin embargo general en Oriente, y los hindúes tienen un refrán que dice: Kvachit kana bháveta sadhus. («Alguna vez hay un tuerto bueno.») Apunta aquí ya esa otra superstición del «mal de ojo», del jettatore contra el cual se precaven con fórmulas de exorcismo y el empleo de talismanes profilácticos, como la ya referida mano de Fátima, que no falta en ninguna puerta pintada de rojo, o esos cuernecillos de coral que usan también los napolitanos.
Cabe pensar que esa creencia supersticiosa en el jettatore no tiene nada que ver con el hecho de ser tuerto y que no es este detalle el que hace maleficiador, sino otra virtud íntima, misteriosa, que no se manifiesta al exterior, y por ello hace más peligroso al individuo que la posee.
No es posible conocer a primera vista al jettatore que irradia su onda o efluvio fatídico, magnético, de un modo insidioso, y consuma su mala obra antes que la víctima lo pueda advertir, y esa es la razón por que los padres de Las mil y una noches suelen tener a sus hijos escondidos de toda mirada humana en lugares adonde no pueda alcanzarles la onda magnética del jettatore, que es un envidioso de nacimiento y se ensaña con la juventud y la belleza.
Pasada cierta edad, ya parece que no es de temer al jettatore, que es inofensivo para el hombre adulto, lo cual hace sospechar que bajo el jettatore se encuentra más de una vez el pederasta.
LOS EUNUCOS
Personajes típicos de Las mil y una noches son los eunucos, esos seres híbridos, custodios de los harenes musulmanes, de los paraísos femeninos, y que, a fuer de tales, esgrimen si no una espada de fuego, sí de acero bien buido.
Relevante y doble es la función social de los eunucos; a ellos se les fía, más que a otros, la guarda y defensa del tesoro doméstico, de la vida de los príncipes y reyes y del alma del niño; son los guardias de corps de los jalifas, sus maceras y los ejecutores inexorables de sus sentencias de muerte. Todas esas funciones podemos verlas reunidas en una sola persona, la de Mesrur, ayo primero y después macero y verdugo de su señor Harunu-r-Raschid.
El jefe del hogar árabe pone toda su confianza en el eunuco, fiado en una falsa idea de su psicología apática, que lo hace presuntamente incorruptible al halago y al soborno; teóricamente, el eunuco es un ser sin pasiones, al que la privación del sexo coloca fuera de la especie y confiere cualidades de ecuanimidad e indiferencia propias del filósofo o el místico.
Pero la realidad contradice ese concepto de la psicología del eunuco, el cual, precisamente, por salirse de lo humano normal, fluctúa siempre entre lo sobrehumano y lo infrahumano y tiene algo de monstruoso; la libido sexual que su castración le arrebata—suponiendo que así sea, pues San Jerónimo nos habla de la lascivia que las damas romanas practicaban por lo menos con una categoría de eunucos, los espadones—, esa libido, decimos, se transfiere a otros fines y se manifiesta en forma de ambición crematística y hasta política, en ansia de poder que les hace venales nada de fiar, y los convierte en centro motor de conspiraciones palaciegas, inductores o inducidos de las sultanas ambiciosas.
Todoescontradictorioyambiguoenlapsicologíade esos ambiguos seres —obra artificial de los productores de monstruos, como el hombre que ríe, el Gwynplaine de Víctor Hugo—; criaturas intermedias entre hombre y mujer, tienen forzosamente una psicología intersexual, pero agravada todavía por el resentimiento; en ellos las reacciones naturales resultan falseadas y nunca responden al resorte normal.
El eunuco no es nunca un hombre —ita ut dicam, por decirlo así—enteramente de fiar, pues adolece de dos complejos fundamentales: el de resentimiento y el de inferioridad, que le impulsan a buscarse el desquite; está resentido de los hombres y envidia y odia a las mujeres, al par que las desea como fruta vedada; el eunuco es un personaje sombrío, siniestro, que sonríe aguardando la hora de su venganza; no hay que fiar de ese ser híbrido, hipócrita y falaz que finge humildades y murmura amenazas al paño, y que, tan apático en apariencia, está, en el fondo, torturado por pasiones exacerbadas por la misma imposibilidad de satisfacerlas.
Ya Salomón, en sus Proverbios, nos habla del eunuco que mira por el ojo de la cerradura de la cámara nupcial de su dueño y suspira de envidia; el eunuco no es el símbolo de la ataraxia, sino de la impotencia rabiosa.
El eunuco se encuentra psicológicamente en un dilema del que solo puede salir o cayendo francamente en la aberración o sublimando su inútil lascivia en un sentimiento de platónica adhesión a sus amos; así parece haber ocurrido en el caso de Mesrur con Harunu-r-Raschid. En ese caso, el eunuco resulta un ser que ha transmutado lo extrahumano en superhumano y elevádose al grado de lo angélico, y entonces no hay quien pueda emularle en punto a fidelidad y servicialidad, que llegan, en su heroísmo, hasta la muerte.
El eunuco, en ese trance de sublimación, adhiérese a su señor o señora y vive vicarialmente su vida de varón o de hembra y logra así una unidad en su condición de medio ser en virtud del acoplamiento psicológico.
Hay, pues, el eunuco bueno y el malo; ambos igualmente extremados, sin término medio, que no lo admite su propia condición, cuya tortura nace de ser un medio; de una y otra clase de eunucos hallamos ejemplos en Las mil y una noches.
Hay una circunstancia que recomienda al eunuco en esa sociedad islámica, basada en el recato y la inviolabilidad de las mujeres, y es su impotencia sexual, que los hace aptos para que se les confíe la guarda y defensa del honor femenil.
Pero aun en eso no es enteramente de fiar el eunuco, si hemos de dar crédito a San Jerónimo y a otros escritores latinos, pues hay varias categorías de eunucos, según la técnica de su castración, que unas veces es total y otras incompleta, y se reduce a lo que hoy llamamos esterilización, dejando intactos el estímulo y cierta capacidad de función. Todo depende de que se emplee en la operación la cuerda o la navaja de afeitar.
En Las mil una noches vemos este último procedimiento aplicado por Da-lila, la ladina, como castigo al inconstante Asis, el primo de Asisa; al verse arrojado a la calle, luego que se recobra de su desmayo, Asís se palpa el vientre y se lo encuentra «liso como el de una mujer», comprobación terrible ante la cual le asalta una tristeza infinita.
Por esa misma experiencia pasa el eunuco Zauab (Noche 54) del cuento intercalado en la historia de Gánim-ben-Ayub, al que sus amos condenan a castración en castigo de haber atentado contra el pudor de su señorita, provocado por esta—dicho sea en su descargo—; pero aquí el eunuco logra cierta compensación de voluptuosidad mística, platónica, entregándose a mutuas caricias inocentes con su ama, de la que sus padres lo han hecho guardián.
Este es un ejemplo interesante de sublimación erótica, de transferencia a la esfera ideal de la lujuria específica, y el estado psicológico del joven Zauab al abrazar, ya sin pecado, a su amada, convertida en esposa mística, debía de ser de un encanto tan particular, de un sentimiento más allá del sexo y del placer, todo ternura y gozo puro, que nos explica haya podido existir esa secta de los «eunucos por amor de Dios», de abolengo antiquísimo y base religiosa de que Finot nos habla y que hasta nuestros días ha tenido representación en Rusia—la Rusia de Dostoyevski y de Tolstoi—con el nombre de skoptzi, castos adoradores de una virgen señora, la Bogorodnitsa, representación simbólica de la Virgen María. (Bogorodnitsa es la equivalencia eslava del Dei Genitrix.)
Pero esto nos da ocasión para remontarnos al origen de donde trae el suyo la referida secta y a la idea teológica que le sirve de base y que pertenece al cuerpo de doctrina de la gnosis, que profesaban los neoplatónicos alejandrinos, los adeptos al dogma emanatista, según los cuales el primer eunuco fue Atys, el pastor frigio, que se escindió las pudendas por amor a la diosa Cibeles, caso de maltusianismo en el que veían ellos un misterio teológico, un sacrificio impuesto por la diosa madre a su pastor dilecto, a fin de cortar la cadena de las emanaciones y detener la degradación sucesiva de los mortales, cada vez más lejanos de su divino origen.
Según esa teoría mística, que puede verse expuesta en Flavio Claudio Juliano, el imperial filósofo neoplatónico, discípulo y amigo de Jámbrico y Plotino, el eunuco representa en la serie de los seres lo que el sábado hebreo en la de los días: un punto de parada y descanso, para volver a empezar; el sábado era, a la inversa, el eunuco de los días.
No hemos de insistir en esta interpretación esotérica del eunuco y trataremos solamente de fijar su psicología según la literatura y la historia, por las cuales vemos la imprudencia que representaba por parte de los padres confiar la educación y cuidado de sus hijos a eunucos que, forzosamente, habían de adulterar y alabear su carácter, sobre todo en una raza de suyo inclinada a la pederastia en virtud, entre otras cosas, del veto práctico impuesto por la ley a la mujer.
No es, sin embargo, por el lado de la lujuria por el que se han hecho famosos los eunucos orientales, sino por el de la ambición, el ansia de poder y dominio político. Ahí parece haberse refugiado su libido, expulsada de su sede central y especifica.
Los eunucos—según nos ilustran los anales del imperio osmanlí—aprovecharon la situación privilegiada de que gozaban cerca de los sultanes osmanlíes para hacer política en su propio provecho y alzarse con las riendas del poder, poniendo en ello una astucia de mujer y un tesón y un valor más que de hombre; esos anales están llenos de las conspiraciones y revoluciones promovidas por los célebres jenízaros o pretorianos de los sultanes, que acabaron por ser quienes los ponían en el trono y los deponían, detentando, en realidad, todo el poder.
Ahora bien: esos jenízaros eran eunucos lo mismo que sus colegas, los mamelucos, que aparecen en Las mil y una noches—Historia de Chanischah (Noches 295 a 316)—y que en los últimos tiempos del virreinato egipcio hicieron igual que los jenízaros en la metrópoli.
Y con esto queda ya suficientemente descifrado el anagrama psicológico del jazi o eunuco.
LOS LOCOS
Los locos ya es cosa sabida que inspiran a los orientales ese mismo supersticioso respeto, de carácter místico, que a los antiguos griegos. El loco o machnun es un poseído de algún chinn o genio y que por ese concepto está en comunicación con el mundo invisible y ve cosas y percibe misterios vedados para los demás mortales. La locura es la brecha por donde el mundo de lo irracional o mágico comunica con el intelecto del hombre.
El loco no puede causar especial sensación en este Oriente donde todos están más o menos locos, los unos por amor y los otros de lecturas quiméricas, o de ambas cosas a la vez, como nuestro inmortal hidalgo.
Los locos de amor son célebres en la literatura oriental, donde abundan los enamorados Macías, que ostentan con un místico orgullo su título de locos, al modo de ese famoso Machnun, «el loco de amor por Leila», sobre el cual se han escrito tantas novelas en árabe y persiano.
Pero locos son allí todos los enamorados, que exaltan su pasión hasta el grado sublime, que linda ya con la demencia. Locos de amor temporales, tan locos que reclaman la camisa de fuerza, como el príncipe Kamaru-s-Semán y la bella princesa Budur, la hija del rey Gayur, y ambos, efectivamente, son machnunin o posesos, ya que los genios tienen la culpa de que hayan perdido momentáneamente la razón. La locura de amor no es una simple hipérbole en ese Oriente apasionado, donde el amor, como ya dijimos, se manifiesta con todos los síntomas de una psicosis y hasta de una enfermedad somática.
«El amor es como la locura y todo se le perdona», dice un proverbio oriental, que declara, al mismo tiempo, el fuero de que enamorados y locos gozan en esos comprensivos países.
La locura confiere privilegio y hasta honores de santidad. Claro que se trata de locos pacíficos, de locos hasta cierto punto razonables, como nuestro Quijote; para el loco furioso, agresivo, no hay más que la camisa de fuerza.
Casi todos los locos de Las mil y una noches lo son por trauma emocional; son locos pasionales, aunque también los hay de tipo delirante, como el Iffán de la historia de Balukiya, trastornado por lecturas de libros fantásticos, como los que dementaron al hidalgo manchego.
Lo notable es que esos locos sueltos son los verdaderos locos de Las mil y una noches y no los que en las Historias de los tres locos (Noches 961 a 973) se nos muestran recluidos en el manicomio de Bagdad (lo del manicomio es un decir), con ocasión de la visita que el rey Mahmud hace al establecimiento y que no son sino tres desdichados. Lo que es casi la regla general.
Un caso de locura interesante, quijotesca, es el de aquel maestrillo de escuela que se enamora locamente de una mujer fantástica, por haber oído la copla de un transeúnte, en que se la mentaba.
Pero el caso más interesante no propiamente de locura, sino de una penumbra mental, que habría podido abocar en verdadera vesania, de hamletiana duda, es el que se nos describe en la Historia del durmiente despierto (Noches 576 a 583), ese cuento que podría haber inspirado el comienzo de la comedia de Shakespeare La fierecilla domada y el drama de nuestro Calderón La vida es sueño.
Abu-Hasán, que así se llama el protagonista, es conducido narcotizado por Harunu-r-Raschid a su palacio y el jalifa da orden a todos de que cuando se despierte lo traten como si fuera él mismo; no es de extrañar que Abu-Hasán llegue a creérselo, y al restituirlo el jalifa, mediante otro narcótico, a su primer estado, no sepa ya quién es y caiga en un proceso de disociación de la personalidad que hace que lo encierren en un manicomio, donde paradójicamente recobra la razón.
Ese es el caso de locura miliunanochesca que presenta más interés desde el punto de vista de la moderna psiquiatría, pues recoge la observación de un proceso psíquico que radica en la base de muchos complejos psicopáticos, y que, de otra parte, constituye un tremendo problema metafísico.
No se dan en Las mil y una noches locos agresivos, furiosos, pues los locos de amor de sus historias son más bien del tipo hipotónico, locos sentimentales, melancólicos, y desde luego no verdaderos locos; cuando más, llegan a concebir la idea del suicidio, como ese Alí-ben-Bekkar, que intenta arrojarse al río para morir ahogado, como las heroínas de nuestros folletines, y que, como ellas, es socorrido a tiempo por un alma compasiva.
Poca es, pues, la materia de observación documental que a la moderna psiquiatría pueden ofrecer los locos de Las mil y una noches, que son locos como lo son los amantes y los poetas, en el concepto de las gentes vulgares, de esos seres enteramente razonables que, por otra parte, son enteramente hipotéticos, pues no hay quien no tenga momentos y venates de locura y vetas de enfermedad, a menos de ser idiota. «Solo los tontos gozan de salud perfecta», dice un proverbio francés.
Dejemos, pues, a los locos y pasemos a fijarnos en otras variedades significativas de personas razonables o que pasan por serlo y, sin embargo, no lo son, por lo menos del todo.
LOS OPIOMANOS
Entre los bufones y los locos deben ubicarse estos semilocos y semibufones que constituyen la plaga social del Oriente, donde abundan tanto como los alcohólicos en Occidente.
Los comedores o fumadores de opio y sus derivados—banch, kif, etc.—viven en un estado de semilucidez habitual, como nuestros alcoholizados, sin que ello les impida hacer su vida corriente y mezclarse en la de los demás.
Los opiómanos son apáticos, semiconscientes, abúlicos, pero se mueven con un automatismo que engaña, y, cuando no están públicamente reconocidos como tales, pueden dar la sensación de hombres normales, discretos y hasta sabios.
El opiómano, por otra parte, es inofensivo, carece de agresividad y resulta un personaje simplemente cómico, que a veces se engaña a sí mismo como un poeta. Tal el opiómano de Las mil y una noches, pescador de oficio, que toma un reflejo de la luna llena por un lago y se pone a pescar.
Lo temible es las consecuencias que puede acarrear, las complicaciones en que el opiómano se mete y mete a los demás, si le dan crédito a sus alucinaciones. El opiómano es capaz de perder un pueblo y en ese sentido representa un enemigo público, como hoy se dice.
Inducido por su habitual condición de visionario, se lanza de buena fe a las empresas temerarias, de las que suele salir bien librado, porque goza de la inmunidad de los locos y bufones y también porque, a veces, su propia excitación cerebral le inspira aciertos sorprendentes, cual si estuviese dotado de una suerte de videncia.
Así ocurre en el caso de esos tres compadres que, conducidos ante un sultán, irritado por el alboroto que arman a las puertas mismas de su palacio, se hacen pasar respectivamente por genealogistas de piedras preciosas, de caballos y de personas, sin tener la menor noción de esas materias.
Como es natural, el sultán los somete a una prueba difícil, notificándoles que, si no salen de ella airosos y acreditan sus habilidades, serán condenados a muerte.
Cualquiera pensara que aquel sería el fin de sus travesuras; pero no hay tal, pues los tres aciertan, cada cual en lo suyo, por arte de birlibirloque, y el genealogista de seres humanos adivina el origen adulterino del monarca, que al conocer que es bastardo, en virtud del testimonio irrefragable de su propia madre, baja del trono, sienta en él al opiómano y, vistiendo hábito de dervisch, deja su corte y emprende vida errante y mísera. Historia del hijo adulterino (Noches 951 a 956).
El fumador de opio sale siempre bien parado de todos sus enredos, pues aparte de que sus cosas hacen reír, cuenta también con la solidaridad de sus congéneres, que tienen representación en todas las clases sociales, en la judicatura y en las altas esferas del gobierno.
El uso de los estupefacientes en todas sus variedades—alhaschische, opio, daturina, kif, etc.—ingeridos en forma de píldoras o fumados en pipa, como el tabaco, es general en todo el Oriente, empezando por China, donde la pintura de sus funestos estragos ha inspirado toda una literatura altamente patética.
El uso continuo de la droga desorganiza la vida moral del individuo y provoca graves disociaciones de la personalidad, creándole al sujeto un mundo fantástico en el que acaba por disolverse la noción de su yo.
En Las mil y una noches el complejo psicopático originado por el estupefaciente no alcanza proporciones tan graves y el fumador de alhaschische no pasa de ser un personaje cómico y no mucho más visionario que un poeta, y como allí todo el mundo es un poco opiómano y un poco poeta, es preciso que el fumador de alhaschische haga algo muy gordo para que se haga notar.
A la cuenta del alhaschische hay que cargar buena parte de esas cosas inverosímiles que los personajes miliunanochescos nos cuentan como sucedidas; Simbad, el marino, muestra a veces una fantasía excitada por el alhaschische, y, en términos generales, todas las historias del libro parecen embebidas en una atmósfera opiácea, gracias a la cual alcanzan ese grado de poder sugestivo, ese hechizo especial de que carecen nuestras literaturas, hechas a base de café y tabaco.
De ahí que Tomás de Quincey y Baudelaire, en el siglo XIX y quizá bajo la sugestión de Las mil y una noches, recurrieron al opio en demanda de esa exaltación, que se refleja en los Recuerdos de un opiófago, del primero, y Los paraísos artificiales, del segundo.
Digamos, de pasada, que en ese promedio del siglo XIX a que nos referimos el opio y sus sucedáneos estuvieron de moda en Europa entre los escritores y los buscadores de sensaciones raras como algo más excitante y provocador de delirios más inéditos y exquisitos que los del alcohol, siempre de un matiz más plebeyo, aunque en Poe—es verdad—el delirio alcohólico engendre sueños tan originales y prodigiosos. Pero es que Poe, por lo menos espiritualmente, había fumado opio miliunanochesco en sus lecturas.
El conde de Montecristo, que se firma en ocasiones «Simbad, el marino», fuma opio y se lo da a fumar a sus amigos.
Pero el opio y sus derivados no ha llegado a aclimatarse nunca en Europa, donde el alcohol y el tabaco han sido los excitantes habituales del hombre corriente y del escritor; su verdadera patria es el Oriente, pues por la inevitable paradoja es en esos países donde los hombres, soñadores ya por naturaleza, se han provocado siempre sueños artificiales.
Pero es que la vida en esos países de gobiernos despóticos fue siempre dura y el opio es el anestésico de todos los dolores, la completa y dichosa amnesia.
Baudelaire llamó a los ensueños opiáceos «paraísos artificiales», y ellos son necesarios al hombre cuando la tierra en que vive es un infierno.
Pero la frase de Baudelaire nos pone en relación con el mito del famoso Viejo de la Montaña, ese personaje semifabuloso de la época de las Cruzadas, jefe de la secta de los haschuschin o «asesinos», que en su castillo roquero embriagaba a los cruzados cautivos con alhaschische y les hacía ver el paraíso mahometano y gozar del amor de las huríes, sumiéndolos en tal estado de enervamiento que acababan por apostatar.
Por donde vemos que el alhaschische ha sido en Oriente un arma política, en cierto modo comparable con el «aqua tofana» de Borgias y Médicis, aunque de efectos más benignos; el narcótico que, sin ser mortal, libra por lo menos temporalmente de un enemigo y lo pone en estado de sueño, parecido a la muerte.
El narcótico juega un gran papel en los enredos cortesanos de la Edad Media y hasta en la Moderna; en Las mil y una noches es el medio que emplea sitt Sobeida, la esposa y prima de Harunu-r-Raschid, para deshacerse de las rivales que estima peligrosas.
Los árabes que invadieron España fumaban alhaschische y de ellos aprenderían su uso los cristianos, según lo prueba la forma romanceada de alhaschische con que se le menciona en los escritos antiguos.
Pero su uso no llegó a generalizarse entre los indígenas, que hasta el nombre de la droga olvidaron, imponiendo la necesidad de una nota explicativa en los libros de viajeros que en siglos posteriores lo mencionan.
En el siglo XIX se habla sobre todo del opio y la morfina como anestésicos de uso legal, y de opiófagos, opiómanos y morfinómanos, como de individuos que de ellos abusan.
En el presente siglo la literatura orientalista, inspirada por Marruecos, introduce la voz «kif» con la misma connotación estupefaciente y excitante queel alhaschische, y Valle-Inclán titula La pipa de kif uno de sus libros de versos.
Por lo demás, la moda de esos estupefacientes orientales ha pasado en Europa, tanto en la vida como en su reflejo, la novela, pues a todos los ha destronado ese poderoso alcaloide, ese demonio seductor y terrible: «cocó».
El hombre y la mujer modernos toman «cocó» cuando pueden—por las dificultades de su adquisición—y cuando no, coctel y whisky and soda.
EL «TOFAIL»
El tofail, cuyo nombre viene de la raíz «tfl»—que significa niño—, es un personaje típico de Las mil y una noches que guarda cierta relación con el parásito del poema griego y la novela romana y con el «gorrón» de la nuestra, pero no es propiamente el mismo.
El tofail oriental puede ser un gorrón, pero no todo gorrón es un tofail. Lo que a este caracteriza—y de ahí le viene el nombre—es cierta inconsciencia infantil que le incapacita para refrenar sus impulsos primarios, entre ellos la curiosidad, cierto tropismo que le lleva detrás de lo que le impresiona y lo impulsa a meterse donde no le llaman.
El tofail es, más que nada, el entremetido, el intruso o polizón, que vuelve a decirse hoy, pero que no obra a impulsos del interés o el arribismo, con un fin calculado y egoísta, sino de un modo inconsciente, como queda dicho, y por lo cual suele verse en graves apuros, pues se mete él mismo en la boca del lobo.
Representación insigne del tofail la tenemos en el barbero de Bagdad, ese complejo As-Samet, que entre sus otras cualidades enojosas de locuaz y entremetido tiene esa de la curiosidad o el espíritu de imitación, que le induce a sumarse a todos los cortejos, aunque sean de condenados a muerte que van al suplicio, por lo que una vez llega a encontrarse ya bajo el enhiesto alfanje del verdugo.
Pero todos los personajes de Las mil y una noches tienen algo de tofail, pues todos son curiosos, inquisitivos, y todos gustan de averiguar secretos y enterarse de vidas ajenas, empezando por el propio jalifa Harunu-r-Raschid, que, como sabemos, gusta de introducirse en las casas y más de una vez se ve en situación comprometida y oye lo que no quisiera por culpa de su irreprimible curiosidad.
Curiosidad, espíritu de imitación, tropismo psíquico, entran a formar el complejo del tofail, que lo mismo se incorpora a una boda que a un entierro, y no es, por tanto, el gorrón de la Odisea, sino más bien el Vicente de nuestro refrán, que va donde va la gente, entre otras razones porque no tiene adonde ir.
Puede que entre también en el complejo tofailico algo de presunción, de ansias de figurar, de hacer bulto, arrimándose a los que lo hacen; pero lo que no parece incluirse en el complejo es el espíritu de arribismo, que ya supone cálculo; el arribista emplea procedimientos de tofail para introducirse cerca de los grandes del mundo, como el protagonista de cierta historia de Al-Atlidi, pero no es un tofail auténtico, como el barbero As-Samet, que sería capaz de dejarse ahorcar o decapitar por ver adónde llevaban una cuerda de presos.
Esa curiosidad, solo comprensible en esos tiempos remotos de Las mil y una noches y en esas sociedades quietistas donde realmente nadie tenia nada que hacer y todo el mundo se moría de tedio, sin prensa ni radio, está en la base de la caracterología del tofail, tipo que también se dio por esa misma época entre nosotros y ha pervivido hasta nuestros días, engendrando esos personajes novelescos del mirón, el «seguidor», el flameur, el marcheur, etcétera, que ya han pasado a los museos.
El seguidor de mujeres, tan bien observado por Arsenio Houssaye en la humanidad real del segundo imperio francés, arranca del tofail y representa una de sus modalidades; es el mismo hombre que en Las mil y una noches sigue a la tapada y que, como aquel, no lo hace tanto por verdadero impulso erótico como por la curiosidad de verle la cara o conocer su casa y oírle la historia de su vida, pues las más de esas conquistas terminan en eso: en una historia.
Muchas son las referentes a tofailes que figuran en toda la literatura narrativa de los árabes, y no pocas de ellas se refieren a personajes reales, históricos, como el famoso músico Mozul-Ishak, músico de cámara del jalifa Al-Mamún, que en funciones de tofail aparece en Las mil y una noches y se introduce en una casa donde dan una fiesta, confundiéndose con los invitados, hasta que al fin es advertida su intrusión y tiene que descubrir su personalidad verdadera.
Lo corriente es que el tofail no salga malparado de sus imprudencias y sepa salvar el peligro de su equívoca situación con una frase ingeniosa, un bello poema o un rasgueo de guitarra, que desarma las iras del anfitrión.
A veces, como en la anécdota aludida de Al-Atlidi, la audacia del tofail es apreciada con estimativa yanqui por el señor de la casa como indicio de carácter y vale al intruso la posición que iba buscando.
EL «MUGAFFAL», EL «TAMMA», EL «JARIFO»
En este capítulo de anormales, en cuya psicología se advierte una base de infantilismo, debemos incluir a tres tipos curiosos y pintorescos, que tienen su ficha genérica y múltiples personificaciones en la literatura popular de los árabes: el mugaffal, el tammây el zafiro o jarifo de nuestros romances.
Los tres tienen un rasgo común, que consiste en su inconsciencia más o menos marcada, en su «excentricidad»; los tres están fuera de su centro o de lo que como centro consideran los demás.
El mugaffal es el más descentrado de todos; literalmente, el nombre que lo designa significa el «descuidado, el insolente, el apático», y es, con efecto, un soñador egolátrico, desentendido de la realidad y de la acción, que se crea un mundo quimérico y vive en él encerrado como el fumador de opio en su globo de humo.
Los sueños del mugaffal son siempre agradables y de tipo egolátrico, como suelen serlo, por lo demás, los de las personas normales. Son ilusiones de las que tiene todo el mundo; lo morboso en el mugaffal es que cree en ellas como si fueran realidades, de suerte que es un iluso en máximo grado, en lo que delata el fondo infantil de su psicología.
Y precisamente por ese fondo infantil confina con el tammâ—literalmente «el ansioso»—que es también un iluso y un ególatra en no menor grado. El tammâ, proverbialmente representado por antonomasia en el personaje popular Aschâb, es un glotón, un ansioso, que ya en ello delata su infantilismo, y, además, un iluso, que siempre espera verse obsequiado con aquello que apetece y no posee, ya se trate de una buena comida o de una hurí.
El mugaffal y el tammâson dos modalidades apáticas del tofail, al que su deseo o su curiosidad impelen a la acción, y que ya frisa con el pícaro antiguo y al arribista de hoy.
El jarifo, en cambio, es de carácter activo, y por ello se aproxima más al pícaro; es un excéntrico, un hombre que hace cosas raras, pero las hace y no simplemente las sueña. El jarifo es vanidoso, petulante, tiene ingenio e ideas propias, sostenidas en una dialéctica sofistica muy personal y donosa; tiene con todo ello algo del «gracioso», del «chulo» y del dandy.
El mugaffal, el tammây el zafiro son tres fichas psiquiátricas interesantes de Las mil y una noches.
LOS «SCHIUJ», JEQUES O JEIQUES
Los schiuj (plural fracto de scheij, anciano), jeques o jeiques de nuestro romance, son esos personajes graves, afables e imponentes al par, de largas barbas blancas o simplemente encanecidas, que, en las estampas orientales y en los tapices persas, vemos lujosamente vestidos, voluminoso turbante y largas túnicas, en el centro de un corro de individuos que los escuchan con embeleso y parecen aguardar un fallo.
El scheij viene a ser el «senior o decano» de los latinos, de donde se deriva nuestro título honorífico de «señor» o «don», pues solo empieza a merecer el hombre ese tratamiento entre los orientales cuando pasa de los cuarenta años, es decir, cuando ya se le supone con experiencia bastante para haber adquirido cordura y poder aconsejar a los demás y resolver sus pleitos con equidad perfecta.
Es la fama de su discreción e imparcialidad, de su espíritu ponderado y ecuánime lo que confiere al scheij ese prestigio de que aparece nimbado y lo constituye en una autoridad espontáneamente acatada y superior a la de las verdaderas autoridades oficiales, del guali y el cadí, que no siempre están exentos de venalidad y servilismo al poderoso.
Todo hombre de más de cuarenta años, es decir, en la edad de la canicie incipiente, tiene derecho al tratamiento de scheij, aunque sea un pobre, pero tiene que inspirar respeto a los que lo ven; un piojoso pescador puede oírse llamar scheij si tiene un aspecto venerable.
Pero el verdadero scheij es, naturalmente, el hombre que, además de venerable y bien famado, posee riquezas suficientes, de procedencia legítima, para sostener debidamente el rango y socorrer con largueza a los que se le aproximan; el hombre que, como Simbad, el marino, tiene tras de sí una honrosa historia de mercader viajero, que ha corrido tierras y mares y ha vuelto rico a la suya, en situación económica que le permite ser luego un espectador neutral de la vida y guiar a sus convecinos con sus consejos y socorrerles con sus dádivas. Estos son los verdaderos schiuj y de ellos toman por reflejo su prestigio aquellos otros que solo tienen de schiuj las largas barbas canas y el vano orgullo de su genealogía; el scheij perfecto es un mercader justamente enriquecido y que todo se lo debe a su esfuerzo.
Esos schiuj son como Salomones, cuya sabiduría todos acatan y a cuyo poder espiritual se someten los propios afarit, según puede verse en la historia del pescador y el efrit, y a lo largo de Las mil y una noches podemos ver, moviéndose entre los demás hombres, como seres aparte, cual genios benéficos, que salvan fortunas y vidas, zanjan pleitos y reconcilian enemistades, y pasan por el mundo derramando palabras de un valor tan subido como las gruesas perlas y diamantes que adornan sus túnicas.
LOS REPRESENTANTES DEL PODER
Terminaremos esta revista de los tipos representativos de la sociedad islámica, según se nos presentan en Las mil y una noches, con la de aquellos personajes en que se encarna la representación del poder político, sultanes o ministros, visires, gualies o gobernadores y cadíes o jueces, que rara es la historia en que no figuran.
De los sultanes de Las mil y una noches y de sus visires poco hay que decir; los primeros responden al tipo tradicional del monarca absoluto, dueño de vidas y haciendas, sin ningún freno práctico que coarte su voluntad omnímoda, aunque estén, sin embargo, sujetos a las sugestiones, no siempre buenas ni desinteresadas, de sus visires o ministros, o a los influjos de sus favoritas. En el fondo, toda su actuación depende de estas sugestiones e influjos. En Las mil y una noches abundan las historias de monarcas enteramente dominados por su visir o por su concubina predilecta, que lo llevan por donde quieren, lisonjeando hábilmente sus pasiones, y a veces los ponen al filo de la ruina; no es de extrañar que así ocurra, pues esos soberanos orientales suelen ser ignorantes, supersticiosos, impulsivos, holgazanes y lujuriosos; hombres sin control sobre sus instintos, y, en muchas ocasiones, aventureros afortunados, bandidos o guerreros de buena estrella, sin ninguna preparación política.
En general, y salvando los casos de dinastías firmemente asentadas como la de los jalifas abbasies, el sultán suele ser un advenedizo, como su gran visir; es un buen mozo que ha tenido la suerte de agradar al viejo sultán, que, para retenerle a su lado, lo casó con su hija y lo asoció a su trono; cuando no es la hija la que, enamorada del buen mozo, se lo impone al padre. Después de lo cual el nuevo monarca de chiripa elige, por la misma razón de simpatía, a su gran visir. Todo, en ese Oriente primitivo sobre el que se proyecta la modernidad de Las mil y una noches, está fiado a la suerte, al sino, y la elección de rey se hace, a veces, por modos tan caprichosos como los que se nos describen en la Historia del rey Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176) o la del hijo del rey y sus compañeros (Noches 797 a 799), es decir, sentando en el trono al primer extranjero que acierta a pasar por el camino o que se aproxima a las puertas de la ciudad.
Lo cual no es enteramente fantástico, como pudiera pensarse, sino que recoge tradiciones históricas y hasta obedece a una razón de prudencia política: al deseo de evitar discordias entre los aspirantes al poder, cuando no representa un recurso conciliatorio para dejarlos a todos contentos, fiando a la suerte la solución de sus disputas.
Sea como fuere, la realeza en esos pueblos antiguos de Oriente es cosa de albur, como todo, y cualquier hombre, de la noche a la mañana, puede verse convertido en sultán, y ese sultán advenedizo elegirá luego por el mismo procedimiento arbitrario a su gran visir y a todos los grandes funcionarios de su corte.
La simpatía, la oportunidad, abren la puerta de los corazones y, con ello, las de los tesoros y las alcobas.
La cosa es así desde los tempos bíblicos de José, el gran visir del Faraón, elevado a tan alta dignidad por su arte para interpretar sueños.
Que el monarca o el visir acrediten luego su sentido político, infuso, y gobiernen bien a su pueblo, es algo que depende también de la fortuna.
Pero frente a esta series de monarcas y visires advenedizos hay paralelas otras de reyes y ministros, ya asentados en forma de dinastías antiguas e igualmente hereditarias, y en las que han tenido tiempo de formarse generaciones de buenos políticos, y entonces se da el caso del buen visir, que actúa de conciencia del soberano y trata de contenerlo en sus desafueros y rectificar las desviaciones pasionales de su línea regia. Tales visires, como el Schemmás de la historia del rey Cheliâad, vienen a ser como los domadores de esos leones coronados, a cuyas garras perecen más de una vez. Tienen que luchar no solo con la voluntad caprichosa del monarca, sino también con los hechizos sensuales de sus favoritas, que deshacen en el harén la labor que ellos hacen en el diván.
En las relaciones de Harunu-r-Raschid con su gran visir Châfar podemos ver todo el proceso de esa pugna entre la prudencia del buen visir y el influjo emocional del harén, personificado en los celos de la sultana Sobeida, que al final sale vencedora en esa rivalidad entre Minerva y Venus.
No hemos de insistir sobre este punto, que no hace ahora al caso, en que solo interesa hacer constar que en Las mil y una noches se nos pintan monarcas buenos y malos, asistidos de visires igualmente buenos y malos, sin que se advierta en esas descripciones ninguna marcada tendencia condenatoria y apologética ni se deje traslucir otra cosa sino la verdad axiomática de la gran importancia que, para el gobierno de los pueblos, tiene la buena elección del gran visir o primer ministro, que es, precisamente, la conciencia del rey y el cerebro vigilante del reino.
Los buenos visires nombran, o hacen nombrar al monarca, buenos funcionarios, gobernadores probos y jueces equitativos, cuya acertada elección es tan principal como la del propio gran visir, pues ellos son los que se hallan en contacto inmediato con el pueblo, para el que el rey y su gran visir son entidades inaccesibles e invisibles, como no sea por casualidad, y los encargados de poner en práctica cotidiana las buenas máximas de gobierno.
Ahora bien: en este capítulo de gobernadores y jueces es donde Las mil y una noches formulan una opinión francamente escéptica, expresada en forma preferentemente satírica y que abarca no solo a ellos, sino a sus instrumentos o agentes, policías y guardias, a todos esos llamados agentes de la autoridad. Desde el guali hasta el último esbirro todos aparecen en las historias miliunanochescas acusados de venalidad, torpeza y caprichoso abuso de su poder, fáciles al cohecho y al soborno en todas las formas, de todo lo cual la musa popular, erigida en Némesis, se venga alegóricamente en cientos de anécdotas rebosantes de una hiel disfrazada de humor.
Tales manifestaciones literarias del resentimiento popular contra las representaciones accesibles del poder del inaccesible monarca son comunes a toda la literatura de los tiempos medievales, en que rigen los absolutismos políticos y en la nuestra no es donde menos abundan; el clamor contra los jueces, sobre todo, es general en esa época y se extiende aun a sus agentes subalternos, escribanos, alguaciles y alguacilillos y demás gente de curia. La novela picaresca está llena de denuncias y apelaciones contra esa mala justicia de los hombres, que es todo lo contrario de la Justicia, y expresa en otra forma las mismas condenaciones que los libros ascéticos tienen para el juez prevaricador y venal, que un día también habrá de ser juzgado.
El aspecto político de la mala administración de la justicia viene a doblarse con el sentido religioso como un problema de conciencia, ya que en las sociedades organizadas sobre base religiosa todos los representantes del poder, empezando por el propio monarca, son mandatarios de Dios, el poder sumo, y es natural que, en último término, el mal juez venga emplazado ante Dios y así se lo comuniquen sus victimas al sufrir el agravio.
Y a fe que en el Islam no faltan al agraviado textos irrefutables con que confundir y amenazar al mal juez, pues en el Corán, que todo buen creyente se sabe de memoria, hay un copioso florilegio aplicable al caso; Mahoma, que participaba de la opinión peyorativa de su pueblo con respecto a los jueces prevaricadores, dice textualmente en el versículo 49 de la sura V: «Cualquiera que no tomara por regla de sus juicios la verdad que Al-Lah hizo bajar del cielo, será prevaricador.»
El buen juez ha sido siempre tan raro que, sobre todo en Oriente, es general el mal concepto del juez, que comprende toda la especie judicial.
Y con esto damos por terminado este ligero examen de las instituciones políticas del Islam, en Las mil y una noches, pues falta en su lista esa otra institución que entre los antiguos hebreos y los pueblos de Europa tuvo tanta influencia y poder: la teocracia, el clero.
Entre los musulmanes no existe una teocracia, porque no existe clero organizado; todos los creyentes son sacerdotes y pueden desempeñar las funciones de tales, que se reducen a leer el Corán para él solo o para su familia o sus amigos reunidos a ese fin.
La base del culto mahometano es el Libro, que en las mezquitas se guarda en el minhrab o santuario. Y el Libro lo puede leer cualquiera que sepa leer, aunque son, naturalmente, preferidos para la lectura pública en las mezquitas, los viernes, aquellas personas dotadas de una voz hermosa y una dicción clara.
Los acontecimientos de la vida civil—nacimientos, defunciones, matrimonios, divorcios—se tramitan también por la vía civil y son de la jurisdicción y competencia exclusiva del cadí. El Scheifu-l-Islam, que a primera vista parece una autoridad religiosa suprema, no es sino un Kadi-l-Kodá, un Juez de jueces, y el Gran Mutfi un redactador de decretos imperiales.
No hay clero, pues, cuya opinión pese en lo político ni ejerza censura o coacción sobre la vida privada ni sobre la conciencia del individuo, cuyos actos y pensamientos solo a Dios compete juzgar.
Por ese lado el musulmán es completamente libre, claro que a condición de no salirse de la esfera íntima, que, de lo contrario, si incurre en herejía, o lo que llamamos en Occidente «escarnio del dogma», corre peligro de castigo inmediato, tanto más cuanto que en esa comunidad religiosa sin sacerdotes que es el Islam todos los creyentes lo son y forman, entre todos, la más temible teocracia.
El Corán es un código religioso y civil, y el cadí, por tanto, tiene mucho de sacerdote. Cuanto al jalifa, que es el vicario de Alá, el Papa mahometano, puede imponer él mismo el castigo al hereje, sin haber de entregarlo al brazo secular, y más de una vez lo vemos usar de ese fuero en estas historias.
Resulta, pues, ilusoria la libertad de espíritu del musulmán, aunque no exista en esos países islámicos un cuerpo organizado de represión religiosa, como la Inquisición occidental. Los fanáticos, los zelotes, forman una Inquisición siempre armada y vigilante. Quizá por eso los rapsodas y escribas de Las mil v una noches muestran una ortodoxia perfecta y solo a título de broma inocente se permiten alguna irreverencia, inmediatamente rectificada.
No quieren topar con la Iglesia, allí donde todo es Iglesia y ellos mismos también.
LAS RAZAS EN LAS MIL Y UNA NOCHES
EL NEGRO
Encontramos en Las mil y una noches personajes representativos de las razas principales que, en la época del jalifato, componían la gran comunidad islámica; toda una humanidad abigarrada, blanca y negra, de persas, judíos, indios, turcos, curdos, nubios, etíopes, francos de los de las Cruzadas, egipcios y, desde luego, árabes de la ciudad y árabes del campo o beduinos.
Es interesante inferir algo así como una psicología de las razas al través de las esquemáticas caracterizaciones con que esos ejemplares étnicos se nos describen por los rapsodas, que, según su costumbre, no son nada explícitos ni tampoco grandes psicólogos, y se limitan, por lo general, a reproducir la idea que de ellos se forma el vulgo árabe, influido por prejuicios que a veces arrancan de la Biblia, ese tribunal en que se residencian individuos, razas y naciones, y que no puede tomarse como dato de observación directa.
Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los negros, en cuya visión peyorativa entra por mucho el infantil prejuicio del color; negros pinta la tradición popular a los afarit y demonios, y de ahí que los individuos de ese color aparezcan descritos con rasgos deformes y bestiales no solo en lo físico, sino en lo moral, y ese prejuicio se extiende no solo a los negros, propiamente dichos, sino también a los individuos de color moreno acentuado, pues el adjetivo «asud»—negro—lo aplican también a los árabes, a los indios, según puede verse en el tratado que el polígrafo Ach-Chaniz escribió acerca de la superioridad de los blancos sobre los negros, donde con este nombre entiende designar a los indios.
El negro de Las mil y una noches, cuando no es un verdadero monstruo, un diablo, perteneciente a la fauna del mito, es un ser de psicología elemental, de una insensibilidad que raya en el sadismo, y responde a los lamentos de la víctima con esa risa explosiva, hueca, que hoy valorizan las orquestas de jazz, y, sobre todo, una lujuria bestial, fulminante e irreprimible, como un ataque de epilepsia. Ese es el lado por donde el negro se considera superior al blanco, cuando su dueño no ha tenido la precaución de «eunuquizarlo», y por ello aparece en múltiples historias como el demonio lúbrico, que domina a esas insaciables orientales, a esas Pasifaes que requerirían un minotauro, y para las que, esos negros lascivos y rijosos, suplen a la bestia que necesitarían.
Numerosos son los ejemplares de esos negros, en la humanidad miliunanochesca, que figuran como demonios lúbricos, sexualmente poseedores despóticos del albedrío de una mujer, a la que tienen hechizada, sometida, fascinada por su poder genésico, del que uno de ellos paladinamente se jacta, diciendo:
—Ya sabes que los negros tenemos prioridad sobre los blancos en el capítulo de la sexualidad.
No hemos de meternos a contradecirlo, ya que la afirmación del cínico parece un axioma, y los extremos de abyección a que sus concubinas llegan con ellos, según los narradores, lo confirma hasta la saciedad.
Solo insistiremos en ese otro rasgo psicológico que ya Máximo Valerio, en sus tiempos, hizo resaltar en su anecdotario, uniendo en un epígrafe los vocablos «Luxuria» y «Crudelitas», o sea el del sadismo que matiza esa lujuria negra, y del que tenemos un ejemplo insigne en ese esclavo Gazbán, cuyo apodo ya declara su carácter iracundo, su mal carácter, brutal y violador de la reina Abrisa, que ni siquiera respeta su condición de recién parida. Es una de las escenas más repugnantemente crudas y realistas del libro, en que hay tantas, aquellas en que el negro Gazbán, sexualmente excitado al contemplar la blanca desnudez de su señora, salteada de los dolores del parto, en mitad de un campo desierto, lo que debía inspirarle respeto y piedad, lánzase sobre ella, sin hacer caso de sus ruegos ni lloros, y, luego de poseerla cual demoníaco íncubo, la roba y asesina, lo que acaso significase una gracia para esa reina altiva y casta, que no habría podido sobrevivir a la afrenta.
En el negro Gazbán se vincula la representación de su raza, en la culminación de sus características, y su caso de lujuria fulminante, a vista de la carne blanca, concuerda con lo que los novelistas americanos—como Waldo Frank en su Holiday—nosdescriben al dramatizar casos de linchamiento en que el reo obró a impulsos de esa misma lujuria alucinante que abolió momentáneamente en él la conciencia y lo dejó indefenso ante el complejo atávico subconsciente, formado de recuerdos de selváticas orgías rituales erótico-guerreras.
El negro de Las mil y una noches marca el último eslabón entre lo humano y lo zoológicamente bestial, y de él ya se pasa al comercio sexual con animales, monos u osos o con monstruos de naturaleza francamente fabulosa.
EL BEDUINO
Solo hay entre los seres humanos de Las mil y una noches uno que pueda equipararse en brutalidad y crueldad al negro, y es el beduino, ese nómada de mentalidad retrasada que, a fuer de campesino o campero (tal significa su nombre de bedaui), odia las ciudades y sus moradores con un odio instintivo que a veces se tiñe de matiz religioso, haciéndose exponente de la fe y la moral puras del campo frente a la proverbial corrupción de las urbes; el mismo fenómeno que modernamente hemos podido observar entre los nihilistas rusos, anatematizadores de la urbe, cuya destrucción preconizaban a golpe de bomba; eso los ingenuos y optimistas, que los otros, los extremados y pesimistas, predicaban la destrucción de todo el planeta, con la ciudad y el campo, mediante una voladura como las que hoy produce la bomba atómica.
Esos beduinos nihilistas, supervivientes testarudos del estado social del nomadismo, reivindicaban con su caballo y su lanza el señorío absoluto de los campos y los caminos, limitando virtualmente a las ciudades el dominio de los jalifas, sultanes y gualies; eran un poder frente a otro y, organizados en bandas y cuadrillas, hacían frente a las milicias gubernamentales y campaban por sus respetos entre la inerme población rural y en las agrestes soledades desconectadas de los centros urbanos.
Era el bandido con ínfulas de caballero andante, y de nivelador social, que conocemos de sobra por nuestra novelesca antigua y hasta moderna, cuya genealogía va desde Jaime El Barbudo y los Siete Niños de Ecija, hasta el Pernales, cuyo tipo literario tiene una variedad romántica y festiva en el bandido generoso y enamorado, de la opereta italiana del siglo XVIII, y cuya compleja psicología ha motivado tantos estudios de sociólogos y psiquíatras (entre ellos el de nuestro Zugasti. El bandolerismo andaluz).
El bandolero beduino se distingue entre todos por su ferocidad y su absoluta carencia de sentido humano; cuando asalta una caravana, despoja a sus víctimas de todo cuanto llevan, hasta dejarlos en cueros, y después mata a los hombres y esclaviza a las mujeres y a los niños, para venderlos en los zocos; no hay nada que escape a su rapacidad ni nadie que de su crueldad se libre; solo levanta el campo cuando solo quedan en él cadáveres, que devorarán los buitres, esos otros bandoleros del aire.
A veces se introducen en las ciudades y asaltan las casas y las desvalijan y matan o secuestran a sus moradores, como en la Historia de Alí-ben-Bekkar y Schemsu-n-Nehar (Noches 138 a 147), donde causa la muerte, por trauma psíquico en sus delicados temperamentos, de esos dos románticos amantes; pero por lo general son el campo, los caminos, el teatro de sus fechorías; cuentan con guaridas recónditas entre montañas abruptas y a ellas conducen su botín y en ellas se refugian, después de dar el golpe, según puede verse en la Historia de Alí Babá y los cuarenta ladrones (Noches 980 a 989); tienen, finalmente, sus capitanes y sus mandos subalternos, como un pequeño ejército.
No insistiremos, pues, sobre estos detalles, comunes a todos los bandidos de todos los tiempos y todos los países, y solo haremos resaltar, como característica del bandolero beduino, su nihilista furia destructora, su vesania homicida, que hacen su encuentro en los caminos más temible que el del león, pues a este cabe amansarlo o intimarlo con alguna de esas fórmulas de encantamiento que conocen los árabes, y a veces, como en la Historia de Anisu-l-Uchud (Noches 249 a 258), se postran ante la santidad o la inocencia, mientras que al bandolero beduino no hay nada que lo arredre ni ablande y en vano trataríais de refrenar a esos creyentes, pues lo son, invocando el nombre de Alá o de su vicario en la tierra el jalifa.
El bandolero beduino lo arrasa todo a su paso, como el simún, y, al verlo venir, los mercaderes de las caravanas se echan a temblar y se disponen a morir, dando su testimonio de fe musulmana.
El bandido beduino, que es árabe y musulmán, tan árabe que se arroga el principado de la raza, no hace distinción entre creyentes o idólatras ni respeta los más elementales principios de la tradición de las gentes semíticas; para él no es sagrada la hospitalidad que le brindan—él no la da a nadie—, y no tiene reparo alguno en asesinar al hombre que lo hospedó en su alfaneque y calmó su sed y partió con él el pan y la sal, esas especies sacramentales de la hospitalidad semítica. Así podemos verlo en esa historia en que el bandido Al-Fesari mata alevosamente a su huésped, aprovechando su sueño, y después asesina también a su hermana, que se lo reprocha, deshecha en llanto.
Pero lo más notable es que esos bandoleros beduinos conservan a veces, pese a toda su degradación, virtudes fundamentales de su raza y no pierden del todo los rasgos caballerescos de sus antepasados, los grandes señores del desierto, los Antara y los Chánfara y los Tárafa, y hablan como ellos el árabe más puro de la improvisación poética, del denuesto y la invectiva, retóricos y grandilocuentes. Ese asesino alevoso, Al-Fesari, sostiene con su huésped un coloquio rimado, en que ambos se interpelan y replican como dos luchadores homéricos o dos matones andaluces que se desafían en coplas antes de esgrimir sus facas.
Se trata, sin duda, de que el bandolero beduino es una deformación refringida, en un medio social nuevo, del antiguo gran señor nómada, que vivía de la rapiña y el botín, pero legitimándolos con el derecho de guerra, en aquel medio anárquico anterior a la organización social y religiosa con que Mahoma trató de hermanar a las diversas razas arábigas, contra la cual el bandolero beduino aparece como un sublevado.
Toda su línea delictiva arranca del punto inicial de no haber aceptado la vida sedentaria y alojádose en algún casillero del nuevo orden social; prescindiendo de eso, puede ser un caballero, a su modo, y, sobre todo, se lo puede creer, ya que, habiendo roto o no habiendo aceptado el pacto social, no tiene que rendir cuentas a nadie ni que reconocer más ley que la de su espada.
No hay que extender a todas las tribus beduinas esa ficha moral y psicológica del bandolero; hay también beduinos agricultores, pastores, ganaderos, que viven agrupados en núcleos rurales y no se cobijan ya bajo la lona del alfaneque, sino bajo el techo de la casa, y en esos beduinos resplandecen las buenas cualidades de la raza, la pureza de sangre y de lenguaje, la generosidad, el don político y la viveza de ingenio para la réplica inmediata.
A esas tribus de beduinos pacíficos pertenecen esas lindas muchachas que los sultanes, sedientos en el curso de sus cacerías, encuentran con el cántaro goteando agua sobre la cadera y a las que piden de beber, complaciéndoles ellas con amor, lo que da motivo a diálogos en que las bellas samaritanas ponen de relieve su erudición tradicional, su ciencia genealógica y su habilidad poética.
De muestra de esto puede servir ese paso en que el jalifa Harunu-r-Raschid tropieza con una de esas jóvenes y, después de someterla a prueba en un diálogo que es un examen, queda tan maravillado de su saber como desde luego lo estuvo de su belleza y decide pedirle a su padre su mano e incorporarla a su harén.
Otra muestra del desparpajo natural y el don poético de esas zagalas, de esas mozas de cántaro del desierto, nos la ofrece el paso análogo en que Mân, el general umeya, cuyo nombre entre los árabes es sinónimo de generosidad y de lujo—basta decir que en sus partidas cinegéticas se servía de flechas de oro—, regala a cada una de las tres mocitas, en pago del sorbo de agua que le dieron, una de esas flechas, y ellas improvisan un pequeño poema sobre ese pie forzado.
Esas representaciones étnicas de la gente beduina, juntamente con el joven usri, que aparece en una anécdota del libro—y que se mata sobre el cadáver de su amada devorada por un león, después de vengarla, sacrificando a la fiera—, rehabilitan el buen nombre de esas gentes del desierto, que no son todas delictivas, y algunas de cuyas tribus conservan hasta tal punto las buenas tradiciones de la raza que a ellas van en consulta eruditos y puristas como Al-Azmâi para resolver problemas de lingüística y también en busca de vocablos nobles y bellos, que ya dejaron de circular en las ciudades.
No es raro, pues, que el beduino esté tan orgulloso de serlo y se considere superior al árabe de ciudad y conserve siempre, aun en presencia de los grandes, un aire altivo e insolente que a veces lo pone en trance de peligro mortal, como en la anécdota de ese pastorcillo al que el jalifa trata en vano de infundir respeto y que llega a verse ya bajo el alfanje del verdugo, salvándose entonces de la muerte merced a su viveza de ingenio, a esa gracia «andaluza», que nunca falla al beduino.
EL PERSA
Dos razas hay que aparecen igualmente calumniadas, deformadas por el prejuicio religioso y étnico de los compiladores árabes de Las mil y una noches: la persa y la judía, y a la verdad que no se acierta a decir cuál de las dos sale peor librada de este tribunal del odio, pues si a los persas se les reconoce valor intelectual, don innato de inventores—véase la Historia de los sabios que inventaran un pavo real, una trompeta y un caballo (Noches 240 a 249)—y dominio de la medicina, en cambio se les marca con la nota de magos, hechiceros, secretos adoradores del fuego y raptores de niños musulmanes para inmolarlos en sus ígneos ritos, con lo que resultan más odiosos todavía que los judíos, a quienes la pasión sectaria no llega a imputar el crimen ritual de que se les acusó en Occidente.
Sería lo más justo decir que la actitud de los narradores árabes ante esas dos razas, la una francamente heterodoxa, pero consanguínea—la hebrea—, y la otra, ortodoxa nominalmente y alienígena, es fluctuante y ambigua, como lo es también la de Mahoma en el Corán respecto a los gentiles y señaladamente a los judíos.
El profeta, en efecto, según hacen notar con el natural énfasis sus impugnadores, entre ellos el español fray Manuel de Santo Tomás de Aquino (Verdadero carácter de Mahoma y de su religión, etc. Madrid, 1793), unas veces recomendaba no se hiciese fuerza a los idólatras (cristianos y judíos) como en las suras II (La vaca), L (Kaf) y LXXXVIII (El encapuchado); en otras, como en la IX (La contrición), exhorta a aniquilar por las armas a los que se negaren a admitir la ley islámica, aunque, a fuer de comerciante, admitía el término medio, o sea el rescate de la pena mediante el pago de un tributo.
Esa misma actitud fluctuante respecto a los gentiles se observa en los redactores de estas historias, los cuales nos presentan ejemplares buenos y malos, así de persas como de judíos, y de estos últimos precisamente nos trazan las figuras de santos varones y virtuosas mujeres en anécdotas edificantes que semejan haggadas talmúdicas y sin duda son paráfrasis arábigas de textos rabínicos.
Los persas inspiraban a los árabes un complejo de amor resentido; formaban el principal núcleo de población del Irán por ellos conquistado y convertido al Islam a punta de espada, y nunca estuvieron muy seguros de la sinceridad de esa conversión forzosa.
No era posible, en efecto, que ese pueblo iranio que contaba con una historia y una tradición cultural antiquísima, cuando ellos se presentaron allí en plan de conquistadores, jóvenes y bárbaros, sin más cultura que la teológica de su Corán y con una fe de iluminados que juzgaba necesaria toda ciencia que no fuera la derivada de la revelación, se aviniese de buen grado a renunciar a su lengua pehlevi y a su religión zoroástrica para hablar árabe y adorar al Dios único de los desiertos.
El sentimiento de independencia nacional y de raza uníase al sentimiento religioso para engendrar en los espíritus un pathos de rebeldía, solo contenida por el temor, y el presentimiento de esa rebelión interior hacía suspectos para los árabes a esos parsis arabizados que solo aguardaban un momento propicio para quitarse su máscara coránica y mostrar su faz irania, como ya lo hiciera en otras ocasiones de su historia ese pueblo fénix, varias veces resucitado entre sus cenizas.
Así ocurrió cuando, debilitado, en el siglo IX (de nuestra era), el poder temporal y espiritual de los jalifas, fuéronse emancipando poco a poco las antiguas satrapías y Persia se fraccionó en una constelación de estadillos autónomos, gobernados por príncipes en cuyas cortes, que rivalizaban en esplendor con la de Bagdad, se hablaba el persa y en esa lengua se rimaban poemas de estro nacional tan considerables como el Shah Bamáh o Libro del rey, del gran Firdusi, el cantor de las antiguas glorias iranias, ese Virgilio persa, que tuvo por Augusto al gran sultán de Gasna, Mahmud.
Nunca fue completa la sumisión de los persas al dominio de esos árabes, inferiores a ellos en cultura y a los que Firdusi llama despectivamente «tragalagartijas». Esa rebeldía del espíritu nacional persa se manifestó, dentro del credo islámico, en el cisma de los schiíes que, como hace observar el historiador Luis Dubeux, tenía un carácter más político que religioso, pues ponía en entredicho la legitimidad de los jalifas sucesores de Mahoma, por la línea de su suegro Abu-Bekr. Para los sunnies o tradicionalistas del Islam, esa era la línea legítima, mientras que los schiíes, renovando el antiguo pleito que ya se planteara a la muerte del Profeta, opinaban que el verdaderamente llamado, en derecho, a suceder a Mahoma, no era Abu-Bekr, su suegro, sino su yerno Alí, casado con su hija Fátima. y tenían por usurpadores no solo a Abu-Bekr, sino a los que le sucedieron en el jalifato, a partir de Omar y Otsmán, que lograran el poder por la violencia.
Los schiíes hacían de Alí su patrono espiritual y lo consideraban como un mártir, juntamente con sus dos hijos Hasán y Husein, a los que Omar, actuando de Herodes, mandara dar bárbara muerte, sin respeto a su infancia. La pasión y muerte de Alí y sus dos hijos era objeto de conmemoraciones anuales, que constituían una suerte de Semana Santa islámica, en que los fieles dejaban correr, en honor de los tres mártires, no solo sus lágrimas, sino también su sangre, lacerándose la cabeza con hachas y puñales, al modo de los saisanas marroquíes, en la exaltación de su fervor religioso, y en esa época de luctuoso y cruento rito se celebraban también representaciones teatrales, poniéndose en escena los famosos Misterios de que nosotros hemos dado una versión española, en cuyo prólogo tratamos más a fondo del tema. Pero no era esta la única secta en que se manifestaba la rebeldía de los persas frente a sus mediadores. Había también otra, muchísimo más peligrosa, la de los batinies, que atacaba al dogma por sus bases, es decir, por su letra revelada, e interpretaba el Corán con arreglo a una cola esotérica.
Los batinies, o entrañables, del árabe batin—entraña, vientre, interior—, pretendían haber penetrado en el sentido íntimo la entraña del Corán y desnaturalizaban por completo los principios y preceptos del libro, acomodándose a sus antiguas creencias zoroástricas. Los batinies eran, en el fondo, un partido político, cuyos adeptos formaban una verdadera masonería internacional, reconociendo a Hasán-ben-Sabah, hombre, según dicen, versado en toda ciencia y, sobre todo, en la magia, como su gran maestre.
Había también en la Persia islámica esos dervisches o frailes mendicantes y troteros que formaban unas como órdenes menores dentro de la ortodoxia y recorrían las ciudades, pidiendo limosna, con una (voz) rosa o una ramita de mirto en la mano y se mezclaban con las masas del vulgo y se introducían en las casas, haciendo catequesis religiosa y propaganda política, nacionalista, por lo que los jalifas reaccionaban algunas veces contra ellos en forma violenta y los mandaban prender y decapitar en su presencia como agitadores públicos.
Por todo ello los musulmanes de raza árabe consideraban en general a todos los conversos persas como a idólatras encubiertos, secretos adoradores del fuego zoroástrico, y los miraban con la natural desconfianza y recelo, aunque por su superioridad intelectual no podían prescindir de su colaboración y los jalifas solían llamarlos a sus consejos y nombrarlos sus visires, echándose enteramente en sus brazos, como hicieron Harunu-r-Raschid y su padre con los Barmeki, esa poderosa familia de abolengo iranio, que contó tres generaciones de grandes visires y llegó a ser tan poderosa que Harunu-r-Raschid acabó por sentirse amenazado y decretó el exterminio total de todos sus miembros, según el primero de los abbasies, As-Saffah, El Sanguinario, hiciera con los umeyas destronados, para dormir así sueños tranquilos.
Châfar-ben-Yahya, el último de esos barmekies, hermano de leche de Harunu-r-Raschid, fue siempre tildado de idólatra, lo que en lenguaje político significaba separatista, y los poetas no se recataban para lanzarle sus saetillas epigramáticas, pese a estar amparado por la égida del jalifa; Châfar, por su parte, daba pie para ello, pues su casa de Bagdad era, según ya hemos indicado, centro de reunión y tribuna para toda suerte de librepensadores y en ella se expresaban las opiniones más audaces y opuestas a la tradición ortodoxa. La casa de Châfar era un motivo de escándalo para la beatería bagdadí, que no respiró ni durmió tranquila hasta que el jalifa la mandó demoler.
No dista mucho de ser un enigma histórico la cuestión del verdadero motivo por el que Harún mandó exterminar en un mismo día, mejor dicho, noche, a su gran visir y a todos sus consanguíneos, ya que a la razón política se mezcla la sentimental, o sea que el jalifa se consideró traicionado por su visir al enterarse de que este casara secretamente con una hermana suya, en la que tuviera hijos que ya eran mayorcitos cuando Harún hizo ese descubrimiento; es lo más prudente admitir que ambas razones se fundieron en un complejo pasional para provocar la ruina del omnipotente visir, que por su influjo sobre la masa irania venía a ser, quieras que no, el caudillo de las aspiraciones nacionales de los persas y posible candidato al trono de Raschid, al que, por razón de su cargo, le andaba tan cerca.
Todo este fermento nacionalista se agitaba en el seno de la sociedad islámica, manteniendo contacto de enlace con esa otra masa de creyentes en la antigua fe de sus abuelos que, al producirse la invasión de Persia por los conquistadores árabes, optaron por el exilio antes que la conversión y emigraron en verdadero éxodo, primero a la provincia de Kohistán, y luego, hostigados allí por sus perseguidores árabes, como los israelitas por los egipcios, se trasladaron, costeando el golfo Pérsico, a Ormuz, hasta que, no sintiéndose allí tampoco seguros, resolvieron expatriarse y penetraron en la India, donde el rachá de Guzarate, dando muestras de comprensión y tolerancia, les permitió establecerse y practicar libremente sus ritos zoroástricos. Y esos persas, expatriados voluntariamente de puro querer a su patria, viven todavía al cabo de los siglos en esa India hospitalaria que los acogió, donde son conocidos con el nombre de parsis, conservando entre musulmanes e idólatras su lengua y su fe nacionales, que les sirven de lazo con sus hermanos que quedaron en Persia.
Esos persas que se retiraron a lugares abruptos del país, huyendo de la riada árabe, aparecen en las historias de Las mil y una noches con la nota de salvajes, brujos y, en último extremo, de seres teratológicos y demoníacos. Los árabes transfirieron a ellos la leyenda infamante de que los antiguos iranios, al invadir el país, procedentes de la India original, rodearon a la primitiva población turania, que también se retiró a las regiones montañosas y selváticas. Esos turanios, deformados por el odio religioso y racial, son los devis que figuran en la epopeya de Firdusi, criaturas diabólicas, engendradas por Ahrimán, el espíritu de las tinieblas, según el Zendavesta, cuya misión consiste en hacer el mal y contra los cuales luchan los héroes, mandatarios de Ormuzd, el dios de la luz, el padre de los ángeles, que con su antagónico Ahrimán forma en la dualista teología zoroástrica la pareja correspondiente a la de Brahma y Siva en la teología indostánica.
Todo esto hay que tenerlo en cuenta para explicarse la tendencia a denigrar a los persas que se advierte en las historias de Las mil y una noches, y al servicio de la cual ponen los rapsodas árabes paradójicamente elementos tomados del propio fondo tradicional de los parsis, pues aplican a estos el mismo trato que ellos emplearan antes con los turanios aborígenes, y aparecen contaminados de su mismo error dualístico o maniqueo al admitir esos dos principios en eterna pugna, el del bien y el del mal, aunque siempre, como buenos musulmanes, den el triunfo a Al-Lah sobre Iblis, porque el solo hecho de ponerlos a ambos frente a frente ya constituye herejía.
Pero no es todo, sin embargo, vejamen para los persas en Las mil y una noches, muchos de cuyos cuentos se escribieron probablemente sobre viejos argumentos iranios y por literatos persas arabizados, o al revés, de los que frecuentaban las cortes de los sultanes semiemancipados, como el magnífico Mahmud de Gasna; es frecuente, por ejemplo, que los rapsodas realcen el prestigio de sus protagonistas, haciéndolos descender de linaje de reyes persianos, del Jorasán o el Fasistán, y es muy significativo que así ocurra en el caso de los personajes más tiernos y delicados de esas historias, como el de Alí-ben-Bekkar, el muerto de amor por Schemsu-n-Nehar, la bella favorita de Ar-Raschid. La Persia es el fondo de donde los narradores árabes toman los títulos de nobleza con que realzan a sus personajes y el nimbo de poesía con que los transfiguran, y en ello podemos ver un homenaje al antiquísimo abolengo iranio y a la milenaria cultura de un pueblo que en muchos sentidos les sirvió de maestro a esos árabes conquistadores, que al llegar allí no tenían más riqueza que su espada ni más saber que el del Corán.
La literatura árabe se refina al contacto con la persa, bajo el influjo de esos poetas impregnados de misticismo, como Hafiz, Nizami, Sâdí y Chami, que trabajan su verso con un preciosismo y una delicadeza ingrávida, y le infunden el alma sutil y evanescente de sus rosas y crean figuras de una levedad impalpable y angélica, y es natural que los escritores miliunanochescos sitúen en ese reino poético del viejo Irán sus más lindas fábulas y sus más delicadas criaturas. Esos seres que parecen cernerse en el aire y borrarse cuando cierran sus ojos.
EL JUDIO
El judío de Las mil y una noches es el judío de las leyendas, forjado por la imaginación popular emprejuiciada, con esos rasgos peyorativos que Shakespeare, sin base directa de observación, reunió en la figura ideal de su Shylock.
Pero Shylock es grande—y también verdadero—porque encarna el ansia de justicia, aunque en términos exagerados, taliónicos, según debía de sentirla un pueblo que se consideraba secularmente vejado, y ese sentimiento late en el fondo de todos los hombres, mientras que los judíos de Las mil y una noches carecen de ese alcance de humanidad y no pasan de ser unos avaros, de alma metalizada, que no se cansan de atesorar riquezas y emplean a ese fin su saber mágico, sin ninguna aspiración altruista.
Así se nos muestran en esas historias de Hasán, y de Bazra, y de Dalila, la ladina, en la primera de las cuales vemos a un judío aprovecharse de la ingenuidad del joven mercader para inducirle a dejarse arrebatar por el Ave Roj hasta la montaña de los diamantes, dejándolo luego allí colgado en aquella altura desértica, donde pereciera sin milagrosa ayuda.
Ahí aparece ya el judío trapacero, falso, con rasgos de demonio tentador y burlador de los hombres; pero donde se delinea más en grande la figura del judío es en la historia de Dalila, la ladina; en la persona del joyero, padre de la joven Kamar, la que se enamora del joven egipcio Alí, El Azogue, ese pícaro listo y simpático, y acaba matando a su padre y casándose con Alí, al que lleva en dote todos los paternos tesoros.
Aparecen ahí ya esos elementos que entran a formar parte de tantas leyendas, cuya última versión entre nosotros es La rosa de pasión, de Bécquer; el contraste entre el padre avaro, cruel, egoísta y enemigo de la humanidad incircuncisa, por secular resentimiento, y la hija tierna, sensible, tanto como bella, la antítesis perfecta del padre; en una palabra: la Jessica de Shakespeare.
El judío de esa historia tiene también alguna tangencia con Shylock en el amor que profesa a su hija, para la que, con su arte mágico de orfebre, ha labrado un aderezo nupcial digno de una reina, y a la que considera digna de un rey, por lo que no se resigna a que se la lleve ese maleante egipcio.
La diferencia de caracteres entre padre e hija es la que provoca el drama, que termina, al revés que en La rosa de pasión—dondees la hija la inmolada—, con el parricidio que Kamar consuma y que se justifica con razones de índole religiosa, pues Kamar se ha convertido al islamismo y su padre persevera en su antigua fe sectaria.
Se trata, en suma, del conflicto entre la religión del amor y la del odio, como en el drama de Shakespeare, y el judío, que representa a la segunda, tiene por fuerza que perder y pierde la vida y la riqueza a manos de su propia hija, es decir, de lo único que, después de sus joyas, quiere en el mundo.
Naturalmente, hemos de ver aquí la expresión del concepto popular del judío, al que el narrador se adapta, y no ninguna síntesis de personal experiencia, por lo que psicológicamente no tiene gran valor; esa historia, como las demás en que intervienen los judíos, son simplemente cuentos.
Por cierto que se observa un hecho curioso, que también se da en toda la literatura de los pueblos que han convivido con judíos: la distinción entre el judío de la Biblia, el israelita, que aparece pintado en ella con rasgos de santo varón y de hombre bueno, y el judío de la diáspora, de la judería o el ghetto, que es el que recibe la connotación peyorativa; refracción del tipo que indica la inferencia del odio y el resentimiento por ambas partes, derivadas de la diferencia y religión y hábito de vida.
De los hebreos de tipo bíblico aparecen múltiples ejemplares en las pequeñas historias y anécdotas edificantes intercaladas en el libro, y se nos pintan como dechados de piadosos, justos y santos varones, dándose el caso curioso de que tales anécdotas no procedan de la Biblia, sino del Talmud, y sus protagonistas sean, por consiguiente, de la misma línea genealógica que los judíos de la realidad contemporánea, a pesar de lo cual el rapsoda los incluye en el buen concepto de esos otros de la época bíblica, que traen su progenie de los patriarcas.
Podría inferirse de ahí cierto antisemitismo pragmático, nacido de las mismas causas que en Occidente, expresión de esa antipatía que siempre inspiran las minorías étnicas, y así es desde luego; solo que ese antisemitismo islámico no reviste caracteres de gran virulencia y hasta queda por debajo del antipersismo, pues los narradores árabes no llegan a imputarle al judío el crimen ritual de que acusan a los persas, inmoladores de víctimas humanas en honor del Fuego.
El antisemitismo de Las mil y una noches es más que nada literario, y, como en el caso de los persas, forma un complejo de aversión y admiración y, en suma, un indicio de reconocimiento de superioridad intelectual.
EL CRISTIANO
Esa misma ambivalencia de efectos se observa también en el caso de los cristianos, francos o rumíes, que figuran en estas historias, y sobre todo en ese gran epos del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos, eco patente de las luchas de los primeros judíos con el emperador bizantino Heraclio, que sirvieron de argumento a un sinfín de leyendas.
El odio racial y el fanatismo religioso de los musulmanes se desahoga allí con una violencia de sarcasmo que hace pensar en el Voltaire de La doncella y del Diccionario filosófico, con su interpretación chabacana y aviesa de los ritos y símbolos de las religiones. Baste recordar que el sectario árabe convierte en excremento la unción, el carisma que el gran Patriarca de Constantinopla administra a sus guerreros para animarles al combate.
Es esa una carga satírica que sobrepasa incluso a las que Luciano de Samosata dedica a los últimos paganos de su tiempo. Todos los personajes, príncipes, reyes o patricios del bando ortodoxo que figuran en el poema se nos muestran caracterizados deliberadamente, aquejados de todos los vicios y designados con nombres grotescos; el caso se repite en la Historia de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492), y tan incapaces y torpes, que obran a impulso de esa vieja petera, llamada Zatu-d-Dahuahi o La Calamitosa, traidora, astuta, pedorra y tríbada, para que nada le falte, y que es la verdadera alma que los anima y el resorte que los mueve a la acción y los maneja a su gusto como muñecos, con el alhiguí de un triunfo que naturalmente se trueca en su ruina.
La única criatura que resplandece entre esa turba, maligna y grotesca con fulgores de santa y mártir, es la reina Abrisa, cuyo encanto legendario debió ser harto fuerte para que la respetase el rapsoda.
Ese epos de la lucha entre las huestes de la Cruz y de la Media Luna es un documento interesantísimo, de información psicológica, al par que una obra maestra en su género tragicómico, que recuerda a un tiempo mismo a Ariosto y al Tasso.
Una cosa, nada baladí, se advierte en él y que significa una pleitesía en esa diatriba a la raza de los infieles, y es el honor que el rapsoda rinde a la mujer cristiana, tocante al capítulo del pudor y la honestidad conyugal, no solo en la pintura que hace de la princesa Abrisa, sino en el elogio que incidentalmente tributa a Zafiya (Clara o Pura), la consorte cristiana del rey Omaru-n-Nômán, madre de los cuasi gemelos Noshetu-s-Semán y Zu-l-Mekán, esos dos ejemplares hermanos, proclamándola la más recatada de las esposas del lascivo déspota.
Una casi réplica de esta historia la tenemos en la de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera, en que también luchan guerreros de la Cruz y del Islam, describiendo el narrador a los primeros con trazos de caricatura y motes grotescos; como es de rigor, salen aquellos derrotados y es la propia Maryem quien vence y mata a sus tres cabecillas, que son sus hermanos, consumando un triple fratricidio, que, según el cuentista, redunda en su honor, pues la heroica joven profesa en secreto el Islam y su lucha personal con sus tres hermanos infieles viene a ser un episodio de la guerra santa.
Esta historia, como también la de Alí, el de los lunares, que es una variante del mismo tema, tiene, además, el interés de mostrarnos el trato que los monarcas católicos daban a los cautivos musulmanes y que, por cierto, no era muy duro (para los que se salvaban de la muerte inmediata), pues los destinaban al servicio de los monasterios.
En esas páginas que indicamos se advierte cierta admiración del rapsoda a la mujer cristiana como amante y esposa, superior a la musulmana, según debe ser efecto de su educación más libre, y, al mismo tiempo, más cohibida por los principios religiosos; toda religión ya sabemos que en esencia es una Erótica, y hay que reconocer que el amor en el monógamo Occidente es más ambicioso, libre y sublimado que en el polígamo Oriente, donde la dispersión afectiva se opone a la concentración amorosa en un solo objeto y solo se logra en casos excepcionales.
El harén tendrá siempre algo de burdel y por eso los turcos regenerados lo han abolido de raíz.
LOS MOGREBIES
Los mogrebíes, es decir, los naturales del extremo Occidente (Mogrebu-l- Akza), el actual Marruecos, límite por ese lado de las conquistas árabes en Africa, tienen representación étnica en Las mil y una noches, donde aparecen siempre con la nota de magos, sabios y poderosos, ya de condición generosa, altruista, como el Abu-z-Zámad de la Historia de Chúder, el hijo del mercader Omar, y sus dos hermanos (Noches 365 a 380), ya rematadamente perversos, como el de la Historia de Alá-d-Din, y su lámpara (Noches 587 a 603), el cual responde plenamente al tipo tradicional del brujo malo, falaz y traicionero.
No debe extrañarnos esta cualificación de brujería atribuida a los mogrebíes si pensamos, en primer lugar, que el Mogreb, Magreb o Magrib, que de todas esas formas se transcribe el vocablo árabe, por la siempre incierta vocalización de las lenguas semíticas, caía muy lejos del centro del imperio islámico, radicado en Bagdad, y así se prestaba, lo mismo que esos otros países del norte de Persia, como Cabul, la Sogdiana, la Bactriana, etc., a que los narradores de cuentos los hiciesen teatro de episodios fabulosos y atribuyesen a sus moradores toda suerte de cualidades fantásticas, pues la dificultad de comprobación los eximía de todo respeto a la verdad; la distancia empeña la visión física y la psíquica, y esos narradores, tan realistas para lo que tienen cerca, baten el récord de lo inverosímil tocante a lo que cae lejos de sus ojos.
Pero, en segundo lugar, hay que tener en cuenta que siempre fue el norte de Africa, desde Egipto a Marruecos, en toda la extensión de ese litoral mediterráneo, que antes de la conquista árabe se dividía en las provincias romanas de Mauritania, Numidia, Libia, Egipto, etc., sede de gentes supersticiosas, dadas al ocultismo, y que africano fue Apuleyo, el autor de El asno de oro, y que Alejandría fue, en la decadencia del imperio romano, el punto de convergencia del misticismo neoplatónico y la cábala hebrea, y que de Egipto irradiaron esos cultos isíacos, esas masonerías de doctrina esotérica que llegaron, con escándalo de los últimos patricios, hasta la misma Roma, y que en Egipto sitúa el seudo Luciano la historia del famoso mago Pistilo, que sirvió de base a Goethe para componer su poema El aprendiz de brujo, y en la que se delata la fama de taumaturgos de los sacerdotes egipcios, que ya en el Génesis aparecen compitiendo con Moisés en lo de obrar prodigios.
Por su parte, el maestro en teosofía Roso de Luna, apoyándose en el discutido poema tibetano de Dzyan, que dio a conocer su maestra madame Blavatzki, hace a los africanos herederos del profundo saber esotérico de los antiguos atlantes o pobladores de la perdida Atlántida, «cuyo nombre nos llega resonando en Platón»—según el verso de Rubén Darío—, y que lograron ser tan sabios y tan poderosos en virtud de su ciencia, que el orgullo intelectual los perdió y fueron sepultados, en castigo, en el fondo del mar y cambiados en peces, es decir, en los animales más estúpidos.
Roso de Luna resucita, pues, la antigua cuestión de la Atlántida, que modernamente han vuelto a debatir los hombres de ciencia, entre los que hay discusión abierta sobre el lugar de su emplazamiento y hasta de su número, pues los hay que lo sitúan más allá del extremo occidental de Africa, suponiendo vestigios suyos a nuestras islas Canarias y a las Azores portuguesas, y los hay que lo radican en el propio suelo africano, en el lugar que hoy ocupa el desierto de Sáhara, que antaño fue un mar, según atestigua el hallazgo de peces fósiles bajo sus arenas, y a esa hipótesis se atiene el novelista francés Pierre Benoit en su novela La Atlántida, que puso últimamente de moda el tema latente; pero los hay también que admiten no una, sino varias Atlántidas, con los consiguientes emplazamientos respectivos, según puede verse en el estudio dedicado a ese enigma geológico e histórico por el filósofo Ortega y Gasset.
Roso de Luna opta por la primera hipótesis, la que sitúa la perdida Atlántida allende el extremo occidental africano, o sea el Mogreb actual, y consecuente con su tesis, coloca en las costas mogrebíes el escenario de la historia referente a los genios encerrados en redomas de azófar, para captar los cuales organiza el piadoso jalifa umeya Abdu-l-Mélek-ben-Meruán una expedición, acaudillada por el sabio scheij Abdu-z-Zámad (Siervo del Eterno), intrépido viajero que ha recorrido, como Herodoto, toda la tierra conocida en su tiempo y, como el griego, consagra su sedentaria vejez a escribir sus impresiones de la juventud andariega.
En esa curiosísima historia, que guarda cierta relación con nosotros, los españoles, pues uno de los expedicionarios que marchan en busca de las famosas redomas es Musa-ben-Nozeir, el caudillo árabe que consolidó la conquista para el Islam de nuestra península, se mencionan ciudades míticas, como la Ciudad de Azófar, y parajes fabulosos, como el mar o lago de Karkor, y entidades mágicas, como el Jinete de Bronce, que indica a los viajeros extraviados el verdadero camino que deben seguir; todo lo cual explícalo Roso de Luna con arreglo a la clave atlántica.
Es muy interesante, a título de información folklórica, todo lo que el docto teósofo nos dice sobre los cuervos que los viajeros encuentran posados a miles sobre la cúpula de oro del alcázar de la primera ciudad deshabitada que hallan en su camino y sobre el referido Jinete de Bronce, a los que asigna relación bien fundada con otros cuervos y otros jinetes análogos de antiguas leyendas: «Los cuervos que aquí aparecen—transcribimos a la letra—son hermanos legendarios de esotros cuervos de Remo y Rómulo, de Sigfredo, de San Pablo, primer ermitaño, y hasta de los que guiaron misteriosamente, a través del desierto líbico, según los biógrafos de Alejandro, al héroe macedónico, cuando fue a destruir el maravilloso templo cirenaico de Júpiter Amnón» (sic).
Y en una nota escribe: «Según las Crónicas de Portugal, cuando el rey Alfonso V permitió que sus gentes fueran a poblar el archipiélago de las islas Azores, estas últimas (sic: se refiere, desde luego, a las gentes) se vieron sorprendidas en la isla más occidental, o sea en la del Cuervo, por la presencia de una enorme estatua ecuestre que señalaba el camino hacia Occidente. Semejante relato coincide con otro análogo de Domingo Bello y Espinosa, en su obra Un jardín canario, donde se menciona otra estatua cuajada de inscripciones que se halló en la playa de Güimar, y que maravilló a aquellos isleños, ignorantes de la escritura. Por supuesto que el autor, con el escepticismo de siempre, opina que se trataría de un mascarón de proa de algún barco fenicio sumergido.»
Roso de Luna, pues, refiere a la Atlántida todas las indicaciones geográficas e históricas, bien parcas y confusas, por cierto, que contiene esa Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339), en castigo a su rebeldía, y sitúa esa perdida Atlántida en el extremo occidental de Africa, al cual fin tiene que violentar la letra del texto, que, por la onomástica de los personajes que en él se citan, como Aad-ben-Knoch, el Grande, la reina Tadmor, Faraón, etc., aluden claramente no al Mogreb o extremo occidental del continente negro, sino a su centro y oriente, al trasfondo del Egipto de los faraones y a la región colindante con el mar Rojo, donde la Biblia coloca la Etiopía o país de Kusch y ese mar de Karkor, donde los indígenas pescan esas misteriosas redomas que van buscando los emisarios del jalifa Abdu-l-Mélek.
Roso de Luna obvia la contradicción afirmando que «ese mar Rojo no es, por supuesto, el actual entre Egipto y Arabia, como se cree, sino el mar occidental o Eritreo, Siluro o Atlántico, que decimos hoy; como tampoco semejante “Egipto” es el actual del Nilo, sino el de los atlantes antecesores de los egipcios históricos que pasan a su actual emplazamiento africano de ese último río, arrancando del país atlante a través de múltiples países, en itinerario maravilloso, al que los informados en estas cuestiones, nada tratadas todavía por nuestra prehistoria oficial, denominan “Itinerario de Io o del Culto de la sagrada Vaca”, es decir, del culto lunisolar o primitivo, al que tantas referencias llevamos hechas en el curso de nuestras obras teosóficas.»
Nos falta, como es natural, la fe teosófica para aceptar esa transferencia geográfica que hace Roso de Luna a favor de sus atlantes occidentales, y nos atenemos alas escasas indicaciones topográficas y onomásticas del texto, según las cuales toda la acción de la historia se desarrolla más bien en el interior de Africa y hacia el Oriente, según marcamos en notas a nuestra versión. Por lo demás, hemos mencionado aquí esa historia simplemente en relación con el carácter de magos y sabios en ciencia hermética, atribuido en Las mil y una noches a los personajes mogrebíes que en ellas figuran y que resalta por el lado bueno en el docto y piadoso scheij Abdu-z-Zámad.
LOS EGIPCIOS VOLUPTUOSOS
Cuanto a los egipcios, o mizries, que aparecen en esas historias, y dizque no son pocos, siempre van marcados, ellos con la nota de voluptuosos y enamorados y ellas con la de supersexuales insaciables, con que ya las estigmatizan en la Biblia los profetas.
Egipcia es aquella joven que figura en la historia del mercader de la mano cortada que cuenta el corredor de comercio cristiano en la del sastre y el jorobado, y que, según confesión de su padre, fue desde niña una pasional precoz, que no solo gozaba prostituyéndose ella, sino también tiraba a prostituir a su hermana menor, a la que finalmente mata por celos.
Múltiples son las alusiones epigramáticas del libro en relación con esa fogosidad sexual atribuida a los egipcios; la cosa debía de haber pasado a proverbio cuando en la Historia de Alí-Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492), esta última, sacada a subasta en el zoco de las esclavas, interpela al joven egipcio con estas palabras irónicas: «Y tú, ¿por qué no pujas? ¿Es que te da reparo por la fama de mujeriegos que tienen los egipcios?» No entraremos a discutir aquí si tal fama nacional era o no fundada; nos falta, naturalmente, la experiencia, y solo podríamos apoyar en documentos literarios nuestra opinión, que, de fiar en ellos, tendría que votar en el sentido de la leyenda.
Respecto a las egipcias, por lo menos, el testimonio de la Biblia y el Corán es concluyente al describirnos el famoso episodio entre Suleika, la mujer de Putifar, el gran visir, y el joven, bello y casto José; el Corán es todavía más explícito que la Biblia, pues exorna el episodio con detalles que extienden la nota de impúdica y provocadora también a las amigas de Suleika, contándonos cómo esta, que las conoce bien, las invita, para poner fin a sus murmuraciones, a una comida en unión de José o Yúsuf, cuya hermosura y sex-appeal involuntario las enloquece, hasta el punto de cortarse los dedos con el cuchillo, distraídas por mirarlo, y exclamar a coro: «¡Este no es un hombre de la tierra, sino un ángel del Paraíso!» Lo que quiere decir que Suleika no era un caso excepcional, sino normal y corriente de mujer egipcia. Y dizque esa historia bíblico-coránica de Yúsuf y Suleika es egipcia en su origen, pues, según Burguesch, tiene su fuente en la Historia de los dos hermanos, de tiempos de Ramsés III, que se conserva en los papiros de Orbigny (Historia de Egipto).
Claro que a esas mujeres del Corán puede servirles de disculpa la singular belleza del casto José, emanada en gran parte de su incorrupta castidad virginal, lo que ha dado pie a los poetas persas, siempre inclinados al misticismo, a idealizar la figura del gentil Patriarca, convirtiéndolo en el símbolo de la Belleza perfecta, física y moral, y haciendo de Suleika el de la apetencia del alma por lo bello y sublime, con lo que el episodio bíblico viene a ser una especie de poema alegórico entre Psique y Eros o el Amor sublimado, o entre la Sofía y el Adâm Kadmó de los gnósticos, de cuyas doctrinas estaban imbuidos los cantores iranios.
Por lo demás, con razón o sin ella, las mujeres egipcias han conservado hasta nuestros días esa mala nota que les viene de sus abuelas Suleika y Cleopatra, pues también esta ha puesto lo suyo en esa mala fama de la mujer egipcia con sus escándalos amorosos de concubina de Marco Antonio y, a su muerte, y sin guardar luto, de su vencedor Octavio, y sus orgías de vino y sangre, cuyo eco ha pasado ya de la prosa latina de Suetonio al esperanto gráfico del cine, pues en esa Antología del amor turco, publicada por Edmundo Raz y Abdu-l-Hualim-Momduh (París, 1905), el poeta turco Fazil Bey que, a la cuenta, fue un hombre que probó el sabor de todas las bocas femeniles de Oriente, dedica a la mujer egipcia este madrigal envenenado:
«¡El andar de las egipcias es un don de Schaitán!
¡Las rameras, allí, acechan en los caminos a derecha e izquierda!
¡Cuánta lascivia! ¡Cuántos arrumacos! ¡Cuánto deseo de cópula!
¡Siempre tienen a su lado un bombero, pues la sangre les arde!
Y si por dentro les corriera el Nilo, no bastaría a apagar ese incendio.
Cualquiera las consigue por un pul [4]; que ese fue el precio que les pusieron los [guaríes [5].
¡Esas egipcias morenas son en verdad deliciosas, si no fuera porque todas [tienen el mal!
Pero no hay una en Egipto que no lo tenga; ¡como que creen que da la buena [sombra!
Guiñan el ojo o languidecen de pasión.
Son tan guapas y rijosas como impotentes los egipcios.
Las grandes señoras se pasean allí por los zocos, montadas en burros.
¿Cómo podría yo llamar «hanem» [6] a esa impúdica que, envuelta en un [charchaf [7]espléndido, se pasea montada en un borriquillo?
¡Cuélganle los pies, y muestra al descubierto sus pantorrillas!
Dos fellahim[8]terribles, de unas fuerzas como para violar cocodrilos, le sujetan las [rodillas, y de esta guisa atraviesa los zocos. Y va timándose a diestra y siniestra con [todos esos vendedores de asnos.
Hachi Yatmas [9], semejante a un vidente ciego, pierde en seguida el tino y, sin poderse [contener, salta sobre un borrico y corre tras de ella.»
Las estrofas que siguen son de tal obscenidad, siempre in crescendo, que nos resistimos a transcribirlas. El lector curioso puede verlas en la Antología mencionada.
Fazil Bey termina su diatriba con estas terminantes palabras:
«Dicen que Egipto es la “madre del mundo”. Yo digo que es la “ramera del mundo”».
Pero en cambio, y en compensación, aparecen también los egipcios caracterizados en Las mil y una noches como muy inteligentes, vivos de ingenio y agudos y prontos en la réplica, por contraste con los siros, que personifican la pesadez y crasitud mental y la patosería, cuando pretenden dárselas de graciosos.
Así puede verse, sobre todo, en la historia de los dos graciosos, el de Damasco y el de El Cairo, donde este último da a su compadre siríaco una lección de gracia fina y refinada, con matices de humorismo que no desdeñaría un dandy británico de la ironía.
Por cierto que esa anécdota resulta muy interesante como documento que nos ilustra sobre la existencia en Oriente de esos «guasones» que llamaríamos profesionales si no fuera porque actúan como aficionados o dilettanti, por el puro placer estético que sus bromas les valen, y a impulsos de una vocación irresistible, de un temperamento naturalmente inclinado a la guasa, como el que ha hecho famosos a los andaluces (que dicho sea de pasada, llevan en sus venas bastante sangre egipcia).
Es esa una cualidad étnica que los cuentistas miliunanochescos les niegan a los sirios, tildándolos, como decimos, de hombres pesados y tardos, en lo que, descontando la debida parte de pasión que en ello pueda haber, pues desde luego esas anécdotas no las han escrito los sirios, pudieran tener también su parte de razón, y si se atiende a la reconocida vocación y aptitud de los sirios para la Filosofía, que desde luego requiere cierta pesadez.
De otras razas se habla también en Las mil y una noches; pero de pasada, sin ahondar en su psicología ni llegar a una verdadera caracterización, sino ateniéndose a la idea popular, a veces de origen remotísimo, y casi siempre justa.
Así ocurre con los curdos, esos representantes de un pueblo enigmático que, desde tiempos antiquísimos, habita en el Curdistán, en esas regiones montañosas que limitan al nordeste la cuenca superior del Tigris y que, a juzgar por su lengua, pertenecen a la raza irania y son, por consiguiente, afines a los persas.
Los curdos aparecen designados en los textos antiguos con los nombres de kardakes, karujos, kardieos, gordiei, kurti y kurdos, y en la Biblia, con el de kasdin o caldeos.
Los curdos, o caldeos, se hicieron temibles en todo el Oriente por sus actos de bandidaje y su mentalidad primitiva, anárquica, semejante a la del beduino o el rifeño actual. Los monarcas de los países limítrofes, asirios o hindúes, los tomaban a sueldo en las filas de sus ejércitos y hacían buenos y utilizables guerreros de esos audaces bandidos.
Pero en el siglo VII, antes de nuestra era, los caldeos aparecen reinando en Babilonia, de la que quizá se apoderan por un golpe de mano—según piensa Renan—, y constituyendo un cuerpo de sacerdotes y de sabios.
Renan encuentra inexplicable esa transformación y la deja sin explicar. Solo insinúa la hipótesis de que los caldeos hubiesen tenido siempre, al lado de su casta militar, otra de sacerdotes, parecida a la de los druidas celtas o los mobed iranios.
Semejante fenómeno hace dudar de la identidad de los curdos con los caldeos o kasdin de la Biblia.
Los escritores hebreos hablan siempre de ellos como de una raza exclusivamente militar, y es Herodoto quien empieza a atribuirles ese carácter de sacerdotes y sabios. Algunos etnólogos tratan de resolver la antinomia suponiendo que los caldeos son los guerreros y los kasdin los sabios. Pero en la Biblia caldeos y kasdin son uno.
Por lo que se refiere a los curdos en particular, siempre que aparecen en la historia del Oriente islámico es con la nota de soldados mercenarios, con sus ribetes de bandidos, como los turcos y los tártaros, con los que muestran más de una afinidad. Por lo pronto, su nombre nacional de «kurdos» (de la raíz krd o krt) significa en turco espada. Quizá hubiera que rectificar la ficha etnográfica de los curdos y asimilarlos al grupo turanio.
Pero dejando aparte esas cuestiones lingüístico-etnográficas, que no son del caso, haremos constar solamente que en las historias de Las mil y una noches curdos y turcos figuran como guerreros o capitanes de bandidos, de una ferocidad solo comparable a su torpeza—Chauan el curdo en la Historia de Alí Schar con Sumurrud, la esclava (Noches 218 a 229). Y cuando pretenden sentar plaza de pícaros y apoderarse de lo ajeno sin otras armas que el ingenio, salen chasqueados, como en la Historia del persa y el curdo (Noches 208 y 209).
Los curdos, sin embargo, pueden ufanarse de haber dado a la historia un tan gran hombre como el famoso Selahu-d-Din, el sultán de Egipto, igualmente grande como capitán y como político.
También se mencionan en Las mil y una noches indios, abisinios y hasta chinos; pero con una imprecisión que corre parejas con la vaguedad geográfica.
En la Historia de los sabios que inventaron un pavo real, una trompeta y un caballo (Noches 240 a 249), el inventor de ese alado clavileño es un indio, al que se pinta con nota de mago de la magia más negra, y, desde luego, con caracteres convenidos y sin base de observación psicológica.
Persas e hindúes son siempre para el escriba musulmán suspectos de idolatría y magia.
A los abisinios se les describe, en la historia de los genios encerrados en redomas, como hombres buenos, sencillos y hospitalarios, en contraste con otros pueblos salvajes del oeste de Africa, que acaso sean los nasamones de Herodoto.
En las sendas historias de Balukiya y de los viajes de Simbad, el marino, se recogen noticias de todos esos pueblos más o menos fabulosos de que hablan la Odisea y las antiguas geografías: cíclopes, pigmeos, gigantes, hombres con un solo ojo en medio del pecho, hombres-simios, caníbales, humanidad (?) monstruosa, que corre parejas con la fauna no menos teratológica que con ellos convive y que ya limita francamente con el mito.
Finalmente, los árabes—los árabes sedentarios, de ciudad (moros), esos árabes finos y pálidos—, aparecen descritos, por contraste con los beduinos o camperos, con rasgos simpáticos, algo parciales, desde luego—son ellos los que escriben—, pero, en general, veraces cual hombres fanfarrones, rumbosos, impresionables, amigos del vino, el canto y las mujeres, curiosos siempre de la novedad, vivos de ingenio, rápidos para la réplica y, en fin de cuentas, hombres cuya compañía resulta divertida y amable, como dijo el poeta:
Quien de su alma desee
ahuyentar los pesares
no tiene más que hacer
que buscar a los árabes.
Allí verá, doquiera
su trato desparrame,
hermosura, nobleza,
majestad y donaire.
Y músicas y versos,
y ritmos y cantares,
que no hay pueblo en la tierra
que su nobleza iguale,
ya por línea paterna,
ya por línea de madre,
ni que pueda tampoco
en su rango igualarle.
GEOGRAFIA REAL DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Esta humanidad—real, pero fantaseada—de Las mil y una noches muévese en un marco geográfico igualmente real y fantaseado.
Es tan enorme el área territorial que abarcan estas historias, que por fuerza han de introducirse en ella los duendes de la fantasía, la confusión y el mito.
Basta tener presente que en Las mil y una noches se mantiene el cuadro completo de ese Imperio árabe, fundado por umeyas y abbasies, y que ya en gran parte habíase desmembrado en el siglo X, en que empiezan a escribir estos rapsodas.
«Desde principio del segundo siglo de la hechra—diceGustavo Le Bon en su obra La civilización de los árabes—elImperio islámico había alcanzado los límites de los cuales no debía ya pasar, y se extendía desde los Pirineos y las columnas de Hércules hasta la India y desde las orillas del Mediterráneo hasta las arenas del desierto.
»La mayor parte del Asia obedecía a los jalifas, desde la Arabia pétrea hasta el Turquestán y desde el valle de Cachemira hasta el Tauro. La Persia estaba dominada. El rey de Cabul y los demás reyezuelos del valle del Indo pagaban tributo. En Europa poseían España y las islas del Mediterráneo, y en Africa, el Egipto y todo el norte del continente acataban sus leyes.»
Ahora bien: ese gran imperio que gobierna Harunu-r-Raschid, en el siglo II de la hechra, desde su corte de Bagdad, y que luego se va achicando y encogiéndose en el siglo III, con la fundación del jalifato autónomo de Córdoba por Abudu-r-Rahmán y la progresiva emancipación de diversos principados en la Persia y en la India; en el IV, con la aparición de múltiples dinastías locales, que quitan a Bagdad su fuero de metrópoli y desplazan a El Cairo el centro de irradiación del poder y la cultura islámica; en el V, con las sublevaciones de los turcos, que irrumpen en Siria y se hacen dueños de todo el país; en el VII, con la invasión de los mogoles y tártaros que, acaudillados por Gengis Kan, conquistan China, Persia y la India y se establecen en Bagdad, poniendo fin a la dinastía abbasi, y que en el siglo IX de la hechra no es ya más que un recuerdo, sigue manteniendo sus líneas en este libro de Las mil y una noches, voluntariamente detenido en el Siglo de Oro del gran Ar-Raschid, que sirve de sol al mundo planetario de sus historias.
Esta gran difusión de su perímetro geográfico es ya de por sí suficiente a explicar las inexactitudes e impropiedades geográficas que en el libro se advierten; es natural que los narradores, que escriben en Bagdad o El Cairo, no conozcan bien los límites del imperio y que, además, se aprovechen deliberadamente de esa circunstancia para prestigiar de lejanía, como de antigüedad, sus historias y empleen términos geográficos tan vagos como sus expresiones cronológicas.
El defecto no es exclusivamente suyo, pues toda la geografía de entonces, aun la reputada científica, adolecía de la misma vaguedad, como fundada en referencias de viajeros, no siempre buenos observadores y siempre amigos de introducir lo maravilloso en sus relatos, que siempre tuvieron los viajeros mucho de Simbad y de Tartarín; baste recordar las discutidas descripciones de Herodoto y las evidentemente fabulosas de Ctesias de Cnido, el médico que acompañó al gran Alejandro en sus conquistas, y que por cierto califica a Herodoto de mentiroso, cuando él le da en eso ciento y raya.
Toda la geografía antigua, en general, puede calificarse de fabulosa, y sus datos, recogidos por Pomponio Mela en su obra De situ orbis terrarum, compuesta bajo el reinado de Julio César, es una mitología, y dizque que en ella y en otros libros menos fantásticos, como los famosos Viajes de Marco Polo, se fundaron los geógrafos hasta el siglo XV, en que empiezan los grandes periplos que permiten a los hombres formarse una idea relativamente aproximada y justa del globo.
En la época de Pomponio Mela persistía aún la idea de considerar los continentes como islas y a los lagos como mares, igual que en la Biblia, donde cuesta trabajo precisar el sentido exacto del vocablo «yam» y otros que designan accidentes geográficos, de donde puede inferirse el grado de exactitud de la geografía en esos tiempos de Pomponio, en que las conquistas de Alejandro Magno y el propio Julio César habían podido enriquecer de datos reales a la geofísica y la geopolítica.
Los árabes han seguido hasta hoy llamando islas a los continentes y mares a los lagos, y eso da a sus descripciones geográficas una vaguedad que, de otra parte, favorece su calidad poética en relatos como los de Las mil y una noches, que, al fin y al cabo, son obra de ficción, no tratados de geografía.
La geografía de Las mil y una noches está calcada, en términos generales, sobre la de la Biblia, y resulta tan discutible como ella, aunque, como ella, sea real, pues toda la controversia se reduce, en el fondo, a una discusión en torno a la toponimia, o sea, a una cuestión de palabras.
Lo notable es que los autores de Las mil y una noches, que escriben en ese periodo histórico de los siglos X a XVI, en que ya la geografía científica, por decirlo así, habíase enriquecido con datos de viajeros árabes, relativamente fidedignos, como el mercader Solimán, Abu-Seid, Masûdi, Ibn-Hekkal, Albiuni, Abdu-l-Hasán y, sobre todo, Ibn-Batutah, persistan en mantener esa visión poética fabulosa en su panorama geográfico.
El referido Solimán, ese mercader, precursor del miliunanochesco Simbad, el marino, partió, como este, del golfo Pérsico, atravesó el mar de las Indias y llegó a las costas de China, componiendo, en el año 851, un libro que completó luego otro compatriota suyo, Abu-Seid, y que puede considerarse como el primero en la bibliografía geográfica del celeste imperio.
En ese mismo siglo IX de nuestra era otro viajero intrépido que no era un mercader, sino un escritor, y gran escritor, el bagdadí Masûdi, el autor de las Praderas de oro (Muruchu-z-Zahab), consagró veinticinco años de su vida a recorrer todo el perímetro del vasto imperio jalifiano y sus contornos, incluyendo la India. Masûdi reunió sus observaciones en diversos libros, uno de ellos las referidas Praderas de oro, obra que, cuatro siglos después, elogiaba con entusiasmo el célebre historiador Ibn Jaldún.
Sigue a Masûdi otro bagdadí, Ibn-Kokal, que escribió otro libro de observaciones y experiencias geográficas, en que, como él mismo dice en el prólogo, «ha aspirado a elevar la Geografía al rango de una ciencia que interesa a los príncipes y a toda clase de personas».
Vienen después, por orden cronológico, Al-Biruni, que en el siglo XI acompaña al gasnevi Mahmud en su expedición a la India, y escribe un libro bastante veraz sobre la región del Ganges y la transgangética o Gupta.
Por su parte, el astrónomo Abdu-l-Hasán explora, en el siglo XIII, todo el norte de Africa, desde Marruecos a Egipto, y, finalmente, el famoso Ibn-Batutah en el siglo XIV, partiendo de Tánger, recorre toda el Africa septentrional, Palestina, Mesopotamia, el norte de Arabia hasta la Meca, Rusia meridional y Constantinopla, la India, Bujara, Jorasán, Kandahar, llega hasta Delhi, capital entonces de un reino islámico, y encargado por el monarca de una misión para el emperador de China, dirígese allá por mar y, después de visitar Ceilán, Sumatra y Java, llega hasta Pekín, de donde regresa a su patria por mar. Y no cansado de estas andanzas, que han durado veinticuatro años, recorre todavía España, explora el interior de Africa y llega hasta Tombuctú.
La relación de los viajes de Ibn-Batutah se ha publicado en dos tomos, traducida al francés, en 1854, por Defrement y Sanguinetti, doctamente contrastada y comentada por esos sabios orientalistas, y resulta de una veracidad indiscutible, pues la parte fabulosa que contiene la da como tal el autor, que solo certifica, con honrada sinceridad, lo que ha visto con sus propios ojos.
Por ahí puede verse si los autores de las historias miliunanochescas contaban con material de documentación más que suficiente para dotar de base geográfica sólida y real sus descripciones de tierra y países, sobre todo a ese relato de los siete viajes de Simbad, el marino, que tienen por escenario casi el mismo de Abdu-l-Hasán y de Ibn-Batutah, y que, no obstante, presentan una apariencia enteramente mitológica y son de una redacción tan confusa que el intrépido nauta parece moverse en el limbo. Y dizque por más de un indicio podría pensarse que el autor tuvo a la vista, o conocía por lo menos, el libro de Ibn-Batutah, pues hasta transfirió a la biografía de su héroe ese detalle de la embajada que le confía el rey de Delhi para el emperador de la China, haciéndose también a Simbad embajador del rey de Serendib para con el jalifa Ar-Raschid y de este para aquel.
Hay, pues, mucho de voluntario en esa vaguedad mítica de la geografía de Las mil y una noches, encaminada acaso al fin de dotarlas de calidad poética; el rapsoda solo es exacto y preciso cuando se trata de regiones del verdadero Islam arábigo, de países como Egipto, el Irak, la Siria, y menciona ciudades como Damasco, El Cairo, Bazra, Bagdad y otras, que todo el mundo conoce; pero padece ambliopías mentales, acaso voluntarias, poéticas, en cuanto traslada el escenario a países como la Alta Persia, Cabul, el Turquestán, la Tartaria o la India, y no digamos cuando se trata de la China, como en la Historia de Alá-d-Din y su lámpara (Noches 587 a 603), que entonces solo el nombre indica que la acción se desarrolla allí, pues ni el paisaje, que en Las mil y una noches, como en toda la literatura antigua, no existe, ni las costumbres, que son las mismas de los musulmanes, dan la menor idea de ese país de las porcelanas y los palacios de bambú, y el narrador solo se apoya en el hecho histórico de haber colonias musulmanas en la China.
No hay que insistir sobre la calidad poética de esa parte de la geografía miliunanochesca, que linda ya con la declaradamente fabulosa, que sirve de marco al mundo de los genios o afarit, de que en otro lugar hablaremos; esa vaguedad que los rapsodas no abandonan del todo, ni aun cuando el escenario de sus cuentos es real, precisamente lo que presta a sus argumentos ese encanto especial de leyenda y de fábula; los hace más cuentos y borra la vulgaridad que pudieran tener un zoco o una plaza pública. Los autores de Las mil y una noches describen cosas, como Cervantes, pero las ven con los ojos de Don Quijote.
En la geografía real de Las mil y una noches inscríbese toda esa inmensa área territorial que sirve de teatro al gran drama de la historia antigua y por cuya posesión lucharon todos los conquistadores famosos; ese gran imperio que fue en su origen el imperio del Gran Señor de los persas y luego, más o menos íntegramente, el botín de victoria de Alejandro y de César, y, finalmente, de los guerreros del Islam; ese vasto perímetro que abarca en realidad todo el mapa antiguo, agrandado después por las conquistas romanas del lado de Occidente.
Todos esos países prestan su escenario y su fondo de historia y de leyenda a los cuentos de Las mil y una noches y figuran en ellos designados con sus nombres reales, sin más ambigüedad para la comprensión que la que pueda derivarse de la toponimia arabizada. Las indicaciones geográficas son exactas cuando se trata de esas regiones bien conocidas de los árabes por su proximidad a la metrópoli bagdadí o por la frecuencia de las relaciones mercantiles o por su intensa proyección histórica, como el Irak-l-Achn o Irak aljamiado, que abarca parte de Asiria, Media y Partia antiguas, y donde se encuentra la ciudad de Ispahán o Isfahán, antigua metrópoli irania; el Jorasán (o sea las Aria, Paropamia, Margiana y Bactriana de los mapas clásicos); el Farsistán, que comprende parte de la antigua Partia y donde radica la ciudad de Chirás, la de las rosas y las vides que aroman por igual lo versos de su gran poeta Hafiz; el Azerbeichán, la antigua Asiria, patria de Zoroastro y ara primitiva del culto parsi al fuego; el Chirván, que corresponde a la parte septentrional de la antigua Media; el Mazenderán, parte de la antigua Hircania; el Guilán, que es el país que Ptolomeo y Estrabón designan con los nombres de Geli o Gelae; el Deilán, que dio una dinastía a la Persia; el Turán, la Transoxiana de los textos clásicos, designado en los libros árabes como el Ua-uera-n-Nehar o «lo de más allá del río» (el Oxus o Cheijón), y que a veces presta su nombre a la Tartaria, patria del famoso conquistador Timur Lenk, el Tamerlán de nuestras historias, y de la que se mencionan en Las mil y una noches las ciudades de Bajara, a orillas del río Sogd, del que tomó su nombre la antigua Sogdiana; la Ciudad Verde (Madinetu-l-Jazra) o Schar Seb, y la célebre Samarcanda, corte del terrible Cojo, que pasó como una plaga apocalíptica por la Europa del siglo XVI. Y todo el territorio que comprenden el Asia Menor y la Mesopotamia, nombres sintéticos que se desdoblan en múltiples regiones.
Todas esas comarcas, llenas de ruinas venerables y a veces de simples recuerdos de palacios y jardines maravillosos como el Edén y, como este, para siempre perdidos, de ciudades como Babilonia, Susa, Ecbatana, Irem e Istajar (Perssepolis), cuyos solos nombres hacen vibrar los nervios como liras, han dado base a los rapsodas de Las mil y una noches para prestigiar sus relatos y fondo de leyenda para sus fabulosas historias, con sus ruinas que, guardadas por monstruos imponentes, como ese de Istajar (cuerpo de león, pies de caballo y cabeza de hombre, con barbas artísticamente rizadas), en que los modernos arqueólogos creen reconocer al «martijoras» o «tragahombres» de que habla Gtesias, parecen encerrar tesoros encantados y defendidos, como los de los hipogeos faraónicos, por poderosas fórmulas talismánicas o imponentes figuras.
También la Armenia, ese país de los perfumes y las ricas maderas, puede sospecharse presente en Las mil y una noches, designada perifrásticamente como el País del Ebano, que se cita en la historia del segundo zâluk, el que se dice hijo del rey Aknamús, aunque el texto lo haga rey de la India.
La India misma tiene una múltiple presencia en Las mil y una noches y merece que digamos algo sobre los términos con que se la designa.
Hay que establecer ante todo la precisa distinción entre las denominaciones geográficas de Sind e Hind, con que indistintamente la nombran los cuentistas; el primero de esos nombres designa la India transgangética, que se llama así del nombre del Ganges (Sind), mientras que la India cisgangética, la más cercana a los árabes, toma el suyo de Hind, del río Indo, que marca el límite de las conquistas de Alejandro Magno en la península del Penchab. En esa India cisgangética es donde existían de antiguo numerosas colonias de persis fugitivos, guebros o adoradores del fuego, judíos—allí sitúa Monasseh-ben-Israel las diez tribus perdidas cuando la cautividad de Babilonia—y árabes musulmanes, viviendo entre pueblos de diversas razas—el semillero de razas del Penchab—más o menos salvajes.
Esa India cisgangética es el principal escenario de los azarosos viajes de Simbad, el marino, siendo dudoso que traspusiera el Ganges, aunque Roso de Luna lo da por seguro y afirma que escaló la montaña del Tibet y allí se inició en la arcana ciencia de los grandes maestros teosóficos.
Toda suposición es licita, atenido el silencio que Simbad guarda en lo referente a nombres de lugares y accidentes geográficos, pues ni siquiera menciona taxativamente al Ganges ni al Indo, como tampoco ninguna de esas grandes montañas de la India, cual el Himalaya, tan cantado por los poetas indos; en la geografía de Simbad islas, ríos, montañas y mares son simplemente ríos, islas, montañas y mares en estado de naturaleza, antes de que el hombre les pusiese nombre alguno, de suerte que solo la mención de las grandes serpientes venenosas, tomada acaso de Achaibu-l-Hind (Maravillas de la India), los grandes simios y los salvajes, nos dan en su relato la emoción del país.
Solo es algo explícito el viajero al hablar de la isla de Ceilán o Serendib, sobre la que da detalles de carácter mítico, relacionados con la leyenda que situaba en ella la condenada puerta del Paraíso, y en una de cuyas montañas, llamada el Pico de Adán, creían ver los buenos musulmanes la huella del pie del primer hombre. En la versión aludida Simbad no deja de subir a la cumbre de esa montaña para contemplar la famosa reliquia, venerable medida antropométrica del padre de la especie.
Cuanto a nombres de lugares, solo figuran en la topografía simbadiana los de esas dos islas: el de la isla de Kasel, residencia del genio Degial, donde todas las noches sonaban atabales, indicio de la condición belicosa de sus moradores y que recuerda aquella otra de las Campanas, a diez jornadas de Serendib, de que habla Pomponio Mela, el reino del malharacha Mihraschán (que viene a ser el mismo título de gran rey o racha en sánscrito, convertido en patronímico, y que pudiera referirse a la región indostánica de Heyderabad); la isla de Selahit o Selahat, la de Kelat o Helat, que los mapas sitúan en el Beluchistán (por lo que no puede ser la misma), sobre la que da el dato de abundar en ella los yacimientos de plomo, y la de Komorin, célebre por su madera de sándalo.
Esos datos y los referentes a la recolección de la pimienta y los cocos son todo el fondo de geografía e historia natural que, referente a la India, se encuentra en los relatos del famoso viajero.
Puede completarse esa información sobre la India con los datos, igualmente vagos y fabulosos, que en la historia de Hasán el de Bazra se contienen sobre la Ciudad de los Judíos y el río Sabatión, de que por su carácter francamente fabuloso hablaremos en el epígrafe dedicado a la geografía mítica.
Notemos, asimismo, que a la India iban los árabes, ya por vía terrestre, corriéndose del Irak a la Persia y cruzando luego el breve trecho del Afganistán o el Beluchistán, ya por la vía marítima, surcando los golfos de Persia y Omán y el mar de Arabia, que los ponía en contacto inmediato con la isla de Ceilán, la Taprobana de los libros de caballería, y de donde, salvando el estrecho, podían desembarcar en el golfo de Bengala, parte de cuyo litoral corresponde a la provincia india así llamada, con su metrópoli Calcuta, donde de antiguo existe una numerosa población musulmana.
De haber querido los cuentistas habrían podido jalonar con nombres reales los itinerarios de sus héroes por esos lugares conocidos, de los que apenas dan otros que los de Komorin, Serendib (la misma isla de Ceilán) y Cachemira, pasando por alto los famosos de Delhi, Benarés, Heyderabad, Lahore, Agra y Bombay, que desde el siglo V de la hechra formaban parte de la geografía islámica y se ornaban con monumentos de arquitectura árabe-inda—aljamas y mausoleos—, que aún hoy subsisten, y en los que el arte menudo y preciosista de las mezquitas se eleva a lo grandioso, bajo el influjo de la pagoda inda.
Más allá de la India, a la parte de Oriente, ya en China o Az-Zin, se alza el entonces enigmático Tibet, donde Roso de Luna pretende haberse iniciado el marino Simbad en la ciencia esotérica y que en ninguna de las historias del libro aparece mencionado explícitamente, y por el norte el Turquestán, del que se cita la ciudad ya aludida de Bojara. Todo ese territorio inmenso que se extiende más allá de la India es el nimbo de leyenda, la niebla mítica que circunda y envuelve la geografía real, por esa parte, de Las mil y una noches.
También figura en la geografía real de Las mil y una noches el país de Rum o Ar-Rum, que al pronto parece designar el imperio romano, y que, según todos los comentaristas, solo designa el bizantino, que subsistió siglos después de la caída del otro y prestó base territorial a los efímeros reinos fundados por francos y almogávares en Bizancio y Atenas; el país de Rum, según lo describen los embajadores que su rey Afridón envía al sultán mahometano Omaru-n-Nômán, es propiamente la antigua Grecia, con su capital en Constantinopla y sus posesiones en Asia Menor y Siria, pues los referidos embajadores le dicen al rey Omar de la historia: «Nosotros somos enviados del rey de Ar-Rum, Afridón (o Afridum), señor de Kostantiniya, la Grande, y del país de Yunanit (Jonia) y caudillo de las huestes cristianas.»
Y puesto que ellos lo dicen, no hay más que decir.
El rey Afridón aparece en guerra con el rey Hardob, otro monarca cristiano, señor de Kaisariya-Cesarea, ciudad que plantea cierto enigma, pues con ese nombre figuran dos en la geografía antigua: una, en Palestina, en la costa del Mediterráneo, y otra, llamada Cesárea de Filipo y primitivamente de Paneas en la falda meridional del Líbano, cerca de las fuentes del Jordán, en los límites de la Celesiria, de suerte que procede la duda, aunque todo se inclina a pensar que se trata de la primera de esas dos ciudades, que es la que tiene salida al mar Mediterráneo, en que se desarrolla parte de esas épicas luchas.
Esa coincidencia de nombres complica y dificulta también la precisión geográfica cuando se trata de Etiopía, pues existen varias, según puede verse en Pomponio Mela, circunstancia que ya preocupó a los primeros comentadores de la Biblia, donde se menciona ese país unas veces como el de Madyán, en Egipto, otras como el de Yemen, en Arabia, por lo que no es de extrañar que Simbad, el marino, nos hable de etíopes (senuch) en tierras indias, a las que pudieron haberse corrido desde el golfo Pérsico, aunque también pudiera tratarse de hombres de color tostado, etiópico.
La misma conclusión se observa en lo referente al país de Ifrancha o Francia en la Historia de Alá-d-Din Abu-Schamat (Noches 184 a 201), en cuyos territorios se incluye el puerto de Génova, al que se transfieren muchas características de Bizancio como corte de su anónimo rey y punto de partida de expediciones de corsarios.
Con razón dice el doctor Mardrus, desde el principio, eludiendo dificultades de localización: «La vaguedad en Las mil y una noches en punto a nombres propios y geográficos es cosa admirable.» Admirable y lamentable.
En la geografía real, relativamente real de Las mil y una noches, solo encajan, con pleno derecho, como ya hemos dicho, los datos que en sus historias se hallan referentes a las regiones de la parte propiamente árabe del islámico imperio, el Egipto, con su metrópoli, El Cairo, y su puerto de Iskandriya o Alejandría, fundada por el gran Alejandro Iskander, el bicornio de la leyenda oriental, y sus distritos de Al-Keliubiya y Suez (Suis); Siria o Scham, con su capital Damasco (Dimechk), antigua corte de los jalifas umeyya, y el Iraku-l-Arb o árabe, donde radica Bagdad, corte de los jalifas abbasies; ciudades de Palestina como Haleb (Alep), Tabarieh (Tiberíades) y Jerusalén, y otras de Arabia, como Hamat, Homs, etc.
En la Historia del visir (egipcio) Nuru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din (Noches 20 a 25), pueden seguirse perfectamente bien sobre el mapa las etapas del itinerario que el último sigue desde El Cairo a Jerusalén, así como también puede señalarse en el mapa todos los lugares geográficos situados en torno al golfo Pérsico, o de Omán, que se nombran en estas historias.
Bagdad y Bazra, su puerto, agrupan en torno suyo la mayor copia de datos reales, que llegan hasta la indicación de barrios, calles, plazas, monumentos y posadas; los narradores caminan ahí sobre terreno seguro, conocido, familiar, y la parte fabulosa de sus relatos procede del fondo mismo legendario de esas ciudades, tan cargadas de historia, y cuyas piedras venerables eran ya entonces joyas de arqueología.
Baste decir que esa flamante Bagdad edificóla su fundador, el jalifa Al-Manzur. sobre la ruinas de otra ciudad persa que fuera antaño corte del gran Anuschirván.
No hay que insistir sobre esta parte positiva de la geografía miliunanochesca, que en las notas al texto se detalla y puntualiza, para ilustración o recuerdo del lector; ese material geográfico es enteramente fidedigno, sirve de escenario a escenas de la realidad costumbrista de la vida islámica, aunque se relaciona con el mundo del franco mito, mediante la presencia de los genios o afarit enredadores e inquietos, que introducen el elemento maravilloso en esas novelas de la vida real y trasladan de pronto el escenario a esas remotas regiones de la periferia del imperio, a esas islas fabulosas, a esos reinos subterráneos o submarinos habitados por seres de calidad fantástica.
Donde surge, en cambio, otra zona opaca, astigmática, en la visión geográfica de los cuentistas miliunanochescos, es al llegar a los territorios africanos situados al oeste y al sur de Egipto, al actual Marruecos u Occidente remoto y a las modernas colonias negras de Bechuan, Camerón, Congo, etcétera, en el corazón del continente; su ignorancia en este punto se explica por tratarse de territorios aún no conquistados para la geografía; pero no se explica igualmente la vaguedad con que hablan de ese Marruecos, ya en el siglo II de la hechra, integrado en el imperio islámico y que el famoso guerrero árabe Otba recorrió victorioso viniendo de Oriente hasta hundir su corcel en las aguas del Atlántico, simbólica toma de posesión, ya que no montaba un hipocampo capaz de franquearlas.
Dos ciudades históricas mogrebíes se mencionan en el libro: las de Mequinez y Fez (Meknas ua Fas), pero sin dar de ellas sino solo los nombres, unidos en «dvanda», sánscrito, cual si formasen una sola ciudad.
Todas las demás indicaciones geográficas respecto a esa parte del Africa son enteramente imprecisas, ambliópicas, y su localización obligaría a revolver todos esos libros y mapas antiguos que cada erudito interpreta a su gusto y que, en vez de aclarar, oscurecen todavía más las cuestiones.
Esos itinerarios que siguen Abdu-z-Zamad, el buscador de genios encerrados en redomas, y el anónimo mago mogrebí, buscador de tesoros, son de una imprecisión absoluta que autoriza todas las hipótesis, y Roso de Luna puede muy bien ver en ellos rutas atlánticas y percibir, en los fabulosos relatos que los ilustran, ecos de la catástrofe que sumergió, según las tradiciones milenarias, recogidas por Platón, a la fascinadora Atlántida, ese fantasma errático que cada arqueólogo cree ver en un sitio distinto.
Podemos resumir estas anotaciones sobre la geografía real de Las mil y una noches diciendo que ni esta es tan real como parece ni la fabulosa tan fabulosa como se pudiera pensar, salvo en la parte de esta última que constituye el mundo peculiar de los genios o afarit, en todo lo demás la geografía aludida es más bien que fantástica fantaseada; en la mayoría de los casos solo se trata de diferencias en la terminología y de esa imprecisión y vaguedad en los nombres que tanto hace padecer a los investigadores modernos; en el fondo es siempre el mismo escenario de la Odisea y las Expediciones de Ciro y Alejandro, por Herodoto y Ctesias; ese mismo imperio sucesivamente persa, griego (o macedonio), romano y musulmán, que fue, hasta el descubrimiento de América, el único escenario de la Historia en el que los hombres representaron dramas tan enormes y sobrehumanos que parecieron obra de dioses o de genios, y realizaron tales gestas heroicas que eran ya como epopeyas plásticas y no podían ser narradas sino en verso; ese perímetro acotado desde el principio para heroicos certámenes, y en el que se forjan las primeras figuras ideales de superhombres que, en virtud de la metempsicosis literaria, cambian de indumentaria y de nombre, pero no de alma, y, después de haber actuado en el Ramayana y en la Ilíada, se trasladan al Ciclo de Artus y a los libros de caballería y pasan su última gran revista, por decirlo así, ante los ojos visionarios de Don Quijote, en el memorable capítulo en que se describe la batalla del hidalgo con la manada de ovejas.
LA HISTORIA EN LAS HISTORIAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Puesto que la Historia se desarrolla en el terreno de la Geografía, debemos completar lo que de esta acabamos de decir con algunas palabras acerca de aquella, que desde el principio pueden resumirse diciendo que la parte de Historia que hay en las historias de Las mil y una noches es tan imprecisa y tan fantástica o fantaseada como su parte de geografía, marcándose en ella las mismas zonas de amaurosis o amnesias naturales o voluntarias.
Las mil y una noches apenas si tienen tangencia explícita y formal con la historia de los siglos en que se suponen elaboradas y en los que ocurrieron hechos de tal relieve y bulto que no se pueden ignorar, como el descubrimiento de América. (Por lo demás, sería interesante precisar el momento en que esa enorme gesta empieza a ser materia literaria.)
En esos siglos, del segundo al décimo de la hechra, tienen lugar la fundación del imperio islámico con su irradiación hacia Oriente y Occidente, la desmembración del jalifato, las guerras de las Cruzadas, el término del dominio árabe en nuestra península, acontecimientos que registran las historias universales y que culminan en el descubrimiento de América, que dilata el doble horizonte físico y moral de los hombres; pues bien: Las mil y una noches no reflejan con la debida claridad ni relieve esos magnos sucesos que, en su mayoría, afectan a la raza de sus personajes y son grandes sucesos de su historia.
Solo en la del rey Amaru-n-Nômán, que es un verdadero epos nacional, según ya indicamos, puede verse como un traslado a la literatura de las luchas de los jalifas Omar y Harunu-r-Raschid con el emperador bizantino Heraclio, amalgamado al mismo tiempo con anacrónicos sucesos de las Cruzadas, en virtud de ese característico sincretismo de los rapsodas, que confunden arbitrariamente tiempos y lugares y engendran verdaderos monstruos de inclasificable aspecto y cuentan cosas antiguas, influidos por el gusto actual. En su momento oportuno analizaremos ese poema en prosa, sin pretender, desde luego, ordenar su poético caos.
Fuera de esa Historia del rey Omaru-n-Nômán y de sus hijos (Noches 60 a 102), solo se encuentran en Las mil y una noches alusiones incidentales a la tercera Cruzada, en que el sultán egipcio Selahu-d-Din proporciona una efímera gloria al Islam con sus victorias sobre Ricardo Corazón de León y sus conquistas en la Tierra Santa, que duran tan poco como la buena noche de un jugador afortunado; pues bien: esa tercera Cruzada que dio motivo y materia al Tasso para su magnífico poema La Jerusalén libertada, en que figuran Saladino (Selahu-d-Din) y el monarca inglés compitiendo en caballerosidad y grandeza de alma, solo inspira a los rapsodas árabes anécdotas menudas, de carácter íntimo, individual, en la historia Del «fel-lah» mizriano y sus hijos blancos (Noches 891 a 894) y es la obra de un verdadero historiador, Ibn-Scheddad, donde puede encontrarse una sublimación poética del gran guerrero islámico.
Cuanto al descubrimiento de América ningún reflejo logra en el libro, cuya elaboración se prolonga, según opinión autorizada, hasta el siglo XVI de nuestra era; esos orientales no parecen haberse enterado de que se ha agrandado el mundo y, si se han enterado, no parecen haberse conmovido.
Pero lo mismo ocurre con otros acontecimientos de su propia historia nacional: la invasión de mogoles y turcos, la extinción del poderío abbasi y la transferencia de los antiguos esplendores de Bagdad a las cortes islámicas de El Cairo, Gasna y Samarkand; el cuentista miliunanochesco permanece también insensible a esas mutaciones y no recibe de ellas ninguna vibración orgánica, transformable en poesía.
El único acontecimiento de la historia del jalifato que deja huellas profundas y numerosas, toda una constelación de evocaciones y vibraciones líricas, es la caída y exterminio de los Beni-Barmek, que forma un ciclo elegíaco de múltiples variantes y orquestaciones. Aunque, por lo demás, puede muy bien pensarse que ese ciclo elegíaco es un injerto operado en el famoso libro, pues no aparece en las primeras versiones europeas.
No hay que extremar las cosas, ya lo sabemos, y pedirle a un libro de cuentos y anécdotas lo que puede exigírsele a un libro de historia, y así no formulamos en este sentido reproches, sino observaciones.
Solo queremos insistir, una vez más, en el hecho de que la parte de historia que contienen Las mil y una noches es tan vaga como su geografía, y tiene, además, ese sello de intimidad que a todo lo árabe lo caracteriza; el narrador cuenta los más grandes sucesos, pudiéramos decir, como acontecimientos de familia, y ve siempre lo particular en lo general, sin que parezca elevarse a una visión panorámica de las cosas, como es lo propio de los escritores occidentales y, al mismo tiempo, su virtud y su vicio.
La historia contemporánea de la gestación de Las mil y una noches aparece reflejada en el libro en el ir y venir de los personajes y el desplazamiento de su escenario, y por las proyecciones de lo universal en la vida de sus protagonistas, y también en las evocaciones que estos hacen de su propio pasado; y así, a trozos, con retazos de historias personales, puede reconstruirse la Historia general de la raza desde los tiempos preislámicos hasta el ocaso de los abbasies, pasando por las guerras civiles entre umeyyas y abbasies, las Cruzadas, la extensión del imperio místico del Islam y el consiguiente menguante de su luna creciente.
Toda esa historia se ve en vislumbres al través de las mil historias del libro, como se ve la nuestra en el Quijote, o la de Italia en el poema de Dante, sin formar naturalmente un todo orgánico, aunque con ello basta para la sinopsis del lector, que siente, con la natural emoción, desfilar ante sí los cortejos históricos.
Hay una sensación de rodajes en Las mil y una noches que basta a dar la idea del eterno actuar de las vicisitudes, con todas las sugestiones filosóficas y místicas que de ahí se derivan. Y esto es suficiente para una obra poética: dejar percibir el incansable giro de la rueda del Tiempo.
Y desde ese punto de vista poco importa que los rapsodas miliunanochescos incurran en anacronismo y amnesia y confundan los Tiempos en su Tiempo y fundan todas las contingencias en su propio avatar.
Por lo demás, ya hemos dicho el crédito que merecen y la cantidad de verdad histórica que encierran esas obras que los árabes llaman de Historia, como las universales de At-Tabari, Ibn-Jalikán o las particulares de Ibn-Jaldún y Al-Makrisi, mil veces rectificadas, como sus geografías, por colegas europeos de esos sugestivos poetas.
EN EL MUNDO DEL MITO
El mundo real de Las mil y una noches que acabamos de revistar enlaza con el mundo del mito, sin transición alguna, merced al nexo amoroso que en no pocas de sus historias une a esos seres de la tierra con los moradores de ese otro mundo fantástico, esparcidos por aires y aguas, con los ejemplares de esa humanidad mítica, con caracteres de peces yaves.
A este ciclo de historias pertenecen, por cierto, aquellas que podrían agruparse bajo la rúbrica de la novela caballeresca, en que el protagonista se lanza a la búsqueda de un amor quimérico, personificado en una princesa que nunca vio, o solo vio un momento, a favor de un azar imprevisto, y cuya belleza lo dejó tan maravillado que lo inhibió para todo intento de persecución o de rapto, siendo luego cuando, repuesto de su asombro, trata el joven, ya tarde, de descubrir sus huellas y hallar su paradero.
Tales historias, de evidente fondo ario, son de tipo folklórico, y seguramente las más antiguas del libro, con variantes en la literatura occidental, y de esas con las que las nodrizas europeas han entretenido secularmente la imaginación de los niños, sin más diferencia que ser un caballero cristiano y no un musulmán el héroe de sus argumentos, por lo que al leerlas en su versión árabe surgen al punto en nosotros mil constelaciones de analogías mnémicas.
La única novedad que introduce el rapsoda semítico en estos cuentos de hadas, silfos, ondinas y ogros, que alternativamente protegen y combaten al enamorado caballero, es el haberlos convertido a todos en una sola casta de seres, aunque dividiéndolos en variedades accidentales que no cambian su esencia, es decir, en afarit o chinn, con arreglo a la teología coránica.
Todos esos seres fantásticos, graciosos o terribles de la mitología occidental son en Las mil y una noches sencillamente afarit o chinn (es decir, genios), ya habiten en las aguas o en los aires o en las entrañas de la tierra, y con ese nombre los designan a todos en general.
Esas bellas y esquivas princesas de seductor encanto que llevan los atrayentes nombres de Flor de granado, La del mar o perla, Portento de hermosura, etc., son sencillamente afarit, aunque, por lo demás, muestren una psicología enteramente humana e igual sensibilidad, orgullo y amor propio que esas otras princesas de la tierra que se llaman Dunya o Budur y no exijan menores pruebas de amor a sus pretendientes ni los obliguen a menos penosas peregrinaciones.
Incluso los países en que moran son igualmente lejanos y exóticos, sin mares en las cartografías, pues tan imposible resulta localizar el País del Alcanfor o el Ebano como la Tierra blanca o la Tierra verde en que habitan las princesas de la casta genial; el sincretismo árabe lo asimila todo y confunde las líneas fronterizas de los países y los seres; de suerte que, como ya hemos dicho más de una vez, realidad y sueño son en este libro crepuscular una misma cosa, y en el fondo, claro está, como todo, más bien sueño.
Un sueño de la libido del hombre encierran estas simbólicas historias; ese anhelo inmortal de lo imposible, ese afán de copulación con todas las formas de la vida, que se expresa en tantos mitos griegos, y que, modernamente, en Sagramor, el bello poema del portugués Eugenio de Castro, hace llorar al héroe del dolor de no poder desposarse con todas las formas y aun de trocarse en ellas; lágrimas de infantil desencanto ante lo inexpresable de la cambiante morfología del mundo, que son las mismas que aquí vierte el príncipe Bedr-Básim o el joven mercader Hasán Nuru-d Din a vista de esas beldades del aire o del agua que se le van de entre los ojos como al niño de entre las manos las pompas de jabón.
Hay un simbolismo evidente en todas estas historias que son de niños, porque infantil es la psicología de sus héroes; en ellas aparecen esos misteriosos, inaccesibles castillos, semejantes a los de—irás y no volverás—esos paraísos que se gozan en un sueño seguido de un despertar amargo, esos tesoros que se pierden irrevocablemente al volverse la espalda, etc., etc. La letra confusa—y clara la pena—, como dijo el poeta español.
Por lo demás, estas historias tienen siempre un final venturoso, que, si no fuera así, resultarían de un pesimismo desolador, y escritas o ideadas en su origen para niños, eso no podría ser; siempre en ellas, por fortuna, el enamorado caballero llega a unirse al fin con la princesa ideal, y el drama de sus andanzas y trabajos para en boda, es decir, en jovial sainete. Y a este propósito es notable observar el júbilo que tal cosa proporciona a los niños que aún no saben de amor, siendo de presumir que, si se alegran del feliz desenlace, no es por el lado nupcial, sino por el otro de acabarse así los trabajos de los enamorados, por una suerte de innata simpatía, latente en el alma infantil, y porque, además, siempre hay un tesoro que se les da por añadidura a los felices novios y que es propio a encandilar la ingenua codicia de esos pueriles ambiciosos de juguetes singulares y raros.
Por lo demás, estas historias fabulosas de Las mil y una noches se desarrollan como las supuestamente reales, y en ellas lo único específico es el ser afarit, y no mujeres, las heroínas, aunque se conducen, de otra parte, como si lo fuesen; por lo cual se impone examinar y precisar hasta donde sea posible, que no es mucho, ese concepto del efrit y tratar de ver con los lentes de la erudición qué son en realidad esas entidades misteriosas.
LOS «AFARIT» O GENIOS
No es muy fácil formarse una idea clara de lo que son estos afarit de la mitología islámica, seres de naturaleza compleja, entre ángeles y demonios, superiores en un aspecto al hombre e inferiores a él en otro, dotados de poderes teúrgicos y del don de hacerse visibles o invisibles a voluntad, y que comparten con los espíritus puros esas propiedades de claridad, agilidad y sutileza que les atribuyen los teólogos.
Indudablemente se trata de uno de esos conceptos complejos, elaborados por el sincretismo árabe, y en el que se han fundido elementos de muy distinta procedencia. Lo más general es considerar a los afarit o chinn—quede ambos modos se les designa (lo que también parece marcar cierto matiz)—como equivalentes semíticos de los Jinas indos, que pasaron a la mitología griega con el nombre de genios y a la china con el de kuei, y que representan una categoría de espíritus elementales, esparcidos por toda la creación como una suerte de microorganismos o bacterias psíquicas que intervienen en todos los procesos vitales.
Son, para decirlo en una palabra, los «espíritus» de la superstición popular y, en este sentido, se relacionan con esas entidades misteriosas que en la mitología grecolatina llevan los nombres de lémures, lares, penates, etc., que pueden verse en cualquier enciclopedia, como el Diccionario infernal de Collin de Plancy.
Así considerados, los afarit o genios de los árabes resultan de fácil clasificación. Son sencillamente los «espíritus» del folklore universal. Como ellos, permanecen habitualmente invisibles a los ojos de los hombres; pero pueden manifestarse y dejarse ver cuando lo desean, asumiendo entonces todas las formas imaginables, humanas o zoológicas, risueñas o espantables, según su humor o mal humor y el grado de simpatía que sienten hacia el mortal al que se muestran y la naturaleza del mensaje que han de transmitirle. Porque esos espíritus—y aquí tenemos una tangencia con el otro concepto de «espíritus de los difuntos», que también tienen eco en la imaginación popular—, esos genios actúan de intermediarios entre los dos mundos y transmiten a los hombres avisos y comunicaciones telepáticas del invisible.
A los espíritus de los muertos se asemejan también en lo de ser evocables por el hombre y hasta haber de acudir a sus llamadas, aunque no quieran, obligados por la fuerza irresistible de sus conjuros, aunque entonces lo hacen de mala gana, en forma de gigantones imponentes, de trasgos o vestiglos, que ponen pavor en quien los mira y, por lo general, surgen de la tierra, como Mefistófeles ante Fausto, a modo de humareda que lo llena todo y luego se condensa y adquiere el volumen deseado.
Los afarit pueden cubrir y nublar todo el horizonte con su volumen gaseoso y también encogerse hasta el punto de caber en una redoma de hierro o de cristal. Y pueden, asimismo, asumir la semblanza de mujeres bellísimas, como el simulacro de Helena, que Mefistófeles muestra a Fausto en el poema de Goethe. Todas esas magias les son posibles a los afarit genios en virtud de su naturaleza etérea, inmaterial, que puede materializarse por un esfuerzo de concentración psíquica y producir ectoplasias y demás fenómenos de esos que registran los anales de la Metapsíquica moderna.
Pero todo esto es tópico y queda siempre por puntualizar la verdadera naturaleza de los afarit islámicos, desde el punto de vista teológico, es decir, del de su relación con los ángeles o demonios de la escatología musulmana, que son los consabidos agathodemos y kakodemos de la mitología. Como los ángeles, se dividen en dos categorías de buenos y malos y, sin embargo, parecen todos ellos demonios, por estar privados de la vista de Dios y habitar en regiones subterráneas o submarinas, es decir, infernales. Aunque tampoco en esto puede puntualizarse, pues los hay que viven en la región aérea, propia de los ángeles.
Hay una casta de afarit buenos y malos, que viven de un modo estable, por decirlo así, sobre la tierra, y afectan habitualmente forma enteramente humana, con su correspondiente división en sexos y organizados en monarquías permanentes, como las que fundan los mortales; hay que distinguirlos, pues, de esos otros afarit, errabundos y solitarios, que solo se manifiestan ocasionalmente y que son de naturaleza francamente demoníaca, perversa. La filiación de estos últimos viene directamente de Iblis o Schaitán, el demonio del Génesis, que se rebeló contra Jehová y por ello fue lanzado a los infiernos o chehennams de la Biblia y el Corán, en cuyo fuego viven habitualmente, no saliendo de él sino para tentar y perder a los hombres; son los clásicos demonios de las escatologías de todas las religiones.
Esa clase de afarit trae su genealogía de Eblis o Iblis, y así lo indican a veces sus nombres, como el del que aparece en la historia del segundo zâluk, y que se presenta él mismo como Chorchis, hijo de Rachmús, hijo de Eblis; pero no puede extenderse tal concepto demoníaco a todos los afarit o chinn, pues aun dentro de esa especie de genios errabundos, precitos al parecer, los hay que eluden la clasificación teológica y la descendencia directa de Eblis, incorporándose más bien a la casta de los genios de las mitologías extraislámicas, a los espíritus de los cuatro elementos.
Hay, pues, que distinguir en el concepto del afarit una línea teológica que arranca de la versión bíblica de la caída de Luzbel y otra puramente mítica, que viene del fondo pagano occidental; según la primera, los afarit serían simplemente ángeles caídos y no habría más que hablar, aunque sí habría que hablar también, pues dentro de esa línea luciferiana nos encontramos con genios buenos y genios malos, lo que induce a suponer que parte, por lo menos, de aquellos ángeles que siguieron a Lucifer en su rebeldía se arrepintieron luego y volvieron a la gracia divina, ya que el Corán nos habla de genios creyentes, musulmanes, que temen y acatan a Alá y creen en su mensaje, aunque este no está en realidad destinado a ellos, sino al hombre.
Todo se vuelve dificultad cuando queremos apurar el concepto, aun teológico, del efrit o chinn, pues en el propio Corán se habla de ellos en términos ambiguos, reticentes y contradictorios, lo que indica que el propio Mahoma no tenía una idea muy clara sobre el particular, pese a haber hecho aquel famoso viaje nocturno a los empíreos, jinete en el corcel volador Al-Borak, que era, por cierto, un efrit con cara de mujer y cuerpo de caballo y dotado de habla, por lo que es preciso acudir en demanda de información a las muchas tradiciones que suplen su silencio.
Según una de ellas, que Guillen y Robles recoge en el prólogo al tomo I de sus Leyendas moriscas, hay una inmensa variedad de afarit o genios. «La mitología musulmana—dice el arabista español—es tan fértil en creaciones del mundo sobrenatural como la helénica... En sus dominios hay chines, varones y hembras; unos, burlones, como los duendes de nuestros pueriles cuentos, se complacen en mortificar a los humanos; otros, benéficos, se apiadan de sus desventuras, los socorren en sus infortunios y unen fieles amantes, separados por los rigores de su malaventurada estrella... Hay diuses, espíritus gigantes; gulas y afrietes (alifrites o efrites), que son las Medusas, Furias y espectros griegos; cotrobes en forma de gatos; iblises moradores de los mares; maradas pobladores de las islas; sílahses que se ocultan en las grietas de las montañas; gulas que viven en las ruinas, y saharas y uahantes o serpientes que con sus anchas alas surcan los aires...»
Fácil es ver que en esa nomenclatura hay toda una teodicea pagana endemoniada, así como también una zoología prehistórica de saurios gigantescos y reptiles alados, convertidos en genios.
En el mismo prólogo de Guillén y Robles encontramos también líneas de una genealogíagenial, segúnlaque, luego de crear la tierra, «Dios la pobló de chines—seres intermediarios entre el hombre y el ángel—, espíritus en estado de merecer o desmerecer; catorce mil años señorearon nuestro planeta y dos mil después de ellos otros genios llamados peris (avatar persa de los devis o diuses indos—añadimos nosotros).
Mandábalos Chia-ben-Chian; pero fueron tales los crímenes de los chines y peris que Dios decidió aniquilarlos. «A este fin se sirvió Al-Lah de Háritus, un espíritu creado del fuego que se enciende entre los remolinos del simún, el cual dio la batalla a los chines y peris y los venció, relegándolos a montañas e islas desiertas e inhóspitas, salvándose solamente de la ruina cierto número de ellos que se pasaron al bando de su vencedor. Este, o sea Háritus, que no es otro que Iblis, se envanece luego de su triunfo y se niega a prosternarse ante Adán, cuando Al-Lah se lo ordena, alegando en su orgullo ser superior a aquel, hecho de barro, en virtud de su naturaleza ígnea, por lo que la tradición coincide y enlaza con la versión que del mismo episodio da el Corán en su sura segunda: La Vaca.»
Ahora bien: en la Historia de Balukiya (Noches 285 a 295) encontramos más datos sobre los afarit en esa revelación que el rey Sajr, el omnipotente señor de la Tierra blanca, le hace al joven egipcio acerca de sus afines, los genios.
Según esas confidencias, en el origen de los tiempos creó Al-Lah del fuego dos genios, uno macho, Jalit (el león), y otro hembra, Malit (la loba), que engendraron una dilatada progenie de monstruos. Estos serían los genios precitos.
Más tarde creó también Al-Lah siete parejas de genios buenos, entre ellos Iblis, que luego había de rebelarse contra su creador.
Esto es todo lo que podemos saber acerca de los genios o afarit, tocante a su esencia íntima; la información se completa con los datos que, en las mismas fuentes orientales, se nos dan sobre el lugar de su residencia o, mejor dicho, los lugares, pues los hay que habitan en la Tierra blanca, y son los genios buenos como el rey Sajr y los hay que moran en la Tierra verde y son malos, por lo que aquellos les hacen la guerra santa, igual que los musulmanes a los idólatras, y háblase, finalmente, de un país exclusivamente destinado a los chinn, el Chennistán, situado más allá del monte Kaf o el Cáucaso, es decir, en las regiones inexploradas de la geografía antigua.
Podemos sintetizar esas nociones sobre los chinn diciendo que los hay varones y hembras, buenos y malos, estables y errantes o viajeros, y estos últimos, decididamente malos, enlazan con la tradición talmúdica sobre Salomón y sus relaciones con estos extraños seres; tradición que completa los informes sobre ellos, mostrándonoslos en un aspecto inédito, es decir, como elementos constructivos, creadores, que los aproxima a los kabires de la mitología griega.
Según esa información talmúdica, Salomón, valiéndose de sus poderosos conjuros, obligó a esos genios errantes y anárquicos a alistarse bajo su servicio y realizar una obra de utilidad social, de exploración y beneficiamiento de las riquezas naturales de los cuatro elementos, distribuyéndolos en equipos de lo que podríamos llamar obreros cualificados, mineros, buzos, canteros, etcétera, encargados de aportarle cada cual tesoros de sus respectivos dominios, oro y demás metales preciosos, perlas, perfumes, etc., y de cooperar de esa suerte a la obra que sus otros equipos de trabajadores humanos—albañiles, carpinteros, herreros, etcétera—llevaban a cabo con miras a la construcción del templo de Jehová en Jerusalén, ese primer ejemplo de una confederación de trabajadores al servicio de un vasto plan.
Los genios buenos obedecen a Salomón de buena gana y le secundan con celo inteligente, por lo que merecen el favor del monarca, y muestran su natural dócil, disciplinado y su alto grado desociabilidad, en tanto los otros solo se someten a la fuerza y en su condición de malos trabajadores delatan su mala ralea, su demoníaca soberbia, disolvente y nihilista.
Los genios malos obedecen de mala gana a Salomón, sabotean, por decirlo así, el trabajo de los compañeros y tiran siempre a rebelarse y desertar de su puesto, como malos obreros, incapaces de comprender ni abarcar en su conjunto la grandeza del plan constructivo que medita el sabio monarca. Porque—y este es otro detalle importante de su psicología rudimentaria de salvajes fantaseados—el efrit es, por naturaleza, poco inteligente, corto de luces, lo que se llama un deficiente mental. Por eso, cuando se materializan, lo hacen en forma de un gigantón monstruoso peludo, con jeta de negrazo bestial y exhalando por sus fauces bocanadas de fuego y una risa sardónica, hueca, disolvente, nihilista, y cuando se les reduce a la impotencia, con el poder del exorcismo, se desvanecen y convierten en humo.
El genio malo representa la ferocidad del poder unida a la incomprensión más brutal; esta incomprensión se vuelve a veces en su contra, pues lo hace fácilmente captable por el hombre inteligente, y entonces su poder resulta utilizable para fines superiores, constructivos; el mared es intelectualmente un infrahumano dotado de un poder sobrehumano, y, sometido a la voluntad del hombre inteligente, resulta el servidor más provechoso y útil. Solo que hay que someterlo a la fuerza y valiéndose de fórmulas mágicas, como lo hacia Salomón, y el hombre que lo logra puede considerarse entonces dueño de todos los tesoros de la Naturaleza. Su efrit servidor podrá trasladarlo por los aires en un momento de un extremo a otro de la tierra, labrarle en un santiamén un alcázar magnífico, traerle del fondo del mar corales y perlas para ornar los cuellos delicados de sus amadas, suprimir a sus enemigos y realizar en su favor todos esos prodigios que nos cuentan estas historias, porque el efrit—y este es otro detalle importante que lo relaciona con estos espíritus elementales, ya aludidos, del mito de Vulcano, con los kabires— posee la técnica de los oficios y las artes.
Eso explica el empeño de los magos y ocultistas de toda laya por descubrir fórmulas bastante poderosas para someter a su voluntad a esos rebeldes utilizables, y a ese fin los vemos construir anillos mágicos y talismanes de toda suerte, al modo del anillo y la estrella de seis puntas y la clavícula que, según la leyenda talmúdica que pasó al Corán, poseía Salomón.
En la Historia de Balukiya (Noches, 285 a 295) vemos al mago Iffán intentar la temeraria empresa, que le cuesta la vida, de llegar hasta el lugar inaccesible allende los siete mares, donde reposa Salomón en su trono real, vestido con sus hábitos regios, cual si estuviera simplemente dormido, y arrancarle el poderoso anillo que conserva en su dedo y con el cual podrá realizar prodigios semejantes a los que obraba el gran rey, pues tendrá a su servicio a todos los genios y estos le facilitarán el dominio sobre todos los hombres.
Como se verá, el efrit, en ese aspecto, representa alegóricamente al salvaje primitivo, irreductible a la solidaridad de la civilización, y puede considerarse también como la proyección al exterior de ese elemento psicológico, anárquico, en la naturaleza del hombre, contra el cual han luchado de consuno el legislador y el sacerdote, realizando esa doble doma de que nos habla Nietzsche. El mared o el rebelde, el caprichoso, el egoísta y personal, viene a ser, en este concepto, ese elemento misterioso que Sócrates llamó daimon, atribuyendo uno a cada hombre, y cuya importancia en la vida y el destino humano hizo resaltar tanto Goethe. Y aquí, como vemos, se produce otra tangencia entre el efrit y el demonio.
No hemos de insistir sobre esos afarit o genios malos, indisciplinados y errantes, que no tienen particular interés, pues solo ocasionalmente aparecen en Las mil y una noches; los que si interesa estudiar son esos otros, ya mencionados, que figuran en ellas como organizados en sociedades estables y habitando en países de nombres concretos, aunque estos sean tan fantásticos como la Tierra blanca y la Tierra verde o las siete islas de Al-Uaku-l-Uak; esos afarit se desvían ya de la línea teológica y mitológica para caer dentro de la antropológica, pues en ellos debemos ver, más que nada, la alegorización de elementos aborígenes, irreductibles a las conquistas de invasores exóticos, más civilizados, algo así como los pieles rojas o los siux americanos, según lo da a entender lo arcaico de sus instituciones políticas, que frisan con el matriarcado, y las sociedades de tipo lacustre o troglodítico, cuya leyenda fantaseada ha dado origen sin ninguna duda en todo el folklore a la creación del mito del hombre y la mujer-pez y el hombre y la mujer-pájaro.
Casi todos esos afarit son de una u otra clase, y así se les designa en estas historias; mujer-pez es la princesa Gulinar, y mujer-pájaro, la princesa Menaru-s-Sunná, esas insignes heroínas de amorosos poemas, y esa duplicidad de naturaleza las relaciona con los mitos de las sirenas y las hadas, planteando un problema de morfología, al mismo tiempo que de teología, cuando se trata de examinarlas en su relación con los seres humanos y los afarit del Corán. Aunque, en términos generales, el problema se plantea para todos los genios, cuya naturaleza presenta contradicciones lógicamente inconciliables. Hay que hablar, pues, de la paradoja de los «genios».
LA PARADOJA DE LOS GENIOS
No habría tal paradoja si se considerase a los genios como simples espíritus elementales, libres y sueltos en sus respectivos dominios. Pero al antropomorfizarlos y encajarlos en una tradición teológica demoníaca y radicados en el mundo real surge en seguida el absurdo lógico, pues no comprendemos bien cómo esos seres extraños y, en fin de cuentas, teratológicos nacidos del fuego, pueden inspirar pasión a criaturas humanas y mantener su prestigio estético de un modo permanente, ya que si son mujeres-peces han de llevar por fuerza el apéndice pisciforme de las sirenas, equivalente a la desilusionante pata de cabra, y si son pájaros han de ser mancas, ya que, con arreglo a la ley morfológica, las alas suponen el sacrificio de los brazos.
Para obviar esa dificultad, los cuentistas árabes apelan, respecto a las mujeres-pájaros, al recurso de vincular su virtud aviatoria, no en su propio cuerpo, sino en su traje de plumas, faltándoles el cual ya no pueden volar y quedan a merced de su enamorado cazador, recurso que implica un compromiso con una tradición exótica, ario-persa, occidental, ya que los afarit por su propia naturaleza son todos autoaviadores, que no necesitan las alas para elevarse y conducirse por los aires, y así se nos presentan en muchas de estas historias, rectificando el error de los iconógrafos de la angeología occidental, justamente criticados, desde el punto de vista de la morfología biológica, por el gran Max Nordau; esos afarit que decimos no tienen alas ni trajes de plumas y, sin embargo, se trasladan sin esfuerzo de uno a otro lado y hasta llevan pasajeros a cuestas, como un moderno avión de servicio.
Pero, en fin, la explicación podría aceptarse para las mujeres-pájaros; pero ¿y las mujeres-peces que, por ser anfibias, forzosamente tendrían que poseer branquias además de pulmones y esa cola de pescado que es indispensable a los peces para su locomoción acuática, como la pluma timón para las aves?
Y no es eso solo, sino que, además, surge otra objeción: siendo de naturaleza ígnea, ¿cómo podrían vivir esas mujeres en el agua de un modo constante? Todo eso desaparece en cuanto consideremos a esos afarit no como entidades teológicas, sino simplemente míticas o poéticas. Por lo demás, también aquí nos encontramos con versiones distintas de un mismo tipo de personajes, hasta el punto que podría decirse que, al través de distintas historias, asistimos a la evocación del mismo ejemplar biológico, de la ondina y la mujer-pájaro y que patentiza un injerto humano en el primitivo concepto del efrit.
El final de esa evolución lo marcaría la Historia de Abdu-l-Lah, el de tierra, y Abdu-l-Lah, el del mar, (Noches 509 a 511), en la que el segundo representa un tipo más arcaico de hombre-pez, ya que posee el apéndice pisciforme de los seres acuáticos y, al mismo tiempo, está dotado de una inteligencia filosófica y unas cualidades morales muy superiores a las de los terrícolas, según resalta de las lecciones de piedad, desinterés y altruismo que da a su tocayo, el otro Abdu-l-Lah.
En ese careo entre el hombre-pez y el hombre, que sin duda encierra una intención moralizadora, Abdu-l-Lah, el del mar, se expresa y se conduce como un filósofo y hasta como un santo, y lo mismo puede decirse de sus congéneres que viven en el agua, organizados en sociedades pacíficas, regidas por la ley natural, y son naturalmente buenos y razonables, por lo que gozan de una justa dicha.
Esos nombres-peces ignoran la guerra y, lo que es más aún, el trabajo, pues tienen a su servicio equipos de peces obreros que se lo hacen todo, de suerte que entre ellos no existe la cuestión social y sus frentes no chorrean sudor, sino el agua pura en que se bañan.
Lo único que a esos seres felices les aqueja es el tedio y el régimen de alimentación, exclusivamente ictiófaga, a que están sometidos, y por eso Abdu-l-Lah, el del mar, cambia con Abdu-l-Lah, el de la tierra, cestas de perlas y corales que valen un tesoro por otras de fruta que en los zocos compraría por unas dracmas si su naturaleza física, enteramente pisciforme, no le confinase al elemento acuático, impidiéndole la locomoción y la respiración—es de suponer—en tierra firme.
Trabajo cuesta creer que ese buen Abdu-l-Lah, el del mar, proceda de casta de chines y sea, por tanto, un demonio, debiendo pensarse más bien que trae su origen de la mitología griega y es simplemente un ser híbrido de raza neptuniana.
Pero Abdu-l-Lah, el del mar, es tan honrado que hasta conserva su cola pisciforme, con lo cual no engaña a nadie; es un tritón, franco y declarado; no así otros seres de análoga naturaleza, que representan un tipo más desligado del ecuóreo elemento, como esos reyes y princesas de otras historias—el rey Samandal, la princesa Gulinar y la princesa Chauhra—, que empiezan por no ser exclusivamente acuáticos, sino anfibios, y se han desprendido, además, del apéndice pisciforme, pudiendo andar sobre la tierra con toda desenvoltura y garbo y moverse en ella lo mismo que en el agua, y en este último elemento van y vienen braceando como nadadores de marca y no al modo reptatorio de los peces.
Esos afarit anfibios no habitan forzosamente en el agua, como Abdu-l-Lah y sus compañeros, sino a medias, y, al revés de esos trogloditas del mar, que moran en cavernas y antros, moran en habitaciones lacustres, a orillas del agua, pero no sumergidos en ella del todo, en castillos y alcázares, idénticos a los de los reyes de la tierra; son, por ese lado, más humanos que Abdu-l-Lah y sus compañeros, y, a fuer de más humanos, tienen pasiones y apetitos, odios y malquerencias entre sí; estiman y ambicionan las riquezas y conocen la guerra, pues están organizados en monarquías de tipo militar, aunque es posible que ignoren el trabajo, ya que no son enteramente hombres.
En esos seres anfibios es donde más se da la paradoja que estudiamos, pues no se concibe que sean anfibios, lo que supone doble organización fisiológica, pulmonar y branquial, y coexistencia de extremidades inferiores y cola, y eso los incapacitaría para conducirse como seres humanos y, en el caso de las hembras, para inspirar amor y amores viables a los terrícolas.
Los hombres y las mujeres-peces de la colonia de Abdu-l-Lah, de constitución más francamente ictiológica, no pueden, lógicamente, inspirar amores a los hijos de la tierra ni tener con ellos relaciones eugenésicas, por lo que están sujetos al régimen de los matrimonios endogámicos y solo se casan entre ellos.
En cambio, esos otros seres anfibios pueden contraer matrimonio normal con los terrícolas y obtener fruto de bendición, perfectamente eugenésico, como el príncipe Bedr-Básim, el hijo del rey Schahramán y la princesa marina Gulinar, que no solo es un hermoso joven, sino que además reúne las dobles facultades de sus genitores y puede señorear ambos elementos, el telúrico y el acuático.
Hay, pues, que admitir dos categorías de hombres-peces o de hombres-peces y hombres anfibios y suponer que Gulinar y los suyos representan un tipo más desligado de la vinculación neptuniana, más adelantado en la evolución darwiniana de las especies; algo así como esas ninfas de la mitología griega que, aunque de claro origen neptuniano, no vivían ya en el agua, sino en islas, al modo de la Calipso homérica, la bella y desdeñada amante de Ulises, que, según la memorable frase de Fenelón, «lamenta en su dolor ser inmortal».
Por cierto que esas princesas anfibias no tendrían que lamentar tal cosa, pues no son inmortales, y, en el caso de Calipso, podrían poner fin a sus sufrimientos suicidándose como cualquier heroína de novela sentimental.
Los afarit no son eternos, y esta es otra de sus paradojas, pues su condición demoníaca parecía deber conferirles el atributo de la inmortalidad, pero son tan humanos que hasta son mortales.
No hay duda sobre el particular, pues, según los teólogos musulmanes, hasta el propio Eblis o Iblis ha de morir el día del Juicio final, al sonar el primer toque de trompeta, aunque, al sonar el segundo, Alá lo tornará a la vida, para precipitarle en los perdurables avernos.
Los afarit mueren como los hombres, y así lo vemos en Las mil y uno noches, en que más de una vez asistimos a su muerte por electrocución, por carbonización, lo que implica otra paradoja, ya que se trata de seres de naturaleza ígnea, incandescente, lo que debía de hacerles invulnerables aun a corrientes de máxima tensión, y habríamos de suponer que no perecen por acción externa, sino por efecto de lo que podríamos llamar electrorragia interna. Por cierto que esa misma condición de incandescentes debiera hacerles imposible la vida en el agua, enemiga declarada del fuego.
Pero no acabaríamos nunca si fuéramos a analizar todas las contradicciones e imposibilidades lógicas que se dan en el concepto del afarit islámico, pues las mismas objeciones que se ofrecen en el caso de los hombres-peces surge también en el de los hombres y mujeres-pájaros al respecto de las alas, que necesitarían para sus vuelos, y que suplen con trajes de pluma, lo que no es lo mismo, y resta exactitud al concepto de pájaro.
Y no digamos nada de las mujeres-sierpes, del tipo de la reina Yámlika, que son también afarit de la variedad sihlase y tienen forma absoluta de ofidios y, sin embargo, hablan como seres humanos y, lo que es más, son capaces de sentir a lo humano y a lo sobrehumano, pues pocas reinas de nuestra especie tendrían la abnegación sublime de esa reina Yámlika que se sacrifica por el bien de los hombres y cuyas relaciones afectivas con el leñador Hásid son de una delicadeza muy superior a las de Calipso con Ulises, que en cierto modo recuerdan.
La fisiología de los afarit resulta compleja y contradictoria como su psicología, siendo empeño imposible el de querer reducirlos, aun dentro de la misma variedad, a un tipo único.
Así como los hay acuáticos y aéreos, los hay buenos y malos, benéficos y maléficos, y dentro de esa división general hay que señalar una gama infinita de matices y grados que van de lo vulgar a lo sublime y de lo bestial a lo angélico.
PSICOLOGIA DE LOS «AFARIT»
La psicología del efrit es, en líneas generales, análoga a la humana, en la que también se dan toda suerte de matices y grados; hay afarit enteramente bestiales, lúbricos, fatuos, enredadores, y, consecuentemente con eso, cuando se materializan, lo hacen en forma de negrazos corpulentos, colosales y feos, con cráneos de tipo macrocéfalo, lo que indica ya suficientemente su condición de retrasados y deficientes mentales.
Ese es el tipo repulsivo, imponente y grotesco en que la simplista imaginación popular ha plasmado el concepto del efrit, influida por las leyendas talmúdicas del ciclo salomónico; esos afarit poseen todas las malas cualidades de los hombres, especialmente la lujuria y la iracundia en su grado bestial; son de la laya de ese efrit que el rey Schahriar y su hermano encuentran en sus andanzas y que lleva encerrada en un arca a la joven que raptó la noche de sus bodas, la cual, sin embargo, se da traza de engañarlo con los dos hermanos reyes, aprovechando su sueño; ese tipo de efrit tiene numerosas réplicas a lo largo del libro, en que siempre se aparece raptando doncellas, en la noche nupcial; ese efrit es un poseso de la lujuria, que, a su vez, posee a las criaturas y es el íncubo de los sueños femeniles y el súcubo de los masculinos, provocando las llamadas poluciones nocturnas; es el Asmodeo de la Biblia, del cual se habla largamente en el libro de Tobías como causante de la muerte de los maridos de su prima Raquel.
Ese tipo de afarit aparece en la Historia del rey Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176), en la que, enamorado de la princesa Budur, la posee en sueños; la lascivia de ese íncubo es tan incoercible, que su amiga Maimuna, la efrit, anda constantemente teniéndolo a raya para evitar sus asaltos; pero ese lujurioso no es nada comparado con ese otro efrit de la Historia del visir Nuru-d-Din y de su hermano Schemsu-d-Din (Noches 20 a 25), que, en el curso de un vuelo en compañía de una hembra de su casta genial, excitado por sus encantos posteriores, trata de forzarla en el aire, y al resistirse ella invocando la ayuda de Alá, perece carbonizado y revienta como un triquitraque.
Ahí puede verse qué clase de baja lascivia es la que posee a esos incontinentes afarit, y puede verse también cuánto se diferencian de ellos sus amigas, con ser de la misma casta genial, pues se muestran de un pudor y una honestidad verdaderamente ejemplares, y sobre todo Maimuna, de una delicadeza que conmueve, al quedarse tan embobada ante la belleza del dormido príncipe Kamaru-s-Semán, que ni siquiera se atreve a besarlo por temor a despertarle.
Con eso basta para caracterizar a esos genios libidinosos y sus castas compañeras de raza, pues todas Las mil y una noches están sembradas de episodios en que la efrit pudorosa huye el asalto del enemigo y lucha con él por defender su honra, entablándose a veces entre ambos unos terribles combates, como el que se describe en la historia del segundo zâluk, en el que los dos beligerantes perecen mutuamente electrocutados y los disparos de voltios que se lanzan chamuscan a los circunstantes.
Cuanto al otro defecto de esos afarit, la soberbia y la iracundia, podemos apreciarlo en el cuento del mercader y el efrit en que aquel, después de comer unos dátiles, arroja al aire el hueso y tiene la desgracia de darle al hijo del efrit, que, naturalmente, permanecía invisible, y causarle la muerte, siendo eso causa de que el padre exija la suya, invocando la ley taliónica.
Gracias que al final se aviene a perdonarle la vida al mercader, por la intercesión de los tres schiuj, que lo entretienen y distraen con sus historias.
El mismo ejemplar de genio insolente, arrogante e ingrato, con la consiguiente deficiencia mental, lo tenemos en el de la historia del pescador y el efrit, donde este, en pago de haberlo sacado de su redoma de azófar en que por castigo lo encerrara el rey Salomón, trata de matar al pescador, que al fin se salva gracias a su ingenio.
Todos esos afarit resultan tan imponentes como grotescos y ostentan nombres irrisorios, cacofónicos, alusivos a su fealdad, como los de Dahnasch-ben-Faktásch, Kratasch, Dahnasch-ben-Schemhuresch, etc., que, por cierto, delatan un origen persa.
Por su corpulencia física y su fuerza, al par que por su arrogancia, tales afarit parecen traer su genealogía no de Chian-ben-Chian, sino de esos casamientos entre los ángeles y las hijas de los hombres de que nos habla la Biblia y que dieron lugar a la raza de los anakim, causa de tantos males para los humanos, aunque también, de otra parte, se relacionan con el mito pagano de los siempre rebeldes, siempre vencidos y nunca escarmentados titanes.
Entre ese tipo elemental de efrit y esos otros de la princesa Gulinar o Chauhra media una larga escala evolutiva, pues todos los actos y operaciones de los primeros acusan la falta absoluta de control sobre sus impulsos y la ausencia de todo sentimiento tierno y delicado; son de tipo lombrosiano explícito, en tanto esas princesas geniales muestran en todo una psicología enteramente humana y son capaces de amor y de odio y de sacrificio, como sus hermanas de la tierra, sin que dejen traslucir su raza genial, salvo en lo singular de su hermosura, y en cierta esquivez, no muy rara, puesto que son princesas, y cierto orgullo, que tampoco, por igual razón, tiene mucho de raro.
Todas esas princesas-peces o pájaros muestran un sentimiento de superioridad de casta, marina o aérea, con respecto a sus pretendientes terrícolas, y con razón, sobre todo las segundas, que, por vivir en parajes eminentes, en climas de altura y al aire libre, han de tener una constitución más sana, pulmones más desarrollados, mayor capacidad de aliento y, consecuentemente, mayor alteza de miras y mayor belleza artística de la buena salud.
Es natural, por ello—sin contar su rango de princesas—, que miren con cierto desdén a los terrícolas, aunque sean príncipes, y, además, por vivir ellas en regímenes políticos más sencillos y naturales, sientan desconfianza de los hombres que las pretenden y que vienen de las corrompidas ciudades y de la corruptora civilización.
Tienen razón para ello, en su psicología de peces y pájaros, pues precisamente Gulinar, la princesa marina, fue raptada por un mercader de esclavas cuando estaba solazándose al borde del mar y vendida luego al rey de Persia, como una esclava cualquiera; no es de extrañar que esa afrenta la hiriese en lo vivo y le produjese tal resentimiento que se estuvo todo un año haciéndose la muda, hasta el punto de creerla muda el rey, y no despegó los labios hasta que hubo de él un bellísimo hijo llamado Bedr-Básim, el que luego, a su vez, habría de ser esposo de la princesa marina Chauhra.
Esa conducta de Gulinar es perfectamente comprensible, como lo es también la que otra princesa-pájaro, Menaru-s-Sunná, observa con su enamorado Hasán, el cual la hizo suya valiéndose de un ardid, con malas artes, pues le quitó su traje de plumas mientras se bañaba y así la incapacitó para la huida; es lógico que Menaru-s-Sunná contraiga un complejo de resentimiento y trate de buscarse el desquite apelando también a las malas artes y recupere con engaños su traje de plumas y remonte con él y con su hijo el vuelo a su país aéreo, dejando en la mayor desolación al pobre Hasán.
Aunque en ese complejo de resentimiento que impulsa a Menaru-s-Sunná a la fuga entra también un elemento muy legitimo: el de la nostalgia de su tierra y su gente, esa nostalgia que es una verdadera enfermedad y parece acometer con más intensidad a los isleños y, desde luego, adquiere más gravedad cuando se complica con un proceso de inadaptación a un medio totalmente distinto.
El caso de Menaru-s-Sunná huyendo con su hijo es una transposición paliada del clásico argumento de Medea y responde en parte a los mismos motivos; pero Menaru-s-Sunná no es una Medea, sino una mujer resentida y nostálgica, una fugitiva que desea ser alcanzada, y así, cuando Hasán, tras largas peripecias, logra llegar a sus remotas islas de Al-Uaku-l-Uak, su corazón palpita de nuevo y con más viva ternura.
Caro ha pagado, por cierto, la joven su imprudente fuga, pues las humillaciones, afrentas y torturas físicas que su hermana, Nuru-l-Hodá, le inflige son tales como para que, al verse de nuevo con Hasán y su hijo en tierras del esposo, no sienta más nostalgias de los suyos.
El tema cainita tiene, pues, su representación en esta historia, que corre parejas con la de Sobeida y sus malas hermanas, y a ambas puede agregarse también la de la mujer-tortuga con sus cuñadas—la mujer-tortuga—, esa curiosa variedad de mujer-pez que logra casarse con un príncipe, sin que para ello sea obstáculo su caparazón de quelonio, bajo el cual, por cierto, guarda un corazón bellísimo y un no menos bello cuerpo de mujer.
Todo esto nos prueba que esos místicos seres tienen una psicología perfectamente humana y que, puesto que sean efrites, no son propiamente demonios, sino más bien hadas, ondinas como las de nuestra mitología popular.
Son seres de una clase aparte que viven en su propio elemento, sin mezclarse para nada con los hombres ni tratar de hacerles daño y haciéndoles a veces mucho bien, como en el caso de la efrit Pari Banu, esa genio de belleza incomparable, a cuya morada subterránea llega el príncipe Hosein, encaminado por la flecha del sino, para que encuentre allí la riqueza y el amor verdadero que esa gentil troglodita pueda darle.
De esa misma raza de alifrites buenos procede también Tuhfetu-l-Kulub, o Dechado de los corazones, la bellísima cantora de condiciones excepcionales que Abu-Ishak, el músico, educa en su academia filarmónica para Harunu-r-Raschid y que da lecciones a su maestro.
La historia de Tuhfetu-l-Kulub tiene un interés extraordinario, pues nos muestra la atracción que Harún, el jalifa de Alá, que en virtud de ese título tiene sobre ellos un poder salomónico, inspira a los genios y particularmente a las genios, deseosas de compartir su tálamo.
Tuhfetu-l-Kulub, aunque no se nos presente como tal en la historia, es, sin duda, una genio de la variedad voladora, que, enamorada de oídas de Ar-Raschid, se deja coger por un traficante en esclavas para, de ese modo, llegar hasta él.
El palacio del jalifa espléndido, joven y artista, que vive rodeado de poetas y músicos, siempre en perpetua fiesta y sarao, es un imán que atrae con curiosidad irresistible a esos alifrites, privados de tales magnificencias y lujos en sus soledades agrestes, y así no es de extrañar que se introduzcan en el alcázar y lo tengan, por así decirlo, minado. En el palacio de Harunu-r-Raschid hay duendes, por lo demás, como en todos los palacios antiguos y modernos, según nosotros sabemos de sobra, pues el duende de palacio figura en nuestras crónicas, y en los últimos tiempos de nuestras dinastías las camarillas palaciegas dieron tanto que hablar como ellos.
Los alifrites se introducen en el palacio de Ar-Raschid por lugares, a decir verdad, nada limpios: por los retretes y alcantarillas; invaden a favor de su invisibilidad las cámaras, aposentos y alcobas y sorprenden todos los secretos.
Quizá sus relatos hayan impresionado la imaginación juvenil de Tuhfetu-l-Kulub e inducídola a querer ser la esposa de Harún, desafiando los celos de la celosa Sobeida, con el consiguiente riesgo de ser narcotizada por ella y encerrada en un cofre, como Kutu-l-Kulub, la gentil favorita. Aunque también es posible que sus parientes geniales se hayan servido de ella como de una avanzadilla para mejor enterarse de todo lo concerniente al poderoso y sugestivo jalifa.
Así lo hace pensar el hecho de que, ya instalada la joven en palacio y en el corazón del monarca, sus parientes le envíen un emisario para que la coja y la lleve con ellos y puedan recrearse con sus cantos maravillosos y oír de sus labios la crónica de la intimidad palatina y de su vida conyugal con Harún.
Cabe aún suponer que los parientes de Tuhfetu la han enviado a la tierra de los hombres para que allí pudiera educar su voz de diva y perfeccionar sus dones naturales, que en el reino de los alifrites no pasarían de lo espontáneo y sin arte; Tuhfetu va a Bagdad como nuestras cantantes de ópera iban a Milán a completar su educación artística, pues allí vivía y tenía academia el gran Abu-Ishak, cuya fama habíase extendido aun entre los genios.
Ahora bien: la visita que Tuhfetu hace, después de casada con Harún, a sus parientes, gobernados por la reina Kamariya, es una página interesantísima por la información que nos da sobre la condición, género de vida y propiedades de esos seres extraños.
Es ese un cuadro sumamente pintoresco y vivido, de una fiesta entre los genios, abundante en rasgos cómicos y de una ternura patética.
En él se manifiestan los alifrites como seres bonachones, joviales, amigos de divertirse y de una sensibilidad de gitanos para el canto y el baile.
Es de ver el entusiasmo que el arte de diva de Tuhfetu les produce, el embeleso con que la escuchan y el modo frenético, orgiástico, con que reaccionan después, expresando su satisfacción en una danza pantomímica, comprimiéndose el ano con un dedo para evitar posibles escapes.
Y en verdad que se explica su ingenuo entusiasmo, pues las letras de las canciones de Tuhfetu no pueden ser más bellas y entre todas componen la más linda antología de poemas referentes a flores, frutos y pájaros de que tengamos noticia.
No menor entusiasmo que sus groseros súbditos experimenta la reina Kamariya, aunque lo expresa, a fuer de mujer y de reina, en formas más delicadas y finas, besando con ternura a la cantora, estrechándola contra su pecho, llamándola hermana y, finalmente, extendiéndole un diploma en que la nombra «jalifa de los pájaros» y regalándole, al despedirse, doce armarios rebosantes de las más preciadas alhajas.
La reina Kamariya inquiere de Tuhfetu noticias detalladas de su vida en palacio y en cambio responde con no menor detalle a las que le hace Tuhfetu, un poco asombrada y cohibida en aquel ambiente que ya no es el suyo.
Por ellas nos enteramos de los tres capitanes de aquella colonia de alifrites: As-Schisbán, Maimun e Iblis, y de la facultad que poseen de cambiar de forma y semblante, según lo desean, encubriendo su natural fealdad, cuando para sus fines lo estiman necesario.
De esos informes y de las descripciones del rapsoda se infiere que los alifrites son entidades primitivas, personificaciones de poderes naturales, como los gnomos y duendes de nuestras leyendas, que viven en el seno de la Naturaleza, gozando de las delicias de los perdidos edenes y paraísos primigenios, sin elevarse al grado evolutivo que supone la civilización, cuya ansia sienten, sin embargo, por lo que tratan de ponerse en comunicación incidental con ella.
Trátase en el fondo de un parangón alegórico de dos estados de vida y de evolución social. Los primitivos y los civilizados, ambos aquejados de la misma nostalgia, en unos regresiva y progresiva en otros, y ambos dudando de qué sea lo mejor: si la vida natural, sin trabajo, pero sin arte ni ciencia, libre de trabas, o la civilización, laboriosa y cohibida.
Los alifrites representarían la humanidad retrasada, miserable y feliz: el indio, el salvaje, el gitano. También de entre los gitanos han salido grandes artistas intuitivos. Todo lo de los genios es tosco, aunque valioso: diamantes, rubíes, en bruto; perlas sin montar, talentos en cierne; a todo le falta el toque de gracia del arte. Y es que el alifrite, como el primitivo, no trabaja. No siente el impulso demiúrgico de Prometeo. No es rebelde. De ahí que Roso de Luna, comentando esta historia de Tuhfetu, diga:
«El cuento se detiene en el más grave problema ocultista que cabe imaginar: el de la “Maldición o la Caída”, que es uno de los mitos más desnaturalizados del pasado sabio, porque, como se deduce lógicamente del gran tema de Prometeo, el caído, el rebelde, es siempre más excelso que el fiel, el sumiso y el desprovisto de voluntad titánica, “capaz de conquistar el cielo por la violencia”, o sea por su esfuerzo, como dice el Evangelio; por lo que en el mito satánico Lucifer, el “portador de Luz”, o “fósforo”, rebelde y gallardo, aunque caído y metamorfoseado en Satán, lucha con Miguel y su hueste (Apocalipsis), siendo por entonces vencido, aunque haya de quedar ciertamente como vencedor en la consumación de los tiempos.»
Por donde puede verse la cantidad de teología y sociología infusas que implican estos cuentos para niños.
Los alifrites o genios aéreos de la historia de Tuhfetu y los acuáticos de Abdu-l-Lah, el del mar, son seres buenos y sencillos, que, por vivir en medio de una abundancia natural que basta a satisfacer sus necesidades elementales, no sienten envidia del hombre, sino más bien lástima, y, lejos de querer hacerles daño, tiran a hacerle bien, dándole generosamente de esas riquezas de su medio físico, de esos tesoros naturales que a ellos no les brindan utilidad ni aplicación. Son los duendes buenos de nuestras leyendas, las hadas, alifrites, ondinas y hamadríadas del mito celta, que gustan de revelarse a los niños y a los pastores, en el brocal de los pozos o el hueco tronco de los árboles, y jugar con ellos y hacerles caricias y regalos.
Esta clase de alifrites solo en el amplio sentido helénico de la palabra pueden considerarse demonios, es decir, espíritus, personificaciones del animismo antiguo, no satanases ni diablos. Son la antigua corte invisible de los antiguos dioses destronados, los dioses en el destierro—que dijo Heine—, y, como ellos, convertidos en demonios por la nueva teocracia triunfante.
Hay una distancia infinita entre ellos y ese otro tipo primitivo, popular, del efrit grosero, irritable y maligno, que solo goza haciendo mal y solo a la fuerza, obligado por conjuros irresistibles, se aviene a hacer el bien; ese efrit que podríamos llamar clásico en esta literatura, ese espíritu errabundo, gitanesco, que solo se manifiesta de paso, en el curso de sus actividades misteriosas, es el sospechoso de verdadera condición demoníaca, pues tiene de demonio el carácter inquieto, enredador y no del todo consciente; es el diablo temible, y al par grotesco, de nuestras leyendas; el pobre diablo que siempre trata de engañar a los hombres y por lo general sale engañado; el diablo sin personalidad propia, sin verdadera voluntad ni libertad, pues depende de un amo, el Demonio mayor, y, además, está siempre a merced de cualquier mago o brujo que lo sujete a su servicio con la fuerza de un talismán irresistible; es, en una palabra, el diablo suelto de nuestras historias edificantes, el que se espanta con la señal de la cruz, o, en Las mil y una noches, pronunciando el nombre de nuestro señor Solimán.
En ese tipo de efrit se vincula el sentido demoníaco de la casta genial, y dentro de él podrían señalarse equivalencias semíticas a esos demonios de la leyenda europea, que los tratadistas de la materia—como Bodin, Swiftg, De Plancy y nuestro compatriota Rafael Urbano—nos describen con sus nombres propios y todos sus pelos y señales, formando parte de la monarquía luzbeliana y desempeñando en ella cargos de ministros, jefes de Policía y diplomáticos acreditados en los distintos países de la tierra.
La idea de esos afarit, francamente demoníacos, de agresividad peligrosa, es la que ha dado pie para la formación de esa figura fabulosa de la gula o algola oriental, ese ser de naturaleza indefinible que aparece en muchas de estas historias miliunanochescas, en semblanza de mujer bellísima, que encubre una fealdad repulsiva, y cuya finalidad última es la de devorar a sus víctimas, en función de vampiresa, aunque también resulta animada del instinto lúbrico.
Pero la gula oriental merece un epígrafe aparte.
LAS ALGOLAS O VAMPIRAS
¿Qué son, a punto fijo, esos vampiros que los árabes llaman agual (singular—gul)—dela raíz gaulhendir, abalanzarse—, en cuya existencia creen firmemente y solo mientan después de invocar el nombre de Dios, según nos informa el escritor francés de nuestros días Jorge Guimbal, en el prólogo de su traducción del Kitabu-l-Gulat, ese cuento que pudiera muy bien figurar en Las mil y una noches y que él transcribió del relato oral del recitador tunecino Said-ben-Attur, piadoso musulmán que había hecho la romería a Meca y tenía derecho al titulo de «hach» y al turbante verde de los peregrinos?
Desde luego esos vampiros-hembras no tienen nada que ver con los famosos vampiros de las literaturas occidentales del siglo XVIII y que Schiller llevó a un famoso poema, La novia de Corinto, en que trata románticamente una superstición de los tiempos clásicos.
Los agual de los árabes no pertenecen a la raza de esos vampiros occidentales, que,segúnlosdefineFrancisdelasPalmas,ensuManualdemagianegra —recopilación de todos los tratados antiguos de magia y demonología—, eran «seres humanos, fallecidos hacía mucho tiempo, que volvían a la tierra en cuerpo y alma, para atormentar a los hombres y, sobre todo, para chuparles la sangre a sus parientes y amigos». No es necesario insistir más sobre esos vampiros occidentales que, después de un período, no muy largo, de reposo, ahora en nuestros días han vuelto a dejar sus sepulcros y aflorar en la tierra en la persona del famoso Drácula y su hija, popularizados por el film.
Los agual arábigos solo tienen de común con esos desenterrados su condición de bebedores de sangre humana. En todo lo demás difieren por completo, empezando porque no tienen, forzosamente, forma humana, aunque puedan tomarla ocasionalmente para engañar a sus victimas, presentándoseles en semblanza de mujer hermosa.
¿Cuál es, pues, la forma peculiar y propia de esos monstruos? Según el poeta árabe Tsabitu-l-Fehmi, tienen los agual una cabeza «horrible, de dogo, la lengua bífica les cuelga de la boca, son sus cabellos semejantes a manojos de víboras, su cuerpo es como el de un pulpo y sus piernecillas dos abortos retorcidos».
Otro poeta, el polígrafo Ach-Chahiz, que escribió sobre muchas materias, describe a las agual como ogresas y animales feroces, añadiendo el detalle de que suelen presentarse inopinadamente de noche en los caminos, asumiendo toda suerte de formas para seducir y atrapar a los viajeros, y cita el caso del jalifa umeyya Omaru-Bnu-l-Jattab, que se encontró una vez con una gula, y, para defenderse de ella, le asestó un enérgico sablazo.
Otro detalle: las agual son casi exclusivamente hembras y pueden tener comercio sexual con los hombres. Debemos esos datos no ya a un poeta, sino a un docto alfaquí, el scheij Chelalu-d-Din Ahmedu-l-Abchini, que en su Monstrataf dice textualmente:
«La opinión predominante es que la gula es de sexo femenino, aunque también las haya machos...»
Cuanto a lo del comercio sexual con los hombres no hay que ponerlo en duda; primero, porque son afarit, como las mujeres peces y las mujeres-pájaros, y luego, porque el propio poeta ya citado Tsabitu-l-Fehmi nos confiesa en sus versos haber tenido tratos de esa clase con ellas...
Los demonólogos occidentales, como Vierus y De Plancy, apenas si se detienen al tratar de las gulas, limitándose a equipararlas a las empusas de los griegos, con las que tienen, efectivamente, una semejanza que frisa en la identidad, pues según las describe Aristófanes en su comedia Las ranas son una suerte de horribles espectros que pueden tomar toda clase de formas, de perro, de mujer, de buey y de víbora, y que de suyo tienen un mirar feroz, un pie de asno y otro de bronce y un cerco de llamas en torno a la cabeza. Igual que las gulas, las empusas salen de noche a los caminos a asaltar a los viajeros.
Cabe, pues, aceptar fundamentalmente que las gulas o agual son el equivalente semítico de las empusas griegas, aunque el genio oriental las haya dotado de características que prestan singular relieve a su figura, haciéndolas ingresar en la orden de sus afarit demoníacos.
La algola es el demonio que acecha en las soledades y en las sombras, el espíritu malo de la tentación, que ronda siempre en torno al hombre solitario, por lo que ya Jehová dice en el Génesis: «No conviene el que el hombre esté solo», y lo dota de una compañera, la encarnación de la libido dispersa, pánica, primitiva del hombre.
Fácil es ver lo complejo de los elementos que han entrado a formar ese ser teratológico, en el que se funden las dos ideas de la lujuria y la muerte, de la mujer bella que sonríe y el vampiro que se nutre de sangre; puede verse ahí una alegorización del matiz sádico, mortal, que implican todas las manifestaciones de erotismo extremado y que se revela en la semántica en una rica constelación de metáforas, pues incluso hoy mismo se llama «vampiresas» a esas mujeres reputadas fatales.
Hay, además, una inferencia de carácter puramente zoológico en la idea de la algola, derivada del pánico supersticioso que a los indios inspiraron siempre esas grandes especies de murciélagos vampiros, que registran en sus catálogos los naturalistas y nos describen viviendo en las selvas, donde puede vérseles colgados en racimo de las ramas de los grandes árboles; el temor de los indios a tales murciélagos gigantescos fue siempre tal que los convirtieron en dioses y les erigieron templos, para congraciárseles, como aquel que Vasco de Gama, en la crónica de sus viajes, asegura haber visto en Malikut.
Los agual suelen andar errantes por los despoblados y tienen sus guaridas en las ruinas de algún castillo o quinta abandonada, y allí conducen a sus víctimas para devorarlas, como lo hacen, si aquellas no reaccionan a tiempo y las espantan, cual el príncipe Chanischah, invocando el nombre de Alá, o como aquel sultán umeyya, requiriendo el sable sin contemplaciones.
Las gulas en último término, como todos esos espíritus de su laya, no son otra cosa que la materialización circunstancial del subconsciente del hombre, proyecciones al exterior de sus propios fantasmas, y se explica que huyan y se desvanezcan en cuanto la víctima reacciona, es decir, despierta de su ensueño.
Tal es la última conclusión de la moderna psicología al analizar el concepto de demonio, reduciéndolo al de entidades puramente psíquicas, o sea, a su categoría inicial de espíritus, que radican no fuera, sino dentro del hombre, a modo de bacterias psíquicas. Vamos a parar, pues, finalmente, al concepto clásico del daimon.
REGIMEN SOCIAL DE LOS GENIOS
A la antecedente información sobre los genios o chinn de Las mil y una noches debernos añadir todavía algo referente al régimen social en que viven los buenos, que son naturalmente los sociables. Los malos andan desperdigados, haciendo a las criaturas todo el mal que pueden y solo se reúnen de cuando en cuando, como las brujas de nuestras leyendas, para recibir órdenes de su capitán Iblis y acordar planes siniestros.
Los afarit insociables viven aislados en lugares propicios para esconderse y acechar a los hombres: en casas ruinosas o abandonadas, en pozos, entre peñas, en recodos de camino, en parajes solitarios y oscuros.
Son los duendes de nuestras leyendas. A veces también eligen por morada el bello cuerpo de alguna joven, a la que hacen su posesa y le impostan su voz y le dictan sus palabras; son entonces los dibbuk de la superstición talmúdica.
Pero los genios buenos, sociables, viven en comunidad, formando monarquías de tipo comunista, primitivo, y no muy bien definido por, los rapsodas.
Fácil es ver que estos les han transferido a esos chinn muchas de las instituciones político-sociales que los antropólogos sitúan en la prehistoria de la Humanidad.
En las islas de Al-Uaku-l-Uak, habitadas por genios entre acuáticos y aéreos, rige, a juzgar por las señas, un régimen de matriarcado, en el que todas las funciones públicas de gobierno las desempeñan mujeres, incluso las de carácter militar. Hay allí reinas, visiras, generalas, etc., aunque todas se hallen sometidas al poder superior de un rey, lo cual representa una contradicción, ya que en el matriarcado puro la suprema autoridad debe ejercerla una mujer. Y otra contradicción también representa que no rija allí la poliandria, como pide la lógica. Las mujeres de Al-Uaku-l-Uak se casan con un solo hombre; son monógamas, en tanto los hombres son polígamos.
Hay en todas esas monarquías geniales supervivencias de «civilizaciones» primitivas, sobre todo el predominio que en ellas ejerce la mujer de tipo amazónico y la libertad de que disfruta, empezando por su derecho a elegir esposo de su gusto, es decir, un ejemplar de hombre que a sus ojos represente un dechado eugenésico en el que se unan la fuerza, el valor y el ingenio. De ahí las pruebas a que someten a sus pretendientes, que unas veces consisten en torneos, en los que luchan ellas mismas con el candidato a marido cortándole la cabeza si lo vence, o exámenes de ingenio en que aquel ha de contestar a preguntas capciosas, como las de la Esfinge edipiana. El precio de la derrota es siempre la muerte, pues no hay que esperar clemencia de esas sádicas amazonas.
Todos esos detalles de costumbres e instituciones, anacrónicas en la época en que se escribieron Las mil y una noches, son ecos de leyendas remotas de tiempos en que la lucha por la vida y la ley de selección del más apto, en todos los terrenos, hasta en el erótico, estaba en todo su vigor y era la ley suprema, antes de que aparecieran en cada pueblo los verdaderos legisladores, la época del animismo fetichista, del tótem y el tabú y demás instituciones extrañas que no han desaparecido aún del todo, sino que subsisten paliadas, en formas menos groseras y crudas, cuyo complejo representa la hipocresía del hombre civilizado.
En Las mil y una noches todo el peso de esa prehistoria francamente bárbara se les carga a los afarit; pero también en las historias en que ellos no actúan y que se desarrollan en tiempos ya relativamente históricos aparecen reminiscencias de esas instituciones y costumbres abolidas, y en la historia de Judadad y sus hermanos, la descripción de las solemnes exequias que el viejo rey hácele a su hijo, que supone muerto, recuerda los tiempos en que, al morir los reyes asirios, inmolábanse también, para bajar con ellos a la tumba, todos sus servidores.
Las mil y una noches están cuajadas de pasos que ofrecen gran material de estudio al antropólogo y a los investigadores de las costumbres e instituciones antiguas, pues recogen ecos de la vida remota del hombre selvático y troglodita, juntos con otros que marcan ya el principio de la organización de las sociedades, de la constitución de las primeras monarquías en pugna con los grandes caciques del feudalismo primitivo. En la Historia del rey Kamaru-s-Semán y del rey Schahramán (Noches 148 a 176), puede verse la elección del rey fiada al azar para evitar discordias y reacciones vindicativas por parte de los preferidos.
Casi todas las formas de gobierno y régimen social por que han pasado los hombres en su evolución política hállanse registradas en el centón miliunanochesco, como fondo incoherente y confuso sobre el cual se proyecta la unidad política y religiosa del jalifato islámico.
Hay ahí todo un curso deducible o inducible de historia política, confuso y revuelto por el sincretismo de los escribas, pero no por ello menos deslindable para el estudio de estas interesantes cuestiones.
LOS HOMBRES-MONOS
Así como en el mito de las agual hay una inferencia de la zoología en la mitología, también parece haberla en la creación de ese otro mito de los hombres-monos, que aparecen señaladamente en la Historia de Abu-Mohammed-l-Hasán y Ar-Raschid (Noches 211 a 218) y la de Jalifa y el jalifa (Noches 894 a 910), en manifestaciones aisladas y formando sociedades organizadas en los viajes de As-Simbad, el marino.
Desde luego que todos ellos son otros tantos afarit de forma simiesca, como otros lo son de estructura pisciforme u ofidiana; lo interesante aquí es analizar los elementos complejos que han podido entrar en su elaboración.
Puede afirmarse, desde el primer momento, que el mito del hombre-mono viene de la India, ese país de los grandes simios, inteligentes y forzudos, pues forman parte de la mitología brahmánica, representados por el mono divino Hanumán, leal auxiliar de los dioses buenos en sus luchas con los demonios o rakchasas del bando de Siva, el destructor, y, a título de tal, le vemos realizar, en el Ramayana de Valmiki, proezas tan señaladas como la de tender con su larga cola un puente entre la península índica y la isla de Ceylán para dar paso a las huestes de Rama, el buen caballero de la buena causa.
Ese rasgo de Hanumán nos indica la condición noble y filantrópica del rabudo dios. Pero Hanumán no está solo en esa guerra memorable, sino que acaudilla toda la especie simiesca, en sus diferentes variedades, movilizada bajo su bandera.
Esa divinización del mono expresa el respeto supersticioso que a los indios inspiraron de siempre esos seres inquietantes, tan parecidos al hombre como para engendrar ese otro cuasi mito científico del antropopiteco darwiniano.
De la India proceden, pues, todos los monos miliunanochescos, y en la India es donde lógicamente se nos muestran en libertad, haciendo su primitiva vida selvática, sobre la cual nos informa Simbad, el marino, con datos en que se confunden el elemento mítico con el seudocientífico, recogido por el naturalista; en las descripciones de As-Simbad hay que distinguir dos categorías de monos: los de matiz fabuloso, suspectos de afarit buenos, como esos que viven gobernados por un rey, tienen noticias de la religión verdadera y son hospitalarios y sociables, o de afarit malos, que son el reverso de los otros, viven en pleno salvajismo y se dedican a cazar viajeros para engullírselos en nefando acto de antropofagia, y además otra categoría de simples monos zoológicos, que se conducen con la normalidad de su especie sin nada de supersimios, ni de infrasimios, como esos que el marino encuentra en la isla de Ceylán y nos pinta encaramados en los cocoteros y lanzando desde allí los codiciados frutos a los indígenas, que a ello les hostigan arrojándoles comedidos guijarros.
De estos últimos simios, ágiles, inquietos, pero inofensivos, no hay nada que decir; de los que habría que decir, y mucho, es de los otros, en los que podría encerrarse algún misterio, pues cabría ver en ellos, al modo ocultista, seres degradados en la escala humana, en expiación de culpas cometidas en existencias anteriores; hombres rebajados a bestias, idea que abona el Corán, donde ya se habla de un país de hombres rebajados a simios, o, sencillamente, desde el punto de vista antropológico, razas aborígenes, calumniadas por invasores posteriores, que las arrinconaron en la selva, donde acabaron por hacerse salvajes y tomar aspecto de verdaderos monos.
El caso de esas razas o tribus sería el mismo que el de los aborígenes de América al ponerse en contacto con los europeos, y restos de un salvajismo primitivo, que aún perdura exacerbado por el aislamiento, debemos ver, sin duda, en esas colonias de hombres-monos salvajes, antropófagos, feroces y bestiales, idólatras y brujos que encuentra Simbad en el curso de sus azarosas andanzas por la jungla, viviendo en un estado de sociedad rudimentaria, en cavernas o montañas casi inaccesibles, lejos del trato humano.
Se trata ahí seguramente de restos de la primitiva población turania de la Persia que, ante los invasores iranios, como estos después ante los conquistadores árabes, fueron a refugiarse a las regiones más abruptas y retiradas del país, dando lugar con su retraimiento a que se forjasen a su cuenta las más calumniosas leyendas.
Son probablemente los famosos turanios, cuyas luchas con los persas y su derrota final forman el argumento de la epopeya de Firdusi, a los que luego se agregaron esos mismos persas fugitivos, cargados con la nota de guebros, adoradores del fuego y sacrificadores de víctimas humanas. Por lo demás, todos esos relatos que se sitúan al norte de la Persia, confinando con el Turquestán y la India, son forzosamente fabulosos, como referencias fantaseadas de viajeros mal informados.
Ese es el vasto espacio blanco y vacío de los antiguos mapas, que los poetas podían llenar con toda suerte de fábulas, las puertas de la Escitia, el país hiperbóreo, en que Ovidio lloró sus Tristes y ante el que el propio Herodoto se detuvo, y esas especies de hombres-monos antropopitecos pueden incluirse en esa fabulosa Historia Natural forjada por los viajeros antiguos, ingenuamente falaces, como Herodoto y Ctesias, y Hannón, el del Periplo, cuyos datos recoge el español Pomponio Mela, y en la que figuran seres tan fantásticos como los arimaspos, los pigmeos, los mirmidones u hombres-hormigas; los cíclopes, con un solo ojo en medio de la frente; los blemias, que no tienen cabeza y llevan la cara en el pecho; los gansafantes, que van desnudos y andan hacia atrás como los cangrejos, y hasta los sátiros y los egipanes, de los que San Antonio, el ermitaño, vio uno en el desierto...
A esa humanidad fabulosa, de una realidad fantaseada, corresponden en la escala francamente zoológica animales como los hipocampos o caballos marinos, los hipogrifos o caballos alados, los grifos o águilas gigantescas, grúas con alas capaces de levantar pesos enormes, las hormigas y perros colosales, y, en fin, toda una fauna de pesadilla, como la que el dibujante francés Rops representa en sus ilustraciones a las Tentaciones de San Antonio, de Flaubert.
En Las mil y una noches hay cíclopes, hombres con un solo ojo, en el centro del pecho, donde los blemias tienen sus caras; hombres-monos, como ya hemos visto; otros a los que cada nueva luna les nacen alas, y en la escala zoológica hipocampos, hipogrifos y también caballos que vuelan, sin tener alas, como el que de un coletazo deja tuerto al tercer zâluk; grifos como el Ave Roj, que transporta a Simbad a las montañas de diamantes; dandanes o monstruos marinos, que son reminiscencias del Leviatán bíblico (o Behemot) y de los grandes cetáceos antediluvianos, o hipopótamos abultados por la fantasía, si no son francamente demonios o afarit en esa forma, puesto que no resisten al nombre de Alá; pájaros que hablan, como los de las islas de Al-Uaku-l-Uak y que no son demonios, o, en todo caso, lo son de los buenos, pues alaban a Alá y rezan la zalá del fachr al salir el sol todos los días—probablemente papagayos o loros fantaseados—, y, en fin, toda una fauna mítica, a la que corresponde una flora no menos absurda, en la que se incluyen la planta cuyo zumo aplicado a los pies los hace impermeables y permite al hombre andar como Jesús sobre las aguas; la planta que confiere al que la come la juventud eterna; el manzano cuyo fruto tiene el poder de partir en dos mitades al incauto que lo ingiere; árboles cuajados de cabezas humanas, que recuerdan al árbol zakum de la escatología coránica, cuyo tronco lo forman cabezas de demonios, y otros ejemplares análogos de una fauna fabulosa creada al través de los siglos por la fantasía de los hombres. De entre esa fauna maravillosa nos interesa especialmente esa Ave Roj, por las relaciones que guarda con la mitología indo-helénica y el sentido esotérico-místico que en la interpretación ocultista se le atribuye.
EL AVE ROJ
Esta suerte de águila o cóndor gigantesco y forzudo, capaz de remontarse por los aires no ya con un carnero, sino con una mula y un hombre dentro, entre sus garras, es una elaboración híbrida de realidad y de fantasía. Considerada en el aspecto puramente zoológico, no tendría nada de absolutamente inverosímil ni de especialmente interesante; lo que tales cualidades le confieren es su tangencia con el mito brahmánico del Ave Garuda o la Cigüeña blanca, «la padmini y santa» del libro de don Juan Valera, y con el mito helénico del Aguila, que en el Olimpo acompaña en su solio al poderoso Jove y es la portadora de su rayo irresistible.
Hay cierta analogía entre el águila joviana, raptando al joven Ganimedes por orden de su olímpico amo, y esta Ave Roj de Las mil y una noches, arrebatando al tercer zâluk, por orden del Destino, para llevarle a la montaña donde se alza el simbólico alcázar de los deleites que han de causar su infortunio. El hecho de ser mandatario del Destino es lo que confiere carácter fatídico al Pájaro Roj y lo equipara al Ave Garuda y al águila joviana.
Su tangencia con el grifo de la leyenda greco-asiática, de que se hacen eco Herodoto y Eliano de Preneste, la consagra el hecho de tener el Pájaro Roj, como aquel, su nido en esas montañas de las regiones índicas, en que abundan los yacimientos de diamantes y las minas de oro, a flor de tierra, según los viajeros antiguos. De ahí se originó la leyenda de los grifos guardianes de tesoros y el símbolo consiguiente, propio a inspirar uno de los sentenciosos emblemas de Alciato. Los tales grifos infundían tal temor a los buscadores de oro de aquellos remotos tiempos que tenían que valerse de miles de astucias para arrebatarles sus tesoros, sin pagarlos al precio de la vida.
Esa relación entre el Ave Roj y los diamantes, en los relatos de Simbad, el marino, es la que parece identificarla con los grifos de Herodoto y Eliano.
Es Simbad, el marino, el que nos da más amplia información sobre esas aves, desde el punto de vista de la Historia Natural, hablándonos de su vida conyugal y de los huevos que pone su hembra, que son de un tamaño tal como para que el viajero ignorante los tome por palacios y trate de buscarles la entrada, malogrando las crías y provocando las iras vindicatorias de los padres.
El Ave Roj, según Simbad, es sumamente colérica y no deja pasar sin castigo ningún agravio.
En la versión de Simbad, el Pájaro Roj no tiene nada de simbólico ni de fatídico; es, sencillamente, un enorme alicbán (águila), un pájaro colosal y vigoroso del que se valen los buscadores de diamantes para remontar hasta las montañas desde los abismáticos valles en que yacen tirados y que resultan peligrosos por las grandes serpientes que en ellos pululan, empleando una técnica que, decimos, se describe con todo pormenor en la historia del joven Hasán y en la de Simbad, el marino, por lo que no hemos de insistir en ello, sino para hacer notar que, en esta versión naturalista, no tiene el Ave Roj nada de particularmente mirífico, ni que le haga posible de ninguna atribución, ni siquiera de orden mitológico.
Tampoco en la Historia de Abdu-r-Rahmán, el Moro, y el Ave Roj (Noche 725), se nos dan de él otras nociones que las de As-Simbad, de orden perteneciente a la Historia Natural: encarecimientos de su grandor y fuerza. Pero ya en esa descripción de Abdu-r-Rahmán se introduce un elemento maravilloso, tomado del historiador árabe Ibnu-l-Uardi, o sea, la virtud que poseen las crías del Ave Roj de volverles el color original a las barbas blancas de quien come su carne, añadiendo que el milagro se cumple en una noche.
Para Marco Polo, que también lo menciona, el Ave Roj es igualmente un pájaro enorme, un águila gigantesca.
Pero hay también una versión mítica del Ave Roj que lo identifica con el Fénix, que renace de sus cenizas, y es por ello símbolo de la Inmortalidad.
Mucho se ha escrito sobre el Pájaro Roj, sobre su identidad zoológica y sus leyendas míticas y místicas. El naturalista italiano Blanconi, en su libro Delli Uccello Ruc (Bolonia, 1868), lo estudia con criterio de naturalista, buscándole entronque con los grandes avestruces y otras aves gigantescas de Africa. Burton opina que la leyenda mítica del Ave Roj procede de Egipto, de donde pasó al Oriente, y piensa que es una reminiscencia fantaseada de los pterodáctilos monstruosos de la época prehistórica. Su nombre egipcio era el de Ti-Bennu (Fénix). El de Roj es persa. Los rabíes del Talmud lo llaman Bar Yujre; los hindúes, Garuda; los turcos, kerkes; los griegos, grifo; los rusos, norka, y en la Edad Media figura entre los dragones, grifos y basiliscos de los relatos fabulosos.
Según el mitólogo Faber, el Ave Roj es el querubín que guarda la puerta del Paraíso.
Del procedimiento seguido por los buscadores de diamantes, para llegar a las alturas inaccesibles en que estos se encuentran, habla también el escritor Epifanio, obispo de Salamis, en Chipre, que falleció en 403 de nuestra era y es autor de un tratado en latín que se titula De duodecim gemmis rationalis summis sacerdotis Haebreorum Liber (Roma, 1743); Epifanio, de cuyo libro dijo San Jerónimo «egregium volumen quod, si legere volueris, plenissimam scientiam consequeris» (Egregio volumen que, si leerlo quisieres, plenísima ciencia lograrás), sitúa la escena en el interior de la Gran Escitia. Añadamos que en su libro no se trata precisamente de diamantes, sino de jacintos, pero para el caso es igual. Burton tiene por muy probable que los árabes tomasen de Epifanio la descripción de ese episodio cinegético.
Recordemos que en la biografía mítica del gran Alejandro este se deja arrebatar a lo alto por un Roj, para desde allí otear el Universo.
El Ave Roj, como vemos, tiene un respetable abolengo mítico-místico, y lo que ha dado que hablar—y que escribir—demuestra cuánto impresionó siempre la imaginación de los hombres, que, asombrados primero de su tamaño y fuerza, acabaron por atribuirle poderes maravillosos y crearle una leyenda mística. Ese proceso apunta en la historia de Abdu-r-Rahmán, el moro, en que la carne del pollito de Roj devuelve a las canas su color primitivo, lo que es una especie de rejuvenecimiento. De ahí a considerarlo símbolo de la inmortalidad no había más que un paso y el Ave Roj se convirtió en el Fénix.
En la interpretación teosófica de Roso de Luna el Ave Roj asume una significación esotérica y se convierte en un ave iniciática, en una suerte de vehículo místico que eleva al catecúmeno elegido desde el valle de la ignorancia y de las sombras a las cumbres del Conocimiento, simbolizado en esos diamantes de incomparable precio.
Este es, según Roso de Luna, el sentido esotérico de ese paso en que Simbad, el marino, que ni que decir tiene es un catecúmeno del saber arcano, se hace remontar por el Ave Roj a la cumbre de esa montaña innominada en el texto y que para el maestro español del ocultismo no es otra que la del Tibet, sede de los grandes iniciados, de los sabios y santos guías de la Humanidad, entre los cuales adquirió toda su ciencia hermética la célebre madame Blavatzki.
El huevo colosal del Ave Roj, que a Simbad solo le choca por sus dimensiones, es, según Roso de Luna, el huevo que encierra la «divina semilla», la envoltura, el cascarón en que se incuba el hombre nuevo, regenerado por la iniciación.
En el caso concreto de As-Simbad no hay nada que autorice esa hipótesis; el Ave Roj en Las mil y una noches no pasa de ser un pájaro gigantesco, un monstruo alado, que, por su extraña naturaleza y costumbres, ha dado lugar a mil leyendas, y lo ha hecho posible de significaciones místicas. Lo más cuerdo es considerarlo como un alifrit, por el estilo del caballo Al-Borak, en el que Mahoma hizo su ascensión a los cielos.
Para Roso de Luna—digámoslo de una vez—todo este mundo fabuloso de Las mil y una noches es el mundo de los jinas o seres invisibles que se hacen visibles cuando lo desean y viven hoy mismo en la India, en ciudades soterrañas, de donde afloran cuando quieren a las ciudades de los hombres, según puede verse con todo pormenor en su libro De gentes del otro mundo, donde confirma sus asertos con autoridades imponentes de la Iglesia teosófica, como el doctor Olcott, testigo no ocular (como ocurre siempre), pero sí auditivo, de casos prodigiosos, que confirman la existencia actual de esos extraños seres.
Para Roso de Luna todas esas variedades de alifrites que quedan descritas no son genios, sino jinas, lo cual establece entre ellos una distinción considerable: la que va de un demonio, aunque sea bueno, a un ser enteramente humano, aunque de línea genealógica y, en cierto modo, superior.
Consecuentemente, el Pájaro Roj no es tampoco un ave cualquiera, sino el místico conductor de los hombres hacia ese mundo invisible, pero real, que, en fin de cuentas, es el plano de la cuarta dimensión, algo así como el Aguila de los grandes vuelos del Apocalipsis.
EL PAJARO AS-SIMURG
Con el Ave Roj guarda relación íntima otro pájaro de cuenta (es decir, digno de tenerse en cuenta), el ave As-Simurg, que figura en la Historia singular del príncipe Almás (Noches 872 a 885), y cuyo nombre puramente persa es un compuesto de Si—treinta—y Murg—pájaro.
As-Simurg es, en la referida historia, un alifrit volador que se presta a servir de montura al enamorado príncipe. En el Montiku-t-Tair o Lenguaje de los pájaros del poeta persa Feridu-d-Din Attar, As-Simurg es el dios de las aves, que son a su vez emblema de las almas, y las almas-pájaros van a él cruzando siete mares simbólicos: de la Indagación, el Amor, el Conocimiento, la Competencia, la Unidad, la Estupefacción y el Altruismo o aniquilación del yo, es decir, las distintas etapas de la vida contemplativa.
Luego que los pájaros-almas llegan a la isla misteriosa en que As-Simurg reside, míranlo de soslayo y ven en él treinta pájaros y, al volver luego los ojos a ellos mismos, los treinta pájaros se reducen a uno solo; ven en sí mismo a As-Simurg entero y en As-Simurg a los treinta pájaros íntegros. Por donde alcanzan la solución del problema del nosotros y el Tú, o sea la identidad de Dios y Hombre; se aniquilan, pues, en Simurg, y la sombra se desvanece en el sol.
Con arreglo a las ideas de los árabes, As-Simurg es simplemente un alifrit de los buenos, por el estilo de Al-Borak, ese caballo de rostro humano, y de esos otros animales-hombres—querubines, serafines, etc.—, de que nos habla Ezequiel en sus visiones.
Ya hemos visto que Faber considera el Ave Roj como un querubín, guardián del Paraíso; Mackay, en su Enciclopedia, define a As-Simurg: «Un grifo monstruoso, guardián de los Misterios persas.» De donde se infiere la identidad esencial de ambos monstruos alados. No hemos de insistir, pues.
LOS PECES DE COLORES
En la Historia del pescador y el «efrit» (Noche 3)—y en la de Chúder, el hijo del mercader Omar, y sus dos hermanos (Noches 365 a 380)—, aparecen unos peces de colores que han puesto en tortura la sagacidad de los exegetas.
Los primeros, sin embargo, no ofrecen duda respecto a su entidad, pues son seres humanos, hechizados en esa forma por una bruja maligna, como aquellas de que Apuleyo nos habla, capaces de embrujar a toda una ciudad y aun a un pueblo. Las dudas que sugieren son relativas al simbolismo de sus colores, que son cuatro: amarillo, azul, rojo y blanco, correspondientes a las cuatro religiones que profesaban. Tal simbolismo es, sin embargo, posible de una explicación natural, pues lo es atribuir el amarillo a los judíos, ya como indicio de su proverbial avaricia, ya como alusión al color de su emblema heráldico—el león de Judá—, por lo que en la Edad Media se les obligaba a ostentar ese distintivo de la amarilla «rueda de David» que en nuestros días se les impuso otra vez en la Alemania de Hitler y la Francia de Pétain, y es no menos natural asignar el color azul o morado de pasión a los cristianos que, además, según informan los viajeros, solían vestir trajes de ese color; el rojo, a los parsis o adoradores del fuego, y el blanco, finalmente, a los musulmanes, que profesan la religión de la Paz.
Para Roso de Luna, fiel a su tesis atlántida de una interpretación ocultista de esos hombres metamorfoseados en peces, «son los representantes de un simbolismo astronómico, histórico y filológico; es, a saber: los hombres-peces u hombres sumergidos, cuando la catástrofe atlante; los hombres cainitas, anegados, según la Biblia, por las aguas del Diluvio, merced a su perversión incorregible; las cuatro razas, en fin, de hombres «blancos, azules, rojos y amarillos», predecesores de la raza actual postatlante de los adamitas o «arios». Esto en lo histórico, pues en lo astronómico no son sino los «peces del signo astrológico del Zodíaco».
Otros peces de colores hay todavía en Las mil y una noches, como los de color rojo que en la historia de Chúder y sus hermanos guardan el tesoro del rey Schamardel; pero esos son sencillamente alifrites, genios malos que, para sus fines evasivos, han tomado esa forma.
OTRAS ENTIDADES MITICAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
No debemos dejar de mencionar entre la humanidad mítica de Las mil y una noches tres entidades misteriosas, de abolengo claramente hebraico, como que proceden de la leyenda talmúdica del gran rey Salomón; nos referimos a esos tres schiuj o ancianos que se llaman, respectivamente, Scheiju-l-Bahr, Scheiju-t-Tiyar y Scheiju-l-Jizr, o sea, el Anciano del Mar, el Anciano de los Pájaros y el Anciano el Verde, pasibles los tres de sentido mítico.
Los tres se relacionan, como decimos, con la leyenda de Salomón, del que vienen a ser como lugartenientes o vicarios en lo atañadero al buen gobierno de los mundos oceánico, aéreo y botánico, respectivamente, que, como el plutónico, estaban bajo la dependencia del sabio monarca hebreo.
El Scheiju-l-Bahr aparece en estas historias con las atribuciones del Neptuno de la mitología helénica, aunque no ostente como emblema de su autoridad el clásico tridente, pero como Poseidón manda sobre toda la fauna oceánica, y es de suponer que también como él aquiete las olas alborotadas con un simple gesto; hemos de suponerlo, porque solo aparece en el libro de pasada, sin ninguna descripción que le caracterice, ni ninguno de esos epítetos expresivos con que Homero anuncia siempre al dios que sacude la tierra y suscita o aquieta las tempestades.
El rapsoda árabe lo nombra simplemente el Anciano del Mar, dejando a cuenta nuestra el imaginárnoslo con largas barbas blancas, desnudo o vestido de largo manto de cambiantes moarés y montado en su trono regio, en un alcázar submarino de perlas y corales, en medio de su corte de tritones, ondinas y demás seres ecuóreos.
Con igual laconismo nos presenta el rapsoda al Anciano de los Pájaros, en cuanto a su persona, pero nos da algunos pormenores de su lugar de residencia y su vida doméstica, por decirlo así; el Anciano de los Pájaros tiene su alcázar en la cumbre de un monte, como cuadra a un virrey de las aves, y allí vive de asiento en unión de siete sobrinas y sin compañía de mujer, lo que induce a pensarlo solterón o viudo.
Toda la información sobre ese scheij se encuentra en la historia de Hasán, el enamorado de la mujer-pájaro Menaru-s-Sunná, y eso nos excusa de ser aquí más prolijos; notaremos tan solo que el Scheiju-t-Tiyar se conduce con sus siete sobrinas como un verdadero tío, es decir, de los buenos, y con el joven Hasán como un gran señor hospitalario y se presta en su obsequio a interrogar a los pájaros, en el curso de su anual revista, por el paradero de la fugitiva princesa pájara, y el lugar hacia donde cae ese extraño castillo, llamado Tekná, donde es de suponer que se encuentra al lado de sus padres.
Es, desde luego, un poco raro que el Scheiju-t-Tiyar, que debe de tener una vista no ya de águila, sino de lince, y dominar toda la cartografía de su reino, ignore ese detalle, pero se explica con solo hacer cuenta que la tal princesa no es precisamente una pájara, sino más bien una ondina, que vuela a favor de un traje de plumas y no por virtud intrínseca, pues el castillo de Tekná está sumergido en el agua y no cae enteramente bajo la jurisdicción del simpático scheij.
Por cierto que, con este motivo, nos enteramos de la existencia de otras entidades míticas, entre aves y personas, como el Schah-Bedri, todas las cuales acatan la autoridad del Scheiju-t-Tiyar y son, probablemente como él y sus sobrinas, alifrites de los buenos, que odian a los magos y brujos y profesan la ortodoxia islámica.
El más detalladamente descrito de esos tres schiuj es el scheij Hasán AlJizr, o sea el Bello, el Verde, virrey de Salomón para el mundo de la Botánica.
Es este un bello anciano, cuyo fresco rostro desmiente la leyenda senil de sus largas barbas blancas; se toca con un gran turbante y viste un manto verde, de donde le viene su apodo o mote de el Verde.
Este fantástico personaje, que unos confunden con San Jorge y otros identifican con Horus, el hijo de Osiris, es, según algunos, una evemerización de un personaje histórico que vivió en el siglo VI antes de nuestra era y fue visir del rey persa Kaikobad, fundador de la dinastía que de su nombre se llamó Kayanil o Kayaniense.
Kaikobad o Kobad el Grande (Kai) fue el libertador del Irán, invadido por los turianos, y ha dejado por ello en la historia de Persia un recuerdo legendario, que alcanza a su visir.
Pero sea como fuere, la figura de AlJizr nos llega ya mitificada, y hemos de relacionarla más bien con esas otras personalidades míticas que hemos señalado y que simbolizan estados o aspectos de la Naturaleza.
A Hasán, el Verde, le corresponde el dominio del sector vegetal, así como al Scheiju-l-Bahr, el ecuóreo.
Así lo da a entender el color verde de su manto, como teñido en la clorofila de las plantas, y que es el manto mismo, la túnica esmeraldina que ondea sobre los hombros leves de la Primavera, y su blanco turbante, como hecho de tibia nieve de almendro.
El scheij Hasán, el Verde, es, si no la misma Primavera, por lo menos su heraldo o su gran visir y agente principal, el que nutre de savia a los árboles y pinta de verde las hojas de sus ramas y riega el césped de prados y jardines de ese color amaranto que alegra el alma del hombre y brinda reposo a su vista cansada.
El color verde fue siempre grato a los hombres y sugestivo de jocundas imágenes. Verde es el color de la juventud en los frutos y también en los seres, a los que simbólicamente se les atribuye ese color de fruto temprano. Verde se dice del viejo que ha conservado su frescura y vigor juveniles.
Hay, por cierto, en ese color un misterio letífico que encierra una alusión a la eterna renovación y eternidad de las cosas y los seres; en la resurrección primaveral de la Naturaleza intuye inconscientemente el hombre una promesa de eterna, fresca vida.
De ahí que Mahoma eligiese el color verde para el estandarte de la nueva fe en sus luchas con los infieles y que sea verde el turbante con que se ciñen la frente los peregrinos que vuelven de la Meca.
En el simbolismo universal de los colores el verde tuvo siempre esa connotación fausta; ya entre los griegos el verde amaranto era emblema de inmortalidad, y en el verdecer anual de la tierra veían aquellos hombres el mismo jocundo misterio que en el anual cambiar de piel de las serpientes, que, a fuer de hijas de la tierra, son de color verdoso, si no verde.
Puede pensarse cómo se realizaría la jocundidad de ese color para los árabes, habitantes de países tórridos y desérticos, en los que la mancha verde de un oasis anunciaba de lejos la presencia del agua y de la sombra, igualmente anheladas; con qué ansias correrían hacia esa mancha verde y con qué apasionado tropismo fijarían en ella sus ojos.
Tan fuerte emoción sentían esos nómadas a la vista del verde de los campos, que hubieron de crear esa figura mítica de Hasán, el Verde, de ese scheij bello y jovial, en el que vincularon todas las alegres sugestiones del color de su manto y lo hicieron símbolo antropomórfico de la Primavera.
¡Una primavera masculina! Así había de ser, tratándose de unos hombres de mentalidad y hábitos imperialistas, guerreros por naturaleza y por necesidad.
Todo lo concebían con arreglo al patrón civil y, además, profesaban una fe exclusivamente de hombres, en la que apenas tienen parte las mujeres, siempre más o menos impuras, siempre débiles y flojas.
El severo decoro del Islam imponía que fuera un personaje masculino y no una mujer-diosa, como la Flora de los romanos, el que cargase en sus hombros el estandarte verde de la Primavera, que es, al mismo tiempo, el de la Fe.
Hasán, el Verde, tiene a su cargo, en esa mitología arábiga, el mismo papel y desempeña las mismas funciones que Flora y Pomona en la occidental; es el rey, por no decir el dios, de lo verde, el que vierte sobre los campos cada año el cuerno de la abundancia clorofílica y da de beber a la tierra la copa de juventud, el elixir de vida que la regenera y remoza.
Hasán, el Verde, cuando llega la época vernal, anda muy atareado con los deberes de su floreal ministerio; ya de acá para allá, de uno a otro país, repartiendo sus dones, controlando la marcha de la germinación, dando toquecitos de verde a ese arbolito pálido, enderezando esa ramilla que se tuerce, avisando a los pájaros emigrantes y a todos los seres de la Naturaleza que ya la primavera es venida o está al llegar, e invitándolos a todos al alegre convite vernal.
Pero tampoco en invierno descansa del todo ese buen viejo verde, pues cuando da de lado a sus funciones de jardinero tiene aún otras cosas que hacer y que caen dentro del orden de su condición servicial; de mensajero de la primavera el scheij Hasán extiende su misión a mensajero universal de toda buena nueva, relacionada con el simbolismo de su verde color.
Hasán, el Verde, es el correo anunciador de las gracias divinas, y en este sentido viene a ser como un arcángel, una entidad aérea, una antropomorfización de la nube mensajera, del poema de símbolos, un sincretismo en virtud de Kalidasa; hay ahí una inferencia del cual el numen de los jardines y prados es también el agente atmosférico que contribuye a su verdor y lozanía. Flora y Nefele en una pieza.
Hasán es, desde luego, una entidad atmosférica; su modo de locomoción es aéreo, aviónico, y así volando se traslada el activo viajero de un lugar a otro con la rapidez necesaria para lograr la cuasi ubicuidad y llegar a todas partes en la fecha precisa.
Pero aquí interviene otra inferencia de origen talmúdico, a la que sirve de nexo esa condición aviónica de Hasán, el Verde; este resulta identificado con el profeta bíblico Elías, el que, por gracia de Jehová, fue arrebatado a los cielos sobre su manto desplegado y no volverá a bajar a la tierra sino al final de los tiempos, es decir, al advenimiento del Mesías.
Hasán, el Verde, asume en el Islam la misma significación que Elías o Eliahu el profeta en las leyendas talmúdicas; es el viajero siempre deseado y esperado, portador de una buena nueva, para el que la noche última de la Pascua deja abierta la puerta el judío por si acaso llegara. Y no se olvide que la Pascua hebrea de Pesah se celebra en las vísperas vernales, bajo el signo zodiacal del Cordero, que en ella místicamente se inmola, quizá como en supervivencia de inmemorial rito totémico.
El profeta Eliahu viene, pues, a ser, en ese sentido, un mensajero de la Primavera, lo mismo que Hasán, el Verde, aunque, como este, lo sea también de toda nueva fausta, jocunda, y de él esperen, sobre todo los dolientes hebreos de la diáspora, el anuncio del milenariamente esperado Mesías, que ha de vestir de verde sus tristes corazones.
Hasán, el Verde, y el profeta Eliahu son la misma persona, y así identificados los dan los Diccionarios árabes más prestigiosos, como los de Golio y Wahrmund, por no hablar del casi inhallable Kamús; uno y otro son entidades benévolas y benéficas que van de acá para allá prodigando mercedes a los hombres, y tienen todavía de común su manera inopinada de presentarse, cuando menos se le espera, al modo de esa primavera que siempre nos sorprende y nos coge de nuevas, por mucho que la hayamos llamado y esperado y acechado con los ojos atentos, pues ya se sabe que su milagro se opera en una noche, cuando todos duermen y descansan, menos los pastores (que en eso son los primeros en verla llegar), y que, al abrir los ojos a la nueva luz, más cromática y cálida, y mirar al jardín, allí se la encuentran corriendo puerilmente sobre el verde y no saben cómo vino.
Símbolo de esa dicha que se nos da sin merecerla, la Primavera es un misterio teológico.
LA GRAN TORTUGA
La Gran Tortuga, que viene a ser la esposa del hijo menor de un rey y adquiere en la descripción caracteres de Cenicienta y de Cordelia shakespeariana, es una curiosa variedad de las mujeres-peces. Su abolengo es claramente ario-persa (en sánscrito se la llamaría Mahakurma) y muestra tangencia con el mito helénico. Es en realidad un hada.
La Gran Tortuga, que vive en una casa solitaria, cerrada siempre, es un hada, hermosa, sensible y buena, que, para defender su castidad, se ha revestido de ese caparazón, de esa concha que la envuelve como una coraza y la hace inviolable, porque la hace indeseable para los hombres.
Solo burlas inspira Mohammed a sus hermanos cuando la flecha disparada por él va a caer en esa casa donde vive la Gran Tortuga, que al azar designa así para esposa suya.
El príncipe, sin embargo, acepta la decisión del Sino y casa con el quelónido y la introduce en la corte de su padre, en el mismo plan de igualdad que las mujeres de sus hermanos.
La Gran Tortuga es sensible a esta prueba de la delicadeza de su esposo y corresponde a ella desplegando en su favor los poderes naturales y mágicos de que está dotada.
La Gran Tortuga es una cumplida mujer de su casa y, por sus virtudes domésticas, no tarda en atraerse la predilección del viejo rey, desatendido por las otras nueras.
Y, finalmente, llega el momento de la apoteosis; la mujer tortuga se revela ante los ojos asombrados de toda la corte como lo que es en el fondo: una mujer bellísima y, además, un hada, que con su amor inquebrantable págale al príncipe su lealtad en todo aquel tiempo que fue solo una tortuga y lo hace tan dichoso que sus hermanos lo envidian.
Esta manera de conducirse es enteramente propia de un hada, y la historia miliunanochesca conserva todo el sabor de nuestros cuentos populares.
Pero otras hadas aparecen también en Las mil y una noches, designadas paladinamente con ese nombre, como la princesa Pari-Banu, a cuya mansión maravillosa conduce también una flecha de azar al príncipe Hosein, que ha de ser su esposo.
En esas historias rómpese el proceso de arabización y el fondo ario-persa resalta en sus contornos originales. La princesa Pari-Banu ni siquiera usa disfraz; es una peri pari-persa, una auténtica hada. Esas historias confinan con los poemas indostánicos y han entrado sin duda en el libro árabe por la puerta de Persia.
No es necesario insistir más sobre estas entidades míticas, por las cuales el fondo árabe del libro deja de ser para nosotros exótico y pasa a formar parte de nuestro folklore.
SOLEIMAN E ISKANDER, MITIFICADOS
Salomón, el rey sabio, y Alejandro, el conquistador, aparecen en Las mil y una noches transfigurados por la leyenda creada en torno a sus extraordinarias figuras.
Tocante a Salomón, el proceso de mitificación debió de empezar a raíz de su muerte, pero fue en Babilonia donde los rabíes dieron forma definitiva a su leyenda, en el Talmud.
De ahí, o de la tradición oral judaica, la tomaría Mahoma, el cual la trasplantó a su Corán sin modificar sus rasgos esenciales.
Soleimán es allí no solo un rey sabio, sino un gran mago, iniciado en toda ciencia hermética y que, por el poder de sus conjuros y de su nombre grabado en su anillo, se hace obedecer de todos los genios (chedin, en el Talmud), y él es señor de todos ellos, así de los aéreos como de los acuáticos y terrestres, y, además, de toda la fauna andante, reptante y volante de todos los reinos de la Naturaleza. Cuando se moviliza para la guerra contra algún genio rebelde todos esos animales acuden, juntamente con los genios buenos, a prestarle su colaboración, los unos en las fuerzas del choque, los otros en servicios auxiliares.
Salomón tiene un espía inteligentísimo y fiel en la abubilla. Esta es la que un día le trae noticias de la reina de Saba y le sirve de correo, llevando en el pico la cartita que es el principio de las relaciones entre ellos.
En el Talmud Salomón, que ha logrado coger prisionero a Asmedai, el rey de los chedin, y lo tiene encadenado en su palacio, déjase engañar (con toda su sabiduría) por su astuto enemigo y le cede su anillo mágico por un momento; Asmedai se agiganta en el acto, tira el anillo al mar, arroja a Salomón de su palacio y se sienta en su trono; destituye a Benaya, el fiel visir y generalísimo del rey, y empieza a mandar y a prohibir como soberano absoluto; en tanto, Salomón vaga por vados y montañas, por yermos y ciudades, pobre y desconocido.
Trátase de una expiación que Adonai le ha impuesto en castigo a su ambición y soberbia, y el sabio rey la cumple, soportando resignadamente sus penalidades y humillaciones.
En el curso de sus andanzas llega Salomón a la corte de un rey y tiene la suerte de que este lo acoja con benignidad y la desgracia de que su hija, la princesa, se enamore de él, y ambos son arrojados de palacio por el padre colérico.
Vuelve Salomón a sus andanzas, esta vez acompañado por su amante princesa, cuyos dolores le afligen más que los suyos propios, y llega a sentirse tan desesperado, que piensa en suicidarse.
Pero a punto rechaza la idea y vuelve su mente a Dios, como a su última esperanza; hunde la frente en el polvo y ora con fervor.
Y Adonai escucha su plegaria y decide poner fin al castigo. Dirígese Salomón con su amada a una ciudad marítima, y en el camino un pescador le ofrece su cesta; cómprale Salomón uno de sus peces y al abrirlo se encuentra—¡oh maravilla!—con su anillo, y, en el acto, vuelve a ser el Salomón de antes, el señor de los hombres y los genios. Fácil es adivinar lo que luego sigue: Salomón se presenta en Jerusalén, ante el Sanedrín; muestra su anillo, requiere el testimonio de su fiel Benaya y en seguida es reconocido como el soberano. Cuanto a Asmedai, al ver el anillo da un terrible alarido y desaparece.
«Pero desde entonces—dice el Talmud (guittin, págs. 68-70)—quedó tanto miedo en el ánimo de Salomón que, como dice en El cantar de los cantares, siempre en la noche velaban su lecho sesenta valientes, de los valientes de Israel, la espada en el costado, por los peligros de la noche.» [10]
Todo lo que en el Corán se dice de Salomón es de procedencia talmúdica; sus relaciones con la reina de Saba, su muerte, su eutanasia, que solo fue notada porque un ratoncillo royó el extremo del báculo en que se apoyaba, sentado en su trono, con apariencias de vida, y «cuando cayó, comprendieron los genios que, de haber penetrado él misterio, no se habrían visto sometidos a aquella servidumbre ignominiosa» (sura XXXIV, Sabá).
El cadáver de Salomón, según la leyenda, fue depositado en un lugar secreto, más allá de los siete mares, y colocado sobre un lecho, en el que conservaba toda la apariencia de la vida, vestido con todos sus atributos reales y conservando en el dedo su anillo talismánico.
Fácil es ver cuánto ha influido esta leyenda talmúdica no solo en la imagen de Salomón que los raui miliunanochescos nos dan, sino también en otras historias del libro, donde los anillos mágicos juegan importante papel.
La mitificación de Alejandro, el hijo de Filipo, no es de tan exclusiva línea talmúdica, pues a ella se han mezclado otras de tipo greco-persa. Fue principalmente un libro griego, el del pseudo Calístenes, especie de biografía novelada—que decimos hoy—del gran macedón y que, traducida del griego al siríaco, penetró en esta lengua en el mundo árabe, el que sirvió de base para las poetizaciones de Firdusi y de Nizami, que cantó en su Iskandar-Námeh las fabulosas hazañas del famoso guerrero, dando a sus campañas un cariz de expedición científica y de apostolado misionero.
En el epos de Nizami aparece Alejandro hecho ya un sabio en sus diálogos con los sabios griegos e hindúes, y el ángel Serosch le confiere el doctorado profético.
El héroe emprende entonces, acompañado de siete sabios (los siete visires del posterior Libro de Sendebar), sus accidentados y maravillosos viajes a los cuatro puntos cardinales del globo, visita todos los pueblos y razas y, después de haber dado así la vuelta al mundo, inquiriendo todos sus misterios, muere, acometido de subitánea dolencia, en Schahr-zur, cerca de Babilonia.
Sus amigos le hacen solemnes exequias y luego transportan su cadáver a Alejandría, la ciudad fundada por él, y allí lo entierran.
En el último capítulo del poema, Nizami describe la muerte de los siete sabios, compañeros del héroe, y transcribe las profundas y nobles sentencias que profieren antes de morir.
En la idealización hebraica, Alejandro conserva su carácter de Enviado de Dios y lleva el epíteto de «Baal-ha-Karmain»—Señor de los Dos Cuernos—que los árabes tradujeron a su lengua Zu-l-Karnain, con que se le designa en el Corán.
Mucho se ha discutido sobre el sentido de este epíteto de bicorne que, según unos, alude a sus victorias sobre los persas y los medos, que Daniel, en sus visiones proféticas, contempló simbolizados en un carnero con dos cuernos; otros piensan que alude a sus triunfos bélicos en Oriente y Occidente; otros aún opinan que se refiere a haber vivido el gran guerrero el tiempo de dos generaciones. (Alejandro murió a los treinta y dos años.)
La base de todas esas interpretaciones radica en el significado de fuerza, vigor y poder que el cuerno tiene en la simbólica semítica. Sabido es que también a Moisés se le atribuyen dos cuernos en la iconografía mística.
Hay, sin embargo, quienes piensan que los tales cuernos son simplemente hiperbolizaciones alegóricas de dos rizos de pelo rufo, a modo de copete o tupé, que el gran capitán lucía sobre la frente.
El vencedor de Darío presentóse ante Jerusalén con ánimos de castigar a los judíos por haberle negado su ayuda contra su enemigo; pero el Sumo Sacerdote Jaddo salióle al encuentro en Safán, tocado de su tiara y al frente de un imponente cortejo de levitas, revestidos de sus hábitos sacerdotales.
Alejandro se apeó de su caballo y, postrándose en tierra, adoró el nombre de Jehová escrito en la tiara del Pontífice hebreo, y habló luego con él afablemente, prometiéndole proteger a su pueblo.
Jaddo entonces mostróle la profecía de Daniel, en que se anunciaba que un rey macedonio o griego había de destruir el imperio de los asirios, y, agradecido el monarca, entró al templo y ofreció sacrificios al Dios de los judíos.
Todo esto se refiere en el libro I de los Macabeos y también en el libro II, capítulo VIII, de las Antigüedades judaicas, de Flavio Josefo.
Los judíos, pues, guardaban gratitud al conquistador que vino a librarlos del yugo asirio y les reconoció sus fueros y libertades, y no es de extrañar que le correspondiesen idealizando su figura.
En su Corán habla Mahoma de Zu-l-Karnain en la sura XVIII Al-Kahf (La ajaquefa), donde cuenta su historia a los creyentes, siguiendo los términos de la leyenda greco-siríaca.
Según el relato de Mahoma, viene a ser Alejandro un mandatario de la voluntad de Alá, un paladín del monoteísmo, dotado del poder de juzgar a los pueblos y premiarlos o castigarlos según sus méritos. Alejandro, en sus correrías evangelizadoras, llega hasta los confines de la india, y allí a un lugar situado entre dos montañas altísimas, a cuyo pie habita un pueblo de pigmeos de tan ruin condición física y mental que apenas si entienden el humano lenguaje.
Aquellos pobres seres pídenle protección a Alejandro contra las huestes de Gog y Magog, que, introduciéndose por aquella cañada, asolan sus tierras y los hacen víctimas de toda suerte de desafueros.
Zu-l-Karnain accede a sus ruegos y rellena aquel espacio entre las dos montañas con alquitrán y hierro, de modo a hacerlo impracticable, con lo que ya aquellas pobres gentes pueden vivir tranquilas.
97«Y (Zu-l-Karnain) dijo:—¡Esta muralla es un efecto de la Misericordia de mi Señor! 98 Pero cuando el fallo del Señor sea promulgado, El la convertirá en polvo. ¡Porque las promesas de mi Señor son verdaderas!
99»—Y dejaremos a algunos de ellos removerse ese día (del Juicio) como las olas unas sobre otras y la trompeta sonará y Nos los reuniremos a todos.
100»—Ese día, dispondremos chechennam para los incrédulos.»
La versión coránica enlaza aquí con las proféticas visiones del Apocalipsis tocante al Anticristo.
Zu-l-Karnain es, como vemos, en el Corán, un instrumento divino, un brazo de Dios, como antes lo había sido Ciro y luego lo será Carlomagno.
Todo lo que en Las mil y una noches se dice de Alejandro procede de esa fuente greco-hebraica, la misma de donde tomó Nizami los elementos para su poema.
La mitificación o canonización del héroe macedónico empezó a poco de su muerte, por sus biógrafos griegos, el ya citado seudo Calístenes y Ctesias de Cnidio, su médico, los cuales introdujeron también en sus biografías fantaseadas toda suerte de fábulas respecto a los tesoros y demás maravillas que el héroe encuentra en sus viajes, los extraños seres con quienes conversa y las raras cosas que hace, como bajar al fondo del océano metido en una cuba de cristal para sorprender los secretos de la vida submarina, y dejarse arrebatar por los grifos encerrado en un saco de cuero, para que lo remontasen a una altura desde la cual pudiese otear todo el mundo. Y la fuerza de sugestión de estas invenciones poéticas fue tan grande, que hasta sus biógrafos serios, como Quinto Curcio, las repiten, por no quedarse atrás en punto a información, aunque dejando al lector en libertad de no creer en ellas.
La mitificación de Alejandro se había consumado ya en los primeros siglos del cristianismo, y por todo el mundo conocido entonces circulaban poemas como el de Nizami, construidos sobre esa base apócrifa, y en castellano existía desde el siglo XIII un Poema o Libro de Alejandro o Aleixandre, atribuido por unos a Alfonso, el Sabio; por otros, a Gonzalo de Berceo, y por los más, al astorgano Juan Lorenzo.
Como verá el lector, en esta idealización del conquistador macedónico entran no pocos elementos de la de Salomón, y entre ellos dos rasgos principales: la sabiduría y el poder; Iskandar, como Salomón, es un profeta de Dios, además de un perfecto caballero al modo de Aquiles o Eneas. Y ese rasgo místico en su figura marca la confluencia del genio helénico con el semítico.
EL ANGEL MARUF
Otra entidad de traza talmúdica es el ángel Mâruf (Gracia, Merced), que en la Historia del Hombre y la Culebra acude en socorro de aquel, y después de salvarlo, le declara quién es y cómo fue que acudió en su auxilio.
«Yo soy el ángel Mâruf, y estaba en el quinto cielo cuando invocaste a Alá, y El me mandó que bajase a socorrerte, porque, como mi nombre lo dice, yo tengo la misión de no dejar sin recompensa ninguna buena obra.» (El hombre de la Historia le había salvado la vida a la serpiente, que ahora quería matarlo.)
Trátase de una materialización de la Gracia, análoga a la que los talmudistas hicieron de la Plegaria y la buena obra, llevados de esa tendencia a la antropomorfización, innata en el hombre, y que subsistía en ellos, pese a su profesado horror a la idolatría.
Tenemos aquí una prueba más de la colaboración hebraica en este libro árabe, que, por más de un concepto, parece un libro judío.
EL PIOJO GIGANTESCO DE LA PRINCESA DALAL
La princesa Dalal que, por lo hermosa, tenía muchos pájaros en la cabeza, tenía también piojos en su lindo pelo y de cuando en cuando se los espulgaba.
Ahora bien: un día, estando espulgándose con los dedos—pues entonces no había peines de plexiglás ni de ninguna otra clase—, la princesa Dalal se cogió un piojito y no sabemos por qué le dio lástima de matarlo y lo que hizo fue ir a la despensa, levantar la tapa de una tinaja de aceite que allí había, dejar el piojito con mucha delicadeza sobre la capa oleaginosa y volver a tapar la tinaja.
Pasaron luego los años y la princesa cumplió los quince, y sucedió por aquel entonces que el piojo de marras, por efecto de la acción vitamínica del aceite, había engordado tanto que no cabía ya en la tinaja y levantó la tapa y salió de su cárcel y echó a correr por el palacio, asustando a los guardias, pues se había puesto que parecía un búfalo del Nilo, no solo por lo grande, sino también porque le habían nacido cuernos.
Lograron, sin embargo, los guardianes del rey coger al piojo y se lo llevaron al monarca y este se quedó turulato y exclamó:
—¿Qué es esto?
Y su hija, que se hallaba presente, reconoció al piojo y le contó a su padre toda la historia. Y el sultán, después de oírla, dijo:
—Mira, hija mía, es menester que te cases. Porque lo mismo que el piojo rompió la tinaja, podrás tú saltar los muros de palacio y salirte por ahí en busca de un hombre y mancillar nuestro linaje inmaculado.
Mandó luego el rey que degollaran al piojo y lo desollasen y colgasen su piel a la puerta de palacio, y anunció que solo se casaría con su hija aquel pretendiente que supiese decir de qué animal era aquella piel.
Acuden luego miles de candidatos a yerno del sultán, pero ninguno acierta, por lo que son decapitados en el acto, hasta que, al fin, se presenta un joven guapísimo que descifra la adivinanza y se casa con la princesa, resultando luego que es un algol y no un hijo de Adán.
Ahora bien: lo interesante aquí es el piojo y la resolución del sultán de casar a su hija al ver el piojo convertido en búfalo, con cuernos y todo.
No hay duda de que ese piojo gigantesco era, a los ojos de ese rey y sabio, un símbolo sexual, una materialización dela libido de su hija, que se había ido desarrollando al mismo tiempo que ella. Y al cumplir la joven los quince años, que marcan la plenitud sexual en Oriente, el piojito de antaño se había convertido en un búfalo de tal poder que hizo saltar la tapa de su encierro y salió de allíbufando y embistiendo, como un toro encelado. Por donde puede inferirse qué grado de furor agresivo habrían alcanzado también los deseos de la virgen princesa, cuyos pechos embestirían como cuernecillos.
Pues en lo que sigue se confirma que aquel piojo, tan prodigiosamente agrandado, no era sino ese mismo algol que casa con la princesa y que había asumido esa apariencia inocente para sus taimados fines, pues ya sabemos que los alifrites pueden tomar todas las formas que quieren, ya que por su naturaleza gaseosa no tienen ninguna.
Lo admirable aquí es la perspicacia del sultán al presumir la madurez sexual de su hija y decidir casarla, dando con ello prueba de un saber y un arte interpretativo verdaderamente geniales.
Hay que tener en cuenta que estas historias son anteriores en muchos siglos a Freud y el superrealismo, que todavía se discuten en Europa.
Por lo demás, no es la primera vez que en nuestra literatura aparece el piojo en relación con el amor. En Por un piojo, del padre Coloma, es ese pediculido el que decide a un joven aristócrata a casarse con una señorita de la que está enamorado y que pescó ese piojo visitando tugurios en funciones de caridad. Y dizque, en recuerdo de ello, el joven lleva el piojito guardado en su cartera, de donde no sale como el otro. El que sí se le sale del pecho al joven es su corazón.
EL SINO
Bajo la rúbrica de este apartado parece oportuno incluir a esa entidad mítica que a todas las demás entidades míticas o reales preside y gobierna en el mundo islámico, como el Deiván de los hindúes y la Moira, Anangé o Fatum en el mundo de la paganía clásica; el Sino todopoderoso, para el que los árabes tienen tres nombres: al-meniya, al-kadr y al-kaziya, cada uno de los cuales encierra un misterio teológico. Al-meniya deriva de menn, dádiva, dispensación; al-kadr es el poder, y al-kaziya, el decreto o la sentencia, de suerte que cada uno de los tres alude a alguno de los atributos divinos: la generosidad, la omnipotencia y la justicia.
Esto indica ya que el Sino no tiene en la teología islámica la omnipotencia absoluta que en la pagana, donde domina y señorea a los propios dioses, incluso al más grande de ellos, a Jove «pater hominumque deorum». En la tragedia griega los dioses lloran, lo mismo que los hombres, su triste dependencia del Sino, que dispone de antemano lo que ha de ocurrir, y respecto a los hombres señala a las Parcas la longitud del hilo de sus vidas, que han de hilar en sus ruecas. Los dioses no tienen sobre los humanos más privilegio efectivo que el de su inmortalidad, que a veces es para ellos una desdicha más, como en el caso de Calipso, esa suicida intencional del libro de Fenelón.
En la teología musulmana no es así; el Sino es un mero servidor de Al-Lah, como todos los seres, y no obra sino por orden suya, sin que pueda hacer nada por cuenta propia. Viene a ser simplemente el ejecutor de sus justicias, como esos maceras de los jalifas que aguardan una señal del soberano para esgrimir su alfanje.
A esa diferencia fundamental respecto al Hado de los griegos y latinos únense otras como la de no tener forma visible; nada la tiene en el Islam. Pero cuando los persas, menos ortodoxos, lo representan en forma de vieja desdentada y renqueante, confundiéndolo en realidad con Kronos, el Tiempo (Dar Kalas de los sánscritos), con el que verdaderamente tiene gran analogía, ya que son las vicisitudes del tiempo, o de los tiempos, las que traen las mutaciones de las cosas y determinan la cambiante suerte de los hombres. Y como esas vicisitudes de los tiempos las determinan a su vez las rotaciones de los astros, no es de chocar que en la mitología irania aparezca la suerte, o el Sino, representada también por el Firmamento (Felek), es decir, por todo el cosmos sideral.
Es indudable que de ahí se deriva la idea que el vulgo islámico se ha formado del Sino; este se halla escrito desde el principio en las estrellas, por lo que también se llama mektub (escrito) y pueden descifrarlo los astrólogos; ahora bien: es el dedo de Alá quien trazó esa escritura fatídica, que por eso se tiene que cumplir, a menos que Alá disponga lo contrario, porque Alá es poderoso sobre toda cosa, según el Corán, y también sobre el Sino. Esto deja abierta para el musulmán la puerta de la esperanza, poniendo en sus manos la llave de la oración y de la Fe.
De ahí que se admita por algunos teólogos (los kadríes) la posibilidad de vencer al Sino, lo que otros (los motaziles) niegan resueltamente, y de ahí la pugna en el Islam de esas dos tendencias, que también se manifiestan en todas las teologías y filosofías teorizadas por los hombres. Milenario es ya el pleito entre predestinación y libre albedrío, antinomia que se pretende resolver siempre reservando a Dios la regia prerrogativa de la gracia; no vamos a referir aquí las incidencias de ese debate, que en nuestros días continúa fuera del terreno teológico, como conflicto entre voluntad y carácter, si se emplea la fórmula psicológica, o entre herencia y evolución, dicho en términos de biología.
Limitémonos a las indicaciones expuestas, añadiendo solamente que en Las milyunanocheshayhuellasdocumentales, queoportunamenteseñalamos —Historias de Simbad, el marino (Noches 317 a 335), y del «scheij», el de la mano pródiga (Noches 628 a 633)—, de esa discusión teológica que apasionaba a los espíritus en los siglos medios del Islam, dividiéndolos en esos dos bandos de motaziles y kadríes, entre los que se interfieren los místicos, que, como Al-Ghazâli, saltan por encima de todas esas cuestiones para unirse directamente con Dios.
Es Dios—Al-Lah—quien dota de una determinada suma de poder a sus criaturas, las «apodera» (keddara) y les señala un plazo determinado de vida —dyalo—, cumplido el cual se acaba aquella y esos autómatas animados recaen en su inercia primera, como muñecos a los que se les acabó la cuerda y solo vuelven a animarse el día de la Resurrección—kiyamat—, literalmente del Levantamiento. Esa ley del kadr, o del áyalo, rige lo mismo para los individuos que para las razas y los pueblos y los mismos mundos. Todo tiene marcado de antemano su plazo y su duración, y seres y sucesos cambian y se suceden sin cesar. Solo Alá es eterno e inmutable.
Fácil es ver cómo, en este sentido, el Sino se confunde con la Fortuna del Olimpo clásico. La fuerza, el poder y el imperio están pasando continuamente de unas manos a otras, y en ese juego del anillo todos lo tienen alguna vez en la suya y todos pueden esperar volver a tenerlo. De ahí esa conformidad de los musulmanes ante la desgracia y esa finura con que saben perder, como decimos hoy. Esos árabes que, según la frase del poeta andaluz, todo lo ganaron y todo lo perdieron, no desesperan nunca de volver a ganarlo, y así lo dan a entender esos moros tetuaníes, descendientes de granadinos, que aún conservan las llaves de sus antiguas casas andaluzas con la ilusión de poderlas usar un día. Todo es posible si Alá quiere. Y esa es la fuerza psíquica admirable que se deriva de esa creencia fatalista en el Sino y pone esa sonrisa, misteriosa, irónica y cortés, en los labios del árabe, cuando se inclina y cruza los brazos al pecho ante sus vencedores.
El árabe no ha llegado a elevarse a ese determinismo psicológico de los hindúes, para los que el Sino es simplemente el resultado de la reacción constante entre el dharma o virtud y el karma o herencia psicofisiológica del hombre, idea a que también se habían elevado los griegos pitagóricos y los rabíes talmúdicos, pero que supone la creencia en la metempsicosis. Esa idea, que echa sobre el hombre toda la responsabilidad de su sino y lo independiza, en cierto modo, de Dios, no podían aceptarla los buenos creyentes en el poder absoluto de Alá, y así se nos muestran, hasta hoy, agobiados bajo el peso de lo fatal, que, por otra parte, los irresponsabiliza y alivia de esa carga psíquica que lleva sobre sus hombros el hombre moderno.
GEOGRAFIA MITICA DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Todo ese mundo mítico que acabamos de examinar se encuadra en una geografía tan fabulosa como él, aunque también, como él mismo, tenga una base de realidad, pues ni la imaginación más osada puede edificar en el aire y hasta los más quiméricos castillos no lo son del todo, puesto que son castillos.
El mundo de los afarit no es ningún mundo aparte en el que aquellos estén confinados, sino el mismo mundo de los hombres, con los cuales alternan, y si se les asigna un territorio especial, una patria chica, por decirlo así, el Chenistán o país de los genios, tal país no es ninguna creación ideal, sino una región localizable, situada en la India, más allá del Cáucaso y designada por los geógrafos con el nombre de Kafaristán o país desértico.
De igual modo podrían localizarse esos otros países fantásticos de la Tierra blanca y la Tierra verde, País del Ebano o islas del Alcanfor, cuyas denominaciones son de traza evidentemente metafórica, y que, con las Siete Islas de Al-Uaku-l-Uuk, formarían un mapa de la fábula miliunanochesca comparable al que los eruditos han elaborado con los datos semifabulosos de Homero, para situar los escenarios de la Odisea, aunque semejante trabajo, hecho sobre conjeturas, siempre resulta discutible e impugnable.
Queremos decir con esto que hay un fondo de verdad en esas fantasías geográficas, cuyos datos proceden de esa misma geografía que los hombres consideraron como científica hasta el siglo XV que se basaba también por la mayor parte en confusas tradiciones populares y en relatos de viajeros mal informados o falaces; esa geografía, cuyas fuentes son, muchas veces, la propia mitología, y en la que se sitúan con toda seriedad países tan fantásticos como los seres que los poblaban, esos hombres sin cabeza o con un solo ojo en medio de la frente, de que ya hemos hablado, y que no son menos inverosímiles que los descritos por el padre Homero.
El tratado geográfico de Pomponio Mela, De situ orbis terrarum, compuesto, según la opinión más probable, en tiempos de Julio César, es, por los datos que contiene, un poema tan fantástico como la Odisea, y dizque en él se han apoyado luego otros muchos geógrafos, a lo largo de la Edad Media, como él se apoyó en Herodoto y otros escritores igualmente fidedignos; puede decirse que hasta el siglo XV, en que, con el descubrimiento de América, se inician los grandes periplos, no tienen los hombres un conocimiento aproximado de la realidad geográfica; pero aun entonces la fantasía se mezcla a la verdad, según puede verse en los relatos de los primeros exploradores americanos, con sus fabulosos cuentos sobre los indios y su leyenda sobre el famoso El dorado.
Y, sin embargo, sobre esos datos de índole puramente poética construyeron los antiguos sus mapamundis, como aquel de que Sócrates, según Eliano, se sirvió para bajarle los humos a Alcibíades, demostrándole la poca importancia de sus tierras, que no figuraban en él; la cosa era fácil, pues ¡cuántos blancos no tendría aquel mapa!
La geografía, como todas las ciencias, nace influida por un fondo exterior de mitología; ciertos mitos como el del Paraíso terrenal, con su fauna y su flora prodigiosas, sus cuatro ríos y el privilegio de la inmortalidad conferida al primer hombre y que este perdió después de su imprudencia; el Olimpo de los dioses y los avernos demoníacos; el de las ciudades y aun países destruidos con todos sus moradores por los dioses en castigo de sus culpas, como la sumergida Atlántida, y otros, análogos, en que se condensan recuerdos confusos de las edades geológicas y de los grandes cataclismos prehistóricos, impónense de tal modo a la imaginación de los hombres que los primeros intentos de investigación geográfica relativamente científica tienden a localizar el escenario de esos antiguos mitos.
Así se ha ido formando esa geografía fabulosa, yuxtapuesta a la real, de la que en ocasiones cuesta trabajo distinguirla, pues hasta los nombres verdaderos aparecen desfigurados para acomodarlos al mito, de donde se engendra esa nomenclatura fantástica de razas y países que pueden verse en la descripción que Don Quijote hace de los supuestos ejércitos en que su delirante imaginación convierte a los rebaños de corderos.
Esa geografía fabulosa es una suerte de penumbra que se extiende sobre los extremos de la tierra conocida de griegos y semitas, que no pasó durante muchos siglos del monte Cáucaso por el norte oriental y la Mauritania por el Occidente, donde empezaba ya la inmensidad inexplorada; en esos perímetros de tierra desconocida es donde, naturalmente, situaban los primeros geógrafos los perdidos paraísos, las ciudades destruidas y los tesoros quiméricos que en la tierra conocida no encontraban.
La India, sobre todo, nutre de datos a la geografía, fabulosa hasta el siglo XV, en que, descubierta América, la nueva India, se le transfieren a ella todas las leyendas de lo antiguo.
Pero también el hinterland del Egipto es fuente de información y escenario de mitos para esa geografía fabulosa, sobre todo para los pueblos de raza semítica a que pertenecen los rapsodas miliunanochescos; de suerte que en sus relatos entran elementos procedentes de ambas líneas míticas, que por lo demás en el fondo coinciden.
Toda la parte fabulosa de Las mil y una noches se sitúa ya en la India, ya en las desérticas o mal conocidas regiones africanas, en esa Etiopía que ya figura en la Biblia y el Corán como punto de empalme con la leyenda salomónica.
La geografía fabulosa de Las mil y una noches tiene por fuentes: de un lado, los relatos de los viajeros occidentales como Herodoto y Ctesias de Cnido, el médico griego que acompañó a Alejandro en sus expediciones guerreras, y de otro, la Biblia y el Talmud, en su ciclo legendario en torno a Salomón, y aparece relacionada con los grandes mitos fundamentales de todos los pueblos de la antigüedad.
Lo notable es que, durante los siglos X a XVI, en que Las mil y una noches se compusieron, ya las nociones geográficas de los propios árabes acerca de la India y el Africa desconocida habían tenido ocasión de ampliarse y rectificarse con datos de viajeros y exploradores de la propia raza, como los ya antes citados, por lo que, si estos rapsodas persisten en atenerse a esa geografía fantástica, no es tanto por ignorancia como por designio poético, si no es que tratan ya tales temas con cierto espíritu de escepticismo humorístico, al modo como en nuestros tiempos lo ha hecho Anatole France con los temas de la fábula medieval y antes de él Swift, Walton y Poe, en sus relatos de viajes deliberadamente apócrifos.
EL PARAISO TERRENAL EN «LAS MIL Y UNA NOCHES»
No aparece este descrito como tal; pero fácil es advertir que de él se trata en esas descripciones de lugares venturosos y bellos en que nada falta de cuanto pueda apetecer el hombre, verdaderos países de Jauja, situados en la cumbre de montañas altísimas a que el Ave Roj conduce al tercer zâluk, y donde este es recibido por lindas jóvenes, semejantes a las huríes del Paraíso mahometano, perfectas de cuerpo y alma y exentas de celos y envidias entre sí.
El kafaristán, ese lugar inaccesible y último para llegar al cual se necesitan ayudas sobrehumanas, es una suerte de paraíso perdido u olvidado, de país de Jauja o de Batuecas, donde la Edad de Oro tiene su postrer reducto.
El mortal que logra llegar hasta aquellas alturas imponentes, remontado por un hipogrifo o por otro medio fuera de lo corriente, encuéntrase en un alcázar de magnificencia inaudita, con jardines y fuentes y terrazas desde donde se divisan perspectivas de singular belleza y en el que es acogido por vírgenes de una hermosura sin igual, solo comparable a la de las huríes, y como ellas amables y cariñosas.
El afortunado viajero es allí objeto de una hospitalidad perfecta, es obsequiado con manjares y bebidas exquisitos y puede gozar alternativamente de los favores de sus lindas amigas, las cuales, entre otras virtudes, tienen la de no ser coquetas ni celosas. Son hermanas, buenas hermanas, que viven en aquella clausura, bajo la guarda de un scheij, su tío, no menos amable y hospitalario que ellas.
Todo le está permitido al huésped de aquellas huríes encantadoras, que puede recorrer a su antojo todos los aposentos y dependencias de aquel paraíso; todo, menos abrir cierta puerta tras la que se esconde lo fatal.
Es el tabú de todos los paraísos, el veto que despierta la tentación y como en todas las leyendas paradisíacas el joven abre la puerta y en el acto acaba su felicidad. El propio hipogrifo que lo trajo se lo lleva y vuelve a dejarlo en el mismo sitio que estaba, aturdido y desconcertado, como si todo hubiera sido un sueño.
Y en vano intentará repetir la aventura, porque el prodigio solo se realiza una vez, y, a sus inútiles lamentos, la voz del cuervo de Poe contesta: «Nunca más.»
Dos versiones de este episodio figuran en Las mil y una noches: la primera en la ya citada Historia del alhamel y las mocitas (Noches 9 y subsiguientes), y la otra, en la de La Casa del Mirador (Noches 359 a 363); los principales elementos son en ambas los mismos e idéntico el fatal desenlace.
Ambos jóvenes infringen el tabú y se ven desterrados para siempre de aquel edén maravilloso, al que milagrosamente fueron arrebatados y al que nunca podrán volver, pues les faltan los medios y hasta ignoran el camino que a él conduce. Una amnesia completa los envuelve tocante al cómo se operó el prodigio; una amnesia semejante a la que sigue inmediatamente a los sueños y en la que, para su mal, solo perdura el recuerdo de la felicidad gozada y perdida.
Fácil es ver el complejo simbólico que en esa región maravillosa se vincula y que se relaciona por igual con la experiencia del individuo y de la especie: ontogenia y filogenia. La Edad de Oro y la edad juvenil, las dos cosas que la Humanidad y el hombre pierden sin remedio y a las que siempre trata inútilmente de volver, porque están ligadas al misterio del tiempo, que no retrocede en su curso y sale de la leyenda para entrar en la Historia. La humanidad y el hombre es fuerza que pasen también de la infancia a la edad adulta y que pierdan dicha a cambio de saber. Pero esatransición es penosa y la nostalgia de la feliz inocencia primitiva perdurará siempre en ellos y pondrá retornelos regresivos a todos sus poemas.
Históricamente puede explicarse ese mito miliunanochesco por la tradición conservada por el pueblo iranio de que sus dioses se refugiaron en el monte Kaf cuando los invasores turanios ocuparon el país, y allí siguen viviendo en unión de algunas criaturas elegidas que gozan con ellos del privilegio de la eterna vida y la eterna juventud, su complemento.
Y también se atraviesa aquí una inferencia de esa leyenda del Viejo de la Montaña, de que ya hemos hablado, y que data de la época de las Cruzadas. El monte Kaf es para los escribas miliunanochescos el límite de la tierra y de la historia conocidas por esa parte del mapa, y a él van a parar todos sus sueños regresivos y todos sus confusos recuerdos prehistóricos. Allí sitúan también las matriarcales islas de Uaku-l-Uak, de que luego hablaremos, y todo ese caudal de información cosmogónica que tomaron de los persas y que el rey de los alifrites, Sajr, le expone en compendio a Balukiya.
LOS JARDINES DE IREM-BEN-AAD
Esos famosos jardines, trasunto del Edén bíblico, pertenecen al número de las maravillas atribuidas por los autores antiguos a la Babilonia asiria, que Semíramis dotó de obras de una arquitectura prodigiosa.
De Irem-ben-Aad se habla en el Corán como de un monarca idólatra, soberbio y tiránico, por el estilo de Nemrod, el cazador terrible y ateo de la Biblia, que en la Leyenda de los siglos del gran Hugo dispara su flecha a los cielos, desafiando a Dios, y la ve descender teñida de sangre, y que luego mandó construir la famosa torre de Babel, para llegar a los cielos, animado de locura titánica y orgullo luzbeliano.
Scheddad-ben-Aad, digno consanguíneo de esos megalómanos monarcas asirios, kuschies según unos e iranios según otros, que ostentan esos nombres altisonantes de Nabukednesar y Evil-Merodak y Mardokempad y poseían el sentido de lo «colosal» que Mickievicz considera atributo de los eslavos y que más tarde ha sido característico de los alemanes, tuvo la pretensión de construir unos jardines tan bellos y magníficos que fuesen iguales y aun superiores al paraíso de Al-Lah y, en una palabra, fuesen su paraíso en la tierra, con el cual pudiera prescindir del divino.
Pero oigamos la historia del suceso relatada por el escritor persa Tohferu-l-Musalis, en la que el arrogante monarca asirio (pues lo era de Babel) aparece como rey del Yemen. Dice Tohferu-l-Musalis:
«Cuentan que cuando Scheddad, rey del Yemen, oyó la descripción del Paraíso exclamó:
»—Yo no tengo necesidad de ese paraíso, pues he de hacerme uno cual jamás lo pudo concebir la imaginación del hombre.
»Y mandóles al punto a sus edecanes le buscasen el terreno para labrar en él el jardín y ellos lo buscaron por todas partes hasta que hallaron, por fin, uno, bellísimo, en los confines de la Siria.
«Eligió entonces el rey cien cortesanos de los más principales y les encargó de buscar los más insignes arquitectos y los más hábiles artesanos que hubiera en todo el reino.
»Y mandó también a los reyes de Al-Hind y Ar-Rum y Ormuzd que le enviasen todo el oro, la plata y piedras preciosas que hubiera en sus reinos.
«Luego que todo esto tuvo en su poder, dio el rey comienzo a su obra y los albañiles colocaron alternativamente un ladrillo de oro rojo y otro de cándida plata, rellenando las junturas con perlas, diamantes, rubíes y demás piedras preciosas.
«Cuentan—pero Al-Lah es el más sabio—que cuarenta recuas de camellos, cargados hasta no poder más, se empleaban en la tarea de acarrear materiales para la obra.
«Labraron los arquitectos un palacio campestre que encerraba mil patios y cuyas paredes y techos eran de ladrillos de oro y plata alternados, y en torno a los cuales se alineaban dos mil salas y mil zaguanes.
»Y las paredes y techos de esas salas y zaguanes eran también de perlas, rubíes, amatistas, etc.; y había delante de cada cámara árboles de plata y oro con las hojas de amatista, y cuyos frutos eran racimos de perlas, y el suelo lo formaban, en vez de arena, almizcle, ámbar y azafrán; y entre un árbol de oro y otro de plata, plantaron uno de fruta natural, aquellos para recreo de la vista y estotros para el del gusto.
«Quinientos años tardaron los obreros en terminar su obra, a la que llamaron el jardín de rosas del Irán.
«Luego que la nueva de estar terminado su paraíso terrenal llegó a oídos del rey, salió este de su capital, rodeado de gran pompa y esplendor y seguido de una grande y lujosa comitiva, que cerraba todas sus tropas.
«Luego que estuvo el rey cerca del jardín, despachó por delante doscientos mil esclavos jóvenes, que mandara venir de Dimechk, y los repartió en cuatro pelotones y les mandó se apostasen en las cuatro esquinas del vergel.
»Y siguió el rey Scheddad adelante, con sus cortesanos, y aguijado de impaciencia, puso al galope su corcel.
«Cuando diz que, de pronto, se le atraviesa en el camino un raro personaje, el cual prorrumpió en tales gritos que pusieron pavor en su ánimo y temblor en su cuerpo.
»Y el rey preguntóle a aquel personaje, que tenía una figura imponente y majestuosa:
«—¿Quién eres?
»Y el otro respondióle diciendo:
»—Yo soy Israfil, el ángel de la muerte, y vengo para apoderarme de tu alma impura.
«—Ye—imploró Scheddad—; déjame por lo menos entrar antes en mi Paraíso.
«Pero el ángel respondióle:
»—No tengo poder para eso.
»Y Scheddad, entonces, llenóse de pavor y, todo temblando, quiso apearse de su cabalgadura, y un pie tenía ya fuera del estribo, casi rozando la tierra, cuando el raptor de las almas se llevó la suya impura y el malaventurado Scheddad rodó por tierra sin vida.
»Y de repente apareció un fuego del cielo que redujo a cenizas a los doscientos mil esclavos y todo cuanto había a su alrededor, y aquel jardín de rosas se escondió para siempre a la vista de los hombres.»
No del todo, por lo visto, pues en la historia del príncipe Seifu-l-Muluk aparece como sirviendo de morada a la princesa Bedietu-ch-Chemal, cuyos padres descendían del soberbio monarca yemeni. Cierto que en esta historia aparecen como afarit, pero de los buenos, y por ello quizá los reintegrase Alá en ese prodigioso rosalar de sus abuelos.
El jardín de Irán tiene numerosas resonancias en la lírica persa, cuyos poetas lo ponderan y lloran como al propio perdido paraíso.
La leyenda del jardín de Irán enlaza, de una parte, con la de los paraísos, y por otra, con la de las ciudades muertas, destruidas, como él, con sus habitantes, en castigo de su idolatría. Prototipo de esas ciudades son las Islas Negras que figuran en la historia contada por Sobeida en el curso de la del alhamel y las tres mocitas y la problemática ciudad de la reina Termes o Tadmor, en el bajo Egipto, que el emir Musa descubre en la Historia sobre la condición de los genios y schaitanes encerrados en redomas (Noches 335 a 339).
LAS ISLAS NEGRAS, LA CIUDAD DE ORO Y LA CIUDAD DE AZOFAR
Las Islas Negras, que figuran en la Historia del hijo del rey y la algola (Noches 5 a 9), y donde cierto sultán encuentra a un joven príncipe petrificado de medio cuerpo para abajo por obra de una hechicera, no tiene localización precisa en ningún mapa. Son unas islas enteramente fantásticas, en las que reinaba un sultán llamado Mahmud, y que la referida maga sepultó en las aguas, convirtiendo en peces a sus habitantes. Fundándose en esto, Roso de Luna las relaciona con la sumergida Atlántida y las supone situadas más allá del extremo occidental del Magreb, identificándolas con las Islas Verdes o afortunadas, que luego se volvieron negras por los pecados de sus moradores. La ausencia de datos precisos autoriza todas las fantasías.
También con la problemática Atlántida relaciona Roso de Luna las dos ciudades, la de Oro y la de Azófar, que el emir Musa-ben-Nozeir, el scheij Abdu-z-Zamad y Taleb, el cuñado del piadoso jalifa umeya Abdu-l-Mélek-ben-Meruán descubren, cuando por orden del soberano van en busca de esas redomas fabulosas en que Salomón encerraba a los genios rebeldes.
Tanto la ciudad de Oro como la de Azófar plantean dificultades de localización, pues, a juzgar por los nombres de sus reyes, deberían radicarse en la Mesopotamia, donde tuvo su asiento primitivo la raza de Kusch; el rey de la primera de ambas ciudades se llama Kusch-ben-Scheddad, el Grande, lo que establece relación de parentesco entre él y el famoso constructor de los jardines de Irán, la de las columnas.
La reina de la ciudad de Azófar se nombra Tadmor (Termes en el texto de Bulak), lo que autoriza a identificarla con la fundadora de la célebre ciudad de Tadmora o Palmira (así llamada de la abundancia de sus palmeras), cuyas ruinas dieron lugar a las melancólicas meditaciones de Volney.
De guiarnos por esos datos, habríamos de ubicar ambas ciudades en la Mesopotamia; pero el resto de la información contradice esos datos y hace pensar que se trata de esas colonias africanas que los kuschies fundaron en sus emigraciones al este del continente negro. Por lo demás, los kuschies son también para Renan un enigma etnográfico.
Tropezamos en el relato con el inevitable sincretismo de los escribas miliunanochescos, que amalgaman lo kuschi con los elementos griegos, egipcios y etiópicos.
En la ciudad de Oro, que es una necrópolis, encuentran los viajeros cinco sarcófagos monumentales, cuyos epitafios están escritos en lengua jonia (griega), siendo lo natural que estuvieran redactados en lengua etíope o en algún dialecto semítico; el nombre de la reina, Termes, en la edición de Bulak, suena también a griego, y parece encerrar una alusión (Termes o Thermos calor) a la terrible sequía que causó por inanición la muerte de los habitantes de la rica ciudad, lo que a su vez recuerda las plagas faraónicas.
Los escribas reflejan la aversión que sus antecesores de la Biblia y el Corán sentían por tradición contra esos soberbios y crueles monarcas asirios de las inscripciones cuneiformes, que, aunque suspectos de semitas (Renan), impusieron en distintas épocas su yugo a los hebreos y fueron sus más feroces enemigos.
En la ciudad de Azófar la reina aparece tendida en un lecho magnífico de seda y terciopelo, guardada por dos eunucos armados de alfanje, y tanto ellos como su señora parecen dormidos, aunque están muertos.
A los pies del lecho regio hay una mesa en cuya tapa se lee esta inscripción: «¡Soy la virgen Tadmor, hija del rey Amalaket, y esta ciudad es mi ciudad! ¡Puedes llevarte de aquí cuanto desees, pero guárdate de poner sobre mí tu mano violadora, pues te expondrías a un castigo terrible!»
Hay que advertir que la cámara regia está atestada de tesoros. Tález, el cuñado del jalifa, no hace caso de la advertencia y alarga su mano hacia la reina, y en el acto rueda por tierra muerto, traspasado por los alfanjes de sus guardianes.
Toda esta parte de la historia, cuyo objeto verdadero es el de exhortar a los hombres al desprecio de las riquezas, muéstrase claramente influida por las tradiciones referentes a los hipogeos en que los monarcas egipcios momificados recibían sepultura (valga la palabra), en medio de sus tesoros, y en cuyas paredes solía representarse en jeroglíficos la biografía del finado, con todos sus nombres y títulos, acompañada de advertencias análogas al visitante, conminándole con mortales castigos si profanaba el sepulcro.
Tanto el rey Kusch-ben-Aad, como la reina Tadmor o Termes (en el texto de Bulak), tienen todo el aire de faraones, por más que ostentan nombres semíticos, y las respectivas inscripciones estén redactadas en lengua griega, pues ya se sabe, por los trabajos de Maspero, que bajo el influjo de las conquistas de Alejandro Magno pasó el Egipto por una época de helenización que ha dejado muchedumbre de papiros escritos en griego, aunque con una sintaxis egipcia.
Por esos y otros pormenores significativos hay que buscar el emplazamiento de esas ciudades en Africa, en el propio Egipto o en Etiopía, y así lo confirma también el encuentro que los expedicionarios árabes tienen con el efrit encadenado a una piedra negra, y que, contestando a sus preguntas, les declara ser un genio rebelde que antaño profetizaba por medio de un ídolo y era vasallo y capitán de los ejércitos del rey del Mar, sublevado contra Salomón, cuando este le intimó su conversión a la verdadera fe, por lo que el poderoso monarca hebreo le hizo la guerra y le venció, condenándole a él a aquel suplicio.
Aquí se cruza, como vemos, una inferencia con la leyenda talmúdica de Salomón, y concretamente con la de la captación de Etiopía para el Dios del gran rey y sus amores con la reina de Saba, lo que radica aún más este episodio en esas regiones africanas.
También allí radica el lago o mar de Kerker o Karker, en cuyas aguas los indígenas pescan las famosas redomas que van buscando los viajeros.
Fundándose en estos datos, sobre todo en la denominación marina del rey a quien servía el castigado efrit, relaciona Roso de Luna esta historia con el mito de la sumergida Atlántida e identifica la ciudad de Azófar con la Cerne atlántica que se menciona en el Periplo de Hannón, el cartaginés.
«La leyenda de la Ciudad de Bronce, como su homologa la Ciudad Atlante de las Puertas de Oro—dice el maestro ocultista—es universal en la antigüedad y siempre refiriéndose al Mogreb y a sus costas occidentales. Al-Edrisi-Zikru-l-Andalus y otros cronistas árabes medievales nos hablan de ella más o menos claramente y los conocidísimos diálogos platónicos de Timeo yCritias nos dan pormenores históricos, siquiera nuestra necedad los siga teniendo por fabulosos, acerca de la Gran Ciudad Atlante, metrópoli de cien nomos o reinos tributarios, cada uno tan espléndido como el mayor de los imperios históricos, con mil detalles acerca de su organización social, costumbres y hasta fiestas, en las que no es temerario ver el origen de nuestras propias corridas de toros. La célebre y agotada Historia del doctor Huerta y Vega nos habla, además, con cargo a documentos persas, hoy ya perdidos, acerca de ese “rey del mar”, al que alude la leyenda y cuyo nombre parsi de Neptuno fue luego ehumerizado (evemerizado querrá decir) por el mito griego de Hesíodo y de sus sucesores...
»Y si a entrar fuésemos en la correspondiente disquisición histórica, sobre particular de tamaña importancia como este, necesitaríamos recordar a Solón, cuando el sacerdote de Sais le narraba el tremebundo ataque sufrido heroicamente por la Atenas de hace once mil años de parte de innumerables huestes atlánticas, venidas de Occidente pocos años antes de la última catástrofe que sepultó los restos de aquel antiguo continente, “mayor que Asia y Libia juntas”; huestes atlantes que también invadieron el valle del Nilo, según nos asegura Anquetil du Perron, y a la que tan hermosa elegía consagra la leyenda transcrita relativa también a ese Kusch-ben-Aad, el Magnífico, que no es sino uno de esos príncipes cainitas, camitas, cusitas o “in-cas” a los que se alude en no pocos pasajes de la Biblia, sin olvidar el tan velado y desnaturalizado de su sumersión bajo las aguas del “mar Rojo”, mar que no es, por supuesto, el actual entre Egipto y la Arabia, como se cree, sino el Mar occidental o Eritreo, Siluro o Atlántico, que decimos hoy; como tampoco semejante Egipto es el actual del Nilo, sino el de los atlantes antecesores de los egipcios históricos que pasan a su actual emplazamiento africano de este último río, arrancando del país atlante a través de múltiples países, en itinerario maravilloso al que los informados en estas cuestiones nada tratadas todavía por nuestra prehistoria oficial denominan “itinerario de Io o del Culto de la sagrada Vaca”; es decir, el Culto unisolar o primitivo...»
Si se acepta la clave rosoniana habría que anexionar también al continente atlante esas siete islas de Al-Uaku-l-Uak, que aparentemente radican en el mapa asiático índico y que merecen epígrafe aparte.
LAS SIETE ISLAS DE AL-UAKU-L-UAK
Forman estas siete islas parte del reino de un monarca marino que, a la cuenta, es un alifrite, y que cambia de nombre en los distintos relatos en que figura el mítico archipiélago.
En la Historia de Hasán, el joyero de Bazra (Noches 437 a 465), es el padre de la princesa Menaru-s-Sunná, la mujer-pájaro o cisne, de la que se enamora el joven por haberla visto bañarse desnuda y con la que logra unirse, llevándosela a su país, de donde ella huye luego con el hijo de ambos, como ya sabemos.
En la Historia singular del príncipe Almás (Noches 872 a 885), que es una variante de la de Hasán, forma parte el archipiélago del reino del sultán Ciprés, para llegar al cual es preciso atravesar los siete océanos.
Pues bien: según los datos que dichas historias nos dan sobre las famosas islas, hállanse estas situadas en la India, en esa región ya conocida del monte Cáucaso o del Kafaristán, o Chennistán, país habitado exclusivamente por genios o alifrites y puesto bajo la guarda del scheij Jizr, ese ambiguo personaje que por su nombre se identifica con el Vertumno islámico, Hasán, el Verde, que a su vez viene a ser el profeta Elías de las leyendas talmúdicas.
Hay, sin embargo, entablado un gran debate sobre el emplazamiento de estas islas de Al-Uaku-l-Uak por los que se empeñan en darles una realidad geográfica. Lane, en sus notas a su traducción de las Noches, cita a Ibnu-l-Fakin y Al-Masûdi, que hablan de dos islas de Uak-Uak, situando una de ellas en el oriente de Africa, entre Zanzíbar y Sofals. «El territorio de los Zenchas (negroides de Zanzíbar) empieza en el Canal (Jalich), derivado del alto Nilo, y se prolonga hasta el país de Sofals y de las Uak-Uak.» Según Burton, se trata sencillamente de la península de Guardafui (Chard Hafum) ocupada por los «gallas» paganos y cristianos, antes de la invasión de los somalios islamizados.
«Esta identificación—añade Burton—explica muchedumbre de otros mitos, como el de las amazonas, que, según cuenta Marco Polo, gobernaban la “Isla femenil” de Socotora. El fruto de que en la historia miliunanochesca se habla y que al llegar a sazón grita Uak-Uak y Al-lahu-l-Jalak “es la calabaza Adausonia Digitata”, ese elefante vegetal, cuyos frutos, más grandes que una cabeza humana, cuelgan del árbol, sujetos por un delgado filamento, de donde aquellas cabezas de mujer colgando de los árboles en las islas uakenses.
»A la otra isla de Uak-Uak se la ha identificado alternativamente con las islas de Seicheles, Madagascar, Malaca, Sonda o Java y hasta con la China y el Japón. El orientalista Gaeje, en sus Arabische Berichtem über Japan (Amsterdam, 1880), nota que, en Cantón, el nombre del Japón es Uo-Kuok, posible corrupción de Koku-Tan, árbol del ébano (Dyospiros ebenum), que Ibn-Jordabah y otros geógrafos árabes encontraron, juntamente con yacimientos de oro, en una isla situada a 4.500 parasangas de distancia de Suez y el este de China.
»En cambio, el coronel J. W. Watson, de Bombay, señala Nueva Guinea o islas adyacentes como el lugar donde el Ave del Paraíso dicen que grita: ‘Uak-Uak’. Y W. F. Kirby, el autor de The New Arabian Nights, sustenta la misma opinión, puntualizando que las islas de Uaku-l-Uak son las islas de Cora, en la proximidad de la Nueva Guinea.
»Las islas de Uaku-l-Uak—concluye Burton, con ironía—, como el país de Ofir, han viajado por todo el mundo y hasta en el Perú se las ha encontrado, pues allí es donde las sitúa la obra escrita en turco Tariju-l-Hindi-l-Garbi (Historia de las Indias occidentales).»
Es natural que surja tal disparidad de opiniones al tratar de localizar en el mapa unas islas sobre las cuales el narrador miliunanochesco nos da indicaciones tan fantásticas y que a él mismo solo por fantásticas le interesan.
Fácil es ver que son unas islas simbólicas, pertenecientes al mundo poético, y que perderían todo encanto si se las situase en un lugar preciso que las hiciese reales.
Cierto que siempre quedaría elemento sugestivo de ensueños en esa interpretación del grito de sus pájaros; pero es indiscutible que, en esta vaguedad de emplazamiento, resultan doblemente poéticas.
Las islas de Uaku-l-Uak, con su fondo de matriarcado, sus mujeres-cisnes de condición amazónica, hombruna (que ese es el sentido que, según Trediakovski, tiene la palabra—derivada del eslavo—Much—hombre), que empuñan las armas, en tanto los hombres ejercen las funciones pacíficas de gobierno, son una mixtificación de la prehistoria, una proyección espacial de lo remoto pasado, que la imaginación del hombre arrumba a parajes lejanísimos, inaccesibles, símbolo de la memoria de las cosas, ya casi perdida en lo subconsciente.
Son la región misteriosa en que se guardan los secretos del pasado, que el hombre quisiera encontrar, pues entonces se operaría en él la anamnesis, recordaría y se haría sabio, según la frase platónica: «Saber es recordar.»
Las islas de Uaku-l-Uak, defendidas por tantos peligros, son algo así como la Cueva de Montesinos en el Quijote.
Para los teósofos son la residencia de los grandes maestros de la Iniciación. «En el centro de la montaña de Kaf (o sea en el Kafaristán y el Ladah o Pequeño Tibeth)—dice Roso de Luna— está la ciudad blanca o del Wak-Wak, la verdadera Kaba o clásico centro iniciático persi o hindú y también para nosotros, los teósofos modernos, pues que allí viven retirados del mundo y entregados tan solo a velar por la desvalida Humanidad algunos adeptos sublimes de la Magia blanca, que es la blanca y simbólica Wak-Wak de la tradición aria, y seguirá siéndolo mientras aliente la raza augusta de nuestros progenitores.»
EL LAGO DE KARUN
Este lago de la geografía mítica de Las mil y una noches en que unos peces rojos, hijos del rey Al-Ahmar, de la casta de los alifrites protervos, guardan el tesoro del rey Schamardel, aparece situado por el propio narrador de la historia en el corazón de Africa, al sur de Mequinez, en una región que no se indica.
El nombre de Karún que lleva el lago presenta cierta paronomasia con el de Creso, el famoso rey de Lidia, de cuyas riquezas fabulosas y tan mísero fin nos habla Herodoto en sus Historias, y de otra parte también con el del Koré bíblico, culpable de sedición contra Moisés durante el Exodo y al que en castigo trágaselo la tierra con todos sus tesoros, episodio que cuentan diversamente la Biblia y el Corán. Y, finalmente, también nos trae una resonancia del nombre del fúnebre barquero Caronte, que en el mito griego conduce a la otra orilla del Hades a las almas de los difuntos, que han de pagarle un óbolo por la travesía, por lo que hay que suponerlo riquísimo.
Una insinuación fúnebre se trasluce en todo lo referente a ese lago que es un lago subterráneo, infernal, en el que habitan sombras como las que vagan por las riberas de la Estigia, y que está dividido en cámaras, cuyas puertas guardan vestigios y monstruos que no son sino sombras.
De ahí que Roso de Luna lo haga pasible de interpretación ocultista y rectifique su nombre de Karún, cambiándolo en Katun, lago de Katun, «en el que un conocedor de los Códices Mayas no vería sino a los katunes o ábacos mágicos, matemáticos, base de toda iniciación pitagórica o cabalística. Por eso la madre de Juder (Chúder) le encarece que no vaya a pescar a semejante lago, es decir, que no se salga de la adocenada vulgaridad de los que huyen del Ocultismo por sus consabidos peligros».
Así considerado, el lago de Karún es un lago simbólico, ideal, algo así como el subconsciente del hombre, en que yace sepultado un tesoro de saber olvidado que se recupera por la iniciación, y al que, por tanto, sería inútil querer localizar en ningún mapa.
LA MONTANA MAGNETICA
En esta región del mito se sitúan también, a modo de barreras que impiden su acceso, mares interiores de difícil navegación, montañas abruptas, tribus antropófagas, ciudades de hechiceros y selvas—la jungla de Kipling—llenas de grandes serpientes, simios feroces y toda esa fauna fabulosa que se nos describe en las historias de Hasán el de Bazra y en la relación de los siete viajes de Simbad, el marino.
Entre esos accidentes geográficos descuella, en primer término, la famosa montaña magnética, que aparece ya en la historia del tercer zâluk, el primero de los personajes de Las mil y una noches, que aborda a esos parajes.
En la Historia del alhamel y las mocitas nos cuenta el mismo zâluk cómo el barco en que navegaba hubo de estrellarse contra la referida montaña, que, con su poder magnético, atrajo a sí al navío, provocando su desintegración.
La montaña magnética, o montaña-imán, era, según esa referencia del príncipe náufrago, una negra montaña en cuya cumbre se alzaba un caballero de bronce, jinete en un corcel del mismo metal, y que en su pecho ostentaba una gran plancha de plomo, con una inscripción mágica, en la que se decía que allí habrían de estrellarse todos los navíos mientras el tal jinete se tuviese en pie sobre su cabalgadura.
Como es natural, todo alrededor de la montaña veíanse restos de embarcaciones, cuyos clavos y herrajes saltaran y se desprendieran por efecto de la acción de aquella mole de piedra imán.
Esta es la primera noticia que aparece en el libro sobre esa fabulosa montaña, que el primero en mencionar fue Ptolomeo al hablar de las islas Maniolei, en la India extragangética, y que luego, en la Edad Media, pasa a figurar en la literatura caballeresca de Occidente, encontrándosela por ejemplo en la Historia del duque Ernesto de Baviera, compuesta a fines del siglo XII por el poeta alemán Enrique de Weldeck, y en la novela francesa titulada Descripción, forma e historia del noble caballero Berino y del valiente y muy caballeresco campeón Aigres del Imán, su hijo.
También Rabelais se hace eco de esa leyenda y asegura que el ajo es poderoso a neutralizar el efecto desintegrador del imán.
Pueden relacionarse, asimismo, con estas montañas magnéticas las montañas de diamante que Mandeville describe, y la roca magnética de Puttock, en su Peter Wilkins.
Silvestre de Sacy, en su Disertación, que sirve de prólogo a la versión alemana de Gustavo Weil, considera indiscutible el origen oriental de la leyenda, aunque no da detalles acerca de su elaboración ni base natural que pudiera servirle de punto de partida.
Tenemos, pues, que contentarnos con los parcos datos que sobre ella nos dan el tercer zâluk y Simbad, el marino, sin pretender ahondar más en la materia.
Solo diremos que en el siglo XVIII, cuando se tradujeron a lenguas europeas Las mil y una noches, coincidiendo con la atención que entonces dedicaban los hombres de ciencia al magnetismo, la montaña-imán impresionó grandemente las imaginaciones y suscitó debates sobre la posibilidad de su existencia.
En las Memorias de mi vida, de Goethe, podemos ver cuánto impresionó esa leyenda la imaginación infantil del gran escritor, que ya entonces, es decir, en su niñez, se preocupaba por los fenómenos científicos y hacía pequeñas experiencias de magnetismo con una piedra imán.
La piedra imán estuvo muy en boga en todo el siglo XIX y raro era el niño que no tenía entonces ese juguete científico y no hacía con él pequeños experimentos como el gran Goethe, en tanto los sabios los hacían en grande en sus laboratorios.
A la piedra imán atribuíansele virtudes mágicas, profilácticas y terapéuticas, y con ella se fabricaban talismanes y cinturones, que daban la buena suerte y la salud.
Hoy la electricidad ha eclipsado al magnetismo y la piedra-imán ha perdido interés, siendo sustituida por la pila eléctrica, con la cual se siguen elaborando, no obstante, análogos talismanes y cintas, que comunican energía y salud a quienes los llevan. Al menos así lo aseguran los anuncios.
EL RIO SOTERRAÑO
Otro accidente geográfico, situado en esa región del mito, es el río soterraño, que figura en varias historias: en la de Hasán, el joyero de Bazra, y en los viajes de Simbad, el marino.
Ese río soterraño conduce siempre, por debajo de tierra, a una ancha y florida campiña, poblada de negros, que por cierto son musulmanes, afables y hospitalarios, y acogen cariñosamente al viajero y lo agasajan y orientan, para que pueda seguir su camino.
En el caso de Hasán se trata de llegar a la residencia mítica del scheij de los pájaros; en el de Simbad, de recobrar la dirección perdida. Los negros conducen al náufrago a presencia de su rey Serendib, que toma su nombre de la isla en que impera, y, gracias a ellos, nos enteramos de la posición de ese paraje, que cae justamente dentro de la línea equinoccial.
Lo interesante, a nuestro propósito, es hacer notar la relación que ese río tiene con otros análogos de la mitología occidental, como el Alfeo de los griegos, que, a su vez, la tienen con los avernos o moradores subterráneos de los espíritus; tal sentido simbólico, de vía de paso de una a otra vida, tienen siempre en la leyenda esos ríos que se hunden en la tierra y vuelven luego a salir de ella, como en una resurrección prodigiosa de las tinieblas de la muerte a la luz de la vida. La leyenda utiliza ese simbolismo y supone que el curso subterráneo de esos ríos atraviesa las regiones infernales en que se guardan los últimos secretos de la vida y la muerte, y que quien se hunda con ellos en esa profundidad misteriosa podrá lograr revelaciones supremas y ver lo que solo ven los desencarnados. En el Quijote llega el héroe por el Guadiana a la famosa Cueva de Montesinos, donde encuentra todo un mundo de nobles sombras, y por el Alfeo arriba Fausto a la morada de las Madres, esas extrañas entidades goethianas que son como las Ideas-Formas de todos los seres y su plasma biogenético.
De ahí que, en la interpretación teosófica de Roso de Luna, el paso de ese río por Simbad, y su salida de la oscuridad subterránea a la luz plena de la campiña, adquiera los caracteres de símbolo de un viaje iniciático, de una muerte temporal de la que ha de salir transfigurado y enriquecido de un saber que si bien pasa al subconsciente, como el que traemos a la vida, opera en el carácter y modifica su psiquis. «Es el gran paso de la sombra a la luz» y «el despertar de tamañas tenebrosidades peligrosas se opera al fin en los “Campos Elíseos” de Helios, el Sol, Devachán, Amenti, etc., de otras teogonías, con lo que el héroe queda ceñido por los laureles de la inmortalidad y, ya en su séptimo y último viaje, triunfal, puede ir de embajador a Serendib».
EL RIO SABATION Y LA CIUDAD DE LOS JUDIOS
También en esa región misteriosa, aledaña de la mítica residencia del scheij Jizr, se encuentra otro río maravilloso que tiene la propiedad de secarse los sábados, en cumplimiento del descanso que ese día prescribe la religión mosaica: el río Sabatión.
Aquí el mito se relaciona con las tradiciones recogidas en el Talmud acerca de las diez tribus de Israel, que, cuando la cautividad de Babilonia, fueron trasladadas con las otras dos a tierras de Asiria por Salmanasar, y al revocarse el edicto de expatriación en tiempos de Artajerjes Longimano (siglo V antes de Cristo), no volvieron con las otras a Palestina, bajo la conducta de Esdras.
Mucho dieron que hablar, es decir, que escribir a los talmudistas, durante toda la Edad Media, esas diez tribus perdidas y muchas son las hipótesis que se formularon sobre su paradero.
En el curioso libro Mikvé Israel (Esperanza de Israel), escrito en ladino por el sefardí Menasseh-ben-Israel y publicado en Amsterdam en 5410 de la era judía o 1654 de nuestro cómputo, se trata a fondo de esta cuestión y se examinan las distintas hipótesis de los rabíes, a las que el autor opone la suya, según la cual el paradero de esas tribus perdidas vino a ser la recién descubierta América, lo que confirma lo que en otro lugar decimos sobre la transferencia de los mitos indios a la nueva India americana.
Ahora bien: entre las hipótesis de los talmudistas hay una que sitúa en la India, y aun en la China, el paradero de esas tribus; habla del río Sabatión, que corre por delante de la Ciudad de los judíos; Menasseh-ben-Israel, que cita esa hipótesis, menciona también, en apoyo de ella, autoridades cristianas, como el flamenco Nicolás Trigaucio, que en su libro De Christiana expeditione apud sinas suscepta, trae referencias del jesuita padre Riccio, confirmando la presencia de colonias de judíos chinos en Pekín, en Hancheu, la capital de la provincia de Chekiang, y en otros lugares del entonces Celeste Imperio, las cuales habíanse corrido hasta allí desde la India, al través de Tartaria.
A Menasseh-ben-Israel le interesa corroborar esa teoría para después corroborar la suya de que, así como de la India se pasaron las tribus a la China, también desde allí se pudieron «correr» a Nueva España, por el estrecho que está entre los reinos de Anián y Quivira (sic), que ya son tierra firme de Nueva España, y de allí a Panamá, al Perú y a las demás islas que hay por aquellas partes incógnitas.
Entre otras autoridades que Menasseh-ben-Israel cita en apoyo de las tesis indianas, base de la suya americana, figura el Itinerario del viajero judío español del siglo XV Benjamín de Tudela, que en él dice textualmente:
«Deste lugar, camino de 28 días, se llega a los montes de Nisebón, que están sobre el río Gozán, y en Persia hay algunos israelitas destas partes, los cuales dizen que en las ciudades de Niseber (¿Nishapur?) hay cuatro tribus de Israel, a saber: la tribu de Zebulún, el de Asser y Naphtali... Tienen ciudades y castillos en los montes, de una parte los circunda el río Gozán y no tienen jugo (yugo) de otras gentes, sino un príncipe, cuyo nombre es R. Josep A. Marchela Levita y entre ellos sabios y siembran y siegan y van a la guerra a tierra de Cut.»
Hasta aquí lo referente a la Ciudad de los judíos. Cuanto al río Sabatión dice lo siguiente el escritor judío holandés:
«Hoy hace 15 años que en la ciudad de Lublin dos polacos, después de una muy larga peregrinación, estamparon un libro pequeño en lengua germánica, mostrando el lugar donde le habían visto; mas por orden del Tribunal, en la feria de Merslauia fue mandado quemar. R. Abraham Frisel (en el cap. 24 del Orhet Olam) siente que está en la India, y así dice: “La origen de este río Sabático es en la india superior entre los ríos del Ganges” y más abaxo: “El río Sabático, arriba de Calikout, es su origen y divide los indios de una parte del reino de los judíos y allí le hallarás ciertamente”, y en el capítulo 24 conjetura también que Gozán es lo mismo que Ganges por la similitud de los vocablos. Eldad Danita, en su Epístola, describe las calidades deste río y dice que tiene de largo 200 codos...
»R. Salomón Iarhy, varón doctísimo, que floreció oy haze 500 años, en el comento del Talmud, haze también mención deste río, diziendo que las piedras y arenas del están todos los seis días de la semana en perpetuo movimiento, hasta llegar el sábado. Afirma justamente este mismo autor haber oído decir de una redoma de vidrio (sic) llena de aroma de aquel río, la cual estaba en continuo movimiento, hasta el sábado. El mismo testimonio podré yo dar de oyda, del cual tengo tanta satisfacción como si propiamente lo uviese visto; porque lo ohí a mi padre que esté en gloria y es cosa cierta que los padres no suelen engañar a los hijos.»
Después de ese testimonio irrefragable queda bien probada la existencia del famoso río Sabatión y su posición geográfica en la región de Kaligut, perfectamente encuadrada en la geografía real de la India.
En ella se sitúa también esa no menos mirífica Fuente de Sohrá o Venus, aunque en su apoyo no podamos citar las imponentes autoridades que acabamos de transcribir en favor de la realidad del río Sabatión.
LA FUENTE DE SOHRA
La fuente de Sohrá o de Venus aparece en la Historia de los siete visires, donde se refiere la anécdota del príncipe Chanischah, que, en el curso de sus andanzas, rumbo a la residencia de su prometida princesa, siéntase a descansar junto a aquella fuente y bebe de su agua, para apagar su sed, quedando en el acto convertido en mujer, con todos los caracteres somáticos, visibles y no visibles, del sexo femenil.
Fáciles de comprender la desesperación del príncipe al verse en tan enojoso estado, que le incapacita para reunirse con su adorada, a la que sigue amando, pues la metamorfosis no afecta a su psicología ni modifica sus sentimientos.
De esa situación angustiosa viene a sacar al príncipe un buen genio que, apiadado de él, le restituye en su verdadera condición varonil, revelándole de paso que todo aquello es obra de su visir, envidioso y enamorado también de la princesa.
Cabe dudar, pues, si la fuente tenía de suyo esa virtud mirífica, solo conocida del maligno visir, o si este, empleando algún sortilegio, la encantó para dañar al príncipe.
Sea como fuere, la fuente Sohrá introduce una variante notable en la mitología de las fuentes, donde las hay de tan diversas virtudes, pero no de esa capaz de cambiar los sexos y trasmutar en un instante el juego hormónico.
La fuente de Sohrá o Venus tiene, desde luego, un fondo simbólico y representa uno más en la serie de obstáculos que los malos genios oponen al triunfo de los héroes que intentan llegar a la cumbre de la excelsa Montaña, donde radican los paraísos de la mitología ario-persa.
Es la prueba más grande y más terrible y parece encerrar una exhortación al esfuerzo incansable, advirtiendo al hombre que, en cuanto se detiene y se sienta, corre peligro de desvirilizarse.
EL MAR DE SABARCHADA O DE ESMERALDA
Ese mar de Sabarchada, que aparece en la Historia que contó el capitán de Policía, el seiseno (Noches 537 a 538), pertenece, sin duda, a la geografía talmúdica, lo mismo que el río Sabatión.
Ese mar esmeraldino tiene un almotacén, o pesador, encargado de pesarlo todas las mañanas, para comprobar si se conserva íntegro su caudal o si alguien le ha hurtado, aunque solo fuere una gota.
El mar de Sabarchada posee virtudes curativas, sus aguas son una panacea, pero están vedadas a todo el mundo como no medie autorización del rey fabuloso, en cuyos dominios se inscribe.
La princesa Dalal, por un impulso de caridad y también por su ignorancia del misterio de sus aguas, llena en él una escudilla para dársela a una pobre mujer, que tiene un hijo enfermo.
Pero el pesador del mar, que probablemente no es sino un lago, al pesar su volumen a la siguiente mañana luego advierte el hurto y le va con el cuento a su rey, que en el acto despacha sus esbirros en busca del ladrón.
No tardan aquellos en dar con Dalal, y, al ver la mano de la joven teñida de verde, comprueban ser ella la ladrona, pues otra propiedad de esas aguas miríficas es la de comunicar a todas las cosas un tinte indeleble.
Y es interesante hacer notar la traza evidentemente talmúdica de esa historia del mar de Sabarchada, a la que no puede asignársele otra filiación más que esa. Nótese, de paso, que el color verde es también el del manto del profeta Eliahu (Elías) o Hasán, el Verde, en la transcripción árabe.
LAS TRADUCCIONES ESPAÑOLAS DE «LAS MIL Y UNA NOCHES»
Las mil y una noches llegan a España con un siglo de retraso, en la segunda mitad del siglo XIX, en la valija romántica en que vienen Los miserables, de Hugo; Los misterios de París, de Sue; las Memorias de ultratumba, de Chateaubriand, y las Meditaciones, de Lamartine, anacrónicamente mezcladas con el Fausto, de Goethe, y el Don Juan, de Byron.
La revolución francesa, las guerras napoleónicas, nos tuvieron incomunicados hasta allí con el resto de Europa y cerraron la frontera para esos viajeros del arte y el espíritu, que luego entraron en aluvión en nuestra casa.
El momento era entonces favorable para que el libro oriental fuese bien acogido entre nosotros; las Orientales, de Víctor Hugo, habían puesto el Oriente otra vez de moda; la guerra ruso-turca llamaba la atención de los públicos y las gacetas mantenían el interés de los lectores con reportajes, que entonces se llamaban informaciones, sobre las rarezas de la corte otomana; Alejandro Dumas novelaba episodios de esa guerra en El conde de Montecristo y hacía que su Edmundo Dantés trajese de allí a su esclava Haydée, bella, tierna y desgraciada, como una heroína de Las mil y una noches, y en las revistas bufas era de rigor el coro de suripantas, vestidas de odaliscas.
Lo asiático, en general, atraía, así a los profanos como a los eruditos; Max Müller acababa de revelar al mundo los misterios del sánscrito, como antes Champollion los del egipcio de los jeroglíficos; el público se deleitaba leyendo la Sakuntalla, de Kalidasa; los sabios estudiaban con afán la lengua de los brahmanes, la lengua madre de todas las europeas, y en la que se encontraban las raíces de sus vocablos y la clave de sus religiones antiguas. Gramáticas y mitologías comparadas, diccionarios, textos con prólogos documentados y notas ilustrativas se acumulaban en la mesa del estudioso y brindaban rico material a las discusiones académicas.
Fue una fiesta del saber el descubrimiento del sánscrito, que marcó un paso más en el avance hacia el corazón de Asia, y la conquista espiritual de la India, a la cual no habían llegado los investigadores, detenidos por la ignorancia de su lengua, en sus fronteras del Irán.
Guillermo Jones no había rebasado la línea persa en su sensacional Disertation sur la littérature orientale que reanimó juvenilmente el interés por la filosofía del Goethe anciano.
Pero el estudio del sánscrito, la traducción de los grandes poemas, el Mahabharata y su continuación el Ramayana, sobre todo de este último, tan cargado de temas y asuntos que ya habían trascendido a Occidente en forma de libros de caballería y folklore, actualizó también la vieja cuestión de los orígenes de Las mil y una noches y brindó nuevos argumentos a los orientalistas, que ya habían advertido el aire hindú o ario-persa del libro arabizado, en que ahora percibían mejor las huellas de esos venerables abuelos de la cultura.
Es en ese promedio del siglo XIX cuando se agudizan esos debates en torno al libro de que ya hemos hablado.
En este momento otoñal de Las mil y una noches tenemos nosotros buenos arabistas—los de la llamada escuela granadina—en que figuran los Simonet, los Almagro y Candenas, los Fernández y González, los Lafuente y los Amador de los Ríos; nuestras guerras de Africa daban un interés periodístico a los estudios árabes; los Cuentos de la Alhambra, de Washington Irving, habían provocado una legión de imitadores y eruditos que, como los ya citados, desenterraban leyendas granadinas y las trataban como poetas.
Teníamos también entre nosotros un políglota ilustre, don Francisco García Ayuso, que, además de arabista, era indianista y autor de un libro de filología comparada, que podía compararse con los de Bopp y Müller, y estimables traducciones de Sakuntala y Vikramorvasi.
No nos faltaban, pues, elementos para una buena traducción española de Las mil y una noches, hecha sobre un texto árabe, más o menos lograda desde el punto de vista literario, pero por lo menos directa, fiel y fidedigna, como las de Burton y Weil.
Y, sin embargo, no fue así. Con extrañeza hace notar Burton en su Terminal Essay: «Aunque España e Italia han producido muchos y notables orientalistas, no he podido comprobar que se hayan tomado la molestia de traducir por sí mismos las Noches; versiones baratas y de la de Galland parecen haber satisfecho a sus públicos.»
Y esas severas palabras del gran orientalista inglés siguen siendo exactas, pues a las traducciones de Galland han venido a sumarse después otras hechas sobre las de Weil y Mardrus; pero ninguna directa de ningún texto árabe, pobre ni rico.
Y, sin embargo, nosotros, en los siglos XII y XIII, habíamos sido los primeros en traducir del árabe el famoso Libro de Calila y Dimna y el de los Cuarenta visires, conocido por El libro de Sendebar; teníamos en casa a los árabes como una escuela viva en que aprender su lengua y doctorarse en su cultura; la corte de Alfonso X, que merece su dictado de Sabio por haberse sabido rodear de sabios de tres razas y tres culturas, había sido un centro de actividad intelectual enciclopédico y de traducciones, comparables a la Alejandría de los Ptolomeos, y al Bagdad, de Al Manzur.
Toda nuestra literatura del medievo —con nuestro Romancero a la cabeza— y hasta bien entrado el siglo XVI, está impregnada de influjo morisco y constelada de vocablos arábigos naturalizados en nuestro romance. ¿Cómo es que luego se interrumpe esa tradición y se corta esa cadena áurea?
Pero antes que esa pregunta se plantea esta otra: ¿Cómo es que Las mil y una noches no trascendieron antes, en esos siglos medios en que ya se estaban elaborando en Oriente, a nuestra literatura, por conducto de esos árabes españoles de las cortes de Córdoba y Granada, que, por el número y calidad de sus poetas y escritores, competían con las cortes de Oriente y se comunicaban con ellos y mantenían un intercambio continuo, personal, de autores y de libros?
Sabemos que los jalifas umeyas de Córdoba tenían a sueldo un número considerable de amanuenses y copistas, encargados de reproducir con bella caligrafía los manuscritos interesantes que adquirían en Oriente. Y sabemos también que esos poetas del Islam andaluz eran inquietos y curiosos viajeros, que iban y venían por todo el ámbito del Islam, de igual modo que sus correligionarios y cofrades de la otra banda, y que la ruta mercantil de Berbería era igualmente una ruta literaria.
Recordemos ese paso ya citado de Al-Makkari en sus Bocanadas de aroma de las ramas de Al-Andalus, el florido, y que han hecho suponer a algunos eruditos que ya Las mil y una noches eran conocidas y hasta populares en el siglo VII de la hechra y del cual inducimos nosotros que pudo introducirse en nuestra literatura por conducto de esos andariegos poetas andaluces.
Lo cierto es que hasta el siglo XVI no aparecen en nuestra literatura huellas esporádicas de Las mil y una noches en El patrañuelo, de Timoneda, en que en una de sus sentenciosas y divertidas «patrañas» incluye parte de la historia del quinto hermano del barbero de Bagdad, y que entonces esas huellas no son árabes sino italianas.
En toda nuestra literatura, rimada o en prosa, de los siglos medios y subsiguientes no aparece mención alguna directa ni indirecta del famoso libro, y los moriscos, que entre nosotros quedan y nos han legado tantas y tan interesantes leyendas de su raza en aljamiado, no nos dicen nada de él. Ni olor de él, como frecuentemente dicen los árabes.
La cosa es tan rara que los orientalistas han fantaseado la existencia de un manuscrito árabe de Las mil y una noches en la biblioteca jalifiana de Córdoba y una traducción española de los siglos medios, ambos, naturalmente, perdidos. (Véase Chauvin.)
Pero tampoco nos trajo ninguna noticia de Las mil y una noches nuestro gran Cervantes, que estuvo cautivo en Argel y trató allí a moros y renegados españoles, que pudieron haberlo informado, y escribió él mismo esa Historia del cautivo, que intercala en la segunda parte de su Quijote, y que es de corte perfectamente miliunanochesco, ya que su asunto es idéntico al de tantos cuentos del libro oriental: el de la mora que se enamora de un cautivo cristiano y se convierte a su fe y huye en su compañía, tema que los autores árabes tratan, como es natural, a la inversa, según puede verse, por ejemplo, en la Historia de Alí Nuru-d-Din y Maryem, la cinturonera (Noches 477 a 492).
Pues bien: ni Cervantes, que al fin y al cabo no ahondó ni mucho menos en la cultura árabe ni en su idioma, del que solo aprendió unas cuantas voces del dialecto vulgar—tan pocas que pueden contarse—, pero ni tampoco el célebre renegado mallorquín del siglo XV fray Anselmo Turmeda, el autor de la gran comentada Apología del asno, que se convirtió al islamismo y penetró en todos los misterios de su literatura y su teología, menciona en sus escritos, y diz que fue un gran escribidor, de vena copiosa y variada, a Las mil y una noches.
Hay, pues, por ese lado una incomunicación absoluta que puede interpretarse de varios modos, en relación con ese corte que en el siglo XVI se observa en nuestro trato con lo morisco.
Este elemento que influye en nuestra literatura y en nuestra arquitectura, donde se acusa en lo mudéjar, sigue prolongando su línea en el siglo XVI y aun en el XVII, en que produce la exuberante floración de romances moriscos, en que todos los escritores de esa época prueban y lucen su ingenio, desde Lope a Góngora, aunque fácil es notar que lo hacen por pasatiempo y que el gusto por lo morisco no es ya actual. Tan es así que, en el género narrativo en prosa, solo se señalan en esos tiempos cinco novelitas breves, por el estilo de la ya citada de Cervantes, que se incluye en el número de las que el erudito señor Montolíu recoge y estudia en su libro Novelas moriscas (Barcelona. Sin fecha) y cuyos autores son, por cierto, Cervantes, Jorge de Montemayor, Ginés Pérez de Hita, Mateo Alemán y Alonso de Castillo Solórzano, cultivadores casi todos de la picaresca, esa variedad literaria de abolengo indiscutiblemente moruno.
Pero toda esa floración morisca es arqueológica, artificial, no espontánea, pese a su exuberancia de selva. Y la línea mudéjar no tarda en quedar anulada por la línea latina, plateresca, que, lo mismo que en arquitectura, imponen el Renacimiento de una parte y la dilatación imperialista de la España de Carlos V en Europa y por el lado de América.
Nuestros escritores encuentran ya estrecha y mezquina esa línea mudéjar y esos temas indígenas y, siguiendo a los conquistadores, enriquecen y dilatan las curvas de su estilo, enlazándolas con las del resto de Europa, en esa amalgama curiosa y abigarrada que ha de conducir a lo barroco.
Ese despego que nuestros escritores muestran, a partir del siglo XVI, por lo morisco, que solo logra supervivencia en la novela picaresca y en la literatura popular, es un fenómeno explicable como prolongación espiritual de la Reconquista, como recuperación de lo nacional, de una parte, y de otra, como secuela del natural orgullo del vencedor, que tiende a suplantar en todos los terrenos al vencido, cuyos valores de toda clase salen depreciados de la derrota y pierden su prestigio aristocrático que antes tuvieron; ese proceso naturalísimo que, además, en nuestro caso, se complica con la cuestión religiosa, ya que la guerra de la Reconquista ha sido una Cruzada, y todo lo morisco está impregnado de herejía, resulta agudizado más aún por el sentido imperialista que España adquiere bajo el reinado de Carlos V, el emperador, el César, animado de ambiciones cesáreas. Es natural que la España de Carlos V, que tiende sus ojos al mapa del mundo y que acaba de incluir en él un continente nuevo, mire con desdén lo morisco y tienda a abandonar en todos sentidos la línea mudéjar, para seguir la línea latina, amplia y majestuosa, propia de pueblos dominadores, la línea del palacio y del arco del triunfo.
El fenómeno literario del gongorismo, de esa resurrección arqueológica de mitos y vocablos latinos y griegos, está llena de significación política.
Los españoles del siglo XVI—y no digamos de los subsiguientes—no pueden mirar sino con desdén y recelo esos vestigios moriscos que quedan en su patria, y ahora ya son de mal tono y les dan de lado, para consagrar su atención a las antigüedades grecolatinas o la gran novedad americana, desentendiéndose de todo lo demás, que —libros y monumentos, códices y alcázares—seguirá postergado, cayéndose a trozos hasta que el romanticismo del siglo XIX venga a revalorizarlos y el turismo incipiente los incluya en sus guías.
Es lamentable, por todos conceptos, el complejo de causas que impidieron que nosotros, tan ligados a lo árabe, por tantos lazos de amor y de odio, por tantas transfusiones de sangre y de espíritu, no hayamos tenido la suerte de ser los primeros en revelar a Europa esa gran tragicomedia humana, oriental, en una versión directa, romanceada de árabe y español, en esa lengua ingenua y balbuciente, de infancia y de vejez al mismo tiempo, y que ya suena a despedida y adiós en los manuscritos aljamiados de árabes y hebreos que nos han quedado.
Ese romance de dos idiomas clásicos que se descomponen y renacen y se marchitan y reflorecen; ese lenguaje en formación, que da la impresión de una primavera amarilleante, cargada de nostalgias al nacer, por el viejo arrastre de sus voces nuevas; ese «ladino» que los serfadíes conservan aún y emplean para hacerse la ilusión de que siguen viviendo en su Sión ibérica, en su vida doméstica y religiosa, como lengua afectiva y sagrada; ese ladino en que las claras voces castellanas parecen suspirar con ritmo de quejumbrosa prosodia aramea y cuyo trauma sentimental sufrió y gozó el doctor Pulido al oírlo hablar en las calles de Salónica y que modernos filólogos, como el profesor Yehuda, han estudiado con aparato científico, habríale sentado a maravilla a ese libro oriental de Las mil y una noches, lleno de esa misma nostalgia, de esos suspiros de Boabdil y esos arrullos de tórtola.
Impagable sería una versión, aunque parcial, de Las mil y una noches escrita en ese romance de entonces por algún morisco o hebreo converso de los que aquí se quedaron; su prosa y su verso tendrían un encanto especial, como lo tienen el Kalila y Dimna y el Libro de Sendebar, y que no pueden prestarle las traducciones modernas, como no sea matizando hábilmente el estilo, sombreándolo con vocablo antiguo, para ponerlo a tono con esa España morisca de los castillos y los alcázares, que sus argumentos sugieren. Porque en España es donde Las mil y una noches están como en su casa y apenas si nos parecen exóticas. Aún quedan aquí muchos escenarios en que rodar con toda propiedad esa película y tipos raciales en que encarnar sin mucha caracterización a sus personajes, y hartas palabras idénticas a las del texto original con que expresar sus emociones y costumbres, análogas a las que en él se describen. Y no digamos nada de la analogía de sentimientos y reacciones psíquicas entre esos orientales y nosotros.
Todo lo cual hace que esa tarea de verter el libro resulta muy llana para un traductor español, siendo, como es, muy ardua para los extranjeros, que luchan en él con toda clase de exotismos; nosotros tenemos nombres árabes romanceados para designar sentimientos, lugares y hasta prendas de indumentaria; tipos como la tapada, la celestina, el pícaro, el mendigo, el jaque, el bandolero, etcétera, son tan de nuestra literatura como de la oriental, y sus modos de conducirse, su gesto y su aire, no pueden sorprendernos.
Curioso es el caso de que Burton, por ejemplo, recurra a la palabra española mantilla para dar el equivalente exacto del velillo con que las tapadas de Bagdad se cubren.
Y hasta en literatura la línea mudéjar no se ha borrado nunca del todo, pues hay en nuestra psiquis sobradas latencias atávicas que velan por su supervivencia, y así serpea siempre y pone una veta en la prosa y el verso de los escritores más clásicamente latinos; desde luego todo lo popular le pertenece, a partir de Castilla (cante jondo, reformado por lo gitanesco, otro ramalazo oriental en nuestro orientalismo), romances de ciego, pliegos de cordel; lo romántico es para nosotros lo moruno, y así, en cuanto surge el romanticismo como escuela literaria, resurge entre nosotros lo árabe como algo natural, simplemente olvidado, cambia en un momento la decoración, lo popular y lo erudito se funden en la misma corriente y la España morisca (síntesis de todos los elementos orientales primarios), la España de lo pintoresco, del color local que sorprende como otro Oriente a Dumas, a Teófilo Gautier, a Mérimée y a Irving, torna a dar la cara y se planta arrogante frente a los tomavistas, vistiendo ocasionalmente el traje de gitana de Carmen, la mora.
Vuelve a acusarse con nueva vitalidad pujante esa línea oriental nunca del todo muerta, como resurge el policromado de las mezquitas, un tiempo recubiertas de estuco. Los poetas, Arolas, Zorrilla, el duque de Rivas, instrumentan temas orientales; los arabistas indagan en los archivos y buscan y encuentran y traducen o transcriben manuscritos árabes y aljamiados, y sientan las bases, unos y otros, de un renacimiento oriental que tiende sus ramificaciones hasta nuestros días, con poetas como Villaespesa, el de El Alcázar de las Perlas y Abem-Humeya, y novelistas como Isaac Muñoz, el creador de la novela mogrebí, el autor de la Fiesta de la Sangre, y con los arabistas de la escuela aragonesa, los Codera y Baydín y los Ribera, cuyo último representante ha sido Asín Palacios, el descubridor de las fuentes coránicas de La Divina Comedia, bajo cuya pluma lo oriental indígena se sublima a la esfera de lo universal.
Actualmente esa tradición se continúa en los noveladores de argumentos marroquíes como Corrochano, en su Mektub, y con arabistas como González Palencia y García Gómez, al primero de los cuales se debe, por cierto, una versión de dos historias de Las mil y una noches, las tituladas Abdu-l-Lah, el de tierra, y Abdu-l-Lah, el del mar, e Historia de Ataf, el generoso.
Cualquiera de esos arabistas habría podido acometer y coronar la empresa de una traducción directa de Las mil y una noches, pues a Asín Palacios y a González Palencia les sobraban condiciones literarias para ello.
Pero sea por lo que fuere no lo hicieron, y así, hasta ahora, solo ha conocido el público español a Las mil y una noches en traducciones del francés y el alemán, en eco y no en su voz natural y directa.
La primera versión española de Las mil yuna noches que aparece en España es retraducción de la de Weil, se imprime en Barcelona en 1841 y está firmada por Bergnes. Síguele en 1846 la retraducción anónima de la de Galland (imprenta y librería de Mellado, Madrid).
De ninguna de ellas hay que hablar en particular. Sus deficiencias e infidelidades al texto original son las mismas que las de sus originales alemán y francés.
La retraducción de Weil, en gran formato e ilustrada con unas viñetas de supuesto gusto oriental, con unas odaliscas obesas y con aire de suripantas, de un buen gusto muy discutible, y la de Galland se reproducen varias veces por las editoriales españolas y las parisienses de Garnier y Bouret, hasta bien entrado el siglo XX, en que hay una pausa explicable, de una parte porque el gusto por lo oriental ha pasado; al romanticismo que lo reanimó han seguido el naturalismo, el realismo y la tendencia social representada por los escritores rusos Dostoyevski, Tolstoi, en forma evangélica, y por Zola en la de reivindicación proletaria, movilizando masas que marcan el paso de las manifestaciones obreras.
Esa inquietud social lo acapara todo, hasta que, como reacción contra ella, en nombre de la espiritualidad, surge la Teosofía de madame Blavatzki y provoca un renacimiento de interés por las viejas y sabias civilizaciones orientales, en que acaso está el secreto de esa paz del alma y esa comprensión amorosa que el Occidente necesita.
Tales razones, secundadas por otras, que en síntesis pueden agruparse en un cuadro sintomático de evasión psíquica de la Europa amenazada que se refugia en las Batuecas del Arte, de la música wagneriana y la poesía simbolista de los Verlaine y Mallarmé y los modernistas de todos los países, inhibidos por desencanto de todo lo político y social, impulsan sin duda al doctor Mardrus, comensal de los cenáculos simbolistas, a publicar en París (1889) su ya mencionada versión de Las mil y una noches, que en 1916, aproximadamente, en plena guerra mundial, aparece entre nosotros, de un modo inesperado, cuando nadie se acordaba ya de esas noches (las noches de las trincheras, alumbradas por bengalas mortales, eran las que llenaban nuestro cielo de entonces), y con caracteres de sensacionalismo, cual si acabaran de publicarse en París y fuesen allíel acontecimiento y no mediasen diecisiete años por lo menos entre su edición francesa y su edición española. En esta aparecen Blasco Ibáñez como traductor y Gómez Carrillo como presentador, quifait le boniment en términos de elogio ditirámbico.
Ya hemos hablado antes lo suficiente de la versión de Mardrus, que en la retraducción de Blasco Ibáñez conserva todas sus características, favorecidas por el estilo afrancesado del famoso novelista, de suerte que, en general, puede hacerse el lector la ilusión de estar leyendo la propia versión de Mardrus en su texto francés.
Después de esas traducciones españolas, que apuran el sensacionalismo —digámoslo así—de Las mil y una noches, la que ahora ofrece al público la Editorial Aguilar no puede aspirar al titulo de novedad ni revelación absolutas; pero sí puede justificar su aparición por otros conceptos. En primer lugar, el de haber sido hecha sobre textos árabes y no franceses, como las anteriores, lo que la sitúa en el plano de las versiones de Galland, Weil y Burton, esos traductores originales, con la consiguiente disminución de riesgos de refracción en el calco y la absoluta falta de propósito tendencioso en el autor, el cual no se ha propuesto probar ninguna tesis ni reivindicar ningún tesoro, sino sencillamente reproducir con la mayor fidelidad y honradez esos textos, que en el fondo vienen a ser los mismos que sus precursores manejaron (las ediciones en árabe de Bulak, Beirut, Estambul, Bombay, etcétera), salvo las inevitables variantes de las múltiples copias y las evitables de los traductores.
Hemos abierto, con la llave del idioma, para el público de lengua española, la vieja arqueta árabe-persa en que se guardaban esos herrumbrosos tesoros y se los mostramos con toda sencillez, sin ninguna pretensión de sensacionalismo, pues toda pretendida revelación en este respecto no pasará nunca del detalle, y en lo referente al número dependerá de la mayor o menor riqueza de los códices consultados. En el fondo, como ya hemos dicho, Las mil y una noches son siempre las mismas en medio de su aparente variedad, y solo mediante habilidades retóricas puede cambiarse falazmente la expresión de esas fisonomías inmutables.
Las mil y una noches, como la Ilíada, son siempre las mismas, aunque las retoquen, a titulo de animarlas, un Mardrus o un Leconte de Lisle.
Esto quiere decir que nuestra versión es, hasta cierto punto, literal; hasta cierto punto, sin embargo, porque la literalidad absoluta, o sea, la simple sustitución de una palabra por otra, conduce, como es sabido, al absurdo, y es algo comparable al simple volver del revés un tapiz, en el que las imágenes estampadas del anverso siguen viéndose, pero, naturalmente, al revés; ese es el defecto que los filólogos ponen a las versiones siríacas de las Escrituras que son literalmente fidelísimas (Pizzi).
Nosotros somos fieles al texto, pero no al modo de los siros, con tanta más razón cuanto que no traducimos ningún libro sagrado que contenga palabras de cuya interpretación penda el destino futuro y eterno del alma de los hombres.
Somos literales en cuanto la letra tiene en el libro un valor de resorte literario, de elemento cromático, de fijación local o cronológica, de algo característico, típico o personal; en los demás casos hemos atendido al espíritu y usado de la prerrogativa liberal que confiere, sobre todo al trasladar a nuestra lengua los poemas intercalados en el libro, que hemos tratado simplemente como motivos o temas musicales en variaciones de la misma clave afectiva.
Por el mismo respeto al valor retórico del lenguaje del original hemos procurado, siempre que fue posible, sustituir el vocablo árabe por otro de nuestro romance que se derivase de él y no se hubiese hecho, con el tiempo, demasiado arcaico e irreconocible; por la misma razón todavía de conservar al texto original su línea semítica hemos partido esas páginas de prosa seguida, sin puntuación, en períodos individuales, de apariencia versicular, rompiendo esos broches léxicos de las copulativas que en la grafía oriental mantienen unidas las cláusulas más dispares, haciéndolas marchar unas tras otras como camellos de una larga caravana, que solo se detiene al llegar a los altos, marcados por los versos.
Los versos son los únicos que abren brecha en la compacta prosa árabe, monótona como un desierto, en el que los poemas surgen con frescura de oasis.
La poesía, el ritmo, anima también el paso de la prosa y alivia la monotonía de esas largas jornadas, con cierto acompasado golpeteo de tamtam o sordina de flauta, que se expresa en aliteraciones, cadencias análogas y, a trechos, en consonancias perfectas, propias de la poesía.
En toda nuestra labor de traductores hemos tratado de conservar esa musiquilla árabe, esa continua nota monocorde y elemental en que el árabe se complace sin cansarse nunca, como si en ella viera la eterna repetición de las cosas efímeras de este bello mundo que forman el anagrama de su único Dios y la múltiple politeística expresión de su monoteísmo.
En nuestra versión hemos tratado de reproducir con nuestros medios, en todo lo posible, los recursos retóricos tradicionales del estilo oriental: el fraseo versiculado, la hipérbole, el juego de palabras, la aliteración y la similicadencia, esa media rima por donde empezó la poesía árabe antes de ser rima completa, y que siempre apunta en su proceso como una inminencia de verso formal y como un resabio de esas cantinelas infantiles que, según ya notaba Sheldon en el siglo XVIII, en su tratado De Rithmo, forman la base de la poesía de todos los pueblos y de las que los árabes no han logrado desprenderse ni en su edad adulta, como si fuesen parte de su complejo involutivo.
Tales aliteraciones y similicadencias, que en nuestra prosa, más evolucionada, constituyen un defecto que debe evitarse, representan una gala en la prosa semítica, siempre atada al versículo y al retornelo regresivo, sin haber logrado nunca el paso libre y progresivo del período ciceroniano, cual propia de un pueblo obsedido por la idea fija de su monoteísmo absoluto, y nosotros las hemos respetado, pensando que sería desfigurar no solo el estilo, sino también la verdad psicológica de que es expresión ostensible, el verter un texto árabe absolutamente en nuestros moldes literarios e imprimir a su prosa, siempre un tanto infantil, emocionada, trabada y balbuciente, el ritmo discursivo y siempre más o menos oratorio de la nuestra. El genio semítico es de tipo pasional, no racional.
Nada más lejos del genio semítico en general—pues en esto coinciden árabes y hebreos—que esa construcción occidental, amplificada y sostenida, que esa gradación arquitectónica de formas y conceptos que se advierte en las traducciones europeas del libro, desde Galland a Mardrus, en las que el estilo resulta uniforme, pulido y cortés, sin esos contrastes de abandono y elegancia, de violencia y de finura, y ese aleteo quebrado de golondrina, característico de la prosa oriental, alternativamente opaca y deslumbrante, pobre y rica, como esas princesas descalzas que se adornan con collares de perlas.
La prosa semítica—en la Biblia y el Corán—pasa inesperadamente de la indigencia al esplendor, de lo vulgar a lo sublime, sin esas gradaciones y trámites de la nuestra, y hay que respetar y reproducir ese ritmo epiléptico de sus crisis inspirativas. El genio oriental es como el Ave Roj: que va derecho a su presa.
Cuanto a los versos, que Galland suprime en absoluto y Mardrus deja en prosa, lo hemos traducido también en verso, relativo si queréis, sin pretender, desde luego, reproducir la métrica del original, lo que ningún traductor ha intentado, sino únicamente dar una idea del ritmo y prestar cierta música a esas expresiones líricas, es decir, musicales.
Para los poetas descriptivos nuestro romance, que procede del sachal árabe y fue siempre forma básica de nuestra poesía—ahora vuelve a estar de moda con García Lorca y los neogongorinos—, es el molde más apropiado, y para los arrebatos emotivos breves y apasionados, la copla andaluza, de claro origen semítico. En coplas podría ponerse todo El cantar de los cantares, que es, en el fondo, una serie de requiebros, achares y jaculatorias de amor.
No faltará quien hubiese preferido una traducción en prosa y literal de los versos, pero en ese caso no se habría marcado bien en el texto la movilidad de los afectos y el rápido paso de la prosa a la lírica. Y por afán de fidelidad, habríamos sido infieles.
En resumen: nuestra traducción, labor de seis años, es, por lo menos, la más completa que hasta ahora se conoce, y aun podríamos llamarla integral, pues recoge todas las historias que las versiones anteriores extranjeras y españolas nos dan parcialmente, más otras que ninguna de ellas nos da, y es, además, la única española que se presenta ilustrada con notas—de carácter filológico, histórico y geográfico—que permiten al lector identificar personajes reales y localizar datos geográficos que de otra suerte quedarían en la región de lo problemático. Esas notas, aparte su interés circunstancial, en relación con el texto, tienen el otro, mucho más importante, de poner al lector en comunicación con ese amplio mundo de cultura antiguo, hindú, persa, griega y latina, por el que han rodado estos cuentos, cargándose de elementos bióticos, y que por sí solo representa un valor tan grande como el de la creación literaria.
Y cumplido ya con creces el deber de introductor que al traductor incumbe, solo nos resta despedirnos del lector con el bello saludo árabe: Selam!
¡Selam, amigo lector!
Y que estas noches de Oriente,
llenas de aroma y fulgor,
de tus noches de Occidente,
sean el premio mejor.
Y escuchando las historias
que nos cuenta Schahrasad,
huyan tus tristes memorias
y alcances felicidad
y te olvides del dolor
que el Amor te hizo sufrir,
sin olvidar al amor,
que eso sería morir.
ADVERTENCIA SOBRE LA TRANSCRIPCIÓN DE LOS NOMBRES ÁRABES
Para la transcripción en letra latina de la onomástica árabe decía el docto arabista don Emilio Lafuente y Alcántara en el prólogo a su traducción española del Abjar Machmúa (Madrid, 1867): «En cuanto al sistema de transcripción de los nombres de personas o lugares, ha habido siempre gran variedad, no tan solo en España, sino también en el extranjero, adoptando unos la pronunciación estrictamente gramatical, otros la vulgar de Argel, Marruecos, Egipto o Siria, limitándose a veces a representar cada sonido con la letra del alfabeto europeo más análoga y añadiendo en otras ocasiones signos convencionales.»
Esa clave es, con leves discrepancias, la empleada en su versión española del Abjar Machmúa por el ya citado don Emilio Lafuente.
Como él, damos el valor de A al alif del artículo árabe, y escribimos, por ejemplo, Al-Manzur y Al-Harits, y le suprimimos la vocal, cuando desaparece en la pronunciación, como en Abdu-l-Lah y compuestos análogos.
Damos igualmente el valor de la che española al guim o chim árabe, equivalente al guimel hebreo, que los franceses representan por el compuesto dj, en nombres como Chebel que transcriben Djebel, por la razón que el señor Lafuente expone: «El Diccionario de fray Pedro de Alcalá, los muchos nombres geográficos que nos han quedado y los libros escritos en aljamía, así como algunas palabras castellanas que se encuentran desde muy antiguo indicadas en obras arábigas, demuestran que el chim tenía un sonido semejante al de la letra che.» Y diz que nuestros moriscos traían la pronunciación del Oriente. Hagamos notar, de pasada, que esa letra chim tiene en el dialecto de Egipto el valor del guimel hebreo, o sea, el de nuestra ge suave.
Transcribimos jota el ja fuerte del árabe, y por hache, con la inevitable ambigüedad consiguiente, esos dos sonidos más suaves del ja sencillo y del he.
Para el schim que el señor Lafuente transcribe equis, empleamos nosotros la sch de alemanes y rusos, que corresponde a la combinación sh británica a sci de los italianos.
Con la ese representamos el análogo sonido del sin árabe y también el del za, idéntico al de zeta francesa y que en nuestros documentos antiguos se figura con c, y reservamos la zeta para figurar el zad arábigo, que es su equivalente.
Cuanto a estos dos sonidos complejos de las dos dal y los dos zad y las dos ta arábigas, que se suelen representar con combinaciones de dh, th, en libros extranjeros y que el señor Lafuente adopta en su clave, los reproducimos sencillamente por d, t, por tratarse de sonidos que ni entre los árabes están bien diferenciados y mutuamente se sustituyen y confunden. En nuestro romance tenemos la palabra cadí, que, según esa grafía, tendría que escribirse cadhí.
Caemos en la confusión, pero evitamos la complicación, que, naturalmente, no son siempre lo mismo.
Siempre ocurre así cuando se trata de transcribir sonidos de un idioma a otro menos rico en recursos fonéticos. En la antigüedad clásica ya se les presentó ese problema a los griegos con respecto a los persas e indos, y a los latinos con relación a los griegos. No tenían los latinos en su alfabeto el sonido gutural fuerte de la jota griega, y para representarlo recurrieron al mismo procedimiento que hoy los franceses, para reproducir ese mismo sonido del alfabeto árabe: unieron la ce, que a ellos les sonaba ka, con la hache, que aspiraban levemente, y transcribieron Charitas la Jaris helénica, de igual modo que los franceses transcriben khaliphe—la grafía árabe—jalifa.
Seria quimérico tratar de reproducir exactamente los sonidos árabes con nuestros medios gráficos; fijándonos solamente en los sonidos guturales, no tenemos nosotros más que uno fuerte, el de la jota, sin esos matices de las tres letras que en el alefato representan otras tantas variedades del mismo, y para representar el más leve de ellos tenemos que recurrir a la aspiración que tiene la hache en labios del vulgo andaluz.
Derivase de ahí una ambigüedad inevitable en la transcripción de esos sonidos, y aunque se haya convenido en reproducir con la jota el sonido fuerte del ja arábigo, no nos queda más que la hache para representar esos otros dos sonidos del ja suave y del he que viene a ser el espíritu rudo de los griegos. Y así, si podemos distinguir Hasán de Jalifa, no podemos marcar la diferencia entre Hasán y Haddar.
Otro tanto sucede con el schin árabe, que no tiene equivalente en nuestro alfabeto, y que nuestros escritores antiguos representaban con la equis y los modernos con la sh inglesa o la sh germánica. Y no digamos nada de esas variedades de zeta y te, que ya en árabe no se diferencian en la pronunciación y que los orientalistas suelen representar por la dh y la th, sin conseguir tampoco evitar la confusión entre ambos sonidos.
Pero no vamos a desarrollar aquí un tratado sobre ese tema, que solo tendría interés para los arabistas; nos limitaremos a indicar la clave gráfica que hemos empleado nosotros en la transcripción de la fonética arábiga.
El sonido duro de nuestra ce con las vocales a, o, u, lo representamos siempre por la ka, aunque ya sabemos que modernamente e innecesariamente se la quiere representar por la q, pasando de la transcripción germánica a la inglesa.
Cuanto a las vocales, que nunca tienen en árabe una fijeza absoluta, como ocurre en inglés, las hemos reproducido según la fonética más generalizada, pero sin atenernos, no obstante, a regla fija, que no guardan los propios árabes; es frecuente que en un texto aparezca una palabra vocalizada de distinto modo, con a y e o con e e i, siendo indiferente, por ejemplo, que se diga Al-Manzor o Al-Manzur; los umayya, los umeyya o los umiyya. Lo que no puede decirse es los «Omniadas», como vemos escrito en más de un libro de texto de Historia de España al tratar de esa dinastía.
Hay un caso en que las vocales arábigas toman un matiz gutural sincopado al contacto con la letra ain, esa letra primitiva y característica de todas las razas semíticas, y entonces, para diferenciarlas de las otras no afectadas por ese sonido gutural, las marcamos, como la mayor parte de los orientalistas modernos, con un circunflejo (^), y así se puede distinguir la de Châfar, por ejemplo, de la de Hasán.
Finalmente, en lo relativo a la acentuación, que adolece entre los árabes de la misma inestabilidad que la vocalización, la hemos marcado siempre siguiendo la norma prosódica más generalizada. Y el lector puede estar seguro, por lo menos, de que en ningún caso debe decir Coran, sino Corán, ni abbasí, sino abbasi.
¡Aunque Alá es el más sabio!
R. CANSINOS ASSENS
[1]La héjira o huida (que tal significa la voz árabe) del Profeta Mohammed de la Meca a Medina, que tuvo lugar el 15 de julio del año 622 de nuestra e
[2]Se está refiriendo, claro es, a una edición distinta de la nuestra, por lo que no hacemos las correspondientes anotaciones de las noches. N. del E.
[3]Del cercado ajeno—Madrid, 1907.
[4]La moneda fraccionaria de menos valor en Egipto.
[5]Dinastía que reinó en Egipto, antes de la conquista del país por Selim I.
[6]Señora, en persa y turco.
[7]Velo.
[8]Gañanes, campesinos.
[9]Nombre turco del juguete infantil llamado entre nosotros «tentetieso» y que aquí encierra una alusión obscena.
[10]Las bellezas del Talmud (Antología).
Rafael Cansinos Assens (Sevilla, 24 de noviembre de 1882-Madrid, 6 de julio de 1964) fue un escritor, poeta, novelista, ensayista, crítico literario, hebraísta y traductor español, perteneciente al movimiento ultraísta. Cansinos hablaba varios idiomas y tuvo un gran reconocimiento tanto como traductor como por sus ensayos y novelas. Tradujo al español Las mil y una noches, partes del Talmud, el Corán, así como obras de Dostoievski, Goethe y Shakespeare. Wikipedia
MIJAIL BAJTIN - La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento: El contexto de François Rabelais

RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - Museo de reproducciones (novela)
ARENDT, HANNAH - La condición humana
PRÓLOGO
En 1957 se lanzó al espacio un objeto fabricado por el hombre y durante varias semanas circundó la Tierra según las mismas leyes de gravitación que hacen girar y mantienen en movimiento a los cuerpos celestes: Sol, Luna y estrellas. Claro está que el satélite construido por el hombre no era ninguna luna, estrella o cuerpo celeste que pudiera proseguir su camino orbital durante un período de tiempo que para nosotros, mortales sujetos al tiempo terreno, dura de eternidad a eternidad. Sin embargo, logró permanecer en los cielos; habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía.
Este acontecimiento, que no le va a la zaga a ningún otro, ni siquiera a la descomposición del átomo, se hubiera recibido con absoluto júbilo de no haber sido por las incómodas circunstancias políticas y militares que concurrían en él. No obstante, cosa bastante curiosa, dicho júbilo no era triunfal; no era orgullo o pavor ante el tremendo poder y dominio humano lo que abrigaba el corazón del hombre, que ahora, cuando levantaba la vista hacia el firmamento, contemplaba un objeto salido de sus manos. La inmediata reacción, expresada bajo el impulso del momento, era de alivio ante el primer «paso de la victoria del hombre sobre la prisión terrena». Y esta extraña afirmación, lejos de ser un error de algún periodista norteamericano, inconscientemente era el eco de una extraordinaria frase que, tace más de veinte años, se esculpió en el obelisco fúnebre de uno de los grandes científicos rusos: «La humanidad no permanecerá atada para siempre a la Tierra».
Durante tiempo esta creencia ha sido lugar común Nos nuestra que, en todas partes, los hombres no han sido en modo alguno lentos en captar y ajustarse a los descubrimientos científicos y al desarrollo técnico, sino que, por el contrario, los han sobrepasado en décadas. En éste, como en otros aspectos, la ciencia ha afirmado y hecho realidad lo que los hombres anticiparon en sueños que no eran descabellados ni vanos. La única novedad es que uno de los más respetables periódicos de este país publicó en primera página lo que hasta entonces había pertenecido a la escasamente respetada literatura de ciencia ficción (a la que, por desgracia, nadie ha prestado la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de la masa). La trivialidad de la afirmación no debe hacernos pasar por alto su carácter extraordinario; ya que, aunque los cristianos se han referido a la Tierra como un valle de lágrimas y los filósofos han considerado su propio cuerpo como una prisión de la mente o del alma, nadie en la historia de la humanidad ha concebido la Tierra como cárcel del cuerno humano ni ha mostrado tal ansia para ir literalmente de aquí a la Luna. La emancipación y secularización de la Edad Moderna, que comenzó con un desvío, no necesariamente de Dios, sino de un dios que era el Padre de los hombres en el cielo, ¿ha de terminar con un repudio todavía más ominosa de una Tierra que fue la Madre de todas las criaturas vivientes bajo el firmamento?
La Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana, y la naturaleza terrena según lo que sabemos, quizá sea única en el universo con respecto a proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que moverse y respirar sin esfuerzo ni artificio. El artificio humano del mundo separa la existencia humana de toda circunstancia meramente animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos. Desde hace algún tiempo, los esfuerzos de numerosos científicos se están encaminando a producir vida también «artificial», a cortar el último lazo que sitúa al hombre entre los hijos de la naturaleza. El mismo deseo de escapar de la prisión de la Tierra se manifiesta en el intento de crear vida en el tubo de ensayo, de mezclar «plasma de germen congelado perteneciente a personas de demostrada habilidad con el microscopio a fin de producir seres humanos superiores», y de «alterar [su] tamaño, aspecto y función»; y sospecho que dicho deseo de escapar de la condición humana subraya también la esperanza de prolongar la vida humana más allá del límite de los cien años.
Este hombre futuro —que los científicos fabricarán antes de un siglo, según afirman— parece estar poseído por una rebelión contra la existencia humana tal como se nos ha dado, gratuito don que no procede de ninguna parte (materialmente hablando), que desea cambiar, por decirlo así, por algo hecho por él mismo. No hay razón para dudar de nuestra capacidad para lograr tal cambio, de la misma manera que tampoco existe para poner en duda nuestra actual capacidad de destruir toda la vida orgánica de la Tierra. La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales.
Mientras tales posibilidades quizá sean aún de un futuro lejano, los primeros efectos de los triunfos singulares de la ciencia se han dejado sentir en una crisis dentro de las propias ciencias naturales. La dificultad reside en el hecho de que las «verdades» del moderno mundo científico, si bien pueden demostrarse en fórmulas matemáticas y comprobarse tecnológicamente, ya no se prestan a la normal expresión del discurso y del pensamiento. En cuanto estas «verdades» se expresen conceptual y coherentemente, las exposiciones resultantes serán «quizá no tan sin sentido como “círculo triangular”, pero mucho más que un “león alado”» (Enwin Schrödinger). Todavía no sabemos si ésta es una situación final. Pero pudiera ser que nosotros, criaturas atadas a la Tierra que hemos comenzado a actuar como si fuéramos habitantes del universo, seamos incapaces de entender, esto es, de pensar y hablar sobre las cosas que, no obstante, podemos hacer. En este caso, sería como si nuestro cerebro, que constituye la condición física, material, de nuestros pensamientos, no pudiera seguir lo que realizamos, y en adelante necesitáramos máquinas artificiales para elaborar nuestro pensamiento y habla. Si sucediera que conocimiento (en el moderno sentido de know-how) y pensamiento se separasen definitivamente, nos convertiríamos en impotentes esclavos no tanto de nuestras máquinas como de nuestros know-how, irreflexivas criaturas a merced de cualquier artefacto técnicamente posible, por muy mortífero que fuera.
Sin embargo, incluso dejando de lado estas últimas y aún inciertas consecuencias, la situación creada por las ciencias es de gran significación política. Dondequiera que esté en peligro lo propio del discurso, la cuestión se politiza, ya que es precisamente el discurso lo que hace del hombre un ser único. Si siguiéramos el consejo, con el que nos apremian tan a menudo, de ajustar nuestras actitudes culturales al presente estado del desarrollo científico, adoptaríamos con toda seriedad una forma de vida en la que el discurso dejaría de tener significado, ya que las ciencias de hoy día han obligado a adoptar un «lenguaje» de símbolos matemáticos que, si bien en un principio eran sólo abreviaturas de las expresiones habladas, ahora contiene otras expresiones que resulta imposible traducir a discurso. La razón por la que puede ser prudente desconfiar del juicio político de los científicos qua científicos no es fundamentalmente su falta de «carácter» —que no se negaran a desarrollar armas atómicas— o su ingenuidad —que no entendieran que una vez desarrolladas dichas armas serían los últimos en ser consultados sobre su empleo—, sino concretamente el hecho de que se mueven en un mundo donde el discurso ha perdido su poder. Y cualquier cosa que el hombre haga, sepa o experimente sólo tiene sentido en el grado en que pueda expresarlo Tal vez haya verdades más allá del discurso, y tal vez sean de gran importancia para el hombre en singular, es decir, para el hombre en cuanto no sea un ser político, pero los hombres en plural, o sea, los que viven, se mueven y actúan en este mundo, sólo experimentan el significado debido a que se hablan y se sienten unos a otros a sí mismos.
Más próximo y quizás igualmente decisivo es otro hecho no menos amenazador: el advenimiento de la automatización, que probablemente en pocas décadas vaciará las fábricas y liberará a la humanidad de su más antigua y natural carga, la del trabajo y la servidumbre a la necesidad. También aquí está en peligro un aspecto fundamental de la condición humana, pero la rebelión contra ella, el deseo de liberarse de la «fatiga y molestia», no es moderna sino antigua como la historia registrada. La liberación del trabajo en sí no es nueva; en otro tiempo se contó entre los privilegios más firmemente asentados de unos pocos. En este caso, parece como si el progreso científico y el desarrollo técnico sólo hubieran sacado partido para lograr algo que fue un sueño de otros tiempos, incapaces de hacerlo realidad.
Sin embargo, esto es únicamente en apariencia. La Edad Moderna trajo consigo la glorificación teórica del trabajo, cuya consecuencia ha sido la transformación de toda la sociedad en una sociedad de trabajo. Por lo tanto, la realización del deseo, al igual que sucede en los cuentos de hadas, llega en un momento en que sólo puede ser contraproducente, Puesto que se trata de una sociedad de trabajadores que está a punto de ser liberada de las trabas del trabajo, y dicha sociedad desconoce esas otras actividades más elevadas y significativas por cuyas causas merecería ganarse esa libertad. Dentro de esta sociedad, que es igualitaria porque ésa es la manera de hacer que los hombres vivan juntos, no quedan clases, ninguna aristocracia de naturaleza política o espiritual a partir de la que pudiera iniciarse de nuevo una restauración de las otras capacidades del hombre. Incluso los presidentes, reyes y primeros ministros consideran sus cargos como tarea necesaria para la vida de la sociedad y, entre los intelectuales, únicamente quedan individuos solitarios que mantienen que su actividad es trabajo y no un medio de ganarse la vida. Nos enfrentamos con la perspectiva de una sociedad de trabajadores sin trabajo, es decir, sin la única actividad que les queda. Está claro que nada podría ser peor.
Este libro no ofrece respuesta a estas preocupaciones y perplejidades. Dichas respuestas se dan a diario, y son materia de política práctica, sujeta al acuerdo de muchos; nunca consisten en consideraciones teóricas o en la opinión de una persona, como si se tratara de problemas que sólo admiten una posible y única solución. Lo que propongo en los capítulos siguientes es una reconsideración de la condición humana desde el ventajoso punto de vista de nuestros más recientes temores y experiencias. Evidentemente, es una materia digna de meditación, y la falta de meditación —la imprudencia o desesperada confusión o complaciente repetición de «verdades» que se han convertido en triviales y vacías— me parece una de las sobresalientes características de nuestro tiempo. Por lo tanto, lo que propongo es muy sencillo: nada más que pensar en lo que hacemos.
En efecto, «lo que hacemos» es el tema central del presente libro. Se refiere sólo a las más elementales articulaciones de la condición humana, con esas actividades que tradicionalmente, así como según la opinión corriente, se encuentran al alcance de todo ser humano. Por ésta y otras razones, la más elevada y quizá más pura actividad de la que es capaz el hombre, la de pensar, se omite en las presentes consideraciones. Así, pues, y de manera sistemática, el libro se limita a una discusión sobre labor, trabajo y acción, que constituye sus tres capítulos centrales. Históricamente, trato en el último capítulo de la Época Moderna y, a lo largo del libro, de las varias constelaciones dentro de la jerarquía de actividades tal como las conocemos desde la historia occidental.
No obstante, la Edad Moderna no es lo mismo que el Mundo Moderno. Científicamente, la Edad Moderna que comenzó en el siglo XVII terminó al comienzo del XX; políticamente, el Mundo Moderno, en el que hoy día vivimos, nació con las primeras explosiones atómicas. No discuto este Mundo Moderno contra cuya condición contemporánea he escrito el presente libro. Me limito, por un lado, al análisis de esas generales capacidades humanas que surgen de la condición del hombre y que son permanentes, es decir, que irremediablemente no pueden perderse mientras no sea cambiada la condición humana. Por otro lado, el propósito del análisis histórico es rastrear en el tiempo la alienación del Mundo Moderno, su doble huida de la Tierra al universo y del mundo al yo, hasta sus orígenes, con el fin de llegar a una comprensión de la naturaleza de la sociedad tal como se desarrolló y presentó en el preciso momento en que fue vencida por el advenimiento de una nueva y aún desconocida edad.
CAPÍTULO I LA CONDICIÓN HUMANA
1. Vita activa y la condición humana
Con la expresión vita activa me propongo designar tres actividades fundamentales: labor, trabajo y acción. Son fundamentales porque cada una corresponde a una de las condiciones básicas bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra.
Labor es la actividad correspondiente al proceso biológico del cuerpo humano, cuyo espontáneo crecimiento, metabolismo y decadencia final están ligados a las necesidades vitales producidas y alimentadas por la labor en el proceso de la vida. La condición humana de la labor es la misma vida.
Trabajo es la actividad que corresponde a lo no natural de la exigencia del hombre, que no está inmerso en el constantemente repetido ciclo vital de la especie, ni cuya mortalidad queda compensada por dicho ciclo. El trabajo proporciona un «artificial» mundo de cosas, claramente distintas de todas las circunstancias naturales. Dentro de sus límites se alberga cada u na de las vidas individuales, mientras que este mundo sobrevive y trasciende a todas ellas. La condición humana del trabajo es la mundanidad.
La acción única actividad que se da entre los hombres sin la mediación de cosas o materia, corresponde a la condición humana de la pluralidad, al hecho de que los hombres, no el Hombre, vivan en la Tierra y habiten en el mundo. Mientras que todos los aspectos de la condición humana están de algún modo relacionados con la política, esta pluralidad es específicamente la condición —no sólo la conditio sine qua non, sino la conditio per quam— de toda vida política. Así, el idioma de los romanos, quizás el pueblo más político que hemos conocido, empleaba las expresiones «vivir» y «estar entre hombres» (ínter homines esse) o «morir» y «cesar de estar entre hombres» (inter homines esse desinere) como sinónimos. Pero en su forma más elemental, la condición humana de la acción está implícita incluso en el Génesis («y los creó macho y hembra»), si entendemos que esta historia de la creación del hombre se distingue en principio de la que nos dice que Dios creó originalmente el Hombre (adam), a «él» y no a «ellos», con lo que la multitud de seres humanos se convierte en resultado de la multiplicación.[1] La acción sería un lujo innecesario, una caprichosa interferencia en las leyes generales de la conducta, si los hombres fueran de manera interminable repeticiones reproducibles del mismo modelo, cuya naturaleza o esencia fuera la misma para todos y tan predecible como la naturaleza o esencia de cualquier otra cosa. La pluralidad es la condición de la acción humana debido a que todos somos Lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquier otro que haya vivido, viva o vivirá.
Estas tres actividades y sus correspondientes contradicciones están íntimamente relacionadas con la condición más general de la existencia humana: nacimiento y muerte, natalidad y mortalidad. La labor no sólo asegura la supervivencia individual, sino también la vida de la especie. El trabajo y su producto artificial hecho por el hombre, concede una medida de permanencia y durabilidad a la futilidad de la vida mortal y al efímero carácter del tiempo humano. La acción, hasta donde se compromete en establecer y preservar los cuerpos políticos, crea la condición para el recuerdo, esto es, para la historia. Labor y trabajo, así como la acción, están también enraizados en la natalidad, ya que tienen la misión de proporcionar y preservar —prever y contar con— el constante aflujo de nuevos llegados que nacen en el mundo como extraños. Sin embargo, de las tres, la acción mantiene la más estrecha relación con la condición humana de la natalidad; el nuevo comienzo inherente al nacimiento se deja sentir en el mundo sólo porque el recién llegado posee la capacidad de empezar algo nuevo, es decir, de actuar. En este sentido de iniciativa, un elemento de acción, y por lo tanto de natalidad, es inherente a todas las actividades humanas Más aún, ya que la acción es la actividad política por excelencia, la natalidad, y no la mortalidad, puede ser la categoría central del pensamiento político, diferenciado del metafísico.
La condición humana abarca más que las condiciones bajo las que se ha dado la vida al hombre. Los hombres son seres condicionados, ya que todas las cosas con las que entran en contacto se convierten de inmediato en una condición de su existencia. El mundo en el que la vita activa se consume, está formado de cosas producidas por las actividades humanas; pero las cosas que deben su existencia exclusivamente a los hombres condicionan de manera constante a sus productores humanos. Además, de las condiciones bajo las que se da la vida del hombre en la Tierra, y en parte fuera de ellas, los hombres crean de continuo sus propias y autoproducidas condiciones que, no obstante su origen humano y variabilidad, poseen el mismo poder condicionante que las cosas naturales. Cualquier cosa que toca o entra en mantenido contacto con la vida humana asume de inmediato el carácter de condición de la existencia humana. De ahí que los hombres, no importa lo que hagan, son siempre seres condicionados. Todo lo que entra en el mundo humano por su propio acuerdo o se ve arrastrado a él por el esfuerzo del hombre pasa a ser parte de la condición humana. El choque del mundo de la realidad sobre la existencia humana se recibe y siente como fuerza condicionadora. La objetividad del mundo —su carácter de objeto o cosa— y la condición humana se complementan mutuamente; debido a que la existencia humana es pura existencia condicionada, sería imposible sin cosas, y éstas formarían un montón de artículos no relacionados, un no-mundo, si no fueran las condiciones de la existencia humana.
Para evitar el malentendido: la condición humana no es lo mismo que la naturaleza humana, y la suma total de actividades y capacidades que corresponden a la condición humana no constituye nada semejante a la naturaleza humana. Ni las que disentimos aquí, ni las que omitimos, como pensamiento y razón, ni siquiera la más minuciosa enumeración de todas ellas, constituyen las características esenciales de la existencia humana, en el sentido de que sin ellas dejaría de ser humana dicha existencia. El cambio más radical que cabe imaginar en la condición humana sería la emigración de los hombres desde la Tierra hasta otro planeta. Tal acontecimiento, ya no totalmente imposible, llevaría consigo que el hombre habría de vivir bajo condiciones hechas por el hombre, radicalmente diferentes de las que le ofrece la Tierra. Ni labor, ni trabajo, ni acción, ni pensamiento, tendrían sentido tal como los conocemos. No obstante, incluso estos hipotéticos vagabundos seguirían siendo humanos; pero el único juicio que podemos hacer con respecto a su «naturaleza» es que continuarían siendo seres condicionados, si bien su condición sería, en gran parte, autofabricada.
El problema de la naturaleza humana, la quaestio mihi factus sum de san Agustín («he llegado a ser un problema para mí mismo»), no parece tener respuesta tanto en el sentido psicológico individual como en el filosófico general. Resulta muy improbable que nosotros, que podemos saber, determinar, definir las esencias naturales de todas las cosas que nos rodean, seamos capaces de hacer lo mismo con nosotros mismos, ya que eso supondría saltar de nuestra propia sombra. Más aún, nada nos da derecho a dar por sentado que el hombre tiene una naturaleza o esencia en el mismo sentido que otras cosas. Dicho con otras palabras: si tenemos una naturaleza o esencia, sólo un dios puede conocerla y definirla, y el primer requisito sería que hablara sobre un «quién» como si fuera un «qué».[2] La perplejidad radica en que los modos de la cognición humana aplicable a cosas con cualidades «naturales», incluyendo a nosotros mismos en el limitado grado en que somos especímenes de la especie más desarrollada de vida orgánica, falla cuando planteamos la siguiente pregunta: «¿Y quiénes somos?». A esto se debe que los intentos de definir la naturaleza humana terminan casi invariablemente en la creación de una deidad, es decir, en el dios de los filósofos que, desde Platón, se ha revelado tras estudio más atento como una especie de idea platónica del hombre. Claro está que desenmascarar tales conceptos filosóficos de lo divino como conceptualizaciones de las capacidades y cualidades humana no supone una demostración, ni siquiera un argumento, de la no existencia de Dios; pero el hecho de que los intentos de definir la naturaleza del hombre lleven tan fácilmente a una idea que de manera definitiva nos suena como «superhumana» y, por lo tanto, se identifique con lo divino, arroja sospechas sobre el mismo concepto de «naturaleza humana».
Por otra parte, las condiciones de la existencia humana —la propia vida, natalidad y mortalidad, mundanidad, pluralidad y la Tierra— nunca pueden «explicar» lo que somos o responder a la pregunta de quiénes somos por la sencilla razón de que jamás nos condicionan absolutamente. Ésta ha sido desde siempre la opinión de la filosofía, a diferencia de las ciencias —antropología, psicología, biología, etc.— que también se preocupan del hombre. Pero en la actualidad casi cabe decir que hemos demostrado incluso científicamente que, si bien vivimos ahora, y probablemente seguiremos viviendo, bajo las condiciones terrenas, no somos simples criaturas sujetas a la Tierra. La moderna ciencia natural debe sus grandes triunfos al hecho de haber considerado y tratado a la naturaleza sujeta a la Tierra desde un punto de vista verdaderamente universal, es decir, desde el de Arquímedes, voluntaria y explícitamente considerado fuera de la Tierra.
2. La expresión vita activa
La expresión vita activa está cargada de tradición. Es tan antigua (aunque no más) como nuestra tradición de pensamiento político. Y dicha tradición, lejos de abarcar y conceptualizar todas las experiencias políticas de la humanidad occidental, surgió de una concreta constelación histórica: el juicio a que se vio sometido Sócrates y el conflicto entre el filósofo y la polis. Esto eliminó muchas experiencias de un pasado próximo que eran inaplicables a sus inmediatos objetivos políticos y prosiguió hasta su final, en la obra de Karl Marx, de una manera altamente selectiva. La expresión misma —en la filosofía medieval, la traducción modelo de la aristotélica bios politikos— se encuentra ya en san Agustín, donde como vita negotiosa o actuosa, aún refleja su significado original: vida dedicada a los asuntos público-políticos.[3]
Aristóteles distinguió tres modos de vida (bioi) que podían elegir con libertad los hombres, o sea, con plena independencia de las necesidades de la vida y de las relaciones que originaban. Este requisito de libertad descartaba todas las formas de vida dedicadas primordialmente a mantenerse vivo, no sólo la labor, propia del esclavo, obligado por la necesidad a permanecer vivo y sujeto a la ley de su amo, sino también la vida trabajadora del artesano libre y la adquisitiva del mercader. En resumen, excluía a todos los que involuntariamente, de manera temporal o permanente, habían perdido la libre disposición de sus movimientos y actividades.[4] Esas tres formas de vida tienen en común su interés por lo «bello», es decir, por las cosas no necesarias ni meramente útiles: la vida del disfrute de los placeres corporales en la que se consume lo hermoso; la vida dedicada a los asuntos de la polis, en la que la excelencia produce bellas hazañas y, por último, la vida del filósofo dedicada a inquirir y contemplar las cosas eternas, cuya eterna belleza no puede realizarse mediante la interferencia productora del hombre, ni cambiarse por el consumo de ellas.[5]
La principal diferencia entre el empleo de la expresión en Aristóteles y en el medioevo radica en que el bias politikos denotaba de manera explícita sólo el reino de los asuntos humanos, acentuando la acción, praxis, necesaria para establecerlo y mantenerlo. Ni la labor ni el trabajo se consideraba que poseyera suficiente dignidad para constituir un bias, una autónoma y auténticamente humana forma de vida; puesto que servían y producían lo necesario y útil, no podían ser libres, independientes de las necesidades y exigencias humanas.[6] La forma de vida política escapaba a este veredicto debido al modo de entender los griegos la vida de la polis, que para ellos indicaba una forma muy especial y libremente elegida de organización política, y en modo alguno sólo una manera de acción necesaria para mantener unidos a los hombres dentro de un orden. No es que los griegos o Aristóteles ignoraran que la vida humana exige siempre alguna forma de organización política y que gobernar constituyera una distinta manera de vida, sino que la forma de vida del déspota, puesto que era «meramente» una necesidad, no podía considerarse libre y carecía de relación con el bios politikos.[7]
Con la desaparición de la antigua ciudad-estado —parece que san Agustín fue el último en conocer al menos lo que significó en otro tiempo ser ciudadano—, la expresión vita activa perdió su específico significado político y denotó toda clase de activo compromiso con las cosas de este mundo. Ni que decir tiene que de esto no se sigue que labor y trabajo se elevaran en la jerarquía de las actividades humanas y alcanzaran la misma dignidad que una vida dedicada a la política.[8] Fue, más bien, lo contrario: a la acción se la consideró también entre las necesidades de la vida terrena, y la contemplación (el bias theôrêtikos, traducido por vita contemplativa) se dejó como el único modo de vida verdaderamente libre.[9]
Sin embargo, la enorme superioridad de la contemplación sobre la actividad de cualquier clase, sin excluir a la acción, no es de origen cristiano. La encontramos en la filosofía política de Platón, en donde toda la utópica reorganización de la vida de la polis no sólo está dirigida por el superior discernimiento del filósofo, sino que no tiene más objetivo que hacer posible la forma de vida de éste. La misma articulación aristotélica de las diferentes formas de vida, en cuyo orden la vida del placer desempeña un papel menor, se guía claramente por el ideal de contemplación (theōria). A la antigua libertad con respecto a las necesidades de la vida y a la coacción de los demás, los fílósofos añadieron el cese de la actividad política (skholē);[10] por lo tanto, la posterior actitud cristiana de liberarse de la complicación de los asuntos mundanos, de todos los negocios de este mundo, se originó en la filosofía apolitia de la antigüedad. Lo que fue exigido sólo por unos pocos se consideró en la era cristiana como derecho de todos.
La expresión vita activa, comprensiva de todas las actividades humanas y definida desde el punto de vista de la absoluta quietud contemplativa, se halla más próxima a la askholia («inquietud») griega, con la que Aristóteles designaba a toda actividad, que al bias politikos griego. Ya en Aristóteles la distinción entre quietud e inquietud, entre una casi jadeante abstención del movimiento físico externo y la actividad de cualquier clase, es más decisiva que la diferencia entre la forma de vida política y la teórica, porque finalmente puede encontrarse dentro de cada una de las tres formas de vida. Es como la distinción entre guerra y paz: de la misma manera que la guerra se libra por amor a la paz, así toda clase de actividad, incluso los procesos de simple pensamiento, deben culminar en la absoluta quietud de la contemplación.[11] Cualquier movimiento del cuerpo y del alma, así como del discurso y del razonamiento, han de cesar ante la verdad. Ésta, trátese de la antigua verdad del Ser o de la cristiana del Dios vivo, únicamente puede revelarse en completa quietud humana.[12]
Tradicionalmente y hasta el comienzo de la Edad Moderna, la expresión vita activa jamás perdió su connotación negativa de «in-quietud», nec-otium, a-skholia. Como tal permaneció íntimamente relacionada con la aún fundamental distinción griega entre cosas que son por sí mismas lo que son y cosas que deben su existencia al hombre, entre cosas que son physei y las que son nomo. La superioridad de la contemplación sobre la actividad reside en la convicción de que ningún trabajo del hombre puede igualar en belleza y verdad al kosmos físico, que gira inmutable y eternamente sin ninguna interferencia del exterior, del hombre o dios. Esta eternidad sólo se revela a los ojos humanos cuando todos los movimientos y actividades del hombre se hallan en perfecto descanso. Comparada con esta actitud de reposo, todas las distinciones y articulaciones de la vita activa desaparecen. Considerada desde el punto de vista de la contemplación, no importa lo que turbe la necesaria quietud, siempre que la turbe.
Tradicionalmente, por lo tanto, la expresión vita activa toma su significado de la vita contemplativa; su muy limitada dignidad se le concede debido a que sirve las necesidades y exigencias de la contemplación en un cuerpo vivo.[13] El cristianismo, con su creencia en el más allá, cuya gloria se anuncia en el deleite de la contemplación,[14] confiere sanción religiosa al degradamiento de la vita activa a una posición derivada, secundaria; pero la determinación del orden coincidió con el descubrimiento de la contemplación (theōria) como facultad humana, claramente distinta del pensamiento y del razonamiento, que se dio en la escuela socrática y que desde entonces ha gobernado el pensamiento metafísico y político a lo largo de nuestra tradición.[15] Parece innecesario para mi propósito discutir las razones de esta tradición. Está claro que son más profundas que la ocasión histórica que dio origen al conflicto entre la polis y el filósofo y que así, casi de manera incidental, condujo también al hallazgo de la contemplación como forma de vida del filósofo. Dichas razones deben situarse en un aspecto completamente distinto de la condición humana, cuya diversidad no se agota en las distintas articulaciones de la vita activa y que, cabe sospechar, no se agotarían incluso si en ella incluyéramos al pensamiento y razón.
Si, por lo tanto, el empleo de la expresión vita activa, tal como lo propongo aquí, está en manifiesta contradicción con la tradición, se debe no a que dude de la validez de la experiencia que sostiene la distinción, sino más bien del orden jerárquico inherente a ella desde su principio. Lo anterior no significa que desee impugnar o incluso discutir el tradicional concepto de verdad como revelación y, en consecuencia, como algo esencialmente dado al hombre, o que prefiera la pragmática aseveración de la Edad Moderna en el sentido de que el hombre sólo puede conocer lo que sale de sus manos. Mi argumento es sencillamente que el enorme peso de la contemplación en la jerarquía tradicional ha borrado las distinciones y articulaciones dentro de la vita activa y que, a pesar de las apariencias, esta condición no ha sufrido cambio esencial por la moderna ruptura con la tradición y la inversión final de su orden jerárquico en Marx y Nietzsche. En la misma naturaleza de la famosa «apuesta al revés» de los sistemas filosóficos o de los actualmente aceptados, esto es, en la naturaleza de la propia operación, radica que el marco conceptual se deje más o menos intacto.
La moderna inversión comparte con la jerarquía tradicional el supuesto de que la misma preocupación fundamental humana ha de prevalecer en todas las actividades de los hombres, ya que sin un principio comprensivo no podría establecerse orden alguno. Dicho supuesto no es algo evidente, y mi empleo de la expresión vita activa presupone que el interés que sostiene todas estas actividades no es el mismo y que no es superior ni inferior al interés fundamental de la vita contemplativa.
3. Eternidad e inmortalidad
Que los varios modos de compromiso activo en las cosas de este mundo, por un lado, y el pensamiento puro que culmina en la contemplación, por el otro, correspondan a dos preocupaciones humanas totalmente distintas, ha sido manifiesto desde que «los hombres de pensamiento y los de acción empezaron a tomar diferentes sendas»,[16] esto es, desde que surgió el pensamiento político en la escuela de Sócrates. Sin embargo, cuando los filósofos descubrieron —y es probable, aunque no demostrado, que dicho descubrimiento se debiera al propio Sócrates— que el reino político no proporcionaba todas las actividades más elevadas del hombre, dieron por sentado de inmediato, no que hubieran encontrado algo diferente a lo ya sabido, sino que se encontraban ante un principio más elevado para reemplazar al que había regido a la polis. La vía más corta, si bien algo superficial, para señalar estos dos distintos y hasta cierto grado incluso conflictivos principios es recordar la distinción entre inmortalidad y eternidad.
Inmortalidad significa duración en el tiempo, vida sin muerte en esta Tierra y en este mundo tal como se concedió, según el pensamiento griego, a la naturaleza y a los dioses del Olimpo. Ante este fondo de la siempre repetida vida de la naturaleza y de la existencia sin muerte y sin edad de los dioses, se erigen los hombres mortales, únicos mortales en un inmortal aunque no eterno universo, confrontados con las vidas inmortales de sus dioses pero no bajo la ley de un Dios eterno. Si confiamos en Herodoto, la diferencia entre ambos parece haber chocado al propio entendimiento griego antes de la articulación conceptual de los filósofos y, por lo tanto, antes de las experiencias específicamente griegas de lo eterno que subrayan esta articulación. Herodoto, al hablar de las formas asiáticas de veneración y creencias en un Dios invisible, afirma de manera explícita que, comparado con este Dios transcendente (como diríamos en la actualidad) que está más allá del tiempo, de la vida y del universo, los dioses griegos son anthrōpophyeis, es decir, que tiene la misma naturaleza, no simplemente la misma forma, que el hombre.[17] La preocupación griega por la inmortalidad surgió de su experiencia de una naturaleza y unos dioses inmortales que rodeaban las vidas individuales de los hombres mortales. Metidos en un cosmos en que todo era inmortal, la mortalidad pasaba a ser la marca de contraste de la existencia humana. Los hombres son «los mortales», las únicas cosas mortales con existencia, ya que a diferencia de los animales no existen sólo como miembros de una especie cuya vida inmortal está garantizada por la procreación.[18] La mortalidad del hombre radica en el hecho de que la vida individual, con una reconocible historia desde el nacimiento hasta la muerte, surge de la biológica. Esta vida individual se distingue de todas las demás cosas por el curso rectilíneo de su movimiento, que, por decirlo así, corta el movimiento circular de la vida biológica. La mortalidad es, pues, seguir una línea rectilínea en un universo donde · todo lo que se mueve lo hace en orden cíclico.
La tarea y potencial grandeza de los mortales radica en su habilidad en producir cosas —trabajo, actos y palabras—[19] que merezcan ser, y al menos en cierto grado lo sean, imperecederas con el fin de que, a través de dichas cosas, los mortales encuentren su lugar en un cosmos donde todo es inmortal a excepción de ellos mismos. Por su capacidad en realizar actos inmortales, por su habilidad en dejar huellas imborrables, los hombres, a pesar de su mortalidad individual, alcanzan su propia inmortalidad y demuestran ser de naturaleza «divina». La distinción entre hombre y animal se observa en la propia especie humana: sólo los mejores (aristor), quienes constantemente se demuestran ser los mejores (aristeuein, verbo que carece de equivalente en ningún otro idioma) y «prefieren la fama inmortal a las cosas mortales», son verdaderamente humanos; los demás, satisfechos con los placeres que les proporciona la naturaleza, viven y mueren como animales. Ésta era la opinión de Heráclito,[20] opinión cuyo equivalente difícilmente se encuentra en cualquier otro filósofo después de Sócrates.
Para nuestro propósito no es de gran importancia saber si fue Sócrates o Platón quien descubrió lo eterno como verdadero centro del pensamiento estrictamente metafísico. Pesa mucho a favor de Sócrates que sólo él entre los grandes pensadores —único en esto como en muchos otros aspectos— no se preocupó de poner por escrito sus pensamientos, ya que resulta evidente que, sea cual sea la preocupación de un pensador por la eternidad, en el momento eh que se sienta para redactar sus pensamientos deja de interesarse fundamentalmente por la eternidad y fija su atención en dejar algún rastro de ellos. Se adentra en la vita activa y elige la forma de la permanencia y potencial inmortalidad. Una cosa es cierta: solamente en Platón la preocupación por lo eterno y la vida del filósofo se ven como inherentemente contradictorias y en conflicto con la pugna por la inmortalidad, la forma de vida del ciudadano, el bios politikos.
La experiencia del filósofo sobre lo eterno, que para Platón era arhēton («indecible») y aneu logou («sin palabra») para Aristóteles y que posteriormente fue conceptualizada en el paradójico nunc stans, sólo se da al margen de los asuntos humanos y de la pluralidad de hombres, como sabemos por el mito de la caverna en la República de Platón, habiéndose liberado de las trabas que le ataban a sus compañeros, abandona la caverna en perfecta «singularidad», por decirlo así, ni acompañado ni seguido por nadie. Políticamente hablando, si morir es lo mismo que «dejar de estar entre los hombres», la experiencia de lo eterno es una especie de muerte, y la única cosa que la separa de la muerte verdadera es que no es final, ya que ninguna criatura viva puede sufrirla durante ningún espacio de tiempo. Y esto es precisamente lo que separa a la vita contemplativa de la vita activa en el pensamiento medieval.[21] No obstante, resulta decisivo que la experiencia de lo eterno, en contradicción con la de lo inmortal, carece de correspondencia y no puede transformarse en una actividad, puesto que incluso la actividad de pensar, que prosigue dentro de uno mismo por medio de palabras, está claro que no sólo es inadecuada para traducirla, sino que interrumpiría y arruinaría a la propia experiencia.
Theōria o «contemplación» es la palabra dada a la experiencia de lo eterno, para distinguirla de las demás actitudes, que como máximo pueden atañer a la inmortalidad. Cabe que el descubrimiento de lo eterno por parte de los filósofos se viera ayudado por su muy justificada duda sobre las posibilidades de la polis en cuanto a inmortalidad o incluso permanencia, y cabe que el choque sufrido por este descubrimiento fuera tan enorme que les llevara a despreciar toda lucha por la inmortalidad como si se tratara de vanidad y vanagloria, situándose en abierta oposición a la antigua ciudad-estado y a la religión que había inspirado. Sin embargo, la victoria final de la preocupación por la eternidad sobre toda clase de aspiraciones hacia la inmortalidad no se debe al pensamiento filosófico. La caída del Imperio Romano demostró visiblemente que ninguna obra salida de manos mortales puede ser inmortal, y dicha caída fue acompañada del crecimiento del evangelio cristiano, que predicaba una vida individual imperecedera y que pasó a ocupar el puesto de religión exclusiva de la humanidad occidental. Ambos hicieron fútil e innecesaria toda lucha por una inmortalidad terrena. Y lograron tan eficazmente convertir a la vita activa y al bias politikos en asistentes de la contemplación, que ni siquiera el surgimiento de lo secular en la Edad Moderna y la concomitante inversión de la jerarquía tradicional entre acción y contemplación bastó para salvar del olvido la lucha por la inmortalidad, que originalmente había sido fuente y centro de la vita activa.
CAPÍTULO II LA ESFERA PÚBLICA Y LA PRIVADA
4. El hombre: animal social o político
La vita activa, vida humana hasta donde se halla activamente comprometida en hacer algo, está siempre enraizada en un mundo de hombres y de cosas realizadas por éstos, que nunca deja ni trasciende por completo. Cosas y hombres forman el medio ambiente de cada una de las actividades humanas, que serían inútiles sin esa situación; sin embargo, este medio ambiente, el mundo en que hemos nacido, no existiría sin la actividad humana que lo produjo, como en el caso de los objetos fabricados, que se ocupa de él, como en el caso de la tierra cultivada, que lo estableció mediante la organización, como en el caso del cuerpo político. Ninguna clase de vida humana, ni siquiera la del ermitaño en la agreste naturaleza, resulta posible sin un mundo que directa o indirectamente testifica la presencia de otros seres humanos.
Todas las actividades humanas están condicionadas por el hecho de que los hombres viven juntos, si bien es sólo la acción lo que no cabe ni siquiera imaginarse fuera de la sociedad de los hombres. La actividad de la labor no requiere la presencia de otro, aunque un ser laborando en completa soledad no sería humano, sino un animal laborans en el sentido más literal de la palabra. El hombre que trabajara, fabricara y construyera un mundo habitado únicamente por él seguiría siendo un fabricador, aunque no homo faber; habría perdido su específica cualidad humana y más bien sería un dios, ciertamente no el Creador, pero sí un demiurgo divino tal como Platón lo describe en uno de sus mitos. Sólo la acción es prerrogativa exclusiva del hombre; ni una bestia ni un dios son capaces de ella,[22] y sólo ésta depende por entero de la constante presencia de los demás.
Esta relación especial entre acción y estar juntos parece justificar plenamente la primitiva traducción del zóon politikon aristotélico por animal socialis, que ya se encuentra en Séneca, y que luego se convirtió en la traducción modelo a través de santo Tomás: homo est naturaliter politicus, id est, socialis («el hombre es político por naturaleza, esto es, social»).[23] Más que cualquier elaborada teoría, esta inconsciente sustitución de lo social por lo político revela hasta qué punto se había perdido el original concepto griego sobre la política. De ahí que resulte significativo, si bien no decisivo, que la palabra «social» sea de origen romano y que carezca de equivalente en el lenguaje o pensamiento griego. No obstante, el uso latino de la palabra societas también tuvo en un principio un claro, aunque limitado, significado político; indicaba una alianza entre el pueblo para un propósito concreto, como el de organizarse para gobernar o cometer un delito.[24] Sólo con el posterior concepto de una sacietas generis humani («sociedad de género humano»),[25] «social» comienza a adquirir el significado general de condición humana fundamental. No es que Platón o Aristóteles desconocieran —o se desinteresaran— el hecho de que el hombre no puede vivir al margen de la compañía de sus semejantes, sino que no incluían esta condición entre las específicas características humanas; por el contrario, era algo que la vida humana tenía en común con el animal, y sólo por esta razón no podía ser fundamentalmente humana. La natural y meramente social compañía de la especie humana se consideraba como una limitación que se nos impone por las necesidades de la vida biológica, que es la misma para el animal humano que para las otras formas de existencia animal.
Según el pensamiento griego, la capacidad del hombre para la organización política no es sólo diferente, sino que se halla en directa oposición a la asociación natural cuyo centro es el hogar (oikia) y la familia. El nacimiento de la ciudad-estado significó que el hombre recibía «además de su vida privada, una especie de segunda vida, su bios politikos. Ahora todo ciudadano pertenece a dos órdenes de existencia, y hay una tajante distinción entre lo que es suyo (idion) y lo que es comunal (koinon)».[26] No es mera opinión o teoría de Aristóteles, sino simple hecho histórico, que la fundación de la polis fue precedida por la destrucción de todas las unidades organizadas que se basaban en el parentesco, tales como la phratria y la phylē.[27] De todas las actividades necesarias y presentes en las comunidades humanas, sólo dos se consideraron políticas y aptas para constituir lo que Aristóteles llamó bios politik os, es decir, la acción (praxis) y el discurso (lexis), de los que surge la esfera de los asuntos humanos (ta tōn anthrōpōn pragmata, como solía llamarla Platón), de la que todo lo meramente necesario o útil queda excluido de manera absoluta.
Sin embargo, si bien es cierto que sólo la fundación de la ciudad-estado capacitó a los hombres para dedicar toda su vida a la esfera política, a la acción y al discurso, la convicción de que estas dos facultades iban juntas y eran las más elevadas de todas parece haber precedido a la polis y estuvo siempre presente en el pensamiento presocrático. La grandeza del homérico Aquiles sólo puede entenderse si lo vemos como «el agente de grandes acciones y el orador de grandes palabras».[28] A diferencia del concepto moderno, tales palabras no se consideraban grandes porque expresaran elevados pensamientos; por el contrario, como sabemos por las últimas líneas de Antígona, puede que la aptitud hacia las «grandes palabras» (megaloi logoi), con las que replicar a los golpes, enseñe finalmente a pensar en la vejez.[29] El pensamiento era secundario al discurso, pero discurso y acción se consideraban coexistentes e iguales, del mismo rango y de la misma clase, lo que originalmente significó no sólo que la mayor parte de la acción política, hasta donde permanece al margen de la violencia, es realizada con palabras, sino algo más fundamental, o sea, que encontrar las palabras oportunas, en el momento oportuno es acción, dejando aparte la información o comunicación que lleven. Sólo la pura violencia es muda, razón por la que nunca puede ser grande. Incluso cuando, relativamente tarde en la antigüedad, las artes de la guerra y la retórica emergieron como los dos principales temas políticos de educación, su desarrollo siguió inspirado por la tradición y por esa anterior experiencia pre-polis, y a ella siguió sujeta.
En la experiencia de la polis, que no sin justificación se ha llamado el más charlatán de todos los cuerpos políticos, e incluso más en la experiencia política que se derivó, la acción y el discurso se separaron y cada vez se hicieron actividades más independientes. El interés se desplazó dé la acción al discurso, entendido más como medio de persuasión que como específica forma humana de contestar, replicar y sopesar lo que ocurría y se hacía.[30] Ser político, vivir en una polis, significaba que todo se decía por medio de palabras y de persuasión, y no con la fuerza y la violencia. Para el modo de pensar griego, obligar a las personas por medio de la violencia, mandar en vez de persuadir, eran formas prepolíticas para tratar con la gente cuya existencia estaba al margen de la polis, del hogar y de la vida familiar, con ese tipo de gente en que el cabeza de familia gobernaba con poderes despóticos e indisputados, o bien con los bárbaros de Asia, cuyo despotismo era a menudo señalado como semejante a la organización de la familia.
La definición aristotélica del hombre como zōon politikon no sólo no guardaba relación, sino que se oponía a la asociación natural experimentada en la vida familiar; únicamente se la puede entender por completo si añadimos su segunda definición del hombre como zōon logon ekhon («ser vivo capaz de discurso»). La traducción latina de esta expresión por animal rationale se basa en una mala interpretación no menos fundamental que la de «animal social». Aristóteles no definía al hombre en general ni indicaba la más elevada aptitud humana, que para él no era el logos, es decir, el discurso o la razón, sino el nous, o sea, la capacidad de contemplación, cuya principal característica es que su contenido no puede traducirse en discurso.[31] En sus dos definiciones más famosas, Aristóteles únicamente formuló la opinión corriente de la polis sobre el hombre y la forma de vida política y, según esta opinión, todo el que estaba fuera de la polis —esclavos y bárbaros— era aneu logou, desprovisto, claro está, no de la facultad de discurso, sino de una forma de vida en la que el discurso y sólo éste tenía sentido y donde la preocupación primera de los ciudadanos era hablar entre ellos.
El profundo malentendido que expresa la traducción latina de «político» como «social», donde quizá se ve más claro es en el párrafo que santo Tomás dedica a comparar la naturaleza del gobierno familiar con el político; a su entender, el cabeza de familia tiene cierta similitud con el principal del reino, si bien, añade, su poder no es tan «perfecto» como el del rey.[32] No sólo en Grecia y en la polis, sirio en toda la antigüedad occidental, habían tenido como la evidencia misma de que incluso el poder del tirano era menor, menos «perfecto», que el poder con el que el paterfamilias, el dominus, gobernaba a su familia y esclavos. Y esto no se debía a que el poder del gobernante de la ciudad estuviera equilibrado y contrarrestado por los poderes combinados de los cabezas de familia, sino a que el gobierno absoluto, irrebatido, y la esfera política propiamente hablando se excluían mutuamente.[33]
5. La polis y la familia
Si bien es cierto que la identificación y el concepto erróneo de las esferas política y social es tan antiguo como la traducción de las expresiones griegas al latín y su adaptación al pensamiento cristiano-romano, la confusión todavía es mayor en el empleo y entendimiento moderno de la sociedad. La distinción entre la esfera privada y pública de la vida corresponde al campo familiar y político, que han existido como entidades diferenciadas y separadas al menos desde el surgimiento de la antigua ciudad-estado; la aparición de la esfera social, que rigurosamente hablando no es pública ni privada, es un fenómeno relativamente nuevo cuyo origen coincidió con la llegada de la Edad Moderna, cuya forma política la encontró en la nación-estado.
Lo que nos interesa en este contexto es la extraordinaria dificultad que, debido a este desarrollo, tenemos para entender la decisiva división entre las esferas pública y privada, entre la esfera de la polis y la de la familia, y, finalmente, entre actividades relacionadas con un mundo común y las relativas a la conservación de la vida, diferencia sobre la que se basaba el antiguo pensamiento político como algo evidente y axiomático. Para nosotros esta línea divisoria ha quedado borrada por completo, ya que vemos el conjunto de pueblos y comunidades políticas a imagen de una familia cuyos asuntos cotidianos han de ser cuidados por una administración doméstica gigantesca y de alcance nacional. El pensamiento científico que corresponde a este desarrollo ya no es ciencia política, sino «economía nacional» o «economía social» o Volkswirtschaft, todo lo cual indica una especie de «administración doméstica colectiva»;[34] el conjunto de familias económicamente organizadas en el facsímil de una familia superhumana es lo que llamamos «sociedad», y su forma política de organización se califica con el nombre de «nación».[35] Por lo tanto, nos resulta difícil comprender que, según el pensamiento antiguo sobre estas materias, la expresión «economía política» habría sido una contradicción de términos: cualquier cosa que fuera «económica», en relación a la vida del individuo y a la supervivencia de la especie, era no política, se trataba por definición de un asunto familiar.[36]
Históricamente, es muy probable que el nacimiento de la ciudad-estado y la esfera pública ocurriera a expensas de la esfera privada familiar.[37] Sin embargo, la antigua santidad del hogar, aunque mucho menos pronunciada en la Grecia clásica que en la vieja Roma, nunca llegó a perderse por completo. Lo que impedía a la polis violar las vidas privadas de sus ciudadanos y mantener como sagrados los límites que rodeaban cada propiedad, no era el respeto hacia dicha propiedad tal como lo entendemos nosotros, sino el hecho de que sin poseer una casa el hombre no podía participar en los asuntos del mundo, debido a que carecía de un sitio que propiamente le perteneciera.[38] Incluso Platón, cuyos esquemas políticos preveían la abolición de la propiedad privada y una extensión de la esfera pública hasta el punto de aniquilar por completo a la primera, habla con gran respeto de Zeus Herkeios, protector de las líneas fronterizas, y califica de horoi, divinas, a las fronteras entre estados, sin ver contradicción alguna.[39]
El rasgo distintivo de la esfera doméstica era que en dicha esfera los hombres vivían juntos llevados por sus necesidades y exigencias. Esa fuerza que los unía era la propia vida —los penates, dioses domésticos, eran, según Plutarco, «los dioses que nos hacen vivir y alimentan nuestro cuerpo»—,[40] que, para su mantenimiento individual y supervivencia de la especie, necesita la compañía de los demás. Resultaba evidente que el mantenimiento individual fuera tarea del hombre, así como propia de la mujer la supervivencia de la especie, y ambas funciones naturales, la labor del varón en proporcionar alimentación y la de la hembra en dar a luz, estaban sometidas al mismo apremio de la vida. Así, pues, la comunidad natural de la familia nació de la necesidad, y ésta rigió todas las actividades desempeñadas en su seno.
La esfera de la polis, por el contrario, era la de la libertad, y existía una relación entre estas dos esferas, ya que resultaba lógico que el dominio de las necesidades vitales en la familia fuera la condición para la libertad de la polis. Bajo ninguna circunstancia podía ser la política sólo un medio destinado a proteger a la sociedad, se tratara de la del fiel, como en la Edad Media, o la de los propietarios, como en Locke, o de una sociedad inexorablemente comprometida en un proceso adquisitivo, como en Hobbes, o de una de productores, como en Marx, o de empleados, como en la nuestra, o de trabajadores, como en los países socialistas y comunistas. En todos estos casos, la libertad (en ciertos casos la llamada libertad) de la sociedad es lo que exige y justifica la restricción de la autoridad política. La libertad está localizada en la esfera de lo social, y la fuerza o violencia pasa a ser monopolio del gobierno.
Lo que dieron por sentado todos los filósofos griegos, fuera cual fuera su oposición a la vida de la polis, es que la libertad se localiza exclusivamente en la esfera política, que la necesidad es de manera fundamental un fenómeno prepolítico, característico de la organización doméstica privada, y que la fuerza y la violencia se justifican en esta esfera porque son los únicos medios para dominar la necesidad —por ejemplo, gobernando a los esclavos— y llegar a ser libre. Debido a que todos los seres humanos están sujetos a la necesidad, tienen derecho a ejercer la violencia sobre otros; la violencia es el acto prepolítico de liberarse de la necesidad para la libertad del mundo. Dicha libertad es la condición esencial de lo que los griegos llamaban felicidad, eudaimonia, que era un estado objetivo que dependía sobre todo de la riqueza y de la salud. Ser pobre o estar enfermo significaba verse sometido a la necesidad física, y ser esclavo llevaba consigo además el sometimiento a la violencia del hombre. Este doble «infortunio» de la esclavitud es por completo independiente del subjetivo bienestar del esclavo. Por lo tanto, un hombre libre y pobre prefería la inseguridad del cambiante mercado de trabajo a una tarea asegurada con regularidad, ya que ésta restringía su libertad para hacer lo que quisiera a diario, se consideraba ya servidumbre (douleia), e incluso la labor dura y penosa era preferible a la vida fácil de muchos esclavos domésticos.[41]
No obstante, la fuerza prepolítica con la que el cabeza de familia regía a parientes y esclavos, considerada necesaria porque el hombre es un «animal social» antes que «animal político», nada tiene que ver con el caótico «estado de naturaleza» de cuya violencia, según el pensamiento político del siglo XVII, sólo podía escapar el hombre mediante el establecimiento de un gobierno que, con el monopolio del poder y de la violencia, aboliera la «guerra de todos contra todos», «manteniéndolos horrorizados».[42] Por el contrario, el concepto de gobernar y ser gobernado, de gobierno y poder en el sentido en que lo entendemos, así como el regulado orden que lo acompaña, se tenía por prepolítico y propio de la esfera privada más que de la pública.
La polis se diferenciaba de la familia en que aquélla sólo conocía «iguales», mientras que la segunda era el centro de la más estricta desigualdad. Ser libre significaba no estar sometido a la necesidad de la vida ni bajo el mando de alguien y no mandar sobre nadie, es decir, ni gobernar ni ser gobernado.[43] Así, pues, dentro de la esfera doméstica, la libertad no existía, ya que al cabeza de familia sólo se le consideraba libre en cuanto que tenía la facultad de abandonar el hogar y entrar en la esfera política, donde todos eran iguales. Ni que decir tiene que esta igualdad tiene muy poco en común con nuestro concepto de igualdad: significaba vivir y tratar sólo entre pares, lo que presuponía la existencia de «desiguales» que, naturalmente, siempre constituían la mayoría de la población de una ciudad-estado.[44] Por lo tanto, la igualdad, lejos de estar relacionada con la justicia, como en los tiempos modernos, era la propia esencia de la libertad: ser libre era serlo de la desigualdad presente en la gobernación y moverse en una esfera en la que no existían gobernantes ni gobernados.
Y aquí termina la posibilidad de describir en términos claros la profunda diferencia entre el moderno y antiguo entendimiento de la política. En el Mundo Moderno, las esferas social y política están mucho menos diferenciadas. Que la política no es más que una función de la sociedad, que acción, discurso y pensamiento son fundamentalmente superestructuras relativas al interés social, no es un descubrimiento de Karl Marx, sino que, por el contrario, es uno de los supuestos que dicho autor aceptó de los economistas políticos de la Edad Moderna. Esta funcionalización hace imposible captar cualquier seria diferencia entre las dos esferas; no se trata de una teoría o ideología, puesto que con el ascenso de la sociedad, esto es, del «conjunto doméstico» (oikia), o de las actividades económicas a la esfera pública, la administración de la casa y todas las materias que anteriormente pertenecían a la esfera privada familiar se han convertido en interés «colectivo».[45] En el Mundo Moderno, las dos esferas fluyen de manera constante una sobre la otra, como olas de la nunca inactiva corriente del propio proceso de la vida.
La desaparición de la zanja que los antiguos tenían que saltar para superar la estrecha esfera doméstica y adentrarse en la política es esencialmente un fenómeno moderno. Tal separación entre lo público y lo privado aún existía de algún modo en la Edad Media, si bien había perdido gran parte de su significado y cambiado por completo su emplazamiento. Se ha señalado con exactitud que, tras la caída del Imperio Romano, la Iglesia católica ofreció a los hombres un sustituto a la ciudadanía que anteriormente había sido la prerrogativa del gobierno municipal.[46] La tensión medieval entre la oscuridad de la vida cotidiana y el grandioso esplendor que esperaba a todo lo sagrado, con el concomitante ascenso de lo secular a lo religioso, corresponde en muchos aspectos al ascenso de lo privado a lo público en la antigüedad. Claro está que la diferencia es muy acusada, ya que por muy «mundana» que llegara a ser la Iglesia, en esencia siempre era otro interés mundano el que mantenía unida a la comunidad de creyentes. Mientras que cabe identificar con cierta dificultad lo público y lo religioso, la esfera secular bajo el feudalismo fue por entero lo que había sido en la antigüedad la esfera privada. Su característica fue la absorción, por la esfera doméstica, de todas las actividades y, por tanto, la ausencia de una esfera pública.[47]
Propio de este crecimiento de la esfera privada, e incidentalmente de la diferencia entre el antiguo jefe de familia y el señor feudal, es que éste podía administrar justicia en su territorio, mientras que el primero, si bien tenía el derecho de aplicar unas normas más duras o más suaves, no conoció leyes ni justicia al margen de la esfera pública.[48] El copo de todas las actividades humanas por la esfera privada y el modelado de todas las relaciones de los hombres bajo el patrón doméstico alcanzó a las organizaciones profesionales en las propias ciudades, a los gremios, confreries y compagnons, e incluso a las primeras compañías mercantiles, donde «la original ensambladura familiar parecía quedar señalada con la misma palabra “compañía” (companis)… [y] con frases tales como “hombres que comen un mismo pan”, “hombres que tienen un mismo pan y un mismo vino”».[49] El concepto medieval del «bien común», lejos de señalar la existencia de una esfera política, sólo reconoce que los individuos particulares tienen intereses en común, tanto materiales como espirituales, y que sólo pueden conservar su intimidad y atender a su propio negocio si uno de ellos toma sobre sí la tarea de cuidar este interés común. Lo que distingue esta actitud esencialmente cristiana hacia la política de la realidad moderna no es tanto el reconocimiento de un «bien común» como la exclusividad de la esfera privada y la ausencia de esa esfera curiosamente híbrida donde los intereses privados adquieren significado público, es decir, lo que llamamos «sociedad».
No es, pues, sorprendente que el pensamiento político medieval, exclusivamente interesado en la esfera secular, siguiera desconociendo la separación existente entre la cobijada vida doméstica y la despiadada exposición de la polis y, en consecuencia, la virtud del valor como una de las más elementales actitudes políticas. Lo que continúa siendo sorprendente es que el único teórico político postclásico que, en su extraordinario esfuerzo por restaurar la vieja dignidad de la política, captó dicha separación y comprendió algo del valor necesario para salvar esa distancia fue Maquiavelo, quien lo describió en el ascenso «del condotiero desde su humilde condición al elevado rango», de la esfera privada a la principesca, es decir, de las circunstancias comunes a todos los hombres a la resplandeciente gloria de las grandes acciones.[50]
Dejar la casa, originalmente con el fin de embarcarse en alguna aventurada y gloriosa empresa y posteriormente sólo para dedicar la propia vida a los asuntos de la ciudad, requería valor, ya que s9lo allí predominaba el interés por la supervivencia personal. Quien entrara en la esfera política había de estar preparado para arriesgar su vida, y el excesivo afecto hacia la propia existencia impedía la libertad, era una clara señal de servidumbre.[51] Por lo tanto, el valor se convirtió en la virtud política por excelencia, y sólo esos hombres que lo poseían eran admitidos en una asociación que era política en contenido y propósito y de ahí que superara la simple unión impuesta a todos —esclavos, bárbaros y griegos por igual— por los apremios de la vida.[52] La «buena vida», como Aristóteles califica a la del ciudadano, no era simplemente mejor, más libre de cuidados o más noble que la ordinaria, sino de una calidad diferente por completo. Era «buena» en el grado en que, habiendo dominado las necesidades de la pura vida, liberándose de trabajo y labor, y vencido el innato apremio de todas las criaturas vivas por su propia supervivencia, ya no estaba ligada al proceso biológico vital.
En la raíz de la conciencia política griega hallamos una inigualada claridad y articulación en el trazado de esta distinción. Ninguna actividad que sólo sirviera al propósito de ganarse la vida, de mantener el proceso vital, tenía entrada en la esfera política, a pesar del grave riesgo de abandonar el comercio y la fabricación a la laboriosidad de esclavos y extranjeros, con lo que Atenas se convirtió en la «pensionópolis» de un «proletariado de consumidores» vívidamente descrito por Max Weber.[53] El verdadero carácter de polis se manifiesta por entero en la filosofía política de Platón y Aristóteles, aunque la línea fronteriza entre familia y polis queda a veces borrada, en especial en Platón, quien, probablemente siguiendo a Sócrates, comenzó a sacar su ejemplo e ilustraciones de la polis mediante las experiencias cotidianas de la vida privada, y también en Aristóteles cuando, tras Platón, da por sentado inicialmente que al menos el origen histórico de la polis ha de estar relacionado con las necesidades de la vida y que sólo su contenido o inherente objetivo (telas) hace que ésta trascienda a «buena vida».
Estos aspectos de las enseñanzas de la escuela socrática, que no tardaron en pasar a ser axiomáticos hasta un grado de trivialidad, eran entonces los más nuevos y revolucionarios y surgían no de la experiencia real en la vida política, sino del deseo de liberarse de su carga, deseo que los filósofos sólo podían justificar en su propio entendimiento demostrando que incluso la más libre de todas las formas de vida seguía relacionada y sujeta a la necesidad. Pero el fondo de la verdadera experiencia política, al menos en Platón y Aristóteles, permaneció tan sólido que nunca se puso en duda la distinción entre la esfera doméstica y la vida política. Sin dominar las necesidades vitales en la casa, no es posible la vida ni la «buena vida», aunque la política nunca se realiza por amor a la vida. En cuanto miembros de la polis, la vida doméstica existe en beneficio de la «gran vida» de la polis.
6. El auge de lo social
La emergencia de la sociedad —el auge de la administración doméstica, sus actividades, problemas y planes organizativos— desde el oscuro interior del hogar a la luz de la esfera pública, no sólo borró la antigua línea fronteriza entre lo privado y lo político, sino que también cambió casi más allá de lo reconocible el significado de las dos palabras y su significación para la vida del individuo y del ciudadano. No coincidimos con los griegos en que la vida pasada en retraimiento con «uno mismo» (idion), al margen del mundo, es «necia» por definición, ni con los romanos, para quienes dicho retraimiento sólo era un refugio temporal de su actividad en la res publica; en la actualidad llamamos privada a una esfera de intimidad cuyo comienzo puede rastrearse en los últimos romanos, apenas en algún periodo de la antigüedad griega, y cuya peculiar multiplicidad y variedad era desconocida en cualquier periodo anterior a la Edad Media.
No se trata simplemente de cambiar el acento. En el sentimiento antiguo, el rasgo privativo de lo privado, indicado en el propio mundo, era muy importante; literalmente significaba el estado de hallarse desprovisto de algo, incluso de las más elevadas y humanas capacidades. Un hombre que sólo viviera su vida privada, a quien, al igual que al esclavo, no se le permitiera entrar en la esfera pública, o que, a semejanza del bárbaro, no hubiera elegido establecer tal esfera, no era plenamente humano. Hemos dejado de pensar primordialmente en privación cuando usamos la palabra «privado», y esto se debe parcialmente al enorme enriquecimiento de la esfera privada a través del individualismo moderno. Sin embargo, parece incluso más importante señalar que el sentido moderno de lo privado está al menos tan agudamente opuesto a la esfera social —desconocida por los antiguos, que consideraban su contenido como materia privada— como a la política, propiamente hablando. El hecho hist6rico decisivo es que lo privado moderno en su más apropiada función, la de proteger lo íntimo, se descubrió como lo opuesto no a la esfera política, sino a la social, con la que sin embargo se halla más próxima y auténticamente relacionado.
El primer explorador claro y en cierto grado incluso teórico de la intimidad fue Jean-Jacques Rousseau, quien es el único gran autor citado a menudo por su nombre de pila. Llegó a su descubrimiento a través de una rebelión, no contra la opresión del Estado, sino contra la insoportable perversión del corazón humano por parte de la sociedad, su intrusión en 1as zonas más íntimas del hombre que hasta entonces no habían necesitado especial protección. La intimidad del corazón, a desemejanza del hogar privado, no tiene lugar tangible en el mundo, ni la sociedad contra la que protesta y hace valer sus derechos puede localizarse con la misma seguridad que el espacio público. Para Rousseau, lo íntimo y lo social eran más bien modos subjetivos de la existencia humana y, en su caso, era como si Jean-Jacques se rebelara contra un hombre llamado Rousseau. El individuo moderno y sus interminables conflictos, su habilidad para encontrarse en la sociedad como en su propia casa o para vivir por completo al margen de los demás, su carácter siempre cambiante y el radical subjetivismo de su vida emotiva, nacieron de esta rebelión del corazón. La autenticidad del descubrimiento de Rousseau está fuera de duda, por dudosa que sea la autenticidad del individuo que fue Rousseau. El asombroso florecimiento de la poesía y de la música desde la mitad del siglo XVIII hasta casi el último tercio del XIX, acompañado por el auge de la novela, única forma de arte por completo social, coincidiendo con una no menos sorprendente decadencia de todas las artes públicas, en especial la arquitectura, constituye suficiente testimonio para expresar la estrecha relación que existe entre lo social y lo íntimo.
La rebelde reacción contra la sociedad durante la que Rousseau y los románticos descubrieron la intimidad iba en primer lugar contra las igualadoras exigencias de lo social, contra lo que hoy día llamaríamos conformismo inherente a toda sociedad. Es importante recordar que dicha rebelión se realizó antes de que el principio de igualdad, al que hemos culpado de conformismo desde Tocqueville, hubiera tenido tiempo de hacerse sentir en la esfera social o política. A este respecto no es de gran importancia que una nación esté formada por iguales o desiguales, ya que la sociedad siempre exige que sus miembros actúen como si lo fueran de una enorme familia con una sola opinión e interés. Antes de la moderna desintegración de la familia, este interés y opinión comunes estaban representados por el cabeza de familia, que gobernaba de acuerdo con dicho interés e impedía la posible desunión entre sus miembros.[54] La asombrosa coincidencia del auge de la sociedad con la decadencia de la familia indica claramente que lo que verdaderamente ocurrió fue la absorción de la unidad familiar en los correspondientes grupos sociales. La igualdad de los miembros de estos grupos, lejos de ser una igualdad entre pares, a nada se parece tanto como a la igualdad de los familiares antes del despótico poder del cabeza de familia, excepto que en la sociedad, donde la fuerza natural del interés común y de la unánime opinión está tremendamente vigorizada por el puro número, el gobierno verdadero ejercido por un hombre, que representa el interés común y la recta opinión, podía llegar a ser innecesario. El fenómeno de conformismo es característico de la última etapa de este desarrollo moderno.
Es cierto que el gobierno monárquico de un solo hombre, que los antiguos consideraban como el esquema organizativo de la familia, se transforma en la sociedad —tal como lo conocemos hoy día, cuando la cima del orden social ya no está formada por un absoluto gobernante de la familia real— en una especie de gobierno de nadie. Pero este nadie —el supuesto interés común de la sociedad como un todo en economía, así como la supuesta opinión única de la sociedad refinada en el salón— no deja de gobernar por el hecho de haber perdido su personalidad. Como sabemos por la más social forma de gobierno, esto es, por la burocracia (última etapa de gobierno en la nación-estado, cuya primera fue el benevolente despotismo y absolutismo de un solo hombre), el gobierno de nadie no es necesariamente no-gobierno; bajo ciertas circunstancias, incluso puede resultar una de sus versiones más crueles y tiránicas.
Es decisivo que la sociedad, en todos sus niveles, excluya la posibilidad de acción, como anteriormente lo fue de la esfera familiar. En su lugar, la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a «normalizar» a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente. En Rousseau encontramos estas exigencias en los salones de la alta sociedad, cuyas convenciones siempre identifican al individuo con su posición en el marco social. Lo que interesa es esta ecuación con el estado social, y carece de importancia si se trata de verdadero rango en la sociedad medio feudal del siglo XVIII, título en la sociedad clasista del XIX, o mera función en la sociedad de masas de la actualidad. Por el contrario, el auge de este último tipo de sociedad sólo indica que los diversos grupos sociales han sufrido la misma absorción en una sociedad que la padecida anteriormente por las unidades familiares; con el ascenso de la sociedad de masas, la esfera de lo social, tras varios siglos de desarrollo, ha alcanzado finalmente el punto desde el que abarca y controla a todos los miembros de una sociedad determinada, igualmente y con idéntica fuerza. Sin embargo, la sociedad se iguala bajo todas las circunstancias, y la victoria de la igualdad en el Mundo Moderno es sólo el reconocimiento legal y político del hecho de que esa sociedad ha conquistado la esfera pública, y que distinción y diferencia han pasado a ser asuntos privados del individuo.
Esta igualdad moderna, basada en el conformismo inherente a la sociedad y únicamente posible porque la conducta ha reemplazado a la acción como la principal forma de relación humana, es en todo aspecto diferente a la igualdad de la antigüedad y, en especial, a la de las ciudades-estado griegas. Pertenecer a los pocos «iguales» (homoioi) significaba la autorización de vivir entre pares; pero la esfera pública, la polis, estaba calada de un espíritu agonal, donde todo individuo tenía que distinguirse constantemente de los demás, demostrar con acciones únicas o logros que era el mejor (aien aristeuein).[55] Dicho con otras palabras, la esfera estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran. En consideración a esta oportunidad, y al margen del afecto a un cuerpo político que se la posibilitaba, cada individuo deseaba más o menos compartir la carga de la jurisdicción, defensa y administración de los asuntos públicos.
Este mismo conformismo, el supuesto de que los hombres se comportan y no actúan con respecto a los demás, yace en la raíz de la moderna ciencia económica, cuyo nacimiento coincidió con el auge de la sociedad y que, junto con su principal instrumento técnico, la estadística, se convirtió en la ciencia social por excelencia. La economía —hasta la Edad Moderna una parte no demasiado importante de la ética y de la política, y basada en el supuesto de que los hombres actúan con respecto a sus actividades económicas como lo hacen en cualquier otro aspecto—[56] sólo pudo adquirir carácter científico cuando los hombres se convirtieron en seres sociales y unánimemente siguieron ciertos modelos de conducta, de tal modo que quienes no observaban las normas podían ser considerados como asociales o anormales.
Las leyes de la estadística sólo son válidas cuando se trata de grandes números o de largos periodos, y los actos o acontecimientos sólo pueden aparecer estadísticamente como desviaciones o fluctuaciones. La justificación de la estadística radica en que proezas y acontecimientos son raros en la vida cotidiana y en la historia. No obstante, el pleno significado de las relaciones diarias no se revela en la vida cotidiana, sino en hechos no corrientes, de la misma manera que el significado de un periodo histórico sólo se muestra en los escasos acontecimientos que lo iluminan. La aplicación de la ley de grandes números y largos periodos a la política o a la historia significa nada menos que la voluntariosa destrucción de su propia materia, y es empresa desesperada buscar significado en la política o en la historia cuando todo lo que no es comportamiento cotidiano o tendencias automáticas se ha excluido como falto de importancia.
Sin embargo, puesto que las leyes de la estadística son perfectamente válidas cuando tratamos con grandes números, resulta evidente que todo incremento en la población significa una incrementada validez y una marcada disminución de error. Políticamente, quiere decir que cuanto mayor sea la población en un determinado cuerpo político, mayor posibilidad tendrá lo social sobre lo político de constituir la esfera pública. Los griegos, cuya ciudad-estado era el cuerpo político más individualista y menos acorde de los conocidos por nosotros, sabían muy bien que la polis, con su énfasis en la acción y en el discurso, sólo podía sobrevivir si el número de ciudadanos permanecía restringido. Un gran número de personas, apiñadas, desarrolla una inclinación casi irresistible hacia el despotismo, sea el de una persona o de una mayoría; y, si bien la estadística, es decir, el tratamiento matemático de la realidad, era desconocida antes de la Edad Moderna, los fenómenos modernos que hicieron posible tal tratamiento —grandes números, explicación del conformismo y automatismo en los asuntos humanos— fueron precisamente esos rasgos que, a juicio de los griegos, diferenciaban la civilización persa de la suya propia.
La infortunada verdad sobre el behaviorismo y la validez de sus «leyes» es que cuanto más gente hay, más probablemente actúan y menos probablemente toleran la no-actuación. De manera estadística, esto queda demostrado en la igualación de la fluctuación. En realidad, las hazañas cada vez tendrán menos oportunidad de remontar la marea del comportamiento, y los acontecimientos perderán cada vez más su significado, es decir, su capacidad para iluinir1ar el tiempo histórico. La uniformidad estadística no es en modo alguno un ideal científico inofensivo, sino el ya no secreto ideal político de una sociedad que, sumergida por entero en la rutina del vivir cotidiano, se halla, en paz con la perspectiva científica inherente a su propia existencia.
La conducta uniforme que se presta a la determinación estadística y, por lo tanto, a la predicción científicamente correcta, apenas puede explicarse por la hipótesis liberal de una natural «armonía de intereses», fundamento de la economía «clásica»; no fue Karl Marx, sino los propios economistas liberales quienes tuvieron que introducir la «ficción comunista», es decir, dar por sentado que existe un interés común de la sociedad como un todo, que con «mano invisible» guía la conducta de los hombres y armoniza sus intereses conflictivos.[57] La diferencia entre Marx y sus precursores radicaba solamente en que él tomó la realidad del conflicto, tal como se presentaba en la sociedad de su tiempo, tan seriamente como la ficción hipotética de la armonía; estaba en lo cierto al concluir que la «socialización del hombre» produciría automáticamente una armonía de todos los intereses, y fue más valeroso que sus maestros liberales cuando propuso establecer en realidad la «ficción comunista» como fundamento de todas las teorías económicas. Lo que Marx no comprendió —no podía comprenderlo en su tiempo— fue que el germen de la sociedad comunista estaba presente en la realidad de una familia nacional, y que su pleno desarrollo no estaba obstaculizado por ningún interés de clase como tal, sino sólo por la ya caduca estructura monárquica de la nación-estado. Indudablemente, lo que impedía un suave funcionamiento de la sociedad eran ciertos residuos tradicionales que se inmiscuían y seguían influyendo en la conducta de las clases «retrógradas». Desde el punto de vista de la sociedad, no se trataba más que de factores perturbadores en el camino hacia un pleno desarrollo de las «fuerzas sociales»; ya no correspondían a la realidad y eran por lo tanto, en cierto sentido, mucho más «ficticios» que la científica «ficción» de un interés común.
Una victoria completa de la sociedad siempre producirá alguna especie de «ficción comunista», cuya sobresaliente característica política es la de estar gobernada por una «mano invisible», es decir, por nadie. Lo que tradicionalmente llamarnos estado y gobierno da paso aquí a la pura administración, situación que Marx predijo acertadamente como el «debilitamiento del Estado», si bien se equivocó en suponer que sólo una revolución podría realizarlo, y más todavía al creer que esta completa victoria de la sociedad significaría el surgimiento final del «reino de la libertad».[58]
Para calibrar el alcance del triunfo de la sociedad en la Edad Moderna, su temprana sustitución de la acción por la conducta y ésta por la burocracia, el gobierno personal por el de nadie, conviene recordar que su inicial ciencia de la economía, que sólo sustituye a los modelos de conducta en este más bien limitado campo de la actividad humana, fue finalmente seguida por la muy amplia pretensión de las ciencias sociales que, como «ciencias del comportamiento», apuntan a reducir al hombre, en todas sus actividades, al nivel de un animal de conducta condicionada. Si la economía es la ciencia de la sociedad en sus primeras etapas, cuando sólo podía imponer sus normas de conducta a sectores de la población y a parte de su actividad, el auge de las «ciencias del comportamiento» señala con claridad la etapa final de este desarrollo, cuando la sociedad de masas ha devorado todos los estratos de la nación y la «conducta social» se ha convertido en modelo de todas las fases de la vida.
Desde el auge de la sociedad, desde la admisión de la familia y de las actividades propias de la organización doméstica a la esfera pública, una de las notables características de la nueva esfera ha sido una irresistible tendencia a crecer, a devorar las más antiguas esferas de lo político y privado, así como de la más recientemente establecida de la intimidad. Este constante crecimiento, cuya no menos constante aceleración podemos observar desde hace tres siglos al menos, adquiere su fuerza debido a que, a través de la sociedad, de una forma u otra ha sido canalizado hacia la esfera pública el propio proceso de la vida. En la esfera privada de la familia era donde se cuidaban y garantizaban las necesidades de la vida, la supervivencia individual y la continuidad de la especie. Una de las características de lo privado, antes del descubrimiento de lo íntimo, era que el hombre existía en esta esfera no como verdadero ser humano, sino únicamente como espécimen del animal de la especie humana. Ésta era precisamente la razón básica del tremendo desprecio sentido en la antigüedad por lo privado. El auge de la sociedad ha hecho cambiar la opinión sobre dicha esfera, pero apenas ha transformado su naturaleza. El carácter monolítico de todo tipo de sociedad, su conformismo que sólo tiene en cuenta un interés y una opinión, básicamente está enraizado en la unicidad de la especie humana. Debido a que dicha unicidad no es fantasía ni siquiera simple hipótesis científica, como la «ficción comunista» de la economía clásica, la sociedad de masas, en la que el hombre como animal social rige de manera suprema y donde en apariencia puede garantizarse a escala mundial la supervivencia de la especie, es capaz al mismo tiempo de llevar a la humanidad a su extinción.
Tal vez la indicación más clara de que la sociedad constituye la organización pública del propio proceso de la vida, pueda hallarse en el hecho de que en un tiempo relativamente corto la nueva esfera social transformó todas las comunidades modernas en sociedades de trabajadores y empleados; en otras palabras, quedaron en seguida centradas en una actividad necesaria para mantener la vida. (Para obtener una sociedad de trabajadores, está claro que no es necesario que cada uno de los miembros sea trabajador —ni siquiera la emancipación de la clase trabajadora y el enorme poder potencial que le concede el gobierno de la mayoría son decisivos—, sino que todos sus miembros consideren lo que hacen fundamentalmente como medio de mantener su propia vida y la fe de su familia). La sociedad es la forma en que la mutua dependencia en beneficio de la vida y nada más adquiere público significado, donde las actividades relacionadas con la pura supervivencia se permiten aparecer en público.
En modo alguno es indiferente que se realice una actividad en público o en privado. Sin duda el carácter de la esfera pública debe cambiar de acuerdo con las actividades admitidas en él, pero en gran medida la propia actividad cambia también su propia naturaleza. La actividad laboral, bajo todas las circunstancias relacionadas con el proceso de la vida en su sentido más elemental y biológico, permaneció estacionaria durante miles de años, encerrada en la eterna repetición del proceso vital al que estaba atada. La admisión del trabajo en la esfera pública, lejos de eliminar su carácter de proceso —lo que cabría haber esperado si se recuerda que los cuerpos políticos siempre se han planeado para la permanencia y que sus leyes siempre se han entendido como limitaciones impuestas al movimiento—, ha liberado, por el contrario, dicho proceso de su circular y monótona repetición, transformándolo rápidamente en un progresivo desarrollo cuyos resultados han modificado por completo y en pocos siglos todo el mundo habitado.
En el momento en que el trabajo quedó liberado de las restricciones impuestas por su destierro en la esfera privada —y esta emancipación no fue consecuencia de la emancipación de la clase trabajadora, sino que le precedió—, fue como sí el elemento de crecimiento inherente a toda vida orgánica hubiera superado y sobrecrecido los procesos de decadencia, con los que la vida orgánica es contenida y equilibrada en la familia de la naturaleza. La esfera social, donde el proceso de la vida ha establecido su propio dominio público, ha desatado un crecimiento no natural, por decirlo de alguna manera; y contra este constante crecimiento de la esfera social, no contra la sociedad, lo privado y lo íntimo, por un lado, y lo político (en el más reducido sentido de la palabra), por el otro, se han mostrado incapaces de defenderse.
Lo calificado como crecimiento no natural de lo natural suele considerarse como el incremento constantemente acelerado en la productividad del trabajo. El mayor factor singular de este constante incremento desde su comienzo ha sido la organización laboral, visible en la llamada división del trabajo, que precedió a la Revolución Industrial; incluso la mecanización de los procesos laborales, segundo factor importantísimo en la productividad del trabajo, está basada en dicha organización. Puesto que como propio principio organizativo deriva claramente de la esfera pública más que de la privada, la división del trabajo es precisamente lo que le sobreviene a la actividad laboral sometida a las condiciones de la esfera pública, lo que nunca le ha acaecido en la esfera privada familiar.[59] En ningún otro campo de la vida hemos alcanzado tal excelencia como en la revolucionaria transformación del trabajo, hasta el punto de que el significado verbal de la propia palabra (que siempre había estado relacionado con penas y fatigas casi insoportables, con esfuerzo y dolor y, en consecuencia, con una deformación del cuerpo humano, de tal modo que sólo podían ser su origen la extrema miseria y pobreza) ha comenzado a perderse para nosotros.[60] Mientras la necesidad hacía del trabajo algo indispensable para mantener la vida, la excelencia era lo último que cabía esperar de él.
La propia excelencia, arete para los griegos y virtus para los romanos, se ha asignado desde siempre a la esfera pública, donde cabe sobresalir, distinguirse de los demás. Toda actividad desempeñada en público puede alcanzar una excelencia nunca igualada en privado, porque ésta, por definición, requiere la presencia de otros, y dicha presencia exige la formalidad del público, constituido por los pares de uno, y nunca la casual, familiar presencia de los iguales o inferiores a uno.[61] Ni siquiera la esfera social —aunque hizo anónima a la excelencia, acentuó el progreso de la humanidad en vez del logro de los hombres, y cambió hasta hacerlo irreconocible el contenido de la esfera pública— ha conseguido por completo aniquilar la relación entre actuación pública y excelencia. Mientras que hemos llegado a ser excelentes en la labor que desempeñamos en público, nuestra capacidad para la acción y el discurso ha perdido gran parte de su anterior calidad, ya que el auge de la esfera social los desterró a la esfera de lo íntimo y privado. Esta curiosa discrepancia no ha escapado a la atención pública, que a menudo la carga sobre un presunto tiempo de retraso entre nuestras capacidades técnicas y nuestro general desarrollo humanístico, o entre las ciencias físicas, que modifican y controlan a la naturaleza, y las ciencias sociales, que no saben cómo cambiar y controlar a la sociedad. Dejando aparte otras falacias de la argumentación, ya frecuentemente señaladas y que no es necesario repetir, esa crítica se refiere a un posible cambio de la psicología de los seres humanos —sus llamados modelos de conducta— y no a un cambio del mundo en que se mueven. Y esta interpretación psicológica, para la que la ausencia o presencia de una esfera pública es tan inapropiada como cualquier tangible y mundana realidad, parece más bien dudosa debido a que ninguna actividad pueda pasar a ser excelente si el mundo no le proporciona un espacio adecuado para su ejercicio. Ni la educación, ni la ingeniosidad, ni el talento pueden reemplazar a los elementos constitutivos de la esfera pública, que la hacen lugar propicio para a excelencia humana.
7. La esfera pública: lo común
La palabra «público» significa dos fenómenos estrechamente relacionados, si bien no idénticos por completo.
En primer lugar significa que todo lo que aparece en público puede verlo y oírlo todo el mundo y tiene la más amplía publicidad posible. Para nosotros, la apariencia —algo que ven y oyen otros al igual que nosotros— constituye la realidad. Comparada con la realidad que proviene de lo visto y oído, incluso las mayores fuerzas de la vida íntima —las pasiones del corazón, los pensamientos de la mente, las delicias de los sentidos— llevan una incierta y oscura existencia hasta que se transforman, desindividualizadas, como si dijéramos, en una forma adecuada para la aparición pública.[62] La más corriente de dichas transformaciones sucede en la narración de historias y por lo general en la transposición artística de las experiencias individuales. Sin embargo, no necesitamos la forma artística para testimoniar esta transfiguración. Siempre que hablamos de cosas que pueden experimentarse sólo en privado o en la intimidad, las mostramos en una esfera donde adquieren una especie de realidad que, fuera cual fuese su intensidad, no podía haber tenido antes. La presencia de otros que ven lo que vemos y oyen lo que oímos nos asegura de la realidad del mundo y de nosotros mismos, y puesto que la intimidad de una vida privada plenamente desarrollada, tal como no se había conocido antes del auge de la Edad Moderna y la concomitante decadencia de la esfera pública, siempre intensifica y enriquece grandemente toda la escala de emociones subjetivas y sentimientos privados, esta intensificación se produce a expensas de la seguridad en la realidad del mundo y de los hombres.
En efecto, la sensación más intensa que conocemos, intensa hasta el punto de borrar todas las otras experiencias, es decir, la experiencia del dolor físico agudo, es al mismo tiempo la más privada y la menos comunicable de todas. Quizá no es sólo la única experiencia que somos incapaces de transformar en un aspecto adecuado para la presentación pública, sino que además nos quita nuestra sensación de la realidad a tal extremo que la podemos olvidar más rápida y fácilmente que cualquier otra cosa.
Parece que no exista puente entre la subjetividad más radical, en la que ya no soy «reconocible», y el mundo exterior de la vida.[63] Dicho con otras palabras, el dolor, verdadera experiencia entre la vida como “ser entre los hombres” (inter homines esse) y la muerte, es tan subjetivo y alejado del mundo de las cosas y de los hombres que no puede asumir una apariencia en absolúto.[64]
Puesto que nuestra sensación de la realidad depende por entero de la apariencia y, por lo tamo, de la existencia de una esfera pública en la que las cosas surjan de la oscura y cobijada existencia; incluso el crepúsculo que ilumina nuestras vidas privadas e íntimas deriva de la luz mucho más dura de la esfera pública. Sin embargo, hay muchas cosas que no pueden soportar la implacable, brillante luz de la constante presencia de otros en la escena pública; allí, únicamente se tolera lo que es considerado apropiado, digno de verse u oírse, de manera que lo inapropiado se convierte automáticamente en asunto privado. Sin duda, esto no significa que los intereses privados sean por lo general inapropiados; por el contrario, veremos que existen numerosas materias apropiadas que sólo pueden sobrevivir en la esfera de lo privado. El amor, por ejemplo, a diferencia de la amistad, muere o, mejor dicho, se extingue en cuanto es mostrado en público. («Nunca busques contar tu amor / amor que nunca se puede contar»). Debido a su inherente mundanidad, el amor únicamente se hace falso y pervertido cuando se emplea para finalidades políticas, tales como el cambio o salvación del mundo.
Lo que la esfera pública considera inapropiado puede tener un encanto tan extraordinario y contagioso que cabe que lo adopte todo un pueblo, sin perder por tal motivo su carácter esencialmente privado. El moderno encanto por las «pequeñas cosas», si bien lo predicó la poesía en casi todos los idiomas europeos al comienzo del siglo XX, ha encontrado su presentación clásica en el petit bonheur de los franceses. Desde la decadencia de su, en otro tiempo grande y gloriosa esfera pública, los franceses se han hecho maestros en el arte de ser felices entre «cosas pequeñas», dentro de sus cuatro paredes, entre arca y cama, mesa y silla, perro, gato y macetas de flores, extendiendo a estas cosas un cuidado y ternura que, en un mundo donde la rápida industrialización elimina constantemente las cosas de ayer para producir los objetos de hoy, puede incluso parecer el último y puramente humano rincón del mundo. Esta ampliación de lo privado, el encanto, como si dijéramos, de todo un pueblo, no constituye una esfera pública, sino que, por el contrario, significa que dicha esfera casi ha retrocedido por completo, de manera que la grandeza ha dado paso por todas partes al encanto; si bien la esfera pública puede ser grande, no puede ser encantadora precisamente porque es incapaz de albergar lo inapropiado.
En segundo lugar, el término «público» significa el propio mundo, en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él. Este mundo, sin embargo, no es idéntico a la Tierra o a la naturaleza, como el limitado espacio para el movimiento de los hombres y la condición general de la vida orgánica. Más bien está relacionado con los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. Vivir juntos en el mundo significa en esencia que un mundo de cosas está entre quienes lo tienen en común, al igual que la mesa está localizada entre los que se sientan alrededor; el mundo, como todo lo que está en medio, une y separa a los hombres al mismo tiempo.
La esfera pública, al igual que el mundo en común, nos junta y no obstante impide que caigamos uno sobre otro, por decirlo así. Lo que hace tan difícil de soportar a la sociedad de masas no es el número de personas, o al menos no de manera fundamental, sino el hecho de que entre ellas el mundo ha perdido su poder para agruparlas, relacionarlas y separarlas. Esta extraña situación semeja a una sesión de espiritismo donde cierto número de personas sentado alrededor de una mesa pudiera ver de repente, por medio de algún truco mágico, cómo ésta desaparece, de modo que dos personas situadas una frente a la otra ya no estuvieran separadas, aunque no relacionadas entre sí por algo tangible.
Históricamente, sólo conocemos un principio ideado para mantener unida a una comunidad que haya perdido su interés en el mundo común y cuyos miembros ya no se sientan relacionados y separados por ella. Encontrar un nexo entre las personas lo bastante fuerte para reemplazar al mundo, fue la principal tarea política de la primera filosofía cristiana, y fue san Agustín quien propuso basar en la caridad no sólo la «hermandad» cristiana, sino todas las relaciones humanas. Pero esta caridad, aunque su mundanidad corresponde de manera evidente a la general experiencia humana del amor, al mismo tiempo se diferencia claramente de ella por ser algo que, al igual que el mundo, está entre los hombres: «Incluso los ladrones tienen entre sí (inter se) lo que llaman caridad».[65] Este sorprendente ejemplo del principio político cristiano es sin duda un buen hallazgo, ya que el nexo de la caridad entre los hombres, si bien es incapaz de establecer una esfera pública propia, resulta perfectamente adecuado al principal principio cristiano de la no-mundanidad y es sobremanera apropiado para llevar a través del mundo a un grupo de personas esencialmente sin mundo, trátese de santos o de criminales, siempre que se entienda que el propio mundo está condenado y que toda actividad se emprende con la condición de quamdiu mundus durat («mientras el mundo dure»).[66] El carácter no público y no político de la comunidad cristiana quedó primeramente definido en la exigencia de que formara un corpus, un cuerpo, cuyos miembros estuvieran relacionados entre sí como hermanos de una misma farnilía.[67] La estructura de la vida comunitaria se modeló a partir de las relaciones entre los miembros de una familia, ya que se sabía que éstas eran no políticas e incluso antipolíticas. Nunca había existido una esfera pública entre familiares y, por lo tanto, no era probable que surgiera de la vida comunitaria cristiana si dicha vida se regía por el principio de la caridad y nada más. Incluso entonces, como sabernos por la historia y por las reglas de las órdenes monásticas —únicas comunidades en que se ha intentado el principio de caridad como proyecto político—, el peligro de que las actividades emprendidas ante «la necesidad de la vida presente» (necessitas vitae praesentis)[68] llevaran por sí mismas, debido a que se realizaban en presencia de otros, al establecimiento de una especie de contramundo, de esfera pública dentro de las propias órdenes, era lo bastante grande como para requerir normas y regulaciones adicionales, entre las que cabe destacar para nuestro contexto la prohibición de la excelencia y su consiguiente orgullo.[69]
La no-mundanidad como fenómeno político sólo es posible bajo el supuesto de que el mundo no perdurará; sin embargo, con este supuesto es casi inevitable que la no-mundanidad, de una u otra forma, comience a dominar la escena política. Así sucedió tras la caída del Imperio Romano y, aunque por razones muy distintas y con formas muy diferentes e incluso más desconsoladoras, parece ocurrir de nuevo en nuestros días. La abstención cristiana de las cosas del mundo no es en modo alguno la única conclusión que se puede sacar de la convicción de que los objetos del hombre, productos de manos mortales, sean tan mortales como sus fabricantes. Por el contrario, este hecho puede intensificar también el disfrute y consumo de las cosas del mundo, toda clase de intercambios en que el mundo no se considera fundamentalmente como koinon, lo que es común a todos. Sólo la existencia de una esfera pública y la consiguiente transformación del mundo en una comunidad de cosas que agrupa y relaciona a los hombres entre sí, depende por entero de la permanencia. Si el mundo ha de incluir un espacio público, no se puede establecerlo para una generación y planearlo sólo para los vivos, sino que debe superar el tiempo vital de los hombres mortales.
Sin esta trascendencia en una potencial inmortalidad terrena, ninguna política, estrictamente hablando, ningún mundo común ni esfera pública resultan posibles. Porque, a diferencia del bien común, tal como lo entendía el cristianismo —salvación de la propia alma como interés común a todos—, el mundo común es algo en que nos adentramos al nacer y dejamos al morir. Trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia. Es lo que tenemos en común no sólo con nuestros contemporáneos, sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público. La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quieran salvar de la natural ruina del tiempo. Durante muchas épocas anteriores a la nuestra —hoy día, ya no— los hombres entraban en la esfera pública porque deseaban que algo suyo o algo que tenían en común con los demás fuera más permanente que su vida terrena. (Así, la maldición de la esclavitud no sólo consistía en la falta de libertad y visibilidad, sino también en el temor de los propios esclavos «de que, por ser oscuros, pasarían sin dejar huella de su existencia,»).[70] Quizá no haya testimonio más claro de la desaparición de la esfera pública en la Edad Moderna que la casi absoluta pérdida de interés por la inmortalidad, eclipsada en cierto modo por la simultánea pérdida de preocupación metafísica hacia la eternidad. Ésta, por ser tema de los filósofos y de la vita contemplativa, ha de quedar al margen de nuestras consideraciones. Aquélla se identifica con el vicio privado de la vanidad. En efecto, bajo las condiciones modernas resulta tan improbable que alguien aspire seriamente a la inmortalidad terrena, que está justificado pensar que sólo se trata de vanidad.
El famoso pasaje de Aristóteles —«al considerar los asuntos humanos, uno no debe… considerar al hombre como es y no considerar lo que es mortal en las cosas mortales, sino pensar sobre ellas [únicamente] en la medida en que tienen la posibilidad de inmortalizar»— es muy adecuado al pensamiento de la época.[71] Porque ante todo la polis fue para los griegos, al igual que la res publica para los romanos, su garantía contra la futilidad de la vida individual, el espacio protegido contra esta futilidad y reservado para la relativa permanencia, si no inmortalidad, de los mortales.
Lo que pensaba la Edad Moderna de la esfera pública, tras el espectacular ascenso de la sociedad a la preeminencia pública, lo expresó Adam Smith cuando, con ingenua sinceridad, se refirió a «esa no próspera raza de hombres comúnmente llamada hombres de letras» para la que la «admiración pública… es siempre una parte de su recompensa… una considerable parte… en la profesión de la medicina; quizás aún mayor en la de las leyes; en poesía y filosofía es casi el todo».[72] De lo que resulta evidente que la admiración pública y la recompensa monetaria son de la misma naturaleza y pueden convertirse en sustitutas una de otra. También la admiración pública es algo que cabe usar y consumir, y la posición social, como diríamos hoy día, llena una necesidad como el alimento lo hace con otra: la admiración pública es consumida por la vanidad individual como el alimento por el hambriento. Está claro que desde este punto de vista la prueba de la realidad no se basa en la pública presencia de otros, sino en la mayor o menor urgencia de necesidades de cuya existencia o no existencia nadie puede atestiguar, a excepción de quien las padece. Y puesto que la necesidad de alimento tiene su demostrable base de realidad en el propio proceso de la vida, resulta también claro que las punzadas del hambre, subjetivas por completo, son más reales que la «vanagloria», como Hobbes solía llamar a la necesidad de admiración pública. Incluso si estas necesidades, por algún milagro de simpatía, fueran compartidas por otros, su misma futilidad les impediría establecer algo tan sólido y permanente como un mundo común. La cuestión entonces no es que haya una falta de admiración pública por la poesía y la filosofía en el Mundo Moderno, sino que tal admiración no constituye un espacio en el que las cosas se salven de la destrucción del tiempo. La futilidad de la admiración pública, que se consume diariamente en cantidades cada vez mayores, es tal que la recompensa monetaria, una de las cosas más fútiles que existen, puede llegar a ser más «objetiva» y más real.
A diferencia de esta «objetividad», cuya única base es el dinero como común denominador para proveer a todas las necesidades, la realidad de la esfera pública radica en la simultánea presencia de innumerables perspectivas y aspectos en los que se presenta el mundo común y para el que no cabe inventar medida o denominador común. Pues, si bien el mundo común es el lugar de reunión de todos, quienes están presentes ocupan diferentes posiciones en él, y el puesto de uno puede no coincidir más con el de otro que la posición de dos objetos. Ser visto y oído por otros deriva su significado del hecho de que todos ven y oyen desde una posición diferente. Éste es el significado de la vida pública, comparada con la cual incluso la más rica y satisfactoria vida familiar sólo puede ofrecer la prolongación o multiplicación de la posición de uno con sus acompañantes, aspectos y perspectivas. Cabe que la subjetividad de lo privado se prolongue y multiplique en una familia, incluso que llegue a ser tan fuerte que su peso se deje sentir en la esfera pública, pero ese «mundo» familiar nunca puede reemplazar a la realidad que surge de la suma total de aspectos presentada por un objeto a una multitud de espectadores. Sólo donde las cosas pueden verse por muchos en una variedad de aspectos y sin cambiar su identidad, de manera que quienes se agrupan a su alrededor sepan que ven lo mismo en total diversidad, sólo allí aparece auténtica y verdaderamente la realidad mundana.
Bajo las condiciones de un mundo común, la realidad no está garantizada principalmente por la «naturaleza común» de todos los hombres que la constituyen, sino más bien por el hecho de que, a pesar de las diferencias de posición y la resultante variedad de perspectivas, todos están interesados por el mismo objeto. Si la identidad del objeto deja de discernirse, ninguna naturaleza común de los hombres, y menos aún el no natural conformismo de una sociedad de masas, puede evitar la destrucción del mundo común, precedida por lo general de la destrucción de los muchos aspectos en que se presenta a la pluralidad humana. Esto puede ocurrir bajo condiciones de radical aislamiento, donde nadie está de acuerdo con nadie, como suele darse en las tiranías. Pero también puede suceder bajo condiciones de la sociedad de masas o de la histeria colectiva, donde las personas se comportan de repente como si fueran miembros de una familia, cada una multiplicando y prolongando la perspectiva de su vecino. En ambos casos, los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos. Todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces. El fin del mundo común ha llegado cuando se ve sólo bajo un aspecto y se le permite presentarse únicamente bajo una perspectiva.
8. La esfera privada: la propiedad
Con respecto a esta múltiple significación de la esfera pública, la palabra «privado» cobra su original sentido privativo, su significado. Vivir una vida privada por completo significa por encima de todo estar privado de cosas esenciales a una verdadera vida humana: estar privado de la realidad que proviene de ser visto y oído por los demás, estar privado de una «objetiva» relación con los otros que proviene de hallarse relacionado y separado de ellos a través del intermediario de un mundo común de cosas, estar privado de realizar algo más permanente que la propia vida. La privación de lo privado radica en la ausencia de los demás; hasta donde concierne a los otros, el hombre privado no aparece y, por lo tanto, es como si no existiera. Cualquier cosa que realiza carece de significado y consecuencia para los otros, y lo que le importa a él no interesa a los demás.
Bajo las circunstancias modernas, esta carencia de relación «objetiva» con los otros y de realidad garantizada mediante ellos se ha convertido en el fenómeno de masas de la soledad, donde ha adquirido su forma más extrema y antihumana.[73] La razón de este extremo consiste en que la sociedad de masas no sólo destruye la esfera pública sino también la privada, quita al hombre no sólo su lugar en el mundo sino también su hogar privado, donde en otro tiempo se sentía protegido del mundo y donde, en todo caso, incluso los excluidos del mundo podían encontrar un sustituto en el calor del hogar y en la limitada realidad de la vida familiar. El pleno desarrollo de la vida hogareña en un espacio interior y privado lo debemos al extraordinario sentido político de los romanos que, a diferencia de los griegos, nunca sacrificaron lo privado a lo público, sino que por el contrario comprendieron que estas dos esferas sólo podían existir mediante la coexistencia. Y aunque las condiciones de los esclavos probablemente apenas eran mejores en Roma que en Atenas, es muy característico que un escritor romano haya creído que, para los esclavos, la casa del dueño era lo que la res publica para los ciudadanos.[74] Dejando aparte lo soportable que pudiera ser la vida privada en la familia, evidentemente nunca podía ser más que un sustituto, aunque la esfera privada tanto en Roma como en Atenas ofrecía numerosas ocasiones para actividades que hoy día clasificamos como más altas que la política, tal como la acumulación de riqueza en Grecia o la entrega al arte y la ciencia en Roma. Esta actitud «liberal», que bajo ciertas circunstancias originó esclavos muy prósperos y de gran instrucción, únicamente significaba que ser próspero no tenía realidad en la polis griega y ser filósofo no tenía mucha consecuencia en la república romana.[75]
Resulta lógico que el rasgo privativo de lo privado; la conciencia de carecer de algo esencial en una vida transcurrida exclusivamente en la restringida esfera de la casa, haya quedado debilitado casi hasta el punto de extinción por el auge del cristianismo. La moralidad cristiana, diferenciada de sus preceptos religiosos fundamentales, siempre ha insistido en que todos deben ocuparse de sus propios asuntos y que la responsabilidad política constituía una carga, tomada exclusivamente en beneficio de1 bienestar y salvación de quienes se liberan de la preocupación por los asuntos públicos.[76] Es sorprendente que esta actitud haya sobrevivido en la secular Época Moderna a tal extremo que Karl Marx, quien en éste como en otros muchos aspectos únicamente resumió, conceptualizó y transformó en programa los básicos supuestos de doscientos años de modernidad, pudiera finalmente predecir y confiar en el «marchitamiento» del conjunto de la esfera pública. La diferencia del punto de vista cristiano y socialista en este aspecto, uno considerando al gobierno como mal necesario debido a la perversidad del hombre y el otro confiando en su final supresión, no lo es en cuanto a estimación de la propia esfera pública, sino de la naturaleza humana. Lo que es imposible captar desde cualquiera de los puntos de vista es que el «marchitamiento del estado» había sido precedido por el debilitamiento de la esfera pública, o más bien por su transformación en una esfera de gobierno muy restringida; en la época de Marx, este gobierno ya había comenzado a marchitarse, es decir, a transformarse en una «organización doméstica» de alcance nacional, hasta que en nuestros días ha empezado a desaparecer por completo en la aún más restringida e impersonal esfera de la administración.
Parece estar en la naturaleza de la relación entre la esfera pública y la privada que la etapa final de la desaparición de la primera vaya acompañada por la amenaza de liquidación de la segunda. No es casualidad que toda la discusión se haya convertido finalmente en una argumentación sobre la deseabilidad o indeseabilidad de la propiedad poseída privadamente. La palabra «privada» en conexión con propiedad, incluso en términos del antiguo pensamiento político, pierde de inmediato su privativo carácter y gran parte de su oposición a la esfera pública en general; aparentemente, la propiedad posee ciertas calificaciones que, si bien basadas en la esfera privada, siempre se consideraron de máxima importancia para el cuerpo político.
La profunda relación entre público y privado, manifiesta en su nivel más elemental en la cuestión de la propiedad privada, posiblemente se comprende mal hoy día debido a la moderna ecuación de propiedad y riqueza por un lado y carencia de propiedad y pobreza por el otro. Dicho malentendido es sumamente molesto, ya que ambas, tanto la propiedad como la riqueza, son históricamente de mayor pertinencia a la esfera pública que cualquier otro asunto e interés privado y han desempeñado, al menos formalmente, más o menos el mismo papel como principal condición para la admisión en la esfera pública y en la completa ciudadanía. Resulta, por lo tanto, fácil olvidar que riqueza y propiedad, lejos de ser lo mismo, son de naturaleza por completo diferente. El actual auge de reales o potencialmente muy ricas sociedades que, al mismo tiempo, carecen en esencia de propiedad debido a que la riqueza del individuo con siste en su participación en la renta anual de la sociedad como un todo, demuestra con claridad la poca relación que guardan estas dos cosas.
Antes de la Edad Moderna, que comenzó con la expropiación de los pobres y luego procedió a emancipar a las clases sin propiedad, todas las civilizaciones se habían basado en lo sagrado de la propiedad privada. La riqueza, por el contrario, privadamente poseída o públicamente distribuida, nunca fue sagrada. En sus orígenes, la propiedad significaba ni más ni menos el tener un sitio de uno en alguna parte concreta del mundo y por lo tanto pertenecer al cuerpo político, es decir, ser el cabeza de una de las familias que juntas formaban la esfera pública. Este sitio del mundo privadamente poseído era tan exactamente idéntico al de la familia que lo poseía,[77] que la expulsión de un ciudadano no sólo podía significar la confiscación de su hacienda sino también la destrucción real del propio edificio.[78] La riqueza de un extranjero o de un esclavo no era bajo ninguna circunstancia sustituto de su propiedad,[79] y la pobreza no privaba al cabeza de familia de su sitio en el mundo ni de la ciudadanía resultante de ello. En los primeros tiempos, si por azar perdía su puesto, perdía automáticamente su ciudadanía y la protección de la ley.[80] Lo sagrado de lo privado era como lo sagrado de lo oculto, es decir, del nacimiento y de la muerte, comienzo y fin de los mortales que, al igual que todas las criaturas vivas, surgían y retornaban a la oscuridad de un submundo.[81] El rasgo no privativo de la esfera familiar se basaba originalmente en ser la esfera del nacimiento y de la muerte, que debe ocultarse de la esfera pública porque acoge las cosas ocultas a los ojos humanos e impenetrables al conocimiento humano.[82] Es oculto porque el hombre no sabe de dónde procede cuando nace ni adónde va cuando muere.
No sólo es importante el interior de esta esfera, que permanece oculta y con significación no pública, sino que también lo es para la ciudad su apariencia externa, manifestada en la esfera ciudadana mediante las fronteras entre una casa y otra. Originalmente, la ley se identificó con esta línea fronteriza,[83] que en los tiempos antiguos era un verdadero espacio, una especie de tierra de nadie[84] entre lo público y lo privado, que protegía ambas esferas y, al mismo tiempo, las separaba. La ley de la polis superó este antiguo concepto, si bien conservó su originario significado espacial. La ley de la ciudad-estado no era el contenido de la acción política (la idea de que la actividad política es fundamentalmente legisladora, aunque de origen romano, es moderna en esencia y tuvo su mayor expresión en la filosofía política de Kant), ni un catálogo de prohibiciones basado, como aún ocurre en todas las leyes modernas, en el «no harás» del Decálogo. Literalmente era una muralla, sin la que podría haber habido un conjunto de casas, una ciudad (asty), pero no una comunidad política. Esta ley-muralla era sagrada, pero sólo el recinto era político.[85] Sin ella, la esfera pública pudiera no tener más existencia que la de una propiedad sin valla circundante; la primera incluía la vida política, la segunda protegía el proceso biológico de la vida familiar.[86]
Por lo tanto, no es exacto decir que la propiedad privada, antes de la Edad Moderna, era la condición evidente para entrar en la esfera pública; era mucho más que eso. Lo privado era semejante al aspecto oscuro y oculto de la esfera pública, y si ser político significaba alcanzar la más elevada posibilidad de la existencia humana, carecer de un lugar privado propio (como era el caso del esclavo) significaba dejar de ser humano.
De origen posterior y diferente por completo es el significado político de la riqueza privada, de la que salen los medios para la subsistencia. Ya hemos mencionado la antigua identificación de la necesidad con la esfera privada de la familia, donde cada uno tenía que hacer frente por sí mismo a las exigencias de la vida. El hombre libre, que disponía de su esfera privada y no estaba, como el esclavo, a disposición de un amo, podía verse «obligado» por la pobreza. Ésta fuerza al hombre libre a comportarse como un esclavo.[87] Así, pues, la riqueza privada se convirtió en condición para ser admitido en la vida pública no porque su poseedor estuviera entregado a acumularla, sino, por el contrario, debido a que aseguraba con razonable seguridad que su poseedor no tendría que dedicarse a buscar los medios de uso y consumo y quedaba libre para la actitud pública.[88] Está claro que la vida pública sólo era posible después de haber cubierto las mucho más urgentes necesidades de la vida. Los medios para hacerles frente procedían del trabajo, y de ahí que a menudo la riqueza de una persona se estableciera por el número de trabajadores, es decir, de esclavos; que poseía.[89] Ser propietarios significaba tener cubiertas las necesidades de la vida y, por lo tanto, ser potencialmente una persona libre para trascender la propia vida y entrar en el mundo que todos tenemos en común.
Sólo con la concreta tangibilidad de ese mundo común, esto es, con el nacimiento de la ciudad-estado, pudo esta especie de propiedad privada adquirir eminente significado político, y es evidente que el famoso «desdén por las ocupaciones serviles» no se halla en el mundo homérico. Si el propietario decidía ampliar su propiedad en lugar de usarla para llevar una vida política, era como si de modo voluntario sacrificara su libertad y pasara a ser lo que era el esclavo en contra de su voluntad, o sea, un siervo de la necesidad.[90]
Hasta el comienzo de la Edad Moderna, esta especie de propiedad nunca se había considerado sagrada, y sólo donde la riqueza como fuente de ingreso se identificaba con el trozo de tierra donde se asentaba la familia, es decir, en una sociedad esencialmente agrícola, coincidieron estos dos tipos de propiedad y asumieron el carácter de sagrado. En todo caso, los abogados modernos de la propiedad privada, que unánimemente la consideran como riqueza individualmente poseída y nada más, tienen poco motivo para apelar a una tradición según la cual no podía existir libre esfera pública sin un adecuado establecimiento y protección de lo privado. Porque la enorme acumulación de riqueza, todavía en marcha, de la sociedad moderna, que comenzó con la expropiación —la de las clases campesinas, que, a su vez, fue la casi accidental consecuencia de la expropiación de las propiedades eclesiásticas después de la Reforma—,[91] jamás ha mostrado demasiada consideración por la propiedad privada, sino que la ha sacrificado siempre que ha entrado en conflicto con la acumulación de riqueza. El dicho de Proudhon de que la propiedad es robo tiene una sólida base de verdad en los orígenes del capitalismo moderno; resulta significativo que incluso Proudhon vacilase en aceptar el dudoso remedio de la expropiación general, puesto que sabía muy bien que la abolición de la propiedad privada, aunque curara el mal de la pobreza, atraía muy probablemente el mayor mal de la tiranía.[92] Puesto que Proudhon no distinguía entre propiedad y riqueza, las dos aparecen en su obra como contradictorias, lo que no es cierto. La apropiación individual de riqueza no respetará a la larga la propiedad privada más que la socialización del proceso de acumulación. No es un invento de Karl Marx, sino algo que existe en la misma naturaleza de esta sociedad, que en cualquier sentido lo privado no hace más que obstaculizar el desarrollo de la «productividad» social, y que se han de denegar las consideraciones de la propiedad privada en favor del proceso siempre creciente de la riqueza social.[93]
9. Lo social y lo privado
Lo que llamábamos antes el auge de lo social coincidió históricamente con la transformación del interés privado por la propiedad privada en un interés público. La sociedad, cuando entró por vez primera en la esfera pública, adoptó el disfraz de una organización de propietarios que, en lugar de exigir el acceso a la esfera pública debido a su riqueza, pidió protección para acumular más riqueza. En palabras de Bodin, el gobierno pertenecía a los reyes y la propiedad a los súbditos, de manera que el deber de los reyes era gobernar en interés de la propiedad de sus súbditos. La «Commonwealth», como se ha señalado recientemente, «existió en gran manera para la common wealth, “riqueza común”».[94]
Cuando esta riqueza común, resultado de actividades anteriormente desterradas a lo privado familiar, consiguió apoderarse de la esfera pública, las posesiones privadas —que por esencia son mucho menos permanentes y mucho más vulnerables a la mortalidad de sus dueños que el mundo común, que siempre surge del pasado y se propone perdurar para las futuras generaciones— comenzaron a socavar la durabilidad del mundo. Cierto es que la riqueza puede acumularse hasta tal extremo que ningún período de vida individual es capaz de consumirla, con lo que la familia más que el individuo se convierte en su propietario. No obstante, la riqueza sigue siendo algo destinado a usarlo y consumirlo, al margen de los periodos de vida individual que pueda sustentar. Únicamente cuando la riqueza se convirtió en capital, cuya principal función era producir más capital, la propiedad privada igualó o se acercó a la permanencia inherente al mundo comúnmente compartido.[95] Sin embargo, esta permanencia es de diferente naturaleza; se trata de la permanencia de un proceso, más que de la permanencia de una estructura estable. Sin el proceso de acumulación, la riqueza caería en seguida en el opuesto proceso de desintegración mediante el uso y el consumo.
Por lo tanto, la riqueza común nunca puede llegar a ser común en el sentido que hablamos de un mundo común; quedó, o más bien se procuró que quedara, estrictamente privada. Sólo era común el gobierno nombrado para proteger entre sí a los poseedores privados en su competitiva lucha por aumentar la riqueza. La evidente contradicción de este moderno concepto de gobierno, donde lo único que el pueblo tiene en común son sus intereses privados, ya no ha de molestarnos como le molestaba a Marx, puesto que sabemos que la contradicción entre privado y público, típica de las iniciales etapas de la Edad Moderna, ha sido un fenómeno temporal que introdujo la completa extinción de la misma diferencia entre las esferas pública y privada, la sumersión de ambas en la esfera de lo social. También por lo anterior nos hallamos en una posición mucho mejor para darnos cuenta de las consecuencias que, para la existencia humana, se derivan cuando desaparecen las esferas pública y privada, la primera porque se ha convertido en una función de la privada y la segunda porque ha pasado a ser el único interés común que queda.
Visto desde este punto de vista, el descubrimiento moderno de la intimidad parece un vuelo desde el mundo exterior a la interna subjetividad del individuo, que anteriormente estaba protegida por la esfera privada. La disolución de esta esfera en lo social puede observarse perfectamente en la progresiva transformación de la propiedad inmóvil hasta que finalmente la distinción entre propiedad y riqueza, entre los fungibiles y los consumptibiles de la ley romana, pierde todo significado, ya que la cosa tangible, «fungible», se ha convertido en un objeto de «consumo»; perdió su privado valor, de uso, que estaba determinado por su posición, y adquirió un valor exclusivamente social, determinado mediante su siempre cambiante intercambiabilidad, cuya fluctuación sólo podía fijarse temporalmente relacionándola con el común denominador del dinero.[96] En estrecho contacto con esta vaporización de lo tangible se hallaba la más revolucionaria contribución moderna al concepto de propiedad, según la cual ésta no era una fija y firmemente localizada parte del mundo adquirida por su dueño de una u otra manera, sino que por el contrario tenía su origen en el propio hombre, en su posesión de un cuerpo y su indisputable propiedad de la fuerza de este cuerpo, que Marx llamó «fuerza de trabajo».
Así, la propiedad moderna perdió su carácter mundano y se localizó en la propia persona, es decir, en lo que un individuo sólo puede perder con su vida. Históricamente, el supuesto de Locke de que la labor del cuerpo de uno es el origen de la propiedad, resulta más que dudoso; pero si tenemos en cuenta el hecho de que ya vivimos bajo condiciones en las que nuestra propiedad más segura es nuestra habilidad y fuerza de trabajo, es más que probable que esto llegará a ser verdad. Porque la riqueza, tras convertirse en interés público, ha crecido en tales proporciones que es casi ingobernable por la propiedad privada. Es como si la esfera pública se hubiera vengado de quienes intentaron usarla para sus intereses privados. Sin embargo, la mayor amenaza no es la abolición de la propiedad de la riqueza, sino la abolición de la propiedad privada en el sentido de tangible y mundano lugar de uno mismo.
Con el fin de comprender el peligro que para la existencia humana deriva de la eliminación de la esfera privada, para la que lo íntimo no es un sustituto muy digno de confianza, conviene considerar esos rasgos no privativos de lo privado que son más antiguos —e independientes del hecho— que el descubrimiento de la intimidad. La diferencia entre lo que tenemos en común y lo que poseemos privadamente radica en primer lugar en que nuestras posesiones privadas, que usamos y consumimos a diario, se necesitan mucho más apremiantemente que cualquier porción del mundo común; sin propiedad, como señaló Locke, «lo común no sirve».[97] La misma necesidad que, desde el punto de vista de la esfera pública, sólo muestra su aspecto negativo como una carencia de libertad, posee una fuerza impulsora cuya urgencia no es equilibrada por los llamados deseos y aspiraciones más elevados del hombre; no sólo será siempre la primera entre las necesidades y preocupaciones del hombre, sino que impedirá también la apatía y desaparición de la iniciativa que, de manera tan evidente, amenaza a las comunidades ricas de todo el mundo.[98] Necesidad y vida están tan íntimamente relacionadas, que la propia vida se halla amenazada donde se elimina por completo a la necesidad. Porque la eliminación de la necesidad, lejos de proporcionar de manera automática el establecimiento de la libertad, sólo borra la diferenciada línea existente entre libertad y necesidad. (Las modernas discusiones sobre la libertad, en las que ésta nunca se entiende como un estado objetivo de la existencia humana, sino que, o bien presenta un insoluble problema de subjetividad, de voluntad enteramente indeterminada o determinada, o se desarrolla a partir de la necesidad, señalan todas el hecho de que la objetiva y tangible diferencia entre ser libre y ser obligado por la necesidad ha dejado de captarse).
La segunda característica sobresaliente y no privativa de lo privado es que las cuatro paredes de la propiedad de uno ofrecen el único lugar seguro y oculto del mundo común público, no sólo de todo lo que ocurra en él sino también de su publicidad, de ser visto y oído. Una vida que transcurre en público, en presencia de otros, se hace superficial. Si bien retiene su visibilidad, pierde la cualidad de surgir a la vista desde algún lugar más oscuro, que ha de permanecer oculto para no perder su profundidad en un sentido muy real y no subjetivo. El único modo eficaz de garantizar la oscuridad de lo que requiere permanecer oculto a la luz de la publicidad es la propiedad privada, lugar privadamente poseído para ocultarse.[99]
Si bien es natural que los rasgos no privativos de lo privado aparezcan con mayor claridad cuando los hombres se ven amenazados con perderlo, el tratamiento moderno de la propiedad privada por los cuerpos políticos premodernos indica a las claras que los hombres siempre han sido conscientes de su existencia e importancia. Esto, sin embargo, no les hizo proteger las actividades en la esfera privada, sino más bien las fronteras que separaban lo previamente poseído de las otras porciones del mundo, del propio mundo común. Por otra parte, el rasgo característico de la moderna teoría política y económica, hasta donde considera a la propiedad privada como tema crucial, ha sido acentuar las actividades privadas; de los propietarios y su necesidad de protección por parte del gobierno, en beneficio de la acumulación de riqueza a expensas de la misma propiedad tangible. Lo importante para la esfera pública no es, sin embargo, el espíritu más o menos emprendedor de los hombres de negocios, sino las vallas alrededor de las casas y jardines de los ciudadanos. La invasión de lo privado por la sociedad, la «socialización del hombre» (Marx), se realiza de manera más eficiente por medio de la expropiación, si bien no es la única forma. Aquí, como en otros aspectos, las medidas revolucionarias del socialismo o del comunismo cabe reemplazarlas por el más lento y no menos seguro «marchitamiento» de la esfera privada en general y de la propiedad privada en particular.
La distinción entre las esferas pública y privada, considerada desde el punto de vista de lo privado más bien que del cuerpo político, es igual a la diferencia entre cosas que deben mostrarse y cosas que han de permanecer ocultas. Sólo la Época Moderna, en su rebelión contra la sociedad, ha descubierto lo rica y diversa que puede ser la esfera de lo oculto bajo las condiciones de la intimidad; pero resulta sorprendente que desde el comienzo de la historia hasta nuestros días siempre haya sido la parte corporal de la existencia humana lo que ha necesitado mantenerse oculto en privado, cosas todas relacionadas con la necesidad del proceso de la vida, que antes de la Edad Moderna abarcaba todas las actividades que servían para la subsistencia del individuo y para la supervivencia de la especie. Apartados estaban los trabajadores, quienes «con su cuerpo atendían a las necesidades [corporales] de la vida»,[100] y las mujeres, que con el suyo garantizaban la supervivencia física de la especie. Mujeres y esclavos pertenecían a la misma categoría y estaban apartados no sólo porque eran la propiedad de alguien, sino también porque su vida era «laboriosa», dedicada a las funciones corporales.[101] En el comienzo de la Edad Moderna, cuando el trabajo «libre» había perdido su lugar oculto en lo privado de la familia, los trabajadores estaban apartados y, segregados de la comunidad como si fueran delincuentes, tras altas paredes y bajo constante supervisión.[102] El hecho de que la Edad Moderna emancipara a las mujeres y a las clases trabajadoras casi en el mismo momento histórico, ha de contarse entre las características dé una época que ya no cree que las funciones corporales y los intereses materiales tengan que ocultarse. Lo más sintomático de la naturaleza de estos fenómenos estriba en que los pocos residuos de lo estrictamente privado se relacionan, incluso en nuestra propia civilización, con las «necesidades», en el sentido original de ser necesarias por el hecho de tener un cuerpo.
10. El lugar de las actividades humanas
Aunque la distinción entre lo público y lo privado coincide con la oposición de necesidad y libertad, de futilidad y permanencia; y, finalmente, de vergüenza y honor, en modo alguno es cierto que sólo lo necesario, lo fútil y lo vergonzoso tengan su lugar adecuado en la esfera privada. El significado más elemental de las dos esferas indica que hay cosas que requieren ocultarse y otras que necesitan exhibirse públicamente para que puedan existir. Si consideramos estas cosas, sin tener en cuenta el lugar en que las encontramos en cualquier civilización determinada, veremos que cada una de las actividades humanas señala su propio lugar en el mundo. Esto es cierto para las principales actividades de la vita activa, labor, trabajo y acción; pero hay un ejemplo, si bien extremo, de este fenómeno cuya ventaja como botón de muestra radica en que desempeñó un considerable papel en la teoría política.
La bondad en sentido absoluto, diferenciada de lo «bueno para» o lo «excelente» de la antigüedad griega y romana, se conoció en nuestra civilización con el auge del cristianismo. Desde entonces conocemos las buenas acciones como una importante variedad de la posible acción humana. El famoso antagonismo entre el primer cristianismo y la res publica, tan admirablemente resumido en la frase de Tertuliano nec ulla magis res aliena quam publica («ninguna materia nos es más ajena que la pública»),[103] corriente y acertadamente se entiende como una consecuencia de las tempranas expectativas escatológicas, que sólo perdieron su inmediato significado cuando la experiencia demostró que incluso la caída del Imperio Romano no llevaba consigo el fin del mundo.[104] Sin embargo, la ultramundanidad del cristianismo aún tiene otra raíz, quizá más íntimamente relacionada con las enseñanzas de Jesús de Nazaret y, de todos modos, tan independiente de la creencia en lo perecedero del mundo, que a uno le tienta ver en ella la verdadera razón interna de por qué la alienación cristiana del mundo pudo tan fácilmente sobrevivir a la evidente no-realización de sus esperanzas escatológicas.
La única actividad que enseñó Jesús con palabras y hechos fue la bondad, e indudablemente ésta acoge una tendencia a no ser vista ni oída. La hostilidad cristiana hacia la esfera pública, la tendencia al menos en los primeros cristianos a llevar una vida lo más alejada posible de la esfera pública, puede también entenderse como una consecuencia evidente de la entrega a las buenas acciones, independiente de todas las creencias y esperanzas. Ya que resulta manifiesto que en el momento en que una buena acción se hace pública y conocida, pierde su específico carácter de bondad, de ser hecha sólo en beneficio de la bondad. Cuando ésta se presenta abiertamente, deja de ser bondad, aunque pueda seguir siendo útil como caridad organizada o como acto de solidaridad. Por lo tanto: «Procura que tus limosnas no sean vistas por los hombres». La bondad sólo existe cuando no es percibida, ni siquiera por su autor; quien se ve desempeñando una buena acción deja de ser bueno, y todo lo más es un miembro útil de la sociedad o un fiel cumplidor de las enseñanzas de una determinada Iglesia. Por lo tanto; «Que tu mano izquierda no sepa lo que hace la derecha».
Tal vez esta curiosa cualidad negativa de la bondad, su falta de manifestación externa, hizo de la aparición histórica de Jesús de Nazaret un acontecimiento tan profundamente paradójico; esa misma cualidad parece ser el motivo de que Jesús creyera y enseñara que ningún hombre puede ser bueno: «¿Por qué me llamáis bueno? Nadie es bueno, salvo uno, que es Dios».[105] La misma convicción se expresa en la historia de los treinta y seis hombres justos, en consideración a los cuales Dios salva al mundo y quienes no son conocidos por nadie, y menos aún por sí mismos. Recordamos la gran perspicacia socrática sobre la imposibilidad de que el hombre sea sabio, de la que nació el amor por la sabiduría o filosofía; toda la historia de Jesús parece atestiguar que el amor por la bondad surge de la perspicacia de que ningún hombre puede ser bueno.
Tanto el amor a la sabiduría como el amor a la bondad, si se determina en actividades filosóficas y en el bien obrar, tienen en común que llegan a un fin inmediato, que se cancelan a sí mismos, por decirlo así, siempre que se dé por supuesto que el hombre puede ser sabio o bueno. Los intentos de dar existencia a lo que no puede sobrevivir al fugaz momento del acto no han faltado, y siempre condujeron al absurdo. Los filósofos de la tardía antigüedad que se exigían ser sabios eran absurdos cuando proclamaban su felicidad al quemarse vivos en el famoso Toro Falérico.
Y aquí acaba la similitud entre las actividades que surgen del amor a la bondad y a la sabiduría. Es cierto que ambas se hallan en cierta oposición a la esfera pública, pero el caso de la bondad es mucho más extremo a este respecto y por lo tanto de mayor pertinencia para nuestro contexto. Si no quiere quedar destruida, sólo la bondad ha de ser absolutamente secreta y huir de toda apariencia. El filósofo, incluso si decide de acuerdo con Platón abandonar la «caverna» de los asuntos humanos, no tiene que ocultarse de sí mismo; por el contrario, bajo el firmamento de ideas no sólo encuentra la verdadera esencia de todo lo que existe, sino también a sí mismo en el diálogo entre «yo y yo mismo» (eme emautō), en el que Platón veía la esencia del pensamiento.[106] Estar en soledad significa estar con uno mismo, y pensar, aunque sea la más solitaria de todas las actividades, nunca es completo sin compañía.
Sin embargo, el hombre que arna a la bondad nunca puede permitirse llevar una vida solitaria, y, no obstante, su vivir con otros y para otros ha de quedar esencialmente sin testimonio y carente en primer lugar de la compañía de sí mismo. No está solitario, sino solo; en su vida con los demás ha de ocultarse de ellos y ni siquiera puede confiar en sí mismo para atestiguar lo que hace. El filósofo siempre puede confiar en sus pensamientos para mantenerse en compañía, mientras que las buenas acciones jamás acompañan y han de olvidarse en el momento en que se realizan, porque incluso su recuerdo destruye la cualidad de «bueno». Más aún, el pensar, debido a que cabe recordar lo pensado, puede cristalizar en pensamiento, y los pensamientos, como todas las cosas que deben su existencia al recuerdo, pueden transformarse en objetos tangibles que, como la página escrita o el libro impreso, se convierten en parte de los artefactos humanos. Las buenas acciones, puesto que han de olvidarse instantáneamente, jamás pueden convertirse en parte del mundo; vienen y van, sin dejar huella. Verdaderamente no son de este mundo.
Este no ser del mundo, inherente a las buenas acciones, hace del amante de la bondad una figura esencialmente religiosa y de la bondad, al igual que la sabiduría en la antigüedad, una cualidad en esencia no humana, superhumana. Y sin embargo; el amor a la bondad, a diferencia del amor a la sabiduría, no está limitado a la experiencia de unos pocos, de la misma manera que la soledad, a diferencia de la vida solitaria, se halla al alcance de la experiencia de cualquier hombre. Así, pues, en cierto sentido, bondad y soledad son de mucha más pertinencia a la política que la sabiduría y la vida solitaria; no obstante, sólo la vida solitaria puede convertirse en una auténtica forma de existencia en la figura del filósofo, mientras que la experiencia mucho más general de la soledad es tan contraria a la condición humana de pluralidad, que, sencillamente, resulta insoportable durante cualquier período de tiempo y requiere la compañía de Dios, único testigo imaginable de las buenas acciones, si no quiere aniquilar por completo la existencia humana. La ultramundanidad de la experiencia religiosa, hasta donde es verdadera experiencia de amor en el sentido de actividad, y no la mucho más frecuente de pasiva contemplación de una verdad revelada, se manifiesta dentro del mundo; ésta, al igual que todas las otras actividades, no abandona el mundo, sino que ha de realizarse dentro de él. Pero dicha manifestación, aunque se presenta en el espacio en que se realizan otras actividades y depende de dicho espacio, es de naturaleza activamente negativa; al huir del mundo y esconderse de sus habitantes, niega el espacio que el mundo ofrece a los hombres, y más que todo, esa porción pública donde todas las cosas y personas son vistas y oídas por los demás.
La bondad, por lo tanto, como consistente forma de vida, no es sólo imposible dentro de los confines de la esfera pública, sino que incluso es destructiva. Quizá nadie ha comprendido tan agudamente como Maquiavelo esta ruinosa cualidad de ser bueno, quien, en un famoso párrafo, se atrevió a enseñar a los hombres «cómo no ser bueno».[107] Resulta innecesario añadir que no dijo ni quiso decir que a los hombres se les debe enseñar a ser malos; el acto criminal, si bien por otras razones, también ha de huir de ser visto y oído por los demás. El criterio de Maquiavelo para la acción política era la gloria, el mismo que en la antigüedad clásica, y la maldad no puede brillar más gloriosa que la bondad. Por lo tanto, todos los métodos que lleven a «ganar más poder que gloria» son malos.[108] La maldad que surge de lo oculto es impúdica y destruye directamente el mundo común; la bondad que surge de lo oculto y asume un papel público ya no es buena, sino corrupta en sus propios términos y llevará la corrupción a cualquier sitio que vaya. Así, para Maquiavelo, la razón por la que la Iglesia tuviera una corruptora influencia en la política italiana se debía a su participación en los asuntos seculares como tales y no a la corrupción individual de obispos y prelados. Para él, la alternativa planteada por el problema del dominio religioso sobre la esfera secular era ineludiblemente ésta: o la esfera pública corrompía al cuerpo religioso y por lo tanto también se corrompía, o el cuerpo religioso no se corrompía y destruía por completo a la esfera pública. Así, pues, a los ojos de Maquiavelo, una Iglesia reformada aún era más peligrosa, y seguía con gran respeto y con mayor aprensión el renacimiento religioso de su tiempo, las «nuevas órdenes» que, para «salvar a la religión de quedar destruida por la disipación de prelados y jerarquías de la Iglesia», enseñaban al pueblo a ser bueno y no a «resistir al mal», con el resultado de que los «perversos gobernantes hacen todo el mal que les place».[109]
Hemos elegido el ejemplo extremo de realizar buenas obras, extremo porque esta actividad ni siquiera se encuentra en su elemento en la esfera de lo privado, con el fin de indicar que los juicios históricos de las comunidades políticas, por los que cada una determinaba qué actividades de la vita activa debían mostrarse en público y cuáles tenían que ocultarse en privado, pueden tener su correspondencia en la naturaleza de estas mismas actividades. Al plantear este problema no intento un exhaustivo análisis de las actividades de la vita activa, cuyas articulaciones han sido curiosamente despreciadas por una tradición que la consideró fundamentalmente desde el punto de vista de la vita contemplativa, sino procurar determinar con cierto grado de seguridad su significado político.
CAPÍTULO III LABOR
En este capítulo se critica a Karl Marx. Tengo la desgracia de hacerlo en un momento en que tantos escritores, que anteriormente vivieron de apropiarse explícita o tácitamente ideas e intuiciones del rico mundo de Marx, han decidido convertirse en antimarxistas, e incluso uno de ellos ha descubierto que el propio Marx fue incapaz de ganarse la vida, olvidando las generaciones de autores que ha «mantenido». Ante esta dificultad me alivia recordar un párrafo escrito por Benjamín Constant cuando se vio obligado a atacar a Rousseau: «J’éviterai certes de me joindre aux détracteurs d’un grand homme. Quand le hasard fait qu’en apparence je me recontre avec eux sur un seul point, je suis en défiance de moi-même; et pour me consoler de paraitre un instant de leur avis… j’ai besoin de désavouer et de flétrir, autant qu’íl est en moi, ces prétendus auxiliaires» (“Cierto es que evitaré unirme a los detractores de un gran hombre. Si la casualidad hace que en apariencia esté de acuerdo con ellos en un solo punto, desconfío de mí mismo; y para consolarme de parecer por un instante de su opinión… necesito contradecir e infamar todo lo que puedo a estos pretendidos colaboradores”).[110]
11. «La labor de nuestiro cuerpo y el trabajo de nuestras manos»[111]
La distinción que propongo ent1e labor y trabajo no es usual. La evidencia a su favor es demasiado grande para no tenerla en cuenta, y, sin embargo, es un hecho histórico que salvo unas cuantas observaciones aisladas, que además ni siquiera desarrollaron los autores en sus teorías, apenas hay nada en la tradición premoderna del pensamiento político o en el amplio cuerpo de las modernas teorías sobre la labor que la sustente. No obstante, contra esta escasez histórica se levanta un testimonio muy articulado y obstinado, es decir, el simple hecho de que todo idioma europeo, antiguo y moderno, contiene dos palabras etimológicamente no relacionadas para definir lo que creemos es la misma actividad, conservadas pese a su persistente uso sinónimo.[112]
Así, la distinción de Locke entre manos que trabajan y cuerpo que labora es algo reminiscente de la diferencia griega entre cheirotechnēs, artesano, a la que corresponde la palabra alemana Handwerker, y aquellos que, como los «esclavos y animales domésticos, atienden con sus cuerpos a las necesidades de la vida»,[113] en griego tō sōmati ergazesthai, trabajan con sus cuerpos (incluso aquí, labor y trabajo ya se tratan como idénticos, puesto que la palabra usada no es ponein, “labor”, sino ergazesthai, “trabajo”). Sólo en un aspecto que, sin embargo, es el más importante desde el punto de vista lingüístico, el uso antiguo y moderno de las dos palabras deja de ser sinónimo, es decir, en la formación del nombre correspondiente. De nuevo encontramos aquí completa unanimidad; la palabra «labor», entendida como nombre, nunca designa el producto acabado, el resultado de la labor, sino que se queda en nombre verbal para clasificarlo con el gerundio, mientras que el propio producto deriva invariablemente de la palabra que indica trabajo, incluso cuando el uso corriente ha seguido el desarrollo moderno tan estrechamente que la forma verbal de la palabra «trabajo» se ha quedado más bien anticuada.[114]
El motivo de que esta distinción haya pasado por alto en la antigüedad y no se haya explorado su significación es bastante claro. El desprecio hacia la labor, que originalmente surge de la apasionada lucha por la libertad mediante la superación de las necesidades, y del no menos apasionado rechazo de todo esfuerzo que no dejara huella, monumento, ni gran obra digna de ser recordada, se propagó con las recientes exigencias de la vida de la polis sobre el tiempo de los ciudadanos, así como debido a su insistencia en la abstención (skholē) de lo que no fueran actividades políticas, hasta que englobó todo lo que suponía un esfuerzo. La primera costumbre política, anterior al pleno desarrollo de la ciudad-estado, distinguía simplemente entre esclavos, enemigos vencidos (dmōes o douloi) que eran llevados a la casa del vencedor con el resto del botín, donde en calidad de residentes (oiketai o familiares) se esclavizaban para atender a su propia vida y a la de su amo, y los d emiourgoi, trabajadores del pueblo, que se movían libremente fuera de la esfera privada y dentro de la pública.[115] Tiempo después cambió incluso el nombre de estos artesanos, a quienes Salón aún describía como hijos de Atenea y Hefesto, y los llamaba banausoi, o sea, hombres cuyo principal interés es el oficio y no el lugar del mercado. Sólo a partir de finales del siglo V comenzó la polis a clasificar las ocupaciones según el esfuerzo requerido, y así Aristóteles calificaba esas ocupaciones «en las que el cuerpo más se deteriora» como las más bajas. Aunque se negó a admitir a los banausoi como ciudadanos, hubiera aceptado a los pastores y pintores, y no a los campesinos y escultores.[116]
Más adelante veremos que los griegos, aparte de su desprecio por la labor, tenían sus propias razones para desconfiar del artesano o más bien de la mentalidad del homo faber. No obstante, esta desconfianza sólo se da en ciertos periodos, mientras que la estima por las actividades humanas, incluso la de aquellos que, como Hesíodo, supuestamente elogian la labor,[117] se basa en la convicción de que la labor de nuestro cuerpo, requerida por sus necesidades, resulta abyecta. De ahí que las ocupaciones que no consistían en laborar, aunque se emprendieran no por su propio fin, sino para hacer frente a las necesidades de la vida, se asimilaban al status de labor, lo que explica las variaciones y cambios en su estima y clasificación en diferentes periodos y en distintos lugares. La opinión de que labor y trabajo eran despreciados en la antigüedad debido a que sólo incumbían a los esclavos, es un principio de los historiadores modernos. Los antiguos razonaban de manera totalmente distinta; creían que era necesario poseer esclavos debido a la servil naturaleza de todas las ocupaciones útiles para el mantenimiento de la vida.[118] Precisamente sobre esta base se defendía y justificaba la intuición de la esclavitud. Laborar significaba estar esclavizado por la necesidad, y esta servidumbre era inherente a las condiciones de la vida humana. Debido a que los hombres estaban dominados por las necesidades de la vida, sólo podían ganar su libertad mediante la dominación de esos a quienes sujetaban a la necesidad por la fuerza. La degradación del esclavo era un golpe del destino y un destino peor que la muerte, ya que llevaba consigo la metamorfosis del hombre en algo semejante al animal domesticado.[119] Por lo tanto, un cambio en el estado legal de un esclavo, como la manumisión por su dueño o un cambio en la circunstancia política general que elevara ciertas ocupaciones a la pertinencia pública, aseguraba de modo automático un cambio en la «naturaleza» del esclavo.[120]
La institución de la esclavitud en la antigüedad, aunque no en los últimos tiempos, no era un recurso para obtener trabajo barato o un instrumento de explotación en beneficio de los dueños, sino más bien el intento de excluir la labor de las condiciones de la vida del hombre. Lo que los hombres compartían con las otras formas de vida animal no se consideraba humano. (Diremos de paso que ésta era también la razón del malentendido que ha suscitado la teoría griega sobre la no humana naturaleza del esclavo. Aristóteles, que argumentó dicha teoría de manera tan explícita, y luego, en su lecho de muerte, liberó a sus esclavos, no fue tan inconsistente como se inclinan a creer los modernos. No negó la capacidad del esclavo para ser humano, sino únicamente el uso de la palabra «hombres» para designar a los miembros de la especie mientras estuvieran totalmente sujetos a la necesidad).[121] Y la verdad es que está plenamente justificado el empleo de la palabra «animal» en concepto de animal laborans, para diferenciarlo del muy discutible uso de la misma palabra en la expresión animal rationale. En efecto, el animal laborans es sólo uno, a lo sumo el más elevado, de la especie animal que puebla la tierra. No es sorprendente que la distinción entre labor y trabajo fuera ignorada en la antigüedad clásica. La diferenciación entre la familia privada y la esfera política pública, entre el residente familiar que era el esclavo y el cabeza de familia que era el ciudadano, entre actividades que han de ocultarse en privado y las que son dignas de verse, oírse y recordarse, eclipsó y predeterminó todas las demás distinciones hasta que sólo quedó un criterio: ¿dónde se gasta la mayor cantidad de tiempo y esfuerzo, en público o en privado?, ¿está motivada la ocupación por cura privati negotii o cura rei publicae, por el cuidado de los asuntos privados o públicos?[122] Con el auge de la teoría política, los filósofos superaron incluso estas distinciones, que al menos habían diferenciado las actividades, oponiendo la contemplación a toda clase de actividades semejantes. Con ellos, incluso la actividad política quedó nivelada al rango de necesidad, que en adelante pasó a ser el denominador común de todas las articulaciones dentro de la vita activa. Razonablemente no cabe esperar ayuda alguna del pensamiento político cristiano, que aceptó la distinción de los filósofos, la refinó, y, al ser la religión para la mayoría y la filosofía para los pocos, le dio general validez, obligando a todos los hombres.
No obstante, a primera vista resulta sorprendente que la Edad Moderna —con la inversión de todas las tradiciones; del tradicional rango de la acción y contemplación no menos que de la tradicional jerarquía dentro de la propia vita activa, con su glorificación del trabajo como fuente de todos los valores y su elevación desde animal laborans hasta la posición tradicionalmente mantenida por el animal rationale— no haya ideado una sola teoría en la que el animal laborans y el homo faber, «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos», estén claramente diferenciados. En vez de eso, primero encontramos la distinción entre labor productiva e improductiva, algo después la diferenciación entre trabajo experto e inexperto, y, finalmente, superando a las dos debido a que aparentemente es de significación más elemental, la división de todas las actividades en trabajo manual e intelectual De las tres, sólo la distinción entre labor productiva e improductiva llega al núcleo del asunto, y no es casualidad que los dos teóricos más importantes en este campo, Adam Smith y Karl Marx, basaran en ella toda la estructura de su argumentación. El motivo de la elevación de la labor en la Época Moderna fue su «productividad», y la, en apariencia, blasfema noción de Marx al afirmar que la labor (y no Dios) creó al hombre o que la labor (y no la razón) distinguía al hombre de los otros animales, únicamente era la formulación más radical y consistente de algo sobre lo que estaba de acuerdo toda la Época Moderna.[123]
Más aún, tanto Smith como Marx estaban de acuerdo con la opinión pública moderna al despreciar la labor improductiva como parásita, en realidad una especie de perversión de la labor, como si nada que no fuera digno de este nombre enriqueciera al mundo. Marx compartió el desprecio de Smith por los «sirvientes domésticos», que como «huéspedes perezosos… nada dejan tras de sí a cambio de su consumo».[124] Sin embargo, eran precisamente estos sirvientes domésticos, estos residentes familiares, oiketai o familiares, que laboraban por pura subsistencia y que se necesitaban para el consumo sin esfuerzo más que para la producción, a quienes todas las épocas anteriores a la moderna tenían en mente cuando identificaban la condición laboral con la esclavitud. Lo que dejaban tras de sí a cambio de su consumo no era ni más ni menos que la libertad de sus dueños o, en lenguaje moderno, la potencial productividad de sus amos.
Dicho con otras palabras, la distinción entre labor productiva e improductiva contiene, aunque con prejuicio, la distinción más fundamental entre trabajo y labor.[125] En efecto, signo de todo laborar es que no deja nada tras sí, que el resultado de su esfuerzo se consume casi tan rápidamente como se gasta el esfuerzo. Y no obstante, dicho esfuerzo, a pesar de su futilidad, nace de un gran apremio y está motivado por su impulso mucho más poderoso que cualquier otro, ya que de él depende la propia vida. La época moderna en general y Karl Marx en particular, anonadados, por decirlo así, por la productividad sin precedente de la humanidad occidental, tuvieron la casi irresistible tendencia a considerar toda labor como trabajo y a referirse al animal laborans en términos mucho más adecuados al homo faber, confiando en que sólo era necesario un poco más para eliminar por completo a la labor y a la necesidad.[126]
Sin duda, el auténtico desarrollo histórico que sacó a la labor de lo oculto y la llevó a la esfera pública, donde pudo ser organizada y «dividida»,[127] constituyó un poderoso argumento en el desarrollo de estas teorías. Sin embargo, un hecho más significativo a este respecto, ya observado por los economistas clásicos y claramente descubierto y analizado por Karl Marx, es que la propia actividad laboral, al margen de las circunstancias históricas e independientemente de su lugar en la esfera privada o pública, posee una «productividad» suya, por fútiles y no duraderos que puedan ser sus productos. Dicha productividad no se basa en los productos de la labor, sino en el «poder» humano, cuya fuerza no queda agotada cuando ha producido los medios para su propia subsistencia y supervivencia, que es capaz de producir un «superávit», es decir, más de lo necesario para su propia «reproducción». Debido a que lo que explica la productividad de la labor no es ésta en sí misma, sino el superávit del «poder de la labor» humana (Arbeitskraft), la introducción de este término por Marx constituyó, como Engels señaló acertadamente, el elemento más original y revolucionario de todo su sistemá.[128] A diferencia de la productividad del trabajo, que añade nuevos objetos al artificio humano, la productividad del poder de la labor sólo produce objetos de manera incidental y fundamentalmente se interesa por los medios de su propia reproducción; puesto que su poder no se agota una vez asegurada su propia reproducción, puede usarse para la reproducción de más de un proceso de vida, si bien no «produce» más que vida.[129] Mediante la opresión violenta en una sociedad de esclavos o de explotación en la sociedad capitalista de la época de Marx, puede canalizarse de tal modo que la labor de unos baste para la vida de todos.
Desde este punto de vista puramente social, que es de la Época Moderna pero que cobró su mayor y más coherente expresión en la obra de Marx, todo el laborar es «productivo», y la anterior distinción entre las «tareas domésticas» que no dejan huella y la producción de cosas lo suficientemente duraderas para su acumulación pierde su validez. Como vimos antes, el punto de vista social es idéntico a la interpretación que sólo tiene en cuenta el proceso de vida de la humanidad y, dentro de su marco de referencia, todas las cosas se convierten en objetos de consumo. En una «humanidad socializada» por completo, cuyo único propósito fuera mantener el proceso de la vida —y tal es, desgraciadamente, el nada utópico ideal que guía a las teorías de Marx—,[130] la distinción entre labor y trabajo desaparecería por entero; todo trabajo se convertiría en labor debido a que las cosas se entenderían no en su mundana y objetiva cualidad, sino como resultado del poder de la labor y de las funciones del proceso de la vida.[131]
Es interesante observar que la distinción entre trabajo diestro y no diestro e intelectual y manual, no desempeña papel alguno en la economía política clásica ni en la obra de Marx. Comparados con la productividad de la labor, son de importancia secundaria. Toda actividad requiere una cierta destreza, tanto si se trata de limpiar y cocinar como de escribir un libro o construir una casa. La distinción no se aplica a diferentes actividades, sino que sólo señala ciertos grados y cualidades en cada una de ellas. Podría adquirir cierta importancia la moderna división del trabajo, donde las tareas asignadas anteriormente a los jóvenes e inexpertos quedaron congeladas en ocupaciones para toda la vida. Pero la consecuencia de la división del trabajo, en que una actividad se divide en tantas minúsculas partes que cada especialista sólo necesita un mínimo de habilidad, tiende a abolir por completo el trabajo diestro, como atinadamente predijo Marx. El resultado es que lo comprado y vendido en el mercado del trabajo no es habilidad individual, sino «poder de la labor», del que todo ser humano posee aproximadamente el mismo. Más aún, puesto que el trabajo no hábil es una contradicción expresiva, la propia distinción sólo es válida para la actividad laboral, y el intento de usada como importante marco de referencia ya indica que la distinción entre labor y trabajo ha quedado abandonada en favor de la labor.
Muy distinto es el caso de la más popular categoría de trabajo manual e intelectual. Aquí, el lazo subyacente entre quien trabaja con la mano y el que lo hace con la cabeza es de nuevo el proceso laboral, en un caso desempeñado por la cabeza y en el otro por otra parte del cuerpo. Sin embargo, pensar, que presumiblemente es la actividad de la cabeza, aunque en cierta manera es como el laborar —también un proceso que probablemente sólo finaliza con la propia vida—, es incluso menos «productivo» que la labor; si ésta no deja huella permanente, el pensar no deja nada tangible. Por sí mismo, nunca se materializa en objeto. Siempre que el trabajador intelectual desea manifestar sus pensamientos, ha de usar sus manos y adquirir habilidad manual como cualquier otro trabajador. Dicho con otras palabras, pensar y trabajar son dos actividades diferentes que nunca coinciden por completo; el pensador que quiere que el mundo conozca el «contenido» de sus pensamientos, lo primero de todo ha de hacer una pausa y recordar sus pensamientos. Tanto aquí como en los demás casos, el recuerdo prepara lo intangible y lo fútil para su final materialización; es el comienzo del proceso de trabajo y, al igual que la consideración del artesano sobre el modelo que guiará su obra, su etapa más inmaterial. El propio trabajo siempre requiere entonces algún material sobre el que actuar y que mediante la fabricación, la actividad del homo faber, se transformará en un objeto mundano. La específica cualidad del trabajo intelectual no se debe menos al «trabajo de nuestras manos» que el de cualquier otra clase de trabajo.
Parece razonable y es muy corriente relacionar y justificar la moderna distinción entre labor intelectual y manual con la antigua que diferenciaba las «artes serviles» de las «liberales». Sin embargo, el signo característico entre estas últimas no es en absoluto «un mayor grado de inteligencia» o que el «artista liberal» trabaje con el cerebro y el «sórdido artesano» lo haga con las manos. El antiguo criterio es fundamentalmente político. Son liberales las ocupaciones que requieren prudentia, capacidad para el juicio prudente, que es la virtud de los estadistas, y las profesiones de utilidad pública (ad hominum utílitatem),[132] tales como la arquitectura, la medicina y la agricultura.[133] Todos los oficios, tanto el del amanuense como el del carpintero, son «sórdidos», inapropiados para un ciudadano completo, y los peores son los considerados como más útiles, por ejemplo el de «pescadero, carnicero, cocinero, pollero y pescador».[134] No obstante, ni siquiera éstos son necesariamente puro trabajo. Aún hay una tercera categoría en la que se remuneran el esfuerzo y la fatiga (las operae diferenciadas del opus, la mera actividad diferenciada del trabajo), y en estos casos «el propio salario es señal de esclavitud».[135]
La distinción entre trabajo manual e intelectual, aunque cabe encontrar su origen en la Edad Media,[136] es moderna y tiene dos causas por completo diferentes que, no obstante, son igualmente características del clima general de la Época Moderna. Puesto que bajo las condiciones modernas toda ocupación tenía que mostrar su «utilidad» para la sociedad en general, y puesto que la utilidad de las ocupaciones intelectuales se hizo más que dudosa debido a la glorificación de la labor, era natural que también los intelectuales quisieran contarse entre la población trabajadora. Al mismo tiempo, y sólo en aparente contradicción con este desarrollo, la necesidad y estima de esta sociedad por ciertas relaciones «intelectuales» ascendió a un grado sin precedente en nuestra historia, excepto en los siglos de la decadencia del Imperio Romano. Cabe recordar que, a través de la historia de la antigüedad, los servicios «intelectuales» de los amanuenses, ya sirvieran las necesidades de la esfera pública o de la privada, eran realizados por esclavos y clasificados en consonancia con el estado legal de éstos. Sólo la burocratización del Imperio Romano y el concomitante auge social y político de los emperadores llevó consigo una revaluación de los servicios «intelectuales».[137] Hasta donde el intelectual no es un «trabajador» —que, al igual que los demás trabajadores, desde el más humilde artesano al más grande artista, está comprometido en añadir una cosa más, a ser posible duradera, al mundo del hombre— se parece más que ningún otro al «sirviente doméstico» de Adam Smith, aunque su función radica menos en conservar intacto el proceso de la vida y mantener su regeneración que en ocuparse de la conservación del gigantesco aparato burocrático cuyo proceso consume sus servicios y devora sus productos tan rápida y despiadadamente como el propio proceso biológico de la vida.[138]
12. El carácter de cosa del mundo
El desprecio por el trabajo en la teoría antigua y su glorificación en la moderna proceden de la actitud subjetiva o actividad del trabajador, desconfiando de su penoso esfuerzo o elogiando su productividad. Este carácter subjetivo del enfoque se ve de modo más claro en la distinción entre trabajo fácil y difícil, pero ya vimos, al menos en el caso de Marx —quien, como los más importantes teóricos del trabajo, suministra una especie de piedra de toque para estas cuestiones—, que la productividad del trabajo se mide y calibra según las exigencias del proceso de la vida para su propia reproducción; radica en la potencial plusvalía inherente a la fuerza de trabajo humano, no en la cualidad o carácter de las cosas que produce. De manera similar, la opinión griega, que clasificaba a los pintores en grado superior a los escultores, no se basaba en una mayor consideración por la pintura.[139] Parece que la diferencia entre labor y trabajo, que nuestros teóricos tanto se han obstinado en olvidar y nuestros idiomas tan tercamente en conservar, se convierte simplemente en una diferencia de grado si el carácter mundano de la cosa producida —su lugar, función y tiempo de permanencia en el mundo— no se tiene en cuenta. La diferencia entre un pan, cuya «expectativa de vida» en el mundo es apenas más de un día, y una mesa, que fácilmente puede sobrevivir a generaciones de hombres, es mucho más clara y decisiva que la distinción entre un panadero y un carpintero.
La curiosa discrepancia entre lenguaje y teoría, que observamos anteriormente, resulta ser por lo tanto una discrepancia entre el lenguaje «objetivo» y orientado por el mundo que hablamos y las teorías subjetivas y orientadas por el hombre que usamos en nuestros intentos para entendernos. El lenguaje, y las fundamentales experiencias humanas que lo sustentan, es lo que nos enseña que las cosas del mundo, entre las que se consume la vita activa, son de naturaleza muy diferente y producidas por muy distintas clases de actividad. Considerados como parte del mundo, los productos del trabajo —y no los de la labor— garantizan la permanencia y «durabilidad», sin las que no sería posible el mundo. Dentro de este mundo de cosas duraderas encontramos los bienes de consumo que aseguran a la vida los medios para su propia supervivencia. Necesarias para nuestro cuerpo y producidas por su laborar, pero sin propia estabilidad, estas cosas de incesante consumo aparecen y desaparecen en un medio ambiente de objetos que no se consumen sino que se usan, y a los que, debido a que los usamos, nos acostumbrarnos. Como tales, originan la familiaridad del inundo, sus costumbres y hábitos de intercambio entre hombres y cosas, así como entre hombres. Lo que los bienes de consumo son para la vida, los objetos de uso son para el mundo. De ellos derivan los primeros su carácter de cosa; y el lenguaje, que no permite a la actividad laborante formar algo tan sólido y no verbal como un nombre, sugiere con extrema probabilidad que no conoceríamos lo que es una cosa sin tener ante nosotros «el trabajo de nuestras manos».
Diferenciados de los bienes de consumo y de los objetos de uso, encontramos finalmente los «productos» de la acción y del discurso, que juntos constituyen el tejido de las relaciones y asuntos humanos. Dejados en sí mismos, no sólo carecen de la tangibilidad de las otras cosas, sino que incluso son menos duraderos y más fútiles que lo que producimos para consumo. Su realidad depende por entero de la pluralidad humana, de la constante presencia de otros que ven, y por lo tanto atestiguan de su existencia. Actuar y hablar siguen siendo manifestaciones exteriores de la vida humana, que sólo conoce una actividad que, si bien relacionada con el mundo exterior de muchas maneras, no se manifiesta necesariamente en él y no requiere ser vista, ni oída, ni usada, ni consumida para ser real: la actividad del pensamiento.
Sin embargo, considerados en su mundanidad, acción, discurso y pensamiento tienen mucho más en común que cualquiera de ellos con el trabajo o la labor. No «producen», no engendran nada, son tan fútiles como la propia vida. Para convertirse en cosas mundanas, es decir, en actos, hechos, acontecimientos y modelos de pensamientos o ideas, lo primero de todo han de ser vistos, oídos, recordados y luego transformados en cosas, en rima poética, en página escrita o libro impreso, en cuadro o escultura, en todas las clases de memorias, documentos y monumentos. Todo el mundo real de los asuntos humanos depende para su realidad y continuada existencia en primer lugar de la presencia de otros que han visto, oído y que recordarán y, luego, de la transformación de lo intangible en la tangibilidad de las cosas. Sin el recuerdo y la transformación que aquél necesita para su propia realización y que lo convierte, como sostenían los griegos, en la madre de todas las artes, el discurso, la acción y el pensamiento perderían su realidad al final de cada proceso y desaparecerían como si nunca hubieran existido. La materialización que han de sufrir para permanecer en el mundo la pagan en cuanto que la «letra muerta» siempre reemplaza a algo que surgió de un momento fugaz y que durante ese breve tiempo existió como «espíritu vivo». Han de pagar ese precio porque su naturaleza es por completo no mundana y, por consiguiente, necesita la ayuda de una actividad cuya naturaleza sea diferente; para su realidad y materialización dependen de la misma mano de obra que construye las demás cosas.
La realidad y confiabilidad del mundo humano descansan principalmente en el hecho de que estamos rodeados de cosas más permanentes que la actividad que las produce, y potencialmente incluso más permanentes que las vidas de sus autores. La vida humana, en la medida en que construye el mundo, se encuentra en constante proceso de transformación, y el grado de mundanidad de las cosas producidas depende de su mayor o menor permanencia en el propio mundo.
13. Labor y vida
Las cosas menos duraderas son las necesarias para el proceso de la vida. Su consumo apenas sobrevive al acto de su producción; en palabras de Locke, todas esas «buenas cosas» que son «realmente útiles para la vida del hombre», para la «necesidad de subsistir», tienen «por lo general breve duración, de manera que —si no se consumen por el uso— decaen y perecen por sí mismas».[140] Tras corta permanencia en el mundo, vuelven al proceso natural que las produjo, ya por absorción en el proceso de la vida del animal humano o por decadencia; en su aspecto conferido por el hombre, con el que adquirieron su efímero lugar en el mundo de los objetos fabricados por los humanos, desaparecen mucho más rápidamente que cualquier otra porción del mundo. Consideradas en su mundanidad, son las menos mundanas y al mismo tiempo las más naturales de todas las cosas. Aunque están hechas por el hombre, vienen y van, son producidas y consumidas, en consonancia con el siempre repetido movimiento cíclico de la naturaleza. Cíclico, también, es el movimiento del organismo vivo, sin excluir el cuerpo humano, mientras puede resistir el proceso que impregna su ser y lo hace vivo. La vida es un proceso que en todas partes consume lo durable; lo desgasta, lo hace desaparecer, hasta que finalmente la materia muerta, resultado de pequeños, singulares y cíclicos procesos de la vida, retorna al total y gigantesco círculo de la propia naturaleza, en el que no existe comienzo ni fin y donde todas las cosas naturales giran en inmutable e inmortal repetición.
La naturaleza y el cíclico movimiento en el que ésta obliga a entrar a todas las cosas vivas, desconocen el nacimiento y la muerte tal como los entendemos. El nacimiento y la muerte de los seres humanos no son simples casos naturales, sino que se relacionan con un mundo en el que los individuos, entidades únicas, no intercambiables e irrepetibles, aparecen y parten. Nacimiento y muerte presuponen un mundo que no está en constante movimiento, pero cuya cualidad de durable y de relativa permanencia hace posible la aparición y desaparición, que existía antes de la llegada de cualquier individuo y que sobrevivirá a su marcha final. Sin un mundo en el que los hombres nazcan y mueran, sólo existiría la inmutable y eterna repetición, la inmortal eternidad de lo humano y de las otras especies animales. Una filosofía de la vida que no llegue a la afirmación de la «eterna repetición» (ewige Wiederkehr, de Nietzsche) como el más elevado principio de todo ser, simplemente no sabe de lo que está hablando.
Sin embargo, la palabra «vida» tiene un significado por completo diferente si la relacionamos con el mundo y deseamos designar el intervalo entre nacimiento y muerte. Limitada por un principio y un fin, es decir, por los dos supremos acontecimientos de aparición y desaparición del mundo, sigue un movimiento estrictamente lineal, llevada por el motor de la vida biológica que el hombre comparte con otras cosas vivas y que retiene para siempre el movimiento cíclico de la naturaleza. La principal característica de esta vida específicamente humana cuya apanc1on y desaparición constituyen acontecimiento mundanos, consiste en que en sí misma está llena siempre de hechos que en esencia se pueden contar como una historia, establecer una biografía; de esta vida, bios, diferenciada del simple zōē, Aristóteles dijo que «de algún modo es una clase de praxis».[141] Porque acción y discurso, que estaban muy próximos a la política para el entendimiento griego, como ya hemos visto, son las dos actividades cuyo resultado final siempre será una historia con bastante coherencia para contarla, por accidentales y fortuitos que los acontecimientos y su causa puedan parecer.
Sólo dentro del mundo humano, el cíclico movimiento de la naturaleza se manifiesta como crecimiento y decadencia. Como el nacimiento y la muerte, tampoco ésos son casos naturales; no tienen sitio en el incesante, infatigable ciclo en el que toda la familia de la naturaleza gira a perpetuidad. Sólo cuando entran en el mundo hecho por el hombre, los procesos de la naturaleza pueden caracterizarse por el crecimiento y la decadencia; sólo si consideramos los productos de la naturaleza, este árbol o este perro, como cosas individuales, con lo cual ya los sacamos de su medio ambiente «natural» y los ponernos en nuestro mundo, comienzan a crecer y decaer. Mientras que la naturaleza se manifiesta en la existencia humana mediante el movimiento circular de nuestras funciones corporales, su presencia en el mundo hecho por el hombre la deja sentir en b constante amenaza de hacerlo crecer o decaer demasiado. La característica común del proceso biológico en el hombre y del proceso de crecimiento y decadencia en el mundo, consiste en que ambos son parte del movimiento cíclico de la naturaleza y, por lo tanto, interminablemente repetidos; todas las actividades humanas que surgen de la necesidad de hacerles frente se encuentran sujetas a los repetidos ciclos de la naturaleza y carecen en sí mismas de principio y fin, propiamente hablando; a diferencia del trabajar, cuyo final llega cuando el objeto está acabado, dispuesto a incorporarse al mundo común de las cosas, el laborar siempre se mueve en el mismo círculo, prescrito por el proceso biológico del organismo vivo, y el fin de su «fatiga y molestia» sólo llega con la muerte de este organismo.[142]
Cuando Marx definió la labor como «el metabolismo del hombre con la naturaleza», en cuyo proceso «el material de la naturaleza se adapta mediante un cambio de forma a las necesidades del hombre», de manera que «la labor se ha incorporado a su circunstancia», indicaba con claridad que «hablaba fisiológicamente» y que labor y consumo no son más que dos etapas del siempre repetido ciclo de la vida biológica.[143] Este ciclo requiere que lo sustente el consumo, y la actividad que proporcionan los medios de consumo es la labor.[144] Cualquier cosa que ésta produce pasa casi de inmediato a alimentar el proceso de la vida, produce —o más bien reproduce— nueva «fuerza de labor», exigida para el posterior sostenimiento del cuerpo.[145] Desde el punto de vista de las exigencias del propio proceso de la vida, la «necesidad de subsistir», como decía Locke, el laborar y el consumir se siguen tan de cerca que casi constituyen un solo y único movimiento, que apenas acabado ha de empezar de nuevo. La «necesidad de subsistir» domina tanto a la labor como al consumo, y ésta, cuando se incorpora, «recoge» y corporalmente «mezcla» las cosas proporcionadas por la naturaleza,[146] realiza activamente lo que el cuerpo hace incluso más íntimamente cuando consume el alimento. Ambos son procesos devoradores que apresan y destruyen la materia, y el «trabajo» realizado por la labor sobre su material es sólo el preparativo para su final destrucción.
Este aspecto destructivo y devorador de la actividad laborante sólo es visible desde el punto de vista del mundo y a diferencia del trabajo, que no prepara la materia para la incorporación, sino que la transforma en material con el fin de obrar sobre ella y usar el producto acabado. Desde el punto de vista de la naturaleza, el trabajo más que la labor es destructivo, puesto que su proceso saca la materia de las manos de la naturaleza, sin devolvérsela en el rápido curso del natural metabolismo del cuerpo vivo.
Igualmente atada a los repetidos ciclos de los movimientos naturales, si bien no tan premiosamente impuesta al hombre por la «condición de la vida humana»,[147] se halla la segunda tarea del labrar, es decir, su constante e inacabable lucha contra los procesos de crecimiento y decadencia mediante los cuales la naturaleza invade para siempre el artificio humano, amenazando la cualidad de durable del mundo y su adecuación para el uso humano. La protección y preservación del mundo contra los procesos naturales son duros trabajos que exigen la realización de monótonas y diarias tareas. Esta lucha laborante, a diferencia del tranquilo cumplimiento con que la labor obedece las órdenes de las inmediatas necesidades corporales, aunque sea menos «productiva» que el directo metabolismo del hombre con la naturaleza, mantiene una relación mucho más estrecha con el mundo, al que defiende de la naturaleza. En viejos cuentos e historias mitológicas se da por sentada la grandeza de las luchas heroicas contra opresivas desigualdades, como en el relato de Hércules, cuya limpieza de los establos de Augías se cuenta entre sus doce trabajos. Un significado similar de actos heroicos que requieren gran fuerza y valor y su realización con espíritu de lucha, se manifiesta en el uso medieval de la palabra: labor, travail, Arbeit. Sin embargo, la lucha diaria entablada por el cuerpo humano para mantener limpio el mundo e impedir su decaimiento, guarda poca semejanza con los actos heroicos; el sufrimiento necesario para reparar cotidianamente el derroche del día anterior no es valor, y lo que hace penoso el esfuerzo no es el peligro, sino su inexorable repetición. Los trabajos de Hércules comparten con todas las grandes acciones su característica de ser únicos; por desgracia, una vez realizado el esfuerzo y concluida la tarea, lo único que queda limpio es el mitológico establo de Augías.
14. Labor y fertilidad
El repentino y espectacular ascenso de la labor desde la más humilde y despreciada posición al rango más elevado, a la más estimada de todas las actividades humanas, comenzó cuando Locke descubrió que la labor es la fuente de toda propiedad. Siguió su curso cuando Adam Smith afirmó que la labor era la fuente de toda riqueza y alcanzó su punto culminante en el «sistema de labor»[148] de Marx, donde ésta pasó a ser la fuente de toda productividad y expresión de la misma humanidad del hombre. De los tres, sin embargo, sólo Marx se interesó por la labor como tal; Locke lo hizo de la institución de la propiedad privada como raíz de la sociedad y Smith quiso explicar y asegurar el progreso sin trabas de la ilimitada acumulación de riqueza. Pero los tres, si bien Marx con mayor fuerza y consistencia, sostuvieron que la labor se consideraba la suprema capacidad del hombre para constituir el mundo, y puesto que la labor es la más natural y menos mundana de las actividades del hombre, los tres autores, y de nuevo Marx el primero, se encontraron ante auténticas contradicciones. En la propia naturaleza de esta materia parece hallarse la más patente solución a dichas contradicciones, o, mejor dicho, la razón más evidente de que estos tres grandes autores no hayan sabido ver dichas contradicciones radica en que igualaron el trabajo con la labor, de manera que a ésta la dotaron de ciertas facultades que sólo posee el trabajo. Esta igualdad conduce siempre a patentes absurdos, si bien no suelen ser tan claramente manifiestos como en la siguiente frase de Veblen: «La prueba duradera de la labor productiva es su producto material, por lo general algún artículo de consumo»,[149] donde la «prueba duradera» con que comienza, debido a que la necesita para la pretendida productividad de la labor, queda inmediatamente destruida por él «consumo» del producto con que acaba la frase, obligado, por así decirlo, por la real evidencia del propio fenómeno.
Así, Locke, con el fin de salvar la labor de su manifiesta desgracia de producir sólo «cosas de breve duración», tuvo que introducir el dinero —«cosa duradera que los hombres conservan sin que se estropee»—, una especie de deus ex machina sin cuya intervención el cuerpo laborante, en su obediencia al proceso de la vida, nunca hubiera llegado a ser el origen de algo tan permanente y duradero como la propiedad, debido a que no existen «cosas duraderas» que puedan conservarse y sobrevivir al proceso laborante. E incluso Marx, que definió al hombre como animal laborans, hubo de admitir que la productividad de la labor, propiamente hablando, comienza con la reificación (Vergegenstandlichung), con «la erección de un objetivo mundo de cosas» (Erzeugung einer gegenständlichen Welt).[150] Pero el esfuerzo de la labor nunca libera al animal laborante de la repetición una y otra vez de dicho esfuerzo y, por lo tanto, queda como una «eterna necesidad impuesta por la naturaleza».[151] Cuando Marx insiste en que el «proceso de la labor acaba en el producto»,[152] forja su propia definición de este proceso como el «metabolismo entre el hombre y la naturaleza» en el que queda inmediatamente «incorporado» el producto, consumido y aniquilado por el proceso vital del cuerpo.
Puesto que ni Locke ni Smith se interesan por la labor como tal, pueden permitirse ciertas distinciones que realmente valen como una diferenciación en principio entre labor y trabajo, si no fuera por una interpretación inapropiada de los rasgos genuinos del laborar. Según este criterio, Smith califica de «labor productiva» a todas las actividades relacionadas con el consumo, como si esto fuera una despreciable y accidental característica de algo cuya verdadera naturaleza consistía en ser productivo. El mismo desprecio con que habla de que «las tareas y servicios domésticos perecen por lo general en el instante de su realización y rara vez dejan tras de sí huella o valor»,[153] está mucho más relacionado con la opinión premoderna sobre esta materia que con su glorificación moderna. Smith y Locke sabían muy bien que no toda clase de labor «establece la diferencia de valor sobre todo»[154] y que existe una actividad que no añade nada «al valor de los materiales sobre los que trabaja».[155] Sin duda, también la labor añade a la naturaleza algo propio del hombre, pero la proporción entre lo que la naturaleza da —las «buenas cosas»— y lo que el hombre añade es exactamente lo contrario en los productos de labor y en los productos de trabajo. Las «buenas cosas» para el consumo nunca pierden por completo su naturaleza, el grano de trigo nunca desaparece por entero en el pan, ni el árbol en la mesa. De este modo, Locke, aunque prestó escasa atención a su propia distinción entre «la labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos», tuvo que reconocer la diferencia entre cosas «de breve duración» y las suficientemente «duraderas» para que «los hombres las conserven sin que se estropeen».[156] La dificultad era la misma para Smith y Locke; sus «productos» tenían que permanecer lo bastante en el mundo de las cosas tangibles para llegar a ser «valiosos», con lo que carece de importancia que Locke defina el valor como algo que puede conservarse y convertirse en propiedad o que Smith lo considere como algo que dura lo bastante para cambiarlo por alguna otra cosa.
La verdad es que éstas son cuestiones menores si las comparamos con la contradicción fundamental que como un hilo rojo recorre todo el pensamiento de Marx, y que está presente tanto en el tercer volumen de El capital como en sus escritos de juventud. La actitud de Marx con respecto a la labor, que es el núcleo mismo de su pensamiento, fue siempre equívoca.[157] Mientras fue una «necesidad eterna impuesta por la naturaleza» y la más humana y productiva de las actividades del hombre, la revolución, según Marx, no tiene la misión de emancipar a las clases laborales, sino hacer que el hombre se emancipe de la labor; sólo cuando ésta quede abolida, el «reino de la libertad» podrá suplantar al «reino de la necesidad». Porque «el reino de la libertad sólo comienza donde cesa la labor determinada por la necesidad y la externa utilidad», donde acaba «el gobierno de las necesidades físicas inmediatas».[158] Tan fundamental y flagrante contradicción raramente se encuentra en escritores de segunda categoría; en la obra de los grandes autores, dicha contradicción lleva directamente al centro de su trabajo. En el caso de Marx, de cuya lealtad e integridad al describir los fenómenos tal como se le presentaban no puede dudarse, las importantes discrepancias que existen en su obra, observadas por todos los estudiosos de Marx, no deben cargarse a la diferencia «entre el punto de vista científico del historiador y el punto de vista moral del profeta»,[159] ni al movimiento dialéctico que requiere lo negativo, o malo, para producir lo positivo, o bueno. Sigue en pie el hecho de que en todas las fases de su obra define al hombre como animal laborans y luego lo lleva a una sociedad en que su mayor y más humana fuerza ya no es necesaria. Nos deja con la penosa alternativa entre esclavitud productiva y libertad improductiva.
Así, surge la cuestión de por qué Locke y sus sucesores, dejando aparte sus propias intuiciones, persistieron tan obstinadamente en considerar la labor como fuente de la propiedad, de la riqueza, de todos los valores y, finalmente, de la misma humanidad del hombre. O, para plantear la cuestión de otra manera, ¿cuáles eran las experiencias inherentes a la actividad laboral que la mostraban de tan gran importancia a la Época Moderna?
Históricamente, los teóricos políticos a partir del siglo XVII tuvieron que enfrentarse con un proceso hasta entonces desconocido de crecimiento de la riqueza, de la propiedad, de la adquisición. En su intento de dar cuenta de este constante crecimiento, su atención se fijó en el fenómeno de un proceso en sí mismo progresivo, de manera que, por las razones que expondremos más adelante,[160] el concepto de proceso se convirtió en el término clave de la nueva edad, que además desarrolló las ciencias, naturales e históricas. Desde su comienzo, este proceso, debido a su aparente perpetuidad, se entendió como un proceso natural y más concretamente como imagen del propio proceso de la vida. La más tosca superstición de la Edad Moderna —la de que «el dinero engendra dinero»—, así como su más aguda percepción política —que el poder genera poder—, debe su credibilidad a la subyacente metáfora de la natural fertilidad de la vida. De todas las actividades humanas, sólo la labor, no la acción ni el trabajo, es interminable, y progresa de manera automática en consonancia con la propia vida y al margen de las decisiones o propósitos humanamente intencionados.
Quizá nada indica con más claridad el nivel del pensamiento de Marx y la fidelidad de sus descripciones al fenómeno de la realidad, que el hecho de basar toda su teoría en el entendimiento del laborar y procrear como dos modos del mismo fértil proceso de la vida. Para él, labor era la «reproducción de la propia vida de uno» que aseguraba la supervivencia del individuo, y procreación era la producción de «vida extraña» que aseguraba la supervivencia de la especie.[161] Cronológicamente, esta percepción es el origen nunca olvidado de su teoría, que luego elaboró sustituyendo la fuerza de labor de un organismo vivo por la «labor abstracta» y entendiendo el superávit de labor como esa cantidad de fuerza laboral que aún queda después de haber sido producidos los medios para la propia reproducción del laborante. Con esto, sondeó una profunda experiencia no alcanzada por ninguno de sus predecesores —a quienes debía, por otra parte, casi todas sus decisivas inspiraciones— ni sucesores. Encajó su teoría, la teoría de la Edad Moderna, con las intuiciones sobre la naturaleza de la labor que, según la tradición hebraica y clásica, estaba tan íntimamente ligada a la vida como el nacimiento. Por la misma característica, el verdadero significado de la recientemente descubierta productividad de la labor sólo queda de manifiesto en la obra de Marx, donde se basa en la igualdad de la productividad con la fertilidad, de modo que el famoso desarrollo de las «fuerzas productivas» de la humanidad en una sociedad abundante en «cosas buenas», no obedece a otra ley ni está sujeto a otra necesidad que no sea la del mandato «creced y multiplicaos», que es como si nos hablara la propia voz de la naturaleza.
La fertilidad del metabolismo humano con la naturaleza, que surge de la natural redundancia de la fuerza laboral, todavía participa de la superabundancia que observamos por todas partes en la familia de la naturaleza. La «bendición o júbilo» de la labor es el modo humano de experimentar la pura gloria de estar vivo que compartimos con todas las criaturas vivientes, e incluso es el único modo de que también los hombres permanezcan y giren contentamente en el prescrito ciclo de la naturaleza, afanándose y descansando, laborando y consumiendo, con la misma regularidad feliz y sin propósito que se siguen el día y la noche, la vida y la muerte. La recompensa a la fatiga y molestia radica en la fertilidad de la naturaleza, en la serena confianza de que quien ha realizado su parte con «fatiga y molestia», queda como una porción de la naturaleza en el futuro de sus hijos y de los hijos de éstos. El Antiguo Testamento, que, a diferencia de la antigüedad clásica, sostiene que la vida es sagrada y, por lo tanto, ni la muerte ni la labor son un mal (y menos aún un argumento contra la vida),[162] muestra en las historias de los patriarcas la despreocupación de éstos por la muerte, su no necesidad de inmortalidad individual y terrena, ni de seguridad en la eternidad de su alma, y cómo la muerte les llegaba bajo el familiar aspecto de sereno, nocturno y tranquilo descanso a una «edad avanzada y cargados de años».
La bendición de la vida como un todo, inherente a la labor, jamás se encuentra en el trabajo y no debe tomarse con el inevitable y breve alivio y júbilo que sigue a la realización de una cosa. La bendición de la labor consiste en que el esfuerzo y la gratificación se siguen tan de cerca como la producción y consumo de los medios de subsistencia, de modo que la felicidad es concominante al propio proceso, al igual que el placer lo es al funcionamiento de un cuerpo sano. La «felicidad del mayor número», en la que hemos generalizado y vulgarizado la felicidad con la que siempre ha sido bendecida la vida terrena, conceptualizó en un «ideal» la realidad fundamental de una humanidad laborante. El derecho a la búsqueda de esta felicidad es tan innegable como el derecho a la vida; incluso son idénticos. Pero nada tiene en común con la buena fortuna, que es rara, nunca perdura y no puede buscarse, ya que la fortuna depende de la suerte y de lo que la oportunidad da y quita, aunque la mayoría de las personas, en su «búsqueda de la felicidad», corre tras la buena fortuna y se siente desventurada incluso cuando la encuentra, ya que desea conservar y disfrutar la suerte como si se tratara de una abundancia inagotable de «buenas cosas». No hay felicidad duradera al margen del prescrito ciclo de penoso agotamiento y placentera regeneración, y cualquier cosa que desequilibra este ciclo —la pobreza y la desgracia en las que el agotamiento va seguido por la desdicha en lugar de la regeneración, o las grandes riquezas y una vida sin esfuerzo alguno desde el aburrimiento ocupa el sitio del agotamiento y donde los molinos de la necesidad, del consumo y de la digestión, muelen despiadada e inútilmente hasta la muerte un imponente cuerpo humano— destruye la elemental felicidad de estar vivo.
La fuerza de la vida es la fertilidad. El organismo vivo no se agota tras proveer lo necesario para su propia reproducción, y su «excedente» radica en su potencial multiplicación. El consistente naturalismo de Marx descubrió el «poder de la labor» como el modo específicamente humano de la fuerza de la vida, que es capaz de crear un «excedente» como la propia naturaleza. Puesto que estaba interesado casi de manera exclusiva por este proceso, el proceso de las «fuerzas productivas de la sociedad», en cuya vida, como en la de toda especie animal, producción y consumo siempre encuentran un equilibrio, la cuestión de una existencia aparte de las cosas mundanas, cuyo carácter duradero sobrevive y soporta los devoradores procesos de la vida, no se le ocurrió en absoluto. Desde el punto de vista la vida de la especie, todas las actividades hallan su común denominador en el laborar, y el único criterio diferenciador es la abundancia o escasez de los bienes que se consumen en el proceso de la vida. Cuando cada cosa se ha convertido en objeto de consumo, el hecho de que el excedente de labor no modifique la naturaleza, la «breve duración», de los propios productos, pierde importancia, y esta pérdida se manifiesta en la obra de Marx en el desprecio con que trata las elaboradas distinciones de sus predecesores entre labor productiva e improductiva o diestra e inhábil.
El motivo por el que los predecesores de Marx no supieran librarse de estas distinciones, que esencialmente son equivalentes a la más fundamental distinción entre trabajo y labor, no era que fueran menos «científicos», sino que aún escribían bajo el supuesto de la riqueza nacional. Para el establecimiento de la propiedad, la mera abundancia nunca es bastante; los productos de la labor no se hacen más duraderos por su abundancia, ni pueden «amontonarse» y almacenarse para convertirse en parte de la propiedad de un hombre. Por el contrario, existe gran probabilidad de que sólo desaparezcan en el proceso de apropiación o «perezcan inútilmente» si no se consumen «antes de que se estropeen».
15. Lo privado de la propiedad y riqueza
A primera vista parece extraño que una teoría que tan decisivamente concluía con la abolición de toda propiedad haya partido del establecimiento teórico de la propiedad privada. Sin embargo, esta extrañeza queda en cierto modo mitigada si recordamos el agudo aspecto polémico de la Edad Moderna con respecto a la propiedad, cuyos derechos se hicieron valer de manera explícita contra la esfera común y el Estado. Puesto que ninguna teoría política anterior al socialismo y comunismo había propuesto establecer una sociedad enteramente sin propiedad, y puesto que ningún gobierno antes del siglo XX había mostrado seria inclinación a expropiar a sus ciudadanos, el contenido de la nueva teoría no podía impulsarse basándose en la necesidad de proteger los derechos de la propiedad contra la posible intrusión de la administración gubernamental. La cuestión es que entonces, a diferencia de ahora en que todas las teorías de la propiedad están en evidente defensiva, los economistas no estaban a la defensiva, sino que, por el contrario, se manifestaban abiertamente hostiles a la esfera del gobierno que, como máximo, se consideraba un «mal necesario» y un «reflejo de la naturaleza humana»,[163] y, en el peor de los casos, como un parásito en la que sin él sería saludable vida de la sociedad.[164] Lo que la Época Moderna defendía con tanto ardor no era la propiedad, sino la búsqueda sin trabas de más propiedad o apropiación; contra todos los órganos que apoyaban la «muerta» permanencia de un mundo común, libraba sus batallas en nombre de la vida, de la vida de la sociedad.
No hay duda de que, debido a que el proceso natural de la vida se localiza en el cuerpo, no existe actividad más inmediatamente ligada a la vida que la laborante. A Locke no le satisfacía la tradicional explicación de la labor, según la cual es la natural e inevitable consecuencia dela pobreza y nunca un medio para suprimirla, ni la tradicional explicación del origen de la propiedad por medio de la adquisición, conquista u original división del mundo común.[165] Lo que verdaderamente le interesaba era la apropiación, y lo que había de buscar era una actividad de apropiación del mundo, cuyo carácter privado debía estar al mismo tiempo fuera de duda y disputa.
Evidentemente, nada más privado que las funciones corporales del proceso de la vida, sin excluir su fertilidad, y es digno de observarse que los pocos ejemplos en que incluso una «humanidad socializada» respeta e impone estrictamente lo privado, se refieren a esas «actividades» obligadas por el propio proceso de la vida. De éstas, la labor, porque es una actividad y no simplemente una función, es la menos privada, por decirlo así, la única en que no tenemos necesidad de ocultamos; sin embargo, se halla lo bastante próxima al proceso de la vida para admitir el argumento en favor de lo privado de la apropiación, diferenciado del muy distinto de lo privado de la propiedad.[166] Locke encontró la propiedad privada en la cosa más privada que se posee, es decir, en «la propiedad [del hombre] de su propia persona», o sea, de su propio cuerpo.[167] «La labor de nuestro cuerpo y el trabajo de nuestras manos» pasan a ser uno y lo mismo, ya que ambos son los «medios» para «apropiarse» de lo que «Dios… ha dado… en común a los hombres». Y estos medios, cuerpo, manos y boca, son los naturales apropiadores, ya que no «pertenecen en común a la humanidad», sino que se dan a cada hombre para su uso privado.[168]
De la misma manera que Marx introdujo una fuerza natural, la «fuerza de labor» del cuerpo, para explicar la productividad de la labor y el progresivo proceso de crecimiento de la riqueza, Locke, aunque menos explícito, tuvo que rastrear la propiedad hasta un origen natural de apropiación con el fin de abrir esas estables y mundanas fronteras que «entierran» la parte que cada persona posee privadamente del mundo «de lo común».[169] Marx tenía en común eón Locke su deseo de ver el proceso de crecimiento de la riqueza como un proceso natural que, de manera automática, seguía sus propias leyes y se hallaba al margen de decisiones y propósitos. La única actividad implicada en este proceso era una «actividad» corporal, cuyo natural funcionamiento no pudiera comprobarse ni aunque uno lo quisiera. Comprobar estas «actividades» es destruir la naturaleza, y, para la Época Moderna, aunque eso afirme la institución de la propiedad privada o lo considere un impedimento para el aumento de la riqueza, toda comprobación o control del proceso de la riqueza era equivalente al intento de destruir la propia vida de la sociedad.
El desarrollo de la Época Moderna y el auge de la sociedad, donde la más privada de todas las actividades humanas, la de laborar, ha pasado a ser pública y se le ha permitido establecer su propia esfera común, hacen dudoso que la existencia de la propi dad como lugar poseído privadamente dentro del mundo sea capaz de soportar el implacable proceso del crecimiento de la riqueza. No obstante, es cierto que el carácter privado de las pertenencias de uno, es decir, su completa independencia «de lo común», no podía garantizarse mejor que con la transformación de la propiedad en apropiación o con el «aislamiento de lo común», interpretado como el resultado, el «producto», de la actividad corporal. Bajo este aspecto, el cuerpo se convierte en la quintaesencia de toda propiedad, ya que es la única cosa que no se puede compartir aunque se desee hacerlo. De hecho nada es menos común y comunicable, y por eso de mayor escudo contra la visibilidad y audibilidad de la esfera pública, que le que ocurre dentro del cuerpo, sus placeres y dolores, su labora1 y consumir. Por lo mismo, nada arroja a uno de manera más radical del mundo que la exclusiva concentración en la vida del cuerpo, concentración obligada en la esclavitud o en el dolo: insoportable. Quien desee, por la razón que sea, hacer de la existencia humana algo «privado» por completo, independiente del mundo y sólo sabedor de su propio ser vivo, debe basar sus argumentos en estas experiencias; y puesto que el implacable esfuerzo de la labor del esclavo no es «natural» sino inventado por el hombre y en contradicción con la natural fertilidad del animal laborans, cuya fuerza no se agota ni se consume su tiempo cuando ha reproducido su propia vida, la experiencia «natural» en que radica la independencia del mundo tanto de los estoicos como de los epicúreos no es labor o esclavitud, sino dolor. La felicidad lograda en aislamiento del mundo y disfrutada en el interior de la privada existencia de uno mismo sólo puede ser la famosa «ausencia de dolor», definición con la que han de estar de acuerdo todas las variaciones de consistente sensualismo. El hedonismo, doctrina que sólo reconoce como reales las sensaciones del cuerpo, es la más radical forma de vida no política, absolutamente privada, verdadero cumplimiento de la frase de Epicuro lathe biōsas kai mē politeuesthai (“vivir oculto y no preocuparse del mundo”).
Por lo general, la ausencia de dolor no es más que la condición corporal para conocer el mundo; sólo si el cuerpo no está irritado y, con la irritación, vuelto sobre sí mismo, pueden funcionar normalmente nuestros sentidos, recibir lo que se les da. La ausencia de dolor se suele «sentir» sólo en el breve intermedio entre el dolor y el no-dolor, y la sensación que corresponde al concepto sensualista de felicidad surge del dolor más que de su ausencia. Está fuera de duda la intensidad de esta sensación; sólo la iguala la propia sensación de dolor.[170] El esfuerzo mental exigido por las filosofías que, por diversas razones, desean «liberar» al hombre del mundo, siempre es un acto de imaginación en el que la mera ausencia de dolor se experimenta y realiza en la sensación de quedar liberado de él.[171]
En cualquier caso, el dolor y la concomitante experiencia de liberarse de él son las únicas experiencias sensuales tan independientes del mundo que no contienen la experiencia de ningún objeto mundano. El dolor que causa una espada o el cosquilleo de una pluma de ave nada nos dice de la cualidad o incluso existencia de una espada o de una pluma.[172] Únicamente una irresistible desconfianza en la capacidad de los sentidos humanos para una adecuada experiencia del mundo —y dicha desconfianza es el origen de toda la filosofía moderna— explica la extraña e incluso absurda elección que emplea fenómenos —tales como el dolor o el cosquilleo, que impiden a nuestros sentidos funcionar con normalidad— a manera de ejemplo de toda experiencia sensual, de los que hace derivar la subjetividad de las cualidades «secundarias» e incluso «fundamentales». Si no tuviéramos otras percepciones que las sentidas por el propio cuerpo, la realidad del mundo exterior no sólo estaría abierta a la duda, sino que ni siquiera tendríamos noción del mundo.
La única actividad que corresponde estrictamente a la experiencia de no-mundanidad o, mejor dicho, a la pérdida del mundo tal como ocurre bajo el dolor, es la labor, donde el cuerpo humano, a pesar de su actividad, vuelve sobre sí mismo, se concentra sólo en estar vivo, y queda apresado en su metabolismo con la naturaleza sin trascender o liberarse del repetido ciclo de su propio funcionamiento. Mencionábamos antes el doble dolor relacionado con el proceso de la vida, para el que el lenguaje sólo tiene una palabra y que según la Biblia se impuso junto con la vida del hombre, el penoso esfuerzo requerido para la reproducción de la propia vida de uno y la de la especie. Si este penoso esfuerzo de vivir y fertilizar fuera el verdadero origen de la propiedad, lo privado de dicha propiedad estaría tan sin mundo como el sin par carácter privado de tener un cuerpo y experimentar dolor.
Este carácter privado, aunque esencialmente es lo privado de la apropiación, en modo alguno es lo que Locke, cuyos conceptos seguían siendo los de la tradición premoderna, entendía por propiedad privada. Sea cual sea su origen, esta propiedad era para él un «aislamiento de lo común», es decir, fundamentalmente un lugar en el mundo donde lo que es privado puede ocultarse y protegerse de la esfera pública. Como tal, permanecía en contacto con el mundo común incluso cuando el crecimiento de la riqueza y de la apropiación comenzó a amenazar con la extinción al mundo común. La propiedad no refuerza, sino que mitiga, la no-relación con el mundo del proceso de la labor, debido a su propia seguridad mundana. Por lo mismo, el carácter del proceso de laborar, la implacabilidad con que el propio proceso de la vida apremia y conduce a la labor, está contrarrestado por la adquisición de propiedad. En una sociedad de propietarios, a diferencia de otra de laborantes, sigue siendo el mundo, y no la abundancia natural ni la pura necesidad de la vida, el centro del cuidado y preocupación humanos.
El tema se hace diferente por completo si el principal interés ya no es la propiedad, sino el crecimiento de la riqueza y el proceso de acumulación como tal. Dicho proceso puede ser tan infinito como el de la vida de la especie, y su infinidad se ve constantemente desafiada e interrumpida por el molesto hecho de que los individuos privados no viven siempre ni tienen ante sí un tiempo infinito. Sólo si la vida de la sociedad como un todo, en lugar de las limitadas vidas de los individuos, se considera materia gigantesca del proceso de acumulación, puede éste proseguir plenamente libre y a toda velocidad, sin estar trabado por las limitaciones que impone el periodo de vida individual y la propiedad poseída individualmente. Sólo cuando el hombre no actúa como individuo, interesado únicamente en su propia supervivencia, sino como un «miembro de la especie», un Gattungswesen, como solía decir Marx, sólo cuando la reproducción de la vida individual queda absorbida por el proceso de la vida de la especie, puede el proceso de la vida colectiva de una «humanidad socializada» seguir su propia «necesidad», es decir, su automático curso de fertilidad en el doble sentido de multiplicación de vidas y de la creciente abundancia de bienes que ellas necesitan.
La coincidencia de la filosofía de la labor de Mar con las teorías de evolución y desarrollo del siglo XIX —la evolución natural de un proceso de vida singular desde las más bajas formas de vida orgánica hasta la aparición del animal humano y el histórico desarrollo de un proceso de vida de la humanidad como un todo— resulta sorprendente y ya fue observada por Engels, quien llamó a Marx «el Darwin de la historia». Lo que todas estas teorías en las diversas ciencias —economía, historia, biología, geología— tienen en común es el concepto de proceso, virtualmente desconocido antes de la Época Moderna. Puesto que el descubrimiento de los procesos por las ciencias naturales había coincidido con el hallazgo de la introspección en filosofía, es natural que el proceso biológico dentro de nosotros mismos se convirtiera finalmente en el mismo modelo del nuevo concepto; en el marco de las experiencias dadas a la introspección, no conocemos más proceso que el de la vida dentro de nuestros cuerpos, y la única actividad en la que podemos traducir y que corresponde a ella es la labor. De ahí que parezca casi inevitable que la igualdad de productividad con fertilidad en la filosofía de la labor propia de la Época Moderna se haya visto seguida por las diferentes variedades de filosofía de la vida que se basan en la misma igualdad.[173] La diferencia entre las primeras teorías de la labor y las últimas filosofías de la vida radica fundamentalmente en que éstas han perdido de vista la única actividad necesaria para mantener el proceso de la vida. Sin embargo, incluso esta pérdida parece corresponder al real desarrollo histórico que hizo más fácil la labor que antes y, por lo tanto, más similar al proceso de la vida que funciona automáticamente. Cuando a la vuelta del siglo (con Nietzsche y Bergson) se proclamó a la vida, y no a la labor, «creadora de todos los valores», esta glorificación del puro dinamismo del proceso de la vida excluía ese mínimo de iniciativa presente incluso en esas actividades en que, como el laborar y el procrear, la necesidad urge al hombre.
No obstante, ni el enorme incremento en la fertilidad ni la socialización del proceso, esto es, la sustitución de la sociedad o especie colectiva por el hombre individual, puede eliminar el estricto e incluso cruel carácter privado de la experiencia de los procesos corporales en los que la vida se manifiesta, o de la propia actividad de la labor. Ni la abundancia de bienes ni la disminución del tiempo requerido en la labor dan por resultado el establecimiento de un mundo común, y el expropiado animal laborans no deja de ser menos privado porque se le haya desprovisto de un lugar privado de su propiedad para ocultarse y protegerse de la esfera común. Marx predijo correctamente, aunque con injustificado júbilo, «el marchitamiento» de la esfera pública bajo condiciones de desarrollo no trabado de las «fuerzas productivas de la sociedad», y fue también justo, es decir, consecuente con su concepción del hombre como animal laborans, cuando vaticinó que los «hombres socializados» dedicarían su liberación del laborar a esas actividades estrictamente privadas y esencialmente no mundanas que llamamos hobbies.[174]
16. Los instrumentos del trabajo y la división de la labor
Por desgracia, parece estar en la naturaleza de las condiciones de la vida, tal como se ha concedido al hombre, la única posible ventaja de que la fertilidad de la fuerza laboral humana se base en su habilidad para hacer frente a las necesidades de más de un hombre o de una familia. Los productos de la labor, los productos del metabolismo del hombre con la naturaleza, no permanecen en el mundo lo bastante para convertirse en parte de él, y la propia actividad laborante, concentrada exclusivamente en la vida y en su mantenimiento, se olvida del mundo hasta el extremo de la no-mundanidad. El animal Zaborans, llevado por las necesidades de su cuerpo, no usa este cuerpo libremente como hace el homo faber con sus manos, sus herramientas primordiales, motivo por el que Platón decía que los laborantes y los esclavos no sólo estaban atados a la necesidad e incapacitados para la libertad, sino que tampoco podían dominar a la parte «animal» de ellos.[175] Una sociedad de masas de trabajadores, tal como Marx la tenía en mente cuando hablaba de «humanidad socializada», está compuesta de especímenes no mundanos de la especie de la humanidad, trátese de esclavos domésticos llevados a su situación por la violencia de otros, o de hombres libres que realizan sus funciones de manera voluntaria.
Esta no-mundanidad del animal laborans es diferente por completo de la activa huida de la publicidad del mundo, inherente a la actividad de las «buenas obras». El animal laborans no huye del mundo, sino que es expulsado de él en cuanto que está encerrado en lo privado de su propio cuerpo, atrapado en el cumplimiento de necesidades que nadie puede compartir y que nadie puede comunicar plenamente. El hecho de que la esclavitud y exilio en el hogar fueran la condición social de todos los trabajadores antes de la Época Moderna, se debe de modo fundamental a la propia condición humana; la vida, que para las demás especies animales es la misma esencia de su ser, se convierte en una carga para el hombre debido a su innata «repugnancia por la futilidad».[176] Dicha carga se hace más pesada debido a que ninguno de los llamados «deseos más excelsos» tiene la misma urgencia, y el hombre se ve obligado a llevarla por necesidad. La esclavitud se convirtió en la condición social de las clases laborales porque se la consideraba como la condición natural de la vida misma. Omnis vita servitium est.[177]
La carga de la vida biológica, que lastra y consume el período de vida humano entre el nacimiento y la muerte, sólo puede eliminarse con el empleo de sirvientes, y la función principal de los antiguos esclavos era más llevar la carga de consumo del hogar que producir para la sociedad en general.[178] El motivo de que la labor del esclavo desempeñara tan enorme papel en las sociedades antiguas y de que su improductividad y carácter antieconómico no se descubriera, radica en que las antiguas ciudades-estado eran principalmente «centros de consumo».[179] El precio pagado por liberar la carga de la vida de los hombros de los ciudadanos era enorme, y en modo alguno consistía sólo en la violenta injusticia de obligar a una parte de la humanidad a adentrarse en las tinieblas del dolor y de la necesidad. Puesto que estas tinieblas son naturales, inherentes a la condición humana —sólo el acto violento, cuando un grupo de hombres intenta liberarse de los grilletes sujetando a todos los demás al dolor y a la necesidad, es propio del hombre—, el precio exigido para liberarse por completo de la necesidad es, en un sentido, la propia vida, o más bien la institución de la vida real por la sufrida por otros. Bajo las condiciones de la esclavitud, el grande de la tierra podía incluso usar los sentidos de otros, podía «ver y oír mediante sus esclavos», como decía Herodoto.[180]
En su nivel más elemental, la «fatiga y molestia» de obtener y el placer de «incorporar» las necesidades de la vida están tan estrechamente unidos en el ciclo biológico de la vida, cuyo repetido ritmo condiciona a la vida humana en su único y lineal movimiento, que la perfecta eliminación del dolor y del esfuerzo laboral no sólo quitaría a la vida biológica sus más naturales placeres, sino que le arrebataría su misma viveza y vitalidad. La condición humana es tal que el dolor y el esfuerzo no son meros síntomas que se pueden suprimir sin cambiar la propia vida; son más bien los modos en que la vida, junto con la necesidad a la que se encuentra ligada, se deja sentir. Para los mortales, la «vida fácil de los dioses» sería una vida sin vida.
Porque nuestra confianza en la realidad de la vida y en la realidad del mundo no es la misma. La segunda procede fundamentalmente del carácter permanente y duradero del mundo, que es muy superior al de la vida mortal. Si uno supiera que el mundo iba a terminar con la muerte o poco después de morir uno, el mundo perdería toda su realidad, como la perdió para los primeros cristianos mientras estuvieron convencidos del inmediato cumplimiento de sus expectativas escatológicas. Por el contrario, la confianza en la realidad de la vida depende casi de modo exclusivo de la intensidad con que se sienta la vida, de la fuerza con que ésta se deje sentir. Dicha intensidad es tan grande y su fuerza tan elemental que siempre que prevalece, tanto en la felicidad como en el pesar, oscurece la restante realidad del mundo. Se ha observado con frecuencia que la vida del rico pierde en vitalidad, en proximidad a las «buenas cosas» de la naturaleza, lo que gana en refinamiento, en sensibilidad con respecto a las cosas hermosas del mundo. El hecho es que la capacidad humana para la vida en el mundo lleva siempre consigo una habilidad para trascender y para alienarse de los procesos de la vida, mientras que la vitalidad y viveza sólo pueden conservarse en la medida en que el hombre esté dispuesto a tomar sobre sí la carga, fatiga y molestia de la vida.
Es cierto que el enorme progreso de nuestros instrumentos de labor —los mudos robots con que el homo faber va en ayuda del animal laborans, a diferencia de los instrumentos humanos y vocales (los instrumentum vocale, como se llamaba a los esclavos en los antiguos hogares) a quienes el hombre de acción tenía que dominar y oprimir cuando quería liberar al animal laborans de su servidumbre— han hecho más fácil y menos penosa la doble labor de la vida: el esfuerzo para su mantenimiento y el dolor del nacimiento. Naturalmente, esto no ha eliminado el apremio de la actividad laboral o la condición de estar sujeto a las necesidades de la vida humana. Pero, a diferencia de la sociedad esclavista, donde la «maldición» de la necesidad seguía siendo una vívida realidad, debido a que la vida de un esclavo atestiguaba a diario que la «vida es esclavitud», esta condición ya no está plenamente manifiesta y su no-apariencia la ha hecho más difícil de observar y recordar. El peligro es claro. El hombre no puede ser libre si no sabe que está sujeto a la necesidad, debido a que gana siempre su libertad con sus intentos nunca logrados por entero de liberarse de la necesidad. Y si bien puede ser cierto que su impulso más fuerte hacia esa liberación procede de su «repugnancia por la futilidad», también es posible que el impulso pueda debilitarse si esta «futilidad» se muestra más fácil, requiere menos esfuerzo. Porque es muy probable que los enormes cambios de la revolución industrial y los aún mayores de la revolución atómica seguirán siendo cambios para el mundo, y no para la básica condición de la vida humana en la Tierra.
Los utensilios e instrumentos que facilitan de modo considerable el esfuerzo de la labor no son en sí mismos producto de la labor, sino del trabajo; no pertenecen al proceso del consumo, sino que son parte y parcela del mundo de los objetos usados. Su papel, dejando aparte su importancia en la labor de una determinada civilización, nunca puede ser tan fundamental como el de los útiles de toda clase de trabajo. Ningún trabajo puede realizarse sin útiles, y el nacimiento del homo faber y de un mundo de cosas hecho por el hombre son contemporáneos del descubrimiento de los útiles e instrumentos. Desde el punto de vista de la labor, los útiles fortalecen y multiplican la fuerza humana hasta el punto de casi reemplazarla, como en todos los casos en que las fuerzas naturales, la domesticación de animales o la energía hidráulica o la electricidad, y no las simples cosas materiales, caen bajo el dominio humano. Por lo mismo, incrementan la natural fertilidad del animal laborans y proporcionan abundancia de bienes de consumo. Pero todos estos cambios son de orden cuantitativo, mientras que la calidad de las cosas fabricadas, desde el más sencillo objeto de uso hasta la obra maestra artística, depende íntimamente de la existencia de instrumentos adecuados.
Más aún, las limitaciones de los instrumentos para facilitar la vida laboral —el simple hecho de que los servicios de un sirviente no se pueden reemplazar enteramente por un centenar de artefactos en la cocina ni media docena de robots en la bodega— son de naturaleza fundamental. Una curiosa e inesperada prueba de esto es que hace miles de años pudo predecirse el fabuloso desarrollo moderno de los utensilios y máquinas. Con tono medio fantástico, medio irónico, Aristóteles imaginó lo que un día sería realidad, o sea, que «cada utensilio podría desempeñar su propio trabajo cuando se le ordenara… como las estatuas de Dédalo o los trípodes de Hefesto, que, según el poeta, entraron por su propio acuerdo en la asamblea de los dioses». Entonces, «la lanzadera tejería y el plectro tocarla la lira sin que una mano les guiara». Esto, sigue diciendo, significaría que el artesano ya no necesitaría ayudantes humanos, pero no que pudiera prescindirse de los esclavos domésticos. Porque los esclavos no son instrumentos de fabricación de cosas o de producción, sino de vida, que consume constantemente sus servicios.[181] El proceso de fabricar una cosa es limitado Y la función del instrumento acaba con el producto terminado; el proceso de vida que requiere el laborar es una actividad interminable y el único «instrumento» que le igualara tendría que ser un perpetuum mobile, es decir, el instrumentum vocale, tan vivo y «activo» como el organismo al que sirve. Debido precisamente a que de los «instrumentos de la casa nada resulta a excepción del uso de la propia posesión», no pueden reemplazarse por útiles e instrumentos de elaboración «de los que resulta algo más que el mero uso del instrumento».[182]
Mientras que útiles e instrumentos, concebidos para producir más y algo por completo diferente de su mero uso, son de importancia secundaria para el laborar, no se puede decir lo mismo con respecto al otro gran principio del proceso de la labor humana, el de la división de la labor, que surge directamente del proceso laborante y que no ha de confundirse con el principio en apariencia similar de la especialización, que prevalece en los procesos del trabajo y con el que se suele igualar la especialización del trabajo y la división de la labor sólo tienen en común el principio general de organización, que en sí nada tiene que ver con el trabajo o con la labor, sino que debe su origen a la esfera estrictamente política de la vida, al hecho de la capacidad del hombre para actuar y hacerlo junto y de acuerdo con otros. Sólo dentro del marco de la organización política, donde los hombres no viven meramente, sino que actúan en común, cabe la especialización del trabajo y la división de la labor.
Sin embargo, mientras que la especialización del trabajo está esencialmente guiada por el producto acabado, cuya naturaleza requiere diferentes habilidades que han de organizarse juntas, la división de la labor, por el contrario, presupone la cualitativa equivalencia de las actividades singulares para las que no se requiere especial destreza, y dichas actividades no tienen fin en sí mismas, sino que representan ciertas cantidades de fuerza laboral que se suman juntas de manera puramente cuantitativa. La división de la labor se basa en el hecho de que dos hombres pueden unir su fuerza laboral y «comportarse mutuamente como si fueran uno».[183] Esta unidad es exactamente lo opuesto a cooperación, indica la unidad de la especie con respecto a la cual todo miembro es el mismo e intercambiable. (La formación de una labor colectiva donde los laborantes estén socialmente organizados de acuerdo con este principio de común y divisible poder laboral, es lo opuesto a las varias organizaciones de trabajadores, desde los antiguos gremios y corporaciones hasta ciertos tipos de sindicatos modernos, cuyos miembros están unidos por la destreza y especialización que los diferencia de los demás). Puesto que ninguna de las actividades en las que se divide el proceso tiene un fin en sí misma, su fin «natural» es exactamente el mismo que en el caso de la labor «no dividida»: la simple reproducción de los medios de subsistencia, es decir, la capacidad de consumo de los laborantes, o el agotamiento de la fuerza de labor humana. Ninguna de estas dos limitaciones es final: el agotamiento es parte del proceso individual de la vida, no del colectivo, y el sujeto del proceso laborante bajo las condiciones de la división de la labor es una fuerza laboral colectiva, no individual. El carácter inagotable de esta fuerza laboral corresponde exactamente a la no-mortalidad de la especie, cuyo proceso de vida como un todo no queda interrumpido por los nacimientos y muertes individuales.
Más grave parece la limitación impuesta por la capacidad para consumir, que sigue ligada al individuo incluso cuando una fuerza colectiva de labor reemplaza al poder individual de labor. El progreso de la acumulación de riqueza puede ser ilimitado en una «humanidad socializada» que se ha zafado de las limitaciones de la propiedad individual y superado la limitación de apropiación individual disolviendo toda la riqueza estable, la posesión de cosas «amontonadas» y «almacenadas», en dinero para gastar y consumir. Vivimos ya en una sociedad donde la riqueza se calcula en términos de ganancias y gastos, que no son más que modificaciones del doble metabolismo del cuerpo humano. Por lo tanto, el problema consiste en concertar el consumo individual con una ilimitada acumulación de riqueza.
Puesto que la humanidad como un todo está muy lejos de haber alcanzado el límite de la abundancia, el modo de que se vale la sociedad para superar esta natural limitación de su propia fertilidad sólo es posible captarlo a modo de ensayo y a escala nacional. La solución parece ser bastante sencilla. Consiste en tratar todos los objetos usados como si fueran bienes de consumo, de manera que una silla o una mesa se consuman tan rápidamente como un vestido y éste se gaste casi tan de prisa como el alimento. Esta forma de intercambio con las cosas del mundo es perfectamente adecuada al modo en que son producidas. La revolución industrial ha reemplazado la artesanía por la labor, con el resultado de que las cosas del Mundo Moderno se han convertido en productos de la labor cuyo destino natural consiste en ser consumidos, en vez de productos del trabajo destinados a usarlos. De la misma manera que los útiles e instrumentos, aunque procedentes del trabajo, siempre se emplearon también en los procesos de la labor, así la división de ésta; enteramente apropiada y concertada con el proceso laboral, ha pasado a ser una de las principales características de los procesos del trabajo moderno, o sea, de la fabricación y producción de objetos de uso. La división de la labor, más que la creciente mecanización, ha reemplazado a la rigurosa especialización que anteriormente requería la artesanía. Ésta sólo se necesita para el diseño y fabricación de modelos antes de pasar a la producción masiva, que también depende de útiles y maquinaria. Pero, además, la producción masiva sería imposible sin reemplazar a los trabajadores y a la especialización por laborantes y la división de la labor.
Útiles e instrumentos disminuyen el dolor y el esfuerzo y, por lo tanto, modifican las maneras en que la urgente necesidad inherente a la labor se manifestó anteriormente. No cambian la necesidad; únicamente sirven para ocultarla de nuestros sentidos. Algo similar puede decirse de los productos de la labor, que no se hacen más duraderos con la abundancia. El caso es distinto por completo en la correspondiente transformación moderna del proceso del trabajo por la introducción del principio de la división de la labor. Ahí, la misma naturaleza del trabajo queda modificada y el proceso de producción, aunque en modo alguno produce objetos para el consumo, asume el carácter de labor. Aunque las máquinas nos han obligado a un ritmo de repetición infinitamente más rápido que el prescrito ciclo de los procesos naturales —y esta aceleración específicamente moderna es, por desgracia, apta para hacemos despreciar el carácter repetitivo de todo laborar—, la repetición y la interminabilidad del proceso ponen una inconfundible marca de labor. Esto es incluso más evidente en los objetos de uso producidos por estas técnicas de labor. Su misma abundancia los transforma en bienes de consumo. La interminabilidad del proceso laborante está garantizada por las siempre repetidas necesidades de consumo; la interminabilidad de la producción sólo puede asegurarse si sus productos pierden su carácter de uso y cada vez se hacen más objetos de consumo, o bien si, para decirlo de otro modo, la proporción de uso queda tan tremendamente acelerada que la objetiva diferencia entre uso y consumo, entre la relativa duración de los objetos de uso y el rápido ir y venir de los bienes de consumo, disminuye hasta la insignificancia.
En nuestra necesidad de reemplazar cada vez más rápidamente las cosas que nos rodean, ya no podemos permitirnos usarlas, respetar y preservar su inherente carácter durable; debemos consumir, devorar, por decirlo así, nuestras casas, muebles y coches, como si fueran las «buenas cosas» de la naturaleza que se estropean inútilmente si no se llevan con la máxima rapidez al interminable ciclo del metabolismo del hombre con la naturaleza. Es como si hubiéramos derribado las diferenciadas fronteras que protegían al mundo, al artificio humano, de la naturaleza, tanto el biológico proceso que prosigue su curso en su mismo centro como los naturales procesos cíclicos que lo rodean, entregándoles la siempre amenazada estabilidad de un mundo humano.
Los ideales del homo faber, el fabricador del mundo, que son la permanencia, estabilidad y carácter durable, se han sacrificado a la abundancia, ideal del animal laborans. Vivimos en una sociedad de laborantes debido a que sólo el laborar, con su inherente fertilidad, es posible que origine abundancia; y hemos cambiado el trabajo por el laborar, troceándolo en minúsculas partículas hasta que se ha prestado a la división, donde el común denominador de la más sencilla realización se alcanza con el fin de eliminar de la senda de la fuerza laboral humana —que es parte de la naturaleza e incluso quizá la más poderosa de todas las fuerzas naturales— el obstáculo de la «no natural» y puramente mundana estabilidad del artificio humano.
17. Una sociedad de consumidores
Se dice con frecuencia que vivimos en una sociedad de consumidores, y puesto que, como hemos visto, labor y consumo no son más que dos etapas del mismo proceso, impuesto al hombre por la necesidad de la vida, se trata tan sólo de otra manera de decir que vivimos en una sociedad de laborantes. Esta sociedad no ha surgido de la emancipación de las clases laborales, sino de la emancipación de la propia actividad laboral, que precedió en varios siglos a la emancipación política de los laborantes. La cuestión no es que por primera vez en la historia se admitiera y concediera a los laborantes iguales derechos en la esfera pública, sino que casi hemos logrado nivelar todas las actividades humanas bajo el común denominador de asegurar los artículos de primera necesidad y procurar que abunden. Cualquier cosa que hacemos, se supone que la hacemos para «ganarnos la vida»; tal es el veredicto de la sociedad, y el número de personas capaz de desafiar esta creencia ha disminuido rápidamente. La única excepción que la sociedad está dispuesta a conceder es el artista, quien, estrictamente hablando, es el único «trabajador» que queda en la sociedad laborante. La misma tendencia a considerar todas las actividades como un medio de ganarse la vida se manifiesta en las actuales teorías laborales, que casi de manera unánime definen la labor como lo contrario de diversión. De ahí que todas las actividades serias, prescindiendo de sus frutos, se llaman labor, y toda actividad que no es necesaria para la vida del individuo o para el proceso de vida de la sociedad se clasifica en la categoría de la mera diversión.[184] En estas teorías, que al hacerse eco de la opinión corriente que se da en una sociedad la agudizan y la llevan a su inherente extremo, ni siquiera queda el «trabajo» del artista; se disuelve en diversión y pierde su significado mundano. Esta característica «divertida» del artista se considera que desempeña la misma función en el proceso de la vida laborante de la sociedad que la de jugar al tenis o tener un hobby en la vida del individuo. La emancipación de la labor no ha dado como resultado la igualdad de esta actividad con las otras de la vita activa, sino casi su indisputado predominio. Desde el punto de vista de «ganarse la vida», toda actividad no relacionada con la labor se convierte en hobby.[185]
Para disipar la aparente credibilidad de esta autointerpretación del hombre moderno, cabe recordar que todas las civilizaciones anteriores a la nuestra hubieran estado de acuerdo con Platón en que el «arte de ganar dinero» (technē mistharnētikē) no guarda relación alguna con el contenido real de artes como la medicina, navegación o arquitectura, que eran atendidas con recompensas monetarias. Para explicar esta recompensa monetaria que sin duda es de naturaleza distinta por completo a la salud, objeto de la medicina, a la erección de edificios, objeto de la arquitectura, Platón introdujo un nuevo arte que les acompañara. Este arte adicional en modo alguno se entiende como el elemento de labor de las artes libres, sino, por el contrario, como el único mediante el cual el «artista», el trabajador profesional, como diríamos, se mantiene libre de la necesidad de laborar.[186] Dicho arte se encuentra en la misma categoría que el requerido por el dueño de una familia, quien ha de saber cómo ejercer autoridad y usar la violencia en su gobierno sobre los esclavos. Su objetivo es librarse de tener que «ganarse la vida», y los objetivos de las demás artes están incluso más alejados de esta necesidad elemental.
La emancipación de la labor y la concomitante emancipación de las clases laborantes de la opresión y explotación, sin duda alguna significó un progreso hacia la no-violencia. Mucho menos cierto es que también significó lo mismo hacia la libertad. Ninguna violencia ejercida por el hombre, excepto la empleada en la tortura, puede igualar la fuerza natural que ejerce la propia necesidad. Por esta razón los griegos derivaron la palabra que designaba a la tortura de la necesidad, llamándola anagkai, y no de bia, empleada para designar la violencia ejercida por el hombre sobre el hombre, y también es la razón de que a lo largo de la antigüedad occidental la tortura, la «necesidad que ningún hombre puede soportar», se aplicara sólo a los esclavos, que de todos modos estaban sujetos a la necesidad.[187] El arte de la violencia, de la guerra, de la piratería y, finalmente, del gobierno absoluto, llevaron a los derrotados a servir a los vencedores, con lo que éstos tuvieron en suspenso a la necesidad durante el período más largo de la historia.[188] La Época Moderna, mucho más marcadamente que el cristianismo, ha traído —junto con la glorificación de la labor— una tremenda degradación en la estimación de estas artes y un menor pero no menos importante decrecimiento en el empleo de los instrumentos de violencia en los asuntos humanos en general.[189] La elevación de la labor y la necesidad inherente al metabolismo laborante con la naturaleza parecen estar íntimamente relacionadas con la degradación de todas las actividades que surgen directamente de la violencia, como el empleo de la fuerza en las relaciones humanas, o que contienen en sí mismas un elemento de violencia que, como ya veremos, es el caso de toda habilidad en la elaboración de cosas. Es como si la creciente eliminación de la violencia en la Época Moderna abriera casi de manera automática las puertas para la reentrada de la necesidad en su nivel más elemental. Lo que ya ocurrió una vez en la historia, en los siglos de la decadencia del Imperio Romano, puede estar sucediendo de nuevo. Incluso entonces, la labor pasó a ser una ocupación de las clases libres, «sólo para llevarles las obligaciones de las clases serviles».[190]
El peligro de que la emancipación de la labor en la Época Moderna no sólo fracase en asentar un periodo de libertad para todos, sino que por el contrario lleve por primera vez a la humanidad bajo el yugo de la necesidad, lo vio claramente Marx cuando insistió en que el objetivo de una revolución no podía ser la emancipación ya lograda de las clases laborantes, sino que el hombre se emancipara de la labor. A primera vista este objetivo parece utópico, el único elemento estrictamente utópico de las enseñanzas de Marx.[191] La emancipación de la labor, según el propio Marx, es la emancipación de la necesidad, y esto significaría en último término la emancipación también del consumo, es decir, del metabolismo con la naturaleza que es la condición misma de la vida humana.[192] Sin embargo, el desarrollo de la última década, y en especial las posibilidades que se abren mediante el posterior avance de la automatización, nos autoriza a preguntarnos si la utopía de ayer no se convertirá en realidad mañana, de tal manera que finalmente sólo quede de la «fatiga y molestia» inherente al ciclo biológico a cuyo motor está ligada la vida humana el esfuerzo del consumo.
No obstante, ni siquiera esta utopía podría cambiar la esencial futilidad mundana del proceso de la vida. Las dos etapas por las que ha de pasar el siempre repetido ciclo de la vida biológica, las etapas de labor y consumo, pueden modificar su proporción hasta el punto de que casi toda la «fuerza de labor» humana se gaste en consumo, con el concomitante y grave problema social del ocio, es decir, el problema de cómo proporcionar la suficiente oportunidad al agotamiento diario para que conserve intacta su capacidad de consumo.[193] El consumo sin dolor y sin esfuerzo no cambiarla, sino que incrementarla, el carácter devorador de la vida biológica hasta que una humanidad «liberada» por completo de los grilletes del dolor y del esfuerzo quedaría libre para «consumir» el mundo entero y reproducir a diario todas las cosas que deseara consumir. Carecería de importancia para el mundo la cantidad de cosas que aparecerían y desaparecerían diariamente y a cada hora en el proceso de la vida de tal sociedad, siempre que el mundo y su carácter de cosa pudiera soportar el derrochador dinamismo de un proceso de vida enteramente motorizado. El peligro de la futura automatización radica menos en la tan deplorada mecanización y artificialización de la vida natural, que en el hecho de que toda la productividad humana, a pesar de su artificialidad, quedara absorbida en un proceso de vida enormemente intensificado y siguiera de manera automática, sin dolor ni esfuerzo, su siempre repetido ciclo natural. El ritmo de las máquinas ampliarla e intensificaría grandemente el ritmo natural de la vida, pero no cambiaría, sino que baria más mortal, el principal carácter de la vida con respecto al mundo, que es desgastar la «durabilidad».
Hay un largo camino entre la gradual disminución de las horas de trabajo, que ha progresado de manera constante desde casi hace un siglo, y esta utopía. Más aún, se ha exagerado el valor del progreso, ya que se midió tomando como base las inhumanas condiciones de la explotación que prevalecían durante las primeras etapas del capitalismo. Si pensamos en períodos más prolongados, la suma total y al año del tiempo libre individual disfrutado en el presente parece menos un logro de la modernidad que una demorada aproximación a la normalidad.[194] En éste como en otros aspectos, la consideración que nos merece una verdadera sociedad de consumidores resulta más alarmante como ideal de la actual sociedad que como realidad ya existente. El ideal no es nuevo; estaba claramente indicado en el indisputable supuesto de la economía política clásica, según el cual el objetivo último de la vita activa es el aumento de la riqueza, la abundancia y la «felicidad del mayor número». Y qué otro es el ideal de la moderna sociedad sino el viejo ensueño de los pobres y menesterosos (cuyo encanto dura sólo mientras se mantiene como ensueño) de volver a la felicidad ilusoria en cuanto se realice dicho ideal.
La esperanza que inspiró a Marx y a los mejores hombres de los varios movimientos obreros —la de que el tiempo libre emancipará finalmente a los hombres de la necesidad y hará productivo al animal laborans— se basa en la ilusión de una mecanicista filosofía que da por sentado que la fuerza de la labor, como cualquier otra energía, no puede perderse, de modo que si no se gasta y agota en las pesadas faenas de la vida nutre automáticamente a otras actividades «más elevadas». Sin duda, el modelo de esta esperanza de Marx es la Atenas de Pericles que, en el futuro, con ayuda de la incrementada productividad de la labor humana, no necesitaría esclavos para mantenerse y sería una realidad a pesar de eso. Cien años después de Marx sabemos que ese razonamiento es una falacia; el tiempo de ocio del animal laborans siempre se gasta en el consumo, y cuanto más tiempo le queda libre, más ávidos y vehementes son sus apetitos. Que estos apetitos se hagan más adulterados, de modo que el consumo no quede restringido a los artículos de primera necesidad, sino que por el contrario se concentre principalmente en las cosas superfluas de la vida, no modifica el carácter de esta sociedad que contiene el grave peligro de que ningún objeto del mundo se libre del consumo y de la aniquilación a través de éste.
La incómoda verdad de esta cuestión es que el triunfo logrado por el mundo moderno sobre la necesidad se debe a la emancipación de la labor, es decir, al hecho de que al animal laborans se le permitió ocupar la esfera pública; y sin embargo, mientras el animal laborans siga en posesión de dicha esfera, no puede haber auténtica esfera pública, sino sólo actividades privadas abiertamente manifestadas. El resultado es lo que llamamos con eufemismo cultura de masas, y su enraizado problema es un infortunio universal que se debe, por un lado, al perturbado equilibrio entre labor y consumo y, por el otro, a las persistentes exigencias del animal laborans para alcanzar una felicidad que sólo puede lograrse donde los procesos de agotamiento y regeneración de la vida, del dolor y de librarse de él, encuentren un perfecto equilibrio. La universal demanda de felicidad y el ampliamente repartido infortunio en nuestra sociedad (y éstos son sólo dos lados de la misma moneda) se encuentran entre las señales más persuasivas de que hemos comenzado a vivir en una sociedad de labor a la que falta bastante actividad laboral para mantenerla satisfecha. Ya que sólo el animal laborans, no el artesano o el hombre de acción, ha exigido ser «feliz» o creído que los hombres mortales pudieran ser felices.
Uno de los signos de peligro más claros en el sentido de que tal vez estamos acuñando el ideal del animal laborans, es el grado en que nuestra economía se ha convertido en una economía de derroche, en la que las cosas han de ser devoradas y descartadas casi tan rápidamente como aparecen en el mundo, para que el propio proceso no termine en repentina catástrofe. Pero si el ideal existiera ya y fuéramos verdaderos miembros de una sociedad de consumidores, dejaríamos de vivir en un mundo y simplemente seríamos arrastrados por un proceso en cuyo ciclo siempre repetido las cosas aparecen y desaparecen, se manifiestan y desvanecen, nunca duran lo suficiente para rodear al proceso de la vida.
El mundo, el hogar levantado por el hombre en la Tierra y hecho con el material que la naturaleza terrena entrega a las manos humanas, está formado no por cosas que se consumen, sino por cosas que se usan. Si la naturaleza y la Tierra constituyen por lo general la condición de la vida humana, entonces el mundo y las cosas de él constituyen la condición bajo la que esta vida específicamente humana pueda estar en el hogar sobre la Tierra. La naturaleza vista con los ojos del animal laborans es la gran proveedora de todas las «cosas buenas» que pertenecen por igual a todos sus hijos, quienes «[las] sacan de sus [de la naturaleza] manos» y las «mezclan con» ellos mediante la labor y el consumo.[195] La misma naturaleza vista con los ojos del homo faber, o sea, del constructor del mundo, «proporciona sólo materiales casi sin valor en sí mismos», valorizados por entero con el trabajo realizado sobre ellos.[196] Sin sacar las cosas de las manos de la naturaleza, y sin defenderse de los naturales procesos de crecimiento y decadencia, el animal laborans no podría sobrevivir. Pero sin sentirse a gusto en medio de las cosas cuyo carácter duradero las hace adecuadas para el uso y para erigir un mundo cuya misma permanencia está en directo contraste con la vida, esta vida no sería humana.
Cuanto más fácil se haga la vida en una sociedad de consumidores o laborantes, más difícil será seguir conociendo las urgencias de la necesidad, e incluso cuando existe dolor y esfuerzo, las manifestaciones exteriores de la necesidad apenas son observables. El peligro radica en que tal sociedad, deslumbrada por la abundancia de su creciente fertilidad y atrapada en el suave funcionamiento de un proceso interminable, no sea capaz de reconocer su propia futilidad, la futilidad de una vida que «no se fija o realiza en una circunstancia permanente que perdure una vez transcurrida la [su] labor».[197]
CAPÍTULO IV TRABAJO
18. El carácter duradero del mundo
El trabajo de nuestras manos, a diferencia del trabajo de nuestros cuerpos —el homo faber que fabrica y literalmente «trabaja sobre»[198] diferenciado del animal laborans que labora y «mezcla con»—, fabrica la interminable variedad de cosas cuya suma total constituye el artificio humano. Principalmente, aunque no de manera exclusiva, se trata de objetos para el uso que tienen ese carácter durable exigido por Locke para el establecimiento de la propiedad, el «valor» que Adam Smith necesitaba para el intercambio mercantil, y que dan testimonio de productividad, que para Marx era prueba de naturaleza humana. Su adecuado uso no las hace desaparecer y dan al artificio humano la estabilidad y solidez sin las que no merecerían confianza para albergar a la inestable y mortal criatura que es el hombre.
El carácter duradero del artificio humano no es absoluto, ya que el uso que hacemos de él, aunque no lo consumamos, lo agota. El proceso de la vida que impregna todo nuestro ser lo invade también, y aunque no usemos las cosas del mundo, finalmente también decaen, vuelven al total proceso natural del que fueron sacadas y contra el que fueron erigidas. Abandonada a sí misma o descartada del mundo humano, la silla volverá a ser madera, la madera se deshará y volverá a la tierra, de donde surgió el árbol que fue talado para convertirse en el material sobre el que trabajar y con el que construir. Pero aunque éste sea el inevitable fin de todas las cosas del mundo, su signo de ser productos de un hacedor mortal, no es tan cierto el destino final del propio artificio humano, ya que todas las cosas se reemplazan constantemente con el cambio de las generaciones que llegan, habitan el mundo hecho por el hombre y se van. Más aún, mientras que el uso está sujeto a consumir estos objetos, este fin no es su destino en el sentido que tiene la destrucción de ser el fin inherente a todas las cosas de consumo. Lo que el uso agota es el carácter duradero.
Este carácter duradero da a las cosas del mundo su relativa independencia con respecto a los hombres que las producen y las usan, su «objetividad» que las hace soportar, «resistir»[199] y perdurar, al menos por un tiempo, a las voraces necesidades y exigencias de sus fabricantes y usuarios. Desde este punto de vista, las cosas del mundo tienen la función de estabilizar la vida humana, y su objetividad radica en el hecho de que —en contradicción con la opinión de Heráclito de que el mismo hombre nunca puede adentrarse en el mismo arroyo— los hombres, a pesar de su siempre cambiante naturaleza, pueden recuperar su unicidad, es decir, su identidad, al relacionarla con la misma silla y con la misma mesa. Dicho con otras palabras, contra la subjetividad de los hombres se levanta la objetividad del mundo hecho por el hombre más bien que la sublime indiferencia de una naturaleza intocada, cuya abrumadora fuerza elemental, por el contrario, les obligaría a girar inexorablemente en el círculo de su propio movimiento biológico, tan estrechamente ajustado al movimiento cíclico total de la familia de la naturaleza. Sólo nosotros, que hemos erigido la objetividad de un mundo nuestro a partir de lo que nos da la naturaleza, que lo hemos construido en el medio ambiente de la naturaleza para protegernos de ella, podemos considerar a la naturaleza como algo «objetivo». Sin un mundo entre los hombres y la naturaleza, existe movimiento eterno, pero no objetividad.
Aunque el uso y el consumo, como el trabajo y la labor, no son lo mismo, parecen coincidir en ciertas zonas importantes a tal extremo que está muy justificado el unánime acuerdo, tanto por la opinión pública como por la erudita, de identificar estas dos diferentes materias. En efecto, el uso contiene un elemento de consumo en la medida en que el proceso de desgaste se realiza mediante el contacto del objeto de uso con el organismo vivo de consumo, y cuanto más próximo sea el contacto entre el cuerpo y la cosa usada, más apropiada parecerá una igualdad de ambos. Si, por ejemplo, uno interpreta la naturaleza de los objetos de uso en términos de indumentaria; se sentirá tentado a sacar la conclusión de que el uso no es más que consumo a paso más lento. Contra esto se levanta lo mencionado anteriormente, que la destrucción, aunque inevitable, es contingente al uso e inherente al consumo. Lo que diferencia al par de zapatos más endeble de los simples bienes de consumo es que los zapatos no se estropean si no los llevo, que tienen su propia independencia, por modesta que sea, que les capacita para sobrevivir incluso durante considerable tiempo a la cambiante disposición de ánimo de su dueño. Usados o no, permanecerán en el mundo durante cierto tiempo, a menos que los destruya el desenfreno.
Cabe presentar un argumento similar, aunque más famoso y adecuado, en favor de la identificación de labor y trabajo. La labor del hombre más necesaria y elemental, el cultivo del suelo, parece un perfecto ejemplo de labor transformándose en trabajo. Parece así porque el cultivo del suelo, a pesar de su estrecha relación con el ciclo biológico y su total dependencia del más amplio ciclo de la naturaleza, no deja tras sí ningún producto que sobreviva a su propia actividad y suponga una durable suma al artificio humano: la misma tarea, realizada año sí, año no, transformaría finalmente lo yermo en tierra de cultivo. Precisamente por esta razón, este ejemplo figura de manera destacada en todas las teorías antiguas y modernas sobre la labor. Sin embargo, a pesar de la innegable similitud y aunque sin duda la consagrada dignidad de la agricultura deriva de que el cultivo del suelo no sólo proporciona los medios de subsistencia, sino que en este proceso prepara también a la tierra para la edificación del mundo, incluso en este caso la distinción sigue estando clara: la tierra cultivada no es, propiamente hablando, un objeto de uso con su propio carácter durable y que para su permanencia no requiera más que el ordinario cuidado de conservación; el suelo cultivado, para seguir así, exige laborado a su debido tiempo. Dicho con otras palabras, una verdadera reificación, en la que nunca se da que la existencia de la cosa producida queda asegurada de manera definitiva; ha de ser reproducida una y otra vez para que permanezca en el mundo humano.
19. Reificación
La fabricación, el trabajo del homo faber, consiste en reificación. La solidez, inherente a todas las cosas, incluso las más frágiles, procede del material trabajado, pero este material en sí no se da simplemente, como los frutos del campo y los árboles que podemos coger o dejar sin modificar la familia de la naturaleza. El material ya es un producto de las manos humanas que lo han sacado de su lugar natural, ya matando un proceso de vida, como el caso del árbol que debemos destruir para que nos proporcione madera, o bien interrumpiendo uno de los procesos más lentos de la naturaleza, como el caso del hierro, piedra o mármol, arrancados de las entrañas de la Tierra. Este elemento de violación y de violencia está presente en toda fabricación, y el homo faber, creador del artificio humano, siempre ha sido un destructor de la naturaleza. El animal laborans, que con su cuerpo y la ayuda de animales domesticados nutre la vida, puede ser señor y dueño de todas las criaturas vivientes, pero sigue siendo el siervo de la naturaleza y de la Tierra; sólo el homo faber se comporta como señor y amo de toda la Tierra. Desde que se consideró su productividad a imagen de Dios-Creador, de manera que donde Dios crea ex nihilo, el hombre lo hace a partir de una determinada sustancia, la productividad humana quedó por definición sujeta a realizar una rebelión de Prometeo, ya que podía erigir un mundo hecho por el hombre sólo tras haber destruido parte de la naturaleza creada por Dios.[200]
La experiencia de esta violencia es la más elemental de la fuerza humana y, por lo tanto, lo opuesto al doloroso y agotador esfuerzo que se siente en la pura labor. Puede proporcionar seguridad y satisfacción, incluso convertirse en fuente de autoconfianza a lo largo de la vida, todo lo cual es muy diferente del deleite que cabe esperar de una vida de labor y fatiga o del pasajero, aunque intenso, placer del propio laborar que surge cuando el esfuerzo se coordina y ordena rítmicamente, y que en esencia es el mismo placer que se siente en los demás movimientos corporales. La mayoría de las descripciones sobre la «alegría del trabajo», si no son tardíos reflejos de la bíblica felicidad de la vida y de la muerte y no confunden el orgullo de haber hecho una tarea con el «júbilo» de realizarla, se relacionan con la soberbia sentida al ejercer una violenta fuerza que le sirve al hombre para medirse ante el abrumador poder de los elementos y que, mediante el astuto invento de ciertos útiles, sabe cómo multiplicarla más allá de su natural medida.[201] La solidez no es el resultado del placer o del agotamiento al ganarse el pan «con el sudor de su frente», sino de esta fuerza, y no se toma como libre don de la eterna presencia de la naturaleza, aunque sería imposible sin la materia extraída de ésta; ya es un producto de las manos del hombre.
El verdadero trabajo de fabricación se realiza bajo la guía de un modelo, de acuerdo con el cual se construye el objeto. Dicho modelo puede ser una imagen contemplada por la mente o bien un boceto en el que la imagen tenga ya un intento de materialización mediante el trabajo. En cualquier caso, lo que guía al trabajo de fabricación está al margen del fabricante y precede al verdadero proceso de trabajo casi de la misma manera que los apremios del proceso de la vida en el laborante preceden al verdadero proceso de la labor. (Esta descripción está en flagrante contradicción con los hallazgos de la moderna psicología, que afirman casi unánimemente que las imágenes de la mente se hallan tan localizadas en nuestra cabeza como los dolores del hambre se localizan en nuestro estómago. Esta subjetivación de la ciencia moderna, reflejo sólo de una más radical subjetivación de1 Mundo Moderno, se justifica en este caso en el hecho de que la mayor parte del trabajo realizado en el Mundo Moderno se hace a modo de labor, de manera que el trabajador, aunque lo quisiera, no podría «laborar para su trabajo en vez de para sí mismo»,[202] y a menudo es mero instrumento en la producción de objetos de cuyo último aspecto no tiene la menor idea.[203] Estas circunstancias, si bien de gran importancia histórica, no son pertinentes en una descripción de las fundamentales articulaciones de la vita activa). Lo que reclama nuestra atención es el auténtico foso que separa a todas las sensaciones corporales, placer o dolor, deseos y satisfacciones —que son tan «privadas» que ni siquiera pueden expresarse de manera adecuada, mucho menos representarse en el mundo exterior y, podo tanto, incapaces por completo de ser transformadas—, de las imágenes mentales que tan fácil y naturalmente se prestan a la reificación que no concebimos construir una cama sin tener antes alguna imagen, alguna «idea» de una cama ante nuestros ojos internos, ni podemos imaginar una cama sin recurrir a alguna experiencia visual de una cosa real.
Para el papel que desempeñó la fabricación en la jerarquía de la vita activa es de suma importancia que la imagen o modelo cuyo aspecto guía el proceso de fabricación no sólo preceda a éste, sino que no desaparezca una vez terminado el producto, que sobreviva intacta, presente, como si dijéramos, para prestarse a una infinita continuación o fabricación. Esta potencial multiplicación, inherente al trabajo, es diferente en principio de la repetición que es característica de la labor. Dicha repetición apremia y permanece sujeta al ciclo biológico; las necesidades y exigencias del cuerpo humano van y vienen y, aunque reaparezcan una y otra vez a intervalos regulares, nunca rigen durante un período de tiempo. La multiplicación, a diferencia · de la mera repetición, amplía algo que ya posee una relativamente estable y permanente existencia en el mundo. Esta cualidad de permanencia del modelo o imagen, de estar allí antes de que comience la fabricación y de seguir después de que ésta haya acabado, sobreviviendo a todos los posibles objetos de uso a los que ayuda a dar existencia, tiene una enorme influencia en la doctrina de Platón sobre las ideas eternas. En la medida en que su enseñanza se inspiró en la palabra idea o eidos («aspectos» o «formá»), que empleó por vez primera en un contexto filosófico, se basaba en las experiencias de poiēsis o fabricación, y aunque Platón usó esta teoría para expresar experiencias muy diferentes y quizá mucho más «filosóficas», nunca dejó de sacar sus ejemplos del campo de la fabricación cuando quiso demostrar la credibilidad de lo que decía.[204] La eterna idea que gobierna sobre una multitud de cosas perecederas deriva su credibilidad en la teoría platónica de la permanencia y unicidad del modelo, de acuerdo con el cual pueden hacerse muchos objetos perecederos.
El proceso de la fabricación está en sí mismo determinado enteramente por las categorías de medios y fin. La cosa fabricada es un producto final en el doble sentido de que el proceso de producción termina allí («el proceso desaparece en el producto», dice Marx) y de que sólo es un medio para producir este fin. Es indudable que también la labor produce para el fin del consumo, pero puesto que este fin, la cosa que ha de consumirse, carece de la mundana permanencia de un objeto de trabajo, el fin del proceso no está determinado por el producto final, sino más bien por el agotamiento del poder laboral, mientras que los propios producto pasan a ser de inmediato medios otra vez, medios de subsistencia y reproducción de la fuerza de la labor. Por el contrario, en el proceso de fabricación el fin está fuera de duda: llega cuando se añade al artificio humano una cosa nueva por completo y lo suficientemente durable como para permanecer en el mundo en concepto de entidad independiente. En lo que respecta a la cosa, producto final de la fabricación, el proceso no necesita repetirse. El impulso hacia la repetición procede de la necesidad que tiene el artesano de ganar su medio de subsistencia, en cuyo caso su trabajo coincide con su labor, o bien de una demanda del mercado, en cuyo caso el artesano añade, como hubiera dicho Platón, a su oficio el arte de ganar dinero. La cuestión radica en que en cualquier caso el proceso se repite por razones externas a él y es diferente de la obligatoria repetición inherente al laborar, donde uno ha de comer para laborar y laborar para comer.
Tener un comienzo definido y un fin definido «predictible» es el rasgo propio de la fabricación, que mediante esta sola característica se diferencia de las restantes actividades humanas. La labor, atrapada en el movimiento cíclico del proceso vital del cuerpo, carece de principio y de fin. La acción, aunque puede tener un definido principio, nunca tiene, como ya veremos, un fin «predictible». Esta gran confianza del trabajo se refleja en que el proceso de fabricación, a desemejanza de la acción, no es irreversible: toda cosa producida por manos humanas puede destruirse, y ningún objeto de uso se necesita tan urgentemente en el proceso de la vida que su fabricante no pueda sobrevivir y destruirlo. El homo faber es efectivamente seño, y dueño, no sólo porque es el amo o se ha impuesto como tal en toda la naturaleza, sino porque es dueño de sí mismo y de sus actos. No puede decirse lo mismo del animal laborans, sujeto a la necesidad de su propia vida, ni del hombre de acción, que depende de sus semejantes. Sólo con su imagen del futuro producto, el homo faber es libre de producir y, frente al trabajo hecho por sus manos, es libre de destruir.
20. Instrumentalidad y animal laborans
Desde el punto de vista del homo faber, que confía por entero en los primordiales útiles de sus manos, el hombre es, según dijo Benjamín Franklin, un «fabricante de útiles». Los mismos instrumentos, que sólo aligeran y mecanizan la labor del animal laborans, los diseña e inventa el homo faber para erigir un mundo de cosas, y su adecuación y precisión están dictadas por finalidades tan «objetivas» como desee y no por exigencias y necesidades subjetivas. Útiles e instrumentos son objetos tan intensamente mundanos que su empleo sirve como criterio para clasificar a civilizaciones enteras. Sin embargo, en ninguna parte se manifiesta más su carácter mundano que cuando se usan en los procesos de la labor, donde son las únicas cosas tangibles que sobreviven al propio proceso de la labor y del consumo. Por lo tanto, para el animal laborans, como está sujeto y constantemente ocupado con los devoradores procesos de la vida, la duración y estabilidad del mundo se hallan representadas por los útiles e instrumentos, y en una sociedad de laborantes, los útiles asumen algo más que un simple carácter instrumental de función.
Las frecuentes quejas que oímos sobre la perversión de fines y medios en la moderna sociedad, sobre el hecho de que los hombres se conviertan en siervos de las máquinas que han inventado y se «adapten» a sus requisitos en lugar de usarlas como instrumentos de las necesidades y exigencias humanas, tienen su raíz en la situación real del laborar. En esta situación, donde la producción consiste fundamentalmente en la preparación para el consumo, la propia distinción entre medios y fines; tan característica de las actividades del homo faber, simplemente no tiene sentido, y, por lo tanto, los instrumentos que inventó el homo faber y con los que ayudó a la labor del animal laborans, pierden su carácter instrumental una vez que son usados. Dentro del propio proceso de la vida, del que el laborar sigue siendo una parte integral y que nunca trasciende, resulta ocioso hacer preguntas que presupongan la categoría de medios y fin, tales como si el hombre vive y consume para cobrar fuerzas con el fin de laborar o si labora para tener los medios de consumo.
Si consideramos en términos de conducta humana esta pérdida de la facultad para distinguir con claridad entre medios y fines, cabe decir que la libre disposición y uso de los instrumentos para un específico producto final queda reemplazada por la unificación rítmica del cuerpo laborante con su utensilio, en la que el movimiento del propio laborar actúa como fuerza unificadora. La labor, no el trabajo, requiere para alcanzar los mejores resultados una ejecución rítmicamente ordenada y, en la medida en que se agrupen muchos laborantes, una rítmica coordinación de todos los movimientos individuales.[205] En esta noción, los útiles pierden su carácter instrumental, y la clara distinción entre el hombre y sus utensilios, así como sus fines, se hace borrosa. Lo que domina al proceso de la labor y a todos los procesos del trabajo que se realizan a la manera del laborar, no es el esfuerzo con propósito determinado del hombre, ni el producto que desea, sino la noción del proceso mismo y el ritmo que impone a los laborantes. Los instrumentos de la labor son llevados a este ritmo hasta que cuerpo y útil giran en el mismo movimiento repetido, es decir, hasta que, en el uso de las máquinas, que de todos los útiles son los más adecuados a la ejecución del animal laborans, ya no es el movimiento del cuerpo el que determina el movimiento del útil, sino el de la máquina el que refuerza el movimiento del cuerpo. La cuestión es que nada puede mecanizarse más fácil y menos artificialmente que el ritmo del proceso de la labor, que a su vez corresponde al también repetido y automático ritmo del proceso de la vida y su metabolismo con la naturaleza. Precisamente porque el animal laborans no emplea los útiles e instrumentos para construir un mundo, sino para facilitar las labores de su propio proceso vital, ha vivido literalmente en un mundo de máquinas desde que la revolución industrial y la emancipación de la labor reemplazaron casi todos los útiles manuales por las máquinas, que de una u otra manera suplantaron la fuerza de la labor humana con el superior poder de las fuerzas naturales.
La diferencia decisiva entre útiles y máquinas se ilustra perfectamente con la en apariencia interminable discusión sobre sí el hombre debe «ajustarse» a la máquina o las máquinas a la «naturaleza» del hombre. En el primer capítulo mencionamos la principal razón por la que parece estéril tal discusión: si la condición humana consiste en que el hombre sea un ser condicionado para el que todo, dado o hecho por él, se convierte en una condición de su posterior existencia, entonces el hombre se «ajustó» a un medio ambiente de máquinas en el mismo momento que las diseñó. Lo cierto es que se han convertido en una condición tan inalienable de nuestra existencia como lo fueron en todas las épocas anteriores los útiles e instrumentos. Desde nuestro punto de vista, el interés de la discusión radica en el hecho de que pudiera plantearse esta cuestión de ajustamiento. No hubo ninguna duda en que el hombre se ajustara o necesitara especial ajustamiento a los útiles que empleaba; uno podría haberse ajustado igualmente a sus manos. El caso de las máquinas es enteramente distinto. A diferencia de los útiles del artesanado, que en todo momento del proceso del trabajo siguen siendo siervos de la mano, las máquinas exigen que el trabajador las sirva a ellas, que ajuste el ritmo natural de su cuerpo a su movimiento mecánico. Esto no sólo implica que el hombre como tal se ajuste o se convierta en sen1idor de sus máquinas, sino que también significa, mientras dura el trabajo de las máquinas, que el proceso mecánico ha reemplazado al ritmo del cuerpo humano. Incluso el más refinado útil sigue siendo una ayuda, incapaz de reemplazar o guiar a la mano. Incluso la más primitiva máquina guía la labor del cuerpo y finalmente la reemplaza por completo.
Parece como si las verdaderas implicaciones de la tecnología, es decir, el reemplazamiento de útiles e instrumentos por maquinaria, han surgido a la luz sólo en su última etapa, con h llegada de la automatización. Para nuestro propósito puede ser útil recordar, aunque sea brevemente, las principales etapas del moderno desarrollo tecnológico desde el comienzo de la Época Moderna. La primera etapa, la invención de la máquina de vapor, que llevó a la revolución industrial, todavía estaba caracterizada por la imitación de los procesos naturales y el empleo de fuerzas naturales para objetivos humanos, que en principio no diferían del antiguo uso de la fuerza del agua y del viento. El principio de la máquina de vapor no era nuevo, pero sí lo era e descubrimiento y uso de las minas de carbón para alimentarla.[206] Los útiles-máquina de esta primera etapa reflejan esa imitación de procesos naturales conocidos; imitan y aprovechan al máximo las actividades naturales de la mano humana. Pero hoy día se nos dice que «la mayor trampa en la que podemos caer consiste en asumir que el objetivo del diseño es la reproducción de los movimientos de la mano del operador o laborante».[207]
La siguiente etapa se caracteriza fundamentalmente por el uso de la electricidad, y, en efecto, la electricidad determina este periodo de desarrollo técnico. Dicha etapa ya no puede describirse en términos de gigantesca ampliación y continuación de las viejas artes y oficios, y únicamente a este mundo dejan de aplicarse las categorías del homo faber, para quien todo instrumento es un medio para conseguir un fin prescrito. Aquí ya no usamos el material de la forma que lo produce la naturaleza, es decir, matando, interrumpiendo los procesos naturales. En todos estos ejemplos, cambiamos y desnaturalizamos la naturaleza para nuestros propios fines mundanos, de modo que el mundo humano o artificio, por un lado, y la naturaleza, por el otro, siguen siendo dos entidades claramente separadas. Hoy en día hemos empezado a «crear», por decirlo así, o sea, a desencadenar procesos naturales propios que nunca se hubieran dado sin nosotros, y en lugar de rodear cuidadosamente el artificio humano con defensas ante las fuerzas elementales de la naturaleza, manteniéndolas lo más alejadas posible del mundo hecho por el hombre, hemos canalizado dichas fuerzas, junto con su poder elemental, hacia el propio mundo. El resultado ha sido una verdadera revolución en el concepto de fabricación; ésta, que siempre había sido «una serie de pasos separados», se ha convertido en «un continuado proceso», el de la cadena de arrastre y montaje.[208]
La automatización es la etapa más reciente de este desarrollo, que en efecto «ilumina toda la historia del maquinismo».[209] Seguirá siendo el punto culminante del progreso moderno, incluso si la era atómica y la tecnología basada en los descubrimientos nucleares le pone rápido punto final. Los primeros instrumentos de la tecnología nuclear, los diversos tipos de bombas atómicas, si se soltaran en cantidad suficiente, incluso no muy grande, podrían destruir toda la vida orgánica de la Tierra, prueba suficiente de la enorme escalada que podría traer tal cambio. Ya no se tratarla de desencadenar y liberar los procesos naturales elementales, sino de manejar en la vida cotidiana de nuestra Tierra energías y fuerzas que sólo se dan en el universo; esto ya se ha hecho, si bien sólo en los laboratorios de los físicos nucleares.[210] Si la actual tecnología consiste en canalizar fuerzas naturales hacia el mundo del artificio humano, la futura puede consistir en canalizar las fuerzas universales del cosmos a nuestro alrededor, hacia la naturaleza de la Tierra. Queda por ver si estas futuras técnicas transformarán la familia de la naturaleza, tal como la conocemos desde el comienzo de nuestro mundo, en la misma medida, o incluso mayor, que la presente tecnología ha cambiado la misma mundanidad del artificio humano.
La canalización de las fuerzas naturales hacia el mundo humano ha destrozado el determinado propósito del mundo, el hecho de que los objetos son los fines para los que se diseñan los útiles e instrumentos. Característica de todos los procesos naturales es que surgen sin ayuda del hombre, y que son naturales las cosas que no «se hacen» sino que por sí mismas se convierten en lo que sea. (Éste es también el auténtico significado de nuestra palabra «naturaleza», la derivemos de su raíz latina nasci, nacer, o la remontemos a su origen griego physis, que procede de phyein, surgir de, aparecer por sí mismo). A diferencia de los productos de las manos del hombre, que han de realizarse paso a paso y cuyo proceso de fabricación es enteramente distinto a la existencia de la cosa fabricada, la natural existencia de la cosa no está separada, sino que de algún modo es idéntica al proceso mediante el que se origina: la simiente contiene y, en cierto sentido, ya es árbol, y éste deja de ser si se detiene el proceso de crecimiento por el que cobra existencia. Si consideramos estos procesos teniendo como fondo los propósitos humanos, que tienen un comienzo deseado y un fin definido, asumen el carácter de automatismo. Llamamos automáticos a todos los movimientos que se mueven por sí mismos y, por lo tanto, al margen del alcance de la deseada y determinada interferencia. En la producción introducida por la automación, la distinción entre operación y producto, lo mismo que la procedencia del producto sobre la operación (que sólo es el medio para producir el fin), carecen de sentido y se han hecho anticuadas.[211] Las categorías del homo faber y de su mundo no se aplican aquí más de lo que pudieran aplicarse a la naturaleza y al universo natural. A esto se debe, dicho sea de paso, que quienes hoy día abogan por la automatización suelan adoptar una actitud muy firme contra el aspecto mecanicista de la naturaleza y el utilitarismo práctico del siglo XVIII, eminentemente característico de la parcial y unilateral orientación del trabajo del homo faber.
La discusión del problema global de la tecnología, es decir, de la transformación de la vida y del mundo mediante la introducción de la máquina, se ha descarriado extrañamente al concentrarse de modo exclusivo en el servicio o no servicio que las máquinas prestan al hombre. Se da por supuesto que todo útil e instrumento se diseña fundamentalmente para hacer más fácil la vida humana y menos penosa la labor del hombre. Su instrumentalídad se entiende de modo exclusivo con este sentido antropocéntrico. Pero la instrumentalidad de útiles e instrumentos está mucho más estrechamente relacionada con el objeto que se planea producir, y su puro «valor huma no» queda restringido al uso que hace de ellos el animal laborans. Dicho con otras palabras, el homo faber, fabricante de utensilios, inventó los útiles e instrumentos para erigir un mundo, y no —al menos, de manera fundamental— para ayudar al proceso de la vida humana. La cuestión, por consiguiente, no es tanto saber si somos dueños o esclavos de nuestras máquinas, sino si éstas aún sirven al mundo y a sus cosas, o si, por el contrario, dichas máquinas y el movimiento automático de sus procesos han comenzado a dominar e incluso a destruir el mundo y las cosas.
Una cosa es cierta: el continuo proceso automático de la fabricación no sólo ha suprimido el «no garantizable supuesto» de que «las manos humanas guiadas por los cerebros humanos representan el máximo de eficacia»,[212] sino el mucho más importante de que las cosas que nos rodean del mundo deben depender del diseño humano y construirse de acuerdo con los modelos humanos de utilidad o belleza. En lugar de la utilidad y belleza, que son modelos del mundo, diseñamos productos que aún cumplen ciertas «funciones básicas» pero cuyo aspecto queda primordialmente determinado por la operación de la máquina. Las «funciones básicas» son, claro está, las propias del proceso vital del animal humano, ya que ninguna otra función es básicamente necesaria, pero el producto mismo —no sólo sus variaciones, sino incluso el «cambio total a un nuevo producto»— depende por completo de la capacidad de la máquina.[213]
Diseñar objetos para la capacidad operativa de la máquina en vez de diseñar máquinas para la producción de ciertos objetos, sería lo inverso a la categoría medios-fin, si esta categoría aún tiene sentido. Pero incluso el fin más general, la liberación de la mano de obra, que se asignó a las máquinas, se considera ahora un objetivo secundario y obsoleto, inadecuado y restrictivo del «pasmoso incremento de la eficacia».[214] Tal como están las cosas hoy día, se ha hecho tan carente de sentido describir este mundo de máquinas en términos de medios y fines, como siempre lo fue preguntarse si la naturaleza produce la simiente para producir el árbol o éste para producir la simiente. Por el mismo motivo, resulta muy probable que el continuo proceso de canalizar los interminables procesos de la naturaleza hacia el mundo humano proporcionará ilimitadamente a la especie lo necesario para la vida, al igual que lo hizo la naturaleza antes de que los hombres erigieran su hogar artificial sobre la Tierra y levantaran una barrera entre la naturaleza y ellos mismos.
Para una sociedad de laborantes, el mundo de las máquinas se ha convertido en un sustituto del mundo real, aunque este pseudomundo no pueda realizar la tarea más importante del artificio humano, que es la de ofrecer a los mortales un domicilio más permanente y estable que ellos mismos. En el proceso continuo de la operación, este mundo de máquinas pierde incluso ese carácter mundanamente independiente que en tan alto grado poseían los útiles, instrumentos y la primera maquinaria de la Época Moderna. Los procesos naturales de los que se alimenta lo relacionan cada vez más con el propio proceso biológico, de manera que los aparatos que manejamos libremente en otro tiempo comienzan a parecer «caparazones pertenecientes al cuerpo humano como el caparazón pertenece al cuerpo de la tortuga». Considerada desde este ventajoso punto de vista, la tecnología ya no se presenta «como el producto de un consciente esfuerzo humano para aumentar el poder material, sino como desarrollo biológico de la humanidad en la que las estructuras innatas del organismo humano están trasplantadas en medida siempre creciente al medio ambiente del hombre».[215]
21. Instrumentalidad y homo faber
Los útiles instrumentos del homo faber, de los que surge la más fundamental experiencia de instrumentalidad, determinan todo el trabajo y la fabricación. Aquí sí que es cierto que el fin justifica los medios; más aún, los produce y los organiza. El fin justifica la violencia ejercida sobre la naturaleza para obtener el material, como la madera justifica la muerte del árbol y la mesa la destrucción de la madera. Debido al producto final, se diseñan los útiles y se inventan los instrumentos, y el mismo producto final organiza el propio proceso de trabajo, decide los especialistas que necesita, la medida de cooperación, el número de ayudantes, etc. Durante el proceso de trabajo, todo se juzga en términos de conveniencia y utilidad para el fin deseado, y para nada más.
Los mismos modelos de medios y fin se aplican al producto mismo. Aunque es un fin con respecto a los medios con los que fue producido y es el fin del proceso de fabricación, nunca se convierte, por decirlo así, en fin en sí mismo, al menos mientras sigue siendo objeto de uso. La silla, que es el fin del trabajo del carpintero, sólo puede mostrar su utilidad pasando de nuevo a ser medio, ya como cosa cuyo carácter durable permite su uso en calidad de medio para la comodidad del vivir o como medio de intercambio. La dificultad del modelo utilitario inherente a la misma actividad de la fabricación radica en que la relación entre medios y fin con que cuenta se parece grandemente a una cadena cuyos fines pueden servir de nuevo como medios para otra cosa. Es decir que, en un mundo estrictamente utilitario, todos los fines están sujetos a tener breve duración y a transformarse en medios para posteriores fines.[216]
Esta perplejidad, inherente a todo utilitarismo consistente, la filosofía del homo faber por excelencia, cabe diagnosticarla en teoría como innata incapacidad para comprender la diferencia entre utilidad y pleno significado, que expresamos lingüísticamente mediante la distinción entre «con el fin de» y «en beneficio de». Así, el ideal de utilidad que impregna a una sociedad de artesanos —como el ideal de comodidad en una sociedad de laborantes o el de adquisición que rige a las sociedades comerciales— ya no es una cuestión de utilidad sino de significado.
«En beneficio de» la utilidad en general juzga el homo faber y realiza todo «con el fin de». El propio ideal de utilidad, al igual que los ideales de otras sociedades, ya no puede concebirse como algo necesario para tener algo más; simplemente, desafía el preguntar sobre su propio uso. Está claro que no existe respuesta a la cuestión planteada por Lessing a los filósofos utilitarios de su tiempo: «¿Y cuál es el uso del uso?». La perplejidad del utilitarismo radica en que éste se encuentra atrapado en una interminable cadena de medios y fines sin llegar a algún principio que pueda justificar la categoría de medios y fin, esto es, de la propia utilidad. El «con el fin de» ha pasado a ser el contenido del «en beneficio de»; en otras palabras, la utilidad establecida como significado genera la significación.
Dentro de la categoría de medios y fin, y entre las experiencias de instrumentalidad que rigen el mundo total de objetos de uso y utilidad, no hay manera de terminar la cadena de medios y fines e impedir que todos los fines se usen de nuevo como medios, excepto para declarar que una u otra cosa es «un medio en sí misma». En el mundo del homo faber, donde todo ha de ser de algún uso, es decir, debe prestarse como instrumento para realizar algo más, el propio significado sólo puede presentarse como fin, como «fin en sí mismo», que realmente es una tautología que se aplica a todos los fines o una contradicción terminológica. Porque un fin, una vez alcanzado, deja de ser un fin y pierde su capacidad para guiar y justificar la elección de medios, para organizarlos y producirlos. Se convierte en objeto entre los objetos, esto es, se ha añadido al enorme arsenal de lo dado a partir del cual el homo faber selecciona libremente sus medios para conseguir sus fines. El significado, por el contrario, debe ser permanente y no perder nada de su carácter si está logrado o, mejor, encontrado por el hombre, o bien frustrado o pasado por alto. El homo faber, en la medida en que no es más que un fabricante y sólo piensa en términos de medios y fines que surgen directamente de su actividad de trabajo, es tan incapaz de entender el significado como el animal laborans de entender la instrumentalidad. Y de la misma manera que los útiles e instrumentos que usa el homo faber para erigir el mundo se convierten en el mundo del animal laborans, así la significación de este mundo, que realmente se encuentra más allá del alcance del homo faber, se convierte para él en el paradójico «fin en sí mismo».
La única salida al dilema de la no-significación en toda filosofía estrictamente utilitaria es apartarse del mundo objetivo de las cosas de uso y recurrir a la subjetividad del propio uso. Sólo en u n mundo estrictamente antropocéntrico, donde el usuario, es decir, el propio hombre, pasa a ser el fin último que acaba con la interminable cadena de medios y fines, puede la utilidad como tal adquirir la dignidad de la significación. Sin embargo, la tragedia es que en el momento en que el homo faber parece haberse realizado en términos dé su propia actividad, comienza a degradar el mundo de cosas, el fin y el producto final de su mente y manos; si el hombre es el fin más elevado, «la medida de todas las cosas», entonces no sólo la naturaleza, tratada por el homo faber como casi el «material sin valor» sobre el que trabajar, sino las propias cosas «valiosas» se convierten en simples medios, perdiendo con ello su intrínseco «valor».
El utilitarismo antropocéntrico del homo faber ha encontrado su mayor expresión en la fórmula kantiana de que ningún hombre debe convertirse en medio de un fin, que todo ser humano es un fin en sí mismo. Aunque conocíamos anteriormente (por ejemplo, en la insistencia de Locke de que a ningún hombre debe permitírsele poseer el cuerpo de otro hombre o usar su fuerza corporal) las fatales consecuencias que invariablemente ha de ocasionar en la esfera política pensar, sin trabas ni guía alguna, en términos de medios y fines, solamente en Kant la filosofía de las etapas precedentes a la Época Moderna se libera por entero de las trivialidades del sentido común que siempre hallamos donde el homo faber regula los modelos de sociedad. La razón se debe, claro está, a que Kant no desea formular o conceptualizar los dogmas del utilitarismo de su tiempo, sino que, por el contrario, quería ante todo relegar la categoría de medios-fin a su propio lugar e impedir su empleo en el marco de la acción política. Su fórmula, sin embargo, no puede negar su origen del pensamiento utilitario, al igual que su famosa y también paradójica interpretación de la actitud del hombre hacia los únicos objetos que no son «para uso», es decir, las obras de arte, en las que a su entender tenemos «placer sin interés».[217] Porque la misma operación que constituye al hombre como «supremo fin», le permite, «si puede, subrayar toda la naturaleza a él»,[218] es decir, degradar la naturaleza y el mundo a simples medios, despojándolos de su independiente dignidad. Ni siquiera Kant pudo solventar la perplejidad o iluminar la ceguera del homo faber con respecto al problema del significado sin recurrir al paradójico «fin en sí mismo», y esta perplejidad radica en el hecho de que mientras que sólo la fabricación con su instrumentalidad es capaz de construir un mundo, este mundo se hace tan sin valor como el material empleado, simples medíos para posteriores fines, si a los modelos que gobernaron su toma de existencia se les permite regirlo tras su establecimiento.
El hombre, en la medida en que es homo faber, instrumentaliza, y su instrumentalización implica una degradación de todas las cosas en medios, su pérdida de valor intrínseco e independiente, de manera que finalmente no sólo los objetos de fabricación, sino también «la tierra en general y todas las fuerzas de la naturaleza», que claramente toman su ser sin ayuda del nombre y tienen una existencia independiente del mundo humano, pierden su «valor debido a que no presentan la reificación que proviene del trabajo».[219] Por esta actitud del homo faber con respecto al mundo, los griegos, en su período clásico, declararon que todo el campo de las artes y de los oficios, donde el hombre trabaja con instrumentos y hace algo no en su propio beneficio sino para producir algo más, era banáusico, palabra cuya mejor traducción quizá sea la de «filisteo», es decir, vulgaridad de pensamiento y actuación de conveniencia. Este Vehemente desprecio no deja de asombrarnos si pensamos que en modo alguno quedaron exceptuados de este veredicto los grandes maestros de la escultura y arquitectura griegas.
El tema en juego no es, claro está, la instrumentalidad como tal, el uso de medios para lograr un fin, sino la generalización de la experiencia de fabricación en la que se establece la utilidad como modelo para la vida y el mundo de los hombres. Esta generalización es inherente a la actividad del homo faber debido a que la experiencia de medios y fin, tal como está presente en la fabricación, no desaparece con el producto terminado, sino que se extiende a su último destino, que es servir de objeto de uso. La instrumentalizacíón del mundo y de la Tierra, esa ilimitada devaluación de todo lo dado, ese proceso de creciente falta de significado donde todo fin se transforma en medio y que sólo puede detenerse haciendo del propio hombre el señor y dueño de todas las cosas, no surge directamente del proceso de fabricación; porque desde el punto de vista de la fabricación, el producto acabado es tanto un fin en sí mismo, una independiente y duradera entidad con existencia propia, como el hombre es un fin en sí mismo en la filosofía política kantiana. Sólo en la medida en que la fabricación produce principalmente objetos de uso, el producto acabado se convierte de nuevo en medio, y sólo en la medida en que el proceso de la vida se apodera de las cosas y las usa para sus propósitos, la productiva y limitada instrumentalidad de la fabricación se transforma en la ilimitada instrumentalización de todo lo que existe.
Es evidente que los griegos temían esta devaluación del mundo y de la naturaleza con su inherente antropomorfismo —la «absurda» opinión de que el hombre es el ser más elevado y que todo lo demás se halla sujeto a las exigencias de la vida humana (Aristóteles)— no menos que despreciaban la pura vulgaridad de todo consistente utilitarismo. El mejor ejemplo de hasta qué grado conocían las consecuencias de considerad al homo faber como la más elevada posibilidad humana nos laida el famoso argumento de Platón contra Protágoras y su, en apariencia, evidente afirmación de que «el hombre es la medida de todas las cosas de uso (chrēmata), de la existencia de las que son, y de la no-existencia de las que no son».[220] (Protágoras no dijo que «el hombre es la medida de todas las cosas», como le atribuyen la tradición y las traducciones modelo). El quid del asunto es que Platón vio de inmediato que si se toma al hombre como medida de todas las cosas de uso, pasa a ser el usuario e instrumentalizador, y no el hombre orador, hacedor o pensador, a quien se relaciona con el mundo. Y puesto que la naturaleza del hombre usuario e instrumentalizador le lleva a considerar todo como medios para un fin —todo árbol como madera en potencia—, el significado final es que el hombre se convierte en la medida no sólo de las cosas cuya existencia depende de él, sino literalmente de todo lo que existe.
En esta interpretación platónica, Protágoras parece el más antiguo precursor de Kant, ya que si el hombre es la medida de todas las cosas, entonces el hombre es la única cosa al margen de la relación medios-fin, el único fin en sí mismo que puede usar todo lo demás como medio. Platón sabía muy bien que las posibilidades de producir objetos de uso y de tratar a todas las cosas de la naturaleza como potenciales objetos de uso, son tan ilimitadas como las necesidades y talentos de los seres humanos. Si se permite que los modelos del homo faber rijan el mundo acabado como necesariamente han de regir el acceso a la existencia de este mundo, entonces el homo faber terminará sirviéndose de todo y considerando todo como simple medio para él. Juzgará todas las cosas como si pertenecieran a la clase chrēmata, de objetos de uso, de tal manera que, siguiendo el ejemplo de Platón, ya no se entenderá al viento como fuerza natural, sino que exclusivamente se le considerará apropiado para calentar o refrescar, según las necesidades humanas, lo que significa que el viento queda eliminado de la experiencia humana como algo objetivamente dado. Debido a estas consecuencias, Platón, que al final de su vida recuerda en las Leyes la afirmación de Protágoras, replica con una fórmula casi paradójica: no el hombre —quien por sus necesidades y talento desea el uso de todo y, por lo tanto, termina despojando a todas las cosas de su valor intrínseco—, sino «el dios es la medida (incluso] de los simples objetos de uso».[221]
22. El mercado de cambio
Marx —en uno de sus numerosos apartes que atestiguan su eminente sentido histórico— observó en cierta ocasión que la definición de Benjamín Franklin del hombre como fabricante de útiles es tan característica de «Yanquilandia», es decir, de la Época Moderna, como fue para la antigüedad[222] la definición del hombre como animal político. La verdad de esta observación radica en el hecho de que la Época Moderna fue como un intento de excluir al hombre político, es decir, al hombre que actúa y habla, de la esfera pública, semejante a la exclusión qué la antigüedad hizo del homo faber. En ambos casos, dicha exclusión no era esperada, como lo fue la de las clases laborantes y desprovistas de propiedad hasta su emancipación en el siglo XIX. La Época Moderna sabía perfectamente que la esfera política no era siempre, ni requería serlo, una simple función de la «sociedad», destinada a proteger la faceta social y productiva de la naturaleza humana mediante la administración del gobierno, pero consideraba «charla ociosa» y «vanagloria» todo lo que estuviera más allá del reforzamiento de la ley y el orden. La capacidad humana en la que basaba su pretensión de la natural e innata productividad de la sociedad era la incuestionable productividad del homo faber. A la inversa, la antigüedad conocía muy bien tipos de comunidades humanas en las que ni el ciudadano de la polis ni la res publica como tales establecían y determinaban el contenido de la esfera pública, y en las que la vida pública del hombre corriente estaba restringida a «trabajar para el pueblo» en general, es decir, a ser un dēmiourgos, un trabajador para el pueblo a diferencia de un oiketēs, laborante familiar y, por lo tanto, esclavo.[223] El rasgo característico de estas comunidades no políticas era que su plaza pública, el agora, no era un lugar de reunión de los ciudadanos, sino una plaza de mercado donde los artesanos exhibían y cambiaban sus productos. Más aún, la ambición siempre frustrada de todos los tiranos griegos consistía en desalentar la preocupación por los asuntos públicos, el tiempo que pasaban los ciudadanos en improductivo agoreuein y politeuesthai, y transformar el agora en un conjunto de tiendas semejantes a los bazares del despotismo oriental. Lo que caracterizaba a estas plazas de mercado, y más adelante caracterizó a los barrios comerciales y artesanos de las ciudades medievales, era que la exhibición de productos para la venta iba acompañada de la exhibición de su producción. «La producción conspicua» (si se nos permite variar el término de Veblen) es, de hecho, un rasgo no menor de una sociedad de productores que el «conspicuo consumo» lo es de una sociedad de laborantes.
A diferencia del animal laborans, cuya vida social carece de mundo y es semejante al rebaño y que, por lo tanto, es incapaz de establecer o habitar una esfera pública, mundana, el homo faber está plenamente capacitado para tener una esfera pública propia, aunque no sea una esfera política, propiamente hablando. Su esfera pública es el mercado de cambio, donde puede mostrar los productos de sus manos y recibir la estima que se le debe. Esta tendencia se relaciona estrechamente y es probable que no esté menos enraizada que la «propensión a la permuta, trueque e intercambio de una cosa por otra», que, según Adam Smith, diferencia al hombre del animal.[224] La cuestión es que el homo faber, constructor del mundo y productor de cosas, sólo encuentra su propia relación con otras personas mediante el intercambio de productos, ya que estos productos siempre se han producido en aislamiento. Lo privado, que la primera Época Moderna exigía como el supremo derecho de todo miembro de la sociedad, fue la garantía del aislamiento, sin el que no puede realizarse ningún trabajo. No fueron los observadores y espectadores de las plazas de mercado medievales (donde el artesano, en su aislamiento, estaba expuesto a la luz pública), sino sólo el auge de la esfera social (en la que los demás no se contentan con contemplar, juzgar y admirar, sino que desean que se les admita en la compañía del artesano y participar como iguales en el proceso del trabajo), lo que amenazó el «espléndido aislamiento» del trabajador y socavó finalmente las mismas nociones de competencia y excelencia. Este aislamiento es la necesaria condición de vida de toda maestría, que consiste en estar sola con la «idea», con la imagen mental de la cosa que va a ser. Dicha maestría, a diferencia de las formas políticas de dominio, es primordialmente un poder sobre las cosas y materiales y no sobre las personas. De hecho, éstas son secundarias a la actividad del artesanado, y las palabras «trabajador» y «maestro» —ouvrier y maître— se usaron originalmente como sinónimos.[225]
La única compañía que surge directamente del artesanado es la necesidad que el maestro tiene de ayudantes o el deseo de éste de adiestrar a otros en su oficio. Pero la distinción entre su habilidad y la inhabilidad de los aprendices es temporal, al igual que la distinción entre adultos y niños. Apenas puede haber algo más extraño o incluso destructivo para el artesanado que el trabajo en equipo, que realmente no es más que una variedad de la división de la labor y presupone la «descomposición de las operaciones en sus simples movimientos constitutivos».[226] El equipo, multicéfalo sujeto de toda producción realizada según el principio de la división de la labor, posee la misma contigüidad que las partes que forman el todo, y cualquier intento de aislarlo de alguna de sus partes sería fatal para la producción. Pero el maestro y el trabajador no sólo carecen de esta contigüidad mientras se entregan activamente a la producción; las formas específicamente políticas de estar junto a otros, de actuar de acuerdo y hablar entre sí, están por completo al margen de su productividad. Sólo cuando acaba su producto, el maestro puede abandonar su aislamiento.
Históricamente, la última esfera pública, el último lugar de reunión relacionado al menos con la actividad del homo faber, es el mercado de cambio en el que exhibe sus productos. La sociedad comercial, característica de las primeras etapas de la Época Moderna o del comienzo del capitalismo, surgió de esta «conspicua producción» con su concomitante apetito de universales posibilidades de trueque y permuta, y su fin llegó con el auge de la labor y de la sociedad laboral que reemplazó a la conspicua producción y su orgullo por el «conspicuo consumo» y su concomitante vanidad.
Claro está que las personas que se reunían en el mercado de cambio ya no eran los propios fabricantes, y no se congregaban en calidad de personas, sino como dueños de artículos de primera necesidad y valores de cambio, tal como señaló repetidamente Marx. En una sociedad donde el cambio de productos se ha convertido en la principal actividad pública, incluso los laborantes, debido a que se enfrentan a «dueños de dinero o de artículos de primera necesidad», pasan a ser propietarios, «dueños de su propia fuerza de labor». Sólo en este punto se inicia la famosa autoalienación de Marx, la degradación de los hombres en artículos de primera necesidad, y dicha degradación es característica de la situación de la labor en una sociedad productora que juzga a los hombres no como personas, sino como productores, según la calidad de sus productos. Una sociedad laborante, por el contrario, juzga a los hombres de acuerdo con las funciones que realizan en el proceso de la labor; mientras que a los ojos del homo faber la fuerza de la labor es sólo el medio para producir el fin necesariamente más elevado, es decir, ya un objeto de uso o de cambio, la sociedad laborante concede a la fuerza de la labor el mismo alto valor que reserva a la máquina. Dicho con otras palabras, esta sociedad es sólo aparentemente más «humana», aunque es cierto que bajo sus condiciones el precio de la labor humana asciende a tal extremo que puede parecer de más valor y más apreciable que cualquier material o materia; de hecho, lo único que hace es prefigurar algo aún más «valioso» o sea, el funcionamiento más suave de la máquina cuyo tremendo poder de elaboración primero uniforma y luego desvaloriza todas las cosas al considerarlas bienes de consumo.
La sociedad comercial, o el capitalismo en sus primeras etapas, cuando aún poseía un vehemente espíritu competitivo y adquisitivo, sigue regida por los modelos del homo faber. Cuando éste sale de su aislamiento, aparece como mercader y comerciante y establece el mercado de cambio. Dicho mercado ha de existir antes del auge de la clase manufacturera, que entonces produce exclusivamente para el mercado, esto es, produce objetos de cambio en vez de cosas de uso. En este proceso que va desde el artesanado aislado hasta la fabricación para el mercado de cambio, el producto acabado modifica de algún modo su cualidad pero no por completo. El carácter duradero, que determina si una cosa existe como cosa y perdura en el mundo como entidad diferenciada, sigue siendo el criterio supremo, aunque ya no hace una cosa adecuada para el uso, sino para «almacenarla de antemano» con destino al futuro cambio.[227]
Ésta es la modificación cualitativa reflejada en la distinción corriente entre uso y valor de cambio, con lo cual éste se relaciona con el primero como el mercader y comerciante lo hacen con el fabricante y manufacturero. En la medida en que el homo faber fabrica objetos de uso, no sólo los produce en privado aislamiento, sino también para uso privado, y así aparecen y emergen en la esfera pública cuando se convierten en artículos de primera necesidad en el mercado de cambio. Se ha observado con frecuencia y por desgracia se ha olvidado a menudo que el valor, al ser «una idea de proporción entre la posesión de una cosa y la posesión de otra en la concepción del hombre»,[228] «siempre significa valor de cambio».[229] Porque sólo es en el mercado de cambio, en el que todo puede permutarse por otra cosa, donde todas las cosas, sean productos de la labor o del trabajo, bienes de consumo u objetos de uso, necesarias para la vida del cuerpo o convenientes para la vida de la mente, se convierten en «valores». Este valor consiste solamente en la estima de la esfera pública donde las cosas aparecen como artículos de primera necesidad, y ni la labor, el trabajo, el capital, el beneficio o el material conceden tal valor a un objeto, sino sólo y exclusivamente la esfera pública donde aparece para ser estimado, solicitado o despreciado. Valor es la cualidad que una cosa nunca puede tener en privado, pero que lo adquiere automáticamente, en cuanto aparece en público. Este «valor comerciable», como lo designó muy claramente Locke, nada tiene que ver con «la intrínseca valía natural de algo»,[230] que es una objetiva cualidad de la propia cosa, «al margen de la voluntad del comprador o vendedor; algo unido a la cosa, existente tanto si gusta como si no gusta, y que debe reconocerse».[231] Este valor intrínseco de una cosa sólo puede modificarse mediante el cambio de la propia cosa —se rebaja el valor de una mesa si le cortamos una pata—, mientras que el «valor comerciable» de un artículo de primera necesidad se modifica por «la alteración de una proporción que ese artículo tiene respecto a alguna otra cosa».[232]
Dicho con otras palabras, los valores, a diferencia de las cosas, actos o ideas, nunca son los productos de una específica actividad humana, sino que cobran existencia siempre que cualquiera de tales productos se llevan a la siempre modificada relatividad de cambio entre los miembros de la sociedad. Nadie, como acertadamente señaló Marx, «produce valores en su aislamiento», y nadie, pudo haber añadido, se preocupa de ellos en su aislamiento; las cosas, ideas o ideales morales «sólo se convierten en valores en su relación social».[233]
La confusión de la economía clásica,[234] y la todavía mayor confusión que surge del empleo de la palabra «valor» en filosofía, se deben originalmente al hecho de que la más antigua palabra «valía», que aún se encuentra en Locke, se suplantó por la aparentemente más científica expresión «valor de uso». También Marx aceptó esta terminología y, de acuerdo con su repugnancia por la esfera pública, vio en el cambio de valor de uso por valor de cambio el pecado original del capitalismo. Pero contra estos pecados de una sociedad comercial, donde en efecto el mercado de cambio es el lugar público más importante y por lo tanto toda cosa pasa a ser un valor comerciable, un artículo de consumo, Marx no situó la intrínseca valía objetiva de la cosa en sí. En su lugar puso la función que las cosas tienen en el proceso consumidor de la vida humana, que no conoce objetiva e intrínseca valía ni subjetivo y socialmente determinado valor. En la igual distribución socialista de todos los artículos entre todos los que laboren, cada cosa tangible se disuelve en simple función en el proceso de regeneración de la vida y de la fuerza de labor.
Sin embargo, esta confusión verbal sólo nos cuenta una parte de la historia. El motivo de que Marx retuviera con terquedad la expresión «valor de uso», y sus numerosos y fútiles intentos para encontrar una fuente objetiva —tal como labor, tierra o beneficio— para el nacimiento de valores, fue que a nadie le resultaba fácil aceptar el simple hecho de que no existe «valor absoluto» en el mercado de cambio, que es la esfera propia de los valores, y que buscarlo es intentar la cuadratura del círculo. La muy deplorada devaluación de todas las cosas, es decir, la pérdida de todo valor intrínseco, comienza con su transformación en valores o artículos de primera necesidad, porque a partir de ese momento sólo existen en relación con alguna otra cosa que puede adquirirse en su lugar. La relatividad universal, o sea, que una cosa sólo exista en relación con otras cosas, y la pérdida de valor intrínseco, o sea, que nada posea un valor «objetivo» independiente de las siempre mudables estimaciones de la oferta y la demanda, son inherentes al propio concepto de valor.[235] La razón de que este desarrollo, que parece inevitable en una sociedad comercial, se convirtiera en fuente de inquietud y finalmente constituyera el principal problema de la nueva ciencia de la economía, no era la relatividad como tal, sino el hecho de que el homo faber, cuya actividad global está determinada por el empleo constante de patrones, medidas, normas y modelos, no podía soportar la pérdida de modelos o patrones «absolutos». Porque el dinero, que sin duda sirve como denominador común para la variedad de cosas con el fin de que puedan cambiarse entre sí, en modo alguno posee la independiente y objetiva existencia, que trasciende a todos los usos y sobrevive a toda manipulación, que posee el modelo o cualquier otra medida con respecto a las cosas que se supone que va a medir y a los hombres que las manejan.
Esta pérdida de modelos y normas universales, sin las que el hombre no hubiera erigido el mundo, la captó ya Platón en la propuesta de Protágoras de establecer al hombre, fabricante de las cosas, y al uso que hace de ellas, como suprema medida. Esto muestra la estrecha relación de la relatividad del mercado de cambio con la instrumentalidad que surge del mundo del artesanado y de la experiencia de fabricación, La primera se desarrolla sin rupturas y de manera consistente a partir de la segunda. No obstante, la réplica de Platón —no el hombre, sino un «dios es la medida de todas las cosas»— sería un gesto vacío y moralizante si fuera realmente verdad, como da por sentado la Época Moderna, que la instrumentalidad bajo el disfraz de la utilidad gobierna la esfera del mundo acabado tan exclusivamente como rige la actividad mediante la que el mundo y todas las cosas que contiene cobran existencia.
23. La permanencia del mundo y la obra de arte
Entre las cosas que confieren al artificio humano la estabilidad sin la que no podría ser un hogar de confianza para los hombres, se encuentran ciertos objetos que carecen estrictamente de utilidad alguna y que, más aún, debido a que son únicos, no son intercambiables y por lo tanto desafían la igualización mediante un denominador común como es el dinero; si entran en el mercado de cambio, su precio se fija arbitrariamente. Y lo que es más, el propio comercio de una obra de arte es para no usarla; por el contrario, debe separarse cuidadosamente de los objetos de uso ordinario para que alcance su lugar adecuado en el mundo. Por el mismo motivo, debe apartarse de las exigencias y necesidades de la vida cotidiana, con la que tiene menos contacto que cualquier otra cosa. Queda al margen de la cuestión si esta inutilidad ha acompañado siempre a los objetos de arte o si anteriormente el arte sirvió a las llamadas necesidades religiosas del hombre, al igual que los objetos de uso ordinario sirven a las necesidades más ordinarias. Incluso si el origen histórico del arte fuera de carácter exclusivamente religioso o mitológico, el hecho es que el arte ha sobrevivido de manera gloriosa a su separación de la religión, de la magia y del mito.
Debido a su sobresaliente permanencia, las obras de arte son las más intensamente mundanas de todas las cosas tangibles; su carácter duradero queda casi inalterado por los corrosivos efectos de los procesos naturales, puesto que no están sujetas al usó por las criaturas vivientes, uso que, lejos de dar realidad a su inherente propósito —como se da realidad a la finalidad de una silla al sentarse en ella—, lo único que hace es destruirlas. Así, su carácter duradero es de un orden más elevado que el que necesitan las cosas para existir; puede lograr permanencia a lo largo del tiempo. En esta permanencia, la misma estabilidad del artificio humano —que, al estar habitado y usado por mortales, nunca, puede ser absoluto— consigue una representación propia. En ningún otro sitio aparece con tanta pureza y claridad el carácter duradero del mundo de las cosas, en ningún otro sitio, por lo tanto, se revela este mundo de cosas de modo tan espectacular como el hogar no mortal para los seres mortales. Es como si la estabilidad mundana se hubiera hecho transparente en la permanencia del arte, de manera que una premonición de inmortalidad, no la inmortalidad del alma o de la vida, sino de algo inmortal realizado por manos mortales, ha pasado a ser tangiblemente presente para brillar y ser visto, para resonar y ser oído, para hablar y ser leído.
La fuente inmediata de la obra de arte es la capacidad humana para pensar, como su «tendencia al trueque y permuta» es la fuente de los objetos de cambio, y como su habilidad para usar es el origen de las cosas de uso. Se trata de capacidades del hombre y no de meros atributos del animal humano, tales como sentimientos, exigencias y necesidades, con los que se relacionan y que a menudo constituyen su contenido. Tales propiedades humanas se hallan tan separadas del mundo que el hombre crea como su hogar en la Tierra como las correspondientes propiedades de otra especie animal, y si tuvieran que constituir un medio ambiente hecho por el hombre para el animal humano, este mundo sería un no-mundo, el producto de la emancipación en vez del propio de la creación. El pensamiento está relacionado con el sentimiento y transforma su mudo e inarticulado desaliento, como el cambio transforma la desnuda avidez del deseo y el uso cambia el desesperado anhelo de cosas necesarias, hasta que todos ellos son aptos para entrar en el mundo y transformarse en cosas. En cada uno de los ejemplos, una capacidad humana que por su propia naturaleza es comunicativa y abierta al mundo, trasciende y libera en el mundo una apasionada intensidad que estaba prisionera en el yo.
En el caso de las obras de arte, la reificación es más que simple transformación; es transfiguración, verdadera metamorfosis en la que ocurre como si el curso de la naturaleza que desea que todo el fuego se reduzca a cenizas quede invertido e incluso el polvo se convierta en llamas.[236] Las obras de arte son cosas del pensamiento, pero esto no impide que sean cosas. El proceso del pensamiento por sí mismo no produce ni fabrica cosas tangibles, tales como libros, pinturas, esculturas o composiciones, como tampoco el uso por sí mismo produce y fabrica casas y muebles. La reificación que se da al escribir algo, pintar una imagen, modelar una figura o componer una melodía se relaciona evidentemente con el pensamiento que precedió a la acción, pero lo que de verdad hace del pensamiento una realidad y fabrica cosas de pensamiento es la misma hechura que, mediante el primordial instrumento de las manos humanas, construye las otras cosas duraderas del artificio humano.
Mencionamos antes que esta reificación y materialización, sin las que ningún pensamiento puede convertirse en una cosa tan tangible, siempre se paga, y que el precio es la vida misma: siempre es la «letra muerta» en la que debe sobrevivir el «espíritu vivo», y dicha letra sólo puede rescatarse de la muerte cuando se ponga de nuevo en contacto con una vida que desee resucitarla, aunque esta resurrección comparta con todas las cosas vivas el hecho de que también morirá. Este carácter de muerte, aunque de algún modo está presente en todo arte e indica, por así decirlo, la distancia entre el hogar original del pensamiento en el corazón o la cabeza del hombre y su destino final en el mundo, varia en las diferentes artes. En música y poesía, las menos «materialistas» de las artes debido a que su material está formado por sonidos y palabras, la reificación y elaboración se mantienen al mínimo. El joven poeta y el niño prodigio en la música pueden alcanzar gran perfección sin demasiado adiestramiento y experiencia, fenómeno apenas igualado en la pintura, escultura y arquitectura.
La poesía, cuyo material es el lenguaje, quizás es la más humana y menos mundana de las artes, en la que el producto final queda muy próximo al pensamiento que lo inspiró. El carácter duradero de un poema se produce mediante la condensación, como si el lenguaje hablado en su máxima densidad y concentración fuera poético en sí mismo. En este caso el recuerdo, Mnēmosynē, madre de las musas, se transforma directamente en memoria, y el medio del poeta para lograr la transformación es el ritmo, mediante el cual el poema se fija en el recuerdo casi por sí mismo. Esta contigüidad al recuerdo vivo capacita al poema para permanecer, para retener su carácter duradero, al margen de la página impresa o escrita, y aunque la «calidad» de un poema puede estar sujeta a una variedad de modelos, su «memoriabilidad» determinará de manera inevitable su carácter duradero, es decir, su posibilidad de quedar permanentemente en el recuerdo de la humanidad. De todas las cosas del pensamiento, la poesía es la más próxima a él, y un poema es menos cosa que cualquier otra obra de arte; no obstante, incluso un poema, no importa el tiempo que exista como palabra viva hablada en el recuerdo del bardo y de quienes le escuchan, finalmente será «hecho», es decir, transcrito y transformado en una cosa tangible entre cosas, porque la memoria y el don de recuerdo, de los que surge todo deseo de ser imperecedero, necesita cosas tangibles para recordarlas, para que no perezcan por sí mismas.[237]
Pensamiento y cognición no son lo mismo. El primero, origen de las obras de arte, se manifiesta en toda gran filosofía sin transformación o transfiguración, mientras que la principal manifestación del proceso cognitivo, por el que adquirirnos y almacenamos conocimiento, son las ciencias. La cognición siempre persigue un objetivo definido, que puede establecerse por consideraciones prácticas o por «ociosa curiosidad»; pero una vez alcanzado este objetivo, el proceso cognitivo finaliza. El pensamiento, por el contrario, carece de fin u objetivo al margen de sí, y ni siquiera produce resultados; no sólo la filosofía utilitaria del homo faber, sino también los hombres de acción y los científicos que buscan resultados, se han cansado de señalar lo «inútil» que es el pensamiento, tan inútil como las obras de arte que inspira. Y ni siquiera puede reclamar el pensamiento estos productos inútiles, ya que, al igual que los grandes sistemas filosóficos, apenas cabe calificarlos de resultados de puro pensar, estrictamente hablando, puesto que precisamente es el proceso del pensamiento lo que el artista o el filósofo escritor ha de interrumpir y transformar para materializar la reificación de su obra. La actividad de pensar es tan implacable y repetida como la misma vida, y la cuestión de si el pensamiento tiene algún significado constituye un enigma tan insoluble como el de la vida; sus procesos impregnan de manera tan íntima la totalidad de la existencia humana, que su comienzo y final coinciden con los de la vida del hombre. El pensamiento, por lo tanto, aunque inspira la más alta productividad mundana del homo faber, no es en modo alguno su prerrogativa; únicamente empieza a afirmarse como fuente de inspiración donde se alcanza a sí mismo, por así decirlo, y comienza a producir cosas inútiles, objetos que no guardan relación con las exigencias materiales o intelectuales, con las necesidades físicas del hombre ni con su sed de conocimiento. La cognición, por otra parte, pertenece a todos, y no sólo a los procesos de trabajo intelectual o artístico; al igual que la fabricación, es un proceso con principio y fin, cuya utilidad puede comprobarse, y que falla si no produce resultado, como fracasa el trabajo del carpintero si construye una mesa de dos patas. Los procesos cognitivos de las ciencias no son básicamente distintos de la función cognitiva en la fabricación; los resultados científicos que se producen mediante la cognición se añaden al artificio humano de la misma manera que las otras cosas.
Tanto el pensamiento como la cognición han de distinguirse del poder del razonamiento lógico que se manifiesta en operaciones tales como deducciones de principios axiomáticos o evidentes, inclusión de casos particulares en reglas generales, o las técnicas de alargar consistentes series de conclusiones. En estas facultades humanas nos enfrentarnos realmente con una especie de poder cerebral que en más de un aspecto a nada se parece tanto como a la fuerza de labor que desarrolla el animal humano en su metabolismo con la naturaleza. Solemos llamar inteligencia u bs procesos mentales que se alimentan del poder del cerebro, y esta inteligencia puede medirse con tests al igual que también cabe medir la fuerza corporal. Sus leyes, las de la lógica, pueden descubrirse de la misma manera que otras leyes de la naturaleza porque están profundamente enraizadas en la estructura del cerebro humano y, en el individuo normalmente sano, poseen la misma fuerza de apremio que la de la necesidad que regula las demás funciones de nuestro cuerpo. En la estructura del cerebro humano radica que se le pueda forzar a admitir que dos más dos son cuatro. Si fuera cierto que el hombre es un animal rationale en el sentido que le da la Época Moderna, es decir, una especie animal que difiere de las restantes por estar dotada de un superior poder cerebral, entonces las recién inventadas máquinas eléctricas que, a veces para desaliento y otras para confusión de sus inventores, son tan espectacularmente más «inteligentes» que los seres humanos, serían homunculi. Tal como están las cosas, son, al igual que todas las máquinas, meros sustitutos y mejoradores de la fuerza de labor humana, que siguen el consagrado plan de toda división de la labor con el fin de fraccionar cada operación en sus más simples movimientos constitutivos, sustituyendo, por ejemplo, la suma repetida por la multiplicación. El superior poder de la máquina se manifiesta en su velocidad, que es mayor que la del cerebro humano; debido a esta mayor velocidad, la máquina puede prescindir de la multiplicación, que es el ingenio técnico preelectrónico para acelerar la suma. Lo que demuestran los gigantescos ordenadores es que la Época Moderna se equivocó al creer con Hobbes que la racionalidad, en el sentido de «tener en cuenta las consecuencias», era la más elevada y humana de las capacidades del hombre, y que los filósofos de la vida y de la labor, Marx, Bergson o Nietzsche, estaban en lo cierto al ver en este tipo de inteligencia, que confundían con la razón, una mera función del propio proceso de la vida o, como señaló Hume, un simple «esclavo de las pasiones». Claro está que el poder del cerebro y los apremiantes procesos lógicos que genera no son capaces de erigir un mundo; son tan sin mundo como los apremiantes procesos de la vida, de la labor y del consumo.
Una de las notables discrepancias en la economía clásica es que los mismos teóricos que se enorgullecían de la consistencia de su utilitaria perspectiva, con frecuencia estiman poco la pura utilidad. Por regla general, sabían que la específica productividad del trabajo radica menos en su utilidad que en su capacidad para producir «durabilidad». Debido a esta discrepancia, admitían tácitamente la falta de realismo en su filosofía utilitaria. Porque si bien el carácter duradero de las cosas ordinarias no es más que un débil reflejo de la permanencia de que son capaces las cosas más mundanas, las obras de arte, algo de esta cualidad —para Platón divina porque acerca a la inmortalidad— es inherente a toda cosa como cosa, y precisamente esta cualidad o su carencia es lo que sobresale en su aspecto y lo hace hermoso o feo. Sin duda, el ordinario objeto de uso no es ni debe proponerse ser hermoso; sin embargo, cualquiera que sea su aspecto, no puede evitarse que se considere hermoso, feo o como una mezcla de ambos. Todo lo que existe ha de tener apariencia, y nada puede aparecer sin forma propia; de ahí que no haya ninguna cosa que no trascienda de algún modo su uso funcional, y su trascendencia, su belleza o fealdad, se identifica con su aparición pública y el que se la vea. Por lo mismo, es decir, en su pura existencia mundana, toda cosa trasciende también la esfera de la instrumentalidad en cuanto queda completada. El modelo por el que se juzga la excelencia de una cosa nunca es simple utilidad, como si una mesa fea cumpliera la misma función que otra de bello diseño, sino su adecuación o inadecuación a lo que debe parecer, y esto, en lenguaje platónico, no es más que adecuación o inadecuación al eidos o idea, la imagen mental, o más bien la imagen vista por el ojo interior, que precedió a su existencia y sobrevive a su potencial destrucción. Dicho con otras palabras, incluso los objetos de uso se juzgan no sólo de acuerdo con las necesidades subjetivas de los hombres, sino también con los modelos objetivos del mundo donde encontrarán su lugar para perdurar, para ser vistos y para usados.
El mundo de cosas hecho por el hombre, el artificio humano erigido por el homo faber, se convierte en un hogar para los hombres mortales, cuya estabilidad perdurará al movimiento siempre cambiante de sus vidas y acciones sólo hasta el punto en que trascienda el puro funcionalismo de las cosas producidas para el consumo y la pura utilidad de los objetivos producidos para el uso. La vida en su sentido no biológico, el periodo de tiempo que tiene todo hombre entre nacimiento y muerte, se manifiesta en la acción y el discurso, que comparten con la vida su esencial futilidad. La «realización de grandes hechos y la articulación de grandes palabras» no dejarán huella, ni producto alguno que perdure al momento de la acción y de la palabra hablada. Sí el animal laborans necesita la ayuda del homo faber para facilitar su labor y aliviar su esfuerzo, y si los mortales necesitan su ayuda para erigir un hogar en la Tierra, los hombres que actúan y hablan necesitan la ayuda del homo faber en su más elevada capacidad, esto es, la ayuda del artista, de poetas e historiógrafos, de constructores de monumentos o de escritores, ya que sin ellos el único producto de su actividad, la historia que establecen y cuentan, no sobreviviría. Con el fin de que el mundo sea lo que siempre se ha considerado que era, un hogar para los hombres durante su vida en la Tierra, el artificio humano ha de ser lugar apropiado para la acción y el discurso, para las actividades no sólo inútiles por completo a las necesidades de la vida, sino también de naturaleza enteramente diferente de las múltiples actividades de fabricación con las que se produce el mundo y todas las cosas que cobija. No es necesario elegir entre Platón y Protágoras, o decidir si ha de ser el hombre o un dios la medida de todas las cosas; lo cierto es que la medida puede no ser ni la acuciante necesidad de la vida biológica y de la labor, ni el instrumentalismo utilitario de la fabricación y del uso.
CAPÍTULO V ACCIÓN
Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas.
ISAK DINESEN
Nam in omni actione principaliter intenditur ab agente, sive necessitate naturae sive voluntarie agat, propriam similitudinem explicare; unde fit quod omne agens, in quantum huiusmodi, delectatur, quia, cum omne quod est appetat suum esse, ac in agendo agentis esse modammodo amplietur, sequitur de necessitate delectatio… Nihil igitur agit nisi tale existens quale patiens fieri debet.
«Porque en toda acción, lo que intenta principalmente el agente, ya actúe por necesidad natural o por libre voluntad, es explicar su propia imagen. De ahí que todo agente, en tanto que hace, se deleita en hacer; puesto que todo lo que es apetece su ser, y puesto que en la acción el ser del agente está de algún modo ampliado, la delicia necesariamente sigue… Así, nada actúa a menos que [al actuar] haga patente su latente yo».
DANTE
24. La revelación del agente en el discurso y la acción
La pluralidad humana, básica condición tanto de la acción como del discurso, tiene el doble carácter de igualdad y distinción. Si los hombres no fueran iguales, no podrían entenderse ni planear y prever para el futuro las necesidades de los que llegarán después. Si los hombres no fueran distintos, es decir, cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso ni la acción para entenderse. Signos y sonidos bastarían para comunicar las necesidades inmediatas e idénticas.
La cualidad humana de ser distinto no es lo mismo que la alteridad, la curiosa calidad de alteritas que posee todo lo que es y, en la filosofía medieval, una de las cuatro características básicas y universales del Ser, trascendentes a toda cualidad particular. La alteridad es un aspecto importante de la pluralidad, la razón por la que todas nuestras definiciones son distinciones, por la que somos incapaces de decir que algo es sin distinguirlo de alguna otra cosa. La alteridad en su forma más abstracta sólo se encuentra en la pura multiplicación de objetos inorgánicos, mientras que toda la vida orgánica muestra variaciones y distinciones, incluso entre especímenes de la misma especie. Pero sólo el hombre puede expresar esta distinción y distinguirse, y sólo él puede comunicar su propio yo y no simplemente algo: sed o hambre, afecto, hostilidad o temor. En el hombre, la alteridad que comparte con todo lo que es, y la distinción, que comparte con todo lo vivo, se convierte en unicidad, y la pluralidad humana es la paradójica pluralidad de los seres únicos.
El discurso y la acción revelan esta única cualidad de ser distinto. Mediante ellos, los hombres se diferencian en vez de ser meramente distintos; son los modos en que los seres humanos se presentan unos a otros, no como objetos físicos, sino qua hombres. Esta apariencia, diferenciada de la mera existencia corporal, se basa en la iniciativa, pero en una iniciativa que ningún ser humano puede contener y seguir siendo humano. Esto no ocurre en ninguna otra actividad de la vita activa. Los hombres pueden vivir sin laborar, pueden obligar a otros a que laboren por ellos, e incluso decidir el uso y disfrute de las cosas del mundo sin añadir a éste un simple objeto útil; la vida de un explotador de la esclavitud y la de un parásito pueden ser injustas, pero son humanas. Por otra parte, una vida sin acción ni discurso —y ésta es la única forma de vida que en conciencia ha renunciado a toda apariencia y vanidad en el sentido bíblico de la palabra— está literalmente muerta para el mundo; ha dejado de ser una vida humana porque ya no la viven los hombres.
Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos el hecho desnudo de nuestra original apariencia física. A dicha inserción no nos obliga la necesidad, como lo hace la labor, ni nos impulsa la utilidad, como es el caso del trabajo. Puede estimularse por la presencia de otros cuya compañía deseemos, pero nunca está condicionada por ellos; su impulso surge del comienzo, que se adentró en el mundo cuando nacimos y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa.[238] Actuar, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega archein, «comenzar», «conducir» y finalmente «gobernar»), poner algo en movimiento (que es el significado original del agere latino). Debido a que son initium los recién llegados y principiantes, por virtud del nacimiento, los hombres toman la iniciativa, se aprestan a la acción. [Initium] ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit («para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie»), dice san Agustín en su filosofía política.[239] Este comienzo no es el mismo que el del mundo;[240] no es el comienzo de algo, sino de alguien que es un principiante por sí mismo. Con la creación del hombre, el principio del comienzo entró en el propio mundo, que, claro está, no es más que otra forma de decir que el principio de la libertad se creó al crearse al hombre, no antes.
En la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes. Este carácter de lo pasmoso inesperado es inherente a todos los comienzos y a todos los origen es. Así, el origen de la vida a partir de la materia inorgánica es una infinita improbabilidad de los procesos inorgánicos, como lo es el nacimiento de la Tierra considerado desde el punto de los procesos del universo, o la evolución de la vida humana a partir de la animal. Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo. Con respecto a este alguien que es único cabe decir verdaderamente que nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales.
Acción y discurso están tan estrechamente relacionados debido a que el acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: «¿Quién eres tú?». Este descubrimiento de quién es alguien está implícito tanto en sus palabras como en sus actos; sin embargo, la afinidad entre discurso y revelación es mucho más próxima que entre acción y revelación,[241] de la misma manera que la afinidad entre acción y comienzo es más estrecha que la existente entre discurso y comienzo, aunque muchos, incluso la mayoría de los actos se realizan a manera de discurso. En todo caso, sin el acompañamiento del discurso, la acción no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto, como si dijéramos; si en lugar de hombres de acción hubiera robots se lograría algo que, hablando humanamente por la palabra y, aunque su acto pueda captarse en su cruda apariencia física sin acompañamiento verbal, sólo se hace pertinente a través de la palabra hablada en la que se identifica como actor, anunciando lo que hace, lo que ha hecho y lo que intenta hacer.
Ninguna otra realización humana requiere el discurso en la misma medida que la acción. En todas las demás, el discurso desempeña un papel subordinado, como medio de comunicación o simple acompañamiento de algo que también pudo realizarse en silencio. Cierto es que el discurso es útil en extremo como medio de comunicación e información, pero como tal podría reemplazarse por un lenguaje de signos, que tal vez demostrara ser más útil y conveniente para transmitir ciertos significados, como en el caso de las matemáticas y otras disciplinas científicas o en ciertas formas de trabajo en equipo. Así, también es cierto que la capacidad del hombre para actuar, y especialmente para hacerlo concertadamente, es útil en extremo para los fines de autodefensa o de búsqueda de intereses; pero si no hubiera nada más en juego que el uso de la acción como medio para alcanzar un fin, está claro que el mismo fin podría alcanzarse mucho más fácilmente en muda violencia, de manera que la acción no parece un sustituto muy eficaz de la violencia, al igual que el discurso, desde el punto de vista de la pura utilidad, se presenta como un difícil sustituto del lenguaje de signos:
Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de «quién» en contradistinción al «qué» es alguien —sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta— está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace. Sólo puede ocultarse en completo silencio y perfecta pasividad, pero su revelación casi nunca puede realizarse como fin voluntario, como si upo poseyera y dispusiese de este «quién» de la misma manera que puede hacerlo con sus cualidades. Por el contrario, es más que probable que el «quién», que se presenta tan claro e inconfundible a los demás, permanezca oculto para la propia persona, como el daimōn de la religión griega que acompañaba a todo hombre a lo largo de su vida, siempre mirando desde atrás por encima del hombro del ser humano y por lo tanto sólo visible a los que éste encontraba de frente.
Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción pasa a primer plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana. Aunque nadie sabe a quién revela cuando uno se descubre a sí mismo en la acción o la palabra, voluntariamente se ha de correr el riesgo de la revelación, y esto no pueden asumirlo ni el hacedor de buenas obras, que debe ocultar su yo y permanecer en completo anonimato: ni el delincuente, que ha de esconderse de los demás. Los dos son figuras solitarias, uno a favor y el otro en contra de todos los hombres; por lo tanto, permanecen fuera del intercambio humano y, políticamente, son figuras marginales que suelen entrar en la escena histórica en período de corrupción, desintegración y bancarrota política. Debido a su inherente tendencia a descubrir al agente junto con el acto, la acción necesita para su plena aparición la brillantez de la gloria, sólo posible en la esfera pública.
Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su específico carácter y pasa a ser una forma de realización entre otras. En efecto, entonces no es menos medio para un fin que lo es la fabricación para producir un objeto. Esto ocurre siempre que se pierde la contigüidad humana, es decir, cuando las personas sólo están a favor o en contra de las demás, por ejemplo durante la guerra, cuando los hombres entran en acción y emplean medios de violencia para lograr ciertos objetivos en contra del enemigo. En estos casos, que naturalmente siempre se han dado, el discurso se convierte en «mera charla», simplemente en un medio más para alcanzar el fin, ya sirva para engañar al enemigo o para deslumbrar a todo el mundo con la propaganda; las palabras no revelan nada, el descubrimiento sólo procede del acto mismo, y esta realización, como todas las realizaciones, no puede revelar al «quién», a la única y distinta identidad del agente.
En estos casos la acción pierde la cualidad mediante la que trasciende la simple actividad productiva, que, desde la humilde fabricación de objetos de uso hasta la inspirada creación de obras de arte, no tiene más significado que el que se revela en el producto acabado y no intenta mostrar más de lo claramente visible al final del proceso de producción. La acción sin un nombre, un «quién» unido a ella, carece de significado, mientras que una obra de arte mantiene su pertinencia conozcamos o no el nombre del artista. Los monumentos al «Soldado Desconocido» levantados tras la Primera Guerra Mundial testimonian la necesidad aún existente entonces de glorificación, de encontrar un «quién», un identificable alguien al que hubieran revelado los cuatro años de matanza. La frustración de ese deseo y la repugnancia a resignarse al hecho brutal de que el agente de la guerra no era realmente nadie, inspiró la erección de los monumentos al «desconocido», a todos los que la guerra no había dado a conocer, robándoles no su realización, sino su dignidad hurnana.[242]
25. La trama de las relaciones y las historias interpretadas
La manifestación de quién es el que habla y quién el agente, aunque resulte visible, retiene una curiosa intangibilidad que desconcierta todos los esfuerzos encaminados a una expresión verbal inequívoca. En el momento en que queremos decir quién es alguien, nuestro mismo vocabulario nos induce a decir qué es ese alguien; quedamos enredados en una descripción de cualidades que necesariamente ese alguien comparte con otros como él; comenzamos a describir un tipo o «carácter» en el antiguo sentido de la palabra, con el resultado de que su específica unicidad se nos escapa.
Esta frustración mantiene muy estrecha afinidad con la bien conocida imposibilidad filosófica de llegar a una definición del hombre, ya que todas las definiciones son determinaciones o interpretaciones de qué es el hombre, por lo tanto de cualidades que posiblemente puede compartir con otros seres vivos, mientras que su específica diferencia se hallaría en una determinación de qué clase de «quién» es dicha persona. No obstante, aparte de esta perplejidad filosófica; la imposibilidad, como si dijéramos, de solidificar en palabras la esencia viva de la persona tal como se muestra en la fusión de acción y discurso, tiene gran relación con la esfera de asuntos humanos, donde existimos primordialmente como seres que actúan y hablan. Esto excluye en principio nuestra capacidad para manejar estos asuntos como lo hacemos con cosas cuya naturaleza se halla a nuestra disposición debido a que podemos nombrarlas. La cuestión estriba en que la manifestación del «quien» acaece de la misma manera que las manifestaciones claramente no dignas de confianza de los antiguos oráculos que, según Heráclito, «ni revelan ni ocultan con palabras, sino que dan signos manifiestos».[243] Éste es un factor básico en la también notoria inseguridad no sólo de todos los asuntos políticos, sino de todos los asuntos que se dan directamente entre hombres, sin la intermediaria, estabilizadora y solidificadora influencia de las cosas.[244]
Esta no es más que la primera de las muchas frustraciones que dominan a la acción y, por consiguiente, a la contigüidad y comunicación entre los hombres. Quizás es la más fundamental de las que hemos de afrontar en la medida en que no surge de comparaciones con actividades más productivas y dignas dé confianza, tales como la fabricación, contemplación, cognición e incluso labor, sino que indica algo que frustra la acción en términos de sus propios propósitos. Lo que está en juego es el carácter revelador sin el que la acción y el discurso perderían toda pertinencia humana.
La acción y el discurso se dan entre los hombres, ya que a ellos se dirigen, y retienen su capacidad de revelación del agente aunque su contenido sea exclusivamente «objetivo», interesado por los asuntos del mundo de cosas en que se mueven los hombres, que físicamente se halla entre ellos y del cual surgen los específicos, objetivos y mundanos intereses humanos. Dichos intereses constituyen, en el significado más literal de la palabra, algo del inter-est, que se encuentra entre las personas y por lo tanto puede relacionarlas y unirlas. La mayor parte de la acción y del discurso atañe a este intermediario, que varía según cada grupo de personas, de modo que la mayoría de las palabras y actos se refieren a alguna objetiva realidad mundana, además de ser una revelación del agente que actúa y habla. Puesto que este descubrimiento del sujeto es una parte integrante del todo, incluso la comunicación más «objetiva», el físico, mundano en medio de junto con sus intereses queda sobrepuesto y, como si dijéramos, sobrecrecido por otro en medio de absolutamente distinto, formado por hechos y palabras y cuyo origen lo debe de manera exclusiva a que los hombres actúan y hablan unos para otros. Este segundo, subjetivo en medio de no es tangible, puesto que no hay objetos tangibles en los que pueda solidificarse; el proceso de actuar y hablar puede no dejar tras sí resultados y productos finales. Sin embargo, a pesar de su intangibilidad, este en medio de no es menos real que el mundo de cosas que visiblemente tenemos en común. A esta realidad la llamamos la «trama» de las relaciones humanas, indicando con la metáfora su cualidad de algún modo intangible.
Sin duda, esta trama no está menos ligada al mundo objetivo de las cosas que lo está el discurso a la existencia de un cuerpo vivo, pero la relación no es como la de una fachada o, en terminología marxista, de una superestructura esencialmente superflua pegada a la útil estructura del propio edificio. El error básico de todo materialismo en la política —y dicho materialismo no es marxista y ni siquiera de origen moderno, sino tan antiguo como nuestra historia de la teoría política—[245] es pasar por alto el hecho inevitable de que los hombres se revelan como individuos, como distintas y únicas personas, incluso cuando se concentran por entero en alcanzar un objeto material y mundano. Prescindir de esta revelación, si es que pudiera hacerse, significaría transformar a los hombres en algo que no son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene consecuencias propias es sencillamente ilusorio.
La esfera de los asuntos humanos, estrictamente hablando, está formada por la trama de las relaciones humanas que existe dondequiera que los hombres viven juntos. La revelación del «quien» mediante el discurso, y el establecimiento de un nuevo comienzo a través de la acción, cae siempre dentro de la ya existente trama donde pueden sentirse sus inmediatas consecuencias. Juntos inician un nuevo proceso que al final emerge como la única historia de la vida del recién llegado, que sólo afecta a las historias vitales de quienes entran en contacto con él. Debido a esta ya existente trama de relaciones humanas, con sus innumerables y conflictivas voluntades e intenciones, la acción siempre realiza su propósito; pero también se debe a este medio, en el que sólo la acción es real, el hecho de que «produce» historias con o sin intención de manera tan natural como la fabricación produce cosas tangibles. Entonces esas historias pueden registrarse en documentos y monumentos, pueden ser visibles en objetos de uso u obras de arte, pueden contarse y volverse a contar y trabajarse en toda clase de material. Por sí mismas, en su viva realidad, son de naturaleza diferente por completo a estas reificaciones. Nos hablan más sobre sus individuos, el «héroe» en el centro de cada historia, que cualquier producto salido de las manos humanas lo hace sobre el maestro que lo produjo y, sin embargo, no son productos, propiamente hablando. Aunque todo el mundo comienza su vida insertándose en el mundo humano mediante la acción y el discurso, nadie es autor o productor de la historia de su propia vida. Dicho con otras palabras, las historias, resultados de la acción y el discurso, revelan un agente, pero este agente no es autor o productor. Alguien la comenzó y es su protagonista en el doble sentido de la palabra, o sea, su actor y paciente, pero nadie es su autor.
Que toda vida individual entre el nacimiento y la muerte pueda contarse finalmente como una narración con comienzo y fin es la condición prepolítica y prehistórica de la historia, la gran narración sin comienzo ni fin. Pero la razón de que toda vida humana cuente su narración y que en último término la historia se convierta en el libro de narraciones de la humanidad, con muchos actores y oradores y sin autores tangibles, radica en que ambas son el resultado de la acción. Porque el gran desconocido de la historia, que ha desconcertado a la filosofía de la historia en la Época Moderna, no sólo surge cuando uno considera la historia como un todo y descubre que su protagonista, la humanidad, es una abstracción que nunca puede llegar a ser un agente activo; el mismo desconocido ha desconcertado a la filosofía política desde su comienzo en la antigüedad y contribuido al general desprecio que los filósofos desde Platón han tenido por la esfera de los asuntos humanos. La perplejidad radica en que en cualquier serie de acontecimientos que juntos forman una historia con un único significado, como máximo podemos aislar al agente que puso todo el proceso en movimiento; y aunque este agente sigue siendo con frecuencia el protagonista, el «héroe» de la historia, nunca nos es posible señalarlo de manera inequívoca como autor del resultado final de dicha historia.
Por este motivo Platón creía que los asuntos humanos (ta tōn anthrōpōn pragmata), el resultado de la acción (praxis), no han de tratarse con gran seriedad; las acciones de los hombres parecen como los gestos de las marionetas guiadas por una mano invisible tras la escena, de manera que el hombre parece ser una especie de juguete de un dios.[246] Merece la pena señalar que Platón, que no tenía indicio alguno del concepto moderno de la historia, haya sido el primero en inventar la metáfora de un actor tras la escena que, a espaldas de los hombres que actúan, tira de los hilos y es responsable de la historia. El dios platónico no es más que un símbolo por el hecho de que las historias reales, a diferencia de las que inventamos, carecen de autor; como tal, es el verdadero precursor de la Providencia, la «mano invisible», la Naturaleza, el «espíritu del mundo», el interés de clase, y demás, con los que los filósofos cristianos y modernos intentaron resolver el intrincado problema de que si bien la historia debe su existencia a los hombres, no es «hecha» por ellos. (Nada indica con mayor claridad la naturaleza política de la historia —su carácter de ser una narración de hechos y acción en vez de tendencias, fuerzas o ideas— que la introducción de un actor invisible tras la escena a quien encontramos en todas las filosofías de la historia, las cuales sólo por esta razón pueden reconocerse como filosofías disfrazadas. Por el mismo motivo, el simple hecho de que Adam Smith necesitara una «mano invisible» para guiar las transacciones en el mercado de cambio muestra claramente que en dicho cambio se halla implicado algo más que la pura actividad económica, y que el «hombre económico», cuando hace su aparición en el mercado, es un ser actuante y no sólo un productor, negociante o traficante).
El autor invisible tras la escena es un invento que surge de una perplejidad mental, pero que no corresponde a una experiencia real. Mediante esto, la historia resultante de la acción se interpreta erróneamente como una historia ficticia, donde el autor tira de los hilos y dirige la obra. Dicha historia ficticia revela a u n hacedor, de la misma manera que toda obra de arte índica con claridad que la hizo alguien; esto no pertenece a la propia historia, sino sólo al modo de cobrar existencia. La diferencia entre una historia real y otra ficticia estriba precisamente en que ésta fue «hecha», al contrario de la primera, que no la hizo nadie. La historia real en la que estarnos metidos mientras vivimos carece de autor visible o invisible porque no está hecha. El único «alguien» que revela es su héroe, y éste es el solo medio por el que la originalmente intangible manifestación de un único y distinto «quién» puede hacerse tangible ex post facto mediante la acción y el discurso. Sólo podemos saber quién es o era alguien conociendo la historia de la que es su héroe, su biografía, en otras palabras; todo lo demás que sabemos de él, incluyendo el trabajo que pudo haber realizado y dejado tras de sí, sólo nos dice cómo es o era. Así, aunque sabemos mucho menos de Sócrates, que no escribió una sola línea, que de Platón o Aristóteles, conocemos mucho mejor y más íntimamente quién era, debido a que nos es familiar su historia, que Aristóteles por ejemplo, sobre cuyas opiniones estamos mucho mejor informados.
El héroe que descubre la historia no requiere cualidades heroicas; en su origen la palabra «héroe», es decir, en Homero, no era más que un nombre que se daba a todo hombre libre que participaba en la empresa troyana[247] y sobre el cual podía contarse una historia. La connotación de valor, que para nosotros es cualidad indispensable del héroe, se hallaba ya en la voluntad de actuar y hablar, de insertar el propio yo en el mundo y comenzar una historia personal. Y este valor no está necesaria o incluso primordialmente relacionado con la voluntad de sufrir las consecuencias; valor e incluso audacia se encuentran ya presentes al abandonar el lugar oculto y privado y mostrar quién es uno, al revelar y exponer el propio yo. El alcance de este valor original, sin el que no sería posible la acción ni el discurso y en consecuencia, según los griegos, la libertad, no es menos grande y de hecho puede ser mayor si el «héroe» es un cobarde.
El contenido específico, al igual que su significado general, de la acción y del discurso puede adoptar diversas formas de reificación en las obras de arte que glorifican un hecho o un logro y, por transformación y condensación, mostrar algún extraordinario acontecimiento en su pleno significado. Sin embargo, la cualidad específica y reveladora de la acción y del discurso, la implícita manifestación del agente y del orador, está tan indisolublemente ligada al flujo vivo de actuar y hablar que sólo puede representarse y «reificarse» mediante una especie de repetición, la imitación o mimēsis, que, según Aristóteles, prevalece en todas las artes aunque únicamente es apropiada de verdad al drama, cuyo mismo nombre (del griego dran, «actuar») indica que la interpretación de una obra es una imitación de actuar.[248] Sin embargo, el elemento imitativo no sólo se basa en el arte del actor, sino también, como señala Aristóteles, en el hacer o escribir la obra, al menos en la medida en que el drama cobra plena vida sólo cuando se interpreta en el teatro. Únicamente los actores y recitadores que re-interpretan el argumento de la obra son capaces de transmitir el pleno significado, no tanto de la historia en sí como de los «héroes» que se revelan en ella.[249] En términos de la tragedia griega, esto significaba que la historia y su universal significado lo revelaba el coro, que no imita[250] y cuyos comentarios son pura poesía, mientras que las identidades intangibles de los agentes de la historia, puesto que escapan a toda generalización y por lo tanto a toda reificación, sólo pueden transmitirse mediante una imitación de su actuación. Éste es también el motivo de que el teatro sea el arte político por excelencia; sólo en él se transpone en arte la esfera política de la vida humana. Por el mismo motivo, es el único arte cuyo solo tema es el hombre en su relación con los demás.
26. La fragilidad de los asuntos humanos
La acción, a diferencia de la fabricación, nunca es posible en aislamiento; estar aislado es lo mismo que carecer de la capacidad de actuar. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado. La fabricación está rodeada y en constante contacto con el mundo; la acción y el discurso lo están con la trama de los actos y palabras de otros hombres. La creencia popular en un «hombre fuerte» que, aislado y en contra de los demás, debe su fuerza al hecho de estar solo es pura superstición, basada en la ilusión de que podemos «hacer» algo en la esfera de los asuntos humanos —«hacer» instituciones o leyes, por ejemplo, de la misma forma que hacemos mesas y sillas, o hacer hombres «mejores» o «peores»—,[251] o consciente desesperación de toda acción, política y no política, redoblada con la utópica esperanza de que cabe tratar a los hombres como se trata a otro «material».[252] La fuerza que requiere el individuo para cada proceso de producción pierde por completo su valor cuando la acción está en peligro, trátese de una fuerza intelectual o puramente material. La historia está llena de ejemplos de la impotencia del hombre fuerte y superior que no sabe cómo conseguir la ayuda, la co-acción de sus semejantes. A menudo se achaca su fallo a la fatal inferioridad de la mayoría y al resentimiento que toda persona sobresaliente inspira a los mediocres. Sin embargo; por ciertas que sean tales observaciones, no se adentran en el meollo del problema.
Para ilustrar lo que aquí se halla en peligro hemos de recordar que el griego y el latín, a diferencia de las lenguas modernas, contienen dos palabras diferentes y sin embargo interrelacionadas para designar al verbo «actuar». A los verbos griegos archein («comenzar», «guiar» y finalmente «gobernar») y prattein («atravesar», «realizar», «acabar») corresponden los verbos latinos agere («poner en movimiento», «guiar») y gerere (cuyo significado original es «llevar»).[253] Parece como si cada acción estuviera dividida en dos partes, el comienzo, realizado por una sola persona, y el final, en el que se unen muchas para «llevar» y «acabar» la empresa aportando su ayuda. No sólo están las palabras interrelacionadas de manera similar, sino que también es muy similar la historia de su empleo. En ambos casos, la palabra que originalmente designaba sólo la segunda parte de la acción, su conclusión —prattein y gerere—, pasó a ser la palabra aceptada para la acción en general, mientras que las que designaban el comienzo de la acción se especializaron en el significado, al menos en el lenguaje político. Archein pasó a querer decir principalmente «gobernar» y «guiar» cuando se usó de manera específica, y agere significó «guiar» en vez de «poner en movimiento».
Así, el papel de principiante y guía, que era primus inter pares (en el caso de Homero, rey entre reyes), pasó a ser el del gobernante; la original interdependencia de la acción, la dependencia del principiante y guía con respecto a los demás debido a la ayuda que éstos prestan y la dependencia de sus seguidores con el fin de actuar ellos mismos en una ocasión, constituyeron dos funciones diferentes por completo: la función de dar órdenes, que se convirtió en la prerrogativa del gobernante, y la función de ejecutarlas, que pasó a ser la obligación de sus súbditos. Este gobernante se encuentra solo, aislado y en contra de los demás por su fuerza, al igual que el principiante estaba aislado por su iniciativa de comenzar, antes de encontrar a otros que se le agregaran. Sin embargo, la fuerza del principiante y del guía sólo se muestra en la iniciativa y riesgo que corren, no en la verdadera realización. En el caso del gobernante con éxito, puede reclamar para sí lo que realmente es el logro de muchos, algo que Agamenón, que era rey pero no gobernante, nunca hubiera permitido. Mediante esta reclamación, el gobernante monopoliza, por decirlo así, la fuerza de aquellos sin cuya ayuda no hubiera podido realizar nada. De este modo surge la ilusión de fuerza extraordinaria y la falacia del hombre fuerte que es poderoso porque está solo.
Debido a que el actor siempre se mueve entre y en relación con otros seres actuantes, nunca es simplemente un «agente», sino que siempre y al mismo tiempo es un paciente. Hacer y sufrir son como las dos caras de la misma moneda, y la historia que un actor comienza está formada de sus consecuentes hechos y sufrimientos. Dichas consecuencias son ilimitadas debido a que la acción, aunque no proceda de ningún sitio, por decirlo así, actúa en un medio donde toda reacción se convierte en una reacción en cadena y donde todo proceso es causa de nuevos procesos. Puesto que la acción actúa sobre seres que son capaces de sus propias acciones, la reacción, aparte de ser una respuesta, siempre es una nueva acción que toma su propia resolución y afecta a los demás. Así, la acción y la reacción entre hombres nunca se mueven en círculo cerrado y nunca · pueden confinarse a dos partícipes. Esta ilimitación es característica no sólo de la acción política, en el más estrecho sentido de la palabra, como si la ilimitación de la interrelación humana sólo fuera el resultado de la ilimitada multitud de personas comprometidas, que podrían escaparse al renunciar a la acción dentro de un limitado marco de circunstancias; el acto más pequeño en las circunstancias más limitadas lleva la simiente de la misma ilimitación, ya que un acto, y a veces una palabra, basta para cambiar cualquier constelación.
Más aún, la acción, al margen de su específico contenido, siempre establece relaciones y por lo tanto tiene una inherente tendencia a forzar todas las limitaciones y cortar todas las fronteras.[254] Las limitaciones y fronteras existen en la esfera de los asuntos humanos, pero nunca ofrecen un marco que pueda soportar el asalto con el que debe insertarse en él cada nueva generación. La fragilidad de las instituciones y leyes humanas y, en general, de todas las materias que atañen a los hombres que viven juntos, surge de la condición humana de la natalidad y es independiente de la fragilidad de la naturaleza humana. Las vallas que aíslan la propiedad privada y aseguran los límites de cada familia, las fronteras territoriales que protegen y hacen posible la identidad física de un pueblo, y las leyes que protegen y hacen posible su existencia política, son de tan gran importancia para la estabilidad de los asuntos humanos precisamente porque ninguno de tales principios limitadores y protectores surge de las actividades que se dan en la propia esfera de los asuntos humanos. Las limitaciones de la ley nunca son por entero salvaguardas confiables contra la acción dentro del cuerpo político, de la misma manera que las fronteras territoriales no lo son contra la acción procedente de fuera. La ilimitación de la acción no es más que la otra cara de su tremenda capacidad para establecer relaciones, es decir, su específica productividad; por este motivo la antigua virtud de la moderación, de mantenerse dentro de los límites, es una de las virtudes políticas por excelencia, como la tentación política por excelencia es hubris (como los griegos, de gran experiencia en las potencialidades de la acción, sabían muy bien) y no voluntad de poder, como nos inclinamos a creer.
Sin embargo, mientras las varias limitaciones y fronteras que encontramos en todo cuerpo político pueden ofrecer cierta protección contra la inherente ilimitación de la acción, son incapaces de compensar su segunda importante característica: su inherente falta de predicción. No es simplemente una cuestión de incapacidad para predecir todas las lógicas consecuencias de un acto particular, en cuyo caso un computador electrónico podría predecir el futuro, sino que deriva directamente de la historia que, como resultado de la acción, comienza y se establece tan pronto como pasa el fugaz momento del acto. El problema estriba en que cualquiera que sea el carácter y contenido de la subsiguiente historia, ya sea interpretada en la vida privada o pública, ya implique a muchos o pocos actores, su pleno significado sólo puede revelarse cuando ha terminado. En contraposición a la fabricación, en la que la luz para juzgar el producto acabado la proporciona la imagen o modelo captados de antemano por el ojo artesano, la luz que ilumina los procesos de acción, y por lo tanto todos los procesos históricos, sólo aparece en su final, frecuentemente cuando han muerto todos los participantes. La acción sólo se revela plenamente al narrador, es decir, a la mirada del historiador, que siempre conoce mejor de lo que se trataba que los propios participantes. Todos los relatos contados por los propios actores, aunque pueden en raros casos dar una exposición enteramente digna de confianza sobre intenciones, objetivos y motivos, pasan a ser simple fuente de material en manos del historiador y jamás pueden igualar la historia de éste en significación y veracidad. Lo que el narrador cuenta ha de estar necesariamente oculto para el propio actor, al menos mientras realiza el acto o se halla atrapado en sus consecuencias, ya que para él la significación de su acto no está en la historia que sigue. Aunque las historias son los resultados inevitables de la acción, no es el actor, sino el narrador, quien capta y «hace» la historia.
27. La solución griega
Esta falta de predicción del resultado se relaciona estrechamente con el carácter revelador de la acción y del discurso, en los que se revela el yo de uno sin conocerse a sí mismo ni poder calcular de antemano a quién revela. El antiguo dicho de que nadie puede llamarse eudaimōn antes de su muerte puede apuntar al tema que tratamos si nos fuera posible oír su significado original después de dos mil quinientos años de manoseada repetición; ni siquiera su traducción latina, proverbial ya en Roma —nema ante mortem beatus esse dici potest—, lleva este significado, aunque haya inspirado la práctica de la Iglesia católica de beatificar a sus santos sólo después de transcurrido largo tiempo desde su muerte. Porque eudaimonia no significa ni felicidad ni beatitud; no puede traducirse y tal vez ni siquiera pueda explicarse. Tiene la connotación de santidad, pero sin matiz religioso, y literalmente significa algo como el bienestar del daimōn que acompaña a cada hombre a lo largo de la vida, que es su distinta identidad, pero que sólo aparece y es visible a los otros.[255] Por lo tanto, a diferencia de la felicidad, que es un modo pasajero, y a diferencia de la buena fortuna, que puede tenerse en ciertos momentos de la vida y faltar en otros, la eudaimonia, al igual que la propia vida, es un estado permanente de ser que no está sujeto a cambio ni es capaz de hacerlo. Ser eudaimōn y haber sido eudaimōn, según Aristóteles, son lo mismo, de igual forma que «vivir bien» (eu dzēn) y haber «vivido bien» son lo mismo mientras dure la vida; no son estados o actividades que cambian la cualidad de la persona, tales como aprender y haber aprendido, que indican dos atributos por completo diferentes de la misma persona en distintos momentos.[256]
Esta incambiable identidad de la persona, aunque revelándose intangible en el acto y el discurso, sólo se hace tangible en la historia de la vida del actor y del orador; pero como tal únicamente puede conocerse, es decir, agarrarse como palpable entidad, después de que haya terminado. Dicho con otras palabras, la esencia humana —no la naturaleza humana en general (que no existe) ni la suma total de cualidades y defectos de un individuo, sino la esencia de quién es alguien— nace cuando la vida parte, no dejando tras de sí más que una historia. Por lo tanto, quienquiera que conscientemente aspire a ser «esencial», a dejar tras de sí una historia y una identidad que le proporcione «fama inmortal», no sólo debe arriesgar su vida, sino elegir expresamente, como hizo Aquiles, una breve vida y prematura muerte. Sólo el hombre que no sobrevive a su acto supremo es el indisputable dueño de su identidad y posible grandeza, debido a que en la muerte se retira de las posibles consecuencias y continuación de lo que empezó. Lo que da a la historia de Aquiles su paradigmática significación es que muestra en la cáscara de una nuez que la eudaimonia sólo puede adquirirse al precio de la vida y que uno no puede sentirse seguro de esto más que renunciando a la continuidad del vivir en donde nos revelamos gradualmente, resumiendo toda la vida de uno en un solo acto, de manera que la historia del acto termine junto con la vida misma. Cierto es que, incluso Aquiles, depende del narrador, poeta o historiador, sin quienes todo lo que hizo resulta fútil; pero es el único «héroe», y por lo tanto el héroe por excelencia, que entrega en las manos del narrador el pleno significado de su acto, de modo que es como si no hubiera simplemente interpretado la historia de su vida, sino que también la hubiera «hecho» al mismo tiempo.
Sin duda, este concepto de acción es muy individualista, como diríamos hoy en día.[257] Acentúa la urgencia de la propia revelación a expensas de los otros factores y por lo tanto queda relativamente intocado por el predicamento de la falta de predicción. Como tal, pasó a ser el prototipo de la acción para la antigüedad griega e influyó, bajo la forma del llamado espíritu agonal, en el apasionado impulso de mostrar el propio yo midiéndolo en pugna con otro, que sustenta el concepto de la política prevalente en las ciudades-estado. Un notable síntoma de esta prevalente influencia es que los griegos, a diferencia de los posteriores desarrollos, no contaban a la legislación entre las actividades políticas. A su juicio, el jurista era como el constructor de la muralla de la ciudad, alguien que debía realizar y acabar su trabajo para que comenzara la actividad política. De ahí que fuera tratado como cualquier otro artesano o arquitecto y que pudiera traerse de fuera y encargarle el trabajo sin tener que ser ciudadano, mientras que el derecho a politeuesthai, a comprometerse en las numerosas actividades que finalmente continuaban en la polis, estaba exclusivamente destinado a los ciudadanos. Para éstos, las leyes, como la muralla que rodeaba la ciudad, no eran resultados de la acción, sino productos del hacer. Antes de que los hombres comenzaran a actuar, tuvo que asegurarse un espacio definido y construirse una estructura donde se realizaran todas las acciones subsecuentes, y así el espacio fue la esfera pública de la polis y su estructura la ley; el legislador y el arquitecto pertenecían a la misma categoría.[258] Pero estas entidades tangibles no eran el contenido de la política (ni Atenas era lapolis,[259] sino los atenienses), y no imponían la misma lealtad que la del tipo romano de patriotismo.
Aunque es cierto que Platón y Aristóteles elevaron la legislación y la edificación de la ciudad a la máxima categoría de la vida política, no quiere decir que ampliaran las fundamentales experiencias griegas de la acción y de la política para abarcar lo que luego resultó ser el genio político de Roma: la legislación y la fundación. La escuela socrática, por el contrario, recurrió a estas actividades, que eran prepolíticas para los griegos, ya que deseaba volverse contra la política y la acción. Para los socráticos, la legislación y la ejecución de las decisiones por medio del voto son las actividades políticas más legítimas, ya que en ellas los hombres «actúan como artesanos»: el resultado de su acción es un producto tangible, y su proceso tiene un fin claramente reconocible.[260] Ya no es o, mejor dicho, aún no es acción (praxis), propiamente hablando, sino fabricación (poiēsis) lo que prefieren debido a su gran confiabilidad. Es como si hubieran dicho que si los hombres renunciaran a su capacidad para la acción, con su futilidad, ilimitacíón e inseguridad de resultado, pudiera existir un remedio para la fragilidad de los asuntos humanos.
Hasta qué punto este remedio puede destruir la propia substancia de las relaciones humanas, lo podemos ver en uno de los raros casos en que Aristóteles saca un ejemplo de actuación a partir de la esfera de la vida privada, en la relación entre el benefactor y la persona que recibe. Con esa ingenua falta de moralización que es el signo característico de la antigüedad griega, aunque no de la romana, afirma como cosa natural que el benefactor siempre ama más a quienes ayuda que éstos a él. Continúa diciendo que esto es natural, ya que el benefactor ha realizado un trabajo, un ergon, mientras que el que recibe se ha limitado a sufrir su beneficencia. El benefactor, según Aristóteles, ama su «trabajo», la vida del que recibe lo que él ha «hecho», como el poeta ama su poema, y recuerda a sus lectores que el amor del poeta hacia su obra apenas es menos apasionado que el de la madre por sus hijos.[261] Esta explicación muestra con claridad que la actuación la ve en términos de fabricación, y su resultado, la relación entre los hombres, en términos de «trabajo» realizado (a pesar de sus intentos de distinguir entre acción y fabricación, praxis y poiēsis).[262] En dicho ejemplo queda perfectamente claro que esta interpretación, aunque sirva para explicar psicológicamente el fenómeno de la ingratitud al dar por sentado que tanto el benefactor como quien recibe están de acuerdo en interpretar la acción en términos de fabricación, que realmente estropea a la acción y a su verdadero resultado, la relación ha de establecerse. El caso del legislador es menos adecuado para nosotros debido a que el concepto griego de la tarea y papel del legislador en la esfera pública resulta extraño por completo al nuestro. En cualquier caso, el trabajo, tal como la actividad del legislador en el concepto griego, puede convertirse en el contenido de la acción sólo bajo la condición de que no es deseable o posible la acción posterior, y la acción sólo puede resultar un producto final bajo la condición de que se destruya su auténtico, no tangible y siempre frágil significado. El original y prefilosófico remedio griego para esta fragilidad fue la fundación de la polis. Ésta, como surgió y quedó enraizada en la experiencia griega de la pre-polis y en la estima de lo que hace que valga la pena para los hombres vivir juntos (syzēn), es decir, el «compartir palabras y hechos»,[263] tenía una doble función. En primer lugar, se destinó a capacitar a los hombres para que realizaran de manera permanente, si bien bajo ciertas restricciones, lo que de otro modo sólo hubiera sido posible como extraordinaria e infrecuente empresa que les hubiera obligado a dejar sus familias. Se suponía que la polis multiplicaba las ocasiones de ganar «fama inmortal», es decir, de multiplicar las oportunidades para que el individuo se distinga, para que muestre con hechos y palabras quién es en su única distinción. Una de las razones, si no la principal, del increíble desarrollo del genio en Atenas, al igual que de la no menos sorprendente rápida decadencia de la ciudad-estado, fue precisamente que desde el principio hasta el final su primer objetivo fue hacer de lo extraordinario un caso corriente de la vida cotidiana. La segunda función de la polis, de nuevo muy en relación con los azares de la acción experimentados antes de que ésta cobrara existencia, era ofrecer un remedio para la futilidad de la acción y del discurso; porque las oportunidades de que un hecho merecedor de fama no se olvidara, de que verdaderamente se convirtiera en «inmortal», no eran muy grandes. Homero no fue sólo un brillante ejemplo de función política del poeta, y por lo tanto el «educador de toda la Hélade»; el mismo hecho de que una empresa tan grande como la guerra de Troya pudiera haberse olvidado de no haber existido un poeta que la inmortalizara varios centenares de años después, ofrecía un excelente ejemplo de lo que le podía ocurrir a la grandeza humana si para su permanencia sólo se confiaba en los poetas.
Aquí no nos interesan las causas históricas que determinaron el nacimiento de la ciudad-estado; los griegos dejaron muy claro lo que pensaban de ella y de su raison d’être. La polis —si confiamos en las famosas palabras de Pericles en la Oración Fúnebre— garantizaba a quienes obligaran a cualquier mar y tierra a convertirse en escenario de su bravura que ésta no quedaría sin testimonio, y que no necesitarían ningún Homero ni cualquier otro que supiera hacer su elogio con palabras; sin ayuda de otros, quienes actuaran podrían asentar el imperecedero recuerdo de sus buenas o malas acciones, inspirar admiración en el presente y en el futuro.[264] Dicho con otras palabras, la vida en común de los hombres en la forma de la polis parecía asegurar que la más fútil de las actividades humanas, la acción y el discurso, y el menos tangible y más efímero de los «productos» hechos por el hombre, los actos e historias que son su resultado, se convertirían en imperecederos. La organización de la polis, físicamente asegurada por la muralla que la rodeaba y fisonómicamente garantizada por sus leyes —para que las siguientes generaciones no cambiaran su identidad más allá del reconocimiento—, es u na especie de recuerdo organizado. Asegura al actor mortal que su pasajera existencia y fugaz grandeza nunca carecerá de la realidad que procede de que a uno lo vean, le oigan y, en general, aparezca ante un público de hombres, realidad que fuera de la polis duraría el breve momento de la ejecución y necesitaría de Homero y de «otros de su oficio» para que la presentaran a quienes no se encontraban allí.
Según esta autointerpretación, la esfera política surge de actuar juntos, de «compartir palabras y actos». Así, la acción no sólo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye. Es como si la muralla de la polis y las fronteras de la ley se trazaran alrededor de un espacio ya existente que, no obstante, sin tal estabilizadora protección pudiera no perdurar, no sobrevivir al momento de la acción y del discurso. No históricamente, claro está, sino metafórica y teóricamente hablando, es como si los hombres que volvían de la guerra de Troya hubieran deseado hacer permanente el espacio de la acción que había surgido de sus hechos y sufrimientos, e impedir que pereciera al dispersarse y retornar a sus aislados lugares de origen.
La polis, propiamente hablando, no es la ciudad-estado en su situación física; es la organización de la gente tal como surge de actuar y hablar juntos, y su verdadero espacio se extiende entre las personas que viven juntas para este propósito, sin importar dónde estén. «A cualquier parte que vayas, serás una polis»: estas famosas palabras no sólo se convirtieron en el guardián fiel de la colonización griega, sino que expresaban la certeza de que la acción y el discurso crean un espacio entre los participantes que puede encontrar su propia ubicación en todo tiempo y lugar. Se trata del espacio de aparición en el más amplio sentido de la palabra, es decir, el espacio donde yo aparezco apte otros como otros aparecen ante mí, donde los hombres no existen meramente como otras cosas vivas o inanimadas, sino que hacen su aparición de manera explícita.
Este espacio no siempre existe, y aunque todos los hombres son capaces de actos y palabras, la mayoría de ellos —como el esclavo, el extranjero y el bárbaro en la antigüedad, el laborante o artesano antes de la Época Moderna, el hombre de negocios en nuestro mundo— no viven en él. Más aún, ningún hombre puede vivir en él todo el tiempo. Estar privado de esto significa estar privado de realidad, que, humana y políticamente hablando, es lo mismo que aparición. Para los hombres, la realidad del mundo está garantizada por la presencia de otros, por su aparición ante todos; «porque lo que aparece a todos, lo llamamos Ser»,[265] y cualquier cosa que carece de esta aparición viene y pasa como un sueño, íntima y exclusivamente nuestro pero sin realidad.[266]
28. El poder y el espacio de la aparición
El espacio de aparición cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción, y por lo tanto precede a toda formal constitución de la esfera pública y de las varias formas de gobierno, o sea, las varias maneras en las que puede organizarse la esfera pública. Su peculiaridad consiste, en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, nos sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres —como en el caso de grandes catástrofes cuando se destruye el cuerpo político de un pueblo—, sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades. Siempre que la gente se reúne, se encuentra potencialmente allí, pero sólo potencialmente, no necesariamente ni para siempre. Que las civilizaciones nazcan y declinen, que los poderosos imperios y grandes culturas caigan y pasen sin catástrofes externas —y, con mayor frecuencia, que tales «causas» externas no vayan precedidas por una no menos visible decadencia interna que invita al desastre— se debe a esta peculiaridad de la esfera pública que, puesto que en su esencia reside en la acción y el discurso, nunca pierde por completo su potencial carácter. Lo que primero socava y luego mata a las comunidades políticas es la pérdida de poder y la impotencia final; y el poder no puede almacenarse y mantenerse en reserva para hacer frente a las emergencias, como los instrumentos de la violencia, sino que sólo existe en su realidad. Donde el poder carece de realidad, se aleja, y la historia está llena de ejemplos que muestran que esta pérdida no pueden compensarla las mayores riquezas materiales. El poder sólo es realidad donde palabra y acto no se han separado, donde las palabras no están vacías y los hechos no son brutales, donde las palabras no se emplean para velar intenciones sino para descubrir realidades, y los actos no se usan para violar y destruir sino para establecer relaciones y crear nuevas realidades.
El poder es lo que mantiene la existencia de la esfera pública, el potencial espacio de aparición entre los hombres que actúan y hablan. La palabra misma, su equivalente griego dynamis, como el latino potentia con sus diversos derivados modernos o el alemán Macht (que procede de mögen y möglich, no de machen), indica su carácter «potencial». Cabría decir que el poder es siempre un poder potencial y no una intercambiable, mensurable y confiable entidad como la fuerza. Mientras que ésta es la cualidad natural de un individuo visto en aislamiento, el poder surge entre los hombres cuando actúan juntos y desaparece en el momento en que se dispersan. Debido a esta peculiaridad, que el poder comparte en todas las potencialidades que pueden realizarse pero jamás materializarse plenamente, el poderes en grado asombroso independiente de los factores materiales, ya sea el número o los medios. Un grupo de hombres comparativamente pequeño pero bien organizado puede gobernar casi de manera indefinida sobre grandes y populosos imperios, y no es infrecuente en la historia que países pequeños y pobres aventajen a poderosas y ricas naciones. (La historia de David y Gollat sólo es cierta metafóricamente; el poder de unos pocos puede ser mayor que el de muchos, pero en una lucha entre dos hombres no decide el poder sino la fuerza, y la inteligencia, esto es, la fuerza del cerebro, contribuye materialmente al resultado tanto como la fuerza muscular). La rebelión popular contra gobernantes materialmente fuertes puede engendrar un poder casi irresistible incluso si renuncia al uso de la violencia frente a fuerzas muy superiores en medios materiales. Llamar a esto «resistencia pasiva» es una idea irónica, ya que se trata de una de las más activas y eficaces formas de acción que se hayan proyectado, debido a que no se le puede hacer frente con la lucha, de la que resulta la derrota o la victoria, sino únicamente con la matanza masiva en la que incluso el vencedor sale derrotado, ya que nadie puede gobernar sobre muertos.
El único factor material indispensable para la generación de poder es el vivir unido del pueblo. Sólo donde los hombres viven tan unidos que las potencialidades de la acción están siempre presentes, el poder puede permanecer con ellos, y la fundación de ciudades, que como ciudades-estado sigue siendo modelo para toda organización política occidental, es por lo tanto el más importante prerrequisito material del poder. Lo que mantiene al pueblo unido después de que haya pasado el fugaz momento de la acción (lo que hoy día llamamos «organización») y lo que, al mismo tiempo, el pueblo mantiene vivo al permanecer unido es el poder. Y quienquiera que, por las razones que sean, se aísla y no participa en ese estar unidos, sufre la pérdida de poder y queda impotente, por muy grande que sea su fuerza y muy válidas sus razones.
Si el poder fuera más que esta potencialidad de estar juntos, si pudiera poseerse como la fuerza o aplicarse como ésta en vez de depender del acuerdo temporal y no digno de confianza de muchas voluntades e intenciones, la omnipotencia sería una concreta posibilidad humana. Porque el poder, como la acción, es ilimitado; carece de limitación física en la naturaleza humana, en la existencia corporal del hombre, como la fuerza. Su única limitación es la existencia de otras personas, pero dicha limitación no es accidental, ya que el poder humano corresponde a la condición de la pluralidad para comenzar. Por la misma razón, el poder puede dividirse sin aminorarlo, y la acción recíproca de poderes con su contrapeso y equilibrio es incluso propensa a generar más poder, al menos mientras dicha acción recíproca sigue viva y no termina estancándose. La fuerza, por el contrario, es indivisible, y aunque se equilibre también por la presencia de otros, la acción recíproca de la pluralidad da por resultado una definida limitación de la fuerza individual, que se mantiene dentro de unos límites y que puede superarse por el potencial poder de los demás. La identificación de la fuerza necesaria para la producción de cosas con el poder necesario para la acción, sólo es concebible como el atributo divino de un dios. La omnipotencia nunca es, por lo tanto, un atributo de los dioses en el politeísmo, sea cual sea la superioridad de su fuerza con respecto a la de los hombres. Inversamente, la aspiración hacia la omnipotencia siempre implica —aparte de su utópica hubris— la destrucción de la pluralidad.
Bajo las condiciones de la vida humana, la única alternativa al poder no es la fortaleza —que es impotente ante el poder— sino la fuerza, que un solo hombre puede ejercer contra sus semejantes y de la que uno o unos pocos cabe que posean el monopolio al hacerse con los medios de la violencia. Pero si bien la violencia es capaz de destruir al poder, nunca puede convertirse en su sustituto. De ahí resulta la no infrecuente combinación política de fuerza y carencia de poder, impotente despliegue de fuerzas que se consumen a sí mismas, a menudo de manera espectacular y vehemente pero en completa futilidad, no dejando tras sí monumentos ni relatos, apenas con el justo recuerdo para entrar en la historia. En la experiencia histórica y la teoría tradicional, esta combinación, aunque no se reconozca como tal, se conoce como tiranía, y el consagrado temor a esta forma de gobierno no se inspira de modo exclusivo en su crueldad, que —como atestigua la larga serie de benévolos tiranos y déspotas ilustrados— no es uno de sus rasgos inevitables, sino en la impotencia y futilidad a que condena a gobernantes y gobernados.
Más importante es un descubrimiento hecho por Montesquieu, el último pensador político que se interesó seriamente por el problema de las formas de gobierno. Montesquieu se dio cuenta de que la característica sobresaliente de la tiranía era que se basaba en el aislamiento —del tirano con respecto a sus súbditos y de éstos entre sí debido al mutuo temor y sospecha—, y de ahí que la tiranía no era una forma de gobierno entre otras, sino que contradecía la esencial condición humana de la pluralidad, el actuar y hablar juntos, que es la condición de todas las formas de organización política. La tiranía impide el desarrollo del poder, no sólo en un segmento particular de la esfera pública sino en su totalidad; dicho con otras palabras, genera impotencia de manera tan natural como otros cuerpos políticos generan poder. Esto hace necesario, en la interpretación de Montesquieu, asignarle un lugar especial en la teoría de los cuerpos políticos: sólo la tiranía es incapaz de desarrollar el poder suficiente para permanecer en el espacio de la aparición, en la esfera pública; por el contrario, fomenta los gérmenes de su propia destrucción desde que cobra existencia.[267]
Resulta bastante curioso que la violencia pueda destruir al poder más fácilmente que a la fuerza, y aunque la tiranía siempre se caracteriza por la impotencia de sus súbditos, que pierden su capacidad humana de actuar y hablar juntos, necesariamente no se caracteriza por la debilidad y esterilidad; por el contrario, las artes y oficios pueden florecer bajo estas condiciones si el gobernante es lo bastante «benévolo» para dejar a sus súbditos solos en su aislamiento. Por otra parte, la fuerza, don de la naturaleza que el individuo no puede compartir con otros, hace frente a la violencia con más éxito que al poder, ya de modo heroico, consintiendo en luchar y morir, ya estoicamente, aceptando el sufrimiento y desafiando a la aflicción mediante la autosuficiencia y el retiro del mundo; en ambos casos, la integridad del individuo y su fuerza permanecen intactas. A la fuerza sólo la puede destruir el poder y por eso siempre está en · peligro ante la combinada fuerza de la mayoría. El poder corrompe cuando los débiles se congregan con el fin de destruir a los fuertes, pero no antes. La voluntad de poder, como la Época Moderna de Hobbes a Nietzsche la entendió en su glorificación o denuncia, lejos de ser una característica de los fuertes, se halla, como la envidia y la codicia; entre los vicios de los débiles, y posiblemente es el más peligroso.
Si la tiranía puede describirse como el intento siempre abortado de sustituir el poder por la violencia, la oclocracia, o gobierno de la plebe, que es su exacta contrapartida, puede caracterizarse por el intento mucho más prometedor de sustituir la fuerza por el poder. En efecto, éste es capaz de destruir a toda fuerza y sabemos que donde la principal esfera pública es la sociedad, existe siempre el peligro de que, mediante una perversa forma de «actuar juntos» —por presión y los trucos de las clíques—, pasen a primer plano quienes nada saben y nada pueden hacer. El vehemente anhelo por la violencia, tan característico de algunos de los mejores y más creativos artistas modernos, pensadores, eruditos y artesanos, es una reacción natural de aquellos cuya fuerza ha tratado de engañar la sociedad.[268]
El poder preserva a la esfera pública y al espacio de la aparición, y, como tal, es también la sangre vital del artificio humano que, si no es la escena de la acción y del discurso, de la trama de los asuntos humanos y de las relaciones e historias engendradas por ellos, carece de su última raison d’étre. Sin que los hombres hablen de él y sin albergarlos, el mundo no sería un artificio humano, sino un montón de cosas sin relación al que cada individuo aislado estaría en libertad de añadir un objeto más; sin el artificio humano para albergarlos, los asuntos humanos serían tan flotantes, fútiles y vanos como los vagabundeos de las tribus nómadas. La sabia melancolía del Eclesiastés —«Vanidad de vanidades, todo es vanidad… No hay nada nuevo bajo el sol… no hay memoria de lo que precedió, ni de lo que sucederá habrá memoria en los que serán después»— no surge necesariamente de la específica experiencia religiosa, pero sin duda es inevitable donde y siempre que nuestra confianza en el mundo como lugar adecuado para la aparición humana, para la acción y el discurso, se haya perdido. Sin la acción para hacer entrar en el juego del mundo el nuevo comienzo de que es capaz todo hombre por el hecho de nacer, «no hay nada nuevo bajo el sol»; sin el discurso para materializar y conmemorar, aunque sea de manera tentativa, lo «nuevo» que aparece y resplandece, «no hay memoria»; sin la permanencia del artificio humano, no puede haber «memoria de lo que sucederá en los que serán después». Y sin poder, el espacio de aparición que se crea mediante la acción y el discurso en público se desvanece tan rápidamente como los actos y palabras vivas.
Quizá nada en nuestra historia ha tenido tan corta vida como la confianza en el poder, ni nada más duradera que la desconfianza platónica y cristiana sobre el esplendor que acompaña al espacio de aparición, ni nada —finalmente en la Época Moderna— más común que la convicción de que el «poder corrompe». Las palabras de Pericles, tal como las relata Tucídides, son tal vez únicas en su suprema confianza de que los hombres interpretan y salvan su grandeza al mismo tiempo, por decirlo así, con un solo y mismo gesto, y que la interpretación como tal bastará para generar dynamis y no necesitará la transformadora reificación del homo faber para mantenerse en realidad.[269] El discurso de Pericles, aunque correspondía y se articulaba en las íntimas convicciones del pueblo de Atenas, siempre se ha leído con esa triste sabiduría de la percepción posterior que nos dice que sus palabras se pronunciaron en el comienzo del final. No obstante, por breve que haya sido esta fe en la dynamis (y en consecuencia en la política) —y ya había llegado al fin cuando se formularon las primeras filosofías políticas—, su desnuda existencia ha bastado para elevar a la acción al más alto rango en la jerarquía de la vita activa y para singularizar el discurso como decisiva distinción entre la vida humana y animal, acción y discurso que concedieron a la política una dignidad que incluso hoy día no ha desaparecido por completo.
Lo que es evidente en la formulación de Pericles —y no menos transparente en los poemas de Homero— es que el íntimo significado del acto actuado y de la palabra pronunciada es independiente de la victoria y de la derrota y debe permanecer intocado por cualquier resultado final, por sus consecuencias para lo mejor o lo peor. A diferencia de la conducta humana —que los griegos, como todos los pueblos civilizados, juzgaban según «modelos morales», teniendo en cuenta motivos e intenciones por un lado y objetivos y consecuencias por el otro—, la acción sólo puede juzgarse por el criterio de grandeza debido a que en su naturaleza radica el abrirse paso entre lo comúnmente aceptado y alcanzar lo extraordinario, donde cualquier cosa que es verdadera en la vida común y cotidiana ya no se aplica, puesto que todo lo que existe es único y sui generis.[270] Tucídides (o Pericles) sabía perfectamente que había roto con los modelos normales de conducta cotidiana cuando encontró que la gloria de Atenas consistía en haber dejado tras de sí «por todas partes imperecedera memoria (mnēemeia aidia) de sus actos buenos y malos». El arte de la política enseña a los hombres cómo sacar a la luz lo que es grande y radiante, ta megala kai lampra, en palabras de Demócrito; mientras está allí la polis para inspirar a los hombres que se atreven a lo extraordinario, todas las cosas están seguras; si la polis perece, todo está perdido.[271] Los motivos y objetivos, por puros y grandiosos que sean, nunca son únicos; al igual que las cualidades psicológicas, son típicos, característicos de diferentes clases de personas. La grandeza, por lo tanto, o el significado específico de cada acto, sólo puede basarse en la propia realización, y no en su motivación ni en su logro.
Esta insistencia en los actos vivos y en la palabra hablada como los mayores logros de que son capaces los seres humanos, fue conceptualizada en la noción aristotélica de energeia («realidad»), que designaba todas las actividades que no persiguen un fin (son ateleis) y no dejan trabajo tras sí (no par autas erga), sino que agotan su pleno significado en la actuación.[272] De la experiencia de esta plena realidad deriva su significado original del paradójico «fin en sí mismo»; porque en estos ejemplos de acción y discurso[273] no se persigue el fin (lelos), sino que yace en la propia actividad que por lo tanto se convierte en entelecheia, y el trabajo no es lo que sigue y extingue el proceso, sino que está metido en él; la realización es el trabajo, es energeia.[274] Aristóteles, en su filosofía política, es plenamente consciente de lo que está en juego en la política, o sea, nada menos que el ergon tau anthrōpou[275] (el «trabajo del hombre» qua hombre), y al definir este «trabajo» como «vivir bien» (eu zēn), claramente quería decir que aquí ese «trabajo» no es producto de trabajo, sino que sólo existe en pura realidad. Este logro específicamente humano se sitúa fuera de la categoría de medios y fines; el «trabajo del hombre» no es fin porque los medios para lograrlo —las virtudes o aretai— no son cualidades que puedan o no realizarse, sino que por sí mismas son «realidades». Dicho con otras palabras, los medios para lograr el fin serían ya el fin; y a la inversa, este «fin» no puede considerarse un medio en cualquier otro aspecto, puesto que no hay nada más elevado que alcanzar que esta realidad misma.
Es como un débil eco de la experiencia prefilosófica griega de la acción y el discurso como pura realidad para indicar una y otra vez en la filosofía política a partir de Demócrito y Platón que la política es una technē, está incluida entre las artes, y puede semejarse a actividades tales como la curación o la navegación, donde, como en la interpretación del danzarín o del actor, el «producto» es idéntico al propio acto interpretativo. Pero cabe apreciar lo que les ha ocurrido a la acción y al discurso, que son los únicos con existencia real, y por consiguiente las actividades más altas en la esfera política, cuando escucharnos lo que ha dicho sobre ellos la sociedad moderna, con la peculiar y no comprometedora consistencia que la caracterizó en sus primeras etapas. Porque esta importantísima degradación de la acción y del discurso se denota cuando Adam Smith clasifica todas las ocupaciones que se basan esencialmente en la interpretación —como la profesión militar, «eclesiásticos, abogados, médicos y cantantes de ópera»— junto a los «servicios domésticos»; la más baja e improductiva «labor».[276] Fueron precisamente estas ocupaciones —la curación, el tañido de flauta, la interpretación teatral— las que proporcionaron al pensamiento antiguo ejemplos para las más elevadas y grandes actividades del hombre.
29. El homo faber y el espacio de aparición
La raíz de la antigua estima por la política radica en la convicción de que el hombre qua hombre, cada individuo en su única distinción, aparece y se confirma a sí mismo en el discurso y la acción, y que estas actividades, a pesar de su futilidad material, poseen una permanente cualidad propia debido a que crean su propia memoria.[277] La esfera pública, el espacio dentro del mundo que necesitan los hombres para aparecer, es por lo tanto más específicamente «el trabajo del hombre» que el trabajo de sus manos o la labor de su cuerpo.
La convicción de que lo más grande que puede lograr el hombre es su propia aparición y realización no es cosa natural. Contra esta convicción se levanta la del homo faber al considerar que los productos del hombre pueden ser más —y no sólo más duraderos— que el propio hombre, y también la firme creencia del animal laborans de que la vida es el más elevado de todos los bienes. Por lo tanto, ambos son apolíticos, estrictamente hablando, y se inclinan a denunciar la acción y el discurso como ociosidad, ocio de la persona entrometida y ociosa charla, y por lo general juzgan las actividades públicas por su utilidad con respecto a fines supuestamente más elevados: hacer el mundo más útil y hermoso en el caso del homo faber, hacer la vida más fácil y larga en el caso del animal laborans.
Sin embargo, esto no quiere decir que estén libres de prescindir por completo de una esfera pública, ya que sin un espacio de aparición y sin confiar en la acción y el discurso como modo de estar juntos, ni la realidad del yo de uno, de su propia identidad, ni la realidad del mundo circundante pueden establecerse fuera de toda duda. El sentido humano de la realidad exige que los hombres realicen la pura y pasiva concesión de su ser, no con el fin de cambiarlo sino de articular y poner en plena existencia lo que de otra forma tendrían que sufrir de cualquier modo.[278] Esta realización reside y acaece en esas actividades que sólo existen en pura realidad.
El único carácter del mundo con el que calibrar su realidad es el de ser común a todos, y si el sentido común ocupa tan alto rango en la jerarquía de las cualidades políticas se debe a que es el único sentido que encaja como un todo en la realidad de nuestros cinco sentidos estrictamente individuales y los datos; exclusivamente particulares que captan. Por virtud del sentido común, las percepciones de los demás sentidos revelan la realidad y no se sienten simplemente como irritaciones de nuestros nervios o sensaciones de resistencia de nuestros cuerpos. Un apreciable descenso del sentido común en cualquier comunidad y un notable incremento de la superstición y charlataneri4 son, por lo tanto, signos casi infalibles de alienación del mundo.
Esta alienación —la atrofia del espacio de aparición y el debilitamiento del sentido común— se lleva a un extremo mucho mayor en el caso de una sociedad laborante que en el de una sociedad de productores. En su aislamiento, no molestado, ni visto, ni oído, ni confirmado por los demás, el homo faber no sólo está junto al producto que hace, sino también al mundo de cosas donde añadirá sus propios productos; de esta manera, si bien de forma indirecta, sigue junto a los demás, que hicieron el mundo y que también son fabricantes de cosas. Ya hemos mencionado el mercado de cambio en el que los artesanos se reúnen con sus pares y que para ellos representa una común esfera pública en la medida en que cada uno ha contribuido a ella con algo. No obstante, mientras que la esfera pública como mercado de cambio corresponde de modo más adecuado a la actividad de la fabricación, el intercambio en sí pertenece ya al campo de la acción y en modo alguno es una prolongación de la producción; incluso es menos que una simple función de los procesos automáticos, ya que la compra de alimento y de otros medios de consumo es necesariamente aneja al laborar. La pretensión de Marx de que las leyes económicas son como leyes naturales, que no están hechas por los hombres para regular los actos libres del intercambio, sino que son funciones de las condiciones productivas de la sociedad como un todo, sólo es correcta en una sociedad laboral, donde todas las actividades están ajustadas al metabolismo del cuerpo humano con la naturaleza y donde no existe el intercambio sino sólo el consumo.
Sin embargo, las personas que se reúnen en el mercado de cambio no son principalmente personas sino productoras de productos, y nunca se muestran a sí mismas, ni siquiera exhiben sus habilidades y cualidades como en la «conspicua producción» de la Edad Media, sino sus productos. El impulso que lleva al fabricante al mercado público es la apetencia de productos, no de personas, y la fuerza que mantiene unido y en existencia a este mercado no es la potencialidad que surge entre la gente cuando se unen en la acción y el discurso, sino un combinado «poder de cambio» (Adam Smith) que cada uno de los participantes adquirió en aislamiento. A esta falta de relación con los demás y este interés primordial por el intercambio los calificó Marx como la deshumanización y autoalienación de la sociedad comercial, que excluye a los hombres qua hombres y exige, en sorprendente contradicción con la antigua relación entre lo público y lo privado, que los hombres se muestren sólo en lo privado de sus familias o en intimidad con sus amigos.
La frustración de la persona humana inherente a una comunidad de productores e incluso más a una sociedad comercial quizá se ilustre de la mejor manera con el fenómeno del genio, en el que, desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX, la sociedad moderna vio su más elevado ideal. (El genio creativo como expresión quintaesencial de la grandeza humana era totalmente desconocido en la antigüedad o en la Edad Media). Fue al comienzo de nuestro siglo cuando los grandes artistas protestaron con sorprendente unanimidad contra la calificación de «genios» e insistieron en los conceptos de elaboración, competencia y la estrecha relación entre el arte y el oficio. Sin duda, esta protesta no es en parte más que una reacción contra la vulgarización y comercialización de la noción de genio; pero también se debe al más reciente auge de la sociedad laboral, para la que no es ningún ideal la productividad o creatividad y que carece de todas las experiencias a partir de las cuales puede surgir la propia noción de grandeza. Lo importante en nuestro contexto es que el trabajo del genio, a diferencia del producto del artesano, parece haber absorbido esos elementos de distinción y unicidad que sólo encuentran su inmediata expresión en la acción y en el discurso. La obsesión de la Época Moderna por la firma de cada artista, su no precedente sensibilidad por el estilo, muestra una preocupación por esos rasgos que hacen que el artista trascienda su habilidad de manera similar a la que la unicidad de cada persona trascienda la suma total de sus cualidades. Debido a esta trascendencia, que diferencia el gran trabajo del arte de todos los demás productos de las manos humanas, el fenómeno del genio creativo parece la más alta legitimación de la seguridad del homo faber de que los productos de un hombre pueden ser más y esencialmente más grandes que él mismo.
Sin embargo, el gran acato que rindió la Época Moderna al genio, y que tan frecuentemente ha bordeado la idolatría, apenas pudo cambiar el hecho elemental de que la esencia de quien es alguien no puede reificarse por sí misma. Cuando aparece «objetivamente» —en el estilo de una obra de arte o en la escritura corriente— manifiesta la identidad de una persona y por lo tanto sirve para identificar al autor, pero permanece muda y se nos escapa si intentamos interpretarla como el espejo de una persona viva. Dicho con otras palabras, la idolatría al genio contiene la misma degradación de la persona humana que los otros principios que prevalecen en la sociedad comercial.
Es un elemento indispensable del orgullo humano la creencia de que quien es alguien trasciende en grandeza e importancia a todo lo que el hombre puede hacer y producir. «Dejemos que los médicos, reposteros y criados de las grandes casas sean juzgados por lo que han hecho o incluso por lo que han querido hacer; las grandes personas se juzgan por lo que son».[279] Sólo el vulgo aceptará que su orgullo deriva de lo que ha hecho; por esta aceptación, dichas personas se convierten en «esclavos y prisioneros» de sus propias facultades y comprenderán, si en ellas queda algo más que la pura y estúpida vanidad, que ser esclavo y prisionero de uno mismo no es menos amargo y quizá más vergonzoso que ser el siervo de algún otro. No es la gloria, sino el predicamento del genio creativo, lo que hace que parezca invertida la superioridad del hombre con respecto a su trabajo, de manera que él, el creador vivo, se halla en competencia con sus creaciones, a las que sobrevive, aunque finalmente le sobrevivan. La única buena cualidad de todos los dones realmente grandes es que las personas que los tienen siguen siendo superiores a lo que han hecho, al menos mientras está viva la fuente de la creatividad; porque esta fuente surge de quién son y permanece al margen del verdadero proceso de trabajo, así como independiente de lo que realice. Que el predicamento del genio es no obstante real queda claro en el caso de los literati, donde el invertido orden entre el hombre y su producto es de hecho consumado; lo que en su caso es tan afrentoso, y que incita el odio popular incluso más que la espuria superioridad intelectual, es que incluso su peor producto es probablemente mejor que lo que son ellos mismos. La característica del «intelectual» es que permanece imperturbable ante «la terrible humillación» bajo la que labora el verdadero artista o escritor, que es «sentir que se convierte en el hijo de su obra», en la que está condenado a verse «como en un espejo, limitado, tal y tal».[280]
30. El movimiento de la labor
La actividad del trabajo, cuyo necesario prerrequisito es el aislamiento, aunque puede no ser capaz de establecer una esfera pública autónoma en la que aparezcan los hombres qua hombres, sigue estando de muchas maneras en relación con este espacio de apariciones; por lo menos sigue en relación con el mundo tangible de las cosas que produjo. Por consiguiente, la elaboración puede ser una forma no política de la vida, pero ciertamente no es antipolítica. Precisamente éste es el caso del laborar, actividad en la que el hombre no está junto con el mundo ni con los demás, sino solo con su cuerpo, frente a la desnuda necesidad de mantenerse vivo.[281] No cabe duda de que también vive en presencia de y junto a otros, pero esta contigüidad carece de los rasgos distintivos de la verdadera pluralidad. No consiste en la intencionada combinación de diferentes habilidades y oficios como en el caso de la elaboración (para no hablar de las relaciones entre personas únicas), sino que existe en la multiplicación de especímenes que son fundamentalmente semejantes p9rque son lo que son como meros organismos vivos.
En la naturaleza del laborar radica que los hombres se junten en forma de grupo de labor, donde cualquier número de individuos «laboran juntos como si fueran uno»,[282] y en este sentido la contigüidad puede impregnar el laborar de manera más íntima que cualquier otra activídad.[283] Pero esta «naturaleza colectiva de la labor»,[284] lejos de establecer una reconocible, identificable realidad para cada miembro del grupo de labor, requiere por el contrario la verdadera pérdida de todo conocimiento de individualidad e identidad; por esta razón todos esos «valores» que derivan del laborar, más allá de su obvia función en el proceso de la vida, son enteramente «sociales» y esencialmente no diferentes del placer adicional derivado de comer y beber en compañía. La sociabilidad de esas actividades que surgen del metabolismo del cuerpo humano con la naturaleza no se basa en la igualdad, sino en la identidad, y desde este punto de vista resulta perfectamente cierto que «por naturaleza un filósofo no es un genio y modo de ser ni la mitad diferente de un mozo de cuerda que lo es un mastín de un galgo». Esta frase de Adam Smith, que Marx citó con sumo agrado,[285] corresponde mucho mejor a una sociedad de consumidores que a la reunión de personas en el mercado de cambio, que saca a la luz las habilidades y cualidades de los productores y de esta manera siempre proporciona alguna base para la distinción.
La identidad que prevalece en una sociedad basada en la labor y el consumo y expresada en su conformidad, está íntimamente relacionada con la experiencia somática de laborar juntos, donde el ritmo biológico de la labor une al grupo de laborantes hasta el punto de que cada uno puede sentir que ya no es un individuo, sino realmente uno con todos los otros. Sin duda, esto facilita la fatiga y molestia de la labor tanto como el caminar juntos facilita el esfuerzo de cada soldado durante la marcha. Por lo tanto, es absolutamente cierto que para el animal laborans «el sentido de la labor y el valor dependen por entero de las condiciones sociales», o sea, de la medida en que el proceso de labor y consumo se permite funcionar suave y fácilmente, con independencia de las «actitudes profesionales propiamente dichas»;[286] el problema radica en que las mejores «condiciones sociales» son aquellas bajo las que es posible perder la propia identidad. Esta unión de muchos en uno es básicamente antipolítica; es el extremo opuesto de esa contigüidad que prevalece en las comunidades políticas o comerciales, que —siguiendo el ejemplo de Aristóteles— no está formada por una asociación (koinōnia) entre dos médicos, sino entre un médico y un agricultor, «y en general entre personas que son diferentes y desiguales».[287]
La igualdad que lleva consigo la esfera pública es forzosamente una igualdad de desiguales que necesitan ser «igualados» en ciertos aspectos y para fines específicos. Como tal, el factor igualador no surge de la «naturaleza» humana, sino de fuera, de la misma manera que el dinero —y continuamos con el ejemplo aristotélico— se necesita como factor externo para igualar las desiguales actividades del médico y del agricultor. La igualdad política, por lo tanto, es el extremo opuesto a nuestra igualdad ante la muerte, que como destino común a todos los hombres procede de la condición humana, o a la igualdad ante Dios, al menos en su interpretación cristiana, en la que afrontamos una igualdad pecaminosa inherente a la naturaleza humana. En estos casos no se requiere ningún igualador, ya que prevalece la uniformidad; sin embargo, por el mismo motivo, la experiencia real de esta uniformidad, la experiencia de la vida y de la muerte, no sólo se da en aislamiento, sino en total soledad, donde no es posible la verdadera comunicación, y mucho menos la asociación y comunidad. Desde el punto de vista del mundo y de la esfera pública, la vida y la muerte y todo lo que atestigua uniformidad son experiencias no mundanas, antipolíticas y verdaderamente trascendentes.
La incapacidad del animal laborans para la distinción y, de ahí, para la acción y el discurso parece confirmarse por la sorprendente inexistencia de rebeliones de esclavos en los tiempos antiguos y modernos.[288] No menos sorprendente es el repentino y a menudo extraordinario papel productivo que los movimientos laborales han desempeñado en la política moderna. Desde las revoluciones de 1848 hasta la húngara de 1956, la clase trabajadora europea, por ser la única organizada y por lo tanto la dirigente del pueblo, ha escrito uno de los más gloriosos y probablemente más prometedores capítulos de la historia contemporánea. No obstante, aunque la frontera entre las demandas económicas y políticas, entre las organizaciones políticas y los sindicatos, estaba bastante difuminada, no hay que confundir ambas organizaciones. Los sindicatos, al defender y luchar por los intereses de la clase trabajadora, son responsables de su incorporación final en la sociedad moderna, en especial del extraordinario incremento en la seguridad económica, prestigio social y poder político. Los sindicatos nunca fueron revolucionarios en el sentido de desear una transformación de la sociedad junto con una transformación de las instituciones políticas en que esta sociedad estaba representada, y los partidos políticos de la clase trabajadora han sido la mayor parte del tiempo partidos de intereses, en modo alguno diferentes de los partidos que representaban a las demás clases sociales. Sólo apareció una distinción en esos raros y sin embargo decisivos momentos en que, durante el proceso de una revolución, resultó repentinamente que la clase trabajadora, sin estar dirigida por ideologías y programas oficiales de partido, tenía sus propias ideas sobre las posibilidades de gobierno democrático bajo las condiciones modernas. Dicho con otras palabras, la línea divisoria entre las organizaciones políticas y los sindicatos no es una cuestión de extremas exigencias económicas y sociales, sino sólo de propuesta de una nueva forma de gobierno.
Lo que fácilmente pasa por alto el historiador moderno que se enfrenta al auge de los sistemas totalitarios, en especial cuando se trata de los progresos en la Unión Soviética, es que de la misma manera que las masas modernas y sus líderes lograron, al menos temporalmente, producir en el totalitarismo una auténtica, si bien destructiva, forma de gobierno, las revoluciones del pueblo han adelantado durante más de cien años, aunque nunca con éxito, otra nueva forma de gobierno: el sistema de los consejos populares con el que sustituir al sistema continental de partidos que, cabe decir, estaba desacreditado incluso antes de cobrar existencia.[289] Los destinos históricos de las dos tendencias de la clase trabajadora, el movimiento sindical y las aspiraciones políticas del pueblo, no podían estar más en desacuerdo: los sindicatos, es decir, la clase trabajadora en la medida en que sólo es una de las clases de la sociedad moderna, ha ido de victoria en victoria; mientras que al mismo tiempo el movimiento político laboral ha salido derrotado cada vez que se atrevió a presentar sus propias demandas, diferenciado de los programas de partido y de las reformas económicas. Si la tragedia de la revolución húngara sólo logró mostrar al mundo que, a pesar de todas las derrotas y apariencias, este impulso político aún no ha muerto, sus sacrificios no fueron en vano.
Esta aparentemente flagrante discrepancia entre el hecho histórico —la productividad política de la clase trabajadora— y los datos fenomenales obtenidos de un análisis de la actividad laboral, desaparece probablemente al examinar con mayor atención el desarrollo y sustancia del movimiento laboral. La principal diferencia entre la labor del esclavo y la libre y moderna no radica en que el laborante tenga libertad personal —libertad de movimiento, actividad económica e inviolabilidad personal—, sino en que se le admite en la esfera pública y está plenamente emancipado como ciudadano. El momento decisivo en la historia de la labor llegó con la abolición del requisito de la propiedad para ejercer el derecho de voto. Hasta entonces el estado legal de la labor libre había sido muy similar al de la población esclava de la antigüedad, cuya emancipación se incrementaba de manera constante; estos hombres eran libres, asimilados al estado legal de los residentes extranjeros, pero no ciudadanos. En contraste con las antiguas emancipaciones de esclavos, en las que regía como norma que el esclavo dejaba de ser un laborante en cuanto dejaba de ser esclavo, y en las que, por lo tanto, la esclavitud seguía siendo la condición social del laborar al margen de la cantidad de esclavos que se emanciparan, la moderna emancipación laboral se propuso elevar la propia actividad de la labor, que se logró mucho antes de que el trabajador, como persona, obtuviera derechos civiles y personales.
Sin embargo, uno de los más importantes efectos secundarios de la real emancipación de los laborantes fue que un nuevo sector de la población quedó de pronto más o menos admitido en la esfera pública, es decir, apareció en público,[290] sin que al mismo tiempo fuera admitido en sociedad, sin desempeñar ningún papel dirigente en las importantes actividades económicas de esta sociedad y, por consiguiente, sin ser absorbido por la esfera social y, como si dijéramos, arrebatado de la esfera pública. El decisivo papel de simple aparición, de distinguirse uno mismo y descollar en la esfera de los asuntos humanos, queda perfectamente reflejado en el hecho de que los laborantes, cuando entraron en la escena de la historia, sintieron la necesidad de adoptar una indumentaria propia, el sans-culotte, del que tomarían él nombre durante la Revolución francesa.[291] Con esta indumentaria se distinguieron, y dicha distinción iba dirigida contra todos los demás.
El rasgo conmovedor del movimiento laboral en sus primeras etapas —y sigue en sus primeras etapas en todos los países donde el capitalismo no ha alcanzado su pleno desarrollo, en la Europa oriental, por ejemplo, y también en Italia o España e incluso en Francia— surge de su lucha contra la sociedad como un todo. El enorme poder potencial que estos movimientos adquirieron en un tiempo relativamente corto y a menudo bajo circunstancias muy adversas se debe a que, a pesar de todas las teorías y palabras, era el único grupo en la escena política que no sólo defendía sus intereses económicos, sino que libraba una batalla política completa. Dicho con otras palabras, cuando apareció el movimiento laboral en la escena pública era la única organización en la que los hombres actuaban y hablaban qua hombres, y no qua miembros de la sociedad.
Para este papel político y revolucionario del movimiento laboral, que con toda probabilidad está próximo a su fin, es decisivo que la actividad de sus miembros sea incidental y que su fuerza de atracción no se limite a la clase trabajadora. Aunque durante cierto tiempo pareció que el movimiento lograría establecer, al menos dentro de sus propias filas, un nuevo espacio público con modelos políticos distintos, el motivo de estos intentos no fue la labor —ni la propia actividad laboral, ni la siempre utópica rebelión contra las urgentes necesidades de la vida—, sino esas injusticias e hipocresías que han desaparecido con la transformación de una sociedad de clases en una de masas y con la sustitución de un salario anual garantizado por la paga diaria o semanal.
Hoy día los trabajadores ya no están al margen de la sociedad; son sus miembros y participan en las tareas colectivas como todos los demás. El significado político del movimiento laboral es ahora igual al de cualquier otro grupo de presión; ha pasado el tiempo, que duró casi cien años, en que representaba al pueblo como un todo, si entendemos por le peuple el cuerpo político real, diferenciado como tal de la población y de la sociedad.[292] (Durante la revolución húngara los trabajadores no se diferenciaban en nada del resto del pueblo; lo que desde 1848 hasta 1918 había sido casi un monopolio de la clase trabajadora —la noción de un sistema parlamentario basado en consejos en lugar de partidos— se había convertido en la unánime demanda de todo el pueblo). El movimiento laboral, equívoco en su contenido y objetivos desde el comienzo, perdió esta representación y por consiguiente su papel político en todos los países en que la clase trabajadora pasó a ser parte integrante de la sociedad, una fuerza económica y social propia en la mayoría de las economías desarrolladas del mundo occidental, o donde «logró» transformar toda la población en una sociedad laboral, como en Rusia y como puede ocurrir en cualquier otra parte incluso en condiciones no totalitarias. Bajo circunstancias en las que incluso se está suprimiendo el mercado de cambio, el debilitamiento de la esfera pública, tan evidente a lo largo de la Época Moderna, puede llegar a su última fase de desaparición.
31. La tradicional sustitución del hacer por el actuar
La Época Moderna, en su primera etapa de interés por los productos tangibles y beneficios demostrables o en su posterior obsesión por el suave funcionamiento y sociabilidad, no fue la primera en denunciar la ociosa inutilidad de la acción y del discurso en particular y de la política en general.[293] La exasperación por la triple frustración de la acción —no poder predecir su resultado, la irrevocabilidad del proceso, y el carácter anónimo de sus autores— es casi tan antigua como la historia registrada. Siempre ha supuesto una gran tentación, tanto para los hombres de acción como para los de pensamiento, encontrar un sustituto a la acción con la esperanza de que la esfera de los asuntos humanos escapara de la irresponsabilidad moral y fortuita inherente a una pluralidad de agentes. La notable monotonía de las soluciones propuestas a lo largo de la historia da testimonio de la elemental simplicidad de la materia. Hablando en términos generales, siempre intentan refugiarse de las calamidades de la acción en cualquier actividad en que un hombre solo, aislado de los demás, sea dueño de sus actos desde el comienzo hasta el final. Este intento de reemplazar el actuar por el hacer es manifiesto en el conjunto de argumentos contra la «democracia», que, cuanto más consistente y razonado sea, se convierte en alegato contra la esencia de la política.
Las calamidades de la acción derivan de la condición humana de la pluralidad, condición sine qua non para ese espacio de aparición que es la esfera pública. De ahí que el intento de suprimir esta pluralidad sea equivalente a la abolición de la propia esfera pública. La salvación más clara de los peligros de la pluralidad es la monarquía, o gobierno de un hombre, en sus numerosas variedades, desde la completa tiranía de uno contra todos hasta el benevolente despotismo y esas formas de democracia en las que la mayoría forma un cuerpo colectivo de tal modo que el pueblo «es muchos en uno» y se constituye en «monarca».[294] La solución platónica del filósofo-rey, cuya «sabiduría» solventa las perplejidades de la acción como si fueran solubles problemas de cognición, no es más que una variedad del gobierno de un hombre, y en modo alguno la menos tiránica. El problema que originan estas formas de gobierno no es que sean crueles, ya que a menudo no lo son, sino más bien que funcionan demasiado bien. Los tiranos, si conocen su cometido, pueden ser «amables y suaves en todo», como Pisístrato, cuyo gobierno fue comparado en la antigüedad a «la edad de oro de Cronos»;[295] sus medidas pueden ser muy «poco tiránicas» y beneficiosas a les oídos modernos, en especial cuando se nos informa que el único —aunque fracasado— intento de abolir la esclavitud en la antigüedad lo hizo Periandros, tirano de Corinto.[296] Sin embargo, todos tienen en común el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados y que sólo «el gobernante debe atender los asuntos públicos».[297] Sin duda, esto equivalía a fomentar la industria privada y la laboriosidad, pero los ciudadanos no veían en esta política más que el intento de quitarles el tiempo necesario para su participación en los asuntos comunes. Las ventajas de corto alcance de la tiranía, es decir, la estabilidad, seguridad y productividad, preparan el camino para la inevitable pérdida de poder, aunque el desastre real ocurra en un futuro relativamente lejano.
Escapar de la fragilidad de los asuntos humanos para adentrarse en la solidez de la quietud y el orden se ha recomendado tanto, que la mayor parte de la filosofía política desde Platón podría interpretarse fácilmente como los diversos intentos para encontrar bases teóricas y formas prácticas que permitan escapar de la política por completo. El signo característico de tales huidas es el concepto de gobierno, o sea, el concepto de que los hombres sólo pueden vivir juntos legal y políticamente cuando algunos tienen el derecho a mandar y los demás se ven obligados a obedecer. La trivial noción, que ya se encuentra en Platón y Aristóteles, de que toda comunidad política está formada por quienes gobiernan y por los que son gobernados (en la que se basan las actuales definiciones de formas de gobierno: gobierno de uno o monarquía, gobierno de pocos u oligarquía, gobierno de muchos o democracia), se fundamenta en la sospecha que inspira la acción más que en el desprecio hacia los hombres, y procede del deseo de encontrar un sustituto a la acción más que de la irresponsable o tiránica voluntad de poder.
En teoría, la versión más breve y fundamental de ese escapar de la acción para adentrarse en el gobierno se da en el Político, donde Platón abre una brecha entre los dos modos de acción, archein y prattein («comienzo» y «actuación»), que según el pensamiento griego estaban relacionados. El problema, tal como lo vio Platón, consistía en asegurarse que el principiante seguiría siendo el dueño completo de lo que había comenzado, sin necesitar la ayuda de los demás para realizarlo. En la esfera de la acción, este dominio aislado sólo puede lograrse si los demás ya no necesitan unirse a la empresa por su propio acuerdo, con sus motivos y objetivos propios, sino que están acostumbrados a ejecutar órdenes, y si, por otra parte, el principiante que tornó fa iniciativa no se permite comprometerse en la acción. De esta manera, comenzar (archein) y actuar (prattein) pueden convertirse en dos actividades diferentes por completo, y el principiante llegar a ser un gobernante (archōn en el doble sentido de la palabra) que «no tiene que actuar (prattein), sino que gobierna (archein) sobre quienes son capaces de ejecución». En esas circunstancias, la esencia de la política es «saber cómo comenzar y gobernar los asuntos más graves con respecto a oportunidad e inoportunidad»; la acción como tal se ha eliminado totalmente y ha pasado a ser la simple «ejecución de órdenes».[298] Platón fue el primero en introducir la división entre, quienes saben y no actúan y los que actúan y no saben, en lugar de la antigua articulación de la acción en comienzo y realización, de modo que saber qué hacer y hacerlo se convirtieron en dos actividades completamente diferentes.
Puesto que Platón identificó de inmediato la línea divisoria entre acción y pensamiento con la brecha que separa a los gobernantes de los gobernados, resulta evidente que las experiencias en las que se basa la división platónica son las de la familia, donde nada podía hacerse sí el dueño no sabía qué hacer y no daba órdenes a los esclavos, órdenes que éstos ejecutaban sin saber. De ahí que quien sabe no tiene que hacer y quien hace no necesita pensamiento ni conocimiento. Platón era plenamente consciente de que proponía una transformación revolucionaria de la polis cuando aplicaba a su administración las máximas reconocidas para u na familia bien ordenada.[299] (Es un error común creer que Platón deseaba abolir la familia; quería, por el contrario, ampliar este tipo de vida hasta el extremo de que una familia incluyera a todos los ciudadanos. Dicho con otras palabras, quería eliminar de la comunidad familiar su carácter privado, y con ésta finalidad recomendaba la abolición de la propiedad privada y del status marital individual).[300] Según el pensamiento griego, la relación entre gobernar y ser gobernado, entre mando y obediencia, era por definición idéntica a la relación entre amo y esclavos y por consiguiente impedía toda posibilidad de acción. Por lo tanto, la argumentación de Platón de que las normas de conducta en los asuntos públicos debían derivarse de la relación amo-esclavo en una familia bien ordenada, significaba realmente que la acción no tenía que desempeñar parte alguna en los asuntos humanos.
Es evidente que el esquema de Platón ofrece muchas más posibilidades para establecer un orden permanente en los asuntos humanos que los esfuerzos del tirano para eliminar a todos, con excepción de él, de la esfera pública. Aunque cada uno de los ciudadanos retuviera algún derecho en el manejo de los asuntos públicos, en conjunto «actuarían» como un solo hombre sin tener siquiera la posibilidad de disensión interna, menos aún de lucha de facciones: mediante el gobierno «los muchos se convierten en uno en todo aspecto» excepto en la aparición fisica.[301] Históricamente, el concepto de gobierno, aunque tiene su origen en la esfera familiar, ha desempeñado su papel más decisivo en la organización de los asuntos públicos y para nosotros está invariablemente relacionado con la política. Esto no debe hacer que pasemos por alto el hecho de que para Platón era una categoría mucho más general. Veía en dicho concepto el principal dispositivo para ordenar y juzgar los asuntos humanos en todo aspecto. Esto no sólo resulta evidente debido a su insistencia en que la ciudad-estado ha de considerarse como «amplio mandamiento del hombre», sino también debido a su const1ucción de un orden psicológico que realmente sigue al orden público de su utópica ciudad, y aún es más manifiesto en la grandiosa consistencia con la que introdujo el principio de dominación en la relación del hombre consigo mismo. El supremo criterio de aptitud para gobernar a los demás es, tanto en Platón como en la aristocrática tradición del Occidente, la capacidad para gobernarse a uno mismo. Al igual que el filósofo-rey manda en la ciudad, el alma manda en el cuerpo y la razón lo hace en las pasiones. En el propio Platón, la legitimidad de esta tiranía en todo lo que atañe al hombre, su conducta con respecto a su mismo y a los demás, sigue estando firmemente enraizada en la equívoca significación de la palabra archein, que significa comenzar y gobernar; para Platón es decisivo, como lo dice expresamente al final de las Leyes, que sólo el comienzo (archē) da derecho a gobernar (archein). En la tradición del pensamiento platónico, esta identidad original y lingüísticamente predeterminada de gobernar y comenzar tuvo como consecuencia que todo comienzo se entendió como legitimación de gobierno hasta que, finalmente, el factor comienzo desapareció por completo del concepto de gobierno. Con él desapareció de la filosofía política la comprensión más elemental y auténtica de la libertad humana.
La separación platónica de saber y hacer ha quedado en la raíz de todas las teorías de dominación que no son simples justificaciones de una irreductible e irresponsable voluntad de poder. Debido a la conceptualización y clarificación filosófica, la identificación platónica de conocimiento con mando y gobierno y de acción con obediencia y ejecución rigieron las primeras experiencias y articulaciones de la esfera política y pasó a ser autoritaria para toda la tradición del pensamiento político, incluso después de que hubieran quedado olvidadas las raíces de las que Platón derivó sus conceptos. Aparte de la singular mezcla platónica de profundidad y belleza, cuyo peso iba a llevar sus pensamientos a través de los siglos, la razón de la longevidad de esta parte concreta de su obra radica en que vigorizó la sustitución de gobierno por acción mediante una interpretación aún más razonable, en términos de hacer y fabricar. Es cierto —y Platón, que había obtenido la palabra clave de su filosofía, la «idea», de las experiencias en la esfera de la fabricación, debió de ser el primero en observarlo— que la división entre conocer y hacer, tan extraña a la esfera de la acción, cuya validez y significación se destruyen en el momento en que pensamiento y acción se separan, es una experiencia cotidiana en la fabricación, cuyos procesos se dividen en dos partes: en primer lugar, captar la imagen o aspecto (eidos) del producto que va a ser, y luego organizar los medios y comenzar la ejecución.
El deseo platónico de sustituir el hacer por el actuar con el fin de conceder a la esfera de los asuntos humanos la solidez inherente al trabajo y a la fabricación se hace más aparente donde toca la esencia de su filosofía, la doctrina de las ideas. Cuando Platón no se interesa por la filosofía política (como en el Banquete y en alguna otra obra), describe las ideas como lo que «brilla más» (ekphanestaton) y por consiguiente como variaciones de lo hermoso. Sólo en la República se transforman las ideas en modelos, medidas y normas de conducta, que son variaciones o derivaciones de la idea de lo «bueno» en el sentido griego de la palabra, o sea, de lo «bueno para» o de adecuación.[302] Esta transformación era necesaria para aplicar la doctrina de las ideas a la política, y debido esencialmente a un propósito político, el de" eliminar el carácter de fragilidad de los asuntos humanos, Platón creyó preciso declarar lo bueno, y no lo hermoso, como la más elevada idea. Pero esta idea de lo nuevo no es la más elevada del filósofo, quien desea contemplar la verdadera esencia del Ser y por consiguiente cambia la oscura caverna de los asuntos humanos por el brillante firmamento de las ideas; incluso en la República, el filósofo sigue definido como amante de lo hermoso, no de lo bueno. La bondad es la más elevada idea del filósofo-rey, que desea gobernar los asuntos humanos porque ha de pasar su vida entre los hombres y no puede residir para siempre bajo el firmamento de las ideas. Sólo cuando vuelve a la oscura caverna de los asuntos humanos para vivir de nuevo con sus semejantes, necesita las ideas para que le guíen como modelos y normas con los que medir y clasificar la variada multitud de actos y palabras humanas, con la misma absoluta y «objetiva» certeza con que el artesano se guía en la fabricación y el lego en juzgar las camas individuales mediante el determinado y siempre presente modelo, la «idea» de la cama en general.[303]
Técnicamente, la mayor ventaja de esta transformación y aplicación de la doctrina de las ideas a la esfera política radica en que se elimina el elemento personal en el concepto platónico del gobierno ideal. Platón sabía muy bien que sus analogías favoritas sacadas de la vida familiar, tales como la relación dueño-esclavo o pastor-rebaño, exigían en el gobernante una cualidad casi divina para diferenciarlo de sus súbditos tan claramente como se diferencian los esclavos del amo o la oveja del pastor.[304] La construcción del espacio público en la imagen de un objeto fabricado llevaba sólo consigo, por el contrario, la implicación de la maestría y experiencia corriente en el arte de la política como en todas las demás artes, donde el factor apremiante no radica en la persona del artista o artesano, sino en el objeto impersonal de su arte u oficio. En la República, el filósofo-rey aplica las ideas como el artesano lo hace con sus normas y modelos; «hace» su ciudad como el escultor una estatua;[305] y en la obra platónica final estas mismas ideas incluso se han convertido en leyes que sólo necesitan ser ejecutadas.[306]
Dentro de este marco, la aparición de un sistema político utópico que de acuerdo con un modelo podría construirlo alguien con dominio de las técnicas de los asuntos humanos, casi pasa a ser una cosa natural; Platón, que fue el primero en concebir un dibujo de ejecución para la formación de cuerpos políticos, ha sido la inspiración de todas las posteriores utopías. Y aunque ninguna de estas utopías ha desempeñado un papel importante en la historia —porque en los pocos casos en que se realizaron los esquemas utópicos, quedaron destruidos bajo el peso de la realidad, no tanto de la realidad de las circunstancias exteriores como de las reales relaciones humanas que no podían controlar—, estaban entre los medios más eficientes para conservar y desarrollar una tradición del pensamiento político en la que, consciente o inconscientemente, el concepto de acción se interpretaba como formación y fabricación.
En el desarrollo de esta tradición es digna de observarse una cosa. Es cierto que la violencia, sin la que no podía darse ninguna fabricación, siempre ha desempeñado un importante papel en el pensamiento y esquemas políticos basados en una interpretación de la acción como construcción; pero hasta la Época Moderna, este elemento de violencia siguió siendo estrictamente instrumental, un medio que necesitaba u n fin para justificarlo y limitarlo, con lo que la glorificación de la violencia como tal está ausente de la tradición del pensamiento político anterior a la Época Moderna. En términos generales, dicha glorificación era imposible mientras se supusiera que la contemplación y la razón eran las más elevadas capacidades del hombre, ya que con tal supuesto todas las articulaciones de la vita activa, la fabricación no menos que la acción, y no digamos la labor, seguían siendo secundarias e instrumentales. En la ms estrecha esfera de la teoría política, la consecuencia fue que la noción de gobierno y las concomitantes cuestiones de legitimidad y justa autoridad desempeñaron un papel mucho más decisivo que la comprensión e interpretaciones de la propia acción. Sólo la convicción de la Época Moderna de que el hombre únicamente puede conocer lo que hace, que sus capacidades pretendidamente más elevadas dependen de la fabricación y que, por lo tanto, es profundamente homo faber y no animal rationale, pusieron de manifiesto las implicaciones mucho más antiguas de la violencia inherentes a todas las interpretaciones de la esfera de los asuntos humanos como esfera de la fabricación. Esto ha llamado la atención especialmente en las series de revoluciones, características de la Época Moderna, todas las cuales —con excepción de la norteamericana— muestran la misma combinación del antiguo entusiasmo romano por la creación de un nuevo cuerpo político con la glorificación de la violencia como único medio para «hacerlo». La sentencia de Marx, la «violencia es la partera de toda vieja sociedad preñada de otra nueva», es decir, de todo cambio en la historia y la política,[307] sólo resume la convicción de la Época Moderna y saca las consecuencias de su profunda creencia en que la historia la «hacen» los hombres de la misma manera que la naturaleza la «hace» Dios.
La mejor prueba de la persistente y triunfal transformación de la acción en un modo de hacer nos la da la terminología del pensamiento y de la teoría políticos, que hace casi imposible tratar de estas materias sin emplear la categoría de medios y fines y discutir en términos de instrumentalidad. Quizá más convincente aún es la unanimidad con que los proverbios populares de todas las lenguas modernas nos advierten que «quien desea un fin debe desear también los medios» y que «no se puede hacer una tortilla sin romper el huevo». Tal vez seamos la primera generación que se ha dado perfecta cuenta de las fatales consecuencias inherentes a una línea de pensamiento que admite que todos los medios, con tal de que sean eficaces, están permitidos y justificados en la busca de algo definido como fin. Para escapar de estas trilladas sendas de pensamiento no es suficiente añadir algunas calificaciones, tales como que no todos los medios están permitidos o que en ciertas circunstancias los medios pueden ser más importantes que los fines; estas calificaciones dan por sentado un sistema moral que, como demuestran las exhortaciones, apenas puede darse por sentado, o quedan vencidas por el propio lenguaje o las analogías que usan. Afirmar que los fines no justifican todos los medios es hablar en términos paradójicos, ya que la definición de un fin es precisamente la justificación de los medios; y las paradojas siempre indican perplejidad, nada solventan y de ahí que no sean convincentes. Mientras creamos que tratamos con medios y fines en la esfera política, no podremos impedir que cualquiera use todos los medios para perseguir fines reconocidos.
La sustitución de hacer por actuar y la concomitante degradación de la política en medios para obtener un presunto fin «más elevado» —en la antigüedad la protección de los buenos del gobierno de los malos en general, y la seguridad del filósofo en particular,[308] en la Edad Media la salvación de las almas, en la Época Moderna la productividad y el progreso de la sociedad— es tan vieja como la tradición de la filosofía política. Cierto es que sólo la Época Moderna definió al hombre fundamentalmente como homo faber, fabricante de utensilios y productor de cosas, y por lo tanto pudo superar el arraigado desprecio y sospecha que la tradición había tenido de la fabricación. Sin embargo, esta misma tradición, en cuanto también se había vuelto contra la acción —de manera menos abierta, sin duda, aunque no menos eficazmente—, se vio obligada a interpretar la acción en términos de hacer, con lo que, a pesar de la sospecha y desprecio, introdujo en la filosofía política ciertas tendencias y modelos de pensamiento a los que podía recurrir la Época Moderna. A este respecto, la Época Moderna no invirtió la tradición, sino que la liberó de los «prejuicios» que le habían impedido declarar abiertamente que el trabajo del artesano debía clasificarse en un puesto más alto que las «perezosas» opiniones y hechos constitutivos de la esfera de los asuntos humanos. La cuestión es que Platón, en menor grado Aristóteles, a cuyo criterio los artesanos no merecían la plena ciudadanía, fueron los primeros en proponer que se manejaran los asuntos políticos y se rigieran los cuerpos políticos a la manera de la fabricación. Esta aparente contradicción indica con claridad lo profundo de las auténticas perplejidades inherentes a la capacidad humana para la acción y la fuerza de la tentación para eliminar los riesgos y peligros al introducir en la trama de las relaciones humanas las categorías, mucho más cálidas y dignas de confianza, inherentes a las actividades en las que nos enfrentamos a la naturaleza y construimos el mundo del artificio humano.
32. El carácter procesual de la acción
La instrumentalización de la acción y la degradación de la política en un medio para algo más nunca han logrado eliminar la acción, impedir que sea una de las decisivas experiencias humanas, o destruir por completo la esfera de los asuntos humanos. Vimos anteriormente que en nuestro mundo la aparente eliminación de la labor como penoso esfuerzo al que estaba ligada toda vida, tuvo en primer lugar como consecuencia que el trabajo se realizara a manera de laborar, y que los productos del trabajo, objetos para el uso, se consumieran como si fueran simples artículos de consumo. De modo similar, el intento de eliminar la acción debido a su inseguridad y con el fin de salvar los asuntos hermanos de su fragilidad al tratarlos como si fueran o pudieran llegar a ser los planeados productos de la fabricación humana, ha dado como resultado canalizar la capacidad humana para la acción, para comenzar nuevos y espontáneos procesos que sin los hombres no se hubieran realizado, en una actitud hacia la naturaleza que hasta el último periodo de la Época Moderna había sido de exploración de las leyes naturales y de fabricación de objetos a partir del material de la naturaleza. Hasta qué grado hemos comenzado a actuar en la naturaleza, en el sentido literal de la palabra, nos lo ilustra una reciente y casual observación de un científico que con la máxima seriedad sugirió que la «investigación básica se produce cuando hago lo que no sé qué hago».[309]
Esto comenzó de manera bastante inofensiva al experimentar los hombres que ya no estaban satisfechos con observar, registrar y contemplar lo que la naturaleza producía, y empezaron a prescribir condiciones y provocar procesos naturales. Lo que luego se desarrolló en una creciente habilidad en desencadenar procesos elementales que, sin la interferencia de los hombres, hubieran permanecido latentes y quizá no se hubieran realizado, acabó finalmente en un verdadero arte de «fabricar» naturaleza, es decir, de crear procesos «naturales» que sin los hombres no existirían y cuya naturaleza terrena parece incapaz por sí misma de realizar, aunque procesos similares o idénticos sean fenómenos comunes en el universo que rodea a la Tierra. Mediante este experimento, en el que prescribimos las condiciones Pensadas por el hombre para los procesos naturales y les obligamos a adecuarse a los modelos de ideación humana, aprendimos finalmente a «repetir el proceso que se desarrolla en el sol», es decir, a obtener a partir de los progresos naturales de la Tierra esas energías que sin nosotros sólo se desarrollan en el universo.
El hecho mismo de que las ciencias naturales se han convertido exclusivamente en ciencias de proceso y, en su última etapa, en ciencias de «procesos sin retorno», potencialmente irreversibles e irremediables, es una clara indicación de que, cualquiera que sea la fuerza cerebral necesaria para iniciarlos, la efectiva y fundamental capacidad humana que podría originar este desarrollo no es capacidad «teórica», ni contemplación ni razón, sino habilidad para actuar, para comenzar nuevos procesos sin precedente cuyo resultado es incierto, de pronóstico imposible, ya se desencadenen en la esfera humana o en la natural.
En este aspecto de la acción —importantísimo para la Época Moderna, para su enorme ampliación de las capacidades humanas como para su concepto y conciencia de la historia— se inician procesos cuyo resultado no se puede vaticinar, de manera que la inseguridad más que la fragilidad pasa a ser el carácter decisivo de los asuntos humanos. Esta propiedad de la acción escapó a la atención de la antigüedad en general, y apenas encontró adecuada articulación en la filosofía antigua, para la que el concepto de la historia tal como lo conocemos era extraño por completo. El concepto central de las dos nuevas ciencias de la Época Moderna, las naturales no menos que las históricas, es el de proceso, y la real experiencia humana subyacente es acción. Sólo debido a que somos capaces de actuar, de iniciar procesos nuestros, podemos concebir la naturaleza y la historia como sistemas de procesos. Cierto es que este carácter del pensamiento moderno se colocó por primera vez en primer plano en la ciencia de la historia, que, desde Vico, se ha presentado conscientemente como una «nueva ciencia», mientras que las ciencias naturales necesitaron varios siglos antes de verse obligadas por los resultados de sus logros a cambiar su marco conceptual obsoleto por un vocabulario que es sorprendentemente similar al usado en las ciencias históricas.
Sea como sea, sólo bajo ciertas circunstancias históricas se presenta la fragilidad como la característica principal de los asuntos humanos. Los griegos se oponían a la constante presencia o eterna repetición de todas las cosas naturales, y su principal preocupación consistía en hacerse merecedores de una inmortalidad que rodea a los hombres pero que los mortales no poseen. Para quienes no sienten dicha preocupación por la inmortalidad, la esfera de los asuntos humanos muestra un aspecto diferente por completo, incluso contradictorio en cierto modo, o sea, una extraordinaria elasticidad cuya fuerza de persistencia y continuidad en el tiempo es muy superior a la estable duración del sólido mundo de las cosas. Si bien los hombres han podido destruir cualquier producto salido de las manos humanas e incluso hoy día tienen capacidad para la potencial destrucción de lo que han hecho —la Tierra y la naturaleza terrena—, nunca han sido capaces ni lo serán de deshacer o controlar con seguridad cualquiera de los procesos que comenzaron a través de la acción. Ni siquiera el olvido y la confusión, que encubren eficazmente el origen y la responsabilidad de todo acto individual, pueden deshacer un acto o impedir sus consecuencias. Y esta incapacidad para deshacer lo que se ha hecho va ligada a una casi completa imposibilidad para predecir las consecuencias de cualquier acto o tener un conocimiento digno de confianza de sus motivos.[310]
Mientras que la fuerza del proceso de producción queda enteramente absorbida y agotada por el producto final, la fuerza del proceso de la acción nunca se agota en un acto individual, sino que, por el contrario, crece al tiempo que se multiplican sus consecuencias; lo que perdura en la esfera de los asuntos humanos son estos procesos, y su permanencia es tan ilimitada e independiente de la caducidad del material y de la mortalidad de los hombres como la permanencia de la propia humanidad. El motivo de que no podamos vaticinar con seguridad el resultado y fin de una acción es simplemente que la acción carece de fin. El proceso de un acto puede literalmente perdurar a través del tiempo hasta que la humanidad acabe.
Que los actos posean tan enorme capacidad de permanencia, superior a la de cualquier otro producto hecho por el hombre, podría ser materia de orgullo si fuéramos capaces de soportar su peso, el peso de su carácter irreversible y no pronosticable, del que el proceso de la acción saca su propia fuerza. Los hombres siempre han sabido que esto es imposible. Tienen plena conciencia de que quien actúa nunca sabe del todo lo que hace, que siempre se hace «culpable» de las consecuencias que jamás intentó o pronosticó, que por muy desastrosas e inesperadas que sean las consecuencias de su acto no puede deshacerlo, que el proceso que inicia nunca se consuma inequívocamente en un solo acto o acontecimiento, y que su significado jamás se revela al agente, sino a la posterior mirada del historiador que no actúa. Todo esto es razón suficiente para alejarse con desesperación de la esfera de los asuntos humanos y despreciar la capacidad del hombre para la libertad, que, al producir la trama de las relaciones humanas, parece enmarañar su producto en tal medida que el individuo más semeja la víctima y el paciente que el autor y agente de lo que ha hecho. Dicho con otras palabras, en ninguna parte, ni en la labor, sujeta a la necesidad de la vida, ni en la fabricación, dependiente del material dado, aparece el hombre menos libre que en esas actividades cuya esencia es la libertad y en esa esfera que no debe su existencia a nadie ni a nada si no es al hombre.
La gran tradición del pensamiento occidental acusa a la libertad de atraer al hombre a la necesidad, condena la acción, el espontáneo comienzo de algo nuevo, ya que sus resultados caen en una predeterminada red de relaciones que invariablemente arrastran con ellas al agente, quien parece empeñar su libertad en el instante en que hace uso de ella. La única manera de salvarse de esta clase de libertad parece radicar en la no-actuación, en la abstención de participar en la esfera de los asuntos humanos como medio de salvaguarda de la soberanía e integridad personal. Dejando aparte las desastrosas consecuencias de estas recomendaciones (que sólo se materializaron en un consistente sistema de conducta humana en el estoicismo), su error básico parece radicar en la identificación de la soberanía con la libertad, que siempre se ha dado por sentada en el pensamiento tanto político como filósofo. Si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía, el ideal de intransigente autosuficiencia y superioridad, es contradictoria a la propia condición de pluralidad. Ningún hombre puede ser soberano porque ningún hombre solo, sino los hombres, habitan la Tierra, y no, como mantiene la tradición desde Platón, debido a la limitada fuerza del hombre, que le hace depender de la ayuda de los demás. Todas las recomendaciones que la tradición ofrece para superar la condición de no-soberanía y ganar una intocable integridad de la persona humana sólo son una compensación de la intrínseca «debilidad» de la pluralidad. Sin embargo, si dichas recomendaciones se siguieran y el intento de superar las consecuencias de la pluralidad tuviera éxito, el resultado no sería tanto el soberano dominio del yo de uno como el arbitrario dominio sobre los demás, o, como en el estoicismo, el cambio del mundo real por otro imaginario donde los demás dejarían sencillamente de existir.
Con otras palabras, no se trata de fuerza o debilidad en el sentido de autosuficiencia. En los sistemas politeístas, por ejemplo, incluso un dios, por poderoso que sea, no puede ser soberano; sólo bajo el supuesto de un solo dios («Uno es uno y sólo uno y siempre será así») cabe que la soberanía y la libertad sean lo mismo. En las demás circunstancias, la soberanía únicamente es posible en la imaginación, pagada al precio de la realidad. De la misma manera que el epicureísmo se basa en la ilusión de felicidad cuando asan vivo a uno en el Toro Falérico, el estoicismo lo hace en la ilusión de libertad cuando uno está esclavizado. Ambas ilusiones atestiguan el poder psicológico de la imaginación, pero dicho poder sólo puede ejercerse a condición de que el mundo y los vivos, donde uno es y aparece como feliz o infortunado, libre o esclavo, queden eliminados en tal medida que ni siquiera se les admita en calidad de espectadores del espectáculo de la propia decepción.
Si consideramos la libertad desde el punto de vista de la tradición, identificando la soberanía con la libertad, la simultánea presencia de la libertad y de la no-soberanía, de ser capaz de comenzar algo nuevo y no poder controlar o incluso predecir sus consecuencias, casi parece obligarnos a sacar la conclusión de que la existencia humana es absurda.[311] En vista de la realidad humana y de su fenomenal evidencia, es tan espurio negar la libertad humana a actuar debido a que el agente nunca es dueño de sus actos como mantener que es posible la soberanía humana por el incontestable hecho de la libertad humana.[312] La cuestión que surge entonces es la de si nuestra noción de que la libertad y la no-soberanía son mutuamente exclusivas no queda derrotada por la realidad, o, para decirlo de otra manera, si la capacidad para la acción no alberga en sí ciertas potencialidades que la hacen sobrevivir a las incapacidades dé la no-soberanía.
33. Irreversibilidad y el poder de perdonar
Hemos visto que el animal laborans podía redimirse de su encarcelamiento en el siempre repetido ciclo del proceso de la vida, de estar para siempre sujeto a la necesidad de la labor y del consumo, sólo mediante la movilización de otra capacidad humana, la de hacer, fabricar y producir del homo faber, quien como constructor de utensilios alivia el dolor y molestia del laborar y erige también un mundo duradero. La redención de la vida, que es sostenida por la labor, es mundanidad, sostenida por la fabricación. Vimos además que el homo faber podía redimirse de su situación insignificante, de la «devaluación de todos los valores», y de la imposibilidad de encontrar modelos válidos en un mundo determinado por la categoría de medios y fines, sólo mediante las interrelacionadas facultades de la acción y del discurso, que produce historias llenas de significado de manera tan natural como la fabricación produce objetos de uso. Si no quedara al margen de estas consideraciones, cabría añadir a estos ejemplos el pensamiento, ya que también éste es incapaz de «pensar por sí mismo» al margen de los predicamentos que engendra la propia actividad de pensar. Lo que en cada uno de estos casos salva al hombre —al hombre qua animal laborans, qua homo faber, qua pensador— es algo diferente por completo, algo que llega del exterior, no del exterior del hombre, sino de cada una de las respectivas actividades. Desde el punto de vista del animal laborans, es como un milagro que sea también un ser que conozca y habite un mundo; desde el punto de vista del homo faber, parece un milagro, como la revelación de la divinidad, que el significado tenga un lugar en este mundo.
El caso de la acción y de los predicamentos de la acción es muy distinto. Aquí, el remedio contra la irreversibilidad y carácter no conjeturable del proceso iniciado por el actuar no surge de otra facultad posiblemente más elevada, sino que es una de las potencialidades de la misma acción. La posible redención del predicamento de irreversibilidad —de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo— es la facultad de perdonar. El remedio de la imposibilidad de predecir, de la caótica inseguridad del futuro, se halla en la facultad de hacer y mantener las promesas. Las dos facultades van juntas en cuanto que una de ellas, el perdonar, sirve para deshacer los actos del pasado, cuyos «pecados» cuelgan como la espada de Damocles sobre cada nueva generación; y la otra, al obligar mediante promesas, sirve para establecer en el océano de inseguridad, que es el futuro por definición, islas de seguridad sin las que ni siquiera la continuidad, menos aún la duración de cualquier clase, sería posible en las relaciones entre los hombres.
Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seriamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo. Sin estar obligados a cumplir las promesas, no podríamos mantener nuestras identidades, estaríamos condenados a vagar desesperados, sin dirección fija, en la oscuridad de nuestro solitario corazón, atrapados en sus contradicciones y equívocos, oscuridad que sólo desaparece con la luz de la esfera pública mediante la presencia de los demás, quienes confirman la identidad entre el que promete y el que cumple. Por lo tanto, ambas facultades dependen de la pluralidad, de la presencia y actuación de los otros, ya que nadie puede perdonarse ni sentirse ligado por una promesa hecha únicamente a sí mismo; el perdón y la promesa realizados en soledad o aislamiento carecen de realidad y no tienen otro significado que el de un papel desempeñado ante el yo de uno mismo.
Puesto que estas facultades corresponden a la condición humana de la pluralidad, su papel en la política establece una serie diametralmente distinta de principio-guía con respecto a, los modelos «morales» inherentes a la noción platónica de gobierno. Ésta, cuya legitimidad se basa en el dominio del yo, deriva sus principios-guía —los que al mismo tiempo justifican y limitan el poder sobre los demás— de una relación establecida entre uno y uno mismo, de manera que lo bueno y malo de las relaciones con los otros está determinado por las actitudes hacia el yo de uno mismo, hasta que el conjunto de la esfera pública se ve en el recto orden entre las capacidades de mente, alma y cuerpo del hombre individual. Por otra parte, el código deducido de las facultades de perdonar y de prometer, se basa en experiencias que nadie puede tener consigo mismo, sino que, por el contrario, se basan en la presencia de los demás. Y así como el grado y maneras del gobierno del yo justifica y determina el gobierno sobre los otros —como uno se gobierna, gobernará a los demás—, así el grado y maneras de ser perdonado y prometido determina el grado y maneras en que uno puede perdonarse o mantener promesas que sólo le incumben a él. · Debido a que los remedios contra la enorme fuerza y elasticidad inherentes a los procesos de la acción sólo funcionan bajo la condición de la pluralidad, resulta muy peligroso usar esta facultad en cualquier esfera que no sea la de los asuntos humanos. La ciencia natural moderna y la tecnología, que ya no observan, toman material o imitan los procesos de la naturaleza, sino que realmente actúan en ella, parecen haber llevado la irreversibilidad y la humana incapacidad de predecir a la esfera natural, donde no cabe remedio alguno para deshacer lo que se ha hecho. De manera similar, parece que uno de los grandes peligros del actuar a la manera del hacer y dentro del categórico marco de medios y fines, radica en la concomitante autoprivación de los remedios sólo inherentes a la acción, de manera que uno está obligado a hacer con los medios de violencia necesarios a toda fabricación, y también a deshacer lo que ha hecho como deshace un objeto fallido, por medio de la destrucción. Nada parece más manifiesto en estos intentos que la grandeza del poder humano, cuya fuente se basa en la capacidad para actuar, y que sin los remedios inherentes a la acción comienza de modo inevitable a subyugar y destruir no al propio hombre, sino a las condiciones bajo las que se le dio la vida.
El descubridor del papel del perdón en la esfera de los asuntos humanos fue Jesús de Nazaret. El hecho de que hiciera este descubrimiento en un contexto religioso y lo articulara en un lenguaje religioso no es razón para tomarlo con menos seriedad en un sentido estrictamente secular. En la naturaleza de nuestra tradición de pensamiento político (y por razones que no podemos explorar aquí) radica su carácter altamente selectivo y el excluir de la conceptualización articulada una gran variedad de experiencias políticas, entre las que no ha de sorprendernos encontrar algunas de naturaleza elemental. Ciertos aspectos de la enseñanza de Jesús de Nazaret que no están fundamentalmente relacionados con el mensaje religioso cristiano, sino que surgieron de las experiencias en la pequeña y cerradamente entramada comunidad de sus seguidores, inclinada a desafiar a las autoridades públicas de Israel, se encuentran entre dichas experiencias políticas, aunque han sido despreciados debido a su alegada naturaleza exclusivamente religiosa. El único signo rudimentario de que se sabía que el perdón puede ser el correctivo necesario para los inevitables daños que resultan de la acción, puede verse en el principio romano de ahorrar la vida del vencido (parcere subiectis) —buen criterio absolutamente desconocido por los griegos— o en el derecho a conmutar la pena de muerte, probablemente también de origen romano, prerrogativa de casi todos los jefes de estado occidentales.
En nuestro contexto es decisivo el hecho de que Jesús mantenga en contra de los «escribas y fariseos» no ser cierto que sólo Dios tiene el poder de perdonar,[313] y que este poder no deriva de Dios —como si Dios, no los hombres, perdonara mediante el intercambio de los seres humanos—, sino que, por el contrario, lo han de poner en movimiento los hombres en su recíproca relación para que Dios les perdone también. La formulación de Jesús aún es más radical. En el evangelio, el hombre no perdona porque Dios perdona y él ha de hacerlo «asimismo», sino que «si cada uno perdonare de todo corazón», Dios lo hará «igualmente».[314] La insistencia en el deber de perdonar procede claramente de que «no saben lo que hacen», y esto no se aplica al punto extremo del pecado y al mal voluntariamente deseado, ya que entonces no habría sido necesario enseñar: «Si siete veces al día peca contra ti y siete veces se vuelve a ti diciéndote: “Me arrepiento”, le perdonarás».[315] Tanto el extremo pecado como el mal voluntariamente deseado son raros, incluso más raros que las buenas acciones; según Jesús, Dios dará a cada uno según sus obras en el Juicio Final, que no desempeña papel alguno en la vida terrena, y que no se caracteriza por el perdón sino por la justa retribución (apodounai).[316] Pero pecar es un hecho diario que radica en la misma naturaleza del constante establecimiento de nuevas relaciones de la acción dentro de una trama de relaciones, y necesita el perdón para posibilitar que la vida prosiga, exonerando constantemente a los hombres de lo que han hecho sin saberlo.[317] Sólo mediante esta mutua exoneración de lo que han hecho, los hombres siguen siendo agentes libres, sólo por la constante determinación de cambiar de opinión y comenzar otra vez se les confía un poder tan grande como es el de iniciar algo nuevo.
En este aspecto, el perdón es el extremo opuesto a la venganza, que actúa en forma de reacción contra el pecado original, por lo que en lugar de poner fin a las consecuencias de la falta, el individuo permanece sujeto al proceso, permitiendo que la reacción en cadena contenida en toda acción siga su curso libre de todo obstáculo. En contraste con la venganza, que es la reacción natural y automática a la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse; es la única reacción que actúa de manera inesperada y retiene así, aunque sea una reacción/algo del carácter original de la acción. Dicho con otras palabras, perdonar es la única reacción que no reactúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo quien perdona que aquel que es perdonado. La libertad contenida en la doctrina de Jesús sobre el perdón es liberarse de la venganza, que incluye tanto al agente como al paciente en el inexorable automatismo del proceso de la acción, que por sí mismo nunca necesita finalizar.
La alternativa del perdón, aunque en modo alguno lo opuesto, es el castigo, y ambos tienen en común que intentan finalizar algo que sin interferencia proseguiría inacabablemente. Por lo tanto es muy significativo, elemento estructural en la esfera de los asuntos públicos, que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar e incapaces de castigar lo que ha resultado ser imperdonable. Ésta es la verdadera marca de contraste de esas ofensas que, desde Kant, llamamos «mal radical» y sobre cuya naturaleza se sabe tan poco. Lo único que sabemos es que no podemos castigar ni perdonar dichas ofensas, que, por consiguiente, trascienden la esfera de los asuntos humanos y las potencialidades del poder humano. Aquí, donde el propio acto nos desposee de todo poder, lo único que cabe es repetir con Jesús: «Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar».
Quizás el argumento más razonable de que perdonar y actuar estén tan estrechamente relacionados como destruir y hacer, deriva de ese aspecto del perdón en el que deshacer lo hecho parece mostrar el mismo carácter revelador que el acto mismo. El perdón y la relación que establece siempre es un asunto eminentemente personal (aunque no es necesario que sea individual o privado), en el que lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo. También esto lo reconoció claramente Jesús («Le son perdonados sus muchos pecados, porque amó mucho. Pero a quien poco se le perdona, poco ama»), y éste es el motivo de la convicción corriente de que sólo el amor tiene poder para perdonar. Porque el amor, aunque es uno de los hechos más raros en la vida humana,[318] posee un inigualado poder de autorrevelación y una inigualada claridad de visión para descubrir el quién, debido precisamente a su desinterés, hasta el punto de total no-mundanidad, por lo que sea la persona amada, con sus virtudes y defectos no menos que con sus logros, fracasos y transgresiones. El amor, debido a su pasión, destruye el en medio de que nos relaciona y nos separa de los demás. Mientras dura su hechizo, el único en medio de que puede insertarse entre dos amantes es el hijo, producto del amor. El hijo, este en medio de con el que los amantes están relacionados y que poseen en común, es representativo del mundo en que también esto les separa; es una indicación de que insertarán un nuevo mundo en el ya existente.[319] Mediante el hijo es como si los amantes volvieran al mundo del que les ha expulsado su amor. Pero esta nueva mundanidad, el posible resultado y el único posible final de un amor es, en un sentido, el fin del amor, que debe subyugar de nuevo a los amantes o transformarse en otra manera de pertenecerse. El amor, por su propia naturaleza, no es mundano, y por esta razón más que por su rareza no sólo es apolítico sino antipolítico, quizá la más poderosa de todas las fuerzas antipolíticas humanas.
Si fuera verdad, por lo tanto, como el cristianismo da por sentado, que sólo el amor puede perdonar, ya que sólo él es plenamente receptivo de quién es alguien, hasta el punto de estar siempre dispuesto a perdonar cualquier cosa que se haya hecho, habría que excluir por completo de nuestras consideraciones al perdón. Sin embargo, lo que el amor es en su propio respeto —y en su estrechamente circunscrita esfera— se halla en el más amplio dominio de los asuntos humanos. El respeto, no diferente de la aristotélica philia politikē, es una especie de «amistad» sin intimidad ni proximidad; es una consideración hacia la persona desde la distancia que pone entre nosotros el espacio del mundo, y esta consideración es independiente de las cualidades que admiremos o de los logros que estimemos grandemente. Así, la moderna pérdida de respeto, o la convicción de que sólo cabe el respeto en lo que admiramos o estimarnos, constituye un claro síntoma de la creciente despersonalización de la vida pública y social. En todo caso, el respeto, debido a que sólo concierne a la persona, es totalmente suficiente para impulsar lo que hizo una persona, por amor a la persona. Pero el hecho de que el mismo quién, revelado en la acción y en el discurso, sigue siendo también el sujeto del perdón es la razón más profunda de por qué nadie puede perdonarse a sí mismo; aquí, al igual que por la general en la acción y en el discurso, dependemos de los demás, ante quienes aparecemos con una distinción que nosotros somos incapaces de captar. Encerrados en nosotros mismos, nunca podríamos perdonamos ningún fallo o transgresión debido a que careceríamos de la experiencia de la persona por cuyo amor uno puede perdonar.
34. La imposibilidad de predecir y el poder de la promesa
En contraste con el perdón, que —quizá debido a su contexto religioso, quizás a su conexión con el amor que acompaña a su descubrimiento— siempre se ha considerado no realista e inadmisible en la esfera pública, el poder de estabilización inherente a la facultad de hacer promesas ha sido conocido a lo largo de nuestra tradición. Lo encontramos en el sistema legal romano, en la inviolabilidad de acuerdos y tratados (pacta sunt servanda); o cabe ver a su descubridor en Abraham, el hombre de Ur, cuya historia, tal como la cuenta la Biblia, muestra tal apasionamiento en pactar alianzas que parece haber salido de su país con el único fin de comprobar el poder de la mutua promesa en el desierto del mundo, hasta que finalmente el propio Dios aceptó una Alianza con él. En todo caso, la gran variedad de teorías de contrato desde la época romana atestigua que el poder de hacer promesas ha ocupado el centro del pensamiento político durante siglos.
La no-predicción que, al menos parcialmente, disipa el acto de prometer es de doble naturaleza: surge simultáneamente de la «oscuridad del corazón humano», o sea, de la básica desconfianza de los hombres que nunca pueden garantizar hoy quiénes serán mañana, y de la imposibilidad de pronosticar las consecuencias de un acto en una comunidad de iguales en la que todo el mundo tiene la misma capacidad para actuar. La inhabilidad del hombre para confiar en sí mismo o para tener fe completa en sí mismo (que es la misma cosa) es el precio que los seres humanos pagan por la libertad; y la imposibilidad de seguir siendo dueños únicos de lo que hacen, de conocer sus consecuencias y confiar en el futuro es el precio que les exige la pluralidad y la realidad, por el júbilo de habitar junto con otros un mundo cuya realidad está garantizada para cada uno por la presencia de todos.
La función de la facultad de prometer es dominar esta doble oscuridad de los asuntos humanos y, como tal, es la única alternativa a un dominio que confía en ser dueño de uno mismo y gobernar a los demás; corresponde exactamente a la existencia de una libertad que se concedió bajo la condición de no soberanía. El peligro y la ventaja inherente a todos los cuerpos políticos que confían en contratos y tratados radica en que, a diferencia de los que se atienen al gobierno y la soberanía, dejan tal como son el carácter de no-predicción de los asuntos humanos y la desconfianza de los hombres, usándolos simplemente como el expediente, por decirlo así, en el que se arrojan ciertas islas de predicción y se levantan ciertos hitos de confianza. En el momento en que las promesas pierden su carácter de aisladas islas de seguridad en un océano de inseguridad, es decir, cuando esta facultad se usa mal para cubrir todo el terreno del futuro y formar una senda segura en todas direcciones, pierden su poder vinculante y, así, toda la empresa resulta contraproducente.
Ya hemos mencionado el poder que se genera cuando las personas se reúnen y «actúan de común acuerdo», poder que desaparece en cuanto se dispersan. La fuerza que las mantiene unidas, a diferencia del espacio de aparición en que se agrupan y el poder que mantiene en existencia este espacio público, es la fuerza del contrato o de la mutua promesa. La soberanía, que es siempre espuria si la reclama una entidad aislada, sea la individual de una persona o la colectiva de una nación, asume una cierta realidad limitada en el caso de muchos hombres recíprocamente vinculados por promesas. La soberanía reside en la resultante y limitada independencia de la imposibilidad de calcular el futuro, y sus límites son los mismos que los inherentes a la propia facultad de hacer y mantener las promesas. La soberanía de un grupo de gente que se mantiene unido, no por una voluntad idéntica que de algún modo mágico les inspire, sino por un acordado propósito para el que sólo son válidas y vinculantes las promesas, muestra claramente su indiscutible superioridad sobre los que son completamente libres, sin sujeción a ninguna promesa y carentes de un propósito. Esta superioridad deriva de la capacidad para disponer del futuro como si fuera el presente, es decir, la enorme y en verdad milagrosa ampliación de la propia dimensión en la que el poder puede ser efectivo. Nietzsche, con su extraordinaria sensibilidad para los fenómenos morales, y a pesar de su prejuicio moderno de considerar el origen de todo poder en la voluntad de poder del individuo aislado, vio en la facultad de las promesas (la «memoria de la voluntad», como la llamó) la distinción misma que deslinda la vida humana de la animal.[320] Si la soberanía es en la esfera de la acción y de los asuntos humanos lo que la maestría es en la esfera del hacer y del mundo de las cosas, entonces su principal diferencia consiste en que una sólo puede realizarse por muchos unidos, mientras que la otra sólo se concibe en aislamiento.
En la medida en que la moralidad es más que la suma total de mores, de costumbres y modelos de conducta solidificados a lo largo de la tradición y válidos en el terreno de los acuerdos, costumbres y modelos que cambian con el tiempo, no tiene, al menos políticamente, más soporte que la buena voluntad para oponerse a los enormes riesgos de la acción mediante la aptitud de perdonar y ser perdonado, de hacer promesas y mantenerlas. Estos preceptos morales son los únicos que no se aplican a la acción desde el exterior, desde alguna supuestamente más elevada facultad o desde las experiencias fuera del alcance de la acción. Por el contrario, surgen directamente de la voluntad de vivir junto a otros la manera de actuar y de hablar, y son así como mecanismos de control construidos en la propia facultad para comenzar nuevos e interminables procesos. Puesto que sin la acción y el discurso, sin la articulación de la natalidad, estaríamos condenados a girar para siempre en el repetido ciclo del llegar a ser, sin la facultad para deshacer lo que hemos hecho y controlar al menos parcialmente los procesos que hemos desencadenado, seríamos las víctimas de una automática necesidad con todos los signos de las leyes inexorables que, según las ciencias naturales anteriores a nuestra época, se suponía que constituían las características sobresalientes de los procesos naturales. Ya hemos visto que para los seres mortales esta fatalidad natural, aunque gira alrededor de sí misma y puede ser eterna, únicamente puede significar predestinación. Si fuera cierto que la fatalidad es la marca inalienable de los procesos históricos, sería igualmente cierto que todo lo que se hace en la historia está predestinado.
Y en cierta medida esto es verdad. Dejados sin control, los asuntos humanos no pueden más que seguir la ley de la mortalidad, que es la más cierta y la única digna de confianza de una vida que transcurre entre el nacimiento y la muerte. La facultad de la acción es la que se interfiere en esta ley, ya que interrumpe el inexorable curso automático de la vida cotidiana, que a su vez, como vimos, se interfería e interrumpía el ciclo del proceso de la vida biológica. El lapso de vida del hombre en su carrera hacia la muerte llevaría inevitablemente a todo lo humano a la ruina y destrucción si no fuera por la facultad de interrumpirlo y comenzar algo nuevo, facultad que es inherente a la acción a manera de recordatorio siempre presente de que los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar. De la misma manera que, desde el punto de vista de la naturaleza, el movimiento rectilíneo del lapso de vida del hombre comprendido entre el nacimiento y la muerte parece una peculiar desviación de la común y natural norma del movimiento cíclico, también la acción, considerada desde el punto de vista de los procesos automáticos que parecen determinar el curso del mundo, semeja un milagro. En el lenguaje de la ciencia natural, es la «infinita improbabilidad lo que se da regularmente». De hecho, la acción es la única facultad humana de hacer milagros, como Jesús de Nazaret (cuya confianza de esta facultad puede compararse por su originalidad sin precedente con la de Sócrates en lo que respecta a las posibilidades del pensamiento), debió de conocer muy bien al comparar el poder de perdonar con el más general de realizar milagros, poniendo ambos al mismo nivel y al alcance del hombre.[321]
El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y «natural» es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción. Dicho con otras palabras, el nacimiento de nuevos hombres y un nuevo comienzo es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede conferir a los asuntos humanos fe y esperanza, dos esenciales características de la existencia humana que la antigüedad griega ignoró por completo, considerando el mantenimiento de la fe como una virtud muy poco común y no demasiado importante y colocando a la esperanza entre los males de la ilusión en la caja de Pandora. Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta expresión en las pocas palabras que en los evangelios anuncian la gran alegría: «Os ha nacido hoy un Salvador».
CAPÍTULO VI LA VITA ACTIVA Y LA ÉPOCA MODERNA
Er hat den archimedischen Punkt gefunden, hat ihn aber gegen sich ausgenutzt, offenbar hat er ihn nur unter dieser Bedingung finden dürfen.
«Encontró el punto de Arquímedes, pero lo usó contra sí mismo; parece que sólo se le permitió encontrarlo con esta condición».
FRANZ KAFKA
35. La alienación del mundo
Tres grandes acontecimientos se sitúan en el umbral de la Época Moderna y determinan su carácter: el descubrimiento de América y la consiguiente exploración de toda la Tierra; la Reforma, que al expropiar las posesiones eclesiásticas y monásticas inició el doble proceso de expropiación individual y acumulación de riqueza social; la invención del telescopio y el desarrollo de una nueva ciencia que considera la naturaleza de la Tierra desde el punto de vista del universo. Éstos no pueden llamarse acontecimientos modernos, ya que los conocemos desde la Revolución Francesa, y aunque no pueden explicarse por ninguna cadena de causalidad, ya que no cabe hacerlo de ningún acontecimiento, continúan ocurriendo en una continuidad intacta en la que existen los precedentes y pueden nombrarse los predecesores. Ninguno de ellos exhiben el carácter peculiar de una explosión de corrientes subterráneas que, tras cobrar fuerza en la oscuridad, afloran de repente. Los nombres relacionados con dichos acontecimientos, Galileo Galiki, Martín Lutero y los grandes navegantes, exploradores y aventureros de la época de los descubrimientos, todavía pertenecen a un mundo premoderno. Más aún, el extraño rasgo conmovedor de la novedad, la casi violenta insistencia de la mayoría de los grandes autores, científicos y filósofos desde el siglo XVII que vieron cosas nunca vistas, que meditaron pensamientos nunca hasta entonces desarrollados, no se encuentra en ninguno de ellos, ni siquiera en Galileo.[322] Estos precursores no son revolucionarios, y sus motivos e intenciones siguen firmemente enraizados en la tradición.
A los ojos de sus contemporáneos, el más espectacular de estos acontecimientos debe de haber sido el descubrimiento de continentes no oídos y de océanos no soñados; el más turbador pudo haber sido la irremediable partición de la Cristiandad occidental por la Reforma, con su inherente desafío a la ortodoxia como tal y su inmediata amenaza a la tranquilidad de las almas; seguramente el que menos llamó la atención fue la adición de un nuevo aparato al ya amplio arsenal de instrumentos, cuya única utilidad era observar las estrellas, aunque se trataba del primer instrumento puramente científico que se diseñaba. Sin embargo, si pudiéramos medir el impulso de la historia como medimos los procesos naturales, hallaríamos que lo que originariamente tuvo la menor repercusión, los primeros pasos del hombre hacia el descubrimiento del universo, ha ido constantemente incrementando su importancia y velocidad hasta eclipsar no sólo a la ampliación de la superficie de la Tierra, que tuvo su limitación final en las limitaciones del globo, sino también al aparentemente ilimitado proceso de acumulación económica.
Pero esto no es más que simple especulación. De hecho, el descubrimiento de la Tierra, la cartografía de tierras y aguas, tardó muchos siglos y sólo ahora ha comenzado a verse su final. Sólo ahora ha tomado el hombre plena posesión de su mortal vivienda y reunido los horizontes infinitos, que estuvieron tentadora y prohibitivamente abiertos a todas las épocas anteriores, en un globo cuyo mayestático contorno y detallada superficie conoce el hombre como si se tratara de las líneas de su mano. Precisamente cuando se descubrió la inmensidad del espacio que disponía la Tierra, comenzó la famosa reducción del globo, hasta que finalmente en nuestro mundo (que, aunque resultado de la Época Moderna, no es en modo alguno idéntico al mundo de la Época Moderna) cada hombre es tanto un habitante de la Tierra como un habitante de su país. Los hombres viven ahora en una total y continua amplia Tierra donde incluso la noción de distancia, todavía inherente a la más perfectamente entera contigüidad de las partes, ha sucumbido al asalto de la velocidad. Ésta ha conquistado el espacio; y aunque este proceso conquistador ha encontrado su límite en la inconquistable frontera de la simultánea presencia de un cuerpo en dos lugares diferentes, ha dejado sin sentido a la distancia, ya que ninguna parte significante de una vida humana —años, meses o incluso semanas— es necesaria para alcanzar cualquier punto de la Tierra.
Sin duda, nada podría haber sido más extraño al propósito de los exploradores y circunnavegantes de la primera Época Moderna que este proceso final; ellos fueron a ampliar la Tierra, no a reducirla, y cuando se sometieron a la llamada de lo distante, no tenían la intención de abolir la distancia. Sólo la sabiduría de la percepción tardía ve lo obvio, que nada puede permanecer inmenso si cabe medirlo, que toda panorámica junta partes distantes y por lo tanto establece la contigüidad donde antes imperaba la distancia. Así, los mapas y cartas de navegación de las primeras etapas de la Época Moderna anticiparon los inventos técnicos mediante los cuales todo el espacio terráqueo ha pasado a ser pequeño y al alcance de la mano. Antes de la reducción del espacio y la abolición de la distancia mediante el ferrocarril, el barco y el avión, se da la infinitamente mayor y más efectiva reducción que acaece mediante la capacidad topográfica de la mente humana, cuyo uso de los números, símbolos y modelos puede condensar y medir según escala la distancia física terráquea, poniéndola al alcance del entendimiento y natural sentido del cuerpo humano. Antes de aprender a rodear la Tierra, a limitar a días y horas la habitación humana, trajimos el globo a nuestro cuarto de estar para tocarlo con nuestras manos y hacerlo girar ante nuestros ojos.
Hay otro aspecto de esta materia que, como veremos, será de la mayor importancia en nuestro contexto. Por su propia naturaleza, la capacidad topográfica humana sólo puede funcionar si el hombre se desenreda de toda complicación e interés por lo que tiene al alcance de la mano y se distancia de todo lo que tiene cerca. Cuanto mayor sea la distancia entre él y su medio, mundo o Tierra, más fácil le resultará medir y menos espacio mundano y ligado a la Tierra le quedará. El hecho de que la decisiva reducción de la Tierra fue consecuencia de la invención del avión, es decir, abandonar la superficie de la Tierra, es como un símbolo del general fenómeno que atestigua que cualquier disminución de la distancia terrestre sólo se gana al precio de poner una decisiva distancia entre el hombre y la Tierra, de alienar al hombre de su inmediato medio terreno.
El hecho de que la Reforma, acontecimiento por completo diferente, nos confronta finalmente con un similar fenómeno de alienación, que Max Weber incluso identificó, bajo el nombre de «ascetismo interior mundano», como el móvil más profundo de la nueva mentalidad capitalista, puede ser una de las muchas coincidencias que hacen tan difícil que el historiador no crea en fantasmas, demonios y Zeitgeists. Lo sorprendente y turbador es la similitud en la más distante divergencia. Porque esta alienación del interior mundano nada tiene que hacer, en intención o contenido, con la alienación de la Tierra inherente al descubrimiento y torna de posesión de la Tierra. Más aún, la alienación del interior mundano cuyos hechos históricos demostró Max Weber en su famoso ensayo, no está sólo presente en la nueva moralidad que surgió de los intentos de Lutero y Calvino por restaurar la inflexible ultramundanidad de la fe cristiana; también está presente, aunque a un nivel diferente por completo, en la expropiación del campesinado, que fue la imprevista consecuencia de la expropiación de la propiedad de la Iglesia y, como tal, el mayor factor del derrumbamiento del sistema feudal.[323] Naturalmente, resulta ocioso especular sobre cuál hubiera sido el curso de nuestra economía sin este acontecimiento, que lanzó a la humanidad occidental a un desarrollo en el que se destruyó toda propiedad en el proceso de su apropiación, se devoraron todas las cosas en el proceso de su producción, y la estabilidad del mundo se socavó en un constante proceso de cambio. No obstante, tal especulación está plena de significado en la medida en que nos recuerda que la historia es un relato de acontecimientos y no de fuerzas o ideas cuyo curso cabe predecir. Es ociosa e incluso peligrosa cuando la empleamos como argumentos en contra de la realidad y cuando indicamos positivas potencialidades y alternativas, ya que su número no sólo es indefinido por definición, sino que también carece de esa tangible calidad de lo inesperado del acontecimiento, y se iguala por la mera plausibilidad. Por consiguiente, se queda en puro fantasma, sea cual sea la pedestre manera en que se presente.
Con el fin de no subestimar el impulso que este proceso ha alcanzado tras siglos de desarrollo casi no obstaculizado, puede ser conveniente reflexionar sobre el llamado «milagro económico» de la Alemania de postguerra, milagro solamente si se le considera en un anticuado marco de referencia. El ejemplo alemán muestra claramente que bajo condiciones modernas la expropiación del pueblo, la destrucción de objetos y la devastación de ciudades pasan a ser un radical estimulante para un proceso no de simple recuperación, sino de más rápida y eficaz acumulación de riqueza, con tal que el país sea lo bastante moderno para responder en términos del proceso de producción. Alemania, la destrucción completa ocupó el lugar del implacable proceso de depreciación de todas las cosas mundanas, que es la marca de contraste de la economía de derroche en la que vivimos. El resultado es casi el mismo: un alza de la prosperidad que, como ilustra la Alemania de postguerra, no se alimenta de la abundancia de bienes materiales o de algo estable y dado, sino del propio proceso de producción y consumo. Bajo las condiciones modernas, la conservación, no la destrucción, significa ruina debido a que la misma duración de los objetos conservados es el mayor impedimento para el proceso de renovación, cuyo constante aumento de velocidad es la única constancia que deja dondequiera que se apodera.[324]
Vimos anteriormente que la propiedad, a diferencia de la riqueza y de la apropiación, indica la parte privadamente poseída de un mundo común y, por lo tanto, es la condición política más elemental para la mundanidad del hombre. Por lo mismo, la expropiación y la alienación del mundo coinciden, y la Época Moderna, muy en contra de todos los actores de la obra, comenzó a alienar del mundo a ciertos estratos de la población. Tendemos a pasar por alto la gran importancia de esta alienación para la Época Moderna debido a que solemos acentuar su carácter secular e identificar la palabra secularidad con mundanidad. Sin embargo, la secularización como hecho histórico tangible no significa más que separación de Iglesia y Estado, de religión y política, y esto, desde un punto de vista religioso, implica una vuelta a la primitiva actitud cristiana de «Dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» en vez de una pérdida de fe y trascendencia o un nuevo y enfático interés en las cosas de este mundo.
La moderna pérdida de fe no es de origen religioso —no puede derivarse de la Reforma y Contrarreforma, los dos grandes movimientos religiosos de la Época Moderna— y su alcance no está en modo alguno restringido a la esfera religiosa. Más aún, incluso si admitiésemos que la Época Moderna comenzó con un súbito e inexplicable eclipse de trascendencia, de creencia en el más allá, de ninguna manera se seguiría que esta pérdida devolvió el hombre al mundo. Por el contrario, la evidencia histórica demuestra que los hombres modernos no fueron devueltos al mundo sino a sí mismos. Una de las más persistentes tendencias de la filosofía moderna desde Descartes, y quizá su contribución más original a la filosofía, ha sido la exclusiva preocupación por el yo, diferenciado del alma, la persona o el hombre en general, intento de reducir todas las experiencias, tanto con el mundo como con otros seres humanos, a las propias del hombre consigo mismo. La grandeza del descubrimiento de Max Weber sobre los orígenes del capitalismo radica precisamente en demostrar que resulta posible una enorme y estrictamente mundana actividad sin tener que preocuparse o disfrutar del mundo, actividad cuya motivación más profunda es, por el contrario, el interés y preocupación por el yo. La alienación del mundo, y no la propia alienación como creía Max,[325] ha sido la marca de contraste de la Época Moderna.
La expropiación, la privación para ciertos grupos de su lugar en el mundo y su desnuda exposición a las exigencias de la vida, crearon tanto la original acumulación de riqueza como la posibilidad de transformar esa riqueza en capital mediante la labor. Esto constituyó las condiciones para el auge de una economía capitalista. Que este desarrollo, comenzado y alimentado con la expropiación, daría como resultado un enorme incremento de la productividad humana era evidente desde el comienzo, siglos antes de la revolución industrial. La nueva clase laboral, que literalmente vivía al día, no sólo permaneció bajo la apremiante urgencia de la necesidad,[326] sino que al mismo tiempo quedó enajenada de todos los cuidados y preocupaciones que no eran inmediato resultado del propio proceso de la vida. Lo que se liberó en las etapas iniciales de la primera clase laboral que ha sido libre en la historia, fue la fuerza inherente al «poder laboral», es decir, a la pura abundancia natural del proceso biológico, que, como todas las fuerzas naturales —tanto de procreación como de labor—, proporciona un generoso excedente que va más allá de la reproducción de lo joven para equilibrar lo viejo. Lo que en el comienzo de la Época Moderna diferencia a este desarrollo de los casos similares dados en el pasado es que la expropiación y apropiación de riqueza no derivó en nueva propiedad ni llevó a una distinta redistribución de riqueza, sino que volvieron a proveer el proceso para generar posteriores apropiaciones, mayor productividad y apropiación.
Dicho con otras palabras, la liberación de la fuerza laboral como proceso natural no quedó restringida a ciertas clases de la sociedad, y la apropiación no terminó con la satisfacción de necesidades y deseos; la acumulación de capital no llevó, por lo tanto, al estancamiento que tan bien conocemos por los ricos imperios anteriores a la Época Moderna, sino que se extendió por toda la sociedad e inició un continuo y creciente flujo de riqueza. Pero este proceso, que es el «proceso de la vida de la sociedad», como solía llamarlo Marx, y cuya capacidad de producir riqueza sólo cabe compararla con la fertilidad de los procesos naturales en los que la creación de un hombre y de una mujer bastaron para producir por multiplicación cualquier número dado de seres humanos, sigue sujeto al principio de la alienación del mundo, principio del que surgió; el proceso sólo puede continuar con tal que no se permita la interferencia de la duración y estabilidad mundanas, sólo mientras todas las cosas del mundo, todos los productos finales del proceso productivo, lo provean de nuevo a velocidad siempre creciente. Dicho con otras palabras, el proceso de acumulación de riqueza, tal como lo conocemos, estimulado por el proceso de la vida y a su vez estimulando la vida humana, sólo es posible si se sacrifican el mundo y la misma mundanidad del hombre.
La primera etapa de esta alienación se señaló por su crueldad, por el infortunio y miseria material que significó para un número constantemente incrementado de «pobres trabajadores», a quienes la expropiación desposeyó de la doble protección de la familia y de la propiedad, es decir, de la parte privada poseída por la familia en el mundo, que hasta la Época Moderna había albergado el proceso de la vida individual y la actividad laboral sujeta a sus necesidades. La segunda etapa se alcanzó cuando la sociedad se convirtió en el sujeto del nuevo proceso de la vida, como lo había sido antes la familia. La pertenencia a una clase social reemplazó a la protección previamente ofrecida por la familia, y la solidaridad social se convirtió en el muy eficaz sustituto de la anterior y natural solidaridad que regía a la unidad familiar. Más aún, la sociedad en conjunto, el «sujeto colectivo» del proceso de la vida, en modo alguno siguió siendo una entidad intangible, la «ficción comunista» requerida por la economía clásica; así como la unidad familiar se había identificado con la parte privadamente poseída del mundo, con su propiedad, la sociedad se identificó con una tangible, aunque colectivamente poseída, parte de propiedad, el territorio de la nación-estado, que hasta su decadencia en el siglo XX ofreció a todas las clases u n sustituto al hogar privadamente poseído, del que se había desprovisto a los pobres.
Las teorías orgánicas del nacionalismo, en especial en su versión centroeuropea, se basan en la identificación de la nación y las relaciones entre sus miembros con la familia y las relaciones familiares. Debido a que la sociedad pasa a ser el sustituto de la familia, se da por supuesto que la «sangre y el suelo» rigen las relaciones entre sus miembros; la homogeneidad de la población y su enraizamiento en el suelo de un determinado territorio se convirtieron en los requisitos de la nación-estado. No obstante, si bien este desarrollo mitigó sin duda alguna la crueldad y aflicción, apenas influyó en el proceso de expropiación y de alienación del mundo, puesto que la propiedad colectiva, estrictamente hablando, es una contradicción terminológica.
La decadencia del sistema europeo de nación-estado; la reducción geográfica y económica de la Tierra, de tal modo que la prosperidad y depresión tienden a convertirse en fenómenos de alcance mundial; la transformación de la humanidad, que hasta nuestro tiempo era un concepto abstracto o un principio-guía solamente para los humanistas, en una entidad realmente existente cuyos miembros situados en los puntos más distantes del globo necesitan menos tiempo para reunirse que el requerido hace una generación por los miembros de un mismo país, todo esto señala el comienzo de la última etapa de este desarrollo. Al igual que la familia y su propiedad fueron reemplazados por la pertenencia a una clase y por el territorio nacional, la humanidad comienza ahora a reemplazar a las sociedades nacionalmente ligadas, y la Tierra sustituye al limitado territorio del Estado. Cualquier cosa que sea lo que nos aporte el futuro, el proceso de la alienación del mundo, iniciado por la expropiación y que se caracteriza por un progreso siempre creciente de la riqueza, asumirá proporciones aún más radicales sí se le permite seguir su propia e inherente ley. Porque los hombres no pueden convertirse en ciudadanos del mundo como lo son de sus respectivos países, ni los hombres sociales poseer colectivamente como lo hace la familia con su propiedad privada. El auge de la sociedad acarreó la simultánea decadencia de la esfera pública y de la privada. Pero el eclipse de un mundo común público, tan crucial en la formación del solitario hombre de masas y tan peligroso en la formación de la mentalidad no mundana de los modernos movimientos ideológicos de las masas, comenzó con la pérdida mucho más tangible de una parte privadamente compartida del mundo.
36. El descubrimiento del punto de Arquímedes
«Desde que un niño nació en un pesebre, cabe dudar de si ha acontecido una cosa tan grande con tan pequeño revuelo». Con estas palabras Whitehead presenta a Galileo y al descubrimiento del telescopio en la etapa del «Mundo Moderno».[327] No hay exageración en dichas palabras. Como el nacimiento en un pesebre, que no significó el fin de la antigüedad, sino el comienzo de algo tan imposible de predecir e inesperadamente nuevo que ni la esperanza ni el temor podían haberlo anticipado, estas primeras miradas de tanteo al universo a través de un aparato, ajustado a los sentidos humanos y destinado a descubrir lo que de manera definitiva y permanente debía quedar fuera de su alcance, preparó el terreno a un mundo nuevo por completo y determinó el curso de otros acontecimientos que con mucho mayor alboroto iban a introducirse en el Mundo Moderno. Excepto para los numéricamente escasos, y de poca importancia política, especialistas —astrónomos, filósofos y teólogos—, el telescopio no produjo conmoción alguna; la atención del público se concentraba en las dramáticas demostraciones de Galileo sobre las leyes de caída de los cuerpos, que se consideraban como el comienzo de la moderna ciencia natural (aunque cabe dudar de si por sí mismas, sin ser transformadas posteriormente por Newton en la ley universal de la gravitación —que sigue siendo uno de los más grandiosos ejemplos de la moderna amalgama de astronomía y física—, hubieran llevado a la nueva ciencia por la senda de la astrofísica). Porque lo que diferenciaba más drásticamente el criterio del nuevo mundo no sólo del propio de la antigüedad o de la Edad Media, sino también de la gran sed de experiencia directa propia del Renacimiento, fue el dar por s-en do que la misma clase de fuerza exterior debe manifestarse en la caída de los cuerpos terrestres y en los movimientos de los celestes.
Más aún, la novedad del descubrimiento de Galileo quedó oscurecida por su estrecha relación con sus antecedentes y predecesores. No sólo las especulaciones filosóficas de Nicolás de Cusa y Giordano Bruno, sino también la imaginación matemáticamente adiestrada de los astrónomos, Copérnico y Kepler, habían desafiado el punto de vista finito y geocéntrico que los hombres compartían desde tiempo inmemorial. No fue Galileo, sino los filósofos, quienes abolieron la dicotomía entre una Tierra y un cielo sobre ésta, elevando a la Tierra, según su criterio, «al rango de las nobles estrellas» y hallándole un lugar en un universo eterno e infinito.[328] Y al parecer los astrónomos no necesitaban telescopio para afirmar que, contrariamente a la experiencia sensorial, no es el Sol el que se mueve alrededor de la Tierra, sino ésta la que gira alrededor del Sol. Si el historiador vuelve la vista hacia estos comienzos con toda la sabiduría y prejuicios de la intuición, se siente tentado a concluir que no era precisa ninguna confirmación empírica para abolir el sistema de Ptolomeo. Más bien lo que se necesitaba era el valor especulativo para seguir el antiguo y medieval principio de la simplicidad de la naturaleza —incluso si llevaba a la negación de toda experiencia sensorial— y la gran audacia de la imaginación de Copérnico, que le elevó de la Tierra y le capacitó para observarla como si fuera un habitante del Sol. Y el historiador se siente justificado en sus conclusiones cuando considera que los descubrimientos de Galileo estuvieron precedidos por un véritable retour à Archimède, efectivo desde el Renacimiento. La verdad es que resulta sugestivo que Leonardo lo estudiara con apasionado interés y que a Galileo se le pueda llamar su discípulo.[329]
Sin embargo, ni las especulaciones de los filósofos ni las imaginaciones de los astrónomos han constituido un acontecimiento. Antes de los descubrimientos telescópicos de Galileo, la filosofía de Giordano Bruno apenas atrajo la atención de los eruditos, y sin la confirmación que los hechos concedieron a la revolución de Copérnico, no sólo los teólogos sino todos los «hombres sensatos… la habrían considerado el insensato llamamiento… de una imaginación incontro1ada».[330] En la esfera de las ideas sólo hay originalidad y profundidad, ambas cualidades personales, pero no absoluta y objetiva novedad; las ideas van y vienen, tienen una permanencia, incluso una inmortalidad propia, que depende de su inherente poder de iluminación, el cual es y perdura independientemente del tipo y de la historia. Más aún, las ideas, a diferencia de los hechos, nunca carecen de precedente, y las especulaciones empíricamente no confirmadas sobre el movimiento de la Tierra alrededor del Sol carecían de precedente no menos que les ocurría a las teorías contemporáneas sobre los átomos si no tuvieran base en los experimentos y consecuencias en el mundo real.[331] Lo que Galileo hizo y que nadie había hecho antes fue emplear el telescopio de tal manera que los secretos del universo se entregaran a la cognición humana «con la certeza de la percepción de los sentidos»;[332] es decir, puso al alcance de la criatura atada a la Tierra y de su cuerpo sujeto a los sentidos lo que siempre había parecido estar más allá de sus posibilidades, abierto a lo sumo a las inseguridades de la especulación e imaginación.
Esta diferencia entre el sistema de Copérnico y los descubrimientos de Galileo fue perfectamente entendida por la Iglesia católica, que no puso objeciones a la teoría anterior a Galileo de un Sol inmóvil y una Tierra en movimiento mientras los astrónomos la emplearon como hipótesis conveniente para finalidades matemáticas; pero, como señaló el cardenal Bellarmino a Galileo, «probar que la hipótesis… salva las apariencias no es en modo alguno lo mismo que demostrar la realidad del movimiento de la Tierra».[333] Inmediatamente pudo verse lo atinado de esta observación por el repentino cambio de ánimo del mundo de la erudición tras la confirmación del descubrimiento de Galileo. A partir de entonces, brillaron por su ausencia el entusiasmo con que Giordano Bruno había concebido un universo infinito, y la pía exultación con que Kepler había contemplado al Sol, «el más excelente de todos los cuerpos del universo, cuya esencia completa no es más que pura luz» y que, por consiguiente, consideraba como el lugar más adecuado para que habitara «Dios y los benditos ángeles»,[334] y la más soberbia satisfacción de Nicolás de Cusa al ver finalmente a la Tierra en su elemento en el firmamento estrellado. Al «confirmar» a sus predecesores, Galileo estableció un hecho demostrable donde antes de él hubo inspiradas especulaciones. La inmediata reacción filosófica a esta realidad no fue la exultación, sino la duda cartesiana en la que se fundaba la moderna filosofía —esa «escuela de sospecha», como la calificó en cierta ocasión Nietzsche—, y que terminó en la convicción de que «sólo en el firme fundamento de la inexorable desesperación puede en adelante construirse con seguridad la morada del alma».[335]
Durante muchos siglos las consecuencias de este acontecimiento, de nuevo no diferente de las consecuencias de la Natividad, fueron contradictorias e inconclusas, e incluso hoy día el conflicto entre el propio acontecimiento y sus casi inmediatas consecuencias está lejos de haberse resuelto. Al auge de las ciencias naturales se le atribuye un aumento demostrable y cada vez más rápido del poder y conocimiento humanos; poco antes de la Época Moderna, la humanidad europea sabía menos que Arquímedes en el siglo III antes de J.C., mientras que los primeros quince años de nuestro siglo han sido testigos de descubrimientos más importantes que el conjunto de todos los siglos de historia registrada. Sin embargo, y con igual razón, se ha culpado al mismo fenómeno del apenas menos demostrable incremento de la desesperación humana o del nihilismo específicamente moderno que se ha extendido a más amplias zonas de la población, ambos con el significado aspecto de incluir a los propios científicos, cuyo bien fundado optimismo todavía se alzaba, en el siglo XIX, contra el también justificable pesimismo de los pensadores y poetas. El moderno punto de vista del mundo astrofísico, que comenzó con Galileo, y su desafío a la suficiencia de los sentidos para revelar la realidad, nos ha dejado un universo de cuyas cualidades sólo conocemos la manera en que afectan nuestros instrumentos de medida, y —según Eddington— «el anterior tiene tanta semejanza con el último como un número de teléfono con un abonado».[336] En lugar de cualidades objetivas en otros mundos encontramos instrumentos, y en vez de la naturaleza o el universo —copiamos las palabras de Heisenberg— el hombre sólo se encuentra consigo mismo.[337]
En nuestro contexto, la cuestión es que tanto la desesperación como el triunfo son inherentes al mismo acontecimiento. Si queremos enfocarlo con una perspectiva histórica, es como si el descubrimiento de Galileo probara con un hecho demostrable que el peor temor y la esperanza más presuntuosa de la especulación humana, el antiguo temor a que nuestros sentidos, nuestros propios órganos de recepción de la realidad, pudieran traicionarnos, y que el anhelo de Arquímedes de un punto exterior a la Tierra desde el que desequilibrar al mundo, sólo juntos pudieran realizarse, como si el deseo solamente se garantizase con tal que perdiéramos la realidad y el temor tuviera que acabarse sólo si se compensaba por la adquisición de poderes supramundanos. Porque cualquier cosa que hagamos hoy día en física —ya liberemos procesos de energía que por lo general sólo se dan en el Sol, o intentemos iniciar en un tubo de ensayo los procesos de la evolución cósmica, o penetremos con la ayuda de telescopios el espacio cósmico hasta dos e incluso seis billones de años luz, o construyamos máquinas para la producción y control de energías desconocidas en la naturaleza terrena, o alcancemos en los aceleradores atómicos velocidades que se aproximan a la de la luz, o produzcamos elementos que no se encuentran en la naturaleza, o dispersemos partículas radioactivas, creadas mediante el uso de la radiación cósmica— siempre manejarnos la naturaleza desde un punto del universo exterior a la Tierra. Sin encontrarnos realmente en el lugar en que Arquímedes quiso estar (dos moi pou stō), sujetos todavía a la Tierra por nuestra condición humana, hemos hallado una manera de actuar sobre la Tierra y en la naturaleza terrestre como si dispusiéramos de ella desde el exterior, desde el punto de Arquímedes. E incluso al riesgo de poner en peligro el proceso de la vida natural, exponemos la Tierra a fuerzas universales y cósmicas extrañas al entorno de la naturaleza.
Mientras estos logros no fueron anticipados por nadie, y mientras la mayor parte de las teorías actuales contradicen lisa y llanamente las formuladas durante los primeros siglos de la Época Moderna, este desarrollo sólo fue posible porque al principio la antigua dicotomía entre Tierra y cielo se abolió y se efectuó una unificación del universo, de manera que a partir de entonces nada de lo que ocurriera en la naturaleza terrestre se tuvo como simple acaecer terreno. Todos los hechos se consideraron ligados a una ley universalmente válida en el pleno sentido de la palabra, lo que significa, entre otras cosas, válida más allá del alcance de la experiencia del sentido humano (incluso de las experiencias sensoriales realizadas con la ayuda de los instrumentos más precisos), válida más allá de la memoria humana y de la aparición de la humanidad sobre la Tierra, válida incluso más allá del comienzo de la existencia de la vida orgánica y de la misma Tierra. Todas las leyes de la nueva ciencia astrofísica se formulan a partir del punto de Arquímedes, y este punto probablemente se encuentra mucho más lejos de la Tierra y ejerce sobre ella mucho más poder de lo que se atrevieron a pensar Arquímedes o Galileo.
Si hoy en día los científicos señalan que podemos asumir con igual validez que la Tierra gira alrededor del Sol o que éste lo hace alrededor de la Tierra, que ambos supuestos están en consonancia con los fenómenos observados y que la diferencia sólo estriba en el punto de referencia elegido, esto en modo alguno indica una vuelta a la posición del cardenal Bellarmino o de Copérnico, en la que los astrónomos trataban con simples hipótesis. Más bien significa que hemos trasladado el punto de Arquímedes un paso más lejos de la Tierra a un lugar del universo donde ni la Tierra ni el Sol son centros de un sistema universal. Significa que ni siquiera nos sentimos ligados al Sol, que nos movemos libremente en el universo, que elegimos nuestro punto de referencia donde sea conveniente para un propósito específico. Para los logros reales de la ciencia moderna este cambio del primitivo sistema heliocéntrico a otro sin centro fijo es, sin duda, tan importante como el cambio original desde el punto de vista del mundo geocéntrico al heliocéntrico. Sólo ahora nos hemos establecido como seres «universales», como criaturas que son terrenas no por naturaleza y esencia sino únicamente por la condición de estar vivas y que por consiguiente en virtud del razonamiento pueden superar esta condición no de manera especulativa sino real. No obstante, el general relativismo que resulta automáticamente del cambio del punto de vista de un mundo heliocéntrico a otro sin centro alguno —conceptualizado en la teoría de la relatividad de Einstein con su negación en que «en un definido instante presente toda la materia es simultáneamente real»[338] y la concomitante e implicada negación de que el Ser que aparece en tiempo y espacio posee una realidad absoluta— estaba ya contenido, o al menos precedido, en esas teorías del siglo XVII según las cuales el azul no es más que una «relación con el ojo que ve», y el peso una «relación de aceleración recíproca».[339] La ascendencia del relativismo moderno no está en Einstein sino en Galileo y Newton.
Lo que se introdujo en la Época Moderna no fue el antiguo deseo de los astrónomos de simplicidad, armonía y belleza, que hizo que Copérnico considerara las órbitas de los planetas desde el Sol en lugar de hacerlo desde la Tierra, ni el recién despertado amor del Renacimiento por la Tierra y el mundo, con su rebelión contra el racionalismo del escolasticismo medieval; este amor por el mundo fue, por eCc6ntrario, la primera víctima de la triunfal alienación del mundo de la Época Moderna. Fue más bien el descubrimiento, debido al nuevo instrumento, de que la imagen de Copérnico del «hombre viril que permanece en el Sol… mirando desde lo alto los planetas»[340] era mucho más que una imagen o un gesto, era una indicación de la asombrosa capacidad humana para pensar en términos del universo mientras seguía en la Tierra, y la quizás aún más asombrosa habilidad humana para usar las leyes cósmicas como principios-guía de la acción terrestre. Comparada con la alienación de la Tierra que sirve de base a todo el desarrollo de la ciencia natural en la Época Moderna, la retirada de la proximidad terrestre que encierra el descubrimiento del globo como un todo y la alienación del mundo producida en el doble proceso de expropiación y acumulación de riqueza son de menor significado.
En todo caso, mientras la alienación del mundo determinó el curso y desarrollo de la sociedad moderna, la alienación de la Tierra pasó a ser, y sigue siéndolo, la marca de contraste de la ciencia moderna. Bajo el signo de la alienación de la Tierra, toda ciencia, no sólo la física y natural, cambió tan radicalmente su íntimo contenido que cabe dudar de si existía algo semejante a la ciencia antes de la Época Moderna. Esto quizá se ve con mayor claridad en el desarrollo del más importante instrumento mental de la nueva ciencia, las invenciones de la moderna álgebra, mediante el cual las matemáticas «lograron liberarse de los grilletes de la espacialidad»,[341] es decir, de la geometría, que, como su nombre indica, depende de medidas y mediciones terrestres. Las matemáticas modernas liberaron al hombre de los grilletes de la experiencia sujeta a la Tierra y a su poder de cognición de los grilletes de la finitud.
Aquí el punto decisivo no estriba en que los hombres al comienzo de la Época Moderna creyeran con Platón en la estructura matemática del universo, ni que, una generación después, creyeran con Descartes que cierto conocimiento sólo es posible sí la mente maneja sus propias formas y fórmulas. Lo decisivo, es la completa y no platónica sujeción de la geometría al tratamiento algebraico, que revela el ideal moderno de reducir a símbolos matemáticos los movimientos y datos de la sensación terrena. Sin este simbólico lenguaje no espacial Newton no hubiera podido unificar en una sola ciencia a la física y la astronomía ni, para decirlo de otra manera, formular una ley de la gravedad en la que la misma ecuación sirviera para los movimientos de los cuerpos celestes y de los terrestres. Incluso entonces estaba claro que las matemáticas modernas, ya en un pasmoso desarrollo, habían descubierto la sorprendente facultad humana de captar en símbolos esas dimensiones y conceptos que a lo sumo habían sido pensados como negaciones y por lo tanto limitaciones de la mente, porque su inmensidad parecía trascender las mentes de los simples mortales, cuya existencia dura un tiempo insignificante y se halla ligada a un rincón no demasiado importante del universo. Más significativo aún que esta posibilidad —habérselas con entidades que no podía «ver» el ojo de la mente— era el hecho de que el nuevo instrumento mental, en este aspecto incluso más nuevo y significativo que todos los utensilios científicos que ayudó a proyectar, abrió el camino a una manera completamente original de enfocar en el experimento a la naturaleza. En el experimento el hombre se dio cuenta de su recién ganada liberación de los grilletes que le araban a la experiencia sujeta a la Tierra; en lugar de observar los fenómenos naturales tal como se le presentaban, colocó a la naturaleza bajo las condiciones de su propia mente, es decir, bajo las condiciones obtenidas a partir de un universal, astrofísico, cósmico punto de vista, exterior a la propia naturaleza.
Por esta razón las matemáticas se convirtieron en la ciencia guía de la Época Moderna, y este ascenso nada tenía que ver con Platón, quien consideraba a las matemáticas como la más noble de todas las ciencias, superada sólo por la filosofía, a la que nadie debería acercarse sin estar antes familiarizado con el mundo matemático de las formas ideales. Porque las matemáticas (es decir, la geometría) eran la introducción adecuada a ese firmamento de ideas en el que ni las meras imágenes (eidōla) y sombras, ni la materia perecedera, no podían ya interferir la aparición del ser eterno, en el que estas apariciones están seguras y salvas (sōzein ta phainomena), tan purificadas de la sensualidad y mortalidad humanas como del material perecedero. Sin embargo, las formas matemáticas e ideales no eran productos del intelecto, sino que se daban a los ojos de la mente como los datos sensoriales se daban a los órganos de los sentidos; y quienes estaban adiestrados a percibir lo que estaba oculto a los ojos, de la visión corporal y a la mente no preparada de la mayoría, captaban al verdadero ser, o más bien al ser en su verdadera apariencia. Con el auge de la modernidad, las matemáticas no sólo ampliaron su contenido y penetración en el infinito para hacerse aplicables a la inmensidad de un infinito e infinitamente creciente universo en expansión, sino que dejaron de interesarse por las apariencias. Ya no son el comienzo de la filosofía, de la «ciencia» del Ser en su verdadera apariencia, sino que se convierten en la ciencia de la estructura de la mente humana.
Cuando la geometría analítica de Descartes trataba el espacio y la extensión, la res extensa de la naturaleza y del mundo, de manera «que sus relaciones, por complicadas que sean, deben ser siempre expresables en fórmulas algebraicas», las matemáticas lograron reducir y verter todo lo que el hombre no es en modelos que son idénticos a las estructuras mentales humanas. Más aún, cuando la misma geometría analítica mostró «inversamente que las verdades numéricas… pueden representarse por entero espacialmente» se había desarrollado una ciencia física que para su cumplimiento no requería otros principios que los puramente matemáticos, y en esta ciencia el hombre podía moverse, arriesgarse en el espacio con la seguridad de que no encontrada nada que no fuera él mismo, nada que no pudiera reducirse a modelos presentes en él.[342] Ahora 1os fenómenos podían aprovecharse en la medida en que fuera posible reducirlos a un orden matemático, y esta operación matemática no sirve para preparar la mente del hombre para la revelación del verdadero Ser dirigiéndolo a las medidas ideales que aparecen en los datos dados sensorialmente, y servir, por el contrario, para reducir estos datos a la medida de la mente humana, que, dada la suficiente distancia, si es lo bastante remota y no comprometida, puede considerar y manejar la multitud y variedad de lo concreto de conformidad con SUS propios modelos y símbolos. Ya no son formas ideales reveladas al ojo de la mente, sino los resultados de apartar los ojos de la mente, no menos que los del cuerpo, de los fenómenos, de reducir todas las apariencias mediante la fuerza inherente a la distancia.
Bajo esta condición de lejanía, todo agrupamiento de cosas se transforma en simple multitud, y toda multitud, por desordenada, incoherente y confusa que sea, cae en ciertos modelos y configuraciones que poseen la misma validez y no mayor significado que la curva matemática que, según observó Leibniz, siempre puede encontrarse entre puntos colocados al azar en un trozo de papel. Porque sí «puede demostrarse que una trama matemática de cierta clase puede tejerse alrededor de cualquier universo que contenga varios objetos… entonces el hecho de que nuestro universo se preste a tratamiento matemático no es de gran significado filosófico».[343] La verdad es que no es una demostración de un inherente e inherentemente hermoso orden de la naturaleza ni ofrece una confirmación de la mente humana, de su capacidad para superar a los sentidos en perceptividad o de su adecuación como órgano para la recepción de la verdad.
La moderna reductio scientiae ad mathematicam ha superado al testimonio de la naturaleza observado muy de cerca por los sentidos humanos, de la misma manera que Leibniz superó el conocimiento del casual origen y caótica naturaleza del trozo de papel cubierto de puntos. Y la sensación de sospecha, ultraje y desesperación, que fue la primera y espiritualmente sigue siendo la consecuencia más duradera del descubrimiento de que el punto de Arquímedes no era vano sueño de perezosa especulación, no es diferente del ultraje sentido por un hombre que, habiendo observado con sus propios ojos cómo estos puntos se han colocado en el papel de manera arbitraria y sin previsión, se le demuestra y obliga a admitir que sus sentidos y poder de juicio le han traicionado y que lo que vio fue la evolución de una «línea geométrica cuya dirección está constante y uniformemente definida por una regla».[344]
37. Lo universal y la ciencia natural
Pasaron muchas generaciones y unos cuantos siglos antes de que se revelara el verdadero significado de la revolución de Copérnico y el descubrimiento del punto de Arquímedes. Sólo nosotros, y únicamente desde hace poco más de unas décadas, hemos llegado a vivir en un mundo determinado enteramente por una ciencia y una tecnología cuya verdad objetiva y conocimiento práctico derivan de leyes cósmicas y universales, a diferencia de las terrestres y «naturales», y en el que un conocimiento adquirido al seleccionar un punto de referencia exterior a la Tierra se aplica a la naturaleza terrena y al artificio humano. Hay una profunda zanja entre quienes sabían que la Tierra gira alrededor del Sol, que ninguno de los dos es el centro del universo, y que sacaban la conclusión de que el hombre había perdido su hogar y su privilegiada posición en la creación, y nosotros, que seguimos siendo y probablemente para siempre criaturas ligadas a la Tierra, dependientes del metabolismo con una naturaleza terrena, y que hemos hallado los medios para efectuar procesos de origen cósmico y posiblemente de cósmica dimensión. La línea distintiva entre la Época Moderna y el mundo en que vivimos cabe trazarla en la diferencia entre una ciencia que considera a la naturaleza desde un punto de vista universal y que de esta manera adquiere pleno dominio sobre ella, y una verdadera ciencia «universal» que conlleva procesos cósmicos incluso con el claro peligro de destruir a la naturaleza y, por consiguiente, el dominio que sobre ella tiene el hombre.
Claro está que en el presente lo primero que ocupa nuestras mentes es el enormemente acrecentado poder de destrucción del hombre, el hecho de que somos capaces de arrasar toda vida orgánica y muy probablemente, algún día, de destruir incluso la misma Tierra. Sin embargo, no es menos horrible y difícil de aceptar el correspondiente nuevo poder de creación, el hecho de que podemos producir nuevos elementos que no se encuentran en la naturaleza, que no solamente seamos capaces de especular sobre las relaciones entre masa y energía y su profunda identidad, sino que podamos también transformar la masa en energía o la radiación en materia. Al mismo tiempo, hemos comenzado a poblar el espacio que rodea a la Tierra con estrellas fabricadas por el hombre, creando, por así decirlo, nuevos cuerpos celestes en forma de satélites, y confiamos en que en un futuro no muy lejano podamos realizar lo que las épocas anteriores a la nuestra consideraron como el secreto más grande, más profundo y más sagrado de la naturaleza: la creación o recreación del milagro de la vida. Empleo deliberadamente la palabra «crear» para señalar que estamos haciendo lo que hasta ahora se consideraba prerrogativa de la acción divina.
Este pensamiento nos tacha de blasfemos, y aunque es blasfemo en todo marco de referencia filosófico o teológico de la tradición occidental u oriental, no lo es más que lo que hemos estado haciendo y aspiramos a realizar. El pensamiento pierde su carácter blasfemo en cuanto entendemos lo que Arquímedes comprendió tan perfectamente —aunque no supiera cómo alcanzar su punto exterior a la Tierra—, es decir, que sin importar la forma en que expliquemos la evolución de la Tierra, de la naturaleza y del hombre, su existencia se ha debido a alguna fuerza transmundana, «universal», cuyo trabajo ha de ser comprensible hasta el punto de imitación por alguien que es capaz de ocupar la misma posición. En último término sólo esta asumida situación en el universo exterior a la Tierra nos capacita para producir procesos que no se dan en la Tierra, que no desempeñan ningún papel en la estable materia, pero que son decisivos para crearla. En efecto, la astrofísica y no la geofísica, la ciencia «universal» y no la «natural», podrían haber penetrado los últimos secretos de la Tierra y de la naturaleza en la misma estructura de la cosa. Desde el punto de vista del universo, la Tierra no es más que un caso especial, y como tal puede entenderse; bajo este criterio no puede haber una fundamental distinción entre materia y energía, al ser ambas «sólo formas diferentes de la mismísima sustancia básica».[345]
Ya en Galileo, sin duda desde Newton, la palabra «universal» comenzó a adquirir un significado muy específico; quiere decir «válido más allá de nuestro sistema solar». Y algo similar ha ocurrido con otra palabra de origen filosófico, la palabra «absoluto», «movimiento absoluto» o «velocidad absoluta», con el significado de un tiempo, espacio, movimiento y velocidad que están presentes en el universo y que en comparación con los cuales el tiempo, espacio, movimiento o velocidad ligados a la Tierra son sólo «relativos». Todo lo que ocurre en la Tierra ha pasado a ser relativo desde que la relación de la Tierra con el universo se ha convertido en el punto de referencia de todas las mediciones.
Filosóficamente, parece que la habilidad del hombre para adoptar este punto de vista cósmico, universal, sin cambiar su posición es la más clara indicación de su origen universal, por así decirlo. Es como si ya no necesitáramos teología que nos diga que el hombre no es, no puede ser, de este mundo aunque en él pase su vida; y cabe que un día consideremos el antiguo entusiasmo de los filósofos por lo universal como la primera indicación, algo así como un presentimiento, de que llegaría un tiempo en que los hombres vivirían bajo las condiciones de la Tierra y a la vez podrían actuar sobre ella desde un punto exterior. (El problema consiste —o así lo parece ahora— en que si bien d hombre puede hacer cosas desde un punto de vista «universal», absoluto, lo cual siempre habían considerado imposible los filósofos, ha perdido su capacidad de pensar en términos universales, absolutos, cumpliendo y rechazando al mismo tiempo los modelos e ideales de la filosofía tradicional. En lugar de la antigua dicotomía entre Tierra y firmamento, tenemos otra entre hombre y universo, o entre las capacidades de la mente humana para comprender y las leyes universales que el hombre puede descubrir y manejar sin verdadera comprensión). Cualquiera que sean las recompensas y cargas de este futuro aún incierto, una cosa es segura: aunque afecte grandemente, quizás incluso de manera radical, al vocabulario y al contenido metafórico de las religiones existentes, no abolirá, ni suprimirá, ni siquiera desviará a lo desconocido, que es la región de la fe.
Mientras que la nueva ciencia, la ciencia del punto de Arquímedes, necesitó siglos y generaciones para desarrollar sus plenas potencialidades, y le costó unos dos siglos para el inicio del cambio en el mundo y el establecimiento de nuevas condiciones para la vida del hombre, la mente humana no tardó más de unas décadas, apenas una generación, para sacar ciertas conclusiones de los descubrimientos de Galileo y de la suposición y métodos empleados para realizarlos. La mente humana cambió en años o décadas tan radicalmente como el mundo humano en siglos; y mientras este cambio quedó restringido a los pocos que pertenecían a la más extraña de las sociedades modernas, la sociedad de los científicos y la república de las letras (la única que ha sobrevivido a todos los cambios de convicción y conflicto sin una revolución y sin olvidarse de «respetar al hombre cuyas creencias no se comparten»),[346] esta sociedad anticipó en muchos aspectos, por la pura fuerza de la imaginación adiestra da y controlada, el cambio radical de la mente del hombre moderno que sólo en nuestro tiempo pasó a ser una realidad políticamente demostrable.[347] Descartes no es menos padre de la filosofía moderna que Galileo es el antecesor de la ciencia moderna, y si bien es cierto que después del siglo XVII, y principalmente debido al desarrollo de la filosofía moderna, la ciencia y la filosofía se separaron más radicalmente que antes[348] —Newton fue casi el último en considerar sus propios esfuerzos como «filosofía experimental» y en ofrecer sus descubrimientos a la reflexión de «astrónomos y filósofos»,[349] de la misma manera que Kant fue el último filósofo que era también una especie de astrónomo y de científico natural—,[350] la filosofía moderna debe su origen y su curso exclusivamente más a específicos descubrimientos científicos que cualquier previa filosofía. Que esta filosofía, exacta equivalencia de un punto de vista hace tiempo · descartado del mundo científico, no haya quedado anticuada hoy día, no sólo se debe a la naturaleza de la filosofía que, si es auténtica, posee la misma permanencia y carácter duradero que las obras de arte, sino que en este caso particular se halla estrechamente relacionada a la evolución final de un mundo en el que las verdades, durante muchos años accesibles sólo a unos pocos, han pasado a ser realidades para todo el mundo.
Sería necio pasar por alto la casi demasiado precisa congruencia de la alienación del mundo del hombre moderno con el subjetivismo de la filosofía moderna, desde Descartes y Hobbes hasta el sensualismo, empirismo y pragmatismo ingleses, así como el idealismo y materialismo alemanes hasta el reciente existencialismo fenomenológico y el positivismo lógico o epistemológico. Pero también sería necio creer que lo que desvió la mente del filósofo de las viejas cuestiones metafísicas y la dirigió hacia una gran variedad de introspecciones —introspección en su aparato sensual o cognitivo, en su conciencia, en los procesos psicológicos y lógicos— fue un ímpetu surgido de un desarrollo autónomo de ideas, o, como variación del mismo enfoque, creer que nuestro mundo hubiera sido diferente si la filosofía se hubiera agarrado firmemente a la tradición. Como decíamos antes, no son las ideas, sino los hechos, los que cambian el mundo —el sistema heliocéntrico como idea es tan antiguo como la especulación de Pitágoras y tan persistente en nuestra historia como la tradición neoplatónica, sin que por eso haya cambiado el mundo o la mente humana—, y el autor del hecho decisivo de la Época Moderna es Galileo más que Descartes. Así lo entendía éste, y cuando se enteró del juicio y retractación de Galileo, por un momento estuvo tentado de quemar todos sus papeles, ya que «si el movimiento de la Tierra es falso, todas las bases de mi filosofía son también falsas».[351] Pero Descartes y los filósofos, al elevar lo ocurrido al nivel de firme pensamiento, señalaron con desigual precisión la enorme conmoción del hecho; anticiparon, al menos parcialmente, las perplejidades inherentes al nuevo punto de vista del hombre de las que los científicos no se preocuparon hasta que, en nuestra época, comenzaron a aparecer en su trabajo y a interferirse en sus propias pesquisas. Desde entonces, la curiosa discrepancia entre el carácter de la moderna filosofía, que desde el principio ha sido predominantemente pesimista, y el carácter de la ciencia moderna, que hasta fecha muy reciente ha sido alegremente optimista, se ha superado. Parece que queda poca alegría en ambas.
38. El auge de la duda cartesiana
La filosofía moderna comenzó con el de omnibus dubitandum est de Descartes, con la duda, pero no con la duda como control inherente a la mente humana para protegerse de las decepciones del pensamiento y de las ilusiones de los sentidos, ni como escepticismo ante los prejuicios y morales de los hombres y de los tiempos, ni siquiera como método crítico de la investigación científica y de la especulación filosófica. La duda cartesiana es de alcance mucho más amplio y de intención demasiado fundamental para determinarla con tan concretos contenidos. En el pensamiento y la filosofía modernos, la duda ocupa la misma posición central que durante siglos ocupó el thaumazein griego; la extrañeza de que todo sea como es. Descartes fue el primero en conceptualizar esta duda moderna, que tras él se convirtió en el evidente e inaudible motor que ha movido todo pensamiento, en el invisible eje a cuyo alrededor se ha centrado todo el pensar. Lo mismo que, desde Platón y Aristóteles hasta la Época Moderna, la filosofía conceptual, en sus representantes mejores y más auténticos, había sido la articulación de la admiración, así la filosofía moderna desde Descartes ha consistido en las articulaciones y ramificaciones de la duda.
La duda cartesiana, en su radical y universal significación, fue originariamente la respuesta a una nueva realidad, no menos real por haber estado restringida durante siglos al pequeño y políticamente insignificante círculo de especialistas y eruditos. Los filósofos comprendieron en seguida que los descubrimientos de Galileo no implicaban un mero desafío al testimonio de los sentidos y que ya no era la razón la que, como en Aristarco y Copérnico, había «cometido tal violación de sus sentidos», en cuyo caso los hombres sólo habrían necesitado elegir entre sus facultades y dejar que la innata razón se convirtiera en «la querida de su credulidad».[352] No era la razón, sino un aparato construido por el hombre, el telescopio, el que cambiaba el punto de vista sobre el mundo físico; no eran la contemplación, la observación y la especulación las que llevaban al nuevo conocimiento, sino la intervención activa del homo faber, su capacidad de fabricar. Dicho con otras palabras, el hombre estuvo engañado mientras confió en que la realidad y la verdad se revelarían a sus sentidos y a su razón con tal de que se mantuviera fiel a lo que veía con los ojos del cuerpo y de la mente. La antigua oposición entre verdad sensorial y racional, entre la inferior capacidad de verdad de los sentidos y la superior de la razón, palidecía ante este desafío, ante la obvia implicación de que ni la verdad ni la realidad se dan, de que ninguna de ellas aparece como es, y que sólo la supresión de las apariencias puede ofrecer una esperanza de lograr el verdadero conocimiento.
El grado en que la razón y la fe en ésta no depende de las percepciones aisladas de los sentidos, cada una de las cuales puede ser una ilusión, sino del indiscutible supuesto de que los sentidos como un todo —mantenidos juntos y gobernados por el sentido común, el sexto y más elevado sentido— ajustan al hombre a la realidad que le rodea, se descubrió entonces. Si el ojo humano traiciona al hombre a tal extremo que muchas generaciones creyeron engañosamente que el Sol gira alrededor de la Tierra, entonces ya no es posible mantener por más tiempo la metáfora de los ojos de la mente; ésta se basaba, aunque implícitamente e incluso cuando se empleaba en oposición a los sentidos, en una esencial confianza en la visión corporal. Si el Ser y la Apariencia se separan para siempre, y esto es —como señaló Marx— el supuesto básico de toda la ciencia moderna, a la fe no le quedó nada para tomar a su cargo; hay que dudar d todo. Fue como si se hubiera convertido en verdad la predicción de Demócrito en el sentido de que una victoria de la mente sobre los sentidos sólo podría terminar en la derrota de la mente, con la diferencia de que ahora la lectura de un aparato parecía haber obtenido una victoria tanto sobre la mente como sobre los sentidos.[353]
La característica sobresaliente de la duda cartesiana es su universalidad, el hecho de que nada, ni pensamiento ni experiencia, puede escapar a ella. Tal vez nadie ha explorado sus verdaderas dimensiones con mayor honestidad que Kierkegaard cuando saltó —no a partir de la razón, como creía, sino de la duda— a la creencia, con lo que llevó la duda al propio corazón de la religión moderna.[354] Su universalidad se extiende desde el testimonio de los sentidos hasta el testimonio de la razón y de la fe debido a que esta duda reside fundamentalmente en la pérdida de la propia evidencia, y todo pensamiento había partido siempre de lo que es evidente en y por sí mismo, evidente no sólo para el pensador, sino para todo el mundo. La duda cartesiana no sólo dudó de que el entendimiento humano puede no abrirse a toda verdad o que la visión humana puede no ser capaz de verlo todo, sino también de que para el entendimiento humano la inteligibilidad no constituye en absoluto una demostración de verdad, de la misma manera que la visibilidad no constituye en modo alguno prueba de realidad. Esta duda pone en cuestión que exista la verdad, y descubre de este modo que el concepto tradicional de verdad, basado en la percepción sensorial o en la razón o en la creencia en la revelación divina, se había basado en el doble supuesto de que lo que verdaderamente existe aparece espontáneamente y que las capacidades humanas son adecuadas para captarlo.[355] Que la verdad se revela a si misma fue credo común de la antigüedad pagana y hebrea, de la filosofía cristiana y secular. Ésta es la razón por la que la moderna filosofía atacó con tanta vehemencia —con una violencia que bordeaba el odio— a la tradición, despachando sumariamente el entusiasmo renacentista sobre el descubrimiento de la antigüedad.
La acerbidad de la duda de Descartes se comprende perfectamente si uno considera que los nuevos descubrimientos asestaban un golpe aún más desastroso a la confianza humana en el mundo y en el universo de lo que indicaba la tajante separación del ser y de la apariencia. Porque la relación entre estos dos ya no es estática como lo había sido el escepticismo tradicional, como si las apariencias ocultaran y encubrieran a un ser verdadero que escapara siempre a la observación del hombre. Por el contrario, este Ser es tremendamente activo y vigoroso: crea sus propias apariencias, aunque dichas apariencias son engañosas. Cualquier cosa que captan los sentidos del hombre es realizada por fuerzas secretas e invisibles, y si mediante ciertos ingeniosos instrumentos esas fuerzas se cogen in fraganti en vez de descubrirlas —como se atrapa a un animal o se coge a un ladrón—, resulta que este Ser tremendamente eficaz es de tal naturaleza que sus revelaciones deben ser ilusiones y las conclusiones sacadas de su apariencia han de ser engaños.
La filosofía de Descartes está acosada por dos pesadillas que en cierto sentido se convirtieron en las pesadillas de toda la Época Moderna, no porque esta época estuviera profundamente influenciada por la filosofía cartesiana, sino porque su emergencia era casi ineludible en cuanto se entendieron las verdaderas implicaciones del punto de vista del Mundo Moderno. Estas pesadillas son muy simples y muy bien conocidas. En una de ellas se duda de la realidad del mundo y de la vida humana; si no se puede confiar en los sentidos, ni en la razón, ni en el sentido común, cabe perfectamente que todo lo que consideremos realidad sólo sea un sueño. La otra se refiere a la general condición humana tal como fue revelada por los nuevos descubrimientos y a la imposibilidad por parte del hombre de confiar en sus sentidos y su razón; bajo estas circunstancias parece mucho más probable que un mal espíritu, un dieu trompeur, intencionada y malévolamente traicione al hombre que no que ese dios sea el gobernante del universo. La consumada perversidad de este espíritu malo consistiría en haber creado a un ser que, si bien tiene el concepto de verdad, es incapaz de alcanzar verdad alguna, de estar seguro de algo.
Este último punto, la cuestión de la certeza, iba a ser decisivo en el desarrollo de la moralidad moderna. Lo que se perdió en la Época Moderna no fue la aptitud por la verdad, la realidad, la fe, ni la concomitante e inevitable aceptación del testimonio de los sentidos y de la razón, sino la certeza que anteriormente iba con ellas. En la religión no fue la creencia en la salvación o en el más allá lo que inmediatamente se perdió, sino la certitudo salutis, y esto ocurrió en todos los países protestantes en los que la caída de la Iglesia católica había eliminado la última institución ligada a la tradición que, donde su autoridad no fue desafiada, se mantuvo entre el choque de la modernidad y las masas de creyentes. De la misma manera que la inmediata consecuencia de esta pérdida de certeza fue un nuevo celo para hacer el bien en esta vida como si fuera un período más largo de prueba,[356] así la pérdida de la certeza en la verdad terminó en un nuevo y sin precedente celo por la veracidad, como si el hombre pudiera permitirse el lujo de ser un embustero sólo cuando estaba seguro de la existencia no desafiada de la verdad y de la realidad objetiva, que sin duda sobreviviría y derrotaría a todas sus mentiras.[357] El radical cambio que sufrieron los modelos morales en el primer siglo de la Época Moderna se inspiró en las necesidades e ideales de su más importante grupo de hombres, los nuevos científicos; y las modernas virtudes cardinales —éxito, industria y veracidad— son al mismo tiempo las más grandes virtudes de la ciencia moderna.[358]
Las sociedades ilustradas y las reales academias pasaron a ser centros moralmente influyentes donde los científicos estaban organizados con el fin de encontrar caminos y medios con los que atrapar a la naturaleza mediante experimentos e instrumentos, de tal modo que ésta se viera obligada a rendir sus secretos. Y esta gigantesca tarea, sólo adecuada al esfuerzo colectivo de las mentes, prescribió las normas de conducta y los nuevos modelos de juicio. Si antiguamente la verdad residió en la especie de «teorías» que desde los griegos significó la mirada contemplativa del espectador interesado en —y que recibía— la realidad que se revelaba ante él, ahora la cuestión del éxito se impuso y la prueba de la «teoría» se convirtió en prueba «práctica», funcionara o no funcionara. La teoría pasó a ser hipótesis, y el éxito de la hipótesis se convirtió en verdad. Sin embargo, este importante modelo de éxito no depende de consideraciones prácticas o de desarrollos técnicos que pueden ir o no acompañados de específicos descubrimientos científicos. El criterio del éxito es inherente a la misma esencia y progreso de la ciencia moderna, completamente al margen de su aplicabilidad. Aquí d éxito no es el vacío ídolo en que degeneró en la sociedad burguesa; era, y sigue siéndolo en las ciencias, un verdadero triunfo de la inventiva humana sobre las abrumadoras desigualdades.
La solución cartesiana de la duda universal o su salvación de las dos pesadillas interrelacionadas —que todo es sueño y no existe la realidad y que no es Dios, sino un mal espíritu, quien gobierna el mundo y se burla del hombre— fue similar en método y contenido al desviarse de la verdad a la veracidad y de la realidad a la confiabilidad. La convicción de Descartes de que «aunque nuestra mente no es la medida de las cosas o de la verdad, sin duda debe ser la medida de las cosas que afirmamos o negamos»,[359] es un eco de lo que habían descubierto los científicos en general y sin articulación explícita: que incluso si no existe la verdad, el hombre puede ser verdadero, e incluso si no hay certeza confiable, el hombre puede ser digno de confianza. Si había salvación, tenía que radicar en el propio hombre, y si existía una solución a las cuestiones planteadas por la duda, tenía que proceder del dudar. Si todo se ha hecho dudoso, al menos la duda es cierta y real. Cualquiera que sea el estado de la realidad y de la verdad tal como se dan a los sentidos y a la razón, «nadie puede dudar de su duda y permanecer inseguro de si duda o no duda».[360] El famoso cogito ergo sum (pienso, luego existo) no le surgió a Descartes de una autocerteza de pensamiento como tal —en cuyo caso el pensamiento habría adquirido una nueva dignidad y significado para el hombre—, sino que era una mera generalización de un dubito ergo sum.[361] Dicho con otras palabras, de la mera certeza lógica de que al dudar de algo conozco un proceso de duda en mi conciencia, Descartes sacó la conclusión de que esos procesos que prosiguen en la mente del hombre tienen una certeza por sí mismos, que pueden convertirse en el objeto de la investigación en la introspección.
39. La introspección y la pérdida del sentido común
En realidad, la introspección, no la reflexión de la mente del hombre sobre el estado de su alma o cuerpo, sino el puro interés cognitivo de la conciencia por su propio contenido (y ésa es la esencia de la cogitatio cartesiana, en la que cogito siempre significa cogito me cogitare), debe producir certeza, ya que aquí sólo queda implicado lo que la mente ha producido por sí misma; nadie a excepción del productor del producto se ha interferido, el hombre no hace frente a nada ni a nadie sino a sí mismo. Mucho antes de que las ciencias físicas y naturales comenzaran a preguntarse si el hombre es capaz de enfrentarse, conocer y comprender algo que no sea él, la moderna filosofía se había cerciorado de que en la introspección el hombre sólo se interesa por sí mismo. Descartes creía que la certeza producida por este nuevo método de introspección era la certeza del yo soy.[362] Dicho con otras palabras, el hombre lleva su certeza, la de su existencia, dentro de él; el puro funcionamiento de la conciencia, aunque no puede asegurar una realidad mundana dada a los sentidos y a la razón, confirma fuera de duda la realidad de las sensaciones y del razonamiento, es decir, la realidad de los procesos que se dan en la mente. Éstos no son diferentes a los procesos biológicos que se desarrollan en el cuerpo y de cuya realidad, cuando se les conoce, queda uno convencido. Puesto que incluso los sueños son reales, ya que presuponen un soñador y un sueño, el mundo de la conciencia es bastante real. La única dificultad radica en que de la misma manera que sería imposible inferir del conocimiento de los procesos corporales el verdadero aspecto de cualquier cuerpo, incluyendo el propio, resulta también imposible alcanzar a partir de la mera conciencia de las sensaciones, en la que uno siente sus sentidos y en la que incluso el objeto sentido pasa a ser parte de la sensación, la realidad con sus formas, aspectos, colores y constelaciones. El árbol visto puede ser lo suficientemente real para la sensación de la visión, de igual modo que el árbol soñado es lo suficientemente real para el soñador mientras dura el sueño, pero ninguno de los dos puede convertirse en árbol verdadero.
Partiendo de estas perplejidades, Descartes y Leibniz tuvieron que demostrar no la existencia de Dios, sino Su bondad, el primero demostrando que ningún mal espíritu gobierna el mundo y se burla del hombre, y el otro que este mundo, incluido el hombre, es el mejor de los mundos posibles. La característica de estas justificaciones exclusivamente modernas, desde Leibniz conocidas como teodiceas, es que la duda no se interesa por la existencia de un ser más elevado, que se da ya por sentado, sino por su revelación, tal como se da en la tradición bíblica, y por sus intenciones con respecto al hombre y al mundo, o más bien por la adecuación de la relación entre hombre y mundo. De estas dos, la duda de que la Biblia o la naturaleza contiene la revelación divina es cosa natural, u na vez que se ha demostrado que la revelación como tal, el descubrimiento de la realidad a los sentidos y de la verdad a la razón, no es garantía para ninguno de los dos. Sin embargo, la duda sobre la bondad de Dios, la noción de un dieu trompeur, surgió de la misma experiencia de la decepción inherente a la aceptación del nuevo punto de vista del mundo, decepción cuya acerbidad radica en su irremediable repetición, ya que ningún conocimiento sobre la naturaleza heliocéntrica de nuestro sistema planetario puede cambiar el hecho de que todos los días se ve al Sol circundar la Tierra, levantándose y poniéndose en su lugar predeterminado. Sólo cuando se comprendió que, de no haber sido por la casual aparición del telescopio, el hombre quizá se hubiera mantenido en el engaño para siempre, los designios de Dios se hicieron inescrutables; cuanto más aprendía el hombre sobre el universo, menos entendía las intenciones y propósitos por los que había sido creado. La bondad del Dios de las teodiceas es, por lo tanto, estrictamente la cualidad de un deus ex machina; la bondad inexplicable es en esencia la última cosa que salva a la realidad en la filosofía de Descartes (la coexistencia de mente y extensión, res cogitans y res extensa), como salva la preestablecida armonía entre el hombre y el mundo en la filosofía de Leibniz.[363]
La verdadera ingeniosidad de la introspección cartesiana, y de ahí la razón de que esta filosofía fuera tan importante para el desarrollo espiritual e intelectual de la Época Moderna, radica en que empleó la pesadilla de la no-realidad como recurso para sumergir todos los objetos mundanos en la corriente de la conciencia y de sus procesos. El «árbol visto» hallado en la conciencia median te la introspección ya no es el árbol dado por la vista y el tacto, entidad en sí misma con un inalterable e idéntico aspecto propio. Al ser elaborado en un objeto de conciencia al mismo nivel que una cosa meramente recordada o por completo imaginaria, pasa a ser parte integrante de este proceso, de esa conciencia, es decir, lo que uno conoce solamente como una corriente siempre en movimiento. Quizá nada preparó mejor nuestras mentes para la final disolución de la materia en energía, de los objetos en un remolino de casos atómicos, que esa disolución de la realidad objetiva en los estados subjetivos de la mente o, más bien, en los procesos subjetivos mentales. En segundo lugar, y esto aún fue de mayor pertinencia en las etapas iniciales de la Época Moderna, el método cartesiano de asegurar la certeza sobre la duda universal correspondió más precisamente a la más obvia conclusión que iba a extraerse de la nueva ciencia física: aunque no se puede conocer la verdad como algo dado y revelado, el hombre puede al menos conocer lo que hace. Esto se convirtió en la actitud más generalmente aceptada de la Época Moderna, y dicha convicción, más que la duda subyacente, empujó a una generación tras otra durante más de trescientos años a caminar con paso siempre acelerado por la senda de los descubrimientos y del desarrollo.
La razón cartesiana se basa por entero «en la implícita asunción de que la mente sólo puede conocer lo que ha producido y retiene en cierto sentido dentro de sí».[364] Por lo tanto, su ideal más elevado debe ser el conocimiento matemático tal como lo entiende fa Época Moderna, es decir, no el conocimiento de formas ideales dadas fuera dela mente, sino de formas producidas por una mente que en este caso particular ni siquiera necesitó el estímulo —o, más bien, la irritación— de los sentidos por objetos distintos a ella misma. Esta teoría la califica Whitehead como «el resultado del sentido común en retirada».[365] Porque el sentido común, que en otro tiempo babia sido el que ajustaba a. · los otros sentidos, con sus sensaciones íntimamente privadas, en el mundo común, al igual que la visión ajustaba al hombre al mundo visible, se convirtió en una facultad interior sin relación con el mundo. Se le llamó sentido común simplemente porque era común a todos. Lo que entonces tienen en común los hombres no es el mundo, sino la estructura de sus mentes, y ésta no pueden tenerla en común, estrictamente hablando; sólo su facultad de razonamiento puede ser común a todos.[366] El hecho de que, planteado el problema de saber qué suman dos más dos, la respuesta de todos sea la misma, cuatro, en adelante se convierte en el modelo de razonamiento del sentido común.
La razón, en Descartes no menos que en Hobbes, pasa a ser «consciente de las consecuencias», de la facultad de deducir y sacar conclusiones, es decir, un proceso que el hombre puede en todo momento desencadenar dentro de sí mismo. La mente de este hombre —para seguir en la esfera de las matemáticas— ya no considera que «dos más dos son cuatro» como una ecuación en la que dos términos se equilibran en una evidente armonía, sino que entiende dicha ecuación como expresión de un proceso en el que dos más dos se convierten en cuatro con el fin de generar posteriores procesos de suma que finalmente llevarán al infinito. La Época Moderna califica a esta facultad como razonamiento del sentido común; es el juego de la mente consigo misma, que se da cuando ésta se cierra a toda realidad y únicamente se «siente» a sí misma. Los resultados de este juego son «verdades» apremiantes porque la estructura de las mentes de dos hombres se supone que no difiere más que el aspecto de sus respectivos cuerpos. Cualquier diferencia que haya es una diferencia de fuerza mental, que puede probarse y medirse como si fuera un caballo de fuerza. Aquí la vieja definición del hombre como animal rationale adquiere terrible precisión: desprovistos del sentido mediante el cual los cinco sentidos animales del hombre se ajustan al mundo común de todos los hombres, los seres humanos no son más que animales capaces de razonar, «de tener en cuenta las consecuencias».
La perplejidad inherente al descubrimiento del punto de Arquímedes fue y sigue siendo el hecho de que el punto situado fuera de la Tierra lo encontrara una criatura sujeta a la Tierra, quien en cuanto intentó aplicar su criterio del mundo universal a su real medio ambiente vio que no sólo vivía en un mundo diferente, sino también trastornado. La solución cartesiana a esta perplejidad fue trasladar el punto de Arquímedes al interior del propio hombre,[367] elegir como último punto de referencia el modelo de la mente humana, la cual manifiesta b realidad y certeza en un entramado de fórmulas matemáticas que son sus propios productos. Aquí la famosa reductio scientiae ad mathematicam permite reemplazar lo que se da sensualmente por un sistema de ecuaciones matemáticas en el que todas las relaciones reales se disuelven en lógicas relaciones entre símbolos hechos por el hombre. Dicho reemplazo permite a la ciencia moderna cumplir su «tarea de producir» los fenómenos y objetos que desea observar.[368] Y se da por supuesto que ni Dios ni un espíritu maligno pueden cambiar el hecho de que dos más dos sean cuatro.
40. El pensamiento y el punto de vista del mundo moderno
El traslado cartesiano del punto de Arquímedes a la mente del hombre, si bien capacitó al hombre a llevarlo, por así decirlo, dentro de sí dondequiera que fuera, liberándose por completo de la realidad dada —es decir, de la condición humana de ser habitante de la Tierra—, quizá nunca ha sido tan convincente como la duda universal de la que surgió y que se suponía iba a disipar.[369] De todos modos, hoy día encontramos en las dudas que asaltan a los científicos en medio de sus mayores triunfos las mismas pesadillas que han obsesionado a los filósofos desde el comienzo de la Época Modera. Dicha pesadilla está presente en el hecho de que una ecuación matemática, como la de masa y energía —que originalmente se destinó únicamente a salvar los fenómenos, a estar de acuerdo con los hechos observables que también podían explicarse de modo diferente, al igual que los sistemas de Ptolomeo y de Copérnico diferían originalmente sólo en sencillez y armonía—, se presta a una conversión muy real de masa en energía y viceversa, de modo que la «conversión» matemática implícita en toda ecuación corresponde en la realidad a la convertibilidad; se halla presente en el misterioso fenómeno de haber encontrado los sistemas de matemáticas no euclidianas sin premeditación de aplicabilidad ni siquiera de significado empírico antes de que alcanzara su sorprendente validez en la teoría de Einstein; y aún es más turbadora en la inevitable conclusión de que «la posibilidad de tal aplicación debe mantenerse abierta a todo, incluso a las más remotas construcciones de las matemáticas puras».[370] Si fuera cierto que todo un universo, o más bien cualquier número de universos completamente diferentes, cobraran existencia y «demostraran» cualquier modelo construido por la mente humana, el hombre podría, por un momento, regocijarse en una reafirmación de la «preestablecida armonía entre las matemáticas puras y la física»,[371] entre mente y materia, entre el hombre y el universo. Pero será difícil evitar la sospecha de que este mundo matemáticamente preconcebido sea un mundo de ensueño en el que toda soñada visión que produce el hombre sólo tiene el carácter de realidad mientras dura el ensueño. Y las sospechas aumentarán al descubrir que los hechos y casos que acaecen en lo infinitamente pequeño, en el átomo, siguen las mismas leyes y regularidades que se dan en lo infinitamente grande, en los sistemas planetarios.[372] Lo que esto parece indicar es que si investigamos la naturaleza desde el punto de vista de la astronomía recibimos sistemas planetarios, mientras que si realizamos nuestras investigaciones astronómicas desde el punto de vista de la Tierra obtenemos sistemas geocéntricos, es decir, terrestres.
En todo caso; dondequiera que intentamos trascender la apariencia más allá de toda experiencia sensual, incluso con ayuda de aparatos, con el fin de captar los secretos esenciales del Ser, que según nuestro punto de vista del mundo físico se halla tan oculto que nunca aparece y al mismo tiempo es tan poderoso que produce toda apariencia, encontramos que los mismos modelos rigen al macrocosmos y el microcosmos, que los aparatos registran las mismas lecturas. Aquí, una vez más, cabe que nos recreemos en una reencontrada unidad del universo para caer luego en la sospecha de que tal vez lo que hemos encontrado nada tiene que ver con el macrocosmos o el microcosmos, que sólo tratamos con modelos de nuestra mente, la que diseñó los aparatos y puso a la naturaleza bajo sus condiciones en el experimento —que prescribió sus leyes a la naturaleza, según la frase de Kant—, en cuyo caso es como si nos halláramos en manos de un espíritu maligno que se buda de nosotros y frustra nuestra sed de conocimiento, de tal modo que al buscar lo que no somos, encontramos solamente los modelos de nuestra propia mente.
La duda cartesiana, lógicamente la más razonable y cronológicamente la consecuencia más inmediata del descubrimiento de Galileo, fue acallada durante siglos por el ingenioso desplazamiento del punto de Arquímedes al interior del propio hombre, al menos en lo que respecta a la ciencia natural. Pero la «matematización» de la física, mediante la que se realizó la absoluta renuncia de los sentidos en favor del conocimiento, tuvo en sus últimas etapas la inesperada y sin embargo razonable consecuencia de que toda cuestión que el hombre plantea a la naturaleza se contesta en términos matemáticos a los que no puede adecuarse ningún modelo, puesto que uno tendría que estar ahormado según nuestras experiencias sensoriales.[373] En este punto, la conexión entre pensamiento y experiencia de los sentidos, inherente a la condición humana, parece cobrarse su venganza: si bien la tecnología demuestra la «verdad» de los conceptos más abstractos de la ciencia moderna, sólo demuestra que el hombre siempre puede aplicar los resultados de su mente, que sea cual sea el sistema que emplee para la explicación de los fenómenos naturales siempre podrá adoptarlo como principio-guía para hacer y actuar. Esta posibilidad estaba latente incluso en el comienzo de las modernas matemáticas, cuando resultó que las verdades numéricas podían traducirse plenamente en relaciones espaciales. Si, por lo tanto, la ciencia actual apunta en su perplejidad a logros técnicos para «probar» que tratamos con un «auténtico orden» dado en la naturaleza,[374] parece que ha caído en un círculo vicioso, que cabe formular así: los científicos formulan sus hipótesis para disponer sus experimentos y luego usan dichos experimentos para comprobar sus hipótesis; durante toda esta actividad está claro que tratan con una naturaleza hipotética.[375]
Dicho con otras palabras, el mundo del experimento siempre parece capaz de convertirse en una realidad hecha por el hombre, y esto, que acrecienta el poder del hombre para hacer y actuar, incluso para crear un mundo, mucho más allá de lo que cualquier época anterior se atrevió a imaginar en sueños y fantasías, por desgracia hace retroceder una vez más al hombre —y ahora de manera más enérgica— a la cárcel de su propia mente, a las limitaciones de los modelos que él mismo creó. En el momento en que desea lo que todas las épocas anteriores lograron, es decir, experimentar la realidad de lo que no es, encontrará que la naturaleza y el universo «se le escapan» y que un universo construido a partir del comportamiento de la naturaleza en el experimento y de acuerdo con los principios que el hombre puede traducir técnicamente en una realidad laborante carece de posible representación. La novedad aquí no es que existan cosas de las que no podernos formar una imagen —tales «cosas» fueron siempre conocidas y entre ellas se contaba, por ejemplo, el «alma»—, sino que las cosas materiales que vemos y representamos y que nos sirvieron para juzgar las cosas inmateriales cuyas imágenes no podemos formar son también «inimaginables». Con la desaparición del mundo sensualmente dado, desaparece también el mundo trascendente, y con él la posibilidad de trascender el mundo material en concepto y pensamiento. Por lo tanto, no es sorprendente que el nuevo universo no sea sólo «prácticamente inaccesible, sino ni siquiera pensable», ya que, «por mucho que lo pensemos, es falso; quizá no tan falto de significado como un “círculo triangular”, pero mucho más que un “león alado”».[376]
La universal duda cartesiana ha alcanzado ahora al corazón de la propia ciencia física; porque la huida hacia la mente del hombre está cerrada si resulta que el moderno universo físico no sólo no se presenta, lo que es natural bajo el supuesto de que ni la naturaleza ni el Ser se revelan a los sentidos, sino que además es inconcebible, impensable en términos de puro razonamiento.
41. La inversión de la contemplación y de la acción
Quizá la más importante de las consecuencias espirituales de los descubrimientos de la Época Moderna y, al mismo tiempo, la única que pudo evitarse, puesto que seguía muy de cerca al descubrimiento del punto de Arquímedes y al concomitante auge de la duda cartesiana, haya sido la inversión del orden jerárquico entre la vita contemplativa y la vita activa.
Para atender el carácter apremiante de los motivos que llevaran a dicha inversión es necesario ante todo librarnos del prejuicio común que atribuye el desarrollo de la ciencia moderna, debido a su aplicabilidad, al deseo pragmático de mejorar las condiciones de la vida humana en la Tierra. Es un hecho histórico que la moderna tecnología no se origina en la evolución de esos utensilios que el hombre había diseñado con el doble propósito de facilitar sus labores y crear el artificio humano, sino exclusivamente en una búsqueda no práctica de conocimiento inútil. Así, el reloj, uno de los primeros instrumentos modernos, no se inventó pensando en fines prácticos, sino de modo exclusivo con el elevado propósito «teórico» de realizar ciertos experimentos sobre la naturaleza. No cabe duda de que este invento, en cuanto se vio su utilidad práctica, cambió el ritmo y la fisonomía de la vida humana; pero desde el punto de vista de los inventores, el resultado fue simple incidente. Si sólo hubiéramos confiado en el llamado instinto práctico del hombre, no cabría hablar de ninguna clase de tecnología, y, aunque en la actualidad los inventos técnicos ya existentes llevan cierto impulso que posiblemente generará mejoras hasta un cierto punto, no es probable que nuestro mundo técnicamente condicionado sobreviva, y mucho menos que se desarrolle, si nos convencemos de que el hombre es primordialmente un ser práctico.
Al margen de lo que ocurra, la experiencia fundamental de la inversión de la contemplación y de la acción fue precisamente que la sed de conocimientos del hombre sólo podía saciarse si confiaba en la inventiva de sus manos. No se trataba de que la verdad y el conocimiento ya no eran importantes, sino de que sólo se podían alcanzar mediante la «acción» y no por la contemplación. Un aparato, el telescopio, construido por las manos del hombre, obligó finalmente a la naturaleza, o más bien al universo, a entregar sus secretos. Las razones para confiar en el hacer y desconfiar de la contemplación u observación aún se hicieron más convincentes tras los resultados de las primeras investigaciones. Separados el ser y la aparición y dado por supuesto que la verdad ya no se presentaba, no se revelaba al ojo mental del observador, surgió una verdadera necesidad de buscar la verdad tras las apariencias engañosas. Nada podía ser menos digno de confianza para adquirir conocimientos y aproximarse a la verdad que la observación pasiva o la mera contemplación. Para estar en lo cierto había que cerciorarse, y para conocer había que hacer. Sólo podía alcanzarse la certeza del conocimiento bajo una doble condición: primera, que el conocimiento sólo se relacionara con lo que uno había hecho —de modo que, al tratar con entidades autorrealizadas de la mente, su ideal se convirtió en el conocimiento matemático—, y segunda, que el conocimiento fuera de tal naturaleza que sólo pudiera comprobarse mediante nueva acción.
Desde entonces la verdad científica y la filosófica se separaron; la primera no sólo no necesitaba ser eterna, sino ni siquiera comprensible o adecuada a la razón humana. Pasaron muchas generaciones de científicos antes de que la mente del hombre se atreviera a enfrentarse por entero a esta implicación de la modernidad. Si la naturaleza y el universo son productos de un hacedor divino, y si la mente humana es incapaz de entender lo que el hombre no ha hecho por sí mismo, no cabe que el hombre confíe en aprender algo sobre la naturaleza que pueda entender. Quizá pueda, mediante la inventiva, averiguar e incluso imitar los esquemas de los procesos naturales, pero eso no significa que dichos esquemas tengan sentido para él: no tienen que ser necesariamente inteligibles. En realidad, ninguna supuesta revelación divina suprarracional y ninguna supuestamente abstrusa verdad filosófica ha ofendido tan notoriamente a la razón humana como ciertos resultados de la ciencia moderna. Cabe decir con Whitehead: «El cielo sabe qué aparente tontería puede el día de mañana quedar como demostrada verdad».[377]
El cambio ocurrido en el siglo XVII fue mucho más radical de lo que es capaz de indicar una simple inversión del tradicional orden establecido entre la contemplación y la acción. Estrictamente hablando, la inversión afectó solamente a la relación entre pensamiento y acción, mientras que la contemplación, en el sentido original de contemplar la verdad, fue eliminada por completo. Porque pensamiento y contemplación no son lo mismo. Tradicionalmente, el pensamiento se concibió como d camino más directo e importante que llevaba a la contemplación de la verdad. Desde Platón, y probablemente desde Sócrates, el pensamiento se entendió como el diálogo interior con el que uno habla consigo (eme emautō, en los diálogos de Platón); y aunque este diálogo carece de toda manifestación externa e incluso requiere un cese más o menos completo de las demás actividades, constituye por sí mismo un estado grandemente activo. Su inactividad externa está claramente separada de la pasividad, de la completa quietud, en la que la verdad se revela finalmente al hombre. El escolasticismo medieval, que consideró a la filosofía como la asistenta de la teología, podía muy bien haber recurrido a Platón y a Aristóteles; ambos, si bien en un contexto muy diferente, consideraron este proceso de pensamiento dialogal como el medio para preparar al alma y llevar a la mente a la contemplación de la verdad más allá del pensamiento y del discurso, una verdad que es arrbēton, incapaz de comunicarse mediante palabras, como señala Platón,[378] o está más allá del discurso, como en Aristóteles.[379]
La inversión de la Época Moderna consistió, pues, en elevar la acción al rango de contemplarla como el estado más elevado del ser humano, como si en adelante la acción fuera el significado último en virtud del cual tenía que interpretarse la contemplación, al igual que, hasta ese tiempo, todas las actividades de la vita activa se habían juzgado y justificado en la medida en que hacían posible la vita contemplativa. La inversión afectó sólo al pensamiento, que a partir de entonces fue el sirviente de la acción como ésta había sido la ancilla theologiae, la asistenta de la contemplación de la verdad divina en la filosofía medieval y la asistenta de la contemplación de la verdad del Ser en la filosofía antigua. La propia contemplación se vació de significado.
El carácter radical de esta inversión está un tanto oscurecido por otra clase de inversión, con la que es frecuentemente identificada y que, desde Platón, ha dominado la historia del pensamiento occidental. Quien lea la alegoría de la caverna en la República de Platón a la luz de la historia griega comprenderá en seguida que el periagōgē, el giro que Platón exige al filósofo equivale en realidad a una inversión del orden del mundo homérico. No es la vida tras la muerte, como en el Hades homérico, sino la vida corriente en la Tierra la que se localiza en una «caverna», en un averno; el alma no es la sombra del cuerpo, sino que éste es la sombra del alma, y el movimiento sin sentido, fantasmal, que atribuye Homero a la existencia sin vida del alma en el Hades tras la muerte, se atribuye ahora a las acciones sin sentido de los hombres que no abandonan la caverna de la existencia humana para contemplar las ideas eternas visibles en el firmamento.[380]
En este contexto, sólo me importa el hecho de que la tradición platónica de pensamiento tanto filosófico como político comenzó con una inversión, y que esta original inversión determinó en gran medida los modelos de pensamiento en los que cayó casi automáticamente la filosofía occidental en cualquier lugar donde no estuvo animada por un gran y original ímpetu filosófico. La filosofía académica ha estado desde entonces dominada por las inacabables inversiones de idealismo y materialismo, de trascendentalismo e inmanentismo, de realismo y nominalismo, de hedonismo y ascetismo, etcétera. Lo que aquí importa es la invertibilidad de todos estos sistemas, que se puedan poner hacia arriba o hacia abajo en cualquier momento de la historia sin requerir acontecimientos históricos o cambios en los elementos estructurales. Los propios conceptos siguen siendo lo mismo cualquiera que sea el lugar donde se les coloque en los varios órdenes sistemáticos. En cuanto Platón logró hacer invertibles estos conceptos y elementos estructurales, las inversiones dentro del curso de la historia intelectual ya no necesitaron más que la experiencia puramente intelectual, experiencia dentro del marco del pensamiento conceptual. Estas inversiones comenzaron ya en la tardía antigüedad con las escuelas filosóficas y siguen siendo parte de la tradición occidental. La misma tradición, el mismo juego intelectual con emparejadas antítesis rige, en cierto grado, las famosas inversiones modernas de las jerarquías espirituales, tal como el vuelco de Marx a la dialéctica hegeliana o la revolución nietzscheana de lo sensual y natural en contraste con lo supersensual y supernatural.
La inversión que tratamos aquí, la consecuencia espiritual de los descubrimientos de Galileo, aunque se ha interpretado frecuentemente en función de las inversiones tradicionales y por consiguiente como integrante de la historia occidental de las ideas, es de naturaleza diferente por completo. La convicción de que la verdad objetiva no se le da al hombre y de que sólo puede conocer lo que él mismo hace, no es resultado del escepticismo sino de un descubrimiento demostrable, y por lo tanto no lleva a la renuncia sino a la actividad redoblada o a la desesperación. La pérdida del mundo de la moderna filosofía, cuya introspección descubrió la conciencia como el sentido interior con el que uno siente sus sentidos y que consideró como la única garantía de la realidad, es diferente no solamente en grado de la antigua sospecha de los filósofos hacia el mundo y los otros con quienes comparten dicho mundo; el filósofo ya no pasa del mundo de la engañosa caducidad a otro de verdad eterna, sino que se aleja de ambos y se adentra en sí mismo. Lo que descubre en la región del yo interior no es una imagen cuya permanencia pueda contemplarse, sino por el contrario el movimiento constante de las percepciones sensuales y la no menos constante actividad de la mente. Desde el siglo XVII la filosofía ha logrado los mejores y menos disputados resultados al investigar, mediante un supremo esfuerzo de autoinspección, los procesos de los sentidos y de la mente. En este aspecto, la mayor parte de la filosofía moderna es teoría del conocimiento y psicología, y en los pocos casos en que hombres como Pascal, Kierkegaard y Nietzsche dieron plena realidad a las potencialidades del método de introspección cartesiano, cabe decir que los filósofos experimentaron consigo mismo de manera no menos radical e incluso quizá más valerosa que lo hicieron los científicos con la naturaleza.
Por mucho que admiremos el valor y respetemos la extraordinaria inventiva de los filósofos a la largo de la Época Moderna, apenas puede negarse que su influencia e importancia decreció más que nunca hasta entonces. No fue en el pensamiento medieval, sino en el moderno, donde la filosofía pasó a desempeñar un segundo e incluso tercer papel. Después de que Descartes basó su propia filosofía en los descubrimientos de Galileo, la filosofía pareció condenada a ir siempre un paso por detrás de los científicos y de sus descubrimientos cada vez más asombrosos, cuyos principios se ha esforzado arduamente en descubrir ex post facto y adecuar en alguna interpretación total de la naturaleza del conocimiento humano. Como tal, la filosofía no ha sido necesaria a los científicos, quienes creían —al menos hasta nuestra época— que no necesitaban sirvienta, y menos aún una que «llevara la antorcha delante de su agradable señora» (Kant). Los filósofos se convirtieron en epistemólogos, preocupándose por una teoría total de la ciencia que los científicos no necesitaban, o bien pasaron a ser lo que Hegel deseaba que fueran: órganos del Zeitgeist, portavoces que expresaron con conceptual claridad el talante general de la época. En ambos casos, consideraran la naturaleza o la historia, intentaron entender y arreglarse con lo que ocurría sin ellos. Sin duda alguna, la filosofía sufrió más debido a la modernidad que cualquier otro campo del esfuerzo humano, y resulta difícil decir si sufrió más por el ascenso casi automático de la actividad a una dignidad del todo inesperada y sin precedentes, o debido a la pérdida de la verdad tradicional, es decir, del concepto de verdad en que se basaba nuestra tradición.
42. La inversión dentro de la vita activa y la victoria del homo faber
Hacer y fabricar, prerrogativas del homo faber, fueron las primeras actividades de la vita activa que ascendieron al puesto ocupado anteriormente por la contemplación. Dicho ascenso fue bastante natural, ya que las actividades del hombre como fabricante de utensilios llevaba a la revolución moderna. A partir de entonces, todo el progreso moderno ha estado muy íntimamente ligado al desarrollo cada vez más refinado de la manufactura de útiles e instrumentos. A manera de ejemplo cabe decir que si bien los experimentos de Galileo sobre la caída de los cuerpos pesados podrían haberse realizado en cualquier momento histórico con tal de que los hombres se hubieran sentido inclinados a buscar la verdad por medio de los experimentos, el de Michelson con el interferómetro a finales del siglo XIX no se basa sólo en su «genio experimental», sino que «requirió el avance de la tecnología», y por lo tanto «no pudo hacerse antes de cuando se hizo».[381]
No fue únicamente el conjunto de instrumentos —y de ahí la ayuda que el hombre solicitó de1 homo faber para adquirir conocimientos— lo que hizo ascender a estas actividades desde su humilde puesto en la jerarquía de las capacidades humanas. Aún más decisivo fue el factor de hacer y fabricar presente en el propio experimento, que produce sus fenómenos de observación y que por consiguiente depende desde el principio de la capacidad productiva del hombre. El empleo del experimento con el fin de adquirir conocimientos era ya la consecuencia de la convicción de que uno sólo puede saber lo que él mismo ha hecho, ya que esta convicción significaba que cabía aprender sobre las cosas no hechas por el hombre y ello mediante el cálculo e imitación de los procesos que dan existencia a esas cosas. El muy discutido cambio de acentuación en la historia de la ciencia de las viejas preguntas sobre la existencia de algo o las causas de ella, al modo como cobró existencia es consecuencia directa de dicha convicción, y su respuesta sólo puede hallarse en el experimento. Éste repite el proceso natural como si el propio hombre estuviera a punto de hacer objetos a partir de la naturaleza, y aunque en las primeras etapas de la Época Moderna ningún científico responsable podía sospechar el alcance de la capacidad humana para «fabricar» naturaleza, no obstante, enfocó a ésta desde el punto de vista de Quien la creó, y eso no por razones prácticas de aplicabilidad técnica, sino de manera exclusiva por la razón «teórica» de que la certeza del conocimiento no podía obtenerse de otro modo: «Dadme materia y construiré un mundo a partir de ella, es decir, dadme materia y os demostraré cómo a partir de ella se desarrolló un mundo».[382] Estas palabras de Kant muestran en sustancia la moderna mezcla de hacer y conocer, como si se hubieran necesitado unos cuantos siglos de conocer la manera de hacer a manera de aprendizaje para preparar al hombre moderno a hacer lo que deseaba saber.
Productividad y creatividad, que iban a convertirse en los ideales más elevados e incluso en los ídolos de la Época Moderna en sus fases iniciales, son modelos inherentes al homo faber, al hombre como constructor y fabricante. Sin embargo, existe otro elemento y quizá más significativo en la versión moderna de estas facultades. El cambio del «qué» y «por qué» al «cómo» implica que los verdaderos objetos de conocimiento ya no pueden ser cosas o movimientos eternos; sino que han de ser proceso, y que por lo tanto el objeto de la ciencia no es ya la naturaleza o el universo, sino la historia, el relato de la manera de cobrar existencia, de la naturaleza o de la vida o del universo. Mucho antes de que la Época Moderna desarrollara su conciencia histórica y de que el concepto de historia se hiciera dominante en la filosofía moderna, las ciencias naturales se habían desarrollado en disciplinas históricas, hasta que en el siglo XIX añadieron a la física y química, a la zoología y botánica, las nuevas ciencias de la geología o historia de la Tierra, biología o historia de la vida, antropología o historia de la vida humana, y, generalmente, la historia natural. En todos estos casos, el desarrollo, concepto clave de las ciencias históricas, pasó a ser también el concepto central de las ciencias físicas. La naturaleza, debido a que sólo podía conocerse en procesos que la inventiva humana, el ingenio del homo faber, podía repetir y rehacer en el experimento, se convirtió en un proceso,[383] y todas las cosas particulares derivaron su significado de sus funciones en el proceso total. En lugar del concepto de Ser encontrarnos ahora el concepto de Proceso. Y de la misma manera que por su propia naturaleza el Ser aparece y así se revela, el Proceso por su propia naturaleza permanece invisible, es algo cuya existencia sólo puede inferirse a partir de la presencia de ciertos fenómenos. Originariamente este proceso fue el de fabricación que «desaparece en el producto», y se basó en la experiencia del homo faber, quien sabía que un proceso de producción precede necesariamente a la existencia real de todo objeto.
Esta insistencia en el proceso de fabricación o en considerar toda cosa como resultado de un proceso de fabricación es sumamente característica del homo faber y de su esfera de experiencia, mientras que es nuevo el exclusivo acento que puso en ello la Época Moderna a costa de todo interés por las cosas, por los propios productos. Esto trasciende la mentalidad del hombre en su doble cualidad de creador de útiles y fabricante, para quien, por el contrario, el proceso de producción o el desarrollo, fueran más importantes que el fin, el producto acabado. La razón de este cambio de acentuación es evidente: el científico sólo fabricaba con el fin de saber, no para producir cosas, y el producto era un subproducto, un efecto secundario. Incluso hoy en día todos los verdaderos científicos estarán de acuerdo en que la aplicabilidad técnica de lo que hacen es un simple subproducto de su esfuerzo.
El pleno significado de esta inversión de medios y fines estuvo latente mientras predominó el punto de vista del mundo mecanicista, el punto de vista del homo faber por excelencia. Este enfoque encontró su teoría más razonable en la famosa analogía de la relación entre la naturaleza y Dios con la existente entre el reloj y el relojero. Lo destacable de nuestro contexto no es tanto que la idea de Dios del siglo XVIII estuviera formada a imagen del homo faber como que en este caso el carácter de proceso de la naturaleza era aún limitado. Aunque todas las cosas particulares de carácter natural se habían ya sumido en el proceso a partir del cual habían cobrado existencia, la naturaleza como un todo no era aún un proceso, sino el más o menos estable producto final de un divino hacedor. La imagen del reloj y del relojero es tan apropiada precisamente porque contiene la noción del carácter de un proceso de naturaleza —representado por los movimientos del reloj— y la noción de ser todavía un objeto intacto, proporcionada por la imagen del propio reloj y de su fabricante.
Es importante recordar que la específica sospecha moderna hacia la capacidad receptora de la verdad que tiene el hombre, la desconfianza de lo dado, y de ahí la nueva confianza en el hacer y la introspección inspirada en la esperanza de que en la conciencia humana habría una esfera donde coincidieran el saber y el producir, no surgieron directamente del descubrimiento del punto de Arquímedes en el universo, fuera de la Tierra. Fueron más bien las necesarias consecuencias que dicho descubrimiento tuvo para el descubridor, en cuanto que éste seguía siendo una criatura atada a la Tierra. Esta estrecha relación de la mentalidad moderna con la reflexión filosófica implica naturalmente que la victoria del homo faber no podía quedar restringida al empleo de nuevos métodos en las ciencias naturales, al experimento y la «matematización» de la investigación científica. Una de las consecuencias más razonables que cabía derivar de la duda cartesiana era el abandono de todo intento de comprender a la naturaleza y, en general, de conocer sobre las cosas no producidas por el hombre, y volverse exclusivamente hacía las cosas cuya existencia se debía al hombre. Esta argumentación hizo que Vico trasladara su atención de la ciencia natural a la historia, que a su entender era la única esfera donde el hombre podía lograr cierto conocimiento, debido precisamente a que en dicha disciplina sólo trataba con los productos de la actividad humana.[384] El descubrimiento moderno de la historia y de la consciencia histórica no debió uno de sus mejores impulsos al nuevo entusiasmo por la grandeza del hombre, por sus actos y sufrimientos ni a la creencia de que el significado de la existencia humana podía encontrarse en la historia de la humanidad, sino a la desesperación de la razón humana, que sólo parecía adecuada cuando se confrontaba con los objetos hechos por el hombre.
Anteriores al moderno descubrimiento de la historia, si bien estrechamente relacionados con él en sus impulsos, se hallan los intentos del siglo XVII de formular nuevas filosofías políticas o, más bien, de inventar los medios e instrumentos con los que «hacer un animal artificial… llamado Commonwealth o Estado».[385] Tanto en Hobbes como en Descartes «el principal móvil fue la duda»,[386] y el método elegido para establecer el «arte del hombre», mediante el cual haría y gobernaría su propio mundo como «Dios ha hecho y gobierna al mundo» por el arte de la naturaleza, es también la introspección, «leer en sí mismo», ya que esta lectura le mostrará «la similitud de los pensamientos y pasiones de un hombre con los pensamientos y pasiones de otro». También aquí las reglas y modelos con los que construir y juzgar la más humana de las obras de arte[387] humanas no se hallan fuera del hombre, no son algo que los hombres tengan en común en una realidad mundana captada por los sentidos o por la mente. Se encuentran más bien en el interior del hombre, abiertas solamente a la introspección, de modo que su validez se basa en la asunción de que «no… los objetos de las pasiones», sino las propias pasiones, son las mismas en todo espécimen de la especie humana. Volvemos a encontrar la imagen del reloj, esta vez aplicada al cuerpo humano y luego usada para los movimientos de las pasiones. El establecimiento de la Commonwealth, la creación humana de «un hombre artificial» significa construir un «autómata [una máquina] que se mueva por medio de muelles y ruedas como lo hace un reloj».
Dicho con otras palabras, el proceso que, como vimos, invadió las ciencias naturales mediante el experimento, mediante el intento de imitar en condiciones artificiales el proceso de «fabricación» por el que una cosa natural cobraba existencia, sirve igualmente o incluso mejor que el principio de la acción en la esfera de los asuntos humanos. Porque aquí los procesos de vida interior, hallados en las pasiones mediante la introspección, pueden convertirse en los modelos y normas para la creación de la vida «automática» de ese «hombre artificial» que es «el gran Leviatán». Los resultados obtenidos con la introspección, único método que posiblemente puede ofrecer cierto conocimiento, se hallan en la naturaleza de los movimientos: sólo los objetos de los sentidos permanecen tal como son, preceden y sobreviven al acto de la sensación; sólo los objetos de las pasiones son permanentes y fijos en la medida en que no son devorados por el logro de algún apasionado deseo; sólo los objetos del pensamiento, aunque nunca el propio pensamiento, se encuentran más allá del movimiento y de lo perecedero. Por lo tanto, los procesos, y no las ideas, los modelos y formas de las cosas que van a ser, se convierten en guía de las actividades fabricadoras del homo faber en la Época Moderna.
El intento de Hobbes de introducir los nuevos conceptos de fabricar y calcular en la filosofía política —o, más bien, su intento de aplicar las recién descubiertas aptitudes de fabricar a la esfera de los asuntos humanos— fue de suma importancia; el racionalismo moderno como se le conoce corrientemente, con el asumido antagonismo de la razón y de la pasión, nunca ha encontrado un representante más claro y firme. No obstante, fue precisamente en la esfera de los asuntos humanos donde se halló deficiente a la nueva filosofía, ya que por su propia naturaleza no podía entender ni siquiera creer en la realidad. La idea de que sólo lo que voy a fabricar será real —perfectamente cierta y legítima en la esfera de la fabricación— queda para siempre vencida por el curso real de los acontecimientos, donde lo que ocurre con más frecuencia es lo totalmente inesperado. Actuar en forma de fabricación, razonar en forma de «tener en cuenta las consecuencias», significa omitir lo inesperado, el propio hecho, ya que sería irrazonable o irracional esperar lo que no es más que una «infinita improbabilidad». Puesto que el hecho constituye el propio tejido de la realidad en la esfera de los asuntos humanos, en la que lo «totalmente improbable ocurre regularmente», es muy poco realista no tenerlo en cuenta, es decir, no tener en cuenta algo con lo que nadie puede contar con seguridad. La filosofía política de la Época Moderna, cuyo máximo representante sigue siendo Hobbes, zozobra en la perplejidad de que el moderno racionalismo es irreal e irracional el realismo moderno, lo cual no es más que otra manera de decir que la realidad y la razón humana se han separado. La gigantesca empresa hegeliana de reconciliar espíritu con realidad (den Geist mit der Wirklichkeit zu versöhnen), reconciliación que es la mayor preocupación de todas las teorías modernas de la historia, se basó en la intuición de que la razón moderna se fue a pique en la roca de la realidad.
El hecho de que la alienación del Mundo Moderno fuera lo bastante radical para extenderse incluso a la más mundana de las actividades humanas, al trabajo y la reificación, a la fabricación de cosas y a la construcción de un mundo, diferencia las actitudes y evaluaciones modernas de las tradicionales de manera más aguda de lo que podría indicar una simple inversión de contemplación y acción, de pensamiento y acción. La ruptura con la contemplación no se consumó con la elevación del hombre fabricante a la posición que anteriormente ocupaba el hombre contemplador, sino con la introducción del concepto de proceso en la fabricación. Comparado con esto, resulta de menor importancia la nueva y asombrosa disposición del orden jerárquico en la vita activa, en la que la fabricación pasó a ocupar el rango que antes tenía la acción política. Ya vimos que esta jerarquía fue denegada, aunque no de manera expresa, en el comienzo de la filosofía política por la arraigada sospecha de los filósofos ante la política en general y la acción en particular.
El asunto es algo confuso, ya que la filosofía política griega sigue el orden establecido por la polis aun cuando le es hostil; pero en sus obras estrictamente políticas (a las que hay que volver si se desea conocer sus pensamientos más profundos), Platón tiende al igual que Aristóteles a invertir la relación entre trabajo y acción en favor del primero. Así, Aristóteles, al debatir en su Metafísica las diferentes clases de conocimiento, coloca la dianoia y la epistēmē praktikē, el discernimiento práctico y la ciencia política, en el puesto más bajo de su orden, y sitúa por encima a la ciencia de la fabricación, la epistēmē poiētikē, que inmediatamente precede y guía a la theoria, la contemplación de la verdad.[388] El motivo de esta predilección en la filosofía no es la sospecha políticamente inspirada de la acción, sino la filosóficamente mucho más apremiante de que la contemplación y la fabricación (theōria y poiēsis) tienen una afinidad interna y no se hallan en la misma inequívoca oposición entre si como la contemplación y la acción. La cuestión decisiva de la similitud, al menos en la filosofía griega, fue que la contemplación se consideró que también era un elemento inherente a la fabricación, puesto que el trabajo del artesano se guiaba por la «idea», el modelo qué contemplaba antes de que comenzara: el proceso de fabricación y después de que terminara, y dicho modelo le indicaba lo que debía hacer y luego le capacitaba para juzgar el producto acabado.
Históricamente, la fuente de esta contemplación, descrita por vez primera en la escuela socrática, es al menos doble. Por una parte, se halla en obvia y consistente relación con el famoso argumento platónico, citado por Aristóteles, de que el thaumazein, el pasmo ante el milagro del Ser, es el comienzo de toda filosofía.[389] Me parece muy probable que este argumento platónico sea resultado inmediato de una experiencia, quizá la más asombrosa, ofrecida por Sócrates a sus discípulos: la repetida visión del maestro vencido de repente por sus pensamientos y absorto en un estado de perfecta inmovilidad durante muchas horas. No parece menos probable que este pasmo fuera en esencia silencioso, es decir, que su verdadero contenido fuera intraducible en palabras. Esto explicaría al menos por qué Platón y Aristóteles, que mantenían que el thaumazein era el comienzo de la filosofía, estaban también de acuerdo —a pesar de tantos y tan decisivos desacuerdos— en que cierto estado de mutismo, el esencialmente mudo estado de contemplación, era el fin de la filosofía. De hecho, theōria no es más que otra palabra para designar thaumazein; la contemplación de la verdad a la que finalmente llega el filósofo es el mudo pasmo, filosóficamente purificado, con el que empezó.
Hay, sin embargo, otro aspecto de esta cuestión, que se muestra más articulado en la doctrina de las ideas de Platón, tanto en su contenido como en su terminología y ejemplos. Éstos se basan en las experiencias del artesano, quien ve ante su ojo interno la forma del modelo con arreglo al cual fabrica su objeto. Para Platón, este modelo, que la artesanía sólo puede imitar pero no crear, no es producto de la mente humana, sino algo que se le da. Como tal posee un grado de durabilidad y excelencia que no se realiza y que, por el contrario, se deteriora en su materialización a través del trabajo de las manos del hombre. El trabajo hace perecedero y daña la excelencia de lo que permaneció eterno mientras fue objeto de la mera contemplación. Por lo tanto, la actitud apropiada con respecto a los modelos que guían al trabajo y a la fabricación, es decir, con respecto a las ideas platónicas, es dejarlas tal como son y se presentan al ojo interno de la mente. Si el hombre renuncia a su capacidad para el trabajo y no hace nada, puede contemplarlas y de este modo participar de su eternidad. En este aspecto la contemplación es por entero diferente al embelesado estado de pasmo con el que el hombre responde al milagro del Ser. Es y sigue siendo parte integrante de un proceso de fabricación aun cuando se haya divorciado de todo trabajo y de toda acción; la contemplación del modelo, que ahora ya no guía a ninguna acción, se prolonga y disfruta en su propio provecho.
En la tradición filosófica, esta segunda clase de contemplación pasó a ser la predominante. Por lo tanto, la inmovilidad que en el estado de mudo pasmo no es más que un resultado incidental e inintencionado de la concentración, se convierte en la condición y principal característica de la vita contemplativa. No es el pasmo el que sojuzga y arroja al hombre a la inmovilidad, sino que, mediante el cese consciente de la actividad, de la actividad de fabricar, se alcanza el estado contemplativo. Al leer las fuentes medievales sobre las delicias de la contemplación, parece como si los filósofos hubieran querido cerciorarse de que el homo faber atendía a su llamada, dejaba caer sus brazos y comprendía finalmente que su mayor deseo, el deseo de permanencia e inmortalidad, no podía lograrse por medio de la acción, sino únicamente al comprender que lo hermoso y eterno no puede fabricarse. En la filosofía platónica, el mudo pasmo, el comienzo y el fin de la filosofía, junto con el amor del filósofo hacia lo eterno y el deseo del artesano por la permanencia e inmortalidad, los impregna recíprocamente hasta que son casi indiferenciados. Sin embargo, el hecho de que el mudo pasmo del filósofo parecía ser una experiencia reservada a muy pocos, mientras que la mirada contemplativa del artesano era conocida por muchos, pesaba en favor de una contemplación derivada fundamentalmente de las experiencias del homo faber. Ya pesaba en Platón, quien sacó sus ejemplos de la esfera de la fabricación puesto que estaban más próximos a una experiencia humana más general, e incluso pesó más donde, como en la cristiandad medieval, se requería de todo el mundo cierta clase de contemplación y meditación.
Así, pues, no fue primordialmente el filósofo y el mudo pasmo filosófico los que moldearon el concepto y práctica de la contemplación y de la vita activa, sino más bien el homo faber disfrazado; el hombre hacedor y fabricante, cuya tarea es violentar a la naturaleza con el fin de construir un permanente hogar para sí, fue persuadido a renunciar a la violencia y a toda actividad, a dejar las cosas como son, y a buscar su hogar en la morada contemplativa situada en la vecindad de lo imperecedero y eterno. El homo faber se convenció de realizar este cambio de actitud debido a que conocía por propia experiencia la contemplación y algunas de sus delicias; no necesitó un completo cambio de ánimo, una verdadera periagōgē, una radical mudanza. Lo único que tuvo que hacer fue dejar caer los brazos y prolongar indefinidamente el acto de contemplar el eidos, el eterno modelo y forma que antes había querido imitar y cuya excelencia y belleza sabía ahora que podía estropear mediante cualquier intento de reificación.
Aunque el desafío moderno a la prioridad de la contemplación sobre cualquier clase de actividad había volteado el orden establecido entre fabricación y contemplación, no por eso dejó de permanecer en el marco tradicional. No obstante, dicho marco se amplió cuando en el modo de entender la fabricación el énfasis pasó del producto y del permanente modelo-guía al proceso de fabricación, de la pregunta de qué es una cosa y qué clase de cosa debía producirse a la pregunta de cómo y con qué medios y procesos había cobrado realidad y podía reproducirse. Esto implicaba que ya no se creía que la contemplación condujera a la verdad y que aquélla había perdido su posición en la vita activa y, por consiguiente, en la esfera de la común experiencia humana.
43. La derrota del homo faber y el principio de felicidad
Si se consideran solamente los acontecimientos que llevaron a la Época Moderna y se reflexiona en las inmediatas consecuencias del descubrimiento de Galileo, que debió de impresionar a las grandes mentes del siglo XVII con la fuerza de la verdad incontrovertible, la in versión de la contemplación y de la fabricación, o más bien la eliminación de aquélla de la esfera de las capacidades humanas significantes, es casi algo natural. También parece verosímil que esta inversión haya elevado al homo faber, al hacedor y fabricante, más que al hombre actor o animal laborans, al más alto grado de las posibilidades humanas. Y, en efecto, entre las características sobresalientes de la Época Moderna desde su comienzo hasta nuestros días encontramos las actitudes típicas del homo faber: su instrumentalización del mundo, su confianza en los útiles y en la productividad del fabrican te de objetos artificiales; su confianza en la total categoría de los medios y fin, su convicción de que cualquier problema puede resol verse y de que toda motivación humana puede reducirse al principio de utilidad; su soberanía, que considera como material lo dado y cree que la naturaleza es «un inmenso tejido del que podemos cortar lo que deseemos para recoserlo a nuestro gusto»;[390] su ecuación de inteligencia con ingeniosidad, es decir, su desprecio por todo pensamiento que no se pueda considerar como «el primer paso… hacia la fabricación de objetos artificiales, en particular de útiles para fabricar útiles, y para variar su fabricación indefinidamente»;[391] por último, su lógica identificación de la fabricación con la acción.
Nos llevaría demasiado lejos seguir las ramificaciones de esta mentalidad, y no es necesario, ya que dichas ramificaciones se descubren con facilidad en las ciencias naturales, en las que el esfuerzo puramente teórico se entiende como el deseo de crear orden a partir del «mero desorden», de la «desenfrenada variedad de la naturaleza»,[392] y en las que por lo tanto la predilección del homo faber hacia modelos para producir cosas reemplaza a las más antiguas nociones de armonía y sencillez. Dicha mentalidad se encuentra en la economía clásica, cuyo modelo más elevado es la productividad y cuyo prejuicio contra las actividades no productivas es tan fuerte que incluso Marx pudo justificar su alegato en favor de la justicia para los trabajadores únicamente desfigurando la actividad laboral no productiva con el empleo de los términos trabajo y fabricación. Naturalmente, está más articulada en las tendencias pragmáticas de la filosofía moderna, que no sólo están caracterizadas por la cartesiana alienación del mundo, sino también por la unanimidad con la que la filosofía inglesa desde el siglo XVII en adelante y la francesa en el XVIII adoptaron el principio de utilidad como la llave que abriría todas las puertas a la explicación de la motivación y conducta del hombre. Hablando en términos generales, la más antigua convicción del homo faber —la de que «el hombre es la medida de todas las cosas»— ascendió al rango de lugar común universalmente aceptado.
Lo que exige explicación no es la moderna estima del homo faber, sino el hecho de que esa estima fue rápidamente seguida por la elevación de la labor al más alto puesto en el orden jerárquico de la vita activa. Esta segunda in versión de la jerarquía dentro de la vita activa se realizó de manera más gradual y menos dramática que la inversión de la contemplación y de la acción en general o la de la acción y fabricación en particular. La elevación de la labor estuvo precedida por ciertas desviaciones y variaciones de la tradicional mentalidad del homo faber que eran sumamente características de la Época Moderna y que surgieron casi de modo automático a partir de la misma naturaleza de los hechos que la introdujeron. Lo que cambió la mentalidad del homo faber fue la posición central del concepto de proceso en la modernidad. En lo que atañía al homo faber, el moderno cambio de énfasis del «qué» al «cómo», de la propia cosa a su proceso de fabricación, no fue en modo alguno pura bendición. Privó al hombre constructor de esos modelos y mediciones permanentes y fijos que, antes de la Época Moderna, le habían servido de guía para su acción y de criterio para su juicio. No es sólo, y quizá ni siquiera primordialmente, el desarrollo de la sociedad comercial lo que, con la triunfal victoria del valor de cambio sobre el valor de uso, introdujo en primer lugar el principio de intercambiabilidad, luego el de relativización y, finalmente, la devaluación, de todos los valores. Para la mentalidad del hombre moderno, tal como quedó determinada por la evolución de la ciencia moderna y el concomitante desarrollo de la filosofía moderna, fue decisivo que el hombre comenzara a considerarse parte integrante de los dos procesos, superhumanos y que lo abarcan todo, de la naturaleza y de la historia, los cuales parecían destinados a un infinito progreso sin alcanzar ningún inherente telos ni aproximarse a ninguna idea predeterminada.
Dicho con otras palabras, el homo faber, tal como surgió de la gran revolución de la modernidad, aunque iba a adquirir una habilidad inimaginada en idear instrumentos para medir lo infinitamente grande y pequeño, quedó desprovisto de esas medidas permanentes que preceden y sobreviven al proceso de fabricación y forman un auténtico y confiable absoluto con respecto a la actividad de la fabricación. Sin duda, ninguna de las actividades de la vita activa tuvo tantas probabilidades de perder, mediante la eliminación de la contemplación del campo de las capacidades humanas significantes, como la fabricación. Porque a diferencia de la acción, que en parte consiste en el desencadenamiento de procesos, y a diferencia del laborar, que sigue muy de cerca el proceso metabólico de la vida biológica, la fabricación experimenta los procesos como simples medios hacia un fin, es decir, como algo secundario y derivado. Más aún, ninguna otra capacidad perdió tanto debido a la moderna alienación del mundo y al ascenso de la introspección a un omnipotente recurso para conquistar a la naturaleza como esas facultades primordialmente dirigidas a la construcción del mundo y a la producción de cosas mundanas.
Quizá nada indica con mayor claridad el fundamental fracaso del homo faber en afirmarse como la rapidez con que el principio de utilidad, la quintaesencia de su punto de vista sobre el mundo, desapareció y se reemplazó por el de «la mayor felicidad del mayor número».[393] Cuando sucedió esto quedó de manifiesto que la convicción de la época relativa a que el hombre sólo puede conocer lo que fabrica —que en apariencia era tan propicia para la plena victoria del homo faber— seria dominada y finalmente destruida por el aún más moderno principio de proceso, cuyos conceptos y categorías son extraños por completo a las necesidades e ideales del homo faber. Porque el principio de utilidad, aunque su punto de referencia es claramente el hombre, quien emplea la materia para producir cosas, todavía presupone un mundo de objetos de uso que rodean al hombre y entre los que éste se mueve. Si esta relación entre hombre y mundo ya no es segura, si las cosas mundanas ya no se consideran primordialmente por su utilidad sino más o menos como resultados incidentales del proceso de producción que les dio realidad, de manera que el proceso de producción deja de ser un fin verdadero y se valora la cosa producida no por uso predeterminado sino «por su producción de algo más», está claro que entonces cabe objetar que «… su valor es sólo secundario, y un mundo que no contiene valores fundamentales tampoco puede contener valores secundarios».[394] Esta radical pérdida de valores en el restringido marco de referencia del homo faber se da casi automáticamente en cuanto éste se define no como fabricante de objetos y constructor del artificio humano que incidentalmente inventa útil es, sino como fabricante de útiles y «en particular de útiles para fabricar útiles» que sólo de manera incidental produce también cosas. Si en este contexto aplicamos el principio de utilidad, vemos que se refiere de modo primordial no a los objetos de uso, sino al proceso de producción. Ahora bien, lo que ayuda a estimular la productividad y disminuye el dolor y el esfuerzo es útil. Dicho con otras palabras, el modelo esencial de medición no es la utilidad y el uso, sino la «felicidad», es decir, el grado de dolor y de placer experimentado en la producción o en el consumo de las cosas.
El invento de Bentham del «cálculo del dolor y del placer» combinó la ventaja de introducir aparentemente el método matemático en las ciencias morales con la atracción aún mayor de haber encontrado un principio que se basaba por completo en la introspección. Su «felicidad», la suma total de placeres menos dolores, es tanto un sentido interno que percibe sensaciones y se mantiene sin relación alguna con los objetos mundanos como la conciencia cartesiana que es consciente de su propia actividad. Más aún, el básico supuesto de Bentham de que lo que todos los hombres tienen en común no es el mundo sino la identidad de cálculo y de ser afectados por el dolor y el placer, deriva directamente de los filósofos anteriores de la Época Moderna. Para esta filosofía, el término «hedonismo» aún es más inapropiado que para el epicureísmo de la tardía antigüedad, con el que el moderno hedonismo está superficialmente relacionado. El principio de todo hedonismo, tal como vimos, no es el placer, sino la evitación del dolor, y Hume, que, a diferencia de Bentbam, fue un filósofo, sabía muy bien que quien desea hacer del placer el fin último de toda acción humana se ve obligado a admitir que sus verdaderos guías no son el placer sino el dolor, no el deseo sino el temor. «Si uno pregunta por qué [alguien] desea la salud, la respuesta inmediata será porque la enfermedad es dolorosa. Sí se sigue preguntando y se desea saber la razón por la que ese alguien odia el dolor, será imposible obtener respuesta. Se trata de un fin último, al que nunca hace referencia ningún otro objeto».[395] La razón de esta imposibilidad radica en que sólo el dolor es independiente por completo de cualquier objeto, que sólo quien padece dolor se siente a sí mismo de manera exclusiva; no se disfruta el placer, sino algo fuera de él. El dolor es el único sentido interno encontrado por la introspección que puede rivalizar independientemente de los objetos experimentados con la evidente certeza del razonamiento lógico y matemático.
Si bien este fundamento esencial del hedonismo en la experiencia del dolor es cierto tanto en sus variedades antiguas como modernas, en la Época Moderna adquiere un énfasis mucho más acusado y diferente por entero. Porque ahora no es el mundo lo que lleva al hombre hacia si mismo, como en la antigüedad, para escapar de los dolores que puede ocasionarle bajo cuya circunstancia el dolor y el placer siguen reteniendo mucha parte de su significado mundano. La alienación de mundo antiguo en todas sus variedades —desde el estoicismo hasta el epicureísmo, el hedonismo y el cinismo— estuvo inspirada por una profunda desconfianza del mundo y movida por un vehemente impulso de retirada de la intrincación mundana, de la molestia y d olor que inflige, y de caminar hacia la seguridad de una esfera interior en la que el yo sólo queda expuesto a sí mismo. Sus modernos correlatos —puritanismo, sensualismo y el hedonismo de Bentham— se inspiraron, por el contrario, en una igualmente profunda desconfianza del hombre como tal; las impulsó la duda sobre la adecuación de los sentidos humanos para captar la realidad, sobre la adecuación de la razón humana para aptar la verdad y, en consecuencia, la convicción de la deficiencia o incluso de la depravación de la naturaleza humana.
Dicha depravación no es cristiana o bíblica ni en su origen ni en el contenido, aunque se interpretó en términos de pecado original, y resulta difícil decir si es más nociva y repulsiva cuando los puritanos denuncian la corrupción del hombre o cuando los seguidores de Bentham vocean como virtudes lo que los hombres han tenido siempre como vicios. Mientras que los antiguos confiaron en la imaginación y la memoria, en la imaginación de los dolores de los que se habían librado o en la memoria de pasados placeres en situaciones agudamente dolorosas, para convencerse de su felicidad, los modernos necesitaron el cálculo del placer o la puritana contaduría moral de méritos y transgresiones para llegar a cierta ilusoria certeza matemática de felicidad o salvación. (Esta aritmética moral es, claro está, extraña por completo al espíritu de las escuelas filosóficas de la tardía antigüedad. Más aún, basta reflexionar sobre la rigidez de la disciplina impuesta a sí misma y la concomitante nobleza de carácter, tan manifiesta en quienes se habían formado en el antiguo estoicismo o epicureísmo, para darse cuenta del foso que separa estas versiones hedonistas del moderno puritanismo, sensualismo y hedonismo. Para esta diferencia resulta casi fuera de lugar que el carácter moderno esté formado por el fariseísmo mezquino y fanático o haya producido el más reciente egotismo autoindulgente y autosuficiente co6su infinita variedad de fútiles miserias). Parece más que dudoso que el «principio de máxima felicidad» hubiera logrado sus triunfos intelectuales en el mundo de habla inglesa si no hubiera tenido más consecuencia que el discutible descubrimiento de que «la naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos dueños soberanos: el dolor y el placer»,[396] o la absurda idea de establecer morales como si se tratara de una ciencia exacta aislando «en el alma humana ese sentimiento que parece ser el más fácilmente mensurable».[397]
Oculto tras estas menos interesantes variaciones de la sacralidad del egoísmo y del penetrante poder del propio interés, tan corrientes que pasaron a ser lugar común en los siglos XVIII y comienzos del XIX, encontramos otro punto de referencia que constituye un principio mucho más poten te que cualquier cálculo del dolor-placer, y ese principio no es otro que el de la misma vida. Lo que el dolor y el placer, el temor y el deseo, se supone que logran en todos estos sistemas no es la felicidad, sino el ascenso de la vida individual o la garantía de supervivencia de la humanidad. Si el egoísmo moderno fuera la despiadada búsqueda del placer (llamada felicidad) como pretende, no faltaría lo que en todos los sistemas verdaderamente hedonistas es un elemento indispensable de la argumentación: la radical justificación del suicidio. Esta ausencia indica que en realidad nos ocupamos aquí de la filosofía de la vida en su forma más vulgar y menos critica. En último término, la vida es siempre el modelo supremo al que ha de referirse todo lo demás, y tanto los intereses de la vida individual como los de la humanidad están siempre igualados con la vida individual o la de las especies como si fuera evidente que la vida es el bien supremo.
El fracaso del homo faber en afirmarse bajo condiciones en apariencia tan propicias pudiera también haberse explicado por otra revisión, filosóficamente incluso más adecuada, de las creencias básicas tradicionales. La radical crítica de Hume del principio de causalidad, que preparó el camino para la posterior adopción del principio de evolución, se ha considerado a menudo como uno de los orígenes de la filosofía moderna. El principio de causalidad con su doble axioma central —que todo lo que existe ha de tener una causa (nihil sine causa) y qué la causa debe ser más perfecta que su efecto más perfecto— se basa por completo en las experiencias de la esfera de la fabricación, en las que el fabricante es superior a sus productos. Visto con este enfoque, el momento crítico de la historia intelectual de la Época Moderna acaeció cuando la imagen del desarrollo de la vida orgánica —en: la que la evolución de un ser inferior, por ejemplo el mono, puede ser la causa de la aparición de un ser superior, por ejemplo el hombre— apareció en lugar de la imagen del relojero que debe ser superior a todos los relojes que fabrica.
En este cambio se halla implicado mucho más que la simple negación de la rigidez sin vida de un punto de vista del mundo mecanicista. Es como si en el latente conflicto del siglo XVII entre los dos posibles métodos a derivar del descubrimiento de Galileo, el método del experimento y de la fabricación por un lado y el de la introspección por el otro, este último lograra algo así como una tardía victoria. Porque el único objeto tangible que produce la introspección, si es que produce algo más que una vacía consciencia de sí misma, es el proceso biológico. Y puesto que esta vida biológica, accesible a la propia observación, es al mismo tiempo un proceso metabólico entre el hombre y la naturaleza, resulta como si la introspección ya no necesitara perderse en las ramificaciones de una consciencia sin realidad, ya que ha encontrado dentro del hombre —no en su mente, sino en sus procesos corporales— suficiente materia exterior para unirse de nuevo con el mundo exterior. La división entre sujeto y objeto, inherente a la consciencia humana e irremediable en la oposición cartesiana del hombre como res cogitans con el mundo circundan te de las res extensae, desaparece por completo en el caso de un organismo vivo, cuya supervivencia depende de la incorporación, del consumo, de materia exterior. El naturalismo, versión del siglo XIX del materialismo, pareció encontrar en la vida el medio de resolver los problemas de la filosofía cartesiana y al mismo tiempo salvar la fosa cada vez más amplia que separa la filosofía de la ciencia.[398]
44. La vida como bien supremo
Por tentador que sea —debido a pura consistencia— derivar el concepto de la vida moderna de las perplejidades autoinfligidas de la filosofía moderna, sería un engaño y una grave injusticia a la seriedad del problema de la Época Moderna si se las considerara desde el punto de vista del desarrollo de las ideas. La derrota del homo faber puede explicarse en función de la inicial transformación de la física en astrofísica, de las ciencias naturales en una ciencia «universal». Lo que aún falta por explicar es por qué esta derrota terminó en victoria del animal laborans; por qué, con el ascenso de la vita activa, fue precisamente la actividad laboral la que subió al más alto rango de las capacidades del hombre o, para decirlo de otra manera, por qué dentro de la diversidad de la condición humana, con sus múltiples y diversas capacidades, fue la vida la que dominó sobre todas las demás consideraciones.
La razón de que la vida se afirmara como fundamental punto de referencia en la Época Moderna y de que siga siendo el supremo bien de la sociedad moderna, radica en que la inversión moderna operó en la estructura de una sociedad cristiana cuya creencia principal en la sacralidad de la vida ha sobrevivido —e incluso ha permanecido inamovible— a la secularización y a la general decadencia de la fe cristiana. Dicho con otras palabras, la inversión moderna siguió y no puso en tela de juicio a la más importante inversión con la que irrumpió el cristianismo en el mundo antiguo, inversión que políticamente fue incluso de mucho mayor alcance —históricamente, desde luego— y más duradera que cualquier específico contenido dogmático o creencia. Porque la «buena nueva» cristiana sobre la inmortalidad de la vida humana individual invirtió la antigua relación entre el hombre y el mundo y elevó la coa más mortal, la vida humana, a la posición de la inmortalidad, hasta entonces ocupada por el cosmos.
Históricamente, es más que probable que el triunfo de la fe cristiana en el mundo antiguo se debió en gran parte a esta inversión, que llevó la esperanza a quienes sabían que su mundo estaba condenado, una esperanza más allá de la esperanza, puesto que el nuevo mensaje prometía una inmortalidad que nunca se habían atrevido a esperar. Dicha inversión fue desastrosa para la estima y dignidad de la política. La actividad política, que hasta entonces se inspiró fundamentalmente en anhelar una inmortalidad mundana, se hundió al bajo nivel de una actividad sujeta a la necesidad, destinada a remediar las consecuencias de la pecaminosidad humana, por un lado, y a complacer los deseos e intereses de la vida terrena, por el otro. La aspiración a la inmortalidad se equiparó a la vanagloria; la fama que el mundo concedía al hombre era ilusión, puesto que el mundo era mucho más perecedero que el hombre, y el esfuerzo para alcanzar la inmortalidad mundana carecía de significado, ya que la propia vida era inmortal.
Fue precisamente la vida individual la que pasó a ocupar el puesto que tenía en otro tiempo la «vida» del cuerpo político, y la frase de san Pablo «la muerte es el premio del pecado» resuena en Cicerón cuando dice que la muerte es la recompensa de los pecados cometidos por las comunidades políticas que se crearon para durar eternamente.[399] Es como si los primeros cristianos —al menos san Pablo, que después de todo era ciudadano romano— amoldaran conscientemente su concepto de inmortalidad según el modelo romano, sustituyendo la vida individual por la vida política del cuerpo político. De la misma manera que éste posee una inmortalidad potencial que puede perderse por transgresiones políticas, la vida individual perdió en otro tiempo su garantizada inmortalidad con la caída de Adán y ahora, por medio de Cristo, había vuelto a ganar una nueva vida, potencialmente perdurable, que, no obstante, podía perderse de nuevo con una segunda muerte debida al pecado individual.
Sin duda alguna, el énfasis cristiano en la sacralidad de la vida es parte integrante de la herencia hebrea, que ya presentaba asombroso contraste con las actividades de la antigüedad: el desprecio pagano por los sufrimientos que la vida impone al ser humano en el trabajo y en el parto, la envidiada imagen de la «vida fácil» de los dioses, la costumbre de abandonar a los hijos no deseados, la convicción de que la vida sin salud no val; la pena vivirla (de tal manera que, por ejemplo, se considera un error la actitud del médico que prolonga una vida cuya salud no puede restablecerse),[400] y de que el suicidio es un noble gesto para escapar de una existencia que se ha hecho gravosa. Basta recordar que el Decálogo enumera el asesinato, sin especial énfasis, entre otras transgresiones —que para nuestro modo de pensar difícilmente pueden competir en gravedad con este supremo delito— para darse cuenta de que ni siquiera el código legal hebreo, aunque está mucho más próximo a nosotros que cualquier escala pagana de ofensas, hizo de la conservación de la vida la piedra angular del sistema legal del pueblo judío. Esta posición intermedia que el código legal hebreo ocupa entre la antigüedad pagana y todos los sistemas legales cristianos o postcristianos, cabe explicarla por el credo hebreo que acentúa la inmortalidad potencial de la gente, a diferencia de la inmortalidad cristiana de la vida individual. En cualquier caso, la inmortalidad cristiana concedida a la persona, quien en su unicidad comienza la vida con el nacimiento en la Tierra, no sólo dio por resultado el incremento de otra mundanidad, sino también una enorme importancia a la vida terrena. La cuestión es que el cristianismo —a excepción de las especulaciones heréticas y gnósticas— siempre insistió en que la vida, aunque no tuviera un final, contaba con un definido comienzo. Cabe que la vida terrena no sea más la primera y más miserable etapa de la vida eterna; a pesar de todo, es vida, y sin esta vida que terminará con la muerte, no puede haber vida eterna. Tal vez sea ésta la razón del indiscutible hecho de que sólo cuando la inmortalidad de la vida individual se convirtió en el credo central de la humanidad occidental, es decir, sólo con el auge del cristianismo, la vida terrena pasó a ser el bien supremo del hombre.
El énfasis cristiano en la sacralidad de la vida tendió a nivelar las antiguas distinciones y articulaciones dentro de la vita activa; tendió a considerar igualmente sujetos a la necesidad de la vida presente la labor, el trabajo y la acción. Al mismo tiempo, ayudó a liberar la actividad laboral, es decir, cualquier cosa que sea necesaria para mantener el proceso biológico, del desprecio que por ella sentía la antigüedad. El viejo desdén hacia el esclavo, despreciado porque únicamente servía a las necesidades de la vida y se sometía a la coacción de su amo porque a toda costa deseaba seguir vivo, no pudo mantenerse en la era cristiana. Ya no cabía despreciar —como hizo Platón— al esclavo por someterse a un dueño en vez de suicidarse, ya que conservar la vida bajo cualquier circunstancia se había convertido en un deber sagrado, y el suicidio se consideraba peor que el asesinato. No se le negaba el entierro cristiano al asesino, sino a quien había puesto fin a su propia vida.
Sin embargo, contrariamente a lo que algunos intérpretes modernos han creído ver en las fuentes cristianas, no hay indicaciones de la moderna glorificación de la labor en el Nuevo Testamento o en otros premodernos escritores cristianos. San Pablo, a quien se ha llamado «el apóstol del trabajo»,[401] no era nada de eso, y los pocos párrafos en los que se basa dicha denominación están dirigidos a quienes por pereza «comían el pan de los otros» o bien recomiendan el trabajo como un buen medio para evitar las molestias, es decir, refuerzan la prescripción general de una vida estrictamente privada y ponen en guardia sobre las actividades políticas.[402] Resulta mucho más apropiado el hecho de que en la posterior filosofía cristiana, en particular en santo Tomás, el trabajo se convirtió en deber para quienes no tenían otros medios de subsistencia, y dicho deber no consistía en laborar, sino en mantenerse vivo; si podía hacerlo pidiendo limosna, tanto mejor. Quien lea las fuentes sin los modernos prejuicios en pro del trabajo, se sorprenderá de lo poco que los padres de la Iglesia se aprovecharon para justificar el trabajo como castigo por el pecado original. Así, santo Tomás no vacila en seguir a Aristóteles, en vez de la Biblia, en esta cuestión y en afirmar que «sólo la necesidad de mantenerse vivo obliga a realizar el trabajo manual».[403] Para él la labor es el medio de la naturaleza para mantener la vida de la especie humana, y de ahí saca la conclusión de que no es necesario que todos los hombres se ganen el pan con el sudor de la frente, sino que más bien se trata de un último y desesperado recurso para solventar el problema o cumplir el deber.[404] Ni siquiera es descubrimiento cristiano el empleo del trabajo como medio para alejar los peligros de la ociosidad, puesto que ya era un lugar común en la moralidad romana. Finalmente, en completo acuerdo con la antigua convicción sobre el carácter de la actividad laboral se halla el frecuente uso cristiano de la mortificación de la carne, en el que el trabajo, especialmente en los monasterios, desempeñó a veces el mismo papel que otros dolorosos ejercicios y formas de autotortura.[405]
La razón por la que el cristianismo, a pesar de su insistencia en la sacralidad de la vida y en el deber de mantenerse vivo, no desarrolló nunca una positiva labor filosófica radica en la incuestionable prioridad que concedió a la vita contemplativa sobre todas las demás actividades humanas. Vita contemplativa simpliciter melior est quam vita activa («La vida contemplativa es simplemente mejor que la vida de acción»), y cualesquiera que sean los méritos de una vida activa, los de una vida dedicada a la contemplación son «más efectivos y poderosos».[406] Cierto es que esta convicción apenas puede hallarse en la predicación de Jesús, y ello se debe a la influencia de la filosofía griega; no obstante, incluso si la filosofía medieval se hubiera mantenido más próxima a los evangelios, difícilmente hubiera encontrado allí alguna razón para la glorificación del trabajo.[407] La única actividad que recomienda Jesús en su predicación es la acción, y la única capacidad humana que acentúa es la de «realizar milagros».
De todos modos, lo cierto es que la Época Moderna siguió actuando bajo el supuesto de que la vida, y no el mundo, es el supremo bien del hombre; en sus más audaces y radicales revisiones y críticas de los conceptos y creencias tradicionales, ni siquiera se le ocurrió poner en tela de juicio esta inversión fundamental que el cristianismo llevó al agonizante mundo antiguo. Al margen de lo conscientes y claros que fueran los pensadores de la modernidad en sus ataques a la tradición, la prioridad de la vida sobre todo lo demás había adquirido para ellos la categoría de «verdad axiomática», y como tal ha sobrevivido hasta nuestro mundo actual, que ya ha comenzado a dejar atrás a toda la Época Moderna y a sustituir esa sociedad por la sociedad laboral. Si bien es concebible que el desarrollo que siguió al descubrimiento del punto de Arquímedes habría tomado una dirección diferente por completo si se hubiera realizado mil setecientos años antes, cuando el mundo y no la vida era el bien supremo del hombre, en modo alguno se desprende que sigamos viviendo en un mundo cristiano. Porque lo que hoy día importa no es la inmortalidad de la vida, sino que ésta es el bien supremo. Y si bien este supuesto es sin duda alguna de origen cristiano, no constituye para la fe cristiana más que una importante circunstancia auxiliar. Más aún, incluso si no hacemos caso de los detalles del dogma cristiano y consideramos sólo el carácter general del cristianismo, que se basa en la importancia de la fe, resulta evidente que nada puede ser más perjudicial para su espíritu que la desconfianza y recelo dela Época Moderna. La duda cartesiana en ningún sitio ha demostrado su eficiencia de forma más desastrosa e irreparable que en la esfera de la creencia religiosa, donde la introdujeron Pascal y Kierkegaard, los dos máximos pensadores religiosos de la modernidad. (Porque lo que socavó la fe cristiana no fue el ateísmo del siglo XVIII o el materialismo del XIX —sus argumentos son con frecuencia vulgares y, en su mayor parte, fácilmente refutables por la teología tradicional—, sino más bien el dudoso interés por la salvación de hombres genuinamente religiosos, para quienes el tradicional contenido y promesa cristianos habían pasado a ser «absurdos»).
De la misma manera que no sabemos lo que hubiera ocurrido si se hubiera descubierto el punto de Arquímedes antes del auge del cristianismo, tampoco podemos determinar lo que habría sido el destino del cristianismo si el gran despertar del Renacimiento no se hubiera interrumpido por este acontecimiento. Antes de Galileo todas las sendas parecían abiertas. Si pensamos en Leonardo da Vinci, cabe imaginar que en cualquier caso el desarrollo de la humanidad se habría visto alcanzado por una revolución técnica. Tal vez se hubiera conseguido volar, dando así realidad a uno de los más antiguos y persistentes sueños del hombre, pero difícilmente habría llevado a adentrarse en el universo; quizá se hubiera logrado la unificación de la Tierra, pero difícilmente se habría realizado la transformación de la materia en energía ni facilitado aventurarse en el universo microscópico. De lo único que podemos estar seguros es de que la coincidencia de la inversión de la acción y de la contemplación con la anterior de la vida y del mundo pasó a ser el punto de partida de todo el desarrollo moderno. Sólo cuando la vita activa perdió su punto de referencia en la vita contemplativa pudo convertirse en vida activa en el pleno sentido de la palabra; y sólo debido a que esta vida activa permaneció ligada a la vida como su único punto de referencia pudo la vida como tal, el metabolismo laboral del hombre con la naturaleza, hacerse activa y desplegar toda su fertilidad.
45. La victoria del animal laborans
La victoria del animal laborans no habría sido completa si el proceso de secularización, la moderna pérdida de la fe que inevitablemente originó la duda cartesiana, no hubiera desprovisto a la vida individual de su inmortalidad, o al menos de su certeza de inmortalidad. La vida individual se hizo mortal de nuevo, tan mortal como lo había sido en la antigüedad, y el mundo fue menos estable, menos permanente, y por consiguiente menos digno de confianza que lo había sido durante la era cristiana. El hombre moderno, cuando perdió la certeza de un mundo futuro, se lanzó dentro de sí mismo y no del mundo; no sólo inmortal, sino que ni siquiera estuvo seguro de que fuera real. Y en la medida en que hubo de asumir que era real debido al optimismo no crítico de una ciencia en constante progreso, se trasladó de la Tierra a un punto mucho más distante del que cualquier otra mundanidad cristiana le había llevado. Sea cual fuere el significado pe la palabra «secular» en el uso común, históricamente no es posible equipararla a mundanidad; el hombre moderno no ganó este mundo cuando perdió el otro, ni tampoco, estrictamente hablando, ganó la vida. Se vio obligado a retroceder y a adentrarse en la cerrada interioridad de la introspección, donde lo máximo que pudo experimentar fueron los vacíos procesos de cálculo de la mente, su juego consigo misma. El único contenido que quedó fueron los apetitos y deseos, los apremios sin sentido de su cuerpo, que erróneamente tomó por pasión y consideró que eran «irrazonables» debido a que no podía «razonar», es decir, calcular con ellos. La única cosa que podía ser potencialmente inmortal, tan inmortal como el cuerpo político en la antigüedad y la vida individual durante la Edad Media, era la vida misma, es decir, el posiblemente eterno proceso vital de la especie humana.
Vimos anteriormente que en el auge de la sociedad lo último que se afirmó fue la vida de la especie. En teoría, el punto decisivo desde la insistencia de la Época Moderna en la vida «egoísta» del individuo hasta su posterior énfasis en la vida «social» y el «hombre socializado» (Marx) se alcanzó cuando Marx transformó el concepto de economía clásica —que todos los hombres, en la medida en que actúan, lo hacen por razones de propio interés— en fuerzas de interés que informan, mueven y guían a las clases sociales, y cuyos conflictos dirigen a la sociedad como un todo. La humanidad socializada es ese estado de la sociedad en el que sólo rige un interés, y el sujeto de dicho interés es la humanidad o las clases, pero nunca el hombre o los hombres. La cuestión es que desapareció incluso el último vestigio de acción en lo que los hombres hacían, el motivo implicado en el propio interés. Quedó una «fuerza natural», la fuerza del propio proceso de la vida, al que todos los hombres y todas las actividades humanas estaban sometidos («el proceso del pensamiento es un proceso natural»)[408] y cuyo único objetivo, si es que había alguno, era la supervivencia de la especie animal del hombre. Ya no era necesaria ninguna de las más elevadas capacidades del hombre para conectar la vida individual a la de la especie; aquélla pasó a formar parte del proceso de la vida, y lo único necesario fue trabajar, con el fin de asegurar la continuidad de la existencia de uno y la vida de su familia. Lo no necesario, lo no requerido por el metabolismo de la vida con la naturaleza, o bien era superfluo o sólo podía justificarse como peculiaridad de lo humano para diferenciarlo de cualquier otra vida animal; de ahí que se consideró que Milton había escrito El paraíso perdido por las mismas razones y similares urgencias que apremian al gusano de seda a producir seda.
Si comparamos el Mundo Moderno con el pasado, la pérdida de la experiencia humana comprometida en este desarrollo es sorprendente. No es sólo, ni de manera primordial, la contemplación lo que ha pasado a ser una experiencia desprovista por completo de significado. El propio pensamiento, cuando se convirtió en «cálculo de las consecuencias», pasó a ser una función del cerebro, con el resultado de que los instrumentos electrónicos sirven mucho mejor para cumplir estas funciones. No tardó en entenderse la acción —y así continúa— casi exclusivamente como hacer y fabricar, con la diferencia de que hacer, debido a su mundanidad e inherente indiferencia por la vida, se consideró como otra forma de laborar, una función más complicada pero no más misteriosa del proceso de la vida.
Mientras tanto, hemos demostrado bastante habilidad en hallar medios que mitiguen la fatiga y molestia del vivir, a tal extremo que ya no cabe considerar como utópica la eliminación del trabajo de la esfera de las actividades humanas. Porque incluso ahora la palabra labor es demasiado elevada, demasiado ambiciosa para lo que hacemos, o creemos que hacemos, en el mundo que nos ha tocado vivir. La última etapa de la sociedad laboral exige de sus miembros una función puramente automática, como si la vida individual se hubiera sumergido en el total proceso vital de la especie y la única decisión activa que se exigiera del individuo fuera soltar, por decirlo así, abandonar su individualidad, el aún individualmente sentido dolor y molestia de vivir, y conformarse con un deslumbrante y «tranquilizado» tipo funcional de conducta. Lo malo de las modernas teorías de behaviorismo no es que sean erróneas, sino que podrían llegar a ser verdaderas, que en realidad son 1mejores conceptualizaciones posibles de ciertas claras tendencias de la sociedad moderna. Resulta fácilmente concebible que la Época Moderna —que comenzó con una explosión de actividad humana tan prometedora y sin precedente— acabe en la pasividad más mortal y estéril de todas las conocidas por la historia.
Pero aún existen otras indicaciones más peligrosas de que el hombre desee y esté a punto de evolucionar en esa especie animal de la que, desde Darwin, imagina que procede. Si volvemos una vez más al descubrimiento del punto de Arquímedes y lo aplicamos al propio hombre —cosa que Kafka nos advirtió que no hiciéramos— y a lo que hace en esta Tierra, de inmediato se hace manifiesto que todas sus actividades, observadas desde un punto del universo suficientemente alejado y ventajoso, no parecerían actividades sino procesos, de manera que, como ha señalado recientemente un científico, la motorización moderna parecería un proceso de mutación biológica en el que los cuerpos humanos comienzan gradualmente a cubrirse de caparazones de acero. Para el observador situado en el universo, esta mutación no sería ni más ni menos misteriosa que la que surge ante nuestros ojos en esos pequeños organismos vivos que combatimos con antibióticos y que misteriosamente han desarrollado nuevas fuerzas que nos hacen frente. En las metáforas que dominan el pensamiento científico de hoy día se observa lo arraigado que se halla en contra nuestra este uso del punto de Arquímedes. La razón de que los científicos nos hablen de la «vida» en el átomo —en el que aparentemente toda partícula es «libre» de comportarse como quiera y donde las leyes que rigen estos movimientos son estadísticamente las mismas que, según los científicos sociales, gobiernan la conducta humana y hacen que la multitud se comporte como debe, por «libre» que pueda parecer en sus elecciones, la partícula individual—, la razón, dicho con otras palabras, de que la conducta de la partícula infinitamente pequeña no sólo sea de modelo similar al sistema planetario, tal como éste se nos presenta, sino que además se asemeje a la vida y modelos de conducta de la sociedad humana, se debe a que vivimos en esta sociedad como si estuviéramos tan lejanos de nuestra propia existencia humana como lo estamos de lo infinitamente pequeño y de lo inmensamente grande que, aunque pudieran captarse con los aparatos más sensibles, están demasiado lejos de nosotros para experimentarlos.
Ni que decir tiene que esto no significa que el hombre moderno haya perdido sus capacidades o esté a punto de perderlas. Al margen de lo que nos diga la sociología, la psicología y la antropología sobre el «animal social», los hombres persisten en hacer, fabricar y construir, aunque estas facultades se restrinjan cada vez más a las habilidades del artista, de manera que las existencias concomitantes a la mundanidad escapan cada vez más de la experiencia humana corriente.[409]
De modo similar, la capacidad para la acción, al menos en el sentido de liberación de procesos, sigue en nosotros, aunque se ha convertido en prerrogativa exclusiva de los científicos, quienes han ampliado la esfera de los asuntos humanos hasta el extremo de borrar la consagrada y protectora línea divisoria entre la naturaleza y el mundo humano. Ante tales logros, realizados durante siglos en la invisible quietud de los laboratorios, parece natural que sus actos hayan terminado por tener mayor resonancia pública, mayor significación política, que las actividades administrativas y diplomáticas de la mayoría de los llamados estadistas. No deja de ser irónico que quienes la opinión pública ha considerado desde siempre como los miembros menos prácticos y políticos de la sociedad, hayan resultado ser los únicos que aún saben cómo actuar y cómo hacerlo de común acuerdo. Las organizaciones que fundaron en el siglo XVII para la conquista de la naturaleza, y donde desarrollaron sus propios modelos morales y su propio código de honor, no sólo han sobrevivido a todas las vicisitudes de la Época Moderna, sino que se han convertido en los más poderosos focos generadores de poder de toda historia. Pero la acción de los científicos, puesto que actúa en la naturaleza desde el punto de vista del universo y no en la trama de las relaciones humanas, carece del carácter revelador de la acción, así como de la habilidad para crear relatos y hacerse histórica, factores que juntos son la fuente de donde surge la plenitud de significado que ilumina a la existencia humana. En este aspecto existencialmente de suma importancia, la acción se ha convertido además en una experiencia para unos pocos privilegiados, y estos pocos que aún saben lo que significa actuar tal vez sean menos que los artistas, e incluso su experiencia más rara que la genuina experiencia por el mundo.
Por último, el pensamiento —que, siguiendo la tradición premoderna y moderna, hemos omitido de nuestra reconsideración de la vita activa— todavía es posible, y sin duda real, siempre que los hombres vivan bajo condiciones de libertad política. Por desgracia, y contrariamente a lo que se suele creer de la proverbial e independiente torre de marfil de los pensadores, no existe ninguna otra capacidad humana tan vulnerable, y de hecho es mucho más fácil actuar que pensar bajo un régimen tiránico. Como experiencia viva, siempre se ha supuesto —quizás erróneamente— que el pensamiento era patrimonio de unos pocos. Quizá no sea excesivo atrevimiento creer que en nuestros días esos pocos son aún menos. Esto puede ser de escasa o de limitada importancia para el futuro del mundo, pero no lo es para el futuro del hombre. Porque si a las varias actividades dentro de la vita activa no se les aplicara más prueba que la experiencia de estar activo, ni otra medida que el alcance de la pura actividad, pudiera ocurrir que el pensamiento como tal las superara a todas. Quien tiene cualquier experiencia en esta materia sabe la razón que asistía a Catón cuando dijo: Numquam se plus agere quam nihil cum ageret, numquam minus solum esse quam cum solus esset («Nunca está nadie más activo que cuando no hace nada, nunca está menos solo que cuando está consigo mismo»).
Notas
[1] En la entrevista televisada que le hizo Günter Gauss el 28 de octubre de 1964 Hannah Arendt iba todavía más allá y declaraba: «Yo no pertenezco al círculo de los filósofos. […] No me siento filósofa de ninguna manera y tampoco creo que haya sido recibida en el círculo de los filósofos» (trad. catalana en la revista Saber, n. 13, primavera 1987). También Ingebor Nordman, en su trabajo «Hannah Arendt: las vías hacia la acción y el pensamiento políticos», Debats n. 37, diciembre de 1991, págs. 38-35, ha destacado este mismo rasgo. <<
[2] Laura Boella, «L’attimo inevitabile del presente», Il manifesto, 24 de octubre de 1992. <<
[3] «Soy un individuo judío feminini generis, como Vds. pueden ver, nacida y educada en Alemania, como tampoco es difícil de adivinar, y durante ocho largos y felices años me formé en Francia», se autorretrataba en el discurso pronunciado en Cophenague en 1975, con motivo de la concesión del premio Sonning (trad. cat., «El gran joc del món», Saber, cit).. <<
[4] La bibliografía más completa y fiable de la obra de H. Arendt es la contenida en la bibliografía escrita por Elisabeth Young-Bruehl, Hanna Arendt. For love of the World, New Haven, Londres, Yale University Press, 1982 (trad. cast., Hannah Arendt, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, 1993). Otra biografía, la de Wolfgang Heuer, Hannah Arendt, Hamburgo, Rowohlt Verlag, 1987, incluye un anexo bibliográfico dedicado a estudios sobre su obra con diversos apartados dedicados a estudios monográficos y números especiales, artículos en general, estudios comparativos, reseñas y conmemoraciones. <<
[5] «From the pariah’s point of view: reflections on Hannah Arendt’s life and work» en M.A. Hill (comp)., Hannah Arendt: The Recovery of the Public World, Nueva York, St. Martin’s Press, 1979 (trad. cast. del artículo con el título «Reflexiones sobre la vida y la obra de Hannah Arendt» en Revista de Occidente n. 23, abril 1983, págs. 21-42, de donde procede la cita). <<
[6] Arendt empezó a trabajar en la biografía de esta dama, que tenía un salón en Berlín a fines del siglo XVIII, casi inmediatamente después de terminar su tesis doctoral (El concepto del amor en San Agustín) en 1929. La primera noticia del personaje la había obtenido a través de su compañera de escuela de Konisberg Anne Mendelssohn, que luego fue mujer del filósofo Eric Weil. Con ambos, judíos también, se encontró en París, en la época en la que dio por concluido el manuscrito (hacia 1938), y tenemos indicios para suponer que esta coincidencia tuvo poco de casual. El libro no apareció hasta 1958, cuando se encontraba ya en Nueva York (Rahel Varnhagen: The Lif e of a Jewess, Londres, Eastend West Library, 1959). <<
[7] «Estamos tan acostumbrados a las viejas contraposiciones entre razón y pasión, y entre espíritu y vida, que en cierto modo nos extraña la idea de un pensamiento apasionado en el que pensar y ser viviente se convierte en una misma cosa» (H. Arendt, «Martin Heidegger, octogenario», Madrid, Revista de Occidente, n. 84, pág. 261. De este mismo texto hay nueva traducción con el título de «Martin Heidegger o el pensamiento como actividad pura» en Archipiélago, n. 9, 1992). <<
[8] En Debats, cit., págs. 4-7. <<
[9] The Origins of Totalitarism Nueva York, Hartcourt Brace & Co., 1951, 2.ª ed. aumentada: 1958 (trad. cast., Los origenes del totalitarismo, Madrid, Tauros, 1974). <<
[10] Elisabeth Young-Bruehl, «Reflexiones sobre…», cit., pág. 27. <<
[11] Bastará con recordar que el libro de Pareto Tratado de sociología general, donde se plantea la cuestión general de la formación y circulación de las minorías, es de 1916, el de Mosca, Elementos de ciencias políticas, donde se contiene la primera formulación sistemática sobre la «clase política», de 1923, y que de la misma época son los trabajos de R. Mitchels sobre la situación de los partidos políticos y la «ley de bronce de las oligarquías». Estos textos constituyen el substrato teórico del libro de David Riesman, La muchedumbre solitaria (Barcelona, Paidós, 1981) de enorme repercusión en los Estados Unidos precisamente en los años cincuenta. <<
[12] El escrito se publicó por primera vez en la revista alemana Merkur con el título «Walter Benjamin» (vol. XXII, 1968), traduciéndose al inglés en The New Yorker (19 octubre 1968) y apareciendo, a continuación, como Introducción a la versión americana del Iluminaciones benjaminiano (Iluminations, Nueva York, Harcout Brace & Worl, 1968). Este mismo texto se halla también incluido en el volumen de Hannah Arendt M en in Dark Times (Nueva York, Harcout Brace & World, 1968). Existen dos versiones castellanas del libro: una primera, Walter Benjamin; Bertold Brecht; Hermann Broch; Rosa Luxemburgo (Barcelona, Anagrama, 1971), que recoge tan sólo los cuatro trabajos indicados en el título, y una segunda, ya más completa, y fielmente traducida como Hombres en tiempos de oscuridad (Barcelona, Gedisa, 1990), en la que sin embargo sigue faltando el importante trabajo «Karl Jaspers: a laudatio». <<
[13] Véaseu Claude Lefort, «Hannah Arendt et la question du politique» en Essais sur le politique (XIX-XX siecles), París, Seuil, 1986, págs. 59-72. <<
[14] Los orígenes…, cit., pág. 388. <<
[15] Ibídem, pág. 392. <<
[16] Raymond Aron, p. ej. ha insistido en la centralidad de la función del terror en el totalitarismo en su trabajo «L’essence du totalitarisme», Critique, X/80 (1954), págs. 51-70. <<
[17] Véase Genevieve Even-Granbuolan, Une femme de pensee, Hannah Arendt, París, Anthropos, 1990, prefacio de Paul Ricoeur, especialmente el epígrafe titulado «Le mal, príncipe d’organisation politique», págs. 173-211. <<
[18] La cita abre la tercera parte de Los orígenes…, y se diría que Hannah Arendt estaba pensando en ella cuando, en la entrevista citada supra, afirmaba: «[En Auschwitz] pasó algo que todavía no hemos entendido». La cita de Rousset pertenece a su libro Les jours de notre mort, París, 10/18, 1974, l.ª ed., 1947. <<
[19] Paul Ricoeur, «De la filosofía…», cit., pág. 6. <<
[20] Ibídem, pág. 554. Significativamente, el texto de Claude Lefort dedicado a reflexionar sobre el archipiélago Gulag lleva por título Un homme de trop, París, Seuil, 1976. Otro desarrollo valioso de las tesis de Arendt a este respecto se encuentra en R.L. Rubinstein, The Cunning of History. The Holocaust and the American Future, Nueva York, Harper & Row, 1975. <<
[21] El resultado fue el libro Eichmann in Jerusalem: A report on the Banality of Evil, Nueva York, The Viking Press, l.ª ed., 1963; 2.ª ed., revisada y aumentada, 1965 (trad. cast., Eichamnn en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967). <<
[22] Hannah Arendt, La vida del espíritu, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, pág. 14 (la edición original inglesa es de 1978: The Life of the Mind, pref. y comp. de Mary McCarthy, Nueva York, Harcourt Brace Jov., 1978, 2 vols).. <<
[23] H. Arendt, On Revolution, Nueva York, The Viking Press, 1963; 2.ª ed. revisada, 1965 (trad. cast., «Sobre la revolución», Madrid, Revista de Occidente, l.ª ed. 1967). <<
[24] Un comentario de la crítica que Habermas (en su trabajo «La historia de dos revoluciones») ha hecho de esta tesis de H. Arendt se encuentra en Jean-Marc Ferry, Habermas. L’éthique de la communication, París, PUF, 1987, págs. 75-115. A lo largo de su cap. 11, titulado «Rationalité et politique», el autor pone en conexión aquella crítica con la que el propio Habermas (en su otro trabajo, «El concepto de poder de Hannah Arendt») ha presentado de la concepción arendtiana de la política y, más allá, de su posición en el tema del fundamento de la legitimidad. Los textos de Habermas están incluidos en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1984. <<
[25] «El poder surge allí donde las personas se juntan y actúan concertadamente», escribe H. Arendt en Crisis de la república, Madrid, Tauros, 1973, pág. 154 (la revisión original inglesa es del año 1972: Crises of the Republic, Nueva York, Harcort Brace & World). <<
[26] Hannah Arendt parecía depositar en el sistema de consejos implantado en Rusia tras la revolución del 17 (y desaparecido en beneficio del sistema de partido único), en España durante la guerra civil o en Hungría en 1956, todas sus esperanzas de actualización del modelo de la polis. Aludió a ello en diversas ocasiones: en el prólogo a Between Past and Future, cit., en las últimas páginas de On Revolution, cit., o, sin ir más lejos, en algún pasaje de este mismo libro. <<
[27] Paolo Flores d’Arcais abre su ensayo «L’esistenzialismo libertario di Hannah Arendt», en Esistenza e liberta, Génova, Marietti, 1990, con estas palabras: «La política es la esfera de la existencia auténtica, el lugar exclusivo y privilegiado donde le es dado al hombre realizarse en cuanto hombre». <<
[28] Según propia declaración, «en toda mi vida no he querido a ningún pueblo o colectividad alguna, fueran los alemanes, los franceses o los americanos, ni siquiera a la clase obrera o a cualquier otra. De hecho, sólo quiero a mis amigos y soy absolutamente incapaz de tener ninguna otra forma de amor». <<
[29] «Quiero contemplar la política con los ojos por así decir puros de toda filosofía,» le declaraba a Günter Gauss en la entrevista mencionada, supra, nota 1. <<
[30] La condición humana apareció primero en versión inglesa en 1958: The Human Condition, Chicago/Londres, Univ. of Chicago Press. La versión alemana lleva el título vita activa (exactamente, Vita activa oder vom tätigen Lebem; Stuttgart, Kohlhammer-München, Piper, 1960) con el que denominó el ciclo de conferencias en las que tiene su origen este trabajo y con el que Arendt se refería al manuscrito en su correspondencia con Jaspers. La vida activa o mundo de la práctica se opone a la vita contemplativa o vida del espíritu, a la que nuestra autora dedicó su último e inacabado libro (The Life of the Mind, cit).. <<
[31] A algunas de las dificultades que plantea esta clasificación tricotómica se ha referido Bhikhu Parekh en su libro Hannah Arendt and the Search for a New Polítical Philosophy, Londres, Macmillan, 1981, págs. 108-123. <<
[32] Carece de sentido, por tanto, la expresión «naturaleza humana». El hombre en tanto que humano no tiene naturaleza. La discusión que Eric Voeglin mantuvo con Arendt a propósito del totalitarismo giraba alrededor de esta noción: mientras que ésta veía en la expresión «naturaleza humana» una contradicción en los términos, el autor de The New Science of Politics veía ese mismo tipo de contradicción en la expresión «cambio de naturaleza» (Voeglin, «The Origins of Totalitarianism», Review of Politics, 15, 1953). <<
[33] Richard Bernstein ha analizado esta noción en su trabajo «Rethinking the Social and the Political», incluido en Philosophical Profiles, Cambridge, Polity Press, 1986, págs. 238 y sigs. <<
[34] Fina Birulés ha subrayado este extremo en «Poética y Política: Hannah Arendt», incluido en el vol. col. Hannah Arendt. La política tra natalità e mortalità, Milán, Franco Angeli Libri, en prensa, donde se recogen las ponencias presentadas en el coloquio que, bajo el mismo título, tuvo lugar en Sorrento el 13 y 14 de octubre de 1992. <<
[35] Véase J.M. Chaumont, «La singularité de l’univers concentrationnair selon Hannah Arendt» en A.M. Roviello y M. Weyembergh (coords)., Hannah Arendt et la modernité, París, Vrin, 1992. <<
[36] Véase su «The Concept of History» en Between Past and Future, Nueva York, The Viking Press, l.ª ed., 1961; hay una segunda edición en 1968, en la que se han añadido dos ensayos y también una traducción catalana parcial con el título La crisi de la cultura, Barcelona, Portie, 1989. <<
[37] Seyla Behabib ha enfatizado el ascendente benjaminiano de Arendt a este respecto en «Models of Public Space», Situating the Self, Cambridge, Polity Press 1992, pág. 92. <<
[38] En Hombres en tiempos…, cit., pág. 20. <<
[39] Citado por Ingeborg Nordmann, en «Hannah Arendt: las vías hacia la acción y el pensamiento políticos», en Debats, cit., pág. 41. <<
[40] Los orígenes… cit., pág. 10. <<
[41] Para la crítica de Arendt a la idea de sujeto y su relación con el planteamiento heideggeriano véase Alessandro del Lago, Il paradosso dell’agire, Nápoles, Liguori Editore, 1990, cap. 8, «Una filosofia della presenza». <<
[42] Escribe Hannah Arendt en «Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad. Reflexiones sobre Lessing» (en Hombres en tiempos… cit., pág. 31, aunque la afirmación se repite casi literalmente en «Understanding Politics», Partisan Review, 1953, pág. 388): «El significado de un acto se revela cuando la acción en sí ha concluido y se ha convertido en historia susceptible de narración». Sólo cuando la escucha, Ulises llega a ser plenamente consciente del significado de esa historia extraída de su propia vida (La vida del espíritu, cit., pág. 159). <<
[43] Véase André Enegrén, La pensée politique de Hannah Arendt, París, PUF, 1984, especialmente el epígrafe «La mémoire du précaire», págs. 168 y sigs. <<
[44] Véase los textos de H. Arendt sobre Kant en el volumen Lectures on Kant’s Política! Philosophy, Chicago, The University of Chicago Press, 1982. El volumen contiene, además del post-scriptum al tomo I de La vida del espíritu, incluido en la edición castellana de la obra, trece conferencias sobre la filosofía política de Kant y las notas de un seminario sobre la Crítica del juicio, impartido en la New School for Social Research en el otoño de 1970. <<
Notas
[1] En el análisis del pensamiento político postclásico, resulta a menudo sumamente iluminador averiguar cuál de las dos versiones bíblicas de la creación se cita. Así, es muy característico de la diferencia entre la enseñanza de Jesús de Nazaret y la de san Pablo el hecho de que Jesús; al discutir la relación entre hombre y mujer, se refiere a Gén., I. 27: «¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo varón y hembra?» (Mt., XIX. 4), mientras que san Pablo en una ocasión similar insiste en que la mujer se creó «del hombre» y de ahí «para el hombre», si bien atenúa en cierto modo la diferencia: «ni la mujer sin el varón ni el varón sin la mujer» (I Cor., XI. 8-12), La diferencia indica mucho más que una diferente actitud sobre el papel de la mujer. Para Jesús, la fe estaba íntimamente relacionada con la acción; para san Pablo, la fe estaba conectada de manera primordial con la salvación. Sobre este punto es de especial interés la aportación de san Agustín (De civitate Dei, XII. 21), quien no sólo se desvía por completo de Gén., 1. 27, sino que ve la diferencia entre hombre y animal en el hecho de que el primero fue creado unum ac singulum, mientras que a todos los animales se les ordenó «existir varios al mismo tiempo» (plura simul iussit exsistere). Para san Agustín, la creación ofrece una grata oportunidad para acentuar el carácter de especie de la vida animal, a diferencia de la singularidad de la existencia humana. <<
[2] San Agustín, a quien se suele considerar el primero que planteó la llamada cuestión antropológica en filosofía, lo sabía muy bien. Distingue entre «¿Quién soy yo?» y «¿Qué soy yo?», la primera pregunta dirigida por el hombre a sí mismo («Y me dirigí a mí mismo y me dije: Tú, ¿quién eres tú? Y contesté: un hombre» —tu, quis es?, Confesiones, x. 6) y la segunda a Dios («Entonces, ¿qué soy, Dios mío? ¿Lo que es mi naturaleza?»— Quid ergo sum, Deus meus? Quae natura sum?, x. 17). Porque en el «gran misterio», el grande profundum, en que se halla el hombre (IV. 14), hay «algo de hombre (aliquid hominis) que el espíritu del hombre que está en él no conoce. Pero, Tú, Señor, que le has hecho (fecisti eum), conoces todo de él (eius omnia)» (x. 5). Así, la más familiar de estas frases cuyo texto he citado, la quaestio mihi factus sum, es una pregunta planteada en presencia de Dios, «ante cuyos ojos he llegado a ser un problema para mí mismo» (x. 33). En resumen, la respuesta a la pregunta «¿quién soy yo?» es sencillamente: «Eres un hombre, cualquier cosa que eso sea»; y la respuesta a «¿qué soy?» sólo puede darla Dios, que hizo al hombre. El interrogante sobre la naturaleza del hombre no es menos teológico que el referido a la naturaleza de Dios; ambos sólo cabe establecerlos en el marco de una respuesta divinamente revelada. <<
[3] Véase san Agustín, De civitate Dei, XIX. 19. <<
[4] William L. Westermann —«Between Slavery and Freedom», American Historical Review, L (1945)— sostiene que el «criterio de Aristóteles… de que los artesanos viven en una condición de esclavitud limitada, significa que éstos, cuando hacían un contrato de trabajo, disponían de dos de los cuatro elementos de su libre estado social (o sea, libertad de actividad económica y derecho al movimiento no restringido), pero por su propia voluntad y durante un periodo temporal»; esta cita de Westermann demuestra que la libertad se entendía formada por «el estado social, la inviolabilidad personal, la libertad de actividad económica, el derecho al movimiento no restringido», y en consecuencia la esclavitud «era la ausencia de estos cuatro atributos». Aristóteles, en su enumeración de «modos de vida» en la Ética a Nicómaco (1. 5) y Ética a Eudemo (1215a35 sigs)., ni siquiera menciona la forma de vida del artesano; para él resulta claro que un banausos no es libre (véase Política, 1337b5). Se refiere, sin embargo, a «la vida de lucro» y la rechaza porque también se «emprende bajo apremio» (Ét. Nic., 1096a5). En la Ética a Eudemo se acentúa que el criterio sea libre: únicamente enumera esas vidas que se eligen ep’exousian. <<
[5] Con respecto a la oposición de lo hermoso a lo necesario y útil, véase Política, 1333a30 sigs., 1332b32. <<
[6] Con respecto a la oposición de lo libre a lo necesario y útil, véase ibíd. 1332b2. <<
[7] Véase ibíd., 1277b8 con respecto a la distinción entre la ley despótica y la política. Sobre el tema de que la vida del déspota no es igual a la del hombre libre porque el primero está interesado por las «cosas necesarias», véase ibíd. 1325a24. <<
[8] Sobre la extendida opinión de que la estimación moderna del trabajo es de origen cristiano, véase apartado 44. <<
[9] Consúltese santo Tomás, Summa theologica, II - II. 179, esp. art. 2, donde la vita activa surge de la necessitas vitae praesentis, y Expositio in Psalmos, XLV, 3, donde al cuerpo político se le asigna la tarea de hallar todo lo que sea necesario para la vida: in civitate oportet invenire omnia necessaria ad vitarn. <<
[10] La palabra griega skholē, al igual que la latina otium, significa primordialmente libertad de actividad política y no sólo tiempo de ocio, si bien ambas palabras se emplean también para indicar libertad de labor y necesidades de la vida. En cualquier caso, siempre señalan una condición libre de preocupaciones y cuidados. Una excelente descripción de la vida cotidiana de un ciudadano ateniense corriente, que disfruta de plena libertad de labor y trabajo, se halla en Fustel de Coulanges, The Ancient City (Anchor ed., 1956), págs. 334-336; descripción que convencerá a cualquiera del tiempo que se consumía en la actividad política bajo las condiciones de la ciudad-estado. Resulta fácil imaginar la cantidad de preocupaciones que acarreaba esta ordinaria vida política si recordamos que la ley ateniense no permitía permanecer neutral y castigaba con pérdida de la ciudadanía a quienes se negaban a tomar parte en la pugna de las distintas facciones. <<
[11] Véase Aristóteles, Política, 1333a30-33. Santo Tomás define la contemplación como quies ab exterioribus motibus (Summa theologica, II - II. 179.1). <<
[12] Santo Tomás acentúa la tranquilidad del alma y recomienda la vita activa porque agota y, por lo tanto, «aquieta las pasiones interiores» facilitando la contemplación (Summa theologica, II - II. 182.3). <<
[13] Santo Tomás se muestra muy explícito sobre la relación entre la vita activa y las exigencias y necesidades del cuerpo humano que tienen en común hombres y animales (Summa theologica, II - II. 182.1). <<
[14] San Agustín habla de la «carga» (sarcina) de la vida activa impuesta por el deber de la caridad, que sería insoportable sin la «suavidad» (suavitas) y el «deleite de la verdad» que se da en la contemplación (De civitate Dei, XIX. 19). <<
[15] El tradicional resentimiento del filósofo contra la condición humana por el hecho de tener un cuerpo, no es idéntico al antiguo desprecio por las necesidades de la vida; estar sujeto a la necesidad era sólo un aspecto de la existencia corporal, y el cuerpo, una vez liberado de esta necesidad, era capaz de esa pura apariencia que los griegos llamaban belleza. Desde Platón, los filósofos añadieron al resentimiento por estar obligados a las exigencias del cuerpo, un nuevo resentimiento hacia el movimiento de cualquier clase. Debido a que el filósofo vive en completa quietud, sólo su cuerpo, según Platón, habita en la ciudad. De aquí deriva también el anterior reproche de interferencia dirigido contra los que dedicaban su vida a la política. <<
[16] Véase F. M. Cornford, «Plato’s Commonwealth», Unwritten Philosophy (1950), pág. 54: «La muerte de Pericles y la guerra del Peloponeso marcan el momento en que los hombres de pensamiento y los de acción emprenden diferentes senderos, destinados a divergir cada vez más hasta que el sabio estoico dejó de ser ciudadano de su propio país y se convirtió en ciudadano del universo». <<
[17] Herodoto (L 131), tras referir que los persas «no tienen imágenes de los dioses, ni templos, ni altares, y que consideran necias estas cosas», pasan a explicar que eso demuestra que «no creen, a diferencia de los griegos, que los dioses sean anthrōpophyeis, de naturaleza humana», o, podemos añadir, que dioseó y hombres tengan la misma naturaleza. Véase también Píndaro, Cannina Nemaea, vi. <<
[18] Véase Aristóteles, Económica, l343b24. La naturaleza garantiza para siempre a las especies su ser a través de la repetición (periodos), pero no puede hacerlo para siempre al individuo. El mismo pensamiento, «para las cosas vivas, la vida es ser», aparece en Sobre el alma, 415b13. <<
[19] El idioma griego no distingue entre «trabajos» y «actos»; denomina a los dos erga si son lo bastante duraderos para perdurar y lo suficientemente grandes para que se les recuerde. Sólo cuando los filósofos o, mejor dicho, los sofistas, comenzaron a trazar sus «interminables distinciones» y a diferenciar entre hacer y actuar (poiein y prattein), las palabras poiēmata y pragmata adquirieron mayor uso (véase Platón, Cármides, 163). Homero aún desconoce la palabra pragmata, que en Platón (ta ton anthrōpōn pragmata) está mejor interpretado por «asuntos humanos» y que tiene las connotaciones de trastorno y futilidad. En Herodoto, pragmata puede tener la misma connotación (véase, por ejemplo, I. 155). <<
[20] Heráclito, frag. B29 (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224). <<
[21] In vita activa fixi permanere possumus; in contemplativa autem intenta mente manere nullo modo valemus (santo Tomás, Summa theologica, II. II.181.4). <<
[22] Resulta Sorprendente que los dioses homéricos sólo actúen con respecto a los hombres gobernándoles desde lejos o interfiriéndose en sus asuntos. También los conflictos y luchas entre los dioses parecen surgir principalmente por su intromisión en los problemas humanos o su conflictiva parcialidad hacía los mortales. Lo que entonces aparece es una historia en la que actúan juntos hombres y dioses, pero la escena está montada por los mortales, incluso cuando la decisión se toma en la asamblea de los dioses en el Olimpo. Creo que tal «cooperación» está señalada en el homérico erg’ andrōn te theōn te (Odisea, l. 338): el bardo canta las hazañas de dioses y hombres, no historias de dioses e historias de hombres. De manera similar, la Teogonía de Hesíodo no trata las hazañas de los dioses, sino la génesis del mundo (116); así, pues, refiere cómo comenzaron a existir las cosas mediante la procreación y nacimiento (repetidos constantemente). El cantor, sirviente de las musas, exalta «las gloriosas hazañas de los hombres del pasado y de los dioses benditos» (pág. 97 sigs)., pero en ninguna parte, por lo que he podido ver, elogia las gloriosas hazañas de los dioses. <<
[23] La cita está tomada del «Index Rerum», de la edición de Tauro de santo Tomás (1922). La palabra «politicus» no se da en texto, pero el Index resume correctamente el significado de santo Tomás, como puede cumprobarse en la Summa theologica, I. 96.4; II. II.109.3. <<
[24] Societas regni en Livio, societas sceleris en Camelio Nepote. Tal alianza pudo también concluirse con propósitos comerciales, y santo Tomás todavía mantiene que una «verdadera societas» entre hombres de negocios sólo existe «donde el propio inversor comparte el riesgo», esto es, donde la sociedad es una alianza. Véase W. J. Ashley, An introduction to English Economic History and Theory (1931), pág. 419). <<
[25] Empleo aquí y en el resto del libro la expresión «especie humana» (mankind) para diferenciarla de «humanidad» (mankind), que indica la suma total de seres humanos. <<
[26] Werner Jaeger, Paideia (1945), vol. III, pág. 111. <<
[27] Aunque la principal tesis de Fustel de Coulanges, según la introducción a The Ancient City (Anchor ed., 1950), consiste en demostrar que «la misma religión» constituyó la organización de la antigua familia y la antigua ciudad-estado, aporta numerosas referencias al hecho de que el régimen de la gens, basado en la religión de la familia, y el de la ciudad «eran en realidad dos formas antagónicas de gobierno… O la ciudad no podía perdurar o con el tiempo tenía que destruir a la familia» (pág. 252). La contradicción existente en este gran libro me parece que reside en el intento de Coulanges de tratar juntas a Roma y a las ciudades-estado griegas; confía principalmente en el sentimiento político e institucional romano, si bien reconoce que el culto a la diosa Vesta «se debilitó en Grecia en una fecha muy temprana… y nunca disminuyó en Roma» (pág. 146). No sólo era mucho mayor la separación entre familia y ciudad en Grecia que en Roma, sino que únicamente en Grecia existía la religión del Olimpo, la de Homero y la ciudad-estado, diferenciada y superior a la más antigua de la familia. Mientras que Vesta, la diosa del hogar, se convirtió en la protectora de una «ciudad-hogar» y parcialmente en el culto oficial y político tras la unificación y segunda fundación de R0ma, a su colega griega, Hestia, la menciona por vez primera Hesíodo, único poeta griego que, en consciente oposición a Homero, elogia la vida del hogar; en la religión oficial de la polis tuvo que ceder su puesto a Dioniso en la asamblea de los doce dioses del Olimpo. (Véase Mommsen, Römische Geschichte, 5.ª ed., libro I, cap. 12, y Robert Graves, The Greek Myths, 1955, 27.k). <<
[28] El pasaje se encuentra en el discurso de Fénix, Iliada, IX. 443. Claramente se refiere a la educación para la guerra y el agora, la reunión pública, en las que pueden distinguirse los hombres. La traducción literal es así: «[tu padre] me encargó que te enseñara todo esto, a ser un orador de palabras y agente de hazañas» (mylthōn te rhētēr’ emenai prēktēra te ergōn). <<
[29] La traducción literal de las últimas líneas de Antígona es como sigue: «Pero las grandes palabras, contrarrestando (o devolviendo] los grandes golpes del demasiado orgulloso, enseñan entendimiento en la vejez». El significado de este párrafo es tan confuso para la comprensión moderna que rara vez se encuentra un traductor que se atreva a dar el sentido desnudo. Una excepción es la traducción de Holderlin: «Grosse Blicke aber, / Grosse Streiche der hohen Schultern / Vergeltend, / Sie haben im Alter gelehrt, zu denken». Una anécdota relatada por Plutarco puede ilustrar, a un nivel mucho más bajo, la conexión entre actuar y hablar. En cierta ocasión un hombre se acercó a Demóstenes y le relató lo horriblemente que le habían golpeado. «Pero tú no sufriste nada con lo que me cuentas», dijo Demóstenes. A lo que el otro levantó la voz y chilló: «¿Que no sufrí nada?». Demóstenes dijo a su vez: «Ahora oigo la voz de alguien que fue maltratado y sufrió» (en «Demóstenes», Vidas paralelas). Un último residuo de esta antigua conexión entre discurso y pensamiento, de la que carece nuestra noción de expresar el pensamiento por medio de palabras, puede hallarse en la fórmula ciceroniana de ratio et orntio. <<
[30] Característica de este desarrollo es que a todo político se le llamaba «rhetor» y que la retórica, el arte de hablar en público, a diferencia de la dialéctica, arte del discurso filosófico, la define Aristóteles como el arte de la persuasión (véase Retórica, 1354 al 2 sigs., y 1355b26 sigs).. (La propia distinción deriva de Platón, Gorgías, 448). En este sentido hemos de entender la decadencia de Tebas, que se imputó a la negligencia tebana por la retórica en favor del ejercicio militar (véase Jacob Burckhardt, Griechische Kulturgeschichte, Kroener ed., vol. III, pág. 190). <<
[31] Ética a Nicómáco, 1142a25 y 1178a6 sigs. <<
[32] Santo Tomás, op. cit., II-II. 50.3. <<
[33] Por lo tanto, dominus y paterfamilias fueron sinónimos, al igual que servus y familiaris: Domínum patrem familiae apellaverunt; servos… familiares (Séneca, Epístolas, 47.12). La antigua libertad romana del ciudadano desapareció cuando los emperadores romanos adoptaron el título de dominus, «ce nom, qu’Auguste et que Tibère encore, repoussaient comme une malédiction et une injure» (H. Wallon, Histoire de l’esclavage dans l’antíquité, 1847, vol. III, pág. 21). <<
[34] Segun Gunnar Myrdal (The Polítical Element in the Development of Economic Theory, 1953, p. XI), la «idea de economía social o administración doméstica colectiva (Volkswirtschaft)» es uno de los «tres principales focos» a cuyo alrededor «la especulación política que ha impregnado a la economía desde el mismo principio se halla para cristalizarse». <<
[35] Con esto no pretendo negar que la nación-estado y su sociedad surjan del reino medieval y del feudalismo, en cuyo marco la unidad familiar y el conjunto de vasallos tienen una importancia inigualable en la antigüedad clásica. La diferencia, sin embargo, es marcada. Dentro del marco feudal, familias y conjunto de vasallos eran mutuamente casi independientes, de tal modo que [a realeza, que representa una determinada zona territorial y que gobierna a los señores feudales como primus inter pares, no pretendía ser como gobernante absoluto la cabeza de una familia. La «nación» medieval era un conglomerado de familias, sus miembros no se consideraban componentes de una familia que abarcara toda la nación. <<
[36] La diferencia está muy clara en los primeros párrafos de la Económica de Aristóteles, ya que al despótico gobierno de un hombre (monarchia) de la organización familiar opone la organización de la polis, diferente por completo. <<
[37] Puede verse en Atenas el punto decisivo en la legislación de Salón. Coulanges observa acertadamente que la ley ateniense que instituyó el deber filial de mantener a los padres es la prueba de la pérdida del poder paterno (op. cit., págs. 315-316). No obstante, el poder paterno sólo se limitaba si entraba en conflicto con los intereses de la ciudad y nunca en beneficio del individuo de la familia. Así, la venta de niños y la exposición de criaturas perduró a lo largo de la antigüedad. (Véase R. H. Barrow; Slavery in the Roman Empire, 1928, pág. 8: «Otros derechos de la patria potes/as habían quedado en desuso, pero el de exposición no fue prohibido hasta el año 374 después de J.C.») <<
[38] Con respecto a esta distinción es interesante observar que había ciudades griegas en las que se obligaba a los ciudadanos a compartir sus cosechas y consumirlas en común, al tiempo que cada: uno de ellos tenía la propiedad de su terreno de manera absoluta e incontrovertida. Véase Coulanges (op. cit., pág. 61), quien califica esta ley de «singular contradicción»; no es contradicción, ya que estos dos tipos de propiedad no tenían nada en común para el antiguo entendimiento. <<
[39] Véase Leyes, 842. <<
[40] Tomado de Coulanges, op. cit., pág. 96; la referencia a Plutarco se halla en Quaestiones romanae, 51. Parece extraño que el parcial énfasis de Coulanges sobre las deidades del averno en la religión griega y romana haya pasado por alto que estos dioses no eran simples dioses de los muertos ni su culto un «culto de muerte», sino que esta temprana religión atada a la tierra servía a la vida y a la muerte como dos aspectos del mismo proceso. La vida surge de la tierra y a ella vuelve; nacimiento y muerte sólo son dos diferentes etapas de la misma vida biológica sobre la que gobiernan los dioses subterráneos. <<
[41] La discusión entre Sócrates y Eutero en la M.emorabilia (II.8) de Jenofonte es muy interesante. El segundo se ve obligado por la necesidad a trabajar y está convencido de que su cuerpo no podrá soportar esa clase de vida durante mucho tiempo y también que en su vejez será un menesteroso. A pesar de lo cual cree que trabajar es mejor que pedir. Sócrates le propone que busque a alguien «que sea rico y necesite un ayudante», a lo que Eutero responde que no podría soportar la servidumbre (douleia). <<
[42] La cita está tornada de Hobbes, Leviathan, parte I, cap. 13. <<
[43] La referencia más conocida y hermosa es la discusión de las diferentes formas de gobierno en Herodoto (m. 80-83), donde Otanes, defensor de la igualdad griega (isonomiē), declara que «no desea gobernar ni ser gobernado». Con igual espíritu Aristóteles afirma que la vida de un hombre libre es mejor que la de un déspota, negando como cosa natural la libertad de éste (Política, 1325a24). Según Coulanges, todas las palabras griegas y latinas que expresan gobierno sobre otros, tales como rex, pater, anax, basileus, se refieren originalmente a las relaciones domésticas y eran nombres dados por los esclavos a sus amos (op. cit., págs. 89 sigs.; 228). <<
[44] La proporción variaba y es ciertamente exagerada en el informe de Jenofonte sobre Esparta, donde un extranjero no contó más de sesenta ciudadanos entre cuatro mil personas reunidas en el mercado (Hellenica, III. 35). <<
[45] Véase Myrdal, op. cit.: «La noción de que la sociedad, al igual que el cabeza de familia, se responsabiliza de sus miembros, se halla profundamente enraizada en la terminología económica… La palabra alemana Volkswirtschaftslehre sugiere que existe un tema colectivo de actividad económica… con un propósito y valores comunes. En inglés, “teoría de la riqueza” o “teoria del bienestar” expresan ideas similares» (pág. 140). «¿Qué significa una economía social cuya función es una economía doméstica social? En primer lugar, implica o sugiere una analogía entre el individuo que dirige a su familia y la sociedad. Adam Smith y James Mill elaboraron explícitamente esta analogía. Tras la crítica de J. S. Smith, y con el más amplio reconocimiento de la distinción entre economía política práctica y teórica, la analogía fue menos puesta de relieve por lo general» (pág. 143). El hecho de que la analogía dejara de usarse puede también deberse a una evolución, en cuyo transcurso la sociedad devoró a la unidad familiar hasta que se convirtió en su total sustituta. <<
[46] R. H. Barrow, The Romans (1953), pág. 194. <<
[47] Las características que E. Levasseur (Histoire des classes ouvrières et de l’industrie en France avant 1789, 1900) halla en la organización feudal del trabajo, son válidas para el conjunto de las comunidades feudales: «Chacun vivait chez soi et vivait de soi-mème, le noble sur sa seigneurie, le vilain sur sa culture, le citadin dans sa vílle» (pág. 229). <<
[48] El trato justo a los esclavos, recomendado por Platón en las Leyes (777), tiene poco que ver con la justicia y no se recomienda «por consideración a los esclavos, sino por respeto a nosotros mismos». Con respecto a la coexistencia de las dos leyes, la política de justicia y la doméstica, véase Wallon, op. cit., vol. II, pág. 200: «La loi, pendant bien longtemps, donc… s’abstenait de pénétrer dan la famille, ou elle reconnaissait l’empire d’une autre loi». La jurisdicción antigua, especialmente la romana, relativa a los asuntos domésticos, trato dado a los esclavos, relaciones familiares, etc., estaba en esencia destinada a limitar el poder, de otra forma no restringido, del cabeza de familia; era inimaginable que pudiera existir una norma de justicia en la por completo «privada» sociedad de los mismos esclavos, ya que por definición estaban al margen de la ley y sujetos a la voluntad de su dueño. Sólo éste, en cuanto también era ciudadano, estaba sometido a las leyes, que, en beneficio de la ciudad, a veces incluso reducían su poder doméstico. <<
[49] W. J. Ashley, op. cit., pág. 415. <<
[50] Este «ascenso» de una esfera o rango a otro más elevado es un tema repetido en Maquiavelo. (Véase en especial El príncipe, cap. 6, sobre Hierón de Siracusa, así como cap. 7; y Discursos, libro II, cap. 13). <<
[51] «En tiempo de Salón, la esclavitud había lleado a ser considerada peor que la muerte» (Robert Schlaifer, «Greek Theories of Slavery from Homer to Aristotle», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII, 1936). Desde entonces, philopsychia «amor a la vida» y cobardía se identificaron con esclavitud. De este modo Platón podía creer que había demostrado la natural servidumbre de los esclavos por el hecho de que no habían preferido la muerte (República, 386A). Un eco posterior de esto se halla en la respuesta de Séneca a las quejas de los esclavos: «¿No está la libertad tan próxima a la mano para que no haya ningún esclavo?» (Ep. 77.14) o en su vita si moriendi virtus abest, servitus est, «la vida es esclavitud sin la virtud que sabe cómo morir» (77.13). Para entender la antigua actitud hacia la esclavitud, no deja de tener importancia recordar que la mayoría de los esclavos eran enemigos derrotados y que por lo general sólo un pequeño porcentaje habían nacido esclavos. Mientras que bajo la República romana los esclavos procedían de territorios al margen de la ley romana, los esclavos g1iegos solían ser de la misma nacionalidad que sus dueños; habían demostrado su naturaleza servil al no suicidarse y, puesto que el valor era la virtud política por excelencia, su «natural» indignidad, su incapacidad para ser ciudadanos. La actitud hacia los esclavos cambió en el Imperio Romano, no sólo debido a la influencia del estoicismo, sino también a que una gran parte de la población esclava lo era de nacimiento. Pero incluso en Roma, labos es considerado por Virgilio:(Eneida, VI) como algo estrechamente relacionado con la muerte no gloriosa. <<
[52] Que el hombre libre se distingue del esclavo por su valor parece haber sido el tema de un poema del poeta cretense Hibrias: «Mis riquezas son la lanza, la espada y el hermoso escudo… quienes no se atreven a llevar lanza, espada y el hermoso escudo que protege al cuerpo, caen a mis pies empavorecidos y me llaman señor y gran rey» (tomado.de Eduard Meyer, Die S klaverei im Altertum, 1898, pág. 22). <<
[53] Max Weber, «Agrarverhaltnisse im Altertum», Gesammelte Aufsätze zur Social und Wirtschaftsgeschichte (1924), pág. 147. <<
[54] Perfectamente ilustrado por una observación de Séneca, quien, al discutir la utilidad de los esclavos altamente instruidos (los que conocen de memoria a todos los clásicos) con un dueño presuntamente ignorante, comenta: «Lo que la familia sabe, sabe el amo» (Ep. 27.6, tomado de Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 61). <<
[55] Aien aristeuein kai hypeirochon emmenai allōn («ser siempre el mejor y sobresalir de los demás») es la preocupación fundamental de los héroes homéricos (Ilíada, VI. 208), y Homero fue «el preceptor de la Hélade». <<
[56] «La concepción de la economía política como ciencia data únicamente de Adam Smith» y fue desconocida no sólo en la antigüedad y Edad Media, sino también en la doctrina canónica, la primera «doctrina completa y económica» que «difería de la economía moderna por ser un “arte” en vez de una “ciencia”» (W. J. Ashley, op. cit., págs. 379 sigs).. La economía clásica da por sentado que el hombre, hasta donde es un ser activo, actúa exclusivamente por interés propio y sólo se deja arrastrar por un deseo, el de adquirir. La introducción de Adam Smith de una «mano invisible para fomentar un fin que no formaba parte de la intención (de nadie)», demuestra que incluso este mínimo de acción, con su uniforme motivación, contiene todavía demasiadas iniciativas que no se pueden predecir para el establecimiento de una ciencia. Marx desarrolló la economía clásica al sustituir los intereses individuales y personales por los de grupo o clase y al reducir éstos en dos clases importantes, capitalistas y trabajadores, con lo que se quedó con un conflicto, mientras que los economistas clásicos habían visto multitud de conflictos contradictorios. La razón de que el sistema económico marxista sea mucho más consistente y coherente y en consecuencia mucho más «científico» en apariencia que los de sus predecesores, radica principalmente en la elaboración del «hombre socializado», que incluso es menos activo que el «hombre económico» de la economía liberal. <<
[57] Que el utilitarismo liberal, y no el socialismo, se ve «obligado a una insostenible “ficción comunista” sobre la unidad de la sociedad» y que «la ficción comunista [está] implícita en muchos textos de economía», constituye una de las principales tesis del brillante trabajo de Myrdal (op. cit., págs. 54 y 150). Demuestra de manera concluyente que la economía sólo puede ser una ciencia si se da por sentado que un interés llena a la sociedad como un todo. Tras la «armonía de intereses» se erige siempre la «ficción comunista» de un interés, que podría llamarse bienestar. Los economistas liberales, en consecuencia, siempre se dejaron llevar por un ideal «comunista», es decir, por el «interés de la sociedad como un todo» (págs. 194-195). El problema del argumento radica en que esto «equivale a la afirmación de que la sociedad ha de concebirse como un solo súbdito, que es precisamente lo que no puede concebirse. Si lo hiciéramos, estaríamos intentando abstraer el hecho esencial de que la actividad social es el resultado de varios individuos» (pág. 154). <<
[58] Para una brillante exposición de este aspecto, por lo general olvidado, de la pertinencia de Marx a la sociedad moderna, véase Siegfried Landshut, «Die Gegenwart im Lichte de Marxschen Lehre», Hamburger Jahrbuch für Wirtschafts und Gesellschaftspolitik, I (1956). <<
[59] Aquí y más adelante aplico la expresión «división del trabajo» sólo a las modernas condiciones de trabajo en las que una actividad es dividida y atomizada en innumerables y minúsculas manipulaciones, y no a la «división del trabajo» dado en la especialización profesional. Ésta únicamente se puede clasificar así bajo el supuesto de que la sociedad debe concebirse como un solo individuo, la satisfacción de cuyas necesidades las subdivide entonces «una mano invisible» entre sus miembros. Lo mismo cabe afirmar, mutatis mutandis, de la antigua noción de la división del trabajo entre los sexos, considerada por algunos escritores como la más original. Supone que su único individuo es la especie humana, que ha dividido sus labores entre hombres y mujeres. Donde se empleó el mismo argumento en la antigüedad (véase, por ejemplo, Jenofonte, Oeconomicus, VII, 22), el énfasis y el significado son por completo distintos. La principal división es entre una vida transcurrida puertas adentro, en la familia, y la que se vive afuera, en el mundo. Sólo ésta es plenamente digna del hombre, y la noción de igualdad entre hombre y mujer que es un supuesto necesario para la división del trabajo, está ausente por entero (véase n. 81). Parece que la antigüedad sólo conoció la especialización profesional, que supuestamente estaba predeterminada por cualidades y dotes naturales. Así, el trabajo en las minas de oro, que ocupaba a varios miles de trabajadores, se distribuía de acuerdo con la fuerza y habilidad. Véase J. P. Vernant, «Travail et nature dans la Grèce ancienne», Journal de Psychologie Normale et Fathologique, LII, n. 1 (enero-marzo 1955). <<
[60] Todas las palabras europeas que indican «labor», la latina y la inglesa labor, la griega panos, la francesa travail, la alemana Arbeit, significan dolor y esfuerzo y también se usan para los dolores del parto. Labor tiene la misma raíz etimológica que labare («tropezar bajo una carga»); ponos y Arbeit, la misma que «pobreza» (penia en griego y Armut en alemán). Incluso Hesíodo, considerado entre los pocos defensores del trabajo en la antigüedad, pone el «trabajo doloroso», ponon alginoenta, como el primero de los males que importunan al hombre (Teogonía, 226). Con respecto al uso griego, véase G. Herzog-Hauser, Ponos, en Pauly-Wissowa. Arbeit y arm derivan del germánico arbma, solitario y olvidado, abandonado. Véase Kluge y Götze, Etymologisches Worterbttch (1951). En alemán medieval, la palabra se emplea para traducir labor, tribulatío, persecutio, adversitas, malum (véase la tesis de Klara Vontobel, Das Arbeitsethos des deutschen Protestantismus, Berna 1946). <<
[61] El muy citado párrafo de Homero en el que dice que Zeus se lleva la mitad de la excelencia (arete) de un hombre el día que.se convierte en esclavo (Odisea, XVII, 320 sigs)., está puesto en boca del esclavo Eumeo, y se trata de una afirmación objetiva, no de una crítica o juicio moral. El esclavo perdía la excelencia porque no era admitido en la esfera pública, donde puede mostrarse la excelencia. <<
[62] Ésta es también la razón por la que resulta imposible «diseñar el carácter de algún esclavo que vivió… Hasta que surgían a la libertad y notoriedad, era tipos indefinidos más que personas» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 156). <<
[63] Tengo presente un poema poco conocido de Rilke sobre el dolor, escrito en su lecho de muerte. Los primeros versos del intitulado poema son éstos: «Komm du, du letzter, den ich anerkenne, / heilloser Schmerz im leiblichen Geweb», y concluye así: «Bin ich es noch, derda unkenntlich brennt? / Erinnerungen reiss ich nicht herein. / O Leben, Leben: Draussensein. / Und ich in Lohe. Niemand, der mich kennt». <<
[64] Sobre la subjetividad del dolor y su pertinencia en todas las variaciones de hedonismo y sensualismo, véase apartados 15 y 43. Para los vivos, la muerte es fundamentalmente desaparición. Pero, a diferencia del dolor, hay un aspecto de la muerte en que es como si ésta apareciera entre los vivos, aspecto que se da en la vejez. Goethe señaló que hacerse viejo es «retroceder gradualmente de la apariencia» (stufenweises Zurücktreten aus der Erscheinung); la verdad de esta observación, así como la aparición real de este proceso de desaparición, se hace tangible en los autorretratos de los grandes maestros en edad avanzada —Rembrandt, Leonardo, etc.— en los que la intensidad de los ojos parece iluminar y presidir el retroceso de la carne. <<
[65] Contra Faustum Manichaeum, v. 5. <<
[66] Esta presuposición todavía se da incluso en la filosofía política de santo Tomás (véase op. cit., II-II.181.4). <<
[67] La expresión corpus rei publicae es corriente en el latín preclásico, pero tiene la connotación de población que habita una res publica, una esfera política determinada. La palabra griega correspondiente, soma, nunca se empleó en el griego preclásico en sentido político. La metáfora se da por primera vez en san Pablo (I Cor., XII. 12-27) y es corriente en todos los escritos cristianos del primer periodo (véase, por ejemplo, Tertuliano, Apologeticus, 39, o san Ambrosio De officiis ministrorum, III. 3.17). Pasó a ser de la mayor importancia para la teoría política medieval, que de manera unánime asumió que todos los hombres eran quasi unum corpus (santo Tomás, op. cit., II-II.81.1). Pero mientras que los primeros escritores acentuaron la igualdad de los miembros, todos igualmente necesarios para el bienestar del cuerpo como un todo, más tarde se pasó la acentuación y la diferencia entre la cabeza y los miembros, al deber de la cabeza de gobernar y de los miembros de obedecer. (Para la Edad Media, véase Anton-Hennann Chrous «The Corporate Idea in the Middle Ages», Review of Politics, VIII, 1947). <<
[68] Santo Tomás, op. cit., II-II. 2.179.2. <<
[69] Véase el capítulo 57 de la Regla benedictina, en Levasseur, op. cit., 187: se uno de los monjes se enorgullecía de su trabajo, tenía que dejarlo. <<
[70] Barrow (Slavery in the Roman Empire, pág. 168), en un iluminador estudio sobre la asociación de esclavos en los colegios romanos, que les proporcionaba, además de «buena compañía en vida y la certeza de un entierro decente… el glorioso remate de un epitafio; y en esto último el esclavo encontraba un placer melancólico». <<
[71] Ética a Nicómaco, 1177b31. <<
[72] Wealth of Nations, Colección Everyman libro I, cap. 10, vol. I, págs. 95 y 120. <<
[73] Con respecto a la soledad como fenómeno de masas, véase David Riesman, The Lonely Crowd (1950). <<
[74] Plinio el Joven. El dato está tomado de W. L. Westermann, Sklaverei, en Pauly-Wissowa, suplem. VI, pág. 1045. <<
[75] Hay muchas pruebas que atestiguan la diferente estimación de la riqueza y de la cultura en Roma y en Grecia. Resulta interesante observar la sólida coincidencia de dicha estimación con la situación de los esclavos. Los esclavos romanos desempeñaron un papel mucho mayor en la cultura romana que sus colegas griegas en la suya, mientras que el papel de éstos en la vida económica fue mucho más importante. (Véase Westermann, en Pauly-Wissowa, pág. 984). <<
[76] San Agustín (De civitate Dei, XIX. 19) ve en el deber de la caridad hacia la utilitas proximi («el interés del prójimo») la limitación del otium y de la contemplación. Pero «en la vida activa no debemos codiciar los honores o poder dé esta vida… sino que el bienestar de quienes están debajo de nosotros (salutem subditorum)». Sin duda, esta clase de responsabilidad se parece más a la del cabeza de familia que a la responsabilidad política, propiamente hablando. El precepto cristiano de ocuparse de los propios asuntos de uno deriva de I Thess., 4.11: «que os esforcéis en llevar una vida quieta, laboriosa en vuestros negocios» (prattein ta idia, por lo cual ta idia se entiende como opuesto a ta koina «asuntos públicos comunes»). <<
[77] Coulanges (op. cit). sostiene lo siguiente: «El verdadero significado de familia es propiedad; designa el campo, la casa, el dinero y los esclavos», (pág 107). Sin embargo, esta «propiedad» no se considera vinculada a la familia, sino que, por el contrario, «la familia está vinculada al hogar, y éste al suelo» (pág. 62). La cuestión es que «la fortuna es inamovible como el hogar y la tumba a los que está vinculada. El único que pasa es el hombre» (pág. 74). <<
[78] Levasseur (op. cit). relata la fundación de una comunidad medieval y sus condiciones de admisión: «Il ne suffisait pas d’habiter la ville pour avoir droit à cette admission. Il fallait… posséder une maison…». Más aún: «Toute injure proférée en public contre la commune entrainait la démolition de la maison et le bannissement du coupable» (pág. 240, incluyendo n. 3). <<
[79] La distinción es mucho más obvia en el caso de los esclavos que, aunque sin propiedad en el sentido antiguo (es decir, sin un lugar propio), en modo alguno carecían de propiedad en el sentido moderno. El peculium (la «posesión privada de un esclavo») podía ascender a una suma considerable e incluso contar con esclavos propios (vicarii). Barrow habla de «la propiedad que poseían los más humildes de su clase» (Slavery in the Roman Empire, pág. 122; esta obra es el mejor informe sobre el papel desempeñado por el peculium). <<
[80] Coulanges refiere la observación de Aristóteles de que el hijo no podía ser ciudadano mientras vivía su padre; a la muerte de éste, sólo el primogénito disfrutaba de los derechos políticos (op. cit., pág. 228). Coulanges mantiene que la plebs romana estaba formada por gente sin hogar y, por lo tanto, claramente diferenciada del populus Romanus (págs. 229 sigs).. <<
[81] El conjunto de esta religión se hallaba encerrado entre las paredes de cada casa. A todos estos dioses, el Hogar, los Lares y los Manes, se les llamaba dioses ocultos o dioses del interior. Para los actos de esta religión se exigía el secreto, sacrificia occulta, como dice Cicerón (De arusp. respl., 17). Coulanges, op. cit., pág. 37). <<
[82] Parece como si los misterios eleusinos proporcionaran una experiencia común y casi pública de toda esta esfera, ya que, si bien eran comunes a todos, requerían ocultarse, mantenerse en secreto de la esfera pública. Todos podían participar en ellos, pero a nadie se le permitía hablar sobre su experiencia. Los misterios relativos a lo indecible y las experiencias más allá del discurso eran no políticos y quizás antipolíticos por definición. (Véase Karl Kerenyi, Die Geburt der Helena, 1943-1945, págs. 48 sigs). Que se referían al secreto del nacimiento y de la muerte parece demostrado por un fragmento de Píndaro: oide merz biou teleutan, oiderz de diosdotorz archan (frag. 137a). donde se dice que el iniciado conoce «el fin de la vida y el comienzo dado por Zeus». <<
[83] La palabra griega nomos, ley, procede de nemein, que significa distribuir, poseer (lo que se ha distribuido) y habitar. La combinación de ley y valla en la palabra nomos queda de manifiesto en un fragmento de Heráclito: machesthai chré ton demorz hyper tau nomou hokósper teicheos, «el pueblo ha de luchar tanto por la ley como por la valla». La palabra romana lex, ley, tiene un significado diferente por completo; indica una relación formal entre personas más que la valla que separa a unas de otras. Pero el límite y su dios, Terminus, que dividía d agrum publicum a privato (Livio). eran mucho más venerados que sus correspondientes theoi horoi griegos. <<
[84] Coulanges habla de una antigua ley griega que prohibía el contacto de dos edificios (op. cit., pág. 63). <<
[85] En su origen, la palabra polis llevaba consigo la aceptación de algo como una «pared circundante», y parece que la urbs latina también expresaba la noción de «círculo», derivada de la misma raíz que orbis. Encontramos la misma relación en la palabra inglesa town, que, originalmente, al igual que la alemana Zaun tiene el significado de valla circundante. (Véase R. B. Onians. The Origins of European Thought, J 954, pág. 444, n. 1). <<
[86] Por lo tanto, al legislador no se le exigía ser ciudadano y a menudo procedía de afuera. Su trabajo no era político; sin embargo, la vida política sólo podrá comenzar después de que hubiera acabado de legislar. <<
[87] Demóstenes, Ora/iones, 57.45: «La pobreza obliga al hombre libre a hacer muchas cosas serviles y bajas» (polla doulika kai tapeina pragmata tous eleutherous he pēnia biazetai poiein). <<
[88] Esta condición para ser admitido en la esfera pública todavía existía en la alta Edad Media. Los Books of Customs ingleses aún establecen «una definida distinción entre el artesano y el hombre libre, franke homme, de la ciudad… Si un artesano se hacía tan rico que deseaba convertirse en hombre libre, en primer lugar tenía que renegar de su oficio y sacar de su casa todos los utensilios de trabajo» (W. J. Ashley, op. cit., pág. 83). Sólo en el reinado de Eduardo III llegaron a ser tan ricos los artesanos que «en lugar de serlos artesanos quienes eran incapaces de alcanzar la ciudadanía, ésta quedó ligada a ser miembro de una de las compañías» (pág. 89). <<
[89] A diferencia de otros autores, Coulanges pone de relieve el tiempo y el esfuerzo que le exigían sus actividades a un ciudadano de la antigüedad, y añade que la afirmación aristotélica de que nadie que hubiera de trabajar para vivir podía ser ciudadano, es la simple confirmación de un hecho y no la expresión de un prejuicio (op. cit., págs. 335 sigs).. Una de las características del desarrollo moderno fue que las riquezas en sí, sin que importara la ocupación de su dueño, pasaron a ser calificación para la ciudadanía: únicamente después fue un privilegio ser ciudadano, desligado de cualquier actividad específicamente política. <<
[90] A mi entender, ésta es la solución del «famoso misterio que se nos presenta al estudiar la historia económica del mundo antiguo, es decir, que la industria se desarrolló hasta cierto punto, pero dejó de pronto de hacer los progresos que cabía esperar… (teniendo en cuenta] la calidad y capacidad organizativa mostrada a gran escala por los romanos en otros aspectos, en los servicios públicos y en el ejército» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, págs. 109-110). Parece un prejuicio, debido a las condiciones modernas, esperar la misma capacidad de organización en lo privado que en los «servicios públicos». Max Weber, en su notable ensayo (op. cit)., ya había insistido en el hecho de que las ciudades antiguas eran más bien «centros de consumo que de producción» y que el antiguo esclavo propietario era un «rentier y no un capitalista (Unternehmer)» (págs. 13, 22 sigs. y 144). La misma indiferencia de los escritores antiguos por los asuntos económicos, así como la falta de documentos a este respecto, añade peso a la argumentación de Weber. <<
[91] Todas las historias sobre la clase trabajadora, es decir, una clase de personas que carece de propiedad y vive del trabajo de sus manos, sufren del ingenuo supuesto de que siempre ha existido tal clase. Sin embargo, como ya vimos, incluso los esclavos no carecían de propiedad, y en la antigüedad el llamado trabajo libre estaba formado generalmente por «tenderos libres, traficantes y artesanos» (Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 126). M. E. Park (The Plebs Urbana in Cicero’s Day, 1921) llega por lo tanto a la conclusión de que no había trabajo libre, puesto que el hombre libre siempre aparece de alguna manera como propietario.
W. J. Ashley resume así la situación de la Edad Media hasta el siglo XV: «No había una amplia clase de jornaleros, ni “clase trabajadora” en el sentido moderno de la expresión. Con el nombre de “trabajadores” indicamos a un número de hombres entre quienes puede surgir algún dueño, pero que en su mayoría no pueden elevarse a una posición superior. Pero en el siglo XIV los más pobres tenían que pasar unos cuantos años como jornaleros, mientras que la mayoría probablemente se establecía por su cuenta en calidad de maestros artesanos en cuanto terminaban su aprendizaje» (op. cit., págs. 93-94).
Así, pues, la clase trabajadora de la antigüedad no era libre ni estaba carente de propiedad; si, por la manumisión, al esclavo se le concedía (en Roma) o tenía que comprar (en Atenas) su libertad, no pasaba a ser un trabajador libre, sino que instantáneamente se convertía en un comerciante independiente o en un artesano. («Parece ser que la mayoría de los esclavos llevaba a su estado libre algún capital de su propiedad» para establecerse en el comercio o la industria. Barrow, Slavery in the Roman Empire, pág. 103). Y en la Edad Media, ser un trabajador en el moderno sentido de la palabra no suponía más que una etapa temporal en la vida del individuo, una preparación para la maestría y la madurez. El trabajo alquilado era una excepción en la Edad Media, y los trabajadores alemanes (los Tagelohner, según la traducción de la Biblia de Lutero) o los manceuvres franceses vivían fuera de las comunidades asentadas y eran idénticos a los pobres, los «pobres trabajadores» de Inglaterra (véase Pierre Brizon, Histoire du travail et des travailleurs, 1926, pág. 40). Más aún, el hecho de que ningún código de Napoleón trate del trabajo libre (véase W. Endemann, Die Behandiung der Arbeit im Privatrecht, 1896, págs. 49 y 53) demuestra de manera concluyente lo reciente que es la existencia de la clase trabajadora. <<
[92] Véase el ingenioso comentario sobre la «propiedad es robo» en la obra de Proudhon, póstumamente publicada, Théorie de la propriété, págs. 209-210, donde presenta, la propiedad en su «egoísta y satánica naturaleza» como el «medio más eficaz para resistir al despotismo sin derribar al Estado». <<
[93] Debo confesar que no sé ver en qué se basan los economistas liberales de la sociedad actual (que hoy día se califican de conservadores) para justificar su optimismo en que la apropiación privada de riqueza bastará para salvaguardar las libertades individuales, es decir, que desempeñará el mismo papel que el de la propiedad privada. En una sociedad que acapara las tareas, esas libertades sólo están seguras mientras las garantice el Estado, e incluso entonces se hallan constantemente amenazadas, no por el Estado, sino por la sociedad, que distribuye las tareas y determina la porción de apropiación individual. <<
[94] R. W. K. Hinton, «Was Charles I a Tyrant?», Review of Politics, XVIII (enero 1956). <<
[95] Para la historia de la palabra «capital» como derivada de la latina caput, que se empleaba en la ley romana para designar al causante de una deuda, véase W. J. Ashley, op. cit., págs. 429 y 433, n. 183. Hasta el siglo XVIII no comenzaron los escritores a usar la palabra en el sentido moderno de «riqueza invertida de tal manera que produzca beneficio». <<
[96] La teoría económica medieval no concibió el dinero como denominador común y patrón, sino que lo incluía entre los consumptibiles. <<
[97] Second Treatise of Civil Govemment, sec. 27. <<
[98] Los relativamente escasos autores antiguos que elogian el trabajo y la pobreza se inspiran en este peligro (véase G. Herzog-Hauser, op. cit).. <<
[99] Las palabras griega y latina que designan el interior de la casa, megaron y atrium, guardan íntimo parentesco con oscuridad y negrura (véase Mommsen, op. cit., págs. 22 y 236). <<
[100] Aristóteles, Política, 1254b25. <<
[101] Aristóteles (Sobre la generación de los animales, 775a33) llama ponētikos a la vida de una mujer. Que mujeres y esclavos pertenecieran y vivieran juntos, que ninguna mujer, ni siquiera la esposa del cabeza de familia, viviera entre sus iguales —otras mujeres libres—, de modo que la categoría dependía mucho menos del nacimiento que de la «ocupación» o función, está muy bien presentado por Wallon (op. cit., vol. I, págs. 77 sigs)., quien habla de una «confusion des rangs, ce partage de toutes les fonctions domestiques»: «Les femmes… se confondaient avec leurs esclaves dans les soins habituels de la vie intérieure. De quelque rang qu’e lles fussent, le travail était leur apanage, comme aux hommes la guerre». <<
[102] Véase Pierre Brizon, Histoire du travail et des travailleurs (19264), pág. 184, con respecto a las condiciones del trabajo en fábrica en el siglo XVII. <<
[103] Tertuliano, op. cit., 38. <<
[104] Esta distinta experiencia puede explicar en parte la diferencia existente entre la gran cordura de san Agustín y la horrible concreción de los juicios de Tertuliano sobre política. Ambos eran romanos y profundamente modelados por la vida política romana. <<
[105] Lc. VIII. 19. El mismo pensamiento lo encontramos en Mt. VI. 1-18, donde Jesús advierte contra la hipocresía, contra la abierta exhibición de piedad. Esta no puede «aparecer en los hombres», sino sólo en Dios, que «está en lo secreto».
Cierto es que Dios «recompensará» al hombre, pero no «abiertamente»; como afirma el modelo de traducción. La palabra alemana Scheinheiligkeit expresa este fenómeno religioso, en el que la simple apariencia ya es hipocresía, de manera muy adecuada. <<
[106] Se encuentra este modismo passim en Platón (véase esp. Gorgias 482). <<
[107] El príncipe, cap. 15. <<
[108] Ibíd., cap. 8. <<
[109] Discursos, libro III, cap. 1. <<
[110] Véase «De la libertè eles anciens comparée a celle des modernes» (1819), reimpreso en Cours de Poliiique Conscitutionelle, II (1872), 549. <<
[111] Locke, Second Treatise of Civil Coverment, sec. 26. <<
[112] Así, el idioma griego distingue entre punein y ergazesthai, el latino entre laborare y facere o fabricarí, que tienen la misma raíz etimológica, el francés entre travailler y ouvrer, el alemán entre árbeiten y werken. En todos estos casos, sólo los equivalentes de «labor» tienen un inequívoco sentido de dolor y molestia. La palabra alemana Arbeit originariamente sólo se aplicó a la labor campesina ejecutada por siervos y no al trabajo del artesano, que se llamó Werk. La francesa travailler reemplazó a la antigua labourer y deriva de tripalium, una especie de tortura. Véase Grimm, Wörterbuch, págs. 1854 sigs., y Lucien Fébre, Travail: évolution d’un mot et d’une idée…Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1 (1948). <<
[113] Aristóteles, Política, 1254b25. <<
[114] Tal es el caso del francés ouvrer y del alemán werken. En ambos idiomas, a diferencia del uso corriente en inglés de «labor», las palabras travailler y arbeiten casi han perdido el significado original de dolor y molestia; Grimm (op. cit). ya había observado a mediados del siglo pasado este desarrollo: «Während in älterer Sprache die Bedeutung von molestia und schwerer Arbeit vorherrschte, die von opus. opera, zurücktrat, tritt umgekehrt in der heutigen diese vor und jene erscheint seltener». También es interesante que los nombres work, œuvre y Werk muestren una creciente tendencia a usarse en los tres idiomas para designar obras de arte. <<
[115] Véase J.-P. Vemant, «Travail et nature dans la Grèce ancienne»,Journal de Psychologie Nonnale et Pathologique, LII, n. 1 (enero-marzo 1955): «Le tenne dèmiourgoi, chez Homère et Hésiode, ne qualifie pas à l’origine l’artisan en tant que tel, comme “ouvrier”: il définit toutes les activités qui s’exercent en dehors du cadre de l’oikos, en faveur d’un public, dēmos: les artisans —charpentiers et forgerons— mais non moins qu’eux les devins, les héraults, les aèdes». <<
[116] Política, 1258b35 sigs. Para la argumentación de Aristóteles sobre la admisión de los banausoi en la ciudadanía, véase Política, III. S. Su teoría se corresponde estrechamente con la realidad: se estimaba que el ochenta por ciento del comercio, la labor y el trabajo libres lo realizaban no ciudadanos, ya «extranjeros» (katoikountes y metoikoi) o esclavos emancipados que destacaban en estas clases (véase Fritz Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums, 1938, vol. I, págs. 398 sigs).. Jacob Burckhardt, que en su Griechiscize Kulturgeschichte (vol. II, secs. 6 y 8) refiere la opinión griega sobre quién pertenece y quién no a la clase de los banausoi, nos informa también que no conocemos tratado alguno sobre la escultura. Teniendo en cuenta los muchos ensayos relativos a la música y a la poesía, probablemente esta carencia se debe a un simple accidente sobre la actitud de superioridad e incluso de arrogancia de los pintores famosos y ninguna anécdota sobre los escultores. Dicha estimación sobre los pintores y escultores sobrevivió muchos siglos. Todavía se la encuentra en el Renacimiento, donde la escultura se cuenta entre las artes serviles y la pintura se sitúa entre éstas y las liberales (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilia», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915).
Que la opinión pública griega de las ciudades-estado juzgara las ocupaciones según el esfuerzo y el tiempo que requerían, nos lo confirma una observación de Aristóteles sobre la vida de los pastores: «Hay grandes diferencias en los modos de vida humana. Los más perezosos son los pastores, ya que sin labor (ponòs) se alimentan de los animales domesticados y están en holganza (skholazousin)» (Política, 1256a30 sigs).. Resulta interesante que Aristóteles, posiblemente siguiendo la opinión general, mencione aquí la pereza (aergia) junto a, y de algún modo candición de, skholē, abstención de ciertas actividades, que es la condición para llevar una vida política. El lector actual ha de saber que aergia y skholē no es lo mismo. La pereza tenía el mismo sentido que para nosotros, y una vida de skholē no se consideraba una vida perezosa. Sin embargo, la igualdad de skholē y pereza es característica de un desarrollo dentro de la polis. Así. Jenofonte relata que Sócrates fue acusado de haber citado el siguiente párrafo a Hesíodo: «El trabajo no es desgracia, pero la pereza (aergia) es desgracia». La acusación significaba que Sócrates había inculcado a sus alumnos un espíritu servil (Memorabilia, l. 2.56). Históricamente es importante tener en cuenta la distinción entre el desprecio de las ciudades-estado griega5 hacia todas las ocupaciones no políticas, que derivan de la enorme exigencia de tiempo y energía de los ciudadanos, y el anterior, más original y extendido, desprecio por las actividades que sólo sirven para mantener la vida; ad vitae sus1en1ationem se sigue definiendo en el siglo XVIII como opera servilia. En el mundo homérico, París y Odisea ayudan en la construcción de sus casas, y la propi Nausica lava la ropa de sus hermanos, etc. Todo esto pertenece a la autosuficiencia del héroe homérico, a su independencia y autónoma supremacía de su persona. Ningún trabajo es sórdido si confiere mayor independencia; la mismísima actividad pudiera ser un signo de esclavitud si no está en juego la independencia personal, sino la pura supervivencia, si no es expresión de soberanía, sino de sujeción a la necesidad. La diferente estimación de la artesanía en Homero es bien conocida. Su verdadero significado nos lo ofrece galanamente expuesto Richard Harder en un reciente ensayo titulado Eigenart der Griechen (1949). <<
[117] Labor y trabajo (panos y ergon) están diferenciados en Hesíodo; sólo el trabajo se debe a Eris, diosa de la buena lucha (Los trabajos y los días, págs. 20-26), pero la labor, como los demás males, salió de la caja de Pandera (90 sigs). y es castigo de Zeus porque Prometeo, «el astuto, le engañó». Desde entonces, «los dioses han ocultado su vida de los hombres» (42 sigs). y su maldición cae sobre los «hombres comedores de pan» (82). Más aún, Hesíodo da por sentado como cosa natural que la verdadera labor campesina la realizan los esclavos y los animales domesticados. Elogia la vida cotidiana —lo que ya bastante extraordinario en un griego—, pero su ideal es el campesino-caballero, en vez del laborante, que permanece en su casa, se aleja de las aventuras marítimas y de los asuntos públicos en el agora (29 sigs)., y se ocupa de los suyos. <<
[118] Aristóteles comienza su famosa discusión sobre la esclavitud (Política, 1253b25) afirmando que «sin las cosas necesarias, la vida, así como la buena vida, son imposibles». Tener esclavos es la forma humana de dominar la necesidad, y por lo tanto no va para pbysin, contra naturaleza; la propia vida lo exige. Así, pues, los campesinos, que proporcionan lo necesario para la vida, quedan clasificados por Platón y Aristóteles entre los esclavos (véase Roben Schlaifer, «Greek Theories of Slavery from Homer lo Aristotle», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII, 1936). <<
[119] En este sentido Eurípides llama «malos» a los esclavos: lo ven todo desde el punto de vista del estómago. (Supplementum Euripideum, ed. Arnim, frag. 49, n. 2). <<
[120] Así, Aristóteles recomendaba que a los esclavos a quienes se les confiaran «ocupaciones libres» (ta eleuthera tōn ergōn), se les tratara con más dignidad y no como esclavos. Por otra parte, cuando en los primeros siglos del Imperio Romano ciertas funciones públicas, que siempre las habían ejercido esclavos públicos, adquirieron estimación e importancia a estos servi publici —verdaderos funcionarios públicos— se les permitió llevar toga y casarse con mujeres libres. <<
[121] Según Aristóteles, las dos cualidades que le faltan al esclavo —y que por ese motivo no es humano— son la facultad de deliberar y decidir (to bouleutikon) y la de prever y elegir (proairesis). Naturalmente, esto es una forma más explícita de decir que el esclavo se encuentra sujeto a la necesidad. <<
[122] Cicerón, De re publica, v. 2. <<
[123] «La creación del hombre mediante la labor humana» fue una de las ideas más persistentes de Marx desde su juventud. Se halla en muchas variaciones en Jugendschriften, donde en la «Kritik der Hegelschen Dialektik» se la atribuye a Hegel. (Véase Marx-Engels Gesamtausgabe, Berlín 1932, parte I, vol. 5. págs. 156 y 167). Del contexto resulta evidente que Marx quiso reemplazar la tradicional definición de hombre como animal rationale por la de animal laborans. Abona esta teoría una frase, posteriormente suprimida, de la Deutsche Ideologie: «Der erste geschit:htliche Akt dieser Individuen, wodurch sie sich von den Tieren unterscheiden, ist nicht, dass sie denken, sondern, dass sie anfungen ihre Lebensmittel zu produzieren» (ibíd., pág. 568). Similares formulaciones se hallan en el «Ökonomisch-philosophische Manuskripte» (ibíd., pág. 125), y en «Die heilige Familíe» (ibíd., pág. 189). También Engels usó similares formulaciones muchas veces, por ejemplo en el prólogo de 1884 a Ursprung der Familie o en un artículo periodístico de 1876, «Labour in the Transition from Ape to Man» (véase Marx y Engels, Selective Works, Londres 1950, vol. II).
Parece que fue Hume, y no Marx, el primero en insistir en que la labor distingue al hombre del animal (Adriano Tilgher, Homo faber, 1929; ed. inglesa: Work: What It Has Meant to Men through the Ages, 1930). Como la labor no desempeña un papel significativo en la filosofía de Hume, lo anterior tiene un exclusivo valor histórico; para él, esta característica no hacía más productiva la vida humana, sino más dura y dolorosa que la del animal. Sin embargo, resulta interesante observar con qué cuidado Hume insistía repetidamente en que ni el pensamiento ni el razonamiento diferencia al hombre del animal, y que el comportamiento de las bestias demuestra que son capaces de ambas actividades. <<
[124] Everyman ed., Wealth of Nations, vol. II; pág. 302. <<
[125] La distinción entre labor productiva e improductiva se debe a los fisiócratas, quienes distinguen entre clases productoras, poseedoras de propiedad y estériles. Puesto que sostenían que la fuente principal de toda productividad radicaba en las fuerzas naturales de la tierra, su modelo de productividad se relacionaba con la creación de nuevos objetos y no con las necesidades y exigencias di; los hombres. Así, el marqués de Mirabeau, padre del famoso orador, llama estéril a «la classe d’ouvriers dont les travaux, quoique nécessaires aux besoins des hommes et utiles à la société, ne sont pas néanmoins productifs», e ilustra su distinción entre trabajo estéril y productivo comparándola con la diferencia entre cortar una piedra y producirla (véase Jean Dautry, «La notion de travail chez Saint-Simon et Fourier», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, LII; n. 1, enero-marzo 1955). <<
[126] Esta esperanza acompañó a Marx desde el principio hasta el final. La encontramos ya en la Deutsche ldeologie: «Es handelt sich nicht darum die Arbeit zu befreien, sondem sie aufzuheben» (Gesamtausgabe, parte I, vol. 3, pág. 185), y muchas décadas después en el tercer volumen de Das Kapital, cap. 48: «Das Rekh der Freiheít beginnt in der Tat erst da, wo das Arbeiten… aufhört» (Marx-Engels Gesamtausgabe, Zurich 1933, parte II. pág. 873). <<
[127] En su introducción al segundo libro de la Wealth of Nations (Everyman ed., vol. I. págs. 241 sigs.\'7d, Adam Srmith pone de relieve que la productividad se debe a la división de la labor más que a ésta misma. <<
[128] Véase la introducción de Engels al «Wage, Labour and Capital» de Marx (en Marx y Engels, Selected Works, Londres 1950, vol. l, pág. 384), donde Marx había introducido el nuevo término con cierto énfasis. <<
[129] Marx siempre acentuó, y especialmente en su juventud, que la principal función de la labor era la «producción de vida» y, por lo tanto, veía la labor junto a la procreación (véase Deutsche ldeologie, pág. 19; también «Wage, Labour and Capital», pág. 77). <<
[130] Las expresiones vergesel/lchafteter Mensh o gesellschaftliche Menschheit las usó con frecuencia Marx para indicar el objetivo del socialismo (véase, por ejemplo, el tercer volumen de Das Kapital, pág. 873, y el décimo de las «Tesis sobre Feuerbach»: «El punto de vista del antiguo materialismo es la sociedad “civil”; el punto de vista del nuevo es la sociedad humana, o humanidad socializada» - Selected Works, vol. II, pág. 367). Consistía en la eliminación de la fosa entre la existencia individual y social del hombre, para que éste «en su ser más individual fuera al mismo tiempo un ser social (un Gemeinwesen)» (Jugendschriften, pág. 113). Marx llama con frecuencia a esta naturaleza social del hombre su Gat tungswesen, su ser miembro de la especie, y la famosa «autoalienación» marxista es lo primero de todo alienación del hombre de ser un Gattungswesen (ibíd., pág. 89: «Eine unmittelbare Konsequenz davon, dass der Mensch dem Produkt seiner Arbeit, seiner Lebenstätigkeit, seinem Gattungswesen entfremdet ist, ist die Entfremdung des Menschen von dem Menschen»). La sociedad ideal es un estado de asuntos donde todas las actividades humanas derivan como algo natural de la «naturaleza» humana, al igual que la cera de las abejas para formar el panal de miel; vivir y laborar por la vida tendrá que llegar a ser uno y lo mismo, y la vida ya no «comenzará para [el laborante] donde cese [la actividad de laborar]» («Wage, Labour and Capital», pág. 77). <<
[131] La original acusación de Marx contra la sociedad capitalista no se basaba simplemente en que ésta transformaba todos los objetos en cosas útiles, sino también en que «el trabajador se comporta con respecto al producto de su labor como si fuera un objeto extraño» («dass der Arbeiter zurn Produkt seiner Arbeit als einem fremden Gegenstand sich berhält» - Jugendschriften, pág. 83). En otras palabras, que las cosas del mundo, una vez producidas por los hombres, quedan independientes, «extrañas» a la vida humana. <<
[132] Por comodidad sigo la exposición de Cicerón sobre ocupaciones liberales y serviles en De officiis, I. 50-54. Los criterios de prudentia y utilitas o utilitas hominum figuran en 151 y 155. (La traducción de prudentia como «un grado más elevado de inteligencia» —Walter Miller en la edición Loeb Classical Library— me parece desorientadora). <<
[133] La clasificación de la agricultura entre las artes liberales es, claro está, específicamente romana. No se debe a ninguna «utilidad» especial de la agricultura como la concebimos ahora, sino que se relaciona con la idea de patria, según la cual el ager romanus, y no sólo la ciudad de Roma, es el lugar ocupado por la esfera pública. <<
[134] Esta utilidad del puro vivir es lo que Cicerón llama mediocris utilitas (151) y la elimina de las artes liberales. A mi entender, la traducción tampoco da aquí el verdadero sentido; no se trata de «profesiones… de las que no se deriva ningún pequeño beneficio para la sociedad», sino de ocupaciones que, en clara oposición a las mencionadas anteriormente, trascienden la vulgar utilidad de los bienes de consumo. <<
[135] Los romanos consideraban tan decisiva la diferencia entre opus y operae que tenían dos formas diferentes de contrato, la locatio operis y la locatio operarum, de las que ésta desempeñaba un papel insignificante, ya que la mayor parte del trabajo lo realizaban los esclavos (véase Edgar Loening, Handwörterbuch dr Staatswissenschaften, 1890, vol. I, págs. 742 sigs).. <<
[136] Las Opera liberalia fueron identificadas en la Edad Media con el trabajo intelectual o más bien espiritual (véase Otto Neurath, «Beitrage zur Geschichte der Opera Servilia», Archiv für Sozialwissenschaft und Sozialpolitik, XLI, n. 2, 1915). <<
[137] H. Wallon describe este proceso bajo el reinado de Diocleciano: «… les fonctions jadis serviles se trouvèrent anoblies, élevées au premier rang de l’État. Cette haute considération qui de l’empereur se répandait sur les premiers serviteurs du palais, sur les plus hauts dignitaires de l’empire, descendait à tous les degrés des fonctions publiques… le service public devint un office public». «Les charges les plus serviles… les noms que nous avons cités aux fonctions de l’esclavage, sont revètus de l’éclat qui rejaillit de la personne du prince» (Histoire de l’esclavage dans l’antiquité, 1847, vol. III, págs. 126 y 131). Antes de esta elevación de los servicios, los amanuenses estaban clasificados entre los vigilantes de los edificios públicos o incluso con los hombres que conducían a los púgiles a la arena del circo (ibíd., pág. 171). Merece señalarse que la elevación de los «intelectuales» coincidió con el establecimiento de la burocracia. <<
[138] «La labor de algunas de las más respetables clases de la sociedad, como la de los sirvientes domésticos, no produce valor alguno», dice Adam Smith, entre ellas coloca a «todo el ejército y la marina», «funcionarios públicos» y profesiones liberales como la de los «eclesiásticos, abogados, médicos y hombres de letras de toda clase». Su trabajo, «como la declamación de los actores, la arenga del orador o la melodía del músico… perece en el mismo instante en que se produce» (op. cit., vol. I, págs. 295-296). No cabe duda de que Smith no hubiera tenido dificultad alguna en clasificar a los empleados de oficina. <<
[139] Por el contrario, es dudoso que haya habido alguna pintura más admirada que la estatua de Zeus en Olimpia, obra de Fidias, a cuyo mágico poder se le concedía la virtud de hacer olvidar toda molestia y pena; quien no la había contemplado, había vivido en vano, etc. <<
[140] Locke, op. cit., sec. 46. <<
[141] Política, 1254a7. <<
[142] En la literatura que, sobre la labor, se escribió antes del último tercio del siglo XIX, no era infrecuente insistir en la relación entre labor y el movimiento cíclico del proceso de la vida. Así, Schulze-Delitzsch, en su conferencia sobre Die Arbeit (Leipzig 1863), comienza con una descripción del ciclo deseo-esfuerzo-satisfacción: «Beim letzten Bissen fängt schon die Verdauung an». Sin embargo, en la enorme literatura postmarxista sobre el problema de la labor, el único autor que pone de relieve y teoriza sobre este aspecto muy elemental de la actividad laborante es Pierre Naville, cuya La vie de travail et ses problémes (1954) es una de las más interesantes y quizá más originales aportaciones de última hora. Al exponer los rasgos particulares del trabajo cotidiano, diferenciado de otra medida del tiempo laboral, dice lo siguiente: «Le trait principal est son caractère cyclique ou rythrnique. Ce caractère est lié à la fois a l’esprit naturel et cosmologique de la journée… et au caractère des fonctions physiologiques de l’étre humain, qu’il a en commun avec les espèces animales supérieures… Il est évidem que le travail devait être de prime abord lié à des rythmes et fonctions naturels». De ahí deriva el carácter cíclico en el gasto y reproducción de la fuerza de la labor, que determina la unidad de tiempo del trabajo cotidiano. La más importante percepción de Naville es que el carácter temporal de la vida humana, en cuanto no es meramente parte de la vida de la especie, se halla en total contraste con el cíclico carácter temporal del trabajo cotidiano: «Les limites naturelles supérieures de la vie… ne sont pas díctées, comme celle de la journée, par la nécessité et la possibílité de se reproduire, mais au contraire, par l’impossibilité de se renouveler, sinon a l’échelle de l’espéce. Le cycle s’accomplit en une fois, et ne se renouvelle pas» (págs. 19-24). <<
[143] Capital (Modern Library ed)., pág. 201. Esta fórmula es frecuente en la obra de Marx y siempre está repetida casi verbaim: labor es la eterna necesidad natural para realizar el metabolismo entre el hombre y la naturaleza. (Véase, por ejemplo, Das Kapital, vol. I, parte 1, cap. 1, sec. 2; y parte 3, cap. 5. La traducción inglesa modelo, Modero Library ed., págs. 50 y 205, no acierta a dar la precisión de Marx). Casi la misma formulación la encontramos en Das Kapital, vol. III, pág. 872. Sin duda, cuando Marx habla tan a menudo del «proceso de la vida de la sociedad» no está pensando en metáforas. <<
[144] Marx llamó «consumo productivo» a la labor (Capital, Modern Library ed., pág. 204) y nunca perdió de vista que era una condición fisiológica. <<
[145] Toda la teoría de Marx gira alrededor de la intuición primera, es decir, que ante todo el trabajador reproduce su propia vida al producir sus medios de subsistencia. En sus primeros escritos pensé, «que los hombres comienzan a diferenciarse de los animales cuando empiezan a producir sus medios de subsistencia» (Deutsche Ideologie, pág. 10). En efecto, tal es el contenido mismo de la definición de hombre como animal laborans. Lo más digno de observarse es que en otros pasajes Marx no está satisfecho con esta definición, ya que, a su juicio, no distingue lo bastante claramente al hombre de los animales. «Una araña conduce las operaciones de manera semejante a una tejedora, y una abeja pone en entredicho en la construcción de sus celdas a más de un arquitecto. Pero lo que diferencia al peor arquitecto de la mejor abeja es que éste levanta imaginativamente la estructura antes de erigirla en la realidad. Al final de todo proceso laboral obtenernos un resultado que ya existía en la imaginación del laborante en su comienzo» (Capital, Modern Library, pág. 198). Es evidente que Marx ya no habla de labor sino de trabajo, que cae fuera de sus intereses; la mejor prueba de eso estriba en que el elemento aparentemente muy importante de «imaginación» no desempeña papel alguno en su teoría de la labor. En el tercer volumen de Das Kapital repite que el superávit de labor más allá de sus inmediatas necesidades sirve a la «progresiva extensión del proceso de reproducción» (págs. 278 y 872). A pesar de ocasionales vacilaciones, Marx siguió convencido de que «Milton produjo el Paraíso perdido por la misma razón que un gusano de seda produce seda» (Theories of Surplus Value, Londres 1951, pág. 186). <<
[146] Locke, op. cit., secs. 46, 26 y 27, respectivamente. <<
[147] Ibíd., sec. 34. <<
[148] La expresión es de Karl Dunkmann (Soziologie de Arbeit, 1933, pág. 71), quien observa correctamente que el título de la más importante obra de Marx es inapropiado y que debería haberse titulado System der Arbeit. <<
[149] La curiosa formulación se halla en Thorstein Veblen, The Theory of the Leisure Class, 1917, pág. 44. <<
[150] El término vergegenständlichen no se halla con mucha frecuencia en Marx, aunque siempre en un contexto crucial. Véase Jugendschriften, pág. 88: «Das praktische Erzeugen einer gegenstandlichen Welt, die Bearbeitung der unorganíschen Natur ist die Bewährung des Menschen als eines bewussten Gattungswesens… [Das Tier] produziert unter der Herrschaft des unmittelbaren Bedürfnisses, wärhrend der Mensch selbst freí vom physischen Bedürfnis produziert und erst wahrhaft produziert in der Freiheit von demselben». Aquí, como en el párrafo de El capital citado en la nota 36, Marx introduce un concepto de labor por completo diferente, es decir, habla de trabajo y fabricación. La misma reificación se menciona en Das Kapital (vol. I, parte 3, cap. 5), aunque de manera algo equívoca: «[Die Arbeit] ist vergegenständlicht und der Gegenstand ist verarbeitet». El juego de palabras con el término Gegenstand oscurece lo que ocurre realmente en el proceso: por medio de la reificación, se ha producido una nueva cosa, pero el «objeto» que este proceso transformó en cosa es, desde el punto de vista del proceso, sólo material y no una cosa. (La traducción inglesa —Modern Library ed., pág. 201— pierde el significado del texto alemán y por lo tanto escapa del equívoco). <<
[151] Se trata de una formulación repetida en las obras de Marx. Véase, por ejemplo, Das Kapital (Modern Library ed)., vol. I, pág. 50, y vol. III, págs. 873-874. <<
[152] «Des Prozess erlischt im Produkt» (Das Kapital, vol. I, parte III, cap. 5). <<
[153] Adam Smith, op. cit., vol. I. pág. 295. <<
[154] Locke, op. cit., sec. 40. <<
[155] Adam Smith, op. cit., vol. I, pág. 294. <<
[156] Op. cit., secs. 46 y 47. <<
[157] L’ètre et le travail (1949), de Jules Vuillemin, es un buen ejemplo de lo que ocurre si uno intenta resolver los equívocos y contradicciones centrales del pensamiento de Marx. Esto sólo es posible si uno abandona por entero la prueba fenomenal y comienza a tratar los conceptos de Marx como si constituyeran por sí mismos un complicado rompecabezas de abstracciones. Así, la labor «surge aparentemente de la necesidad», pero «realmente realiza el trabajo de la libertad y afirma nuestra fuerza»; en la labor, la «necesidad expresa [para el hombre] una libertad oculta» (págs. 15 y 16). Contra estos intentos de adulterada vulgarización, cabe recordar la soberana actitud de Marx con respecto a su obra, según relata Kautsky en la siguiente anécdota: Kautsky le preguntó a Marx en 1881 si no pensaba en la edición de sus obras completas, a lo que éste contestó: «Primero hay que escribir esas obras» (Kautsky, Aus der Frühzeit des Marxismus, 1935, pág. 53). <<
[158] Das Kapital, vol. III. pág. 873. En la Deutsche Ideologie, Marx afirma que «die kommunistische Revolution… die Arbeit beseítigt» (pág. 59), tras haber afirmado poco antes (pág. 10) que sólo mediante la labor se diferencia el hombre de los animales. <<
[159] La formulación es de Edmund Wilson en To the Finland Statian (Anchor ed., 1953), pero esta crítica es familiar en la literatura marxista. <<
[160] Véase cap. VI, sec. 42 de este libro. <<
[161] Deutsche Ideologie, pág. 17. <<
[162] En ninguna parte del Antiguo Testamento figura la muerte como «salario del pecado». Ni la maldición que expulsó al hombre del Paraíso le castiga con el trabajo y el nacimiento; únicamente hizo más dura la labor y penoso el nacimiento. Según el Génesis, el hombre (adam) fue creado para que cuidara el suelo (adamah), como su nombre, forma masculina de «suelo», índica (véase Gén. u. 5.15). «Y Adam no tenía que cultivar adamah… y Él, Dios, creó a Adán del polvo de adamah… Él. Dios, tomó a Adán y le puso en el jardín del Edén para que lo cultivase y guardase» (sigo la traducción de Martín Buber y Franz Rosenzweig, Die Schrift, Berlín, sin fecha). La palabra que indica «cultivar», que más tarde se convirtió en la que indicaba laborar en hebreo, leawad, tiene el sentido de «servir». La maldición (m. 17-19) no menciona esta palabra, pero el significado es claro: «el servicio para el que fue creado el hombre se convirtió en servidumbre». El corriente y popular malentendido de la maldición se debe a una inconsciente interpretación del Antiguo Testamento a la luz del pensamiento griego. Dicho malentendido suelen evitarlo los escritores católicos. Véase, por ejemplo, Jacques Leclercq, «Travail. Propríété», en Leçons de droit naturel, 1946, vol. IV, parte 2, pág. 31: «La peine du travail est le résultat du péché original… L’homme non déchu eût travaillé dans la joie, mais il eût travaillé»; o J. Chr. Nattermann, Die moderne Arbeit, soziologisch und theologisch betrachtet, 1953, pág. 9. En este contexto resulta interesante comparar la maldición del Antiguo Testamento con la en apariencia similar explicación de la rudeza de la labor en Hesíodo. Éste dice que los dioses, para castigar al hombre, le escondieron la vida (véase n. 8) y tuvo que ir en su busca, mientras que antes sólo tenía que recoger los frutos que la tierra le proporcionaba en campos y árboles. Aquí la maldición no sólo consiste en la rudeza de la labor, sino en la propia labor. <<
[163] Todos los escritores de la Época Moderna están de acuerdo en que el aspecto «bueno» y «productivo» de la naturaleza humana se refleja en la sociedad, mientras que su lado malo hace necesario el gobierno. Como Thomas Paine escribía: «La sociedad se produce por nuestras necesidades, y el gobierno por nuestra maldad; la primera fomenta de manera positiva nuestra felicidad uniendo nuestros afectos, el segundo lo hace de modo negativo refrenando nuestros defectos… La sociedad es una bendición en cualquier Estado, y el gobierno, incluso en el mejor Estado, es un mal necesario» (Common Sense, 1776). O bien Madison: «Pero ¿qué es el gobierno sino el mayor de todos los reflejos de la naturaleza humana? Si los hombres fueran ángeles, no sería necesario ningún gobierno. Si los ángeles gobernaran a los hombres, no serían necesarios los controles externos ni internos» (The Federalist, Modern Library ed., pág. 337). <<
[164] Por ejemplo, ésta era la opinión de Adam Smith, a quien le indignaba «la pública extravagancia del gobierno»: «la totalidad, o casi la totalidad de la renta pública, se emplea en la mayoría de los países en mantener manos improductivas» (op. cit. vol. I, pág. 306). <<
[165] Es indudable que «antes de 1690 nadie comprendía que un hombre tuviera un derecho natural a la propiedad creada por su labor; después de 1690 la idea se convirtió en axioma de la ciencia social» (Richard Schlatter, Private Property: the History of an Idea, 1951, pág. 156). Los conceptos de la labor y propiedad eran mutuamente exclusivos, mientras que labor y pobreza (ponos y penia, Arbeit y Armut) se relacionaban en el sentido de que la actividad correspondiente a la situación de la pobreza era el laborar. Platón, que sostuvo que los esclavos eran «malos» porque no eran dueños de su propia parte animal, dijo casi lo mismo sobre el estado de pobreza. El pobre «no es dueño de si» (penēs ōn kai heautou mē kratōn, Séptima carta, 351A). Ningún escritor clásico pensó en la labor como posible fuente de riqueza. Según Cicerón —quien probablemente se limita a resumir la opinión de sus contemporáneos—, la propiedad se da por antigua conquista o victoria, o bien por división legal (aut vetere occupatione aut victoria aut lege, De officiis, I. 21) <<
[166] Véase la sec. 8 de este libro. <<
[167] Op. cit., sec. 26. <<
[168] Ibíd., sec. 25. <<
[169] Ibíd., sec. 31. <<
[170] A mi entender, ciertos tipos de suave, aunque frecuente, entrega a la droga, cuya culpa se carga a la propiedad que tiene la droga para crear hábito, quizá puedan deberse al deseo de repetir el experimentado placer de quedar aliviado del dolor, con la intensa sensación de euforia que lleva consigo. La antigüedad conoció muy bien este fenómeno, mientras que en la literatura moderna sólo he encontrado apoyo a mi criterio en Isak Dinesen, «Converse at Night in Copenhagen», en Last Tales, 1957, págs. 338 sigs., donde la autora sitúa el «cese del dolor» entre las «tres clases de felicidad perfecta». Ya Platón argumentaba contra quienes, «una vez libres de dolor, creen firmemente que han alcanzado la meta del… placer» (República, 585A), aunque concede que esos «placeres mezclados» que siguen al dolor son más intensos que los placeres puros, tal como oler un exquisito aroma o contemplar figuras geométricas. Resulta bastante curioso que fueran los hedonistas quienes no quisieran admitir que el placer de librarse del dolor es de mayor intensidad que el «puro placer», para no hablar de la mera ausencia de dolor. Así, Cicerón acusó a Epicuro de haber confundido la simple ausencia de dolor con la liberación de él (véase Brochard, Études de philosophie ancienne et de philosophie moderne, 1912, págs. 252 sigs).. Y Lucrecio exclamó: «¿No ves que la naturaleza sólo clama por dos cosas, un cuerpo libre de dolor y una mente sin preocupación…?» (De rerum natura, trad. inglesa The Nature of the Universe, Penguin, pág. 60). <<
[171] Brochard (op. cit). ofrece un excelente sumario de los filósofos de la tardía antigüedad, en especial de Epicuro. El camino para alcanzar la firme felicidad sensual reside en la capacidad del alma «paca escapar a un mundo más feliz que se crea, de modo que con la ayuda de la imaginación siempre puede persuadir al cuerpo a que experimente el mismo placer que ya ha conocido» (págs. 278 y 294 sigs).. <<
[172] Característica de todas las teorías que argumentan en contra de la capacidad de los sentidos dada por el mundo, es que no reconocen a la vista como el más elevado y noble de los sentidos y la sustituyen por el gusto o el tacto, que son los sentidos más privados, es decir, los pensadores que niegan la realidad del mundo exterior estarían de acuerdo con esta frase de Lucrecio: «Porque el tacto y nada más que el tacto (de todo lo que los hombres llaman sagrado) es la esencia de todas nuestras sensaciones corporales» (op. cit., pág. 72). Sin embargo, esto no es bastante; el tacto o el gusto en un cuerpo no irritado aún dan demasiada realidad del mundo: cuando como un plato de fresas, experimento el gusto de las fresas y no el gusto mismo, o, para tomar un ejemplo de Galileo, cuando «paso la mano, primero sobre una estatua de mármol, luego sobre un hombre vivo», siento el mármol y el cuerpo vivo, y no mi propia mano. Por lo tanto, Galileo, cuando desea demostrar que las cualidades secundarias, tales como colores, gustos, olores, «no son más que simples nombres (que tienen] su residencia solamente en el cuerpo sensitivo», tiene que abandonar su ejemplo e introducir la sensación que produce el cosquilleo de una pluma de ave, con lo que concluye así: «Creo firmemente que estas varías cualidades que se atribuyen a los cuerpos naturales, tales como olores, sabores, colores y demás, están poseídas de una existencia similar y no mayor», «Il saggiatore», en Opere, vol. IV, págs. 333 sigs.; cita sacada de la traducción de E. A. Burtt, Metaphysical Foundations of Modern Science, 1932.
Este argumento sólo puede basarse en las experiencias sensoriales en que el cuerpo se vuelve sobre sí mismo y, por lo tanto, cabe decir que arrojado del mundo en que normalmente se mueve. Cuanto más fuerte es la sensación corporal interna, más verosímil parece el argumento. Descartes, situado en la misma línea, dice así: «El simple movimiento de una espada que corta una porción de nuestra piel produce dolor, pero no por eso nos hace conocer el movimiento o la figura de la espada. Y es cierto que esta sensación de dolor no es menos diferente del movimiento que la produce… que es la sensación que tenemos de color, sonido, olor o gusto» (Principios, parte 4; traducción inglesa de Haldane y Ross, Philosophical Works, 1911). <<
[173] Esta relación fue débilmente captada por los discípulos de Bergson en Francia (véase en especial Édouard Berth, Les méfaits des irztellectuells, 1914, cap. 1, y Georges Sorel, D’Aristote á. Marx, 1935). A la misma escuela pertenece la obra del erudito italiano Adriano Tilgher (op. cit)., quien acentúa la idea de que la labor es el centro y constituye la clave para el nuevo concepto e imagen de la vida (ed. inglesa, pág. SS). La escuela de Bergson, al igual que su maestro, idealiza la labor al equipararla con el trabajo y la fabricación. No obstante, la similitud entre el motor de la vida biológica y el élan vital de Bergson es sorprendente. <<
[174] En una sociedad comunista o socialista, todas las profesiones pasarían a ser hobbies; no habría pintores, sino personas que entre otras cosas dedicarían una parte de su tiempo a pintar; personas que «hacen esto hoy y eso mañana, que cazan por la mañana, van a pescar por la tarde, crían ganado al atardecer, son criticas después de cenar, según lo creen conveniente, sin que por eso se conviertan en cazadores, pescadores, pastores o críticos» (Deutsche Ideologie, págs. 22 y 373). <<
[175] República, 590C. <<
[176] Veblen, op. cit., pág. 33. <<
[177] Séneca, De tranquíllitate anímae, II. 3. <<
[178] Véase el excelente análisis de Winston Ashley, The Theory of Natural Slavery, according to Aristotle and St. Thomas (Disertación, Universidad de Notre Dame 1941, cap. 5), quien adecuadamente pone de relieve lo siguiente: «Por lo tanto, sería perder por completo la argumentación de Aristóteles creer que consideraba a los esclavos como universalmente necesarios sólo como instrumentos productivos. Más bien acentúa su necesidad para el consumo». <<
[179] Max Weber, «Agrarverhältnisse in Altertum», en Gesammelte Aufsätze zur Sozial und Wirtschaftsgeschichte (1924), pág. 13. <<
[180] Por ejemplo, Herodoto, l. 113: eide te día toutōn, y passim. Una expresión similar se da en Plinio, Naturalis historia, XXIX. 19: alienis pedibus ambulamus; alienis oculis agnoscimus; aliena memoria salutamus; aliena vivimus opera (cita tomada de R. H. Barrów, Slavery in the Roman Empire, 1928, pag. 26). «Andamos con pies ajenos, vislumbramos las cosas con ojos ajenos, saludamos a los demás con memoria ajena, vivimos mediante la labor de los demás». <<
[181] Aristóteles, Política, 1253b30-1254a18. <<
[182] Winston Ashley, op. cit., cap. 5. <<
[183] Véase Viktor von Weizsacker, «Zuro Begriff der Arbeit», en Festschrift für Alfred Weber (1948), pág. 739. El ensayo es digno de señalarse por ciertas observaciones dispersas, si bien en conjunto es inútil, ya que Weizsacker oscurece el concepto de labor con el gratuito supuesto de que el ser humano enfermo tiene que «realizar labor» para ponerse bien. <<
[184] Aunque esta categoría de labor-juego parezca a primera vista tan general como desprovista de significado, es característica en otro aspecto: la verdadera oposición subyacente es la de la necesidad con la libertad, y debe señalarse lo apropiado que resulta para el pensamiento moderno considerar la diversión como fuente de libertad. Aparte de esta generalización, las modernas idealizaciones de la labor pueden incluirse de una manera global en las siguientes categorías: 1). La labor es un medio para alcanzar un fin más elevado. Ésta es la posición católica, que tiene el gran mérito de no escapar por completo de la realidad, de manera que las íntimas relaciones entre labor y vida, así como entre labor y dolor, suelen ser al menos mencionadas. Un destacado representante es Jacques Leclercq de Lovaina, especialmente en su análisis de la labor y de la propiedad en Leçons de droit naturel (1946), vol. IV, parte 2. 2). La labor es un acto de modelado en el que «una determinada estructura se transforma en otra más elevada». Ésta es la tesis básica de la famosa obra de Otto Lipmann, Grundriss der Arbeitswissenschaft (1926). 3). La labor en una sociedad laboral es puro placer o «puede realizarse plenamente de manera tan satisfactoria como las actividades de ocio» (véase Glen W. Cleeton, Making Work Human, 1949). Esta posición es la adoptada hoy en día por Corrado Gini en su Ecconomica Lavorista (1954), quien considera que los Estados Unidos son una «sociedad laborante» (societa lavorista) donde la «labor es un placer y donde los hombres quieren laborar». (Para un resumen de esta opinión, véase Zeitschríft für die gesamte Staatswissenschaft, CIX, 1953; y CX, 1954). Esta teoría es menos nueva de lo que parece. El primero que la formuló fue F. Nitti («Le travail humain et ses lois», Revue Internationale de Sociologie, 1895), quien incluso mantuvo entonces que la «idea de que la labor es dolorosa es un hecho psicológico más que fisiológico», de manera que el dolor desaparecerá en una sociedad en que todos trabajen. 4). Finalmente, la labor es la confirmación del hombre en sí mismo y en contra de la naturaleza, a la que domina mediante la labor. Éste es el supuesto que sustenta —explícita o implícitamente— la nueva tendencia, especialmente francesa, de un humanismo de la labor. Su representante más conocido es Georges Friedmann.
Después de todas estas teorías y discusiones académicas, resulta un alivio enterarse de que si a la mayoría de los trabajadores se les pregunta «¿por qué trabaja el hombre?», contestan simplemente «para poder vivir» o «para ganar dinero» (véase Helmut Schelsky, Arbeiterjugend Gestem und Heute, 1955, cuyos libros están libres de prejuicios e idealizaciones). <<
[185] El papel que desempeña el hobby en la moderna sociedad laboral es sorprendente y puede ser la raíz de la experiencia en las teorías labor-diversión. Lo especialmente notable en este contexto es que Marx, que no tuvo la menor vislumbre de este desarrollo, confiaba que en su utópica sociedad sin labor todas las actividades se realizarían de manera muy semejante a las actividades propias del hobby. <<
[186] República, 346. Por lo tanto, «el arte de la adquisición evita la pobreza, como la medicina evita la enfermedad» (Gorgias, 478). Puesto que el pago de sus servicios era voluntario (Loening, op. cit)., las profesiones liberales debían haber alcanzado una notable perfección en el «arte de hacer dinero». <<
[187] La corriente explicación moderna de esta costumbre que fue característica de toda la antigüedad griega y latina —que su origen ha de buscarse en «la creencia de que el esclavo es incapaz de decir la verdad si no es en el potro de tormento» (Barrow, op. cit., pág. 31)— es absolutamente errónea. Lo cierto es lo contrario, es decir, que nadie puede inventar una mentira bajo tortura: «On croyait recueillir la voix même de la nature dans les cris de la douleur. Plus la douleur pénétrait avant, plus intime et plus vrai sembla être ce témoignage de la chair et du sang» (Wallon, op. cit., vol. I, pág. 325). La psicología antigua conocía mucho mejor que nosotros el elemento de libertad, de libre invención, en contar mentiras. Las «necesidades». de la tortura se suponía que destruían esta libertad y, por lo tanto, no podía aplicarse a los ciudadanos libres. <<
[188] Las palabras griegas más antiguas para designar a los esclavos, douloi y dmóes, significan el enemigo derrotado. Sobre las guerras y la venta de prisioneros de guerra como la fuente principal de la antigua esclavitud, véase W. L. Westennann, «Sklaverei», en Pauly-Wissowa. <<
[189] Hoy día, debido a los progresos en las armas de guerra y destrucción, solemos pasar por alto esta importante tendencia de la Época Moderna. En realidad, el siglo XIX fue uno de los más pacíficos de la historia. <<
[190] Wallon, op. cit., vol. III, pág. 265. Wallon muestra brillantemente que la última generalización estoica, la de que todos los hombres son esclavos, se basa en el desarrollo del Imperio Romano, donde la antigua libertad fue gradualmente abolida por el gobierno imperial, de tal modo que al final nadie era libre y todos tenían su dueño. El punto decisivo fue cuando Calígula, primero, y después Trajano consintieron en que los llamaran dominus, palabra que anteriormente se empleaba para el cabeza de familia. la llamada moralidad esclava de la tardía antigüedad y su supuesto de que no existía verdadera diferencia entre la vida de un esclavo y la de un hombre libre, tenía un fondo muy realista. Ahora el esclavo podía decir a su dueño: nadie es libre, todo el mudo tiene su dueño. Segú Wallon: «Les condamnés aux mines ont pour confréres, a un moindre degré de peine, les condamnés aux moulins, aux boulangeries, aux relais publics, a tout autre travail faisant l’objet d’une corporation particulière» (pág. 216). «C’est le droit de l’esclavage qui gouverne maintenant le citoyen; et nous avons retrouvé toute la législation propre aux esclaves dans les règlements qui concernent sa personne, sa famille ou ses biens» (págs. 219-220). <<
[191] La sociedad sin clases y sin estados de Marx no es utópica. Dejando aparte el hecho de que los progresos modernos tienen una inconfundible tendencia a suprimir las distinciones de clase en la sociedad y a reemplazar el gobierno por esa «administración de cosas» que, según Engels, era la señal distintiva de la sociedad socialista, estos ideales los concibió Marx basándose en la democracia ateniense, con la excepción de que en la sociedad comunista los privilegios de los ciudadanos libres tenían que extenderse a todos. <<
[192] Quizá no sea exagerado decir que La condition ouvrière (1951), de Simone Weil, es el único libro en la enorme literatura sobre la cuestión laboral que trata el problema sin prejuicio ni sentimentalismo. Como lema de su diario, que relata día a día sus experiencias en una fábrica, escogió esta frase de Homero: poll’ aekadzomenē, kraterē d’epikeiset’ anagkē («mucho contra tu propia voluntad, ya que la necesidad pesa más poderosamente sobre ti»), y concluye diciendo que la esperanza de una liberación final con respecto a la labor y a la necesidad es el único elemento utópico del marxismo y, al mismo tiempo, el verdadero motor de todos los movimientos laborales revolucionarios inspirados en el marxismo. Es el «opio del pueblo» que Marx creyó que era la religión. <<
[193] Ni que decir tiene que este ocio no es lo mismo, como mantiene la opinión corriente, que la skholē de la antigüedad, que no era un fenómeno de consumo, «conspicuo» o no, y que no se daba mediante el «tiempo sobrante» ahorrado del laborar, sino que por el contrario era una consciente «abstención» de todas las actividades relacionadas con el simple estar vivo, la actividad consumidora no menos que la laborante. la piedra de toque de esta skholē, a diferencia del ideal moderno de ocio, es la conocida y muy descrita frugalidad de la vida griega en el período clásico. Así, es característico que el comercio marítimo, responsable más que cualquier otra actividad de la riqueza de Atenas, se consideró sospechoso, de tal modo que Platón, siguiendo a Hesíodo, recomendó la fundación de nuevas ciudades-estado lejos del mar. <<
[194] Durante la Edad Media, se calcula que apenas se trabajaba más de la mitad de los días del año. Los días festivos oficiales sumaban 141 (véase Levasseur, op. cit., pág. 329, y Liesse, Le Travail, 1899, pág. 253, en lo que respecta a los días laborables en Francia antes de la Revolución). La monstruosa extensión del día laboral es característica del comienzo de 12. revolución industrial, cuando los trabajadores tuvieron que competir con la introducción de nuevas máquinas. Antes de eso, el día de trabajo comprendía de once a doce horas en Inglaterra durante el siglo XV y diez en el XVII (véase H. Herkner, «Arbeitszeit», en Handworterbuch für die Staatswissenschaft, 1923, vol. I, págs. 889 sigs).. En resumen, «les travailleurs ont connu, pendant la premiére moitié du XIXe siécle. des conditíons d’existence pires que celles subíes auparavant par les plus infortunés» (Édouard Dolléans, Histoire du travail en France, 1953). Se suele sobrevalorar el progreso logrado en nuestro tiempo, ya que lo comparamos con una «época oscura». Por ejemplo, tal vez el promedio de vida de la mayoría de los países altamente civilizados de hoy día corresponda sólo al promedio dado por la antigüedad durante varios siglos. No lo sabemos con seguridad, pero los años de vida que nos dan las biografías de personajes famosos nos invitan a mantener esa suposición. <<
[195] Locke, op. cit., sec. 28. <<
[196] Ibíd., sec. 43. <<
[197] Adam Smith, op. cit., vol. I, pág. 295. <<
[198] La palabra latina faber, probablemente relacionada con facere («hacer algo» en el sentido de producción), designaba originariamente al fabricador y artista que trabajaba el material duro, tal como la piedra o la madera; también se empleó como traducción del griego tektón, que tiene la misma connotación. La palabra fabri. a menudo seguida de tignarii, designa en especial a los trabajadores de la construcción y carpinteros. Me ha sido imposible averiguar cuándo y dónde apareció por primera vez la expresión homo faber, sin duda de origen moderno, postmedieval. Jean Leclercq («Vers la société basée sur le travail», Revue du Travail LI, n. 3, marzo 1950) sugiere que fue Bergson quien «lanzó el concepto de homo faber en la circulación de ideas». <<
[199] Esto queda implicado en el verbo latino obicere, del que nuestra palabra «objeto» es una tardía derivación, y en la palabra alemana que designa objeto, Gegenstand. «Objeto» significa literalmente «algo lanzado» o «puesto contra». <<
[200] Esta interpretación de la creatividad humana es medieval. mientras que la noción del hombre como señor de la Tierra es característica de la Época Moderna. Ambas están en contradicción con el espíritu de la Biblia. Según el Antiguo Testamento, el hombre es el dueño de todas las criaturas vivas (Gén., 1), que fueron creadas para ayudarle (11. 19). Pero en ninguna parte figura que se le haya hecho señor y amo de la Tierra; por el contrario, fue puesto en el jardín del Edén para servirlo y conservarlo (11. 15). Resulta interesante observar que Lutero, rechazando conscientemente el compromiso escolástico con la antigüedad griega y latina, intenta eliminar del trabajo y de la labor humanos todos los elementos de producción y fabricación. Según él, la labor humana es únicamente «búsqueda» de los tesoros que Dios ha puesto en la Tierra. Siguiendo el Antiguo Testamento, acentúa la total dependencia del hombre con respecto a la Tierra, no su dominio: «Sage an, wer legt das Silber und Gold in die Berge, dass man es findet? Wer legt in die Acker solch grosses Gut als heraus wächst…? Tut das Menschen Arbeit? Ja wohl, Arbeit findet es wohl; aber Gott muss es dah1n legen, soll es die Arbeit finden… So finden wir denn, dass alle unsere Arbeit nichts ist denn Gottes Güter finden und aufheben, nichts aber möge machen und erhalten» (Werke, Walch ed., vol. V, 1873). <<
[201] Hendrik de Man, por ejemplo, describe casi exclusivamente las satisfacciones de hacer y laborar bajo el desorientador título siguiente: Der Kampf um die Arbeítsfreude (1927). <<
[202] Yves Simon, Trois leçons sur le travail (París, sin fecha). Este tipo de idealización es frecuente en el pensamiento católico liberal o de izquierda francés. (Véase en especial Jean Lacroix, «La notion du travail», La Víe Intellectuelle, junio 1952, y el dominico M. D. Chenu, «Pour une théologie du travail», Esprit, 1952 y 1955: «Le travailleur travaille pour son reuvre plutôt que pour lui-même: loi de générosité métaphysique, qui définit l’activité laborieuse»). <<
[203] Georges Friedmann (Problemes humains du machinisme índustriel. 1946, pág. 211) relata con qué frecuencia los trabajadores de las grandes fábricas ni siquiera conocen el nombre o la exacta función de la piedra producida por su máquina. <<
[204] El testimonio de Aristóteles de que Platón introdujo el término idea en la terminología filosófica, se encuentra en el primer libro de su Metafísica (987b8). Un excelente relato del uso anterior de la palabra y de la doctrina de Platón se halla en Gerard F. Else, «The Terminology of Ideas», Harvard Studies in Classical Philology, XLVII (1936). Else insiste en que «lo que la doctrina de las ideas fue en su forma completa y final es algo que no podemos saber por los diálogos». Tampoco estamos seguros del origen de la doctrina, aunque en este caso la guía más certera puede ser la misma palabra que Platón introdujo tan sorprendentemente en la terminología filosófica, aunque esa palabra no era corriente en el habla del Ática. Sin duda alguna, las palabras eidos e idea se relacionan con aspectos o formas visibles, en especial de criaturas vivas; esto hace improbable que Platón concibiera la doctrina de las ideas influido por formas geométricas. La tesis de Francis M. Cornford (Plato and Parmenides, Liberal Arts ed., págs. 69-100) en el sentido de que la doctrina es posiblemente de origen socrático, ya que Sócrates intentó definir la justicia en sí misma o el bien en sí mismo al no poderlos percibir con nuestros sentidos, y asimismo pitagórico, ya que la doctrina de la existencia (chórismos) eterna y separada de las ideas entraña «la separada existencia de un alma consciente y conocedora aparte del cuerpo y de los sentidos», me parece muy convincente. Pero mi presentación deja todos estos supuestos en suspenso. Se relaciona simplemente con el tercer libro de la República, donde Platón explica su doctrina tomando el «ejemplo común» de un artesano que hace camas y mesas «de acuerdo con su idea de ellas», y luego añade: «Ésa es nuestrá manera de hablar en éste y similares ejemplos». Sin duda, la misma palabra idea era sugestiva para Platón y quiso que sugiriera al «artesano que hace un lecho o una mesa sin mirar… otro lecho o mesa, mirando a la idea del lecho» (Kurt von Fritz, The Constitution of Athens, 1950, págs. 34-35). No es necesario decir que en ninguna de estas explicaciones se toca la raíz del tema, es decir, la especifica experiencia filosófica subyacente en el concepto de idea, por un lado, y su más asombrosa cualidad, por el otro, o sea, su iluminador poder, su ser to phanotaton o ekphanestaton. <<
[205] A la famosa compilación que Karl Bücher hizo de canciones rítmicas de labor en 1897 (Arbeit und Rhythmus 19246) siguió una voluminosa literatura de naturaleza más científica. Uno de los mejores de estos estudios (Joseph Schopp, Das deutsche Arbeitslied, 1935) recalca que existen sólo canciones de labor, no canciones de trabajo. A menudo se observa el sorprendente parecido entre el ritmo «natural» inherente a toda operación laboral y el de las máquinas, al margen de las repetidas quejas sobre el ritmo «artificial» que imponen las máquinas al laborante. Tales quejas son relativamente raras entre los laborantes, quienes, por el contrario, parecen encontrar el mismo grado de placer en el repetido trabajo de la máquina que en cualquier otra repetida labor (véase. por ejemplo, Georges Friedmann, Où va le travail humain?, 19532, pág. 233, y Hendrik de Man, op. cit., pág. 213). Esto confirma las observaciones que se hicieron en las fábricas de la Ford al comienzo de nuestro siglo. Karl Bücher, que creía que la «labor rítmica es labor altamente espiritual» (vergeistigt), escribió «Aufreibend werden nur solche einförmigen Arbeiten, die sich nicht rhythrnisch gestalten Lassen» (op. cit., pág. 443). Porque si bien la velocidad de trabajo de la máquina es sin duda mucho mayor y repetida que la de la «natural» labor espontánea, el hecho de una realización rítmica como tal hace que la labor de la máquina y la labor preindustrial tengan más en común entre sí que cualquiera de ellas con el trabajo. Hendrik de Man, por ejemplo, sabe bien que «diese von Bücher… gepriesene Welt weniger die des… handwerksmässig schöpferischen Gewerbes als die der eínfachen, sehieren… Arbeítsfron [ist]» (op. cit., pág. 244).
Todas estas teorías son muy discutibles debido a que los propios trabajadores dan una razón diferente por completo a su preferencia por la labor repetida. La prefieren porque es mecánica y no exige atención, de manera que mientras la realizan pueden pensar en otra cosa. (Pueden «geistig wegtreten», como dijeron los trabajadores de Berlín. Véase Thielicke y Pentzlin, Mensch und Arbeit im technischen Zeitalter: Zum Problem der Rationalisierung. 1954, pág. 35 sigs., quienes también informan que, según una investigación del Max Planck Institut für Arbeitspsychologie, alrededor del 90 por ciento de los trabajadores prefieren tareas monótonas). Esta explicación es digna de observarse, ya que coincide con las recomendaciones de los primeros cristianos sobre los méritos de la labor manual, que, al exigir menos atención, probablemente se interfiere menos en la contemplación que otras ocupaciones (véase Étienne Delaruelle, «Le travail dans les règles monastiques occidentales du IVe al IXe siecle», Joumal de Psychologie Norma/e et Pathologique, XLI, n. 1, 1948). <<
[206] Una de las importantes condiciones materiales de la Revolución Industrial fue la extinción de los bosques y el descubrimiento del carbón como sustituto de la madera. La solución que R H. Barrow (en su Slavery in the Roman Empire, 1928) propuso al «famoso misterio que se nos presenta al estudiar la historia económica del mundo antiguo, es decir, que la industria se desarrolló hasta cierto punto, pero dejó de pronto de hacer los progresos que cabía esperar», es muy interesante y más bien convincente en esta cuestión. Sostiene que el único factor que «obstaculizó la aplicación de maquinaria a la industria [fue]… la falta de combustible bueno y barato… que no [estuviera] a mano un abundante suministro de carbón» (pág. 123). <<
[207] John Diebold, Automation: the Advent of the Automatic Factory, 1952, pág. 67. <<
[208] Ibíd., pág. 69. <<
[209] Friedmann, Problèmes humains du machinisme industriel, pág. 168. La conclusión más clara que se obtiene del libro de Diebold es ésta. La cadena de montaje es el resultado «del concepto de fabricación como proceso continuo», y la automatización, cabe añadir, es el resultado de la maquinización de la cadena de montaje. A la liberación de la fuerza de labor humana en la primera etapa de la industrialización, la automatización añade la liberación de la fuerza del cerebro humano, porque las «tareas de dirección y control, ahora humanamente realizadas, las harán las máquinas» (op. cit., pág. 140). Queda liberada la labor, pero no el trabajo. El trabajador o el «artesano pundonoroso», cuyos «valores humanos y psicológicos» (pág. 164) casi todos los autores intentan desesperadamente salvar —y a veces con un grano de involuntaria ironía, como es el caso de Diebold y otros que creen que el trabajo de reparación, que quizá nunca será automático por completo, da el mismo contento que la fabricación y producción de un objeto nuevo—, no pertenece a este campo por la sencilla razón de que fue eliminado de la fábrica mucho antes de que se conociera la automatización. Los trabajadores de una fábrica han sido siempre laborantes, y aunque tengan excelentes razones para justificar su pundonor, éste evidentemente no surge del trabajo que realizan. En lo único que cabe confiar es en que no aceptarán los sustitutos sociales de contento y pundonor en que les ofrecen los teóricos de la labor, que por ahora creen que el interés hacia el trabajo y la satisfacción de la elaboración pueden reemplazarse por las «relaciones humanas» y por el respeto que los trabajadores «se ganan entre sus compañeros» (pág. 164). La automatización debe tener al menos la ventaja de demostrar los absurdos de todos los «humanismos de la labor»; si el significado verbal e histórico de la palabra «humanismo» se tiene en cuenta, la expresión «humanismo de la labor» es claramente una contradicción. (Véase una excelente crítica sobre la boga de las «relaciones humanas» en Daniel Bell, Work and lis Discontents, 1956, cap. 5, y en R. P. Genelli, «Facteur humaín ou facteur social du travail», Revue Française du Travail, VII, n. 1-3, enero-marzo 1952, donde se halla una muy determinada denuncia de la «terrible ilusión» del «júbilo de la labor»). <<
[210] Günther Anders, en un interesante ensayo sobre la bomba atómica (Die Antiquiertheit des Menschen, 1956), argumenta de manera convincente que la palabra «experimento» ya no es aplicable a los experimentos nucleares que implican explosiones de las nuevas bombas. Porque la característica de los experimentos fue que el espacio donde se realizaban estaba estrictamente limitado y aislado del mundo que le rodeaba. Los efectos de dichas bombas son tan enormes que «su laboratorio se ha hecho coextensivo con el globo» (pág. 260). <<
[211] Diebold, op. cit., págs. 59-60. <<
[212] Ibíd., pág. 67. <<
[213] Ibíd., págs. 38-45. <<
[214] Ibíd., págs. 110 y 157. <<
[215] Werner Heisenberg, Das Naturbild der heutigen Physik, 1955, págs. 14-15. <<
[216] Sobre la limitación de la cadena de medios (Zweckprogressus in infinitum) y su inherente destrucción de significado, compárese Nietzsche, afor. 666 en Wille zur Macht. <<
[217] La expresión kantiana es «ein Wohlgefallen ohne alles Interesse» (Kritik der Urteilskraft, Cassirer ed., vol. V, pág. 272). <<
[218] Ibíd., pág. 515. <<
[219] «Der Wasserfall, wie die Erde überhaupt, wie alle Naturkraft hat keínen Wert, weil er keine in íhm vergegenständlichte Arbeit darstellt» (Das Kapital, vol. III, pág. 698, Marx-Engels Gesamtausgabe, Zurich 1933, abt. II). <<
[220] Theaetetus, 152, y Cratylus, 385E. En estos ejemplos, al igual que en otras antiguas citas de la famosa frase, a Protágoras se le cita siempre como sigue: pantōn chrēmatōn metron estin anthrōpos (véase Diels, Fragmente der Vorsokratiket, 19224, frag. B1). La palabra chrēmata no significa «todas las cosas», sino específicamente las cosas usadas, necesarias o poseídas por el hombre. La supuesta frase de Protágoras «el hombre es la medida de todas las cosas» sería el griego anthrōpos metron pantōn, correspondiente por ejemplo a polemos patēr pantōn de Heráclito («la lucha es el padre de todas las cosas»). <<
[221] Leyes, 716D cita textualmente la frase de Protágoras, excepto que en lugar de la palabra «hombre» (anthrōpos) pone el «dios» (ho theos). <<
[222] Capital, Modem Library ed., pág. 358, n. 3. <<
[223] La primera historia medieval, y en particular la historia de los gremios artesanos, ofrece un buen ejemplo de la verdad inherente al antiguo entendimiento de los laborantes como residentes familiares, a diferencia de los artesanos, considerados trabajadores por el pueblo en general. Porque «la aparición [de los gremios] marca la segunda etapa de la historia de la industria, la transición del sistema familiar al artesano o sistema gremial. En el anterior no había clase de artesanos propiamente dicha… ya que todas las necesidades de una familia u otros grupos domésticos… estaban satisfechas con las labores del propio grupo» (W. J. Ashley, An introduction to English Economic History and Theory, 193l, pág. 76). En la Alemania medieval, la palabra Störer es un equivalente exacto de la palabra griega dēmiourgos. «Der griechische dēmiourgo heisst “Störer” er geht beim Volk arbeiten, er geht auf die Stör». Stör significa dēmos («pueblo») (véase Jost Trier, «Arbeit und Gemeinschaft», Studium Generale, III, n. 11, noviembre 1950). <<
[224] Y de un modo más bien enfático añade: «Nadie ha visto a un perro hacer un claro y deliberado intercambio de huesos con otro perro» (Wealth of Nations, Everyman ed., vol. I, pág. 12). <<
[225] E. Levasseur, Hístoire des classes ou.vrières et de l’índustrie en France avant 1789 (1900): «Les mots maître et ouvrier étaient encere pris comme synonymes au XIVe siecle» (pág. 564, n. 2), mientras que «au XVe siecle… la maitrise est devenue un titre auquel iln’est permis à taus d’aspirer» (pág. 572). Originalmente, «le mot ouvrier s’appliquait d’ordinaíre à quiconque ouvrait, faisait ouvrage, maître ou valet» (pág. 309). En los propios talleres y fuera de ellos en la vida social, no existía gran diferencia entre el maestro o propietario del taller y los trabajadores (pág. 313). (Véase también Pierre Brizan, Histoire du travail et des travailleurs, 19264, págs. 39 sigs). <<
[226] Charles R. Walker y Robert H. Guest, The Man on the Assembly Line (1952). pág. 10. La famosa descripción de Adam Smith de este principio en la fabricación de alfileres (op. cit., vol. I. págs. 4 sigs). muestra claramente que al trabajo de la máquina precedió la división de la labor y de ella deriva su principio. <<
[227] Adam Smith, op. cit., vol. II. pág. 241. <<
[228] Esta definición la dio el economista italiano Abbey Galiani. Tomo la cita de Hannah R. Sewall, «The Theory of Value before Adam Smith», Publicacions of the American Economic Association, tercera serie, II. n. 3 (1901), pág. 92. <<
[229] Alfred Marshall, Principles of Economics (1920), vol. I, pág. 8. <<
[230] «Considerations upon the Lowering of Interest and Raising the Value of Money», Collected Works (1801), vol. II, pág. 21. <<
[231] W. J. Ashley (op. cit., pág. 140) observa que «la diferencia fundamental entre el punto de vista medieval y el moderno… es que, para nosotros, el valor es algo enteramente subjetivo; es lo que cada indviduo estima dar por una cosa. Para santo Tomás era algo objetivo». Esto sólo es verdad en cierto grado, ya que «la primera cosa en la que insisten los maestros medievales es en que el valor no está determinado por la intrínseca excelencia de la cosa en sí, puesto que, si así fuera, una mosca sería más valiosa que una perla al ser intrínsecamente más excelente» (George O’Brien, An Essay on Medieval Ecunomic Teaching, 1920, pág. 109). La discrepancia se resuelve si se introduce la distinción de Locke entre «valía» y «valor», llamando a la primera valor naturalis y al segundo pretium y también valor. Claro está que dicha distinción existe en todas partes a excepción de las sociedades más primitivas, pero en la Época Moderna la primera va desapareciendo en favor del segundo. (Para la doctrina medieval, véase también Slater, «Value in Theology and Political Economy», Irish Ecclesiastical Record, septiembre 1901). <<
[232] Locke, Second Treatise of Civil Gavemment, sec. 22. <<
[233] Das Kapital, vol. III, pág. 689 (Marx-Engels Gesamtausgabe, parte II, Zurich 1933). <<
[234] El ejemplo más claro de esta confusión es la teoría de Ricardo del valor, en particular su desesperada creencia en un valor absoluto. (Son excelentes las interpretaciones de Gunnar Myrdal, The Political Element in the Development of Economic Theory, 1953, págs. 66 sigs., y de Walter A. Weisskopf, The Psychology of Economics, 1955, cap. 3). <<
[235] Lo cierto de la observación de Ashley, citada en la nota 231, estriba en el hecho de que la Edad Media no conoció el mercado de cambio, propiamente hablando. Para los maestros medievales, el valor de una cosa estaba determinado por su valía o por las necesidades objetivas de los hombres —como por ejemplo en Buridan: valar rerum aestimatur secundum humanam indigentiam—, y el «precio justo» era normalmente el resultado de la estima común, excepto que, «a causa de los variados y corrompidos deseos del hombre, se hace conveniente que el medio sea fijado de acuerdo con el juicio de algunos hombres sabios» (Gerson, De cantractibus, I. 9, citado por O’Brien, op. cit., págs. 104 sigs).. A falta de un mercado de cambio, era inconcebible que el valor de una cosa consistiera sólo en su relación o proporción con otra cosa. Por lo tanto, la cuestión no es tanto si el valor es objetivo o subjetivo, sino si puede ser absoluto o indica solamente la relación entre cosas. <<
[236] El texto hace referencia a un poema de Rilke sobre el arte que, bajo el titulo de «Magia», describe esta transfiguración. Dice asi: «Aus unbeschreiblicher Verwandlung stammen / solche Gebilde: Fülh! und glaub! / Wir leidens oft: zu Asche werden Flammen, / doch, in der Kunst: zur Flamme wird der Staub. / Hier ist Magie. In das Bereich des Zauoers / scheint das gemeine Wort hinaufgestuft… / und ist doch wirklich wie der Ruf des Taubers, / der nach der unsichtbaren Taube ruft» (en Aus Taschen-Büchern und Merk-Blättern, 1950). <<
[237] La expresión «hacer un poema» o faire des vers para indicar la actividad del poeta ya se relaciona con esta reificación. Lo mismo cabe decir de la palabra alemana dichten, que probablemente procede de la latina dictare: «das ausgesonnene geistig Geschaffene niederschreiben oder zum Niederschreiben vorsagen» (Wörterbuch de Grimm); igualmente sería cierto si la palabra derivara, como se ha sugerido en las Etymologisches Wörterbuch, 1951, de Kluge y Götze, de tichen, antigua palabra pata indicar schaffen, que quizá se relaciona con la latina fingere. En este caso, la actividad poética que produce el poema antes de que sea transcrito también se entiende como «hacer». Así. Demócrito elogia el genio divino de Homero, quien «forjó un cosmos a partir de toda clase de palabras» epeōn Kosmon etektēnato pantoiōn (Diels, op. cit., B21). El mismo énfasis sobre la elaboración de los poetas se halla en la expresión griega que designa el arte de la poesía: tektōnes hymnōn. <<
[238] Esta descripción se halla apoyada por recientes descubrimientos en psicología y biología. que también acentúan la interna afinidad entre discurso y acción, su espontaneidad y finalidad práctica. Véase en especial Arnold Gehlen, Der Mensch: Seine Natur und seine Stellung in der Welt (1955), que ofrece un excelente resumen de los resultados e interpretaciones de la actual investigación científica y contiene gran cantidad de valiosas percepciones. Que Gehlen, al igual que los científicos en cuyos resultados basa sus propias teorías, crea que estas capacidades específicas humanas sean también una «necesidad biológica», es decir, necesarias para un organismo biológicamente débil y mal adecuado como es el del hombre, es otra cuestión que aquí no nos concierne. <<
[239] De civitate Dei, XII. 20. <<
[240] Según san Agustín, los dos eran tan distintos que empleaba la palabra initium para indicar el comienzo del hombre y principium para designar el comienzo del mundo, que es la traducción modelo del primer verso de la Biblia. Como puede verse en De civicate Dei, XI. 32, la palabra principium tenía para san Agustín un significado mucho menos radical; el comienzo del mundo «no significa que nada fuera hecho antes (porque los ángeles existían)», mientras que explícitamente añade en la frase citada con referencia al hombre que nadie existía antes de él. <<
[241] Por esta razón dice Platón que lexis («discurso») se adhiere más estrechamente a la verdad que la praxis. <<
[242] Una fábula (1954) de William Faulkner sobrepasa a casi toda la literatura de la Primera Guerra Mundial en perceptividad y claridad debido a que su héroe es el Soldado Desconocido. <<
[243] Oute legei oute kryptei alla sēmainei (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224, frag. B93). <<
[244] Sócrates empleó la misma palabra que Heráclito, sēmainein («mostrar y dar signos»), para la manifestación de su daimonion (Jenofonte, Memorabilia, I. 1.2, 4). Si hemos de confiar en Jenofonte, Sócrates comparaba su daimonion con los oráculos e insistía en que ambos se usaran sólo para los asuntos humanos, donde nada es cierto, y no para los problemas de las artes y oficios, donde todo se puede predecir (ibíd., 7-9). <<
[245] En la teoría política, el materialismo es al menos tan antiguo como el platónico-aristotélico supuesto de que las comunidades políticas (poleis) —y no sólo la vida familiar o la coexistencia de varias familias (oikiai)— deben su existencia a la necesidad material. (Por lo que respecto a Platón, véase República, 369, donde el origen de la polis se ve en nuestras necesidades y falta de autosuficiencia. En cuanto a Aristóteles, que aquí como en todo está mucho más próximo que Platón a la opinión corriente griega, véase Política, 1252b29: «La polis cobra existencia por el interés de vivir, pero sigue existiendo por el interés de vivir bien»). El concepto aristotélico de sympheron, que más adelante encontramos en la utilitas de Cicerón, ha de entenderse en este contexto. Ambos son precursores de la posterior teoría del interés, plenamente desarrollada por Bodin: como los reyes gobiernan sobre los pueblos, el Interés gobierna sobre los reyes. En el desarrollo moderno, Marx sobresale no debido a su materialismo, sino a que es el único pensador político que fue lo bastante consistente para basar su teoría de interés material en una demostrable actividad materia [humana, en laborar. es decir, en el metabolismo del cuerpo humano con la materia. <<
[246] Leyes, 803 y 644. <<
[247] En Homero, la palabra hērōs tiene ciertamente una connotación de distinción, pero sólo de la que era capaz todo hombre libre. En ningún lugar aparece con el posterior significado de «semi-dios», que quizá procedía de una deificación de los antiguos héroes épicos. <<
[248] Aristóteles ya menciona que se eligió la palabra drama porque los drōntes («las personas actuantes») son imitados (Poética. 1448a28). Del propio tratado se desprende que el modelo de Aristóteles para la «imitación» en arte está tomado del drama, y la generalización del concepto para hacerlo aplicable a todas las artes parece más bien difícil. <<
[249] Por lo tanto, Aristóteles se refiere no a una imitación de la acción (praxis), sino de los agentes (prattontes) (véase Poética, l 448al sigs., 1448b25, 1449b24 sigs).. Sin embargo, no es consecuente con este uso (veá5e 1451a29, 1447a28). El punto decisivo radica en que la tragedia no trata de las cualidades de los hombres, de su poiotēs, sino de todo lo que ocurría con respecto a ellos, a sus acciones, vida y buena o mala fortuna (1450al5-18). El contenido de la tragedia, por lo tanto, no es lo que llamaríamos carácter, sino acción o argumento. <<
[250] Que el coro «imita menos» se menciona en los Problemata aristotélicos (918b28). <<
[251] Ya Platón reprochaba a Pericles que no «mejorara al ciudadano» y que los atenienses eran peores al final de su carrera que antes (Gorgias, 515). <<
[252] La reciente historia política está llena de ejemplos indicativos de que la expresión «material humano» no es una metáfora inofensiva, y lo mismo cabe decir de la multitud de modernos experimentos científicos en ingeniería, bioquímica, cirugía cerebral, etc., que tienden a tratar y cambiar el material humano como si fuera cualquier otra materia. Este enfoque mecanicista es típico de la Época Moderna; la antigüedad, cuando perseguía similares objetivos, se inclinaba a pensar en los hombres como si fueran animales salvajes a los que era preciso domesticar. Lo único posible en ambos casos es malar al hombre, no necesariamente como organismo vivo, sino qua hombre. <<
[253] Con respecto a archein y prattein véase en especial su empleo en Homero (C. Capelle, Wörlerbuch des Homeros und der Homeriden, 1889). <<
[254] Resulta interesante ver que Montesquieu, que no se interesaba por las leyes, sino por las acciones que su espíritu inspira, define las leyes como rapports subsistentes entre diferentes seres (Esprit des lois, libro I, cap. 1; véase libro XXVI, cap. 1). Dicha definición es sorprendente porque las leyes siempre han sido definidas en términos de fronteras y limitaciones. La razón estriba en que Montesquieu se interesaba menos en lo que llamaba la «naturaleza del gobierno» —que fuera república o monarquía, por ejemplo— que en su «principio… por el que se le obliga a actuar… las pasiones humanas que pone en movimiento» (libro III, cap. l). <<
[255] En lo que respecta a esta interpretación de daimōn y eudaimonia, véase Sófocles, Edipo rey, 1186 sigs., en especial estos versos: Tis gar, tis anēr pleon / tas eudaimonias pherei / é tosouton hoson dokein / kai doxant’ apoklinai («Porque qué, qué hombre [puede] soportar más eudaimonia de la que apresa a partir de la aparición y desvía en su aparición»). Contra esta inevitable distorsión el coro afirma su propio conocimiento: estos otros ven, «tienen» el daimōn de Edipo ante sus ojos como ejemplo; la aflicción de los mortales es su ceguera ante su propio daimōn. <<
[256] Aristóteles, Metafísica, 1043a23 sigs. <<
[257] El hecho de que la palabra griega para indicar «cada uno» (hekastos) derive de hekas («a lo lejos») parece señalar lo profundamente enraizado que debe de haber estado este «individualismo». <<
[258] Véase, por ejemplo, Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1141b25. No existe otra diferencia elemental entre Grecia y Roma que sus respectivas actitudes con respecto al territorio y la ley. En Roma, la función de la ciudad y el establecimiento de sus leyes siguió siendo el gran y decisivo acto con el que todos los hechos y logros posteriores tenían que relacionarse para adquirir validez política y legitimación. <<
[259] Véase M. F. Schachermeyr, «La fonnation de la cité Grecque», Diogenes, n. 4 (1953), quien compara el uso griego con el de Babilonia, donde el concepto de «los babilonios» sólo podía expresarse diciendo: el pueblo del territorio de la ciudad de Babilonia. <<
[260] «Porque [los legisladores] sólo actúan como artesanos (cheirotechnoi)» debido a que su acto tiene un fin tangible, un eschaton, que es el decreto aprobado en la asamblea (psēphisma) (Ética a Nicómaco, 1141b29). <<
[261] Ibíd., ll68a13 sigs. <<
[262] 25. Ibíd., 1140. <<
[263] Logōn kai pragmatōn kuinōnein, como dijo Aristóteles (ibíd., 1l26bl2). <<
[264] Tucídides, II. 41. <<
[265] Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1172b36 sigs. <<
[266] La afirmación de Heráclito de que el mundo es uno y común a quienes están despiertos y que quien está dormido se aleja de sí mismo (Diels, op. cit., B89), dice esencialmente lo mismo que la citada observación de Aristóteles. <<
[267] Con palabras de Montesquieu, que ignora la diferencia entre tiranía y despotismo: «Le principe du gouvernement despotique se corrompt sans éesse, parcequ’il est corrompu par sa nature. Les autres gouvernements périssent, parce-que des accidents particuleurs en violent le príncipe: celui-ci périt par son vice intérieur, lorsque quelques causes accidentelles n’ernpéchent point son príncipe de se currompre» (op. cit., libro VIII, cap. 10). <<
[268] El grado en que la glorificación nietzscheana de la voluntad de poder se inspiró en tales experiencias del intelectual moderno cabe conjeturarlo de la siguiente observación: «Denn die Ohnrnacht gegen Menschen, nicht die Ohnmacht gegen die Natur, erzeugt die desperateste Verbitterung gegen das Dasein» (Wille zur Macht, n. 55). <<
[269] En la mencionada frase de la Oración Fúnebre (n. 27), Pericles contrasta deliberadamente la dynamis de la polis con la habilidad en el oficio de los poetas. <<
[270] La razón por la que Aristóteles en su Poética diga que la grandeza (megethos) es un prerrequisito del argumento dramático se debe a que el drama imita a la actuación y ésta se considera como grandeza, por su distinción con respecto a lo común (1450b25). Lo mismo cabe decir de lo hermoso. que reside en la grandeza y en la taxis, el ensamblaje de las partes (1450b34 sigs).. <<
[271] Véase el fragmento B157 de Demócrito en Diels. op. cit. <<
[272] Con respecto al concepto de energeia, véanse Ética a Nicómaco, 1094a1-5; Física, 201b31; Sobre el alma, 417a16, 431a6. Los ejemplos más frecuentemente empleados son la vista y el tañido de flauta. <<
[273] Carece de importancia en nuestro contexto que Aristóteles viera la mayor posibilidad de la «existencia real» no en la acción y el discurso, sino en la contemplación y el pensamiento, en theōria y nous. <<
[274] Los dos conceptos aristotélicos de energeia y entelecheia están estrechamente relacionados (energeia… synteinei pros tēn entelecheian): la plena existencia real (energeia) no efectúa ni produce nada aparte de si misma, y la plena realidad (entelecheia) no tiene otro fin aparte de sí misma (véase Metafísica, 1050a22-35). <<
[275] Ética a Nicómaco, 1097b22. <<
[276] Wealth of Nations, Co. Everyman, vol. II, pág. 295. <<
[277] Éste es un rasgo decisivo del concepto griego de «virtud», aunque quizá no del romano: donde está el aretē, no se da el olvido (véase Aristóteles, Ética a Nicómaco, 1100b 12-17). <<
[278] Éste es el significado de la última frase la cita de Dante que figura al comienzo del presente capítulo; la frase, aunque muy clara y sencilla en el original latino, desafía a su traducción (De monarchia, I. 13). <<
[279] Empleo aquí la maravillosa narración «The Dreamers» de Isak Dinesen, contenida en su libro Seven Gothic Tales, Modern Library ed., esp. págs. 340 y sigs. <<
[280] El texto completo del aforismo de Paul Valéry, del que se han tomado las citas, dice así: «Créateur créé. Qui viem d’achever un long ouvrage le voit fonner enfin un être qu’il n’avait pas voulu, qu’il n’a pa conçu, précisément puisqu’il l’a enfanté, et ressenl cette terrible humiliation de se sentir devenir le fils de son ouvre, de lui emprunter des traits irrecusables, une ressemblance, des manies, une borne, un miroir; et ce qu’il a de pire dans un miroir, s’y voir limité, tel et tel» (Tel que!, vol. II, pág. 149). <<
[281] La soledad del laborante qua laborante suele pasarse por alto en la literatura sobre este tema, ya que las condiciones sociales y la organización de la labor exigen la simultánea presencia de muchos laborantes para cualquier tarea y derribar todas las barreras del aislamiento. Sin embargo, M. Halbwachs (La classe ouvriere er les niveaux de vie, 1913) es consciente de este fenómeno: «L’ouvrier est celui qui dans et par son travail ne se trouve en rapport qu’avet: de la matière, et non avec des hommes», y en esta inherente falta de contacto halla la razón por la que, durante tantos siglos, esta clase fuera marginada de la sociedad (pág. 118). <<
[282] Viktor von Weizsäcker, psiquiatra alemán, describe la relación entre laborantes durante su labor como sigue: «Es ist zunächst bemerkenswen, dass die zwei Arbeiter sich zqsammen verhalten, als ob sie einer wären… Wir haben hier einen Fall von Kollektivbildung vor uns, der in der annähernden Identität oder Einswerdung der zwei Individuen besteht. Man kann auch sagen, dass zwei Personen durch Verschmelzung eine einzige dritte geworden seien; aber die Regeln, nach der diese dritte arbeitet, unterscheiden sich in nichts von der Arbelt einer einzigen Person» («Zum Begriff der Arbeit», en Festschrifr für Alfred Weber, 1948, pags. 739-740). <<
[283] Ésta parece ser la razón por la que etimológicamente «Arbeit und Gemeinschaft für den Menschen älterer geschichtlicher Stufen grosse lnhaltsflächen gemeinsam [haben]». (Con respecto a la relación entre labor y comunidad, véase Jost Trier, «Arbeit und Gemeinschaft», Studium Generale, III, n. 11, noviembre 1950). <<
[284] Véase R. P. Genelli, «Facteur humain ou fucteur social du travail», Revue Française du travail, VII, ns. 1-3 (enero-marzo 1952), quien cree que ha de encontrarse una «nueva solución del problema laboral» que tenga en cuenta la «naturaleza colectiva de la labor» y, por consiguiente, que no se ocupe del individuo laborante, sino de él como miembro de su grupo. Esta «nueva» solución es, claro está, la única que rige en la sociedad moderna. <<
[285] Adam Smith. op. cit., vol. I, pág. 15, y Marx, Das Elend der Philosophie (Stuttgart, 1885), pág. 125: Adam Smith «hat sehr wohl gesehen, dass “in Wirklichkeit die Verschledenheit der natürlichen Anlagen zwischen den Individuen weit geringer ist als wir glauben”… Ursprünglich unterscheidet sich ein Lastträger weniger von einem Philosophen als ein Kettenhund von einem Windhund. Es ist die Arbeitsteilung, welche einen Abgrund zwischen beiden aufgetan hat». Marx usa la expresión «división de la labor» indiscriminadamente para la especialización profesional y para la partición del propio proceso laboral, aunque resulta. claro que aquí significa lo primero. La especialización profesional es una forma de distinción, y el artesano o trabajador profesional, incluso si recibe la ayuda de otros, trabaja esencialmente en aislamiento. Se encuentra con otros qua trabajador sólo cuando llega al intercambio de productos. En la verdadera división laboral, el laborante no puede realizar nada en aislamiento; su esfuerzo es sólo parte y función del esfuerzo de todos los laborantes entre quienes se divide la tarea. Pero estos otros laborantes qua laborantes no son diferentes de él, sino que todos son lo mismo. Así, no es la relativamente reciente división laboral, sino la antigua especialización profesional, la que «abrió la zanja» entre el mozo de cuerda y el filósofo. <<
[286] Alain Touraine, L’évolution du travail ouvrier aux usines Renault (1955), pág. 177. <<
[287] Ética a Nicómaco, 1133a16. <<
[288] El punto fundamental es que las rebeliones y revoluciones modernas piden siempre libertad y justicia para todos, mientras que en la antigüedad «los esclavos nunca exigían la libertad como derecho inalienable de todos los hombres, y jamás hubo un intento para lograr la abolición de la esclavitud como tal mediante una acción combinada» (W. L. Westennann, «Sklaverei», en Pauly-Wissowa, suplem. VI, pág. 981). <<
[289] Es importante tener presente la gran diferencia en sustancia y función política entre el sistema continental de partidos y los sistemas inglés y norteamericano. Un hecho decisivo, aunque poco señalado, en el desarrollo de las revoluciones europeas es que la consigna de los Consejos (soviets. Räte, etc). nunca partió dé los movimientos y partidos que tomaron parte activa en organizarlos, sino que surgió de las rebeliones espontáneas; como tales, los consejos no fueron propiamente entendidos ni particularmente bien recibidos por los ideólogos de los diversos movimientos que querían usar la revolución para imponer al pueblo una forma preconcebida de gobierno. La famosa consigna de la rebelión de Kronstadt, que fue uno de los puntos decisivos de la revolución rusa, era el siguiente: soviets sin comunismo. En ese tiempo, lo anterior implicaba esto: soviets sin partidos.
La tesis que sostiene que los regímenes totalitarios nos confrontan con una nueva forma de gobierno la explico con cierta extensión en mi artículo «Ideology and Terror: A Novel Form of Govemment», Review of Politics (julio 1953). Un análisis más detallado sobre la revolución húngara y el sistema de consejos puede encontrarse en un reciente artículo titulado «Totalitarian imperialism», Journal of Politics (febrero 1958). <<
[290] Una anécdota de la Roma imperial, relatada por Séneca, nos ilustra de lo peligroso que se consideraba la mera aparición en público. En ese tiempo se propuso ante el senado que los esclavos vistieran de la misma forma en público, con el fin de poderlos diferenciar inmediatamente de los ciudadanos libres. La propuesta fue rechazada por creerla demasiado peligrosa, ya que los esclavos podrían reconocerse y comprender su potencial poder. De este hecho los intérpretes modernos han sacado la conclusión de que el número de esclavos debía de ser muy elevado; sin embargo, la conclusión es errónea. Lo que el instinto político de los romanos juzgaba peligroso era la aparición como tal, independientemente del número de personas involucradas (véase Westermann, op. cit., pág. 1000). <<
[291] A. Soboul. «Problèmes de travail en l’an II», Journal de psychologie normale et pathologique, LII. n. 1 (enero-marzo 1955), describe muy bien la primera aparición de los trabajadores en la escena histórica: «Les travailleurs ne sont pas désignés par leur fonction sociale, mais simplement par leur costume. Les ouvriers adoptèrent le panralon boutonné à la veste, et ce costume devint une caractéristique du peuple: des sans-culottes… “en parlant des sans-culottes, déclare Petion à la Convention, le 10 avril 1793, on n’entend pas taus les citoyens, les nobles et les aristocrates exceptés, mais on entend des hommes qui n’ont pas, pour les distinguer de ceux qui ont”». <<
[292] Originalmente, la expresión le peuple, que se hizo corriente a finales del siglo XVIII, designaba solamente a quienes carecían de propiedad. Como ya hemos indicado, tal clase de personas por completo necesitadas no se conoció antes de la Época Moderna. <<
[293] El autor clásico sobre esta materia sigue siendo Adam Smith, para quien la única función legítima de gobierno es «la defensa de los ricos contra los pobres, o la de aquellos que tienen alguna propiedad contra quienes no tienen ninguna» (op. cit., vol. II, págs. 198 sigs.; en lo que respecta a la cita, véase vol. II, pág. 203). <<
[294] Ésta es la interpretación aristotélica de la tiranía en la forma de una democracia (Política, 1292a16 sigs).. La realeza, sin embargo, no entra en las formas tiránicas de gobierno, ni puede definirse como el gobierno de un hombre o monarquía. Si «tiranía» y «monarquia» pueden usarse indistintamente, las palabras «tirano» y basileus (“rey”) se emplean como términos opuestos (véase, por ejemplo, Aristóteles, Ética a Nicómaco 1160b3, y Platón, República, 576D).
En general, la antigüedad alabó el gobierno de un sólo hombre únicamente en asuntos familiares o de guerra, y en textos militares o «económicos» se suele encontrar esta famosa cita de la Iliada: ouk agathon polykoiraniē; heis koiranos estō, heis basileus, «el gobierno de muchos no es bueno; uno debe ser el dueño, uno debe ser el rey» (II. 204). (Aristóteles, que aplica la frase de Homero en su Metafísica, 1076a3 sigs., a la vida política de la comunidad —politeuesthai— en un sentido metafórico, es una excepción. En su Política, 1292a13, donde de nuevo cita la frase de Homero, se declara contrario a que muchos tengan el poder «no como individuos, sino colectivamente», y afirma que esto no es más que una forma disfrazada del gobierno de un solo hombre, o tiranía). Por el contrario, el gobierno de muchos, más adelante llamado polyarkhia, se usa desdeñosamente para indicar confusión de mando en la guerra (véase, por ejemplo, Tucídides, VI. 72; y también Jenofonte, Anábasis, VI. 1.18). <<
[295] Aristóteles, Constitución de Atenas, XVI. 2,7. <<
[296] Véase Fritz Heichelheim, Wirtschaftsgeschichte des Altertums (1938), vol. I, pág. 258. <<
[297] Aristóteles (Constitución de Atenas, xv. 5) toma la frase de Pisístrato. <<
[298] Político, 305. <<
[299] El tema fundamental del Político es que no existe diferencia entre la constitución de una amplia familia y la de la polis (véase 259), de tal manera que la misma ciencia abarca las materias políticas y «económicas» y las de la familia. <<
[300] Particularmente manifiesto en los párrafos del libro quinto de la República, donde Platón sostiene que el temor de cada uno a atacar a su propio hijo, hermano o padre, asentarla la paz general en su utópica república. Debido a la comunidad de mujeres; nadie sabría quiénes eran sus próximos parientes (véase en especial 463C y 465B). <<
[301] República, 443E. <<
[302] La palabra ekphanestaton se halla en el Fedro (250) como la principal cualidad de lo hermoso. En la República (518) se reivindica una cualidad similar para la idea de lo bueno, que denomina phanotaton. Las dos palabras derivan de phainesthai («aparecer» y «brillar») y en ambos casos se emplea el superlativo. Resulta claro que la cualidad de brillantez se aplica mucho más a lo hermoso que a lo bueno. <<
[303] La afirmación de Werner Jaeger (Paideia, 1945, vol. II, 416 n)., «la idea de que hay un supremo arte de medida y de que el conocimiento del filósofo sobre el valor (phronēsis) es la habilidad para medir, se manifiesta en la obra de Platón desde el principio hasta el fin», sólo es cierta en la filosofía política de Platón, donde la idea de lo bueno reemplaza a la idea de lo hermoso. El mito de la caverna, tal como se cuenta en la República, es el núcleo de la filosofía política de Platón, pero la doctrina de las ideas tal como se presenta allí ha de entenderse como su aplicación a la política, no como desarrollo original y puramente filosófico, que no podemos discutir aquí. La caracterización de Jaeger del «conocimiento de valores de filósofos» como phronēsis, indica la naturaleza política y no filosófica de este conocimiento; ya que en Platón y Aristóteles la palabra phronēsis caracteriza a la percepción del estadista en vez de la visión del filósofo. <<
[304] En el Político, donde Platón persigue esta línea de pensamiento, concluye irónicamente de este modo: «En la búsqueda de alguien que fuera tan adecuado para gobernar al hombre como el pastor al rebaño, encontraríamos “un dios en lugar de un hombre mortal”» (275). <<
[305] República, 420. <<
[306] Puede tener interés señalar el siguiente desarrollo en la teoría política de Platón: en la República, su división entre gobernantes y gobernados se guía por la relación entre experto y profano; en el Político se orienta por la relación entre conocer y hacer; y en las Leyes, la ejecución de las leyes inmutables es lo único que le queda al estadista para el funcionamiento de la esfera pública. Lo más sorprendente de este desarrollo es la progresiva reducción de las facultades necesarias para el dominio de la política. <<
[307] La cita está sacada del Capital (Modem Library, pág. 824). Otros párrafos de Marx muestran que no restringe su observación a la manifestación de fuerzas sociales o económicas. Por ejemplo: «En la historia real es notorio que la conquista, esclavitud, robo, asesinato, la violencia en suma, desempeña la parte más importante» (ibíd., 785). <<
[308] Compárese la afirmación de Platón de que el deseo del filósofo de convertirse en gobernante sólo puede surgir del temor a verse gobernado por quienes son peores (República, 347) con la afirmación de san Agustín de que la función del gobierno es capacitar a «los buenos» para vivir más tranquilamente entre «los malos» (Episiolae, 153.6). <<
[309] De una entrevista a Wernher van Braun en el New York Times, 16 de diciembre de 1957. <<
[310] «Man weiss die Herkunft nicht, man weiss die Folgen nicht… (der Wert der Handlung ist] unbekannt», como Nietzsche señaló (Wille zur Macht, n. 291), casi sin darse cuenta de que no era más que el eco de la antigua sospecha del filósofo con respecto a la acción. <<
[311] Esta conclusión «existencialista» se debe mucho menos de lo que parece a una auténtica revisión de los conceptos y modelos tradicionales; en realidad, sigue operando dentro de la tradición y con conceptos tradicionales, si bien con un cierto espíritu de rebelión. El resultado más consistente de esta rebelión es un retorno a los «valores religiosos» que, no obstante, ya no están arraigados en auténticas experiencias religiosas de fe, sino que son, como todos los modernos «valores» espirituales, valores de cambio, obtenidos en este caso por los descartados «valores» de la desesperación. <<
[312] Donde el orgullo humano sigue intacto, se toma la tragedia más que la absurdidad como contraste de la existencia humana. Su mayor representante es Kant, para quien la espontaneidad del actuar, y las concomitantes facultades de la razón práctica, incluyendo la fuerza de juicio, siguen siendo las sobresalientes cualidades del hombre, aunque su acción caiga en el determinismo de las leyes naturales y su juicio no pueda penetrar el secreto de la realidad absoluta (Ding an sich). Kant tuvo el valor de exculpar al hombre de las consecuencias de su acto, insistiendo únicamente en la pureza de sus motivos, y esto le salvaba de perder la fe en el hombre y en su potencial grandeza. <<
[313] Así se afirma enfáticamente en Lc., v. 21-24 (véase Mt., IX. 4-6 o Mc., XII. 7-10), donde Jesús realiza un milagro para demostrar que «el Hijo del hombre tiene poder sobre la Tierra para perdonar los pecados», poniendo el énfasis en «sobre la Tierra». Su insistencia en el «poder para perdonar» asombra al pueblo más aún que la realización de milagros, de manera que «comenzaron los convidados a decir entre si: “¿Quién es éste para perdonar los pecados?”» (Lc., VII. 49). <<
[314] Mt., XVIII. 35; véase Mc., XI. 25. «Cuando os pusiereis en pie para orar, si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados». O: «Porque si vosotros perdonáis a otros sus faltas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial. Pero sí no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt., VI. 14-15). En todos estos ejemplos, el poder de perdonar es fundamentalmente un poder humano: Dios nos perdona «nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestros deudores». <<
[315] Lc, XVII. 3-4. Es importante tener en cuenta que las tres palabras clave del texto —aphienai, metanoein y hamartanein— llevan ciertas connotaciones incluso en el Nuevo Testamento griego que las traducciones no reflejan plenamente. El significado original de aphienai es «despedir» y «exonerar» más que «perdonar»; metanoein significa «cambiar de opinión» y —puesto que también sirve para traducir la palabra hebrea shuv— «volver», «seguir los pasos de uno» en vez de «arrepentimiento», con su psicológico sobretono emocional; lo que se requiere es cambiar de opinión y «no volver a pecar», que es casi lo opuesto a hacer penitencia. Hamartanein, por último, está muy bien traducido por «falta» en cuanto que significa «perder», «fallar y perderse» en lugar de «pecar» (véase Heinrich Ebeling, Griechisch-deutsches Wörterbuch zum Neuen Testamente, 1923). El párrafo que cito de la traducción modelo podrá quedar así: «Si peca contra ti… y… se vuelve: a ti diciendo: “He cambiado de opinión”, le exonerarás». <<
[316] Mt., XVI. 27. <<
[317] Esta interpretación parece justificada por el contexto (Lc., XVII. 1-5): Jesús introduce sus palabras señalando la inevitabilidad de los «escándalos» ,(skandala) que son imperdonables, al menos en la tierra; porque «¡ay de aquel por quien vengan! Mejor le fuera que le atasen al cuello una rueda de molino y le arrojasen al mar», y luego continúa enseñando a perdonar los pecados (hamartanein). <<
[318] El prejuicio corriente de que el amor es tan común como el «romance» puede deberse al hecho de que los primeros que nos lo enseñan son los poetas. Pero éstos nos engañan, ya que son los únicos para quienes el amor no sólo es una experiencia crucial, sino indispensable, que les califica para confundirla con una universal. <<
[319] Esta facultad del amor de crear mundo no es lo mismo que la fertilidad, en la que se basan la mayoría de los mitos de la creación. Por el contrario, la siguiente historia mitológica toma claramente su imaginería de la experiencia del amor: se ve al cielo como gigantesca diosa que sigue inclinada sobre el dios tierra, del que está siendo separada por el dios aire, nacido entre ellos y que ahora eleva a la diosa. Así toma existencia un espacio de mundo compuesto de aire y se inserta entre la tierra y el firmamento. Véase H. A. Frankfort, The lntellectual Adventure of Ancient Man (Chicago 1946), pág. 18, y Mircea Eliade, Traité d’Histoire des Religions (París 1953), pág. 212. <<
[320] Nietzsche vio con inigualada claridad la conexión entre la soberanía humana y la facultad de hacer promesas, que le llevó a una singular percepción sobre la relación entre el orgullo y la conciencia humanos. Por desgracia, ambas percepciones no estaban relacionadas con su principal concepto, la «voluntad de poder», y de ahí que con frecuencia las pasan por alto incluso los estudiosos de Nietzsche. Se encuentran en los dos primeros aforismos del segundo tratado de Zur Genealogie der Moral. <<
[321] Véase las citas dadas en n. 315. El propio Jesús vio la raíz humana de este poder de realizar milagros en la fe, que omitimos de nuestras consideraciones. En nuestro contexto, el único punto que importa es que el poder de realizar milagros no se considera divino: la fe mueve montañas y la fe perdona; el uno no es menos milagro que el otro, y la réplica de los apóstoles cuando Jesús les pidió que perdonaran siete veces en un día fue: «Señor, aumenta nuestra fe». <<
[322] La expresión scienza nuova parece darse por vez primera en la obra de Niccolò Tartaglia, matemático italiano del siglo XVI, quien ideó la nueva ciencia de la balística, cuya paternidad reclamaba debido a ser el primero en aplicar el razonamiento geométrico al movimiento de proyectiles. (Debo esta información al profesor Alexandre Koyré). De mayor pertinencia para nuestro contexto es que Galileo, en su Sidereus nuncius (1610), insiste en la «absoluta novedad» de sus descubrimientos, aunque hay sin duda una gran diferencia entre estas palabras y la pretensión de Hobbes al decir que la filosofía política no era «más antigua que mi libro De cive» (English Works, Molesworth ed., 1839, vol. I, pág. IX) o la convicción de Descartes de que ningún filósofo anterior a él había tenido éxito en la filosofía («Lettre au traducteur pouvant servir de préface», en les principes de la phílosophie). A partir del siglo XVII, la insistencia en la absoluta novedad y en el rechazo de toda la tradición pasó a ser lugar común. Karl Jaspers (Descartes und die Philosophie, 19482, págs. 61 sigs). acentúa la diferencia entre la filosofía del Renacimiento, en la que «Drang nach Geltung der originalen Personlichkeit… das Neusein als Auszeichnung verlangte», y la ciencia moderna, en la que «sich das Wort “neu” als sachliches Wertpraedikat verbreitet». En el mismo contexto muestra la gran diferencia de significado que la pretensión de novedad tiene en la ciencia y en la filosofía. Descartes expuso su filosofía como un científico expone un descubrimiento de la ciencia. Así, escribe como sigue sobre sus considérations: «Je ne mérite point plus de glorie de les avoir trouvées, que ferait un passant d’avoir rencontré par bonheur à ses pieds quelque riche trésor, que la diligence de plusieurs aurait inutilement cherché longtemps auparavant» (La recherche de la vérité, Pléiade ed., pág. 669). <<
[323] Con esto no pretendemos negar la grandeza del descubrimiento de Max Weber sobre el enorme poder que se deriva de una «ultramundanidad» dirigida hacia el mundo (véase «Ética protestante y espíritu del capitalismo», en Religions soziologie, 1920, vol. I). Weber observa ciertos rasgos propios de la ética monástica como predecesores del carácter de la obra protestante, y en efecto cabe ver un primer germen de estas actitudes en la famosa distinción de san Agustín entre uti y frui, entre las cosas de este mundo que uno puede usar pero no disfrutar y las del mundo venidero que pueden disfrutarse por su propio beneficio. El incremento del poder humano sobre las cosas de este mundo surge en ambos casos de la distancia que establece el hombre entre él y el mundo, es decir, de la alienación del mundo. <<
[324] La razón que se da con más frecuencia sobre la sorprendente recuperación de Alemania —que no tuvo que soportar la carga de un presupuesto militar— no es convincente por dos razones: primera, Alemania hubo de pagar durante años los gastos de ocupación, que ascendían a una suma casi igual a la de un presupuesto militar completo, y segunda, en otras economías se considera la producción de material bélico como el factor más importante de la prosperidad de postguerra. Más aún, mi criterio lo confirma también el corriente y asombroso fenómeno de ver la estrecha relación de la prosperidad con la «inútil» producción de medios de destrucción, de bienes fabricados para derrocharlos en destrucción o —y éste es el caso más común— para destruirlos porque pronto se quedan anticuados. <<
[325] Hay varias indicaciones en los escritos del joven Marx reveladoras de que no desconocía por completo las implicaciones de la alienación del mundo en la economía capitalista. Así, en el artículo de 1842 «Debatten über das Holzdiebstahlsgesetz» (véase Marx-Engels Gesamtausgabe, Berlín, 1932, vol. I, parte 1, págs. 266 sigs). critica una ley contra el robo no sólo porque la oposición formal de propietario y ladrón deja fuera de consideración las «necesidades humanas» —el hecho de que el ladrón que usa la madera la necesita con mayor urgencia que el propietario que la vende— y por consiguiente deshumaniza a los hombres al igualar como propietarios de la madera a quien la usa y a quien la vende, sino también porque desposee a la madera de su naturaleza. Una ley que juzgue a los hombres sólo como propietarios, considera a las cosas sólo como uso. Que las cosas quedan desnaturalizadas cuando se usan para el cambio debió de conocerlo Marx a través de Aristóteles, quien señaló que si bien un zapato puede servir para usarlo o para cambiarlo, esto último va en contra de su naturaleza, «ya que el zapato no se hace para que sea objeto de trueque» (Política, 1257a8). (Dicho sea de paso, la influencia de Aristóteles en el estilo del pensamiento de Marx me parece casi tan característico y decisivo como la influencia de la filosofía de Hegel). Sin embargo, estas ocasionales consideraciones desempeñan un papel menor en su obra, que permaneció firmemente enraizada en el extremo subjetivismo de la Época Moderna. En su sociedad ideal, donde los hombres producirán como seres humanos, la alienación del mundo está aún más presente de lo que estaba antes; porque entonces los hombres podrán objetiver (vergegenständlichen) su individualidad, su peculiaridad, confirmar y realizar su verdadero ser: «Unsere produktionen wären ebensoviele Spiegel, woraus unser Wesen sich entgegen leuchtete» («Aus den Exzerptheften», en Gesamtausgabe, 1844-1845, vol. III, parte 1, págs. 546-547). <<
[326] Claro está que esto difiere enormemente de las condiciones actuales, en las que el trabajador obtiene un jornal semanal; resulta probable que en un futuro no muy lejano el salario anual garantizado suprima por completo estas primitivas condiciones. <<
[327] A. N. Whitehead, Science and the Modern World (Pelican ed., 1926), pág. 12. <<
[328] Sigo la excelente exposición sobre la interrelacionada historia del pensamiento filosófico y científico en «la revolución del siglo XVII», recientemente expresada por Alexandre Koyré en su libro From the Closed World to the Infinite Universe (1957), págs. 43 sigs. <<
[329] Véase P. M. Schuhl, Machinisme et philosophíe (1947), págs. 28-29. <<
[330] E. A. Burtt, Metaphysical Foundations of Modern Science, Anchor ed., pág. 38 (véase Koyré, op. cit., pág. 55, quien afirma que la influencia de Bruno se dejó sentir «sólo después de los grandes descubrimientos telescópicos de Galileo»). <<
[331] El primero en afirmar que «el firmamento está quieto y que la Tierra gira en una órbita oblicua, al tiempo que gira también sobre su propio eje» fue Aristarco de Samos en el siglo III antes de J.C., y el primero en concebir una estructura atómica de la materia fue Demócrito de Abdera en el siglo V antes de J.C. Un informe muy instructivo del mundo físico griego desde el punto de vista de la ciencia moderna nos lo proporciona S. Sambursky en su libro The Physical World of the Greeks (1956). <<
[332] Galileo (op. cit). acentúa este punto: «Cualquiera puede saber con la certeza de la percepción de los sentidos que la Luna no está dotada en modo alguno de una superficie suave y pulida, etc». (cita tomada de Koyré, op. cit., pág. 89). <<
[333] Similar posición adoptó el teólogo luterano Osiander de Nuremberg, quien en la introducción a la obra póstuma de Copérnico, Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes (1546), escribió: «Las hipótesis de este libro no son necesariamente verdaderas ni siquiera probables. Sólo una cosa importa. Han de llevar mediante cálculo a resultados que estén de acuerdo con los fenómenos observados». Tomo ambas citas de Philipp Frank, «Philosophical Uses of Science», Bulletín of Atomic Scientists, XIII. n. 4 (abril 1957). <<
[334] Burtt, op. cit., pág. 58. <<
[335] Bertrand Russell, «A Free Man’s Worship», en Mysticism and Logic (1918), pág. 46. <<
[336] Citado por J. W. N. Sullivan, Limitations of Science (Mentor ed)., pág. 141. <<
[337] El físico alemán Werner Heisenberg ha expresado este pensamiento en cierto número de publicaciones recientes. Por ejemplo: «Wenn man versucht, von der Situation in der modernen Naturwissenschaft ausgehend, sich zu den in Bewegung geratenen Fundamenten vorzutasten, so hat man den Eindruck… dass zum erstenmal im Laufe der Geschichte der Mensch auf dieser Erde nur noch sich selbst gegenübersteht… dass wir gewissermassen immer nur uns selbst begegnen» (Das Naturbild der heutigen Physik, 1955, págs. 17-18). El criterio de Heisenberg es que el objeto observado carece de existencia independiente del sujeto observador: «Durch die Art der Beobachtung wird entschieden, welche Züge der Natur bestimmt werden und welche wir durch unsere Beobachtungen verwischen» (Wandlungen in den Grundlagen der Naturwissenschaft, 1949, pág. 67). <<
[338] Whitehead, op. cit., pág. 120. <<
[339] El ensayo de Ernst Cassirer, Einstein’s Theory of Relativíty (Dover Publications, 1953) acentúa mucho esta continuidad entre la ciencia del siglo XX y la de XVII. <<
[340] J. Bronowski, en su artículo «Science and Human Values» señala el gran papel que desempeñó la metáfora en la mente de importantes científicos (véase Nation, 29 de diciembre de 1956). <<
[341] Burtt, op. cit., pág. 44. <<
[342] Ibíd, pág. 106. <<
[343] Estas palabras de Bertrand Russell las cita J. W. N. Sullivan, op. cit., pág. Véase también la distinción que hace Whitehead entre el método científico tradicional de clasificación y el moderno enfoque de medida: el primero persigue realidades objetivas cuyo principio se encuentra en la «alteridad» de la naturaleza; el segundo es subjetivo por entero, independiente de cualidades, y sólo requiere que se den una multitud de objetos. <<
[344] Leibniz, Discours de métaphysique, n. 6. <<
[345] Sigo la presentación dada por Wemer Heisenberg, «Elementarteile der Materie», en Vom Atom zum Weltsystem (1954). <<
[346] Bronowski, op. cit. <<
[347] La fundación y primera historia de la Royal Society es muy sugestiva. En la época de su fundación, los socios tenían que comprometerse a no intervenir en actividades ajenas a las señaladas por el rey a la sociedad, en especial a no intervenir en la lucha política o religiosa. Uno se siente tentado a concluir que el moderno ideal científico de «objetividad» nació allí, lo cual sugeriría que su origen es político y no científico. Más aún, merece señalarse que los científicos creyeron necesario desde un principio organizarse en una sociedad, y el hecho de que el trabajo realizado al margen de ella demostró que estaban en lo cierto. Toda organización, sea de políticos o de científicos que han abjurado de la política, es siempre una institución política; los hombres se organizan para actuar y adquirir poder. Ningún equipo de trabajo científico es pura ciencia, ya sea su objetivo actuar sobre la sociedad y asegurar a sus miembros una cierta posición dentro de ella o —como fue y sigue siendo en gran medida el caso de la investigación organizada en las ciencias naturales— actuar juntos y de acuerdo para conquistar la naturaleza. Como señaló Whitehead, no es «casualidad que una época de ciencia se haya desarrollado en una época de organización». El pensamiento organizado es la base de la acción organizada, y se siente uno tentado a añadir, no porque el pensamiento sea la base de la acción, sino más bien porque la ciencia moderna como «la organización del pensamiento» introdujo un elemento de acción en el pensar. (Véase The Aims of Education, Mentor ed., págs. 106-107). <<
[348] En su excelente interpretación de la filosofía cartesiana, Karl Jaspers insiste en la extraña ineptitud de las ideas «científicas» de Descartes, en su falta de comprensión del espíritu de la ciencia moderna, y en su inclinación a aceptar teorías sin evidencia tangible, lo que ya había sorprendido a Spinoza (op. cit., esp. págs. 50 sigs. y 93 sigs).. <<
[349] Véase Newton, Mathematical Principles of Natural Philosophy, trad. Motte (1803), vol. II, pág. 314. <<
[350] Entre las primeras publicaciones de Kant se encuentran una Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels. <<
[351] Véase la carta de Descartes a Mersenne, de noviembre de 1633. <<
[352] Galileo expresa con estas palabras su admiración por Copérnico y Aristarco, cuya razón «fue capaz… de cometer tal violación de sus sentidos como a pesar de eso hacerse la querida de su credulidad» (Dialogues Concerning the Two Great Systems of the World, trad. Salusbury, 1661, pág. 301). <<
[353] Demócrito, tras afirmar que «en realidad no existe blanco o negro, amargo o dulce», añadía: «Pobre mente, que tomas tus argumentos de los sentidos y luego quieres derrotar a éstos. Tu victoria es tu derrota» (Diels, Fragmente der Vorsokratiker, 19224. frag. B125). <<
[354] Véase Johannes Climacus oder De omnibus dubitandum est, uno de los primeros libros de Kierkegaard y que quizá sigue siendo la interpretación más profunda de la duda cartesiana. En forma de autobiografía espiritual nos cuenta lo mucho que aprendió sobre Descartes a partir de Hegel y cuánto lamentó no haber empezado con las obras de aquél sus estudios filosóficos. Este pequeño tratado, publicado en la edición danesa de sus Obras Completas (Copenhague 1909), vol. IV, se halla en traducción alemana (Darmstadt 1948). <<
[355] La estrecha relación entre la confianza en los sentidos y la confianza en la razón en el concepto tradicional de verdad fue claramente reconocida por Pascal. Según él: «Ces deux príncipes de vérité, la raison et les sens, outre qu’ils manquent chacun de sincérité, s’abusent réciproquement l’unt et l’autre. Les sens abusent la raison par de fausses apparences; et cette même piperie qu’ils apportent á la raison, ils la reçoivent d’elle à leur tour: elle s’en revanche. Les passions de l’âme troublent les sens, et leur font des impressions fausses. Ils mentent et se trompent à l’envi»(Pensées, Pléiade ed., n. 92, 1950, pág. 849). La famosa apuesta de Pascal, es decir, que arriesgaría menos creyendo lo que el cristianismo tiene que enseñar sobre el más allá que descreyéndolo, es suficiente demostración de la interrelación de verdad racional y sensorial con la de revelación divina. Para Pascal, como para Descartes, Dios es un Dieu caché (ibíd., n. 366, pág. 923) que no se revela a sí mismo, pero cuya existencia e incluso bondad es la única hipotética garantía de que la vida humana no es un sueño (la pesadilla cartesiana se repite de nuevo en Pascal, ibíd., n. 380, pág. 928) ni un fraude divino el conocimiento del hombre. <<
[356] Max Weber, que, a pesar de algunos errores de detalle ya corregidos, sigue siendo el único historiador que planteó la cuestión de la Época Moderna con la profundidad y pertinencia que corresponde a su importancia, sabia también que la simple pérdida de fe no cambiaba la estimación del trabajo y de la labor, sino la pérdida de la certitudo salutis, de la certeza de salvación. En nuestro contexto, parecería que esta certeza era la única entre las muchas certezas perdidas al llegar la Época Moderna. <<
[357] La verdad es que resulta sorprendente que ninguna de las religiones principales, a excepción del zoroastrismo, haya incluido al mentir entre los pecados mortales. No sólo no existe mandamiento que diga: «No mentirás» («No levantarás falso testimonio contra tu prójimo» es de diferente materia), sino que parece como si antes de la moralidad puritana nadie considerara la mentira como una grave ofensa. <<
[358] Éste es el punto principal del citado artículo de Bronowski. <<
[359] De una carta de Descartes a Henry More, citada por Koyré, op. cit., pág. 117. <<
[360] En el diálogo La recherche de la vérité par la lumière naturelle, donde Descartes expone sus instituciones fundamentales sin formalidad técnica, la posición central de la duda aún es más evidente que en sus otras obras. Así, Eudoxe, que representa a Descartes, explica: «Vous pouvez douter avec raison de toutes les choses dont la connaissance ne vous vient que par l’office des sens; mais pouvez-vous douter de votre doute et rester incertain si vous doutez ou non?… vous qui doutez vous ètes, et cela est si vrai que vous n’en pouvez douter davantage» (Pléiade ed., pág. 680). <<
[361] «Je doute, done je suis, ou bien ce qui est la même chose: je pense, donc je suis» (ibíd., p. 687). Aunque en Descartes tiene un simple carácter derivativo: «Car s’il est vrai que je doute, comme je n’en puis douter, il est également vrai que je pense; en effet douter est-il autre chose que penser d’une certaine maniere?» (ibíd., pág. 686). La idea guía de esta filosofía no es que ya no podría pensar sin ser, sino que «nous ne sauríons douter sans être, et que cela est la première connaissance certaine qu’on peut acquérir» (Príncipes, Pléiade ed., parte I, sec. 7). Naturalmente, el argumento no es nuevo. Se da, por ejemplo, casi palabra por palabra en De libero arbitrio (cap. 3) de san Agustín, pero sin la implicación de ser la única certeza ante la posibilidad de un Dieu trompeur y, en general, sin ser el fundamento de un sistema filosófico. <<
[362] Que el cogito ergo sum contiene un error lógico, que, como señaló Nietzsche, debería decir: cogito, ergo cogitationes sunt, y que por lo tanto el conocimiento mental expresado en el cogito no demuestra que yo exista, sino solamente que existe la conciencia, es otra cuestión que aquí no nos interesa (véase Nietzsche, Wille zur Macht, n. 484). <<
[363] Esta cualidad de Dios como deus ex machina, como única solución posible a la duda universal, se halla especialmente manifiesta en las Méditations de Descartes. Así, en la tercera meditación, con el fin de eliminar la causa de la duda, dice: «je dois examiner s’il y a un Dieu…; et si je trouve qu’il y en ait un, je dois aussi examiner s’il peut être trompeur: car sans la connaissance de ces deux vérités, je ne vois pas que je puisse jamais être certain d’aucune chose». Y al final de la quinta meditación concluye de esta manera: «Ainsi je reconnais très clairement que la certitude et la vérité de toute science dépend de la seule connaissance du vrai Dieu: en sorte qu’avant que je le connusse je ne pouvais savoir parfaitement aucune autre chose» (Pléiade ed., págs. 177 y 208). <<
[364] A. N. Whitehead, The Concept of Nature, Ann Arbor ed., pág. 32. <<
[365] Ibíd.,pág. 43. Vico fue el primero en comentar y criticar la falta de sentido común en Descartes (véase De nostri temporis studiorum ratione, cap. 3). <<
[366] Esta transformación del sentido común en otro más interior es característica de toda la Época Moderna; en alemán se indica por la diferencia entre la antigua palabra Gemeinsinn y la más reciente expresión gesunder Menschenverstand, que ha reemplazado a aquélla. <<
[367] Este traslado del punto de Arquímedes al propio hombre fue una operación consciente de Descartes: «Car à partir de ce doute universel, comme à partir d’un point fixe et immobile, je me suis propasé de faire dériver la connaissance de Dieu, de vous-mêmes et de toutes les choses qui existent dans le monde», (Recherche de la vérité, pág. 680). <<
[368] Frank, op. cit., define la ciencia por su «tarea de producir deseados y observables fenómenos». <<
[369] La esperanza de Ernst Cassirer de que la «duda se vence al ser exagerada» y que la teoría de la relatividad liberaría a la mente humana de su último «residuo humano», es decir, el antropomorfismo inherente a «la manera de hacer mediciones empíricas de espacio y tiempo» (op. cit., págs. 389 y 382), no se ha cumplido; por el contrario, la duda no de la validez de las afirmaciones científicas, sino de la inteligibilidad de los datos científicos, ha aumentado a lo largo de las últimas décadas. <<
[370] Ibíd., pág. 443. <<
[371] Hennann Mípkowski, «Raum und Zeit», en Lorentz, Einstein, y Minkowski, Das Relativitätsprinzip (1913); cita tomada de Cassirer, op. cit., pág. 419. <<
[372] Y esta duda no se aminora si se le añade otra coincidencia, la existente entre lógica y realidad. Lógicamente, parece evidente que «si los electrones tuvieran que explicar las cualidades sensoriales de la materia pudieran muy bien no poseer dichas cualidades, ya que en ese caso el problema de la causa de esas cualidades se habría alejado un paso más, pero no resuelto». (Heisenberg, Wandlungen in den Grundlagen der Naturwissenschaft, pág. 66). La razón de nuestra suspicacia se debe a que sólo cuando «en el curso del tiempo» se enteraron los científicos de esta lógica necesidad, descubrieron que la «materia» no tenía cualidades y que por lo tanto ya no podía llamarse materia. <<
[373] Con palabras de Erwin Schrödinger: «Como nuestro ojo mental penetra en distancias cada vez más pequeñas y en tiempos cada vez más cortos, hallamos que la naturaleza se comporta de manera tan absolutamente distinta de lo que observamos en los cuerpos visibles y palpables de nuestro contorno, que ningún modelo formado según nuestras experiencias en gran escala puede ser verdadero» (Science and Humanism, 1952, pág. 25). <<
[374] Heisenberg, Wandlungen in den Grundlagen, pág. 64. <<
[375] Este punto está más claro en un párrafo de Planck, citado por Simone Weil en un esclarecedor artículo (publicado bajo el seudónimo de «Emil Novis» y titulado «Réflexions à propos de la théorie des quanta» en Cahiers du Sud, diciembre de 1942), que en traducción francesa dice así: «Le créateur d’une hypothèse dispose de possibilités pratiquement illimitées, il est aussi peu lié par le fonctionnement des organes de ses sens qu’il ne l’est par celui des instruments dont il se sert… On peut même dire qu’il se crée une géométrie à sa fantasie… C’est pourquoi aussi jamais des mesures ne pourront confirmer ni infirmer directement une hypothèse; elles pourront seulemen r en faire ressortir la convenance plus ou moins grande». Simone Weil señala extensamente que algo «infiniment plus précieux» de la ciencia está comprometido en esta crisis, es decir, la noción de verdad; no obstante, deja de ver que la mayor perplejidad en este estado de cosas surge del innegable hecho de que estas hipótesis «funcionan». (Debo el conocimiento de este artículo poco conocido a Beverly Woodward, exalumna mía). <<
[376] Schrödinger, op. cit., pág. 26. <<
[377] Science and the Modern World, pág. 116. <<
[378] En la Séptima carta 341C: rhēton gar oudamōs estin hōs alla mathēmata («porque nunca se expresa con palabras como otras cosas que aprendemos»). <<
[379] Véase en especial Ética a Nicómaco, 1142a25 y sigs. y 1143a36 y sigs. La traducción inglesa corriente falsea el significado al verter logos por «razón» o «argumento». <<
[380] El empleo por Platón de las palabras eidólōn y skia en el relato de la caverna hace que dicho relato parezca una réplica y una inversión de Homero, ya que éstas son las palabras clave de la descripción homérica del Hades en la Odisea. <<
[381] Whitehead, Science and Modern World, págs. 116-117. <<
[382] «Gebet mir Materíe, ich will eine Welt daraus bauen! das ist, gebet mir Materíe, ich will euch zeigen, wie eine Welt daraus entstehen soll» (véase el prólogo de Kant a su Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels). <<
[383] Que la «naturaleza es un proceso», que por lo tanto «el hecho esencial para el conocimiento sensorial es un acontecimiento», que la ciencia natural sólo se ocupa de casos, sucesos o acontecimientos, pero no de cosas, y que «aparte de los sucesos no hay nada» (véase Whitehead, The Concept of Nature, págs. 53, 15 y 66), son algunos de los axiomas de la moderna ciencia natural en todas sus ramas. <<
[384] Vico (op. cit., cap. 4) aclara explícitamente por qué se alejó de la ciencia natural. El conocimiento verdadero de la naturaleza es imposible debido a que no fue el hombre, sino Dios, quien la creó; Dios puede conocer la naturaleza con la misma certeza que el hombre conoce la geometría: Geometrica demonstramus quia facimus; si physica demonstrare possemus, faceremus («Podemos demostrar la geometría porque la hacemos; para demostrar la física tendríamos que hacerla»). Este pequeño tratado, escrito más de quince años antes de la primera edición de la Scienza nuova (1725), es interesante en más de un aspecto. Vico critica todas las ciencias existentes, pero no en provecho de su nueva ciencia de la historia; lo que recomienda es el estudio de la moral y de la ciencia política, que considera indebidamente descuidadas. Debió de haber sido mucho más tarde cuando se le ocurrió la idea de que el hombre hace la historia al igual que Dios hace la naturaleza. Este desarrollo biográfico, aunque absolutamente extraordinario al comienzo del siglo XVIII. pasó a ser norma un siglo después: cada vez que la Época Moderna tuvo motivo para esperar u na nueva filosofía política, obtuvo en su lugar una filosofía de la historia. <<
[385] Introducción de Hobbes a Leviathan. <<
[386] Véase la excelente introducción de Michael Oakeshott a Leviathan (Blackwell’s Political Texts), pág. XIV. <<
[387] Ibíd., pág. XIV. <<
[388] Metafísica, 1025b25 sigs. y 1064a17 sigs. <<
[389] Para Platón, véase Theaetecus, 155: Mala gar philosophou touto to pathos, to thaumazein; ou gar allē archē philosophias ē hautē («Porque el asombro es lo que más sufre el filósofo; porque no hay otro comienzo de la filosofía que éste»).
Aristóteles, que al comienzo de la Metafísica (982b 12 sigs). repite casi textualmente las palabras de Platón —«Porque debido a su asombro los hombres comienzan ahora y comenzaron al principio a filosofar»—. emplea este asombro de modo completamente distinto; a su entender, el verdadero impulso para filosofar radica en el deseo de «escapar de la ignorancia». <<
[390] Hemi Bergsan, Évolution créatrice (1948), pág. 157. Un análisis de la posición de Bergson en la filosofía moderna nos alejaría demasiado del tema. Pero es muy sugestiva su insistencia en la prioridad del homo faber sobre el homo sapiens y en la fabricación como fuente de la inteligencia humana, así como su enfática oposición de la vida con la inteligencia. La filosofía de Bergson pudiera interpretarse fácilmente como el estudio de un caso que nos muestra cómo la primitiva convicción de la Época Moderna con respecto a la relativa superioridad de la fabricación sobre el pensamiento quedó luego reemplazada y aniquilada por su más reciente convicción de una absoluta superioridad de la vida sobre todo lo demás. Debido a que en Bergson todavía se unen estos dos elementos, su influencia fue decisiva en el comienzo de la elaboración de las teorías laborales en Francia. No sólo los primeros trabajos de Édouard Berth y de Georges Sorel, sino también a L’Être et le travail (1949) de Jules Vuillemin, aunque este autor, como casi todos los actuales escritores franceses, piensa primordialmente en términos hegelianos. <<
[391] Bergson, op. cit., pág. 140. <<
[392] Bronowski, op. cit. <<
[393] La fórmula de Jeremy Bentham en AnIlntroduction to the Principies of Morals and Legislation (1789) «se la sugirió Joseph Priestley y se parece mucho a la massima felicità divisa nel maggior numero de Beccaria» (Introducción de Laurence J. Lafleur a la edición Hafner). Según Élie Halévy (The Growth of Philosophic Radicalism, Beacon Press 1955), tanto Beccaria como Bentham se basaron en De l’esprit de Helvétius. <<
[394] Lafleur, op. cit., pág. XI. El propio Bentham expresa en una nota añadida a la última edición de su obra (Hafner ed., pág. 1) su descontento por una filosofía meramente utilitaria: «La palabra utilidad no indica tan claramente las ideas de placer y de dolor como lo hacen las voces felicidad y dicha». Su principal objeción radica en que la utilidad no es mensurable y que por lo tanto no «nos lleva a la consideración del número,» sin el cual resultaría imposible una «formación del modelo de lo cierto y de lo erróneo». Bentham deduce su principio de felicidad del principio de utilidad divorciando el concepto de utilidad de la noción de uso (véase cap. 1, par. 3). Esta separación señala un punto decisivo en la historia del utilitarismo. Porque si bien es cierto que antes de Bentham se había relacionado primordialmente con el ego, fue Bentham quien radicalmente vació la idea de utilidad de toda referencia a un mundo independiente de cosas de uso y transformó así el utilitarismo en un verdadero «egoísmo universalizado» (Halévy). <<
[395] Cita tomada de Halévy, op. cit., pág. 13. <<
[396] Se trata de la primera frase de los Principles of Morals and Legislation. La famosa frase está «copiada casi palabra por palabra de Helvétius» (Halévy, op. cit., pág. 26). Halévy señala atinadamente que «era natural que una idea generalmente aceptada en todas partes tendiera a encontrar expresión en las mismas fórmulas» (pág. 22). Este hecho muestra claramente que los autores aquí tratados no eran filósofos; porque al margen de lo generalmente aceptadas que pudieran ser ciertas ideas durante un determinado periodo, no hay dos filósofos que lleguen a idénticas formulaciones sin copiarse uno del otro. <<
[397] Ibíd., pág. 15. <<
[398] Los representantes más importantes de la filosofía de la vida moderna son Marx, Nietzsche y Bergson, en cuanto que los tres igualan Vida y Ser. Basan esta igualdad en la introspección, y, en efecto, la vida es el único «ser» que el hombre puede conocer mirándose a sí mismo. La diferencia entre estos filósofos y los anteriores de la Época Moderna radica en que para los primeros la vida parece ser más activa y productiva que la conciencia, la cual parece que sigue demasiado estrechamente relacionada con la contemplación y el antiguo ideal de la verdad. Tal vez la mejor definición de esta última etapa de la filosofía moderna sea la de rebelión de los filósofos contra la filosofía, rebelión que, comenzada por Kierkegaard y terminada por el existencialismo, parece a primera vista acentuar la acción en contra de la contemplación. No obstante, un examen más atento nos indica que ninguno de estos filósofos se interesa por la acción como tal. Dejemos aparte a Kierkegaard y a su acción no mundana y dirigida hacia el interior. Nietzsche y Bergson describen la acción con terminología de fabricación —homo faber en lugar de homo sapiens—, al igual que Marx, quien describe la labor en términos de trabajo. Pero el fundamental punto de referencia de los tres no es ni el trabajo, ni la mundanidad, ni la acción; es la vida y la fertilidad de ésta. <<
[399] La frase de Cicerón es la siguiente: Civitatibus autem mors ipsa poena est… debet enim constituta sic esse civitas ut aeterna sit (De re publica, m. 23). Con respecto a la convicción en la antigüedad de que un sólido cuerpo político debe ser inmortal, véase también Platón, Leyes, 713, donde se les dice a los fundadores de una nueva polis que imitan la parte inmortal del hombre (hoson en hēmin athanasias enest). <<
[400] Véase Platón, República, 405C. <<
[401] Por el dominico Bernard Allo, Le travail d’après St. Paul (1914). Entre los defensores del origen cristiano de la moderna glorificación de la labor se encuentran los siguientes: en Francia, Étienne Borne y François Henry, Le travail et l’homme (1937); en Alemania, Karl Müller, Die Arbeit: Nach moral-philosophischen Grundsätzen des heiligen Thomas von Aquino (1912). Más recientemente, Jacques Leclercq de Lovaina, quien ha aportado uno de los trabajos más valiosos e interesantes a la filosofía de la labor en el cuarto libro de sus Leçons de droit naturel, titulado Travail, propriété (1946), ha rectificado esta errónea interpretación de las fuentes cristianas: «Le christianisme n’a pas changé grand’chose à l’estime du travail»; y en la obra de santo Tomás «la notion du travail n’apparait que fort accidentellement» (págs. 61-62). <<
[402] Véase Thess., I. 1v. 9-12 y II, m. 8-12. <<
[403] Summa contra Gentiles, III. 135: Sola enim necessitas victus cogit manibus operari. <<
[404] Summa theologica, II-II. 187. 3, 5. <<
[405] En las reglas monásticas, particularmente en el ora et labora benedictino, se recomienda la labor para luchar contra las tentaciones de un cuerpo perezoso (véase el cap. 48 de la Regla). En la llamada regla de san Agustín (Epistolae, 211), se considera que el trabajo es una ley de la naturaleza, no un castigo por el pecado. San Agustín recomienda el trabajo manual —emplea como sinónimos las palabras opera y labor en oposición a otium— por tres razones: ayuda a luchar contra las tentaciones de la ociosidad, ayuda a que los monasterios cumplan su deber de caridad hacia los pobres, y favorece la contemplación debido a que no distrae indebidamente a la mente como otras ocupaciones, por ejemplo, la compra y venta de artículos. Con respecto al papel del trabajo en los monasterios, compárese Étienne Delaruelle, «Le travail dans les règles monastiques occidentales du IVe au IXe siècles», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1 (1948). Dejando aparte estas consideraciones formales, resulta sumamente característico que los Solitarios de Port-Royal, en su búsqueda de algún instrumento de castigo realmente efectivo, pensaron inmediatamente en el trabajo (véase Lucien Febre, «Travail: Évolution d’un mot et d’une idée», Journal de Psychologie Normale et Pathologique, XLI, n. 1, 1948). <<
[406] Santo Tomás, Summa theologica, II-II. 182. 1, 2. En su insistencia sobre la absoluta superioridad de la vita. contemplativa, santo Tomás muestra una característica diferencia con respecto a san Agustín, quien recomienda la inquisitio aut inventio veritatis: ut in ea quisque proficiat («inquisición o descubrimiento de la verdad con el fin de que alguien pueda aprovecharla») (De civitate Dei, XIX. 19) Pero esta diferencia apenas es algo más que la existente entre un pensador cristiano formado en la filosofía griega y otro cuya formación se debía a la romana. <<
[407] Los evangelios se ocupan de lo perjudicial de las propiedades terrenas, pero no elogian el trabajo ni a los trabajadores (véase en especial Mt., VI. 19-32 y XIX. 21-24; Mc., IV. 19; Lc., VI. 20-34 y XVIII. 22-25; Ac., IV. 32-35). <<
[408] En una carta que escribió Marx a Kugelmann en julio de 1868. <<
[409] Esta inherente mundanidad del artista no cambia si un «arte no objetivo» reemplaza a la representación de las cosas; tomar esta «no-objetividad» por subjetividad, en la que el artista se siente obligado a «expresarse», a manifestar sus sentimientos subjetivos, es propio de los charlatanes, no de los artistas. El artista, sea pintor, escultor, poeta o músico, produce objetos mundanos, y esta reificación nada tiene en común con la muy discutible y, de todos modos, no artística práctica de la expresión. El arte expresionista es una contradicción terminológica, pero no el arte abstracto. <<
HANNAH ARENDT (Linden-Limmer, 14 de octubre de 1906-Nueva York, 4 de diciembre de 1975). Discípula de Heidegger y Husserl, protegida de Karl Jaspers y establecida en Nueva York desde 1941, tras la ocupación alemana de Francia, dividió conscientemente su actividad intelectual entre la filosofía y la teoría política, llegando a adquirir un sólido prestigio tanto en Europa como en América. En 1951 publicó Los orígenes del totalitarismo (Origins of Totalitarianism), quizá su libro más famoso, al que siguieron textos tan fundamentales para el pensamiento contemporáneo como Sobre la revolución (On revolution, 1963), Hombres en tiempos de oscuridad (Men in dark times, 1968), La condición humana (The human condition, 1969), La vida del espíritu (The life of the mind, 1971) o La crisis de la república (Crise of the republic, 1972).
Profesora en las universidades de Berkeley, Princeton, Columbia y Chicago; directora de investigaciones de la Conference on Jewish Relations (1944-1946), y colaboradora de diversas publicaciones periódicas como Review of politics, Jewish Social Studies, Partisan Review y Nation, Hannah Arendt pasó sus últimos años ejerciendo la enseñanza en la New School for Social Research. Murió en 1975.
Título original: The Human Condition
Hannah Arendt, 1958
Traducción: Ramón Gil Novales
AGRADECIMIENTOS
El presente estudio debe su origen a una serie de conferencias dadas bajo el auspicio de la Charles R. Walgreen Foundation en abril de 1956, en la Universidad de Chicago, y con el título de «Vita activa». En la etapa inicial de este trabajo, que se remonta al comienzo de los años cincuenta, obtuve una subvención de la Simon Guggenheim Memorial Foundation, y en la última etapa conté con la inestimable ayuda de una subvención de la Rockefeller Foundation. En el otoño de 1953, el Christian Gauss Seminar in Criticism de la Universidad de Princeton me ofreció la oportunidad de presentar algunas de mis ideas en una serie de conferencias bajo el título de «Karl Marx and the Tradition of Political Thought». Agradezco la paciencia con que se acogieron estos primeros ensayos, actitud que para mí supuso un gran estímulo, así como el animado intercambio de ideas con escritores de aquí y del extranjero, para lo cual el Seminario, único en este aspecto, sirve de tornavoz.
Rose Feitelson, que me ha ayudado desde que comencé a publicar en este país, fue una vez más un extraordinario auxiliar en la preparación del manuscrito. Si tuviera que agradecerle todo lo que ha hecho por mí durante un período de doce años, me sería completamente imposible.
H. A.
INTRODUCCIÓN
HANNAH ARENDT, PENSADORA DEL SIGLO
Algo se mueve alrededor de Hannah Arendt: ¿Qué es? Sobre el papel no debiera sorprender el creciente interés que viene despertando su obra en los últimos tiempos. Poco tiene de extraño que, ante la crisis de la política y de la filosofía de la historia, muchos hayan vuelto su mirada hacia esta pensadora audaz, difícilmente encasillable en ninguna escuela filosófica,[1] pero al mismo tiempo capaz de percibir eso de más valor (la vida, la muerte, el absoluto) que se halla en juego en el corazón de las cuestiones históricas y políticas concretas.[2] Si a ello le unimos la complejidad del personaje mismo —pensadora, mujer, judía…—[3] un inicial cuadro explicativo del fenómeno parece quedar completado.
Pero hay algún que otro dato resistente al esquema. Por ejemplo, el de que la casi totalidad de textos de Hannah Arendt llevaba años publicada. Sin que quepa argumentar, ni remotamente, que hasta hace poco su aportación había pasado desapercibida. Antes bien al contrario, recoger con pretensiones de exhaustividad las referencias de terceros a la obra de Arendt resulta una tarea proteica, prácticamente inabarcable a escala individual.[4] Desde algún otro lugar, por tanto, habrá que dar cuenta de ese plus de actualidad por el que hemos empezado preguntándonos. O quizá la clave esté precisamente en el lugar.
Elisabeth Young-Bruehl[5] ha propuesto leer la entera evolución de su pensamiento utilizando una categoría que la propia Arendt utilizó en uno de sus primeros textos, Rahel Varnhagen: vida de una judía,[6] la categoría de paria. Puede argumentarse, y no sin parte de razón, que con ella Hannah Arendt sólo pretendía dar una concreta respuesta teórica y política al nacionalsocialismo. Pero queda claro desde el mismo texto que el alcance de la categoría es considerablemente mayor («Rabel siempre fue una judía y una paria. El hecho de mantenerse fiel a ambas cosas es lo que le ha dado derecho a ocupar un lugar en la historia de los europeos»). El paria es mucho más que un apátrida, que un desarraigado: es un outsider. La figura completamente opuesta al arribista, al parvenu, quien a su vez no se limita a ser un mero escalador social. Es alguien con una pulsión tan enfermiza por asimilarse al mundo que está dispuesto a negarse a sí mismo con tal de no sentirse separado de él. El que nosotros hoy podamos utilizar la biografía de Rahel Varhagen como una metaTiografia de Hannah Arendt es un dato de partida, no de llegada. La obra, tal vez la más íntima y subjetiva de nuestra autora (allí donde se pregunta, barruntando el horror que se acercaba, «¿cómo es posible vivir en el mundo, amar al prójimo, si el prójimo —o incluso tú mismo— no acepta quien eres?»), constituye una auténtica búsqueda de identidad por persona interpuesta, pero también el inicio de una aventura de pensamiento[7] a la que sólo la muerte de la autora pondrá fin. La veracidad en este caso proporciona, por tanto, una clave sólo parcial del sentido. A partir de un cierto momento, la función teórica de la categoría de paria deviene otra. Perderá parte de su ropaje descriptivo para pasar a designar una perspectiva, un lugar teórico, una mirada que no se incorpora al paisaje (o, wittgensteinianamente, un ojo que no forma parte del mundo), pero constituye —ordena— lo mirado, no únicamente para el conocimiento sino también para la vida. De ahí que se le atribuyan tareas a la figura, que se le asigne la labor de estar alerta ante lo inesperado, la de observar cómo ocurren cosas y sucesos sin apriorismos sobre el curso y la estructura de la historia. La evolución del pensamiento de Hannah Arendt, glosada por Paul Ricoeur como «De la filosofía a lo político»,[8] se deja caracterizar entonces como el tránsito desde su experiencia particular a un discurso general acerca de las condiciones para la acción y acerca de la naturaleza del juicio o, con otras palabras, desde su personal idea de la condición de paria a una teoría de lo público.
El hecho de que Hannah Arendt se viera obligada, por causa de su origen judío, a emigrar a principios de los cuarenta a Estados Unidos —como tantos otros compatriotas suyos, por lo demás— concede a su texto Los orígenes del totalitarismo,[9] qué duda cabe, un especial atractivo. Entre otras cosas, coloca a la autora en la tesitura de medirse con alguna de sus afirmaciones. Por ejemplo, con las que, aproximadamente por las mismas fechas (1948) en que escribía dicho libro, hacía a propósito de los intelectuales: «El anticonformismo social, como tal, ha sido y siempre será el distintivo de los intelectuales; para un intelectual, el anticonformismo es casi la condición sine qua non para su realización».[10] No fue el suyo, definitivamente, el texto esperable desde una simplista perspectiva ad hominem. Hubo quien saludó su publicación, es cierto, como una contribución al discurso de la guerra fría, por aquel entonces característico del antitotalitarismo norteamericano. Y hay que decir que tanto el tono general del libro como su afirmación de que las formas nazi y comunista de gobierno totalitario eran esencialmente las mismas parecían dar la razón a estos intérpretes. Pero el lector perspicaz puede percibir en las preguntas, de inequívocas resonancias kantianas, que se formulan en el texto («¿qué ha sucedido?, ¿por qué sucedió?, ¿cómo ha podido suceder?») el alcance que Hannah Arendt pretende dar a su análisis. Del que se desprenderá que para ella el totalitarismo no es sólo un fenómeno histórico de decisiva importancia sino también una categoría de explicación filosófica.
La idea, mantenida en el libro, de que el totalitarismo no es simplemente el último episodio hasta el momento en la historia de las tiranías sitúa a la autora ante el compromiso teórico de definir la novedad del gobierno totalitario. En principio, dicha novedad podría formularse así: lo específico del totalitarismo viene dado por el protagonismo de las masas, el cual, a su vez, tiene su raíz en una determinada experiencia, característica del mundo contemporáneo. Bajo la propuesta parecen operar, si bien desigualmente, por lo menos dos elementos diferenciales. De un lado, el tema, tan propio de la sociología europea de entreguerras, del surgimiento de lo que se perfila como un nuevo sujeto histórico y de sus relaciones con las élites.[11] De otro, el uso, cuyo origen benjaminiano hará explícito Hannah Arendt en su Introducción a Iluminaciones,[12] del concepto de experiencia para dar cuenta de determinadas dimensiones de la vida colectiva. Para Benjamin, como es sabido, el sentido no puede ser generado por el trabajo, sino a lo sumo sufrir transformaciones dependientes del proceso de trabajo.
Esta autonomización del sentido (y, por tanto, de la interpretación de la experiencia) respecto del proceso productivo, que resultará absolutamente central cuando Arendt plantee el tema de la revolución, desarrolla una particular eficacia en esta obra. Porque uno de los rasgos del totalitarismo[13] es justamente que en él todo se presenta como político: lo jurídico, lo económico, lo científico, lo pedagógico. De este rasgo se sigue en cierto modo un segundo: el totalitarismo aparece como un régimen en el que todas las cosas se tornan públicas. Ambos deben ser entendidos en sentido fuerte, como desarrollo de la novedad enunciada. La experiencia en la que se funda el totalitarismo es la soledad. Soledad es ausencia de identidad, que sólo brota en la relación con los otros, con los demás. El totalitarismo se aplicará sistemáticamente a la destrucción de la vida privada, al desarraigo del hombre respecto al mundo, a la anulación de su sentido de pertenencia al mundo. A la profundización en la experiencia de la soledad.
Se entenderá ahora mejor uno de los reproches mayores que Hannah Arendt le dirige al totalitarismo, a saber, el de ser un individualismo gregario («comprimidos los unos contra los otros, cada uno está absolutamente aislado de todos los demás»). La soledad, que hace referencia a la vida humana en conjunto, encuentra en la vida política totalitaria su complemento obligado en el aislamiento. La crítica del libro va dirigida específicamente contra la pretensión, propia de los movimientos totalitarios, de organizar a las masas. De ahí el matiz que se añade a continuación: «No a las clases, como los antiguos partidos de intereses de las Naciones-Estados continentales; no a los ciudadanos con opiniones acerca de la gobernación de los asuntos públicos y con intereses en éstos, como los partidos de los países anglosajones».[14] Lo que define a las masas es precisamente ese ser puro número, mera agregación de personas incapaces de integrarse en ninguna organización basada en el interés común: «Las masas […] carecen de esa clase específica de diferenciación que se expresa en objetivos limitados y obtenibles».[15]
Se puede analizar el totalitarismo, evidentemente, por otra vía. Enfatizando, por ejemplo, los instrumentos fundamentales de los que se sirve el poder totalitario. Se destaca entonces el terror, la mentira, la identificación de control con seguridad y con falta de novedad, etc. Dimensiones ciertamente reales en una sociedad totalizada,[16] pero que en ningún caso deben dejar sin analizar lo que a Hannah Arendt verdaderamente importa: la lógica profunda del totalitarismo, que permite pensar tales dimensiones como efectos. Cuando se accede a ella, lo que aparece como núcleo básico de su estructura de funcionamiento es el mal radical, un mal sin confines.[17] Que todo puede ser destruido es un ejercicio de demostración de la apuesta básica del totalitarismo: todo es posible. Así debe entenderse el hecho de que el terror del campo de concentración aparezca como arbitrario: cualquier restricción implicaría poner límites al principio fundamental («los hombres normales no saben que todo es posible», David Rousset.[18] El círculo se va estrechando: masas impotentes —porque una de las consecuencias del aislamiento es la incapacidad para actuar (se actúa entre y con los demás) y la falta de poder («el poder persiste mientras los hombres actúan en común; desaparece cuando se dispersan», ha escrito «arendtianamente» Paul Ricoeur[19]— afirmando sin restricciones que todo es posible, masas incapaces de proponerse objetivos obtenibles afirmando que el mundo está en sus manos. La conclusión de Arendt ya no es un juicio de intenciones: «El totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en el que los hombres sean superfluos».[20]
Es por todo ello por lo que no incurre en el error, tranquilizador en el fondo, de considerar el nazismo —y a los nazis, por extensión— como una patología de la historia. Su opinión acerca de Eichmann resulta, a este respecto, absolutamente inequívoca. En 1961 Hannah Arendt recibió de la revista americana The New Yorker el encargo de informar sobre el proceso contra el dirigente nacionalsocialista.[21] Su contacto personal con él no hizo otra cosa que reafirmar sus convicciones: «Me impresionó la manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable —al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado— era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso».[22] Nada hay de sorprendente, ni mucho menos de provocador, en estas afirmaciones, que se limitan a ser mera aplicación de las categorías. Ese hombre del montón es un hombre de la masa, y la característica principal del hombre-masa no es la brutalidad y el atraso, sino su aislamiento y su falta de relaciones sociales. Las mismas categorías que autorizan a Hannah Arendt a aquella otra afirmación, tal vez algo más concluyente: el padre de familia, escribirá, es «el gran criminal de siglo».
Obviamente, todas estas tesis deben ser puestas en conexión con las que, años más tarde, desarrollará en otro de sus textos clásicos: Sobre la revolución.[23] Analiza allí el fenómeno de la revolución a través del análisis de dos de ellas —una buena y otra mala: la americana y la francesa—, en un modo que, según algunos, desliza preferencias ideológicas extradiscursivas,[24] pero semejante apariencia no agota en todo caso el contenido de sus tesis, que se entienden mejor conectándolas con una idea, de raíz aristotélica, tangencialmente mencionada: la institucionalización de la libertad pública no debe quedar lastrada por los conflictos del trabajo social, y las cuestiones políticas no deben mezclarse con las cuestiones socioeconómicas. Es este mismo convencimiento el que opera a la hora de reflexionar sobre el poder. Según Arendt, el fenómeno fundamental del poder no es la instrumentalización de una voluntad ajena para los propios fines, sino la formación de una voluntad común en una comunicación orientada al entendimiento. El poder se deriva básicamente de la capacidad de actuar en común.[25] Esa «opinión en la que muchos se han puesto públicamente de acuerdo» significa poder en la medida en que descansa sobre convicciones, esto es, sobre esa peculiar coacción no coactiva con que se imponen las ideas, y en que se regula mediante un vínculo institucional reconocido. La distancia que separa esto de las formas criticadas de organización de la política es la misma que en el terreno de los conceptos separa el de poder del de violencia.
Así, pues, desde los trabajos posteriores a Los Orígenes… queda descartada una interpretación de la posición de Hannah Arendt que tal vez la exclusiva atención a este libro podía haber propiciado: aquella interpretación según la cual sus análisis implican una defensa a contrario de alguna variante del discurso individualista de tinte liberal-conservador, tal y como tienden a entenderse hoy en día estos términos. Ahora vemos que nada hay de apología del individualismo o de la privacidad en su propuesta. De hecho, critica vehementemente el privatismo instaurado en las sociedades modernas. Aludiendo al mundo griego, la autora de La condición humana ha dejado claro en el texto su modelo:[26] «… La esfera pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran».[27] Hannah Arendt entiende la política en tanto que disciplina que tiene como su telos un fin práctico: la conducción de una vida buena y justa en la polis. Habermas ha sido justo al definirla como una convencida demócrata radical, definición que acaso no entre del todo en conflicto con la que propone su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl, al elogiar la vigorosa imagen de conservadurismo revolucionario ofrecida por nuestra autora.
De cualquier forma, ambas definiciones son sólo acercamientos, intentos de caracterización de un punto de vista que, por definición, se resiste a ser homologado. Arendt era una paria también en materia de pensamiento y nunca quiso abandonar esa condición para convertirse en una parvenue, para reconciliarse finalmente con un mundo que nunca había sentido como propio.[28] Sus textos aludidos proclaman esa extrañeza: en un caso bajo el registro del horror, en el otro bajo el de la decepción. Ni hombres-masa, ni revolucionarios convertidos en parvenus. Ni el espanto ante la insaciable voracidad del mal, ni la tristeza ante una revolución sistemáticamente incapaz de conservar su legado. ¿Hay discurso para este punto de vista? La frágil tesis que sostiene esta introducción es la de que, en efecto, lo hay y que se encuentra precisamente en La condición humana. Porque es precisamente aquí donde se encuentra la clave última que convierte en inteligibles aquellos textos, el espacio teórico donde se hace más visible el entramado de convicciones y apuestas desde el que fueron pensados, el conjunto de argumentos que antes nos permitió afirmar que el totalitarismo es en el fondo una categoría filosófica.[29]
Como el lector puede comprobar, el texto de Arendt[30] se halla dividido en tres partes, Labor, Trabajo y Acción, correspondientes a las tres actividades fundamentales bajo las que se ha dado al hombre la vida en la tierra. Es en la tercera donde más claramente se percibe la diferencia cualitativa que separa al hombre del resto de la naturaleza. Mientras que la labor se refiere a todas aquellas actividades humanas cuyo motivo esencial es atender a las necesidades de la vida (comer, beber, vestirse, dormir…), y el trabajo incluye aquellas otras en las que el hombre utiliza los materiales naturales para producir objetos duraderos, la acción es el momento en el que el hombre desarrolla la capacidad que le es más propia: la capacidad de ser libre.[31] Pero la libertad de Hannah Arendt no es mera capacidad de elección, sino capacidad para trascender lo dado y empezar algo nuevo, y el hombre sólo trasciende enteramente la naturaleza cuando actúa.[32] En el concepto de acción quedan subrayados tres rasgos: el hecho de la pluralidad[33] humana («el hecho de que no un hombre, sino muchos hombres viven sobre la tierra», por decirlo con sus mismas palabras), la naturaleza simbólica de las relaciones humanas y el hecho de la natalidad en tanto que opuesto a la mortalidad. Con otras palabras, la intersubjetividad, el lenguaje y la voluntad libre del agente.
Los dos primeros rasgos dibujan una concepción del hombre rigurosamente incompatible con los totalitarismos. Frente a la ley de la Vida o de la Historia, propia de éstos, Arendt propone como diferencia específica de la condición humana la libre comunicación de proyectos por parte de individuos en un espacio público donde el poder se divide entre iguales. Pero la diferencia específica remite necesariamente al hecho de la natalidad. Ella representa la capacidad de los hombres para empezar algo nuevo, para añadir algo propio al mundo, y ningún totalitarismo puede soportar esto. Morir significa separarse de la comunidad, aislarse, mientras que la natalidad simboliza (y constituye) ese acto inaugural, ese hacer aparecer por primera vez en público:[34] «Los hombres, aunque han de morir, no han nacido para eso sino para comenzar», se lee en este libro. Por eso no hay exageración en la tesis de que la lógica profunda de la sociedad totalitaria es la lógica del campo de concentración.[35] El totalitarismo se aplica con tanta saña a suprimir la individualidad, porque con la pérdida de la individualidad se pierde también toda posible espontaneidad o capacidad para empezar algo nuevo: desaparece cualquier sombra de iniciativa en el mundo. No tiene más secreto la fascinación totalitaria por la muerte. Pero al mundo le es consustancial la novedad. Tiene el anhelo, si no de lo absolutamente otro, por lo menos de lo modestamente otro, de lo posiblemente otro. De lo humanamente otro, en suma.
Si de esta perspectiva pasamos a la de la crítica de las revoluciones, habrá que decir que, por más que Habermas haya mantenido que no ve contradicción entre el enfoque de Hannah Arendt y una teoría crítica de la sociedad, lo cierto es que aquélla ha extraído de su concepto de acción conclusiones directamente enfrentadas al marxismo. Ahora estamos en condiciones de entender que haya considerado dicha doctrina como una teoría del siglo XIX: la obra de Marx era una respuesta revolucionaria a aquella «cuestión social» que con la mejora del nivel de vida en el siglo XX quedó paliada de manera fundamental. Si, a pesar de ello, el pensamiento que se reclamaba de Marx parecía conservar buena parte de su originario impulso emancipatorio era porque cabalgaba a lomos de un malentendido. Algo había avanzado la Escuela de Fráncfort en la clarificación del asunto, es cierto, al denunciar la reificación de la naturaleza como un campo para la explotación humana (si Marx se saliera con la suya, el mundo entero se transformaría en un «taller gigantesco», declaró Adorno). Pero Arendt había apuntado al corazón del problema al criticar la reducción del hombre a un animal laborans, y hay que decir que la distinción entre el hombre como animal laborans y como homo faber planteada en el presente libro (infra, caps. III y IV) la Escuela de Francfort nunca la realizó. Para nuestra autora, la confusión entre techne y praxis que se ha producido en el marxismo, y la identificación consiguiente entre una acción así (mal) entendida y hacer la historia[36] desemboca en una paradójica incapacidad para dar cuenta del devenir de los acontecimientos históricos.
Frente a esto, Arendt confía en que su concepto de acción permita sentar las bases para una nueva idea de la historia. En este punto, la evocación de Benjamin resulta, de nuevo, inevitable.[37] Cómo no recordar el Angelus Novus al leer este pasaje de
«Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad»: «Sólo necesitamos mirar a nuestro alrededor para ver que estamos de pie en medio de una montaña de escombros de aquellos pilares [de las verdades más conocidas]».[38] De Benjamin toma el concepto de la historia como construcción y con él comparte la convicción de que la misión del historiador es hacer saltar por los aires el continuum histórico a fin de conquistar un espacio que le permita construirse un juicio crítico y autónomo. La voladura obliga, por lo pronto, al abandono de una cierta práctica historiográfica. De hecho, Hannah Arendt se mantuvo siempre alejada de la literatura histórica por una razón muy clara: «La literatura histórica […] no es otra cosa, en última instancia, que justificación de lo que sucedió»,[39] o, lo que es lo mismo, historia deformada por la mano de los vencedores.
No hay conocimiento histórico neutro, y eso queda explicitado desde la misn1a cita de Isak Dinesen que sirve de lema para el capítulo sobre la acción: «Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas». Historia para la vida, si se quiere decir así, pero en ningún caso para el consuelo: «Comprender no significa […] negar lo terrible. […] Significa, más bien, analizar y soportar conscientemente la carga que los acontecimientos nos han legado sin, por otra parte, negar su existencia o inclinarse humildemente ante su peso, como si todo aquello que ha sucedido no pudiera haber sucedido de ninguna otra manera»[40] (cursiva, M.C).. Se resisten a aceptar esto último quienes necesitan pensar que todo lo que sucede en la Tierra debe ser comprensible para el hombre. Pero Hannah Arendt no rehúye el choque con la realidad del mundo. Y es que lo que convierte en soportable la noticia de lo sucedido es precisamente el acceso al conocimiento de la auténtica naturaleza de lo real, el descubrimiento de su condición plástica e incompleta.
A estas alturas debiéramos estar en condiciones de anudar los cabos que hasta aquí habían permanecido sueltos. Así, no debiera quedar resquicio alguno para interpretar la propuesta de Arendt en términos de una versión reactualizada de los viejos subjetivismos filosóficos.[41] Es verdad que en este libro se sostiene que es a través de las historias contadas cómo el protagonista de las acciones —quien las realiza— se identifica, se reconoce y recibe lo que se denomina adecuadamente una identidad narrativa. Pero no hay que confundir esto con una especie de soberanía del agente sobre el sentido de su acción. Precisamente la exteriorización —la objetivación lingüística— en el relato viene a probar este carácter de descubrimiento con el que ante el agente aparece el significado de lo realizado por él mismo.[42] Las historias nos revelan un actor, pero no un autor. Aquel significado sólo emerge a la superficie de la narración merced al narrador: «No es el actor sino el narrador quien acepta y ‘hace’ la historia», afirma la autora en este libro.
La identidad obtenida de tal forma por el agente es una identidad frágil, precaria, como corresponde a la naturaleza misma de las cosas.[43] Arendt sabía, al igual que Dinesen, que la mayor trampa en la vida es la propia identidad, y por eso le escribía a Jaspers: «No se fíe usted del narrador, sino de la historia». Y aún así, importa dejar en claro que el relato ni resuelve ningún problema ni domina nada de una vez para siempre. No hay conocimiento histórico neutro, por la misma razón que no existe punto de vista privilegiado. Imposible, por tanto, atribuirle a nuestra autora una concepción continuista de la historia: no en vano ha reiterado, en más de una ocasión, que la historia es un relato que no cesa de comenzar, pero que no termina jamás. Tesis como la de que la historia se vence del lado de la libertad o la de que el hombre hace la historia pueden ser asumidas siempre que se las entienda en clave de contingencia. Se percibe entonces la diferencia entre la perspectiva arendtiana y la de las filosofías de la historia posteriores a Kant,[44] empeñadas en devolvernos un mundo sin pasado.
Para Hannah Arendt, la idea de un proceso unilineal arruina la libertad de acción. No hay ley de la historia que asegure el progreso: este siglo ha proporcionado demasiados ejemplos de que en cualquier momento podemos regresar a la barbarie.
¿Nos aboca esta incertidumbre a una idea de la historia en la que ella misma en cuanto tal aparece como una contingencia desoladora? Sólo parece caber una respuesta: no necesariamente. O en positivo: depende de los propios hombres. Las revoluciones revelan la grandeza de esa posibilidad que reside en la acción. Nada más fuerte y más débil al mismo tiempo que el recién nacido. La natalidad funda simultáneamente la renovación y la contingencia radical. Las revoluciones que se han torcido, las sociedades que no han sabido estar a la altura de sus proyectos, no han incumplido el designio de Hannah Arendt. Lejos de ello, han mostrado el carácter abismático de esta apertura, el riesgo de su propio envite. Los totalitarismos han acosado a las revoluciones como la muerte acosa a la vida. Tal vez sea esto lo que hoy más nos importe retener. Hay revolución allí donde triunfa la acción, en el mismo sentido en que hay totalitarismo allí donde se conculca el derecho humano fundamental: la libertad de acción. No es éste un tiempo de certezas, sino de enigmas o, como decía Tocqueville, «el pasado ya no ilumina el porvenir, el espíritu humano camina entre tinieblas». El pasado, bien pudiéramos decir, parece acordarse de nosotros. Hannah Arendt se anticipó con verdad a nuestra mentira dominante: ninguna acción consigue la meta que se proponía. Pero nunca extrajo de esta convicción conclusiones desoladoras o derrotistas. No dio por muerto lo que no entendía, ni se declaró desencantada ante lo nunca alcanzado. Le alimentaba el orgullo de pensar.
MANUEL CRUZ
Universidad de Barcelona
Barcelona, diciembre de 1992
Werner Sombart – La pasión por el oro y el dinero
Charles Darwin – La expresión de las emociones (3) Sorpresa, asombro, miedo y horror
RAMÓN GÓMEZ DE LA SERNA - El doctor inverosímil (1921)
A los espíritus fervorosos y escogidos de Salvador Bartolozzi, José Bergamín y Rafael Calleja, a quienes primero conté las aventuras de este Doctor, en conmemoración de aquella noche tan nuestra, tan cualquiera, tan imperecedera, llena de prudencia, de comodidad y de distinción, en que aun —momento insuperable— no era pública —momento subsiguiente e insubsanable— la ilusión generosa y arbitraria de esta nueva ciencia.
PRESENTACIÓN
EL acontecimiento es extraordinario. Suponen las experiencias de este doctor joven una nueva y bienhechora ciencia.
El doctor Vivar —apellido bien castizo que oponer al apellido extranjero que es de rigor en todo innovador— vive aquí, al lado vuestro, pared por medio de vosotros, en una calle pacifica y clara, arrinconado, desconocido, en una casa modesta, pero de alegres balcones de ingenuo mirar.
No hay una gran muestra atada al balustre. Sólo se sabe que vive allí el doctor cuando se le trata.
Toda la casa quiere estar muy cerca de la vida y quiere que se la deje observar pasando desapercibida.
Cuando miran los enfermos esta casa, ella influye en sus espíritus, les calma, les hace indudablemente buena impresión. Ya entran un poco curados en casa del doctor, curados por como pone en sus miradas un calmante la casa, sus alrededores, esa cosa de punto final y de limite que tiene y que él ha buscado a propósito.
Al atardecer nos reunimos y nos paseamos por la ciudad buscando los caminos en que la ciudad ni nos atropella ni nos abruma. Muchas veces entramos en un café, porque en los cafés se escabulle y se oculta uno un rato al Destino, injusto y precario que nos persigue en nuestra casa y en la calle. Si hubiese habido en tiempos de Caín un café discreto y disimulado como estos que nosotros escogemos, se hubiese podido ocultar hasta a la mirada de aquel ojo tan implacable.
A través de esa asiduidad con el doctor, durante la que día a día me ha ido contando sus ideas y los casos graves en que ha actuado de salvador, por fuerza le he exigido que me haga una relación sucinta de sus curas para darle a conocer.
—¿Por qué no lo haces tú que has oído mis confidencias —en cada ocasión? —me respondió él al plantearle mi deseo.
—¿Porque —le argüí— yo desfiguraría la sencilla razón en que se basan tus procedimientos, excediéndome como escritor en explicaciones y pinturerías. No sabría resistirme a mezclar elementos novelescos a una cosa tan real y tan sencilla como es tu ciencia. Es necesario que te des a conocer tú mismo. ¿Lo harás?
—Lo haré.
Y lo ha hecho. He aquí, después de esta ligera presentación, el relato emocionante y convincente que ha escrito el desconocido doctor Vivar, en cuya puerta hay cada vez más enfermos, habiendo habido días en que sonaba bajo sus balcones ese murmullo de los teatros cuando el gran pueblo pide que se asome el Rey Católico o el Condestable.
Aunque él espera, y no hace propaganda de sí por ningún medio, parece que es recomendado por devoción por aquellos a quienes curó. A veces parece como si los muertos matados a mano airada por otros médicos le recomendasen desde el otro mundo, dando fe así a los vivos, sugiriéndoles un “¡Ah, si yo le hubiera conocido!”, que les convence y hace que le busquen.
LA REVELACIÓN
CUANDO yo, después de haber concluido mi carrera, pensaba, con una indecisión invencible, a qué especialidad me dedicaría, fui ayudante del protagonista de un suceso extraño, en cuyos momentos trágicos y desazonados tuve la revelación de lo que es mi originalidad.
Yo no acabo de comprender cómo curar a la vida de la muerte si ésta va abrazada a ella de modo indisoluble. Yo no acabo de ver separada la vida de la muerte, y por eso no tomaba ninguna decisión. Veía los detalles de una operación, el modo de calmar, la manera de recetar; sentía que yo podría hacer lo mismo en los mismos casos; pero nada, no veía lo que pudiera ser el golpe de inspiración y la originalidad, la manera radical de corregir la vida.
Aquellos momentos trágicos a que me he referido, y me lo revelaron todo, palpitaron alrededor de un íntimo amigo y condiscípulo, al que se le estaba muriendo su amante Pilar —Pili, según la llamábamos él y yo en la intimidad, como poniendo un beso en el punto de la segunda i, un beso a lo niña que era—. Aquella muchacha…, admirable pasión de mi amigo desde el tercer año de carrera, había sido para mí el primer ejemplo —ese primer ejemplo que asombra tanto— de un amor libre, un amor sin alardes, un amor lleno de seguridad, y de sinceridad, aun dentro de la modestia en que los amores parecen irrealizables.
Estaba muriéndose, porque por los procedimientos corrientes la habían conducido muy razonablemente, mi amigo de acuerdo con algún otro doctor, al momento desesperado del periodo agónico.
—¡Si yo hubiese inventado algo original, quizá la hubiese salvado! —gritaba él aquella noche decisiva.
Nunca he presenciado una disconformidad tan sentida y tan exaltada como la de aquel hombre. Recuerdo aún la fijeza de sus ojos, asomados a un horizonte enigmático, únicos ojos a los que he visto de un modo irresistible no parpadear.
La desusada atención que él ponía fuera de mi alcance, como leyendo un consejo lejano, me dio la sensación del poder extraordinario y llegué a tener fe en que hallaría un medio de salvar a Pilar. De pronto se levantó y me dijo:
—¿Me ayudarías a cometer un acto peligroso, aunque necesario en estos momentos extremos?… Acabo de ver lo que la salvará.
Ante la entereza con que se levantó sobre sí mismo, creciéndose, le contesté que sí.
Sin hablar más se fue un momento a la calle y volvió con dos prestigiosos maestros, a los que hizo certificar que aquella mujer estaba en el período agónico. Aunque muy extrañados por aquella salida, callaron ante la delirante actitud de su compañero, y en su lavatorio de manos, después del reconocimiento, pusieron un gesto de Pilatos.
Pilar parecía haber escuchado el parecer de los doctores y plegar más la boca y estar más desmayada aún al saber que tenía que morir. Ya tenía la amarillez de los muertos de un día, y el ligero bozo hacia sobre su labio una sombra acerba. Las pestañas parecían haberla crecido y daban a su rostro una morenez soñadora, que parecía haber profundizado con exagerados y sabios toques de tocador, abusando del negro lápiz.
Cuando nos hubimos quedado solos, mi amigo preparó una cama como para una operación, quitando las almohadas y extendiendo sobre ella un hule blanco. Se lavó las manos con sublimado y me las hizo lavar a mí. Nos remangamos, desnudando los brazos. Me dio un delantal y se puso él otro. Encendió la lámpara de alcohol, cuya llama misteriosa y como embrujada nunca me ha impresionado tanto, porque en aquella ocasión fue como encendida en vano, como una evocación de los espíritus o del ser poderoso que hacía morir a Pilar, como una lamparilla al Cristo de los incurables. Preparó en una mesa todos los elementos necesarios para una operación. Cambió la bombilla por otra potentísima y la quitó la pantalla de enfermo que dejaba a Pillar en una semioscuridad aliviadora. Nunca he tenido una emoción tan trágica y deslumbradora como la que preparó aquel golpe de luz. La vimos lívida, casi muerta, como no lo sospechábamos, tanto, que nos quedamos atónitos, quietos, inútiles como figuras de piedra de su mausoleo. El, sin embargo, recobró el vértigo y la vehemencia con que estaba cuidando los preparativos de la miisteriosa operación, y me dijo, mientras esterilizaba una de esas anchas lancetas que hacen heridas tan perfectas:
—Voy a herirla profundamente en una pierna. ¡No veo otro medio de probar a salvarla!
Aquella declaración inesperada me despertó sobre lo que es la originalidad y el poder del espíritu hasta en la profesión que parece más necesitada de disciplina. Sin embargo, a la vez que una franca confianza en su genialidad, sentí temor por aquella mujer, dándose el caso curioso de que, aunque la veía morir, aunque comprendía bien que, después de todo, nada la podía pasar peor que morir, como ya estaba, indudablemente, muriendo; sin embargo, me pareció que aquel rapto de su amante la ponía en un trance de mayor peligro. Confieso que aquella fue mi última flaqueza.
Vi que iba a hacer algo, y que se debe hacer algo con los moribundos, haciéndoles objeto de cien ensayos diferentes, ensayos violentos, desesperados, macabros si se quiere.
La lanceta brillaba como un puñal en el veladorcito, y el paquete azul del algodón tenía enconada su cruz roja.
La habitación iba tomando el aspecto de una casa de socorro cuando se cura en ella a la victima del crimen pasional.
El reloj daba golpes de impaciencia en su caja, como si el tiempo estuviese nervioso, impaciente» y alguien diese golpes con los nudillos en la puerta, queriendo entrar.
Trasladamos a la moribunda a la cama preparada, y, después de desnudarla, me hizo él una seña de que iba a herirla… Como quien acomete a la mujer en la pasión, con el mismo anhelo supremo, como quien la da una prueba absoluta de sí, la hirió profundamente. Saltó la sangre como no lo esperábamos, como si hubiésemos estado embaucados por esa superstición que hace pensar que el moribundo ha perdido la sangre.
Aquel espectáculo de ver correr su sangre nos animó ya, como si aquello nos confirmase en nuestra esperanza de salvación. Se movió un poco la pobre inmóvil y dio un “¡Ay!” lleno de un dolor imposible, que oímos arrobados, como si hubiese sido un agradecido “¡Ay!” de placer. El, con los brazos cruzados y la lanceta-puñal en la mano, miraba sensualmente la herida viva.
—Ya es bastante que haya vuelto a encontrar la voz —me dijo sin mirarme—. Ahora hay que procurar que no retroceda… Hay que dejarla sufrir un rato… La sangre muere en el corazón, y esta hemorragia, lejos de él, ya es una probabilidad de resurrección…
El rostro de Pilar tuvo pequeños tiks, imperceptibles electricidades que luchaban con una pereza tremenda y pesada que no la dejaba despertar. Nosotros apreciábamos fijamente lo inapreciable: pequeñas fosforescencias en su frente, pequeños hormigueos en sus mejillas, anuncios de miradas cegadas por los párpados; un sueño confuso en que revivía su imaginación, un movimiento de su garganta como de tragarse algo.
En su desnudo rígido y extendido, como en la sala de disección, denotaba una gran vida la sangre caliente, brillante, fluida que manaba de ella.
Era como la herida de un Cristo aquella herida suya en la pierna. Todo el resto de sus puntos de color languidecía, y en sus pezones, por ejemplo, había una roseta descolorida, más rosa que roja.
La boca, reseca, hacía esos burbujeos con los labios de lo que va a destaponarse. Se veía en ese burbujeo que su vida había estado perdida, escondida, muerta en lo más recóndito de ella, y que ahora iba volviendo a revelarse.
Aun estando inmóvil su cuerpo —¡qué feas son siempre las rodillas, y cómo vuelven a la realidad frente a la belleza!—, había todo a lo largo de él latigueos, temblores, culebreos como de las cosquillas, que la hacía la vida para despertarla. Los puntos blancos y las sinuosidades más blancas de esas cosquillas animaban su cuerpo.
Hubo un momento —lo he de confesar todo— en que dudé al ver en su suave rostro los rasgos de un vivo y claro dolor que borraba aquella dulzura de irse a dormir que había dado a su rostro el mimo de la muerte; dudé si habríamos obrado bien salvándola.
Mi amigo calculaba sólo la cantidad de dolor que la era necesario, y cuando consideró que había llegado la ocasión, me exigió que la hiciésemos la primera cura.
¿Y para qué contar más detalles? El resto fue sencillo y lógico, como lo es la llegada de la mañana, después de ese momento indeciso, inesperado, penoso y difícil del alba. Consistió en curar la hermosa y perfecta herida de aquella mujer salvada a la muerte.
Así, ante aquel rasgo audaz que desconcertó toda mi ciencia aprendida en los libros, aprendí esta ciega confianza en los caminos inexplorados a que me lancé desde entonces, y en los que, si bien no necesito recurrir a extremos sangrientos, me guío por la misma espontaneidad y buena fe. De entre todos los ensayos que he hecho por esos caminos libres, no voy a escoger ni los primeros ni los últimos. No quiero hacer preferencias. Contaré algunos de los muchos que he resuelto: los primeros que vaya recordando a través de estos días.
MI PRIMA
SOBRE mi familia, más que experimentos, he hecho observaciones. La familia no cree en el pariente doctor, y mucho menos cuando el doctor tiene cierta fama de extraviado y de extraño.
Entre las observaciones que fácilmente se hacen en una familia burguesa está la de esa vesania por la que asisten con verdadera complacencia, con inmoderado entrometimiento a los parientes enfermos cuando se enteran de que están moribundos. En su normalidad quizás no les visitaban nunca, quizás les tenían envidia o les odiaban, y, sin embargo, cuando están graves, sin variar el juicio que sobre ellos tienen, aprovechándose de la fiesta y la victoria que les ocasiona su enfermedad, se mueven a su alrededor con una perversa y deshonesta complacencia.
¿Por qué no fueron bondadosos y justos cuando el enfermo era dueño de su cabal salud? ¿Cómo es que si el enfermo moribundo se salva, se vuelven fríos con él, y resulta que no fue ni perdón ni amor lo que les mantuvo alrededor de su lecho, sino gusto de la muerte, alegría disfrazada, sadismo, disimulada voluptuosidad? Odio a esas gentes; me parecen las más aciagas, las más impúdicas, las de más agudas malos instintos. Yo tengo, sobre todo, una prima que es el caso más singular de esa manía persecutoria. La encuentro siempre en la alcoba o en la capilla ardiente del pariente grave o del pariente muerto. Es la primera en ir y la última en marcharse.
Huele el cadáver desde lejos, como una perra de caza para cobrar las piezas muertas y perdidas entre los matorrales.
Se cuenta de ella, como si eso fuese algo meritorio y admirable, que un día, cuando nadie se acordaba de tío Paco, ella dijo de sopetón:
—¡Tío Paco ha muerto!
Y tío Paco había muerto en aquel momento aquel día. En aquel momento debió de parecer la telegrafista de la telegrafía sin hilos, que oye que en el momento de hundirse el barco la piden auxilio, o ya que no auxilio, se despide del mundo el operador de T. S. H., en nombre de toda la tripulación.
De los vivos, en cambio, no tiene noticia ninguna, y por eso no es telepático precisamente su caso, sino ejemplo de algo más enconado y mortuorio.
Se apodera de las casas en esos momentos en que, todos debilitados, olvidan hasta en dónde están sus llaves y no pueden cerrar sus manos sobre nada. Ella abre los armarios, revuelve en las ropas, oye las consultas de los criados, que no se atreven a preguntar a los señores, tan embargados por el dolor, y en la hora de la comida es la que señala a todos el camino del comedor y dice de un modo inexorable:
—Hay que comer… Hay que comer…
Un día la tocó a ella caer enferma, y mis tíos me llamaron. Los médicos de la casa no acertaban la enfermedad, y entonces, en familia, se habían acordado de mí, que era el doctor de los casos desesperados y oscuros.
Estaba verdaderamente enferma, y lo peor del caso es que su mal progresaba sin tino. La antipatía de verla siempre como amortajadora cedió un poco al verla tan enferma. Además, al ver su descote sexual en medio del descorrido de las ropas blancas, comprendí que algo superior a ella, la carne, tan sincera bajo todas las insinceridades, me exigía que la curase.
La observé con todo deseo de conocer la causa de su mal. Dudé si mi antipatía enturbiaría mi juicio, y pensando en el “por qué” de esa antipatía, vi claro, vi en medio de ese relámpago que me anuncia los diagnósticos y deja hecha la luz sobre ellos; vi que de esa afición ruin que me la había hecho repulsiva procedía su mal. Me acordé que ocho días antes, en el pésame de una lejana parienta nuestra la había encontrado llena de una falsa locuacidad, como embriagada.
—¿Desde cuándo está enferma? —pregunté.
—Al día siguiente de enterrada Soledad entró en cama, me contestaron.
Sin duda, era aquello. Asistiendo a la muerta de un modo abusivo y vicioso, se la había declarado esta enfermedad, aunque el mal venía de muy atrás, de otras promiscuidades con otras muertes Sin duda, era su enfermedad contagio de moribundo, tratado sin la suficiente higiene y bondad en el corazón, sin la suficiente limpieza y castidad, contagio de la muerte por haberse promiscuado demasiado con ella. Una fea enfermedad, muy indecente y muy innoble… ¿Pero cómo curar eso?
Desde luego no había más que el medio de abordarla haciéndola avergonzarse de su dudosa caridad, —haciéndola reaccionar de ese modo. Así lo hice. La hablé con el apasionamiento con que hablo en esos momentos y con la claridad fervorosa con que la realidad me exalta. La dije que aquélla no era una caída desesperada; pero que si continuaba su conducta, bajo el aspecto de una enfermedad, que podría llamarse H o B, quizás encontrase la muerte, una muerte que no se la habría ocasionado sino la misma muerte sin otro contagio específico ni ocasional.
“Aun suponiendo que la contagiadora o el contagiador de tu muerte —la dije— hubiese muerto de una enfermedad de las que no se contagian, habría que achacárselo a él, porque él fue el que te pegó la muerte.
Los muertos —la repetí con insistencia— tienen unos deseos muy justificados de llevarse a todos los que pueden… Como todos los enfermos, como los más terribles de los enfermos, no tienen miramiento; su egoísmo es más fuerte que nada.
Te gusta ser la dominadora en las casas atribuladas; quieres ganar de esas indulgencias que se ganan con esas cosas; quieres domeñar a todos, ser necesaria, ser visible; no tomar tu sitio oscuro y sencillo, en el que podrías ser más bondadosa y más generosa con los vivos de lo que eres, pues sé que tercias en todas las cuestiones para agravar las faltas y hundir a los simpáticos”.
Noté que tanto ella como sus padres y tías no aceptaron muy gustosos lo que dije; pero bajo la hipocresía de aquella actitud sentí que había atacado el mal y lo había disuelto, porque mis palabras, como las medicinas de uso interno, hacen su efecto oscura y sordamente en el fondo de mis enfermos.
Así curé a mi prima, aunque el curarla me costó reñir con ella y con sus padres definitivamente.
LOS GUANTES VIEJOS
AQUEL amigo mío se iba quedando deslanguido. Al darme la mano, todos los días me recordaba su debilidad, lo mortecino que estaba. Aquella mano se quedaba rendida en mi mano. No pesaba ni tenía esa bravura personal que se nota en las manos sanas. Sin embargo, él no se quejaba, porque, sin notar ningún dolor, no daba importancia a su flacura.
Nos veíamos en uno de esos cafés que siempre serán mi paraíso humorístico. Llegaba y se quitaba el sombrero, después el gabán y lo último los guantes, con ese alquitaramiento y esa lentitud con que se quitan y ponen los guantes siempre, como quien se despelleja con cuidado de no hacerse demasiado daño, o como quien se quita un parche poroso muy agarrado a la piel. Sólo los descuidados se los quitan como calcetines y los tiran como gurruños de dedos cortados, como ocarinas con cinco grandes agujeros.
Nuestros guantes toman, cuando se quedan solos y abandonados, gestos distintos: gesto de orador, un puro gesto de Demóstenes; gesto de pianista que toca; gesto —cuando caen reunidos por la muñeca y el uno boca arriba y el otro boca abajo— de preso al que llevan esposado al presidio; pero, generalmente, nos avergüenzan tomando una actitud lastimosa de pedir limosna, sobre todo cuando los ponemos sobre las mesas de los cafés…
Los guantes quieren andar, tocar por sí solos, y son manos cercenadas que quieren y no pueden.
El planchaba sus guantes de dedos rígidos y con automatismos de manos de autómatas, y los dejaba estirados, aplastados, dormidos, como las manos que oran y se juntan sin cruzar sus dedos.
Hablábamos de todo hasta más de la media noche, y, sin embargo, yo salía descontento, porque habiendo hablado de todo, y conociendo mi método, no me consultaba su caso.
Un día no sé por qué, quizás porque lo mejor para descubrir los misterios es dejar ir al pensamiento y a la mirada adonde quieran, me fijé en sus guantes. Aquella mirada me extrañó, y una mirada que nos extraña debe ser atendida. Los observé. Tenían esa aspereza y esa roña que, bajo una falsa etiqueta, tienen los guantes viejos, demasiado sobados, demasiado vividos, demasiado muertos. Mirándoles le pregunté:
—¿Cuánto tiempo hace que tienes esos guantes?
—Me da vergüenza decirlo… Pero hace ya tres años.
—No te los vuelvas a poner más.
—¿Por qué, si aún pueden servirme?
—Tíralos… Por estos guantes estás tan desmejorado… No hay nada que conserve tanto la corrupción del pasado como unos guantes de cabritilla demasiado anticuados, muy estirados, muy rugosos, muy herméticos… Y la corrupción del pasado es el peor influjo que puede sufrir la vida. Tíralos… ¿No les sientes pegajosos, ahogados, muertos, como manos de momia?… En su fondo está el pasado hipócrita como ellos… El pasado se corrompe y sienta mal, como un pescado pasado con la espina negra… Tíralos… ¡Si a lo menos tuviesen rotas las puntas de los dedos!… Pero ni eso… Conservan cerrada y oscuramente el pasado… Además, ¿para qué vas a seguir empleando esa prestigitación con que procuras, cuando los llevas puestos, que no se vea su negra y despellejada palma, así como, al quitártelos, los has de envolver el uno en el otro, muy apretados y muy engurruñidos, para que no se vea lo viejos que son?
—No me des más razones… Los tiraré… Ahora veo que me estaba engañando, que los llevaba con un secreto horror… Iba sacrificado a ellos… Es verdad, es verdad… Anticuaban mi mano…, infeccionaban de algo mi vida…, la cohibían. En cuanto salgamos los tiraré, porque tirarlos aquí sería como esperar que mañana me los devolviese el camarero, porque hasta para él son demasiado viejos y repulsivos…
—Hay cosas que deben morir con el año —le insistí yo—. Aunque quedasen nuevos unos guantes, nadie debería usarlos otro año, porque por ahí puede comenzar a pudrirse su vida, y por ahí se enlaza con el año pasado, completamente muerto y corrompido, verdaderamente corrompido y en descomposición como un muerto… Todos te hubieran recomendado bicarbonato y cola Astier. Yo, no. Yo buscaba tu mal en otra cosa, y te he acompañado estas noches a tu casa y te he confesado para saberlo, y hasta ver hoy tus guantes negros sobre la mesa, blanca como la luna, no me he dado cuenta. Abominables guantes… ¿Tú has visto las manos de los negros viejos? Pues se arrugan así; tienen esta vejez deplorable, parecen agrietadas… Pasa frió en tus manos, si no tienes para guantes… Ese frío te duchará, te despabilará, te hará hombre fuerte… Todo preferible a usar unos guantes cadavéricos, envejecidos, pochos…
—Hombre, hombre, no insultes más a mis pobres guantes… Los tiraré uno en cada calle para que no le sirvan a nadie… Son como esos arenques secos que venden en las tiendas de ultramarinos. Ahora lo veo. Son esos guantes con los cuales no puede nadie quedarse distraídamente, sino que hay que devolver en seguida… Gracias, gracias… Nos falta quien nos diga las cosas con oportunidad…
Al poco tiempo de haber tirado sus guantes volvió aquel amigo mío a tener su buena presencia natural. Unos guantes nuevos de color claro daban optimismo a su figura. Sus manos, con calzado nuevo, estaban alegres y señalaban el camino a alguien que se lo preguntaba.
EL HOMBRE DE LAS BARBAS
ES necesario que en el trato con nosotros mismos nos portemos con una extremada sinceridad. Sino, peor para nosotros. Nos llegaremos hasta a matar, sin saberlo y sin que lo sepa nadie, irreparablemente.
Que no haya nada que se tuerza en nosotros. No seamos negados a una idea o a una espontaneidad nuestra. Trasluzcámoslo todo. Variemos de ideas, de expresiones, de todo tantas veces en la vida como el cuerpo varía de cuerpo.
De una torcedura, de una idea enconada, de algo que se quede retestinado, tumefacto, escondido en el fondo de nosotros puede brotar la enfermedad y la hetiquez que mata.
Aquel hombre de las grandes barbas morenas se estaba muriendo. No veía ya de muerto que estaba. Cualquier doctor hubiese dicho que se trataba de una enfermedad vulgar, pero fulminante. Yo le miré un gran rato, viendo en el rostro de aquel hombre la enfermedad, aunque sin encontrar la fórmula clara de ella. Indagué sus costumbres, anduve en su mesa de trabajo, revolví sus cajones. Nada. Aquel hombre era vano y mediocre. Entonces se me ocurrió preguntar sí tenía algún enemigo. Extrañó a su familia la pregunta, pero me dieron un nombre y unas señas.
Los enemigos de los hombres mediocres son sus mejores conocedores, además de ser sus más honrados críticos, porque supieron romper con ellos con una admirable intransigencia. Pensando en esto llegué a casa del “enemigo” y me hallé frente a él. El “enemigo” era un hombre sonriente, y por contraste con mi enfermo, un hombre de inmejorable salud, y por contraste también, de rostro claro y cándido, rostro en que todo es transparente y translúcido, estando muy rasurado, para consentir mejor el paso de la luz. Hay hambres no afeitados de un día que están viendo los brotes de su barba de dentro a afuera, o sea, que, estando ese defecto interpuesto entre ellos y su alma, empaña el cristal redondo y total de su rostro como si estuviese sucia la esfera de su comprensión.
Hablamos del pobre barbudo que se moría, y me dijo:
—Es un hombre que carece de sinceridad… Le odio por eso… Fuimos amigos en la Universidad… Entonces era un completo simple, que, conforme con esa cualidad, era simpático y jovial… Resultaba descansado y agradable ir con él, verle no comprender las cosas y portarse con un gran desparpajo… Pero un día se dejó las barbas, y eso le cambió radicalmente… Su cara de bruto llanote y franco adquirió con las barbáis un aspecto feroz y solemne, que enterró la ideal expresión de su rostro… El debió ver en el espejo aquel cambio y debió decidirse a explotarlo ya toda su vida como un ventajista repugnante… Desde aquella fecha se hizo insoportable, enconado, jesuita, conspirador, en una palabra: “insincero”. Entonces le abandoné riñendo definitivamente con él… ¿Le sirve de algo esta opinión?
—Es todo lo que yo podía esperar —le contesté—. La insinceridad es causa de muerte, pues aunque muchos hombres insinceros vivan muchos años, y hasta eso les sirva para llenar con mejores manjares su pandorga, todos ellos están próximos, preparados, predispuestos a una crisis, la crisis de la muerte, que provine siempre de un desarreglo así en la vida… Además, aun los que más viven, ¿qué más da que vivan mucho, si viven incierta y ahogadamente una vida ínfima?
—Pero aun sabido eso —me objetó el “enemigo”—, ¿qué va usted a hacer?
—Cambiarle de fisonomía, afeitarle completamente y, después de enseñarle en un espejo su rostro desnudo y reanimado, darle simples consejos sinceros para que reaccione. Rasurado, los aceptará con franqueza, y así saldrá del atolladero en que ha caído.
Noté cierta sonrisa encubierta en el “enemigo”. Pero me despedí, prometiéndole volver a su casa con el enfermo curado.
Ya en casa del barbudo, de nuevo me le quedé mirando un largo rato. Veía lo inverosímiles que eran sus barbas, que parecían haberle crecido en un momento de descuido como las hierbas silvestres de los tejados… Porque, ¿cómo, si lo hubiera podido precaver o notar, se hubiera podido dejar eso?
¡Pobre máscara para siempre! No podía respirar, ni ser verdadero, ni acertar en nada con barbas tan tupidas y descomunales. La barba me ha parecido siempre lo más prevalido, lo más arrivista, lo que más esconde la sinceridad, lo que permite ser dañino y malo al hombre que sin ellas no lo habría sido quizás.
¿Pero cómo le decía yo a un hombre con barbas que se quitase las barbas, que se las cortase al rape y después se diese con la brocha el jabón de los hombres rasurados?
Al hombre de barbas le dan instintos y ferocidades de león sus barbas. ¿Se lanzaría sobre mi con las barbas temblorosas y desmelenadas?
—Mi querido señor… Tiene que cortarse las barbas… Si quiere curar, no tiene más remedio que arrancárselas.
El hombre de las barbas me miró asustado, turulato, como si ya le hubiera cogido de las barbas en vez de cogerle por las solapas. Mirándome fijamente se llevó la mano a las barbas, a las que dio dos vueltas en ella, y así se quedó, meditando, mirando al suelo, reflexionando lo que debía contestarme.
En medio de lo triste que era la situación de aquel hombre que había creado todos sus intereses, SUS afectos, todo, con barbas, y que sentía el enorme conflicto de tenérselas que cortar, me estaba riendo, pensando, además, que me iba a salir diciendo, con una voz compungida y delgada como la de una mujer: “¡Pero déjeme usted llevar aunque no sea más que una perilla!”.
Sin contestarme, se levantó, se dirigió a su mesa y con las enormes tijeras de cortar papel se cortó las barbas. Le brillaban los dientes con una especie de sonrisa bastante lúgubre según iba cortando mechones. Sonaba a corte de cabellera de difunto cada corte dado en la barba, y como primero se cortó un lado que el otro, hubo un momento que le quedó un largo mechón de chivo o un excesivo brote de un lunar.
—El resto me lo hará dentro un rato mi peluquero… ¿Está usted satisfecho? —me dijo.
Yo le miré con simpatía. Era otro aquel hombre: era el hombre bobo, simple, pero nada más; con el que no se agravaba eso, insoportablemente, con la doblez, el mal genio y el mal olor de alma que despedía desde detrás de sus barbas. Sólo tenía de chocante y de enfermo aún, sus barbas de afeitado en la convalescencia.
—Ya ha entrado usted en la franca mejoría.
Nos despedimos; y cuando, a los pocos días, volví, me encontré con un hombre que resultaba como un condiscípulo de la juventud, y los dos nos dirigimos a casa del “enemigo”, pues él estaba lleno de deseos de hacer las paces con él. El “enemigo” nos recibió lleno de alegría y, al despedirme, me dijo:
—Sólo usted me asistirá en mis enfermedades.
A eso respondí yo, para ser justo:
—Amigo mío…, usted es sincero, parece usted un verdadero hombre de bien, un hombre exaltado y rebelde que no contraría a la vida, que se conserva en usted pura como el aire libre y ventilado… La enfermedad de usted no será de las que yo curo… Usted morirá, o de vejez, conclusión que deben saber acatar los que, como usted, han vivido lo bastante, o de epidemia o accidente fortuito, desgracias que no se corrigen por mis procedimientos, sino por otros medios usuales, cuyo único peligro es que son azarosos, condición inevitable e irreparable de la medicina concreta.
EL SABIO DOCTOR EN MEDICINA
EL caso más interesante y complicado de los que he resuelto ha sido el de un Doctor de Medicina. No digo su nombre porque es el de uno de los más afamados y de los que más clientela tienen y le podría perjudicar esta confesión.
Una mañana me despertaron diciéndome que el gran Doctor me rogaba que fuese a verle inmediatamente.
Me molesta visitar a los doctores porque con ellos no se puede discutir, ya que tienen ideas irremovibles, ideas fijas y tenaces, cuando yo carezco de ellas, por lo variable, lo espontáneo y lo improvisado que es mi sistema. Sin embargo, en vista de lo apremiante del caso fui a su casa. Allí me enteré que estaba enfermo y entré en su alcoba. Su rostro se iluminó, se amplió al verme, cosa bien rara en un Doctor de gran clientela al que la profesión suele dar un continente inexpresivo que no brilla jamás ni se abre bajo una cerrada política. Hasta me cogió la mano y me dijo:
—Le agradezco mucho que haya venido… Estoy muy enfermo, y como desconfío de mis compañeros de profesión, a los que he visto dudar sobre mi enfermedad en la consulta que han tenido ante mí, le he llamado a usted… Sólo por un medio original se me puede salvar…
Estudié a aquel hombre. Su vida se dividía en dos mitades. Una, frívola, de descanso, de molicies, de confort, de chaquet, de teatros, durante la que apenas pensaba aún bajo su rostro de hombre sagaz, su rostro engañoso de Doctor, y la otra mitad llena sólo de un exagerado sentimiento del deber, dedicada sólo a sus visitas. Faltaban en su vida horas íntimas, independientes, salvadoras, de esas en que todo se asimila, se desdeña o se aprecia por razones entrañables.
Era Doctor de amplias vitrinas donde brillaban todos los objetos de acero, muchos más que necesitan todas las operaciones, algunos para casos que no han sucedido nunca en la vida, casos como los de esas operaciones consecutivas que aun podría sufrir el muerto en la muerte si en el otro mundo hubiese cirujanos.
Todos los objetos, relucientes, punzantes, agudos, atenazadores, daban un aspecto de gran peluquería y navajería al despacho. Entre todos se destacaban unos enormes forceps como unas grandes tenazas para el servicio de la ensalada. En su empaque, en su modo de hablar, en su ranciedad vi en seguida su mal y se lo confesé.
—Usted está enfermo de medicina… Esta enfermedad de usted, un poco del corazón, un poco de la piel, otro poco del hígado, otro poco de anemia, procede de su profesión… Hay que defenderse con una gran fuerza interior de toda profesión, pero de ninguna hay que defenderse tanto como de la medicina, porque es la que más puede estragar la vida y filtrarse en ella…
Como si le hubiese acertado el mal que le aquejaba, aseveró lo que yo le decía con señas elocuentes, respondiéndome al final de mi discurso:
—Sí, veo que hay algo de eso, mucho de eso si usted quiere… Pero no es todo eso… Hay algo más… Siento sobre todos esos pequeños síntomas un dolor grande, algo más fuerte que todo lo demás…
—Quizás… —le atajé—… ¿Qué enfermos ha tratado usted últimamente?…
—En mi Memorándum —me dijo señalándome su mesa de despacho en la habitación de enfrente—, hay observaciones sobre todos ellos… Está ahí… Es un libro de notas que reconocerá usted en seguida…
Lo encontré y silenciosamente estuve hojeándolo.
Era para mi imaginación como un álbum triste de gentes muertas casi con seguridad. Iba viendo en mi imaginación óvalos y óvalos de retratos, de esos óvalos un poco convexos que hacían antes los fotógrafos. No sé por qué las fotografías de los muertos siempre son como fotografías del tiempo del daguerreotipo, aun siendo los muertos muertos recientes y juveniles.
Todos los rostros que me imaginaba eran diferentes y en todos había un rasgo del que no dudaba y que me hubiera gustado ir comprobando si acertaba o no. Este don Mariano Codalón tenía un bigote rubio rizado como dos tirabuzones caídos sobre las comisuras de su boca. Esta doña Cándida Espeñez era indudablemente una señora muy alta que conservó su cara de sacristán toda la vida. Esta señorita de Eguilar tenía una nariz muy aguileña y esta otra señorita Adelaida Ramazado tenía la bella caída de hombros de la enferma ideal.
Ninguno de estos enfermos había podido contagiar al Doctor. Yo seguía, seguía, cuando de pronto encontré la solución.
—Aquí veo un enfermo —le dije— que tiene una interrogación al margen, y en el que el diagnóstico es oscuro… ¿Recuerda usted qué fue de este enfermo?…
—No recuerdo —me contestó—. Pero me parece que me dejó de llamar o que se fue al extranjero… No sé… No puedo decir con certidumbre lo que pasó…
—Pues me es necesario saber a qué atenerme sobre este enfermo… Por lo menos, aquí están sus señas, y me voy a verle… Volveré… Es mi corazonada, en este caso, esa consulta que voy a hacer… Volveré en cuanto le vea.
Me fui a ver al desconocido. Me inquietaba la visita a aquel hombre que se había de sorprender o contrariar al verme exhumar su enfermedad como quien olfatea sin consideración la pista de un crimen. Decidido, entré en su casa y pregunté por él. La criada me miró atónita y, sin cerrarme la puerta, desapareció rauda en el interior, de donde surgió a poco, seguida de una anciana enlutada que me miró como quien, recién quitadas las gafas, mira con una mirada ingenua a la visita imprevista, a quien no reconoce al pronto, pero a quien espera reconocer. Por romper el silencio engorroso la repetí mi deseo de hablar con él.
La anciana apretaba sus labios, como no queriendo hablar, como conteniendo la confidencia, escamada ante el advenedizo desconocido. Erguida, con las manos sobre la falda, con un matiné negro de moire, parecía la mujer a la que se ha embalsamado, me preguntó:
—¿Era amigo de usted?
Aquel “era” me desconcertó. El había muerto, y yo había herido a su madre o quizás a su esposa, volviéndola al día de la catástrofe, al día aciago en que lloró sobre el hombro de los parientes y de las amigas al sorprenderles con la noticia, al verlas por primera vez después del suceso.
—Señora, no sabía… —dije, poniéndome cariacontecido.
—¿No sabía usted?… ¿Es posible?… Pase… Pase y le contaré…
Un momento, clavado en el dintel, estuve por no pasar, porque yo no merecía el trato que con todo cariño me daba aquella mujer, como queriendo consolar al amigo del muerto, un poco accidentado por la noticia súbita e inesperada… Pero ¿cómo decirla, para disculparme, cuál era el motivo, un tanto indiferente y sacrílego que me había llevado allí?… Y mentí, presentándome como verdadero amigo del muerto, ansioso por saber cómo pasó “aquello”.
—Se suicidó —me dijo en resumen ella—; después de una temporada de padecer una enfermedad que los médicos no supieron diagnosticar, un día apareció muerto… Se había envenenado con arsénico… ¡Pobre hijo!
—¿Qué médicos le vieron? —pregunté yo; y la madre me dio muchos pormenores, sobre todo del Doctor, mi cliente.
Este Doctor le miraba mucho, pero no acababa de resolver. Su hijo le miraba también, y después de un largo silencio se iba el Doctor más desconcertado que nunca.
—Mi pobre hijo —me dijo la pobre madre— me decía que a ese sabio Doctor él le quería matar mirándole, ya que él le quería asesinar a él con medicinas… Por la rabia que le llegó a tomar, y temiendo yo cualquier cosa, llamé a otro médico.
Después de un rato solemne, en que oí los pormenores sombríos de aquella última temporada de “mi” amigo desconocido a la vez que fraternal, cuya madre me mimaba y me miraba, evitando que llorase, aunque esperándolo al mismo tiempo, me despedí de aquella pobre mujer, que me exigió que volviese a verla y me quiso dar un recuerdo, cualquier “cosita” de “mi” amigo.
Torné a casa del Doctor y le dije de golpe:
—Su gran abatimiento, su dolor sordo y enconado procede de que ese desconocido al que usted asistió estaba enfermo de suicidio… La honda descomposición de aquel espíritu, su profunda repugnancia por la vida, su “fatalidad” se le contagió a usted. Es el suicidio la enfermedad más rigurosa y más trascendental de la vida… Según me ha dicho la madre de aquel enfermo, él ensayaba meterle sus miradas de odio y de muerte por las niñas de sus ojos…; usted está enfermo de suicidio.
El Doctor se incorporó en el lecho, como si le hubiese descubierto su secreto, el secreto que él desconocía, y que, sin embargo, con aquel gesto vehemente afirmaba y aclaraba con una recóndita convicción superior a él y superior a mí.
—¿Y cómo podré salvarme a eso? —preguntó con un gran deseo de auxilio.
—Lo estudiaré… Por lo pronto no lo sé.
El, ante esa salida mía, me conminó frenéticamente con grandes voces:
—¡Piénselo aquí!… Estudíelo sin irse… No me deje abandonado a esa posibilidad de suicidarme…
Vi lo grave de la situación… Me senté. Me reconcentré todo lo que pude. Me vendé los ojos y el pensamiento, dejándome conducir por mi más íntimo talento, como el adivinador del pensamiento se deja conducir por no sabe qué adivinación íntima, y así di con la medicación que necesitaba aquel hombre. No había otro remedio que hacer que abortase el suicidio… Seguir otro camino, no era posible, por lo misterioso, por lo complicado y por lo solitario que es el sentimiento suicida.
Todos son caminos en el cuerpo humano: las venas, los nervios, todo, y en uno de esos caminos bifurcados, revueltos, espesos, es en el que se esconde la idea suicida. ¡Y si siquiera corrompiese toda la sangre! Si corrompiese toda la sangre, se la podría tratar como una corrupción; pero no; es sutil, inencontrable y se esconde siempre que se la busca, y sólo sale, sólo amanece en los ojos, sólo se la podría sacar como una espina cuando el suicidio está a solas y osa cometer su designio.
Es el microbio más hipócrita que se conoce el del suicidio. Huye vertiginosamente, parece haberse disuelto, y, sin embargo, amanece con la perspicacia del suicida y se la ocupa por entero. Para suicidar en falso al doctor, pensé en una de esas medicinas que, como el Arrhenal, por ejemplo, contienen el arsénico en cantidad que si bien tomada en gotas, como prescribe su prospecto, no es dañino, tomada de una vez es un veneno mortal. Con mi plan trazado, le dije una tontería para despistarle.
—El se envenenó con arsénico y a usted hay que curarle con arsénico… Le voy a traer yo mismo un frasco de Arrhenal, y tome sólo unas gotas cada día… Sólo unas gotas, porque una toma mayor usted sabe que podría matarle. (Estas últimas palabras se las recalqué con mi “por qué” reservado).
Bajé a la botica, me hice preparar un falso Arrhenal con el suficiente arsénico para causar un pequeño trastorno intestinal y le dejé el frasco en la mesilla, encargándole tanto a él como a la criada que me avisasen a la menor alarma.
Aquella noche no me quité el traje de calle, y estuve leyendo, esperando oír sonar el timbre de la calle, como si hubiese citado a alguien, cuando verdaderamente no había citado a nadie. Como esperaba, sonó el timbre tan nerviosamente como también esperaba, y apareció la criada del doctor, toda trémula.
—Mi señor se ha tomado el frasco del veneno y le pide por Dios que vaya a verle, porque se muere.
Sin tardanza me encontré otra vez a su cabecera. Aunque contaba con aquello, simulé que era grave el caso, quizás desesperado. Hice como que preparaba un revulsivo de creación mía. El, sin embargo, desconfiaba y veía la muerte cercana. Yo le dejé asomarse a ella y verla con fijeza, apreciando sus rasgos inmundos. Calculé, como calcula el fotógrafo en una fotografía de exposición, el tiempo que era necesario para que recogiese bien la imagen del campo desolado, del paisaje ingrato de la muerte. Le dejé que se creyese lo suficientemente perdido y que le macerase bien la aprensión de la muerte. Mantuve un gesto torcido hasta que creí conveniente sonreír, dando por pasado el peligro y dejándole entrever el arco iris de la convalecencia…
Había matado al microbio del suicidio cuando creyó ya que había logrado suicidar al Doctor. Yo suicidé al microbio cuando salió con confianza, a su hora, para probar al arsénico, como el pez del mar, al que perdido en el agua dulce, se le echase un grano de sal. Si no hubo bastante arsénico para matar al Doctor, lo hubo suficiente para envenenar al microbio, salido en la plena confianza, desprovisto de sus defensas, en la hora de su triunfo.
—Abortado el suicidio —le dije entonces con firmeza—, está usted salvado… Ha visto usted lo suficientemente cerca la muerte para que no vuelva a intentar ir a ella… Ha cumplido usted el designio de su enfermedad sin haberlo cumplido. Su peligrosa enfermedad ha hecho crisis… Ninguna curación más radical… Ahora todo será convalecer y pensar elevadamente, procurando curar, a la vez, esa otra enfermedad general que le ha dado su profesión, dedicándose con más cuidado a ella, apasionándose más por la vida.
Así curé al sabio Doctor en Medicina, que hoy me quiere con toda su alma, tratándome con la consideración con que un estudiante de preparatorio se dirige al compañero que ejerce con éxito… ¡Pobre éxito el mío, sin embargo!
EL PARROQUIANO
AQUEL hombre tenía en su cama un aspecto apocado e indefenso. Más que consternado, estaba sometido. Sinceramente le critiqué esa actitud desde que le hice la primera visita.
—Mientras no halle usted —le dije con vigor— un motivo apasionado por el que vivir yo no podré hacer nada por su vida, y la enfermedad campeará en usted por sus respetos… Parece usted un hombre pusilánime que, por haber perdido el tren, se hubiese metido en la cama para siempre, demasiado contrariado y anonadado por una cosa tan pequeña…
No me hizo, sin embargo, caso; y debido a eso continuó estacionada su enfermedad. La familia, además, por más noticias que me dio de su vida, no me consiguió dar “la noticia” oportuna… ¿Cómo salvar a un hombre que, emperezado en la cama, no piensa que esa cama blanda y cómoda puede ser su lecho de muerte, o que quizás lo va siendo ya por su cobarde amancebamiento con ella? ¡Oh, estupidez; oh, inmoralidad carroñosa!…
Siempre tenía aquel hombre la cara del que se quita los lentes y se queda pálido, lívido de miopía.
Siempre parecía que se acababa de despojar de los dos únicos brillos de su figura, los brillos de sus cristalitos, sin los que se quedaba desvanecido, con largos surcos de palidez.
En vano me pregunté cuál podía ser la pasión o el sustitutivo de la pasión en aquel hombre vulgar. Yo presentía que no era un gran resorte el que había que tocar para salvarle, sino un pequeño resorte. ¿Pero dónde estaba ese resorte, aunque, sin duda, lo tenía bajo mi nariz? Hice más preguntas triviales a la familia. Nada… La exigí que en secreto me dejase revisar los cajones de su mesa; pero en ellos sólo encontré un arsenal de cosas inservibles, aunque muy ordenadas. En una cajita guardaba los billetes de teatro, en otra un montón de lápices y portaplumas robados en su oficina, en otra relojes desmontados, en otra billetes de tranvía, en otra sellos, en otra fototipias… ¿Quizás alguna de aquellas manías era la pasión de su vida? No dejaba de ser posible que, interrumpida cualquiera de aquellas colecciones, se hubiese producido en él el desarreglo de su enfermedad, porque hay pobres hombres en que esto es posible; pero ninguna de aquellas colecciones era lo suficientemente extensa para que eso fuese probable.
No veía, no veía el indicio salvador en aquel hombre.
Un día, para agotar todas las pesquisas practicables, me decidí a hacer la vida de aquel hombre. Fui a su oficina, visité a su hermana —una viuda vieja, en cuya compañía sentí que se descomponía un poco la vida, de sórdida que era su alma—, pasé por las calles por las que él solía pasar, y a la hora en que él iba al café entré en su café y me senté lo más próximo a la tertulia de que él formaba parte. Vi llegar a sus amigos y les oí hablar y discutir. Me di a conocer a ellos como médico de su amigo enfermo, y supe que hacía veinte años se reunían todos allí.
En aquel rincón del café, junto a aquellos hombres, oyendo los consejos mudos con que intervenían en la tertulia la mesa, el diván, los espejos, todo el ambiente, comprendí que lo que necesitaba mi enfermo era volver a su café. Su enfermedad había sido leve al principio, pero en la falta del café se había ido agravando, agravando, y se agravaría hasta matarle si no volvía al café.
Movido por esa seguridad le hice levantar al día siguiente, aun con 39°, y nos plantamos en el café. Sus amigos le recibieron con efusión y le contaron todas las cosas atrasadas. Poco a poco, y como se observa de visible y de invisiblemente moverse el minutero de los grandes relojes de “ojo de buey” de los cafés, así le vi curarse a mi enfermo, volver décima a décima a su normal por arte del maravilloso sanatorio del café, por influencias de ese mejunje de receta desconocida que es el café de los cafés, por influencia del diván, de los espejos, de las luces, de los amigos, del mozo y de todos los pormenores inimitables del sitio.
Así ganó el alta y así se curó aquel hombre.
EL ENVEJECIDOO
LA vejez precoz de aquel amigo me tenía desconcertado… Su color cetrino no provenía del hígado; ni la atonía de su vida provenía tampoco del corazón, porque en aquel corazón había, por el contrario, una íntima juventud que revelaba a veces su rebeldía en precipitadas palpitaciones, que eran como escapatorias a un destino pegadizo y advenedizo.
Yo miraba mucho a mi amigo, y por si la normalidad de nuestra amistad no le llevaba a la confesión entrañable, le preparé de esos momentos de melancolía en que es necesario decirlo todo… ¡Pero hay tantos errores cometidos en la sombra que jamás se confiesan ni a uno mismo, que jamás se quieren volver a recordar!
¿Pero a qué relatar el camino lleno de sospechas, de preguntas, de equivocaciones y de misterios que me condujo al minuto clarividente en que miré con otros ojos que los de siempre su reloj de oro», ¡que tantas veces le había visto sacar distraídamente!
—¿Qué historia es la de este reloj? —le pregunté cuando, contestando a un ademán mió, lo desprendió de la cadena y lo puso en mi mano.
—Era de mi padre —me contestó—. Lo saqué de su bolsillo después de muerto… Andaba aún… No puedes figurarte cómo me consoló y me atrajo aquel tic-tac en que mi padre se sobrevivía… Le oí con la tención y la sorpresa con que un niño escucha el reloj que le ponen al oído cuando aún no sabe lo que es aquello… Y desde aquel día no he dejado que se parase ni un solo momento…
Miré aquel reloj. Me costó trabajo abrir sus dos puertas de oro, detrás de las que había aún un cristal. Lo observé con una profundidad de relojero. Me olvidé de mi amigo. Me ensimismé en el corazón de su reloj. Di tiempo a mi pensamiento para que acabase de encontrar lo que había creído hallar con fijarse de pronto en el reloj. Por fin le pude decir:
Los relojes son imantados poco a poco por la vida del que los lleva, y adquieren los resabios, el temperamento y la secreta intransigencia de la vida de su dueño… Este reloj tuyo pensó junto a tu padre y se percató de sus secretos, pues perdido en el bolsillo del chaleco espiaba a solas los redaños de su vida… Está lleno de tu padre, aunque no te podría decir dónde radica su parecido y su espíritu… Quizás en la fina hebra de plata que mueve el volante… Quizás en la cuerda encerrada en ese hermético y apretado estuche de metal que guarda la cuerda… Si has desarmado alguna vez algún reloj, habrás visto la tensión secreta que hay en la cuerda… ¿Y qué puede ser esa tensión tan dilatable sino vida o alma infusa? ¿Tú crees que no es algo vivo ese sorprendente suspiro que da la cuerda al distenderse cuando se la saca de su estuche?
Rechazad el reloj de oro de vuestro padre —aconsejaría yo a los hijos que resulten herederos de un reloj así —o mantenerlo como recuerdo en el cajón de vuestra mesa… Este reloj tuyo es el que te ha avejentado, el que ha supeditado tu vida a la de tu padre, el que te ha desacompasado de mala manera el corazón… Deja que se pare. No faltarás así a la memoria de tu padre, y, sin embargo, así no te faltarás a ti mismo… Cómprate otro nuevo y no se te ocurra comprarlo en una casa de préstamos, porque de comprar cosas en las casas de préstamos proceden muchas enfermedades misteriosas deleznables y sucias…
Después de mis palabras, mi amigo se quedó como anonadado y como indeciso. Sin embargo, esa seguridad secreta que responde en mis enfermos a mi seguridad le hizo exclamar:
—Llévatelo y guárdalo.
Así preparé la mejoría de mi amigo, que aunque sea un poco exagerada la manera de resumir su transformación, puedo decir que “Volvió a su juventud”.
EL GRAN ATRANCO
NUNCA he resuelto tan rápidamente un caso grave como el de aquel buen muchacho de rostro sensato.
No hice más que entrar en su despacho —al fondo del que estaba su alcoba— para comprenderlo todo.
Su mesa de trabajo estaba llena de papeles, cuyas puntas asomaban en estrella por todos lados, en esa confusión que es indescifrable aun para el dueño que sabe lo que es cada papel. Muchos libros, demasiados, se amontonaban sobre ella en montoncitos desmoronados. El almanaque se había quedado parado en una fecha antigua. En la librería había grandes claros y una gran parte de los libros sacados de su sitio estaban tumbados sobre los otros, ahogándoles, abrumándoles. En todos los rincones de aquel despacho había hojas de papel, revistas, libros inútiles, periódicos anticuados, todas esas miserias que se espera que sirvan alguna vez, que no sirven nunca y que disimuladamente embargan la habitación y el alma.
—Levántese usted… Vamos a arreglar su despacho —le dije sin preámbulos después de haber visto toda la gravedad de aquel desarreglo. El me miró atónito, pero se levantó. Mis clientes, cuando verdaderamente son cogidos infraganti, me obedecen porque les obliga una fuerza superior a ellos mismos.
Una larga tarde estuvimos ordenando el despacho. El se abatía, pero yo le animé tanto, que llegamos hasta el fin.
Cuando hubimos acabado se tumbó con laxitud en una butaca. Había optimismo en su rostro.
—¿Me quiere usted hacer una confesión sin pensar demasiado en lo que haya de decir? Este cansancio que usted tiene en este momento ¿no es el cansancio agradable, el cansancio de salud, el cansancio después del que se espera comenzar una nueva y alegre actividad? ¿No se siente ya curado dentro de una sensación de alivio?
—Es verdad —respondió con delectación—. Siento que he salido de mi enfermedad y sólo he de reposar mi cansancio.
—¿Comprende usted ahora cuál era su enfermedad? —concluí—. No hay nada peor que lo que usted había hecho… Enterrar la mesa en papeles, no quitar las hojas del almanaque, llenarse del pavor de los libros que se disputan el ser leídos alargando tanto su disputa y enconándola tanto que al fin no se leen… Todo eso es de un estrago tremendo, todo eso encizaña la vida… Y piense que no es el orden lo que yo recomiendo en contra de eso, no; lo que yo prohíbo es un desorden imposible, un desorden enfermo, gravísimo…
LOS LENTES
UNA señora, fanática por su hijo, después de ver a todos los doctores, por probar, por agotar todos los recursos, como se va a consultar a una echadora de cartas, me trajo su hijo para que yo le viese.
Le examiné. Flaco, afilado, con un anguloso pecho de gallina en forma de quilla, no tenía lesión ninguna que justificase su estado. Era, sin duda, exterior la causa del mal.
Mirándole, me llamaban la atención sus lentes. No podía dejarlos de ver; eran de esos Lentes de cristales gruesos que hacen a los ojos muy pequeños y muy lejanos, esos lentes antipáticos, impertinentes y entrometidos por eso. Mientras yo le hablaba de cualquier cosa para distraerle, me chocaban particularmente, y de tanto chocarme comprendí que me querían decir algo. Entonces encontré Ja causa del mal de aquel pobre muchacho casi volatilizado.
—Joven —le dije decididamente—, esos lentes son los que le van consumiendo… La mirada es importantísima; muchos derrochan insensatamente sus miradas sin hacerlas volver a su corazón después de haberlas lanzado. Creen que las miradas se pueden tirar sin atenderlas, sin aprovecharlas, sin recordarlas… Todos los hombres que hacen eso son responsables de su idiotez, de su anemia o de la enfermedad, que después dicen muy tranquilamente que no saben “dónde la han cogido… Usted no es responsable de su enfermedad, porque es que con unos lentes como esos, con ese arranque, no hay medio de oponerse a que las miradas se pierdan, se alejen, se dispersen. Esos lentes tiran demasiado, no sólo de sus miradas, sino de sus entrañas; esos lentes le absorben el seso y le van desarraigando por completo, le fuerzan a perderse, a verterse estérilmente en la calle; son una fatalidad más fuerte que usted… Aunque no vea tan bien, use unos lentes menos fuertes, que le chupen menos, y no los lleve puestos… No sé cómo los hombres de lentes creen que siempre deben tener los lentes puestos, cuando hay tan pocas cosas dignas de ser miradas… Póngase los lentes en los momentos más imprescindibles… Resígnese a llevar una mirada mortecina, a ir un poco ciego, a no ver a todas las mujeres, con lo que no pierde nada, sino, al contrario, gana mucho, porque no hay nada —ni una vida de excesos con una mujer vesánica— como el mirar a todas las mujeres, a demasiadas mujeres, sobre todo cuando se es un hombre de lentes… Sólo por eso se puede llegar al reblandecimiento cerebral… Sus lentes consumen la vida artificialmente, porque no se puede enmendar la naturaleza por un medio tan extraño a ella como son los lentes, que no la corrigen ni la sanan, que no son asimilables, que siempre son extraños y enemigos de ella, que la violentan y la apuran…
La madre y el hijo me prometieron que obedecerían mi mandato, y se fueron.
Cuando después de unos meses volvieron a verme, no sólo había recobrado la salud el hijo, sino que, en su conversación, lucía más fantasía, más inteligencia y más vista que en la primera visita, aquella visita en que me pareció una langosta cocida con los ojos fuera, desorbitadas, salidos, atormentados, puntiagudos, flacos…
LA SONRISA BLANCA
HAY una sonrisa que encuentro pocas veces en la vida, pero que cuando encuentro ya sé qué significa, y cierro los labios como si me previniese para no hablar, para no decir lo que veo.
—¡Doctor, pero si no es nada! —dice el enfermo sonriendo.
No toco el pulso, no observo más. Ese enfermo no es mi enfermo. Yo admito los enfermos que voy a curar, nada más.
—Sí… Nada… Más adelante llamen a su médico de siempre… Esta no es enfermedad para mí… Yo tengo que ver la enfermedad que me corresponde en el rostro del enfermo, y aquí no la veo.
Ante estos enfermos con esa sonrisa pocas palabras y la visita corta.
A mi mismo, que estoy viendo siempre la desgracia y la desesperación humana porque no me llaman para las bodas, me asusta esa sonrisa.
¿Cómo podría yo decir que es esa sonrisa?
Sonríe en blanco el que sonríe así, en un blanco de absoluta palidez, y los ojos, sean negros, azules o color tabaco, entran en esa sonrisa como ojos blancos, ojos como con dos grandes cataratas y dos nubes, como si tuviese enturbiada la vista por el agua con aguardiente: ojos de estatua.
Los pliegues de esa sonrisa no son pliegues de viejo, sino de joven al que los estudiantes de medicina hacen sonreír con las pinzas en la sala de disección.
Esa sonrisa clarísima de que el mes que viene es el viaje, la va repartiendo el enfermo con los que pasan, con los muebles, con todo. Es su sonrisa de despedida, la sonrisa con que quieren quedar bien.
No se puede confundir esa sonrisa con la de la convalecencia, con la del tísico, con la del enfermo bondadoso, no; esa sonrisa se podría decir que es la de la luna en las ruinas o en los cementerios.
Yo muchas veces, para saber hasta qué punto está infeccionado por la muerte mi cliente, le digo, como los fotógrafos: “Sonríase usted”, y la sonrisa que le sale me aclara mucho su enfermedad. A unos les sale sonrisa de alcayata, a otros de herradura, a otros de doloridos con el dolor más agudo en el lado derecho, pero a nadie le sale esta sonrisa del desahuciable. Esta sonrisa ya está en el rostro cuando se llega.
¡Qué pena tener que despedirse para siempre del hombre que sonríe con una finura tan exquisita! Pero no hay más remedio, porque si no esta sonrisa obraría sobre nosotros como el viento sutil que da la pulmonía y en seguida adquiríamos la misma sonrisa, y adiós nuestros proyectos.
MI CASO
ENTRE todas las enfermedades escoge el médico la suya, de la que cree que va a morir seguramente y a la que trata ya en el otro como si la tratara en sí mismo.
Yo, doctor inverosímil, también tengo que morir y no podré curar en mí mi enfermedad; me matará por descuido, no me dará tiempo ni lugar a salvarme. Será un constipado sencillo que se complicará con el corazón.
De cualquier enfermedad grave estaré seguro de salvarme —no hablo de salvarme de la última recaída, que alguna vez tiene que ser fatal—, pero de esa enfermedad sencilla no me podré salvar.
El constipado apretará, yo me tomaré una pastilla de aspirina, y el corazón, como esa joven que se envenena con una pastilla de sublimado, se desmayará en el pecho, dando una simple voltereta, cuya última sensación será lo último que sentiré.
Casi nunca me llaman para asistir a enfermos con esa enfermedad sencilla, y por eso no encuentro en mi camino a nadie a quien curar por mi sistema.
En los que están a mi lado cuido, sin embarco, mucho el constipado y el corazón. Ellos se alarman al verme tan inquieto, y es porque no saben la extraña certeza que yo llevo dentro.
Sobre todo cuando “ella” tiene constipado me tiemblan los huesos. Persigo sus gestos, esos gestos del ¡Achís! que abortan tantas veces, ese lagrimeo del que nos arrepentimos como si lo hubiéramos provocado en ellas con una injusticia antigua, ese mover el cuerpo como si se las envarasen las espaldas y ese coger el pañuelo apresuradamente para restañar la sangre blanca del constipado.
—Pasará… pasará… —me dice ella cuando en el cuentagotas de la nariz se prueba que se tiene constipado. No quiere asustarme, aguanta todas esas cosas que siente que se remueven en su fondo, todas las antiguas y pequeñas ranas del constipado que resucitan, y los síntomas de atravesamientos y pinchazos con que ella nota que la profundiza el resfriado.
Yo me hago el distraído y procuro creer que ha pasado el constipado, porque el constipado es lo que mejor se vence si se olvida por completo, si no se fija uno nada en él, pero a veces no pasa y entonces siento que puede pasar lo que me temo.
LA BIBLIOTECA
PARECÍA una araña seca, de esas que cree uno que se van a mover, pero que después se ve que están muertas. El había tramado toda aquella colección de libros que le envolvían, y, sin embargo, estaba muerto en medio de ellos. A la araña le sirve por último de mortaja su propia tela.
—Doctor, doctor… Yo me siento seco por dentro, completamente seco… No puedo ni tragar un poco de saliva de vez en cuando, esa poca saliva que es como el petróleo de nuestra vida.
—¿Es que lee usted mucho? ¿Es que se está usted hasta las altas horas de la mañana trabaja que trabaja?
—Le voy a ser a usted franco… No… Estoy aquí siempre, sí, pero descabezo muchos sueños sobre los libros, y, sobre todo, miro sus lomos como el viejo verde que va a ver muslos de bailarinas a los Kursales.
—¿Qué calefacción tiene usted?
—Calefacción por agua caliente.
—Entonces no es eso… ¿Es usted casado y vive una vida de pequeñas ruindades y mezquindades al lado de su esposa?
—No. Tampoco… Yo no soy más que un viejo lector… He coleccionado mis libros y nada más.
—¿Y qué otros síntomas siente usted?
—Yo sólo siento que me van enterrando los días, que la tierra y el polvo me envuelven, que la caspa del tiempo cubre mi cabeza y me abruma…
Por las vidrieras herméticas entraba, tiñéndose con los colores de los cristales, una luz viva morada y rubia.
Los estantes de las librerías eran muy hondos y se quedaban con toda la luz, con los ruidos, con las palabras… Era como opaca y sorda la habitación por causa de las grandes librerías.
No sé por qué, mirando las librerías ya tuve la sospecha de que de aquellos recodos oscuros procedía aquella enfermedad que iba desustanciando y arruinando al pobre viejo.
Me acerqué a los estantes y quité un montón de libros de su sitio. Detrás había la espesa pelusa del polvo, esa lana que da como los carneros.
—¿Pero cuánto tiempo hace que no limpian esta biblioteca?
—Muchos años… Porque no dejo que lo hagan, porque me lo desarreglarían todo.
—Deje que lo desarreglen… Esas apretadas anginas que usted padece, esa sequedad, ese empolvamiento interior en que siente usted que va siendo enterrado, todo eso procede de este polvo sutil que hay detrás de las librerías… El polvo peor del mundo, el más maligno, el más fino, el que sabe colarse mejor en el alma y ahogarla como una polilla, como una carcoma imposible de extirpar.
LA LUZ AMARILLA
SE veía que yo era la visita más esperada. Yo creo que me acechaban detrás de la mirilla.
En seguida se abrió la puerta, la puerta del avaro, en que suena primero una barra, después u-na cadena, después el cerrojo carcelario y después, por fin, la llave.
La criadla me encendió todas las luces de la sala y me quedé, sin embargo, como a oscuras. Todas las luces daban un tono amarillo de ocaso fundido, de rescoldo de incendio a la habitación.
El pobre enfermo, ¿cómo iba a reaccionar en aquel ambiente?
Miré los retratos de los antepasados iluminados con aquella luz amarilla. Ninguno me ilustró sobre el caso que iba a ver. Todos ellos estaban derechos, erguidos, vivos, haciendo un esfuerzo sobre sus propias enfermedades y su muerte para seguir bien en el retrato. Su muerte, la muerte de que ya estaban indudablemente muertos no se veía en sus rostros. Se retrataron en el día en que más optimismo se siente, el día en que parece que se deja en el fondo de la máquina el temblor de la vida.
Todos, muy finos, me hacían la visita mientras sus herederos se preparaban para salir a la sala. La señora de la ampliación, que estaba sentada en el sofá central, hacía todo lo posible por hablarme, y me decía: “¿No ve qué buen día ha hecho hoy?
Por fin se abrió la puerta y apareció la señora de la casa.
—Salgo yo sola, porque primero quiero hablarle a usted de qué clase de enfermo se trata, sin que él lo oiga. (Pausa).
—No quiere que le vea ningún médico… No se queja de nada, pero yo noto que amarillea, que se a/paga, que cada día que pasa ha perdido su almanaque un mes o un año…
—Tengo que verle para darme cuenta de lo que tiene —la dije yo—; y siguiendo a la digna señora, que se puso en pie, pasé por los pasillos más oscuros, y por fin entramos en el comedor… El comedor estaba iluminado por una sola bombilla, y era de carbón, más amarilla que ninguna, como si el rescoldo del brasero iluminase la tertulia…
—¿Están siempre en este cuarto y con esta luz? —Si, es donde estamos todo el día… —¿Y a qué hora encienden la luz? —Pues cuando no se ve…
—Bueno, pues como ustedes saben que yo receto cosas que no suelen despachar en las boticas, no se extrañarán si les digo que lo que hay que hacer aquí es variar todas las bombillas de la casa, las que sean de menos de veinticinco bujías. En la habitación en que más estén, una de cincuenta, y en la sala donde me han recibido de cien…
Tanto el enfermo como su esposa me miraron como al que se mete en la economía ajena cuyos secretos no le importan; pero, en definitiva, me hicieron caso, y cuando volví me encontré al enfermo despierto, leyendo sobre la mesa iluminada del comedor, con los ojos brillantes y vivos.
No hay nada que mate más que esas luces amarillas, mortecinas, en las que la vida siente deseos de morir. Es peor una iluminación melancólica y amarilla que la propia oscuridad. En la selección que hace la muerte, elige a los que no se adaptan al imperio de la mucha luz, a los que no se defienden con ella.
EL RITMO DE LA ENFERMEDAD
—¡Doctor, parece que ha entrado en casa la peste! —me decían a coro las tres viejas solteronas amigas antiguas de la casa.
—Es que ha sido un año en que no hemos descansado de la enfermedad ni un solo momento, y nosotras hacemos la vida de siempre.
—Todo el invierno la luz de los enfermos encendida… Todo el invierno la bombilla cubierta por un periódico para que quede oscuro el lado de la alcoba, y sin embargo haya luz para ver las horas de las medicinas…
Se hizo una de esas pausas, uno de esos largos silencios a que era tan aficionada aquella casa, llena siempre de silencio y de un cierto olor a guisadillo de carne.
En la pausa fui dando la vuelta pesquisitoria hacia el secreto de aquellas gripes continuadas… Mi cabeza se fue volviendo, intencionada y fatalmente, hacia él reloj que sonaba en la estancia… Aquel reloj tenía ritmo de enfermedad… Yo sé cómo es ese ritmo, con el que de pronto comienzan a andar los relojes como entrando en marcha con mal pie… Yo también he estado enfermo cuando he oído el reloj así, porque me he puesto el termómetro y tenía fiebre.
Me levanté, en vista de eso, de la butaca burguesa, y abriendo la caja del reloj lo paré.
—Cuando quieran saber la hora, véanla en un reloj de bolsillo o pregúntenla a la vecindad… Que este reloj no ande más y ya verán cómo se alivian en seguida.
Y me despedí de las tres viejas solteras, a las que siempre había conocido sentadas alrededor de la mesa de aquel comedor, sacando de debajo del hule un papelito, leyendo de vez en cuando todo lo que allí ocultaban, estampas, hojas de almanaque, entregas de novelas…
LA CABEZA ENTRICHINADA
—Usted va a hacer su vida usual y me va a permitir que le acompañe… —le dije al ver que no podía encontrar la causa de aquella extraña sordera, complicada con ruidos de conversaciones “de otros”, como él decía, y seguida de violentos dolores de cabeza.
Le acompañé por todos sitios. Sus amigos no parecían ser contagiosos, y en los parajes en que se reunía y en que tramitaba sus negocios no veía yo tampoco el contagio.
—Ahora, ahora me comienza —me decía después de media tarde.
Yo buscaba la causa flotante de aquel mal, porque era la que me correspondía buscar, ya que mi enfermo venía tratado por todos los médicos verosímiles y había tomado las medicinas oportunas por si su mal procedía de la debilidad, del estómago o de la neurastenia.
—Ahora, ahora me comienza —me repitió más tarde—. Tengo que confesar que quizás durante un mes, todos los días me estuvo repitiendo esto, sin que yo diese con la causa.
Pero llegó “el día”.
Cuando estábamos en el café concurrido y céntrico de mesas enlutadas por la orla de demasiados amigos, él se levantó y se fue a hablar por teléfono como muchos otros días. Me levanté y me fui detrás de él.
La cabina del teléfono parecía ese W. C. que aquí parecen las cabinas públicas. Tenía escritos en las paredes todos los números de una gran lotería, y como todos querían ser el principal, el de la llamada más constante, la llamada del negocio de cada uno, todos eran vivos, grandes, clamorosos.
El llamó y se puso al oído la oreja negra del auricular. Esperaba, oía, se apretaba cada vez más el negro paladar para los oídos.
Tardó la Central todo lo que tarda en contestar cuando se trata de comunicaciones de los cafés, tan insistentes y tan de parroquinos, esos señores de alma fría y de vida tan alejada del teléfono.
En ese espacio de tiempo yo vi el origen de toda la enfermedad de mi cl
«Estos discos, estas preparaciones son los que yo llamo planetas, mundos, lunas que hay mezcladas a nuestra vida. Son los pequeños elementos de nuestro universo. Tienen los lagos, las montuosidades, las partes pedregosas de la costra terrestre. Sobre todo, las preparaciones de la sangre son divinas, variadas, con gran tipo de sustancia cósmica, conflagrada de modo distinto para formar mundos distintos. Las fotografías astronómicas que hace el doctor son estas aun con su apariencia de insignificantes panoramas».
—¿Quiere usted colgar el aparato y oírme a mi? —le dije.
Colgó el aparato.
—Todo lo que ha causado su enfermedad es el hablar en los teléfonos públicos de oreja contagiosa, sucia, llenos de la grillera alimentada por numerosos oídos… Alquile usted un teléfono, pero no vuelva a utilizar el teléfono de los cafés, en el que anida la trichina de la cabeza.
Mi cliente me obedeció, y desde entonces aquella cosa que sentía en la cabeza y que amenazaba con matarle, ya no le amenaza.
UN EXTRAÑO ANÁLISIS DE ORINA
LOS análisis de orina provocan en el enfermo confianza o depresión. Yo me sonrío de los análisis de orina y los leo siempre con una curiosidad que provoca la clase de documento que podían ser y que no son esos documentos. Ese encasillamiento, esa complicación que se hace de la persona humana son algo bien dispuesto, muestrario de algo que alguna vez será eficaz.
Hoy, los análisis de orina mejores son los que ponderaíi más las cosas y en los que figuran más componentes. El enfermo tiene ante ellos el consuelo de ver en cuántas cosas se desdobla, en comprobar que hay en él numerosas cosas que no sospechaba, como “nitrógeno ureico”, “ácido fosfórico de fosfatos alcalinos”, “ácido fosfórico de fosfatos terrosos”, “cal”, “magnesia”, “extracto seco”, “oxalato de cal”, “urobina”, “hemoglobina”, “mucina” y “substancias ternarias”. El enfermo se siente lleno de elementos que parece que será difícil que el médico extermine y amule. Se siente él mismo una botica con frascos, en cuyas etiquetas pone todas esas cosas. El ver su nombre escrito en la portada del análisis, el ver que casi nunca las cantidades de nada son grandes le da una gran confianza. Envía con cierta vergüenza, el frasquito ambarino y muy envuelto, al doctor, muy tempranito, y espera con inquietud el empadronamiento de sus sustancias tóxicas y medicinales.
A veces un descuido del marido en la noche imposibilita el análisis de la mujer, y viceversa. Es algo ese análisis, que se prepara con novelería, fe y esa pureza con que se prepara la comunión de la mañana tempranera.
Yo he visto muchos de esos análisis, y he pensado lo triste que debe ser encontrarlos en los papeles de los muertos, dactilografiados por dentro ya inútilmente.
Partidario de una medicina, sino contraria, diferente a la de los médicos, nunca había practicado el análisis.
Pero un día apareció en mí visita una mujer tan atemorizada, tan difícil de convencer de que no tenía nada, que desde entonces he impreso también mis análisis, pero con más cosas que los de los demás doctores y con varias hojitas. Son una verdadera novelita interior.
Pido a los más cobardes, a los más inconvencibles de mis enfermos que me envíen la orina, y yo hago mis observaciones, escritas en los libritos.
Gracias a este procedimiento he provocado la reacción de sus grandes depresiones nerviosas en mis enfermos y les he visto mejorar en el mismo momento de recibir mi análisis de orina.
—¡El análisis dice que no tengo nada!
Entre los enfermos tratados con análisis de orina hubo una vez uno tan disparatado, tan confundido por los médicos y tan confundido por sí mismo, que le hice un análisis especial:
Elementos peligrosos: cristalizaciones de seguridad de una enfermedad que no existe.
Cálculos intelectuales: cálculos formados por la distracción pensando en la muerte.
Segmentos: desprendimiento y segmentación de la vida por la duda de la vida.
Recuerdos retrospectivos: exceso.
Sedimentos de reloj: numerosos cálculos de varios relojes.
Aprensiones: aprensión de la pulmonía que ha obrado reflejamente sobre el riñón del lado atacado por la supuesta pulmonía.
LA SEÑORITA DE LOS TRAJES ESCOCESES
AQUELLA señorita iba siempre vestida con trajes escoceses, y de su sombrero colgaba un velo flotante. Su bolsillo era como un maletín, grande, con tipo de maleta antigua.
Yo la conocía mucho de verla con su traje escocés, y la llamaba “la señorita de Dickens”.
Iba por los paseos muy despacio, viendo lo que sucedía a sus dos lados, y mirando apenas de frente. Parecía temer que se disparase sobre el camino que llevaba, el buey de un carro, una rueda de automóvil o ese niño que, detrás del aro, no ve dónde se mete.
Lo que menos podía yo esperar es ver como médico a aquella mujer que me sorprendía en los paseos, y cuya sombra los días de sol era como su señora de compañía.
Cuando, después de pasarme el aviso misterioso de todo nuevo enfermo, entré en aquella casa, suponiendo mi enferma una de esas muchachas histéricas que imitan todas las enfermedades inverosímiles,
Cuando vi a la señorita del traje escocés con su bata escocesa sonreí como ante una antigua cliente.
—¿Es esta señorita la enferma? —pregunté a la señora anciana que levantó la cortina a mi paso.
—Si, esta señorita.
—¿Y qué siente usted, señorita?
—Que me muero.
—¿Y cómo siente usted que se muere?
—En que me estoy despidiendo todos los días de todas las cosas que me encuentro y que tengo a mi alrededor…
—Pero ¿y dolores?
—Muy hondos dolores.
—¿Pero dónde?
—En todas partes… Un día me desmayaré por esos dolores tan fuertes, y por eso llevo un frasco de sales siempre en mi bolsillo…
Entonces vi que tenía entre manos, sobre su falda, el bolsillo que lucia por los paseos, el gran bolsillo-maletín…
—¿Me permite usted que vea su bolsillo? —la dije con ese arranque atrevido que tengo que tener con mis enfermos, porque no es el pulso el que tengo que tomarles, generalmente.
La señorita de la bata escocesa hizo un gesto de miedo, de pudor y de pánico que me cohibieron mucho.
—La ha pedido usted lo que ella no abandona nunca, pues duerme con su bolsillo debajo de la almohada.
—Nadie quiere que revisen sus secretos, mamá…
—Tiene usted razón, señorita… Si no se tratase de que quizás en ese bolsillo está todo el secreto de su enfermedad, no convendría dejármelo… Pero yo lo pido, no como el novio celoso o coqueteador que abre los bolsillos de su novia por enterarse indiscretamente de todo lo que tienen y procurar encontrar siempre algún motivo de riña en esa apuntación tonta que hay en su carnet…
—Bueno, tome usted, si usted cree que en ese bolsillo está mi mal…
A la luz de la chimenea de leña, más que a la luz de la lámpara, que sólo iluminaba de cerca a la señorita “escocesa”, fui viendo lo que habla en aquel bolso. Salía de él un olor rancio, a fondo de baúl viejo. Espejitos, caramelos viejos, corrompidos, pinturas de los labios, deshechas como bombones estrujados; pañolitos distintos, retratos, recordatorios, estampitas, un escapulario rojo, una cuenta de cristal, el frasco de las sales, con una esponjita empapada dentro… Y más cosas… Retales distintos de telas escocesas…, rosarios…
—Vaya, todo al fuego —dije, después de haberlo arrojado todo a la chimenea…
La señorita “escocesa” se echó a llorar con gran desconsuelo… La señora anciana me miraba asombrada, pero al mismo tiempo encantada de que aquello se hubiera podido realizar sin que su hija hubiese estallado…
—¡Ah! ¡Y el bolsillo también! —dijo con puerilidad, en medio de sus lágrimas, la señorita de Dickens.
—También… Dentro de pocos días habrá usted perdido esos hondos dolores y esa inapetencia… Se habrá usted salvado en definitiva si, además, no se vuelve a vestir con tela escocesa. Ese traje es el traje de la que se despide de la vida, de la que aspira a ser la compañera de los muertos del pasado, de la que quiere irse al limbo de los personajes de novela que ya han servido…
En efecto, aquella señorita, vestida de azul y con un transparente bolsillo de malla de plata, respiraba un optimismo juvenil que no había tenido nunca, y la sombra que arrojaba sobre el suelo ya no era la sombra de una señora de compañía, sino la de una Diana ágil y desenvuelta…
EL NIÑO IDIOTA
MUCHAS veces me llaman en las casas aristocráticas para que salve al niño idiota. Generalmente no hay manera de hacerse entender del niño idiota, y cuando no encuentro ese resquicio que a veces se encuentra en los idiotas, les doy por desahuciados y me marcho con pena porque sus gritos me llaman, como si en su idiotez se hubiesen dado cuenta que ha pasado por su lado el único que podía haberles salvado…
A algunos les he podido salvar desenredando poco a poco con mis dedos largos el gran lio que se había armado en su cabeza…
El último caso que he curado ha sido el de un idiota que, siempre al borde del gran estanque del palacio, no dejaba ni un momento de tirar piedras al agua, saciándole un poco el ruido de los buches que hacía el agua al tragarse las piedras…
Noté que le reprendían y le apartaban en seguida del estanque, aunque, con esa malicia y esa sagacidad de los idiotas, aprovechaba la distracción de todos y volvía a tirar piedras al gran estanque.
—Manolín, quieto… Manolín, no seas malo…
En todas partes hay una gran incomprensión del idiota, por lo que se revelan como más idiotas que él los que no acaban de comprenderle.
—No tiene más preocupación que tirar piedras al estanque… En cuanto nos descuidamos, ya está.
—Bueno, pues verán ustedes —dije yo—: el único medio de curarle es dejarle que llene el estanque de piedras, que vea rematada su obra… Entonces ya verán ustedes cómo reventará su idiotez en el gran suspiro que salva a los idiotas…
Me marché, y sólo después de varios meses recibí la visita del conde, padre del idiota, y me dijo:
—No se puede usted imaginar lo difícil que le ha sido llenar de piedras el estanque… Ha dejado sin una piedra el jardín, y a veces cogía tierra para rellenarlo mejor… Ha trabajado como un desesperado, como un albañil que trabajase a destajo… Pero ya hace unos cuantos días sobresalió sobre el estaque, cegado, una especie de pirámide de piedras, y entonces el niño, sentándose sobre el remate de su obra, dio el suspiro que usted nos había anunciado y entró en razón… No sabe usted qué niño más sensato es desde ese día… Parece que después de haber realizado la misión de su idiotez ya no hubiese necesitado serlo…
EL GUIÑO DEL GATO
CONFIESO que la única vez que he sentido lo sobrenatural ha sido en casa de una anciana que me mandó llamar un día, a media noche, enviándome su administrador y un landó tirado por dos mulas.
Vivía en las afueras de la ciudad, en una quinta con tipo de huerta. No olvidaré aquella excursión como de cura que va a viaticar a alguien en el viejo landó, que olía a almohadones antiguos.
—¿Y qué tiene la señora? —le pregunté al administrador con tipo de cómico viejo.
—Vejez… Nada más que vejez —me contestó—. Ella dice que no; que es mal nervioso que la da sacudidas eléctricas, y que, sobre todo, la ataca en la punta de los dedos, en los que siente constantemente esas sacudidas de cuando se tropieza de mala manera con el brazo del sillón o con el borde de la mesa…
—Veremos —contesté yo.
Cuando la gran puerta de hierro se movió sobre sus carriles y la campanilla colgada de ella sonó como una loca, vi que corría un gato para avisar a su ama.
¡Qué triste le debería ser a la dueña ir a abandonar aquella quinta tan bonita, en tan grato oasis y bastante cerca de la ciudad!
Toda la casa olía a la casa bien puesta, cuidada, limpia, casa de campo en que se han quedado a vivir para siempre.
La escalera era la escalera ancha y optimista, por la que es grato subir y bajar.
—Que pase… Que pase pronto —oí que gritaba la señora anciana.
Pasé y vi a una señora que acariciaba a un gato con mano blanda e insistente.
—¿Y qué siente usted? —la pregunté.
—Pues como si me mataran haciéndome cosquillas… Muchas veces preferiría morir a sentir estas cosquillas horribles.
Oyéndola miré al gato, porque noté en él un gesto muy extraño, como de haberme guiñado un ojo…
—«¿Y por dónde cree usted que le entran esos cosquilleos? —Por los dedos.
Otra vez el gato, y esta vez clarísimamente, me guiñó el ojo.
Sentí que el enemigo allí era el gato, y como no hay cosa peor que indisponerse con un gato, y como aquella mujer no me habría hecho caso si la hubiera propuesto su muerte, me marché sin resolver aquella enfermedad…
DESPUÉS DE CARNAVAL
DESPUÉS de Carnaval tengo muchos enfermos que recurren a mi clínica extraordinaria.
Su alma, su ser, su vida se han quedado confundidos por causa de la mascarada.
Me es muy difícil en esos enfermos curar el engaño, devolverles la verdad, arrancarles el antifaz, desposeerles de la obsesión.
Desde el baile de máscaras está así —me dicen muchas veces en casa de los pacientes, aún con la elegancia de aquella noche en sus actitudes de enfermos, como con frac si son hombres, y con traje de baile si son mujeres.
Recuerdo una a la que le pregunté:
—¿Qué la dijeron a usted al oído?
Se puso roja, amoratada, vinosa.
—No se lo puedo decir, no se lo diré; no lo diré a nadie nunca; no se lo podré decir al mismo confesor.
Yo me empeñé. Insistí día tras día, porque el humor herpético que se le había declarado desde el día del baile iba a infectar su sangre. No había manera de hacérselo soltar. Cada vez era más vivo el sarpullido de su rostro, las vetas y los racimos de morado que la cubrían casi por completo.
Tanto, tanto insistí en que sólo echando de su cuerpo lo que la habían dicho al oído se podría salvar, que un día, después de pedirme que la prometiera, bajo todas las palabras de honor, que no lo diría jamás a nadie, me dijo las palabras afrentosas y de vida interminable que aún labran en su alma un placer sórdido, una pestilencia extraña.
LAS OJERAS
ME llamaron porque no se la iban jamás las ojeras. —Esas ojeras la van a matar —me dijo la madre—. Fíjese usted lo profundas que son y hasta dónde la llegan.
Ella, dócil a los temores de sus padres, se creía la muerta y echaba la cabeza sobre el respaldo del sillón. Me miraba desde los columpios de sus ojeras con mirada desvanecida.
Yo, sonriendo ante su perfecta belleza, no creí ni un momento en su enfermedad. Sólo me extasiaba ante su rostro plácido, que gozaba del gozo prohibido, de la voluptuosidad penetrante, de creerse morir en plena salud.
—Así es que, ¿qué cree usted que tiene la niña? Miré de nuevo sonriente a la mujer mimada y feliz, a la que llamaban la niña, y les dije:
—No tiene nada… Está perfectamente bien y es perfecta… Sus ojeras son las ojeras de la belleza, las ojeras que en la procaz belleza son la señal más optimista de que se sostendrá mucho en la vida la muy bella…
LA CASA DE LA IGNORANCIA
AQUELLA niña había entrado a formar parte del mundo sin saber lo que era el mundo, y sin que sus padres lo supieran tampoco.
Me di cuenta de que había entrado en la casa de la ignorancia cuando entré en aquella casa ilustrada salo por almanaques, y en la que todas las palabras eran tontas.
No tenían más que dolor aquellos padres. —¡Doctor, que se nos muere! ¡Doctor, que se nos muere!…
La niña aquella no tenía pensamiento, se veía que no tenía pensamiento. Era la niña de manteca.
Me enteré que, aunque tenía ocho años, no había ido nunca a la escuela y nadie la había explicado nada del mundo. No quería salir, y no salía ningún día; no quería comer, y la llenaban de besos para que probase un bocado.
Aquella niña no tenía ninguna defensa para la vida, y en la vida hay que defenderse desde dentro, tener pensamiento por lo menos, aunque sea un pensamiento tonto.
Aquella niña no tenía remedio, y, sin embargo, por ensayar más que nada mí idea de lo que influye el pensamiento en la vida, fui todas las noches a aquella casa y comencé a enseñar a leer a aquella niña
A, B, C, D, G.
Se veía cómo se agarraba un poco más a la vida, y su cara, enfurruñada y revuelta, se iba distendiendo.
A veces me daba pena oiría preguntar:
—¿La luna es un espejito que mueve una niña en el cielo?
Poco a poco, aquella niña reaccionó, y cuando supo leer estaba salvada.
Yo sólo la dije cuando estuvo curada: —Mira, sólo quería que aprendieses a leer para que me leyeses en voz alta lo que pone en este frasco:
“AR-DO-RI-NA … BAR-BI-ER … DO-SIS … PA-RA - LOS … A-DUL-TOS … DOS … CU-CHA-RA-DAS … Y… PA-RA … LOS … NI-ÑOS … UNA …”.
—Basta… Ahora recuerda lo que voy a decirte… No vuelvas a tomar esa medicina cuyo nombre ya sabes…, y tira este frasco a la basura.
Los padres, que la habían atracado de Ardorina Barbier" antes de que yo llegase, callaron ante mi consejo, y la niña obedeció, curándose.
EL AVARO
NOTÉ que era el avaro por cómo me dijo “Si usted me salva, le daré lo que me pida”. Noté que tenía esas manchas que les salen a los duros roñosos, ese herpético de la plata que es tan conocido.
Los especialistas de enfermedades de la piel no habían acertado, y habían dicho que era una gangrena incipiente. Sus ojos parecían de cristal e irse a caer de sus órbitas moradas, supurantes, lagrimeantes, como las de los sapos.
—Sí, mucho —me contestó.
—¿Usted quiere vivir?…
—Bueno, pues entonces me va usted a permitir que yo me meta en sus asuntos íntimos… Guarda usted demasiado dinero, como si fuese a vivir una vida de cien años, cuando, si sigue usted así, no va a vivir más allá de los meses crudos de este invierno… La primavera le aplastará…
—¿Y qué tengo que hacer?
—Gaste usted ese dinero… Dilapide usted… Sólo así, aunque se arruine, yo le aseguro que seguirá usted viendo la vida… ¿Y qué más le da ver la vida a los ochenta años sin dinero, que dejarla de ver muy pronto…?
—¿Y cuánto es su consulta? —me atajó.
—Nada; quiero que vea usted que no me guía, al recomendarle esto, más que mi deseo de que usted se salve… ¿No ve usted que sus herederos comenzarán a ahorrar ya en el entierro de usted?
Con esas palabras me despedí del avaro, que al poco tiempo me citó en una casa espléndida y me invitó a cenar con una damita repugnante que se había adaptado a vivir con el viejo, y que entre los numerosos estores de encajes que cubrían los huecos de los balcones y los que ponían como un gorrito bretón a los sillones en sus respaldos, iba también vestida de estores…
LA QUE LA DUELE AQUÍ
LA que la duele “aquí” se podría llamar a esta enferma que se me apareció, andando como Hamlet, en la tranquilidad de un domingo por la tarde.
—Vengo precisamente un domingo, porque supongo que hoy no le distraerán a usted los demás enfermos, y mi caso necesita que usted fije mucho la atención en él —me dijo de sopetón, sin abandonar su postura de Hamlet.
—¿Qué es lo que usted siente? ¿Qué antecedentes tiene su enfermedad? ¿De qué se queja usted?
—Me acaba de hacer las mismas preguntas que los médicos vulgares, que no acaban de curarme… No es esto lo que yo buscaba…
—Bueno. Dígame usted lo que quiera sin necesidad de que yo se lo pregunte.
—Yo sólo le puedo decir que me duele “aquí”.
Y al decir “aquí” ni siquiera tocaba el sitio, sino que con un vago ademán señalaba a su costado, en ese sitio en que no hay ningún órgano especial…
—Aquí tengo yo algo —continuó ella— que me va a matar… que me come, que no me deja dormir, que me tiene sacrificada… Y no me pregunte usted lo que como, ni nada, porque he seguido todos los régimes y no se me va…
—Así es que la duele a usted “aquí” —dije yo, señalando en ese sitio vago y sin entrañas.
—Sí…; “aquí”.
—Bueno; ya sé lo que es eso… Hay que operarla inmediatamente… Yo no soy partidario de las operaciones; pero usted es un caso desesperado, urgente, perentorio…
—Eso es lo que yo pensaba… Pues ahí tiene usted… Ningún médico ha acertado con ese diagnóstico… Mañana le espero en mi casa, dispuesta a que me haga la operación…
Nerviosa, lívida, pero sin perder su actitud de Hamlet, desapareció la mujer sin caderas a la que la dolía “aquí”.
En seguida llamé a mi amigo y le encargué el papel de ayudante. El se quería resistir:
—¡Pero si yo no entiendo nada de Medicina!
—No importa —le replicaba yo—; yo sólo voy a hacer el conato de una operación. No voy a hacer sangre, y voy a hacer como que le saco algo con visos de misterio. El higadillo de un cordero, por ejemplo… Se trata de un juego de prestidigitación…
Junto a la cama de la paciente, al otro día después de haber hecho la operación, recibíamos las caricias de sus miradas de gratitud.
—¡Oh! ¡Qué aliviada me siento!… Pesa menos mi cuerpo… ¡Qué ligera me siento!…
Yo sonreí satisfecho. Ya estaba curada la pobre dama a la que la dolía “aquí”. No sentía yo plena alegría, sin embargo, porque, después de todo, como al que se opera de verdad y de verdad se le arranca el cáncer, la misma cantidad de muerte quedaba en la pobre mujer, porque nunca se puede operar de la muerte; la muerte se queda fresca, sana, curada después de la operación admirablemente hecha…, pero dispuesta a matar.
LA NEURASTENIA
AQUEL hombre estaba neurasténico, y si no me encuentra hubiera llegado a la locura y a la consunción con que se consume una vela por la intensidad constante de su llama. El pábilo, además, le había crecido en la cabeza, y se había tumbado encendido, como sucede en las velas que se desangran por el colmillo.
Todos los médicos habían coincidido en darle la Kola Astier. La Kola no le servía de nada, y eso que la tomaba en cantidad como las mulas la cebada en el pesebre. La mascaba a todas horas, y así esperaba perder aquel deslumbramiento tonto, parado, inacabable de su cabeza.
Algo había encendido en él. Me hacía el efecto absurdo del que se ha tragado una bombilla eléctrica encendida.
Su cabeza, en los temblores que tenía de vez en cuando, hacía un zig-zag raro.
—Ahora paso aquello—me decía cuando le daban esos latigazos interiores.
¿Qué se mezclaba a su sistema nervioso que le ocasionaba esos tics, que había que convencerse que no se podían curar por los reconstituyentes ni por los ahorros esos que se le regalan a los nerviosos en frascos bien lacrados y caros?
¿Qué lombriz vaga e inmaterial —ni siquiera de esas inapreciables, pero materiales, lombrices nerviosas— se había mezclado a su espíritu?
Estudiando los días aquéllos en que contrajo la enfermedad, siempre salía a relucir una tormenta.
—¡El día de la gran tormenta de este Agosto!…
—¡El día de la gran tormenta de este Agosto!…
Pensé mucho en aquella tormenta, pero sin ver el rayo, cuando una tarde se asoció su temblor en forma de rayo con la idea de un rayo de verdad, un rayo de invierno, cuando el invierno no está lleno sino de los rayos que imitan de mala manera los troles de los tranvías en su contacto con el alambre…
El rayo que yo vi fue un rayo inalámbrico y auténtico y ya di por hallada la causa de su mal. Aquel hombre había visto el rayo con demasiada fijeza, sin cerrar el píloro de su alma.
Lo que tenía aquel hombre era la espina de un rayo clavada en el alma.
Entonces le tuve en la oscuridad durante quince días sin que le sorprendiese de día ni de noche una gota de luz, y así apagué el resplandor del rayo en sus entrañas.
LOS MUERTOS DEL INVIERNO
EN cuanto comienza este invierno de Madrid que se inicia a últimos de Septiembre, hay unos seres que se dan por muertos. Son difíciles de salvar esos hombres. Se sienten cogidos, copados, muertos. Se entregan de antemano.
Es muy difícil curar a estos enfermos que tienen un miedo cerval al invierno que comienza. Se mueren a chorros. Dicen el primer día de friolencia: ¡Qué frío va a hacer este invierno! ¡Cómo aprieta el frío!
Se guardan el que morirán, pero están seguros, ven en todo entierro su entierro.
Cuando alguna vez he ido a verles he visto que estaban muertos de antemano, que se hacían los muertos, que esperaban urgentemente la hora.
Querían abandonar el brasero, la habitación, que aun con burletes se llena de viento y de frío. ¿Por qué detenerles?
Habían mirado por última vez las cosas, se habían despedido de todo, habían hecho los últimos saludos a los amagos.
Estos enfermos de primero de otoño de Madrid, que llaman urgentemente al médico, no tienen remedio, son los muertos voluntarios y los que alquilan los primeros ataúdes.
Ha sido tan fuerte el modo que han tenido de entregar la vida el día gris que ya no pueden rescatarla.
—Después de todo —me he dicho yo ante estos enfermos imposibles— mejor es la contribución voluntaria de la muerte que la contribución obligatoria… Este hombre que así se pliega a morir es que va a descansar, es que se despide en su hora, degustando bien el panorama de Madrid cubierto por las nubes y por las caperuzas de los paraguas.
EL RETRATO
FUE muy extraño cómo presentí que debía curar a uno de los casos en que más brillante ha sido mi éxito.
Me llamaron de casa de un viejo amigo de café. No tenía nada, sino miedo; y para guardarle del miedo consentí en pasar aquella noche trabajando en su despacho mientras él dormía tranquilo sabiendo que yo estaba en la casa. Era el señor que ve por primera vez la sangre, y cree que está muerto, que le han matado de una puñalada, que echará un cubo de sangre después del primer esputo. Indudablemente estaba soñando con lagos y mares de sangre.
En el despacho yo miraba los cuadros, que eran iluminados por la lámpara de pantalla abierta por arriba. Parecía que les servían la luz unas candilejas potentes. Parecían asomarse al proscenio de la pared, representando papeles extáticos. Me miraban como al señor de las butacas sentado en una butaca de orquesta.
Sobre todo un retrato me miraba con súplica, convenciéndome, queriendo llevarme tras sí, queriendo que yo entablase con él —es decir, con “ella”, porque era una mujer la retratada— ese palique que preludia las grandes declaraciones de amor que han sido exigidas por unos ojos.
El ser lejano o próximo al que representaba aquel cuadro era indudable que tenía que pensar lo mismo que el cuadro y que dedicarme su fijeza. Aquel gesto y aquella pretensión no cuadraban con el cuadro. He visto muchos cuadros, y he sabido no engreírme con las miradas fascinadoras que dedican algunas bellezas inmortales a todo el que pasa.
La bella joven del cuadro me estuvo guiñando un ojo siempre que levantaba la mirada hacia ella. Después, cuando yo me quedaba fijo en sus ojos, éstos no se movían. En ese momento de sorprender de nuevo el retrato, y de sorprenderme de que cuando mis ojos parpadeaban hacia ella, ella parpadeaba hacia mí, y más del ojo izquierdo que del derecho, vivía ella, pero cuando quieta mi mirada y atenta, quería ver lo que había de verdad en su entornamiento de ojos, ya rólo la veía suplicante e inmóvil.
—Señora —dije, dirigiéndome a la esposa del enfermo, cuando pasó con una tisana, atravesando el despacho—, ¿quiere usted sentarse un momento aquí?
La señora se sentó.
—¿La mira a usted ese retrato?
—Caballero, esa señorita es mi hija… Vive en un pueblecito de cerca, en Getafe… La quiero mucho…
—Bueno… Eso está bien…; pero yo la pregunto si la mira…
—No. Sólo mira cuando se entra por aquella puerta del fondo… Su padre y yo nos paramos muchas veces en el dintel de aquella puerta para encontramos con sus ojos…
—Señora… La voy a decir una cosa… Su hija me necesita, me ruega que vaya por su casa, quiere, indudablemente, algo de mí…
—Pues ya lo sabe usted… Mañana puede usted ir a Getafe… Calle del Limonar, diez y seis… Siembre se ha quejado de un dolor aquí, en el corazón del lado derecho —como dice ella con una frase muy gráfica y muy graciosa—. No estará de más que la vea… Le daremos una carta.
Al día siguiente, después de dejar al contertulio tranquilo, y ya como con la herida cerrada y la laureada en la solapa, como en pago a haber derramado sangre, me dirigí a Getafe…
***
Al llegar a la puerta de la casa, y frente a la pequeña reja de cárcel que servía de mirilla, sentí todo el rubor de la visita. Realmente, ¿a qué iba yo?
La puertecita de madera del ventanillo sonó como una ventana que se abre… Ella, la del cuadro, apareció cuadriculada, como a la ventana de una cárcel de mujeres… Tal confianza sintió aquella mujer en mí, que, después de mirarme, y sin preguntarme nada más, me abrió la puerta y me rogó que pasase. ¡Si nos habíamos estado mirando toda la noche!
—¿Y qué desea usted? —me preguntó, cuando me senté en el sillón del despacho del esposo y hubo leído la carta de presentación.
Yo vi que ella sabía lo que yo deseaba, y que me lo había preguntado por cumplir.
—Pues yo soy un doctor, al que llaman Inverosímil, y al que sus padres han dado la misión de curar a su hija…
—Sí, es una pequeña molestia, un dolor como si me diese el corazón del lado derecho… ¿De qué será eso?
—Eso es que tiene usted el segundo corazón, el corazón de los pródigos.
—¿Y cómo curar esta apretazón que siento aquí? Una mano lo aprieta como una esponja chiquita y lo escurre sobre mi riñón.
—No tengo más remedio que aconsejarla una cosa inmoral, ya que no tiene hijos… Tiene usted que enamorarse de otras cosas; tiene usted que llenar ese corazón…
—¿Pero cómo se consigue eso?
—Pues sin rechazar lo que en usted es viejo afecto aceptar los nuevos afectos que necesita…
—Precisamente anoche estuve toda la noche con la mirada perdida, pensando en cómo amortiguaría este dolor que siento… ¡Cúreme usted!…
—Yo me ofrecería; pero yo necesitaría los dos corazones…
—Tómelos… —me dijo, ofreciéndome sus senos, como el joyero que ofrece en dos estuches diferentes dos joyas muy parecidas, pero desiguales…
Confieso que en aquella ocasión ha sido la única vez que yo he abusado de mi profesión, pero salivé del vacío del lado derecho a la más característica de las mujeres de dos sensualidades, de dos corazones.
EL CONSUELO DE LA MUERTE
—Si no hubiera estado inventada la muerte no hubiéramos nacido —digo yo, para consolar de su miedo a morir, a mis enfermos.
—¿Cómo? —me suelen preguntar ellos.
—Pues porque habría estado el mundo tan Heno de gente hace tanto tiempo, que nuestra generación de ningún modo habría podido nacer… Mucho antes de nosotros, un mundo lleno de gentes hubiera fijado el completo, enhiesto en lo más eminente de la vida… Si no hubiese sido por la muerte, no habríamos podido saciar nuestra curiosidad, y todas esas generaciones que esperan la vez, y en las que se repite nuestra curiosidad, no podrían ver nada.
—Sí, pero ¿y no ver lo nuevo?
—¿Lo nuevo?… Créanme que no merece la pena de esperar, después de todo… Lo que viene se parece a lo que pasó… Es como esas sesiones continuas de cinematógrafo en que se repite de nuevo la primera parte del programa al llegar a cierto punto.
Al fin parece que se dan cuenta y se resignan mh enfermos, cuando no dan ese latigazo con la cabeza, que es como el restallido de la vida que no quiero de ningún modo admitir esa posibilidad.
Entrando en ese trámite de consuelo, que es como la Extrema Unción, por medio de la palabra sencilla y sensata, recuerdo que se me murió uno de mis enfermos, de esos enfermos imposibles, a cuya cabecera me llaman, inútilmente muchas veces…
—La muerte —le iba diciendo yo— es precisamente el dejar de concebirla… Donde menos está ya la muerte es en el muerto… El muerto está ya al margen de la idea de la muerte… La muerte se queda en nosotros, que la miramos; él la arroja en manos de los vivos y se desprende de esa idea desagradable…
El enfermo se había puesto pálido, y sus ojeras se habían ido corriendo sobre la mejilla, como dos lágrimas sucias.
—La muerte… —dijo tartamudeando y con una voz desde el sótano de la muerte…,
No pudo decir más. Era aquello; lo había dicho inmóvil, así es que no se estremeció siquiera.
Nunca he oído decir "la muerte' con más claridad, más desde la muerte, con más vacía resonancia.
No olvidaré aquel “la… MU-ER-TE…”, que era el comienzo del párrafo de la verdadera definición, aunque realmente él me abandonó la palabra y se durmió, olvidado de la muerte.
EL QUE NO PODÍA DORMIR
SOBRE todo los que me llegan a decir “No podemos dormir” son los enfermos que más me
Es urgente y necesario salvarles. Yo sé que no tienen que ver nada con mi especialidad, pero me angustian. Veo sus noches largas de no dormir, aunque yo haya dormido bien.
—Luego anoche, mientras yo dormía, este pobre enfermo velaba desesperado…
—¿Qué hacer contra el no dormir? ¿Emplear las medicinas clásicas?
Oigo los pitidos, los estertores asmáticos del pulmón, el “llanto de niño” que se produce en el fondo del pulmón. ¿Cómo apagar eso?
Vienen con urgencia para no pasar una nueva noche de insomnio, para descansar esta noche. Yo les miro con pena, pensando que más fácil es que yo me quede esta noche sin dormir también que no que les cure lo imposible…
—No dormirán esta noche tampoco —pienso.
Sólo he resuelto el caso de un insomne terrible que me decía:
—No sólo cuento las horas normales, sino otras horas que son repetición de esas mismas… Las tres las oigo dar tres veces, con el intervalo de una hora cada vez que dan, y las seis también las oigo sonar tres veces, con el mismo intervalo de una hora entre vez y vez… Yo me muero si sigo así… Oigo los trenes lejanos que pitan ya frente al primer túnel… Me aplastan los tranvías y saltan sobre mí, cuando en el lugar de los cambios de vía dan ese salto tan parecido al de los barcos sobre la ola.
—Usted tiene el oído que no duerme… Es capaz de dormirse todo en usted, hasta su alma, pero no su oído… Tiene usted que cambiar el insomnio por la sordera…
—Mil veces la sordera. ¿Usted sabe lo que es oír despierto los sonidos que se producen en el bosque de los muelles del colchón y oír esos ruidos de aguas burbujeantes, espumeantes, glugluteantes que se sienten en el silencio, mido de mil depósitos de retrete inodoro que estuviesen chorreando constantemente.
Y le dejé sordo al pobre insomne, y durmió desde entonces como sobre el más mullido montón de algodón en rama del sueño.
EL QUE NO SABE NINGÚN SECRETO DE LA VIDA
¿Es que se puede no saber ningún secreto de la vida, y vivir?
—En cualquier momento te morirás —le diría yo a ese hombre que siempre se mira a la nariz al mirar a los demás, o a ese que se mira las uñas en cuanto se siente solo.
El que no sabe ningún secreto de la vida no tiene agarraderas. Si viene un viento un poco fuerte, caerá y lo barrerá el mar sobre cubierta.
Cuando encuentro al que no sabe siquiera un secretillo de la vida, lo desahucio, y después sé que la fiebre se le fue comiendo como un león. Fue todo él, seguramente, pasto de las llamas.
No saber, por ejemplo, que se debe mirar a todo lo que se tiene alrededor, al servicio, a los cubiertos, si se come; no saber que cuelga uno de todo lo que cuelga, y que hay que amarrarse a ello durante el día; desdeñarlo todo, pensar sólo en la ambición, gastar el tiempo en mirar las vetas de humo, etc., etc. Todo eso es peligroso y desleal. Todo eso y todas las cosas por el estilo hacen peligroso al hombre.
Hay que estar en el secreto de que hay realidad debajo de los divanes, de que el hombre que guía el carro que se borra entre los carros tiene personalidad; de que las ropas sirven a nuestra realidad, y sin su realidad desapareceríamos de pronto. Hay que estar agradecidos hasta al reloj.
Todo el que posea muchos secretos sencillos de la vida debe estar tranquilo, porque verá morir a muchas gentes alrededor suyo antes de que le toque a él.
Los que se amarraron bien a cada farol, a cada esquina, a cada fondo de portería, son como los barcos de los que salen veinte maromas que les atan a las grandes setas de hierro del puerto.
EL TÍO DEL IMPERMEABLE NEGRO
NO acababa de comprender qué le pasaba a aquel hombre largo, largo, siempre con traje claro y con unos bigotes como dos cuernos en su rostro agudo y alargado. Era un hombre triste, equivocado en todas las cosas, y que no hacía falta en la vida, ninguna falta…
No se alimentaba de la vida aquel hombre; no aceptaba su parte de aire, de luz, de vida, algo que no es el alimento, ni el agua, ni la medicina.
Aquel hombre parecía el hombre metido en un canuto.
—Asómese más al balcón —le dije yo, por decirle algo, sin acabar de comprender en qué podía consistir su mal,
El hombre largo, de bigotes como cuernos de cabra de los Pirineos, señalaba atrozmente las arrugas que tenía a ambos lados de su boca, desde las comisuras de la nariz, cuando hablaba de su enfermedad.
Sólo el día que le vi por la calle, corriendo por ella, bajo un cielo despejado, con un impermeable negro, me di cuenta que era ese hombre de negocios que se pone el impermeable todos los días y se ahoga dentro de su impermeable, porque, además su impermeable es como de piel de foca, negro, abrumador, apagador de la vida, gran creador del reuma.
EL NOCTÁMBULO
LAS horas hay que tenerlas muy en cuenta. Hay horas malas para un hombre, y otras que son buenas para él, variando esto de unos a otros. Esa hora antipática, fría, irresistible, que es en la que, si puede, se marcha del mundo el enfermo, y la que, en definitiva, será su última hora, hay que saberla encontrar.
Yo me doy cuenta de esa hora como nadie, y sé que no es la hora en punto y limitada por los momentos precisos en que suenan dos horas; es una hora que oscila entre las ocho y veinticinco y las nueve y veinticinco, o entre las tres y cinco y las cuatro y cinco.
Salvada esa hora, todo está salvado. Es por donde hay que construir el puente.
Todos creen que la del alba es la hora fatal para todos. No. De la fosa común del alba ya hablaré y pintaré después el momento decisivo.
Entre los casos que no se hunden en la fosa que se abre en el alba para acoger a los moribundos, no olvidaré el del noctámbulo.
La familia había llamado a todos los médicos; pero aun con eso se moría aquel hombre joven, animoso, que hacía llorar con su alegría.
Yo entré con confianza en aquella casa, y al dejar el bastón en el perchero produje ese ruido qué sé que les anima a los enfermos.
El pobre muchacho, moreno, de ojos sin veladura y de frente ancha, me miró, sin poder mover la cabeza ya. Era ya la estatua yaciente, fija y como atornillada al hueco de su almohada.
Su hermana me fue contando sus costumbres:
—De noche va mucho al café y después está trabajando ahí arriba hasta las cinco y las seis de la mañana… Muchos días para dar un apretón de manos a la mañana —como dice él— se queda hasta las siete…
El pensaba en sus noches con ese enternecimiento que sugiere la noche, la hora del gran espectáculo.
—Bueno; pues yo, que también soy trasnochador —dije yo—, me voy a quedar velando al enfermo, y voy a saludar también a la mañana…
En una butaca baja, pero cómoda, una de esas butacas impares y descabaladas que buscan los rincones discretos de las alcobas para acabar su vida, fui viendo desfilar las horas de aquella noche. Procuraba hablar poco con el noctámbulo, aunque sus ojos eran los de un búho que ve, que lo ve todo…
—¿Qué ve usted en el techo? —le preguntaba yo de vez en cuando.
Y él, como si en el techo estuviese la pantalla del cinematógrafo, me contestaba con gracia, contándome cómo era un amigo suyo o cómo era el libro que estaba leyendo…
Así estuvo lúcido, valiente, como si a esa hora despachase con la noche, acostado en su cama, como si estuviese sentado frente a su mesa de despacho.
A las seis y media se durmió, y estuvo durmiendo hasta las diez, y a las diez se puso desazonado, soliviantado, despiertos todos los pitos de su pecho, despierto el estertor. Toda la familia se congregó alrededor del lecho, agarrados todos a los fríos barrotes de la cama. Todos me miraban, implorándome y desconfiando de mí. ¿Seria como los otros?
Por el balcón entreabierto yo miraba la mañana de las diez, porque tampoco la conozco apenas. Echaba cuentas mentalmente… “Si este hombre se acuesta a las seis y media de la mañana, a las diez es su hora fatal. Los otros médicos no se han dado cuenta de este cambio de naturaleza, y han querido evitar la recaída común, que lo clásico es que coincida con el atardecer y con el alba”.
Me dirigí al enfermo:
—¿A que a las diez de la mañana es cuando siente usted la mayor pesadez mercurial, hija de esa hora argentina, argentina como lo es lo mercurial, también plateado de color, pero que en tan gran cantidad como está en las diez de la mañana, la hace abrumadora, aunque radiante?
—¡Odio las diez de la mañana en la ciudad!… ¡En el campo, si es muy amplio el horizonte que tengo delante, las soporto y hasta a veces las admiro! ¡Aquí odio las diez de la mañana! —dijo desde su hundimiento, los ojos como los relojes a los que se ha quitado el cristal y el cerco…
Las diez de la mañana, implacables, ponían su nieve de alegría en la mañana de invierno.
“Peligrosa hora ésta de las diez —pensé yo para mí—, la más peligrosa quizás de todas… Hora enconada para poder reaccionar, hora que se echa encima del débil que tiene la desgracia de estar despierto durante ella, y que le aplasta y le pone la rodilla encima”.
Lo que si me daba esperanza es que aún estaba por probar la resistencia del enfermo en la hora del recargo.
Al día siguiente le preparé desde por la noche, como el que cuida al que decide desayunar antes de acostarse. La comida floja, a las dos de la tarde, que es cuando se levantaba, y la cena, fuerte, a las nueve de la noche, que es cuando estaba en sus diez de la mañana naturales… A las seis y media de la mañana le di la quinina, le preparé todas las resistencias…, pasó dormido por las diez de la mañana que era su madrugada peligrosa, y a las dos y cuarto de la tarde no se había despertado; dormía tranquilamente y había pasado por primera vez a convaleciente.
LAS MIRADAS
AQUELLA jovencita estaba exangüe, envuelta en la manta del último viaje, con un calientapiés como los de los antiguos vagones de tren debajo de sus pies. Me miró hondamente y noté que su mirada se quedaba colgada a mi mirada como un racimo. No era aquella mirada de pasión, sino una larga mirada, una mirada copiosa, inacabable.
—¿Y mira así siempre a todos? —la pregunté de sopetón a su madre.
—Sí. Siempre —me contestó la madre—. Ella me regula mirando distraída, con la cabeza baja y los ojos puestos en mis ojos, como si diesen a sus miradas el abrazo que da el marco de gruesa concha al cristal de unas gafas.
—¿Siempre así? —insistí.
—Siempre —me repitió la madre.
Entonces me puse a pensar en lo terrible que sería esa misma mirada derrochada en todos lados. En el tranvía, cambiada con los que van en la plataforma y les van sucediendo y todos succionándola como vampiros de los ojos descuidados y generosos. Sin que fuese apasionada aquella mirada, la había ido haciendo perder esa especie de ahorro de miradas mezcladas a esencia de espacio, que es el porvenir. Se puede mirar a muchas cosas constantemente, con interés, con atención, con idea de lo que se mira, porque así lo que se mira tapona y cierra la mirada; pero tener esa mirada sucesiva, sin final, sin límites, es perder la vida como quien se desangra.
—Esa mirada es la que va a matar a su hija… Hay que acostumbrarla a ver las cosas… A apartar a tiempo la mirada de las gentes para ver las cosas… ¡Ni una mirada que no vea lo que mira!
—«¿Pero cómo, si ya es una costumbre inveterada?
—Pues vendándola los ojos como cualquier pretexto —dije en voz muy baja a la madre—. Con los ojos vendados irá reaccionando, reaccionando, y la verá usted volver a cobrar la expresión.
LOS MICROBIOS
EN mi laboratorio he estudiado mucho los microbios, y mi opinión es que son una cosa inofensiva, encantadora, ingenua, que mata.
Nos debe consolar esta gran inocencia que tiene el microbio de que ocasiona la muerte, esta fe que tiene en que vive en su mundo. Yo les he mirado en mi microscopio de Wernich, con el triple lente perfeccionado, y les he visto alegres, confiados, acampados en un universo del que han tenido la revelación humana.
Son entretenidos y curiosos. Yo, más que su física, he estudiado su psicología, su carácter, su expresión, el sentido optimista de su vida.
Hay microbios alegres de enfermedades terribles, que si me atacasen a mí, yo creo que sonreiría en medio de mi agonía y encontraría consuelo en pensar en cómo estarían de alegres mis microbios en la “kermesse” de mis entrañas.
Hay microbios lentos, reflexivos, desconfiados, con andares de pantera, que me son menos simpáticos; pero se ve que ellos no han elegido su sitio, que ellos no han venido de lejos con la fiera intención de guarecerse precisamente en nosotros, sino que de pronto se encontraron en nuestro país interior y tuvieron que aceptar el ser nuestros indígenas.
Hay microbios que son como focas; otros que son como los alegres geómetras que surcan las aguas como balandristas consumados; microbios que son como ciclistas; otros que hasta parecen personas que se pasean. ¡Qué enormes hormigueros! ¡Qué interminables caravanas!
A lo que más se parecen son a los trabajadores que hacen algo en los alrededores de un rio, en la fértil campiña de unos lagos. Pobladores de los valles también parecen casi siempre.
Lo único que son es feos. Eso si. Sus rostros no tienen nada de nosotros. Son de algún modo nuestros hijos y no se parecen. Tieneli generalmente rostros de Thenia y cara de serpiente, monstruoso tipo de gran pulpo, aspecto de calamar, rostro de avispa, cabeza de galápago.
¡Cómo juegan en su valle! Juegan y aprovisionan cosas que comer y comer a todas horas, porque la tierra en que asientan es comestible y les sirve de alimento.
Los malvados somos nosotros. Si nos dejásemos llevar de un criterio de justicia superior no intentaríamos extirparles. ¡Ellos son tantos y no ponen en peligro sino a uno! Hay medicinas, hay inyecciones que son como una “mina” que estallase en medio de ellos, sembrando de cadáveres todos los alrededores. Su actividad se paraliza primero. Se ve que han sido envenenados y que sufren las consecuencias finales.
Los microbios son dicharacheros, son futbolistas, son corredores de carreras a pie, son nadadores, son andadores de grandes distancias, son mineros, sólo por la soldada; son constructores de pozos, son patinadores, son comedores de la tierra en que residen.
Casi todos los microbios hubiesen pasado inadvertidos si no se hubiese inventado la manera de vestirlos, de destacarlos, de teñirlos. Ha habido y hay grandes acuarelistas de los microbios, y constantemente hay algún grande hombre que inventa alguna manera especial de teñir los más negados a eso. Se nota en ellos el sobresalto y el orgullo de estar vestidos de colores.
Los microbios se enteran de todo. Los microbios comadrean durante todo el día.
—Pues mira, hoy está perezoso —se dicen.
—Pues mira, hoy va a salir de paseo.
Bajo nuestra serenidad ellos batallan y se matan, se matan y el morir tiene en ellos toda, toda la importancia que en cualquier otro caso tiene la muerte.
No hace mucho el profesor Richet proponía que se cambiase de antisépticos porque los microbios se han habituado a ellos.
Da pena la lucha obstinada contra los microbios y parece mentira que el temor de morir sea tan negro. Viviendo espiritualmente con los microbios, con el gran ojo de relojero puesto en ellos se les toma cariño y casi se convierte uno en un microbio más entre los microbios.
Viéndoles, he pensado muchas veces que deben ser muy irónicos, y quizás lo que les divierte y lo que les mueve más es la ironía.
¿Su origen cierto? Parece como si hubiesen sido originados por la pluma aburrida de la Providencia, su plumilla de dibujo. Son una demostración de fantasía variadísima, de insuperable imaginación.
Quizás fuera de nuestro cuerpo, en nuestros tubos de ensayo, en esos Hoteles Falaces a cuarenta grados, que son nuestros criaderos de microbios, no obedezcan más que a la extinción de ciertas medicinas y ciertos preparados; pero en el fondo del cuerpo obedecen a ciertas ideas, les hace benignos el optimismo, les neutralizan esas corrientes de una electricidad personal de que somos dueños y que una cierta idealidad hace eficaz y la torpeza inutiliza.
Somos por dentro algo así como un museo oceanográfico, profundo, subterráneo, con sus ventanas de cristal al agua, en que diferentes seres se mueven, tienen su egoísmo, viven su literatura.
Yo tengo hecha una clasificación psicológica de los microbios, y tengo los malditos, los bobalicones, los locos, los admirativos en forma de o, los que son como la puntuación confusa de nuestra vida —puntuemos bien todas nuestras ideas y nos dejarán tranquilos—, etc., etc.
Nada más sabio que esa decoración de los microbios. Yo he intentado a veces hacer microbios falsos, pequeños rasgos de la pluma sobre el papel blanco, y nunca me ha dado el conjunto de esos rasgos, la impresión de microbios. Cada microbio supone un tipo de letra, un signo, un número, algo profundamente lógico. No nos morimos por lo arbitrario, por algo que se improvisa en nosotros mismos, sino por una profunda lógica, escrita con la letra auténtica, autógrafa de la naturaleza. Como se ve, podemos morirnos resignados y satisfechos. La orden de morir es legítima, pura, inocente, no merece que nos incomodemos mucho.
LA BURBUJA
No he encontrado en ningún libro nada de esta enfermedad que es origen de muchas muertes.
Yo he comprobado en mi larga experiencia que hay muchos que se mueren por la burbuja.
¿Qué es la burbuja? Es algo que casi no podemos atajar, pues nadie nos llama cuando se la siente henchida en nosotros. Si me llamasen en esos momentos no hubieran muerto muchos que han muerto sólo por la burbuja.
Esa burbuja es una burbuja, esa ampolla medio de cristal, medio de liquido, medio de aire, medio de nada que un poco de aire inventa. Cuando esa burbuja se forma en los centros misteriosos de la vida, ¡cómo corre por todos ellos viva como un globito interior que juega como lo ingrávido en un ambiente así como el del fondo del alma!
Sólo un globito de ésos, de aire y de nada, mata a muchas gentes. Generalmente formado en las entrañas o en los vacíos sube hacia el corazón, y cuando se rompe su burbuja rompe ese equilibrio y esa marcha tan débil del corazón, y es, aunque sea una sutil burbuja la que ha estallado, algo así como una bomba contra el mismo corazón.
Hay un momento, cuando se siente la burbuja en el corazón, que tiene remedio la muerte. Haciendo exhalar esa burbuja, suspirando con suspiros hondos, se la deshace, se la airea y evapora. Si aun así no se deshiciese, hasta se podría intentar una simple abertura del pecho en el lado del corazón. Esa es una operación sencilla, y con sólo abrir un minuto una brecha ahí, el peligro habría desaparecido.
Se podría decir que esa burbuja es algo así como el hipo del alma suelto y esparcido por todo el cuerpo.
Muchos se salvan muchas veces de esa burbuja que aprieta su corazón, que lo quiere levantar, que se pega en él y lo angustia largos ratos, como si él sintiese esa tirantez del pequeño vacío globeal que quiere estallar. Las viejas suspirosas, esas viejas que sin ton ni son llenan las casas y las iglesias de suspiros, de unos suspiros que son enrarecedores de la vida como el ácido carbónico, son las que más viven, porque así se desprenden de esa burbuja fatal que sonda el corazón, que hasta parece penetrarle y querer estallar en él.
LA SIESTA
TODO el que duerme la siesta se lo calla. Yo es esa una cosa que tengo que saber y por la que pregunto siempre. —¿Usted duerme la siesta?— ¡Pero no sabe usted que imitando dos veces la muerte, durmiendo dos veces, está usted mucho más cerca de caer!
Estas y otras palabras digo siempre a los que duermen la siesta, la bárbara costumbre, que suprime el mundo demasiado, la cosa más debilitadora y más nociva. El que duerme la siesta está mucho más descuidado, ha perdido una vigilancia que debe tener.
Ha habido muchos casos de esos de quedarse muertos en la cama, entre las gentes de sueño copioso.
Yo recuerdo una mujer que dormía una honda siesta. Aquella mujer no era mi cliente, sino mi amante.
Tenía la costumbre de dormir la siesta, y como no creía en mí tío me hacía caso ninguno cuando la indicaba que acabase con esa costumbre. Observé en ella las condiciones de la siesta y me di claramente idea, por sus despertares de todos los días, de cómo se sale de la siesta de una enfermedad, de una especie de pesadilla, de una pereza crapulosa, y por eso el que se levanta de la siesta tiene un poco reblandecido el cerebro y toma un marcado aspecto de convaleciente.
El tipo de aquella mujer durmiendo era el de una muerta. La transición entre la vida y la muerte se veía que no podía ser más veraz, y sus ojeras en el sueño eran más profundas y hasta su vientrecillo sin corsé se hinchaba un poco.
En una de esas siestas, como yo esperaba y me temía, se quedó fría y muerta aquella bella mujer, ¡Ah, las siestas!
EL AMANTE
EL marido me recibió muy solemne en el despacho con mesa de ministro, tristes butacas de gutapercha negra, reloj de témpano en la mesa, muy agrandada la hora, como con lentes de miope, en la gruesa bola de cristal. En la pared roja, el reloj de pared era de esos de despacho, en que en una especie de sarcófago de niño se mueve una péndola que parece un termómetro de adorno.
El marido se rizaba seis bigotes indeterminadamente, pues de los lados de la barba destrenzaba él en la distracción y en la nerviosidad varias guías.
Me explicó la enfermedad.
—No responde a ningún medicamento, pero tampoco se agrava… Su enfermedad está estacionaria en lo grave desde hace un mes… Yo no me aparto de su lecho…
Pasé a su alcoba. El estucado rosa tenía más brillos de panteón que ninguno. La cama se movió y tuvo sus chirridos de alegría, de esperanza y de impaciencia al ver llegar al nuevo doctor. Todo había sonado a que la paciente se había incorporado, pero no, se había colocado bien.
Era una mujer bella, aunque por causa de la larga enfermedad los huesos habían señalado su dibujo en el rostro.
Estaba grave, con una fiebre de tipo permanente. Su pulso se desgranaba en los garbanzos grandes de las grandes pulsaciones, coagulándose en su violencia, aperlándose cada palpitación.
Mujer fuerte y grande, debía tener pies muy grandes, por cómo levantaban la sábana y la colcha como los pies en mármol de las estatuas yacentes.
Reconocida la enferma y el caso, me fui. No veía nada de particular en él; pero a través de los días, frente a aquella desesperante enfermedad sin mejoría, pensé que allí había algo que no la dejaba romper, que la crisis estaba evitada y quizás el marido, aquel marido que se rizaba como la lana de unas barbas de astracán todos los mechones de su barba, debía tener la culpa de esa parálisis de la enfermedad.
—Ahora, como médico, le recomiendo que salga… Va usted a caer como su esposa… Además la sentará bien estar sola…
El marido, por fin, salió con su abrigo de paño de cura y piel de ardilla, y yo entré entonces en la alcoba y la dije a la mujer sin más ni más:
—Necesito que usted me diga dónde vive su amante…
La mujer, pálida, destapada, con la espalda al aire, me miró como si la fuese a matar con los mismos derechos bárbaros del marido. Extendió los brazos como para parar las numerosas balas de la browing, y después me dijo el nombre de él y la calle en que vivía.
—Lo voy a traer —la dije. Ella entonces se encogió hacia la almohada, sentándose en la almohada como en un diván y pegada a la jaula de la cabecera enverjada de la cama me miró con pánico.
—Se lo voy a traer, si; pero no para reconstruir la escena del adulterio… Yo no soy un juez, yo soy un médico… Lo voy a traer como practicante mío y se van ustedes a ver… Después me tiene usted que prometer que será prudente, si no la segunda crisis no podría resolverse… ¿No comprende usted que acostumbrada a este amor, el día que él esté completamente ausente en su enfermedad tendrá usted más probabilidades de morir que de vivir?
Fui por el amante que sorprendido y creyendo que yo era el marido quiso huir por el balcón como los héroes de drama —balcones sobre el nivel de la tarima incomparables con un balcón verdadero, a veinte metros sobre el nivel del mar.
— Soy el doctor —le dije— y necesito que se vean ustedes… Hay mujeres que mueren por no ver a su amor verdadero en los momentos de peligro… El que las vele su marido es lo que más las mata.
En efecto, a los pocos días estaba buena aquella mujer.
EL CANONIGO
—Yo no sé qué tengo, pero no siento apetito ninguno y estoy desconcertado… Sé que si sigo así me moriré… —me dijo el buen canónigo vestido de morado.
Se veía que aquel hombre estaba demacrado, con rostro de vieja que se va a morir, con azulosidades bajo los ojos como las que tienen las monas en las ojeras. Veía que se iba a morir y, sin embargo, me hacía gracia su traje morado, el más absurdo de los colores. Sentado con confianza en el sillón de su casa, se veían sus zapatos de hebilla y sus medias moradas estrepitosas y demasiado toreras.
La librería pequeña llena de libros pequeños, una mesa con el Cristo en el palo largo, un gran baúl y un armario de pino, eran con el lecho todos los muebles de su habitación.
—¿La patrona le trata bien?
—Muy bien. Es mi madre.
—¿Qué libro es el que más lee?
—Unas meditaciones… Pero apenas paso de la letra de lo que leo porque mi mal me distrae mucho y no me deja coordinar pensamientos.
En aquella habitación sombría y en todo parecida a la de una casa de la provincia, parecía un doctor de las viejas universidades… En conjunto era como uno de esos cuadros que hacen a los obispos para figurar en la galería de la Catedral donde están todos los que han sido jefes de aquella diócesis.
—¿Dónde está el mal de este hombre? —me preguntaba yo.
Estuve con él toda la tarde. Volví a hacer su día normal. Le acompañé a la catedral, di los paseos del anochecer con él en compañía de otros canónigos desgastados, de esos que se pisan los manteos por delante.
Nada. No veía en qué pudiese consistir aquel mal. Entonces pensando que todos los síntomas eran de que el mal le entraba por los ojos, me paré ante el morado y no con la mirada inocente con que siempre había mirado ese color, sino con todas las sospechas.
El morado es un color deletéreo de profundos estragos. Es quizás el único color que ve el alma y que la aflige. Es tan disolvente en quien penetra que borra todas las otras ideas y queda como un gran lamparón flotante.
—O usted deja el morado —le dije— y huye de todo lo que se mezcle con ese color o no se le curará a usted esa misantropía y esa desgana que acabará por matarle…
Me escuchó con tan firme convicción que retrocediendo en su carrera pidió un curato de pueblo para acabar sus días.
EL CANDADO DE LETRAS
QUÉ ha pasado? —pregunté a la criada al entrar.
—Que está “ido”, señor doctor —me contestó la doncella.
—¿Cómo que está ido?
—Sí, que está loco el señorito Fernando. Entré apresuradamente en el comedor en que solían estar reunidas todas las hermanas, porque los hombres de la casa casi siempre estaban ausentes.
—Nosotras que siempre le hemos oído con curiosidad y en visita, nunca hubiéramos creído que íbamos a tenerle que llamar para un caso que tanto interesa a nuestro corazón…
—¿Pero qué pasa? Acaben de decírmelo…
—Que Fernando está loco hace días… No sale de su cuarto y no hace más que pensar como queriendo recordar alguna cosa…
—¿Le puedo ver?
—Pase.
Y pasé a una alcoba con un gran armario de pino, una mesa y una cama. Quince pares de botas en fila, ocupaban la habitación a lo largo del zócalo.
—¿Es esa su manía? —pregunté señalando las numerosas botas que parecían hacer suponer a un piquete en fila y presentando armas, o mejor dicho, a esa primera fila de marineros que guardan la mayor compostura el día de pasar revista en el barco…
—No… Esa es una costumbre inveterada en él… Su gran lujo es el calzado… Tiene orgullo en poseer más pares que nadie… —me contestó la madre.
—No tiene manía —repuso una de las hermanas; —sólo busca una idea, se quiere acordar de una cosa…
—Déjenme solo con él —dije yo, y cerré la puerta detrás de la madre y las hijas, quedándome a solas con el ensimismado.
Me senté frente a él, rebusqué entre los papeles de encima de la mesa, revisé los libros de su pequeña librería de alcoba… Nada importante… Di varias vueltas a la habitación y de pronto vi que el armario de pino se cerraba con un candado de letras. Me asomé entonces a la puerta y llamé a la madre y a las hermanas.
—¿Qué guarda en ese armario?
—Todo lo que más quiere… Ahí tiene guardada desde la primera carta que recibió hasta la última… Todos los tesoros de sus recuerdos, de sus excursiones, de las fiestas raras a que ha asistido, teniendo una gran colección de regalos de cotillón… Como no le gusta que nadie le ande ahí, tiene hace tiempo ese candado de letras.
—Pues en ese candado está toda la clave de esa especie de pasmo histérico en que se ha quedado… No le servirá ningún revulsivo, ni ningún antiespasmódico… Sólo le salvará que encontremos el nombre con que cerró su candado de letras y se lo hagamos entender… Es su razón ahora la que está cerrada por un candado de letras cuyo nombre se ha perdido…
Toda la noche estuvimos haciendo cálculos de lo que podría haber pensado. Pregunté todo lo que había pasado en su casa y alrededor de ellos durante los últimos días. Mandé llamar al amigo que iba con él siempre. Más de diez mil palabras repetimos en su oído sin poder articular las letras de su silencio con el nombre de la clave.
—Algo lejano, y que por el contrario no le es familiar, es lo que ha pensado el pobre… “China” —le dije con rotundidad en el oído, y Fernando se movió y se dirigió a su armario abriendo el candado de letras. Después nos saludó, y su madre llorando se abalanzó a él gritando con alegría y dolor, de nuevo después del parto: “¡Hijo mío!”. “¡Hijo mío”!
EL JOROBADO
UNO de los casos más difíciles que se me han presentado fue el de un jorobado.
Le habían visto todas las eminencias nacionales y extranjeras, porque aquella joroba era misteriosa, extraña y pesaba sobre su cerebro atrozmente. De lo que él se quejaba más era de una imposibilidad de pensar tan tenaz y tan fuerte, que casi era irremediable y además crecía de día en día.
Todos los médicos habían coincidido en que aquello era un caso de locura provocada por la joroba, algo así como la mala influencia de un bocio enorme, sino que en vez de estar al frente, estaba a la espalda del enfermo.
Me lo llevaron ya debilitadísimo, con una terrible expresión de dolor en la nuca.
Le hice unas preguntas. Casi no contestaba acorde. Se notaba que su joroba le distraía y tenía un modo de volver la cabeza como consultándola.
Pasó por mi imaginación la idea de que en su joroba tan alta y tan cercana a su cabeza, de esas jorobas enguizcadas y engalgadas que parecen que quieren ser otra cabeza, se había fraguado una competencia a la cabeza.
Estudié el caso. Me quedé con el jorobado en mi clínica y le vi jugar como un mono serio y formal sólo con sus manos. De vez en cuando pasaba por mi imaginación el célebre perro del médico ruso, el perro descerebrado que vivió durante mucho tiempo ciego, sordo, un tanto inmóvil hasta que creó su segunda naturaleza, gracias a nuevos atisbos.
Por fin me decidí a operarlo y le saqué el cerebro, un cerebro muy pequeño, sin esos pespuntes negros que tienen los cerebros para embastar las circunvoluciones, es decir, un cerebro sin los hilillos venosos de esos cerebros. Cada vez se comprobaba más mi versión del segundo cerebro de la joroba.
Fue larga la convalecencia, difícil, siendo muy asustante para mí ver aquella máscara perfecta sin nada detrás ni dentro, aquel hombre —que ya era otra cosa que un hombre—. La formalidad del operado ya no estaba mezclada a la idiotez de aquellos juegos constantes con sus manos; era una formalidad absoluta, recta, vertical sobre su gran butacón.
Poco a poco aquel hombre, de rostro y cabeza escondidos en la joroba, fue hablando por los dedos, con expresiones confusas pero elocuentes.
Un día escribió^ y ya aquello me sirvió para darle de alta, y dejé vivir con su familia a ese ser de cerebro en la espalda, donde se había reconstruido y reabsorbido el que habitó su cráneo, ahora hueco como el de esas cabezas de bronce que tienen los ojos vaciados sobre su vacío.
LA PERLA
NO me gusta mezclarme a ningún asunto de medicina legal, pues así parece uno un policía, un charlatán. Sin embargo, como aquel era un asunto importante y me llevaron al ladrón, no tuve más remedio que aceptar lo que los demás habían llegado a creer que era mi misión.
Aquel ladrón había sido cogido con la joya en la mano y se le había visto volverse y hacerla desaparecer. Después de registrarle, de estudiar sus botas, sus botones, todo, y de observarle, no no se daba con la perla aperalada de un valor incalculable, una perla casi como una perita de San Juan. Se le había purgado, se había examinado su dentadura, sus oídos, todo, y nada, no aparecía la gran perla.
Sometí su tronco a los rayos X, y la fotografía dio la vaga silueta de siempre con un punto oscuro, pero con forma de bala más que de perla…
—Es un tiro de la guardia civil. Se rae quedó incrustada la bala desde entonces.
—No le haga caso. Quizá esté ahí la perla. Opérele.
—Se lo agradeceré —dijo el bandido—, a veces, sobre todo los días de lluvia, se me recrudece y me duele la bala como si me la acabasen de disparar…
Le operé, y en efecto, era una ¡bala lo que tenía en ese recoveco!
Sin embargo, las sospechas seguían recayendo sobre aquel hombre, que tenía la sonrisa del que lleva la perla encima. Le quise magnetizar; pero eso que me ha dado resultado con otros ladrones, con aquel hombre cínico y de mirada desafiadora no me dio resultado.
Por fin llegó un momento en que congestionándome hice todo el esfuerzo posible de imaginación, y buscando el último reducto de la perla, me fijé que aunque sus ojos eran iguales y se movían con bastante naturalidad, el izquierdo brillaba más.
Entonces desde detrás del bandido avancé la mano, y dándole un papirotazo en la ojera hice saltar un ojo de cristal que se rompió al caer, saliendo rodando la perla.
LA TRENZA POSTIZA
HACE unos días vino a verme una mujer alta, garrida, cuyas nerviosas manos no hacían más que abrir y cerrar el bolsillo, metiendo un ruido indiscreto.
Realmente, noté en todos sus rasgos que estaba neurasténica, pues, entre otras cosas, me rogó que la dejase limpiarme el polvo de mis librerías y, lo que es peor, de encima de mis librerías…
Realmente, la daba un gran aspecto de fantoche el verla, con su sombrero, con su gran abrigo de terciopelo de oso y con sus zapatos de seda negra, moverse como una sonámbula sobre la escalera y arrojarme esos montones de polvo que, sin que nadie lo pueda evitar, se forman en lo alto de los muebles…
Cuando hubo acabado la pregunté por qué había ido a consultarme.
—Porque me han dicho que usted cura las distracciones, y yo siempre me distraigo… Yo siempre tengo dos cosas en la cabeza… Ahora pienso en decirle a usted esto que le estoy diciendo, y al mismo tiempo le hablaría de no sé qué pueblecito junto al mar, en el que hay un “chalet” todo de cristal…
—¿Conque dos pensamientos? —la dije yo buscando el por qué—. ¿Es que tiene usted una hermana gemela que se la ha muerto quizás?
—No, nada… Ninguna.
—Bueno; pues como voy a hacerla muchas preguntas, ¿quiere usted ponerse de casa? Es decir, ¿quiere usted quitarse el sombrero y el abrigo?
Ella, fija, quieta, irresoluta, como si la hubieran sobrecogido unas anginas, no me contestaba. Por fin, desenclavijando sus dientes, me dijo:
—Ya ve usted. Ahora yo he pensado obedecerle a usted en seguida, y, sin embargo, me he distraído pensando en que quizás no debía hacerle caso…
Me acerqué a ella y la ayudé a quitarse el gabán. También la desclavé la larga aguja del sombrero, y esperé que me lo diese. Me lo dio.
Al quitarse el sombrero miré su gran pelambrera de bóveda alta, y vi que la larga trenza que usaba no era suya…
—Criatura —la dije—, ya sé lo que tiene. ¿Usted usa una trenza postiza?
—Sí.
—Pues entonces no hay más que decir… Eso es… ¿Quiere dármela?
Un largo rato estuvo luchando la voluntad de la trenza con la voluntad de ella. Por fin triunfó ella, y me dio su trenza. Eso la curó.
LA MÁS SINGULAR RADIOGRAFÍA
POCAS veces envío a la radiografía. Cuando envío al fotógrafo, malo. Es que no es franca la enfermedad, y una enfermedad que no es franca y que se oculta hasta necesitar al fotógrafo, malo.
El maravilloso descubrimiento de la casualidad que sorprendió a Röntgen estando estudiando otro rayos, al ver de pronto los huesos de su mano al descubierto, sus manos de bambú sobre la placa, en sorprendente descarnación, es un descubrimiento que ha descubierto el secreto de la vida, lo que encierra toda la ilusión superficial de la fisonomía. Yo he hecho muchos estudios sobre los huesos.
Casi nadie cree en los huesos, y los huesos son algo de lo más importante del ser humano. ¿Es que piensa alguna vez algún médico tomaros el pulso de los huesos?
Los huesos, según mis últimas experiencias, tienen sensibilidad, querencias, y sobre todo una materialidad que forma íntima parte con vosotros; por eso deben no ser olvidados.
Casi todo es en la vida voluntad de nuestros huesos, y cuando aquel día no hubo manera de ir a aquel sitio, fue por la antipatía que nuestros huesos le tenían.
La más singular sorpresa.
Nadie cree en los huesos, como si fuesen parte inerte, muerta, inútil de nuestro ser, como si no fuesen nuestros, como si los hubiésemos comprado en un almacén, como si sólo fuesen muerta viguería de nuestro edificio personal. Falso.
Muchas veces consigo que reaccione mi cliente mandándole que se haga la radiografía. Sólo de verse en forma de esqueleto reaccionan, se defienden mejor de la muerte.
Lo más importante del hueso es el tuétano. Nadie piensa que nuestros huesos están llenos de tuétano que es la mejor destilación de la vida, y nadie piensa en el trabajo de los huesos para conservar ese tuétano fresco. La gente busca el tuétano en el hueso que han echado al caldo, y, sin embargo, no piensa en su tuétano y en que la sustancia más preciosa de los seres es el tuétano.
¿Por qué no fijaron el alma en el fondo de los huesos los hombres primitivos? Pues porque no tenían fantasía y no habían pensado en ello. Si en algún sitio podría estar el alma, es en el fondo de los huesos.
Estudiando los huesos de mis pacientes, encontré en aquella ocasión que toda la tuberculosis de aquel pobre hombre, la tuberculosis que todos los médicos estaban tratando como tal, era un hueso de melocotón que había entrado por tan mal sitio, que se había quedado incrustado en el pulmón.
Yo he curado muchas cosas, que parecían insubsanables, con sustancia de huesos. Lo que acabará de salvar la vida será una inyección en el fondo de los huesos.
Son lo que más procede del universo, pues son pura sustancia térrea. Por ellos parece que llevamos la más sostenida cordillera en nuestro fondo.
¡Cuántas veces, sin que nadie lo sospeche, lo que ha flaqueado son los huesos! ¡Los huesos, con los que se hace sus flautas y sus alegres ocarinas la muerte!
Cuántas veces es que ha llegado la muerte y se ha tomado el tuétano, nuestro tuétano, como nosotros cuando sigilosamente entrábamos en la cocina a sorbernos el tuétano del hueso del cocido.
Mis enfermos tienen mucho miedo a los rayos X, pues han oído hablar de que causan el cáncer. Se sienten miedosos de que les atraviese como una bala cada mirada de la máquina. No saben cómo los filtros han evitado que esa parte perniciosa envenene y queme sustancialmente la vida. Parece que mis enfermos, cuando yo les hablo de esos rayos, se ponen pálidos, porque quizás alguno guarda algún secreto que aunque él no lo sepa lo sabe su naturaleza, y la naturaleza es la que se atemoriza antes que él. Temen ser descubiertos. El fondo de su ser se asusta, se retrae, le hace temblar. El no acaba de saber por qué tiembla; él cree que es porque va a ver la verdad intima de su vida, el sostén esquelético que le arma por dentro.
Las mujeres en particular parece que tienen miedo de perder su belleza y de que se entere su novio del secreto de su mecanismo y se desengañe de la boda que contaban hacer.
Yo abordo con mucha delicadeza la cuestión, pues hay algunas que se plantan y se niegan en absoluto a ser retratadas con la máquina, que atraviesa todo su pudor y penetra a través de sus numerosas virginidades.
¿Cómo regalar a su novio, al pobre muchacho de ojos oscuros, el maniquí de mimbre de su belleza, siempre tan efímera y tan simple? Sólo la novia verdadera, ésa que sería vano que buscase nadie abandonando sus novias de ocasión, no tendría inconveniente en regalar ese retrato a su amante.
La cesta del pecho es lo que más necesito que figure en esas fotografías, para descubrir todas las cosas que puede haber en el fondo de esa cesta.
La radiografía es como la vigilancia contra los cánceres, y muchas veces me descubre los grandes aneurismas —esa molestia a este lado— llenos de sangre. ¿No engaña nunca? Sí engaña. Hay cosas empedernidas que se ocultan, y hasta a veces hay radiografías que no son las verdaderas, pues el médico exige al radiólogo que no descubra al cliente al que ha dado por curado, que la rotura de su hueso no está bien arreglada y ya eternamente estará rota la línea de su esqueleto. ¡Cuántas veces se falsifica una fotografía radiográfica!
Yo tuve mi aparato radiográfico, pero lo abandoné porque entretenía mucho mi tiempo. Además, siempre se me ocurría hacer una fotografía a todo el que se presentaba en mi consulta. Tengo un archivo de muertos, fotografías de esqueletos, que podrían servir para que el día mañana, el día de la revisión de los muertos se les pudiese reconocer. Si se montase un archivo antropométrico en el otro mundo como el que la Policía lleva en éste, se necesitarían fotografías como éstas.
Me distraía mi cámara oscura y sentía yo que me hacía diabólico y demasiado fantástico mi salón fotográfico, la electricidad y todo lo que necesita la maquinación radiográfica. Buscaba lo que no se puede encontrar con mi aparato, lo forzaba, buscaba nuevos rayos violando todos los ultras, y lo descompuse varias veces y lo fundí completamente.
A veces también me equivocaba la fotografía macabra con sus aureolas grises. Había manchas negras que no revelaban ni el tumor, ni el cáncer, ni el aneurisma; sólo la negrura de una obsesión, de un fanatismo, algo que eclipsaba el corazón sin ser nada completamente patológico.
Pero el caso más raro de mi colección radiológica es el que doy reproducido:
Aquel joven se quejaba de un peso en el lado del corazón. Su tipo era sano, fuerte, y sus ojos daban claridad a sus palabras.
Estudié sus antecedentes y los de su familia. Le ausculté pacientemente. Nada. Su corazón era normal aunque un poco apasionado.
Me hizo el relato de sus recuerdos y de su vida. Nada interesante. Sólo me repetía:
—Mi corazón no ve la vida… Hay algo que lo oculta, que le hace una sombra que me hace daño, que lo agobia…
—¿Será el aneurisma? —pensé yo, y entonces le llevé a la alcoba oscura, donde yo tenía mi aparato radiográfico. En la linterna de la desencarnación no se veía nada; apenas el fondo de catedral del pecho. Aneurisma, desde luego no. Sólo frente al corazón había una ligera sombra vertical de dudosa silueta. Reforcé la intensidad de las miradas de la máquina, comenzaron a oler a quemado todas las resistencias, bufaba el gato de la electricidad, y al fin vi que aquella silueta se especificaba y aparecía una sombra de mujer perfectamente acusada, como de una trapecista de circos.
—¿Pero qué mujer puede pesar tanto en su corazón? —le dije.
—Ninguna… Yo nunca he estado enamorado —me contestó.
—Pues frente a su corazón, esa cosa que lo eclipsa es una mujer, y una mujer que está desnuda en su espectro —le repuse.
El se quedó pensativo, callado, irresoluto, y a poco me dijo:
—Ah, sí; ya sé quién es esa mujer… Es una belleza casi núbil que vi por el ojo de una cerradura en una fonda… No he podido olvidarla nunca… No ha podido borrarla ni con la impresión de otros cuerpos ni con nada…
—Pues era cosa —le aconsejé— de que la buscase y la conquistase. Sólo eso le salvaría… Si no el agobio de su corazón será cada vez mayor… Ha tenido usted la mirada sin consecuencia, la mirada en vano, que deja flotante y sin consumarse la visión de la mujer… Su indiscreción es de las que se pagan…
El hombre obsesionado, sobre cuyo corazón pesaba aquella figura de mujer como una columna de mercurio, la columna ideal y fina, que podría traspasar el mundo de pesar sobre él, buscó a aquella mujer y se casó con ella.
Un día apareció en mi consulta.
—Ha desaparecido la opresión de mi corazón, la sombra que no me dejaba ver; pero ahora da sombra opaca y aciaga a toda mi vida esa bella mujer.
DE LAS GRÁFICAS Y DE LOS ESFINOGRAMAS
LAS gráficas me recuerdan aquellas láminas del atlas infantil en que aparecían los cráteres del fuego central, A mi vista aumentan tanto de tamaño sus cúspides, sus Andes desiguales, que toman todo su valor las oscilaciones de la vida que representan. Nuestro mundo interior es tan vasto como el mundo exterior. Todos los días se forman extensas cordilleras gráficas, en esa escala diminutiva de lo que nada menos que oscila y se proyecta entre el ser y el no ser.
Las gráficas de las familias me conmueven sobre todo. Es la aportación técnica con que la familia contribuye a la curación del enfermo. El insignificante cartaboncillo que se guarda en un cajón, sale a relucir y con gran paciencia el que más piensa en el peligro y se abstrae en él mirando las patas de las mesas y de las sillas mientras vela al enfermo, se sienta en la mesa de despacho y dibuja la pauta, la redecilla, el pentagrama de la fiebre.
El que más cuida al enfermo y dibuja constantemente en el mapa de la gráfica, parece el marino de la enfermedad, el capitán de ella, el que sigue con la brújula en la mano, los peligros y los fatales escollos junto a los que pasa el barco desgobernado, el barco fatal.
¡Con qué gran dificultad sube el explorador de la fiebre de la persona querida al Mont Blanc de la fiebre, a un poco más de 41! ¡Ah, pero con qué encanto, con qué deseo de conversar mucho con aquella vida que por un momento se ha ido a estrellar en los cielos, desciende a los 38, aunque hay un momento que tiembla de que la bajada sea excesiva, pues lo mismo da estrellarse en el abismo de lo alto que en el de lo bajo!
La gráfica familiar.
Yo venero esas gráficas familiares que me presentan en cuanto llego, aunque a veces me molesta que estén servidas por gentes que no comprenden que una fiebre alta en ciertas enfermedades es algo que más bien salva que perjudica.
Son incomparables con esas gráficas, nuestras gráficas de doctores. La gráfica del pulso es complicada. Su paisaje es más amplio y sus cifras llegan en lo alto al 180. Porque si la normal de pulsaciones puede ser de unas 70 al minuto puede subir a lio a 120 y la máxima como el automovilismo puede ser a 180 al minuto.
En los operados la gráfica de las pulsaciones es como una reconvención a la cuchillada que les hemos dado. El día de la operación, quizás no se ha dado cuenta la naturaleza del estrago que con ella se ha cometido, está aún caliente y plácida la herida, pero después, al día siguiente, o al otro, la línea quebrada llega a su mayor joroba, se dispara, el corazón como una perdiz loca y suicida llega al paroxismo en su darse con la cabeza en lo alto de la jaula.
El trazado gráfico del pulso tomado con el esfinograma es algo más cálido y valiente que lo que nosotros apuntamos en el papel comercial de las gráficas. En esos trazados gráficos del pulso habla el propio pulso, balbuce, hace los garrapatos de un niño que quiere decir algo y que en definitiva lo dice.
Cuando yo uno el enfermo al esfigniógrafo de Jaquet, me parece como si le hubiese llevado a la Central de Telégrafos y le hubiera puesto en contacto con el telégrafo Morse. Comienza a comunicar con su destino.
La cinta de la conferencia telegráfica del aparato tiene la tristeza de su negrura y sólo cuando se hace muy en positivo la prueba, se ve con rotundidad la línea sinuosa y larga, los palotes con intención que ha hecho en la plana sin rayar, el embebecido corazón.
Del mismo fondo del enfermo sale a veces un telegrama terminante que se refiere a él mismo y que yo como piadoso jefe de la Central de Telégrafos no se lo leo: ese telegrama dice o quiere decir una cosa así que se refiere al mismo Enrique que lo expide: “Enrique muy grave. Aprontad inyecciones de aceite gris”.
El pulso de mi operado.
¡Lenguaje abreviado de la naturaleza que nadie la enseñó!
¡Lo que significa una oscilación o que el gancho del esfinograma sea fino o romo o que menudee y se enrede como la escritura de una vieja lo escrito! ¡No es nada la debilidad de la insuficiencia aórtica!
La última frase esfinográfica de una agonía.
¡Ah, pero lo temible es cuando hay fibrilación o tremulación auricular, entonces pasa algo grave o se está al borde de lo definitivo! ¡Locura cordis de las despedidas!
¡Cómo va hacia la linea recta la muerte y cómo suprime altos y bajos, cómo pierde la escritura! No hay ya sístole ni diástole, nuestras dulces y vitales ondulaciones ya no se producen.
No dicen muchas veces estos telegramas nada capital, pues con insuficiencia mitral en ese dibujo, es decir, todo el trazado mezquindoso, como zigzagueo débil de una pluma sin pulso, se puede vivir hasta mucho.
Como curiosidad, como algo para que lo lea el corazón más que los ojos doy esa gráfica del momento final. No diré como algún compañero mío al pie de un cardiograma agonizante con alegre arrebato: “¡hermosísimas gráficas!”, sólo lo doy como quien reproduce en la novela el autógrafo final del personaje que se muere, algo como la firma de Galdós, es decir, la firma del escritor en sus últimos días, cuando ya no ve de senilidad.
—¡Dadme el pizarrín! —ha dicho el corazón, y ya no ha podido decir nada.
EL HOMBRO
UNA de las cosas que más sirven para diagnosticar es el hombro. En mis pesquisas de la enfermedad el hombro me revela muchas cosas y me ha dado la clave muchas veces.
A los enfermos que trato y para ver el grado de apego a la vida, de desdén, de nerviosidad, de lejanas medrosidades y de pesada o leve carga que soportan, no dejo de observarles los gestos que hacen y muy pocas veces les coloco el “Perímetro”.
Generalmente procuro sorprender a simple vista ese gesto espontáneo, más espontáneo que ninguno, tanto que el hombro en momentos de cortesanía de aquel a quien pertenece, se sobrepone a él y hace el gesto involuntario del “a mí qué”.
Por el hombro se comprende si se es pacífico o insoportable, si se acepta una cosa o no, siendo en esto más leal que la cabeza que muchas veces aunque haga el gesto de que no es que sí.
—¿A usted le importa mucho morir? —pregunto yo a veces a mis enfermos para ver bien clara la prueba del hombro, y pronto veo en el movimiento del hombro que se une a la contestación si se salvan o no y si harán o no caso a mi régimen.
Los grados de escepticismo que revela el hombro son muchos y así como un buen escepticismo es lo que más salva a la vida y la desinfecta, un escepticismo en último grado, con misantropía unido a él, es origen inevitable de muerte.
Campo de movilidad normal del hombro derecho.
En los hombros hay una gran idealidad y una gran elocuencia. Con el aparato “Perímetro” las apreciaciones son mucho más sutiles y quedan señalados en él muchos “¡a mí qué!” dichos en voz baja.
EL GRANITO DE LA MUERTE
Yo ya conozco entre todos los granos el grano de la muerte. Es un granito insignificante, pero que revela que la hora es la fija.
Se parece a todos los granos, y, sin embargo, yo diagnostico frente a él con una seguridad pasmosa. Cito a consulta a varios médicos y les abandono el enfermo; yo ya no vuelvo.
Ese granito en forma de lunar, sencillo, apenas aparente, apenas visible, perturba la vida. Es la más fina señal, la que no falla, el punto de la i de fin.
Ese punto de la i de fin, alguna otra vez lo forman otras cosas. Hasta que no está puntuada esa i no se verifica el desenlace. Es algo muy acabado, muy puntualizado y muy estricto la muerte.
Ese granito de la muerte que es como un florecimiento, es también como esa bolsa de los gusanos que se forma en los pinos, y que pareciendo un nuevo brote del pino es su muerte.
En la blanca piel de las mujeres ese grano es como una infamia, porque a veces las agracia y las cae en sitio excepcional que compone, con su boca y su sonrisa, el juego de la luna y el lucero que es su pendentif.
No es un grano repugnante, sino un grano oscuro y seco como una granatilla.
EL VIUDO
UN señor viudo me ha tenido preocupado mucho, pues por más que le reconocía y hasta comía y cenaba con él, no encontraba en qué podía consistir su enfermedad…
En vista de eso, me puse a estudiar su muerta, de la que la muerte es lo que menos me servía, pues había muerto de una vulgar pulmonía.
Nunca he ido viendo con tanta claridad la aparición de un ser perdido. Llegamos a reconstniirla, y nos sonrió, como las actrices de cinematógrafo en ese breve momento en que se proyectan solitarias dentro del marco oval de la simple distribución de la comedia, de su simple presentación al público como “dramatis personae”.
Entre las cosas que resultaba que había sido aquella mujer, estaba como bien visible su condición de histérica, de hiposa, y el gran malestar de su viudo era que le quedaba el deseo de hipar y no podía, y aquel hipo se le metía por todo el cuerpo y empujaba e inquietaba su corazón y se le metía como un puño embestidor en el costado, por la parte adentro, por la parte profunda…
Le di una medicina para que hipase, y así le arranqué los últimos reflejos y los últimos hipos de su muerta, la que le enternecía aun hasta ese punto imitativo y de anhelo tan nocivo.
LOS ESPEJOS
OTRO caso me ha hecho salir de casa en esta última temporada y vivir en otro medio al que me es usual y grato.
Fui a esa casa patricia para encontrar el origen de la enfermedad consumidora de la aristocrática damita. Todo estaba bien en regla, con desahogo. Aquel era un palacio confortable, claro», casi sin rincones ni huecos injustificados. Sólo me fijé en los numerosos espejos que enventanaban las paredes con ventanas de engaño.
—He aquí la causa del mal… La desustanciación por los espejos es atroz… Mirándose mucho al espejo, encontrándose mucho con él, se puede tener hasta el cáncer… Yo he conocido a una persona que tenía la manía de que iba a tener un cáncer en la lengua… No tenía ni antecedente de familia ni nada que justificase aquello; pero como estaba siempre mirándose y sacándose la lengua en los espejos, lo tuvo.
En efecto; después de varios días de tener vueltos del revés los espejos, ha comenzado a hallar su talante material, y hoy la he dado de alta. Ha regalado a sus amigas más de cincuenta espejos.
LOS NIÑOS
A los niños les mata cualquier cosa; pero también los salva cualquier cosa. Una cosa que me ha dado un gran resultado con los niños y que utilizo muy a menudo, es una caja de música, de esas cajas de música que tienen como esencia de pinos o araucarias más que centenarios… Con esa caja de música bien empleada les retengo, les hago olvidarse de su antojo de echar los brazos a la muerte para irse con ella como con una tía que también quiere jugar con ellos.
En esta última temporada he salvado a más de cincuenta niños, gracias a mi caja de música.
LA MUJER VACIADA
NADIE piensa en buscar la causa de esa palidez de la mujer con que se casan, ni por qué de vez en cuando se lleva la mano al costado derecho, ni por qué no come, ni por qué de pequeña tuvo un tumor que la operaron. —¡Si esa palidez y todo eso fuese espíritu, romanticismo, desdén puro por la vida! —Pero nada de eso hay en eso.
Aquel rostro pálido, que parecía una Encarnación de cutis perfecto, y sobre cuya palidez caían los rizados del pelo como húmedo y cabrilleante siempre, engatusó a aquel hombre.
Después de la boda comenzaron las primeras confesiones. Fueron al especialista del riñón, que en seguida se dio cuenta de que lo que había que hacer era extraer el riñón, y la hicieron la operación en aquel sanatorio, que tenía algo de carnicería elegante.
—Me siento mucho más ligera —dijo ella después de salir de la operación; y sus languideces, su ensoñarrarse con los ojos abiertos y muy derecha, aumentaron. Sus ojos parecían tener dos nubes perfectamente hechas, con opacidades y opalescencias de nubes perfectas.
Daba menos conversación y su religiosidad aumentó un poco. Seguía dos novenas más y oía una misa todos los días.
El la sonreía, porque era la mujer que por falta de ánimo no se la podría pegar con nadie. Tan inexpresiva e incapaz resultaba. ¡Oh, si se pudiese tener el simulacro de una mujer!
Después se la presentó un tumor en la matriz y hubo que extraerla la matriz, y así se la hicieron todas las laparotomías —bonita palabra, ¿eh?, —hasta que quedó una mujer hecha en jabón de olor, más beata que nunca, siempre llevando la cuenta del rosario de huesos de aceituna, bendito en Jerusalén —donde se aprovechan para eso los huesos que quedan sobre las mesas de los grandes hoteles.
Hubo una pausa larga, en sus males. Ya aquella mujer estaba limpia, cauterizada, hasta saludable, pero no quedaba en ella nada de espíritu, de instinto, de amor. No se puede extirpar impunemente la matriz, raíz de la vida, sitio en que se cuajan todos los pensamientos, y “la mujer vaciada”, inmóvil y silenciosa, ocupaba su silla.
Entonces me llamó a mi aquel marido.
—Tiene usted que venir a mi casa —me dijo— para ver qué le pasa a mi mujer, que parece que me la han cambiado…
Yo fui a la casa y me di cuenta de que era esa mujer vaciada que he descrito, y que es como tantas otras mujeres así de vaciadas…
—¡Si yo la pudiese volver a poner la matriz! —le dije al marido.
—¿Pero no hay otro remedio?…
—Sólo para devolverla el instinto de la vida, para que abandone esa apatía, para que llore en sus brazos y quiera agotar su tesoro de ternura…, habría que decirla que tiene otra enfermedad… alguna enfermedad grave que la haga moverse, quererse salvar, ir a los balnearias… Que está tuberculosa, por ejemplo. Eso le permitiría ponerse sentimental, ir a Suiza, cuidar sus comidas, justificar sus mimos, darla una copita de Jerez en cada comida… Saldrá de esa apatía en que está… Dejará de ser la mujer de yeso…
Aceptada la idea, la falsa tuberculosa reaccionó, salió de su indiferencia, fue sencilla y afinó todos sus nervios.
¿DONDE SUENA EL RELOJ?
UN día apareció en mi casa ese que se ve en seguida, que cree que está loco y, sin embargo, no lo está. Traía esa falsa excitación del hombre sensato equivocado.
De buenas a primeras me contó toda la historia de su mal:
—Yo no tengo reloj. A mis relojes de pesas se les había caído una pesa de tanto sufrir su peso, abierta la cadena por fin. Mi reloj de bolsillo, que se me había caído con el chaleco hacía tiempo, ya no andaba; después de haberme engañado un día entero marchando como si tal cosa… ¿De dónde, pues, venía ese ruido de un reloj, de una de esas pequeñas máquinas de coser que van pespunteando el tiempo?… Busqué detrás de las cosas, abrí los cajones, saqué todo lo que había en los baúles, pero se seguía oyendo igual, sarcástico, frío, intratable como todos los relojes… Apagué la luz para oír mejor, y en la oscuridad pensé en la moraleja de aquel ruido, pero como yo no puedo creer en ninguna moraleja, me di cuenta de que aquello era algo así como un fenómeno científico. Yo debía de estar en un peligro inminente, porque eso quería decir el que oyese el puro reloj del tiempo, el inverosímil extraplano, el latido que siempre figura en el silencio, pero que nunca tenemos la bastante sutileza para oír y que sólo si hubiera unos prismáticos para oír podríamos alcanzar ese extremo en salud.
—Se ha explicado usted muy bien… Si todos se explicasen bien, podríamos atajar casi todas las enfermedades… La angina de pecho se fragua en su corazón y tiene que dejar de fumar y hacer un régimen riguroso… ¡Qué suerte que haya usted oído el reloj!…
MI TERMÓMETRO
MI termómetro es un termómetro falso que no puede señalar más que treinta y siete y cuatro, porque hasta ahí tiene camino el mercurio, y en el resto el cristal es sólido y no deja pasar a la plateada sierpe.
Para mis enfermos también tengo termómetros de esa clase que sustituyo en lugar de los suyos.
No hay nada más nocivo que un termómetro, pero que menos se le pueda quitar al enfermo. Sólo se le puede sustituir. Yo he intentado a veces despojarles del termómetro, rompérselo, tirárselo, y no ha sido posible; siempre ha vuelto el termómetro clandestino con sus brillos de barrita de hielo.
El termómetro, con sus borrosidades en que se pierde la linea del mercurio como en los limbos de la nada entre los limbos del cristal, es aciago, como si fuese una espina que se tragase el enfermo y que se le clavase en el alma.
Contiene el termómetro una inyección de fatalidad irreparable, que se vuelve más irreparable aún después de inyectarse. Ese mercurio inquieto de los termómetros penetra en la vida y pone su columna de frió, que como un fenómeno reflejo o como se quiera se inmiscuye en la columna vertebral.
Se mueve, circula en el torrente circulatorio el termómetro entero, y con sus números, con sus brillos de fría locura, con su metro de la vida, medida exacta, breve —tan breve que parece mentira—, que separa lo que va de la vida a la muerte.
El cuarenta es una obsesión en la frente de los enfermos, que cuando me llaman, y antes de usar mis falsos termómetros, veo como escrito en sus frentes, con ese cuarenta acentuado, de 4 muy pronunciado y redicho.
La enfermedad del termómetro, que complica la enfermedad del paciente, puede acompañarle a la sepultura.
Yo he visto el caso de un enfermo sin fiebre, que porque el termómetro descompuesto había señalado el cuarenta y uno y medio, había entrado en el período agónico y se había despedido de la vida definitivamente. Pude salvarle, pero no pudo recobrar nunca el habla, porque con aquel habla creyó pronunciar la última palabra y que ya nunca jamás podría recuperarla. En su “adiós” absoluto se extinguió su voz.
Cuando más pena me ha dado el termómetro, ha sido cuando se lo vi poner a aquella mujer hermosísima que parecía haberse metido, con su traje descotado para la ópera, debajo de las mantas de la cama. El descote de su camisa no podía ser de camisa; era siempre de traje de baile. En su axila depilada, purísima, con dos o tres puras hebras de seda azafranada, sentí que el termómetro la hacía cosquillas de muerte y que, como una sanguijuela de cristal y de matemáticas, la picaba como a Cleopatra el áspid… Me pareció que volvía a ver la escena aquélla de matarse hiriéndose en lo más vivo y bello de la belleza… Con gran atrevimiento fui y se lo quité de las manos, se lo arranqué, lo tiré contra el suelo, y rodó el mercurio como unas gotitas de agua a las que hubiera dado esfereidad el polvo…
Aquella mujer sonrió agradecida como si la hubiera quitado el peligro, el arma con que se iba a matar, la causa de su gran escalofrío lo que quería y odiaba: la lanceta de cristal.
Hizo crisis aquella noche su enfermedad, y no me dejó de sonreír con agradecimiento desde que rompí el termómetro hasta que se durmió con el sueño reparador de la convalecencia.
Yo sé con la mirada la fiebre que tiene el enfermo, y me obligo así a hallar el grado preciso con su décima o su media décima. Me obliga el no tener termómetros a no abandonarme a la cifra que arroja con su pinta final, esa brújula de la enfermedad que anuncia la dirección, pero ni los bajos ni nada de lo que dentro de la fiebre puede ser un obstáculo.
En esa ansiedad de buscar y de hallar la calentura con que se coge el termómetro hay una quiebra segura para el enfermo, cuyo brazo pelikanea fuera del embozo, pues él quiere ver la fiebre que tiene antes de que le engañen.
Esa discusión de:
—Son treinta y siete.
—No. Treinta y siete y medio, cerca de treinta y ocho…
Es una discusión que hace subir a treinta y ocho la fiebre del enfermo.
Hasta los golpes en el aire para bajar el termómetro son golpes en vago, latigazos que también parecen haber agravado la cosa.
LOS ÁRABES
HAY unos tipos de color de ámbar pasado y con los ojos claros las más de las veces, que cuando llegan a pedirme auxilio me hacen sonreír.
Su mal es el de este frío de Madrid, unido a un mal desconocido y penetrante que les desmiga el hígado. Sus ojos están hambrientos de otra cosa y miran como al vacío cuando miran.
Todo les sabe mal, hasta las lámparas, a las que miran como sintiendo una náusea de verlas tan feas, tan pobres, tan calladas. Sobre las mesas y sus papeles echan una mirada de desprecio. Sentarse, se sientan sin encanto en las butacas altas, como si no descansasen, como si estuviesen incómodos.
Son gentes de Castilla, de por Burgos, algunas veces hasta de León. Cuando son mujeres, su tristeza es de Dolorosas, pero no como lo fue María, sino como lo fue Tomasa, la primera mujer de Mahoma.
Casi todas han escogido un hábito, buscando la nota de color —muchas veces blanco y amarillento— para dar más carácter a su tipo de arder en fiebres de purgatorio.
Primero, me desconcertaron estas enfermas. Su mal no cedía, y muchas fueron enterradas con su propio hábito, en vez de pedir a la funeraria uno de sus hábitos, hechos de cualquier modo.
Pero un día, ese día de siempre, me salió al encuentro el pensamiento que es que eran árabes, y su mal había que tratarle fuera de aquí.
Gran corazón, gran inteligencia, gran imaginación tenía aquel árabe fosco, pensativo, pero de palabras y saludos delicados, que vivía en la calle de Serrano. Estaba dispuesto a arrojarse a la placidez de lo bello, de cualquier espléndido espectáculo que encontrase en su camino, y, sin embargo, hacía una vida concisa, etiquetera, de consultas graves, políticas, en voz baja.
En él ensayé por primera vez mi curación.
—Váyase usted a la Alhambra y viva en ese hotel que hay dentro de sus jardines… Ningún balneario mejor.
El hombre serio del arrebatado corazón que no podía arrebatarse, vino alegre de Granada, sin aquella pesada carga de su frente que no estaba en su frente, sino en la presión atmosférica cristiana.
Desde entonces, mi único balneario es la Alhambra, y sólo les recomiendo a esos árabes enfermos que beban de aquel pozo que hay en lo alto de la Alhambra, esa agua tan fina que limpia los riñones del alma.
EL PERRO
UN día apareció en mi casa una señora que traía un perro en brazos. —¡Nadie me lo cura! ¡Nadie! Por eso he venido a verle a usted —me dijo aquella mujer llorosa y descompuesta.
El perro traía una gran cara de dolor, porque el dolor no es sólo privativo del hombre, y el elefante y el Macacus naurus vierten lágrimas, verdaderas lágrimas, no lágrimas inventadas por la fantasía de los novelistas.
Estudié al perrito, porque lo más humano y lo más sabio es no ofenderse cuando no ha habido intención, ¡Además, entre un perrito y un niño…!
El perro me miraba como los enfermos miran siempre al doctor extraordinario que les ha de salvar, al que en último término recurren, cueste lo que cueste y pase lo que pase.
Muchas veces en los laboratorios les he hurgado en el cerebro y en el fondo de las entrañas sin que su corazón se parase. Todas las enfermedades de los hombres las he curado en los animales.
Este perro tenía el cáncer y estaba en sus últimos días. Repasando más que la enfermedad del perro su piel, me di cuenta de que era un perro fácilmente sustituible. Perro blanco con una mancha negra como un parche de enfermo de los ojos sobre el ojo izquierdo…
—Señora, lo que tiene su perro no es apenas nada… Mienten los que dicen que se va a morir irremisiblemente dentro de pocos días… Su perro sólo tiene estropeada la memoria y tengo que raspársela… Se olvidará un poco de usted, no responderá por su nombre de antes, pero vivirá… Yo le pondré otro nombre y le salvaré… Déjemele.
—¡Gracias! ¡Gracias! —me gritó la señora, y me dejó el perro sobre una butaca, al mismo tiempo que cien pesetas sobre la mesa…
Señora de gran pulsera de cadena —con una especie de candado en el cierre como si fuese un collar de perro—. Señora de cola con encajes y de bolsa de canario. Señora con un velo de motas grandes que parecían un enjambre de moscones o abejas que se ensañaban con su rostro, desapareció lentamente saludándome mucho y diciéndome: ¡Gracias! ¡Gracias! ¡Gracias!, desde cada escalón, verdadera escena de acción de gracias que sólo se debió terminar cuando entró en su coche particular, uno de esos coches enrarecidos y llenos de silencio azul marino.
El perro me miraba desde encima de la butaca con tristeza de hombre que tiene un ántrax en el cuello o unas anginas espantosas. Para no perder tiempo tomé un coche y me fui a una “perrería” para buscar el perro igual. Allí estaba, la mancha era casi parecida y sólo el rabo un poco más largo. Lo compré con la condición de que le cortasen doce centímetros el rabo y se quedasen con el perro moribundo. A los pocos días devolvía su perro a la anciana señora, sonriendo de mi trampa, pues este ha sido el único humorismo de mi profesión. ¿La habrá mordido aquel perro golfo que respondía por Ninchi?
LA MENOPAUSIA
FUI llamado urgentemente a casa de los venerables señores de Ordeaz. La señorita Rosalía, la más tiesa y espigada de la casa, aquella joven con trazas de capitán próximo a ascender, estaba en pleno delirio de alegría, bailando ante los espejos… ¡Ella tan formal!
Me la encontré, en efecto, con una chambra suelta y en enaguas, riendo a todo trapo, sobre una mecedora. Una verdadera escena de patio andaluz en día de verano y a raíz de algún acontecimiento muy feliz.
—¿Loca? —me preguntaron los padres consternados. —Los médicos que la han visto han dicho que está loca de remate y que habrá que encerrarla…
—No —le contesté yo—; únanse a la fiesta que celebra hoy… Pobrecilla. ¡Hoy se despide de su vida pasada, hoy ha acabado su vida genésica… La naturaleza celebra su última fiesta, lo que en Medicina se llama la menopausia… Traigan dulces, pastas y unas botellas de Jerez… Hay que emborracharla y que tenga el largo y restaurador sueño de los borrachos!
YO NO USO RELOJ
ME ha servido mucho para aguzar el sentido de mi profesión que yo he sido un niño que ha visto a muchos doctores a su alrededor, pudiendo así observar sus gestos, sus costumbres, sus palabras…
Yo recuerdo que una de las cosas que más miedo me daban era el reloj del médico, muy extraplano, niquelado, como hecho de mercurio solidificado… Cuando lo sacaba el doctor y lo veía brillar en su mano mientras me tomaba el pulso sentía escalofríos que me daba su metal y su esfera blanca, blancuzca, blanquinosa… Las manillas en vez de manillas de reloj eran manillas de uno de esos reguladores que en las fábricas tienen siempre un vigilante de vista y en los que una subida puede significar el estallido de toda la fábrica y sus alrededores…
Aquel reloj de los doctores no era un reloj, era otra cosa, un instrumento impasible y cruel…
Por eso no uso reloj, y como con el propia cálculo de mi cuidado consigo distinguir las pulsaciones normales de las anormales, a lo más pido su reloj al enfermo, el reloj que le conoce y le quiere, el reloj que ha ido en su chaleco en diálogo íntimo con sus redaños, el reloj que no es el del doctor, tan frío que a veces aumenta indudablemente su fiebre.
Hasta creo que nuestros relojes doctorales se envician, se apresuran cuando les observamos, se contagian de nuestra inquietud, y su segundero neurasténico por la responsabilidad que ciframos en él, se excede o se queda atrás en el tiempo, atemorizado.
LA RISITA
LOS enfermos que entran en la parálisis progresiva son los que me dan más miedo, más horror. Ese día en que entran es el de mi gran pena. Después ya no, aunque entren en la locura o en la parálisis ya definida, con sus afasias y toda su cohorte de síntomas y averías definitivas.
La entrada es terrible. Es como si entrasen en un sitio alegre, al mover cuya puerta se oyese un carillón. En lo alto de su cabeza se abre la claraboya de luz lechosa.
Han amanecido alegres, muy alegres nada más. Al mirar el día gris y chubascoso por el balcón, lo han sentido dichoso, atravesado de rayos de sol como una catedral, por efecto de las vidrieras amarillas de su locura.
El enfermo, el fatal, está optimista. Ha amanecido con un proyecto magnifico. Se lo cuenta a su esposa. Su esposa, como aún no ha dejado de creer en él, se lo cree todo.
Sale a la calle, mira a los balcones como un torero triunfante a los tendidos.
Parece que recoge puros del cielo. Sonríe a los tranvías que pasan a lo lejos, como si fuesen amigos a los que descubre al cabo del tiempo y a los que se alegra tantísimo en ver.
Yo no confundo todas las alegrías frescas, espontáneas, incontinentes, con esta alegría paralítica. Lo que más me ha molestado en la vida, ha sido cuando he visto la sonrisa del otro doctor, ese día en que yo llevaba una sonrisa así, porque desde antiguo estoy alegre hasta de tener que morir.
Uno de los casos de reblandecido que he estudiado con más atención, ha sido el de un muchacho genial y que casi se daba cuenta de su fatalidad.
¡Qué pena me dio encontrar en él los síntomas determinantes y como inquebrantables!
Ni quiero citar sus iniciales; eso sería hacerle un caso clínico, y le tengo respeto y cariño.
Este amigo, además de la alegría natural, notó un día al levantarse de la cama que la sensación vertiginosa era intensísima: vio que tenía gran tendencia a caer hacia el lado izquierdo.
¡Qué vergüenza además tener que tratar a un ser nada común! Se siente avergonzado el doctor de si mismo. ¡Tener que ser una especie de peluquero tétrico del amigo! Aunque claro es que se es con él lo que sea necesario, porque así se depura uno de tener que tratar con tantos idiotas voluntarios.
Le percutí en la cabeza. La parte posterior —la más grave— era muy sensible a la percusión. (Cuando un doctor que no subraya casi nunca subraya una cosa, ¡cómo sería esa sensibilidad!).
Percibí las cuatro cualidades fundamentales del gusto: oído anormal, Rime negativo, Laterización de Weber.
En el facial hallé las siguientes particularidades: la rama superior de este nervio parece estar intacta, pero la inferior se halla afectada, aunque no muy intensamente; al mostrar los dientes, al reírse, al silbar, se pone de manifiesto la diferencia entre los dos lados.
La lengua estaba bastante desviada hacia el lado izquierdo. ¿Quién notará en sí mismo, en su boca, esta fatal querencia de la lengua hacia un lado, como lengua de toro al que han dado el peor de los golletazos?
El velo del paladar estaba paresiado a la izquierda. La sensibilidad del velo se encuentra disminuida a la izquierda. El reflejo faringeo existía, aunque muy débil. La motilidad y la sensibilidad de la mitad izquierda de la laringe están casi abolidas. No podía mover la cabeza en todos sentidos, ¡No podía decir bien con la cabeza, que no estaba sentenciado! ¡No podía decir que no con rotundidad! ¡No es nada eso!…
Siempre la tendencia a caer hacia la izquierda, hasta cuando me dio la mano.
Qué confesión más amarga la de aquel amigo. Sólo recordaré un retazo de ella:
—En Enero —¿para qué decir de qué año?— noté que me lagrimeaba con frecuencia el ojo izquierdo, escapándose de él las lágrimas abundantemente… ¡Vamos, me dije, alguna mujer ha muerto allá a lo lejos que era mi tipo! Era indudablemente un caso de telepatía del lagrimal… La ceja de ese mismo ojo no la podía levantar como lo hacía con la del derecho y noté al cerrar ambos ojos, que el izquierdo no se cerraba por completo, así como tampoco la boca, que se torcía hacia la derecha, quedando los labio» entreabiertos por este lado.
—¿De qué le sirve a usted que yo le diga que eso del ojo izquierdo es el signo de Gestan y Dupuy-Destemps? Eso no es importante… Usted sabrá lo que tiene… Viva despreocupado y exagere su alegría, precipite su alegría… usted, que sé que le gusta El ajenjo, beba más…
Después de aquella primera visita me hizo unas cuantas más. El que se había dado cuenta de lo que aquello era, me dijo otra de las veces:
—Me huele mi cerebro como uno que me hubiese subido la cocinera de la carnicería y que estuviese un poco pasado.
—Oigo el ruido del tiempo —me dijo otra vez— con varios quejidos en cada palpitación, como si el tiempo tuviese un enfisema… Se hunden en mi masa encefálica esos tic-tacs y es como si me la estuvieran comiendo las carcomas… Pero yo ¡ca! en vez de asustarme me río… oigo con gusto lo irreparable, lo que los demás sufrirán tan súbitamente que no podrán degustarlo.
—El ruido de los coches se hunde en mi masa encefálica como en el barro —me decía extra vez.
Con mis pipetas, con mis tubos de ensayo, con todos los elementos, en fin, preparé la reacción oro coloidal. Lo menos que podía hacer es gastarme mi oro con mi amigo.
La reacción fue positiva, y la terrible agravación la demostraron los sencillos matices optimistas, el que tuviese tal tono azul pálido un tubo, y un tono azul puro el otro, y un tono lila el otro, y un tono rojo azulado el otro, y por fin el último tal tono rojo. Con ese juego optimista de colores quedó demostrada la sentencia inapelable.
Llegó un día en que ya se reía demasiado. Yo por oír lo que me iba a decir de su risa, el gran estoicismo de su alma, le pregunté:
—“¿Por qué se ríe?”.
Gráfica de la reacción del oro-coloidal en la parálisis del de la risita.
—Me río del alma —me contestó—… del alma… Es lo único que me consuela, que me resigna, que es como si bailase con castañuelas mi mal, que es un poco di alegre mal de San Vito… Nietzsche era tan partidario como yo del baile porque sentía la misma remoción, el mismo deseo reblandecido de bailar, porque lo primero que está bailando es nuestro cerebro, baila como baila el agua en los barreños o en los cubos que lleva en el balancín la que viene de la fuente… Es lo único que me consuela, y que, como le digo, me hace bailar guasonamente en mis adentros, el reírme del alma, el reírme de los que creen que tenemos alma en vez de masa encefálica… Me siento aligerado del sentido del alma y de todos los conflictos que entraña… ¡No vale la pena una cosa que se estropea tanto y tan irreparablemente!
Miré a mi amigo hasta el último momento, como si él se hubiese aplicado la única medicina para una descomposición como esa, en que el cráneo sobre el catafalco del hombre vivo, es el féretro de su cerebro que se descompone poco a poco… en vida del paciente… una cosa vulgar pero terrible… Es decir, que lo que ha de pasar después sucede un poco antes…
LOS BAÑOS DE ALBA
MI gran originalidad, mi novedad son los baños de alba, frente a los baños de sol superficiales y mediocrizadores y frente al injerto de ciertas glándulas que dejan todo el resto del cuerpo intratado e indefenso.
En el alba se muere o se vence a la muerte generalmente. El hombre preparado para vivir el alba, el hombre que tiene valentía para abrir sus balcones en el alba es hombre curtido contra la muerte.
Hay que salir en el alba a la calle, pasearla de arriba y abajo, buscar los paseos sin árboles en que cae sobre el rostro, pararse en las grandes plazas en que cae más de plano.
Yo tengo mi terraza para los baños de alba y tengo mis abonados que suben conmigo en esa hora indecisa. Desde la terraza, la ciudad en el alba es un barco naufragado o medio naufragado, todo metido en el gris elemento, en el livor del alba.
Mueren muchas gentes en el alba pero es porque no la habían conocido jamás y prueban un elemento tan fuerte cuando ya están débiles e irremediables.
—Paséese usted durante el alba —digo a muchos enfermos que llegan a mí como si les hubiesen asesinado y llevasen aún el puñal clavado.
He visto gentes muy amarillas y muy arropadas que han ido a mi consulta como a tratar al médico más nuevo de los médicos, como esas aldeanas que llegan a las playas, delgadas, cetrinas, metidas en sus mantones como si fuesen toquillas y que llevan un pañuelo negro sobre otro blanco en la cabeza al parecer descalabrada. A los pocos días de baños de alba como si se hubiesen bañado en el mar, esas gentes perdidas han recobrado el vigor de su vida.
El alba cauteriza las enfermedades como si hubiese en ella una cauterización como la del nitrato de plata y defiende la vida. Yo espero que en el alba para tomar los baños de alba, haya paseos elegantes y concurridos, en que sin el miedo cerval que les entra a todos en el alba se pasearan a pecho descubierto, con el andar reposado y lento del que tomaba antes el sol. Después de haber tomado el alba lo mismo da hacer la vida de día que meterse en la cama hasta el anochecido ¡pero siempre tomar el alba entera sin estar debajo de ningún sombrajo a la hora del alba! ¡No acostarse sin tomar el alba!
Esos hombres galantes y esas mujeres galantes, esos jugadores y esas jugadoras que en cuanto sienten el alba se meten en sus coches y emparejados, con un gran susto ven como son como dos ópalos los cristales de las ventanillas, hacen mal en huir y pierden toda la eficacia de estar en la calle a esa hora. Que en vez de tener el remordimiento de que no les da el sol, que tengan el remordimiento de que no les da el alba y que penetren en ella como quien se pastea por la alfombra del paseo con paso tardo, cuanto más tardo, decisivo y sin precipitarse en dar la vuelta, mejor.
Que en vez de que suenen en el alba todos esos portazos de portezuela de cohes con picaporte de marfil, que los coches sigan a los osados seres que se dirijan a tomar un baño de alba convencidos de la gran atemperancia que esto será para ellos.
GABARDINAS QUE MATAN
LA gabardina es algo peligroso, nocivo y mortífero.
El gabán o “pardessus” de “gabardina”; lacónicamente llamado “gabardina”, es, ante todo, una prenda de un tono mediocre, investidura gris —peor que gris— de la anonadada muchedumbre moderna. Es la prenda de esa clase media espiritual en que ya se funde la aristocracia y el pueblo con la antigua clase media. Es una prenda de color “rata humana”.
Ese color mezclado de la gabardina es el color del tedio ciudadano, y sirve al mimetismo y a la gustosa necesidad de confundirse y mezclarse que tiene el ciudadano con el fondo híbrido y puerco de color que tiene la calle de las grandes ciudades.
En las ciudades de Suiza, que es el pueblo más anodino y perfectamente civil y moderno del mundo, es donde más abunda ese tipo absurdo del ciudadano y la ciudadana “gabardina”, así como los tipos de alma tan simple del ciudadano y la ciudadana “biciclistas” y del ciudadano y la ciudadana mecanógrafos.
Pero esa prenda de color sin belleza, de color ambiguo; esa prenda delgada —ni carne ni pescado—; esa prenda soporífera, que convierte un poco en fardos o en paquetes postales a los que la llevan, es, además de todo eso, peligrosísima, y ha sido fatal para muchos. Ella, que ya tenía algo de colador o “manga” de café, ha sido el colador de la gripe en los pechos ciudadanos. Las gabardinas han tenido la culpa de muchas defunciones, pues, tanto las mujeres como los hombres, se creen abrigados el día de frío, por un fenómeno extraño de sugestión, con la ligera gabardina.
¡Cuidado con las gabardinas! Veamos con claridad lo sutiles, lo de tela de saco, lo vanas y vagas que son. Venzamos a la pueril ilusión de la gabardina, falaz, industrial, tan incomparable con el gabán como el cigarrillo de botica es incomparable y no intenta más que una sustitución engañosa del cigarrillo de verdadero tabaco. La gabardina, que parece la prenda que sirve para todo, la prenda higiénica y de color, es calada por la lluvia el día de lluvia, atrae la pulmonía como la muleta roja al toro y reviste a la Humanidad de un color ignominioso, tonto, chabacano, como si fuere el blusón de la mediatización.
¿Que yo, el doctor que clama contra las gabardinas, la uso también? Sí, es verdad, lo confieso: yo también tengo esa especie de guardapolvo para la vida mundana; pero es porque yo llevo gabardina para huir, no para mezclarme. Yo la uso para disimularme y vivir al margen la vida moderna, sin que se me note demasiado; yo la llevo como un disfraz que desprecio, pero que me es necesario. Yo, debajo de la gabardina, llevo el gabán.
ESO ES DE LO MISMO
Los enfermos acostumbran a preguntar tantas cosas, que resultan inaguantables sus consultas.
—¿Qué será esto que siento aquí?
—¿Qué será este dolor que me acude a este lado cuando acabo de comer?
—¿Qué serán estas palpitaciones que me atacan a este lado como si me latiese una herida?
—¿Este dolor en el costado será grave?
—Por las mañanas siento un abismo tal en mi estómago, que me parece que voy a caerme en él.
—Siento en las palmas de los pies unos dolores agudos y penetrantes como si pisase clavos en punta. —Etcétera, etc.
Yo, para calmar todos esos dolores, no utilizo más que una frase: “Eso es de lo mismo”.
Eso les calma instantáneamente a los enfermos, y como si se les recordase algo grave que ya supiesen, se quedan callados. Es instantánea la eficacia de esa aseveración.
—Eso es de lo mismo.
Y el enfermo lanza un “¡Ah!” de sabiduría, de saciedad, de “¡Ah! ¡también de eso!”.
Claro que si él se preguntase: “¿y eso qué es?”, no encontraría claro el “eso” de lo que es también “eso” otro; pero a la naturaleza la gusta referirse con tranquilidad a otra cosa y lo que más la asusta es complicar sus males.
Es como si a un loco se le dijese la palabra que le calma, que le aduerme instantáneamente.
En realidad, al decir “Eso es de lo mismo”, es como si se diese a oler y se adurmiese al enfermo con una especie de cloroformización instantánea.
EL BIGOTE
AQUEL enfermo se quejaba de atroces dolores en el estómago. Le dolía en los sótanos de su cuerpo mientras miraba las cosas tranquilas que suceden en la vida. En sus tripas se hacían nudos dolorosos, estrangulaciones penosas.
Mientras hablaba conmigo noté que se mordía el bigote, pues era uno de esos hombres obsesionados que muerden, muerden su pensamiento al pensar, que mascan sus ideas.
Yo no le dije otra cosa, irritado por aquella manera de ser un chino relapso con el bigote caído y como introducido siempre por las comisuras de la boca, que: “Aféitese usted el bigote y venga a verme quince días después de habérselo afeitado”.
—Pero… —comenzó a decirme queriendo protestar el enfermo.
—Nada… Usted aféitese y venga a verme dentro de quince días.
Como quien teme que le quiten de un tirón el bigote postizo, se echó mano aquel hombre al bigote y se lo pegó más a su base. Un momento estuvo indeciso sin saber qué hacer, si reír como de una broma o si obedecer como un magnetizado; pero al fin, cogiendo su sombrero y su bastón, se despidió de mi y me dijo esa cosa indeterminada de: “Hasta otro día”.
Me imaginé las dudas, los recelos, el ir con el cuento a sus amigos que estuvo viviendo aquel hombre los días de tregua entre su primera y la que debía ser su segunda visita a mi clínica.
—¿Se lo habrá cortado? —pensaba yo a veces acordándome del hombre que se mordía el bigote como si se mordiese su propio rabo.
Y por fin, un día apareció en el dintel de mi despacho un señor al que al principio no reconocí. Tenía un rostro fresco, carantido, despachado, grande como un pan grande.
—¡Ah! ¡Pero si es el señor que se mordía el bigote! —dije de pronto.
—Sí. Aquí estoy… Me afeité, como usted quería, y ya no me duele el estómago con aquel martirio… ¿Pero quiere usted decirme qué relación hay entre el dolor de estómago y el bigote?…
—Que el bigote es la gran empalizada para defender quizás la boca contra los microbios… En el bigote anidan los peores microbios; y si como usted, el hombre de bigotes, se chupa las guías, no tengo que decirle a usted cómo introduce en su cuerpo los peores microbios, los más grandes roedores del estómago…
Mi cliente, muy agradecido, no ha dejado de enviarme parroquianos, gente que venía a que yo les mandase afeitarse el bigote, las cejas o la cabeza.
LA ANGINA DE PECHO
CUANDO vienen los dos esposos a mi consulta, unas veces creo que vienen a que les divorcie y otras, por el contrario, dan aire de vicaria a mi casa, porque lo que quieren es que los recase, que devuelva a la esposa la vida que ha ido perdiendo, que el marido teme que acabe de perder. Se verifica una especie de nuevo sacramento.
Últimamente se presentó en mi casa una pareja de la clase de esposos que quieren casarse. El me enseñó a su pobre mujer con arranque de enamorado, y abriendo su gabán señalaba el lado que la dolía como si señalase en si mismo un daño hondo y desgarrado… La esposa, consolada por la exaltación del marido, dejaba que éste se quejase… Ella, un poco esfíngica, dejaba que él abriese la puerta de su corazón abriendo la portezuela tallada y mórbida de su seno, portezuela de sagrario…
Me di cuenta que en aquella mujer se fraguaba la angina de pecho. Estudié sus costumbres. La recomendé el tratamiento indicado, pero volvió tan anginosa como siempre.
—¡Pero si la angina de pecho es una cosa que avisa y que se puede conminar después del aviso! —le dije—. ¿Cómo después de mi tratamiento no ha cedido? No lo comprendo… Pero yo iré por su casa a estudiar su vida… ¿se inclina usted sobre algún costurero bajo?
—No… Yo nunca coso… Leo, pero leo sobre las mesas altas.
A los pocos días fui por su casa. Me pasaron al comedor, donde estaba sola la señora… La lámpara de fleco de oro empollaba la luz en su cuévano. El tapete estaba levantado por un lado como embozo de cama ya preparada, y en el frío rincón de hule que aparecía por el trecho ese, una pirámide enorme de tabaco, una caja de cartón grande, tres mazos de papel de fumar y la trompetilla de hacer cigarrillos, delataban la interrumpida labor de una cigarrera amorosa y paciente…
—¡Ah! ¿Conque hace usted los cigarrillos a su esposo?
—Siempre estoy haciéndolos… Mi marido es un fumador impenitente, y mi cuñado, que vive con nosotros, y al que también se los hago… Haré más de mil pitillos a la semana…
—¡Pobrecilla! —dije sin poderme contener—. Ese es el origen de su angina de pecho… Entre las cigarreras de la fábrica se da mucho la angina de pecho… No vuelva a hacerles cigarrillos… Voy a esperar a su esposo y a su cuñado, para decirles, no solamente que la absuelvan de su labor asesina, sino además que dejen de fumar, pues en el estado en que usted está ya, hasta el humo que respire estando con ellos no dejará que se extinga su angina.
En efecto, conseguí que aquellos dos hombres absolviesen a la pobre mujer y se salvó mi dulce predestinada.
LA DESESPERACIÓN DEL POETA
JUAN-RAMÓN, el delicado poeta que mejor oye el silencio, hace tiempo que está desolado. No logra encontrar una casa en que reine el silencio. Siempre hay ruido en la calle o en la vecindad y siente que no se interrumpen los ruidos, y el poeta es como un palo de telégrafo lleno de ruido.
Juan-Ramón, al que siempre se encuentra uno en las librerías, resultando una aparición como la del Señor en el huerto, cuenta en seguida su tenaz aprensión.
Este verano, el zapatero de abajo tenía un grillo, cuyo loco rodorin sonaba en los oídos del poeta como el timbre de la puerta de un cinematógrafo. Juan-Ramón tomó la determinación de comprar el grillo al zapatero, llegando a pagar una fuerte suma por él.
Hay un par de pianolas en la vecindad de Juan-Ramón, que tiene que oír, cuando no quiere, músicas que tampoco hubiera elegido, ¡Hay ratos en que se agradecería un poco de música, pero no son nunca los que elige la vecina! Debían bajar a preguntar al poeta de la casa si es la hora propicia.
Juan-Ramón consultó con un doctor extranjero y por su prescripción forró de corcho la habitación. Aquello iba a ser como un estero de las paredes y del techo, que iba a imponer a la habitación un silencio de más lados que el grato silencio en que se sume la habitación después del día del estero sólo del pavimento. Pero se gastó mucho dinero en encorchar su despacho, y hoy lo descorcharía para que saliese el ruido que se ha metido en él como en una botella de Champagne.
Juan-Ramón, desesperado, ha ido a varios doctores; uno le ha recomendado que se pusiese unos tapones en los oídos. ¡Un poeta con unos tapones en los oídos! ¡Algo imposible de comprender! ¡Y sobre todo, un Juan-Ramón!… Otro doctor le ha prometido unas bolitas de celuloide que han usado los soldados en la guerra para evitar el quedarse sordos por el estampido del cañón; pero Juan-Ramón tampoco lo aceptó, porque él no quiere estar taponado, sordo, separado por dos guiones del mundo, sino que lo que quiere es estar silencioso y atento en medio del silencio, las dos órbitas de sus oídos fijas en los mares lejanos, escuchando el rumor de los pájaros dentro de los árboles.
—¿Pero por qué no se muda usted a las afueras?
—No es eso tampoco lo que quiero… Yo quiero estar dentro de la ciudad, entre sus gentes, y, sin embargo, gozar del silencio.
Hasta a Torres Quevedo, el inventor del “telequino”, ha ido Juan-Ramón para pedirle que le fabricase una máquina para no oír, máquina que le ha prometido inventar Torres Quevedo; la máquina que quizás ahorre, deseque y neutralice los sonidos, gran placa de fonógrafo secante y astringente para el sonido.
En esta situación de espera y nerviosismo, Juan-Ramón se encontró el otro día con Pedro Emilio Coll, el gran venezolano, que se queja hace mucho tiempo de fuertes ruidos en la cabeza, un ruido de trenes, cascabeleos de mulas, aplausos y griterío de chiquillos mezclado a un ruido de xilofones y de gran “jaz-band”.
Pedro Emilio Coll, que es hombre muy cumplido y que sabe la preocupación de Juan-Ramón, estaba volado, porque creía que Juan-Ramón oía los ruidos espantosos de su cabeza, y se despidió en seguida de él como horrorizado de estarle ensordeciendo con un solo de trompa de Eustaquio, vibrante como nunca la gran caracola que él tiene metida en la cabeza.
Ya cansado de saber esto y como gran admirador del poeta, y aunque él no me demostraba gran confianza, fui a verle a su casa.
Juan-Ramón se atemorizó un poco al verme.
Le tembló la voz. A él los doctores le huelen a botica y desesperan su sensibilidad. Además, de pronto sacan un aparato como de liar cigarrillos y se lo ponen al oído fijando el otro extremo en el pecho del auscultado, oyendo su confidencia, ésa que guarda él como si temiese él mismo ser su plagiario.
Yo, que conozco todas estas delicadezas confusas del poeta, le hablé con cuidado extremando mi cortesía.
Juan-Ramón entonces se me confesó.
—Sí. Oigo hasta el agua que va por las cañerías del agua; la oigo atropellarse.
Yo mismo, impresionado por el oído sutil del poeta, oí en su despacho ruidos entrecruzados como si estuviese rayado el espacio por numerosos diamantes resbalando sobre sus cristales y como si numerosas aspas ruidosas voltijeasen en el silencio.
—Si yo le hablase como un doctor poético, le diría que bebiese silencio; pero como tengo que encontrarle una solución práctica, le voy a recomendar que cubra de espejos su habitación… Los espejos todo lo recogen, menos el ruido… En los espejos se reflejan las cosas, los gestos, hasta el fondo de los ojos, pero la palabra no se ve… Somos hasta mudos frente a los espejos; y yo, que una vez monologueé frente a un espejo, sentí que hablaba como un sordomudo y hubo un momento en que me hablé por muecas y señas… Además, para completar esta astringencia de los espejos, le recomiendo que tenga una pecera sobre su mesa o colgada del techo… No hay nada también que deje más sorda una habitación que la pecera cerrada, en que se mueve una vida silenciosa y sorda que no sólo está dentro de la bomba de cristal, sino dentro del agua… Ese efecto, esa suposición de esa vida como en un elemento metido en el corazón de otro elemento, influye mucho en el ambiente…
Juan-Ramón me contestó que lo haría, aunque escondería su mesa entre biombos para no verse en los espejos demacradores…
—Además, reúnase con Ors o con amigos que sigan la doctrina de la “voz baja” predicada por Xenius… Usted sabe que Ors, que odia la voz crecida, la voz destapada, fue encerrado en una habitación por sus enemigos para hacerle gritar, para obligarle a levantar la voz, y Ors consintió en pasar tres días sin comer antes de pedir socorro, aunque sus enemigos cuentan que al fin pidió ¡socorro! con gritos más fuertes que los que se oyen en la noche llamando a los serenos…
EL MAL DEL SEÑOR COLL
ESTE amigo mío, tan inteligente que anda a la par de toda idea, vino al saber que yo había curado al poeta. Conversamos largamente. Sus ojos de leopardo venezolano parecían quererme devorar como una amenaza si yo no acababa su mal. Amable y simpático siempre, Coll no pierde su nota de fiera enjaulada, de hombre de la selva, y, sin embargo, el más civilizado de los hombres.
El señor Coll, varias veces ya, la última cuando me lo encontré con el poeta, me había contado su enfermedad, esa enfermedad en la que el otro no cree, porque el otro nunca oye el enorme ruido de su mal, como si estando juntos, Coll fuese un lejano hombre metido en una cueva marina y el interlocutor estuviese solo en la calle tranquila llena apenas de los discretos ruidos de los tranvías, ¡Fantástico caso de percusión laberíntica, tan grave como el de la sordera laberíntica!
El ruido del señor Coll era quizás el ruido de las caracolas marinas, quizás porque ese caracol del oído había tomado cierta conformación de caracol marino perdida la compasión humana que lo distrae de oír el ruido eterno, el ¡uh! ¡uh! ¡uh! del mar lejano junto a costas llenas de numerosas cuevas de lobos.
—¡Hoy ha sido terrible! —me dijo el señor Coll—; y acabo de llegar de unas aguas que me recomendó un médico, diciéndome ahora que no me han sentado porque he bebido ¡demasiado agua!… Me han sondado; todo inútil…
—Y le habrán dicho que el origen es un catarro antiguo…
—Si —me dijo el señor Coll.
—Bueno; pues márchese ahora, que voy a pensar en serio en su mal… Vuelva dentro de tres días… Si estuviésemos en Turquía, le haría pasar por alguna situación tan peligrosa que tuviese que guardar un silencio irremediable, teniendo que callarse hasta ese ruido de su cabeza.
Pensando y sin encontrarle solución, se me ocurrió intentar la curación por la música. Llamé a mi casa un gran violoncellista amigo mío, y ensayamos el ruido de las caracolas y el del viento tempestuoso. Entre uno y otro estaba el mal de mi amigo. Le extirparíamos el ruido encontrando “su acorde”. En México, cuando ese bicho llamado la nigua—y esto no es inverosímil, sino histórico y verdadero— se introduce en la carne y prospera y forma bajo la piel como un sistema venoso nuevo que se complica en la frente poniendo en ella un emparrado de esos del que se le hinchan las venas, se toca un aparato sutil de una sola cuerda, algo así como una flecha sonora tocada con el arco de un violín, y el bicho interminable se va enrollando a la cuerda de guitarra y se sigue tocando, tocando, tocando hasta que ha salido toda entera, pues si por falta de delicadeza o por hacer una pausa en la música se quebrase la larga solitaria, otra vez volvería a echar cabeza en el fondo del organismo.
Llamé al señor Coll, que con su gran tipo de Verlaine venezolano vino a verme, haciéndome breves saludos militares bajando la mano desde su nariz, efusivo como el que espera su salvación.
—Su medicina —le dije señalando al violoncellista.
El señor Coll, brillante su mirada de tigre alegre, le dio la mano.
—Maestro, comience a buscar el tono del ruido de mi amigo…
El músico comenzó. El señor Coll oía ensimismado como magnetizado por el aparato.
—¿Es ese el tono? —le preguntaba yo de vez en cuando.
El músico subía, bajaba, variaba, ponía más larga arcada en una sola cuerda.
Hubo un momento en que, sin que dijese el señor Coll nada, halló el músico el tema de su ruido, y como teníamos convenido tocó con insistencia aquel acorde que, francamente, se acordaba con el que sonaba en el fondo de la trompa de Eustaquio del oído del señor Coll. Concertado con su ruido lo fue sacando, sacando, desliando, consiguiendo ovillarlo, ovillarlo, hasta que, zas, salió la última hebra de su ruido…
—¡Gracias!… ¡Gracias! —me dijo el señor Coll. —Ya no oigo nada… Me ha sacado usted todo el mal, el rencor eterno del vacío.
LA MISS
ME interesó aquella enferma echada en su chaisse-longue, imperturbable, con los cabellos hacia atrás y enseñando una frente magnífica. Su padre me dijo en voz baja:
—Ya está cansada de que la vean los doctores y no quiere hablar nada con ellos… Su gran irritación es la hoja de observaciones de un médico, que por casualidad vio en un descuido mío y rompió con ira… Le hubiera matado… La pareció la falta de galantería más grande que se pudo cometer con ella.
—¿Y qué doctor fue ese? —le pregunté a su padre en voz baja también. —El doctor Drañon. —¡Ah!, muy amigo mío y gran médico. Me fui a ver al doctor Drañon, en cuya casa se respiraba la presencia del hombre excepcional. Parecía un especialista en espejos. Grandes espejos de luto por sus muertos antiguos, estaban a veces orlados por la gracia de unos grandes cordones de borlas, como si con esos cordones se corriese o se descorriese el telón entre un tiempo y otro, entre unos personajes y otros…
Los cuadros elevaban la vida en aquella casa, los cuadros mejor escogidos, revelando esa misma elección la sabiduría que este hombre tenía que tener al apreciar una mancha rosa del rostro en relación con la misma mancha más decolorada. Nuestra profesión es matiz y gusto sobre todo.
Como no estaba el doctor, pero estaba para llegar, estuve observando su preciosa colección de miniaturas, aquellas miniaturas que el doctor salvaba de la perdición y que resucitaba en su clínica, como salvando las mejores al olvido y al rodar desgraciado de las miniaturas… Parecía con esto de las miniaturas como si el doctor, no sólo aspirase a salvar mujeres del presente, sino que quisiera salvar las desconocidas mujeres del pasado…
Por fin el doctor llamó a su timbre con la insistencia de varios segundos con que se fijan los dedos en el pulso al tomárselo a los enfermos. Yo también toco así el timbre. Es tocata de doctor.
—¡Compañero!
—¡Compañero!
Le puse en antecedentes de la enferma de que se trataba, y el doctor buscó en los cajones de su bargueño, sacando fotografías absurdas y fantásticas.
—Este —le decía yo viendo el rostro de un hombre viejo de ojos inyectados… —Este es ese al que dicen “Pase usted, caballero”, con gran insistencia de que pase, de no verle más, de que se pierda entre el público…
—¡Pobre mujer, parece vestida no de carne ya, sino por un guardapolvo de pellejo! —dije frente a la fotografía de una mujer casi esquelética, y en la que se veía la gracia de los huesos que es la gracia de las caderas.
—Mi especialidad, como usted sabe, trata con las peores deformaciones.
El doctor, ya inquieto, seguía sacando fotografías de ésas que se abarquillan, que son rebeldes hasta a la camisa de fuerza del sobre… Parecía que revolvía los retratos de las novias de sus pesadillas, de los amigos de los malos sueños, esos hombres que en esos sueños guardan las puertas de los andenes en que entramos para hacer los viajes interminables, esos que se cruzan por las calles de las pesadillas iluminadas por un día negro, esos que se reúnen en las tabernas de esos sueños…
El doctor Drañon recurrió a sus libros simulados y por fin encontró el sobre de la mujer que me interesaba… Su retrato de aquella época me decía mucho de ella.
—Puede usted llevárselo; fue una señorita impertinente a la que no quiero volver a ver. Sería digna esposa de un hombre extranjero y raro que aparece todos los días de consulta pública por mi consulta, y me dice indefectiblemente que le han sentado mal las medicinas que tomó… Primero estuve por tirarle un tintero; pero después me ha parecido su insistencia como la exquisita insistencia que pone en molestarnos un buen amigo.
Me despedí del gran compañero, y cuando hube llegado a mi casa leí la historia clínica de aquella mujer:
"Observación VIII. —M. T., de 35 años. Sin antecedentes familiares. No ha tenido más enfermedad anterior que unas calenturas. Padece, desde los 13 años, una cifosis no muy acentuada. Estaba bien hasta hace 10 años, en que después de una gran emoción empezó a sentir sed y a orinar mucho (hasta 10 litros). En la actualidad, el análisis de la orina es el siguiente:
Cantidad… 5,600 gramos.
Densidad… 2,004 gr.
Urea… 8.16 gr.
Cloruros… 5.5 gr.
La talla es normal. Tiene tendencia a engruesar desde que comenzó la poliuria. Actualmente pesa 63,5 kilogramos. No hay trastornos menstruales. No hay bello ectópico. —Somnolencia.
Dolores de cabeza muy antiguos. Gran miopía Hemianopsia. Sordera sin lesión del oído medio. La radiografía de la silla turca muestra una imagen rara, en la que aparecen los procesos clinoides anteriores y posteriores, unido por un puente óseo.
Análisis de la sangre: Polinucleares neutrófilos, 54; eosinófilos, I; grandes mononucleares, I; linfocitos, 46.
La inyección de I. C. C. de pituitaria no modifica la poliuria. Como no puedo repetir la inyección por ausentarse la enferma; le dispongo un tratamiento al interior ovárico, suprarrenal y pituitario. A los dos meses me escribe su médico: “Se ha notado efecto beneficioso sobre la poluria, descendiendo hasta 3 litros la orina, encontrándose mucho más aliviada de la sed”.
Realmente estaba bien hecho el cuadro; pero se comprendía cómo habiéndose encontrado ese cuadro de sí misma, una mujer realmente hermosa se había indignado con el doctor. La culpa de todo había sido el descuido del padre, que se olvidó la copia que había tenido la osadía de pedir para dársela al tercer médico que iban a consultar.
La joven guardaba silencio. La enfermedad que el doctor Drañon la había tratado estaba completamente curada, y por eso quería yo que me hablase mucho para encontrar y poder tratar la otra enfermedad nueva. Para engañarla, para que se explayase conmigo, hice un sindroma galante que me dejé olvidado un día: “La bella señorita M. T., de unos 28 años, tiene una enfermedad que ronda su belleza, pero que no la pone en peligro… El color de sus ojos revela lo profundo de su alma”.
Y así continuaba mi hoja de observaciones, no perdiendo el tono galante, pues hasta a su sangre la llamaba “la de más bello carmín”.
Después de obrar su efecto mi hoja de observaciones, se dignó hablarme la mujer de frente grande como un papel de barba, frente para escribir la más larga novela.
—Salgo con una señora de compañía todas las tardes —me dijo en la conversación.
—¿A qué hora viene la señora ésa?
—las cinco.
Me esperé. Tenía no sé por qué ganas de ver a la señora aquella.
—Señorita… Ya está ahí doña Rosa —entró diciendo la doncella.
—¿Es la señora de compañía? —Sí, me dijo ella.
— ¿Quiere usted hacer el favor de mandarla pasar? —rogué yo.
—Que pase doña Rosa —dictaminó ella.
Doña Rosa entró; era una vieja larga, miserable, que parecía tener una cabeza postiza y cuyo pelo era de algodón en rama…
—Siéntese, doña Rosa —dijo mi enferma.
Doña Rosa me miraba con desconfianza y no se atrevía a hablar. Esparcía un revuelo negro a su alrededor y tenía prisa por comerse el aire. No he visto respirar a nadie con más ansia y más precipitadamente.
—Doña Rosa no sólo me acompaña a paseo, sino que me lee y me vela en silencio durante esas horas en que yo caigo en mi enfermedad…
Doña Rosa oyó esto a mi enferma, mirándome como las águilas miran desde dentro de sus jaulas al que pasa.
—Pues las dejo a ustedes solas —la dije yo, y me despedí dirigiéndome al despacho del viejo padre.
—Mire usted —le dije—, hay que despedir a esa señora de compañía… Es la que sorbe la vida de su hija. Es toda una enfermedad esa mujer… Las mises son las amas más secas del universo, las amas secas más nefastas, porque en vez de alimentar se alimentan de la vida de la que las toca acompañar.
En efecto, al poco tiempo de despedir a aquella doña Rosa mi enferma estaba curada.
AQUELLA PARTURIENTA
No me gusta asistir a los partos, porque odio esas manipulaciones para sacar al pobre objeto de ese crimen que es siempre la vida. Pero el médico tiene un supuesto cartel en su puerta, como ése que hay colocado junto a la puerta de las sacristías y en que pone: “Por aquí se piden de noche los Santos Sacramentos”. Ese sacramento que el médico sabe prodigar a cualquier hora que sea, sea quien sea la mujer que le necesite, es el de la asistencia en el parto urgente.
De todos modos, no he tenido que asistir a muchas de esas defunciones risueñas, que son los nacimientos, defunciones, aunque se suponga mucha vida para muchos años en el pequeño recién nacido. El más curioso de esos partos difíciles a que me han llamado, fue el de aquella mujer que hacía seis días que tenía el niño dentro, muerto, insepulto e imposible de desenterrar y de sacar, como sólo a veces sucede con los que han sido enterrados en el fondo de la mina.
Todos los médicos estaban asustados. Era el caso más difícil que se les había presentado. El niño estaba corrompido en la fosa maternal, pero había que dejarle, no se podía tocar aun aquello, porque los órganos de la madre estaban terriblemente inflamados. No se podía tocar aquello, pero esa situación agravaba la salud de la madre, llena de las fiebres de la corrupción interna.
Yo vi el caso con pánico. Realmente, si se la arrancaba el ser muerto con aquella hinchazón, se la ocasionaba la muerte; pero también si aquello se le dejaba allí, las calenturas infecciosas y contagiosas acabarían con la enferma. ¿Qué hacer?…
Se me ocurrió la salvación a que únicamente se podía recurrir y pensé algo insólito: embalsamar con los líquidos a propósito —los mismos líquidos que empleaban los antiguos egipcios— al niño descompuesto y que resultaba amenazador como un sarcoma en las entrañas de su madre.
Después de embalsamado, después de utilizar esos grandes aisladores y constreñidores de los egipcios, dejé momificada la corrupción y a los pocos días extraje de la madre viva, el niño muerto, preparado como el hijo de un Faraón… Si no se me ocurre aquello, la madre habría muerto sin que nada la hubiese podido salvar.
LAS MÁSCARAS DE LA MEDICINA
SIN que representen un caso más, sin que acaben de ser unas anécdotas de mi vida, quiero referirme a ese montón de “máscaras” que he visto en los libros de mi profesión y que yo mismo he enmascarado con mi pluma. Quiero que figuren como inquietud perenne en la novela de mi vida.
Muchas veces el paciente o su familia no quieren figurar en nuestros estudios ni en nuestros cajones.
—Lo que sí le ruego es que me tape el rostro en la fotografía —nos piden algunos enfermos con mucha timidez, como si temiesen que nos venguemos de la advertencia matándoles en la nueva enfermedad.
Ese encargo del enfermo nunca se puede desobedecer; podríamos guardar una prueba sin cubrir, pero nuestro deber nos vence. Yo no hubiera querido tapar el rostro a aquella mujer de formas elegantes y puras, cuyo cáncer, de los llamados “de coraza”, era sobre parte de su pecho y sobre su costado algo como un manojo de rosas de carnicería; pero de cualquier manera, dejándome llevar de como me lo pidió, con su boca llena de dulzura, lo tapé con la pluma. Murió del cáncer, y ahora, arrepentido, quisiera quitarla ese antifaz, desenmascararla para volverla a ver, para verla por primera vez, para reconocerla, porque se me ha olvidado completamente su rostro. Tiene la incitación esa máscara, que no fue nunca máscara, de la máscara misteriosa de un alegre baile. Enmascarada por tan triste motivo, enmascarada como para asistir al baile de enfermos d^ la clínica, produce, con sus ojos que asoman por el incorrecto antifaz del médico, la misma inquietud que la máscara del baile de la Opera.
Los niños enmascarados por la medicina, y que no han podido sonreír porque no sabían que se les iba a poner antifaz, parecen pierrotss pierrotines melancólicos, porque no se pudo ni siquiera deshacer su tristeza, porque bien sabían ellos que se hacía la fotografía de la enfermedad de su brazo anquilosado, de su desproporción, de sus manchas, de su raquitismo. El fotógrafo-médico es el único que no puede decir “sonríase usted” y tampoco le importa que el retratado mire aquí o allí.
Hay máscaras de la medicina que en vez de antifaz tienen un borrón en él rostro. Hay doctores con mucha prisa que con el revés de la pluma manchan el rostro ¡y tapan los ojos!
Dos «Máscaras» de la medicina (1 y X) y «La que se despidió» (2).
Lo que nunca tienen esos antifaces, ni los míos, aunque los dibujo con cuidado, es la puntilla de los antifaces, ni les sale esa hinchazón tiróidica alrededor de los ojos, tan femenina, y que sólo les da su relieve a los verdaderos antifaces.
Suprimimos la explicación de la fisonomía al tapar el rostro de los casos curiosos. La mitad de la enseñanza que se desprendía de la misteriosa cifra del rostro, se pierde con el antifaz medica.
A veces, en vez de parecer las víctimas, hay señores y señoras, ya maduros y de tipo terrible, que enmascarados parecen los asesinos.
A veces es sólo el celo de los monografiadores el que hace cubrir los rostros. Por si acaso hay reclamaciones, tapamos todos los rostros, aunque indudablemente habría muchos que se dejarían presentar desnudos ante el público, como tal de enseñar ese gran bocio, o bulto, o torcedura terrible de las piernas que es su principal orgullo. Les aliviaría del peso de su monstruosidad o de su gran tumor el que apareciesen retratados en la Prensa…
No dicen: “¿No me conoces? ¿No me conoces?”. Estas máscaras están mudas, y muchas de ellas se puede asegurar, ante las enfermedades que lucen, que ya no podrían pronunciar ni siquiera el “¿No me conoces pues han desaparecido completamente desconocidas.
Otras máscaras de éstas han estado junto a nosotros en un café, en un teatro, y nunca se nos hubiera ocurrido pensar que eran las que completamente desnudas lucían su desnudo en las fotografías médicas con la falta de pudor inevitable y fatal que da al cuerpo la enfermedad grave, extraordinaria, mortal.
Yo no quiero dejar de confesar que no me ha parecido una cosa convencional y fría esto de los antifaces, sino que me he parado a ver estas gentes con antifaz, con recuerdos de fiesta en contraste con su postración. Se fueron al otro mundo con su antifaz.
LA QUE SE DESPIDIÓ
NADA más que respeto me mereció esa mujer cuya fotografía doy. Momentos antes de morirse llamé al fotógrafo, y le rogué que impresionara lo más hondamente que pudiese su mejor placa.
—Dela usted toda la exposición que pueda —le dije cuando ya había quitado el “ojil” al objetivo.
Entonces recargó la exposición; y como ella ya estaba próxima a no parpadear, se mantuvo sin parpadear mientras se impresionaba la placa.
Aquella mujer es un recuerdo que guardo con cuidado, y al que a veces paso “un trapito” para abrillantarlo y quitarle empañaduras.
No he visto a nadie despedirse como ella se despidió. Se la veía gozar, perderse, enervarse por la voluptuosidad de la muerte. Tenía la cabeza pegada por la voluptuosidad y el dolor sobre las almohadas. Ella había vencido ya todos los problemas del mundo y la lucha era inútil, porque ya no luchaba. Estaba en el dintel y desde el dintel observaba.
Su último caso era una meningitis.
Resultaba más lejana que quien lo está. La perspectiva ladeada, soslayada, oblicua, que había entre su mirada y los que la miraban por última vez, era infinita. Tenía el gusto de mirar con la cabeza posada sobre las almohadas del otro mundo.
Al mismo tiempo había compasión humana, dorado y anaranjado ocaso, verdadero ocaso, ocaso material y con resplandores en aquella muerta. Yo nunca he visto tan claro el paisaje humano.
Ya no tenía más que el mimo de sí misma. De nadie hubiera aceptado una galantería. Sólo acariciaba su hombro, sintiendo y degustando el último escalofrío agradable de la vida; ese cruzar los brazos sobre el pecho y agarrarse los hombros con las manos. Era el último abrazo a si misma, el que se daba la mujer opulenta, del hombro mórbido y resbaladizo, que se fue.
Su ojo mordore tenía una pinta tan intensa, que no hay bujías que se la puedan calcular. Parecía esa pinta, más que un destello hacia fuera, un destello hacia dentro, como si el alfiler candente y perforador de la muerte hubiera abierto en aquellos ojos el agujerito que diese al otro lado, a la espalda de la pared oscura, a la explanada de la luz, atravesando la almohada que es el mundo entero para el que se acuesta sobre él.
Sin ningún derecho y con todos los respetos habidos y por haber, conservo en un bello marco de miniatura el retrato conmovedor, que perpetúa la despedida de la Eva, madre de todos, de aquélla que se despidió aquel día del mundo con la despedida más elocuente, serena y nostálgica que he conocido.
EL CHINO
CUANDO me dijeron que era un chino agregado de la embajada el que se había puesto enfermo, pasé quizás una de las incertidumbres más grandes de mi espíritu. Si había resuelto enfermedades raras, la del chino iba a tener nudos tan pequeños y conformación tan meticulosa, que no iba a saber acertar.
El chino me desconcertó sobre las almohadas y entre las sábanas, amarillo como un muerto. A continuación pensé que los chinos sanos siempre deben parecer unos muertos acostados en sus lechos, y quizás es por eso por lo que las mujeres galantes no quieren irse con ellos.
Ya todo iba a estar equivocado para mi en aquella diagnosticación. Su pulso era un pulso de relojito agudo y tildeador de los minutos.
—Vea cómo tengo de hinchadas las palmas de las manos —me dijo el chino mostrándome sus manos. Yo me quedé sorprendido de aquel enfermo, que daba tan gran importancia a algo que para mí no la había tenido nunca.
—Además, doctor, simpatizo con el color encarnado, parecido a la cresta del gallo —me indicó de nuevo el chino, como queriéndome orientar, y, sin embargo, desorientándome cada vez más… Hubo un momento en que estuve por recomendarle cualquier cosa inofensiva y desaparecer…
—Yo soy fanático por el Wuy Kim, el gran libro de medicina de mi país, la Biblia, por llamarla como ustedes llaman a su mejor libro —y después de decirme eso me dio la edición francesa del Wuy Kim.
En el silencio en que estaba metido y para recapacitar un poco, comencé a hojear el Wuy Kim y encontré numerosas curiosidades, entre ellas, que cuentan cincuenta y dos especies de viruelas, que distinguen por señales fugaces e insignificantes: viruelas del ala de la nariz, rojas, negras, trasparentes, puntiagudas, aplastadas, separadas, acumuladas.
Saqué sangre al chino y también observé sus esputos al microscopio.
Los microbios del chino eran microbios más inquietos y con algo de letrillas chinas, esas letrillas que parecen vibriones y bacilos.
El carácter de esta enfermedad se podría decir que era penetrante y menudo, inquieto y sutil. Su parecido era con el de una de esas labores chinas, intrincadas, pacientes, llenas de minuciosidades.
Era lo indicado curarle con numerosos globulillos de la homeopatía y, en efecto, con anises homeopáticos fue con lo que pude curar al japonés, pero dándoselos en gran cantidad, a puñados.
LA DEL EX-VOTO
ESTABA veraneando en una playa del Norte, y una tarde entré en la ermita del picacho y me entretuve en ver los ex-votos. Siempre me han atraído los ex-votos. Son reconvenciones y desconfianzas del enfermo para con el médico, son gritos de los que se mueren, son temores inútiles. He visto cajas de muerto colgadas en la pared, trajecitos, hábitos, muletas, trenzas empolvadas, corazones grandes y pequeños, senos, etc., etc. Pero lo que más me interesa son los cuadros, y sobre todo los cuadros con historia, porque en ellos se especifica alguna enfermedad o el delirio o la súplica de un enfermo curioso. Son monólogos en las alcobas solitarias. Las tablas votivas que se ofrecían a los dioses en tiempo de Hipócrates eran parecidas a ellos.
Leyendo las inscripciones con el cuadro de síntomas, por decirlo así, del enfermo perdido en las alcobas oscuras y enormes en que parece que se mueren estos enfermos de ex-voto, encontré una reciente, de hacía dos días: “¡Señor, María Asunción, la del correo, se os muere, de un mal junto al bazo, de sudores fríos, y de que el corazón se le ha hinchado… Señor, la fiebre me mata, quitadme la fiebre!”.
Yo sentí aquella súplica como si fuese una carta dirigida a mí, y me dio pena que habiendo sido escrita el día antes de la visita de un médico a la ermita, quedase colgada como una súplica en vano.
Fui a casa de la buena mujer. El curandero del pueblecillo llevaba escrito el camino de la enfermedad. Era como el historial de un enfermo antiguo hecho por el ayudante de un Hipócrates.
Primer día, fiebre aguda, sudor; la noche fue penosa. Segundo día, exacerbación general, más por la tarde; una pequeña lavativa produjo evacuaciones favorables y la noche fue tranquila. Tercer día, por la mañana y hasta el mediodía pareció haber cesado la calentura; pero a la tarde se presentó con intensidad, hubo sudor, sed, la lengua empezó a secarse, la orina se presentó negra, la noche fue incómoda, se durmió el enfermo y deliró sobre varias cosas. Cuarto día. exacerbación general, orinas negras, la noche menos incómoda y las orinas tuvieron mejor color. Quinto día, hacia el mediodía se presentó una pequeña epistaxis de sangre muy negra, las orinas eran de aspecto vario y se veían flotar nubecillas redondeadas semejantes a la esperma y diseminadas que no formaban sedimento. Con la aplicación de un supositorio, evacuó una pequeña porción de excrementos con ventosidad; la noche fue penosa, durmió poco, habló mucho y de cosas incoherentes; las extremidades se pusieron frías sin que pudieran recobrar el calor, y la orina se presentó negra. A la madrugada se quedó dormida, perdió el habla, sudor frío, lividez en las extremidades. Esta enferma hasta la noche de ayer ha tenido la respiración grande, rara, como sollozos, el bazo se le hinchó y formó un tumor esferoidal, los sudores fríos duraron hasta el último instante, y los paroxismos se verificaron en los días pares".
Estaba ya echada en las angarillas en que se lleva a enterrar a los muertos de las aldeas. La miré toda cerrada, apretada^ muy en lo hermético su calor y su mal.
—Tráiganme un balde de agua fría… —dije yo con una inspiración súbita; y cuando me lo trajeron se lo eché en la cabeza a la moribunda. De su rostro, de su deseóte, de sus manos brotó una verdadera erupción… Lo que se fraguaba en aquella mujer, lo que la había matado de fiebre, pero sin manifestarse, era una viruela, que si no es por el balde de agua fría hubiera brotado en el otro mundo…
Así salvé a la pobre mujer del ex-voto, pintado toscamente en la ermita de la Virgen del Mar. Al sanar colgó sus trenzas en la ermita, pues como ella decía:
—¡Me salvaron con un balde de agua bendita!
EL BORRACHO
MUCHAS veces he curado a los borrachos del día anterior, gentes que se habían divertido con exceso la noche antes y que habían aparecido muy malitos por la noche. Si la cocción y la indigestión no les reponía hasta las nueve de la noche, yo me iba con ellos a un buen retaurant y bebíamos y comíamos con exceso, procurando devolver borracho a su lecho al enfermo del día antes. No he olvidado nunca esa cuarteta:
El que enferma en la mañana
Por beber mucho de noche,
Se le lleva a la taberna
Y con vino se repone.
Aquel amigo mío se moría, en un pueblo lejano, de pulmonía.
“Alfonso apurado, peligro muerte inminente”, decía el telegrama de su esposa.
Me supuse cuál era el tratamiento con que le iba a matar el médico del pueblo, y tomé el tren hacia el pueblecillo.
Alfonso se estaba muriendo en efecto. Yo sin pérdida de tiempo mandé por varias botellas de licores, para hacer aquella mezcla en que figuraba el licor verde, el licor amarillo, el licor ambarino, el licor marrón, y que tanto le gustaba a él. Ante el asombro de todos le preparé una copa de vermouth con todos esos ingredientes y se la di a beber.
—Compañero, me parece que ha hecho usted mal —me dijo el viejo doctor, vestido con un capote imponente, pues había venido desde el pueblo de al lado en su gran caballo blanco, caballo de cosaco, pequeño y con la cabeza muy cabezona.
Yo esperé la reacción del enfermo y, en efecto, aquella misma noche salió del peligro.
Con cuidado durante todos aquellos días le preparaba como un farmacéutico su “explosivo a rayas”, como él lo llamaba, y su ginebra compuesta. Así volví a la vida a mi buen amigo el borracho.
LOS PAPÁS QUE SE ESCONDEN
ALGUNAS veces he sido llamado para ver a niños en los que la fiebre había subido a 41.
—Trajo del paseo un temblor… una cosa… —me dicen.
—¿No ha sufrido ningún susto?
—No… Hemos ido jugando todo el paseo… Al final me escondí y creyó que me había perdido… Pero él al encontrarme rió con una risa tan grande que acabó con un hipo nervioso.
—Pues ahí está el mal… Ese ha sido la causa de su mal… No se vuelva a esconder.
Los papás que se esconden de pronto detrás de un árbol o de un quicio de puerta en el paseo que dan con sus hijos, hacen muy mal en gastar esa broma.
Ellos se ríen con el que pasa y les ve esconderse, pero yo no me he reído nunca con ellos. Yo me he quedado mirando la extraña perspectiva, la verdadera perspectiva de la broma maligna.
¿Cuál no iba a ser el miedo del niño que jugaba con su aro al volverse y no encontrar a su padre? ¡Y los padres sonríen de eso!
El gesto del niño al darse cuenta de que su padre no está, es de estar en un islote que ha aislado más la alta marea. Como su padre no les ha dado por Otro lado la suficiente confianza para sospechar una broma, lo creen y les queda una brutal fiebre del corazón, una gran orfandad.
ESTUDIO SOBRE EL TIFUS
¿Cómo se atrapa el tifus? No se sabe y se sabe. Somos objeto de numerosos tiros al blanco disparados desde la sombra. Unos —muchos— nos pasan rozando, y alguno nos da.
El tifus es una determinación de la Providencia, no una infección. Si fuese una infección, se le podría atajar más fácilmente. Tiene algo, airado, escrito como una sentencia que puede variar entre prisión mayor, pero larga, o muerte. No es pena leve de ningún modo, es incomparable con los arrestos de unos días.
El tifus es también —¿en qué quedamos? —el estrangulamiento por la barriga causado por una mano vigorosa, implacable y que nos maneja como a monigotes. Es la mano cruel, la mano que descansa y vuelve a retortijonear, con sus dedos duros y gozosos de la crueldad, la pancita del atacado.
Ser un tífico nos da miedo, por lo que de denigrante y de alfeñicador hay en eso de decir: ¡Es un tífico!…".
Hay palabras que cambian y crispan nuestra naturaleza, y esa es una: “¡Tífico!”. Se vuelve uno pequeño, delgado, estrangulado, escurrido y retorcido, al ser un “tífico”.
Debe sentirse lo irremediable cuando el médico dice: “Tiene el tifus”. La mano que aprieta, que apretará más y de la que nos costará trabajo desprendernos, ya está encima.
Nos hemos sentido señalados por el índice temible, que ha dicho: “Ese”. Hay que diezmar a los regimientos de hombres muchas veces, todos los días.
—“Tiene el tifus” —se dirán las gentes unas a otras, alejándose de nuestra puerta y viéndonos poseídos por un bicho ruin, que cada cual se imaginará a su capricho. No sé por qué parece que el tifus tiene un tufo imposible, ni sé por qué tampoco se le ve al tífico en cueros, con una desnudez enteca de escuerzo, de monigote, de tipo lleno de corvejones en punta y vestido a ratos de blanco, envuelto en una sábana como un fantasma, y con un gorro blanco como el del loco y del viejo que usa gorro de dormir. ¡Pelele como hecho con gamuza y trapos blancos!
Pensando en este ser que tiene el tifus veo la escena del hombre que lo adquiere. Es muy sencillo.
Hoy, por ejemplo, ese hombre ha comido en un café o en un restaurante. Se puede decir que ha visto por última vez el mundo. ¡Cuánto se hubiera aprovechado de mirarlo si hubiera sabido realmente eso! ¡Hubiera intentado comérselo!
En ese restaurante ha mirado fijamente un reloj, un reloj con manillas como cuernos de langosta, que se movían sin disimulo a la vista de la gente, igual que los cuernos de la langosta cuando avanza poco a poco sobre la arena. Ha mirado los lienzos de pared, en cuyo papel hay pintadas las puntas de unas de esas vegetaciones que asoman por una ventana, algo así como el flequillo de un jardín, unos tenues “esprits” verdes y alguna flor rosada entre los “esprits”. Ha mirado un espejo de esos que ya han sido vendidos al trapero en todas las casas decentes en que los había; un espejo de esos en cuyo margen hay unos brujones, como abultados lunares de cristal; algo así come unas burbujas de espejo, lunares simétricos y monstruosos del espejo y que repiten la imagen como si el espejo tuviese cien espejos supletorios. ¡Collar de miniaturas azogadas!… ¡Madroños de imágenes!…
¿Cómo no había pensado que allí se comía la muerte? ¿Qué allí no se podía comer sino la muerte?
Partió con el cuchillo lo que le iba a ser mortal, y parsimonioso, degustador, como si le quedase mucho que vivir, se fue tomando pedacito a pedacito todo el pedazo malo y exquisito con la salsa y el limón. Sus miradas, estando matándose como se estaba matando, no eran apremiantes, urgentes, ni agarradas. Eran miradas resbaladizas, de sala de espera, realizada con la placidez del que siente que una cena más entre las cenas ha sido acabada.
El camarero le servia con indiferencia, sin querer evitar aquel crimen, sin decirle por lo menos una palabra indicadora. “¡Sálvese! ¡No coma de eso!”. Por el contrario se decía: “¡Uno más; uno, que quizás no volveré a ver más de todas maneras!… Además, de que si yo le dijese algo iría y le daría una queja destemplada al dueño, y el dueño me echaría… Nada, nada, hay que dejar que se muera como tantos otros a los que les ha debido pasar lo mismo, porque no vuelve casi nadie”. Debió decirle que aquella carne con escarola llevaba quince días en la fresquera.
La luz le resultaba grata al que tenía ya dentro la muerte. ¡Grata y plácida como la luz de la noche en que se aparta uno del mundo definitivamente y que resulta así, porque algo en el fondo de nosotros nota eso con resignación, lo nota y parece que no lo nota, porque no nos lo dirá claramente de ninguna manera!
Cerca de él comían don Carnaval y doña Cuaresma; ese hombre con la nariz roja y unos lentes a lo Ontiveros, y esa señora de abrigo pardo y nariz roja también —nariz con punta de timbre—, que tanto vemos por las calles, aburrida, buscando a los paletos y con botas sin tacón. No había nadie más en el salón. Ya al encontrárselos ahí al entrar, había sentido un escalofrío. De vez en cuando les oía lo que hablaban en voz baja los dos, con voces de papel secante, voces sochantrosas, porosas, bizcochosas… “Compré unas galletas y ella se puso encolerizada”… ¡Bah! La historia ruin, rencillosa, mezquina…
El hombre que ha adquirido la muerte quería conocer este restaurante. Hacía mucho tiempo que quería estar en él una noche, y precisamente ahora resulta que ha estado esperando a la noche en que ha habido uno de esos cambios que hay a veces en las farmacias y por el que en vez de una medicina dan un veneno.
Todo tiene tal naturalidad y se desenvuelve tan normalmente, ¡que cómo va a pensarse en la cosa postrera que tiene todo lo que va pasando alrededor, de esta cena!… El sigue acuciándose en la luz. El Rioja que ha tomado parece que encandila más la luz. Hay una cosa que no le deja en un rato pedir la cuenta, y le hace mirar hasta la saciedad lo que ya ha visto. Comprueba lo entretenidas que son las cosas aun cuando lo hayan dicho todo. Siempre están mojadas en tiempo y en espacio.
Por fin pide la cuenta; el mozo la suma sobre el mármol, mirando los platos vacíos y las migas que quedan como para inspirarse; se la presenta, él la paga y se va. ¿Sabe el mozo que le ha amortajado cuando le ha puesto el gabán?
Ya ese caballero no volverá a este restaurante. Ha mirado por última vez los gusanos de seda blanca de las encamisadas luces de gas.
A la una de la noche se pone muy malo. Tiene sed y no puede apagarla. Los tornillos de sus sienes parecen que han sido atornillados con más fuerza que nunca. ¡Recurre al destornillador de la aspirina para aflojarlos; pero lo consigue a medias!
Se mete otra vez en la oscuridad, debajo de la oscuridad, debajo de las sábanas. Intenta así puerilmente ocultarse a si mismo, huir a la perra enfermedad; pero nada, en la oscuridad brillan más que nunca esos microbios de luz, esas minúsculas luciérnagas vibrantes que se ven en la fiebre. "¡Pum-pum!… ¡Pum-pum!… hacen las sienes, como si una máquina de coser instalada en su cabeza le cosiese las ideas, se las atravesase de puntadas menudas y precipitadas.
Ya tan asustado llega a estar, que se incorpora en la oscuridad, y en la mesilla busca el termómetro, que suena como un cascabel al darse a conocer dentro de su estuche metálico. Se lo pone y enciende la luz para ver la hora a que se lo ha puesto.
La una y cuarto. ¿Cómo han podido pasar sólo quince minutos desde que ha comenzado a sentirse mal, si parece haber pasado media noche desde que sintió el síntoma abrumador y la jaqueca que le comenzó a berbiquear la calamocha?
Pasan numerosos segundos…, y cuando es la una y veinticinco se quita el termómetro, se pone los lentes (con los lentes toma cara normal) y saca y acerca el leve cristal del termómetro al imán de sus lentes.
“¡40 Y UNA DÉCIMA!”.
Ver eso es como si uno leyese el telegrama en que se nos notifica la próxima muerte de uno mismo o un “gravísimo” tan terrible como la muerte.
Y a los dos días muere el hombre inteligente, gozoso, sencillo que, como nosotros, entró en ese restaurante misterioso y encantador de soledad y hospitalidad y se comió en una salsa, como todas las salsas, la carne blanda, agradable y jugosa que con el jugo del cuarto de limón y la escarola resultó menos de buey. Nada le previno, nada le extrañó, además de que ya estando allí no tuvo más remedio que comerse lo que le llevaron. Su disculpa es que en el Menú no ponía nada, porque se les olvidó escribir en él, y escribir con tiza en el espejo:
PLATO DEL DÍA
Carne guarnecida con tifus.
LA GUILLOTINA
NADA hacía temer aquel desenlace. Yo trabajaba. Ella dormía. Entre nosotros se interponían nada más que los tic-tac de los relojes.
Algunas veces se perdía su respiración, pero reaparecía en seguida como un Guadiana vivo que sólo él sabe por qué ha hecho eso y por dónde ha ido durante la desaparición.
El tic-tac del reloj va perforando el mundo, va consumiendo hasta a Dios. Es la sierra sutil del universo.
En nuestra cabeza tenemos el contador del tiempo, así como el contador de la luz está recogiendo el gasto de luz en la antesala obscura.
Yo de vez en cuando pensaba como siempre en el tiempo, con el oído izquierdo que era el que daba al reloj, y después lo graduaba hacia un poco más lejos y oía su respiración.
Así hasta que anunciándose como si se soltase toda la cuerda del reloj, sonó una “media”. Aquella “media” fue como la guillotina descolgada sobre su cabeza, lo que indudablemente la mató. Desde entonces tengo un gran pavor y encojo el cuello cuando siento la tajante rotundidad de las “medias” horas.
Con todo lo que tengo de doctor Inverosímil se me murió aquella mujer sin poderlo evitar, aunque pueda diagnosticar de lo que murió.
LOS MAPAS FATALES
AMO, temo y me impresiona cada cosa de mi profesión. Todo entra en la terrible novela de la medicina, cada cosa sirve para dar interés al doctor.
Los mapas de la medicina son algo muy serio. No son los mapas coloreados, con ríos azules, montañas y praderas verdes. Son los mapas blancos y negros, en los que el matiz lo da el rayado de líneas entrecruzadas.
Los que revelan la mortalidad en las distintas regiones tienen manchas negras que dan miedo. ¿Cómo siguen viviendo ahí las gentes y no se mudan después de estar tan emborronada la región? Pues viven, se divierten, celebran sus fiestas sociales y populares. Tienen todos, bajo el borrón del médico que hace estadística, la creencia de que vivirán siempre.
¡Atlas triste el del conjunto de estos mapas, atlas mucho más triste que lo era el atlas natural para los niños, porque entonces, aun no han pensado en la posibilidad de morir!
Los mapas, para reconocer dónde se da especialmente una enfermedad o dónde se da más o menos, parecen que tientan al doctor señalándole el sitio que sería más fértil para su investigación. Nos quieren amargar siempre el goce de los mapas coloreados, estos mapas que son como el esqueleto o el esquema melancólico de los otros mapas frente a los que hemos preparado los viajes más largos.
La locura también tiene su mapa, con sus regiones infestadas de locos, regiones en las que parece que los cafés, las oficinas, los paseos estarán poblados por locos ya decididos a ser locos o próximos a serlo. Una de mis envidias mayores ha sido muchas veces irme a esa región de la locura como para divertirme de lo lindo, más que en las ciudades de los cuerdos. ¡Gran sidrería y gran kermesse de la locura!
¡Meláncólicos y patológicos mapas los nuestros! ¡Revelan que la tierra está enferma!
LA PULMONÍA DEL CORAZÓN
LA helada es una cosa muy castellana; una cosa muy sutil, pero de una presión formidable. Hasta por entre los días buenos se meten las heladas, como si fuesen un mal pensamiento del día o de la providencia.
Recuerdo días de Castilla preciosos, azules, límpidos, diáfanos, nítidos, miríficos, es decir, días que, merecían todos los piropos y en los que sin embargo, a lo mejor caía una helada terrible. Las heladas que suceden cuando la media luna es más curva y se acusa como una hoz, son como la cuchilla.
—Está helando —dice en una hora clara el experto en heladas, el que tiene hecha la nariz para percibir el filo de la helada.
—¡Qué helada está cayendo! —dice la sirvienta cuando abre las maderas del balcón de la alcoba. Uno mira en seguida el día que hace fuera y no se ve nada, sino un día como a través del cristal fino de una copa de “bacarat” y a lo más un sol al que parece que se le cae la baba ante un día tan precioso. ¿No será esa babilla que se le cae al sol la terrible helada?
En la edición para los pueblos del Zaragozano, en ese Zaragozano sin la guía de las calles de Madrid, pero con las ferias y las fiestas de los pueblos y notas sobre el tiempo muy interesantes y hasta con el nombre del Santo que cura el reuma. San Catufa, están señaladas no sólo las heladas principales, sino unas “heladas negras” que me produjo espanto saber que existían. ¿Cómo serán las heladas negras, si las blancas son ya penetrantes y esquilmadoras? Deben empavonar los campos.
La helada es una especie de galvanoplastia terrible que constriñe la naturaleza. Todo lo que aún es tierno en la Naturaleza, sufre por eso esa fuerte operación que lo reviste con el sutil cristal, con esa cosa que quema que hay en la helada.
La helada a los místicos les ha puesto en la frente claraboyas de cristal con que han pensado y han visto mejor con poderosa sencillez todo el mundo seráfico y conceptuoso. Las horrorosas heladas de Ávila dieron a Santa Teresa las mejores horas de lucidez, aquéllas en que su amor místico encontró el viril por el que ver mejor las imágenes; las heladas le pusieron los ojos de cristal a los Santos de los altares, ojos de cristal que son los que más ven.
La helada, en medio de todo esto, no se ve, es como una idea que lanza el cielo sobre la tierra, algo así.
La helada puede partir el corazón y es, a veces, una lanzada con una lanza de cristal en un costado, lanza que se quiebra y deja un pedazo del afilado cristal dentro. ¡Pulmonía difícil de curar la que causa la helada!
No es nada y, sin embargo, agobia, pesa, tritura. No es ruidosa, no es visible, no es ni siquiera tenue: es inmaterial. Por eso entra en las habitaciones, se cuela en ellas, traspasa el dintel de las puertas, entra por paredes y desciende de su techo. ¿Se puede decir, sin embargo, que está en la habitación? No. La habitación está más formal que puede, sólo que la vieja cocinera entra con sus manos agrietadas por la helada, abiertas sus llagas por la helada que siempre que cae, aunque la vieja cocinera esté en el sitio más resguardado de la casa, la busca, la agarra las manos, se entretiene la muy cruel en separarla los dedos unos de otros hasta rasgarle los intersticios…
Y así la inflexible, la rígida, la impasible busca a sus muchos abonados en el fondo de los pueblos y de las ciudades, en los que muchos de los que mueren les han matado las heladas. Su corazón estaba metido como en un frasco de cristal, seguramente en aquel momento, aunque esa sea cosa siempre improbada en la autopsia.
No hay medio de salvarse a la helada que cae fuera; no sirve ni la calefacción ni nada.
Al que busca lo encuentra y le penetra el corazón.
La helada la tengo yo definida para mi libro sobre la nueva medicina, como la pulmonía del corazón.
LAS PALÚDICAS
TENÍA un gabinete cubierto de cretonas, ese traje que tanto se anticua en las paredes sin pensar que la variedad de la moda en el vestir igual debía regir a ese ropaje colgandero de la casa.
Jugaba a la marquesita y su marido la dejaba jugar y la consentía el juego. ¡Cómo sostenía ella una taza de té en su mano de dedos finos, en su mano vestida de un guante de piel aurirosada!
En aquel rincón de su gabinete sufría de paludismo y todas las tardes a la misma hora la visitaba la fiebre. Era como la visita que iba a tomar con ella el té y se sentaba junto a ella en el hueco del balcón.
No salían de Madrid hacia algún tiempo y los paseos se los daban por el Prado siempre seco y saludable. ¿Dónde podía haber pescado esas palúdicas?
Eso era cosa de su casa, de su vida, unas palúdicas interiores. La tarde se la pasa en el gabinetito adornado de cretonas y lleno de búcaros de todas clases, jarros de porcelana, jarritos de cristal, floreros de bronce. Entre muy pocas figuras lo que imperaba en la estantería eran los vasos para las flores. No sé por qué me dan pena esas decoraciones a base de secos receptores de aire, de vacíos cuévanos de espacio, de algo que fuera del día señalado en que sostiene un manojo de flores, no tiene objeto, falta de objeto que se agrava hasta lo repugnante cuando abunda con esa profusión con que abundaba en la estantería de mi enferma.
Me irritaba como una pobreza en la decoración y como un engaño esa suplantación de las cosas diferentes por una sola especie de cosa, por muy variada que fuese la decoración de das pancitas de los búcaros.
Mi enferma se me aparecía como con polisón o miriñaque, haciendo una reverencia a la par ridícula y encantadora. A su tipo fino le iban bien todos esos gestos, pero no estamos ya en la falsedad ambiente que los admitió en el pasado. Está mintiendo la que los haga y sobre todo cuando los hace fuera del mundo aristocrático que es el que más ha conservado el pasado.
Pero, bueno, ¿y su fiebre de dónde venía? Yo miraba todo a mi alrededor, me entretenía en esas observaciones, pero el mal, que a veces cedía, a los pocos días se recrudecía como si ella se hubiese asomado de nuevo a las lagunas del paludismo para atrapar su fiebre de Malta, como si la hubiese cogido el atardecer en plena campiña romana, el sitio prohibido por el Bedeker al turista de Roma…
Por fin un día mirando los eternos vasos de porcelana para demasiadas flores esperadas en vano, se me ocurrió la idea.
En uno de aquellos búcaros debía haber estancada desde hacía tiempo, el agua espesa y corrompida de las lagunas, el agua con esas esponjas verdes que son como los pulmones tuberculosos, envenenados, supurantes del agua…
Los fui mirando uno a uno y por fin encontré en una rinconera uno casi lleno de agua, de un agua antigua, en la que estaba descompuesto el recuerdo de las flores que tuvo.
—¡Aquí estaban sus palúdicas! —la dije y, en efecto, la fiebre fue perdiéndose desde aquel día y no ha vuelto más.
Ya sólo tiene en los estantes un solo búcaro cuyo fondo vigila mucho. Las demás cosas son juguetes, figuras, casitas de nacimiento, santos de las verbenas, candelabros…
LA ADRENALINA
NO hay literatura que más prepare el espíritu y que más admirable sea que la que me encuentro en la mesa de los que escribieron una página intima en su período preagónico, o la que, en una búsqueda en los cajones del muerto, que supo con tiempo que iba a morir, ha encontrado la familia.
Una de las cuartillas más puras y de un “lamartinismo” más agudo fue la que dejó escrita en su carpeta negra un joven que, después de varios vómitos de sangre acabó en el último. Era como el soneto de su vida, y se titulaba “La Adrenalina”.
Contra esta aprensión busco a una mujer, cuyos contornos tendría que describir como un poeta porque es como una mujer ideal que yo me he imaginado como flotando sobre las cosas.
Existe esta mujer, indudablemente existe, y personifica una cosa que consigue calmar este mal de que espero morir pronto, el único medicamento que contiene la hemorragia, que con un gran consuelo evita el susto final y cortará siempre el vómito, aunque el corazón se retuerza y dé el salto mortal definitivo: la Adrenalina.
Yo sé que ese medicamento es una mujer, y como creo en ella, si la encuentro sé que hará que se esconda mi sangre en sus vasos y evitará el derrame final, el último sorbo.
A la Adrenalina, para mayor consuelo de mis prevenciones, me la imagino de labios muy rojos, aunque de tez muy pálida. Siempre peinada de moño bajo, moño que es como el pensil de su cabeza, avanzará con lentitud hacia mí, vestida con su larga bata roja, y me besará en los labios en las horas en que de nuevo sienta el amago.
Saboreo yo, que no soy nada sentimental y que siento reparo al decir a las mujeres el “te adoro”, el cómo voy a decir a mi Adrenalina:
—¡Te adoro, mi Adrenalina! ¡Te adoro…! ¡Mi Adrenalina!
MI ESTAFA
Yo he cometido una estafa médica, pero la he cometido con toda conciencia de lo que hacía.
La pobre mujer aquella era parienta mía, era la parienta pobre, pero noble, bella, de modales finos, la que recordaba al antepasado más distinguido de nuestra familia.
Se había casado, y se había casado con bastante amor. Debió de saber tocar el piano del alma de su esposo como la más consumada pianista. Pero su marido no pudo seguir gozando aquel goce tan inefable y se extinguió, se murió, haciendo leve su muerte aquella esposa que supo tocar la más dulce marcha fúnebre cuando él expiraba, armonizando las últimas notas de esa manera por la que no se sabe, en las piezas de final perfecto, si ha acabado el piano o sigue.
La dulce mujer había quedado embarazada. Si el hijo vivía, sólo con vivir del usufructo de la renta de los bienes de su esposo podía llevar una vida llena del bienestar que era justo que gozase. Ella no sentía la posibilidad de la angustia de que su hijo naciese muerto, pero la sentía yo, porque ella era enclenque y con tipo de madre a la que se la mueren los hijos…
La familia del marido revoloteaba alrededor de ella con la secreta esperanza, sin que se atreviesen a decirlo, de que el hijo naciese muerto. Yo vigilaba aquel parto con una atención desmesurada.
Llegó el día y sentí al hijo muerto en mis manos antes de salir. Yo tenía presente unas palabras de uno de mis libros: “Las maniobras de la respiración artificial e insuflación, introduciendo el aire en los pulmones, pueden ser causa de que la docimasía hidrostática dé resultados positivos con pulmones que no han respirado. Un hecho de este género ha sido observado en el hotel de Dieu, de París, en un caso de insuflación boca a boca”.
Como si diese un beso al niño, le insuflé aire y les hice a todos los agoreros parientes que oyesen su corazón, poniéndoselo rápidamente en el oído, como quien pone un reloj al oído de un niño. ¡Valientes niños corvinos!
—Ahora, mucho reposo… Déjenla sola, porque si el niño está bien, la madre no lo está…
Todos se fueron convencidos y yo me quedé callado, triste, pensando en aquel niño muerto que había vivido un momento con falsa vida, con un poco de vida mía prestada… ¿Qué habría pensado de mí y del mundo? ¿Se dio cuenta, en esos pocos minutos de vida, de que se sacrificaba por su madre?
Aquel niño era el niño que ha vivido y, sin embargo, no ha vivido nunca. Las equis de siempre se aumentaron de tamaño en aquel caso.
Sólo desvió aquella gran preocupación mía el pensar que no había estado aún la tía Engracia —hermana del esposo muerto—, y que si venía habría que enseñarla el niño muerto. Para ese retraso yo tenía una jeringuilla de aguja muy honda, que clavaría en la espalda del niño y con la que insuflaría un poco de sangre en el corazón del niño, para que la tía lo oyese latir un segundo, pues “si sobre el corazón de una rana, que ya no late, dejamos caer una gota de sangre, revive en el acto, porque hemos puesto a su tejido en condiciones fisiológicas de nutrición”.
No tuve que recurrir a esa inyección de vida falsa, y al día siguiente firmé la defunción del niño, que en el Limbo seguramente “contaría que durante un minuto oyó el ruido desagradable y estridente del mundo”.
LAS ARTERIAS Y LA PULSERA DE PEDIDA
LAS arterias son una cosa muy seria, pues por algo creyeron los antiguos que por ellas circulaban los espíritus vitales.
Muchas veces me quedo compadecido mirando algunos de mis enfermos pensando en cómo tiene sus arterias y en cómo le pueden gastar la broma final a cualquier hora.
En nuestros ríos, en nuestros arroyuelos se va cegando el álveo, se van quedando las piedras inevitables que tira Dios en todo cauce, y la vida se resiente, peligra, muere como la de una región agostada, sin riegos, sin aguas… “Viene la emigración eterna”.
¡Qué envidiable la diferencia entre esas tres manos! La del feto nueva, toda trasparente, sin ninguna torcedura; la del joven persistente, enérgica, todos los caminos trazados, la red sobria, llena, concurrente; la del viejo retorcida, sinuosa, demasiado oscura, con ángulos peligrosos, con enganches en que se puede enganchar la vida, con remansos, con cierta rigidez y dureza de alambre.
Ante esas manos que parecen estilizaciones de esas en que son maestros los japoneses, ¡qué fácil echar la buenaventura!
Cuando podamos dragar en nuestras arterias la vida perdurará un poco más. La terrible arterioescleoris es nuestra fatalidad, esa dureza y sinuosidades arteriales que permiten trazar como relieves duros, como vetas un poco fósiles, la red de las venas. ¡Qué conmovedoras esas manos que tienen algo así como sabañones en sus arterias y que presentan sus venas montuosas para que se las respeten!
Sistema arterial de la mano en el niño, en el adulto y en el viejo.
Yo recuerdo de niño cómo mi gran sensación de contacto con la vejez, haber tocado, con miedo a romperlas, las venas digitales de una mano anciana. Yo pasé muchas noches de velada antes de adormilarme, siguiendo como en un mapa rutas distintas, tacteando como un ciego esas ramificaciones. Yo sentía ya el tacto de la vida en esa apreciación cuando insistí tanto. Eran reunidas la sensación de la vejez la que yo apreciaba y la sensación tierna de la vida, siempre tierna mientras se vive, mientras se pueden tocar las venas de goma; las venas flexibles en medio de la misma arterioesclerosis.
Cuando yo comencé mi profesión ya estaba yo preocupado con las arterias. Recuerdo que a una novia con la que me iba a casar, la llevé con su madre a mi clínica con la promesa de que aquella tarde la iba a regalar la pulsera de pedida. Yo preparaba una de esas originalidades que son las que debían hacer hombre a un hombre a los ojos de una mujer.
La madre y la hija se presentaron aquella tarde en mi consulta. Venían con un anhelo torpe y me miraron ciegas de ira.
—¿Y esa pulsera? ¿Dónde está esa pulsera? —me preguntaron ávidas. ¡Qué mal efecto me hizo aquella pregunta dicha sin contenerse, sin adivinar, implacablemente!
Por un momento yo me quedé serio como si la especie de broma sencilla que tampoco era broma, se me hubiese agriado. Se había operado en mí la retirada del corazón, eso que con las novias es fatal, pero sin embargo, como ya no había otro remedio, cogí a mi novia de la mano —con qué empalago se me prestó aquella mano— y la llevé hacia mi aparato esfigmomanométrico, y cogiendo el brazalete comprensivo se lo puse en el brazo cerrando las dos correillas con que se cierra igual que una muñequera…
Noté que apretaba todo su ser una ira sorda. Había comprendido, pero me despreciaba. La madre más, pero un instinto de conservación del novio las hacía callar. Mientras yo ceñía el brazalete dije:
—¿Para qué una pulsera de pedida vulgar? Esta es la pulsera de mi profesión, la que dará todo su porvenir desahogado y alegre a mi novia…
Con consternación oí a mi suegra algo así como “¡las de Pérez y las de Rodríguez que estaban en casa esperando ver la llegada de la pulsera!”.
Toda la verdad tonta y ambiciosa del casorio, surgió a mi vista. Nadie comprendería que yo ofrecía a mi novia una pulsera mejor que nadie, nadie ni ella misma comprendía esa cantidad de rebeldía que había en contrariar una fórmula de los matrimonios fríos, indiferentes, rencillosos, sin más ternura que, durante los primeros dos años, quizás sólo los primeros meses, la de la hora de irse a acostar…
En la mirada callada, pero de ojos muy bajos y cejas muy altas y desdeñosas, con que miraba mi novia el brazalete del Esfigmomanómetro, comprendí todos mis errores. De todos modos rematé mi acto y miré en el oscilómetro la presión. ¡Terrible tensión arterial!
—¡Qué suerte que te haya puesto hoy esta pulsera de pedida! Tu tensión arterial es terrible… Es urgente curártela… Ea otra pulsera no hubiera dicho nada, no te hubiera salvado…
—Sí, pero yo la hubiera preferido… Además, qué dirán mis amigas… No comprenderán tu genialidad…
Fueron las últimas palabras que oí a aquella mujer. La despedida fue fría, hipócrita, porque si ellas con cobardía no sabían lo que iba a pasar, yo sabía que no volvería a verlas. ¡No comprender la delicadeza de mi pulsera de pedida, la verdadera, la eficaz, la providencial! ¡No comprender cómo un marido regala si trabaja y gana, numerosas pulseras de pedida a la mujer con quien se case y cuya hambre y cuyo lujo mantiene!
No volví a ver a aquella mujer con quien estuve para casarme y a la que aún estaría curando aquella terrible presión arterial que la matará mucho más pronto que si hubiese estado a mi lado. ¡Y pensar que aún se la estaría curando con abnegación si hubiese entendido el valor de su pulsera de pedida! ¡Valiente árbol arterial perdí, después de todo!
LA FALSA MANCHA
TODOS los oculistas habían encontrado que era el principio de una nube, o quizás un derrame interior, o quizás, quizás una rotura interior de la córnea aquello que producía el fenómeno de la mancha persistente, irritante, inacabable en el ojo de aquel hombre espantado y pusilánime que vino a verme.
—Dicen que es una mancha…, es decir, me dicen ellos: “usted lo que ve es una mancha, ¿no?…”. Y yo ¿qué he de decir, señor doctor Inverosímil? Yo tengo que decir que sí, porque ¿cómo voy a explicar lo que ellos debían explicar mejor?
Esquema del ojo de mi enfermo.
Poco a poco, con gran dificultad, le saqué a aquel hombre la noción de que lo que le estorbaba no era precisamente una mancha, sino otra cosa rara, que le parecía viva y movible, y que estaba y que no estaba… Algo dislacerante para sus nervios, más que para su ojo materialmente, pues más bien parecía inmaterial, fuese lo que fuese.
De deducción en deducción, sentí fijarse en mi pensamiento, como en su ojo, la araña, la idea despatarrancada y patarrancona de la araña, la araña que no se sabe si cuelga de nuestro ojo o de un hilillo del aire, la araña que de pronto se pierde no se sabe dónde.
Estudié el ojo, hice su gráfico, su esquema y donde calculé que estaba la araña, dibujé la araña; hecho eso, le enseñé de improviso el gráfico, pues yo esperaba la respuesta de su sorpresa…
—Sí… —me contestó—, lo que yo veo es eso, eso…, una araña… sí.
—Pues eso está en los nervios más que en el ojo —le dije—. Usted ha perseguido una vez una araña, o en el sueño de la calentura ha visto arañas y le ha quedado la obsesión y el temor de la araña… Eso tiene cura rápida y, no tratando el ojo, sino fortaleciendo la sensibilidad y consiguiendo que ya que sabe usted que es una araña, se pertreche del suficiente escepticismo sobre esa idea para matar la araña… Para vencer ese prurito de temer a la araña, que injustificadamente se teme más que al tigre, debe usted matar todas las arañas que encuentre en su casa, sin miedo, con decisión, dando fuerza a sus nervios…
En efecto, al poco tiempo, mi cliente había matado la araña, aquella araña que no veían los oculistas y que algunos le querían sacar con una peligrosa operación, extirpándole el lagrimal.
EN EL POZO DEL PIANO
EN muchas casas sórdidas, opacas, encortinadas, en que el gato ha hecho de las suyas debajo de una butaca y en que las viejas parecen estar sentadas en la cuneta de la vida por como las gusta estar de cuclillas en las sillas pequeñas, la enfermedad procede de que además de todo lo otro tienen un piano que no tocan, un piano cerrado y en cuyo pozo alto se han estancado y se han corrompido las notas.
En esa espalda vacía y honda del piano anida todo lo malo.
En mi vida de Doctor, he curado muchas de esas enfermedades crónicas que no se sabe que son, diciendo nada más que: “¡Venda usted el piano!” y haciéndolo vender.
Yo busco por los rincones de las casas la causa de ese estado comatoso de ensueños y hasta he encontrado el secreto debajo de la cama; en ese emparedado de dentro del piano, en la sima de los macillos he encontrado el repliegue escondido del enemigo, el vacío oscuro donde el polvillo de la enfermedad sin espantar por los martillos de madera y trapo, inmóviles hace tiempo, anida y procrea sus microbios, encantados de tan seguro reducto, sorprendidos de tener para su uso exclusivo y SU runruneo, y su recreo tan estupendos colmenares.
¡Peligrosos reversos de los pianos callados hace mucho tiempo!
LA HORA ESTÚPIDA
LA hora estúpida, es como la hora pulmoniaca. Una hora completamente estúpida, flemáticamente estúpida que hasta llegue a parecer demasiado estúpida al estúpido, es algo que mata, que deja señalado para cualquier forma de enfermedad grave y fatal al que ha pasado por ella…
La enfermedad más enredosa y que es más difícil de curar es la del que ha pasado por la hora asfixiantemente estúpida.
No pongáis nunca tampoco, una cara demasiado tonta, porque entrará en vosotros todo lo que os acecha.
Yo he visto entrar en la parálisis progresiva, en la disociación de un cerebro, a aquel que silbaba siempre interminablemente, acosando su pensamiento con el silbido, pinchándole con las largas agujas de sus silbidos.
Al entrar en mi consulta se callaba, pero después al sentirse en la calle comenzaba a silbar. Hasta que un día me crucé con el silbante y seguí SU silbido monótono por las calles, no me di cuenta de cómo eran de estúpidas y peligrosas las horas del silbante.
LOS FORROS
VOLVED de vez en cuando los forros de los bolsillos hacia fuera porque en ese polvillo de cosas, en esas pelusas, se mantienen y se crean todos los microbios. La putrefacción de muchos, la gangrena de su vida, ha comenzado por esos algodones oscuros que no se sabe de dónde salen, por esas piltrafas misteriosas… Haced como cirujanos auténticos la operación de quitar esas tumefacciones y ese pus a vuestros bolsillos.
Son esquirlas del pasado, condensaciones de tiempo, detritus de lo que pasa, resultados de pájaros invisibles que dejan caer eso desde los árboles del tiempo.
La higiene de los bolsillos de las americanas, de los pantalones, de los chalecos es de las higienes más abandonadas.
Yo lo primero que hago en mis enfermos es descargar sus bolsillos y sacar esos gusanos pegados a las junturas de sus forros, esa cosa que ha crecido en la soledad y que es la concentración del tiempo que murió, el final de las horas y los minutos que cayeron muertos en los bolsillos como en la redecilla del cazador.
LA SORTIJA
EN aquel caso sí que no encontraba la causa del mal por ninguna parte.
Desde luego todos aquellos aspavientos, todas aquellas contracciones eran reflejos. ¿Pero reflejos de qué?
Al ver que no podía curar por los medios ordinarios aquel mal, podía haberme agarrado a la socorrida fórmula de que cuando una enfermedad no responde a la medicación ordinaria es que en su principio tiene algo de específica, pero yo no me conformo con eso nunca.
Con mi manía de mirar las manos miraba aquellas manos de uñas luminosas y de piel de punto de seda, hecho con la más fina de las agujas de ganchillo.
En sus manos veía yo que aunque ella muriese de lo que muriese, ellas no podían morir y la sobrevivirían de cualquier modo, vivas, con más alma que toda la figura, como dos almas, una en cada mano. “¿No habrá piedad para sus manos? —pensaba yo con angustia en aquel momento de fijeza máxima”.
En esa hora precisa de exaltación, a la que me lleva después de muchos días el pensar en la condición mortal de la mujer a la que observo, me fijé en las sortijas de sus manos.
—¿Me quiere usted contar la historia de sus sortijas?
Ella sorprendida y mirándome como a un enamorado más que como a un doctor, se fue quitando las sortijas y contándome su historia:
—Esta de la esmeralda es un recuerdo de mi tía Soledad, la mujer que ha tenido más esmeraldas en sus cajones… Todas sus joyas las cambiaba por otras con esmeraldas… Llegó a tener un verdadero jardín de esmeraldas… Ya la llamaban en el pueblo de que somos, doña Soledad la de los guisantes y las habas…
—Esta del brillantito es del día de mi primera comunión y cuando la miro veo toda la transparencia de aquel día que tenía un sol de invierno helado como se hiela a veces el chorro de las fuentes, como está helada la luz en el diamante…
—Esta con la perla y los dos zafiros es una sortija regalo de un novio que se fue y al que no se la devolví porque es lo que más cuesta devolver a los novios a los que no se ha querido mucho.
—Esta es un sujetador regalo de ese novio modesto y golfo que quizás regala la alianza que le regalaron… Sujetador que compromete como el anillo de bodas y que, sin embargo, es lo que menos papel hace entre las sortijas porque es lo que menos vale.
—Esta… esta es curioso… Esta me la encontré… Me la encontré en la calle.
—Basta —dije yo entonces— déme esa sortija… Esa sortija es quizás la causa de todos sus dolores nerviosos… Una sortija que se ha encontrado es nefasta y hace aparecer en el que se la pone síntomas extraños de enfermedades del “otro” o la “otra” apretando la vida del suplatador y llenándola de los calambres de la extrañeza…
La joven me la dio y aunque yo dudase algo de mi diagnóstico en aquel momento pronto vi que aquellos gestos reflejos desaparecían.
LA OXIGENADA
AQUELLA rubia se me quejaba de anemia, de languidez, de no encontrarse. Lo más textual de lo que me dijo fue eso de no encontrarse: “Ella no se encontraba”.
Su rubiez la sacaba el color rosa, de frambuesa pálida y ponía en sus ojos fulgores metálicos, como si fuesen los ojos dos oscuros escarabajos con reflejos metálicos.
Realmente aquella mujer exuberante estaba demasiado blanduzcamente rosa como un fresón pasado.
—No me encuentro, doctor… No me encuentro…
Y yo tampoco la encontraba.
Para dar la impresión de aquello tendría que decir que era un dulce de jalea que se vendía en una tienda lejana, quizás en Toledo. Todo en ella estaba ido, distanciado, desvanecido. Sólo vivían en ella sus ojos.
“¿Pues señor, qué tiene esta mujer?”, me repetía yo, queriendo acertar a saber cómo siendo tan granadina tomaba aires de cubana, con ese avejentamiento de piña pasada que toman las cubanas.
—Me llegó a parecer, cuando me hablaba, que me escribía, que me escribía desde el otro lado del mar…
Las cosas para combatir la debilidad, todo procedimiento y régimen para robustecer a una persona no me daban resultado con ella…
—¿Por qué tiene usted ese aspecto de mujer que viaja en un trasatlántico y sus cabellos rubios parecen estar entre las gasas que revolotean en la brisa marina…?
—No lo sé… Pero quizás por lo que yo no me encuentro, es porque estoy en alta mar a bordo de ese barco en que usted me ve.
Una tarde dando vueltas alrededor de su cuarto, como yo digo, “auscultando a las paredes”, me encontré en el largo portarretratos de caña, uno de aquellos portarretratos que parecían los visillos de las paredes y en los que había bolsillos como abanicos, me encontré un retrato que le enseñé a ella, rogándola que me dijese de quién era.
Dos casos finales.
—Mío —me respondió.
—Suyo, ¿de cuándo? ¿En la otra juventud?
—¿Cómo de la otra juventud? De esta… y bien de esta… de la única que he tenido y que aún durará un poco…
—Pero…
Me quedé mirando el retrato y repasándola a ella de cara a su retrato. En el extraño contraste que yo había notado estaba, sin duda la causa de su malí, ¡Tate! aquella mujer era una morena admirable, fogosa, grabada en la vida como un aguafuerte y ella se había empeñado en borrarse tiñéndose de rubio. Hay quien es rubia y quien es morena no por puro capricho sino por una lógica que hay que tener presente y que no se puede suprimir. La rubiez era contraria a su naturaleza.
—¿Por qué se ha oxigenado usted sus hermosos cabellos negros?
—Porque así soy más blanca y más rosa, porque así se ve más que quiero coquetear y divertirme en la vida… Soy más llamativa.
—¿Nada más que por eso?
—Nada más… Es decir… Temo la vejez y como no es cosa de teñirse el día antes de envejecer, si una ha sido rubia siempre, no será nunca vieja…
—¡Muy mal pensado! —la repliqué yo. —A cierta hora se será vieja sin remisión… Sus ojos la venderán y su boca también… Cuando llegan las canas hay que dejarlas… Sea usted inteligente y sensata para saberlas llevar… Lo demás no importa nada… No hay nada más idiota que una vieja oxigenada, y perdóneme usted la rudeza, pero quiero disuadirla… Todo su mal procede de su oxigenación… Esa rubiez es lo que hace que usted no se encuentre… Necesita usted verse en los espejos morena y vivir como morena la vida…
Después de algunas réplicas y algunas dudas, pasaron los días suficientes para que se destiñese, y cuando al fin, volvió a ser la morena que era, resplandeció su juventud y su salud…
—Tenía usted razón… ¡Ahora ya “me encuentro”! —me dijo.
DE OTRO DIARIO
DE otro diario voy a dar las mejores páginas. Es también este diario de un pobre muchacho que conocía el sabor constante de la sangre. También llegué tarde a él. ¡Pobre tuberculoso!
—Mire usted si sabía lo que le iba a pasar, que lo tenía escrito… Llévese usted el cuaderno de sus apuntaciones… Eso nos aliviará a todos —me dijo la madre.
Yo acepté y lo tengo guardado en el cajón en que tengo las piezas de convicción.
Dicen así esas páginas:
“¿De qué moriré yo? Y primero no sabía cómo responderme, pero hoy ya tengo el síntoma que quizás otros callan. Desde el día que sentí en la boca el hilillo de sangre, la punta de la hebra constantemente aguzada, como la que se va a meter por el ojo de la aguja, la saboreo, la encuentro cuando más descuidado estoy, la doy con la lengua y tiro de ella con la succión como si fuese desovillando el corazón.
Lo que me hace fijarme más en las cosas, lo que me hace que me dé cuenta de la magnitud de cada problema íntimo es que yo constantemente estoy sintiendo la flor de mi sangre en la boca.
No necesito escupir, no necesito mojar el pañuelo y mirar. Mi palidez ante el sabor brota constantemente y veo que me pongo atónito de una manera que no deben entender las gentes y de la que no deben poder darse cuenta.
Sonrío ya muchas veces cuando siento el sabor a acero, como a la hoja del puñal que me causa la herida, así como a la sangre que brota de ella.
Me aprietan el corazón como la bombilla de goma de un pulverizador y siento en seguida la pulverización inconfundible en la boca. El padre de uno mismo —otro padre que el padre exterior— nos quiere consolar y confundir, pero yo se siempre de qué clase es la oblea que tengo un rato en la boca sin deshacerla, como si comulgase con mi propia vida, como si este fuese el único misterio y sacramento solemne.
La batalla en el pulmón de un tuberculoso.
Cuando alguien ha sido cruel o desleal conmigo, he estado por escupirle sangre. Cuando alguien dudaba de mi esfuerzo, de mi ciencia, de mi abnegación, también he sentido deseos de herirle sin herirle, ensuciándole con mi propia sangre…
¿Tendré sangre para una larga vida? Es posible. Yo que sé lo fatales que son las cosas, tengo una profunda esperanza de que gota a gota tengo para muchos años, como esas fuentes cerradas que nunca dejan de tener una gota en la nariz de su grifo.
Es como si mimase mi muerte al saborear mi sangre. Eso me enternece por mi muerte y me la hace contemplar extasiado en un momento cualquiera.
¿Que llore mucho por tener un poco estropeado ese pulmón que parece que es el corazón? No, porque todos los que mueren de cualquier cosa, hasta de sanos, tendrán en doce horas el pulmón destrozado como nunca lo tuve yo en vida, como sólo lo tendré cuando muera como ellos.
Resulta alegre este bombón que sabe a lástima y que es como esos bombones de licor que se desparrama por la boca sorprendiendo con una estimulante sustancia a la boca ciega…
Sólo hay algunos ratos en que siento una gran tristeza porque me veo como un toro de esos a los que ha descabellado de mala manera el matador —maldita providencia que me ha descabellado a mi— y que tienen un espeso hilillo de sangre en la boca y en todo el canal de la lengua, espantoso cuadro porque la sangre puede salir por la herida, por la nariz, por los ojos; pero lo que es desesperado es que salga por la boca… ¡Para asustarse de su propia sangre el toro bravo descabellado! ¿No habéis visto el enorme puchero que hace?
Sabe a tinta también la sangre. Si. Nos recuerda cuando, como heridos por la pluma mojada, nos chupamos la tinta. Ese fondo de anilina lo tiene también la sangre, como si para darla color se emplease también la anilina…".
DE LOS DENTISTAS Y DE LAS DENTICIONES
¡CUÁNTO dolor! Ali única envidia seria ser como el esclavo Epiktetos, que mientras su señor le retorcía la pierna con un aparato de tortura, decía sonriendo: “Que vas a romperla”; y cuando se rompió, añadió con estoicismo: “¡No te lo decía yo!”.
Donde más dolor hay es en las salas de los dentistas, y quizás más en sus antesalas mientras esperan vez. No he visto sitio en que las gentes se miren menos. Todos ponen la vista en el cielo. Nadie se quiere reconocer. La latente queja de todos, su agudo dolor, pone una atmósfera densa en el saloncillo y es como si a cada uno le dolieran tantos dientes como los que tiene un cocodrilo: cinco o seis dentaduras a cada uno, si hay cinco o seis en la antesala.
No se da importancia a ir a ver al dentista y tiene una importancia capital, si no para todos los que haya en la consulta, para los que el doctor escoge y cita a otra hora solitaria para que no se oigan sus gritos, o algo peor que los gritos, el silencio súbito del que no se reponen, el silencio de la muerte…
En casa de los dentistas muere mucha gente, muere misteriosamente, aunque como son tan doctores para la impunidad como los doctores, se da por bien realizada la muerte del que ha caído.
Hay que ir, por lo tanto, a casa de los dentistas con más seriedad, menos a casa de un sacamuelas, y menos frívolamente. Hay que ir con mucha solemnidad.
Es que los dentistas sacan a veces la muela de la vida, la que la tapona, la que después deja un vacío horrible en la encía del que le ha tocado la vez, descorchado para siempre.
Yo a veces tengo que recurrir al dentista. En una ocasión vino a mí una especie de loco con grandes dolores y al que nadie entendía. Yo Je miré de hito en hito. Su madre no le perdía de vista como si fuese su loquero. Yo sólo le dije:
—Que le saquen mañana mismo la muela del juicio… Sin falta mañana y que vuelva por la tarde.
En efecto, su locura había desaparecido, aquella muela del juicio era la causa de su locura, incrustándose como en su cerebro por lo larga, lo dura, lo enorme y lo insistente que era.
En otra ocasión un señor agresivo, que no podía vivir con nadie y con el que nadie podía vivir, vino a consultarme su caso.
—Es fatal —me decía. —Yo no sé de dónde me sale este humor y estas ansias pendencieras…
Yo le observé. No tenía mal corazón, no era sanguíneo y después de percutirle en la celda número 31 del cerebro en que Broca coloca la agresividad, noté que no la tenía demasiado sensible. Una idea me vino a la mente pensando en lo que vulgarmente se dice de un agresivo, que tiene deseo de mascar la nuez a los demás. Observé su dentadura, la di con el martillo que comprueba sus reflejismos o sus degeneraciones y encontré que sus incisivos eran afilados y enormes. Se los mandé sacar y perdió la agresividad.
Los dentistas viven sacrificados, haciendo un papel un poco deslucido, de elegantes camareros que no hacen más que abrir botellas, con esa estupenda facilidad del que aprieta un poco la botella y ¡zas!, ya está, pasándole después el trapo por di gollete como quien la limpia la baba y las boqueras. ¡Cómo sacaría las muelas un auténtico mozo de comedor de gran hotel! ¡Y cómo destapa una botella de champagne el día de Navidad un dentista!
Yo tengo admiración a esos compañeros que arreglan las cosas más difíciles de arreglar como unos lañadores admirables, pero tengo que reconocer que hay víctimas que caen sin sentido y sin vida en sus sillones americanos que para sí quisieran los peluqueros de gabinete más afamado. ¡Podrían afeitar hasta por dentro la nariz si tuviesen estos “wagon-lits” de los dentistas!
Insisto en pintar esta muerte en casa de los dentistas, en su disimulada cama de operaciones, para prevenir algo y para que los que se van a sacar una muela se despidan en su casa dando las últimas órdenes “por si acaso no vuelvo”. Es la muerte esa en casa de los dentistas tan inesperada como lo sería la muerte en un columpio del carrusel y, sin embargo, es tan mortal como la otra. Triviales muertos de pronóstico leve esos que mueren en las salas esas, bajo la luz espléndida que cae sobre ellos, muertos que dejarán un recuerdo de clientes de peluquería que se han quedado dormidos después de afeitados, mientras les traían el agua caliente.
LA ENFERMEDAD DE LOS JUDÍOS
CUANDO me llamó el primer judío ofreciéndome una sortija con un enorme brillante si lie curaba, estudié todos los antecedentes de los judíos, las obras en que los atacan y las obras en que los defienden y sobre todo, estudié el Levítico, la obra en que se resumen sus prescripciones higiénicas y los animales que no han de comer en capítulos como éste:
1. El Señor habló a Moisés y le dijo:
2. Habla a los hijos de Israel y diles: Si una mujer que haya cohabitado pare varón, será impura por siete días, según el tiempo que esté separada a causa de la purgación de costumbre.
3. El niño será circuncidado al octavo día.
4. Todavía permanecerá separada treinta y tres días para purificarse. No tocará cosa alguna sagrada ni entrará en el santuario hasta pasados los días de su purificación.
5. Si pare hembra, permanecerá dos semanas impura y dejará pasar después del parto sesenta y seis días.
6. Cumplido que sea el tiempo de su purificación, ya de varón, ya de hembra, llevará a la entrada del templo como testimonio, un cordero de un año para ofrecerle en sacrificio y dará al sacerdote un pichón o una tórtola en premio de su pecado.
8. Y el sacerdote pedirá por ella y será purificada.
19. La mujer se separará del marido todo el tiempo que durasen las reglas.
20. El que la toque quedará impuro hasta la tarde.
24. Si un hombre se aproxima a ella durante los menstruos quedará impuro por siete días y será inmundo aquello en que durmiere.
25. La mujer que fuera del período tiene flujos, permanecerá impura en tanto que está sufriendo este desarreglo.
28. Si este accidente se detiene y no vuelve a presentarse, dejará pasar siete días para purificarse.
29. Y al octavo día ofrecerá dos tórtolas o pichones a la entrada del tabernáculo en testimonio de su purificación.
De que era gente antigua, rancia, de lo más viejo de lo viejo, es de lo que me dio la sensación la lectura de El Levítico.
Les he estudiado por todos los medios y hasta he alumbrado mi lámpara de Finsen para estudiarlos mejor.
Con los cráneos de los judíos he hecho, por ejemplo, numerosas experiencias y he comprobado que la nariz, es decir, ese borde de nariz chata que queda en los cráneos se rompe y se deshace en esquirlas en los cráneos judíos mucho antes que en los otros.
Después de todas mis observaciones he deducido que la mayor parte de las enfermedades son incurables en los judíos, porque sus huesos son viejas, estropeados, son de la tierra y la arcilla y el barro de Judea, son por decirlo así de los mismos materiales y de la misma caliza que el templo que no pudo sostenerse.
Casi todas las enfermedades son en los judíos lesiones óseas, de huesos que se deshacen, que están careados, de espinas dorsales que se tuercen, de tuberculosis cervicales, de abscesos intrarraquídeos. El mal de Pott hace grandes estragos en ellos y muchos tienen joroba pótica o de otras clases, pues desaparecen en ellos cinco, seis, hasta ocho cuerpos o tabas vertebrales.
Yo apuntalaría a todos los judíos al nacer y los metería en escayola a todos. El certificado de ser judío me merecería ese trato inmediato y les metería desde niños en los corsés ortopédicos
Están rotos por dentro, sin cimientos, sin pared maestra, todas las piedras de su esqueleto yendo a demoronarse. Quizás tienen que ser ricos y poderosos los judíos para que les cosan con platino las articulaciones, pues de otro modo, en cualquier momento, dejarían olvidado algún hueso en el camino de su vida… ¡Huesos de excavación!
DOS CASOS FINALES
QUIERO perpetuar los dos casos más finales que he tenido. Eran dos cadáveres vivos. Primero surgió en mis visitas ella, y durante mucho tiempo le estuve esperando a él, hasta que apareció.
Era innegable que estaban en los huesos, y, sin embargo, qué expresión tenían en sus esqueletos. Tenían la alegría y la agilidad de los esqueletos y aseguro que vivieron días muy alegres, días, por decirlo así, muy espirituales. No creyendo en la vida futura, en la vida con que sueñan todos vivir, ¡descarnados al fin!, esos dos seres casi desaparecidos han sido los que yo he visto vivir más, como el ideal de todos.
El esqueleto, que es tan alegre, y que siempre lo único que le falta para lanzarse a bailar unas peteneras, son los elásticos que junten sus huesos, en estas dos personas lo he visto junto y forrado sin más, sin nada más. En las rodillas podía apreciarse que todavía los huesos eran más plásticos que la figura, que todavía eran ellos como personas más delgadas espiritualmente que sus propios huesos.
Me harté de hacer preguntas a aquellos dos seres imposibles, en los que el corazón palpitaba como el de un reloj de bolsillo. Eran seres a quienes preguntar por si alguna de sus respuestas lograban tener un interés máximo.
El, sobre todo, era un humorista con sus ojos azules. Yo le apretaba un brazo porque me gustaba no sentir la carne, y después de esa corroboración me parecía estar hablando con una alta silla de enea.
Sentía a cada nuevo día que pasaba que habían conseguido lo que no se suele conseguir en la vida: vivir resucitados, sabiendo un poco la verdad de ultratumba y dando a su esqueleto el gusto de pasear y vivir, a ese esqueleto con el que nosotros no podemos hacer eso y al que ni siquiera llevaremos a hacer una excursioncilla cuando esté libre del favoritismo de la carne, de eso que tanto lo borra.
Cuando les desnudé para hacerles la fotografía noté que ya no tenían pudor, no necesitaban tenerlo: el pudor es de la carne y ellos no tenían sino huesos y una especie de guardapolvo ligero de los huesos.
Hice durar bastante tiempo a estos dos individuos porque yo, que creo tanto en los huesos, y que si tuviese alguna especialidad, sería, de no ser especialista de corazón, especialista en huesos, cuidé mucho sus huesos, les alimenté de inyecciones de bulbo raquídeo joven, les lubrifiqué bien y mandé dar masaje a sus huesos para mantener vivo su periostio, el nunca bien ponderado periostio, pues mientras tengamos el periostio fresco y sin descomponerse, es que estamos vivos.
LA ESCALERA
¡Era un mal del corazón tan parecido el del esposo y la esposa, que eso me orientó! En males así del corazón, no puede haber contagio. Aquello era que un mismo hecho les había ocasionado esa rotura del ritmo del corazón.
—Y una vecina tiene lo mismo —oí que decía, como quien no dice nada, la esposa.
—¿En qué piso? —pregunté yo.
—En el de encima al nuestro.
—¿Podría subir a verla?
—Si. Yo le acompañaré —me dijo el esposo.
En efecto, la vecina tenía lo mismo que el matrimonio: una extraña desarmonía en el corazón.
Sin dar aún con la causa, pero orientado siempre hacia fuera de ellos, me marché. Al subir la escalera al día siguiente, me fijé en los escalones.
—¡Debía haberme fijado antes! —me dije reconviniéndome.
Eran unos escalones desiguales, con una desproporción que rara vez tienen los escalones, que son altos o bajos o regulares; pero no así, alternados, unos de una clase y otros de otra.
Realmente el escalonado de aquella escalera era completamente absurdo, y sin duda ninguna en aquello estaba el mal del corazón que seguramente aquejaría a otros vecinos. Interrumpían al corazón, lo entorpecían al hacer confiar en un ritmo de escalonado regular para después variar inmediatamente. La sístole y diástole del corazón eran trastornadas materialmente.
Lo dije al subir y, como en esas casas que se van a hundir, todos los vecinos se querían mudar aquel mismo día, y poco a poco se fue deshabitando la casa de la enfermedad del corazón, que, conocida por ese nombre en el barrio, tuvo que modificar la escalera. Mis clientes, como era de esperar, curaron de su mal.
EL PULMÓN MENOS
VOY a pintar la psicología de los que tienen un pulmón menos. Supongamos que es el derecho.
Se lo callan, se lo callan; pero tienen un pulmón menos. “No es necesario decírselo a nadie —piensan ellos— porque después abusan de saber esas cosas y esperan vernos fallecer para dar saltos en el escalafón”.
Todo un pulmón menos tienen esos seres de voz perdida, de voz sin aire. Esa apretazón de los pulmones que nosotros sentimos al respirar, ellos sólo la sienten al lado izquierdo. El lado derecho, como si no existiese, opaco, macizo, apretado, espeso, como una maceta que se hubiese quedado para toda la vida en un rincón con su tierra, su tiesto y sus esquejes muertos. “¡Con un pulmón menos ha habido quien ha vivido hasta cien años!” se dicen para consolarse.
Los que tienen un pulmón menos cuando a veces se dan golpes en el pecho nunca escogen el lado derecho. No sienten el “yo” en aquel lado porque aquel lado es el muerto, el que uno ha olvidado ya.
Respiran con gran cuidado poniendo boca de espita o de silbato, porque saben que como se les cierre el único pulmón que les queda ya están muertos.
—¡Cuántos habrá que tengan un solo pulmón y se lo callan! —piensan para darse ánimos—. Sólo ante los fósiles atorados de tierra se conmueven, y cuando ven unas madréporas fosilizadas o unas estalactitas se conmueven. Ellos también guardan, como en un estuche de museo de historia natural, su pulmón aniquilado, el recuerdo de su pulmón.
CASOS CEREBRALES
AUNQUE los locos son los tipos más extraordinarios, también son los más vulgares. Todo su tipo artificioso y extraño procede de tal inconsciencia, de tan material trastorno, que no es de lo que más me ha impresionado en mi profesión. Me ha interesado en ellos más el problema general de la locura que los casos. Todo mal novelista y todo mal cuentista abusan de los casos de locura. Hasta a veces los buenos incurren en esa debilidad. Yo casi no he querido recordar casos de locos, cuando lo más efectista hubiera sido contar los extraños de locura, tíos numerosos y fantásticos tipos que han pasado por mi clínica. Es un abuso describir locuras por como en el fondo está lleno de tanta falta de sentido el asunto y es de lo más fácil que hay la colocación del loco en plena divagación absurda.
Lo que a mí me preocupa, repito, es el problema, es el estado de las células nerviosas, son esas mismas células.
Yo además creo que no debe agravarse melodramáticamente la locura. Que lo que hay es que comprenderla en toda su sencillez y buscar el mayor de los incógnitos y de los pudores para ella.
Nada más simple que la locura. Da miedo su pura simpleza.
Células del sistema nervioso, normales y trastornadas, alrededor de una loca y de la misma después de curada.
¡Es tan natural ese cansancio y esa desvariación de tan infinito número de fibrillas sometidas a un trabajo interminable!
¡Estar sonando todos los timbres siempre! ¡Estar puestas todas las comunicaciones siempre!
¡Que se callen y se interrumpan cuando quieran!
Bien pueden degenerar y trastornarse si en eso encuentran abandono, cierto delirio, cierta rebeldía, cierta perdición.
Es hasta natural que se reblandezca o que se coagule nuestra cabeza.
Esos bastoncitos, esos ovillos, esos haces fibrilares, esos cestos fibrilares, esos depósitos calcáreos, esas esférulas hialinas, esas pirámides cerebrales, esas células satélites, eso puentes, etc., etcétera… ¿cómo evitar que se tergiversen, que se incrusten unos en otros, que cambien de sitio y de forma? No siendo más que eso la locura se ve que la enfermedad no tiene esa inmoralidad ni esa avilantez que se la supone. Es una sencilla desvariación, es que a lo muy pequeñito, a lo que a penas se ve al microscopio, le da por echar otra forma tan arbitraria como la que tenía.
Esa espantosa y abrumadora regularidad de todas las células, se ha transformado, deformándose, deseando individualizarse, contentas de encontrar esa perdición en su variación…
Esa imaginación protoplasmática, ¿no es un capricho interior de una voluptuosa exquisitez? ¿En vez de degenerar no será simplemente que se prostituyen de un modo caprichoso y agradable, con el encanto de salirse fuera de la ley?
¡Es tan fácil también que nos calciquemos!
El que muchas veces el caso de trastorno sea que “una substancia blanca se localiza”, desarma, porque, ¿cómo volvernos demasiado indignados contra una substancia blanca?
¡Es tan fácil también que los vasos pequeñísimas sufran una torsión en su eje longitudinal!…
¡Es tan complicado todo nuestro sistema nervioso! Además, lo han complicado doblemente esas células de nombres extraños, de doctores exóticos, esas células de Purkinje, y esos cestos fibrilares de Abzheimer, esas grandes células de Betz, etcétera, etc.
Yo mismo siento que en mi cabeza esas células así llamadas, se excitan queriendo quitarse esos nombres que secretamente saben —aunque no los hayan oído nunca— que les pusieron. ¡Cómo luchan como un gato con un collar y su cascabel, hasta son esos adjetivos triviales con que se las designa llamándolas cosas como “manguitos germinativos” o “aparatos espiróideos y plexiformes de porroncito”!
Observando estas células he notado en ellas la monstruosidad. Son las que más francamente tienen tipo de animales macabros con esos numerosos ojos que en las preparaciones parecen misteriosos, cinco, seis, siete ojos oblicuos, ladeados, espantados.
¡Qué de manos les salen a estas células, qué de manos tienen! Se ve que tienen querencias distintas, desconcertadas en este mundo del que es tan oscuro y tan incierto el objeto. No tienen ellas la culpa sino la desorientación y la ignorancia universal.
Yo ya veo en mi esas manos, esos tentáculos, esos ganchos anhelantes y sobre todo esos ojos listos, fijos, penetrantes, cuya racionalidad nos ceden hasta que se cansan y se envician a su gusto.
¡Qué fácil es la degeneración vítrea de esas pupilas por decirlo así, transparentes, vueltas, con el cerebro en la propia pupila diminuta!
Lo que más siento, lo que más me conmueve es saber que donde más se encuentran las células estropeadas es en la duramadre o en la pía-madre. Aun acostumbrado a saber la cosa tan indiferente como todas las cosas de que nos componemos, y tan cosa, que es la pía-madre, caigo en sentimentalismo al pronunciar su nombre con referencia al enfermo.
¡Que se pongan seniles cuando quieran las células nerviosas, pobrecillas! Por sostener una cosa tan altiva y pretenciosa y falsa, y como sin residencia auténtica en ninguna parte como es la individualidad, lo corrompemos todo, forzamos la máquina, inventamos lamentos falsos, pero abrumadores, ¡Pues no digo nada lo inicua que resulta esta frase cuando encima se sostiene que hay una misión que cumplir!
Además de que quizás el momento supremo de las células es cuando son auténticas, desgarradas, seniles, de primera clase, pues siendo así, como en el caso de Baudelaire, es cuando producen el libro más humano, más bello y clarividente del mundo.
Yo ante los trastornos nerviosos me declaro incompetente, como no estén producidos por el bocio o las afecciones de las glándulas tiroides y paratiróides —que es el caso de la señorita cuyos retratos reproduzco —o cualquier otra causa que admita curación. ¡Es imposible la curación muchas otras veces! Habría que modificar y hacer que funcionasen bien infinitas células rarificadas que muchas veces, por ejemplo, con apariencia de normalidad están disminuidas de tamaño… ¿Cómo arreglar los neuromas en ellas? ¡No habría paciente relojero que pudiera conseguir eso por grande que fuese el monóculo de su ojo y por sutiles que fuesen las herramientas!
No hay persuasión posible. Es abrumadora esa indisciplina. Se sabe cómo sucede, pero no es posible arreglarlo. Cada célula de ésas parece que ha querido ser un hombre, un ser, y ha abortado y ha hecho abortar la razón del hombre que es sólo el orden de todas ellas. ¿Pero su razón, la razón de cada una, se ha perturbado? Quizás no Quizás están más desahogadas.
Hay que darse cuenta para no tener la idea absurda del loco que tenemos, que podemos ser máscaras humanas completamente huecas, sin que la compasión tenga base para emplearse.
Yo no dejo de estudiar sobre los conejos, todos los fenómenos nerviosos, desde el estado marmóreo de ciertos ganglios hasta las proliferaciones más raras, y por cierto que mis compañeros y los que están cuidando los laboratorios, muchas veces se han hecho un arroz con conejo loco, que yo nunca he querido probar porque precisamente un conejo loco está más cerca del hombre de lo que parece.
LOS DE LOS PUEBLOS
A veces me vienen clientes de los pueblos. Les temo. En el fondo de sus casas, esos casones o esas casuchas sombrías de los pueblos, es muy fácil que se pierda el médico. ¡Se puede ocultar tan bien la enfermedad! Hay además tantos sitios vulnerables en las casas de los pueblos, esos corrales solos, esos desvanes, esas cuadras sin animales.
Yo he tenido enfermos que he ido a visitar a los pueblos que de día estaban bien, completamente bien; pero de noche parecía como si la enfermedad saltase las tapias del corral.
Algún día abordaré con este título un estudio de esos casos terribles, fatales, muy parecidos a los de los árboles. Muchas veces matan a esos hombres de los pueblos los ocasos terribles que caen en el aburrimiento de sus calles sin ser observados por nadie.
Hay en los pueblos muchos hombres enfermos de contagio hasta de las cosas que están ya podridas: imágenes, bancos, peroles de hierro, orzas de barro, baúles, etc., etc. Hay los cancerosos de la laringe por ese afán de cantar todo el pueblo los misereres de Semana Santa frente a los libros viejos, amarillos, insanos.
Y en medio de estos enfermos peculiares de los pueblos, a los que mató muchas veces la soledad de la naturaleza, hay viejos y viejas que se salvan y que se salvan, no porque tomen una leche especial, ni por los aires sanos, sino por como se disimulan, por como a esa hora en que dan en todos los relojes las siete de la tarde, la hora inspectora que señala y toma nota de los que han de ser los difuntos del día, ellos están misteriosamente metidos en un rincón, en habitaciones en que no se ve ni gota, y en las que juraríamos que no hay nadie.
EL QUE HA PENSADO MUCHO EN EL CORAZÓN
MUCHAS veces —todo es muchas veces porque el número de enfermos es infinito—, se me ha acercado el hombre al que se ve que le duele el corazón.
Yo le hablo con cierta elocuencia al corazón, así como los que hablan al alma. Vengo a decirles:
—Lo primero que tiene usted que hacer, es deshacer todos los errores sobre el corazón… Lo primero que creen ustedes es que el corazón chorrea sangre, que tiene siempre colgada y a medio caer, como el agua de la lluvia en las barandas de los balcones, una gota que se va engruesando, engruesando hasta que cae… No, amigo… Nada de eso, ni tampoco que el corazón esté húmedo y pintado de sangre. El corazón es rojo, porque es rojo y está satinado, crudo y sin rezumamiento de ninguna clase… También creen ustedes que el corazón se queja como un niño… Nada de eso tampoco… Debe usted sacrificar, no oír, no pensar en esa queja que acongoja su corazón… El corazón tampoco duele, de ninguna manera, aunque hay una presunción del corazón, que le imita, que le suplanta, y al que dan cierto dolor todos los pequeños flatos que flotan y circunvalan en el fondo de nosotros… Lo que hay que procurar mucho en la vida es que los huecos que tenemos no se llenen de falsas ideas, de falsos órganos, porque esos órganos funcionarán con altercados y molestias para los otros órganos… Ese corazón que usted siente es una suplantación del corazón…
A veces esos enfermos me replican, insisten en un dolor del corazón, en que “aquí” les duele, como si tuviesen clavada una punzada interminable.
Yo entonces procuro seguirles disuadiendo:
—El corazón es un estuche vacío, es una cosa seca, apretada, que se parara como un péndulo tan lejano a los posibles dolores del reloj… Es que si el reloj tuviera sensibilidad, ¿le dolería el péndulo?… No. Le dolerían esas entrañas que están por entre su maquinaria…
Así he curado a varios enfermos del corazón.
Tengo comprobado que los males del corazón provienen de la creencia que tiene del corazón el que los padece.
Nada de recomendar digitalina o medicinas como esa, que a veces son fatales, porque el pequeño gránulo es como el punto final que acaba la vida, el punto de la i de fin.
—¡Pero si no toma más que un gránulo! —me diría el médico al que yo reconviniese, sin saber que el punto fatal es todavía algo más pequeño.
Hay que estudiar el corazón en su concepción en la mente del enfermo. El corazón no existe. El corazón sólo es una cosa que marcha o que se para, según el móvil, que no parte de él, sino que, por el contrario, acaba en él.
Yo soy un “corazonista”, es decir, un poco el especialista del corazón, y lo que más he estudiado en él es su vaguedad y su espanto, su pánico.
El corazón es una bombilla de goma o caucho rojo, al que mueve y aprieta, si no una mano, una presión misteriosa, que no está en él, sino a su alrededor. Absorbe y expele y funciona porque ese aire que lo coge, que lo impulsa, que lo aprieta, no abandona su labor.
Frente a la idea del corazón, frente a su sencilla pera, lo que se siente no es la personalidad del corazón, como se siente la personalidad de la cabeza, tanto por dentro como por fuera. El corazón es un nombre, una cosa y un pánico o terror que le rodea, que le observa, que le encierra en su puño.
Los cardiópatas dan demasiada materialidad al corazón, que es sólo una presunción y un gran miedo ante lo que se mueve sin moverlo, ante lo que se mueve porque sí, por lo mismo que los astros se mueven.
El corazón siempre es insuficiente. Esto es lo terrible. Sea todo lo fuerte que se quiera, tiene su punto muerto ostensible, inolvidable, fijo.
Leyendo lo que se ha estudiado del corazón, se ve que está aún por estudiar. Parece que se saben todas las ramificaciones, canalizaciones, correspondencias del corazón, y no se saben.
El corazón tiene sorpresas extrañas, y, por ejemplo, de lo más absurdo que puede verse es que cuando yace un corazón sobre la misma piedra de la mesa del laboratorio se contrae aún, y hasta cuando se aísla la punta de un corazón y se separa del resto de su órgano, la punta deja de latir y el resto no. Claro que es por lo mismo que la cabeza del guillotinado hace un guiño final. Aún le queda un último pensamiento procedente aún de la cabeza, para eso, pues, la cabeza y su poder nervioso es, en definitiva, lo que mueve al corazón. Por eso casi todos los que han dudado de su corazón han muerto.
¡Extraño corazón, dispuesto al desfallecimiento cardíaco, voluptuoso hacia la pereza siempre!
¡Qué fáciles las taquiarritmias, los extrasistoles, los traspiés, las pérdidas del compás del corazón!
A qué cosas más lejanas obedece el corazón, Yo digo que para sorprender las enfermedades del corazón, el por qué de sus palpitaciones o sus ceros, hay que hacer un viaje largo hacia atrás en la historia de la medicina.
Los grandes pintores de las enfermedades están en la antigüedad y en la edad media, y también los pintores de los órganos. Así las mejores descripciones del corazón son las antiguas aun con todas sus falsedades.
En esa época ven los doctores con gran ponderación que el corazón ocupa la región media del tórax, “aunque parezca que se inclina más y más al lado izquierdo por aquella frecuente palpitación que parece hiere más a este lado que al derecho”.
En ese momento en cuando llegan a calcular su fuerza, que llegan a elevar hasta el peso de tres millones de libras. Realmente, el corazón es duro, y tiene algo de ser de hierro sin dejar de ser de carne.
Ningún corazón más respetable que el que han descrito los clásicos, como fray Vicente de Burgos:
“…El corazón ha dos concavidades: la una a la parte derecha, y la otra a la parte siniestra, y son llamadas los pequeños vientres del corazón. Entre estos dos vientres ha una abertura que algunos llaman la vena o la vía hueca; y esta abertura es ancha contra el costado derecho, y estrecha contra el costado izquierdo, y esto es así necesario por facer la sangre mas sotil y mas delicada, la cual viene del vientre izquierdo al derecho, y porque el espíritu vital se engendrase en la parte izquierda muy más sotilmente: ca según San Agustín dice en el libro de la diferencia y del espíritu y del ánima, en el vientre derecho hay más de sangre; mas en el izquierdo hay más de espíritu y por esto es ende principalmente el espíritu vital engendrado, y por unas venas y arterias sotiles es por todo el cuerpo estendido en todo lugar, y dilatado. La parte siniestra del corazón ha dos pequeños forados, el uno dentro de las arterias y venas que traen la sangre del corazón al pulmón: el otro es por do sale la gran arteria, que es la forma de todas las otras arterias del cuerpo, por la cual viene el pulso especialmente en el costado izquierdo por la causa sobre dicha. La parte derecha del corazón ha así mismo dos agujeros: el uno es dentro de la vena hueca que trae la sangre del figado a la diestra parte del corazón, y por el otro forado sale la vena que cría el pulmón. Estos dos agujeros son cubiertos de dos pequeñas pieles que se abren cuando la sangre o el espíritu sale de fuera, y después se cierran porque no puedan dentro después de salidos entrar. En cada uno de los pequeños vientres del corazón ha una pieza de carne que parece una oreja, y por esto son llamadas las orejas del corazón, y aquí son las venas y las arterias fundadas y firmemente firmadas. El corazón ha en su longo una manera de huesos tiernos que son nombrados la silla del corazón. El corazón es cercado de una pelleja que se llama la caja del corazón, y es atada con las pieles del pecho. Esta pelleja no es muy junta al corazón, a fin que su movimiento no sea empachado, el cual movimiento es necesario al corazón como fundamento del calor de que el cuerpo del animal es engendrado”.
—¡Admirable corazón, cómo me preocupas! —comienzo a decirle muchos ratos—. Eres un brujón en medio de la mano invisible, de la mano que aprieta y levanta los más inmensos pesos. La verdad que no se sabe nada de ti, y que pareces insostenido, aunque te apoyas en el hueso del corazón. ¿Un hueso tropezando con el corazón? Sí. Un hueso.
¿Plaqueará nuestro corazón? De pronto dirán: “La enfermedad iba bien; pero le flaqueó el corazón”.
¡Pobre corazón! El será el último que se despedirá, como fue el primero en moverse, “primun movens”.
La inclinación de los ojos nacía atrás anunciará la muerte por causa del corazón.
La aurícula derecha es la última que muere. Es donde se alberga nuestra última esperanza, como en los cuadros del Diluvio se va buscando el punto más alto. Todos nuestros secretos y nuestros proyectos se amparan ahí por último. Yo estudio la manera de devolver la vida, y siempre pienso que por ahí tengo que comenzar, porque, además, lo único que en los cadáveres responde a los estímulos es esa aurícula.
—
En resumen: que el corazón es un receptáculo, una bombilla, cuya personalidad está en algo vago y principal: que para curar el corazón hay que conocer todas las circunstancias conmemorativas, porque se relaciona con todo, y que necesita estar alegre y que la cabeza lo domine, esclavizándolo, y quitándole el pánico.
LA GOTA DE SANGRE
ME llevaron a un muchacha pálida que tardaba mucho en levantar los ojos; aun queriendo levantarlos, no podía: hacía dos esfuerzos; pero cuando los ponía en alto ya le era difícil bajarlos, y se quedaban quietos y pensativos.
Era bella aquella muchacha, y además la daba más belleza el que se creyese una blanca mártir de circo, aceptando el suplicio con resignación, sintiéndose iluminada por la luz que iluminó a los mártires.
—Es una gota de sangre que tiene suelta en la cabeza —me dijo su madre— y que la hace desvanecerse a ratos… Más que nunca, cuando está en una reunión, y toca el piano o baila, se cae redonda, si no la sostienen… Por lo demás, le advierto que es la alhaja de la casa mi Concepción…
¿Era una vulgar alferecía? No lo parecía, aunque lo fuese.
—Necesito ir a las reuniones a que asiste, necesito ver cómo se desmaya y en qué momento —dije yo.
—Pues el martes es día en que recibimos… Le esperaremos con mucho gusto —dijo la madre, mirándome como a un posible yerno, como si supiese que un doctor es el único hombre sin repugnancia para un caso así, el único hombre que se podía casar con la enferma, si era tan bella como su hija. Realmente tenía razón.
—Ahora, señorita —dije yo, estrechando la mano de Concepción, que elevaba poco a poco sus ojos hacia mí—, confíe usted en mí, que espero poder recoger con mi pañuelo esa gota de sangre, preciosa y maldita…
Recuerdo aquellas reuniones a que asistí como si hubiese estado en una de las casas cursis que debe de haber en el Paraíso. Ni en la primera ni en la segunda la dio el síncope; pero en la tercera, cuando yo estaba distraído, se produjo ese súbito resbalar de las sillas de una reunión entera que se lanza en socorro de alguien. Sus ojos lentos estaban cerrados y tardaron mucho tiempo en salir.
Fue lento mi acecho de aquel caso, y yo me sentía a veces muy volado, porque parecía que se daba la reunión para que Concepción se desmayase y yo lo viese.
¿Junto a qué idea, a qué recuerdo, a qué mirada estaba en su cabeza la gota de sangre? Eso es lo que yo buscaba con cuidado, y la hacía hablar y la hablaba a mi vez; pero en la hora fatal caía, sin que estuviésemos hablando de la misma cosa.
—¿En qué pensaba usted? —la preguntaba cuando salía de sus desvanecimientos. No se acordaba.
Un día me fijé, es decir, sumé por tercera vez que cuando se desvanecía es que estaba mirando la luz. La idea de la luz es la que indudablemente la producía esa caída. Había de cauterizar ahí esa gota de sangre o de nerviosina. Preparé en mi gabinete toda una instalación de grandes focos blancos. Yo sólo tenía encendida cuando ella entró una lámpara de mesa, muy cubierta por una pantalla verde. Se sentó, y cuando estábamos hablando, ella sentada y yo de pie, mirado por sus ojos de resortes tomados, di al conmutador, y las veinte mil bujías percutieron en su mirada, deslumbrándola, cauterizando, gracias a la luz, su cerebro, y moviendo y despejando aquello que la hacía perder el conocimiento.
Una gota de sangre cayó de su nariz como una lágrima y la manchó la blusa blanca…
EL HOTEL
Los enfermos más difíciles de salvar son los de hotel.
El que se pone grave en un hotel casi no le queda otro remedio que morir.
Sólo se salva de los hoteles el que por muy enfermo que esté logra escaparse. Yo he llegado muchas veces demasiado tarde; pero cuando no he llegado demasiado tarde, por muy grave que estuviese el paciente, le he hecho arreglar su maleta, pedir su cuenta y salir en el primer tren para su país.
Se lucha en esas enfermedades de los hoteles, no con una enfermedad, sino con una muerte.
El viajero anterior ha dejado allí. Dios sabe qué enfermedad. Era ese hombre grave, de una enfermedad de tipo monstruoso, que viaja como para huir de esa enfermedad. ¿Cuál de los que se han ido fue?
Al principio me tomé el trabajo de consultar las listas del hotel, buscando los antecedentes de aquella enfermedad; pero desistí de ese procedimiento, porque es imposible encontrar a los viajeros. Encontré señores Akerman, y Hervieux, y Verenoff, que seguramente ya estaban en el otro polo, dejando, como las moscas, sus huellas mortíferas en los Hoteles de su trayecto.
Por eso siempre que puedo me niego a ir a los hoteles, porque, además, me da una gran pena ver morir a un hombre en un hotel, lejos de todo. Hay que convertirse en su mejor amigo, en su padre, en su hermano, y es muy triste ver morir todas esas cosas en un desconocido de la víspera. ¡Oh, y cuando es una mujer, queda uno perdidamente enamorado de ella!…
¡Los hoteles son perniciosos!… ¡Terribles hoteles franceses! La más larga de mis curas fue una en que tuve que buscar la causa de la enfermedad a través de los hoteles de Europa. Mi cliente había hecho un viaje largo, y en alguno de los sitios en que había estado había cogido esa cosa extraña que caracterizaba su enfermedad. Con la lista de los hoteles en que residió a la vista, estuve en todos, y allí, en Venecia, di con lo que tenía, que no era más que miedo y pesadumbre, pues había caído en el hotel más sórdido del mundo, un hotel casi abandonado —la servidumbre vivía en la casa del Restaurant que estaba en frente—, dando sus balcones al callejón más triste y sobre las aguas más oscuras. Toda la visión de una Venecia muerta, gangrenada, cenagosa, gravitaba en su alma: esa Venecia de invierno que es de las cosas más graves que he visto.
Para salvarle, volví con él a Venecia en primavera, y vi cómo era el enfermo del mal de la ciudad triste.
EL MOMENTO DE LA MUERTE
EL momento de la muerte me preocupa. Yo lo evitaría y lo volvería dulce en todos. En ese momento de la muerte en que Ludwig Beethoven compuso sus “Oraciones a Dios”, en ese momento terrible y definitivo, en que, como ha dicho Lamartine:
La lira, rompiéndose, lanza un son sublime.
La lámpara que se extingue se reanima de súbito
y brilla con un destello más puro antes de espirar.
lo que habría que procurar es acondicionar la vida, no darle esa lucidez llena de un dolor definitivo, evitar ese cortocircuito de gran intensidad, pero que quema la vida entera, con un dolor de toda ella y con una consciencia de todos los recuerdos, en el mismo momento en que todos los de la juventud y la vejez se ven morir.
Esos médicos que han probado en sí mismos sus inventos para realizar la “euthanasia”, o sea la muerte feliz son unos médicos admirables y dignos de veneración; así Stéphane Leduc que experimentó la inhibición cerebral eléctrica para entrar en el sueño en pocos minutos, ideal de la muerte, pues, como decían los poetas antiguos, el privilegio de las hombres de la edad de oro “era morir en los brazos del sueño”; y Humphry Davy que experimentó la anestesia por el protóxido de ázoe, ese gas hilarante, como le ha llameado Humphry Davy.
Es necesario crear ese tribunal de la muerte, que propone el doctor Binet-Sauglé, haciendo respirar a los que se acepte como dignos de morir una pulverización de cloruro de etylo, y en el costado se les inyectará dos centigramos de clorhidrato de morfina, y después de conseguir este primer grado de laxitud, se les hará respirar el protóxido de ázoe.
Yo he matado a uno de esos desesperados, para los que yo propondría la “euthanasia”. Hay que evitar la clarividencia de ese último momento.
Quincey recuerda que “una parienta suya le contaba un día que, siendo niña, se iba a ahogar, y en el momento de ir a sucumbir, en el último momento crítico antes de que llegasen en su socorro, vio en un resplandor su existencia entera, con todos los incidentes olvidados representados ante ella como en un espejo, y no en una serie de cuadros, sino en un solo cuadro, que ella pudo ver en conjunto gradas a una nueva facultad extraordinaria de ver el conjunto y los detalles”.
Cuando se levante en el horizonte el planeta Anairetes, que anuncia la última hora y la palidez se esparza por el rostro, y un combate —que es lo que significa la palabra agonía— se entable entre el moribundo y las fuerzas hostiles, debe entrar en funciones el buen doctor euthanásico, ese artista supremo de la muerte.
Yo he sentido muchas veces el gran conflicto de morir, porque hay pocos hombres como el botánico Haller, que tengan serenidad para decir, tomándose el pulso a sí mismos en la hora de la muerte: “La arteria late… La arteria late aún… La arteria no late ya”.
Hay que afrontar este problema de curar a la muerte de la muerte, porque no podemos ser como aquel pusilánime Luis XI, que había prohibido pronunciar esa palabra delante de él, “encontrándola demasiado dura para el oído de un rey”.
Tenemos que darnos cuenta de lo que significa sin repetirlo al exterior, como en ciertas comunidades, sino repitiéndolo al interior, y que ese sea motivo de nuestra templanza, de nuestra benignidad, de llevarnos bien.
Sobre todo, hay que morir. Que tampoco se espere de mí la curación siempre. Si supiese que salvaba para siempre de la muerte, no realizaría mis curas. Al mismo Lázaro se le salvó de la muerte pero provisionalmente, pues en seguida volvió a morir. La continuidad excesiva de las crueldades, de los amores, de todo, sería algo monstruoso.
Todo se desordenaría, y aun los más puros, apasionados y leales, en vista de eso, se volverían cínicos redomados. No se puede pensar en una crueldad o un mal carácter posiblemente inacabables. Si todos viviesen, los días no estarían claros para nadie. El mundo estaría lleno de antiguo, y nosotros, cuya curiosidad queremos hacer interminable, no hubiéramos podido comenzar a tenerla siquiera.
Además nos componemos de algo que tiene que sufrir las contingencias: es blando, flojo, sin resistencia para demasiados años. Aun consintiendo en ser unos seres sostenidos por piezas de repuesto, tendríamos la muerte, porque acabaríamos por ser una especie de herederos de nosotros mismos, completamente desconocidos de aquel al que heredamos e independientes a él, pues hasta nuestro cerebro con todas sus ideas, entre ellas la de la personalidad, tendría que ser recambiado y esto es lo que hace la naturaleza, sin ese espectáculo de operaciones continuadas para sostener un tipo remendado y de proterva psicología.
Tenemos que morir porque estamos asesinados.
Tenemos toda la sangre dentro, toda la sangre como en un crimen. ¿Qué más da que no esté desparramada? ¿No dará igual que esté guardada, oculta, contenida en el recipiente entrañable? ¿Es que sólo nos ha de asustar el llenar de sangre las palancanas, los trapos blancos o los suelos como el reguero de una incontinencia?
Justo es que la contengamos, pero sin dejar de sentir lo asesinados que estamos por dentro y como ya figuran varios litros de sangre en nuestro asesinato.
No seamos hipócritas, callados, cobardes. Hay que tener presencia de ánimo y decirlo con entera franqueza: “Estamos asesinados y llenos de sangre, manchados de sangre en todos nuestros adentros”.
¡Con qué cautela escondemos la sangre que atemoriza! ¡Qué gran disimulo tenemos para hacer que no nos damos cuenta! ¡Cómo ocultamos con apariencia de limpios y pálidos esa sangre que sólo parece estar en los pequeños cortes y en los pinchazos de alfiler, cuando nos inunda como a Cristos de mucha sangre!
El jarabe delicioso para la muerte, el bálsamo para esa herida, es lo que hay que encontrar, y además también hay que educar mucho al hombre en la idea de su verdadero y modesto destino, para que su despedida sea sentida, pero no tan dolorosa y atemorizada.
Para lograr mejorar ese momento, yo busco la señal anterior a la muerte, como se anuncia en los que van a morir.
A todos mis enfermos, muy desahuciados, realmente incurables, les hago escribir su diario.
—Cualquier cosa que sienta de extraño o de anómalo, apúntela… —les digo—. Tenga lo que tenga que hacer, y aun yendo por la calle, tome apuntes ante cualquier síntoma un poco extraño, para que no se le olvide.
Aunque el fenómeno príncipe o esencial por excelencia de los seres vivos no sea posible acertarlo porque la vida es un círculo tan bien trazado y tan amplio que no se conoce ni el principio ni el fin, yo lo que intento no es coger infraganti a la vida, sino saber cuando acaba, cuando va a acabar, cuando suena como en las máquinas de escribir el tin-tin de antes de acabar.
Con verdadera avidez he buscado entre los papeles de los que han muerto en tratamiento mío, la confidencia penúltima. No hay uno conteste o parecido con el otro. A todos parece que les ha sorprendido la muerte como si saliendo de detrás de la cortina nos diese a tomar por la fuerza el “papelito” o el “sello”.
Lo que hay que hacer es embellecer el último momento, quitarle cosas de ritual, aventar la muerte.
¿Qué haríamos con las escenas de alcoba? Porque lo peor de la muerte, y no hablemos más, es el desarmar la cama del que se muere para que caiga en la caja. El quitarle la cama de debajo es como quitarle la base del mundo, y yo que he visto hacer eso una vez, me ha parecido presenciar una trampa, una horrible trampa. Algo desleal, terriblemente desleal hay en desmontar la cama con el dormido encima.
¡Ultima mudanza!
¿Es que podemos pensar sin arrebato en ese descenso de la cama y en esa desaparición y escamoteo de la cama de la alcoba, hecho con un gran disimulo para que ni lo sintamos?
Si desde la cama nos echasen a la muerte sin esa operación de desmontar la cama, desaparecería lo peor de la muerte.
LA SORPRESA DE LA GRÁFICA
MI aparato sismográfico para comprobar los terremotos y las sorpresas del corazón, apenas si lo uso. Apenas está gastado ese lápiz para dibujar la letra confusa del corazón, la puntilla de su vida.
Es en mi clínica como uno de esos almanaques que no se usan, y cuyas hojas en blanco pasan de año a año sin que nadie escriba en ellas.
Cuando a veces se lo pongo a alguna persona desconfío mucho de sus conclusiones, pues no espero que se den las líneas de la novelería y de la inquietud del corazón al ponerse a dibujar por primera vez como un niño.
¡Garrapatos incongruentes del corazón obediente a síntomas lejanos! ¡Primeros palotes confusos del corazón cuya mano le lleva el alma muchas veces!
El momento más importante de ese aparato, que en la mayoría de los casos yo tengo por una cosa así de inútil como un pesa cartas, fue aquel en que me llevaron a aquella joven prodigiosa cuyo corazón saltaba en su pecho, dando vida de balón que se hincha a su seno izquierdo.
—Ningún médico sabe lo que tiene en ese corazón, del que se oyen los suspiros de noche —me dijo la madre.
La bella mujer callaba mirándose las manos como cercenadas sobre su falda, manos pálidas y de uñas muy rosas como caramelillos.
—La han dado calmantes; pero su corazón no responde a ellos.
En efecto, su corazón se movía como los émbolos de los expresos que llevan retraso y quieren recobrar el tiempo perdido. La bella mujer iba hacia su final en un tren que daba vueltas a las curvas y curvas del camino y entraba y salía de los túneles largos como si pasase por el túnel insignificante del arco.
—¿Y usted que siente, Señorita?
—Yo, Señor Doctor, siento que mi pecho tropieza con el corset a cada segundo, y que en mi pecho se abre sitio para algo…
Entonces adapté mi aparato a la paciente y dejé que la plumilla marcase un largo telegrama cifrado con la torpe letra de ciego que se tuerce y cae en los más hondos abismos o sube a las alturas del cielo de la carta. Nada raro dio esa primera parte de la gráfica; pero de pronto las líneas incongruentes y sin significado se recompusieron, se organizaron, y apareció trazado un Manuel clarísimo y evidente, aun dentro del gran disimulo que tiene que sostener la gráfica.
Por si ese había sido un error o fantasía de la plumilla o una rara casualidad, volví a emplear el corazón como una mano de vidente que escribe lo que le dicta el otro mundo, y apareció un segundo Manuel.
¡Extraordinaria gráfica!
—Ya ve usted —dije a la madre—, se trata de un enamoramiento.
—¡Pero, hija!… ¡¿De Manuel?!
—Sí, madre… De Manuel… Ni me lo había dicho a mí misma en voz alta… Ya ves que lo ha tenido que escribir mi corazón…
—¿Y quién es Manuel? —pregunté yo.
—¿Manuel?… El empleado que tiene en la tienda su padre —me contestó la madre.
—Pues no hay más remedio —la dije—; el mismo corazón ha escrito la receta.
FEDERIQUITO
LOS cuellos de encaje de aquel niño teman las trazas de esos cuellecitos que hay en los museos y que representan una época del encaje ellos solos. Sus padres, riquísimos, le mimaban y le adornaban con desesperación, como si quisieran consumir la fortuna en el hijo que parecía consumirse por momentos, irse a consumir antes de tiempo.
En una de las recaídas de aquel niño, que yo sólo había visto en visita, fui llamado a la casa de las alfombras de yerbas altas, en que se pisan yerbas y flores frescas.
—El niño está estos días caído, melancólico, raro —me dijo el padre.
—Los médicos, los otros médicos no lo entienden —me dijo la madre.
Federiquito estaba junto a un balcón, sentado en el suelo de la única habitación con parquet, y jugaba con un rompecabezas.
Realmente, aquel niño estaba consumido, triste, como mareado de estar en la vida. El sol le lamía los pies como un perro.
Me senté a su lado en el suelo y sus padres nos dejaron jugando. Yo buscaba con él lo que le faltaba al rompecabezas, a ese juego antipático con que cazan las jugueterías a los niños, pero que tiene una cosa de mapa de geografía rota y difícil y de recomposición del descuartizado.
—¿Y qué más juguetes tienes? —le pregunte.
El niño se levantó y me llevó a un cuarto lleno de juguetes.
—¿Y con cuáles es con los que más juegas? —le volví a preguntar.
Con su voz delgada y con algo del ahogo de la voz de los niños de los ventrílocuos, me dijo:
—Con todos…
Ya era un empalago de la vida tantos juguetes, ya era una cosa para que el niño desistiese, por falta de curiosidad, en seguir adelante.
El niño tocó el salterio de cristales y todo se puso triste con aquello; pero cuando noté qué es lo que mantenía en aquella tristeza y en aquella especie de ictericia al pobre niño, fue cuando dio cuerda a su peón, uno de esos lúgubres peones de música con música de último suspiro…
Después de sonar su peón, noté que el niño se quedaba quieto, arrepentido de la vida, con la náusea de vivir más manifiesta en las eses de sus mejillas.
Le dejé entregado a su extraña meditación, con el peón en el regazo, como un niño Jesús con su azul bola del mundo en la mano. Entré al despacho de su padre, y le dije:
—Ese niño está triste y apocado, no sólo por los muchos juguetes que tiene, sino porque tiene un salterio de cristales en que suena la tristeza de las mamparas de colores de ciertos portales tristes, y sobre todo, sobre todo porque tiene un peón con música, lo más nefasto para un niño, lo que tiene una música de tábano del otro mundo… Hay que inutilizar ese peón de música miedosa y lo bastante melancólica para matar un niño, para entenebrecerle, para darle la congoja que da el oír un quejido prolongado y dulce… Federiquito juega con ese quejido… ¿Me comprende?
El padre se quedó convencido y al poco tiempo fue a verme con Federiquito, al que ya compraba sólo los juguetes alegres y sencillos de la calle, en vez de los juguetes complicados o profundos que matan a los niños con la melancolía o con esa honda reflexión que provocan en ellos y con la que no pueden.
LAS PIPAS
ME rogaron que fuera a ver a aquel señor porque ya hacía tiempo que no salía de casa. Contemplaba la vida como detrás de una pecera, detrás de sus cristales.
Era un señor de largo batín color marrón. Parecía ser un maestro y un domador de las cosas de su despacho, de los pobres libros dominados, cohibidos, abrigados los unos con los otros en el gran tacto de codos que tienen en sus plúteos.
—Bueno, pero en resumidas cuentas, ¿qué es lo que usted tiene? —le pregunté yo después de verle tan alegre de no salir, tan satisfecho de una enfermedad que justificaba su eterna estancia en casa.
—Desgraciadamente no es sólo el gusto de estar en casa lo que me retiene aquí, sino un mal de la garganta para el que los médicos me han recomendado que esté sin salir una larga temporada…
—¿Fuma usted mucho?
—No mucho. Dos pipas al día… ¿Quiere que le enseñe los planes de los otros médicos…
—Sí, enséñemelos…
Se fue un rato por aquellos planes fuera y yo me quedé revisando la habitación. Durante esos apartes en que me dejan metido los enfermos yendo por algo a otra habitación, es cuando yo veo mejor y me doy más cuenta del por qué de las enfermedades.
Mientras yo oía el ruido de los cajones al ser sacados, algunos como en un parto difícil de la mesa, me puse a repasar todos los retratos y las cosas de la habitación.
Al llegar al rincón sobre el diván vi una rara y pintoresca colección de pipas. ¿Por qué mis ojos encogieron recelosos cuando miré a las pipas? Ya eso era para quedarse un rato más largo en aquella mirada.
Las pipas… Las pipas… —mi pensamiento comenzaba como un orador premioso esa idea de las pipas, pero no acababa de resolver el párrafo…
—Las pipas… las pipas… ¿Las pipas qué?
¡Ah! Sí. Las pipas usadas tienen en su tubo tan compacta carraspera, tan antigua retestinación de tabaco que el coleccionista de pipas no tiene salvación, aunque deje de fumar, como no regale su panoplia de pipas.
Cuando volvió mi enfermo, con sus recetas y sus planes, yo le dije: “No los necesito… Ahora lo que le voy a rogar es que esa colección de pipas metidas en su pipero las eche al fuego y las queme…”.
—¿Pero por qué? —se atrevió a preguntarme, con ese aire respondón que toman los enfermos cuando atacamos algunos de sus gustos.
—Pues, porque —le respondí yo— de ahí viene todo su mal… Esas pipas respiran, pasa por ellas aún el humo del aire ya que no el humo verdadero, son como gargantas enfermas… La corrunción de su Dasado está entera en el fondo de las pipas, y contra eso no vale ninguna deshollinación…
El coleccionista en pipas, entregó sus pipas a la cocinera para encender la lumbre —¡cómo chisporrotearon las de cerezo!— y al poco tiempo su garganta era suave y normal.
LA METABOLA
No pasaba su fiebre. Eran días y días y ya iba para dos meses.
Era una fiebre sin sentido, sin causa apreciable, sin medida justa.
Resultaba yo ya en aquella casa, más que el doctor, el profesor de francés que viene a dar lecciones a su alumna, pues casi no tenía objeto mi visita como no fuese el de hablar.
Era otro caso de esas fiebres que no se sabe de qué provienen pero que de pronto matan.
Entretenía yo a la enferma contándola las bellezas de la quinina, como Condamine fue el primero que descubrió el árbol de la quina y como la quinina recibió durante una época el nombre de Cinchona en recuerdo de la señora que por primera vez trajo el polvo a Europa.
—Déme usted doña Cinchona —me decía la enferma después.
—La quinina es una cosa de prestidigitación de la que el prestidigitador no sabe el secreto… Por eso en los primeros tiempos de su implantación algunos charlatanes abusaron de ella, entre ellos Talbot, que cuando ningún médico podía cortar unas fiebres al Delfín, él nudo quitárselas y consiguió todo el favor de la corte.
—¡Qué granuja! Realmente parecería un mago —me decía mi enferma.
La quinina hubo un día que flaqueó y entonces pensé en el piramidón, aunque como el corazón de mi enferma era débil, no se lo di por si la ponía en peligro la bajada súbita de la fiebre.
¿Pero la causa de esa fiebre? ¿La causa?
Un día, por fin, encontré en la novela titulada “Laura”, la última que acababa de leer al caer enferma, la razón de su fiebre. De aquella novela falsa, absurda, disparatada provenía indudablemente aquel gran desarreglo que había dañado su corazón. La había leído de una sentada, impresionada por los crímenes, las persecuciones y el amor de la novela y ahora recordaba que aquella noche fue la primera en que sintió fiebre.
Releí “Laura” y ni aun así encontraba la manera de desenredar aquella alma, de hacer olvidar aquello, de desmentir aquellos acontecimientos.
¿Curar con otra novela aquella lectura que mi enferma hizo en el balcón una tarde preciosa, cogiendo todo el relente febril que salía de “Laura”? La escogí algo que pudiese orientar su fiebre, una hermosa novela en cuyo metabolismo confiaba. Nada.
Entonces para orientar aquella fiebre tonta, insistente que por inacabable sólo podía acabar con mi enferma, provoqué una verdadera “metabola”, es decir, convertí aquella enfermedad en otra, contagiando a mi enferma de sarampión, y así orienté la fiebre desacertada que nació con la lectura de la novela “Laura” novela de la baronesa de C. B., traducida del inglés por Nazarina.
EL ESCAPE
VIVÍA en un piso bajo tristón, predispuesto, con un silencio de casa de vieja con gatos. Era una enferma bella, blanca como la cera un poco sobada, con ojos cuyas miradas emitían ojos, producían ojos que parecían sobrecargar el espíritu, ojos que depositaba en nuestros bolsillos, en nuestras manos, en el hueco de nuestro gabán sofaldado al sentarnos. Parecía llenarnos de bombones.
Sus padres me habían dicho:
—No se sabe lo que tiene… Nadie acierta con ella… Todos observan que sus órganos están bien, que no hay una lesión en todo su ser… y sin embargo se va consumiendo día tras día…
En efecto, desde el primer día que la vi hasta la tarde a que me refiero, había ido perdiendo, perdiendo, sin que todos los lenitivos, los reconstituyentes que yo la había prescrito la sentasen bien. El caso era que su salud era perfecta y su estado general admirable, pero se consumía, se gastaba, disminuía por todos lados, menos de alta, pues cada día era más esbelta.
La salita en que me recibía, tema vanas sillas, de esas cuyo respaldo es una lira dorada; en las paredes había cromos y espejos con marco de cuadro y los muebles de gran empaque de la habitación eran las consolas, gallardas sobre sus elegantes patas, muy llenas de numerosos retratos, chucherías y cosas Imposibles de ver una a una.
Ella estaba siempre, siempre, sentada en un sillón sin fondo, que la mantenía muy erguida, junto a un veladorcito de tres patas en el que habla algunas chucherías Inefables, como un mono de plomo quitándose el sombrero de copa, un oso de madera tocando el violón, un zapatito de porcelana con bordes y adornos de oro, un cenicero imitando una cuba y un álbum con retratos, cerrado por dos broches.
Quieta ahí, mirando por los cristales el cabecear de los árboles del jardín de enfrente, recibiendo esas miradas a la oscuridad en la que a lo más brilla algún espejo, que todo el que pasa echa al fondo de los pisos bajos, con los pies sobre un escabel almohadillado y con la base de madera dorada, la visitaba todos los días y me sentaba un largo rato haciendo esa visita un poco de portería que es la que se hace en los pisos bajos. Sólo las sillas de lira y el escabel en que ella ponía sus pies me quitaban esa impresión de haber pasado a sentarme en la portería.
No acababa de acertar lo que la pasaba. Alguna tarde rondé desde la calle su piso bajo pensando en lo que podía ser, como vigilando el momento en que la enfermedad entraba en su casa. La miré desde la calle: estaba sentada en su sillón como siempre, y con las manos puestas en el velador redondo, pequeño, un poco oscilante y cojo sobre sus tres patas; las dos manos como una chuchería más, de las esparcidas en él, como si fuesen dos vaciados a menor tamaño que todas las manos o dos manos esculpidas en el mármol de los pisapapeles.
Ya era una especie de fracaso mi actuación como doctor de urgencia, cuando una de esas tardes en que como un novio y como si llegase para tocar las liras de los respaldos, me sentaba a su lado, pensé la verdad. Fue como si se hubiese encendido sobre nosotros la lámpara de las tres bellotas de luz y hubiese quedado iluminado de repente el truco de la sesión espiritista.
La culpa de todo la tenía el velador. Con sus manos sobre él siempre, se iba, se iba porque esa facultad tienen los veladores espiritistas de tres patas, los que sirven para comunicar con los muertos, los que se levantan en el aire como si hubiera bajado del techo la araña misteriosa y los subiese a pulso, valiéndose de su hilo invisible…
El influjo de ese veladorcito provocaba en mi enferma una comunicación magnética, era lo que el pararrayos es para el rayo, hundía su fluido en la tierra, que la iba dejando desprovista de esas electricidades íntimas que tan necesarias son para la vida. Sobre todo la habían consumido aquellas tardes en que no salía, ni encendía la luz y cruzaba sus manos sobre aquel veladorcito que parecía una banqueta de piano muy desarrollada, crecida después de haber dado infinitas vueltas al asiento alrededor del eje de la espiga creciente.
Abierta su alma, destaponada, deseosa de irse en el derrame del ocaso, aquellas tardes se había desangrado, se había desustanciado copiosamente.
En efecto, suprimido el veladorcito, el enchufe por decirlo así, que unía su magnetismo personal a las cosas, fue ganando lo perdido aquella mujer dadivosa de sí misma, que en vez de miradas regalaba ojos, ojos para botonaduras, para hacerse unos gemelos para los puños, para otras aplicaciones de lujo.
DEMASIADOS
EN cuanto me di cuenta de la optimista historia de aquella familia, me entró la pena negra. Era la ley de la vida la que al fin iba a cumplirse allí. Padre y madre, nueve hijos, todos vivos, vivos los abuelos y las abuelas y todos los tíos. Se tenía que producir la catástrofe; vivían demasiados; eso no podía seguir siendo; si se hubieran sorteado y se hubiera suicidado alguno, la muerte hubiera sido quizás menos injusta, porque el que había elegido ella era el mejor. ¡El pobre, no sabía que era el ahogado, que aunque flotase en la cama, aun haciéndose dulce y vivamente el muerto para seguir flotando en la vida, la ola le cubriría al fin!
Allí había llegado a sobrar uno inminentemente, y por eso en el mejor día, en el día más alegre se había producido la baja.
—Si viese usted qué alegres estábamos, qué felices, qué bien… Ni una enfermedad grave ninguno nunca —me decían unos y otros, señalando su optimismo y su excepción, sin ver que cada detalle de felicidad demasiado completa entre demasiada gente, me hacía desconfiar de salvarle.
—Hace veinte navidades —me dijo el padre— reunía a toda mi familia a cenar; todos los que fuimos, todos los que seguimos siendo, destacándose entre todos dos de mis abuelos que tienen cada uno noventa años.
Cada vez desesperaba más de salvarle. Había en su naturaleza marcado empeño de no responder a las medicinas.
Se murió.
EL CADÁVER SABIO
A veces pienso en un cadáver que estudié yo sólo una tarde en la sala de disección de la Facultad.
¡Ah, si pudieran haber estudiado muchos cadáveres como aquel cadáver que yo perforé y estudié dos días seguidos, aquellos barberos que estudiaban en la Facultad un curso de anatomía y cirugía hubieran sido unos sabios!
Numerosas cosas resultaban muy claras en aquel cadáver, que parecía ayudar a resolver las consultas que en él estudiaba. Disecando aquel cadáver, comprendí muchas cosas de las que después me he servido para muchas de mis curaciones.
No encuentro teoría para explicar cómo pudo ser tan clarividente aquel muerto; pero la verdad es que era como un maestro desde su muerte. Varias veces, abierto como le tenía y ya sin corazón, le miré al rostro para ver si sonreía de ver cómo yo acertaba con muchas cosas que hasta entonces no había podido resolver; pero en su rostro no había más que serenidad y como una pacífica suficiencia. Con un gran respeto y con ese cuidado con que se meten las pinzas en el azucarero, así metía yo mis pinzas en su pecho.
No olvidaré a aquel cadáver como el que no he encontrado ninguno. Con las preparaciones que hice con sus tejidos y sus microbios, he resuelto varios casos difíciles, he aislado algún microbio nuevo.
No es eso, sin embargo, lo más importante.
Lo importante es que estaba lleno de asociaciones de ideas.
Si hubiera podido durar dos días más sin descomponerse, hasta hubiera descubierto la curación del cáncer.
¡Admirable cadáver!
ETCÉTERAS FINALES
A última hora acuden a mi memoria numerosos casos y notas confusas que no quiero dejar de meter en la obra. Aun precipitados, esbozados, atrabancados, ahí va una especie de Índice de más sucedidos y de nuevos procedimientos, y si no me pareciese un absurdo decir axioma, diría de nuevos axiomas.
—
Yo no soy Apolo, que fue el médico de los dioses. Yo no puedo nada con esas cosas que se pudren y que no pueden ser sustituidas.
—
Cuidado con los costureros. No hay nada más estancado que un costurero.
—
Los bostezos dejan sin defensa ante el aire y sus monstruos. Cuidado con los bostezos.
—
Hay una teta de las que un día le da la madre al niño, en que le da la muerte. Hay que presentir ese día.
—
De mirar las estrellas vienen las viruelas.
—
Quizás lo que es base más fija de mis observaciones y mis aciertos, es que sé apreciar bien la hora de la crisis.
La idea de la crisis ha sido inventada por Sócrates, al que acusaron de haberse dejado arrastrar por los dogmas de Pitágoras sobre los números.
La crisis lo es todo. Basta un empujón en el momento de la crisis, o sea en el momento en que coinciden abiertas las dos puertas: la de la vida y la de la muerte, para empujar al enfermo por la de la vida. Si no nota la crisis el médico, será fatal la entrada por la otra puerta, porque es a la única que ayuda la rampa.
—
Las enfermedades desconocidas abundan mucho. Yo no le dejo hacer correr al enfermo el albur de morir o de salvarse. Yo opero cuando se trata de una enfermedad desconocida para ver dónde radica. En eso sigo la norma de algunos doctores extranjeros. El resultado que me da ese estudio del enfermo de enfermedad desconocida, ha sido de salvación en casi todos los casos, como puede verse en esta estadística comparativa entre yo y varios doctores partidarios del mismo sistema:
Hay quizás muchos que mueren por la electricidad. Es que el que está encargado de cuidar los cuadros en la fábrica, da una fuerte corriente a esa lámpara o a ese enchufe y muere de repente el que leía el periódico o trabajaba… Siempre resultan improbables estos asesinatos, estos descuidos, estos malos pensamientos del lejano conmutacionista, pero son ciertos.
—
Entre las amazonas que espolean y montan el piano hay enfermas de diferentes clases; pero entre las que cantan al lado del piano, las hay que se agravan como verdaderas atacadas de hemoptisis, sobre todo las que cantan “guajiras”. A esas se las abre en el corazón una fuente, que después se confunde con una fuente del pulmón. Yo he curado a alguna callando en ella para siempre las guajiras.
—
Aquella señorita que iba tanto al Parque Zoológico, lo que tenía era la enfermedad del antílope junto a cuya jaula se sentaba a leer.
—
En los boureaux americanos se encierran todas las enfermedades. En esos casilleros se va enranciando el aire antiguo y las ideas que respira el dueño cuando trabaja. Son un insano confesonario de uno mismo por uno mismo.
Sé hasta dónde puede llegar la putrefacción de cada uno, y, sin embargo, no tengo la tristeza de aquel conde de Charney al cual había llevado su exceso de análisis a estos estados: en el tejido fino de su vestido creía advertir el olor infecto del animal que había suministrado la lana; en la seda de sus colgaduras pasearse el gusano que lo había hilado; sobre sus muebles elegantes, sus alfombras, sus encuadernaciones, sus piquetes de nácar y marfil, no veía más que restos y despojos, la muerte, la muerte revestida, vivificada por el sudor de un artesano. La ilusión estaba destruida, la imaginación paralizada.
—
Imito a Paracelso en lo del oro, y en muchas de mis medicinas hay una parte de oro supuesta. Como en tiempo de Paracelso, el enfermo cree en esos específicos como en nada.
—
Quería ser viuda aquella mujer a toda costa. Noté eso en la enfermedad y en la demacración del marido, como quien ve una cosa, antes que en ningún sitio, en un espejo.
Ella vivía todos los días a su alrededor creyendo que sobraba él y eso es muy fuerte. No usaba ningún veneno más que el de sus miradas y el de sus deseos.
Yo me quise interponer, pero vi que era inútil; que ella vivía con él demasiadas horas y ponía su deseo de que él muriese: en los cuadros, en las comidas, en su sueño —cuando él se dormía le debía de mirar levantando el cuello como una serpiente—, hasta en el piano que tocaba. Se producía en todo momento para quedarse viuda. Y al fin enviudó.
—
Entre los tenderos he tenido casos curiosos. El de la ferretería, que estaba atacado por el hierro; el de la tienda de ultramarinos^ que con grandes dificultades y después de muchos estudios descubrí que lo que estaba atacado era por esos bichitos que se forman dentro de las lentejas, y puso un cartel en su escaparate: “No se despachan lentejas”. En una cerería también tuve un caso de anemia producido por la cera, por una especie de pasión por la cera que le había entrado al mancebo. Entre los zapateros también he tenido algunos casos interesantes de atacados por una enfermedad de animal, el más grave fue uno que tuvo la terrible “torquitis” del potro.
—
Pienso siempre en el primer médico ante el que se puso un enfermo. Aquel se encontró con la alimaña de la enfermedad y la vio clara, moviéndose en el más azul y claro mediodía; aquel fue el que supo más de medicina y de enfermos, y en la pupila del enfermo vio qué clase de bestia feroz le poseía.
Envidio a aquel anciano con tipo de mendigo que abrió la primera consulta del mundo.
—
A aquel pobre cura que se ponía la casulla del siglo XVI en la iglesia del pueblo, le hice vender a los anticuarios la hermosa casulla y comprarse una nueva. Le hubiera matado aquella casulla de terciopelo en cuyo terciopelo estaba metida la sutil caspa fatal. Ya había matado en tres años a cuatro curas.
—
Aquel hombre con los brazos siempre detrás, como si fuese atado por la Policía, había enfermado del pecho… Yo actué sólo como el que desata al preso; pero me costó mucho trabajo colocar aquellas manos a los lados, sueltas, tranquilas, con naturalidad.
—
Me encontré agotada y triste a aquella mujer en una mecedora, meciéndose, caída, dispuesta a morirse allí.
Rápido, decisivo, terminante fue mi diagnóstico: “¡Fuera esa mecedora!, la dije. Levántese de ahí… Si alguna vez se encuentra enferma, no se siente en una mecedora… No hay nada que alargue tanto la enfermedad y la aduenna y la eternice… Vendan todas las mecedoras de la casa”. La tísica, la agotada, la que mecía la muerte en esa cuna para adultos, que es la mecedora, se salvó así.
—
Los ataques de grisura son los peores, los que dejan la lesión que explota con ocasión de cualquier cosa.
—
Una de las cosas que más uso son los dulces para alimentar el corazón… Los dulces en casa de esos enfermos del corazón toman una alegría mayor que el día de Santo; son exquisitos, variados dulces y veo cómo realmente responde el corazón a ellos. Una enferma me dijo una frase muy gráfica sobre esto: “Ya ve usted si son para mi corazón, que le consulto el que he de elegir en la bandeja… y siento que señala el que prefiere”.
—
Los hijos de los alcohólicos me dejan atónito y me siento ante una injusticia de la providencia. No merece aquel alegre copeo este pago, lejano al buen día en que los padres borraron su tristeza o su incapacidad con vino. Las hijas sobre todo me amargan la vida. Son bellas. Merecían ser nuestras esposas; tienen rasgos geniales, ojos tintos en los que se mezcla al negro el verde precioso del Pipermin, ¡pero pobres de nosotros si incurriésemos en ellas, si queriendo apagar la sed bebiésemos de lo que la da más fuerte! Una cosa las baila en la cabeza, las hace caer de lado sobre el hombre que está descuidado y las mira turulato y las hace cogerle la mano por detrás de los demás. Es espantosa la fría borrachera nativa que las hace versátiles y crueles.
—
Hay que sacudir los respaldos de los retratos y los cuadros. La peor caspa del tiempo se detiene detrás de ellos, y de su espalda brota la añagaza, los cuellos de las sierpes de la muerte, lo que si puede ocultarse mata, los pólipos del pasado, todas las ideas prófugas y rechazadas. Se puede decir que en este concepto los cuadros son los burladeros de la muerte.
—
A aquel militar al que le sonaban las espuelas hasta cuando no las llevaba, le hice tirar sus panoplias y desarmarse un poco… Así volvió su vida a conseguir ese donaire civil y fresco que tiene que tener la vida para no torcerse.
—
Las reliquias están encanceradas por el tiempo; son como los sarcomas de los bustos relicarios o de los rosarios de que cuelgan. Algunos principios de quiste he curado haciendo regalar a la Iglesia una reliquia que tenía la enferma.
—
En la ciudad, muchos se mueren por la leche que toman, porque no es leche, y, sin embargo, es lo único que les alimenta en su momento de más peligro. El gran engaño de la leche no permite salvarse a los que ya estaban casi curados.
—
En las enfermedades del pulmón hay que fomentar al alegría y la novelería del pulmón. Un pulmón que se pone triste es fatal.
—
Yo tengo un aparato en mi clínica que es como el aparato de la fe. Este aparato tan complicado es el que salva a las personas histéricas. No es nada. He reunido varios aparatos de relojería, geodesia, etc., y he formado con todas este aparato monstruo, que gradúo, preparo, enfoco sobre el enfermo crédulo y con el que muchas veces le salvo… Con el enfermo escéptico empleo aparatos rudimentarios. Hay que sacar muchas enfermedades, como un prestidigitador.
—
Por recomendar algo a gentes sin voluntad que no creen en el paseo, recomendado en vago, con toda la desorientación y el aburrimiento que supone un paseo recomendado por el médico, las recomiendo un árbol del Botánico; que se sienten junto a un árbol del Botánico, al “Platense arábigo” o al “Almez de Occidente”… Ellas en eso sí que creen y hacen su excursión y se pasan la tarde bajo el árbol de su salud… Alguna tarde me he sonreído a solas, pensando que tenía el Botánico lleno de enfermos: unos de pie y otros sentados, según lo que les convenía; unos una hora y otros dos, según el plano que tengo dibujado de sus bancos y sus árboles, siempre procurando que no se junten dos enfermos bajo un mismo árbol… Un curioso y amplio juego de las veinte y hasta las cincuenta esquinas es lo que yo planeo en el Jardín Botánico.
—
El falto de memoria está desprendido de la vida, porque el guión con la vida, el sostén, no es más que la memoria. Se me han ido muchos faltos de memoria. No había medio de contenerlos; se desgarraban en jirones de sí mismos.
—¡Pero acuérdese usted! ¡Pero recuerde! —les gritaba yo, y nada, no se acordaban; se acordaban de lo último, pero no tenían bastante resistencia de recuerdos del pasado.
—
La confidencia de aquella esposa del americano de la ciudad más calurosa del Sur, me dejó preocupado: “Deme usted algo con que quitarme el calor —me dijo—. Mi esposo, hasta en estos días de calor se echa varias mantas y me asfixia”. Realmente, aquello era pavoroso. Yo la recomendé el divorcio. No había otro sistema.
—
La enfermedad del estómago de aquel rumboso dueño de automóvil no era más que el bocinazo de su propio automóvil, que si para el transeúnte era un mal golpe en el vientre, para el dueño era una cosa repetida que le había estropeado el diafragma y el hipogastrio.
—
Al enfermo hay que hacer que coja de frente la vida. Que salga de su calleja y busque el horizonte.
—
Que ese primer viento que se levanta del treinta de Agosto al primero de Septiembre os coja con chaleco.
—
Hay una enfermedad de la que no me ocupo. Rechazo a todos lo que la padecen. Es la enfermedad que más me enfurece y más me mueve al desprecio. Por más apariencias untuosas que tengan sus enfermos, están profundamente corrompidos y aunque sea la que la tiene una enferma y baile las danzas más delicadas enseñando sus brazos de tersura sin igual, por dentro está tan trichinosa como el hombre y lo que ofrece de mejor es como una llaga. ¡Envenenadoras y envenenadores en los que se cuece el peor de los desastres!
Los especialistas dirán que ya eso se cura, pero no es cierto, los hijos tendrán manifestaciones inevitables y temibles, pues la sangre no puede olvidar. Cuando sus hijos sonrían tendrán dientes de Hutchinson, dientes con escotadura semilunar o en forma de uña. ¡Pobrecitos! ¡Quizás les espera la parálisis tardía y a las pobres vírgenes se las abrirá la cara de pronto!
Todo puede provenir de esa enfermedad. Todo. Sus neuralgias de posición, por antiguo que sea el momento en que dieron la positivo deben evocar la idea del aneurisma. Todo debe evocar algo grave o peor. Lo más malo no dejará de fraguarse en ellos ni un minuto. ¡¡Y lo merecen porque son recalcitrantes, empedernidos, cada vez más abyectos con la peor abyección física!!
Le está bien empleada su corrosión, esa voraz corrosión que hoy aumenta pavorosamente, invadiendo el mundo con la peor y más irreparable de las invasiones. Con la absurda y falsa teoría de que todo el mundo tiene esa W entre su nombre y su apellido, van por ella como criminales, pues ese es crimen y no suicidio, y no tiene otro nombre más que el de abyección torpe. Lo he visto en todos los que la tienen.
Las enamoradas estúpidas de los bestias más cínicos, pagarán el defecto de su elección, porque ellos no las absolverán del contagio, y hasta en las seducciones de la inocencia no tendrán reparo ninguno en manchar a la pánfila inocente con la mancha cancerosa y eterna, la peor de las manchas, porque queda hasta en los huesos de los muertos, ¡Crujirá vuestra carne ya siempre y la peor carcoma la abrirá por los cauces más difíciles! Todo estará explicado con ese antecedente, todo. Estarán heridas más que por veinte puñales y por el peor vitriolo. ¡Buscad flamenquismo!
—
He notado que los hombres que llevan papeles en los bolsillos del pecho —muchos sobres sin carta— «son más invulnerables que los otros. Los grandes relojes de bolsillo —los Roskoff— también protegen mucho contra la muerte.
—
He tenido varios que sentían un grillo en la cabeza y a los que metiéndoles una pajuela en el oído he hecho como si les sacase un grillo, portándome como se portan los buscadores de grillos, y consiguiendo que, como la única base de realidad es lo que cada uno se cree sin que valga disputar, así se sintieran curados.
—
Tuve una enferma que volvió a verme después de curada, muy indignada conmigo y pidiéndome que le devolviese su enfermedad, la que le había quitado; se sentía de más en la vida sin su enfermedad; yo la había estafado; era como si yo la hubiese hecho abortar su hijito, el hijo de su solteronía que suele ser una enfermedad.
La despedí con buenos modos, sin indignarme, diciéndola que probablemente se la reproduciría.
—
Alguna vez he curado a una mujer con dolores de cabeza y con un sueño súbito que no la dejaba ni en la ópera ni en los salones, quitándola el abanico antiguo de plumas, impregnado del aire arcaico, pasado, vetusto y de las neuralgias de lo pretérito.
—
En numerosos casos he encontrado la causa de la enfermedad en los cajones de la mesa, donde había certificados de defunción, llaves de féretros ya consumidos en las quemas del pasado, y muchas esquelas de defunción conservadas en los paquetes de cartas… Les hago tirar unas cosas, quemar las otras, y que corten el borde negro de las esquelas de defunción para que no se pierda el recuerdo del amigo, y al mismo tiempo pierdan su virulencia.
—
Entre los niños de ocho a nueve años, a los que he asistido, he descubierto una causa de enfermedad que es muchas veces la muerte. Han comido castañas de Indias. No lo dicen, se marcharán al otro mundo como esos reos que no se confiesan; pero es que han comido castañas de Indias. Yo ya tengo un purgante especial contra las castañas de Indias y he salvado a muchos niños gracias a él.
—
Aquella enfermedad me la llegué a explicar, aun cuando no pude curarla. Aquel hombre pulcro, delicado y servicial había dado lumbre en la calle a un hombre torvo, de cara cadavérica, que le había dejado la muerte en el cigarro con las “Gracias, caballero”, y con el signo elegante que sabe hacer en el aire con el cigarro que devuelve, hasta el más miserable de los vagabundos…
—
Quizás toda la sabiduría médica estaba en un libro perdido, en el gran libro de medicina, que se quemó cuando destruyó la biblioteca china el famoso Sing-che-vang.
—
El ocaso debe verse a veces, no siempre. Es lo que más desgasta la vida.
—
No hay nada que ulcere tanto el estómago y hasta cree el cáncer del estómago, como las latas de sardinas o el escabeche.
—
No espero mi consagración en vida, aunque bien sé que con mis procedimientos evitaré alguna enfermedad después de muerto, como el célebre Tarsaris, al que atribuyen haber hecho desaparecer una peste después de muerto.
—
Yo, por lo menos, puedo decir lo que aquel doctor que decía: “Entre mis manos los enfermos pueden perder la vida, ¡pero jamás el espíritu!”.
Etc., etc., etc., etc., etc.
FIN
André Malraux - La esperanza (Novela)
Situada en la guerra civil
española, y con una fuerte carga autobiográfica, La esperanza ha pasado a la historia como uno de los mayores
exponentes de la narrativa de André Malraux y como la mejor novela sobre esa
guerra fratricida. En plena contienda, y en condiciones dramáticas, el propio
Malraux dirigió una versión cinematográfica, Sierra de Teruel, que se ha convertido en un clásico del cine de
tema bélico. Título original: L’espoir
Título original: L’espoir
Sierra de Teruel:
https://www.youtube.com/watch?v=mKGVyqjJQGg
A mis camaraadas de la batalla de Teruel
Primera parte
La ilusión lírica
I
1
Un estrépito de camiones cargados de fusiles se extendía sobre Madrid, tenso en la noche de verano. Desde varios días antes las organizaciones obreras anunciaban la inminencia del levantamiento fascista, la infiltración enemiga en los cuarteles, el transporte de las municiones. Ahora Marruecos estaba ocupado. A la una de la mañana, el gobierno se había decidido por fin a distribuir armas al pueblo; a las tres, el carnet sindical daba derecho a las armas. Era tiempo: las llamadas telefónicas de las provincias, optimistas de medianoche a dos de la madrugada, comenzaban a no serlo ya.
La central telefónica de la estación del Norte llamaba a las estaciones una tras otra. El secretario del sindicato de los ferroviarios, Ramos, y Manuel, designado para asistirlo aquella noche, dirigían. Salvo Navarra, dividida, la respuesta había sido: ya, el Gobierno domina la situación, las organizaciones obreras controlan la ciudad a la espera de las instrucciones del Gobierno. Pero el diálogo acababa de cambiar:
—¿Oiga, Huesca?
—¡Dígame!
—El comité obrero de Madrid.
—¡Ya no más, basuras! ¡Arriba España!
En la pared, clavada con chinches, la edición especial (7 de la tarde) de Claridad: en seis columnas: «¡A las armas, camaradas!».
—¿Oiga, Ávila? ¿Cómo estáis? Hablan de la estación.
—¡La puta que te parió, canalla! ¡Viva Cristo Rey!
—¡Hasta pronto! ¡Salud!
Habían llamado urgentemente a Ramos.
Las líneas del Norte convergían hacia Zaragoza, Burgos y Valladolid.
—¿Oiga, Zaragoza? ¿El comité obrero de la estación?
—Fusilado. ¡Y muy pronto lo estaréis vosotros! ¡Arriba España!
—¿Oiga, Tablada? Habla Madrid Norte, el responsable del sindicato.
—¡Llama a la cárcel, hijo de puta! Allí te llevaremos a patadas.
Cita en Alcalá, la segunda taberna a la izquierda. Los de la central miraban la buena pinta de gángster rizado y jovial que tenía Ramos.
—¿Oiga, Burgos?
—Habla el comandante.
Ya no había jefe de estación. Ramos cortó.
Sonaba un teléfono:
—¿Oiga, Madrid? ¿Quién habla?
—El sindicato de los transportes ferroviarios.
—Habla Miranda. La estación y la ciudad son nuestras. ¡Arriba España!
—Pero Madrid es nuestra. ¡Salud!
No había que contar con refuerzos del Norte, salvo por Valladolid. Quedaba Asturias.
—Diga, ¿Oviedo? ¿Quién habla?
Ramos se volvía prudente.
—El delegado de la estación.
—Habla Ramos, el secretario del sindicato. ¿Cómo estáis vosotros?
—El coronel Aranda es leal al Gobierno: mandamos tres mil mineros armados para reforzar a los nuestros.
—¿Cuándo?
Un martilleo de culatazos, en torno a Ramos, que no oye más.
—¿Cuándo?
—Enseguida.
—¡Salud!
—Sigue a ese tren con el teléfono —dice Ramos a Manuel. Llamó a Valladolid—. Oiga, ¿Valladolid? ¿Quién habla?
—Delegado de la estación.
—¿Cómo estáis?
—Los nuestros ocupan los cuarteles. Esperamos un refuerzo de Oviedo: haced que llegue lo antes posible. Pero no os preocupéis: aquí las cosas andarán bien. ¿Y allí cómo estáis?
—Así, así.
—¿Se han rebelado las tropas?
—Todavía no.
Valladolid cortaba.
Se podían desviar por allí todos los refuerzos del Norte.
A través de las historias de orientación que comprendía mal y en medio del olor de cartón de la oficina, de hierro y de humo de la estación (la puerta estaba abierta a la noche muy calurosa), Manuel anotaba las llamadas de las ciudades. Afuera, el ruido de los cantos y de los culatazos de los fusiles; debía sin cesar hacer repetir (los fascistas cortaban las comunicaciones). Transportaba las posiciones al mapa de la red: Navarra, dividida, todo el este del golfo de Vizcaya, Bilbao, Santander, San Sebastián, leal, pero dividido en Miranda. Por otra parte, Asturias, Valladolid, leales. Llamadas telefónicas incesantes.
—Oiga, aquí Segovia. ¿Quién eres?
—Delegado del sindicato —contesta Manuel mirando a Ramos con aire interrogador. ¿Qué era él, exactamente?
—¡Muy pronto te cortaremos los cojones!
—No me daré cuenta. ¡Salud!
Ahora llamaban las estaciones fascistas mismas: Sarracino, Lerma, Aranda del Duero, Sepúlveda, de nuevo Burgos. De Burgos a la Sierra, las amenazas llegaban más rápido que los trenes de auxilio.
—Habla el Ministerio del Interior. ¿Central del Norte? Haced saber a las estaciones de ferrocarril que la guardia civil y la guardia de asalto apoyan al Gobierno.
—Habla Madrid Sur. ¿Cómo anda el Norte, Ramos?
—Parecen sostenerse en Miranda, y más abajo también. Tres mil mineros vienen de Valladolid: habrá refuerzo por ese lado. ¿Y vosotros?
—Han tomado las estaciones de Sevilla y de Granada. Lo demás resiste.
—¿Córdoba?
—No se sabe: pelean en las barriadas cuando toman las estaciones. Paliza seria en Triana. También en Peñarroya. Pero me sorprendes con tu historia de Valladolid: ¿es que no lo habían tomado?
Ramos cambió de teléfono y llamó:
—Oiga, ¿Valladolid? ¿Quién habla?
—Delegado de la estación.
—¿Ah?… Nos decían que los fascistas estaban allí.
—Error. Todo anda bien. ¿Y vosotros? ¿Se han rebelado los soldados?
—No.
—Oiga, ¿Madrid Norte? ¿Quién habla?
—Responsable de los transportes.
—Habla Tablada. ¿No has llamado aquí?
—Nos dijeron que os habían fusilado, o que estabais en chirona, no sé qué.
—Salimos. Ahora los presos son los fascistas.
—Habla la Casa del Pueblo. Haced saber a todas las estaciones fieles que el Gobierno, apoyado por las milicias populares, domina en Barcelona, Murcia, Valencia, Málaga, en toda Extremadura y en todo el Levante.
—¡Oiga, habla Tordesillas! ¿Diga?
—Consejo Obrero de Madrid.
—A los cerdos de tu especie se los fusila. ¡Arriba España!
Con Medina del Campo, el mismo diálogo. La línea de Valladolid era la única gran línea de comunicaciones con el Norte que aún quedaba.
—¿Oiga, León? ¿Quién habla?
—Delegado del sindicato. ¡Salud!
—Aquí Madrid Norte. ¿Ha pasado el tren de los mineros de Oviedo?
—Sí.
—¿Sabes dónde está?
—Hacia Mayorga, creo.
Afuera, en las calles de Madrid, siempre cantos y culatazos.
—¿Oiga, Mayorga? Habla Madrid. Dígame.
—¿Quién es usted?
—Consejo Obrero de Madrid.
Cortaban. ¿Entonces, dónde estaba el tren?
—¿Oiga, Valladolid? ¿Podréis resistir hasta que lleguen los mineros? ¿Estáis seguros?
—Absolutamente seguros.
—¡Mayorga no contesta!
—No tiene importancia.
—¿Oiga, Madrid? Habla Oviedo. Aranda acaba de sublevarse, se lucha.
—¿Dónde está el tren de los mineros?
—Entre León y Mayorga.
—¡Manteneos en contacto!
Manuel llamaba. Ramos atendía.
—¿Oiga, Mayorga? Habla Madrid.
—¿Quién?
—Consejo Obrero. ¿Quién habla?
—Jefe de Centuria de las falanges españolas. Vuestro tren ha pasado, idiotas. Todas las estaciones son nuestras hasta Valladolid; Valladolid es nuestro desde medianoche. A vuestros mineros se los aguarda con ametralladoras. Aranda está libre de ellos. ¡Hasta pronto!
—¡Hasta muy pronto!
Una tras otra, Manuel llama a todas las estaciones entre Mayorga y Valladolid.
—¿Oiga, Sepúlveda? Hablan de Madrid Norte, Comité obrero.
—Vuestro tren ha pasado, imbéciles. Sois unos hijos de puta, y esta semana iremos a cortaros el coño.
—Fisiológicamente contradictorio. ¡Salud!
La llamada continuaba.
¿Oiga, Madrid? ¡Oiga, oiga! ¿Madrid? Habla Navalperal de Pinares. De la estación. Hemos vuelto a tomar el pueblo. Los fascistas, sí, desarmados, presos. Dad la noticia. Ellos llaman cada cinco minutos para saber si son siempre dueños de la ciudad. ¡Oiga, oiga!
—Habría que dar por todos lados noticias falsas —dijo Ramos.
—Ellos controlan.
—Siempre causará desorden.
—¿Oiga, Madrid del Norte? Habla la U. G. T. Diga, ¿quién habla?
—Ramos.
—Nos han dicho que llega un tren de fascistas con armamento perfeccionado. Bajaría en Burgos. ¿Tienes informes?
—Aquí se sabría. Todas las estaciones hasta la Sierra son nuestras. Con todo, habrá que tomar precauciones. Un momento.
»Llama a la Sierra, Manuel.
Manuel llamó a todas las estaciones, una tras otra. Tenía en la mano una regla y parecía marcar el compás. Toda la Sierra era leal. Llamó al Correo Central: las mismas informaciones. Más acá de la Sierra, o los fascistas no habían intentado nada, o habían sido derrotados.
Sin embargo, tenían la mitad del Norte. En Navarra, Mola, el exjefe de policía de Madrid; contra el Gobierno, las tres cuartas partes del ejército, como de costumbre. Del lado del Gobierno la guardia de asalto y el pueblo, la guardia civil, acaso.
—Habla la U. G. T. ¿Es Ramos?
—Sí.
—¿Y el tren?
Ramos preguntó a su vez:
—¿Y en general?
—Bien, muy bien. Salvo en el Ministerio de Guerra. A las seis dijeron que todo estaba perdido. Les habían dicho que no tenían cojones; que los milicianos se escaparían. Nadie hace caso de sus historias: apenas te oigo, de tal manera la gente canta en la calle.
En el receptor, Ramos oía los cantos, que se mezclaban a los de la estación.
Aunque el ataque hubiera sin duda estallado casi en todas partes a la misma hora, parecía que fuese un ejército en marcha que se aproximaba: las estaciones tomadas por los fascistas estaban cada vez más cerca de Madrid; y no obstante la atmósfera era tan tensa desde hacía algunas semanas, la multitud se hallaba tan inquieta por un ataque que quizá debiera sufrir desarmada, que aquella noche de guerra daba la impresión de ser una inmensa liberación.
—¿El cacharro para ir a esquiar está siempre allí? —preguntó Ramos a Manuel.
—Sí.
Confió la central a uno de los responsables de la estación. Algunos meses antes, Manuel había comprado de segunda mano un auto para ir a hacer esquí en la Sierra. Todas las mañanas, Ramos lo usaba para la propaganda. Aquella noche, Manuel lo había puesto de nuevo a disposición del Partido Comunista, y trabajaba una vez más con su compinche Ramos.
—¡No vamos a empezar como en 1934! —dijo éste—. Corramos a Tetuán de las Victorias.
—¿Dónde queda?
—Cuatro Caminos.
A trescientos metros fueron detenidos en el primer puesto de control.
—Documentos.
El documento era el carnet sindical. Manuel no llevaba consigo su carnet del Partido Comunista. Como trabajaba en los estudios cinematográficos (era ingeniero de sonido), un vago estilo de Montparnasse le daba la ilusión de escapar por su indumentaria a la burguesía. En ese rostro muy moreno, regular y un poco pesado, sólo las cejas espesas podían aspirar a ser las de un presunto proletario. Por lo demás, apenas los milicianos le echaron un vistazo cuando reconocieron la cara risueña y el pelo crespo de Ramos. El auto volvió a arrancar entre las palmadas en el hombro, los puños en alto y los salud: la noche no era más que fraternidad.
Y sin embargo la lucha entre socialistas de derecha y de izquierda, la oposición de Caballero a la posibilidad de un ministerio Prieto, no habían sido débiles en esas últimas semanas. En el segundo control, hombres de la F. A. I. (Federación Anarquista Ibérica) confiaban un sospechoso a los obreros de la U. G. T. Está bien, pensó Ramos. La distribución de las armas no había terminado: llegaba un camión cargado de fusiles.
—¡Parecen suelas! —dijo Ramos.
En efecto, no se veían de los fusiles sino la caja de madera.
—Es verdad —dijo Manuel—. Chuelas.
—¿Por qué farfullas así?
—Me he roto un diente comiendo. Mi lengua sólo se ocupa de eso. Le importa un bledo el antifascismo.
—¿Comiendo qué?
—Un tenedor.
Siluetas abrazaban fusiles que acababan de recibir, insultadas por otras que aguardaban en la sombra, apretadas como fósforos. Pasaban mujeres con sus capachos llenos de balas.
—¡No es demasiado pronto! —dijo una voz—. ¡Cuánto hace que esperamos que nos caguen a tiros!
—Yo creía que el Gobierno iba a dejar que nos aplastaran.
—No te hagas mala sangre: ¡ahora verán lo que es bueno! ¡Recua de cochinos!
—Esta noche el pueblo es el sereno de Madrid…
Cada quinientos metros, nuevo control: los automóviles fascistas recorrían la ciudad con ametralladoras. Y siempre los mismos puños en alto y la misma fraternidad. Y siempre el extraño ademán de esos hombres en la noche que no terminan de palpar sus fusiles: no tienen fusiles desde hace un siglo.
Al llegar, Ramos arrojó su cigarrillo y lo aplastó con el pie.
—Deja de fumar.
Desapareció enseguida, volvió diez minutos después seguido por tres compañeros. Todos llevaban paquetes envueltos en diarios, atados con cuerdas.
Manuel había encendido tranquilamente un nuevo cigarrillo.
—Deja tu cigarrillo —dijo Ramos serenamente—, esto es dinamita.
Los compañeros colocaron parte de los paquetes en el asiento de adelante, parte en el de atrás, y entraron de nuevo en la casa. Manuel había dejado su asiento para aplastar su cigarrillo con el pie. Levantó hacia Ramos un rostro consternado.
—Vamos, ¿qué te sucede?
—Me fastidias, Ramos.
—Así es. Ahora vamos.
—¿No se podría encontrar otro cacharro? Yo conduciría.
—Haremos saltar los puentes, el de Ávila para empezar. Llevamos dinamita y va a ser mandada enseguida a donde corresponde, Peguerinos, etcétera. No tendrás la intención de perder dos horas, ¿no? Sabemos, por lo menos, que este cacharro anda.
—Sí —dijo Manuel tristemente—, de acuerdo.
No le importaba tanto el coche cuanto sus encantadores accesorios. El auto arrancó. Manuel adelante, Ramos atrás, apretando contra su vientre un paquete de granadas. Y de pronto Manuel se dio cuenta de que ese automóvil le era indiferente. No había ya automóvil; había esa noche cargada de una esperanza turbia y sin límites, esa noche en que cada hombre tenía algo que hacer en la tierra. Ramos oía un tambor lejano como los latidos de su corazón.
A cada cinco minutos, los detenía el control.
Los milicianos, muchos de los cuales no sabían leer, daban palmadas en el hombro de los ocupantes desde que reconocían a Ramos y no bien lo oían gritar: «¡No fuméis!», cuando viendo el automóvil cargado de paquetes, empezaban a patalear de alegría: la dinamita era la vieja arma novelesca de Asturias.
El auto arrancaba.
En Alcalá, Manuel se lanzó. A su derecha, un camión de la F. A. I., lleno de obreros armados, viró de golpe a la izquierda. Manuel trató de esquivar el camión, sintió el ligero cacharro que lo levantaba del suelo y pensó: «Esto se acabó».
Se encontró acostado de bruces entre los paquetes de dinamita que rodaban como castañas —sobre la acera, afortunadamente—. Bajo su rostro, su sangre brillaba, iluminada por el foco eléctrico; no sufría, sangraba por la nariz, y oía gritar a Ramos: «¡No fuméis, camaradas!». Él gritó lo mismo, por fin se dio la vuelta y vio a su amigo, las piernas en escuadra, algunos mechones crespos caídos sobre la cara, con las granadas ferozmente apretadas contra el abdomen, rodeado por hombres con fusiles que se agitaban entre paquetes sin atreverse a tocarlos. En el centro, una colilla de Ramos (que había aprovechado estar atrás solo para encender un cigarrillo) se consumía. Manuel la apagó con el pie. Ramos comenzó a hacer apilar los paquetes a lo largo de la pared. Del auto para esquiar, era preferible no hablar.
Un altavoz gritó: Las tropas amotinadas marchan por el centro de Barcelona. El Gobierno es dueño de la situación.
Manuel ayudaba a apilar los paquetes. Ramos, siempre tan activo, no se movía.
—¿Qué esperas para echarme una mano?
¡Oíd! Las tropas amotinadas marchan por el centro de Barcelona.
—No puedo mover el brazo: la crispación ha sido demasiado fuerte. Ya pasará. Paremos el primer automóvil disponible y partamos nuevamente.
2
En medio de la frescura del riego matutino, rayaba el alba sobre Barcelona, en pleno verano. En la angosta taberna que había permanecido abierta toda la noche ante la inmensa avenida vacía, Sils, llamado el Negus, de la Federación Anarquista Ibérica y del Sindicato de los Transportes, distribuía revólveres a sus compañeros.
Las tropas rebeldes llegaban a la periferia. Todos hablaban.
—¿Qué van a hacer las tropas aquí?
—Cagarnos a tiros, puedes estar seguro.
—Ayer los oficiales juraron fidelidad a Companys.
—La radio te responde.
La pequeña estación de radio, en el fondo del estrecho salón, ahora repetía cada cinco minutos: Las tropas sublevadas bajan hacia el centro.
—¿El Gobierno distribuye armas?
—No.
—Ayer, dos compañeros de la F. A. I. que se paseaban con fusiles fueron arrestados. Hubo que acudir a Durruti y a Oliver para que los soltaran.
—¿Qué dicen en La Tranquilidad? ¿Les darán los fusiles, sí o no?
—Creo que no.
—¿Y los revólveres?
El Negus continuaba pasando los suyos.
—Han sido puestos servicialmente a disposición de los compañeros anarquistas por los señores oficiales fascistas. Mi barba inspira confianza.
Con dos amigos y algunos cómplices había desvalijado por la noche las cámaras de oficiales de dos barcos de guerra. Conservaba el mono azul de mecánico que se había puesto para entrar en el barco.
—Ahora —dijo, tendiendo el último revólver— juntemos nuestros céntimos. En la primera armería abierta hay que comprar balas. Veinticinco cada uno, eso tenemos, no es bastante.
Las tropas sublevadas bajan hacia el centro…
—Las armerías no abrirán hoy, es domingo.
—Nada de historias: las abriremos nosotros. Cada cual irá a buscar a sus compinches y los traerá con nosotros.
Quedan seis. Los otros se van.
Las tropas sublevadas…
El Negus manda. No a causa de sus funciones en el sindicato, sino porque una noche, cuando la compañía de tranvías de Barcelona, después de una huelga, echó a cuatrocientos obreros, el Negus, ayudado por una docena de compañeros, pegó fuego a los tranvías que estaban en depósito en la colina del Tibidabo, y los lanzó en llamas, soltados los frenos, en medio de las bocinas espantadas de los automóviles hasta el centro de Barcelona. Acto continuo, el sabotaje menos importante que dirigió duró dos años.
Salieron en el amanecer azulado y cada cual se preguntaba qué podría depararles la próxima aurora. En cada esquina llegaban grupos, traídos por los que habían dejado primero la taberna. Cuando llegaron a la Diagonal, las tropas salieron a la luz del día que empezaba.
El martilleo de los pasos se detuvo, una salva recorrió el bulevar: por la avenida más grande de Barcelona en línea recta, precedidos por sus oficiales, los soldados del cuartel de Pedralbes miraban hacia el centro de la ciudad.
Los anarquistas se pusieron al abrigo en la primera calle perpendicular; el Negus y otros dos se volvieron.
No veían a esos oficiales por primera vez. Eran los mismos que habían detenido a los treinta mil presos en Asturias, los mismos que en 1933 habían permitido el sabotaje de la rebelión agrícola, gracias a los cuales la confiscación de los bienes de la orden de los jesuitas ordenada por sexta vez desde hacía un siglo, había sido por sexta vez letra muerta. Los mismos que habían echado a los padres del Negus. La ley catalana echa a los arrendatarios viñadores cuando sus viñedos no se cultivan: a causa de la filoxera, todos los viñedos enfermos considerados sin cultivar, y echados de los viñedos los viñateros que los habían plantado, que los cultivaban desde hacía veinte o cincuenta años. A quienes los reemplazaban, como no tenían ya ningún derecho sobre el viñedo, se les pagaba menos. Los habían echado, quizá esos mismos oficiales fascistas…
Avanzaban en medio de la calzada, encuadrando las tropas, precedidos en las aceras por patrullas de protección; en cada esquina, las patrullas antes de pasar tiraban a lo lejos. Los focos eléctricos no estaban todavía apagados; los anuncios de neón brillaban con un brillo más profundo que el de la madrugada. El Negus se volvió hacia sus compañeros.
—Nos han visto, seguramente. Tenemos que dar la vuelta y caerles encima desde más arriba.
Corrieron sin ruido: casi todos andaban en alpargatas. Se emboscaron bajo las puertas de una calle perpendicular a la Diagonal: barrio rico, hermosas puertas profundas. Los árboles del bulevar estaban llenos de pájaros. Cada cual veía enfrente, del otro lado de la calle, a un camarada inmóvil, con el brazo extendido y un revólver en la mano.
La calle vacía se llenó poco a poco con el ruido regular de los pasos. Cayó un anarquista: acababan de tirarle desde una ventana. ¿Desde cuál? La tropa estaba a cincuenta metros. ¡Qué bien debían de ver, desde las ventanas, todos los portales de la acera opuesta! Inmóviles bajo los portales de la calle vacía que se llenaba con las pisadas regulares de la tropa, los anarquistas esperaban que los derribaran como en el tiro de un parque de diversiones.
Salva de la patrulla. Las balas pasaron como un vuelo de langostas; la patrulla continuó. Desde que el grueso de la tropa pasó delante de la calle, tiros de revólver salieron de todas las puertas.
Los anarquistas no tiran mal.
¡Adelante!, gritaron los oficiales; no contra esta calle, sino contra el centro de la ciudad: cada cosa a su tiempo. Entre los ornamentos de la entrada monumental que lo protegía, el Negus sólo veía a los soldados de la cintura a los pies. Ni un arma: todos los fusiles, apuntando, tiraban al paso; pero bajo los faldones de las chaquetas corrían muchos pantalones de civiles: los militantes fascistas estaban allí.
Desfilaron las patrullas de retaguardia, decreció el ruido de los pasos.
El Negus reunió a sus compañeros, cambió de calle, se detuvo. Lo que hacían era ineficaz. El combate serio ocurriría en el centro, en la plaza de Cataluña, sin duda. Habría que tomar las tropas de revés. Pero ¿cómo?
En la primera plaza, la tropa había dejado un destacamento. Un poco imprudente, quizá… Poseía un fusil ametrallador.
Un obrero pasó corriendo, revólver en mano.
—¡Arman al pueblo!
—¿A nosotros también? —preguntó el Negus.
—¡Te digo que arman al pueblo!
—¿A los anarquistas también?
El otro no se volvió.
El Negus buscó un café, llamó por teléfono al diario anarquista. Armaban al pueblo, en efecto: pero los anarquistas, hasta ahora, habían recibido sesenta revólveres. ¡Tanto daba buscarlos uno mismo en los barcos de guerra!
La sirena de una fábrica aulló en la mañana. Como los días en que sólo se deciden pequeños destinos. Como los días en que el Negus y sus compañeros las oían y se apresuraban delante de largas paredes grises y amarillas, paredes sin fin. En la misma alborada, con las mismas luces eléctricas aún encendidas y que parecían colgadas del trole del tranvía. Una segunda sirena. Diez, veinte…
Cien.
Todo el grupo permaneció en medio de una calzada, cataléptico. Hasta entonces ninguno de los compañeros del Negus había oído más de cinco sirenas a la vez. Como las ciudades amenazadas de España se estremecían en otros tiempos bajo las campanas de todas sus iglesias, el proletariado de Barcelona respondía a las salvas con el rebato anhelante de las sirenas de las fábricas.
—Puig está en la plaza de Cataluña —gritó un tipo que corría hacia el centro, seguido de otros dos. Éstos tenían fusiles.
—Yo aún lo creía en el hospital —dijo un compañero del Negus.
Todas esas sirenas, lanzadas juntas, perdían su lúgubre sonido de barcos que zarpan y hacían pensar en las maniobras de una flota que se amotina.
—De la distribución de las armas nos vamos a ocupar nosotros mismos —dijo el Negus mirando el destacamento y el fusil ametrallador.
Sonreía rabiosamente; entre los bigotes y la barba negra, sus dientes avanzaban un poco. De todas las fábricas ocupadas, el aullido alternativamente largo y precipitado de las sirenas llenaba las casas, las calles, el aire y todo el golfo hasta las montañas.
Las tropas del cuartel del Parque —como todas las otras— bajaban hacia el centro. Puig, con jersey negro, ocupaba una plaza con trescientos hombres; era el más bajo y el más ancho. Todos no eran anarquistas: más de cien habían recibido fusiles distribuidos por el Gobierno. Los que no sabían tirar se hacían explicar el manejo del fusil. «La propiedad no tiene nada que hacer aquí», decía Puig que distribuía los fusiles entre los mejores tiradores, con la aprobación general.
Los soldados llegaban por la avenida más grande; Puig dividió a sus hombres entre todas las calles opuestas. El Negus acababa de llegar con sus compañeros y el fusil ametrallador, pero sólo el Negus sabía manejar un fusil ametrallador. Nada se oía, ni la carrera de los milicianos calzados de alpargatas ni los tranvías —ni siquiera el paso de los soldados, todavía demasiado lejos—. Desde que las sirenas habían callado, un silencio como en acecho pesaba sobre Barcelona.
Los soldados avanzaban, el fusil preparado, bajo los inmensos carteles de publicidad de un hotel y de una perfumería. ¿Es que ya esta propaganda es del pasado?, pensaba Puig. Todos los anarquistas apuntaban.
La primera fila de soldados —en pantalones de civil— tiró contra una de las calles, se desplegó bajo un vuelo de palomas claras de las cuales muchas cayeron. La segunda fila tiró sobre otra calle, se desplegó. Los hombres de Puig desde su abrigo tiraban también, no sobre la franja de una calle, como lo habían hecho los del Negus, sino en fuego convergente; y la plaza no era grande. La primera fila fue a paso de carrera, llegó hasta el fusil ametrallador del Negus y, como una ola que cae abandonando sus guijarros, refluyó hacia la avenida en ráfagas rabiosas, dejando un festón de cuerpos extendidos o apelotonados.
En las ventanas de un hotel, hombres en mangas de camisa aplaudieron (¿a los civiles o a los soldados?): deportistas extranjeros venidos para las Olimpiadas. La sirena de una fábrica repitió su llamada de barco.
Los obreros se lanzaron en persecución de los soldados.
—¡A sus puestos!, —aullaba Puig, agitando sus cortos brazos. No lo oían.
En menos de un minuto una tercera parte de los perseguidores había caído: ahora que los soldados estaban abrigados bajo los portales de la avenida, los obreros se encontraban en la situación de las tropas cinco minutos antes. En el fondo de la plaza, cadáveres y heridos caquis; delante, cadáveres y heridos oscuros o azules; entre ambos, palomas muertas; por encima de todos, veinte sirenas empezaban a aullar de nuevo en el sol de las vacaciones.
Puig y sus hombres, cada vez más numerosos a pesar de los heridos de la plaza, acosaban a las tropas en medio del ruido entrecortado del tiroteo y de las sirenas declinantes. Los soldados se batían en retirada a paso ligero: de otro modo, los combatientes del Frente Popular los rodearían por las calles paralelas a la avenida y los aguardarían al abrigo de una barricada.
Las puertas del cuartel se cerraron con ruido de hierros.
—¿Puig?
—Soy yo. ¿Qué pasa?
Sin cesar llegaban nuevos combatientes. Como los guardias civiles y los guardias de asalto luchaban en el centro y los comunistas eran poco numerosos en Barcelona, los jefes anarquistas resultaban de oficio jefes de combate. Puig era relativamente poco conocido: no escribía en Solidaridad Obrera. Pero se sabía que había organizado la ayuda a los niños de Zaragoza y por eso, los que no eran anarquistas preferían entendérselas con él que con los jefes de la F. A. I. (En la primavera de 1934, durante cinco semanas, los obreros de Zaragoza, dirigidos por Durruti, habían mantenido la huelga más grande que España hubiera conocido. Rechazando toda subvención, habían pedido solamente a la Solidaridad que el proletariado se ocupara de sus hijos; más de cien mil hombres habían aportado a la Solidaridad víveres y fondos, inmediatamente distribuidos por Puig, y una columna de camiones improvisada por él había llevado a Barcelona a los hijos de los obreros de Zaragoza). Pero, por otro lado, como los anarquistas no abonaban cotizaciones, Puig, como Durruti, como todo el grupo de Solidarios, habían en otra época atacado y tomado, para ayudar a los huelguistas y a la Librería anarquista, los camiones que transportaban el oro del Banco de España. A todos los que conocían su biografía novelesca, los sorprendía ese hombrecito fornido de nariz aguileña, de mirada irónica y que, desde aquella mañana, no dejaba de sonreír. Sólo se parecía a su biografía por el jersey negro hasta el cuello.
Dejó allí un tercio de sus hombres, cada vez más numerosos, que comenzaron a levantar barricadas, y el fusil ametrallador. Uno de los nuevos sabía usarlo. Llegaban muchos soldados pasados al pueblo, todos en mangas de camisa por temor de que los confundieran; pero habían conservado sus cascos. Los oficiales fascistas les habían dado por la mañana dos copas de ron y les habían dicho que iban a reprimir una conspiración comunista.
Puig fue con los demás a la plaza de Cataluña. Se trataba de aplastar a los rebeldes del centro de la ciudad y de volver después a los cuarteles.
Llegaron por la Rambla de Cataluña. Frente a ellos el hotel Colón dominaba la plaza con su torre en forma de piña y sus ametralladoras. Las tropas del cuartel de Pedralbes, aisladas, ocupaban los tres principales edificios: al fondo, el hotel, a la derecha, la Central Telefónica, a la izquierda, el Eldorado. Los hombros de la tropa no se batían, pero las ametralladoras permitían a los oficiales, a los fascistas disfrazados hasta medio cuerpo y a los que se habían «convertido en soldados» desde hacía quince días, dominar la situación.
Una treintena de obreros se lanzaron a través de la elevada plazoleta central, tratando de aprovechar los árboles que la rodean. Las ametralladoras empezaron el fuego. Los hombres caían uno tras otro. La sombra de las palomas que volaban en redondo, bastante alto sin alejarse, pasaba sobre los cuerpos extendidos, y sobre un hombre que vacilaba aún, con un fusil por encima de la cabeza, en el extremo del brazo.
Alrededor de Puig había ahora insignias de todos los partidos de izquierda. Miles de hombres estaban allí.
Por primera vez, liberales, hombres de la U. G. T. y de la C. N. T., anarquistas, republicanos, sindicalistas, socialistas, corrían juntos hacia las ametralladoras enemigas. Por primera vez los anarquistas habían votado para obtener la libertad de los presos de Asturias. Era de las sangres asturianas mezcladas que surgía la unidad de Barcelona y la esperanza que tenía Puig de ver mantenerse esa oriflama roja y negra por fin desplegada, y que hasta entonces sólo había sido una bandera secreta.
—¡Los del Parque han vuelto a su cuartel! —gritó un barbudo que llevaba un gallo bajo el brazo.
—Goded acaba de llegar de las Baleares —gritó otro.
Goded era uno de los mejores generales fascistas.
Pasó su automóvil, con una U. H. P. pintada con albayalde en el capó. «Nuestra propaganda», se dijo Puig que pensaba en los carteles de la placita.
Otros agresores trataban de deslizarse rasando las paredes, de aprovechar las marquesinas, los balcones, siempre expuestos al fuego de por lo menos dos nidos de ametralladoras. Con la garganta ardiendo y seca como si hubiese fumado tres paquetes de cigarrillos, Puig los miraba caer uno tras otro.
Avanzaban porque está dentro de la tradición de la insurrección avanzar contra el enemigo; detenidos delante del hotel, allí, en esa acera atestada de mesas redondas de café, hubieran sido fusilados a plena luz. El heroísmo que no es más que imitación del heroísmo no conduce a nada. A Puig le gustaban los hombres duros y amaba a esos hombres que caían. Y estaba aterrado. Batirse contra algunos guardias civiles para apoderarse del oro del Estado no era tomar el hotel Colón, pero su modesta experiencia le bastaba para comprender que los asaltantes no tenían coordinación ni objetivos determinados.
Sobre el asfalto del muy ancho bulevar que rodea la plazoleta, las balas saltaban como insectos. ¡Cuántas ventanas! Puig contó las del hotel: más de cien y le pareció que había ametralladoras en las O de la enorme insignia del techo: cOlOn.
—¿Puig?
—¿Qué?
Respondía casi con hostilidad a ese calvo de bigotitos grises: iban a pedirle órdenes, y lo que había en él de más serio se negaba a darlas.
—¿Vamos?
—Espera.
Pequeños grupos trataban siempre de avanzar en la plaza. Puig había dicho a sus hombres que aguardaran; los hombres le teman confianza: aguardaban. ¿Qué?
Una nueva ola —empleados con cuellos postizos y hasta con sombreros— salió corriendo de la calle de las Cortes, y se derrumbó en el rincón del paseo de Gracia, despedazada por las ametralladoras de la torre del Colón y las del Eldorado.
Hacía buen tiempo sobre los cuerpos caídos y sobre la sangre.
Puig oyó el primer cañonazo.
Si los cañones eran de los obreros, el hotel estaba tomado; pero si las tropas bajaban de los cuarteles hacia la plaza, sostenidas por el cañón, la resistencia popular —como en 1933, como en 1934…
Puig corrió a llamar por teléfono: no había más que dos cañones, pero eran de los fascistas.
Reunió a sus hombres, entró en el primer garaje, los amontonó en camiones y partió bajo los árboles de verano de los cuales huían los gorriones.
Los dos cañones, dos 75, estaban en batería en ambos lados de una ancha avenida. La barrían. Delante de ellos, soldados, todos esta vez con pantalones de civil, con sus fusiles y una ametralladora; detrás, soldados más numerosos, un centenar, se diría que sin ametralladora. La avenida terminaba doscientos metros más lejos, cortada por otra a la que se unía en ángulo recto. En medio de una T, un portal; bajo el portal tiraba un cañón del 37.
Puig mandó a un pequeño grupo para que reconociera la protección de los artilleros en las ramas de la T y apostó a sus hombres en una calle perpendicular a la avenida.
Detrás de él, en un aullido jadeante de trompetas y de bocinas, llegaban dos Cadillac barriendo la calle zigzagueando como en un film de gángsters. El primero, conducido por el calvo de los bigotitos, corrió, en medio del fuego convergente de los fusiles y de la ametralladora, bajo los obuses que pasaban demasiado alto. Hundiéndose entre los dos cañones, hizo de lado a los soldados como un quitanieves, y fue a aplastarse contra la pared junto al portal del cañón del 37, al que sin duda apuntaba. Desechos negros en medio de manchas de sangre —una mosca aplastada contra la pared.
El 37 continuaba tirando contra el segundo auto que se lanzaba entre los dos cañones, la bocina aullando, y se hundió bajo el portal a 120 por hora.
El 37 dejó de tirar. Desde todas las calles los obreros miraban el agujero negro del portal, en el silencio sin bocinazos. Esperaban que los del auto reaparecieran. Los del auto no reaparecieron.
De nuevo aullaban las sirenas, como si el sonido vuelto inmenso de las bocinas, todavía en el aire, hubiera llenado a la ciudad entera para los primeros funerales heroicos de la revolución. Un gran círculo de palomas habituadas al alboroto cotidiano daba vueltas por encima de la avenida. Puig envidiaba a los camaradas muertos, y sin embargo tenía ganas de ver los días próximos. Barcelona estaba encinta de todos los sueños de su vida.
—No cabe duda —dijo el Negus—: Es un trabajo respetable, pero no es un trabajo serio.
Volvieron los que Puig había mandado para un reconocimiento.
—Detrás de los cañones, allí, a la derecha, hay más de una docena de individuos.
Sin duda, los fascistas no eran bastante numerosos para vigilar todas las calles en torno a ellos: Barcelona es una ciudad en forma de tablero de ajedrez.
—Toma el mando —dijo Puig al Negus—. Yo voy a tratar de pasar en sentido inverso, viniendo de atrás: acércate con los otros lo más posible a los cañones; echaos encima después de que nosotros hayamos pasado.
Se fue con cinco compañeros.
El Negus y los suyos avanzaron.
Apenas diez minutos. Los soldados enloquecidos se volvieron, los artilleros trataron de dar la vuelta a las piezas: el auto de Puig, habiendo embestido el pequeño cuerpo de guardia, se venía encima de los cañones con el fusil ametrallador entre las dos hojas del parabrisas como un balancín frenético. Puig veía a los cañoneros, a los que sus parapetos no protegían ya, agrandarse como en el cinematógrafo. Una ametralladora fascista tiraba y aumentaba de tamaño. Cuatro agujeros redondos en el triplex. Inclinado hacia delante, exasperado por sus piernas cortas, Puig aplastó el acelerador como si hubiese querido hundir el piso del auto para alcanzar a sus compañeros del otro lado de los cañones. Dos agujeros de más en el triplex, fulgurantes. Un calambre en el pie derecho, las manos crispadas sobre el volante, los cañones de mosquetones que se lanzan sobre el parabrisas, el estruendo del fusil ametrallador en los oídos, las casas y los árboles que se balancean —el vuelo de las palomas cambiando de color al mismo tiempo que de dirección—, la voz del Negus que grita…
Puig sale de su desmayo para encontrar la revolución y los cañones tornados. No había recibido sino un golpe muy fuerte en la nuca cuando el auto se había sacudido. Dos de sus compañeros estaban muertos. El Negus los vendaba.
—Así, así tienes un turbante. ¡Ahora eres un árabe!
Por el otro extremo de la avenida pasaban guardias civiles y guardias de asalto. A los oficiales y a los hombres con pantalones de civil los llevaban a la policía, a los soldados desarmados a un cuartel. Los que se iban conversaban con los obreros de escolta que se habían repartido sus fusiles. Los demás volvieron a la plaza de Cataluña.
Allí la situación no había cambiado, sólo que los cadáveres eran más numerosos. Puig llegaba esta vez por el paseo de Gracia, en un rincón del cual estaba el hotel Colón. Un altavoz gritó: La aviación del Prat se ha unido a los defensores de las libertades populares.
Tanto mejor, pero ¿dónde?
Una vez más, de todas las calles opuestas al hotel salían anarquistas, socialistas, pequeño burgueses de cuello duro, algunos grupos de campesinos: estaba avanzada la mañana, los campesinos empezaban a llegar. Puig detuvo a sus hombres. La ola de asalto barrida por los tres nidos de ametralladoras, dejó su festón de muertos, y refluyó.
Como otro vuelo de palomas, los papeles de una asociación fascista, lanzados por las ventanas, caían lentamente o se posaban en los árboles.
Por primera vez Puig, en vez de estar frente a una tentativa desesperada, como en 1934 —como siempre—, se sentía frente a una posible victoria. A pesar de lo que conocía de Bakunin (y sin duda era el único de todo ese grupo que lo hubiera más o menos leído), la revolución a sus ojos había sido siempre un motín. Frente a un mundo sin esperanza, no esperaba de la anarquía sino rebeliones ejemplares; para él, todo problema político habría pues de resolverse por la audacia y el carácter.
Se acordó de Lenin bailando sobre la nieve el día en que la duración de los soviets sobrepasó en veinticuatro horas la de la Comuna de París. Hoy no se trataba ya de dar ejemplos, sino de vencer; y si sus hombres se iban como los otros, caerían como ellos y no tomarían el hotel.
De los dos bulevares que, a través de la plaza, descienden en V hacia el Colón, y de la calle de las Cortes que pasa delante como una raya, llegaron, exactamente juntos, tres regimientos de la guardia civil. Puig miraba los tricornios de sus viejos enemigos brillar al sol. Por el modo en que avanzaban entre los ¡vivas! estaban con el Gobierno. El silencio de la plaza fue tal que se oyó el vuelo de las palomas.
Los fascistas vacilaban también, estupefactos de ver a la policía al lado del Gobierno. Y no ignoraban que los guardias civiles son tiradores de primera.
El coronel Jiménez subió cojeando los peldaños de la plazoleta y avanzó derecho hacia el hotel. No llevaba armas. Hasta la tercera parte de la plaza, nadie tiró. Después, desde tres lados, las ametralladoras de nuevo hicieron fuego. Puig corrió al primer piso de la casa delante de la cual se encontraba el coronel. De todos sus enemigos, aquellos que más aborrecían los anarquistas eran los guardias civiles. El coronel Jiménez era un católico ferviente. Y he aquí que ahora combatían juntos, en una extraña fraternidad.
Jiménez se había vuelto; levantó su bastón de jefe de la guardia civil y, de tres calles, los hombres con tricornio se lanzaron. Jiménez, cojeando siempre (Puig recordó que sus hombres lo llamaban el Viejo Pato), caminó de nuevo hacia el hotel, solo entre las balas en medio de la plaza inmensa. Los guardias de izquierda avanzaban a lo largo del Central, de donde no podían tirar verticalmente los de derecha, a lo largo del Eldorado. Hubiera sido necesario que los ametralladores del Eldorado tirasen sobre aquellos de la izquierda, pero, delante de los guardias civiles, cada grupo fascista trataba de defenderse en vez de defender a su aliado.
Las ametralladoras del Colón apuntaban alternativamente a derecha e izquierda, no sin trabajo: los guardias no avanzaban en línea sino en profundidad, y utilizaban con precisión el abrigo de los árboles, seguidos por los anarquistas que, ahora, salían de todas las calles; y al mismo tiempo pasaban delante de Puig en un estruendo de botas, los guardias de la calle de las Cortes, a paso de carga, sobre quienes nadie tiraba ya. En medio de la plaza, el coronel avanzaba derecho, siempre cojeando.
Diez minutos después, el hotel Colón estaba tomado.
Los guardias civiles ocupaban la plaza de Cataluña. Barcelona nocturna estaba llena de cantos, de gritos y de tiros de fusil.
Civiles armados, burgueses, obreros, soldados, guardias de asalto pasaban en la luz de la cervecería; instalados en todas las mesas, los guardias bebían.
El coronel Jiménez bebía también en un saloncito del primer piso transformado en puesto de comando. Controlaba todo el barrio; desde hacía algunas horas, muchos jefes de grupos venían a pedirle instrucciones.
Puig entró. Llevaba ahora una chaqueta de cuero y un gran revólver, atuendo que no dejaba de ser romántico bajo su turbante sucio y ensangrentado. Parecía aún más pequeño y más ancho.
—¿Dónde somos más útiles? —preguntó—. Tengo un millar de hombres.
—En ninguna parte. Por el momento, todo anda bien. Van a tratar de salir de los cuarteles, de Atarazanas, a lo menos. Lo mejor es que usted espere media hora; no es inútil ahora tener su reserva además de las mías. Parecen vencedores en Sevilla, Burgos, Segovia y Palma, sin hablar de Marruecos. Pero aquí serán vencidos.
—¿Qué hace usted de los soldados prisioneros?
El anarquista estaba tan cómodo como si hubieran combatido juntos desde hace un mes, señalando por su actitud que venía a pedir consejo, y no a recibir órdenes. Jiménez conocía sus rasgos por haber examinado muchas veces su ficha antropométrica; estaba asombrado por su pequeña estatura de corsario rechoncho. Aunque Puig fuera un jefe de segundo orden, lo intrigaba más que los otros a causa de la ayuda que había prestado a los niños de Zaragoza.
—Las instrucciones del Gobierno son desarmar a los soldados y ponerlos en libertad —dijo el coronel—. Los oficiales habrán de comparecer ante el consejo de guerra.
—¿Era usted el que estaba en el Cadillac que permitió tomar los cañones, verdad?
Puig recordaba haber visto, al fondo de la calle, los tricornios de la guardia civil que pasaban con las gorras de plato de la guardia de asalto…
—Sí.
—Estuvo bien. Porque si hubieran llegado aquí con el canon, todo habría cambiado quizá.
—Usted tuvo suerte cuando atravesó la plaza…
El coronel, que amaba frenéticamente España, le estaba reconocido al anarquista, no por su cumplimiento, sino por demostrar ese estilo de que tantos españoles son capaces y por responder como lo hubiera hecho un capitán de Carlos V. Porque estaba claro que, por «suerte», quería decir «valor».
—Tuve miedo —decía Puig— de no llegar hasta el cañón. Vivo o muerto, pero hasta el cañón. Y usted ¿qué pensaba?
Jiménez sonrió. Estaba sin sombrero, con su pelo blanco cortado al rape que hacía pensar en el plumón de un pato. Así lo apodaban a causa de sus ojitos muy negros y de su nariz en forma de espátula.
—En esos casos, las piernas dicen: «Vamos, ¡qué estás haciendo, idiota!». Sobre todo la que cojea.
Cerró un ojo y levantó el índice:
—Pero el corazón dice: «No dejes de ir…». Nunca había visto las balas rebotar como las gotas de un chaparrón. Desde lo alto se confunde fácilmente a un hombre con su sombra, lo que disminuye la eficacia del tiro.
—El ataque era bueno —dijo Puig con envidia.
—Sí, sus hombres saben batirse, pero no saben combatir. Por debajo de ellos, en la acera, pasaban camillas vacías manchadas de sangre.
—Saben batirse —dijo Puig.
Vendedoras de flores habían echado sus claveles al paso de las camillas, y las flores blancas resaltaban en ellas junto a las manchas.
—En la cárcel —dijo Puig— no me imaginaba que hubiera tanta fraternidad.
Al oír la palabra cárcel, Jiménez tuvo conciencia de que él, coronel de la guardia civil de Barcelona, estaba bebiendo con uno de los jefes anarquistas, y sonrió de nuevo. Todos esos jefes de los grupos extremistas habían sido valientes, y muchos estaban heridos o muertos. Para Jiménez como para Puig, el valor era también una patria. Pasaban los combatientes anarquistas, las mejillas negras a la luz del sol. Ninguno se había afeitado: el combate había empezado demasiado temprano. Otra camilla pasó, con un gladiolo fijado a una de sus varas.
Una luz rojiza subió detrás de la plaza, otra a lo lejos, sobre una colina; después subieron, aquí y allá bolas estremecidas, de un rojo claro. Como había sido llamada en auxilio por el jadeo de las sirenas, Barcelona incendiaba aquella noche todas sus iglesias. Jiménez miraba las enormes fogatas granate, iluminadas desde abajo, que afluían por encima de la plaza de Cataluña, se puso de pie y se persignó. No ostensiblemente, como si hubiese querido confesar su fe: sino como si estuviera solo.
—¿Conoce usted la teosofía? —preguntó Puig.
Ante la puerta del hotel, se agitaban periodistas que ellos no veían, hablaban de la neutralidad del clero español, o de los monjes de Zaragoza que mataban a golpes de crucifijo a los soldados de Napoleón. Sus voces subían, muy claras en la noche, a pesar de las detonaciones y de los gritos lejanos.
—¡Vaya! —masculló Jiménez, sin dejar de mirar la humareda—, Dios no está hecho para que lo hagan entrar en el juego de los hombres, como quien pone un copón en el bolsillo de un ladrón.
—¿Por quiénes han oído hablar de Dios los obreros de Barcelona? Por aquellos que predicaban en su nombre las virtudes de la represión de Asturias, ¿no?
—¡Eh!, por las únicas cosas que un hombre oye hablar verdaderamente en su vida: la infancia, la muerte, el valor… ¡No por los discursos de los hombres! Supongamos que la Iglesia de España no sea ya digna de su tarea. ¿En qué los asesinos que lo invocan a usted —y no son pocos— le impiden a usted continuar su tarea? No conviene pensar en los hombres en función de su bajeza…
—Una multitud a la que se obliga a vivir bajamente, no es propensa a mirar hacia lo alto. Desde hace cuatrocientos años, ¿quiénes tienen «cuidado de estas almas», como ustedes dirían? Si no les enseñaran de tal modo a odiar, quizá aprenderían mejor el amor, ¿no?
Jiménez miró las llamas lejanas:
—¿Ha mirado usted los retratos o las caras de los hombres que han defendido las más hermosas causas? Deberían ser alegres o serenos, a lo menos… La primera impresión que dan siempre es de tristeza…
—Los sacerdotes son una cosa y el corazón es otra. Sobre eso yo no puedo entenderme con usted. Tengo la costumbre de hablar, y no soy ignorante, soy tipógrafo. Pero hay de por medio otra cosa: he hablado a menudo con escritores, en la imprenta; era como con usted: yo le hablaría de los curas, usted me hablaría de Santa Teresa. Yo le hablaría del catecismo, usted me hablaría de… ¿de quién podría ser?… de Santo Tomás de Aquino.
—El catecismo tiene para mí más importancia que Santo Tomás.
—Su catecismo y el mío no es el mismo: nuestras vidas son demasiado diferentes. A los veinticinco años he releído el catecismo: lo había encontrado aquí, en el arroyo (es una historia moral). No se enseña a tender la otra mejilla a gente que desde hace dos mil años no ha recibido sino bofetadas.
Puig turbaba a Jiménez porque la inteligencia y la tontería estaban en él repartidas en muy otra forma que en las personas que tenía por costumbre tratar.
Los últimos clientes, salidos de los armarios, de los excusados, de los sótanos y de los desvanes donde los habían encerrados los fascistas, aparecían con el reflejo anaranjado del incendio en sus rostros estupefactos. Las nubes de humo se hacían cada vez más espesas, y el olor del fuego era tan fuerte como si el mismo hotel hubiera sido incendiado.
—El clero, óigame: en primer lugar, no me gusta la gente que habla y que no hace nada. Soy de otra raza. Pero soy también de la misma, y es por eso por lo que los detesto. No se enseña a los pobres, no se enseña a los obreros a aceptar la represión de Asturias. Y que lo hagan en nombre… en nombre del amor, no, eso es lo más asqueroso. Mis amigos dicen: ¡recua de idiotas, harías mejor en quemar los Bancos! Pero yo digo: no. Que un burgués haga lo que hace, es natural. Que lo hagan ellos, los sacerdotes, no. Iglesias que han aprobado los treinta mil arrestos, las torturas y todo lo demás, está bien que las quemen. Salvo por las obras de arte: a ésas hay que guardarlas para el pueblo. La catedral no arde.
—¿Y Cristo?
—Es un anarquista que ha triunfado. El único. Y a propósito de los curas le diré una cosa que usted no comprenderá bien, acaso, porque no ha sido pobre. Odio a un hombre que quiere perdonarme por haber hecho lo mejor que he hecho.
Lo miró esta vez fijamente, casi como a un adversario:
—No quiero que me perdonen.
Un altavoz exclamó en la plaza nocturna: Las tropas de Madrid no se han pronunciado todavía. El orden reina en España. El Gobierno domina la situación. El general Franco acaba de ser detenido en Sevilla. La victoria del pueblo de Barcelona sobre los fascistas y las tropas rebeldes es ahora completa.
El Negus entró agitando los brazos, y gritó a Puig:
—¡En el Parque acaban de salir los soldados! Han hecho una barricada.
—Salud —dijo Puig a Jiménez.
—Hasta luego —respondió el coronel.
En un auto requisado por la autoridad, Puig y el Negus partieron a toda velocidad a través de la noche rojiza llena de cantos. En el barrio de los Caracoles, por las ventanas de los burdeles, los milicianos lanzaban los colchones a los camiones que partían enseguida hacia las barricadas.
Las había ahora por todas partes en la ciudad nocturna: colchones, adoquines, muebles: una, extraña, estaba hecha de confesionarios; otra, ante la cual los caballos habían caído, apareció en la rápida luz de los faros como si fuera un amontonamiento de cabezas de caballos muertos.
Puig no comprendía para qué servía lo que habían construido los fascistas, que ahora combatían solos en medio de la hostilidad de los soldados. Tiraban detrás de un amontonamiento de patas de silla, confusas en la penumbra: los focos eléctricos habían sido apagados a tiros de fusil. Desde que reconocieron a Puig y su turbante, alegres clamores llenaron la calle: como en todo combate que se prolonga, el placer de los jefes empezaba. Siempre acompañado por el Negus, Puig fue al primer garaje y tomó un camión.
La avenida era larga, bordeada de árboles azules en la noche. Invisibles, los fascistas tiraban. Tenían una ametralladora. Los fascistas tenían siempre ametralladoras.
Puig conducía a toda velocidad; apretaba el acelerador como había apretado el del automóvil. Se oyó el ruido del cambio de velocidades, entre dos ráfagas el Negus pudo oír también un tiro aislado y vio a Puig alzarse de golpe, apoyar sus dos puños sobre el volante como sobre una mesa, con el grito del hombre a quien una bala acaba de romperle los dientes.
Un armario con espejo de la barricada cayó como un tiro sobre los faros del camión que reflejaba: en la frenética matraca del fusil ametrallador del Negus la masa de los muebles se abrió como una puerta que se tira abajo.
Los milicianos que pasaban por la brecha iban más allá del camión atascado en los muebles. Los fascistas huían hacia el cuartel próximo. El Negus, sin dejar de tirar, miraba a Puig, oculto por su turbante, muerto.
3
20 de julio
A través de los torsos desnudos y las mangas de camisa, entre las mujeres a las que se echaba y que volvían, guardias civiles con tricornios y guardias de asalto trataban en vano de organizar a la multitud, dispersa por delante, inmensa por detrás, de la cual surgía un grave y constante clamor. Un oficial conducía a un bar a un soldado que acababa de evadirse del cuartel de la Montaña. Jaime Alvear había visto que se dirigían hacia el bar, y había entrado antes que ellos. El cañón disparaba regularmente como el corazón de aquella multitud, por encima de los débiles tiros de fusil que disparaban desde todas las ventanas y desde todas las puertas, más allá de los gritos, del olor de piedra cálida y de alquitrán que subía de Madrid.
Las cabezas de los consumidores se agruparon como moscas alrededor del soldado. Éste jadeaba.
—El coronel ha dicho: hay que salvar… la República.
—¿La República?
—Sí, dado que acaba de caer en manos de los bolcheviques… de los judíos y de los anarquistas.
—¿Qué han respondido los soldados?
—¡Bravo!
—¿Bravo?
—Pues sí, ¿qué hay con ello? Les importa un bledo… Hay que decir que los que respondían eran sobre todo los nuevos. Desde hace ocho días… estaba lleno de nuevos.
—¿Y los soldados de izquierdas? —preguntó una voz.
En los vasos inmóviles, el coñac y la manzanilla temblequeaban al ritmo del combate. El soldado bebió. Poco a poco encontraba de nuevo su respiración.
—Quedaban aquellos que se guardaban de decirlo. Todos los demás, desde hace quince días, se habían dado la vuelta. Hombres de izquierda, entre nosotros, todavía quedarían unos cincuenta. Pero no estaban allí, se dice que estaban todos atados en un rincón.
Los rebeldes tenían la convicción de que el Gobierno no armaría al pueblo, y esperaban a los fascistas de Madrid, que aún no se movían.
De pronto se hizo silencio: un altavoz funcionaba. Como los periódicos aparecían únicamente una vez por día, el destino de España sólo se expresaba por radio. Continúa la rendición de los cuarteles de Barcelona. El cuartel de las Atarazanas ha sido tomado por los sindicalistas conducidos por Ascaso y Durruti. Ascaso murió en el ataque del cuartel. La fortaleza de Montjuich se rindió al pueblo sin combatir…
El bar entero gritó de entusiasmo. Hasta en Asturias no había un nombre más significativamente siniestro que el de Montjuich.
… porque los soldados se negaron a ejecutar las órdenes de sus oficiales después de haber oído a los altavoces del Gobierno legal de España anunciar que estaban relevados de toda obediencia a sus oficiales facciosos.
—¿Quién lucha en este momento en el cuartel? —pregunto el oficial.
—Los oficiales, los nuevos. Los compañeros se escapan como pueden. El sótano debe estar lleno de ellos. Cuando vuestro cañón empezó, nadie salió a pelear; comprendieron la treta: saben que los anarcos y los bolcheviques no tienen cañones. Yo le dije a los compañeros: ese discurso del coronel es un golpe de los fascistas. Tirar sobre el pueblo, ¡no faltaba más! Y vine a juntarme con vosotros.
El soldado no lograba dominar el temblor de sus hombros. El cañón disparaba siempre y se oía como un eco la explosión del obús.
Jaime había visto el cañón. Lo maniobraba un capitán de la guardia de asalto que no era artillero y que lograba disparar, pero no apuntar. A su lado se agitaba el escultor López, comandante de la milicia de la cual formaba parte Jaime. La perspectiva no permitía poner el cañón en batería contra la puerta; el capitán tiraba pues contra la puerta, a ojo de buen cubero. El primer obús —demasiado alto— fue a estallar en las cercanías; el segundo, contra la pared de ladrillos, en medio de una gran polvareda amarilla. A cada obús, el cañón, que no estaba apuntalado, retrocedía rabiosamente, y los milicianos de López, con sus brazos desnudos tensos en los radios de sus ruedas como en los grabados de la Revolución Francesa, lo ponían aproximadamente en su sitio. Un obús había sin embargo atravesado una ventana y estallado en el interior del cuartel.
—Cuando entréis, ¡atención! Porque los compañeros no han tirado contra vosotros. ¡Y lo hacen adrede!
—¿Y en qué se reconoce a los nuevos?
—¿Enseguida…? No lo sé… pero después… os diré una cosa: nunca tienen familia…
Quería decir que los fascistas que habían entrado en el ejército para luchar contra el levantamiento ocultaban a sus mujeres demasiado elegantes, las calles más próximas resguardadas estaban llenas de las mujeres que aguardaban a los soldados, las únicas en toda la multitud, verdaderamente silenciosas.
El ruido de la descarga de fusilería subió por encima de un chirrido de camiones: otros guardias de asalto llegaban. Ya estaba allí uno de sus autos blindados. El cañón sacudía siempre el vino en los vasos. Fusil al brazo, se acercaban hombres que traían noticias, como en la cantina de los estudios cinematográficos los actores van a beber disfrazados, entre dos tomas. Pero sobre el embaldosado blanco y negro del bar, había huellas de suelas ensangrentadas.
—¡Otro ariete!
Una viga enorme avanzaba como un monstruo geométrico, llevada por cincuenta hombres paralelos, inclinados hacia delante como sirgadores, con o sin cuello, pero todos con un fusil a la espalda. Atravesó los escombros de la calzada, los cascotes y los trozos de verja, golpeó la puerta como un gong enorme y retrocedió. Aunque estuviera lleno de gritos, de detonaciones y de humo, el cuartel vibró detrás de su alta puerta con toda su sonoridad de convento. Tres de los que llevaban la viga cayeron bajo el tiro de los fascistas. Jaime reemplazó a uno de ellos. En el momento en que avanzaba la viga, un sindicalista de gruesas cejas se tomó la cabeza con ambas manos como para taparse los oídos y se lanzó sobre la viga en marcha, brazos de un lado, piernas de otro. La mayoría de los que llevaban el ariete no lo habían visto; y la viga continuó su marcha lenta y pesada, el hombre siempre plegado en dos sobre la madera. Para Jaime, que tenía veintiséis años, el Frente Popular era esa fraternidad en la vida y en la muerte. De las organizaciones obreras, en las cuales ponía tanta más esperanza cuanto que no ponía ninguna en aquellos que desde hacía siglos gobernaban su país, conocía sobre todo a esos «militantes de base» anónimos y puestos en todas las salsas, que eran la devoción misma de España; en pleno sol y bajo las balas de los falangistas, empujando esa enorme viga que llevaba hacia los batientes de la puerta su compañero muerto, combatía con toda la plenitud de su corazón. El ariete sonó de nuevo contra la puerta, ante la cual cayó el muerto; sus dos vecinos, uno de los cuales era Ramón, lo tomaron para alzarlo. El madero retrocedió, lentamente. Todavía cayeron cinco hombres. Por donde había pasado el ariete, entre dos líneas de heridos y de muertos, había un camino blanco y vacío.
La mañana de julio avanzaba y los rostros estaban laqueados de sudor. Bajo los grandes golpes sordos del cañón y del ariete que ritmaban todos los sonidos del ataque, en las calles bajas, al pie de las escaleras de acceso al cuartel, un alboroto de empleados, obreros, pequeño burgueses, fusil en mano atado por una cuerda (el Gobierno había distribuido los fusiles pero no las correas), las cartucheras colgando en medio del pecho por correas demasiado cortas, esperaban el ataque con los ojos fijos en la puerta.
El ariete se detuvo, el cañón dejó de tirar, las cabezas sin sombrero y los tricornios se inclinaron hacia atrás; hasta los mismos fascistas no tiraron. Se escuchaba la vibración profunda de un motor de avión.
—¿Qué es?
Los ojos se volvieron hacia Jaime. Los camaradas de su milicia socialista sabían que ese gran piel roja con mechones negros era ingeniero en la fábrica Hispano. El aparato era uno de esos viejos Bréguet del ejército español, pero los fascistas estaban en el ejército también. Bajó describiendo una gran curva por encima del espeso silencio de la multitud: dos bombas estallaron en el patio del cuartel y gran cantidad de folletos, antes de caer, volaron largo rato en el cielo de verano por encima de las aclamaciones.
Desde las calles de abajo la multitud se lanzó al asalto a través de las escaleras. El ariete golpeó una vez más la puerta, contra un tiroteo desesperado; en el instante en que retrocedía, de una de las ventanas de la fachada brotó una sábana: habían hecho en la punta un enorme nudo para poder lanzarla. El ariete no la vio, prosiguió su impulso y hundió de golpe la puerta que los fascistas acababan de abrir.
El patio interior estaba absolutamente vacío.
Más allá de ese vacío detrás de las ventanas y las puertas cerradas del patio, comenzaban los prisioneros.
Al principio salieron los soldados, blandiendo sus carnets sindicales, muchos con el torso desnudo. Uno de los primeros tambaleaba, mientras la multitud lo acosaba a preguntas, se puso de cuatro patas y bebió en el arroyo. Después vinieron los oficiales, los brazos en alto. Unos indiferentes o esforzándose en parecerlo, otros escondiendo la cara en el fondo de una gorra, otro sonriendo, como si todo aquello no fuera más que una broma; éste no alzaba las manos sino a la altura de los hombros, y de tal modo parecía avanzar hacia los milicianos con el propósito de abrazarlos.
Por encima de ellos, el último postigo de una de las ventanas centrales, destrozado por el cañón, saltó. Por el marco de la ventana, sobre el balcón cuya mitad faltaba, se precipitó un muchacho que reía a carcajadas, con tres fusiles sobre la espalda, dos en la mano izquierda tomados por el caño como perros por una traílla. Los tiró a la calle gritando: ¡Salud!
Las mujeres de los soldados, los milicianos del ariete, los guardias civiles se precipitaron. Las mujeres corrían dando gritos por los corredores monacales del cuartel, extrañamente silencioso desde que el cañón no tiraba más. Jaime y sus compañeros, fusil al hombro, llegaron al primer piso. Otros milicianos habían entrado por alguna brecha: escoltados por alegres civiles de cuello postizo, con las cartucheras alrededor de sus chaquetas de empleados y que los apuntaban con los fusiles, avanzaban los oficiales.
La brecha era sin duda ancha, porque cada vez había más milicianos. Llegado de afuera, el ¡hurra! de una multitud enorme sacudía las paredes. Jaime miró por la ventana: un millar de brazos desnudos con el puño cerrado brotaba de la multitud en mangas de camisa, de golpe, como en un gimnasio. Comenzaban a distribuirse las armas tomadas.
La pared, delante de la cual se amontonaban los fusiles modernos y los sables de teatro, ocultaba a la calle un gran patio que veía Jaime. Al fondo de este patio una tienda de bicicletas. Mientras los milicianos peleaban, el negocio había sido saqueado y el patio estaba cubierto de grandes pedazos de papel de embalaje, de manubrios y ruedas. Jaime pensaba en el sindicalista doblado sobre el ariete.
En la primera sala, estaba sentado un oficial, la cabeza apoyada en una mano por encima de su sangre que aún corría sobre la mesa. Otros dos estaban en el suelo, con un revólver cerca de las manos.
En la segunda sala, bastante oscura, había soldados acostados; aullaban ¡Salud!, ¡Ea!, ¡Salud!, pero no se movían: estaban atados. Eran aquellos que los fascistas sospechaban que eran fieles a la República o de tener simpatía por los movimientos obreros. De júbilo, golpeaban el suelo con el tacón a pesar de las cuerdas. Jaime y los milicianos los abrazaban, a la española, mientras los iban desatando.
—Abajo hay más compañeros —dijo uno de ellos.
Jaime y sus compañeros bajaron corriendo por una escalera interior hasta un cuarto todavía más oscuro, se precipitaron sobre los camaradas amarrados abrazándolos también: éstos habían sido fusilados la víspera.
4
21 de julio
—¡Buenas tardes! —dijo Shade a un gato negro que lo miraba con desconfianza. Dejó su mesa del café La Granja, le tendió la mano: el gato escapó en medio de la multitud y de la noche—. Los gatos son también libres después de la revolución, pero yo continúo asqueándolos: yo soy siempre un oprimido.
—Vuelve a sentarte, pánfilo —dijo López—. Los gatos son mamarrachos inamistosos, y quizá fascistas. Los perros y los caballos son imbéciles: nada puedes obtener de ellos en materia de escultura. El único animal amigo del hombre es el águila de los Pirineos. De muchacho yo tenía un águila de los Pirineos; es un animal que sólo se alimenta de serpientes. Las serpientes son caras, y como no podía afanarlas en el jardín zoológico, compraba carne barata, la cortaba en tiras. Las agitaba delante del águila, y el águila, de puro amable, simulaba engañarse y las comía glotonamente.
Habla Radio Barcelona—dijo el altavoz—. Los cañones tomados por el pueblo apuntan a la Capitanía donde se han refugiado los jefes rebeldes.
A la vez que miraba la calle de Alcalá y tomaba notas para su artículo del día siguiente, Shade observaba que el escultor, con su nariz borbónica, a pesar de su belfo y de su penacho, se parecía a Washington; pero sobre todo a un loro. Tanto más cuanto que López, en ese momento, agitaba los brazos.
—¡A escena, adentro!, —gritaba—. ¡Se filma!
En plena luz de las lámparas eléctricas, Madrid, vestida con todos los disfraces de la revolución, era un inmenso estudio nocturno.
Pero López se tranquilizó: milicianos venían a darle la mano. Para los artistas que frecuentaban La Granja, era menos popular por haber tirado como en el siglo XV con el cañón de la Montaña, la víspera, y aún por su talento, que por haberle contestado no hacía mucho al agregado de embajada que le pedía que esculpiera el busto de la duquesa de Alba: «Sólo si posa como el hi-po-pó-ta-mo». Lo más seriamente del mundo: siempre metido en el Jardín Zoológico, conociendo los animales mejor que San Francisco, afirmaba que el hipopótamo acudía cuando le silbaban, se quedaba absolutamente quieto, y se iba cuando no lo necesitaban ya. La imprudente duquesa se había escapado de una buena: López esculpía en diorita, y el modelo, después de oírlo durante horas golpear como un herrador, veía su busto «adelantar» siete milímetros.
Pasaron soldados en mangas de camisa lanzando vivas y seguidos de niños… Eran las tropas que habían abandonado a los oficiales rebeldes de Alcalá de Henares para pasarse al pueblo.
—Mira todos los chiquillos que pasan —dijo Shade—, están enloquecidos de orgullo. Hay algo que me gusta aquí: los hombres son como los chiquillos. Lo que me gusta se parece siempre a los chiquillos, de cerca o de lejos. Miras a un hombre, ves al niño en él, por azar, estás conquistado. Tratándose de una mujer, naturalmente estás perdido. Míralos: todos sacan a luz el niño que por lo común ocultan: aquí, los milicianos hacen orgías con lo que fuere, y otros mueren en la Sierra, y es la misma cosa. En América se figuran la revolución como una explosión de cólera. Lo que aquí domina en todo momento es el buen humor.
—No sólo el buen humor.
López no era sutil sino cuando hablaba de arte. No encontró las palabras que buscaba y se limitó a decir:
—Oye.
Los automóviles pasaban a toda velocidad, en uno y otro sentido, cubiertos con las enormes iniciales blancas de los sindicatos, o con la U. H. P. (Unión de Hermanos Proletarios); sus ocupantes se saludaban con el puño, gritando: ¡Salud!, y toda esa multitud triunfante parecía unida por aquel grito como por un coro constante y fraterno. Shade cerró los ojos.
—Todo hombre necesita encontrar un día su lirismo —dijo.
—Guernico dice que la fuerza más grande de la revolución es la esperanza.
—García dice eso también. Todo el mundo lo dice. Pero Guernico me aburre: los cristianos me aburren. Adelante.
Shade se parecía a un cura bretón; según López, ésa era la causa fundamental de su anticlericalismo.
—A pesar de todo, es verdad, idiota. Piensa ¿qué vengo yo buscando desde hace quince años? El renacimiento del arte. Bueno. Aquí todo está pronto. Los imbéciles pasean su sombra por esa pared de enfrente, y no la miran. Hay un montón de pintores, crecen en medio de los adoquines; la semana pasada descubrí uno en los altos de El Escorial: dormía. Hay que darles paredes. Cuando se necesita una pared, se la encuentra siempre, sucia, ocre o color tierra de Siena. La limpias hasta dejarla blanca, y se la das a un pintor.
Shade, fumando su pipa con un gesto de sachem, escuchaba atentamente: sabía que López, ahora, hablaba con seriedad. El loco imita al artista, y el artista se parece al loco. Shade desconfiaba de las teorías artísticas que amenazan toda revolución, pero conocía la obra de los grandes artistas mexicanos, y los grandes frescos salvajes de López, erizados de garras y de cuernos españoles, eran sin duda un lenguaje del hombre en lucha.
Dos ómnibus cargados de milicianos, erizados de fusiles, iban a Toledo. Allí la rebelión no estaba sofocada.
—Les damos paredes a los pintores, viejo, paredes desnudas, ¡adelante con el dibujo, con la pintura! Aquellos que pasen delante necesitan que les habléis. No es posible hacer un arte que hable a las masas cuando no se tiene nada que decirles, pero nosotros luchamos juntos, queremos hacer juntos otra vida y tenemos muchísimas cosas que decirnos. Las catedrales luchaban con todos para todos contra el demonio, que por lo demás tiene la cara de Franco…
—Las catedrales me hartan. Hay más fraternidad aquí, en la calle, que en cualquier catedral del otro lado. Continúa.
—El arte no es un problema de temas. No hay un gran arte revolucionario. ¿Por qué? Porque se discute todo el tiempo sobre directivas en vez de hablar sobre función. Hay que decir a los artistas: ¿necesitáis hablar a los combatientes? (A algo preciso, no a una abstracción como las masas). ¿No? Bueno, haced otra cosa. ¿Sí? Bueno, ahí está la pared. La pared, hombre, y eso es todo. Dos mil individuos van a pasar por delante cada día. Los conocéis. Queréis hablarles. Ahora, arregláoslas. Tenéis libertad y necesidad de serviros de ellos. Muy bien. No crearemos obras de arte, eso no se hace por encargo, pero crearemos un estilo.
Los palacios españoles de los bancos y de las compañías de seguros, arriba, en la sombra y un poco más abajo toda la pompa colonial de los ministerios armonizaban en el tiempo y en la noche con los coches fúnebres extravagantes, las arañas de los clubs, las girándulas y los estandartes de las galeras colgados en el patio del Ministerio de Marina, inmóviles en esa noche sofocante.
Un anciano dejó el café; había escuchado al pasar y posó la mano en el hombro de López.
—Haré un cuadro con un viejo que se va y un idiota que se lava. El idiota que se lava, deportista, cretino, agitado, es un fascista…
López levantó la cabeza; el que hablaba era un buen pintor español. Pensaba manifiestamente: o un comunista.
—… un fascista, sí. Y el viejo que se va, es la vieja España. Mi querido López, adiós.
Salió, cojeando, en la aclamación inmensa que llenaba la noche: los guardias de asalto que habían vencido a los rebeldes de Alcalá volvían a Madrid. De las mesas, de las aceras, todos los puños en alto se levantaban en la noche. Los guardias pasaban, ellos también, con el puño en alto.
—No es posible —replicó López desatado— que de personas que necesitan hablar y de personas que necesitan oír no nazca un estilo. Que les dejen solos, que les den aerógrafos y pistolas de pintar y todo el resto de la técnica moderna, y más tarde la cerámica, ¡ya verás!
—Lo bueno que tiene tu proyecto —dijo Shade pensativo, y tirando las puntas de su chalina— es que tú eres un idiota. Sólo me gustan los idiotas. Lo que antes se llamaba la inocencia. Todas las personas son demasiado sabiondas, y no saben qué hacer. Todos esos individuos son idiotas como nosotros…
Bajo el chirrido de los cambios de velocidad, las voces llenaban la calle, con un pisoteo atravesado por los compases de la Internacional. Una mujer pasó delante del café, con una maquinita de coser en los brazos, apretada sobre su pecho como un animal enfermo.
Shade permanecía inmóvil, la mano en la cazoleta de la pipa. Echó solamente hacia atrás, de un papirotazo, un sombrerito blando con los bordes levantados. Un oficial, con la estrella de cobre sobre su chaqueta azul, estrechó al pasar la mano de López.
—¿Cómo anda todo en la Sierra? —le preguntó éste.
—No pasarán. Continuamente llegan milicianos.
—Perfectamente —dijo López mientras el oficial continuaba su marcha—. Y un día habrá ese estilo en toda España, como ha habido catedrales en Europa y como hay en todo México el estilo de los muralistas revolucionarios.
—Sí. Pero siempre que te comprometas a dejarme en paz con tus catedrales.
Los autos de la ciudad, requisados y lanzados a toda velocidad al servicio de la guerra o del sueño, se cruzaban en medio de gritos fraternales. Las fotos tomadas en la montaña por los operadores de los antiguos periódicos fascistas, nacionalizados, circulaban desde la mañana en la terraza y los milicianos se reconocían en ellas. Shade se preguntaba si iba a consagrar su artículo, aquella noche, al proyecto de López, al proyecto de La Granja, o a la esperanza que llenaba la calle. A todo, quizá. (Detrás de él, una de sus compatriotas hacía grandes ademanes, con una bandera norteamericana de cuarenta centímetros sobre el pecho; acabó por enterarse de que era sordomuda). ¿Nacería un estilo de esas paredes dispersas, de esos hombres que pasarían delante, iguales a los que pasaban delante de él en ese segundo, agitados en esa verbena de libertad? Tenían en común con sus pintores esa comunión subterránea que había sido, en efecto la cristiandad, y que era la revolución; habían elegido la misma manera de vivir, y la misma manera de morir. Y sin embargo…
—¿Es un proyecto irrealizable, o algo que debe ser organizado por ti, o por la Asociación de los artistas revolucionarios, o por el ministerio, o por la sociedad de las águilas y de los hipopótamos, o qué? —preguntó Shade.
Pasaban personas con fardos de ropa blanca, sábanas dobladas dignamente, apretadas bajo el brazo como cartapacios de abogados; un pequeño burgués, con un edredón muy rojo a la luz del café, que apretaba sobre el pecho, como la mujer que había llegado antes llevaba su máquina de coser; otros con sillones patas arriba sobre la cabeza.
—Ya veremos —respondía López—. Ahora no por mí, en todo caso: mi milicia parte para la Sierra. ¡Pero puedes estar tranquilo!
Shade, soplando, disipó el humo de su pipa:
—Mira, amigo López, si supieras hasta qué punto estoy harto de los hombres.
—No es éste el mejor momento…
—No olvides que he estado en Burgos antes de ayer. ¡Y era lo mismo, por desgracia! Era lo mismo… Los pobres idiotas fraternizaban con las tropas…
—Oye, zopenco: aquí son las tropas las que fraternizan con los pobres idiotas.
—Y en los grandes hoteles, las condesas beben con los campesinos monárquicos, con la boina en la cabeza y la manta sobre los hombros…
—Y los campesinos se hacen matar por las condesas que no se hacen matar por los campesinos; por lo demás, se necesita orden.
—Y escupían cuando oían palabras como República o Sindicato, pobres idiotas… He visto a un sacerdote con un fusil; creía que defendía su fe; y en otro barrio, a un ciego. Tenía una venda sobre los ojos. Y en la venda habían escrito con tinta violeta: «Viva Cristo Rey». Creo que ése también se creía voluntario…
—¡Y era ciego!
Una vez más, como siempre que los altavoces gritaban: Atención, con sus voces de ventrílocuos, se hizo silencio en torno de ellos: Aquí Radio Barcelona. Ahora podréis oír al general Goded.
Todos sabían que Goded era el jefe de los fascistas de Barcelona, y que dirigía militarmente la rebelión. El silencio pareció extenderse hasta los límites de Madrid.
Habla—dijo una voz fatigada, indiferente y no sin dignidad— el general Goded. Me dirijo al pueblo español para declarar que be tenido la suerte en contra y que estoy prisionero. Lo digo para que todos aquellos que no quieren continuar la lucha se sientan desligados de todo compromiso conmigo.
Era la declaración de Companys vencido, en 1934. Una inmensa aclamación se desplegó sobre la ciudad nocturna.
—Esto refuerza lo que iba a decir —continuó López, que vació su copa de coñac en señal de alegría—. Cuando hice los bajorrelieves que tú llamas mis trastos escitas, no tenía piedra. La buena cuesta bastante cara; los cementerios están llenos; allí no hay más que piedra. Entonces, desvalijaba los cementerios por la noche. Todas mis esculturas de esa época han sido esculpidas en pesares eternos; es así cómo abandoné la diorita. Ahora vamos a pasar a una escala mayor: España es un cementerio lleno de piedras, vamos a esculpir en grande, ¿me oyes, retardado?
Hombres y mujeres llevaban fardos envueltos en lustrina negra; una vieja acarreaba un reloj de péndulo; un niño, una maleta; otro, un par de zapatos. Todos cantaban. Algunos pasos atrás, un hombre tiraba de un coche cargado con toda una casa de compra y venta, y cantaba sin seguir el compás. Un muchacho, agitado, que movía los brazos como aspas de molino, lo detuvo para retratarlo. Era un periodista: llevaba una máquina fotográfica de magnesio.
—¿Qué significan todas esas mudanzas? —preguntó Shade bajándose el sombrerito sobre la frente—. ¿Temen que los bombardeen?
López alzó los ojos. Por primera vez miraba a Shade sin afectación, ni frenesí.
—¿No sabes que hay muchos montepíos en España? Esta tarde el Gobierno ha dado orden de abrirlos y de devolver todos los objetos empeñados, sin pagar la póliza. Toda la miseria de Madrid ha venido, no atropellándose en modo alguno, sino con bastante lentitud. (No debían creer que era cierto). Han salido con sus edredones, sus cadenas de reloj, sus máquinas de coser… Es la noche de los pobres.
Shade tenía cincuenta años. De vuelta de muchos viajes (entre otros, de la miseria americana, después de la enfermedad, larga, mortal, de una mujer que había amado), sólo asignaba importancia a lo que llamaba idiotez o animalidad, es decir, a la vida fundamental: dolor, amor, humillación, inocencia. Grupos bajaban por la avenida con sus carritos erizados de patas de sillas, seguidos por transeúntes con relojes de péndulo; y la idea de todos los montepíos de Madrid abiertos en la noche a la pobreza por una vez salvada, la idea de esa multitud dispersa que volvía a los barrios pobres con sus prendas reconquistadas, fue lo primero que hizo comprender a Shade lo que podía significar para los hombres la palabra revolución.
Contra los automóviles fascistas lanzados a través de las calles oscuras con sus ametralladoras, corrían los automóviles requisados; y, por encima de ellos, el salud obsesivo abandonado, vuelto a pronunciar acompasado, perdido, unía la noche y los hombres en una fraternidad de armisticio, más dura a causa del próximo combate: los fascistas llegaban a la Sierra.
II
1
Principios de agosto
Con excepción de los que llevaban los monos de mecánico con cierre relámpago, traje que se había convertido en el uniforme de las milicias, los voluntarios de la aviación internacional, jubilosos, las camisas abiertas a causa del calor del agosto español, parecían venir de quintas de veraneo o de piscinas. Sólo estaban combatiendo los pilotos de línea, los ametralladores de China o de Marruecos, los demás —llegaban todos los días— iban a ser puestos a prueba por la tarde.
En medio del antiguo campo civil de Madrid, un trimotor Junker prisionero (su piloto, oyendo por Radio Sevilla el anuncio de la toma de Madrid, había aterrizado con absoluta confianza) brillaba con todo su aluminio.
Por lo menos veinte cigarrillos se encendieron a la vez. Camuccini, el secretario de la escuadrilla, acababa de decir:
—Dos horas y cuarto, a lo sumo, para el B…
Lo que quería decir era que el avión de combate B sólo tenía gasolina para ese tiempo; pues bien, todos, Leclerc sentado sobre el mostrador, o los austeros que estudiaban el perfeccionamiento eventual de la ametralladora, todos sabían que el avión y sus camaradas habían partido para la Sierra desde hacía dos horas y cinco.
El bar no fumaba ya con largas bocanadas en volutas, sino con nerviosa precipitación. A través de las vidrieras, todas las miradas paralelas estaban fijas en la cresta de las colinas.
Ahora o mañana —muy pronto— el primer avión no regresaría. Cada cual sabía que, para aquellos que lo esperaban, su propia muerte no sería otra cosa que ese humo de cigarrillos nerviosamente encendidos, donde la esperanza se debatía como alguien que se sofoca.
Polsky, alias Pol, y Raymond Gardet dejaron el bar —con la mirada siempre fija en las colinas.
—El patrón está en el B.
—¿Estás seguro?
—¡No te hagas el idiota! Lo has visto salir.
Todos pensaban en su jefe con simpatía: estaba en el avión.
—Las dos y diez.
—No vayas tan deprisa. Tu reloj no anda bien: apenas hace una hora. Son las dos y cinco.
—No, Raymond, no. ¡Son las dos y diez, te digo! Mira a Scali, ahí arriba, está colgado de su teléfono.
—¿Qué es Scali? ¿Italiano?
—Creo.
—Podría ser español. Míralo.
El rostro un poco mulato de Scali era común en efecto a todo el Mediterráneo occidental.
—¡Míralo, se agita!
—Las cosas no andan bien, las cosas no andan bien… Te aseguro que…
Como si los dos hubieran desconfiado de la muerte, la discusión continuaba en tono solapado.
El Ministerio acababa de prevenir a Scali que los dos aviones de caza españoles y los dos multiplazas de la aviación internacional habían sido puestos fuera de combate por una escuadrilla de siete Fiat. Uno de los multiplazas había caído en las líneas republicanas; el otro, maltrecho, intentaba regresar. Scali, con el cabello muy alborotado, había bajado corriendo a casa de Sembrano.
Magnin, «el patrón», dirigía la aviación internacional; Sembrano, el aeródromo civil y los aviones de línea transformados en aviones de combate; Sembrano se parecía a un Voltaire joven y bueno. Ayudados por los viejos aviones militares de los campos de Madrid, los Douglas nuevos de las líneas españolas, comprados por el Gobierno, podían en rigor aceptar el combate contra los aviones de guerra italianos. Provisionalmente…
Abajo, decayó de pronto el rumor de los «pelícanos»: sin embargo, ni el menor ruido de motor, ninguna sirena de auxilio. Pero los pelícanos se mostraban algo con el brazo extendido: a ras de una de las colinas, uno de los multiplazas con los dos motores parados. Por encima del campo color de arena al que daban las dos de la tarde una soledad de Mauritania, resbalaba en silencio la carlinga llena de camaradas vivos o muertos.
—¡La colina! —dijo Sembrano.
—Darras es piloto de línea —respondió; Scali, respingándose la nariz con el índice.
—¡La colina!, —repetía Sembrano—. ¡La colina!
El avión acababa de saltar encima, como un caballo. Empezaba a dar vueltas alrededor del campo. Abajo, ni siquiera un pedazo de hielo sonaba en un vaso; todos acechaban gritos.
—El capotaje —continuó Scali—. De seguro que no tiene neumáticos…
Agitaba sus brazos cortos como si hubiera querido auxiliar al avión. Éste tocó tierra, se dobló, se aferró al extremo de un ala, y todo sin capotar. Los pelícanos corrían gritando en torno a la carlinga cerrada.
Pol, atragantado por un caramelo, miraba la puerta del avión que no se levantaba. Adentro había ocho compañeros. Gardet, con el pelo cortado a cepillo hacia delante, agitaba en vano el picaporte con toda su fuerza, y todos los rostros estaban vueltos hacia ese picaporte rabioso que se encarnizaba contra la puerta sin duda atrancada. Por fin se levantó hasta la mitad de su altura: aparecieron los pies, después los pantalones de un uniforme ensangrentado. Por la lentitud de sus movimientos, no cabía duda de que el hombre estaba herido. Ante esa sangre por un instante anónima, ante esas piernas que no se movían sino con precaución en esa carlinga llena de camaradas, Pol, a medias ahogado por su caramelo, pensaba que todos estaban aprendiendo en sus cuerpos lo que quiere decir solidaridad.
El piloto iba sacando de la carlinga un pie cuyas gotas de sangre escarlata caían en el suelo deslumbrante. Por fin apareció su cara rojiza de viñatero del Loira bajo su sombrero de jardinero que usaba como fetiche.
—¡Trajiste el avión! —gritó Sembrano con voz tímida.
—¿Magnin?, —exclama Scali.
—No tiene nada —dijo Darras, tratando de apoyarse en el borde de la puerta para resbalar.
Sembrano se precipitó sobre él y lo abrazó y los dos sombreros se balancearon. El pelo de Darras era blanco. Los pelícanos reían nerviosamente.
Desde que desprendieron a Darras, Magnin saltó a tierra. Estaba en uniforme de vuelo. Sus bigotes caídos, de un rubio grisáceo, le daban bajo el casco un aire de vikingo asombrado, a causa de sus anteojos de carey.
—¿El S? —le gritó a Scali.
—En nuestras líneas. Maltrecho. Pero sólo heridas leves.
—¿Tú te ocupas de esos heridos? Corro al teléfono para el informe.
Los ilesos, ya en tierra, se agitaban entre las preguntas de los compañeros, querían subir de nuevo a la carlinga para ayudar a los heridos. Ya Gardet y Pol estaban en el aparato.
Dentro, un muchacho muy joven estaba acostado entre las manchas rojas y las huellas sangrientas de las suelas. Se llamaba House, «captain House», y no había recibido aún su mono. Ametrallador de proa, cinco balazos en las piernas en su primera salida. No hablaba sino inglés… y quizá las lenguas clásicas: porque un pequeño Platón en griego, hurtado por la mañana a Scali que había gritado como un desaforado, salía del bolsillo ensangrentado de su blazer rojo y azul. El bombardero, con dos balas en el muslo, esperaba, calzado en el asiento del observador. Marinero bretón, bombardero en Marruecos, se consideraba un fortachón, y apretaba los dientes sin que cambiara la expresión jovial de su carota encendida y fulgurante a pesar de las heridas, mientras Gardet lo sacaba de la carlinga con lentitud.
—¡Esperad, muchachos! —gritó Pol atareado, los ojos fuera de las órbitas—. Voy a buscar una camilla. Así, esto no funciona. Lo vamos a hacer polvo.
Apoyado en el hombro de su compañero, Séruzier, llamado el volador estupefacto a causa de su permanente enloquecimiento, Leclerc, flaco mono en su traje de miliciano pero con sombrero hongo gris, comenzó una canción de gesta:
—Necesitas esperar un poco para que te saquen, muchacho. Para distraerte, voy a contarte una historia. Será una de mis últimas historias. Y fue a causa de un compañero. Su portero no lo podía tragar; un sinvergüenza, el lameculos. Siempre arrastrándose ante los inquilinos llenos de dólares y un canalla con los proletarios sin un centavo. A mi compañero lo injuriaba con el pretexto de que no decía su nombre cuando volvía por la noche. Bueno, le dije, ya verás. A eso de las dos de la mañana desato un caballo solitario, lo llevo hasta la entrada y anuncio con voz estentórea: «Caballo». Después, puedes imaginarte, me largo.
El bombardero miró a Leclerc y a Séruzier sin alzar siquiera los hombros, dirigió a los pelícanos, que dominaba, una mirada majestuosa, y ordenó:
—Que vayan a buscarme el Huma.
Luego calló nuevamente hasta llegar a la camilla.
2
Una pequeña humareda redonda apareció sobre la cresta de la Sierra. Se estremecieron los vasos y se oyó el repicar de las cucharillas una décima de segundo después de la estruendosa explosión: el primer obús había caído en la esquina. Después se desmoronó una teja sobre la mesa, rodaron los vasos, el ruido de pasos que corren subió en el sol de mediodía: el segundo obús debió de haber caído en la mitad de la calle. Los campesinos armados irrumpieron en la sala del café, la palabra precipitada pero los ojos a la espera.
Al tercer obús (a diez metros), los grandes vidrios que estallaron como arcos saltaron en la cara de los hombres con cartucheras —pegados a la pared, paralizados.
Un fragmento de vidrio estaba incrustado en el anuncio del cinematógrafo, manchado de gotitas.
Otra explosión. Otra más, mucho más lejos, esta vez a la izquierda: el pueblo estaba ahora lleno de gritos… Manuel tenía una nuez en la mano. La levantó entre dos dedos por encima de la cabeza. Otro obús explotó, más cerca.
—Gracias —dijo Manuel, mostrando la nuez abierta (la había roto él mismo entre sus dedos).
Un campesino preguntó en voz baja:
—Para no atraer los obuses, ¿qué hay que hacer?
Nadie contestó. Ramos estaba en el tren blindado. Ellos permanecían allí, apartándose de la pared, y volviendo a ella, esperando el próximo obús.
—No tiene ningún sentido quedarse —dijo la voz precipitada del padre Barca—. Si nos quedamos… nos volveremos locos… Tenemos que salir a buscarlos.
Manuel lo examinó. No tenía confianza en el tono de su voz.
—Hay camiones —dijo.
—¿Sabes conducir?
—Sí.
—¿Un camión grande?
—Sí.
—¡Muchachos! —exclamó Barca.
Tal fue la explosión que hubo que todos se echaron al suelo; cuando se levantaron, la casa de enfrente del café había perdido la fachada. Las vigas de la construcción, lentas, se desmoronaban en el vacío. Sonaba un teléfono.
—Hay camiones —dijo Barca—. Vamos y terminemos con ellos.
Todos gritaron a la vez:
—¡Muy bien!
—Nos haremos matar.
—¡No hay órdenes!
—¡Hijos de puta!
—Te estamos dando órdenes: subamos a los camiones en vez de protestar.
Manuel y Barca habían salido corriendo. Casi todos corrieron detrás de ellos. Era mejor que quedarse allí. Seguían los obuses. Un poco más lejos, los rezagados, los que creían en la reflexión.
Una treintena de hombres trepó al camión. Los obuses caían en las inmediaciones del pueblo. Barca comprendió que los artilleros fascistas veían el pueblo, pero no lo que pasaba en él (por el momento, no había aviones en el aire). Cargado de civiles que cantaban la Internacional blandiendo fusiles por encima del ruido del embrague, arrancó el camión.
Los campesinos conocían a Manuel desde la propaganda de Ramos en la Sierra. Sentían por él una simpatía prudente, que se iba acentuando a medida que estaba peor afeitado y que esa cara de romano un poco gruesa, con ojos verde claro bajo cejas muy negras se convertía en una cabeza de marinero mediterráneo.
El camión corría por la carretera, bajo el fuerte sol; por encima, los aviones iban hacia el pueblo, con un susurro de palomas. Manuel tenso, conducía. No por eso dejaba de cantar a gritos Manon: Adieu, notre peutiteu table…
Los otros, tensos también, cantaban la Internacional; miraban a dos civiles muertos, junto a los cuales pasaron a toda velocidad, con la turbia amistad que sienten por los primeros muertos los que van al combate. Barca se preguntaba dónde estaban los cañones.
—Allí, de donde sale el humo.
—¡Un muchacho ha caído!
—¡Para!
—¡Vamos, vamos! —gritó Barca—. ¡A los cañones!
El otro calló. Ahora era Barca el que mandaba. El camión, cambiando de velocidad, parecía responder a una explosión con un grito de máquina herida. Ya dejaba atrás a los muertos.
—¡Hay tres camiones que nos siguen!
Todos los milicianos se volvieron, hasta Manuel que conducía, y gritaron: «¡Hurra!».
Y todos vociferaron en español, esta vez clamorosamente, golpeando con los pies: ¡Adiós, adiós nuestra mesita!
A la entrada de un túnel del cual salía como una nariz la locomotora de un tren blindado, Ramos dominaba los camiones desde cuatrocientos metros de pinos en forma de copa.
—Muchacho —le dijo a Salazar—, de diez, hay nueve probabilidades para que estén reventados.
Ramos reemplazaba al comandante del tren blindado, que se habría pasado a los fascistas o andaría por las tabernas de Madrid.
Los camiones parecían pequeños en el gran paisaje montañoso. El sol brillaba sobre los capós: era imposible que los fascistas no los vieran.
—¿Por qué no apoyarlos? —preguntó Salazar que se atusaba su hermoso bigote pero a contrapelo. Había sido sargento en Marruecos.
—Hay orden de no tirar. Imposible obtener otra. Tu teléfono funciona a la perfección, pero no hay nadie del otro lado de la línea.
Tres milicianos de mono estaban extendiendo dos casullas y una estola sobre los rieles, a pocos metros de la locomotora, sin dejar de mirar los camiones que avanzaban por la carretera de asfalto azul pálido cortada por los dos civiles muertos.
—¿Nos ponemos en marcha? —gritó uno de ellos.
—No —respondió Ramos—. Orden de no moverse.
Los camiones avanzaban siempre. En medio de los cañonazos, se los oía nítidamente. Un miliciano abandonó el ténder, fue a buscar las casullas y las dobló.
Era uno de esos campesinos castellanos de rostro estrecho que se parecen a sus caballos. Ramos se le acercó.
—¿Qué haces, Ricardo?
—Lo decidimos con los compañeros…
Desenrolló un poco la estola, perplejo; el brocado resplandecía a la luz.
Los camiones subían siempre. El conductor, con la cabeza al sesgo fuera de la locomotora, bromeaba al sol contra el fondo negro del túnel. Los camiones se acercaban a las baterías.
—Porque —continuó Ricardo— hay que ser prudente. Esas mamarrachadas podrían hacernos descarrilar, o fastidiar a los compañeros de los camiones.
—Dáselos a tu mujer. Podrían servirle.
Era un muchachón jovial y rizado, bastante gallo de pueblo, que inspiraba confianza a los campesinos. Pero no sabían a ciencia cierta si bromeaba o no.
—¿Esto, a mi mujer?
Con toda su fuerza, el campesino tiró el paquete por la barranca.
Las ametralladoras enemigas comenzaron a tirar, con su ruido preciso.
El primer camión patinó, dio casi media vuelta, volcó a sus hombres como una cesta, cayó. Los que no estaban muertos ni heridos tiraban, refugiados detrás. Los hombres del tren sólo veían de Ramos sus grandes prismáticos y sus mechones rizados; en la radio, alguien cantaba un canto andaluz, y la resma de los pinos arrancados llenaba con su olor a féretro el aire que se estremecía como si lo agitaran las ametralladoras.
De uno y otro lado del camión derribado había olivos, uno, dos… cinco milicianos corrieron hacia los árboles, cayeron uno tras otro. Como el camión obstruía la carretera, los que lo seguían se habían parado.
—Si los muchachos se acostaran —dijo Salazar—, el terreno es utilizable…
—Tanto peor para las órdenes: sube al tren y manda disparar.
Salazar corrió, marcial e incomodado por sus soberbias botas.
Ahora los milicianos no podían avanzar. Ramos no corría el peligro de tirar sobre ellos. Había una posibilidad sobre cien de que tocara las ametralladoras enemigas, cuya posición ignoraba…
En un apartadero, vagones de mercancías llevaban aún la inscripción: «Viva la huelga». El tren blindado salió de su túnel, amenazador y ciego. Ramos tuvo una vez más conciencia de que un tren blindado no es sino un cañón y algunas ametralladoras.
Detrás del cañón, los hombres tiraban contra los ruidos. Empezaban a comprender que en la guerra, acercarse es más importante, más difícil que combatir; que no se trata de medirse, sino de asesinarse.
Hoy era a ellos a quienes asesinaban.
—¡No tiren cuando no vean nada! —exclamó Barca—. ¡Cuando lleguemos hasta donde están, no nos quedarán municiones!
¡Cómo hubiesen querido ver a los fascistas atacar! ¡Combatir, en vez de esta espera de enfermos! Un miliciano corrió avanzando, hasta las baterías; al séptimo paso, fue abatido, como los que intentaban apostarse detrás de los olivos.
—Si los cañones tiran sobre nosotros… —dijo Manuel a Barca.
Era sin duda imposible, por una razón u otra; de otro modo, lo hubieran hecho.
—¡Camaradas! —gritó una voz femenina.
Casi todos se volvieron, estupefactos: una miliciana acababa de llegar.
—No es éste un lugar para ti —dijo Barca, sin convicción, porque todos le estaban agradecidos de que estuviera allí.
Ella sacó una cartera pesada y ancha, atestada de latas de conserva.
—Dime —le preguntó—, ¿cómo has llegado?
Conocía el terreno, sus padres eran campesinos del pueblo. Barca la miraba atentamente: había cuarenta metros de terreno descubierto.
—Entonces qué —dijo un miliciano—, ¿se puede pasar?
—Sí —dijo la pequeña. Tenía diecisiete años, resplandor.
—No —dijo Barca—. Mirad, el terreno descubierto es demasiado ancho. Allí nos tirotean a todos.
—Si ella ha llegado, ¿por qué no llegaríamos nosotros?
—Atención. Es posible que la hayan dejado pasar adrede. Estamos en un atolladero. No es el caso de meternos todavía más.
—A mi juicio, se puede pasar hasta el pueblo.
—¡Vosotros me preguntáis eso para iros! —exclamó la pequeña, abatida—. ¡El ejército del pueblo debe conservar todas sus posiciones, la radio lo ha dicho hace una hora!
Había hablado con esa voz teatral que toman fácilmente las españolas, pero unía las manos sin darse cuenta de ello.
—Os traeremos todo lo que queráis…
Como si hubiera propuesto juguetes a los niños para que se quedaran tranquilos. Barca reflexionó.
—Camaradas —dijo—, la cuestión no es ésa. La chiquilla dice…
—No soy una chiquilla.
—Bueno. La camarada dice que se puede partir pero que hay que quedarse. Yo digo que habría que partir y que no se puede. Llegamos a lo mismo.
—Tienes bonito pelo —decía Manuel en voz baja a la miliciana—: Regálame un mechón.
—Camarada, no estoy aquí para tonterías.
Todos escuchaban el gran silencio sin pájaros. Las ametralladoras enemigas tiraban cinta tras cinta. Una paró, no; era un encasquillamiento; empezaba de nuevo. Pero ni una bala alrededor del camión.
—¡Agáchate, imbécil!
Se agachó. En la dirección que había indicado, manchas azules subían hacia las baterías fascistas, paralelamente a la carretera, pero protegidas, utilizando el terreno: los guardias de asalto.
—Evidentemente —dijo Barca—, si se hubiera hecho así.
A medida que subían, eran menos numerosas.
—¡Eso es buen trabajo! —dijo un miliciano—. ¿Qué hacemos, muchachos? ¿Vamos?
—¡Atención! —exclamó Manuel—. No volvamos al desorden. Juntaos de a diez. El primero de cada sección es responsable.
»Avanzad a diez metros, por lo menos, unos de los otros.
»Hay que salir en cuatro grupos.
»Debemos llegar todos juntos. Los primeros saldrán un poco antes, porque deben desplegarse más lejos que los otros, pero eso no importa.
—No está claro —dijo Barca.
Y sin embargo, todos escuchaban como si hubiesen escuchado la exposición de los primeros cuidados que deben darse a los heridos.
—Bueno, contemos por diez.
Lo hicieron. Los responsables se acercaron a Manuel. En lo alto, los cañones tiraban siempre sobre el pueblo, pero las ametralladoras no tiraban más que contra los guardias de asalto, que subían siempre. Manuel estaba acostumbrado a los hombres de su partido, pero aquí eran demasiado pocos.
—Tú diriges los seis primeros.
»Nos desplegamos todos a la derecha de la carretera: no vale la pena arriesgarse a que nos dividan en dos si esos canallas bajan con un auto blindado o Dios sabe qué. Y eso nos acercará a los guardias de asalto.
»Diez camaradas, cien metros.
»Tú, el primero, vete con diez compañeros. A trescientos metros dejas uno a cada diez metros.
»Cuando veas avanzar el grupo de tu izquierda, avanzas. Si algo anda mal, pasas el comando a tu vecino, y te repliegas: atrás encontrarás…
¿A quién? Manuel quería enviar a Barca a organizar los demás camiones. ¿Y él mismo? En esa atmósfera, debería estar en primera línea. Tanto peor…
—Encontrarás a Barca.
Para organizar a los de los camiones, enviaría a otro.
—Si llego a silbar, todos se juntan con Barca. ¿Entendido?
—Entendido.
—Explica.
—Todo anda bien.
—¿Quiénes son los responsables, sindicales o políticos?…
—¡Muchachos, el tren blindado tira!
Todos tuvieron ganas de abrazarse. El tren tiraba al azar al presunto emplazamiento de las baterías y de las ametralladoras. Pero los milicianos, al oír su cañón responder a los cañones fascistas, dejaron de sentirse acorralados. Todos saludaron con un gran grito el segundo cañonazo.
Manuel mandó a un comunista a prevenir a Ramos, uno de la U. G. T. a los guardias de asalto y al más viejo de los anarquistas a explicar a los de los otros camiones lo que acababa de hacerse.
—Llevaos comida —dijo la miliciana—, es más prudente.
—¡Vamos, vamos!
—Os traeré algo para que comáis —dijo ella, con aire responsable.
Al mismo tiempo que ellos se iban, Barca corrió hasta los camiones. Tiraban sobre ellos, pero con fusiles. Partió el segundo grupo, después el tercero, después el último, que dirigía Manuel.
Las perspectivas desde los olivares eran muy claras. Por una de esas grandes avenidas inmóviles, Barca vio avanzar a uno de los milicianos, después a una docena, después a una larga fila. No veía a más de quinientos metros; la fila llenó su campo visual, ocupó todo el bosque visible, avanzando en medio del ritmo martillador de los cañones. En la pendiente vecina, que Barca no veía ya desde que estaba bajo los árboles, los guardias de asalto tiraban. Sin duda poseían un fusil ametrallador, porque un ruido de tiro mecánico subía sobre los tiros de fusil hacía el de las ametralladoras fascistas, inmóvil. La línea de milicianos avanzaba. Los fusiles de los fascistas tiraban sobre ellos, sin gran eficacia. Manuel apuró el paso; toda la fila lo siguió, como la curva de un cable en el agua. Barca corrió también, transportado, hundido en una confusión ferviente que llamaba el pueblo —hecho de la aldea bombardeada, de un desorden infinito, de los camiones derribados, del cañón del tren blindado— y que ahora iban subiendo formando un solo cuerpo, al ataque de los cañones fascistas.
Aplastaron, corriendo, ramas cortadas: las ametralladoras, antes de la llegada de los guardias de asalto, habían tirado contra el olivar. El olor de la tierra seca de verano reemplazaba al de la resma. Hojas mal cortadas por el tiro, y que se habían únicamente separado, caían como hojas de otoño; los milicianos marchaban al compás del cañón que retronaba una y otra vez al sol casi invisible a la sombra de los olivos. Barca escuchaba el fusil ametrallador y el cañón del tren blindado como presagios: no les devolverían las viñas a los que las habían plantado.
Tenían que atravesar veinte metros de terreno descubierto. No bien abandonaran el olivar, los fascistas volverían contra ellos una de las ametralladoras. Las balas cortaban el aire en torno de Barca como ruido de avispas; corría hacia los fusiles, rodeado de zumbidos puntiagudos, invulnerable. Cayó, las dos piernas cortadas. A pesar del dolor continuaba mirando hacia delante: la mitad de los milicianos había caído y no se levantaba; la otra había pasado. A su lado, el almacenero del pueblo estaba muerto; la sombra de una mariposa bailaba sobre su cara. La primera línea de los otros camiones vacilaba al borde del olivar. Barca empezó a oír motores de aviones. ¿Nuestros? ¿De ellos? Muy cerca del lugar donde tiraba el fusil ametrallador, un cohete subió en el cielo magnífico. El tren blindado dejó de tirar.
—¿Están los guardias de asalto en la batería? —preguntó Salazar.
Habían enviado un correo al tren: lanzarían un cohete «cuando llegaran a las baterías». Sin duda, estaban muy próximos uno del otro. Ramos, pues, había hecho parar el fuego.
—Supongo.
—¿Qué pasa con los milicianos?
—No se los ve… No han pasado, puesto que las baterías y las ametralladoras tiran.
—¿Quieres que vaya?
—Manuel parece arreglárselas con Barca. Me ha enviado a alguien.
Los prismáticos acercaban a Ramos esa serenidad de rocas, de pinos y de olivos, llena de heridas. Imposible saber nada. No podía sino escuchar.
—Lo malo —dijo— es que los de enfrente combaten, y nosotros no.
Los fascistas bombardeaban, limpiaban, después enviaban a sus hombres a un terreno preparado. El pueblo, sin jefe y casi sin armas, peleaba…
—En este momento, los pobres tipos de abajo deben estar haciéndose matar…
—Pero como han atacado a pesar de todo, quizá los guardias de asalto tomen la batería…
Ramos hablaba nerviosamente. Apretaba sus labios sensuales; había perdido su sonrisa, sus alegres cabellos parecían una peluca.
—En todo caso, ¡los fascistas no pasan!
—La batería de la izquierda ya no tira.
A uno y otro les dolían las sienes a fuerza de escuchar.
Un avión se aproximó, rubio en el cielo luminoso. Era un avión de turismo, bastante rápido. Arrojó una bomba a quinientos metros del tren; sin duda no tenía mira, ni lanzabombas y la tiraba por la ventanilla. El conductor del tren, a quien Ramos había dado instrucciones, condujo rápidamente al tren hasta un túnel próximo. Cuando el avión hubo arrojado todas sus bombas a través de los pinos, volvió, contento. El olor a resma se hizo más intenso.
Del tren, no se veía ya nada. Entre las vibraciones de yunque que cada golpe del 75 arrancaba al vagón entero, Pepe, el asturiano, con el torso desnudo, explicaba la hazaña a sus compañeros bañados en sudor:
—Aquí, el blindaje es reemplazado por cemento. Es repugnante, pero sólido y fuerte. El tren parece de papel pegado, pero se defiende. En Asturias en 1934 se blindaban los vagones, muchachos, muy hábilmente. ¡Era un buen trabajo! Pero había distracción: la revolución distrae. Entonces los muchachos olvidaron blindar la locomotora. ¡Te das cuenta, el tren blindado que se hunde a toda velocidad a través de las líneas del Tercio con una locomotora ordinaria! A cincuenta kilómetros recoge no sé cuántas balas: no se habla más de ella —del maquinista tampoco—. Nosotros hemos podido venir y traer por la noche, sin que nadie se dé cuenta, otro tren y otra locomotora, blindada esta vez, y pasar allí a los compañeros antes que el Tercio haya traído su artillería.
—¿Pepe?
—¿Qué?
—¡La batería ya no tira!
Ramos, que había salido del túnel, agitaba sus prismáticos para ver qué pasaba en el frente de los rebeldes, como un ciego que trata de comprender con las manos.
—Los nuestros se precipitan al pueblo —dijo.
Los milicianos retrocedían tirando bastante desordenadamente. Desaparecieron en la trinchera. Los fascistas debían atravesar detrás de ellos trescientos metros en terreno descubierto.
Ramos saltó a la locomotora, hizo avanzar el tren hasta que dominara el espacio sin árboles, escondido no obstante de las baterías fascistas que continuaban tirando.
Los fascistas avanzaban mecánicamente después del desorden de los milicianos.
Las ametralladoras del tren entraron en juego.
De izquierda a derecha los fascistas empezaron a caer, blandos, los brazos en el aire o los puños en el vientre.
Su segunda oleada, vacilando en el límite de los últimos árboles, se decidió, pasó a la carrera y sus hombres esta vez cayeron de derecha a izquierda: los ametralladores del tren era malos soldados, pero buenos cazadores furtivos. Por primera vez en la jornada, Ramos veía delante de él multiplicarse el ademán extraño del enemigo muerto en su carrera, un brazo en el aire y las piernas segadas como si tratara de asir la muerte saltando. Los que no habían sido alcanzados por las balas trataban de volver al bosque, desde donde tiraban los fascistas que habían escapado a las ametralladoras del tren.
De la derecha vinieron algunos tiros de fusil. Eran otros milicianos. Los fascistas se replegaban tirando a través del bosque.
«Tienen los jefes, tienen las armas —se decía Ramos, la mano hundida en sus bucles—, pero no pasan. Es un hecho: no pasan».
3
El examen de los pilotos continuaba.
Un voluntario, que a pesar del calor llevaba un jersey, se acercó a Magnin en el resplandor tranquilo del verano.
—Capitán Schreiner.
Era un lobezno nervioso, de nariz puntiaguda y ojos duros, excomandante de segunda de la escuadrilla Richthofen. Magnin lo miraba con simpatía desde lo alto de sus bigotes.
—¿Desde cuándo no ha pilotado usted?
—Desde la guerra.
—¡Al diablo! ¿Cuánto tiempo le hará falta para ponerse en condiciones?
—Creo que algunas horas.
Magnin lo miró sin decir nada.
—Creo que algunas horas —repitió Schreiner.
—¿Trabaja usted en la aviación?
—No. En las minas de Ales.
Schreiner no miraba a Magnin, a quien respondía, sino al avión de ensayo cuyas hélices giraban. Temblaban los dedos de su mano derecha.
—La orden llegó demasiado tarde —dijo—. He venido hasta Tolosa en camiones.
Cerró los ojos y escuchó el motor. Sus dedos, sin dejar de temblar, se aferraron a los costados de su suéter. La pasión que sentía Magnin por los aviones era bastante fuerte para sentirse unido a ese hombre con ese suéter convulsivamente tironeado. Schreiner, sin reabrir los ojos, respiró el aire estremecido por el ruido. Sin duda se respira así al salir de la cárcel, pensó Magnin. Éste podrá dirigir (Magnin buscaba segundos): su voz tenía la nitidez que es frecuente en los responsables comunistas y en los militares.
El primer monitor, Sibirsky, volvía a través del campo que temblaba de luz; el segundo llamó a Schreiner, que fue hasta el avión de ensayo, sin prisa, pero con los dedos siempre crispados.
Desde el bar y desde la pista, todos los pilotos miraban. Muchos de ellos habían hecho la guerra, y Magnin no dejaba de estar inquieto; pero frente a ese hombre que había derribado veintidós aviones aliados, los mercenarios mismos, que seguían el avión segundo por segundo, no tenían más que un sentimiento: la rivalidad profesional.
Cerca del bar, Scali, Marcelino y Jaime Alvear se pasaban los prismáticos. Jaime Alvear, que había hecho sus estudios en Francia, había sido agregado como intérprete combatiente a la aviación internacional. Ese gran piel roja negro y curtido, siempre abofeteado por sus mechas, estaba flanqueado por un pequeño piel roja carmesí, Vegas, apodado San Antonio, que, en nombre de la U. G. T., cubría amistosamente a los pelícanos de cigarrillos y de discos de fonógrafo. Entre los dos, pasaba su larga nariz el zarzero negro de Jaime, Raplati, que ya se volvía mascota. El padre de Jaime era historiador de arte, como Scali.
Desde el extremo del campo donde Karlitch probaba a los ametralladores, llegaron algunas ráfagas. El avión despegó más o menos bien.
—Será difícil con los voluntarios —dijo Sibirsky a Magnin. Este último sabía, por lo demás, que no sería fácil hacer que los voluntarios controlaran a los mercenarios, si aquéllos les eran profesionalmente inferiores.
—Gracias por tenerme bastante confianza para elegirme como monitor, señor Magnin… ¿Me conoce usted?
—Creo…
Nada sé, pensaba Magnin al mismo tiempo que hablaba, mordisqueando su bigote de galo. Tenía simpatía por Sibirsky: a pesar de su pelo rubio y rizado y de su bigotito, la tristeza de su voz hacía creer en que tuviera inteligencia o, en todo caso, experiencia. Magnin sólo conocía, en realidad, su capacidad técnica, que era indiscutible.
—Quiero decirle, señor Magnin… aquí dicen que soy rojo… En fin, eso es quizá útil… Gracias… Yo quisiera que usted supiera que no soy tampoco un blanco. No saben gran cosa de la vida todos estos aviadores, tampoco aquellos que no son jóvenes…
Sibirsky, molesto, se miraba los pies. Alzó los ojos hasta el avión, lo siguió cerca de un minuto:
—En fin, vuela, eso es todo lo que se puede decir.
Hablaba sin ironía: con angustia. Schreiner era uno de los pilotos de más edad; y no había en ese campo un solo aviador que pensara sin angustia lo que cuarenta y seis años —diez de los cuales en una fábrica— pueden hacer de un gran piloto.
—Se necesitan por lo menos cinco aviones mañana para la Sierra —dijo Magnin, inquieto.
—Detestaba la vida que llevaba en casa de mi tío, en Siberia. Siempre oía hablar de combates, y partía para el liceo… Entonces, cuando los blancos llegaron, me fui con ellos… Después me vine a París. Fui chófer, después mecánico, después, de nuevo, aviador. Soy teniente en el ejército francés.
—Lo sé. ¿Quiere usted volver a Rusia, verdad?
Muchos rusos, en otra época blancos, que peleaban en España, lo hacían para probar su lealtad, esperando volver después a su país.
Una nueva ráfaga de ametralladora llegó del extremo del campo a través de la luz.
—Sí. Pero no como comunista. Como no perteneciendo a ningún partido. Estoy aquí por contrato; pero ni por el doble, no estaría con los otros. Soy lo que usted llama un liberal. A Karlitch le gustaba el orden; era blanco; ahora que tenemos en nuestro país el orden y la fuerza, es rojo. Lo que a mí me gusta es la democracia, los Estados Unidos, Francia, Inglaterra… Sólo que Rusia es mi país…
Miró de nuevo el avión; esta vez, para no encontrar la mirada de Magnin.
—Permítame que le pregunte una cosa… Yo no quisiera en ningún caso bombardear objetivos situados en una ciudad. Para la caza, no soy quizá bastante joven… Pero para reconocimiento o bombardeo del frente…
—El bombardeo de las ciudades ha sido excluido por el Gobierno español.
—Porque, en otro tiempo, tuve la misión de bombardear el Estado Mayor, y las bombas cayeron en una escuela…
Magnin no se atrevió a preguntar si el Estado Mayor —y la escuela— eran alemanes o bolcheviques. El avión de Schreiner tomaba terreno para aterrizar.
—¡Demasiado largo! —gruñó Magnin, con las dos manos en sus prismáticos.
—Quizá va a echarlo a perder…
Schreiner volvía a poner paz, en efecto; Magnin y Sibirsky dejaron de caminar, no apartando los ojos del avión: el campo era muy grande, y que el primer aterrizaje hubiera fallado de esa manera… Magnin estaba acostumbrado a las pruebas: había sido jefe de una de las compañías francesas de aviación.
El avión volvió, aterrizó corto, el piloto tiró de la palanca de mando; el aparato brincó como una piedra que rebota, y cayó con todo su peso, roto.
Felizmente, el avión de ensayo era inutilizable para la guerra.
Sibirsky corrió hacia el avión, volvió, seguido por Schreiner y el segundo instructor del avión.
—Discúlpeme —dijo Schreiner.
Tal era el tono de su voz que Magnin no lo miró a la cara.
—Se lo he dicho: me harían falta dos horas… Ni dos horas, ni dos días. He trabajado demasiado en las minas. Ya no tengo reflejos.
Sibirsky y el segundo monitor se apartaron.
—Hablaremos dentro de un momento —dijo Magnin.
—Sería inútil. Gracias. Ya no puedo ni ver un avión. Hágame incorporar a las milicias. Se lo ruego.
Con el ruido de las ráfagas de ametralladoras cada vez más cercanas, los milicianos lanzaban en el campo un segundo avión de ensayo: los aparatos de turismo de los señoritos…
Schreiner volvió a irse, los ojos en el vacío. Los pilotos se apeaban de él como de una agonía de niño, como de todas las catástrofes junto a las cuales las palabras humanas son miserables. La guerra unía a los mercenarios con los voluntarios, en lo novelesco; pero la aviación los unía como las mujeres están unidas en la maternidad. Leclerc y Séruzier habían dejado de contarse historias. Cada cual sabía que acababa de asistir a lo que sería un día su propio destino. Y ninguna mirada se atrevía a encontrar la del alemán —que eludía las de todos los otros.
Pero una mirada estaba fija en Magnin: la del piloto que debía suceder a Schreiner: Marcelino.
—Necesitamos cinco aviones mañana para la Sierra —repetía Magnin entre sus bigotes.
La ametralladora tiraba siete balas, diez balas, se detenía. Cuando Karlitch, el jefe de los ametralladores, vio venir a Magnin, se adelantó a saludarlo, lo llevó aparte y, sin haberle dicho una palabra, sacó de su bolsillo tres balas: los cartuchos llevaban la huella del percusor, pero las balas no habían salido:
—Fábrica de Toledo —dijo Karlitch, mostrando la marca con la uña.
—¿Sabotaje?
—No: mala fabricación. Y para desencasquillar esto en el aire durante el combate…
Karlitch había llegado de Inglaterra, decaído, humillado, la experiencia de la miseria había destruido lo que hasta entonces había creído que eran sus convicciones. Después de muchos años de fracaso, él, excampeón de ametralladora del ejército de Krangel, se había adherido a «Vuelta al país», el movimiento de simpatía por la U. R. S. S. que se desarrollaba entre los emigrados. Quizá era el único voluntario para quien el enemigo fuese odioso por el solo hecho de que era el enemigo.
—¿Ametralladoras de tierra? —preguntó Magnin—. Se necesitan ametralladoras para la Sierra lo antes posible.
Los milicianos eran incapaces de utilizar una ametralladora cualquiera, y sobre todo de repararla; Magnin había transformado sus mejores ametralladores en instructores, bajo la dirección de Karlitch. Al mismo tiempo que se enseñaba a los ametralladores de tierra el tiro de avión, se enseñaba a los milicianos escogidos el tiro con ametralladora de tierra y el desencasquillamiento. Magnin deseaba formar un cuerpo de motociclistas ametralladores.
—Los milicianos —dijo Karlitch— están muy bien. Se los ha elegido bien. Son disciplinados, son serios, prestan atención. Eso, eso anda bien. En cambio, camarada Magnin, Wurtz no es como debiera: siempre en el partido, nunca en el trabajo. Para ayudarme, no tengo más que a Gardet. Los nuestros conocen ahora la ametralladora de avión. En cuanto a su experiencia nada puedo decir, no puedo hacerlos ejercitar en el aire: no hay gasolina etílica, no hay ametralladora fotográfica, no hay blancos remolcables, apenas hay balas; y ni siquiera buenas. Blancos, puedo hacerlos, en rigor; pero gasolina, no. Ahora saben cómo manejar su torreta: en la torreta de atrás, no pondré sino a aquellos que vienen de la aviación, para que no vayan a tirar en la cola. Deberán entrenarse con el enemigo.
Y Karlitch estalló de risa, una risa aguda, un poco infantil, las cejas y el penacho al aire y la nariz risueña. Había vuelto a encontrar sus ametralladoras como si Schreiner hubiera vuelto a encontrar su avión. Scali, que había asistido al fin de la entrevista, comenzaba a descubrir que la guerra era también fisiológica.
Todos los pilotos revolucionarios que habían abandonado por pacifismo su entrenamiento militar debían volver a entrenarse o ser eliminados; pero no se trataba de parar a Franco el año próximo. Magnin sólo podía contar con los antiguos pilotos de línea y con aquellos que habían cumplido sus periodos.
Acababa de liquidar a algunos pilotos de la guerra de Marruecos, habituados a los viejos aviones y al enemigo sin defensa, a los que el regreso de los primeros heridos los impulsaba a una mayor dignidad espiritual: «Comprendéis, nosotros, meternos a pelear con esos tipos que después de todo no nos han hecho nada…». Sin renunciar del todo a sus contratos. ¡A Francia, todos estos!
Le llegó el turno a Dugay, el primero de los voluntarios que había pedido hablarle en particular. Tenía cincuenta años, el bigote más blanco que la cara.
—No me haga volver a Francia, camarada Magnin. Créame, no debo volver. He sido instructor durante la guerra. Soy demasiado viejo para piloto, bueno, eso es justo. Sin embargo, consérveme usted como ayudante de mecánico. Pero con un avión. Con un avión.
Sembrano llegaba a toda prisa, agitando el brazo derecho.
—Oye, Magnin, se necesita un aparato enseguida para Don Benito… Avanzan sobre Badajoz.
—Hum, entonces… ¿Sabes que el caza ha partido? ¿Sin caza?
—He recibido la orden. Tres aparatos, y no tengo más que dos Douglas…
—Bueno, bueno. ¿Es una columna motorizada?
—Sí.
—Bueno.
Telefoneó. Se fue Sembrano, frunciendo la boca.
—Entonces, camarada Magnin —dijo Dugay—, entonces, ¿qué hace usted conmigo?
—Eh…, bueno, usted se quedará. Veamos, ¿de qué me olvidaba?
No olvidaba nada, ese aire agobiado era en él una especie de tic, como esa misma frase; pero su manera de obrar era precisa.
Dugay salió, reemplazado por «algunos con licencia para conducir aviones de turismo, dispuestos a entrenarse». Después de los cuales vinieron muchos pequeño burgueses avaros, que habían venido para ganar un sueldo de mercenario y estaban resueltos a esquivar el bulto. Después de todo esto cogió su pasaporte y volvió a cruzar los Pirineos. Jaime entró, con Raplati entre las piernas. Magnin no lo esperaba.
—Camarada Magnin, quisiera decirle… No vengo como traductor, pero… En fin, se trata de lo siguiente. El examen de Marcelino, sin duda… Sólo que, camarada Magnin, quizá usted no sepa que Marcelino ha estado dos años preso bajo el fascismo…
Magnin escuchaba amistosamente a ese gran individuo con un mono ceñido de miliciano, la frente y el mentón prominentes, la nariz aguileña, y en quien la amistad, que no influía sobre sus rasgos curtidos y fuertes, parecía modificar solamente la mirada.
—Era piloto de línea de hidroavión. Y entonces después de la muerte de Lauro de Bosis, se fue a lanzar folletos sobre Milán. Lo hicieron caer los aviones de Balbo, evidentemente: él tenía un aparato de turismo. Fue condenado a seis años, después se evadió de los Lipari. No ha pilotado un avión pesado desde su proceso, ni un avión de caza desde que se fue del ejército italiano. Lo que le sucedió… lo ha hecho polvo. Y yo quería decirle, camarada Magnin, sin intervenir para nada en su decisión, que si se pudiera hacer algo por él, eso le… daría gran placer a los camaradas españoles que están aquí.
—A mí también me daría placer —dijo Magnin.
Se fue Jaime; entraba el capitán Mercery. Él también de unos cincuenta años. Un bigote gris, recto, el aspecto curtido de un viejo pirata (complacientemente acentuado) y botas sobre un traje de empleado.
—Ah, señor Magnin, es una cuestión de técnica, qué quiere usted. Así es: la técnica…
—¿Vuelve usted a Francia?
Mercery alzó los brazos al cielo.
—Señor Magnin, mi mujer estaba aquí el 16. En el congreso de filatelia. El 20 me escribió: «Un hombre no puede tolerar la indignidad de lo que pasa aquí». ¡Una mujer, señor Magnin, una mujer! ¡Una mujer! Pero yo había partido ya. ¡Estoy al servicio de España! En cualquier función, sea la que fuere: pero al servicio de España. Hay que terminar con el fascismo: como se lo dije en Noisy-le-Sec a nuestros «conservadores»: no son las momias las que conservan Egipto, ¡es Egipto el que conserva a las momias, señores!
—Bien, bien… Usted es capitán, ¿quiere usted que lo ponga a disposición del Ministerio de Guerra?
—Sí, es decir… Soy capitán, es verdad… Podría perfectamente ser oficial de reserva, pero me negué a hacer los periodos a causa de mis convicciones…
Le habían dicho a Magnin que Mercery había hecho la guerra como ayudante, que era capitán de bomberos. Magnin había creído que era una broma.
—Hum… evidentemente.
—¡Pero permítame! Sé lo que es una trinchera: he hecho la guerra.
Por debajo de la extravagancia, la generosidad era evidente… Después de todo, pensó Magnin, un ayudante serio es aquí tan útil como un capitán…
El turno de Marcelino. Llegaba en mono de miliciano sin cinturón, mirándose los pies con aspecto del Cántaro roto. Alzó tristemente los ojos.
—La prisión, sabe usted, no es buena para los reflejos…
Una ráfaga de ametralladoras lo detuvo: Karlitch en el otro extremo del campo.
—Conozco bien el bombardeo —continuó Marcelino—. Eso debe marchar todavía.
Quince días antes, cuando Magnin, entre la llamada a los voluntarios y el reclutamiento de los mercenarios, trataba de comprar para el Gobierno español todo lo que podía encontrar en el mercado europeo, al volver a su casa —los bigotes colgando, el sombrero echado hacia atrás, los anteojos empañados— había encontrado a ese muchacho entre dos puertas de su apartamento. Mientras sonaban todos los teléfonos y febriles visitantes desconocidos recoman todos los cuartos, había hecho sentar a Marcelino en la cama de su hijo pequeño, de espaldas a un armario abierto, y lo había olvidado. Cuando volvió a las dos de la tarde, lo encontró rodeado de todos los títeres que el piloto italiano había sacado del armario, y con los cuales se contaba cuentos.
—Si subiera como bombardero, quizá pudiera hacer doble comando… Estoy seguro de que pronto me pondría en condiciones…
Magnin miraba esa cabeza con cabellos ondulados de medalla veneciana.
—Mañana haremos un ensayo de bombardeo con bombas de cemento.
Los Douglas de Sembrano y un multiplazas de Magnin llegaban al extremo del campo.
Después de la caída, en Argelia, de los aviones militares italianos armados, varios gobiernos habían aceptado vender aviones militares —modelos antiguos, desarmados—; pero esos aviones que corrían hasta el extremo de la pista no durarían mucho contra los Saboyas modernos, si los pilotos eran italianos.
Magnin se volvió hacia Schreiner que acababa de reemplazar a Marcelino. El silencio de éste no era ni la obstinación tímida del joven italiano, ni la confusión de Dugay, era un silencio de animal.
—Camarada Magnin, he reflexionado. Yo le dije: no puedo ver aviones. Sí, ver aviones no me sienta. Pero soy un buen tirador. Eso no lo he perdido: lo sé, a causa de las fiestas en el pueblo… y del revólver.
Había odio en su cara inmóvil y en su voz. Había fijado en Magnin sus ojos pequeños, la cabeza hundida entre los hombros como un ave de rapiña que acecha. Magnin miraba un automóvil anarquista que pasaba delante de los hangares: por primera vez veía la bandera negra.
—Si los aviones no quieren saber ya nada conmigo, hágame entrar en la defensa contra aviones.
Hubo todavía tres o cuatro ráfagas.
—Se lo ruego —agregó Schreiner.
¿Hay un estilo en las revoluciones? Por la noche, los milicianos que se parecían a la vez a los de las revoluciones mexicanas y a los de la Comuna de París, pasaban detrás de los edificios Le Corbusier del campo de aviación. Todos los aviones están sujetos. Magnin, Sembrano y su amigo Vallado bebían cerveza tibia: desde la guerra, no hay ya hielo en el campamento.
—Las cosas no andan como es debido en el aeródromo militar —dijo Sembrano—. El ejército de la revolución tiene que hacerse de cabo a rabo… Si no, Franco impondrá orden a fuerza de cadáveres. ¿Cómo crees tú que han hecho en Rusia?
A la luz del bar, avanzaba de perfil su labio inferior haciéndolo parecerse cada vez más a Voltaire, a un Voltaire bueno, con mono blanco de aviador.
—Tenían fusiles. Cuatro años de disciplina y de frente, y los comunistas, ellos, eran una disciplina.
—¿Por qué eres revolucionario, Magnin? —preguntó Vallado.
—Hum…, he dirigido muchas fábricas; un hombre como nosotros, que le ha interesado siempre su trabajo, no se da cuenta de lo que es pasarse una vida entera perdiendo ocho horas diarias…
»Quiero que los hombres sepan por qué trabajan.
Sembrano piensa que los hombres de negocios de España son incapaces de hacer marchar sus empresas, que se hallan en manos de técnicos; y que el técnico prefiere trabajar para la colectividad de la fábrica que para su propietario. (Es también lo que piensan Jaime Alvear y casi todos los técnicos de izquierda).
Vallado quiere que haya un Renacimiento en España y nada espera de la derecha española. Vallado es un gran burgués; es el que ha lanzado los folletos sobre el cuartel de la Montaña, y su cara es una cara de señorito, a no ser por los bigotitos, afeitados desde el levantamiento.
Magnin admira las justificaciones que la inteligencia de los hombres aporta a sus pasiones.
—Y después de todo, ¿qué?…, yo estaba en la izquierda porque estaba en la izquierda y enseguida se estrecharon entre la izquierda y yo toda suerte de vínculos, de fidelidades; he comprendido lo que querían, los he ayudado a hacerlo, y he estado más y más cerca de ellos cada vez que han querido imponerles trabas…
—Mientras uno está solamente casado con una política, eso no tiene importancia —dijo Sembrano—; pero cuando uno tiene hijos con ella…
—A propósito, ¿tú qué eres? ¿Comunista?
—No, socialista de derecha. Y tú, ¿comunista?
—No —dijo Magnin, retorciéndose el bigote—, socialista también. Pero revolucionario de izquierda.
—Yo —respondió Sembrano con una sonrisa triste que armonizaba con la proximidad de la noche— era sobre todo pacifista…
—Las ideas cambian… —dijo Vallado.
—Las gentes que defiendo no han cambiado. Y sólo eso importa.
Los mosquitos rondan en torno a ellos. Conversan. La noche se instala en el campamento, solemne como todas las grandes extensiones; una noche cálida parecida a todas las noches de verano.
4
Agosto
Una veintena de milicianos con mono bajaban de la Sierra para almorzar. No había oficiales: sin duda los responsables, poco seguros de la guardia de los desfiladeros a la hora de las comidas, la hacían ellos mismos. Afortunadamente puesto que del otro lado era más o menos igual, pensó Manuel.
Cinco de los milicianos llevaban sombreros de mujer a la moda de 1935, platos soperos verde claro, azul tierno —y tenían una barba de cinco días—. Habían metido en sus gorras los últimos agavanzos de la Sierra.
—En adelante —dijo Manuel parodiando el tono de mando de Ramos— sólo los camaradas delegados por las organizaciones obreras y campesinas estarán encargados de la presentación de las modas. Preferentemente aquellos de cierta edad, por lo menos con la cédula de garantía de los dos sindicatos. Eso no pasará inadvertido.
—Teníamos el sol de frente cuando los atacamos. No se les veía. Y había una tienda de sombreros; cerrada, pero nos las arreglamos. Después, nos llevamos los sombreros.
El pueblo donde tenían ese día su base y la del tren blindado se encontraba a seiscientos metros: una plaza con balcones de madera como el patio interior de una granja, una torre de techo puntiagudo de El Escorial, y algunas tiendas de vacaciones, naranja o carmín, una de las cuales estaba adornada con un gran espejo.
—¡No nos quedan mal! —dijo el miliciano.
Se sentaron en las mesas de la fonda, fusiles cruzados a la espalda y pamelas en la cabeza: detrás de ellos, en treinta kilómetros de laderas, las últimas manchas de los jacintos que cubrían, dos meses antes, las rocas de la sierra terminaban de chamuscarse por encima de la llanura de trigo. Se acercaba el ruido de un auto lanzado a toda velocidad. Y de pronto un Ford caqui se paró en el porche, y tres brazos paralelos hicieron el saludo fascista. Bajo las manos levantadas a plena luz, los tricornios napoleónicos y los ribetes amarillos del uniforme verdoso: guardias civiles. No habían visto a los milicianos que comían a la izquierda de la puerta y creían llegar a un pueblo fascista. Los campesinos armados de la segunda fonda se levantaron lentamente.
—¡Amigos!, —gritaron los guardias bloqueando de golpe sus frenos—. ¡Estamos con vosotros!
Los campesinos se llevaron el fusil al hombro. Ya tiraban los milicianos: muchos guardias civiles habían, en efecto, pasado las líneas enemigas pero sin hacer el saludo fascista. Salieron por lo menos treinta balas. Manuel distinguió el ruido, menos duro, de los neumáticos que reventaban; casi todos los campesinos habían apuntado al auto. Sin embargo, uno de los guardias civiles estaba herido. El viento llenaba la plaza de un olor a flores quemadas.
Manuel hizo desarmar a los guardias, los hizo registrar cuidadosamente, conducir a una sala de la alcaldía con una escolta de milicianos (los campesinos odiaban a los guardias civiles) y telefoneó al cuartel general del coronel Mangada.
—¿Hay amenaza, o urgencia? —preguntó el oficial de servicio.
—No.
—Entonces, nada de «justicia expeditiva». Nosotros mandamos un oficial para el Consejo de Guerra. Serán juzgados dentro de una hora.
—Desde luego. Otra cosa: su llegada nos muestra que se puede venir de una aldea fascista hasta aquí. He hecho poner una guardia en la entrada del pueblo y una en la carretera. Eso no basta…
El Consejo funcionaba en la alcaldía. Detrás de los acusados, en la gran sala blanqueada con cal, los campesinos, con blusas grises o negras, y los milicianos —todos de pie y silenciosos—; en primera fila, las mujeres de los campesinos muertos por los fascistas. La gravedad del islam guerrero.
Dos de los guardias civiles habían hablado. Ciertamente, habían saludado a la romana; pero creían que era un pueblo fascista y querían atravesarlo para unirse a las líneas republicanas. Mentira que daba tanta pena oír como decir, característica de toda mentira evidente; los guardias parecían resistirse, y jadeaban bajo su traje rígido, como agarrotados en el uniforme. Una campesina se aproximó al tribunal. Los fascistas habían ocupado su pueblo —un pueblo bastante cercano—, después vuelto a tomar por los republicanos. Ella había visto a los guardias cuando llegaron en el auto.
—Cuando me hicieron venir por mi hijo…, cuando me hicieron venir, yo creía que era para enterrarlo… Pero no, era para interrogarme, los canallas…
Retrocedió un paso, como para mirarlo mejor:
—Y estaba allí, éste estaba allí… Si a él le mataran a su hijo, ¿qué diría? ¿Eh? ¿Qué diría? ¿Qué dirías, miserable?
El hombre, herido, se defendía, jadeante, con los movimientos convulsos de un pez fuera del agua. Manuel pensaba quizá que era inocente: el hijo había sido fusilado antes de que la madre fuera interrogada y ella veía por todas partes a sus asesinos. El guardia hablaba de su fidelidad a la República. El sudor, poco a poco, empapaba las mejillas afeitadas de su vecino; las gotas resbalaron por los dos lados de sus bigotes lustrosos, y esta vida que perlaba bajo la inmovilidad parecía la vida autónoma del miedo.
—¿Han venido ustedes para unirse a nosotros y no tienen ningún informe que darnos?
Se volvió hacia el tercer guardia que no había dicho nada. Éste lo miró con insistencia, mostrando a las claras que sólo se dirigía a él.
—Escuche. Usted es un oficial, aunque esté con esa gente. Ya he oído bastante. Tengo la cédula 17 de las falanges de Segovia. Usted debe fusilarme, bueno, y pienso que será para hoy. Pero antes de morir quisiera tener la satisfacción de ver fusilar delante de mí a esos dos sinvergüenzas. Tienen las cédulas 6 y 11. Me dan asco. Ahora, de soldado a soldado, hágalos callar o hágame salir a mí.
—¡Es muy orgulloso —dijo la vieja— para ser uno que mata niños!…
—¡Yo estoy con ustedes! —gritó al presidente el guardia civil herido.
El presidente observaba al oficial que acababa de hablar: nariz muy chata, labios gruesos, bigotito, pelo crespo, una cabeza de Film mexicano. El presidente creyó por un instante que iba a abofetear al guardia herido, pero nada hizo. Sus manos no eran manos de guardia. ¿Habían los fascistas establecido células en la guardia civil, como el cuartel de la Montaña?
—¿Cuándo ha entrado usted en la guardia civil?
El hombre no respondía, indiferente en adelante al Consejo de Guerra.
—¡Yo estoy con ustedes! —aulló de nuevo el herido, con un acento por primera vez convincente—. ¡Les digo que estoy con ustedes!
Manuel no llegó a la plaza hasta después de haber oído la descarga del pelotón. Los tres hombres habían sido fusilados en una calle vecina; los cuerpos habían caído sobre el vientre, cabeza al sol, pies a la sombra. Un gatito inclinaba sus bigotes sobre el charco de sangre del hombre de la nariz chata. Un muchacho campesino se acercó, apartó al gato, mojó el índice en la sangre y comenzó a escribir en la pared: MUERA EL FASCISMO.
Después se remangó la camisa y fue a lavarse las manos en la fuente.
Manuel miraba el cadáver, el tricornio allí, a pocos pasos, el joven campesino inclinado sobre el agua y la inscripción todavía roja. «Hay que hacer la nueva España contra los unos y contra los otros —pensó—. Y la nueva no será más fácil que la antigua».
El sol golpeaba con toda su fuerza contra las paredes amarillas.
Ramos y Manuel caminaban a lo largo del terraplén. La tarde es semejante a las tardes sin cañones. En ese crepúsculo de retrato ecuestre, en medio del olor de los pinos y de las hierbas entre los pedruscos, la Sierra se inclina en colinas decorativas hasta la llanura de Madrid sobre la cual la noche desciende como sobre el mar. Insólito, el tren blindado agazapado en su túnel parecía olvidado por una guerra que se había marchado con el sol.
—Vengo de pasar media hora peleándome con los compañeros —dijo Ramos—; hay más de diez que quieren ir a cenar a sus casas, ¡y tres en Madrid!
—Es la época de la caza, se confunden. ¿Resultado de tus difíciles negociaciones?
—Cinco quedan, seis parten. Si fueran comunistas, todos se quedarían.
Algunos tiros aislados y un gruñido de un lejano cañón hacían más profunda la paz de las montañas. La noche sería hermosa.
—¿Por qué te hiciste comunista, Ramos?
Ramos exclamó:
—Porque he envejecido…
—Cuarenta y dos años son muchos años. Pero cuando era anarquista quería mucho más a la gente. El anarquismo, para mí, era el sindicato, pero era sobre todo la relación de hombre a hombre. La formación política de un obrero no se hace personal sino después: al principio, es una cuestión de influencias…
—Dime, Manuel, explícame, pues, si es que algo comprendes. Frente a nosotros está el ejército español. Pongamos que sean sobre todo los oficiales. En las Filipinas se portaron como inútiles. En Cuba, lo mismo. ¿A causa de los norteamericanos? Si quieres: producción superior e industria de primer orden. En Marruecos, también les hicieron de las suyas; Abd-el-Krim no era los norteamericanos. ¿Por qué nuestros señoritos de bigote son débiles ante el-Krim, y no ahora? Se ha dicho siempre: ejército de opereta. ¿Por qué se portan así en Melilla y no aquí?
Las relaciones de Manuel y de Ramos empezaban a cambiar. Habían sido hasta entonces las de un sindicalista experimentado con un hombre de treinta años serio, a pesar de sus bromas, entregado a conocer el mundo en el cual había puesto su esperanza, a no mezclar lo que había controlado con aquello en que soñaba —pero sin experiencia política—. Comenzaba a adquirir esa experiencia, y Ramos sabía que los conocimientos de Manuel eran mucho más amplios que los suyos. De igual modo que Manuel había agitado una regla en la Central, él agitaba esa tarde como un plumero una rama de pino, en la punta de la cual había dejado un manojo de agujas; podía sentir su mano derecha vacía:
—No había tal ejército de opereta, amigo Ramos; había solamente opereta en el ejército. Lo que se llama un ejército de opereta es un ejército de guerra civil. Nuestro ejército —en fin el ejército español— tiene un oficial por cada diez hombres. ¿Crees que su presupuesto está destinado a la guerra, inocente? Nada de eso: al pago de los oficiales —propietarios al servicio de los propietarios— y a la compra de armas automáticas, muy insuficientes para la guerra, a causa de los chanchullos, pero muy suficientes para la policía. Ejemplo: nuestras ametralladoras, modelo 1913, nuestros aviones, que tienen más de diez años: inoperantes contra una nación; decisivos contra una revuelta. Imposible hacer una guerra contra el extranjero con eso, ni una guerra colonial. Del ejército español sólo se ha oído hablar en caso de derrotas o de malversaciones. Y de represiones. Pero eso no es una opereta, es una mala Reichswehr.
Algunas detonaciones lejanas subieron de los valles. Traían a milicianos heridos sobre mantas que llevaban por las cuatro puntas.
—El pueblo salva a Madrid todos los días —dijo Manuel mirando las crestas detrás de las cuales estaban los fascistas de Segovia.
—Sí. Y después se va a acostar.
—Pero vuelve a empezar al día siguiente.
—Tú estás por formarte, Manuel… Tanto mejor. Has dirigido bien a tus hombres contra la batería…
—Quizá algo ha cambiado en mí, y para el resto de mi vida, pero eso no viene del ataque de la batería, de antes de ayer; eso ha nacido hoy, cuando he visto al muchacho escribir en la pared con la sangre del fascista muerto. Ya no me sentía responsable dando instrucciones en el olivar, o conduciendo el camión, o, como antes, en el cacharro para esquiar…
—Antes —repitió Ramos.
No hacía ni un mes.
—El pasado no es una cuestión de tiempo. Pero ante el muchacho salvaje que escribía en la pared, allí he sentido que nosotros éramos responsables. La virginidad del mando, amigo…
Lejos, en el campo gubernamental, arde sin humo un fuego de pastor o de campesino.
Los grandes velos de niebla de la noche ascendente convergen hacia ese fuego. La tierra desaparece, las llamas son la única mancha clara de las pendientes; la paz echada de los montes, agazapada bajo tierra como el tren blindado bajo su túnel, parece brotar a través de ese fuego alegre. Hay otro, mucho más lejos, en el extremo derecho.
—¿Quién se ocupa de los heridos?, —pregunta Manuel.
—El médico jefe del hospital. Un hombre muy paciente.
—¿De la izquierda republicana?
—Socialista de derecha creo. Los milicianos también ayudan con mucha eficacia.
Manuel cuenta la llegada de la chiquilla detrás de los camiones. Ramos, con las manos en sus mechones rizados, sonríe.
—¿Qué impresión tienes de las milicianas, Manuel?
—Combate activo: cero. En suma, apenas son buenas para apaciguar los nervios de los hombres. Combate pasivo: muy bien. Valor un poco inestable —lo mismo sucede con los hombres—, muy grande por momentos.
—Fíjate, hay algo que me gusta: en cada pueblecito que ha tomado Franco, todo se vuelve más esclavo: no sólo los nuestros, eso va de suyo, sino los chiquillos que vuelven a poner bajo el dominio del cura, las mujeres que mandan a la cocina. Todos los oprimidos, ya lo sean de un modo u otro, han venido a pelear con nosotros.
Extraña fuerza del fuego: subiendo o bajando con un ritmo de forja, parece arder sobre todos los muertos de la jornada, esparcir sobre la locura de los hombres la noche que asciende.
Ramos siente que desaparece su sonrisa. Observa el otro fuego. Toma sus anteojos de larga vista.
No son fuegos de pastores, son señales.
¿No estará él, como los milicianos, viendo señales por todas partes? Está acostumbrado a las señas por el fuego; por lo demás (cuenta), esos brutos están transmitiendo en morse —pero no en un lenguaje claro.
El otro fuego es también un fuego de señales. Los fascistas han preparado bien su trabajo. ¿Cuántos fuegos semejantes arden a esta hora en la retaguardia de las líneas republicanas? En todas las laderas, a donde llega la vista de Ramos y chillan las cigarras, los milicianos están acostados y duermen. Han cesado sus exclamaciones. Los muertos de la jornada, que pesan ya con todo su peso en el asfalto de la carretera o en las zarzas de las laderas, empiezan, pegados a la tierra, su primera noche de muertos. En la serenidad transparente de la Sierra, sólo el lenguaje silencioso de la traición llena la oscuridad creciente.
III
1
Manuel tomaba conciencia de que la guerra es hacer lo imposible para que pedazos de hierro entren en la carne viva.
Los gritos de un hombre o de una mujer (en la extremidad del dolor los timbres no se distinguen ya), jadeantes, atravesaban la sala del hospital San Carlos y se perdían en él.
La sala estaba muy arriba, iluminada desde lo alto por tragaluces casi enteramente llenos de plantas de anchas hojas, que atravesaba la luz del verano. Ese día verdoso, esas paredes inmensas sin agujeros, salvo si se levantaba la cabeza, y esos personajes en pijama cuyos cuerpos anudados resbalaban sobre sus muletas en la paz inquieta del hospital, esas sombras cubiertas de vendas como imágenes en Semana Santa, todo eso parecía el reino eterno de la herida, establecido allí fuera del tiempo y del mundo.
Ese acuario comunicaba con el cuarto de los grandes heridos, de donde llegaban los gritos: un cielo raso de altura normal, ocho camas y verdaderas ventanas. Manuel no vio al entrar más que los grandes cubos de tul de los mosquiteros, y una enfermera sentada al lado de la puerta. La habitación parecía solitaria en esa plena luz vuelta a encontrar, un cuarto claro de hospital, tan diferente del sótano de la Inquisición por donde se deslizaban los fantasmas vendados; pero los ruidos se encargaban de expresar su vida verdadera.
De una de las camas del centro salían sin cesar esos gemidos en que el dolor se hace más fuerte que toda expresión humana, en que la voz no es más que el universal ladrido del sufrimiento, lo mismo en los hombres que en los animales: ladridos que siguen el ritmo de la respiración y en los cuales el que escucha siente que van a detenerse con el aliento. Y cuando en efecto se detienen, el crujir de dientes, atroz y complaciente como los gritos de las parturientas, los reemplaza. Manuel sentía que los gritos iban a volver con la respiración recuperada.
—¿Qué tiene? —preguntó en voz baja a la enfermera.
—Aviación. Lo derribaron con sus bombas. Estallaron cuando el avión cayó. Cinco balas de ametralladora, veintisiete esquirlas.
El tul del mosquitero se movió empujado desde dentro como si el herido se hubiera sentado en la cama.
—Su madre —dijo la enfermera—. Él tiene veintidós años.
—Usted está acostumbrada —dijo Manuel con amargura.
—No tenemos bastantes enfermeras. Yo soy cirujana.
Volvieron los gritos, subieron más alto, como si el herido hubiera tratado de desvanecerse forzando el dolor; y se cortaron de pronto. Manuel no escuchaba siquiera el crujir de dientes. Pero no se atrevía a avanzar.
¿En qué sentía que el herido crispaba sus dedos sobre la sábana? Un nuevo ruido comenzó, tan bajo al principio que Manuel se preguntó qué podía ser —hasta que el ruido se hizo nítido; un ruido de labios—. ¿De qué sirven las palabras frente a un cuerpo despedazado? Ahora que el muchacho había llevado su dolor al silencio, la madre hacía lo único que podía hacer: lo besaba.
Manuel oía nítidamente los besos, cada vez más precipitados, como si al sentir que el dolor interrumpido iba muy pronto a volver, la mujer hubiera querido detenerlo a fuerza de ternura. Una mano tomó el mosquitero y lo retorció; Manuel sintió ese dolor aferrado al aire vacío como si se aferrara a su propio brazo. La mano se abrió, los dedos se soltaron.
—¿Desde hace… cuánto tiempo? —preguntó Manuel.
—Desde antes de ayer.
Miró por fin a la enfermera: pequeña, muy joven. No llevaba velo, y sus cabellos eran negros y brillantes.
Ella vaciló.
—Nosotras también… —dijo por fin—. A los gritos de los heridos nos acostumbramos. Pero no a los de éstos: a éstos no se los manda a otra parte, no se los puede operar.
—¿Barca está siempre allí? —preguntó Manuel entre dos recaídas de gritos. Esos gritos parecían establecidos en la sala por toda la eternidad.
—No, al lado.
Manuel quedó aliviado. Sensible al dolor pero incapaz de expresar su compasión, sentía su torpeza y la soportaba mal.
La habitación en que se hallaba Barca comunicaba a la vez con la que él dejaba y con el acuario. Manuel abrió la puerta, vaciló un segundo, como si cerrar esa puerta hubiera sido bajar la tapa de un féretro sobre el herido. Por último, la dejó entreabierta.
Barca estaba sentado en la cama. No, no deseaba nada más. Tenía naranjas, revistas ilustradas. Y amistad. Lo malo era que no querían ponerle morfina. Si temían que se volviera morfinómano a su edad, harían mejor en irse al diablo. Y como habían puesto el peso en el extremo de su pierna que tenía rota en dos lugares, no podía dormir. Si pudieran hacerlo dormir, estaría mejor.
—Podrías dormir, con…
Manuel aludía a los gritos del herido que oían, mitigados, por la puerta entreabierta.
—No debo estar en la misma sala. Eso no se explica. En otra sala, puedo. Pero deberían poner juntos a los enfermos silenciosos. Cierra la puerta: en esta sala nadie grita…
—¿Qué era? —preguntó Manuel, como si, al hablar de nuevo del enfermo, hubiera reabierto la puerta que acababa de cerrar.
—Mecánico. Estaba en las milicias; en la aviación. Bombardero.
—¿Por qué estaba de nuestro lado?
—¿Dónde quieres que estuviera un mecánico? ¿Con los fascistas?
—Podía no estar en ningún bando.
—¡Ah, eso!…
Barca alzó las cejas, levantó la cabeza: le volvió el dolor. Descansó la cabeza en la almohada, y su vieja cara tomó de nuevo la expresión del dolor persistente —los ojos más hundidos, los rasgos cambiantes—, esa expresión de una infancia a la vez vulnerable y grave, en la cual el sufrimiento extrae de cada rostro la nobleza que oculta. En la Sierra, Manuel había observado los ojos de Barca. Toda la expresión de ese rostro de facciones triviales, de tez más oscura que los cabellos y el corto bigote blanco, más oscura que los ojos claros, provenía de los párpados pesados, espesos, cargados de una experiencia amarga y no resignada, que pequeñas arrugas tan numerosas como resquebrajaduras de porcelana transformaban en buen humor campesino. Con los ojos cerrados, parecía sonreír.
—¿Cómo anda el tren blindado?
—Creo que bien —dijo Manuel—. Pero no lo sé: ya no estaré allí más. Me han nombrado comandante de compañía en el quinto regimiento.
—¿Estás contento?
—Tengo mucho que aprender…
A pesar de la puerta cerrada, oyeron de nuevo los gritos.
—El muchacho… Estaba con nosotros porque estaba con nosotros…
—¿Y tú, Barca?
—Hay tantas razones…
Hizo una mueca, trató de moverse, y se volvió hacia Manuel como si hubiera esperado que éste se lo explicara.
—Nada te obligaba —continuó Manuel.
—¡Estaba sindicado, caramba!
—Sí. Pero no eras militante, no estabas amenazado directamente.
—Dime, muchacho. ¿Es que a ti una invasión de filoxera te hubiera alegrado?
Antes Barca era viñador en Cataluña, como lo habían sido su padre y su abuelo. La filoxera había permitido a los propietarios despojar a los viñadores del trabajo de más de cincuenta años.
—Habías rehecho tu vida, podías vivir…
Por el tono, Barca comprendía que Manuel no trataba de discutir sino de comprender mejor.
—Quieres decir: ¿por qué no me mantuve neutral?
—Sí.
Barca sonrió, con una sonrisa a la cual el dolor parecía darle una extraña experiencia.
—Son siempre los mismos los que no son neutrales. ¿En qué he sido yo neutral?
En el acuario, a los que iban con muletas se los veía por el vano de la puerta deslizarse uno tras otro.
—A pesar de todo, no es una pregunta en broma, sino una pregunta en serio. ¡Hasta el peor fascismo es mejor que estar muerto!…
Cerró los ojos.
—Mi pierna me hace doler más que ser vejado por un fascista… Y bien, yo…
Ante el dolor, la debilidad detuvo su ademán.
—Y bien, no. A pesar de todo, no. A pesar de todo, volvería a empezar. ¿Entonces?
Los gritos del herido llegaron de nuevo hasta ellos. ¿Volvería a empezar? Sobre eso reflexionaba Barca.
—No creas que me tomas del todo desprevenido: cuando creí que… que estaba acabado, quizá, debajo de los pinos, reflexione… Como todo el mundo. No como yo, quizá, pero reflexioné. A veces, con paciencia, puedo aprender lo que no sé. ¡Pero comprender lo que soy! Eso… Son las palabras. ¿Me sigues?
—Claro.
—Porque eres inteligente. Para decírtelo todo: no quiero que me desprecien. Escucha bien, muchacho.
No alzaba la voz. Hablaba sólo más lentamente, con el tono que hubiera tomado si, sentado a una mesa, levantara el índice.
—Ésa es la cosa. Lo demás importa menos. En cuanto al dinero, tienes razón: hubiera podido arreglármelas con ellos. Pero ellos quieren que los respeten, y yo no quiero respetarlos. Porque no son respetables. Quiero respetar, pero no a ellos. Quiero respetar al señor García, que es un sabio. Pero no a ellos.
García era uno de los mejores etnólogos españoles. Vivía en el verano en San Rafael, y Manuel había comprobado cuánto lo amaban los militantes de esa parte de la Sierra.
—Y después hay otra cosa. Te voy a contar un recuerdo. Quizá lo encuentres poco serio, quizá sí. Cuando estaba todavía en el cultivo antes de que fuera a Perpiñán, el marqués vino a casa. Hablaba de su gente. Y hablaba de los nuestros. Y dijo esto, te lo repito palabra por palabra: «Vean ustedes lo que es esa gente. ¡Prefieren la humanidad a su familia!». Despreciativo, sí lo era. Yo hubiera podido discutir, en el momento, pero también esa vez reflexioné. Comprendí esto: cuando nosotros queremos hacer algo por la humanidad, es también por nuestra familia. Es lo mismo. En tanto que ellos, eligen. ¿Me sigues? Eligen.
Calló un momento.
—El señor García ha venido a verme. Nos conocemos desde hace mucho. Es un hombre que se ha interesado siempre por las cosas. Ahora que está en información militar, quiere saber lo que pasa en los pueblos. Pero me pregunta: ¿la igualdad? Oye, Manuel, te voy a decir algo bueno, que no sabes, ni tú, ni él, porque… en fin, habéis tenido demasiada suerte, digamos. Un hombre como él, García, no sabe demasiado bien lo que es ser vejado. Y esto es lo que quiero decirte: lo contrario de eso, la humillación, como él dice, no es la igualdad. Al menos han comprendido algo, los franceses, con toda la imbecilidad de su inscripción sobre las alcaldías, porque lo contrario de ser vejado es la fraternidad.
Por la puerta abierta de la gran sala, se veía caminar, con sus perfiles de lisiados, a los heridos cuyos brazos estaban enyesados y envueltos con vendas separadas del cuerpo por tablillas, como violinistas con el violín al cuello. Éstos eran los más perturbadores: el brazo enyesado les daba la apariencia de hacer un ademán, y todos esos violinistas fantasmas, llevando hacia delante sus brazos inmovilizados y redondeados, avanzaban como estatuas que hubieran surgido en el silencio del acuario reforzado por el zumbido clandestino de las moscas.
2
14 de agosto
En medio de la exaltación general y de un calor que reventaba, seis aviones modernos se preparaban para partir. La tropa morisca que atacaba Extremadura marchaba de Mérida contra Medellín. Era una fuerte columna motorizada, sin duda la élite de las tropas fascistas. De la dirección de las operaciones se acababa de telefonear a Sembrano y a Magnin: Franco la dirigía personalmente.
Sin jefes, sin armas, los milicianos de Extremadura trataban de resistir. De Medellín, el talabartero y el dueño del bodegón, el fondista, los obreros agrícolas, algunos miles de hombres entre los más miserables de España, partían con sus escopetas contra los fusiles ametralladores de la infantería mora.
Tres Douglas y tres multiasientos de combate, con ametralladoras de 1913, tomaban en ancho la mitad del campo. No había aviones de caza: todos estaban en la Sierra. Sembrano, su amigo Vallado, los pilotos de línea españoles, Magnin, Sibirsky, Darras, Karlitch, Gardet, Jaime, Scali, alumnos nuevos —Dugay y los mecánicos en el extremo de los hangares, con el zarzero Raplati—, toda la aviación estaba en juego.
Jaime cantaba un cante flamenco.
Los dos triángulos de los aparatos partieron hacia el sudeste.
Hacía fresco en los aviones, pero se veía el calor a ras de tierra, como se ve el aire caliente temblar encima de las chimeneas. Acá y allá, los grandes sombreros de paja de algunos campesinos aparecían entre los trigos. De los montes de Toledo hasta los de Extremadura, más allá de la guerra, la tierra color de cosechas dormía con el sueño de la tarde, de un horizonte a otro recubierto de paz. En el polvo que subía hacia el gran sol, los rellanos y los oteros formaban siluetas chatas; más allá, Badajoz, Mérida —tomada el 8 por los fascistas—, Medellín, invisibles aún, puntos irrisorios en la inmensidad de la llanura que temblaba.
Las piedras se hicieron más numerosas. Por último, áspera como su tierra de rocas, techos sin árboles, viejas tejas grises de sol, esqueleto berberisco sobre tierras africanas: Badajoz, alcázar, su plaza de toros vacía. Los pilotos miraban sus mapas, los bombarderos sus miras, los ametralladores los pequeños molinetes de los puntos de mira que giraban a toda velocidad fuera de la carlinga. Abajo, una vieja ciudad española roída, con sus mujeres negras detrás de las ventanas, sus olivos y sus anises al fresco en baldes con agua de pozo, sus pianos en los que jugaban los niños tocando con un dedo, y sus gatos flacos al acecho de las notas que se perdían una tras otra en el calor… Y una impresión de sequedad tal, que parecía que tejas y piedras, casas y calles debiesen resquebrajarse y pulverizarse a la primera bomba, con un gran ruido de huesos y cascajos. Por encima de la plaza, Karlitch y Jaime agitaron sus pañuelos. Los bombarderos españoles lanzaban pañuelos con los colores de la República.
Ahora, una ciudad fascista: los observadores reconocían el teatro antiguo de Mérida, las ruinas: una ciudad semejante a Badajoz, semejante a toda Extremadura. En fin, Medellín.
¿Por qué carretera llegaba la columna? Las carreteras sin árboles estaban amarillas bajo el sol, un poco más claras que la tierra, y vacías hasta donde alcanzaba la vista.
La escuadrilla sobrevoló una plaza cuadrada —Medellín— y comenzó a subir una carretera hacia las líneas enemigas, pero también hacia el sol. Ese sol de las cinco los deslumbraba a todos; de la carretera sólo veían una cinta incandescente. Los dos Douglas que estaban detrás de Sembrano empezaron a retardarse, después tomaron la fila: la columna enemiga llegaba.
Darras, que acababa de pasar los mandos al primer piloto, miraba con todo su cuerpo, a medias inclinado en el corredor de la carlinga. Durante la guerra, sólo buscaba cualquier brigada alemana; esta vez buscaba aquello contra lo cual luchaba desde años ha en tantas formas, en su alcaldía, en las organizaciones obreras edificadas pacientemente, deshechas, rehechas: el fascismo. Después Rusia: Italia, China, Alemania… Aquí, en esta España, apenas la esperanza que Darras había puesto en el mundo encontraba su posibilidad, seguía apareciendo el fascismo —casi bajo su avión—; y lo único que él veía eran los aviones de los suyos cambiando su línea de vuelo.
Para tomar la fila, el avión en que se encontraba (el de Magnin era el primero de los internacionales) dio la vuelta. La carretera delante de ellos estaba marcada por puntos rojos a intervalos regulares, muy recta, a lo largo de un kilómetro. El avión estaba encima, el sol volvió, y Darras no vio más que una carretera blanca.
Después la carretera se torció oblicuamente, el sol se deslizó hacia un lado: los puntos rojos reaparecieron. Demasiado pequeños para ser automóviles, con un movimiento demasiado mecánico para ser hombres. Y la carretera se movía.
De pronto, Darras comprendió. Y como si se hubiera puesto a ver con el pensamiento, y no con sus ojos, distinguió las formas: la carretera estaba cubierta de camiones con bacas amarillas de polvo. Los puntos rojos eran los capós pintados al minio, no camuflados.
Hasta el inmenso horizonte silencioso de campo y de paz, carreteras en torno a tres ciudades, en estrellas, como las huellas de enormes patas de pájaro; y entre esas tres carreteras inmóviles, ésta. El fascismo, para Darras, era esa carretera que temblaba.
De los dos lados de la carretera, tiraron bombas. Eran bombas de diez kilos: un estallido rojo en punta de lanza, y humo en los campos. Nada mostraba que la columna fascista fuera más rápido; pero la carretera temblaba más.
Los camiones y los aviones iban al encuentro los unos de los otros. En el sol, Darras no veía bajar las bombas, pero las veía estallar, en rosario ahora, siempre en los campos. Su pie vendado empezaba a dolerle. Sabía que uno de los Douglas no tenía lanzabombas y bombardeaba por el agujero agrandado de la letrina. De pronto, una parte de la ruta dejó de temblar: la columna se detenía. Una bomba había tocado un camión, derribado en el camino, pero Darras no lo había visto.
Como la cabeza de un gusano que continuara sola su camino, el tramo anterior de la columna, cortada en dos, escapaba hacia Medellín; las bombas continuaban cayendo. El avión de Darras estaba encima de ese tramo.
El segundo piloto no ve debajo de sí.
Bombardero del tercer avión internacional, Scali miraba las bombas acercarse a la carretera. Muy adiestrado en el ejército italiano donde, hasta que emigrara, había efectuado un periodo de reserva todos los años, habiendo vuelto a encontrar su precisión en tres misiones cumplidas en la Sierra, pilotado hoy por Sibirsky, en la vertical de la carretera desde hacía quince segundos, veía las bombas estallar cada vez más cerca de los camiones. Demasiado tarde para apuntar al tramo de cabeza. Los demás camiones intentaban pasar a derecha y a izquierda del que había caído de través en la carretera. Vistos desde los aviones, los camiones parecían fijos en la carretera, como moscas en un papel pega pega; como si Scali, porque estaba en un avión, hubiera esperado verlos escaparse, o partir a través de los campos; pero la carretera estaba sin duda bordeada de terraplenes. La columna, tan nítida momentos antes, trataba de dividirse por ambos lados del camión caído como un río por ambos lados de un peñasco. Scali veía claramente los puntos blancos de los turbantes moros; pensó en las escopetas de los pobres hombres de Medellín y abrió de golpe las dos cajas de bombas ligeras cuando vio por la mira el enredo de los camiones. Después se inclinó por la ventanilla y esperó la llegada de sus bombas: nueve segundos de destino entre esos hombres y él.
Dos, tres… No era posible ver bastante lejos hacia atrás. Por un agujero lateral: en tierra, algunos tipos corrían, los brazos al aire, bajando por el terraplén, seguramente. Cinco, seis… Ametralladoras en batería tiraban a los aviones. Siete, ocho… ¡Cómo corrían! Nueve: dejaron de correr, bajo veinte manchas rojas que estallaron a la vez. El avión continuó su camino como si nada de eso le concerniera.
Los aviones daban vueltas y vueltas para alcanzar de nuevo la carretera. El de Magnin volvía cuando habían estallado las bombas de Scali, de modo que Darras vio nítidamente disiparse el humo por encima de un amontonamiento de camiones patas arriba. Salvo en el instante del estallido rojo de las bombas, la muerte parecía no desempeñar ningún papel en ese asunto: no se veían sino manchas caquis huyendo de la ruta bajo los puntos blancos de los turbantes, como hormigas enloquecidas que se llevan sus huevos.
El que mejor veía era Sembrano: el primero de los Douglas volvía detrás del último de los internacionales cerrando el círculo. Sembrano sabía, mucho más que Scali, lo que era la lucha de los milicianos de Extremadura; sabía que nada podían hacer; que sólo la aviación podía ayudarlos. Volvía a pasar sobre la carretera para que los bombarderos que habían conservado bombas ligeras pudiesen aún destruir más camiones: la motorización era el primer elemento de la fuerza fascista. Pero era necesario, antes de la llegada de la aviación enemiga, alcanzar la cabeza de la columna que se había escapado a Medellín.
Algunos camiones saltaron todavía en los campos, ruedas en el aire. Desde que, echados de la carretera, no estaban ya frente al sol, la luz decreciente alargaba detrás de ellos sus sombras, de tal modo que sólo aparecían cuando estaban destruidos, como los peces muertos pescados con dinamita sólo suben a la superficie cuando han sido heridos.
Los pilotos habían tenido tiempo de precisar su posición por encima de la ruta. Las sombras de los camiones derribados se alargaban ahora a la cabeza y en la cola de la columna, como barreras.
«Franco tardará más de cinco minutos en arreglar esto», pensó Sembrano, avanzando el labio inferior. A su vez, voló hacia Medellín.
Sin dejar de ser pacifista en su corazón, bombardeaba con mayor eficacia que ningún piloto español. Sólo que, para calmar sus escrúpulos, cuando bombardeaba, bombardeaba desde muy bajo: el peligro que corría, que se ingeniaba en correr, resolvía sus problemas éticos. O bien los camiones están en la ciudad, pensaba, y hay que hacerlos volar a todos por el aire, o bien están fuera, y para que los milicianos no se hagan matar se necesita también hacerlos volar por el aire. Iba rumbo a Medellín a doscientos ochenta por hora.
Los camiones que habían formado la cabeza de la columna se amontonaban en la sombra de la plaza. No se habían atrevido a dispersarse porque era un pueblo enemigo. Sembrano voló lo más bajo posible, seguido de otros cinco aviones.
Ahora el sol llenaba las calles de sombrar. Sin embargo, a trescientos metros, se adivinaba el color de las casas, salmón, azul pálido, verde, y la forma de los camiones; algunos estaban escondidos en las calles vecinas a la plaza.
Un Douglas venía hacia Sembrano en vez de seguirlo. El piloto había sin duda perdido la fila.
Los aviones iniciaron un primer círculo tangente a la plaza de Medellín. Sembrano recordaba su primer bombardeo, que había hecho con Vargas, ahora jefe de operaciones, y con los obreros de Peñarroya, rodeado de fascistas, que habían desplegado en las ventanas y en los patios sus cortinas, sus cubrecamas —sus más hermosos géneros—, para los aviadores republicanos.
Las bombas que lanzaron brillaron en un rayo de sol, desaparecieron, continuaron su camino con una independencia de torpedos. Gruesas llamas naranjas comenzaron a estallar como minas en la plaza que se llenó de humo. En un gran remolino, sobre la más alta llama, un cohete de humo blanco salió en medio del humo marrón; la minúscula silueta negra de un camión dio una vuelta entera en el aire y volvió a caer en la nube marrón. Sembrano, esperando que todo ese humo se disipara, echó una mirada hacia delante, volvió a ver el Douglas que había perdido la fila y dos más. Ahora bien, sólo tres Douglas se habían comprometido, contando el suyo: no podía tener tres delante de él.
Hizo oscilar su aparato para ordenar la formación del combate.
Inquieto por lo que ocurría en tierra, apenas había mirado: no eran Douglas, eran Junkers.
Era el momento en que la aviación le parecía a Scali un arma nauseabunda. Desde que los moros huían tenía ganas de alejarse. No por eso dejaba de esperar como un gato que la plaza llegara a su mira (le quedaban dos bombas de cincuenta kilos). Indiferente a las ametralladoras de tierra, se sentía a la vez justiciero y asesino, más asqueado, por lo demás, tomarse por justiciero que por asesino. Los seis Junkers, tres enfrente (los que había visto Sembrano) y tres debajo lo libraron de la introspección.
Los Douglas iban a tratar de huir: con sus pobres ametralladoras al lado del piloto, no podía ser cuestión para ellos el combatir con aviones alemanes con tres puestos de ametralladoras, armados de ametralladoras modernas. Sembrano había considerado siempre la velocidad como el mejor medio de defensa de los aviones de bombardeo. En efecto, los Douglas, llenos de gas, huyeron oblicuamente, los multiplazas internacionales lanzándose contra los tres Junkers de abajo; tres contra seis, contra seis sin cazas, felizmente. Alcanzado el objetivo, no se trataba ya de combatir, sino de pasar. Y Magnin elegía atacar por debajo los aviones más bajos, que iban a destacarse contra el cielo, en tanto que sus aviones camuflados serían casi invisibles sobre los campos, a esa hora. Los tres Junkers no tendrían quizá tiempo de ponerse en línea de combate. Salió él también, entonces, a toda velocidad.
Los de abajo llegaban, formados como submarinos, su proa como un péndulo entre los guardabarros de su tren de aterrizaje. Uno de ellos viraba aún, y los internacionales veían con claridad su antena de radio y detrás su ametrallador de perfil, por encima de la carlinga. Gardet, en su torreta de delante, con un fusil de niño en la espalda, esperaba. Demasiado lejos para que lo oyeran, mostraba los Junkers con el dedo y agitaba el brazo izquierdo. Magnin, al lado de Darras, los veía agrandarse como si los hubieran hinchado.
Toda la tripulación tomaba conciencia de que un avión podía caer.
Gardet hizo girar su torreta; con un ruido extraordinariamente rápido, todas las ametralladoras martillando la carlinga, los aviones se cruzaron. Los internacionales habían recibido muy pocas balas, las de las ametralladoras de proa solamente. Los Junkers permanecían detrás, uno de ellos iba bajando, sin caer del todo. Aunque la distancia no dejaba de aumentar, de pronto una docena de balas atravesaron la carlinga del avión de Magnin. La distancia aumentó todavía; bajo el fuego de las ametralladoras de atrás de los internacionales, los cinco Junkers volvían hacia sus líneas, el tercero bajando a sacudidas por encima de los campos.
Después de su vuelta, telefoneado ya el informe, Magnin hizo llamar a Gardet.
—Está en el Junker que ha bajado aquí creyendo que Madrid había sido tomado —dijo Camuccini.
—Razón de más.
Con sorpresa de Magnin, un delegado de la Seguridad lo esperaba.
—Camarada Magnin —le dijo después de haber mirado por todos los rincones de la oficina—, el jefe de Seguridad me encarga que le indique que tres de sus voluntarios alemanes…
Sacó un papel del bolsillo:
—Kre… feld, Wurtz y Schrei… ner, eso es Schreiner, son informadores hitlerianos.
Error, tuvo ganas de contestar Magnin; pero en tales casos se cree siempre en el error. Karlitch le había señalado que Krefeld tomaba incesantemente fotos (¿las habría tomado un espía?) y Magnin había quedado sorprendido de oírlo citar un día el nombre de uno de los funcionarios de la 2.ª sección francesa.
—¿Krefeld, entonces? Bueno, eso es asunto de ustedes. Pero Schreiner me sorprende mucho. Wurtz y Schreiner son comunistas bastante antiguos, me parece. Y el partido responde por ellos.
—Los partidos son como las personas, camarada Magnin, creen en sus amigos; nosotros creemos en los datos que recibimos.
—¿Qué quiere el jefe de policía?
—Que esos tres no pongan más los pies en un aeródromo.
—¿Y después?
—Después él se responsabilizará.
Magnin, reflexionando, se tiró del bigote.
—El caso de Schreiner es en verdad atroz. Y yo, sí, por qué no decirlo, ¡yo lo creo inocente! ¿Es que no puede hacerse una investigación suplementaria?
—¡Oh!, no se trata de precipitar nada… El jefe telefoneará enseguida, pero sólo para confirmar lo dicho.
Llegó Gardet, tras haber guardado en la tienda de los accesorios su pequeño fusil; llevaba inclinado hacia delante su pelo cortado a cepillo; miraba con aire risueño. El policía se retiró.
Sus cabellos y sus pómulos acentuados le daban la apariencia de un gato para niños, pero, desde que sonreía, sus dientecitos separados unos de otros transmitían una energía aguda a ese rostro triangular.
—¿Qué has ido a hacer allí? ¿A ponerte en el lugar de los ametralladores?
—Porque soy un taimado. Fui, fíjate bien, pero tenía la impresión de que había algo que no comprendía. Comprendía muy bien, no soy tan tonto como creía. Ahora que han tirado sobre nosotros, estoy seguro de lo que digo: el aparato es casi ciego por delante. Por eso no nos han tocado en la primera tunda, y nos han tocado después cuando estábamos detrás.
—Yo tuve esa impresión también.
Magnin los había estudiado en las revistas técnicas: el tercer motor del Junker está en el lugar de la torreta delantera de los multiplazas de dos motores, y Magnin había dudado de que se pudiera defender la parte delantera de un avión con un ametrallador de cubo que tira entre las ruedas y un ametrallador detrás. Por eso se había lanzado desde arriba, uno contra dos.
—Dime, ¿crees que iban a todo gas cuando nos perseguían?
—Por supuesto.
—Entonces nos toman el pelo desde hace dos años, esos Fritz. Al menos treinta kilómetros de menos que nosotros con nuestros viejos cacharros. ¿Es ésa la célebre flotilla Goering? Pero sus ametralladoras, eso sí, son algo muy distinto de las nuestras. No dejaron una sola vez de funcionar. Yo escuchaba. Si los rusos o los tontos de nuestros compatriotas se decidieran a surtimos como es debido…
Magnin se fue a la Dirección de Operaciones, perplejo.
Quería primero pasar por el hospital.
El bombardero bretón, indiferente, discutía con su vecino, un anarquista español, tenía la cama cubierta de números de L’Humanité y de obras de Courteline; House estaba solo en un cuarto, en el piso de arriba, lo que no presagiaba nada bueno.
Magnin abrió la puerta; el inglés lo saludó con el puño levantado, sonriendo, pero sus ojos no sonreían.
—¿Cómo andas?
—No sé; nadie sabe inglés…
Él no respondía a la pregunta sino a su propia obsesión: no sabía si sería amputado o no.
Con su fino bigote rubio debajo de su nariz puntiaguda, parecía un colegial bien acostado en su cama. ¡De qué modo ese puño en alto daba la impresión de ser un azar, un accidente! ¿No hubiera sido la verdad esas manos formalmente posadas sobre la sábana, ese rostro descansando entre una almohada y una sábana, en el cual sin duda pensaba una mistress House en algún cottage? Pero había otra verdad, ignorada por esa mistress House, la verdad de dos piernas con cinco balas debajo de la sábana cuidadosamente estirada. Ese muchacho no tiene veinticinco años, pensaba Magnin. ¿Qué decirle? Es poca cosa, una idea, frente a dos piernas que hay que cortar.
—Sí, sí… —dijo Magnin tirándose el bigote—. ¿Es que olvido algo? Ah, las naranjas que tengo abajo.
Salió. La invalidez lo emocionaba más que la muerte; no sabía mentir y no sabía qué responder. Ante todo, quería saber, y subió hasta donde estaba el médico jefe.
—No —le dijo éste—. El aviador inglés ha tenido suerte: los huesos no están afectados. Ni pensar por un instante en amputación.
Magnin volvió corriendo. Un ruido cristalino de cucharas llenaba la escalera y tintineaba en su corazón.
—Los huesos no han sido afectados —dijo al entrar. Había olvidado su historia de las naranjas.
House lo había saludado de nuevo con el puño: nadie comprendía su lengua en el hospital, y había tomado la costumbre de hacer ese ademán que era la única forma de fraternidad.
—La cuestión… la amputación, ni pensar en eso —tartamudeó, confuso de repetir en ingles lo que el médico acababa de decirle en español.
Confundido entre la esperanza y el temor de una mentira amistosa, House bajó los ojos, readquirió el dominio de su respiración y preguntó:
—¿Cuándo podré caminar?
—Voy a preguntárselo al médico jefe.
Me va a tomar por un idiota, pensó Magnin mientras volvía a subir los peldaños de la escalera blanca.
—Discúlpeme —le dijo al médico—; el muchacho pregunta cuándo podrá caminar, y me sería penoso mentirle.
—Dentro de dos meses.
Magnin volvió a bajar. Apenas hubo dicho «dos meses» una embriaguez de prisionero liberado subió de la cama, misteriosa porque nada la expresaba: House no podía mover las piernas; sus brazos estaban sobre la cama, su cabeza sobre la almohada, sólo sus dedos se crispaban en el extremo de sus brazos inmóviles, y su nuez de Adán, muy visible, subía y bajaba. Esos gestos de una alegría sin límites eran los gestos mismos del miedo…
En los alrededores de Madrid, menos milicianos blandían fusiles en menos autos menos cubiertos de inscripciones. Hacia la Puerta de Toledo, los jóvenes se ejercitaban en marchar al paso. Magnin pensaba en Francia. Hasta esta guerra, los Junkers habían constituido lo esencial de la flota de bombardeo alemana. Eran aviones comerciales transformados, y la confianza de Europa en la técnica alemana había visto en ellos una flota de guerra. Su armamento, excelente, no era eficaz, y no eran capaces de perseguir a los Douglas, aviones comerciales norteamericanos. Valían tanto más, sin duda, que todos los artefactos comprados por Magnin en todos los mercados de Europa. Pero no hubiesen vencido a los tipos de aviones modernos franceses, ni a la aviación soviética. Todo eso iba a cambiar: las grandes maniobras sangrientas del mundo habían comenzado. Durante dos años Europa había retrocedido ante la constante amenaza de una guerra que hubiese sido técnicamente incapaz de emprender…
3
Cuando Magnin llegó al Ministerio, el director de operaciones, Vargas, escuchaba a García que leía un informe.
—¡Buenos días, Magnin!
Vargas se levantó, pero quedó junto al sofá: se había quitado a medias, a causa del calor, su mono, que mantenía colgando sobre los pantalones (por flema, o para estar listo más pronto) como un conejo que conserva la piel en las patas, pero que le impedía caminar. Volvió a sentarse, las largas piernas todavía alargadas por el mono, su estrecha y huesuda cara de Don Quijote sin barba, llena de amistad. Vargas era uno de los oficiales con quienes Magnin había preparado las líneas aéreas españolas antes del levantamiento y era con él y Sembrano con quien Magnin había hecho saltar el ferrocarril Sevilla-Córdoba. Presentó a García y Magnin e hizo traer bebidas y cigarrillos.
—Felicitaciones —dijo García—. A usted se debe la primera victoria de la guerra.
—¿Sí? Tanto mejor… Transmitiré sus felicitaciones: Sembrano era el jefe del grupo.
Los dos hombres se observaban cordialmente: por primera vez, Magnin tenía trato directo con uno de los jefes de Informaciones Militares; García, por su parte, oía hablar diariamente de Magnin.
Todo en García sorprendía a Magnin: que fuera español, y tuviera la corpulencia y el rostro de un gran terrateniente inglés o normando, con la nariz respingona y las orejas puntiagudas; que fuera intelectual, y tuviera un aspecto bromista y afable; que fuera un etnólogo que había vivido tanto tiempo en el Perú y las Filipinas, y no tuviera la tez ni siquiera tostada por el sol; además, había imaginado siempre que García usaba quevedos.
—Fue una pequeña expedición colonial, ustedes saben —continuó Magnin—: Seis aviones… Hemos derribado algunos camiones en la carretera…
—No fueron las bombas del camino las más eficaces —dijo García—, sino las de Medellín. Muchas bombas de gran calibre cayeron en la plaza. Piense usted que los moros han sido bombardeados seriamente por primera vez. La columna ha vuelto a irse a su punto de partida. Es nuestra primera victoria. Sólo Badajoz está tomado. El ejército de Franco, pues, va a unirse ahora con el ejército de Mola.
Magnin lo miraba, interrogador.
La actitud de García lo sorprendía también: esperaba de él una actitud secreta, más que ese aire cordialmente desanimado.
—Badajoz está al lado de la frontera portuguesa —dijo García.
—El 6 —dijo Vargas—, el Monte Sarmiento ha traído a Lisboa catorce aviones alemanes y ciento cincuenta especialistas. El 8, dieciocho bombarderos han partido de Italia. Antes de ayer, veinte han llegado a Sevilla.
—¿Saboyas?
—Nodo sé. Otros veinte italianos han partido.
—¿Entre éstos los dieciocho?
—No. Antes de quince días tendremos un centenar de aviones modernos contra nosotros.
Si los Junkers eran malos, los Saboyas eran aparatos de bombardeo muy superiores a todos aquellos de los que disponían los republicanos.
Por la ventana abierta, el himno republicano difundido por veinte radios entraba con el olor quemado de las hojas.
—Continuo —dijo García volviendo a tomar su informe—: Es Badajoz esta mañana —le dijo a Magnin.
5 horas. Los moros acaban de entrar en el fuerte de San Cristóbal, ya casi destruido por el bombardeo.
7 horas. La artillería enemiga, instalada en el fuerte de San Cristóbal, bombardea la ciudad sin interrupción. Las milicias aguantan. La enfermería del hospital provincial ha sido destruida por el bombardeo aéreo.
9 horas. Al este, la muralla está hecha escombros. Al sur, los cuarteles en llamas. Sólo nos quedan dos ametralladoras. La artillería de San Cristóbal tira. Las milicias aguantan.
11 horas. Los tanques enemigos…
Dejó la hoja dactilografiada, tomó otra.
—El segundo informe es corto —dijo amargamente.
12 horas. Los tanques están en la catedral. La infantería los sigue. Es rechazada.
—Me pregunto por qué —dijo—. ¡Había en Badajoz cuatro ametralladoras!
16 horas. El enemigo entra.
16 horas y 10 min. Se lucha casa por casa.
—¿A las cuatro? —preguntó Magnin—. Pero, discúlpeme, a las cinco nos han dado Badajoz como nuestro.
—Las informaciones acaban de llegar.
Magnin pensaba en el sol de las cinco alargado sobre las calles de esa ciudad de cascotes. Había peleado en la artillería en los comienzos de la guerra del 14; aunque sabía que nada conocía de una batalla, allí aprendió que de ella no se veía nada. A esa ciudad por donde corría la sangre, no había dejado de verla tranquila y amiga. Desde demasiado alto como Dios. Los tanques están en la catedral… La catedral con una gran sombra a su lado, las calles estrechas, la plaza de toros…
—¿A qué hora ha terminado el combate?
—Una hora antes de que ustedes pasaran —dijo Vargas—, salvo la lucha en el interior de las casas…
—Aquí está el último informe —dijo García—. Alrededor de las ocho. Quizá antes: transmitido por nuestras líneas, en la medida en que haya líneas…
Los prisioneros políticos fascistas han sido liberados sanos y salvos. Los milicianos y sospechosos arrestados han sido pasados por las armas. Alrededor de doscientos han sido fusilados. Culpa: resistencia a mano armada. Dos milicianos fusilados en la catedral en las gradas del altar mayor. Los moros llevan el escapulario y el Sagrado Corazón. Se ha fusilado toda la tarde. Los fusilamientos continúan.
Magnin pensó en los pañuelos de Karlitch y de Jaime, amigablemente agitados por encima de los que fusilaban.
La vida nocturna de Madrid, el himno republicano de todas las radios, los cantos de toda especie, los salud en voz alta o baja según se estuviera cerca o lejos, mezclados como las notas de pianos, todo el rumor de esperanza y la exaltación de que estaba colmada la noche llenó de nuevo el silencio. Vargas movió la cabeza.
—Está bien cantar…, —y en un tono más bajo—: La guerra será larga.
»El pueblo es optimista… Los jefes políticos son optimistas… El comandante García y yo, que lo seríamos por temperamento…
Alzó las cejas, inquieto. Cuando Vargas alzaba las cejas, tomaba un aire ingenuo y súbitamente parecía joven. Y Magnin advirtió que nunca había pensado que Don Quijote hubiera sido joven.
—Reflexione en esta jornada, Magnin: con sus seis aviones, una pequeña expedición colonial, como usted dice, han parado la columna. Con sus ametralladoras, la columna había dispersado a los milicianos y tomado Badajoz. Considere usted que esos milicianos no eran cobardes. Esta guerra va a ser una guerra técnica, y nosotros la conducimos hablando sólo de sentimientos.
—¡Sin embargo, es el pueblo el que ha defendido la Sierra!
García observaba a Magnin atentamente. Como Vargas, pensaba que la guerra sería técnica, y no creía que los jefes obreros llegaran a ser especialistas por inspiración divina. Conjeturaba que la suerte del Frente Popular estaría en manos de sus técnicos, y todo, en Magnin, le interesaba: su falta de soltura, su aparente distracción, su aire de «no poder más», su aspecto de contramaestre mayor (era, en efecto, ingeniero de la Central), la energía evidente y ordenada que se agitaba bajo sus redondos anteojos estupefactos. Había en Magnin, a causa de sus bigotes, algo del ebanista tradicional del barrio de Saint-Antoine, y también en su belfo de foca, por el cual demostraba su edad, en su mirada, cuando se quitaba los anteojos, en sus gestos; en su sonrisa, la marca compleja del intelectual. Magnin había dirigido una de las más grandes líneas francesas, y García, que ponía especial cuidado en no adornar a los hombres con el prestigio de su función, trataba de discernir que provenía en él del hombre mismo.
—¡El pueblo es magnífico, Magnin, magnífico! —dijo Vargas—. Pero es impotente.
—Yo estaba en la Sierra —dijo García, apuntando a Magnin con el caño de su pipa—. Procedamos con orden. La Sierra ha sorprendido a los fascistas; las posiciones eran particularmente favorables a una acción de guerrilla; el pueblo tiene una fuerza de choque muy grande y muy corta.
»Mi querido señor Magnin, nosotros estamos sostenidos y envenenados a la vez por dos o tres mitos bastante peligrosos. Primero los franceses: el Pueblo —con una mayúscula— ha hecho la revolución francesa. Muy bien. De que cien picas puedan vencer a malos mosquetes no se infiere que diez escopetas puedan vencer a un buen avión. La revolución rusa ha complicado aún más las cosas. Políticamente, es la primera revolución del siglo XX pero advierta usted que, militarmente, es la última del siglo XIX. Ni aviación ni tanques en las fuerzas zaristas, barricadas en las filas revolucionarias. ¿Cómo han nacido las barricadas? Para luchar contra las fuerzas reales de caballería porque el pueblo no tuvo jamás caballería. España está hoy cubierta de barricadas —contra la aviación de Franco.
»Nuestro querido presidente del Consejo, inmediatamente después de su caída, ha partido a la Sierra con un fusil… Quizá, señor Magnin, no conoce usted bastante España. Gil, nuestro único verdadero constructor de aviones, acaba de ser muerto en el frente como soldado de infantería.
—Permítame. La revolución…
—Nosotros no somos la revolución. Pregúntele más bien a Vargas. Nosotros somos el pueblo, sí; la revolución, no, aunque no hablemos sino de ella. Llamo revolución a la consecuencia de una insurrección dirigida por cuadros (políticos, técnicos, todo lo que usted quiera) formados en la lucha, capaces de reemplazar rápidamente a aquellos que los destruyen.
—Y sobre todo, Magnin —dijo Vargas levantándose el mono—, no somos nosotros los que hemos tomado la iniciativa como usted no lo ignora. Nosotros tenemos que formar nuestros cuadros. Franco no tiene ninguna clase de cuadros, salvo militares, pero cuenta con los dos países que usted sabe. Los hombres de Wrangel han sido vencidos por el ejército rojo y no por los partidarios…
García fue escandiendo su frase con las chupadas de su pipa:
—No hay más, en adelante, transformación social, y con mayor razón revolución, sin guerra, y no hay guerra sin técnica. Ahora bien…
Vargas aprobaba, inclinando la cabeza al mismo tiempo que García inclinaba la pipa.
—Los hombres no se hacen matar por la técnica y la disciplina —dijo Magnin.
—En circunstancias como éstas, me intereso menos en las razones por las cuales los hombres se hacen matar que por los medios que tienen para matar a sus enemigos. Por otra parte, atención. Usted puede suponer que cuando digo disciplina no pienso en la férrea disciplina militar tal como se concibe en su país. Llamo así el conjunto de medios que dan a las colectividades de combatientes la mayor eficacia. (García tenía afición a las definiciones). Es una técnica como cualquier otra. ¡Inútil decirle que el saludo militar me es indiferente!
—Lo que oímos en este momento por la ventana es algo positivo. Usted sabe como yo que no se lo utiliza a las mil maravillas. Usted dice: nosotros no somos la revolución. Pues bien, ¡seámosla! ¿No cree usted, a pesar de todo, que serán ustedes ayudados por las democracias?
—¡Es demasiado afirmativo, Magnin! —dijo Vargas.
Vargas apuntó a los dos con el caño de su pipa como con el cañón de un revólver:
—He visto a las democracias intervenir contra casi todo, salvo contra los fascismos.
»El único país que puede ayudarnos, tarde o temprano, aparte de México, es Rusia. Y no nos ayudará porque está demasiado lejos.
»En cuanto a lo que oímos por la ventana, señor Magnin, es el Apocalipsis de la fraternidad. A usted lo conmueve. Lo comprendo muy bien: es una de las cosas más conmovedoras de la tierra y no se ve a menudo. Pero debe transformarse bajo pena de muerte.
—Es muy posible… Sólo que, permítame, no acepto por mi parte, no quiero aceptar ningún conflicto entre aquello que representa la disciplina revolucionaria y los que aún no comprenden su necesidad. El sueño de la libertad total, el poder al más noble, o algo por el estilo, todo eso forma parte a mis ojos de aquello por lo cual estoy aquí. Quiero para cada hijo de vecino, una vida que no se califique por lo que exige de los otros. ¿Comprende usted lo que quiero decir?
—Me temo que no le hayan hecho conocer plenamente la situación.
»Tenemos que vérnoslas con dos golpes de Estado superpuestos, mi querido señor Magnin. Uno es el puro y simple pronunciamiento de las familias, viejo conocido. Burgos, Valladolid, Pamplona, la Sierra. El primer día, los fascistas tenían todas las guarniciones de España. Ahora no tienen ya sino la tercera parte. Ese pronunciamiento, en suma, ha sido vencido. Y vencido por el Apocalipsis.
»Pero los Estados fascistas, que no son idiotas, han encarado perfectamente el fracaso del pronunciamiento. Y, a partir de allí, comienza el problema del Sur. Tenga usted cuidado: no es de igual naturaleza.
»Para saber de qué hablamos, dejemos la palabra fascismo. Primero: a Franco le importa un bledo el fascismo, es un aprendiz de dictador venezolano. Segundo: a Mussolini le importa un bledo instituir o no el fascismo en España; los problemas morales son una cuestión, la política extranjera otra. Mussolini quiere aquí un Gobierno sobre el cual pueda actuar. Para eso ha hecho de Marruecos una base de agresión. De allí parte un ejército moderno, con un armamento moderno. Como no pueden contar con los soldados españoles (lo han visto en Madrid y en Barcelona), se apoyan en tropas poco numerosas pero de valor técnico: moros, Legión Extranjera, etcétera.
—No hay más que doce mil moros en Marruecos, García —dijo Vargas.
—Le anuncio cuarenta mil. Nadie aquí ha estudiado ni siquiera un poco el vínculo presente de las autoridades del islam con Mussolini. ¡Espere un poco! Francia e Inglaterra quedarán sorprendidas. Y si los moros no bastan, nos enviarán italianos, querido amigo.
—A su juicio, ¿qué quiere Italia? —preguntó Magnin.
—No lo sé. A mi juicio, la posibilidad de controlar Gibraltar, es decir de poder transformar automáticamente una guerra anglo-italiana en guerra europea, obligando a Inglaterra a hacer esta guerra a través de un aliado europeo. El relativo desarme de Inglaterra hace preferir a Mussolini encontrarse con ella sola; su rearme cambia profundamente la política italiana. Pero todo esto son hipótesis, son charlas de café. Lo serio es lo siguiente: apoyado de la manera más concreta por Portugal, ayudado por los países fascistas, el ejército de Franco —columnas motorizadas, fusiles ametralladores, organización italo-alemana, aviación italo-alemana— va a tratar de dominar Madrid. Para dominar la retaguardia, va a recurrir al terror masivo, como ha comenzado en Badajoz. Qué vamos a oponer nosotros, prácticamente, a esta segunda guerra, que nada tiene que ver con la de la Sierra, ésa es la cuestión.
García dejó su sillón y se acercó a Magnin, sus dos orejas puntiagudas recostadas contra la lámpara eléctrica, encendida sobre el escritorio.
—Para mí, señor Magnin, la cuestión es sencillamente ésta: una acción popular, como la nuestra, o una revolución, o hasta una insurrección, no mantiene su victoria sino por una técnica opuesta a los medios que le han sido dados. Y a veces hasta a los sentimientos. Reflexione en ello, en función de su propia experiencia. Porque dudo que usted funde su escuadrilla con la sola fraternidad.
»El Apocalipsis quiere todo, todo enseguida; la revolución obtiene poco —lenta y duramente—. El peligro es que todo hombre lleva en sí el deseo de un Apocalipsis. Y que, en la lucha, ese deseo, pasado un tiempo bastante corto, es una derrota cierta por una razón muy simple: por su naturaleza misma, el Apocalipsis no tiene futuro.
»Ni siquiera cuando pretende tener uno.
Se guardó la pipa en el bolsillo y dijo con tristeza:
—Nuestra modesta función, señor Magnin, es organizar el Apocalipsis.
II
Ejercicio de apocalipsis
I
1
García, nariz respingona y pipa en la boca, iba a entrar en lo que había sido una tiendecita y que era uno de los puestos de mando de Toledo.
A la derecha de la puerta estaba pegada una gran foto sacada de un periódico ilustrado: los rehenes llevados al Alcázar por los fascistas y que debían ser protegidos cuando las tropas republicanas asaltaran los subterráneos. «La mujer X…, la joven X…, el niño X»… Como si los combatientes, durante el combate, pudieran recordar esas caras. Entró García. Dejaba el pleno sol lleno de torsos desnudos y de sombreros mexicanos: la oscuridad le pareció completa.
—La batería tira sobre nosotros —gritaban dentro.
—¿Qué batería, la de Negus?
—La nuestra.
—He telefoneado: ¡Tiráis demasiado corto! El oficial ha contestado: «Estoy cansado de tirar contra los míos. Ahora cambio».
—Es un desafío a los principios más sagrados de la civilización —dijo una voz carente de simplicidad, con un acento francés muy marcado.
—Un traidor más —dijo por lo bajo una voz áspera y fatigada, la del capitán, cuyo rostro comenzó a adivinar García. Y a un teniente—: Busque veinte hombres y una ametralladora y vaya corriendo —por último, a un secretario—: Ponga al coronel al corriente.
—He mandado a tres compañeros —dijo el Negus— para que le arreglen las cuentas al de la batería.
—Yo lo había destituido, que quiere usted, y si la F. A. I. no lo hubiera puesto allí…
García no pudo oír el final. Sin embargo había mucho menos alboroto allí que afuera. Algunas explosiones de vez en cuando, subían de tierra y martilleaban la Cabalgata de las Walkirias, que transmitía la radio de la plaza. Sus ojos se habituaban a la penumbra y distinguía ahora al capitán Hernández: se parecía a los reyes de España de los cuadros célebres que se parecían todos a Carlos V joven, las estrellas doradas, sobre su mono, brillaban vagamente en la sombra. A su alrededor ya empezaban a distinguirse nítidamente en la pared las manchas regulares de las que estaba rodeado como los cortos rayos que rodean las estatuas de ciertos santos españoles: suelas y hormas de zapatero. No las habían retirado de la tienda. Al lado del capitán, un responsable anarquista, Sils, de Barcelona.
La mirada de Hernández se encontró por fin con García, la pipa a un lado de la boca.
—¿Comandante García? Me han telefoneado. De Informes Militares.
Le estrechó la mano, lo arrastró hacia la calle.
—¿Qué desea hacer?
—Seguirlo algunas horas, si usted me lo permite. Después veremos…
—Voy a Santa Cruz. Vamos a ensayar la dinamita contra los edificios del gobierno militar.
—Vamos.
El Negus, que los seguía, miraba a García con simpatía: por una vez un enviado de Madrid tenía buena cara. Orejas de pícaro, forzudo, y de aspecto no demasiado burgués: García llevaba una chaqueta de cuero. Al lado del Negus, gesticulaba un hombre puro tendón, cabellos grises ondulados y revueltos, chaqueta de alpaca, pantalones de montar y botas: el capitán Mercery enviado por Magnin al Ministerio de Guerra y puesto a disposición del comandante militar de Toledo.
—Camarada Hernández —gritó una voz de la tiendecita—, el teniente Larreta telefonea que el oficial de la batería se ha largado.
—Que él lo reemplace.
Hernández se alzó de hombros con asco, y saltó de un brinco una máquina de coser tirada en la calle. Una escolta lo seguía.
—¿Quién manda aquí? —preguntó García, apenas irónico.
—¿Quién quiere usted que mande?… Todo el mundo… Nadie. Usted sonríe…
—Sonrío siempre. Es un tic jovial. ¿Quién da las órdenes?
—Los oficiales, los locos, los delegados de las organizadores políticas, y otros que olvido…
Hernández no hablaba con hostilidad, pero sí con una mueca de desaliento que curvaba la barra de su bigote negro sobre sus labios delgados.
—¿Qué relaciones tienen los oficiales de carrera de ustedes con las organizaciones políticas? —preguntó García.
Hernández lo miró sin hacer un gesto y sin hablar, como si nada hubiera sido capaz de explicar hasta qué punto esas relaciones eran catastróficas. A pleno sol, se oía el canto de los gallos.
—¿Por qué? —preguntó García—. ¿Por qué cualquier imbécil se pretende delegado? Al principio, en una revolución todos se hacen pasar por autoridades.
—Eso ante todo. Después, qué quiere usted, la ignorancia absoluta de aquellos que vienen a discutir con nosotros sobre problemas técnicos. Esas milicias serían aplastadas por dos mil soldados que conocieran su oficio. ¡En suma hasta los verdaderos jefes políticos creen en el pueblo como fuerza militar!
—Yo no. Al menos, no enseguida. ¿Y después?
En las calles divididas en dos por la sombra, continuaba la vida, las escopetas entre los tomates. La radio de la plaza dejó de tocar la Cabalgata de las Walkirias; se oyó un canto flamenco: gutural, intenso, en él se mezclaban el canto fúnebre y el grito desesperado de los caravaneros. Y parecía crisparse sobre la ciudad y el olor de los cadáveres, como las manos de los muertos se crispan en la tierra.
—En primer lugar, comandante, para ser socialista o comunista, o miembro de uno de nuestros partidos liberales, se requiere un mínimo de garantías; pero se entra en la C. N. T. como Pedro por su casa. No le estoy enseñando nada nuevo; pero, qué quiere usted, para nosotros es lo más grave de todo: ¡cada vez que detenemos a un falangista, tiene un carnet de la C. N. T! Hay anarquistas de valor, ese camarada que está detrás de nosotros, por ejemplo; ¡pero mientras exista el principio de la puerta abierta, todas las catástrofes entrarán por esa puerta! Usted ha visto lo que acaba de ocurrir con el teniente de la batería.
—Los oficiales de carrera que están con nosotros, ¿por qué razones lo están?
—Están los que piensan que como Franco no ha triunfado enseguida, será vencido. Los que están ligados a tal o cual oficial superior enemigo de Franco, de Queipo, de Mola o de algún otro; los que no se han movido, sea por vacilación, sea por abulia; en suma, estaban con nosotros, y aquí han quedado… Después de que los comités políticos los hayan puesto de vuelta y media, lamentan no haber partido…
García había visto oficiales que pretendían ser republicanos, en la Sierra, aprobar lo que los milicianos hacían de más absurdo, y hablar pestes de ellos cuando ya no estaban y a los de un campo de aviación militar retirar las mesas y las sillas de su comedor cuando llegaban voluntarios extranjeros mal vestidos… Y también a oficiales de carrera rectificar los errores de los milicianos con una paciencia incansable, enseñar, organizar… Y él conocía el destino del oficial republicano nombrado en el mando del 13.º de lanceros, uno de los regimientos rebeldes de Valencia: había ido a presentarse en el cuartel rebelado; había entrado —conociendo plenamente el riesgo qué corría—. La puerta se había cerrado y se había oído una salva.
—¿Ninguno de los oficiales de ustedes se ha entendido con los anarquistas?
—Sí, los peores, muy bien. El único al que los anarquistas, o más bien aquellos que se dicen anarquistas, obedecen en cierta medida es ese capitán francés. No lo toman demasiado en serio, pero lo quieren.
García alzó una pipa interrogadora.
—Me da consejos de tácticas absurdas —dijo Hernández— y consejos prácticos excelentes…
Todas las calles convergían hacia la plaza. Ésta separaba a los sitiadores del Alcázar: no pudiendo pues atravesarla, García y Hernández daban la vuelta alrededor, García haciendo resonar el paso, Hernández arrastrándolo, sobre el pavimento de Carlos V. Encontraban la plaza en el extremo de cada perspectiva de calle cerrada por los colchones, de cada callejuela donde habían hecho una barricada de sacos, demasiado baja.
Los hombres tiraban acostados, mal agrupados, muy vulnerables al tiro de las ametralladoras.
—¿Qué piensa usted de estas barricadas? —preguntó García mirando de soslayo.
—Lo mismo que usted. Pero ya verá.
Hernández se acercó al que parecía dirigir la barricada; buena cara de cochero, bigotes, ¡oh, bigotes!, sombrero mexicano muy lujoso, tatuajes. En el brazo izquierdo, sujeta por un elástico, una calavera de aluminio.
—Habría que levantar cincuenta centímetros la barricada, separar a los tiradores, y ponerlos en ventanas en forma de V.
—¿Do… cu… men… ta… ción? —gruñó el mexicano en un estruendo de fusilazos bastante cercano.
—¿Qué?
—¡Tu documentación, eh, tus papeles!
—Capitán Hernández, comandante de la sección de Zocodover.
—Entonces, no eres de la C. N. T. Entonces, ¿por qué tienes que meterte con mi barricada?
García examinaba el maravilloso sombrero: alrededor de la copa, una corona de rosas artificiales; debajo, una faja que llevaba esta inscripción con tinta: El terror de Pancho Villa.
—¿Qué quiere decir el terror de Pancho Villa? —preguntó.
—Eso se entiende —dijo el otro.
—Por supuesto —respondió García.
Hernández lo miró en silencio. Volvieron a irse. En la radio, el canto magnífico había cesado. En una calle delante de una lechería, sobre una hilera de jarras de leche, un nombre propio estaba escrito en un cartón al lado de cada jarro. Hacer la cola fastidiaba a las mujeres: dejaban los jarros, el lechero los llenaba, y ellas venían a buscarlos —a menos que…
Paró el fuego. El paso de la escolta, por un instante, martilleó el silencio. García escuchó: «Como me escribió una mujer muy cultivada, madame Mercery, oigan, camaradas: ellos se equivocan si creen que limpiarán las manchas de sus derrotas de África con la sangre de los obreros». Después de lo cual, desde una calle resguardada, llegó el ruido de un patín de ruedas.
El fuego empezó de nuevo. Incluso de las calles al resguardo del fuego del Alcázar, siempre divididas por la sombra; del lado oscuro, las personas charlaban delante de las puertas, unas de pie, apoyadas en sus escopetas, otras sentadas. En el ángulo de una callejuela, solo, de espaldas, un hombre con sombrero y chaqueta, a pesar del calor, tiraba.
La callejuela iba hasta la pared, muy alta, de una dependencia del Alcázar. Ni una tronera, una ventana, un enemigo. El hombre, tranquilamente tiraba contra la pared, bala tras bala, rodeado de moscas. Cuando hubo agotado el cargador lo cambió por otro. Oyó tras de sí pasos que se detenían, y se volvió. Tendría unos cuarenta años, un rostro seno.
—Tiro.
—¿A la pared?
—A lo que puedo.
Miró a García con gravedad.
—¿No tiene usted un hijo aquí?
García lo miró sin responder.
El hombre se volvió y tiró de nuevo sobre las enormes piedras.
Continuaron su camino.
—¿Por qué no hemos tomado todavía el Alcázar? —le preguntó García a Hernández dándole un golpecito a la pipa sobre el dorso de la mano izquierda.
—¿Cómo lo tomaríamos?
Caminaban.
—Nunca se ha tomado una fortaleza tirando sobre sus ventanas… Hay un sitio, pero no hay ataque. ¿Entonces?
Miraban las torres.
—Le voy a decir una cosa sorprendente, mi comandante: el Alcázar es un juego. No se siente al enemigo. Se lo sintió al principio; ahora se acabó, qué quiere usted… Entonces, si tomáramos medidas decisivas nos sentiríamos asesinos… ¿Ha estado usted en el frente de Zaragoza?
—Todavía no, pero conozco Huesca.
—Cuando se sobrevuela Zaragoza, se ven los alrededores acribillados por bombas de avión. Los puntos estratégicos, los cuarteles, etcétera, están bombardeados diez veces menos que el vacío. No es ni torpeza ni cobardía: pero la guerra civil se improvisa más rápido que el odio de todos los instantes. Se necesita lo que se necesita, por supuesto, y no me gusta que los alrededores de Zaragoza parezcan un colador. Sólo que yo soy español, y comprendo…
Un gran ruido de aplausos que se perdía en el sol detuvo al capitán. Pasaron delante de un music-hall astroso; erizado de anuncios. Hernández se alzó de hombros con cansancio, como lo había hecho ya, y continuó un poco más lentamente:
—No sólo los milicianos de Toledo atacan el Alcázar; muchos de aquellos que lo atacan son de Toledo; y los chiquillos que los fascistas han encerrado son hijos de los milicianos de Toledo, qué quiere usted…
—¿Cuántos rehenes hay?
—Imposible saberlo… Toda investigación, aquí, se pierde en la arena… Un número bastante elevado, y muchos son mujeres y niños: al principio han arramblado con todo lo que han podido. Lo que nos paraliza no son los rehenes, es la leyenda de los rehenes… Quizá no son tan numerosos como lo tememos todos…
—¿Es imposible saber a qué atenerse?
Como el capitán, García había visto las fotos de mujeres y de niños expuestos en la Jefatura (éstos, por lo menos, eran rehenes ciertos) y las de los cuartos vacíos con sus juguetes abandonados…
—Hemos intentado cuatro veces…
A través de la polvareda de un pelotón de jinetes campesinos semejantes a una tribu mongólica, llegaban a Santa Cruz. Más allá, estaban las ventanas enemigas del gobierno militar; arriba el Alcázar.
—¿Es aquí donde ustedes quieren ensayar la dinamita?
—Sí.
Atravesaron un desorden de jardines incendiados, de salones frescos y de escaleras, hasta la sala del museo. Las ventanas estaban obstruidas por sacos de arena y fragmentos de estatuas. Los milicianos tiraban en una atmósfera de horno, el torso desnudo con ocelos de luz como las manchas de las panteras: las balas enemigas habían hecho un colador en la parte superior de la pared de ladrillo. Detrás de García, sobre el brazo alargado de un apóstol, cintas de ametralladoras se secaban como ropa blanca. García colgó su chaqueta de cuero del índice tendido.
Mercery, por primera vez, se acercó a él:
—Mi comandante —le dijo rectificando su posición—, quiero hacerle saber que las hermosas estatuas están en lugar seguro.
Esperémoslo, pensó García, una mano del santo en la suya.
Después de los corredores, de las piezas oscuras, subieron a un tejado. Más allá de las tejas lívidas de luz, Castilla cubierta de cosechas flameaba con sus flores chamuscadas hasta el horizonte blanco. García, poseído por toda esa reverberación, a punto de vomitar de deslumbramiento y de calor, descubrió el cementerio; y se sintió humillado como si esas piedras y esos mausoleos muy blancos en la extensión ocre hubiesen hecho irrisorio todo combate. Pasaban balas con un ruido blando de avispas y otras, en el mismo instante, hacían estallar las tejas con un sonido más duro. Hernández, revólver en mano, avanzaba, agachado, seguido por García, Mercery y milicianos que llevaban dinamita, todos quemados, la espalda por el sol, el vientre por las tejas que les devolvían el calor acumulado. Los fascistas tiraban a diez metros. Un miliciano tiró una bomba que explotó sobre un tejado: las tejas saltaron hasta la pared que protegía a los dinamiteros, Hernández y García; una red oblicua de balas se tendía por encima de ellos.
—Mal trabajo —dijo Mercery.
Una ametralladora entró en juego. Una sola granada en esa dinamita…, pensó García. Mercery se puso de pie, el busto entero por encima de la pared. Los fascistas sólo le veían el cuerpo hasta el vientre, y tiraban más y mejor sobre ese busto increíble con chaqueta de alpaca, corbata roja, que lanzaba una carga de dinamita con un ademán de discóbolo, con algodón en las orejas.
Todo saltó, con un estruendo salvaje. Mientras las tejas, desmoronadas desde lo alto, rebotaban entre gritos, Mercery se había agazapado detrás de la pared, al lado de Hernández.
—¡Así! —les dijo a los milicianos que se deslizaban detrás de la pared con su carga.
Su rostro estaba a veinte centímetros del capitán.
—¿Cómo era la guerra del 14? —le preguntó éste.
—Vivir… No vivir… Esperar… Estar allí para algo… Tener miedo…
Mercery sentía, en efecto, que lo invadía el miedo a causa de la inmovilidad. Tomó su revólver, apuntó, con la cabeza descubierta, tiró. De nuevo actuaba; el miedo desapareció. Estalló la tercera carga de dinamita.
La borla del gorro de Hernández estaba justo enfrente de la grieta y el aire la mandó como de un papirotazo del otro lado de su perfil: el gorro cayó. Hernández era calvo; se puso de nuevo el gorro y rejuveneció.
Algunas balas atravesaban la pared o la tronera, delante de la nariz de García, que se decidió por fin a apagar su pipa y a metérsela en el bolsillo. La fachada del edificio fascista estalló como si hubiera estado minado; la sangre pareció brotar de la cabeza de un miliciano que se desplomó a la derecha de García, con la mano que había lanzado la dinamita todavía en el aire. Y en el vacío que había llenado esa nuca de donde brotaba la sangre, a lo lejos, delante del cementerio, sobre una pendiente del Alcázar, en pleno fuego, había un automóvil detenido, intacto en apariencia bajo el violento sol: dos ocupantes delante, tres detrás, inmóviles. A diez metros debajo, una mujer, la cabeza escondida en el hueco del brazo, el otro brazo extendido (pero la cabeza hacia abajo de la barranca), habría parecido dormir si no se la hubiera sentido, bajo su vestido vacío, más aplanada que ningún ser viviente, pegada a la tierra con la fuerza de los cadáveres; y esos fantasmas del sol resplandeciente no eran muertos sino por su olor.
—¿Sabe usted si hay especialistas de explosivos en Madrid? —le preguntó Hernández.
—No.
García seguía mirando el cementerio, sacudido por lo que había de turbio y de eterno en esos cipreses y en esas piedras, sintiendo hasta en los latidos de su corazón el incansable olor de carne podrida y viendo el día deslumbrante mezclar los muertos antiguos y los muertos recientes de esa guerra en su mismo resplandor. La última carga estalló en el último pedazo del edificio fascista.
En la sala del museo, el calor era siempre el mismo, y el alboroto siempre igual. Lanzadores de dinamita milicianos de los subterráneos y milicianos del museo se congratulaban.
García sacó su chaqueta del índice del santo: el forro se enganchaba, el santo se negaba a soltarla. De una escalera, que llevaba a algún sótano, milicianos con el torso desnudo subían cargados de casullas cuyo oro verdoso y cuya seda rosa pálida brillaban vagamente; otro miliciano, con una toca del siglo XVI echada hacia atrás en la cabeza, los inscribía.
—¿Qué objeto tiene lo que acabamos de hacer? —preguntó García.
—La destrucción de esos edificios hace impracticable toda salida de los rebeldes. Eso es todo; qué quiere usted, es lo menos absurdo… Y hasta ahora empleamos bombas con ácido sulfúrico y con gasolina, envueltas en algodón con clorato de potasio y con azúcar… Entonces, a pesar de todo…
¿Los cadetes tratan todavía de salir?
Mercery, que estaba aún a su lado, alzó los brazos.
—¡Están ustedes frente a la mayor impostura de la historia!
García lo miraba, con aire interrogador:
—A su disposición para un informe, mi comandante.
Pero Hernández había posado la mano en el brazo de García, y Mercery, respetuoso de la jerarquía, se apartó. Hernández miraba al comandante con la misma expresión que cuando se había ocupado de las relaciones entre los oficiales y las organizaciones anarquistas —por añadidura, asombrada esta vez—. Se oía un avión.
—¡También usted! ¡Los Informes Militares!…
García esperaba, olfateando, prestando atención con sus ojos saltones de ardilla.
—Los cadetes del Alcázar son una soberbia invención de propaganda; no hay veinte cadetes allí dentro: cuando el levantamiento, todos los alumnos del Colegio Militar estaban de vacaciones. El Alcázar está defendido por guardias civiles, dirigidos por los oficiales de la Escuela de Guerra, Moscardó y los demás…
Una docena de milicianos llegaron corriendo, el Negus con ellos.
—¡Ahí están de nuevo con un lanzallamas!
A través de corredores y escaleras, Hernández, García, el Negus y los milicianos habían llegado a un sótano de alta bóveda, lleno de humo y detonaciones, abierto frente a ellos por un ancho corredor subterráneo donde el humo se volvía rojo. Los milicianos pasaban corriendo, con baldes llenos de agua en la mano o entre los brazos. El estruendo del combate que se sostenía afuera apenas llegaba y el olor de la gasolina había reemplazado decididamente el olor a perro reventado. Los fascistas estaban en el corredor.
El chorro del lanzallamas, fosforescente en la oscuridad, llegaba por allí y rociaba el cielo raso, la pared de enfrente y el piso con un movimiento bastante lento, como si el fascista que tuviera el lanzallamas hubiera alzado incesantemente una larga columna de gasolina. Limitada por el marco de la puerta, la blanda columna inflamada no podía alcanzar la derecha ni la izquierda del cuarto. A pesar del furor con el cual los milicianos echaban el contenido del agua contra la pared y la gasolina crepitante, Hernández sentía que esperaban el instante en que los fascistas aparecerían en la puerta y, por la forma en que algunos estaban pegados a la pared, los sentía prontos a cejar. Nada tenía que ver la guerra con este combate de los hombres contra un elemento. El riego de gasolina avanzaba, y todos los milicianos dedicados a echar baldes de agua sobre las paredes, el chirrido del vapor y la tos infernal de los hombres ahogados por el acre olor del petróleo y el atroz y sibilante sonido blando del lanzallamas. El chorro de gasolina crepitante avanzaba paso a paso y las llamas azuladas y convulsas multiplicaban el frenesí de los milicianos, haciendo patalear en las paredes racimos de sombras enloquecidas, todo un desencadenamiento de fantasmas estirados alrededor de la locura de los hombres vivos. Y los hombres contaban menos que esas sombras locas, menos que esa niebla sofocante que transformaba todo en siluetas, menos que ese chisporroteo salvaje de llamas y de agua, menos que los pequeños gemidos ladrados por un quemado.
—¡No veo —aullaba a ras de tierra—, no veo! ¡Sacadme de aquí!
Hernández y Mercery lo habían cogido por los hombros y lo arrastraban, pero él continuaba gritando: ¡Sacadme de aquí!
La llama llegaba a la entrada de la sala. El Negus estaba junto a la puerta, pegado a la pared, con el revólver en la mano derecha. En el instante en que el cobre del lanzallamas llegó al ángulo de la pared, lo tomó con la mano izquierda, sus cabellos vaporosos aureolados de azul bajo la luz de la gasolina, y lo dejó enseguida, dejando en él la piel. Caían las balas por todos lados. El fascista dio un salto oblicuo para echar el chorro del lanzallamas sobre el Negus, que tocaba ya su pecho; el Negus tiró. El lanzallamas cayó sobre las losas, mandando al techo todas las sombras: el fascista tambaleó por encima de la luz que venía del lanzallamas en el suelo, su rostro iluminado por debajo —un oficial de bastante edad—, en la fosforescente claridad de la gasolina. Resbaló por fin sobre el Negus, con una lentitud cinematográfica, la cabeza en el chorro del lanzallamas, que retiró de una patada. El Negus dio la vuelta al lanzallamas: todo el cuarto desapareció en una oscuridad completa, mientras aparecía el subterráneo lleno de nubes a través de las cuales huían las sombras.
Un enmarañamiento de milicianos corría por el rectángulo del corredor, donde el chorro azulado de la gasolina se había ahora vuelto hacia fuera, en una gran confusión de gritos y tiros de fusil. De pronto todo se apagó, salvo una lámpara y una linterna eléctrica.
—Han cortado la gasolina cuando han visto que nosotros teníamos el lanzallamas —dijo una voz en la sala. Y la misma voz, un segundo después—: Sé lo que digo, he llamado a los bomberos.
—¡Alto! —gritó Hernández, también desde el corredor—. Tienen una barricada en el extremo.
El Negus volvió del corredor. Los milicianos empezaban a encender las lámparas.
—No es salvaje quien quiere —le dijo a Hernández—. Me escapé por un cuarto de segundo. Antes de que yo tirara, tenía tiempo de dirigir el lanzallamas contra mí. Yo lo miraba. Es rara, la vida… Debe ser difícil quemar a un hombre que te mira…
El corredor de salida estaba negro, salvo, en el extremo, el rectángulo en penumbra de la puerta. El Negus encendió un cigarrillo, y todos los que lo seguían lo hicieron a la vez: el regreso a la vida. Cada hombre apareció por un segundo a la luz del fósforo o del encendedor, después todo volvió a la penumbra. Caminaban hacia la sala del museo de Santa Cruz.
—Hay un avión por encima de las nubes —gritaron algunas voces en la sala.
—Lo que es difícil, evidentemente —continuó el Negus—, es no vacilar. Cuestión de segundos. Hace dos días, el Francés dio la vuelta a un lanzallamas así. Quizá el mismo… Sin quemarse, pero también sin matar al tipo. El Francés dice que él sabía cómo, y que sin duda no es posible utilizar un lanzallamas contra alguien que te mira. Uno no se atreve… A pesar de todo, uno no se atreve…
2
Todos los días uno de los oficiales de la aviación internacional pasaba por la Dirección de Operaciones y a veces por la policía. Magnin enviaba casi siempre a Scali; su cultura hacía fáciles sus relaciones con el Estado Mayor del Aire, compuesto casi totalmente por oficiales del antiguo ejército. (Sembrano y sus pilotos formaban un grupo particular). Su cordialidad llena de fineza de hombre todavía rechoncho, pero que envejecería obeso, facilitaba las relaciones con todos, policía incluida. Era más o menos de todos los italianos de la escuadrilla, de la cual había sido elegido responsable, y de la mayoría de los otros. Además, hablaba bien español.
Acababa de ser llamado con urgencia por la policía.
Las puertas de la policía estaban custodiadas por ametralladoras. Alrededor de los sillones con conchillas doradas, imperiosos y vacíos, se veían los humildes rostros de infelicidad de todas las guerras. En un pequeño comedor (todo estaba tal cual en el hotel donde ese anexo militar de la policía acababa de instalarse), entre dos guardias, se agitaba Séruzier, el compañero de Leclerc, más volador estupefacto que nunca.
—¡Scali, Scali! ¡Hombre, hombre! ¡Eres tú, camarada!
Scali esperaba que terminase de zumbar.
—¡Creía que me iban a encerrar! ¡Sí, a encerrar!
Como el secretario de la policía acompañaba a Scali, los milicianos que custodiaban a Séruzier se habían apartado un poco, pero este último no se atrevía a sentirse libre.
—¡Putas semejantes, hombre, te das cuenta!…
Hasta sentado, sus ojos muy negros de pierrot girando en su cara sin cejas, parecía una mariposa enloquecida encerrada en un cuarto.
—Un momento —dijo Scali levantando el índice—. Empecemos por el principio.
—Bueno, la puta me recogió en la Gran Vía. No sé qué me dijo, pero me dio a entender que era muy hábil y sabía hacer toda clase de cosas. Entonces le digo: «¿Haces el amor a la italiana?». «Sí», me contesta.
»Subo a la casa, pero cuando quiero subírmele encima, quiere hacer todo como de costumbre. ¡No, le digo, habíamos convenido en hacer el amor a la italiana, y no de otra manera! No quiere entender. Yo le digo que me ha engañado. Cuando comienzo a vestirme, telefonea en español. Llega una golfa gorda, no nos entendemos. La gorda mostraba todo el tiempo a la pequeña, que estaba también en pelotas, y nada mal, y parecía decirme: pues bien, anda. Entonces le explico a la gorda que no se trataba de eso, pero ella me creía de mala fe. ¡No es que a la italiana me importe tanto, puedo asegurarte! ¡De ningún modo! Pero no quiero que se burlen de mí. ¡Esto nunca! ¿Estás de acuerdo, no?
—Pero ¿qué haces aquí? Después de todo, no te han detenido por lubricidad.
—Bueno, la gorda, como vio que yo no cedía, habló por teléfono. Yo me dije… va a llegar una todavía más gorda…
Ahora Séruzier sabía a qué atenerse: Scali tomaba las cosas a broma, el asunto salía bien. Cuando Scali sonreía, parecía reír, y la alegría, achicando sus ojos, acentuaba el carácter mulato de su rostro.
—¿Y sabes quién llega? ¡Seis tipos de la F. A. I. con sus trabucos! ¿Qué vienen a hacer estos tipos? Me pongo a explicarles lo que me pasa: no soy yo quien la había recogido, fue ella. Y cuando se lo dije, aceptó. Por un lado, sabía que están en contra de la prostitución, por lo tanto contra la golfa; por otro, que son virtuosos, ¡entonces deben estar en contra del amor a la italiana, al menos en principio, todos esos vegetarianos! Lo peor era no comprender ni jota de español, porque si no fuera eso, en esos casos, sabes, entre hombres, nos hubiéramos entendido. Pero mientras más me explicaba, ¡peor cara ponían! Hombre, había uno que sacó el revólver. Más le explicaba que no lo había hecho a la italiana, ¡Dios mío!, todo peor. Y las dos golfas que gritaban: ¡italiano, italiano! No se oía más que eso. Terminé por sentirme confuso, te lo aseguro. Tuve la idea de mostrarles a los de la F. A. I. mi carta de la escuadrilla, que está en español. Entonces me trajeron aquí. Te hice telefonear al campo.
—¿De qué lo culpan? —dijo Scali, en español, al secretario.
—De nada muy serio. Está acusado por prostitutas, sabe usted… Espere. Aquí está: organización de espionaje por cuenta de Italia.
Cinco minutos después, Séruzier estaba libre en medio de la risa general.
—Hay algo más serio —dijo el secretario—. Dos aviadores fascistas italianos han caído en nuestro campo al sur de Toledo. Uno está muerto, el otro está allí. La Oficina de Información Militar pide que usted examine los documentos.
Scali, molesto, hojeó con su corto dedo meñique cartas, tarjetas, fotos, recibos, carnets de sociedades, encontrados en la cartera —y los mapas encontrados en la carlinga—. Era la primera vez que Scali entraba en la intimidad de un italiano enemigo, y ese italiano era un muerto.
Una tarjeta lo intrigó.
Era alargada como una tarjeta de aviación doblada; sin duda, la habían pegado a la del piloto. Parecía que hubiera servido de carnet de vuelo. Dos columnas: De… a…, y las fechas. El 15 de julio (por lo tanto, antes del levantamiento de Franco): La Spezia; después Melilla, el 18, el 19, el 20; después Sevilla, Salamanca. Al margen, los objetivos: bombardeo, observación, acompañamiento, protección… En fin, la víspera: de Segovia a… La muerte estaba en blanco.
Pero debajo, escrito con otra estilográfica algunos días después: TOLEDO, y la fecha de dos días después. Una importante misión de aviación era pues inminente sobre Toledo.
De otra habitación llegaba la voz de alguien que gritaba al teléfono:
—¡No ignoro la debilidad de nuestras formaciones señor Presidente! ¡Pero no incorporaré en ningún caso, en ningún caso, me entiende usted bien, no incorporaré a la guardia de asalto a personas que no están garantizadas por una organización política!
—…
—¿Y el día en que debamos reprimir una rebelión fascista con una guardia de asalto en que se hayan infiltrado fuerzas enemigas? Bajo mi responsabilidad, no admito hombres sin garantías. Había bastantes falangistas en la Montaña, ¡no los habrá ahora en la policía!
Desde el primer momento, Scali había reconocido la voz exasperada del jefe de policía.
—Su nieta está prisionera en Cádiz —dijo un secretario. Golpearon una puerta, no oyeron nada más. Después se abrió la puerta del comedor, volvía el secretario.
—Hay también documentos en Informaciones. El comandante García dice que son papeles importantes. En cuanto a los que usted tiene, le pide que separe los documentos del otro muerto de los del observador. Me los entregará todos, yo los llevaré enseguida allí. Usted le rendirá cuentas al coronel Magnin.
—Muchos son impresos o tarjetas, y es imposible saber a quién pertenecen.
—Si le parece —dijo Scali sin entusiasmo.
Sus sentimientos respecto al prisionero eran tan contradictorios como los que había tenido delante de los documentos. Pero no dejaba de sentir curiosidad: dos días antes, un piloto alemán, caído en la Sierra muy cerca del Estado Mayor (donde se encontraban dos ministros en inspección), había sido interrogado. Y, como se asombrara de ver generales, porque creía que los «rojos» no los tenían, el traductor le había nombrado a los presentes. «¡Dios mío! —había gritado literalmente el alemán—, ¡pensar que he sobrevolado cinco veces esta casucha y nunca la he bombardeado!».
—Un segundo —dijo Scali al secretario—, dígale al comandante que, entre lo que yo he visto, hay un documento que puede tener su importancia —pensaba en la lista de vuelos, a causa de la fecha de la partida de Italia, anterior al levantamiento de Franco.
Pasó por la oficina donde el observador estaba custodiado. Sentado en una mesa de tapete verde, acodado en ella, el prisionero daba la espalda a la puerta por donde entró Scali. Éste no vio al principio sino una silueta a la vez civil y militar, chaqueta de cuero y pantalón azul; pero desde que oyó abrir la puerta, el aviador fascista se puso de pie y se volvió hacia ella, y los movimientos de sus piernas y de sus brazos largos y flacos, de esa espalda que permanecía encorvada, eran los de un tísico nervioso.
—¿Está usted herido? —le preguntó Scali en tono neutro.
—No. Contusiones.
Scali puso su revólver y los papeles sobre la mesa, se sentó e hizo señas a los dos guardias para que salieran. Ahora veía al fascista de frente. Su cara era la de un gorrión, ojos pequeños y nariz afilada, tan frecuente en los aviadores, un poco acentuada por los huesos marcados y el pelo cortado a cepillo. No se parecía a House, pero era de la misma familia. ¿Por qué parecía de tal modo sorprendido? Scali se volvió: detrás de él, bajo el retrato de Azaña, un montón de platería de un metro de altura: fuentes, platos, teteras, aguamaniles y bandejas musulmanas, relojes de péndulo, cubiertos, vasos, tomados durante las requisas.
—¿Eso le asombra?
El otro vaciló:
—Eso… ¿Qué? Los…
Mostró con un dedo las riquezas de Simbad.
—¡Oh, no!
Lo que le asombraba era quizá el mismo Scali: ese aire de cómico norteamericano, debido, más que a su cara de labios gruesos pero facciones regulares a pesar de sus anteojos de carey, a sus piernas demasiado cortas para su busto, lo que le hacía caminar como Charlot, a su chaqueta de gamuza, tan poco de «rojo» y a su lápiz en la oreja.
—Un momento —dijo Scali en italiano—. Yo no soy un policía. Soy un aviador voluntario, llamado aquí por cuestiones técnicas. Me han pedido que separara sus papeles de los de su… colega muerto. Eso es todo.
—¡Ah, me da lo mismo!
—A la derecha los que le pertenecen, a la izquierda los demás.
El observador comenzó a formar dos montones de papeles, sin casi mirarlos; miraba los puntos luminosos de que estaban consteladas las piezas de plata por las bombillas eléctricas del techo.
—¿Cayeron ustedes por una avería o combatiendo?
—Estábamos haciendo un reconocimiento. Nos derribó un avión ruso.
Scali se alzó de hombros.
—Lástima que no los haya. No importa. Esperemos que los haya pronto.
El registro de vuelo del piloto no decía por lo demás reconocimiento, sino bombardeo. Scali sintió con violencia la superioridad que da sobre el que miente el conocimiento de su mentira. Sin embargo, no conocía aparatos italianos de bombardeo de dos pasajeros en el frente de España. ¡Que los policías se las arreglen! Pero tomó una nota. Sobre el montón de la derecha, el observador colocó un recibo, algunos billetes españoles, una pequeña foto. Scali se ajustó los anteojos para examinarla (no era miope, sino présbita): era un detalle de un fresco de Piero della Francesca.
—¿Es de usted o de él?
—Usted me ha dicho: a la derecha, lo suyo.
—Bien. Entonces, continúe.
Piero della Francesca. Scali miró el pasaporte: estudiante, Florencia. Sin el fascismo, ese hombre habría sido quizá su alumno. Scali había pensado por un instante que la foto pertenecía al muerto, del cual se sentía confusamente solidario… Él había publicado el análisis más importante de los frescos de Piero…
(La semana anterior, un interrogatorio, conducido por un aviador y no por la policía, había terminado en una discusión de récords).
—¿Usted saltó?
—El avión no funcionaba. Aterrizamos en el campo, eso fue todo.
—¿Capotó?
—Sí.
—¿Y después?
El observador vacilaba en contestar. Scali miró el informe. El piloto había salido primero, el observador —su interlocutor— estaba aún atascado en los desechos del avión. Un campesino se había acercado, el piloto había sacado su revólver. El campesino había continuado acercándose. Cuando estuvo a tres pasos, el piloto había sacado de su bolsillo izquierdo un puñado de pesetas, grandes billetes blancos de mil. El campesino había avanzado aún más mientras el piloto agregaba un puñado de dólares —sin duda preparados por si acaso—, y todo eso en la mano izquierda, porque la mano derecha tenía siempre el revólver. Cuando el campesino estuvo junto al piloto, al tocarlo, había bajado su escopeta y lo había matado.
—Su compañero no tiró el primero, ¿por qué?
—No sé…
Scali pensaba en las dos columnas de hoja de vuelo: ida y vuelta. La vuelta había sido el campesino.
—Bien. Y entonces, ¿qué hizo usted?
—Esperé… Vinieron muchos campesinos, me llevaron a la alcaldía; de allí, aquí. ¿Es que debo ser juzgado?
—¿Para qué?
—¡Sin juicio! —exclamó el observador—. ¡Ustedes fusilan sin juicio!
Era menos un grito de angustia que una comprobación: ese muchacho, desde que había caído, pensaba que a lo mejor lo fusilarían sin juicio. Se había puesto de pie y agarraba con las dos manos el respaldo de su silla, como para impedir que se la arrancaran.
Scali empujó levemente sus anteojos y alzó los hombros con una tristeza sin límites. La idea, tan común entre los fascistas, de que su enemigo es por definición de una raza inferior y digno de desprecio, la aptitud para el desdén de tantos imbéciles no era una de las razones menos importantes por las cuales había abandonado su país.
—Usted no será fusilado —dijo, encontrando súbitamente el tono del profesor que reprende a su alumno.
El observador no le creía. Y que sufriera por ello satisfacía a Scali como una amarga justicia.
—Un momento —dijo y abrió la puerta—: Que me traigan la foto del capitán Vallado, por favor —le pidió al secretario. Éste se la trajo, y Scali se la tendió al observador.
»¿Es usted aviador, verdad, y sabe si el interior de un avión es de ustedes o nuestro, no?
El amigo de Sembrano que había derribado dos Fiat, había sido derribado a su vez por un multiplaza, cerca de una aldea de la Sierra. Tomando de nuevo la aldea al día siguiente, los milicianos habían encontrado a los ocupantes del aparato todavía en su lugar en la carlinga, con los ojos arrancados. El bombardero era el capitán de los guardias de asalto que había puesto el cañón en batería contra el cuartel de la Montaña, sin saber apuntar.
El observador miró los rostros con los ojos arrancados; apretaba los dientes, pero le temblaban las mejillas.
—He visto…, muchos pilotos rojos prisioneros… Nunca han sido torturados…
—Tiene todavía que aprender que ni usted ni yo sabemos gran cosa de la guerra… La hacemos, que no es lo mismo…
La mirada del observador volvía a la foto, fascinado; había en esa mirada algo muy joven que concordaba con las pequeñas orejas despegadas; las caras de la foto no tenían mirada.
—¿Qué prueba… —preguntó— que esta foto que le han enviado no haya sido trucada?
—Bueno, entonces es trucada. Les arrancamos los ojos a los pilotos republicanos para sacar fotos. Contamos para ese trabajo con verdugos chinos, comunistas.
Delante de las fotos llamadas de «crímenes anarquistas», Scali, también, pensó al principio en que serían trucadas: los hombres no creen sin esfuerzo en la abyección de aquellos a favor de los cuales combaten.
El observador había tomado su selección de documentos como si se refugiara en ellos.
—¿Está usted bien seguro —preguntó Scali— que si yo estuviera en su lugar en este momento, los suyos…?
Se detuvo. De las piezas amontonadas de plata salieron, como ratones, uno, dos, tres, cuatro toques, tan argentinos y leves que no parecían venidos de esa mezcolanza trágica sino de los mismos tesoros de Aladino. Esos relojes de péndulo —¿por cuánto tiempo tendrían aún cuerda?— que en medio de esa entrevista, tan lejos de aquellos que fueron sus dueños, sonaban una hora cualquiera, le daban a Scali tal impresión de indiferencia y de eternidad; todo lo que decía; todo lo que podía decir le parecía tan vano que sólo tenía ganas de callarse. Ese hombre y él habían elegido.
Scali miraba distraídamente el mapa del muerto, cuyas líneas iba siguiendo con el lapicero que se había sacado de la oreja; a su lado, el observador había vuelto a la foto de Vallejo. Scali se ajustó sus anteojos, una vez más, miró al observador, miró de nuevo el mapa.
Según la hoja de vuelo, el piloto había partido de Cáceres, al sudeste de Toledo. Ahora bien, el campo de Cáceres, observado todos los días por los aviones republicanos estaba siempre vacío. El mapa era pues un mapa de la Aviación Española, excelente, en el cual cada aeródromo aparecía en forma de un pequeño rectángulo pintado de color violeta. A cuarenta kilómetros de Cáceres, había otro rectángulo, vacío éste, apenas visible: había sido trazado con lápiz, y como el lápiz no ennegrecía el papel barnizado del mapa, sólo quedaba la huella en hueco de la punta. Había otro rectángulo, junto a Salamanca, otros en el sur de Extremadura, en la Sierra… Todos los campos clandestinos de los fascistas. Y aquellos de la región del Tajo, de donde salían los aviones para el frente de Toledo.
Scali sentía su rostro endurecerse. Encontró los ojos del enemigo: cada uno sabía que el otro había comprendido. El fascista no se movía, no decía una palabra. Hundía la cabeza entre los hombros y sus mejillas temblaban como cuando había visto la foto de Vallado.
Scali dobló el mapa.
El cielo de la tarde del verano español aplastaba el campo como el avión a medias hundido de Darras aplastaba sus neumáticos desinflados, desgarrados por las balas. Detrás de los olivos, un paisano cantaba una cantinela andaluza.
Magnin, que acababa de volver del Ministerio, había reunido a las tripulaciones en el bar.
—Una tripulación voluntaria para el Alcázar de Toledo.
Hubo un silencio bastante largo, colmado por el zumbido de las moscas. Todos los días, ahora, los aparatos volvían con sus heridos, el depósito en llamas, por la noche, o a pleno sol, arrastrándose en silencio, con los motores sin funcionar —o no volvían—. Les habían llegado a los fascistas los cien aparatos previstos por Vargas; y muchos otros. No les queda a los republicanos un solo avión de caza moderno, y todos los cazas enemigos estaban sobre el Tajo.
—Una tripulación voluntaria para el Alcázar —repetía Magnin.
3
Marcelino pensaba, como Magnin, que a falta de aviones de caza había que hacerse proteger por las nubes. A menudo había vuelto de combates en el frente sur del Tajo casi en el crepúsculo, con Toledo en medio de las cosechas como un gran ornamento, su Alcázar alzado en la curva del río, y las humaradas de algunas casas incendiadas extendidas en diagonal sobre la piedra amarilla, sus últimas volutas cargadas de átomos de luz como rayos de sol a través de la sombra. Las casas ardían a ras del suelo con la calma de las chimeneas de aldea bajo el sol poniente, con toda la poderosa serenidad de las horas muertas de la guerra. Marcelino, que entendía bastante de pilotaje y navegación para prever la acción de sus compañeros de a bordo, no se había hecho piloto, pero era el mejor bombardero de la escuadrilla internacional, y un excelente jefe de tripulación. Hoy que en Toledo se combatía en alguna parte bajo esas nubes, los aviones de caza estaban muy cerca.
Por encima de las nubes, el cielo estaba extraordinariamente puro. Arriba, ningún avión enemigo patrullaba hacia la ciudad; una paz cósmica reinaba sobre la perspectiva blanca. En el cálculo, el avión se aproximaba a Toledo: iba a su máxima velocidad. Jaime cantaba; los demás miraban intensamente. Algunas montañas sobrepasaban a lo lejos la llanura de nieve: de tiempo en tiempo, en un hueco de nubes, aparecía parte de un trigal.
El avión debía de estar encima de la ciudad. Pero ningún aparato indicaba la deriva que impone un viento perpendicular a la marcha del avión. Si bajaba a través de las nubes, estaría seguro a la vista de Toledo; pero si estaba demasiado alejado, los aparatos de caza enemigos tendrían tiempo de llegar antes del bombardeo.
El avión bajó en picado.
Esperando a la vez la tierra, los cañones del Alcázar y la caza enemiga, el piloto y Marcelino miraban el altímetro con más pasión de lo que mirarían jamás un rostro humano. 800-600-400… siempre las nubes. Había que subir de nuevo y esperar que un hueco pasara por debajo de ellas.
Encontraron de nuevo el cielo, inmóvil por encima de las nubes que parecían seguir el movimiento de la tierra. El viento las empujaba del este al oeste; los pozos eran allí relativamente numerosos. Comenzaron a girar, solos en la inmensidad, con un rigor de estrella.
Jaime, antes ametrallador, le hizo una señal a Marcelino: por primera vez, los dos tenían conciencia, en sus cuerpos, del movimiento de la tierra. El avión que giraba como un minúsculo planeta, perdido en la indiferente gravitación de los mundos, esperaba que pasara bajo él Toledo, su Alcázar rebelde y sus sitiadores, arrastrados por el ritmo absurdo de las cosas terrestres.
Desde el primer hueco —demasiado pequeño—, el instinto de ave de caza pasó de nuevo a todos. Con el círculo de gavilanes, el avión giraba a la espera de un hueco más grande, todos los hombres de la tripulación mirando hacia abajo al acecho de la tierra. Les parecía que el paisaje entero de nubes giraba con una lentitud planetaria en torno al aparato inmóvil.
De la tierra, súbitamente reaparecida en el lindero de un hueco de nubes, a doscientos metros del avión llegó un pequeño cúmulo: desde el Alcázar tiraban.
El avión picó de nuevo.
El espacio se contrajo; no más cielo, el avión estaba ahora bajo las nubes; no más inmensidad: el Alcázar.
Toledo estaba a la izquierda, y, bajo el ángulo del descenso, la barranca que domina el Tajo era más aparente que toda la ciudad, y que el Alcázar mismo, que continuaba tirando; sus apuntadores eran oficiales de la Escuela de Artillería. Pero el verdadero adversario de la tripulación era el caza enemigo.
Toledo, oblicuo, se volvía poco a poco horizontal. Tenía siempre el mismo carácter decorativo, tan extraño en ese momento; y, una vez más, estaba rayada por largas humaredas transversales de incendios. El avión comenzó a girar tangencial al Alcázar.
Las circunferencias de gavilán eran necesarias para un bombardeo preciso —los sitiadores estaban muy cerca— pero cada circunferencia daba más tiempo al caza enemigo. El avión estaba a trescientos metros. Abajo, delante del Alcázar, hormigas con sombreros redondos blancos.
Marcelino entreabrió la trampilla, calculó el blanco, pasó, no dejó caer ninguna bomba, controló: sí, el blanco era bueno. Como el Alcázar era pequeño y Marcelino temía la dispersión de las bombas ligeras, quería arrojar solamente las pesadas; no había dado ninguna señal, y toda la tripulación esperaba. Por segunda vez, el indicador de órdenes le dijo al piloto que diera la vuelta. Se aproximaban las nubecitas de los obuses.
—¡Contacto! —gritó Marcelino.
De pie en la carlinga, con su mono siempre sin cinturón, parecía más torpe que nunca. Pero no dejaba de mirar el Alcázar. Abrió esta vez toda la trampilla, se puso en cuclillas: por el aire fresco que invadió el avión, todos comprendieron que empezaba el combate.
Era el primer frío de la guerra de España.
El Alcázar giró, vino hacia ellos. Marcelino, ahora boca abajo, tenía el puño en el aire, al acecho de los segundos. Los sombreros pasaron bajo el avión. El brazo de Marcelino parecía desgarrar un telón. El Alcázar pasó, algunos obuses torpes pasaron por encima de él como satélites, giró, se fue hacia la derecha, pudieron ver una vaga humareda en medio del patio principal. ¿Era la bomba?
El piloto continuaba su círculo, volvía a tomar tangencialmente el Alcázar; la bomba había caído en medio del patio. Los obuses del Alcázar seguían al avión, que volvió a pasar, arrojó su segunda bomba pesada, se fue, volvió otra vez. La mano de nuevo levantada de Marcelino no bajó: en el patio, sábanas blancas acababan de ser extendidas a toda prisa; el Alcázar se rendía.
Jaime y Pol boxeaban de júbilo. Toda la tripulación pataleaba en la carlinga.
A ras de las nubes, apareció el caza enemigo.
4
En la Jefatura, antiguo colegio transformado en cuartel, López, amistoso y borbónico, terminaba de interrogar a evadidos del Alcázar: una mujer, rehén, evadida gracias a un falso salvoconducto otorgado por el maestro armero, también evadido; y diez soldados, hechos prisioneros el primer día, que habían podido saltar por una de las barrancas.
La mujer era una robusta y morena comadre de unos cuarenta años, de nariz redonda y ojos muy vivos, visiblemente debilitada.
—¿Cuántos eran ustedes?, —preguntaba López.
—No puedo decírselo, señor comandante, porque nosotros no estábamos todos juntos; prisioneros por un lado, prisioneros por otro. Aquí y allá. En nuestro sótano, seríamos veinticinco, pero eso como si dijéramos era un dormitorio…
—¿Le daban de comer?
La mujer miró a López.
—Todavía demasiado.
Algunos campesinos pasaron delante de la Jefatura, con sus enormes horcas de madera a modo de candelabro sobre el hombro izquierdo, la escopeta bajo el brazo derecho. Y detrás de ellos entraba en Toledo una cosecha espesa, arrastrada por bueyes con cuernos coronados de retamas.
—Aquí, las personas dicen que no hay de comer en el Alcázar. No lo crea, señor comandante. Carne de caballo y pan malo, pero hay de comer. Yo he visto lo que he visto, sé de cocina más que los hombres, ¡tengo una fonda! Hay de comer, se lo aseguro.
—¡Y sus aviones mandan jamones y sardinas! —gritó uno de los soldados evadidos—. Los jamones son siempre para los oficiales. No nos han dado ni siquiera una vez. ¡Qué semanas! ¡Y los guardias que se quedan con esa gente!
—¿Y qué quieres que hagan los guardias, muchacho? —dijo la mujer.
—Que hagan como nosotros.
—Sí, pero dime —dijo ella lentamente—, quizá tú no hayas matado a nadie en Toledo…
Era lo que pensaba López: esos guardias civiles, cuando las derechas estaban en el poder, habían sido los agentes de la represión en la región de Toledo; y temían que aquellos que los reconocieran personalmente no tomaran en cuenta las condiciones de la rendición.
—¿Y las mujeres de los fascistas?
—¡Ésas!… —dijo la mujer.
Su cara, respetuosa cuando se dirigía a López, cambió súbitamente.
—¡Pero qué os pasa a vosotros, los hombres, que tenéis tanto miedo de tocar a las mujeres! ¡No todas son vuestras madres! ¡Saben tratarnos peor que los hombres! ¡Pero si tenéis miedo de las mujeres, dadnos las bombas a nosotras!
—No sabrías arrojarlas —dijo López, sonriente y confuso. Y les dijo a dos periodistas que acababan de llegar, bloc en mano—: Hemos propuesto la evacuación de todos los no combatientes; pero los rebeldes se niegan. Dicen que sus mujeres quieren quedarse con ellos.
—No me digas —exclamó la mujer—. La que acaba de parir allí, ¿quiere quedarse? La que quiso matar a tiros de revólver a su marido, ¿quiere quedarse? ¡Para empezar de nuevo, quizá! La que aúlla a la luna, hora tras hora, y que hasta debe de estar loca, ¿quiere quedarse?
—¡Y uno tiene que oírlas por fuerza! —dijo uno de los soldados. Y continuó histéricamente, tapándose las orejas con los puños—: ¡Y se las oye! ¡Y se las oye!
—Camarada López —gritaron de fuera—, ¡teléfono de Madrid!
López bajó, inquieto. Le gustaba lo pintoresco, pero no el sufrimiento, y ver siempre allí arriba ese Alcázar lleno de odio donde fusilaban en los patios y donde nacían niños comenzaba a enfurecerlo. Una mañana, sin ver un solo rostro había oído gritar en el Alcázar: «¡Queremos rendirnos! ¡Queremos…!». Después una descarga, y nada más.
Por teléfono, resumió lo que acababa de saber acerca de los rehenes: poca cosa.
—En fin —dijo—, no hay error posible, ¡es necesario que nosotros salvemos a esas gentes!
La voz desde Madrid replicó, más fuerte:
—Estoy de acuerdo con que hay que hacer lo imposible por ellos, pero hay que terminar con el Alcázar y mandar a los milicianos a Talavera. Ustedes deben, con todo, darles una posibilidad a los canallas de allí arriba. Preparen, lo antes posible, una mediación. Por el cuerpo diplomático, podemos ocuparnos del asunto nosotros mismos.
—Han pedido un sacerdote. Hay sacerdotes en Madrid.
—Mediación religiosa, bien. Vamos a llamar directamente al comandante del lugar. Gracias.
López volvió a subir.
—Las mujeres —decía uno de los soldados— están en los sótanos a causa de los aviones. Entonces, comprendéis, cuando son las nuestras, las mandan a las cuadras, allí donde nos habían encerrado. Las de ellos no están allí. Allí es terrible a causa del olor: en el picadero, hay una treintena de muertos enterrados a flor de tierra, además de las osamentas de los caballos. Es terrible. Los cadáveres son de los que han querido rendirse. Entonces nosotros, os dais cuenta, entre los que teníamos a nuestros pies, y los que han puesto sábanas en el patio delante de la cuadra donde uno estaba, sábanas para rendirse, cuando el avión ha pasado… El avión nos fastidiaba; por un lado, nos bombardeaba, y, por otro, estábamos contentos… Entonces han puesto sus sábanas.
—¿Qué eran? ¿Guardias civiles?
—No, soldados. Los otros han dejado que pusieran las sábanas. Pero entonces, cuando el avión partió, las ametralladoras comenzaron a funcionar. Hemos visto a los compañeros caer aquí y allá, sobre las sábanas, en cualquier parte. Después los guardias vinieron a recoger las sábanas. ¡Ya no estaban blancas!… Se las han llevado tirándolas por una punta, como unos pañuelos. Entonces nos dijimos que nos esperaba la misma suerte, y saltamos fuera cual fuese el peligro.
—¿No sabes si han matado a uno llamado cabo Morales? —preguntó una voz—. Porque es mi hermano. Más bien de tendencias socialistas…
El soldado no respondió.
—Sabes —dijo la mujer, resignada—, ésos matan a todos…
Cuando López salió de la Jefatura, los niños volvían de la escuela, la cartera bajo el brazo. Caminaba, moviendo los brazos como aspas de molino y la mirada abstraída, y estuvo a punto de pisar un charco negro; un anarquista lo apartó, como si López hubiera estado a punto de aplastar a un animal herido:
—Cuidado, hombre —dijo. Y respetuosamente—: Sangre izquierdista.
5
Una mitad de los pelícanos dormía sobre las banquetas del bar. La otra… los mecánicos estaban en su puesto; un cuarto de los pilotos y de los ametralladores, Dios sabe dónde. Magnin se preguntaba cómo llegaría a establecer una disciplina cualquiera sin ningún medio de sujeción. A pesar de sus marrullerías y de su jactancia, de su indisciplina y de su afectación, los pelícanos combatían a razón de uno contra siete; de igual modo, los españoles de Sembrano; de igual modo, los Bréguet de Cuatro Vientos y de Getafe. Todos habían perdido la mitad de sus efectivos. Muchos mercenarios, entre ellos Sibirsky, habían pedido combatir sin sueldo un mes por dos, deseosos de no ser privados de dinero ni de fraternidad. Cada día, San Antonio volvía cargado de cigarrillos, de gemelos, de discos de fonógrafo, cada vez más triste. Los aviones que partían sin caza (¿con qué caza habrían partido?) pasaban la Sierra gracias al alba, a la prudencia, al combate emprendido en otro lado, volviendo por lo común hechos un colador. En el bar, el consumo de alcohol aumentaba.
Los que estaban acostados en las banquetas, y Scali seguido de Raplati, comenzaron a ir y venir por la terraza del bar, en actitud de prisioneros. Sin que nadie hubiera venido a decir la hora, todos sabían que el avión de Marcelino no había vuelto aún. Le quedaba gasolina para un cuarto de hora, a lo sumo.
Enrique, uno de los comisarios del 5.º regimiento, que se decía mexicano y que quizá lo fuera, caminaba con Magnin por el campo. El sol se ponía detrás de ellos y los pelícanos veían los bigotes de Magnin, iluminados por los últimos rayos del sol, sobrepasar el perfil de tótem del comisario.
—Concretamente, ¿cuántos aviones le quedan?, —le preguntaba éste.
—Mejor no hablar. Como aviación regular, hemos dejado de existir… Y siempre a la espera de ametralladoras decentes. ¿Qué diablos hacen los rusos?
—¿Y los franceses?
—Dejemos eso. Vea usted, lo interesante es lo que se puede hacer. Salvo en caso de mucha suerte, bombardeo por la noche, o aprovecho las nubes. Felizmente, viene el otoño…
Alzó los ojos: la noche sería hermosa.
—Ahora, ante todo, me ocupo del tiempo que hará. Somos una aviación de guerrilla. O llegan aviones del extranjero, o no se tratará sino de morir lo mejor posible. ¿Qué olvidaba decirle? ¡Ah, ya recuerdo! ¿Qué hay de verdad en esa historia de aviones rusos llegados a Barcelona?
—Estuve antes de ayer en Barcelona. He visto en un hangar abierto un hermoso avión; estrellas rojas por todos lados, una hoz y un martillo en la cola, inscripciones a uno y otro lado. Y delante la palabra: Lenine. Pero la I rusa… (la dibujó con el dedo) estaba al revés, como la N española. Al final, me acerqué y reconocí el avión del Negus…
Magnin había encontrado el avión personal del emperador Haile-Selassié. Avión bastante rápido, con grandes depósitos de gasolina, pero difícil de manejar. Estropeado por un piloto, había sido enviado a reparar a Barcelona.
—Tanto peor. ¿A qué viene ese disfraz?
—¿Niñería, operación mágica para atraer a los verdaderos aviones rusos? Quizá, en última instancia, provocación…
—Tanto peor. ¿Ya ustedes, cómo les va?
—Bien. Pero muy lentamente.
Enrique se detuvo, sacó de su bolsillo un plano de organización que iluminó con su linterna eléctrica. Anochecía.
—Desde ahora, concretamente, todo esto está realizado.
Era más o menos el plano de los batallones Sturm. Magnin pensaba en los milicianos de Zaragoza que habían partido sin balas, en la falta de teléfono en casi todo el frente de Aragón, en las ambulancias reemplazadas por el alcohol o la tintura de yodo de los milicianos, en Toledo…
—¿Han restablecido la disciplina?
—Sí.
—¿Por medio de la fuerza?
—No.
—¿Cómo hacen ustedes?
—Los comunistas son disciplinados. Obedecen a los secretarios de célula, obedecen a los delegados militares, a menudo son los mismos. Mucha gente que quiere pelear viene a nosotros porque les gusta la organización seria. Antes, los nuestros eran disciplinados porque eran comunistas. Ahora, muchos se hacen comunistas porque son disciplinados. En cada unidad tenemos un número bastante grande de comunistas que observan la disciplina porque les interesa hacerla respetar; forman núcleos sólidos, en torno a los cuales se organizan reclutamientos que forman a su vez nuevos núcleos. A fin de cuentas, hay diez veces más hombres que comprenden que harán entre nosotros un trabajo útil contra el fascismo de los que nosotros estamos en condiciones de organizar.
—A propósito, quisiera hablarle también de los alemanes…
Ese tema impacientaba a Magnin, ante quien se habían intentado muchas gestiones.
Enrique había puesto el brazo bajo el suyo, ademán que viniendo de ese fortachón sorprendió a Magnin. Dividía a los jefes comunistas en comunistas del tipo militar y en comunistas del tipo cura, que debiera meter en el segundo tipo a este individuo que había hecho cinco guerras civiles, grande y vigoroso como García, lo dejaba confuso. Y sin embargo, encontraba que esos labios de estatua mexicana hacían pensar por instantes en la boca de un vendedor de alfombras.
¿Qué exigía la policía? Que los tres alemanes no pusieran más los pies en un aeródromo. Krefeld, según la opinión de Magnin, era sospechoso, y por otra parte incapaz; el ametrallador, que se las había dado de monitor, no sabía manejar una ametralladora, y estaba siempre en el partido comunista cuando Karlitch lo necesitaba: este último hacía todo el trabajo solo. La historia de Schreiner era trágica, y era más que posible que fuera inocente. Pero, de todos modos debía partir a la Defensa Contra Aviones.
—Vea usted, Enrique, todo esto, humanamente, es penoso, pero no tengo ninguna razón válida, razonable, de negar a la policía lo que pide —y que puede exigir—. No soy comunista, no puedo pues pretender obedecer, en este caso, a la disciplina de mi partido. Las buenas razones entre la aviación, la policía y el Departamento de Informes tienen demasiada importancia práctica para nosotros, en momentos en que sólo actuamos por sorpresa, para que yo los comprometa en esta historia. Parecería que lo hiciera por testarudez. Usted comprende lo que quiero decirle.
—Habría que conservarlos —dijo Enrique—. El partido responde por ellos… Usted comprende bien que para todos los camaradas, esa partida sería el reconocimiento de una sospecha. A fin de cuentas, no es posible hacerles esa mala pasada a personas que son buenos militantes desde hace años.
El ametrallador era del partido; Magnin, no lo era.
—Yo estoy persuadido de que Schreiner es inocente; pero no se trata de eso. Ustedes tienen los informes del partido alemán de París; ustedes creen en esos informes; muy bien: háganse responsables ante el Gobierno. Pero yo no tengo ningún elemento de investigación; y no voy a decidir a la ligera, basándome en mis sentimientos, una cuestión que puede tener consecuencias tan graves. Tanto más cuanto que usted lo sabe, como aviadores son totalmente ineficaces.
—Se podría organizar una cena en que yo le traería el saludo de los camaradas españoles, y en que usted saludaría a los camaradas alemanes… Me dicen que hay en la escuadrilla hostilidad contra los alemanes, un poco de nacionalismo…
—No tengo ninguna gana de brindar con personas que le informan de esa manera.
La consideración que tenía Magnin, sino por la persona de Enrique (lo conocía apenas) al menos por su trabajo, aumentaba su irritación. Magnin había visto formarse los batallones del 5.º regimiento. Eran, considerados en su conjunto, los mejores batallones de milicias; todo el ejército del Frente Popular podía formarse por el mismo método. Habían resuelto el problema —decisivo— de la disciplina revolucionaria. Magnin consideraba pues a Enrique como uno de los mejores organizadores del ejército popular español; pero estaba persuadido de que ese mocetón serio, prudente, aplicado, no hubiera hecho en su lugar lo que acababa de pedirle que hiciera.
—El partido ha reflexionado sobre la cuestión y piensa que hay que conservarlos —dijo Enrique.
Magnin volvió a encontrar los reproches de los tiempos de lucha entre socialistas y comunistas.
—Permítame. La revolución para mí está por encima del Partido Comunista.
—No soy un maniático, camarada Magnin. Y he militado antes en el trotskismo. Hoy el fascismo se ha convertido en un artículo de exportación. Exporta productos elaborados: ejército, aviación. En esas condiciones digo que la defensa concreta de lo que nosotros queremos defender no se basa en primer lugar en el proletariado mundial, sino en la Unión Soviética y el Partido Comunista. Cien aviones rusos harían más por nosotros que cincuenta mil milicianos que no saben combatir. Ahora bien, actuar con el partido es actuar con él sin reservas: el partido es un bloque.
—Sí. Pero los aviones rusos no están aquí. En cuanto a sus tres compañeros, si el Partido Comunista responde por ellos que responda él mismo ante la policía, o que los tome a su servicio. Yo nada tengo en contra.
—Entonces, a fin de cuentas, ¿usted quiere que se vayan? —Sí.
Enrique soltó a Magnin del brazo.
Estaban ahora a la luz de los edificios. El rostro aindiado del comisario reaparecía a la luz, en tanto que había estado hasta entonces a la sombra, el que lo hubiera soltado del brazo le permitía también verlo mejor, porque, desde un poco más lejos, Magnin se acordó de una frase de Enrique que habían citado delante de él y que él había olvidado: «Para mí, un camarada del partido tiene más importancia que todos los Magnin y todos los García del mundo».
—Vea usted —continuó Magnin—, yo sé lo que es un partido; pertenezco a un partido débil: la izquierda revolucionaria socialista. Cuando uno toca el botón de la luz, es necesario que todas las bombillas eléctricas se enciendan a la vez. Tanto peor si algunas no son perfectas; y, por lo demás, las bombillas mayores se encienden mal. Por lo tanto, el partido…
—¿Los conserva usted? —preguntó Enrique con una voz neutra, más bien para señalar que no quería tratar de influir sobre Magnin que no para simular indiferencia.
—No.
El comisario se interesaba más en las decisiones que en la psicología.
—¡Salud! —dijo.
No había nada que hacer: Magnin había organizado esa aviación, encontrado a los hombres, arriesgado su vida sin cesar, comprometido diez veces sin el menor derecho la responsabilidad de la compañía que dirigía: no era uno de ellos. No era del partido. Su palabra pesaba menos que la de un ametrallador incapaz de desmontar una ametralladora; y un hombre cuyo trabajo y valor respetaba estaba dispuesto, para satisfacer lo que había de menos puro en su camarada de partido, a exigir de él, Magnin, una actitud de niño. Y todo eso podía defenderse. «Hacen falta lámparas en cada cuarto». Y a pesar de todo, era Enrique el que organizaba las mejores tropas españolas. Y él mismo, Magnin, aceptaba que destituyeran a Schreiner. La acción es la acción, y no la justicia.
Ahora la oscuridad era casi completa.
No era por la injusticia que había venido a España…
Algunos disparos lejanos pasaron sobre el campo.
¡Cuán irrisorio era todo aquello comparado con las multitudes campesinas que huían con sus asnos ante los pueblos incendiados!
Sintiendo por primera vez hasta el fondo de sí mismo la soledad de la guerra, arrastrando los pies en la hierba reseca del campo, tenía prisa por llegar al hangar donde los aviones eran reparados por hombres fraternalmente unidos.
La noche completa llegaba más pronto que Marcelino, y los aterrizajes nocturnos no son recomendables para los pilotos heridos. Los mecánicos parecían mirar caer la noche; lo que miraban, tensos en la paz inquieta del crepúsculo, era la invisible carrera entre el avión y la noche.
Llegaba Attignies, la mirada puesta en la cresta de las colinas.
—Mi querido Sigfrido, los comunistas me fastidian —dijo Magnin.
Los españoles, y aquellos que querían a Attignies, lo llamaban entre ellos Sigfrido: era rubio, y hermoso. Por primera vez lo llamaban así en su presencia; no lo tomó en cuenta.
—Cada vez —dijo— que veo tensión entre el partido y un hombre que quiere lo que nosotros queremos, como usted, me da una gran tristeza.
De los comunistas de la escuadrilla Attignies era aquel que Magnin estimaba más. Lo sabía hostil a Krefeld y a Kurtz. Necesitaba hablar. Y lo sabía hecho un manojo de nervios, como él, a la espera de Marcelino por quien sentía un gran afecto.
—Creo que el partido tiene mucha culpa en este asunto —dijo Attignies—. Pero ¿está usted seguro de no tener ninguna?
—Un hombre impulsivo no está nunca libre de culpa, muchacho…
No le hablaba en tono protector, sino más bien paternal.
—Que hagan el balance…
Magnin no tenía ganas de exponer recriminaciones.
Sin embargo, continuó:
—¿Cree usted que ignoro hasta qué punto me atacan los comunistas desde que Kurtz desempeña allí su inmundo papel policiaco?
—No es un policía. Ha luchado en la Alemania hitleriana; aquellos de los nuestros que han combatido a Hitler son quizá los mejores. En total, este asunto es absurdo, y no hay nada que hacer. Pero usted, que es un revolucionario y un hombre de experiencia, ¿por qué no lo pasa por alto?
Magnin reflexionó:
—Si aquellos con quien debo combatir, aquellos con quienes me gusta combatir, no me tienen confianza, ¿a qué combatir, muchacho? Da lo mismo reventar…
—Si su hijo se equivocara, ¿le tendría usted rencor?
Por primera vez Magnin encontraba ese vínculo profundo, fisiológico, que une a los mejores comunistas con su partido.
—Jaime está en el avión, ¿verdad?
—Sí: ametrallador delantero.
La noche avanzaba cada vez más.
—Nuestra sensibilidad —continuó el joven— y hasta nuestra vida son muy poca cosa en esta guerra…
—Sí. Pero si su padre no tiene razón…
—Yo no había dicho padre: había dicho su hijo.
—¿Tiene usted un hijo, Attignies?
—No. Usted, sí, ¿verdad?
—Sí.
Dieron algunos pasos, mirando el cielo a lo lejos, acechando a Marcelino.
—¿Sabe usted quién es mi padre, camarada Magnin?
—Sí. Es por eso por lo que…
Lo que Attignies (era un seudónimo) creía un secreto era sabido por toda la escuadrilla: su padre era uno de los jefes fascistas de su país.
—La amistad —dijo— no es estar con sus amigos cuando tienen razón, es estar con ellos hasta cuando están equivocados.
Subieron a casa de Sembrano.
El faro estaba listo, todos los autos disponibles fueron enviados al campo con orden de encender los faros a la primera señal.
—Empezad, ¡encended enseguida!
—Quizá tengas razón —dijo Sembrano—, pero yo prefiero esperar. Si los fascistas se presentan, no vale la pena iluminarles el terreno. Sí, yo prefiero esperar.
Magnin sabía que era por superstición el que Sembrano prefiriese no iluminar; ahora, casi todos los aviadores eran supersticiosos.
Las ventanas estaban abiertas, antes de la guerra, el jefe del aeropuerto, a esta hora, tomaba su whisky. La noche de fines de verano ascendía de toda la tierra.
—¡Las luces!, —gritaron los tres al mismo tiempo.
Se oía la sirena de llamada del aparato.
Entre las líneas cortas de los faros de auto, la barra del faro de aviación se tendía a través del campo vacío. Los bigotes hacia delante, Magnin bajó corriendo la escalera. Attignies lo seguía.
Abajo, las cabezas paralelas le indicaron el avión. Nadie lo había visto venir, pero ahora, guiados por el sonido, todos lo veían dar vueltas para aterrizar. Bajo el cielo, cuyo color pizarra se oscurecía por instantes, el perfil del aparato se deslizaba, con una precisión de papel recortado, en el centro de un halo azul pálido, nítido como los monumentos sobre un fondo de iluminación al mercurio.
—El motor exterior está en llamas —dijo una voz.
El avión aumentó de tamaño: dejó de dar vueltas tomando el terreno de frente. Sus alas, convertidas en líneas, se perdieron en la noche del campo: la oscuridad se acumulaba a ras de tierra. Las miradas no seguían sino la mancha confusa de la carlinga, acosada como por un ave de rapiña por esa llama azulada de enorme soplete oxídrico, y que parecía que no habría de llegar nunca a tierra: los aviones cuyos muertos se aguardan caen lentamente.
—¡Las bombas! —gruñó Magnin, con las dos manos en sus anteojos de larga vista.
En el instante en que el avión tocaba tierra, la carlinga y las llamas se aproximaron como para un pugilato exasperado. La carlinga brincó en las llamas, se retorció, se aplastó, brotó de nuevo cantando: el avión capotaba.
Atenta como la muerte, la ambulancia pasó traqueteando. Magnin saltó en ella. Los pelícanos que habían llegado a todo correr desde que vieron cómo el avión se posaría (injuriados por los pilotos que, por lo demás, los seguían), corrían ahora alrededor de la llama larga y recta, proyectando sus sombras en torno a sí, como los radios de una rueda. La llama no alcanzaba ya el aparato que iluminaba con una luz temblorosa y descolorida. Como si los hombres hubiesen estado pegados por su sangre a la carlinga rota en dos como una concha, los pelícanos los despegaban con los ademanes prudentes con que se despega una venda de una llaga, pacientes y crispados por el olor amenazador de la gasolina. Mientras los extintores atacaban la llama, apartaban del aparato heridos y muertos los camaradas en torno a ellos en ese revoltijo de sombras; bajo esa luz cadavérica, los muertos, inmóviles, parecían protegidos por los muertos agitados.
Tres heridos, tres muertos. Faltaba un ametrallador. Era Jaime, que bajó mucho después que los otros. Las manos hacia delante, temblorosas, y un camarada que lo guiaba: una bala explosiva a la altura de los ojos. Ciego.
Llevándolos por los hombros y los pies, los aviadores llevaron a los muertos al bar. El furgón llegaría más tarde. Como a Marcelino lo había matado una bala en la nuca, estaba poco ensangrentado. A pesar de la trágica fijeza de los ojos que nadie había cerrado, a pesar de la luz siniestra, la máscara era hermosa.
Una de las camareras del bar lo miraba.
—Hace falta por lo menos una hora para que se comience a ver el alma —dijo.
Magnin había visto morir lo suficiente para conocer el sosiego que trae la muerte a muchos rostros. Pliegues y pequeñas arrugas se habían ido con la inquietud y el pensamiento; y ante ese rostro limpiado de vida, pero cuya voluntad mantenían los ojos abiertos y el casco, Magnin pensaba en la frase que acababa de oír, que había oído de tantas maneras en España; solamente una hora después de morir, de la máscara de los hombres comienza a surgir su verdadero rostro.
II
1
Los fascistas ocupaban tres granjas —rocas amarillentas, tejas del mismo color— en una hondonada de donde había ante todo que sacarlos.
La operación era trivial. Todo ese pedregal del Tajo, entre Talavera y Toledo, permitía a los milicianos alcanzar las granjas a cubierto, si actuaban con orden y prudencia. En la noche, Jiménez había pedido granadas. El oficial encargado de la distribución de armas era un emigrado alemán y, al alba, Jiménez, deslumbrado por semejante eficacia, había visto llegar los camiones… pero cargados de frutos de granado.
Por último, debidamente reclamadas, habían llegado las granadas verdaderas.
Una de las compañías de Jiménez estaba formada por milicianos que habían llegado desde hacía unos días y que aún no habían combatido. Jiménez los había puesto a las órdenes de sus mejores suboficiales y hoy los dirigía él mismo.
Hizo comenzar los ejercicios de lanzamiento de granadas.
En la tercera compañía, la de los nuevos milicianos, hubo vacilaciones. Uno de los milicianos, con la granada en la mano, no la lanzaba. «¡Tírala!», le gritó el sargento. Iba a estallarle en la mano y no quedaría gran cosa de ese pobre tipo. Jiménez le dio un fuerte puñetazo bajo el codo: la granada estalló en el aire, el miliciano cayó y la sangre corrió por la cara de Jiménez.
El miliciano estaba herido en el hombro. Se había librado de una buena. Desde que lo hubieron vendado y evacuado, comenzaron a desplegar los vendajes para Jiménez. Eso le daba una apariencia menos heroica: parecía remendado con sellos postales.
Se colocó al lado del siguiente lanzador de granadas. No hubo más accidentes. Una veintena de hombres fueron eliminados.
Jiménez había hecho reconocer el terreno por Manuel, al que su partido había colocado junto a uno de los oficiales de quien más podía aprender. Jiménez le tenía afecto: Manuel no era disciplinado por afición a la obediencia ni al mando, sino por naturaleza y por sentido de la eficacia. Y era cultivado, a lo que el coronel era sensible. Que este ingeniero de sonido, excelente músico, fuera un oficial nato, asombraba al coronel, que sólo conocía a los comunistas por leyendas absurdas, y no se daba cuenta de que un militante comunista de alguna importancia, obligado por sus funciones a una disciplina estricta y a la necesidad de convencer, a la vez administrador, agente de ejecución riguroso y propagandista, tiene muchas posibilidades de ser un excelente oficial.
Comenzó el ataque de la primera granja. Era una mañana tranquila, con hojas inmóviles como piedras, y de vez en cuando un viento muy ligero, casi fresco, parecía anunciar el otoño. Como los milicianos atacaban en orden, con granadas, protegidos por las piedras y los tiradores, la posición fascista era insostenible. De pronto una treintena de milicianos saltó sobre las rocas y atacaron en descubierto aullando, en un asalto salvaje.
—¡Ya está! —aulló Jiménez, golpeando con el puño en la portezuela del auto.
Veinte milicianos habían caído sobre las rocas, rodando o los brazos en cruz, o los puños sobre el rostro como si se protegieran; la sangre de uno de los cuerpos, fulgurando al sol, cubría poco a poco una piedra chata y blanca, de una pureza de azúcar.
Felizmente, de ambos lados de la granja, los demás milicianos habían alcanzado las últimas rocas; no habían visto caer a sus camaradas. Bajo las granadas, las tejas comenzaban a saltar como géiseres. Después de un cuarto de hora, la granja estaba tomada.
Los nuevos milicianos debían atacar la segunda. Habían visto el desarrollo de toda la acción.
—Hijos míos —les dijo Jiménez subido sobre la capota del Ford—, la granja está tomada. Los que salieron de las rocas contrariando las órdenes, ya sean los que entraron primero o no, están excluidos de la columna. No olvidéis que aquel que nos contempla, quiero decir la historia, que nos juzga y nos juzgará, necesita del valor que gana y no del valor que consuela. Siguiendo los caminos señalados, no hay ningún peligro hasta doscientos metros del enemigo. La prueba es que yo iré con vosotros en este automóvil. Antes, no debe haber un solo herido. Después lucharemos y tomaremos la granja. ¡Que la Provi…, que la suerte nos asista! Que Aquel que todo lo ve, quiero decir… la Nación española esté con nosotros, muchachos, que combatimos por lo que creemos justo…
Detrás de los nuevos milicianos, portadores de granadas, había elegido para tiradores sus mejores soldados.
Antes de que hubiesen llegado a las granjas, vieron a los fascistas que las abandonaban.
La semana anterior, soldados fascistas habían pasado las líneas: unos quince habían sido incorporados a la compañía de Manuel. Su jefe evidente, aunque no hubiera sido elegido, Alba, era un miliciano muy valiente, casi siempre hostil, y que muchos sospechaban que fuera un espía.
Manuel lo hizo llamar.
Comenzaron a caminar a través de las piedras. Manuel iba hacia las líneas fascistas. No había frente, pero en esa dirección, a pesar del abandono de las granjas, el enemigo no estaba a más de tres kilómetros.
—¿Tienes un revólver? —preguntó Manuel.
—No.
Alba mentía: le bastaba a Manuel mirar cómo su pantalón se abultaba en la cintura.
—Toma éste.
Le dio el que llevaba en el bolsillo; conservaba en la cintura la larga pistola automática encerrada en su estuche.
—¿Por qué no eres de la F. A. I.?
—No tengo ganas.
Manuel lo observaba. Sus rasgos engrosados, más bien que virilizados, esa nariz redonda, esa boca de labios gruesos, ese pelo casi ondulado pero plantado bruscamente en una frente baja… Manuel imaginaba cómo a su madre debió en otra época «parecerle guapo».
—Tú protestas mucho —dijo Manuel.
—Hay mucho de que protestar.
—Hay sobre todo mucho que hacer. Si estuvieras en el lugar de Jiménez, o si estuviera yo mismo, las cosas no andarían mejor, sino peor. Por lo tanto, hay que ayudarlo a que haga lo que hace. Después se verá.
—Todo iría peor aún, pero no sería un enemigo de clase el que dirigiera, cosa preferible.
—Yo no me intereso en lo que son las personas, me intereso en lo que hacen. En fin, Lenin no era un obrero. Esto es lo que quiero decirte: algo vales, y eso que vales debe utilizarse. Enseguida, y no en protestar. Reflexiona, y después di con quién estás de acuerdo. La F. A. I., la C. N. T., el P. O. U. M., lo que quieras. Van a reunir a los hombres de tu organización, y tomarás la responsabilidad. Se necesitan tenientes. ¿Has sido alguna vez herido?
—No.
—Yo sí, en esa historia idiota de la dinamita. Toma esto, me hace doler la cintura —se quitó el cinturón—. Cada cual tiene sus gustos. El mío es jugar con una rama.
Cortó una rama en el borde del camino y volvió junto a Alba. Estaba desarmado. Quizá los fascistas estuvieran a un kilómetro. Y, en todo caso, Alba estaba a su lado.
—A mi juicio, es que aquí no estás cómodo. Y quizá no lo estés nunca. Pero a cada cual hay que darle su oportunidad.
—¿Hasta a los excluidos del partido?
Manuel se detuvo, estupefacto. No había pensado en eso.
—Cuando haya, a ese respecto, instrucciones formales del partido, las llevaré a cabo, sean las que fueren. Mientras no las haya, digo: hasta a los excluidos del partido. Todo hombre eficaz debe ayudar a la República en este momento.
—¡Tú no te quedarás en el partido!
—Sí.
Manuel lo miró y sonrió. Cuando reía, era como un niño; pero sonreía con una sonrisa que bajaba las comisuras de su boca y le daba un aire amargo a su pesado mentón.
—¿Sabes lo que dicen de ti? —exclamó sin dejar de caminar como para señalar de antemano que la pregunta que formulaba no tenía importancia.
—Quizá… —Alba tenía en la mano el cinturón de Manuel, cuyo estuche con el revólver le golpeaba las pantorrillas. La soledad de las piedras era completa—. Y bien —preguntó medio en broma—, ¿qué piensas tú de lo que dicen de mí?
—No se puede tener un mando sin confiar en las personas.
Manuel, mientras caminaba, hacía saltar con su rama las piedrecitas del camino.
—Los fascistas, quizá. Nosotros, no. O entonces no vale la pena. Un hombre activo y pesimista a la vez, es o será un fascista, salvo si tiene detrás de sí una fidelidad.
—Los comunistas dicen siempre de sus enemigos que son fascistas.
—Yo soy comunista.
—¿Y entonces?
—No doy mis revólveres a los fascistas.
—¿Estás seguro?
Alba miraba a Manuel con una expresión bastante confusa.
—Sí.
La convicción que tenía Manuel de no arriesgar nada desaparecía cuando la turbación de su interlocutor se hacía evidente: un asesino que conversa con la persona contra quien va a tirar está ciertamente molesto, pensaba Manuel irónicamente. Pero sentía entonces que su muerte estaba quizá a su lado en la forma de ese muchacho terco, con una cara redonda e infantil.
—Yo desconfío de aquellos que quieren mandar —dijo Alba.
—Sí. Pero no más que de aquellos que no quieren mandar.
Volvían hacia el pueblo. Aunque sus músculos estuvieran en tensión, Manuel sentía una sorda confianza entre ese hombre y él, como sentía a veces bocanadas de sensualidad entre su querida y él. Cuando se acuesta uno con una espía, pensaba, debe parecerse un poco a esto.
—El odio de la autoridad en sí, Alba, es una enfermedad. Recuerdos de infancia. Hay que superar eso.
—¿Qué diferencia haces tú, entonces, entre nosotros y los fascistas?
—Ante todo, las tres cuartas partes de nuestros fascistas españoles no sueñan con la autoridad sino con hacer lo que les plazca. Además, en el fondo, los fascistas creen siempre en la raza del que manda. No es porque los alemanes sean racistas por lo que son fascistas. Todo fascista manda por derecho divino. Es por lo que la cuestión de confiar no se plantea para él como para nosotros.
Alba se ajustó el cinturón.
—Dime —preguntó sin mirar a Manuel—, ¿y si te vieras obligado a cambiar de opinión sobre los hombres?
—España es un país donde no faltan en este momento ocasiones de morir…
Alba puso la mano sobre el estuche, lo abrió y sacó a medias el revólver, lentamente, pero sin ocultarse. Dentro de tres minutos, estarían de nuevo a la vista del pueblo. Me he puesto en una situación idiota —pensaba Manuel— y, al mismo tiempo: si muero así, está bien. Alba rechazó el arma.
—Un país donde no faltan las ocasiones de morir, tienes razón…
Manuel se preguntaba si no era para él mismo por lo que Alba había sacado el revólver. Y que quizá todo eso fuera una comedia.
—Reflexiona —le dijo—. Tienes tres días. Entra en la organización que te guste. Si no, dirige sin apoyo y busca a los sin partido. Te prometo que te divertirás, pero eso es asunto tuyo.
—¿Por qué?
—Porque hay que saber en qué se basa uno para mandar a gentes muy diferentes. Yo no sé todavía gran cosa, pero empiezo a aprender. En fin, es asunto tuyo. El mío es: aquí has tomado una especie de responsabilidad moral. Debes tomar una responsabilidad concreta. Naturalmente, yo controlaré.
Si Alba hubiera respondido no, Manuel lo habría inmediatamente excluido. Pero nada dijo. ¿Estaba satisfecho? Sin embargo, parecía hostil.
—¿Has comprendido?
—Quizá —dijo el otro.
Y se fue con mala cara.
Se ponía el sol.
Las tres granjas tomadas y fortificadas en la medida de lo posible, vueltos a mandar a Toledo los milicianos que habían atacado a descubierto la primera granja y dadas las instrucciones a los oficiales, Jiménez, con una hermosa cruz de tafetán inglés a la izquierda de su cráneo rapado, caminaba con Manuel hacia San Isidro, donde se organizaban los acuartelamientos de la columna. La carretera era color de losas roídas por los guijarros; hasta el horizonte, nada que no fuese piedra y los arbustos espinosos que crecían acá y allá parecían armonizar sus ramas puntiagudas con los salientes de las rocas amarillas.
Manuel pensaba en algunas frases que Jiménez acababa de decir a los oficiales de la columna: «De una manera general, el valor personal de un jefe es tanto más grande cuanto más grande es su mala conciencia de jefe. Recuerden ustedes que tenemos mucha más necesidad de resultados que de ejemplos». Manuel caminaba lentamente para no adelantarse al coronel, que arrastraba su pierna; la claudicación también formaba parte de las noticias falsas.
—Los nuevos han peleado bien, ¿verdad? —preguntó Manuel.
—Sí.
—Los fascistas se escaparon sin combatir.
A causa de su semisordera, a Jiménez le gustaba hablar mientras caminaba y monologar.
—En Talavera, es la dispersión, muchacho. Atacan con tanques italianos… El coraje es algo que se organiza, que vive y que muere, que hay que mantener como los fusiles… El coraje individual no es más que una buena materia prima para el coraje de las tropas… No hay un hombre sobre veinte que sea realmente cobarde. Dos sobre veinte son orgánicamente valientes. Hay que hacer una compañía eliminando al primero, empleando lo mejor posible los otros dos y organizando los diecisiete restantes…
Manuel recordaba una aventura que formaba parte del folklore de la columna: Jiménez, subido en la capota de su Ford, repetía a los milicianos de su regimiento, formados en torno de su cacharro, sus instrucciones contra el bombardeo de aviones: una escuadrilla enemiga, recién llegada de Italia, había partido esa mañana para Toledo. «La bomba de avión estalla como una flor de regadera». Los hombres ponían una cara terrible; siete bombarderos enemigos, escoltados por aviones de caza, estaban poniéndose en fila para pasar por encima de la plaza. El coronel era sordo, pero la brigada oía los motores. «Les recuerdo que en esos casos, el miedo y la temeridad son igualmente inútiles. Nada de lo que está por debajo de un metro puede ser alcanzado. A una compañía echada, la bomba de un avión sólo puede herir a los que están en el mismo lugar en que cae». Es siempre así, pensaban los oyentes que bizqueaban hacia el cielo y oían la profunda vibración de los motores aumentar de segundo en segundo. Se necesitaba toda la autoridad de Jiménez para que los milicianos no se echaran boca abajo. Todos sabían cómo había tomado el hotel Colón. Las narices se levantaban ostensiblemente. Manuel, con el pulgar, sin moverse, había señalado el cielo. «¡Cuerpo a tierra todo el mundo!», había gritado Jiménez. Los oficiales se pusieron cuerpo a tierra al instante. El primer bombardero enemigo, viendo desaparecer la concentración de su mira, había lanzado sus bombas al azar sobre el pueblo y los otros habían guardado las suyas para Toledo. Sólo hubo un herido. Desde entonces, en los milicianos de Jiménez había desaparecido el terror de los aviones.
«Extraña cosa, la guerra: hasta para el jefe más brutal, matar es un problema de economía: gastar lo más posible hierro y explosivo para gastar lo menos posible carne viva. No tenemos mucho hierro…».
Manuel conocía el reglamento de la infantería española (inextricable) hasta Clausewitz y las revistas técnicas francesas, él no cesaba de aprender la guerra a través de las gramáticas: Jiménez era una lengua viva. Detrás del pueblo se encendían las primeras fogatas de los milicianos. Jiménez las miraba con amargo afecto:
—Discutir sus debilidades es completamente inútil. Desde el momento en que las gentes quieren batirse, toda crisis del ejército es una crisis de dirección. Yo he servido en Marruecos: los moros, cuando llegan al cuartel, ¿cree usted que son magníficos? Por supuesto, estaremos obligados a hacer una disciplina republicana para todas nuestras tropas, o dejar de vivir. Pero, aun ahora, no se equivoque usted, hijo mío: nuestra crisis profunda es una crisis de mando. Nuestra tarea es más difícil que la de nuestros adversarios, eso es todo…
»Lo que organizan sus amigos los señores comunistas —¡quién me hubiera dicho que habría de pasearme amistosamente con un bolchevique!—, lo que organizan sus amigos, ese 5.º regimiento, si no es la Reichswehr, es sin embargo serio. Pero ¿con qué armas lo armarán cuando sea un cuerpo del ejército?
—El barco mexicano ha llegado a Barcelona.
—Veinte mil fusiles… Casi no hay aviones… Casi no hay cañones… Las ametralladoras… Usted ha visto, hijo mío, hay una para cada tres compañías. En caso de ataque, se la prestan. La lucha no es entre los moros de Franco y nuestro ejército —que ya no existe—: es entre Franco y la organización del nuevo ejército. A los milicianos sólo les queda, por desgracia, hacerse matar para ganar tiempo. Pero este ejército ¿dónde encontrará sus fusiles, sus cañones, sus aviones? Improvisaremos un ejército más rápidamente que una industria.
—Tarde o temprano —dijo Manuel firmemente— tendremos la ayuda soviética.
Jiménez meneó la cabeza, dio algunos pasos en silencio. No esperaba ya nada de Francia, de la que había esperado todo. ¿Debería su país ser salvado por Rusia, o perderse?…
Un rayo último de luz retozaba en torno a su cabeza en parte rapada, con la gran cruz de tafetán inglés. Manuel miraba desplegarse las fogatas de los milicianos; la caída de la noche daba una infinita vanidad al eterno esfuerzo de los hombres que poco a poco envolvían la sombra y la indiferencia de la tierra.
—Rusia está lejos… —dijo el coronel.
Las inmediaciones de la carretera habían sido abundantemente bombardeadas por los aviones fascistas. A derecha e izquierda estaban las bombas que no habían estallado. Manuel, con las dos manos, levantó una, destornilló el percutor y encontró un papel dactilografiado que tendió a Jiménez, que leyó, en portugués: Camaradas, esta bomba no estallará. Por el momento eso es todo.
Y no era la primera.
—¡A pesar de todo! —dijo Manuel.
A Jiménez no le gustaba demostrar su emoción.
—¿Qué ha hecho usted con Alba? —le preguntó.
Manuel le contó la entrevista.
Las piedras parecían volver a una vida miserable de donde las hubiera sacado la luz. Cada vez que las formas de los peñascos arrastraban al coronel a su infancia, pensaba en su pasado juvenil.
—Muy pronto, tendrá que formar usted mismo a jóvenes oficiales. Desean ser queridos. En el hombre es natural. Y nada mejor, a condición de hacerle comprender lo siguiente: un oficial debe ser querido en la naturaleza de su mando —más justo, más eficaz, mejor— y no en las particularidades de su persona. Hijo mío, ¿me comprenderá usted si le digo que un oficial no debe jamás seducir?
Manuel lo escuchaba pensando en el jefe revolucionario, y pensaba que ser querido sin seducir es uno de los hermosos destinos del hombre.
Se acercaban al pueblo, a sus chatas casas blancuzcas pegadas a un hueco del peñasco como vaquitas de San Antón al agujero de un árbol.
—Es siempre peligroso desear que a uno lo quieran —dijo Jiménez entre veras y burlas. El talón de su pierna herida sonaba regularmente sobre las piedras. Por un momento caminaron en silencio. No se oía ni el vuelo de una mosca.
»… hay más nobleza en ser un jefe que en ser un individuo —prosiguió el coronel—: Es más difícil…
Habían llegado al pueblo.
—¡Salud, hijos míos!, —gritaba Jiménez respondiendo a los vivas. Los milicianos se hallaban al este del pueblo, que no ocupaban y que estaba casi abandonado. Los dos oficiales lo atravesaron. Frente a la iglesia, había un castillo con almenas.
—Dígame, mi coronel, ¿por qué los llama usted «hijos míos»?
—¿Llamarlos camaradas? No puedo. Tengo sesenta años: no queda bien, me da la impresión de estar representando una comedia. Entonces los llamo muchachos o hijos míos, y basta.
Pasaron delante de la iglesia. Había sido incendiada. Por el portal abierto salía un olor a sótano y a fuego apagado. El coronel entró. Manuel miraba la fachada.
Era una de esas iglesias españolas a la vez barrocas y populares a las cuales la piedra, empleada en lugar del estuco italiano, le daba un aire casi gótico. Las llamas habían hecho irrupción en el interior; enormes lenguas negras convulsas coronaban cada ventana y se aplastaban al pie de las estatuas más altas, calcinadas sobre el vacío.
Manuel entró. Todo el interior de la iglesia era negro; bajo los fragmentos retorcidos de las rejas, el suelo hundido no era más que escombros negros de hollín. Las estatuas interiores de yeso, limpiadas por el fuego hasta una blancura de tiza, formaban altas manchas pálidas al pie de los pilares tiznados y los ademanes delirantes de los santos reflejaban la paz azulada de la tarde del Tajo, que entraba por el portal derribado. Manuel admiraba, y se sentía de nuevo artista: esas estatuas contorneadas encontraban en el incendio apagado una grandeza bárbara, como si su danza hubiera nacido allí de las llamas, como si ese estilo se hubiera vuelto súbitamente el del incendio mismo.
Desaparecido el coronel, la mirada de Manuel lo buscaba demasiado alto: arrodillado en medio de los escombros, rezaba.
Manuel sabía que Jiménez era un católico fervoroso, pero no por eso estaba menos confuso. Salió para alcanzarlo. Caminaron un instante en silencio.
—¿Quiere usted permitirme que le haga una pregunta, mi coronel? ¿Cómo se ha puesto usted de nuestro lado?
—Usted sabe que yo estaba en Barcelona. Recibí la carta del general Goded que me incitaba a rebelarme. Reflexioné cinco minutos. No había prestado juramento al Gobierno, pero no me cabía duda de que en mí mismo había aceptado servirlo. Mi decisión estaba tomada, desde luego, pero no quería, a mi edad, tener más tarde la sensación de haber obrado por un capricho… Al cabo de esos cinco minutos, fui a buscar a Companys y le dije: Señor Presidente, el tercio N.º 13 y su coronel están a su disposición.
Miró de nuevo la iglesia, fantástica en la paz de la tarde llena de olor a heno, con su frontón destrozado y sus estatuas calcinadas recortadas sobre el fondo del cielo.
—¿Por qué será necesario —dijo a media voz— que los hombres confundan siempre la causa sagrada de Aquel que nos está mirando en este momento con la de sus ministros indignos? ¿Con la de aquellos de sus ministros que son indignos?
—Pero, mi coronel, ¿por quiénes han oído hablar de él sino por sus ministros?
Jiménez señaló con un lento ademán la paz de las campiñas y nada dijo.
—Un ejemplo, mi coronel, yo he estado enamorado una vez en mi vida. Gravemente. Quiero decir, con gravedad. Estaba como si hubiera sido mudo. Hubiera podido ser el amante de esa mujer, pero nada hubiera cambiado. Entre ella y yo había un muro: la Iglesia de España. Yo la amaba, y ahora, cuando reflexiono en ello, siento que era como si hubiera amado a una loca, a una loca dulce e infantil. ¡Vamos, mi coronel, mire este país! ¿Qué ha hecho de él la Iglesia sino mantenerlo en una atroz infancia? ¿Qué ha hecho de nuestras mujeres? ¿Y de nuestro pueblo? Le ha enseñado dos cosas: a obedecer y a dormir…
Jiménez se apoyó en la pierna herida, tomó a Manuel por el brazo y cerró un ojo:
—Hijo mío, si usted hubiera sido el amante de esa mujer, quizá hubiera dejado de ser sorda y loca.
»Por lo demás, mientras más grande es una causa, mayor asilo ofrece a la hipocresía y a la mentira…
Manuel se aproximó a un grupo de campesinos, oscuros y erguidos junto a la pared todavía blanca en la sombra.
—Decidme, camaradas, vuestra escuela es bastante fea —agregó cordialmente—. ¿Por qué no habéis transformado vuestra iglesia en escuela como han hecho en Murcia, en vez de quemarla?
Los campesinos no contestaron. Caía la noche, las estatuas de la iglesia empezaban a desaparecer. Los dos oficiales veían las siluetas inmóviles adosadas a la pared, las chaquetas negras, los anchos sombreros, pero no las caras.
—El coronel quisiera saber por qué han quemado la iglesia. ¿Qué les reprocháis a los curas de aquí? Concretamente.
—¿Porque los curas están contra nosotros?
—No, a la inversa.
En la medida en que Manuel podía adivinar a través de la oscuridad, los campesinos estaban, ante todo, molestos: ¿eran esos oficiales de fiar? Quizá todo eso tenía alguna relación con la protección de los objetos de arte.
—¿Es que hay aquí un solo camarada que haya trabajado para el pueblo sin que haya tenido al cura en contra? Entonces ¿qué?
Los campesinos reprochaban a la Iglesia el haber sostenido siempre a los señores, aprobado la represión que siguió a la rebelión de Asturias, aprobado la expoliación de los catalanes, enseñando sin cesar a los pobres la sumisión ante la injusticia, en tanto que hoy predicaba la guerra santa contra ellos. Uno reprochaba a los sacerdotes su voz, «que no era un voz de hombre», muchos, la hipocresía o la dureza, según el grado, de los hombres en quienes ellos se apoyaban en los pueblos; todos, el haber indicado a los fascistas, en los pueblos conquistados, los nombres de aquellos «indóciles», no ignorando que los hacían fusilar. Todos, su riqueza.
—Si quieres, todo eso —agregó uno—. Hace un momento, tú preguntabas por la iglesia: ¿por qué no hacer una escuela? Mis hijos son mis hijos, ¿entiendes? Aquí, en invierno, no hace siempre calor. Antes que ver a mis hijos vivir allí dentro, ¿entiendes bien?, prefiero que se hielen.
Manuel le ofreció un cigarrillo, después se lo encendió; el que acababa de hablar era un campesino de unos cuarenta años, afeitado, banal. De su vecino de la derecha, la corta llama del encendedor extrajo por un segundo un rostro como de habichuela, nariz y boca imprecisas entre una frente y un mentón prominentes. Les habían pedido argumentos; los habían dado; pero la última voz tenía un sonido particular: hablaba el corazón. Había caído la noche.
—Todos esos individuos son unos impostores —dijo en medio de la sombra la voz de un campesino.
—¿Quieren dinero? —preguntó Jiménez.
—Cada cual busca su interés. Ellos dicen que no, por supuesto… Pero tampoco se trata de eso. Yo hablo de lo que tienen en el fondo. Eso no puede explicarse. Son impostores.
—Un hombre de la ciudad no puede darse cuenta de lo que son los curas…
A lo lejos, ladraban los perros. ¿Cuál de los campesinos hablaba?
—Ha sido condenado a muerte por los fascistas, Gustavito —dijo otra voz, en el tono de «ya no nos la pueden pegar»; y también como si todos hubieran deseado que aquél diera su opinión.
—No hay que confundir —dijo otra voz, la de Gustavito, sin duda—: Conrado y yo somos creyentes. Eso sí, estamos contra los curas. Sólo que yo creo.
—¡Éste querría casar a su Virgen del Pilar con San Santiago de Compostela!
—¿Con Santiago de Compostela? Antes la haría puta, sí —y, en voz más baja, con un tono lento de campesino que se explica—: Los fascistas abrían una puerta, tal cual. Y sacaban a un tipo que decía: ¿Qué? Después, eso volvía a empezar. Al pelotón no se lo oía nunca. A la campanilla del cura se la oía. Cuando ese sinvergüenza comenzaba a hacerla sonar, quería decir que uno de nosotros iba a palmarla. Para tratar de confesarnos. A veces lo conseguía, el hijo de puta. Para perdonarlos, como decía. Perdonarnos… ¡De habernos defendido contra los generales! Durante quince días la he oído sonar. Entonces dije: son ladrones de perdón. Yo me entiendo. No es sólo la cuestión del dinero… Comprenda bien: ¿qué te dice un cura que te confiesa? Te dice que te arrepientas. Si hay un solo cura que haya hecho arrepentir a uno solo de nosotros de haberse defendido, pienso que nunca será lo bastante castigado. Porque no hay nada mejor que el arrepentimiento, es lo mejor del hombre. Eso es lo que pienso.
Jiménez se acordó de Puig.
—¿Collado piensa algo?
—¡Dale! —dijo Gustavo.
El campesino no decía nada.
—¿Y qué? ¿No te decides?
—No se puede hablar así —dijo el que no había hablado todavía.
—Cuenta la historia de ayer. Empieza el sermón.
—No es una historia…
Llegaban milicianos con un ruido de fusiles en la noche. Ahora la oscuridad era completa.
—Todo eso —dijo por fin, sarcástico— porque les conté que el rey pasó un día por las Hurdes. Iba de caza. Allí casi todos tienen bocio, son cretinos, enfermos… Tan pobres que el rey no podía creer que se pudiera ser tan pobre. Son enanos. Entonces dijo: hay que hacer algo por esa gente. Le dijeron: sí, señor, como de costumbre. Y no hicieron nada, como de costumbre. Después, como era una comarca tan miserable, la utilizaron: hicieron allí un presidio. Como de costumbre…
¿Quién hablaba? La entonación de esa voz fuertemente articulada no podía ser sino la de un hombre acostumbrado a tomar la palabra, a pesar de los giros populares. Jiménez la oía claramente, aunque no fuera muy alta:
—Jesucristo encontró que eso no andaba. Se dijo: iré allí. El ángel buscó la mejor de las mujeres de la región, y se le apareció. «Oh, no vale la pena: el niño nacería antes de tiempo porque no tendré qué comer. En mi calle no hay más que un campesino que ha comido carne desde hace cuatro meses; mató a su gato».
Ahora la ironía cedía su lugar a una desolada amargura. Jiménez sabía que en ciertas provincias hay recitadores que improvisan durante los velatorios, pero nunca los había oído.
—Cristo fue a casa de otra. En torno a la cuna había ratas. Para calentar al niño, era poco, y para la amistad era triste. Entonces Jesús pensó que en España las cosas andaban mal.
Ruidos de cañones y de frenos subían del centro del pueblo, con lejanos tiros de fusil y ladridos, y el viento traía de la iglesia calcinada un olor de piedra y de humo. El ruido de los cañones fue por un instante tan fuerte que los dos oficiales no oyeron más las palabras.
—… hay que obligar a los propietarios a que arrienden las tierras a los campesinos. Los que tienen bueyes han gritado que eran despojados por los que tienen ratas. Y han llamado a los soldados romanos.
»Entonces el Señor fue a Madrid, y para hacerlo callar, los reyes del mundo han comenzado a matar niños de Madrid.
»Entonces Cristo se dijo que no había gran cosa que hacer con los hombres. Que eran tan asquerosos que hasta desangrándose por ellos noche y día durante toda la eternidad no se llegaría jamás a lavarlos.
Siempre ruido de cañones. En la intendencia se aguardaba a Jiménez. Manuel estaba al mismo tiempo sobrecogido e irritado.
—Los descendientes de los reyes magos no habían venido a su nacimiento, pues habían llegado a ser errabundos o funcionarios. Entonces, por primera vez en el mundo, gentes de todos los países; aquellos que estaban cerca y aquellos que estaban en el quinto infierno, aquellos de comarcas donde hacía calor y aquellos de comarcas donde helaba, todos los que eran valerosos y miserables se pusieron en marcha con fusiles.
Había en esa voz una convicción tan solitaria que, a pesar de la noche, Jiménez sintió que el que hablaba había cerrado los ojos.
—Y comprendieron en sus corazones que Cristo estaba vivo en la comunidad de los pobres y de los humillados. Y en largas filas, de todos los países, los que conocían bastante bien la pobreza para morir contra ella, con sus fusiles cuando los tenían y con sus manos en vez de fusiles cuando no los tenían, fueron a acostarse unos junto a los otros en la tierra de España…
»Hablaban todas las lenguas y hasta había chinos entre ellos que vendían cordones de zapatos.
La voz se hizo más sorda; el hombre hablaba entre dientes, acurrucado en la sombra como los que acaban de ser heridos en el vientre, con un círculo de cabezas —y la cruz de tafetán inglés de Jiménez— en torno de la suya.
—Y cuando todos los hombres hubieron matado demasiado, y cuando la última fila de los pobres se puso en marcha…
Silabeó las palabras en voz baja, con una intensidad cuchicheante de brujo:
—… una estrella que nunca habían visto se alzó por encima de ellos…
Manuel no se atrevía a prender su encendedor. Los bocinazos de los camiones se llamaban en la noche, rabiosos en su atascamiento.
—No es así como lo contaste ayer —dijo alguien en voz casi baja.
Y la de Gustavo, más fuerte:
—Yo no soy partidario de esas historias. Uno no sabría qué debe hacer. Hay que saber lo que se quiere, no hay más que eso.
—No vale la pena —dijo una tercera voz, lenta y cansada—: Un hombre de la ciudad no puede comprender la cuestión de los curas…
Creen que es la religión.
—Un hombre de la ciudad no puede comprenderlo.
—¿Qué era antes del levantamiento? —preguntó Jiménez.
—¿Él?
Hubo un momento de silencio.
—… Era monje —dijo una voz.
Manuel arrastraba al coronel hacia el estruendo infernal de las bocinas.
—¿Vio usted, en el momento de encender el cigarrillo, la insignia de Gustavo? —le preguntó Jiménez cuando continuaron caminando—. La F. A. I., ¿no?
—Con otra sería lo mismo. Yo no soy anarquista, mi coronel. Pero he sido educado por los curas, como todos nosotros; y, vea usted, hay algo en mí (sin embargo, en tanto que comunista, estoy contra toda destrucción), hay algo en mí que comprende a ese hombre.
—¿Más que al otro?
—Sí.
—Usted conoce Barcelona —dijo Jiménez—; en algunas iglesias el cartel no dice, como de costumbre: Vigilado por el pueblo, sino: Propiedad de la venganza del pueblo. Sólo que… En la plaza de Cataluña, el primer día, los muertos han permanecido bastante tiempo; dos horas después de que cesara el fuego, las palomas de la plaza han vuelto, se han posado en las aceras y sobre los muertos… El odio de los hombres también se gasta…
Y más lentamente, como si hubiera resumido años de inquietud:
—Dios tiene tiempo para esperar…
Sus botas resonaban en la tierra seca y dura; Jiménez, con su pierna herida, caminaba menos ligero que Manuel.
—Pero ¿por qué —prosiguió el coronel—, por qué es necesario que su espera sea esto?
2
Una nueva tentativa de mediación había sido inminente. Un sacerdote debía llegar a Toledo por la noche, y sin duda entrar en el Alcázar al día siguiente.
Los faroles de gas de la placita estaban apagados. La única luz era la de una lámpara de tormenta que colgaba bastante baja, delante de la taberna El Gato. El dibujo del gato sedujo a Shade, que se sentó en una mesa cerca de la puerta y se ocupó de proyectar diferentes sombras de su pipa sobre el muro de la catedral de Toledo.
Hasta las dos de la mañana, Shade podía telegrafiar a su diario. De aquí a entonces, López habría vuelto de Madrid. Era él quien traía al sacerdote: hermoso artículo en perspectiva. Aún no eran las diez. La soledad completa hacía de esta plaza, con sus escaleras y sus palacetes bajo las hojas rojizas, una decoración a la cual los últimos tiros de fusil del Alcázar daban una irrealidad misteriosa. Encantado, Shade soñaba con grandes estaciones de radio olvidadas en la India en los palacios granates invadidos por los cocoteros, aportando todos los ruidos de la guerra al pueblo de los pavos reales y de los monos; el olor a cadáver de Toledo era el de los pantanos de Asia. «¿Hay estaciones de radio en la luna?… Estaría bien que las ondas aportaran ese vago estruendo de combate de los astros muertos»… La catedral secularizada, intacta y sin duda llena de milicianos a esa hora, satisfacía su hostilidad a la Iglesia católica y su amor al arte. En el interior de la taberna, las voces decían:
—Nuestros aviones han fallado el golpe: las ametralladoras de los fascistas están en la plaza de toros, en Badajoz, pero no en el medio, bajo techo.
—Con los cuarteles hay que tener cuidado; han metido allí a los prisioneros.
Otra voz más fuerte, irónica, con un fuerte acento anglosajón:
—Después del combate, había mucha agitación en la plaza. Yo miraba. Estaba quinientos metros más arriba. Todas las mujeres eran jóvenes y bonitas, y no había una que no dijera: «¿Qué hace, allí arriba, ese guapo muchacho escocés?». Shade tomaba notas cuando López apareció por fin, con aire regio, los brazos al aire y el pelo revuelto. Se dejó caer pesadamente en una silla, levantó de nuevo los brazos, los dejó caer otra vez, se golpeó los muslos con las manos en el silencio de la plaza, y se oyeron como un eco algunos tiros de fusil; Shade aguardaba, con el sombrerito echado hacia atrás.
—Piden curas, bueno, ¡habrá que darles curas! ¡Dios mío!
—¿Son ellos los que piden curas, o sois vosotros los que reclamáis vuestros rehenes?
López tomó el aire del que ha visto demasiado durante la jornada:
—¡Pero es lo mismo, pánfilo! Comprende, ellos habían pedido curas. Eso es asunto de ellos. Por otro lado, esos miserables no quieren evacuar las mujeres y los niños: ni los nuestros, ni los de ellos. Saben bien qué es lo mejor para ellos. En fin, yo conozco dos curas. Telefoneo a Madrid: movilicen a estos dos, yo llegaré hacia las tres.
»¡Si creen que hay en todos los rincones, en Madrid, curas que no hayan tomado las de Villadiego! Para empezar, no había manera de dar con Guernico. Estaba en su organización de ambulancias. En fin, tenía la dirección del primer cura, era un buen tipo: venía a menudo a la cárcel cuando nosotros estábamos dentro, en 1934. Llego a su casa con cuatro milicianos (llevábamos monos). La casa era católica, el portero era católico, los inquilinos eran católicos, las ventanas eran católicas, las paredes eran católicas; había vírgenes de yeso, horrendas, en todos los rincones de la escalera. En cuanto se para el auto, ¡empiezan a gritar en todos los pisos! Esos imbéciles creían que veníamos a fusilarlos. Le explico al portero: no quiere entender. ¡Nuestros famosos asesinatos! Al ver llegar el auto, el cura se había escapado por el jardín. Así pasó con el primero.
La plaza había cesado de ser lunar. Como en cualquier otro lugar, López la llenaba con su presencia.
—Ahora el segundo. Sabía que estaba en relaciones con la dirección general de las milicias. Llego, encuentro a todos los oficiales comiendo. Llamo a un compañero, le explico de lo que se trata. «Bueno, tendré tu cura a las cuatro». Yo tenía muchísimo que hacer, debía darle la lata a todo el mundo para conseguir municiones, vuelvo a las cuatro.
»“Sabes —me dice el compañero—, el cura estaba allí cuando viniste, comía con nosotros, pero yo quería prevenirlo. Me parece difícil conseguirlo: se acobarda”. ¿Qué, se acobarda? ¡Banda de forajidos! ¡Ni siquiera son capaces de cumplir con su trabajo! En fin, me explican que es canónigo en la catedral, ¡te das cuenta de su grado en la jerarquía eclesiástica! Si hubiera sido un cura de aldea, habría hecho menos historias. En fin, curas de aldea yo no conozco: ¡No se interesan en la escultura! “Muy bien, dile que quiero hablarle. Si hay una posibilidad de sacar a los niños de esta inmundicia, hay que sacarlos”. Yo me moría de sed. Ellos tenían cerveza en la nevera. Corro a la cocina, y veo a un tipo sin cuello, con la camisa sucia, el chaleco desprendido y pantalón a rayas, forzando los grifos de la cerveza. (Hay que decir que no hacía frío). En fin, era el Monseñor.
—¿Joven, viejo?
—Mal afeitado, pero los pelos que le nacían de la barba eran blancos. Bastante rechoncho. Más bien, una cara bonachona, y manos para dibujarlas. Le explico lo que pasa (yo, ¿te das cuenta?). Para responderme, habla diez minutos. Aquí se llama charlatán a un tipo que habla un cuarto de hora cuando harían falta no más de treinta segundos: era pues un charlatán. Le digo no sé qué cosa, me contesta: «En eso reconozco muy bien el lenguaje de los soldados». Debieron decirle que yo tenía una responsabilidad. Yo vestía un mono, sin insignia. «¡Un oficial como usted!». ¡Eso me dice a mí, pobre escultor! En fin, le contesto: «Oficial o no, si me dicen que vaya a pelear a tal lugar, voy; usted es un sacerdote; allí hay gente que lo reclama y yo quiero sacar a los chiquillos. ¿Viene usted o no viene?». Reflexiona, me pregunta gravemente: «¿Me garantiza usted que mi vida estará a salvo?». Eso me hizo hervir la sangre. Le contesto: «Cuando vine aquí, hace un momento, usted estaba comiendo con los milicianos; ¿qué cree usted, que los de Toledo se lo van a comer crudo?». Estábamos sentados los dos sobre la mesa. Se levanta y dice muy noblemente, la mano sobre el chaleco desprendido: «Si cree usted que puedo salvar una sola vida, iré». «Bueno, usted parece una buena persona. Ahora, si se trata de salvar vidas hay que salvarlas de inmediato: el auto está abajo». «¿No cree usted que sería mejor que me pusiera cuello y una chaqueta?». «A mí, me importa un bledo, pero quizá los otros estarían más contentos si lo vieran de sotana». «Aquí no tengo sotana». No sé si era verdad, o si obraba por prudencia; debía ser verdad. Desapareció… Bajo, y lo encuentro algunos minutos después delante del auto, con cuello, corbata negra y una chaqueta de alpaca. «¡Partimos!».
Una ráfaga de viento trajo hasta la plaza un intenso olor a quemado; hasta allí llegaba el humo del Alcázar. Libre del olor a podrido, la ciudad pareció transformada de pronto.
—Nos detenían cada poco para verificar nuestros papeles. «Será realmente difícil salir de Madrid», me decía con el aire de alguien que ha reflexionado sobre ello. Durante el camino, lo que le interesaba era explicarme que los rojos podían tener tanta razón como los blancos, «quizá más», y saber cómo se llevaría a cabo la entrevista. «Es muy sencillo —le repetía yo cada cuarto de hora—, sucederá exactamente como con el capitán Rojo. Les diremos que usted está acá, lo conduciremos a donde están las personas que ellos enviarán, le vendarán los ojos y lo llevarán a la oficina del coronel Moscardó, que dirige el Alcázar. Allí usted se las arreglará».
»“¿En la oficina del coronel Moscardó?”. “Sí, en la oficina de Moscardó”. Entonces le explico que su deber era negar la absolución a todos esos tipos, el bautismo sobre todo, si Moscardó se negaba a liberar a las mujeres y a los chiquillos.
—¿Lo prometió? —preguntó Shade.
—Me importa un bledo: si quiere hacerlo, lo hará; si no, su promesa no cambiará en nada las cosas. En fin, se lo expliqué lo mejor que pude; no debió de ser gran cosa. Llegamos a Toledo. En la batería, bajo, quiero hablar con el capitán. «¡Cojones!, —grita el capitán saltando sobre el estribo, sin dejarme decir una palabra—, ¿dónde están los obuses? ¡Nos han prometido obuses!». Yo hacía ademanes discretos, moviendo los brazos como aspas de molino, para que se callara; por poco que sepa un cura, sabe siempre de más. Imposible hacerle comprender. Por fin el imbécil empieza a darse cuenta. Hago las presentaciones: «El camarada cura». El capitán señalaba la torre del Alcázar que daba la impresión de venirse abajo; se golpeaba los muslos. «Mira lo que parece la oficina de Moscardó», decía, mostrando una buena brecha triangular. «Pero, mi querido comandante (ya estábamos en ese grado de intimidad) —me dice el cura—, ¿es en ese lugar desmantelado en el que usted quiere realizar mi entrevista con el coronel Moscardó? ¿Cómo llegaré hasta allí?». «¡Arrégleselas usted!, —vocifera el capitán, tajante—. ¡Pero ni Dios mismo entraría!».
»Las cosas iban cada vez mejor. Por último le he explicado que nos arreglaríamos con Moscardó, le he puesto tres guardaespaldas y está durmiendo.
—Y al fin, ¿va o no va?
—Mañana, a las nueve: armisticio hasta mediodía.
—¿Sabes algo a propósito de los chiquillos?
—Nada. Los responsables deberán explicarle a mi cura. Y aquellos que se creen responsables. Esperemos que no le metan mucho miedo: entre los anarcos, hay un tatuado especialmente indicado.
—Subamos a ver qué pasa arriba.
Subieron en silencio hacia la plaza de Zocodover, admirando al pasar el Terror de Pancho Villa, cuyo sombrero era todavía más hermoso de noche. La calle se iba llenando a medida que subían. En los últimos pisos de las casas, algunos fusiles y una ametralladora tiraban de cuando en cuando. Tres meses antes, Shade, a la misma hora, había oído ahí los cascos de un asno invisible y guitarras que tocaban alegremente la Internacional en la noche de vuelta de alguna serenata. El Alcázar apareció entre dos tejados, iluminado por reflectores.
—Vamos hasta la plaza —dijo—, escribiré en el tanque.
Los periodistas tenían la costumbre de refugiarse en el tanque, generalmente inutilizado, de llevar una vela e instalarse en él para escribir.
Llegaron por fin a la barricada. A la izquierda, tiroteaban milicianos; a la derecha, otros, acostados sobre colchones, jugaban a los naipes; otros estaban confortablemente instalados en sillones de mimbre; en el medio, la radio transmitía una canción andaluza. Arriba, desde un segundo piso, tiraba la ametralladora. Shade se acercó a una brecha de la barricada.
Iluminada por una poderosa lámpara de arco, absolutamente vacía, la plaza donde en otros tiempos los reyes de Castilla luchaban a caballo con el toro era mucho más irreal que la de la catedral, más parecida a una plaza de un astro muerto que cualquier otro lugar en el mundo, en esa inquietante mezcla de olor a quemado y de frescura nocturna. Bajo una luz de estudio, escombros de Asia, un arco, tiendas dañadas por las balas, cerradas y abandonadas, y, sobre todo un lado, sillas de hierro de fondas, dispersas, entreveradas o aisladas. Por encima de las casas, una enorme publicidad de vermut, erizada de cetas; en los rincones oscuros débilmente iluminados, los cuartos de los observadores. De frente, los reflectores hundían su luz de teatro en todas las callejuelas ascendentes; y en el extremo de las callejuelas, en plena luz también, mejor iluminado para la muerte de lo que nunca lo estuvo para los turistas, extrañamente chato sobre el fondo del cielo nocturno, humeaba el Alcázar.
De tiempo en tiempo, tiraba un fascista; Shade miraba a los milicianos que respondían y a los que jugaban a los naipes, y se preguntaba quiénes de entre ellos tenían allí a sus mujeres o a sus hijos.
Las mantas campesinas sacadas para la noche, así como las franjas de los colchones de las barricadas daban a toda la ciudad una extraña unidad rayada. Un mulo pasó por la calle principal. «A medianoche, para unificar el rayado, los mulos serán reemplazados por cebras», dijo Shade. En la calle principal estrecha y sombría, delante del tanque prehistórico, las torretas de los autos blindados, iluminadas, formaban pequeñas manchas de luz. Muy cerca de la plaza, un escaparate de modas estaba casi iluminado; una vieja con sombrero de plumas, inmóvil, se intoxicaba con los sombreros provincianos vueltos ahora visibles por la reverberación de las lámparas de arco que iluminaban el Alcázar humeante.
De cuando en cuando una bala enemiga sonaba contra el blindaje de los autos ametralladoras. López se encaminó al Estado Mayor. Shade entró en el tanque, donde el ametrallador le hizo sitio. En el interior de una torreta una ametralladora hacía su mucho estruendo, más allá la calle toda entraba en trance. Shade saltó del tanque: ¿contraataque del Alcázar?
Los fascistas acababan de mandar un cohete luminoso y la ciudad entera tiraba sobre el cohete.
3
El sacerdote había entrado hacía una media hora. Periodistas, «responsables» de toda clase se paseaban detrás de la barricada a paso corto, esperando el descenso de los primeros enemigos en la plaza para observar el armisticio. Shade, en mangas de camisa y el sombrero echado para atrás, caminaba entre un funcionario del Partido Comunista, Pradas, un periodista ruso, Golovkin, y un periodista japonés, y espiaba cada tres pasos por los agujeros de la barricada. Pero la plaza no estaba habitada sino por sus sillas de café, patas arriba. El olor a muerte y el olor a fuego se alternaban según el viento.
Un oficial fascista apareció en la esquina de la plaza por una de las callejuelas del Alcázar. Volvió a irse. La plaza quedó de nuevo vacía. No ya despierta como lo estaba cada noche bajo sus reflectores, sino abandonada. El día le daba nuevamente vida, esa vida pronta a volver, emboscada en las esquinas de la plaza como los fascistas y los milicianos.
El armisticio había comenzado. Pero la plaza, por haber sido tanto tiempo el lugar donde ningún combatiente podía pasar sin encontrar las ametralladoras enemigas, parecía traer desgracia.
Tres milicianos se decidieron por fin abandonar la barricada. Se contaba que había, en las partes reconquistadas del Alcázar, colchones bajo las bóvedas, y partidas de naipes —los mismos que los de los milicianos de la barricada—. A fuerza de ser enemigo, y aunque en varias partes fuera reconquistado, el Alcázar se había vuelto misterioso. Los milicianos sabían que no habrían de entrar durante el armisticio, pero tenían ganas de acercarse. No se apartaban sin embargo de la barricada.
«Unos y otros son más resueltos para el ataque», pensaba Shade, mirando con un ojo por un agujero entres los sacos, la frente sobre la tela cálida ya, el sombrero más hacia atrás que nunca. «Parecen gatos».
Un grupo de oficiales fascistas acababa de aparecer del otro lado, allí donde había desaparecido el primero; vacilaron ante la plaza vacía. Milicianos y fascistas, detenidos, se miraban; algunos nuevos milicianos pasaron la barricada. Shade tomó sus gemelos.
En la cara de los fascistas que apenas distinguía, esperaba odio: lo que creía distinguir era molestia, acentuada por la torpeza del andar y sobre todo por los brazos, muy impresionante en esos hombres vestidos con trajes nítidos de oficiales. Los milicianos se acercaban.
—¿Qué crees? —le preguntó al que miraba por el agujero vecino.
—A los nuestros les molesta hablar.
Empezar una conversación no es fácil entre gentes que han tratado de matarse desde hace dos meses: lo que separaba a esos hombres y los había hecho rondar, a unos a lo largo de las columnas, a otros a lo largo de la barricada, era, más que el tabú de la plaza, la idea de que, si se acercaban, se hablarían.
Otros fascistas bajaban del Alcázar, y otros milicianos salían de la barricada.
—Las cuatro quintas partes de la guarnición son guardias civiles, ¿verdad? —preguntó Golovkin.
—Sí —dijo Shade.
—Mira los uniformes: no dejan ir sino a los oficiales.
Ya no era cierto. Llegaban guardias, con sus tricornios de charol y sus uniformes de ribetes amarillos, pero con alpargatas blancas.
—Los milicianos han matado a todos los de zapatos —dijo Shade.
Pero la conversación había empezado ya, aunque los dos grupos estuvieran separados por unos diez metros. Shade encendió su pipa, entre dos sacos, y caminó hasta el conciliábulo, seguido de Golovkin y de Pradas.
Los dos grupos estaban insultándose.
Separados por diez metros como por un espacio sagrado, haciendo ademanes tanto más singulares cuanto que no avanzaban, se lanzaban argumentos con los brazos.
—… porque nosotros, a lo menos, combatimos por un ideal, cornudos de mierda —decían los fascistas en el momento en que él llegaba.
—¿Y nosotros? ¿Es que nosotros combatimos por las cajas de caudales, hijos de puta? ¡Y la prueba de que nuestro ideal es más grande está en que lo es para todo el mundo!
—¡A la mierda con el ideal para todo el mundo! ¡Lo que importa en un ideal es que sea mejor, ignorante!
Se habían apuntado durante dos meses, por eso mantenían sus relaciones de guerra, puesto que no encontraban otras. Y sin embargo…
—Dime, ¿es un ideal arrojar gases sobre los abisinios? ¿Es un ideal los obreros alemanes en los campos de concentración? ¿Es un ideal los obreros agrícolas a una peseta por día? ¿Es un ideal las masacres de Badajoz, sirviente de asesinos?
—Rusia, ¿es un ideal?
—¿Qué es?
—¡Para los que no han ido! ¡República de los trabajadores! ¡Se caga en los trabajadores!
—¡Será por eso que tus patrones la detestan! Si eres de buena fe, te lo digo: todo lo que hay de asqueroso en el mundo está con vosotros. Y todos los que quieren justicia están con nosotros, hasta las mujeres. ¿Dónde están vuestras milicianas? ¡Tú eres un guardia, no un príncipe! ¿Por qué las mujeres están con nosotros?
—Ante todo, que las mujeres se callen, cornudo. ¡Y tu ideal de quemar iglesias, puedes guardártelo!
—Si hubiera menos iglesias, no habría necesidad de quemarlas.
—¡Demasiadas iglesias de oro y demasiados pueblos sin pan!
Shade alcanzó a ponerse al lado de los milicianos, turbado de encontrar de nuevo el sentimiento que le daban los vanos insultos de los chóferes parisienses y de los cocheros de Italia.
—¿Quién es ese individuo? —le preguntó un miliciano señalando a Golovkin.
Habían visto la víspera a Shade con López; era del oficio.
—Corresponsal de un diario soviético.
Golovkin tenía los pómulos salientes, la cara curtida de los campesinos de las esculturas góticas. Shade, que había pasado por Moscú para hacer un reportaje, había notado que los rusos, muy cerca de su origen campesino, se parecían a menudo a las caras medievales: yo tengo aire indio, ese ruso tiene aire de labrador, los españoles tienen aire de caballo…
Los tres milicianos que fueron los primeros en salir de la barricada, permanecían a un lado, sin avanzar.
Las comparaciones de ideal continuaban.
—¡Lo que no impide —gritó uno de los oficiales fascistas— que una cosa es combatir por su ideal durmiendo en la casa, como hacen ustedes, y otra viviendo en los subterráneos! ¿Es que nosotros podemos fumar?
—¿Qué, qué?
Un miliciano atravesó el terreno tabú. Era un hombre de la C. N. T., una manga de su camisa remangada sobre un brazo azul de tatuajes. El sol casi vertical proyectaba bajo sus pies la sombra de su sombrero mexicano, y avanzaba así sobre un zócalo negro. Iba hacia los fascistas como para pelearse, con un paquete de cigarrillos en la mano. Shade sabía que en España no se tiende jamás un paquete de cigarrillos, y esperaba el ademán del anarquista. Éste sacó los cigarrillos uno por uno y los distribuyó sin abandonar su expresión de cólera. Los tendía a los fascistas como prueba, como si hubiera dicho: «¡Haberse permitido reprocharnos estos cigarrillos! ¡Si vosotros no los tenéis, es a causa de las complicaciones de la guerra, puercos, pero nada podéis decir contra nosotros por los cigarrillos, cretinos!». Continuando su distribución, tomó las ventanas por testigos. Cuando acabó su paquete, los otros milicianos, que se habían unido a él, continuaron distribuyendo.
—¿Cómo interpretáis esta distribución, idiota? —preguntó Pradas.
Se parecía a un Mazarino que se hubiera dejado despuntar la barba para parecerse a Lenin.
—En una de las sesiones más violentas de la cámara belga, he visto hacerse la fraternal unidad de todos los partidos para rechazar el impuesto sobre las palomas mensajeras: el ochenta por ciento de los diputados eran colombófilos. Aquí existe la francmasonería de los fumadores.
—Es algo más profundo, mira…
Uno de los fascistas acababa de gritar: «¡Lo que no impide que vosotros estéis afeitados!». Cosa tanto más singular cuanto que los milicianos no lo estaban. Pero uno de ellos, también un anarquista, fue corriendo hacia la calle del Comercio. Los dos periodistas lo seguían con la mirada: acababan de detenerse para hablar con un miliciano que estaba junto a la barricada. Éste sacó su revólver en dirección a los fascistas, y lo agitó como si hablara con furor. El anarquista se fue corriendo.
—Entre ustedes, ¿era así? —preguntó Shade a Golovkin.
—Ya hablaremos más tarde. Es inexplicable.
El miliciano volvió, con una caja de hojitas Gillette en la mano, y la abrió corriendo. Había por lo menos doce oficiales fascistas.
Dejó de correr; visiblemente, no sabía cómo distribuir sus cuchillas: no tenía doce. Hizo un ademán para arrojarlas, como golosinas a los niños, vaciló, y dio por fin la caja al fascista más próximo, con hostilidad. Los demás oficiales se precipitaron hacia el que venía de recibirla, pero ante la risa de los milicianos, uno de ellos dio una orden. En el instante en que se separaban, otro fascista llegaba del Alcázar; y, llegado del otro lado de la plaza, el miliciano que había sacado su revólver cuando pasó el distribuidor de hojas de afeitar, se acercó al grupo.
—Todo eso es muy bonito… —dijo, mirando a los fascistas uno tras otro. Su voz permanecía en suspenso, y todos aguardaban—… ¿y los rehenes? ¡Yo tengo allí a mi hermana!
Esta vez, el tono era de odio. Ya no se trataba de comparar ideales.
—Un oficial español no tiene que intervenir en las decisiones de sus jefes —respondió uno de los fascistas.
Apenas lo oyeron los milicianos porque, al mismo tiempo, el último fascista llegado decía:
—Quiero ver al comandante, de parte del coronel Moscardó.
—Venga usted —dijo uno de los milicianos.
El oficial lo siguió. Shade y Pradas siguieron, muy bajos a ambos lados del gran Golovkin, en medio de la multitud cada vez más densa, y cuya marcha hubiera tenido el aspecto de un paseo dominguero si los ojos de todos los que subían hacia la plaza no hubieran estado pertinazmente fijos en el Alcázar.
Hernández salía de la tienda seguido del Negus, de Mercery y de dos tenientes, cuando el oficial fascista iba a entrar. Éste saludó y tendió las cartas.
—Del coronel Moscardó para su mujer.
Shade tuvo súbitamente la impresión de que todo lo que había visto desde la víspera en Toledo, y desde los días en Madrid, convergía en esos dos hombres que se miraban con un odio gastado, en el olor quemado del Alcázar, cuya humareda traída por el viento a la ciudad se agitaba como el lienzo de una bandera hecha jirones. Los cigarrillos ofrecidos, las hojas de afeitar, iban a parar a esas cartas; como los rehenes, las barricadas absurdas, los asaltos, las fugas y, cuando se disipaba por un instante el olor del fuego, ese olor a caballo muerto convertido en el de la tierra misma. Hernández había alzado el hombro derecho, como de costumbre, y dado las cartas a un teniente, indicando una dirección con un gesto de su largo mentón.
—Siniestro imbécil —dijo el Negus, cordial a pesar de todo.
Hernández alzó esta vez los dos hombros, siempre con el mismo cansancio, y le hizo señas al teniente de que se fuera.
—¿La mujer de Moscardó está en Toledo? —preguntó Pradas asegurándose los quevedos.
—En Madrid —respondió Hernández.
—¿Libre? —preguntó Shade, estupefacto.
—En una clínica.
El Negus se alzó de hombros a su vez, pero colérico. Hernández subió hacia la tienda oficina, de donde llegaba hasta Shade, en la calle silenciosa desde el armisticio, el ruido de una máquina de escribir. A través de las callejuelas perpendiculares, los perros, asombrados sin duda por la detención del fuego, comenzaban a aventurarse. El ruido de los pasos y de las voces, que se hacía sensible desde que no se tiraba, volvía a recuperar la ciudad, como la paz. Pradas se acercó al capitán y dio algunos pasos a su lado, con la barbilla en la mano.
—¿Qué significa enviar esta carta? ¿Cortesía?
Frunciendo las cejas, con aire más que irónico, perplejo, caminaba al lado del oficial que miraba el suelo donde la sombra de los sombreros mexicanos lanzaba enormes confeti.
—Generosidad —respondió por fin Hernández, volviéndole la espalda.
—¿Conoce usted bien a ese capitán? —preguntó Pradas con las cejas todavía fruncidas.
—¿Hernández? —respondió Shade—. No.
—¿Qué lo ha llevado a hacer eso?
—¿Qué lo llevaría a no hacerlo?
—Eso —dijo Golovkin señalando un auto de los llamados blindados, que pasaba. En el techo, un cadáver de miliciano que, por la manera en que estaba atado, se adivinaba que era amigo de los que lo conducían. El periodista se ajustó la corbata, lo que en él era señal de duda.
—¿Eso sucede a menudo? —preguntó Golovkin.
—Bastante, creo. El comandante del lugar ya ha llevado cartas de esta clase.
—¿Es un oficial de carrera?
—Sí. Hernández también.
—¿Qué mujer es? —preguntó Pradas.
—Nada de lo que usted piensa, vicioso. No la conozco, pero no es una mujer joven.
—¿Entonces qué? —dijo Golovkin—. ¿Españolismo?
—¿Le satisfacen esa clase de palabras? El almuerza en Santa Cruz, vaya usted. No le costará que lo inviten: hay comunistas.
Entre los milicianos de toda clase pasaba el Terror de Pancho Villa. Shade tuvo conciencia de que Toledo era una pequeña ciudad, tanto en la guerra como en la paz; y que iba a encontrar todos los días los mismos originales, como no hacía mucho encontraba todos los días a los mismos guías y a los mismos jubilados.
—Los fascistas —dijo— no atacan entre las dos y las cuatro a causa de la siesta. No se forme demasiado pronto una opinión de lo que pasa aquí.
Vistos del lado del Alcázar, los sacos de arena y los colchones rayados de las barricadas, casi intactos del lado de la ciudad, estaban agujereados como madera picada por los gusanos. El humo cubría todo de sombra. El incendio proseguía su vida indiferente: en esa calma extraña de suspensión de combate, hacia el Alcázar, una nueva casa había comenzado a incendiarse.
4
Las mesas en ángulo recto ocupaban el rincón de una sala del museo de Santa Cruz. Algunos puntos de luz brillaban en la penumbra, esos puntos de luz que provenían de los agujeros de los ladrillos se aferraban a los fusiles cruzados en las espaldas; en el olor español a aceite de oliva crudo, en medio de un amontonamiento de frutos y de hojas, brillaban vagamente las manchas sudadas de los rostros. Sentado en el suelo, el Terror de Pancho Villa reparaba fusiles.
La actitud de Hernández era tanto más simple cuando que su espalda encorvada no se prestaba a posturas marciales; su escolta, en la otra mesa, jugaba a la guardia. Ninguno de los heridos había cambiado su venda. «Demasiado felices de su sangre», decía Pradas a media voz. Golovkin y Pradas acababan de sentarse enfrente de Hernández, que hablaba con otro oficial. El capitán, con una mancha de luz en la frente, otra sobre su mentón prominente de compañero de Cortés, no parecía de otra nación que la del periodista ruso, pero sí de otra época. Todos los milicianos estaban punteados de sol.
—El camarada Pradas, del comité técnico del partido —dijo Manuel.
Hernández levantó la cabeza.
—Lo sé —respondió.
—En fin, ¿por qué, exactamente, lo has hecho traer? —replicó Manuel, continuando la conversación.
—¿Por qué los milicianos han distribuido cigarrillos?
—Eso es lo que me interesa —gruñó Pradas con aire perplejo, la mano detrás de la oreja, una mancha de luz en su barbilla.
¿Oía mal y se ayudaba con la mano? No la mantenía contra la oreja, la pasaba por detrás, como un gato que se acicala; Hernández respondió a Manuel con un ademán indiferente de sus largos dedos. El ruido de las radios perdidas en el fondo de la resplandeciente luz de afuera parecía entrar por los agujeros de balazos, y enredarse en torno de Pancho Villa, adormecido ahora en medio de los fusiles, bajo su extraordinario sombrero.
—El camarada soviético (Pradas traducía, con la mano sobre la cabeza) dice: «Entre nosotros, la mujer de Moscardó hubiera sido detenida en el mismo instante». Quisiera comprender por qué es usted de otra opinión.
Golovkin sabía francés y comprendía un poco el español.
—¿Tú has estado preso? —le preguntó el Negus.
Hernández callaba.
—Bajo el zarismo, era demasiado joven.
—¿Has hecho la guerra civil?
—Como técnico.
—¿Tienes hijos?
—No.
—Yo… tenía.
Shade no insistió.
—La generosidad es el honor de las grandes revoluciones —dijo Mercery, digno.
—Pero los hijos de los nuestros están en el Alcázar —replicó Pradas.
Un miliciano traía un magnífico jamón con tomates, guisado con aceite de oliva, que a Shade le inspiraba horror. El Negus no se sirvió.
—¿Usted detesta el aceite, usted, un español? —preguntó Shade, interesado por toda cuestión de cocina.
—Nunca como carne: soy vegetariano.
Shade tomó su tenedor: llevaba las armas del arzobispado.
Todos comían. En las vitrinas modernas del museo, vidrio, acero y aluminio, todo estaba en orden salvo pequeños objetos pulverizados allí mismo por las balas, detrás de un nítido agujero en la vitrina rodeado de rayos.
—Escucha bien —dijo el Negus a Pradas—: Cuando los hombres salen de prisión, el noventa por ciento no fijan la mirada. No miran ya como hombres. En el proletariado hay también muchas miradas que no se fijan. Y para empezar hay que terminar con eso, ¿comprendes?
Hablaba tanto para Golovkin como para Pradas, pero hacerse traducir por Pradas le disgustaba.
—Me parece bien que éste no se haga el sabiondo —dijo Shade a media voz, con satisfacción.
Uno de los milicianos se le acercó, trayendo un sombrero de cardenal.
—Acabamos de encontrarlo. Entonces, como no es de utilidad para la colectividad, se ha votado dártelo.
—Gracias —dijo Shade, sereno—. Por lo general le caigo simpático a los puros, a los perros lanudos, a los niños. No a los gatos, ¡por desgracia! Gracias.
Se puso el sombrero, acarició las borlas y continuó comiendo su jamón.
—En casa de mi abuela, en Iowa City, hay borlas como ésas. Debajo de los sillones. Gracias.
El Negus mostró con su índice corto una crucifixión estilo Bonnat, pálida sobre un fondo bituminoso, fusilada desde varios días antes por los de enfrente. Los agujeros agrupados de las balas casi le habían arrancado el brazo derecho a Cristo; el izquierdo, protegido sin duda por las piedras de las paredes, estaba sólo atravesado aquí y allá; del hombro a la cadera, en bandolera, el cuerpo pálido había sido recorrido por una ráfaga de ametralladora, regular y nítida como el pespunte de una máquina de coser.
—Si nos aplastan aquí y en Madrid, los hombres habrán vivido un día con su corazón. ¿Me comprendes? A pesar del odio. Son libres. Nunca lo habían sido. No hablo de libertad política, eh, ¡hablo de otra cosa! ¿Me comprendes?
—Perfectamente —dijo Mercery—: Como dice mi señora, el corazón es lo esencial.
—En Madrid es más serio —dijo Shade, tranquilo bajo su sombrero rojo—. Pero de acuerdo. La revolución son las vacaciones de la vida… Mi artículo de hoy se llama Asueto.
Pradas se pasó la mano por la punta de su cráneo en forma de pera, atento. No había oído el fin de la frase de Shade, perdida en un tumulto de sillas: le hacían sitio a García, que acababa de llegar, la pipa en la comisura de su sonrisa.
—No es fácil para los hombres vivir juntos —replicó el Negus—. Bien. ¡Pero no hay, que digamos, tanto valor en el mundo! Nada que hacer; termina uno por sentir que se acaban los hombres resueltos a morir. Pero nada de «dialéctica», nada de burócratas en el lugar de los delegados; nada de ejército para terminar con el ejército, nada de arreglos con los burgueses. Vivir como la vida debe vivirse, desde ahora, o morir. Si las cosas salen mal, fuera. Nada de ida y vuelta.
La mirada de ardilla en acecho de García se iluminó.
—Mi querido Negus —dijo cordialmente—, cuando uno quiere que la revolución sea una manera de vivir por sí misma, se vuelve casi siempre una manera de morir. En ese caso, querido amigo, uno termina por arreglárselas tan bien con el martirio como con la victoria.
El Negus levantó la mano derecha con el ademán de Cristo enseñando:
—El que tiene miedo de morir no tiene la conciencia tranquila.
—Y mientras tanto —dijo Manuel, con el tenedor en el aire—, los fascistas están en Tala vera. Y si esto continúa, perderéis Toledo.
—Y después de todo, sois cristianos —dijo Pradas profesoral—. Y durante…
«Perdió una buena ocasión de callarse» pensó García.
—¡Abajo el solideo! —dijo el Negus crispado—. Pero la teosofía tiene su lado bueno.
—No —dijo Shade, jugando con las borlas de su sombrero—. Continúa.
—¡Nosotros no somos cristianos! Vosotros os habéis vuelto curas. No digo que el comunismo sea una religión, pero digo que los comunistas se están volviendo curas. Ser revolucionarios, para vosotros, es ser astutos. Para Bakunin, para Kropotkin, no era así; no era en modo alguno así. A vosotros os traga el partido. Tragados por la disciplina. Tragados por la complicidad: con el que no es de los vuestros, no tenéis decencia, ni deberes, ni nada. No sabéis lo que es ser fieles. Nosotros, desde 1934, hemos hecho siete huelgas nada más que por solidaridad, sin un solo objetivo material.
La cólera hacía hablar al Negus muy rápido, gesticulando, agitando las manos alrededor de sus cabellos revueltos. Golovkin no comprendía, pero lo inquietaban algunas palabras captadas aquí y allá. García le dijo algunas palabras en ruso.
—Concretamente, más vale ser infieles que incapaces —dijo Pradas.
El Negus sacó su revólver y lo colocó sobre la mesa.
García colocó su pipa de igual manera. En los platos y en las garrafas con cuello de alambique reverberaban como gusanos relucientes los mil puntos de luz de los ladrillos agujereados, como en una enorme naturaleza muerta. A lo largo de las ramas brillaban las frutas y las cortas líneas azules de los cañones de los revólveres.
—Todas las armas en el frente —dijo Manuel.
—Cuando tuvimos que ser soldados —dijo Pradas—, fuimos soldados. Después, cuando tuvimos que ser constructores, hemos sido constructores. Hemos debido ser administradores, ingenieros, ¿qué más? Lo hemos sido. Y si en última instancia debemos ser curas, pues bien, seremos curas. Pero hemos hecho un Estado revolucionario, y aquí haremos un ejército. Concretamente. Con nuestras cualidades y nuestros defectos. Y es el ejército el que salvará a la República y al proletariado.
—A mí —dijo Shade suavemente con las manos aferradas a las borlas de su sombrero— me importa un bledo. Lo que hacéis unos y otros es más sencillo y mejor que lo que decís. Todos sabéis demasiado. Por lo demás, Golovkin, en tu país todos comienzan a ser sabiondos. Es por lo que no soy comunista. El Negus me parece un poco bobo, pero me gusta.
La atmósfera se distendía.
Hernández miró de nuevo su reloj, después sonrió. Tenía los dientes largos, como las manos y la cara.
—En cada revolución es lo mismo —replicó Pradas con la barbilla en la mano—. En el diecinueve, Steinberg, socialista revolucionario, comisario de justicia, pidió que cerraran definitivamente la fortaleza Pedro y Pablo. A consecuencia de lo cual Lenin obtuvo de la mayoría que encerraran en ella a los prisioneros blancos: así tenemos bastantes enemigos en la retaguardia. En última instancia, la nobleza es un lujo que una sociedad sólo puede pagarse tarde.
—Pero cuanto antes, mejor —dijo Mercery, definitivo.
—Mañana, fastidiarán por cualquier cosa —replicó el Negus—. No hay caso. Los partidos son hechos para los hombres, no los hombres para los partidos. Nosotros no queremos hacer ni un Estado, ni una iglesia, ni un ejército. Queremos hombres.
—Que comiencen por conducirse noblemente cuando tengan la ocasión —dijo Hernández, con sus largos dedos anudados delante del mentón—. Hay bastantes inmundos y asesinos que se dicen de los nuestros.
—Permítanme ustedes, camaradas —dijo Mercery, la mano sobre la mesa y el corazón en la mano—. De dos cosas, una. Si salimos vencedores aparecerán ante la Historia con los rehenes, y nosotros con la libertad de la señora Moscardó. Suceda lo que sucediere, Hernández, da usted un noble y gran ejemplo. En nombre del movimiento «Paz y Justicia», al que tengo el honor de pertenecer, me saco ante usted el… en fin, mi quepis.
Desde su primer encuentro, el día del lanzallamas, Mercery dejaba confuso a García: el comandante se preguntaba si la comedia es inseparable del idealismo; y al mismo tiempo, sentía en Mercery algo auténtico, con lo que el fascismo debía contar.
—Y no perdáis el tiempo en tomar a los anarcos por una pandilla de chiflados —decía el Negus—. El sindicalismo español ha hecho desde hace años un trabajo serio. Sin comprometerse con nadie. Nosotros no somos ciento setenta millones como vosotros, pero si el valor de una idea se mide por la cantidad de sus partidarios, los vegetarianos son más numerosos en el mundo que los comunistas, hasta contando a todos los rusos. La huelga general, ¿existe o no? Vosotros la habéis atacado desde hace años. Releed a Engels, eso os instruirá. La huelga general es Bakunin. Yo he visto una obra comunista donde hay anarcos. ¿A qué se parecen? A los comunistas vistos por los burgueses.
En la sombra las estatuas de los santos daban la impresión de alentar los ademanes exaltados.
—Desconfiemos un poco de las generalizaciones —dijo Manuel—. El Negus puede haber tenido experiencias…, en fin, desgraciadas; todos los comunistas no son perfectos. Aparte de nuestro camarada ruso, cuyo nombre he olvidado, y de Pradas, creo que soy, en esta mesa, el único miembro del partido: Hernández, ¿es que tú crees que soy un cura? ¿Y tú, Negus?
—No, tú eres una buena persona. Y valiente. Hay muchas buenas personas entre vosotros. Pero no hay sólo eso en el partido.
—Otra cosa: vosotros habláis como si tuvierais el monopolio de la honestidad, y tratáis de burócratas a los que no están de acuerdo con vosotros. ¡Sin embargo te das cuenta de que Dimitroff no es un burócrata! Dimitroff contra Durruti, en fin, es una moral contra otra, ¡no es una componenda contra una moral! Somos camaradas, seamos honestos.
—Y es vuestro Durruti el que ha escrito: «Renunciaremos a todo menos a la victoria» —dijo Pradas al Negus.
—Sí —gruñó éste mostrando los dientes—, ¡pero si Durruti te conociera, te sacaría a patadas en el culo!
—Con vuestra moral no se hace política —replicó Pradas—. De eso, por desgracia, no tardaréis en daros cuenta. Es así como…
—Ni con otra —dijo una voz.
—La complicación —dijo García—, y quizá el drama de la revolución, es que tampoco se la hace sin.
Hernández levantó la cabeza.
Uno de los puntos luminosos brillaba sobre el cuchillo de Manuel, que comía sol.
—Hay algo que está bien en los capitalistas —dijo el Negus—. Una cosa importante. Hasta me sorprende que la hayan encontrado. Será necesario que hagamos aquí, para cada sindicato, algo parecido cuando termine la guerra. La única cosa que respeto en los capitalistas.
»Es el Desconocido. El soldado desconocido, en ellos; pero se puede hacer mejor. En el frente de Aragón, he visto muchísimas tumbas sin nombre: sólo sobre la piedra, o en un extremo de la madera, había F. A. I. o C. N. T. Eso me ha… estaba bien. En Barcelona, las columnas parten para el frente desfilando ante la tumba de Ascaso, y todo el mundo calla, eso está bien, también. Es mejor que las charlatanerías.
Un miliciano venía a buscar a Hernández.
—Cristianos… —gruñó Pradas para su perilla.
—¿Salió el sacerdote? —preguntó Manuel, ya de pie.
—Todavía no. Es el comandante el que me hace llamar.
Salió Hernández, acompañado por Mercery y por el Negus, que llevaba su sombrero; ya no era el sombrero mexicano de la víspera, sino el quepis rojo y negro de la Federación Anarquista. Hubo un instante de silencio lleno del ruido disperso del final de comidas militares.
—¿Por qué ha hecho traer la carta? —preguntó Golovkin a García.
Sentía que sólo García era respetado por todos, hasta por el Negus. Y hablaba ruso.
—Procedamos por orden… Primero, para no rechazar, ha sido oficial por decisión paterna, es republicano desde hace años por liberalismo, y medianamente intelectual… Segundo, es oficial de carrera (no es el único aquí); sea lo que piense políticamente de la gente de enfrente, eso lo obliga a desempeñar un papel. Tercero, estamos en Toledo. Usted bien sabe que no se hace poco teatro al comienzo de toda revolución; en estos momentos, aquí España es una colonia mexicana.
—¿Y del otro lado?
—La línea telefónica entre nuestro cuartel general y el Alcázar no está cortada, y ambas partes la utilizan desde el comienzo del sitio. Cuando las últimas negociaciones, se entendió que nuestro parlamentario sería el comandante Rojo. Rojo ha sido educado aquí mismo. Ante una puerta, le sacaron la venda que llevaba sobre los ojos: era la oficina de Moscardó. ¿Ha visto usted la pared de la izquierda? Un agujero. La oficina está sin techo. Moscardó de gran uniforme en el sillón, y Rojo en la silla de otros tiempos. Por lo demás, la pared del fondo intacta; encima de la cabeza de Moscardó, querido amigo, el retrato de Azaña que habían olvidado descolgar.
—¿Y en cuanto el valor? —preguntó Golovkin en voz un poco más baja.
—Habría que dirigirse a alguien que hubiera tenido ocasión de observar eso de más cerca que yo. En este momento, nuestras mejores tropas son los guardias de asalto. ¿Manuel?
Le hizo la pregunta de Golovkin en español.
Manuel se tomó entre los dedos el labio inferior.
—Ningún coraje colectivo resiste a los aviones y a las ametralladoras. En suma: los milicianos bien organizados y armados son valientes, los otros se escapan. Basta de milicias, basta de columnas: un ejército. El coraje es un problema de organización. Queda por saber quiénes son los que quieren ser organizados…
—¿Cree usted que ese capitán pueda conservar cierta simpatía por los cadetes, en tanto que oficial de carrera? —preguntó Pradas a García.
—Hemos hablado de eso juntos. Dice que no hay cincuenta cadetes en el Alcázar, lo que es verdad. El Alcázar está defendido por guardias civiles y por oficiales. Esos jóvenes héroes de una raza superior, que defienden su ideal contra un populacho enfurecido, son los gendarmes españoles. Así sea.
—En suma, García. ¿Cómo explicas la historia de la plaza? —preguntó Manuel.
—Creo que el que ha dado los cigarrillos, y el chistoso que trajo las hojitas de afeitar, y los que lo siguieron, y Hernández con las cartas, han obedecido sin darse cuenta de ello al mismo sentimiento: probar a los de arriba que no tienen el derecho de despreciarlos. Lo que digo parece una broma; es muy serio. La derecha y la izquierda españolas están separadas por el gusto o el horror de la humillación. El Frente Popular es, entre otras cosas, el conjunto de aquellos que la aborrecen. Tome, antes del levantamiento, en un pueblo, dos pequeños burgueses pobres, uno con nosotros, el otro contra nosotros. El que está con nosotros quiere la cordialidad, el otro la altanería. La necesidad de la fraternidad contra la pasión de la jerarquía es una oposición muy seria en este país… y quizá en otros…
Manuel, en ese ámbito, desconfiaba de lo psicológico, pero se acordaba del padre Barca: «Lo contrario de la humillación, muchacho, no es la igualdad: es la fraternidad».
—Cuando me entero concretamente —respondió Pradas— de que la República ha triplicado los salarios; de que los campesinos, en consecuencia, han podido por fin comprarse camisas; de que el gobierno fascista ha reducido los salarios a su estado anterior y que a causa de ello, las miles de camiserías que se habían abierto han debido cerrar, comprendo por qué la pequeña burguesía española está ligada al proletariado. La humillación no armaría a doscientos hombres.
García comenzaba a repetir las típicas palabras de los partidos: para los comunistas era «concretamente». Conocía, por lo demás, la desconfianza que a Pradas, y hasta a Manuel, les inspiraba la psicología; pero, si pensaba que las perspectivas de la lucha antifascista debían ordenarse basándose en lo económico, pensaba también que no había ninguna diferencia, económicamente, entre los anarquistas (o sus amigos), las masas socialistas y los grupos comunistas.
—De acuerdo, querido amigo; sin embargo, no es de las regiones de Extremadura donde se comen bellotas, de donde provienen nuestras mejores tropas, ni las más numerosas. Pero, te lo ruego, ¡no me hagas hacer una teoría de la revolución por la humillación! Trato de comprender lo que ha pasado esta mañana, y no la situación general de España. En última instancia, como vosotros diríais, Hernández no es camisero, ni siquiera simbólicamente.
»El capitán es un hombre muy honesto, para el cual la revolución es una forma de realización de sus deseos éticos. Para él, el drama que vivimos es un Apocalipsis personal. Lo que hay de más peligroso en esos semicristianos es el gusto del sacrificio: están dispuestos a cometer los peores errores con tal de pagarlos con la vida.
García parecía tanto más inteligente aparte de sus oyentes cuanto que, más que comprender, adivinaban lo que decía.
—Evidentemente —respondió—, el Negus no es Hernández; pero entre liberal y libertario no hay sino una diferencia de terminología y de temperamento. El Negus ha dicho que los suyos estaban siempre dispuestos a morir. Tratándose de los mejores, es cierto. Notad que digo: tratándose de los mejores. Están borrachos de una fraternidad que no ignoran que no puede durar así. Y están dispuestos a morir después de algunos días de exaltación —o de venganza, según los casos—, durante los cuales los hombres habrían vivido según sus sueños. Notad que él nos lo ha dicho: con su corazón… Sólo que, para ellos, esta muerte justifica todo.
—No me gusta la gente que se hace fotografiar con el revólver en la mano —dijo Pradas.
—Son a veces los mismos que han tomado las armas de los ricos, el 18 de julio, cerrando el puño en el bolsillo para imitar un revólver.
—Los anarquistas…
—Los anarquistas —dijo Manuel— es una palabra que sirve sobre todo para confundir. El Negus es miembro de la F. A. I., desde luego. Pero lo que importa, en suma, no es lo que piensan sus compañeros; es que millones de hombres, millones, que no son anarquistas, piensan como ellos.
—¿Lo que piensan de los comunistas? —preguntó Pradas, gruñón.
—Pues no, querido amigo —dijo García—: Lo que piensan de la lucha y de la vida. Lo que piensan en común con… por ejemplo, el capitán francés. Piense usted que esta actitud la he conocido en Rusia, en 1917, en Francia no hace seis meses. Es la adolescencia de la revolución. Hay con todo que darse cuenta de que las masas son una cosa y los partidos otra. ¡Lo vemos desde el 18 de julio!
Alzó el caño de su pipa.
—Nada es más difícil que hacer pensar a las gentes en lo que van a hacer.
—Sin embargo —dijo Pradas—, eso es lo único que importa.
—Condenados a cambiar o a morir —dijo tristemente Golovkin.
Ahora García callaba y reflexionaba. Para él, en el anarcosindicalismo, había anarco y había sindicalismo; la experiencia sindicalista de los anarquistas era su elemento positivo; la ideología, su elemento negativo. Los límites de la anarquía española (sobrepasado lo pintoresco) eran los del sindicalismo mismo, y los más inteligentes de los anarquistas no invocaban la teosofía, sino a Sorel. Y sin embargo, toda esta conversación se desarrollaba como si los anarquistas hubiesen sido una raza particular, como si se hubiesen definido ante todo por su carácter, como si García hubiese debido estudiarlos, no en tanto que político, sino en tanto que etnólogo.
Decir que en toda España, pensaba, a esta hora del almuerzo, se hablaba sin duda así… Sería tanto más serio saber sobre qué bases pueden hacerse ejecutar las decisiones del Gobierno, por la acción común de organizaciones que se llaman la C. N. T., o la F. A. I., o el Partido Comunista, o la U. G. T. Cuán extraña la afición de los hombres a discutir cosas distintas a las condiciones de su acción, en el momento mismo en que la vida está suspendida de esa acción. Será necesario que vea con cada uno de esos tipos aisladamente lo que puede hacerse.
Un miliciano que acababa de hacerle a Manuel una pregunta se acercó:
—¿Camarada García? Te llaman de la Jefatura: el teléfono de Madrid.
García llamó a Madrid.
—¿Y en qué está esa mediación?, —le preguntaron.
—El sacerdote no ha vuelto. El tiempo convenido expira dentro de diez minutos.
—Llame directamente cuando sepa algo. ¿Qué piensa de la situación?
—Mala.
—¿Muy mala?
—Mala.
5
Hernández, que sabía que habían llamado a García al teléfono, lo esperaba para volver al museo.
—Usted ha dicho algo que me ha impresionado: que no se hace política con la moral, pero que tampoco se hace sin ella. ¿Usted habría hecho llevar la carta?
—No.
El ruido de las armas en reposo, los depósitos militares en el sol del mediodía, el olor de los muertos, todo evocaba de tal modo el aquelarre de la víspera que parecía imposible que la guerra terminara. Faltaba menos de un cuarto de hora para el fin del armisticio; la paz era ya lo pintoresco y el paso silencioso y alargado de Hernández resbalaba junto al sólido paso de García.
—¿Por qué?
—Primero: no han devuelto los rehenes. Segundo: desde el momento que usted ha aceptado una responsabilidad, debe ser vencedor. Eso es todo.
—Permítame, yo no la he elegido. Era oficial, sirvo como oficial.
—Usted la ha aceptado.
—¿Cómo quiere que la rechace? Usted bien sabe que no tenemos oficiales…
Por primera vez, una siesta sin fusiles había bajado sobre la ciudad, alargada en un sueño inquieto.
—¿Para qué sirve la revolución si no debe hacer a los hombres mejores? Yo no soy un proletario, mi comandante: el proletariado por el proletariado no me interesa más que la burguesía por la burguesía; y combato, a pesar de todo, lo mejor que puedo, qué quiere usted…
—¿Será hecha la revolución por el proletariado, o por los… estoicos?
—¿Por qué no lo sería por los hombres más humanos?
—Porque los hombres más humanos no hacen la revolución, querido amigo: hacen las bibliotecas o los cementerios. Desgraciadamente…
—El cementerio no impide que un ejemplo sea un ejemplo. Al contrario.
—Hasta que llegue Franco.
Hernández tomó a García del brazo, con un ademán casi femenino.
—Escúcheme, García. No juguemos a quién tendrá razón. Sólo puedo hablar con usted. Manuel es un hombre honesto, pero sólo ve a través de su partido. Los… otros estarán aquí antes de ocho días, usted lo sabe mejor que yo. Entonces, sabe usted, tener razón…
—No.
—Si…
Hernández miró al Alcázar: nada nuevo.
—Sólo que, si debo morir aquí, no hubiese querido que fuera de esta manera…
»La semana pasada uno de mis… en fin… vagos camaradas, anarquista o diciéndose tal, fue acusado de haber robado la caja. Era inocente. Apeló a mi testimonio. Naturalmente, lo defendí. Había hecho la colectivización obligatoria del pueblo del cual era responsable y sus hombres empezaban a extender la colectivización a los pueblos vecinos. Estoy de acuerdo en que esas medidas son malas. Estoy de acuerdo con que el programa de los comunistas sobre esta cuestión es, por el contrario, bueno.
»Estoy en malos términos con ellos desde que di mi testimonio… Tanto peor; qué quiere usted, no dejaré tratar de ladrón a un hombre que apela a mi testimonio cuando lo sé inocente.
—Los comunistas (y aquellos que tratan de organizar algo en este momento) piensan que la pureza de corazón de su amigo de marras no le impide aportar a Franco una ayuda objetiva, si da motivo a revueltas campesinas…
—Los comunistas quieren hacer algo. Ustedes y los anarquistas, por razones diferentes, quieren ser algo… Es el drama de toda revolución como ésta. Los mitos en que nos basamos para vivir son contradictorios: pacifismo y necesidad de defensa, organización y mitos cristianos, eficacia y justicia, y así por el estilo. Debemos ordenarlos, transformar nuestro Apocalipsis en ejército, o reventar. Eso es todo.
—Y sin duda los hombres que tienen dentro de sí las mismas contradicciones deben, ellos también, reventar… Eso es todo, como usted dice.
García pensaba en Golovkin: «Es necesario que cambien o mueran…».
—Muchos hombres —dijo— esperan del Apocalipsis la solución de sus propios problemas, pero la revolución ignora esos miles de problemas que ha suscitado, y continúa…
—¿Piensa usted que yo estoy condenado, verdad? —preguntó Hernández, sonriendo.
No sonreía con ironía.
—Hay descanso en el suicidio…
Y señaló con el dedo los viejos anuncios de vermut y de películas, junto a los cuales caminaban, y sonrió más aún con sus largos dientes de caballo triste:
—El pasado…, —y después de algunos segundos—: Pero, a propósito de Moscardó, yo he tenido una mujer, también.
—Sí… Pero no hemos sido rehenes… Las cartas de Moscardó, su testimonio… Cada uno de los problemas que usted plantea es un problema moral —dijo García—. Vivir en función de una moral es siempre un drama. Tanto durante una revolución como sin ella.
—¡Y se cree de tal modo lo contrario mientras no hay revolución!…
En los jardines saqueados, los rosales y las plantas de boj daban la impresión de participar del armisticio.
—Es posible que usted encuentre de nuevo su destino. Renunciar a aquello que se ha amado, a aquello por lo que se ha vivido, no es nunca fácil… Yo quisiera ayudarlo, Hernández. La partida que usted juega está perdida de antemano, porque usted vive políticamente —en una acción política—, bajo un dominio militar que en todo instante se vincula a la política y su partido no es político. Es la comparación de lo que usted ve y de lo que usted sueña. La acción no se piensa sino en términos de acción. No hay pensamiento político sino comparando una cosa concreta con otra cosa concreta, una posibilidad con otra posibilidad. Los nuestros, o Franco—una organización u otra organización—, no una organización contra un deseo, un sueño o un apocalipsis.
—Los hombres no mueren sino por lo que no existe.
—Hernández, pensar en lo que debería ser en vez de pensar en lo que puede hacerse, aún si nada realmente bueno puede hacerse, es una peste. Sin remedio, como dice Goya. Esa partida está perdida de antemano para cada hombre. Es una partida desesperada, mi querido amigo. El perfeccionamiento moral, la nobleza son problemas individuales, con los cuales la revolución está muy lejos de hallarse comprometida directamente. El único puente entre los dos, para usted, es la idea de su sacrificio.
—Usted conoce Virgilio: Ni contigo, ni sin ti… Ahora no saldré de ella.
El gruñido del 155, el zumbido puntiagudo de los obuses, la explosión y el ruido casi cristalino de las tejas y de los cascotes que caían.
—El cura ha fracasado —dijo García.
6
El ejército de Yagüe marchaba de Talavera hacia Toledo.
El ciudadano Leclerc, de mono blanco perfectamente sucio, el sombrero hongo gris en la cabeza y el termo bajo el brazo, se acercaba a un avión cuya puerta estaba abierta:
—¡Dios mío, que más le ha pasado a mi Orion! —dijo con hermosa voz de laringitis, como si se gritara a sí mismo.
—Nada, nada —contestó tranquilamente Attignies que se ponía un jersey—: He instalado una mira.
—Entonces, muchacho, perfecto —respondió Leclerc, condescendiente.
A Leclerc no le gustaba Attignies: ni su juventud sana, ni sus modales, que Leclerc sentía de un gran burgués a pesar de la cordialidad de Attignies, ni sus conocimientos (Attignies salía de la Escuela de Guerra), ni su comunismo austero, aunque Attignies no hiciera, lejos de eso, afectación de austeridad. Los voluntarios sentían reconocimiento por los técnicos; los mercenarios, como Leclerc, celos. Y Leclerc estaba obsesionado por las mujeres.
Puso el motor en marcha.
Pelícanos y heridos daban vueltas en torno al aparato, Scali seguido de Raplati. Jaime, desde que estaba ciego, venía al campo como antes, con la cara cortada en dos por una venda. Los médicos decían que recuperaría la vista. Pero él ya no podía soportar la presencia cercana de un perro. También House, apoyado en dos bastones, imperioso, rezumando lecciones y órdenes —insoportable después de que sus heridas le habían dado autoridad… Sibirsky había dejado España.
Desde que los pelícanos, para continuar la lucha, habían pasado al vuelo de noche, la atmósfera del campo había cambiado. La caza enemiga se había por eso mismo suprimido; aterrizar de noche en el campo no es una excursión divertida, pero no lo es más hacerlo de día en las líneas del enemigo. El destino había reemplazado al combate. Si los caballeros, en la guerra, están ligados a sus caballos, al menos sus caballos no son ciegos, ni están amenazados diariamente de parálisis; y el enemigo, en adelante, era menos el ejército fascista que los motores de esos aviones, cubiertos de zurcidos como pantalones viejos. La guerra, en adelante, eran esos aparatos reparados hasta el infinito que partían en la noche.
El aparato despegó, sobrepasó las nubes.
—¿Muchacho?
—¿Qué?
—Mírame. Me las paso haciéndome el idiota. ¡Pero soy un hombre!
No quería a Attignies, pero todo aviador que combate respeta el valor, y el de Attignies era indiscutible.
Volvieron a ponerse por debajo de las nubes.
Como durante la gran guerra, como en China, envuelto en ese ruido protector y sin embargo tan vulnerable del motor, Leclerc, con el hongo gris sobre la cabeza, sentíase en verdad libre, gozando de una libertad divina, por encima del sueño y de la guerra, por encima de los dolores y de las pasiones.
Pasó un momento. Después Leclerc, en el tono de las decisiones maduradas:
—Tú también eres un hombre.
Attignies no quería herir al piloto, pero ese tipo de conversación le atacaba los nervios. Respondía con un gruñido sin dejar de mirar, por debajo de él, la vía láctea de la carretera iluminada; ésta se hundía delante de ellos hasta el fondo de la noche, temblando bajo el viento que sin duda soplaba a ras de tierra y Attignies se sentía ligado por la angustia a esa única huella del hombre en la oscuridad enemiga, en la amenazadora soledad. No había luz: toda caída era mortal. Y como si su instinto más sensible que su conciencia hubiera oído antes, Attignies comprendió de pronto la causa de su angustia: el motor fallaba.
—¡Una válvula! —le gritó a Leclerc.
—Me importa un bledo —gritó el otro—: Podemos intentar el golpe.
Attignies ajustó el broche de su casco: estaba siempre listo para cualquier intento.
Tala vera aparecía a ras del horizonte, agrandada por la soledad y la oscuridad. A ras de las colinas, sus luces se perdían en las estrellas, parecían llegar hasta el avión. El ruido discontinuo del pistón daba vida a la ciudad y la convertía en una suerte de amenaza. Entre las luces provincianas y las luces afiebradas y móviles de la guerra, la mancha negra de la fábrica de gas apagada tenía la inquietante tranquilidad de los animales salvajes dormidos. El avión sobrevolaba ahora una carretera asfaltada, mojada por una lluvia reciente que reflejaba los faroles de gas. La masa de luces se ensanchaba a medida que el avión se aproximaba a Talavera y de pronto Attignies las vio a ambos lados de las alas de su viejo avión que volaba en picado, como estrellas alrededor de un avión que sube.
Abrió la trampa improvisada: el aire frío de la noche se precipitó en la carlinga. De rodillas por encima de la ciudad, esperaba, la mirada limitada por la mira como la de un caballo por sus anteojeras. Leclerc, dirigiéndose sobre el cuadrado negro de la fábrica, el oído atento, avanzaba por encima del esqueleto luminoso de Talavera.
Sobrepasó la mancha negra, se volvió furioso hacia Attignies de quien sólo veía el pelo rubio, luminoso en la penumbra del aparato.
—¡Qué esperas, Dios de Dios!
—¡Cierra el pico!
Leclerc inclinó el aparato: sostenida aún por la velocidad, la andanada de sus bombas los acompañaba un poco más baja y un poco retrasada, brillantes como peces bajo la luna. A la manera en que un vuelo de palomas que cambia de dirección desaparece en delgados perfiles, las bombas súbitamente se apagaron: su caída se hacía vertical. En el borde de la fábrica brotó una franja de explosiones rojas.
Errado.
Leclerc dio una corta vuelta y volvió sobre la fábrica bajando más. «¡La altura!», gritó Attignies, a quien ese movimiento cambiaba el tiempo de mira. Observó el altímetro, volvió a la trampa: Talavera, vista ahora en sentido inverso acababa de cambiar como un hombre que se vuelve: la luz confusa proyectada sobre las calzadas por las oficinas militares era reemplazada en todos lados por los rectángulos iluminados de las ventanas. La mancha de la fábrica era menos nítida. Abajo, las ametralladoras tiraban, pero era poco probable que los ametralladores vieran con claridad el avión. Toda la ciudad se apagó y sólo quedó, en la noche llena de estrellas, el cuadro de mandos iluminado, y la sombra del sombrero hongo de Leclerc sobre el cuadrante del altímetro.
La ciudad había vivido la vida sorda de sus luces esparcidas, después la vida precisa de sus luces descubiertas por la media vuelta del avión; ahora apagada, estaba mucho más viva. Como las chispas de la piedra de un encendedor, aparecían y desaparecían cortas llamas de ametralladoras. La ciudad hostil acechaba, parecía agitarse a cada movimiento del avión que volvía hacia ella, con Leclerc, los ojos fijos, el sombrero hongo sobre sus dos mechones revueltos, y Attignies, boca abajo, la nariz sobre la mira por donde entraba el muy pequeño codo del río, azulado bajo la luna: la fábrica estaba allí. Dejó caer la segunda andanada de bombas.
Esta vez no las vieron por debajo de ellos. Y el avión cayó de narices en un estruendo ilimitado, por encima de un globo color de rayo. Leclerc tiró furiosamente de la palanca de mando; el avión rebotó hasta la indiferente serenidad de las estrellas; por debajo sólo ardía el incendio rampante y rojo: la fábrica había estallado.
Las balas atravesaron la cabina: quizá la explosión hiciera al avión visible; una ametralladora seguía su silueta que acababa de entrar en el halo de la luna. Leclerc empezó a zigzaguear. Attignies, habiéndose dado la vuelta, miraba extenderse la red roja del incendio. El rosario de bombas había tocado también los cuarteles, muy cercanos a la fábrica.
Un banco de nubes los separó de la tierra.
Leclerc tomó la botella del termo, se detuvo, el cubilete en el aire, asombrado, y le hizo una señal a Attignies: el avión estaba fosforescente, iluminado por una luz azulada. Attignies mostró el cielo. Hasta entonces habían mirado la tierra, con la atención del combate, y nunca al avión mismo: por encima de ellos, hacia atrás, la luna, que no veían, iluminaba el aluminio de las alas. Leclerc dejó su termo: ningún ademán humano estaba ya a la altura de las cosas; muy lejos de ese cuadrante de guerra sólo iluminado por leguas, la euforia que sigue a todo combate se perdía en una serenidad geológica, en el acuerdo de la luna y de ese metal pálido que relucía como las piedras brillan durante milenios sobre los astros muertos. Sobre la nube, por debajo de ellos avanzaba pacientemente la sombra del avión. Leclerc levantó el índice, hizo una mueca apreciativa, gritó gravemente: «¡Recuerda!…», tomó de nuevo el termo y advirtió que el motor continuaba fallando.
Pasaron por fin la nube. En la tierra algunos caminos se agitaban. Ahora Attignies conocía esa fluctuación de las carreteras nocturnas: los camiones fascistas avanzaban hacia Toledo.
7
Hasta la noche, Manuel había sido traductor: Heinrich, uno de los generales de las brigadas internacionales que se formaban en Madrid inspeccionaba el frente (si se podía llamar así) del Tajo: desde Talavera hasta Toledo exceptuando a Jiménez y a dos o tres más, no había líneas de vigilancia, ni líneas de escucha; las reservas no tenían organización, ni protección; las ametralladoras eran malas y estaban mal colocadas.
Heinrich, en uniforme, con la gorra en la mano y el sudor que le corría por el cráneo —afeitado para que no se le vieran las canas—, haciendo sonar las botas sobre la tierra agrietada de fines de verano, había rectificado, rectificado, con el optimismo resuelto de los comunistas.
Manuel había aprendido de Jiménez cómo se manda, y ahora aprendía cómo se dirige. Había creído aprender la guerra, y desde hacía dos meses aprendía la prudencia, la organización, la obstinación y el rigor. Aprendía sobre todo a poseer todo eso en vez de concebirlo. Y subiendo en la noche hacia el Alcázar donde una fluida masa de fuego ondulaba como una medusa incandescente, advertía que después de once horas de modificaciones aportadas por Heinrich, comenzaba a sentir en su cuerpo lo que era una brigada en combate. Perdidas en la fatiga, algunas frases de jefes del ejército zumbaban en su cabeza, mezcladas al ruido del fuego: «El valor no admite la hipocresía», «Lo que se escucha se comprende, lo que se ve se imita», una de Napoleón, la otra de Quiroga. Jiménez le había descubierto a Clausewitz; su memoria parecía la biblioteca militar, pero la biblioteca no era mala. La hoguera del Alcázar se reflejaba en las nubes como un arroyo que arde se refleja en el mar. Cada dos minutos, un cañón pesado tiraba sobre el brasero.
Heinrich quería lo que quería la parte más activa del Estado Mayor español: conservando los guardias de asalto como tropas de choque, y esperando la entrada en acción de las internacionales, extender lo más posible el 5.º regimiento; después, cuando sus unidades fueran bastante numerosas, volcarlas en el ejército regular del cual constituirían el núcleo y donde permitirían introducir la disciplina revolucionaria como los primeros elementos comunistas habían permitido elaborar el 5.º regimiento. Los batallones de Enrique pasaban a ser un cuerpo de ejército. Manuel había comenzado con la compañía motorizada; había mandado un batallón bajo las órdenes de Jiménez, iba a tomar en Madrid el mando de un regimiento. Pero no era él quien «subía»: era el ejército español.
Con la cara iluminada de anaranjado por las cortas llamas rabiosas del Alcázar, subía a Santa Cruz a través del viento, un tallo de hinojo en la mano, para ver el estado de la mina. Heinrich, en la ciudad, con su nuca afeitada de oficial alemán donde se le formaban arrugas como en la frente, esperaba una llamada telefónica de Madrid.
Cuando decayó de nuevo con el viento el ruido del cañón y de los fusiles, otro ruido continuaba débil y conmovedor: el ruido crepitante, sofocado, de las llamas del techo del Alcázar. Ese ruido concordaba con el olor que hacía irrisorio el cañón, las llamadas lejanas y todo lo que provenía de la agitación de los hombres: el olor a fuego y a cadáveres mezclado, tan espeso que parecía que el Alcázar no bastaba para provocarlo, que sólo podía ser el olor mismo del viento y de la noche.
Se había vuelto indispensable lanzar las milicias de Toledo en la batalla del Tajo. Con excepción de los subterráneos, el Alcázar debía estallar en la noche y se evacuaba la ciudad. Pasaban algunos campesinos, con sus cerdos y sus cabras, en largas filas silenciosas en la roja noche, iluminadas no por el Alcázar sino por el incendio de las nubes.
Cuando Manuel llegó de la calle de Santa Cruz, uno de los comandantes de Toledo estaba allí. Cuarenta años, la gorra de uniforme echada hacia atrás.
—¿Qué hay de nuevo? ¿Qué hay de nuevo?
Avanzó hacia Manuel con las manos en los bolsillos, cordial, protector, brusco.
—¿Cuándo estará lista la mina? —le preguntó Manuel.
El comandante lo miró:
—Cuando hayan terminado… Mañana.
Parecía decir: ¿es que puede saberse cuándo con esos animales? Y con la mirada burlona, como si le pareciera también muy divertido. Manuel no dejaba de tener simpatía por la tristeza de Hernández, pero esa ironía indiferente y superior lo crispaba. Y desde su caída con Ramos, la dinamita le parecía un arma novelesca y por lo tanto sospechosa.
Los ruidos de la guerra se detuvieron por un instante; en el silencio, se oían regularmente golpes metálicos y sordos, que parecían venir del piso y de las paredes.
—¿Es la mina? —preguntó Manuel.
Los milicianos asintieron por señas. Manuel pensaba que en ese mismo momento los fascistas del Alcázar lo oían de la misma manera.
El jefe de los mineros llegaba.
—¿A qué hora crees que habrás terminado?
—Entre las tres y las cuatro.
—¿Seguro?
El minero reflexionó.
—Seguro.
—¿Qué saltará?
—Ah, eso no puede afirmarse…
—¿A tu juicio?
—Toda la parte delantera.
—¿Nada más?
El minero siguió reflexionando:
—Eso dicen. Yo no lo creo. Los sótanos no están superpuestos, están escalonados, siguen la forma del peñasco.
—Gracias.
El minero se fue. Manuel, con el gajo de hinojo en la mano izquierda, tomó al comandante del brazo.
—Si se combate mañana, ten cuidado, camarada: vuestros nidos de ametralladoras están demasiado lejos. Ninguno está camuflado: se los ve a la luz del fuego.
Salieron en la noche rojiza. Los envolvió el olor a cadáveres y a piedra caliente, desapareció un segundo en el viento, nuevamente volvió y tomó posesión del jardín lleno de capotes militares.
Inspeccionó uno tras otro los puestos difíciles, hasta las partes del Alcázar tomadas por los republicanos. Allí, todo cambiaba: guardias de asalto, guardias civiles, milicianos organizados. Pero estaba inquieto: el ataque que debía suceder a la explosión no había sido preparado por ningún especialista militar.
Entre los cañonazos, oía todavía el ruido de la mina que, ahora, subía de la tierra a través de sus piernas. En sus subterráneos, los enemigos la oían sin duda más claramente aun… Heinrich, en el teléfono, oía la respuesta sobre la toma de Madrid. Quería defender Toledo, pero ya Toledo resistiera o cayera, pedía que se abandonara un sistema de pequeñas unidades, y se constituyera una fuerte reserva, apoyada por el 5.º regimiento. Franco, que comenzaba a buscar la manera de ir entrando, mucho esperaba del levantamiento de los fascistas de Madrid, y sus tropas avanzaban demasiado pronto.
Hernández, terminado su servicio, estaba sentado a una mesa con su amigo Moreno, en la Permanencia de las Milicias, el único lugar de Toledo donde aún se podía beber cerveza tibia. El teniente Moreno, encarcelado por los fascistas el día mismo del levantamiento, condenado a muerte, y liberado por una feliz casualidad cuando hubo una transferencia de prisión a prisión, había podido volver a Madrid tres días antes. Acababa de ser llamado para dar informes: había sido, como Hernández, alumno de la Escuela Militar de Toledo. Ante las ventanas abiertas de par en par, los milicianos se agitaban como el corazón azul de las llamas por debajo del inmenso incendio.
—Todos locos —dijo Moreno entre sus mechones de pelo. Su cabello negro y espeso, partido por la mitad, le caía sobre la cara, cubriéndolo como una máscara. Hernández lo miraba interrogador. Estaban unidos desde hacía quince años por una amistad indiferente, hecha de confidencias sentimentales y de recuerdos.
—Ya no creo en nada de lo que he creído —dijo Moreno—, en nada. Y sin embargo, parto mañana por la tarde en las primeras líneas.
Se echó el pelo para atrás. Su belleza era célebre en Toledo: nariz aguileña, ojos muy grandes, la máscara convencional de la belleza latina —vuelta singular aquella noche por el cabello que se había dejado muy largo, como para atestiguar sobre la prisión de donde había sido liberado—. Estaba mal afeitado, y lo poco que se le veía de la barba era gris.
Las casas ocultaban el Alcázar, pero no su reverberación. Bajo esa luz que tomaba una tras otra todas las tonalidades de las uvas negras y que, venida de las nubes, pegaba las sombras a los adoquines, los milicianos pasaban en medio del ruido regular del cañón.
—Cuando estuviste preso, ¿qué te costó más trabajo?
—Aprender a ablandarme.
Desde hace mucho Hernández sospechaba en Moreno una singular complacencia por lo trágico. Pero su angustia, cuya naturaleza no discernía el capitán, era evidente.
Callaron un instante, esperando el cañón. El éxodo, invisible, llenaba la noche con el chirrido de las carretas.
—Mi prisión, hombre, tuvo menos importancia que mi condena a muerte. Lo que me ha cambiado… Yo creía pensar algo de los hombres. Era un marxista, entiendo que el primer oficial marxista. Ahora no pienso lo contrario, no: no pienso nada.
Hernández no tenía ningún deseo de discutir sobre el marxismo. Los milicianos corrían, con ruido de fusiles.
—Oye bien —continuó Moreno—, cuando me condenaron a muerte, me autorizaron a bajar al patio. Todos los que había allí estaban condenados por sus ideas políticas. No se hablaba nunca de política. Nunca. El que hubiera comenzado habría hecho instantáneamente el vacío a su alrededor.
Una miliciana jorobada le trajo un sobre a Hernández. Moreno estalló de risa, nerviosamente.
—Desde el punto de vista de la revolución —dijo—, ¿qué me dices de esta comedia?
—No es sólo una comedia.
Hernández seguía con la mirada a la jorobada que se iba; pero contrariamente a Moreno, no veía de ella sino un impulso, y la miraba amistosamente; en la medida en que se podía juzgar a través de la noche color berenjena, a los milicianos también. Ella formaba parte del juego; hasta entonces, sin duda, había estado en plena soledad. El capitán alzó hacia Moreno su mirada de miope: empezaba a desconfiar.
—¿Partes mañana para el frente?…
Moreno vaciló, hizo caer su vaso, sin inmutarse. No dejaba de mirar a Hernández.
—Me voy esta noche a Francia —dijo por fin.
El capitán calló. Un miliciano extranjero, ignorando que allí no se pagaba, golpeó un vaso con una moneda. Moreno sacó una moneda del bolsillo, la tiró por el aire como si jugara a cara o cruz, la cubrió con la mano sin mirar de qué lado había caído, sonrió con una sonrisa bastante confusa. A esa máscara perfectamente regular, todo sentimiento profundo le daba una expresión infantil.
—Al principio, hombre, no estábamos en una prisión; estábamos en un viejo convento: lugar muy indicado, evidentemente. En la prisión anterior, no se veía nada, no se oía nada. (Era siempre así). En el convento teníamos suerte: se oía todo. La noche, las salvas.
Miró a Hernández con ojos inquietos. En su expresión infantil había una especie de candor, pero también algo azorado.
—¿Crees que se fusila con frases?
Y, sin esperar la respuesta:
—Ser fusilado mientras un faro te ilumina… Había salvas, y había también otro ruido, nos habían quitado todo el dinero que llevábamos, pero no las moneditas. Entonces casi todos los prisioneros jugaban a cara o cruz. ¿Iremos mañana al patio?, por ejemplo. O bien el pelotón de ejecución. No jugaban a un tiro, sino a diez, a veinte. Las salvas llegaban de lejos, ahogadas a causa de las paredes, de los colchones inflados, entre ellas y yo, por la noche, había ese pequeño alboroto a la izquierda, a la derecha, a mi alrededor. ¿No lo creerás? Sentía la extensión de la prisión por el alejamiento del sonido de las moneditas.
—¿Y los guardias?
—Una vez, uno oyó un tintineo. Abrió la puerta de mi celda, gritó: «¡Perdiste!», y la cerró. He tenido guardianes muy malos. Digo: malos. Pero no allí. ¿Oyes el ruidito de los tenedores? Era tan fuerte como eso. Y quizá cuando uno terminaba por oírlo no existía. Eso pone nervioso. A veces yo estaba en el sonido de las moneditas como uno está en la nieve. Y esos hombres no habían estado, como yo, detenidos el primer día: eran combatientes. Era conmovedor e idiota: en suma, echaban moneditas a la muerte. Dime un poco, ¿qué quería decir, allí dentro, el heroísmo?
Tomó la moneda y la tiró por el aire.
—Cara —dijo, asombrado.
La volvió a guardar en el bolsillo. Hernández había visto a Moreno combatir, en otros tiempos, contra las tropas de Abd-el-Krim y lo sabía valiente. El cañón tiraba siempre contra el Alcázar, cuyo chirrido estaba cortado por el grito estridente de las ruedas de las carretas.
—Oye, hombre, no hay héroes sin auditorio. Desde que está uno verdaderamente solo, lo comprende. Se dice que ser ciego es un universo; estar solo es también un universo, puedes creerme. Allí uno comprende que lo que piensa de sí es una idea del otro mundo. Del mundo que uno ha dejado. Tú puedes pensar algo de ti en ese universo, pero tienes simplemente la impresión de estar loco. ¿Te acuerdas de la confesión de Bakunin? Es eso. Los dos mundos no se comunican. Está el mundo en que los hombres mueren juntos, cantando, apretando los dientes o como quieran, y después, detrás, hombre, está ese convento con…
Buscó la moneda en el bolsillo, la hizo sonar, la tiró por el aire y se estremeció. Después la recogió sin mirar de qué lado había caído: su mirada permanecía fija en la calle.
—¡Míralos! ¡Míralos! Unos detrás de los otros. ¡Y yo te abrazo, y te admiro, y soy histórico, y pienso! Y todo eso en un calabozo: monedas que uno tira…
»A pesar de todo habrá aún en la tierra países sin fascistas, antes de que yo muera. Cuando me liberaron, me sentía borracho de estar de vuelta, me presenté para tomar nuevamente servicio. Pero ahora veo claro. A cada hombre lo amenaza su verdad, recuérdalo. Su verdad, eh, no es ni siquiera la muerte, ni siquiera el sufrimiento, es una moneda, hombre, una moneda…
—¿En qué, para un ateo como tú, el instante de la muerte es más válido, más importante, si quieres, en cuanto al juicio que puede formarte sobre la vida, que cualquier otro instante?
—Se puede soportar todo, hasta dormir sabiendo que va uno a perder horas de vida y que será fusilado al día siguiente; se pueden romper las fotos de aquellos que uno ama porque uno está harto de agotarse mirándolas; hasta puede uno darse cuenta con placer de que está saltando como un perro para echar inútilmente una mirada por la tronera y lo demás… Digo: todo. Lo que no podría uno soportar cuando te abofetean o te golpean, es que después te matarán. Y que no habrá nada más.
La pasión ponía tenso su rostro de actor, que adquiría de nuevo, en la iluminación a veces leonada, a veces violeta, de la hoguera invisible, una verdadera belleza.
—¡Pues sí, hombre, date cuenta! En Palma, estuve en la celda catorce días. Catorce. Un ratón venía todos los días a la misma hora: un reloj. Como el hombre es, como todos saben, el animal que segrega amor, me puse a amar ese ratón. A los catorce días tuve el derecho de salir al patio, pude conversar con otros prisioneros; entonces, al volver a mi celda, esa misma noche el ratón me fastidió.
—No se sale de una prueba como la que acabas de sufrir sin que algo quede; deberías ante todo comer, beber y dormir y pensar lo menos posible…
—Es fácil decirlo. Mira, el hombre no tiene costumbre de morir, apréndelo de una vez por todas. No tiene de ningún modo costumbre de morir. Entonces, cuando eso le sucede, lo recuerda.
—Aun no estando condenado a muerte, aquí se aprenden muchas cosas que el hombre no está hecho para aprender… Yo he aprendido algo muy simple: se espera todo de la libertad, enseguida, y se necesitan muchos muertos para que el hombre avance un centímetro… Esta calle debe haber sido más o menos como ahora bajo Carlos V… Y a pesar de todo el mundo ha cambiado desde Carlos V. Porque los hombres han querido que cambie, a pesar de las moneditas —y quizá no ignorando que las moneditas existen en alguna parte…—. Nada puede ser más desalentador que combatir aquí. Lo que no impide que lo único en el mundo que sea tan… pesado como tu recuerdo es la ayuda que podemos prestar a los individuos que están pasando delante de nosotros sin decirnos nada.
—Yo me decía cosas por el estilo en mi celda, por la mañana. Con la caída de la tarde volvía la verdad. La caída de la tarde es lo peor: cuando uno, sabes, ha caminado mucho por los tres metros de ancho y las paredes empiezan a aproximarse, ¡eso te vuelve inteligente! Los cementerios de las revoluciones son iguales a los otros…
—Todas las semillas se pudren al principio, pero algunas germinan… Un mundo sin esperanza es irrespirable. O entonces, puramente físico. Por eso tantos oficiales se las arreglan bien: la vida ha sido siempre física para casi todos, pero no para nosotros.
»Tú deberías pedir quince días para cuidarte. Y si después, tranquilamente, miras a los milicianos y sólo ves de ellos la comedia, si nada en ti está ligado a la esperanza que hay en ellos, entonces vete a Francia: ¿qué quieres hacer aquí?
Detrás de los grupos silenciosos pasaban carretas atestadas de canastas y de sacos, donde brillaba por un instante el fulgor escarlata de una botella; después, encima de burros, campesinas sin rostro y en el que, sin embargo, se adivinaba la mirada fija, con la secular aflicción de las Fluidas a Egipto. Corría el éxodo, hundido bajo sus mantas en ese olor a fuego, escandido por el latido profundo y ritmado del cañón.
De las estrellas tranquilas, todas las colinas bajan hacia una pendiente por donde vendrán los tanques enemigos. De cuando en cuando, en una granja, en un bosquecillo, detrás de un peñasco, los grupos de dinamiteros aguardan.
Las líneas republicanas de Toledo están dos kilómetros atrás.
Bajo algunos olivos, una docena de dinamiteros están acostados. Uno, boca abajo, el mentón en ambas manos, no deja de mirar la cresta donde se encuentra el centinela. Casi todos los demás tienen un cigarrillo en la boca, pero no está todavía encendido.
La Sierra resiste, el frente de Aragón resiste, el frente de Córdoba resiste, Málaga resiste, Asturias resiste. Pero los camiones de Franco avanzan a toda velocidad a lo largo del Tajo. Y en Toledo las cosas andan mal. Como siempre que las cosas andan mal, los dinamiteros hablan de 1934 en Asturias. Pepe cuenta lo sucedido en Oviedo a los refuerzos que acaban de llegar de Cataluña:
—Esa derrota fue seguida por el Frente Popular. Habían tomado el arsenal. Creíamos que estaba a salvo y fuera del asunto, con todo lo que había allí, no podía hacerse nada. Y los mecheros de cañón sin fulminante y los obuses sin espoleta… Los obuses los utilizamos como balas de cañón; así los utilizamos. Hacían ruido y eso nos daba confianza. No era inútil.
Pepe se vuelve de espaldas: encima de los obreros, la luz de la luna brilla como el fino polvo de las hojas plateadas.
—Eso daba confianza. La confianza nos permitía avanzar.
La luz ilumina su simpática cabeza de caballo.
—¿Crees que entrarán en Toledo?
—¿Y su hermana?
—¡No te hagas mala sangre, Pepe! Para mí, Toledo… es un desbarajuste. Lo que importa es Madrid.
—Sin dinamita —dijo otra voz— estábamos liquidados en tres días. Tratamos de arreglarnos en el arsenal, con los compañeros que sabían cargar, ¡pero no había manera! Al fin, los muchachos partieron al frente con cinco balas cada uno. ¿Te das cuenta? ¡Cinco balas! Dime, Pepe, ¿te acuerdas de las mujeres con las cestas de ensalada y los bolsos? He visto muchas veces en mi vida recolectar; pero recolectar vainas, nunca. Ellas no pensaban en otra cosa que en las vainas. Les parecía que no tirábamos bastante rápido. ¡Qué le vamos a hacer!
Nadie ha vuelto la cabeza: esa voz es la de González. ¿Es que hay un timbre alegre de voz que sólo pertenece a los hombres gordos? Todos escuchan, al mismo tiempo que acechan, esperando el ruido lejano de los tanques.
—Con dinamita —continúa Pepe— hemos hecho ruido y buen trabajo. ¿Te acuerdas del lanzapiedras de Mercader?
Pero se vuelve hacia los catalanes: ellos no han conocido a Mercader.
—Era un muchacho muy juicioso que había hecho una especie de máquina para lanzar grandes cargas de dinamita. Lanzabombas, en suma. Como en las guerras de antes; eso se atirantaba con cuerdas. Hacían falta tres hombres. Al principio, los moros, cuando recibieron verdaderas cargas a doscientos metros, quedaron estupefactos. Había fabricado también escudos. Pero ésos no funcionaban bien. Servían de blanco.
A lo lejos, una banda de ametralladoras parte, se detiene, vuelve a partir, perdida como un ruido de máquina de coser en la inmensidad nocturna. Pero nunca los tanques.
—Ellos habían fabricado aviones —dice una voz amarga.
Historias a la vez épicas e irrisorias en ese valle donde acechan las líneas paralelas de los tanques. Sin duda los dinamiteros son el último cuerpo en que el hombre cuenta contra la máquina. Los catalanes están allí como estarían en otro lado, pero los asturianos se aferran a su pasado: lo continúan. Son el más viejo motín español, por fin organizado. Los únicos tal vez para quienes la leyenda dorada de la revolución crece con la experiencia de la guerra, en vez de estar triturados por ella.
—Ahora la caballería mora tiene fusiles ametralladores.
—¡Me cago en ellos!
—Sevilla está llena de alemanes; todos especialistas.
—Y directores de prisiones.
—Dicen que dos divisiones italianas se han ido…
—¿Los compañeros no resisten bien, eh, los tanques?
—No están acostumbrados…
De nuevo, para luchar contra la amenaza acuden a sus recuerdos del pasado:
—Entre nosotros —continúa Pepe—, el final fue lo peor. En el comité central campesino, los muchachos estaban mal. Sin recursos y agobiados. Los moros llegaban, necesitábamos tres horas para detenerlos. Teníamos hombres y dinamita, pero nada para utilizarla. Hacíamos una especie de petardos con diarios y pernos. En cuanto a armas, mejor no hablar; estaban liquidadas y suprimidas. El compañero enviado la víspera al arsenal, había vuelto con un pedazo de diario donde el responsable había escrito que si necesitaban municiones no valía la pena molestarse en pedirlas porque no les quedaba un solo cartucho. Los compañeros se repartían los últimos que tenían: cinco cada uno. Y habían partido al frente con su fusil. Nada más. Os dais cuenta: todo andaba bien, perfectamente bien. Los del comité central campesino estaban ocupados en poner cara de culo en torno de la mesa, dado que era lo único que podían hacer. Y había muchos compañeros en torno a la mesa. Nada decíamos. Las ametralladoras de los moros empezaban a acercarse como en este momento. Y después hubo una especie de alboroto… ¿Cómo decirte? Como si lo sofocaran, un alboroto sin ruido: los vasos y los cubiertos de la mesa, y el retrato de la pared empezaron a temblar. ¿Qué podía ser? Lo comprendimos por los cencerros. El ganado escapaba, porque tenía miedo de los moros que tiraban sin ton ni son, y allí estaban en medio de la carretera. Hasta que un compañero del comité, astuto y de muy buen juicio, grita: hagamos una barricada, quitemos los cencerros a los rumiantes (no eran chatos, eran los de las montañas, macizos). Quitamos a todos los animales sus cencerros, hicimos granadas y fue así como resistimos tres horas y pudimos evacuar todo lo que podía ser evacuado y llevado a otra parte.
»Así que, después de todo, nos cagamos en los tanques: ahora, sea como fuere, tenemos con qué defendernos.
Pepe se acordó también del tren blindado. Siempre la guerra con las manos. Pero desde que están organizados, sin fusiles antitanques, detienen a los tanques.
A lo lejos, ladra un perro.
—¿Y el burro? ¡El burro, González!
—La guerra… Uno siempre se acuerda de sus momentos divertidos.
Muchos dinamiteros están silenciosos, o son incapaces de contar nada. Pepe, González y algunos otros son los profesionales del relato y de la animación. Sin duda los tanques no se atreven a atacar por la noche. No conocen bastante bien el terreno y temen los fosos. Pero el día va a despuntar muy pronto. Bueno, ahora lo del burro.
—La idea de mandar un borrico era realmente buena. Lo habíamos cargado de dinamita, habíamos encendido la mecha y, vamos, a los moros. El borrico se escapa, las orejas tiesas, sin darse cuenta demasiado de adonde iría a parar. Pero los otros empiezan a tirarle. A las primeras balas, agita las orejas, se detiene, se hace preguntas; sin duda, no le parece bien, porque vuelve. A nuestro lado, no, de ninguna manera. Entonces empezamos a tirarle también. Sólo que a nosotros nos conoce; balas por balas, prefiere volver a donde estaba.
Hubo una tal explosión que la tierra pareció rajarse en toda su profundidad y cayeron hojas y ramitas secas.
En el enorme rayo rojo que subió de Toledo, todos de color violeta en la noche con la boca abierta sin mirada, vieron la cara que tendrían cuando estuvieran muertos.
Todos los cigarrillos cayeron.
Conocían el sonido de las explosiones. No era una mina. Ni dinamita. Ni un polvorín.
—¿Un torpedo?
Ninguno de ellos, por lo demás, lo ha visto ni oído. Escuchan. Les parece que llega desde lo alto un ruido de avión; pero quizá es el de los camiones de los moros.
—¿Hay en Toledo una fábrica de gas?, —pregunta González.
Nadie lo sabe. Pero todos piensan en el Alcázar.
Sobre lo que no cabe duda es que algo anda mal allí para los fascistas. Allí donde se apaga el chorro convulso, el cielo está rojo: ¿incendio o aurora?
No: la aurora se levanta del otro lado: hela aquí que comienza y una frescura de hojas cae de los olivares.
Ya no hay lugar para los recuerdos. Ahora los dinamiteros, donde quiera que estén apostados, aguardan. El enemigo y el día.
Han vuelto a tomar sus cigarrillos, que no todos han encendido. Es el silencio en la campiña española, el mismo que cuando llegaron los primeros moros, el mismo que hubo durante tantos días de paz y tantos de miseria. La línea blanca del despuntar del día comienza a alargarse a ras del horizonte. Por encima de la cabeza de los hombres acostados, la noche poco a poco se disgrega. Enseguida tendrá lugar la llamada profunda del día; pero ahora no es más que la tristeza miserable de la aurora, la hora pálida. En las granjas comienzan los gritos desolados de los gallos.
—¡Ricardo vuelve!, —grita Pepe.
El centinela vuelve corriendo. Venidos de la misma desolación, erguidos como si no amenazaran ya la tierra sino el cielo pálido, los primeros tanques enemigos sobrepasan la cresta.
González, después Pepe, después todos los demás encienden sus cigarrillos. Por todas partes, al encuentro de los tanques, manchas de hombres comienzan a deslizarse.
Quizá los tanquistas saben que están allí, pero no los ven: agachados o acostados, los dinamiteros están sobre el fondo de tierra del valle, en tanto que los tanques están encabritados en el cielo.
A la derecha de González uno de los catalanes, un joven que, desde que está allí, no ha dicho casi nada; a su izquierda, Pepe. González apenas los ve. Siente su flexible caminar en la aurora, su caminar de hombres. Al principio de cada combate, sus amigos le parecen por un momento moluscos privados de su caparazón: blandos, flexibles, sin defensa. Él es el más vigoroso de todos, y los siente enclenques. Los tanques, ellos sí que no dejan de tener caparazón, avanzan con un ruido creciente; frente a los tanques, la línea temblorosa de los dinamiteros se desliza en un extraordinario silencio.
Hay dos filas de tanques, pero están de tal modo separados unos de otros que los dinamiteros no los tendrán en cuenta; a cada grupo su tanque, como si ellos mismos estuvieran en fila. Algunos catalanes han escondido mal el cigarrillo en la mano. ¡Idiotas!, debería pensar González. Mira esos puntos imperceptibles: está un poco atrás, quizá desde adelante son menos visibles. Avanza con ellos, levantado por la misma marea, por una exaltación fraternal y dura. Y su corazón, sin dejar de mirar el tanque que avanza hacia él, canta el canto profundo de Asturias. Nunca sabrá más que ahora lo que es ser un hombre.
Va a encontrarse en descubierto. El día avanza. Pepe acaba de pegarse a la tierra. González se estira. El tanque está a cuatrocientos metros, y se lo ocultan las siluetas de las hierbas que tiene ante los ojos: gramíneas, esas espigas de hierba que de niño enganchaba a las mangas de sus compañeros, una suerte de avena salvaje y una margarita, de alto tallo; las hormigas se pasean por ella. También una minúscula araña. Seres que viven así, a ras de tierra, en ese palmeral de hierbas, lejos de la vida y de la guerra. Detrás de dos hormigas muy atareadas llega a toda velocidad la mancha rugiente y sacudida del tanque oblicuo. No está en terreno plano: si arrojan bien la dinamita, los liquidarán. González se pone de costado.
Es necesario que el tanque pase por la derecha. González está protegido de las torretas por un ligero terraplén hasta que el tanque llegue a su altura. Veremos quién mata antes. El tanquista tendrá el sol en los ojos. González se asegura de que nada retiene su brazo derecho.
¿Qué diablos ha hecho el catalán? El tanque de la derecha tira. El de González llega a toda velocidad, siempre oblicuo, sobre las hormigas enormes a diez centímetros de sus ojos. González salta, arroja la dinamita en un estruendo de mecánica y de ametralladoras, se arroja a sí mismo a tierra en el mismo movimiento como si se hundiera en la explosión.
Levanta la cabeza entre el ruido de las piedras que caen: el tanque, panza al aire, ha caído sobre su torreta. Se abría por el extremo de la torreta. El día se alza sobre una de sus orugas que continúa girando.
González está acostado en la tierra, pero en modo alguno protegido. El cañón de la torreta, dado la vuelta, no se mueve. Con una bomba en la mano, González acecha.
En los rayos oblicuos del sol, la oruga gira cada vez con mayor lentitud, como la rueda de una lotería.
González tiene su cigarrillo cerca de la última bomba. La ametralladora del capot no se mueve. Los dos hombres están heridos o muertos; si no, la cabeza hacia abajo en ese tanque dado la vuelta, del cual no pueden salir porque la torreta soporta todo el peso del tanque. Si el depósito se vuelca, antes de cinco minutos arderán: la guerra civil.
Todavía nada. La oruga se ha detenido.
González se vuelve. La artillería republicana no tira. ¿Es que hay una artillería republicana? Se pone de rodillas. En el valle marcado por las huellas de las orugas como el mar por las de los navíos, cinco tanques fuera de combate, con las formas prehistóricas de los carros derribados o dados la vuelta. (Cuando vio al primero dado la vuelta, creyó estar frente a un nuevo modelo). Dos llamean. Mucho más allá, en el día que ahora todo lo ha invadido, los últimos tanques, poco a poco escondidos por una cuesta del terreno, se lanzan sobre las líneas republicanas —las últimas antes de Toledo.
Con el pasar del día, ahora fulgurante, no se ve a los muertos entre las hierbas. Pasan las balas alrededor de los dos dinamiteros. Pepe, imitando su silbido idiota, se pega a la tierra.
Por encima de la cresta, llegan las manchas blancas de los turbantes moros.
El humo que, después de la explosión, envolvía aún el Alcázar abierto, tenía, en la frescura de la aurora, un olor húmedo y pesado con el cual se fundía el de los cadáveres. Unido a la superficie por el viento, cubría las paredes todavía en pie, como el mar un fondo rocoso. Una ráfaga más fuerte curvó su superficie estancada; bloques de piedra emergieron retorcidos. Hacia la derecha, más abajo, no avanzó por masas que se atropellan, sino como el agua que corre, llenando los agujeros y las grietas. El Alcázar pierde como un depósito, pensó Manuel.
Ocupando cada callejuela llena de escombros como si ella misma hubiera hecho la guerra, el humo invadía metro por metro las posiciones republicanas. Los sitiadores estaban ahora alejados unos de otros: la mina había hecho saltar las posiciones más avanzadas de los fascistas, pero no los subterráneos.
Por un instante, todos los ruidos cesaron, y Manuel oyó a alguien que golpeaba con el pie la piedra que tenía detrás. Era Heinrich, con un reflejo de aurora sobre su nuca espesa que se plegaba como una frente.
—¿Madrid? —preguntó Manuel, con el hinojo en la mano.
—No —dijo el general sin mirarlo. Su mirada estaba fija en las rocas más altas que salían poco a poco del humo como de una marea descendente.
—¿Por qué? —preguntó Manuel.
—Porque no. ¿Los nuestros estaban enfrente, verdad?
—Se ha evacuado antes de la explosión.
—¿No hay otro acceso a la parte que acaba de saltar que el Alcázar mismo?
Con los gemelos delante de su vieja cara de campesina polaca miraba siempre el promontorio despedazado ante el cual bajaba el humo. Tendió sus gemelos a Manuel.
—¿Tenemos ametralladoras a los lados?
—No.
—¡Eso no los detendría pero los retardaría!
Unos puntos pasaban junto al perfil del peñasco, pegados a él como moscas. Cada vez que un punto pasaba sobre la cresta, desaparecía, pero reaparecía un poco más abajo. El humo sobrepasaba de lejos los antiguos puestos de avanzada abandonados a causa de la explosión por los guardias de asalto republicanos; los fascistas avanzaban detrás del humo.
—¿Tenemos ametralladoras a los lados?
Todas las posiciones conquistadas desde diez días antes habían sido perdidas.
—Habrá que poner la ciudad en estado de defensa —dijo Heinrich.
El teléfono de la Jefatura no respondía. En Santa Cruz se decía que los moros estaban a diez kilómetros.
Fueron a la tienda de Hernández.
En una calle en que la bulla era la propia de los días en que comienza el verano, un miliciano le tendió su fusil a Manuel, un máuser.
—¿Quieres un fusil, comandante?
—Lo necesitarás dentro de poco —respondió Heinrich en alemán.
—Voy a dejarlo; entonces, si tú lo quieres…
Las cejas blancas de Heinrich daban a sus ojos expresión de asombro. Su mirada, ahora fija en su cara afeitada hasta el cráneo, con las cejas invisibles, adquirió por eso mismo una extrema brutalidad. Pero veinte personas lo separaban ya del miliciano.
En las casas con las persianas cerradas comenzaban ya a tirar contra los milicianos con los fusiles abandonados bajo las puertas.
El malestar que sentía Manuel cuando se encontraba en un lugar cerrado lo sentía por primera vez en la calle: no podía ya dar un paso sin tantear el suelo con el dedo grande del pie. Hasta entonces ni la multitud de Toledo, ni la de la procesión del Corpus de otros tiempos, ni la de las jornadas históricas de Madrid se parecían a ésta. Los milicianos llevaban los sombreros mexicanos en el extremo del brazo, verticalmente, como aros de circo, veinte mil hombres enloquecidos. En cada zaguán, fusiles abandonados.
La tienda de Hernández estaba abierta de par en par. Un hombre con quepis rojo y negro hablaba:
—¿Quién es aquí el responsable?
—Yo, el capitán Hernández.
—Bueno, dime, capitán; estábamos en el 25 de la calle del Comercio. Hemos sido bombardeados. Nos pasamos al 45, nos bombardearon también. ¿Eres tú el que les avisa cuando nos mudamos para que los del otro bando nos maten mejor?
Hernández miraba al hombre con asco.
—Continúa —dijo.
—Porque nosotros estamos hartos. ¿Dónde está nuestra aviación?
—¿Dónde quiere que esté? En el aire.
Contra los aviones italianos y alemanes sólo le quedaban al Gobierno diez aviones modernos en condiciones de volar.
—Porque si nuestra aviación no está aquí dentro de media hora, ¡ponemos los pies en polvorosa! No estamos aquí para servir de carne de cañón a los burgueses, ni a los comunistas. Nos vamos. ¿Entendido?
Miraba la gran estrella roja de Manuel, detrás del capitán. Los ojos de Heinrich habían adquirido de nuevo su fijeza.
Hernández lo tomó con ambas manos por las solapas de su chaqueta, y le dijo sin alzar la voz:
—Vas a irte enseguida —y lo echó sin que el otro agregara una palabra. Hernández se volvió, saludó a Heinrich y le dio la mano a Manuel.
—Éste es un imbécil o un canalla, o las dos cosas a la vez, si ustedes quieren. Están obsesos por la traición. No sin motivo… Mientras las cosas anden así, no hay nada que hacer…
—Siempre hay algo que hacer.
Manuel traducía, la mano nerviosa: el hinojo se había perdido en la multitud. Hernández se encogió de hombros.
—A sus órdenes.
—Si ese individuo abandona su puesto, debe ser fusilado.
—Por ustedes, en todo caso. ¿Con quién se puede contar?
—Con nadie. Nada que hacer aquí. ¡Y sin embargo!… En fin… No traigan aquí buenas tropas, estarán podridas en una hora. Es una guarida de cobardes. Combatamos afuera, si podemos, con otras tropas. ¿De qué disponen ustedes?
—Quizá no todo esté perdido en esos miles de hombres y esos fusiles —dijo Heinrich—. Y hay que aprovechar la posición.
—Ni un soldado. Trescientos milicianos se dejarán matar. Algunos asturianos, si quiere usted. Los otros son cobardes que quieren justificar su huida criticando todo. Dejan sus fusiles en los zaguanes, y los fascistas comienzan a tirar contra nosotros. Las mujeres ni siquiera tienen miedo de injuriamos por las ventanas.
—Gane tiempo hasta las cinco o las seis.
—La puerta de Bisagra es defendible, pero no la defenderán.
—A nosotros nos toca defenderla —dijo Heinrich—. Vamos.
Después de una larga vuelta por las callejuelas, llegaron a la puerta. Un mercado de fusiles.
Una docena de milicianos, sentados en el suelo, jugaban a los naipes. Heinrich se agachó al pasar, recogió los naipes mirando a los jugadores, se los guardó en el bolsillo. Continuó su camino, pasó por la puerta y examinó la posición desde afuera. Manuel encontró una rama más o menos derecha que reemplazó a la de hinojo: quería calmar su nerviosidad, y los fusiles abandonados lo enfurecían.
—Es la locura completa —dijo Heinrich—. ¡Por los tejados y las terrazas se puede resistir por lo menos hasta que traigan la artillería!
Entraron en la ciudad. El general miraba siempre los tejados.
—¡Qué desgracia no saber español, Dios mío!
—Yo lo sé —dijo Manuel.
Hernández y él comenzaron a tomar uno por uno a los hombres, a situarlos, a mandar a buscar municiones, a entregar a los tiradores las buenas armas abandonadas. Se encontraron tres fusiles ametralladores. Al cabo de una hora, la puerta estaba defendida.
—Me vas a tomar por un imbécil —dijo Heinrich a Manuel—, pero ahora habría que hacerles cantar la Internacional. Como todos están protegidos, no se ven; tendrían que sentirse.
El tuteo comunista no disminuía en nada la autoridad de Heinrich.
—¡Camaradas! —gritó Manuel.
De todos los rincones, de todos los ángulos, de todas las ventanas, salieron cabezas. Manuel comenzó la Internacional molesto por su rama llena de hojas que no quería soltar, y con la cual tenía ganas de marcar el compás. Su voz era muy fuerte, y habiendo cesado el tiroteo contra el Alcázar, se la oía. Pero los milicianos no sabían la letra de la Internacional.
Heinrich estaba estupefacto. Manuel se atuvo al refrán.
—Es siempre así —dijo Heinrich, con amargura—. Antes de cuatro horas estaremos en Madrid. Durará hasta entonces.
Hernández sonrió tristemente.
Manuel nombró jefes, y los tres se fueron a la Puerta del Sol.
En tres cuartos de hora, la puerta estuvo custodiada.
—Volvamos a Bisagra —dijo Heinrich.
Por las ventanas entreabiertas, los tiros de fusil de los fascistas eran cada vez más numerosos. Pero ya no había barullo: en una hora, más de diez mil hombres habían partido. La ciudad se vaciaba como un cuerpo pierde sangre.
Su auto estaba guardado en un hangar.
—Tómelo enseguida —dijo Hernández—. Luego…
Ante la puerta, un oficial de bigote corto esperaba.
—Me han dicho que van ustedes a Madrid. Yo tengo que estar allí con urgencia. ¿Pueden llevarme?
Mostró su orden de misión. Los tres partieron, para Bisagra primero. Manuel conducía. Había fusiles abandonados en cada umbral. En el momento en que el auto disminuía su velocidad para girar, una puerta se entreabrió y una mano, desde el interior, tendió un fusil. Heinrich lo tomó, la mano entró de nuevo.
—El pueblo español no está a la altura de su tarea… —dijo el oficial.
Por tercera vez, la mirada del general tomó esa expresión de fijeza brutal que había observado Manuel.
—En un caso como éste —contestó Heinrich—, la crisis es siempre una crisis de mando.
Manuel se acordó de Jiménez. Y también de todos esos milicianos que se veían en cada calle de Madrid aplicados y preocupados, que aprendían a marchar como se aprende a leer.
De vuelta en Bisagra, Manuel llamó. Nadie respondió. Llamó de nuevo. Nada. Subió al último piso de la casa desde donde pudo descubrir los tejados. Detrás de cada ángulo, allí donde había apostado a un hombre había un fusil abandonado. También los tres fusiles ametralladores. Bisagra estaba todavía defendida: defendida por armas sin hombres.
Faltaban fusiles en el frente de Málaga, en el frente de Córdoba, en el frente de Aragón. Faltaban fusiles en Madrid.
En una era apenas alejada, trillaban el trigo…
Manuel tiró por fin su rama, bajó con las piernas de algodón. Todas las puertas estaban abiertas: al lado de las ventanas, apoyados en las cortinas, los últimos fusiles velaban sobre Toledo.
Y por las ventanas abiertas aparecía en cada tejado detrás de cada chimenea, un fusil, con su paquete de municiones al lado.
Manuel puso a Heinrich al corriente. Hernández ya lo había adivinado.
—Hay que sacar de aquí a los jóvenes —dijo Heinrich—. Corramos a Madrid. ¡En el momento actual, no será difícil hacer evacuar Toledo!
—Ya no tiene usted tiempo —dijo Hernández.
—Intentémoslo.
—¿Y tú? —preguntó Manuel—, ¿qué vas a hacer?
—¿Qué quieres que haga? —dijo Hernández encogiéndose de hombros, mostrando la sonrisa amarga de sus largos dientes amarillos—. Somos unos veinte los que sabemos utilizar decentemente una ametralladora.
Mostró el cementerio con indiferencia.
—Allí o acá…
—No: llegaremos a tiempo.
Hernández levantó de nuevo los hombros.
—Llegaremos a tiempo —repitió Manuel firmemente, golpeando con la rama su zapato.
Hernández lo miraba asombrado.
Manuel tuvo súbitamente conciencia de que nunca le había hablado a Hernández con ese tono. No se traducen órdenes con una voz neutra y lo estaba haciendo desde hacía varias horas con el mismo tono de Heinrich. Había aprendido autoridad como se aprende una lengua: repitiéndola.
—Si tienes veinte individuos —dijo—, trata, a pesar de todo, de defender esta puerta.
—Busca a otros hombres para reemplazarlos antes de partir —dijo Heinrich.
—A sus órdenes —continuó Hernández con la misma indiferencia desesperada.
Colocados de nuevo los hombres, volvieron a la tienda. Aumentaban los insultos desde las ventanas, en la calle, y los tiros de fusil de los fascistas.
—Éstos —dijo Manuel— quisieran el restablecimiento de Felipe II. Para comenzar, Hernández, haz juntar todas las armas, salvo las de las puertas: voy a mandar camiones con guardias de asalto.
—Es más fácil juntarlas que hacerlas utilizar…
La agonía de la ciudad se precipitaba.
—Que resistan durante el día —dijo Heinrich—. Los dinamiteros resistirán por la noche. Con las juventudes de aquí, y los hombres del 5.º, resistiremos ocho días. Y de aquí a ocho días…
8
Hernández, vestido de civil, como casi todos los últimos combatientes —se había despojado de su mono—, vaciló un segundo. Por el ruido, los republicanos estaban a la derecha. ¿Qué quería? ¿Ser salvado? Dos horas antes hubiera podido irse como se toma el tren. ¿Luchar hasta el último momento? Ante todo, no estar solo, no estar ya más tiempo solo. Había quedado separado de los suyos en el primer ataque del Tercio. Ante todo, volver a encontrarlos.
Corriendo pegado a la pared de la callejuela (a la izquierda, el ruido de las ametralladoras del Tercio se aproximaba), llegó a una calle. Las balas republicanas arañaban las altas fachadas macilentas y hacían subir del yeso pequeñas humaredas espesas. El ruido de las ametralladoras enemigas se acercaba más y más. Sin duda, la legión acababa de alcanzar la esquina que Hernández había rebasado un momento antes: ahora las balas llegaban de frente y de atrás.
A diez metros, adelante, un farol estaba iluminado. Llegó hasta él, agitó su revólver por encima de su cabeza para hacerse reconocer: una bala golpeó en la parte delantera del máuser y lo hizo caer. Hernández se metió en el umbral de una puerta. Estaba protegido del Tercio por los ángulos de la calle, de los republicanos por el espesor de la pared. De cada lado, una ametralladora tiraba nerviosamente, sin ver gran cosa. Hasta que una andanada de tiros hizo caer el farol con un bonito ruido de vidrios; las ametralladoras tiraron entonces sin ver nada de nada, salvo, en cada extremo de la calle, un crepitar de cortas llamas azuladas.
Hernández se acostó, alcanzó su revólver bajo una red horizontal de balas, y volvió a su umbral.
Habían pasado diez minutos cuando una mano se aferró a su brazo y lo sobresaltó.
—Hernández, Hernández.
—Hum… Sí.
El miliciano que se había unido a él (también vestido de civil) tiró tres tiros de revólver con un segundo de intervalo, y ambos corrieron. La ametralladora republicana se detuvo.
En el momento en que la alcanzaron, otro miliciano llegaba por detrás.
—¡Los moros!
—¡A la plaza! —dijo el tipo que hacía funcionar la ametralladora y que parecía dirigir el grupo.
Todos corrieron por las callejuelas, y el ametrallador erizado de fragmentos de Hotchkiss.
Hernández no quería morir solo.
El ametrallador se volvió, colocó su ametralladora, tiró una andanada de unas cincuenta balas, volvió a correr. Tiraba mal. Los moros se habían detenido; a su vez, emprendieron de nuevo su carrera.
Tiros débiles, aislados. Y de pronto, en sentido contrario a la carrera de los republicanos, el viento trajo una música de cobres y de grandes tambores, la de los circos, los parques de diversiones y de los ejércitos. ¿Qué tiovivos dan vueltas ahora?, se preguntó Hernández. Y reconoció por fin el himno fascista: la música del Tercio tocaba en la plaza de Zocodover.
El ametrallador se detuvo de nuevo, volvió a tirar. Diez segundos, quince. «¡Escapa de una vez, idiota!», le gritó su compañero. Y comenzó a darle patada tras patada en el trasero: «¡Quieres irte de una vez, idiota!».
Las patadas tuvieron más efecto que las balas y el avance de los moros. El tirador tomó de nuevo su ametralladora y salió corriendo.
Llegaron a la plaza de toros.
Había unos treinta milicianos. Desde dentro, la plaza parecía una fortaleza. De cartón, pensó Hernández. Miró hacia fuera: los moros comenzaban a custodiar las puertas.
—Al primer cañonazo, ¡esto se va a poner bonito! —dijo un artillero, también de civil.
—Los civiles fascistas ya tienen un brazal blanco —dijo un miliciano.
—Hacen un Tedéum en la catedral. El cura está allí. Ha estado escondido todo el tiempo.
Nuestras ejecuciones en masa, pensó Hernández.
Miraba siempre hacia fuera. Hacia la izquierda, la ciudad no estaba todavía cercada.
—¡La caballería mora! —gritó un individuo.
—¡Estás loco!
—Quedarse aquí es idiota —dijo Hernández—. Serán cada vez más. Nos liquidarán enseguida. A la izquierda la campiña está aún libre. Dejad las puertas, están custodiadas. Voy a limpiar un pedazo de la calle con la ametralladora. Saltad desde el primer tiro, y tratad de no romperos la crisma. Liquidad a los moros que no han sido tocados y que querrán deteneros. No costará mucho. Huid hacia la izquierda. Podéis servir para algo mejor que para ser fusilados. Si llegan más del lado de ellos, los detengo hasta que estéis fuera de peligro.
Apuntó con la ametralladora, tiró dos andanadas, ida y vuelta, segando. Los moros cayeron o escaparon. Los hombres de la plaza saltaron, reprimieron sin trabajo a los últimos moros. Los fascistas llegaron por la derecha: la ametralladora los batió en enfilada, obligándolos a detenerse en los umbrales. Los últimos republicanos desaparecían apresuradamente llevando a cuestas a sus camaradas que se habían torcido los pies. Hernández no pensaba en nada, apretaba su ametralladora contra el hombro, y era plenamente feliz.
Nadie en la plaza. Saltó por fin, recibió un extraño latigazo por encima de un ojo y sintió que la sangre le cegaba. Otro golpe en la nuca, pesado y ancho esta vez, un culatazo, quizá. Extendió los brazos hacia delante y cayó de bruces.
9
En el patio de la prisión de Toledo, un hombre se puso a aullar. Era muy raro. Los revolucionarios se callaban porque eran revolucionarios; los otros —los que se habían creído revolucionarios porque lo eran los demás, y percibían que frente a la muerte, sólo les importaba la vida, sea la que fuere— pensaban que el silencio es la única sabiduría de los prisioneros: los insectos amenazados tratan de confundirse con las ramas.
Y estaban aquellos que ni siquiera tenían ganas de gritar.
—¡Pedazo de cornudos, cretinos!, —aullaba la voz—. ¡Yo soy cobrador de tranvía!
Y llegando al extremo de la vociferación:
—¡Cobrador, cobrador de tranvía, imbéciles!
A través de la reja de su celda, Hernández no podía verlo, pero lo oía, el hombre entró en su campo visual. Golpeaba con toda su fuerza una chaqueta de lustrina que tenía en la mano izquierda, como si la sacudiera para sacarle el polvo. En muchas ciudades, los fascistas habían condenado a muerte a todos los obreros que tenían la chaqueta brillante en el hombro: el rastro del fusil. En el hombro de la chaqueta de aquellos que cargaban bolsas de herramientas, la correa dejaba la misma huella.
—¡Me cago en vuestra política de hijos de puta!
Y de nuevo:
—¡Pero miradme el hombro, al menos! ¡El fusil deja un moretón, Dios de Dios! ¿Es que tengo un moretón? ¡Puesto que os digo que soy cobrador de tranvía!
Dos guardianes vinieron a buscarlo. Más bien para meterlo en otra celda que para liberarlo, pensó Hernández. Se impuso el orden.
Los prisioneros daban vueltas por el patio, cada cual con su destino envenenado. Los gritos de los vendedores de diarios llegaban de la ciudad.
Estaban también los nuevos. Como cada día. Como cada día, Hernández los miraba, y como cada día, ellos volvían la cabeza para no encontrar su mirada. Hernández comenzaba a saber que los condenados a muerte son contagiosos.
El ruido del cerrojo de su celda —ahora, el ruido más importante.
Hernández esperaba ser ejecutado. Estaba harto. Hasta la coronilla. Los hombres con quienes hubiera querido vivir sólo servían para morir y, con los otros, no tenía ganas de vivir. El régimen de la prisión, en tanto que régimen, no tenía nada de atroz. Administrativo: los carceleros eran profesionales, traídos de Sevilla. La vida de la prisión era otra cosa. A veces, se llevaban de golpe veinte o treinta prisioneros; enseguida se oía el fuego de una salva, y los golpes de gracia, más débiles, después. A veces, por la noche, se oía abrir un cerrojo, una voz de hombre, y la misma palabra: «¿Ya?».
Después la campanilla de un sacerdote. Nada más. Pero el aburrimiento obligaba a pensar, y los condenados sólo piensan en la muerte.
Un guardia acompañó a Hernández a la oficina de la policía especial, y se quedó con él: el oficial no estaba. Otra ventana más abierta al patio, sobre la misma ronda de prisioneros.
Los que aún no habían sido «juzgados» estaban en el patio; los condenados a muerte, en el calabozo. Hernández trató de mirar a través del patio a los que la reja enfrentaba con la ventana. Demasiado lejos. No distinguía sino la parte de las manos crispadas sobre los barrotes, ésta, sí, en plena luz.
Detrás de las rejas, nada: la sombra. Y, por otra parte, no tenía tantas ganas de ver. Quería cambiar miradas con la vida, no con la muerte.
El jefe de la oficina, un oficial de unos cincuenta años, con el cuello demasiado largo, la cabeza pequeña y los bigotes de Queipo de Llano, entró, trayendo en la mano la billetera de Hernández.
—¿Es su billetera?
—Sí.
El policía sacó un fajo de billetes.
—¿Estos billetes son suyos?
—No lo sé. Había billetes en mi billetera, en efecto.
—¿Cuánto?
—No sé.
El policía alzó los ojos al cielo reconociendo muy bien en ello el desorden de los rojos, pero se calló.
—De seiscientas a ochocientas pesetas —dijo Hernández, alzando el hombro derecho.
—¿Reconoce usted este papel?
El policía con cabeza de alfiler observaba a Hernández, creyendo sin duda en signos reveladores. Hernández, cansado hasta la indiferencia, examinó el papel y sonrió amargamente.
Lo que había intrigado al servicio especial era un billete en el cual, en medio de trazos confusos y sin duda desprovistos de sentido, una línea rota, trazada con lápiz, que subía y bajaba —una A sin barra— parecía una señal.
Era un dibujo de Moreno. No había a pesar de todo partido a Francia, sino al frente del Tajo. Moreno repetía: «Los hombres hablaban de todo en el patio de la prisión. Nunca de política. Nunca. El que hubiera llegado a decir: he defendido lo que he creído justo, he perdido, paguemos la consecuencia, habría creado el vacío a su alrededor. Uno muere solo, Hernández, acuérdese usted de eso».
¿Pensaban en la política, o en los cañones de los fusiles que los apuntaban, o en nada, los que caminaban detrás de esa ventana?
Hernández había dicho: «No asigno a la muerte tanta importancia. A la tortura, sí…». «He preguntado —había respondido Moreno— a los de mi prisión que habían sido torturados qué pensaban entonces. Casi todos me han respondido: “Pensaba en lo que vendría después”. Pero la tortura es poca cosa al lado de la certidumbre de la muerte. Lo capital es la muerte, es ella la que hace irremediable lo que la precede, irremediable para siempre; la tortura, la violación seguidas de la muerte, eso es verdaderamente terrible. Sépalo usted…». Moreno había comenzado a dibujar en el billete: «Toda sensación es así —por terrible que pueda ser—. Pero después…».
—¿Reconoce usted el billete? —preguntó de nuevo el policía.
La sonrisa de Hernández lo desconcertaba.
—Sí, por supuesto.
Hernández lo había puesto sobre la mesa por distracción: no se pagaba en la Permanencia de las Milicias.
—¿Qué significan esos signos?
Hernández no respondió.
—Le pregunto qué significa eso.
Era pues, hombre que se tomaba en serio. Hernández miraba esa cabecita, ese cuello: cuando el hombre estuviera muerto, el cuello sería más largo. Y moriría como cualquiera. Más penosamente que por un pelotón, acaso. ¡Pobre idiota!
Ante la ventana, los prisioneros pasaban desviando la mirada.
—Uno de los nuestros —dijo por fin Hernández con la misma sonrisa amarga—, evadido de una de las prisiones de ustedes, condenado a muerte desde hacía más de un mes, me explicaba que todo, en la vida, puede ser compensado; al hablar así, hacía esas dos líneas de las cuales una representa la desgracia, si usted quiere, y la otra su compensación. Pero que la… tragedia de la muerte está en que transforma la vida en destino, que a partir de ella nada puede ser compensado. Y que —aun para un ateo— en ello reside la extrema gravedad del instante de la muerte.
»Se equivocaba, por lo demás —agregó Hernández más lentamente. Tenía la impresión de dar una conferencia.
A su vez, el policía no respondió enseguida. ¿Había comprendido? Si fuera así, tenía suerte. Los idiotas comprenden siempre algo. ¡En cuántas cosas absurdas emplean los vivos su tiempo! Bonito sería que le pidiera explicaciones suplementarias.
Porque, a pesar de su valor, había una palabra que Hernández no pronunciaría: tortura.
El policía seguía pensando.
—Cuestión personal —dijo por fin.
Los prisioneros volvieron a pasar.
—Extraña reflexión por parte de un oficial —agregó el policía—; hubiera hecho mejor en ir a la doctrina.
—No estaba en servicio.
Hernández no sonreía.
—¿Y los tracitos?
—Los tracitos no significan nada. Ese tema de conversación ponía nervioso al que me hablaba, eso es todo.
Hernández no hablaba agresivamente, sino distraídamente.
El oficial tocó el timbre. Entró uno de los guardianes.
—Puede llevárselo.
Hernández pensaba siempre en Moreno. En la misma mesa de Toledo en primavera (época más lejana que la del Cid), le había oído decir a Ramón Gómez de la Serna: «Reconozco que el hombre desciende del mono por el modo en que descascara y come los cacahuetes…». ¡Dónde estaba el tiempo del humorismo! Hernández saludó para salir, dio un paso hacia la puerta.
—¡Alto! —gritó el policía rabioso—. Han sido dadas en lo que a usted concierne «órdenes especialmente benévolas» pero…
Hernández, hundido en sus recuerdos, vuelto en sí por el tono militar de «puede llevárselo», había saludado, como saludaba tan a menudo desde hacía dos meses en Toledo con el puño cerrado. ¿Es que ahora iban a discutir sobre ese tema?
—La «benevolencia» —dijo— en celda de condenado a muerte… Y ¿por qué, por lo demás, órdenes especiales?
El oficial lo miró, estupefacto o exasperado:
—¿Por qué quiere que sea? ¿Por su cara bonita?
Después una idea se presentó súbitamente a su espíritu, e hizo un signo negativo con el índice como diciendo: no, inútil tomar precauciones conmigo, sonrió y dijo:
—Estoy al corriente…
—¿De qué? —preguntó Hernández tranquilamente.
El fascista comenzaba a encontrarlo un poco chiflado. Un rojo.
—De su actitud con los jefes del Alcázar, evidentemente.
No se vuelve uno loco de asco. Hernández sintió de pronto que su barba de cuatro días, sucia, le daba calor. Dejó de sonreír y su rostro pareció menos largo. Su mano, apoyada en la mesa, se cerró.
—Desee usted que las cosas no se hagan dos veces —dijo mirando al policía, y apoyando el puño sobre la mesa. Su hombro temblaba.
—No creo que esa ocasión pueda presentarse de nuevo para usted.
Hernández respondió solamente:
—Tanto mejor…
—Una cuestión personal. ¿Por qué había conservado ese billete?
—Generalmente los billetes se conservan hasta que uno los gasta…
Entró otro oficial. El policía le entregó el billete. Y el guardián llevó a Hernández a su calabozo.
10
Hernández camina una vez más por las calles de Toledo. Los prisioneros están atados de dos en dos.
Pasa un auto. Dos niñitas juntas. Una vieja que lleva un cántaro. Otro auto con oficiales fascistas. De hecho, piensa Hernández, estoy condenado a muerte por «rebelión militar». Otra mujer con un paquete de almacén, otra con un balde. Un hombre con nada.
Vivos.
Todos morirán. He visto a una de sus amigas morir de cáncer generalizado; su cuerpo era castaño, como sus cabellos; y era médica. Un miliciano, en Toledo, fue aplastado por un tanque. Y la agonía de la uremia… Todos morirán. Salvo esos moros que conducen a los condenados: los asesinos están fuera de la vida y de la muerte.
En el momento en que el tropel llega a un puente, el compañero de Hernández le dice, a media voz:
—Hoja Gillette. Acércate.
Hernández se acerca. Pasa una familia. (Pues sí, hay familias). Un niñito los mira. «Son viejos», dice. «Exagera, piensa Hernández. ¿Es que la muerte me lleva a ironizar?». Pasa una mujer de negro montada en un asno. Haría bien de no mirar así si no quiere mostrar que está con ellos. Hernández sólo siente de su largo cuerpo la presión de la cuerda sobre sus puños. La navajita raspa la cuerda.
—Ya está…
Hernández tira suavemente. Es verdad. Mira a su compañero: tiene una barbita muy dura.
—Los nuestros están todavía detrás de la cresta —dice éste—. En el primer cruce.
Atraviesan el puente. En el primer terraplén el hombre salta.
Está cansado, y también de la vida. Correr, de nuevo correr… ¿Qué hay del otro lado del terraplén? ¿Malezas? No se ve. Se acuerda de las cartas de Moscardó. Lo moros saltan también, tiran. Pero son muy pocos para abandonar la columna. Hernández no sabrá jamás si su compañero ha logrado escapar vivo. Quizá esté vivo: los moros vuelven del terraplén sin reír.
Ahora la tierra sube ligeramente; delante de un agujero alargado cuya profundidad no ve Hernández, diez falangistas, en posición de descanso, y un oficial. A la derecha, los prisioneros: con los que llegan, serán cincuenta. Sus ropas civiles son la única mancha sombría en la mañana radiante, y los uniformes caquis de los moros son del color de Toledo.
He aquí lo que tan a menudo lo ha obsesionado: el instante en que un hombre sabe que va a morir sin poder defenderse.
En apariencia, a los prisioneros no los molesta más tener que morir que a los moros y a los falangistas tener que matarlos. El cobrador de tranvía está con los otros, ahora semejante a los otros. Todos un poco embrutecidos, como después de una gran fatiga, ni más ni menos. El pelotón de ejecución está muy atareado: aunque no tenga otra cosa que hacer que aguardar que tiren, fusiles cargados.
—¡Firmes!
Dos veces más «firmes» que de costumbre; al oír la voz de mando, los diez hombres se han puesto tensos para representar la comedia del honor de obedecer. En torno a Hernández, los otros cincuenta miran en el vacío, más allá de toda comedia.
Tres fascistas acaban de tomar tres prisioneros. Los llevan ante la fosa, retroceden.
—¡Apunten!
El prisionero de la izquierda tiene el pelo cortado en redondo. Los tres cuerpos, más altos que lo común, dominan a aquellos que los miran y se recortan sobre el célebre horizonte de las montañas del Tajo. Qué poca cosa es la historia frente a la carne viva, todavía viva…
Dan un peligroso salto atrás. El pelotón tira, pero ya están en la fosa. ¿Cómo pueden esperar escaparse de ella? Los prisioneros ríen nerviosamente.
No tendrán que escaparse. Los prisioneros han visto el salto al principio, pero el pelotón ha tirado antes. Los nervios.
Traen a otros tres. No es posible que hagan saltar a unos tras otros a esos cincuenta hombres en la fosa. Algo tiene que suceder.
Uno de los prisioneros llevados ante la fosa se ha vuelto y la mira. Instintivamente, ha dado un paso para alejarse de ella. Volviéndose de nuevo pero sin alzar los ojos, advierte que ha avanzado hacia los pies del pelotón estirados hacia él, se detiene y, en el instante en que el prisionero de la derecha va a gritar algo, los tres caen, llevándose las manos al vientre, y se desploman: el pelotón, esta vez, ha tirado más bajo.
Los prisioneros del grupo han permanecido inmóviles. Ningún eco, ningún grito. Venido de la ciudad el rebuzno desolado de un asno y la voz de un vendedor de alcarrazas se pierden en el sol.
Uno de los que llevan a los prisioneros delante del pelotón de ejecución se ha inclinado sobre la fosa, revólver en mano. El cielo se estremece de luz. Hernández piensa en la limpieza de las mortajas: Europa no ama gran cosa pero ama todavía a sus muertos. El hombre en cuclillas al borde de la fosa sigue con el cañón de su revólver algo que se mueve, y tira; imaginar el golpe de gracia en una cabeza insensible no vale más que imaginarlo en una cabeza moribunda. En esta hora en la mitad de la tierra de España, adolescentes que representan la misma odiosa comedia tiran en la misma mañana esplendorosa, y los mismos campesinos, con el mismo pelo hacia delante, caen o saltan en las fosas. Salvo en el circo, Hernández no ha visto nunca a un hombre saltar para atrás.
Otros tres de pie en el mismo lugar van a saltar muy pronto.
¿Si yo no hubiese hecho llevar las cartas de Moscardó —si no me hubiera tentado el actuar noblemente— es que esos tres hombres estarían allí? Dos de entre ellos no se colocan como es debido: demasiado adelante, y no de frente. Uno no sabe si debe ponerse de frente o de espaldas; nunca se sabe qué actitud tomar al partir el tren… piensa Hernández histéricamente. ¿Y qué? Si hubiera actuado de otra manera, ¿habrían cambiado las cosas? ¡No faltaban los tipos que han actuado de otra manera!
Los organizadores de pompas fúnebres vuelven hacia los tres torpes, los toman por los hombros, sin brutalidad, por otra parte, los colocan. Y los prisioneros parecen ayudarlos —esforzarse por comprender lo que quieren los otros y conformarse a ello—. «Se diría que van al entierro». Van a su propio entierro.
Diecisiete, dieciocho, diecinueve, veinte… Los prisioneros están en tres filas; el que cuenta, cuenta aquellos que deben ser fusilados antes que él. «No: diecisiete, dieciocho, diecinueve».
No llega a contarlos. Hernández va a volverse para decirle la cifra exacta. Pero no es ni diecinueve, ni veinte: es diecisiete. Hernández calla. Otro ha dicho algo: morir, sin duda. «¡Ah, está bien!, —responde otra voz—, ¡déjanos en paz! Las hay peores…».
¡Con tal de que no sea un sueño, que no haya todavía que comenzar de nuevo!…
¿Habrán terminado de una vez de colocar a esos prisioneros como para una foto de matrimonio, delante de los cañones de los fusiles horizontales?
Toledo brilla en el aire luminoso que tiembla al ras de los montes del Tajo: Hernández está aprendiendo de qué se hace la historia. Una vez más, en ese país de mujeres de negro, se alza el pueblo milenario de las viudas.
¿Qué quiere decir nobleza de carácter en una acción como ésta? ¿Generosidad?
¿Quién paga?
Hernández mira la greda con pasión. ¡Oh buena tierra inerte! No hay asco y angustia sino entre los vivos.
Lo más atroz de los prisioneros es su valor. Son obedientes; no son pasivos. ¡Qué estúpida es la imagen del matadero! No se hace pasar a los hombres por el matadero —hay que tomarse el trabajo de matarlos—. Hernández piensa en Pradas, en la generosidad. Los tres prisioneros están por fin de frente: la foto está decididamente lista. La generosidad es ser vencedor.
Descarga. Dos caen en la fosa, uno adelante. Uno de los organizadores de la muerte se acerca. ¡Empujará el cuerpo con el pie! No, se agacha, lo tira por el brazo y la pierna; el cuerpo es pesado (el terreno es en subida): ese muerto seguirá fastidiando hasta el fin. Al hueco. ¿Es que vive todavía?
Uno se acostumbra, a la derecha, a matar, a la izquierda, a que lo maten. Tres nuevas siluetas están de pie allí donde han estado todas las demás y ese paisaje amarillo de fábricas cerradas y de castillos en ruinas adquiere la eternidad de los cementerios, hasta el fin de los tiempos, aquí, tres hombres de pie, continuamente renovados, aguardarán que los maten.
—¡Habéis querido la tierra, vosotros!, —grita uno de los fascistas—. ¡Ahora la tenéis!
Uno de los tres es el cobrador de tranvía; el sol brilla sobre el género lustroso de su hombro derecho, sobre la chaqueta que lo ha hecho condenar a muerte. No protesta ya. Espera. Como los otros, se ha dejado colocar sin decir una palabra. «¡Me cago en vuestra política de hijos de puta!». Con el mismo movimiento de los fusiles que se alzan, levanta el puño para el saludo del Frente Popular. Es un hombrecito enclenque, que se parece a los olivos negros.
Hernández mira esa mano cuyos dedos estarán antes de un minuto crispados en la tierra.
El pelotón vacila, no porque esté impresionado, sino porque aguarda que llamen a ese prisionero al orden, a la espera del de los muertos. Los tres organizadores se acercan. El cobrador los mira. Está hundido en su inocencia como una estaca en la tierra, y los mira con un odio pesado y absoluto que es ya del otro mundo.
Si éste se librara… piensa Hernández. Pero no se librará, el oficial acaba de hacer fuego.
Los tres siguientes van a colocarse solos delante de la fosa. El puño levantado.
—¡Manos pegadas al cuerpo!, —grita el oficial.
Los tres prisioneros se encogen de hombros con los puños siempre en alto. El oficial se agacha, se ata el cordón del zapato. Los tres hombres esperan. El oficial se incorpora, se encoge a su vez de hombros y da orden de hacer fuego.
Otros tres, uno de los cuales es Hernández, suben en medio del olor a acero caliente y a tierra removida.
Segunda parte
El Manzanares
I
Ser y hacer
I
1
La multitud enloquecida que había huido de Toledo, los milicianos sin fusil del Tajo, los restos de los batallones campesinos de Extremadura, iban y venían por la estación de Aranjuez. Como hojas reunidas en un torbellino y después arrastradas por el mismo viento, los grupos que habían llegado corriendo se dispersaban en el parque de castaños lleno todavía de rosas granate, o recorrían a grandes pasos, como los locos su jardín, las avenidas de los plátanos imperiales.
Los desechos de las milicias con nombres históricos, los Invencibles, las Águilas Rojas, las Águilas de la Libertad, se agitaban sobre la alfombra de flores caídas, tan espesa como lo es en otras partes la de las hojas secas, los brazos colgando, los fusiles arrastrados por el cañón como perros, y se detenían para escuchar el cañón aproximarse del otro lado del río. Entre los golpes que subían del suelo ensordecidos por el espesor de las flores podridas de los castaños, se oyó una antigua campana.
—¿Una iglesia, en este momento? —preguntó Manuel.
—Se diría más bien una campana de jardinero —respondió López.
—Eso viene del lado de la estación.
Otras campanas y campanillas, timbres de bicicletas, bocinas de automóviles y hasta golpes sobre cacerolas acompañaban ahora a la campana. Los restos del sueño revolucionario, sables, cubrecamas rayados, trajes de encaje, escopetas —y hasta los últimos sombreros mexicanos— llegaban del fondo del parque hacia ese tam-tam que unía a las tribus.
—Pensar que la mitad por lo menos son valientes… —dijo Manuel.
—A pesar de todo, está bien, pánfilo; ¡no han destrozado un solo busto!
A lo largo del parque, los célebres bustos de yeso, iluminados de rosa por la reverberación de los ladrillos antiguos, estaban intactos bajo los plátanos. Manuel no los miraba. Girando como una pajarera traída de América por los príncipes para su jardín de Aranjuez, el carnaval se precipitaba hacia la estación bajo las arcadas de ladrillo, en la luz rosada de las perspectivas regias.
A medida que Manuel y López se dirigían ellos también hacia la campana, una palabra se hacía precisa: locomotora. ¡Que no vayan a Madrid a ningún precio!, pensó Manuel: no le costaba ningún trabajo pensar en la llegada de diez mil hombres desmoralizados, dispuestos a los más increíbles embustes, inmediatamente después de la toma de Toledo —en tanto que Madrid se organizaba desesperadamente.
Estaban ahora muy cerca de la estación. Drid-Madrid-drid-drid chirriaban de todos lados como el crepitar rabioso de las cigarras.
—Como huyeron, van a contar que los moros son invencibles —dijo López—: Es necesario que los moros estén superiormente armados, y así por el estilo, para que ellos tengan el derecho de haber huido, naturalmente.
—Huyeron porque no los dirigían. Antes se batían no menos bien que nosotros.
Manuel pensaba en Barca, en Ramos, en sus camaradas del tren blindado, en los del Tajo. Y también en un viejo sindicalista, abanderado de una manifestación, algunos años antes; la manifestación, detenida por enormes fuerzas de policía, había tenido el derecho de continuar su marcha a condición de arriar las banderas. «¡Arriad las banderas!», habían gritado pues los responsables. Manuel tenía una voz muy fuerte. Como repitiera el grito, el viejo lo había mirado sin decir una palabra, y su rostro quería de tal modo decir: «Bueno, puesto que es necesario, pero mientras más despacio, será mejor… Todavía tienes que aprender, muchacho…», que él no lo había olvidado. No eran siempre los mismos los que estaban equivocados. El vínculo de Manuel y del proletariado estaba hecho de demasiados recuerdos y fidelidades para que ninguna locura pudiera romperla —aunque fuese tan grave como aquélla.
—Lo difícil no es estar con los amigos cuando tienen razón —dijo—, sino cuando están equivocados…
—¡Puedes todavía intentarlo!…
Un barbudo que se parecía al Negus visto en un espejo deformante, alargado, se había subido sobre el techo de una limusina, ante la puerta de la estación. El interior, los corredores, las salas de espera llenas; en los andenes, imposible que cupiera ni siquiera un niño más; y, por encima, los inmensos árboles de la plaza.
—¿Quién sabe conducir una locomotora? —añadió el barbudo—. Hay tren. Y locomotora. ¡Hay de todo!
Silencio súbito. Todos esperaban al salvador.
—… tren anda…, tren anda.
—¿Qué?
—Tren anda…
El invisible que hablaba, empujado. Impulsado en medio de clamores de entusiasmo, llegó al techo del automóvil.
—… Poner en marcha… Yo sé ponerlo en marcha…
Era un personaje con aire de garduña, suave, con anteojos, un poco calvo.
—Os prevengo: con prudencia puedo conducirla.
La temperatura cayó. Manuel y López, paso a paso, se aproximaron al auto.
—¿Sabes moderar la velocidad? —gritó una voz.
—Hum… creo.
—¡Muchachos, saltaremos con el tren en marcha!
Manuel llegó al techo del cacharro.
—¿Y los heridos? —gritó—. ¿Saltarán?
Muchos trataban de trepar a los hombros de los compañeros. ¿Qué quería ése? Marchar sobre Madrid, ¿o qué? Un oficial más…
—¡Camaradas, atención! Yo soy…
No lo oían. De todos lados, las interjecciones cortaban sus palabras. Levantó los dos brazos, obtuvo tres segundos de silencio, pudo gritar:
—Soy ingeniero. Os digo: no podréis controlar la máquina.
—Es el excomandante de la motorizada —murmuraron en la multitud.
—¡Conduce!
—No sé conducir, pero sé lo que es una máquina que no se controla. Los que parten toman la responsabilidad de la muerte de dos mil camaradas. ¿Y los heridos?
Felizmente, el mecánico benévolo no inspiraba confianza.
—¿Entonces qué?, —gritaron en la multitud.
—¡Propón algo!
—¡Explícate!
—¿Ir a pie?
—¿Y si nos atajan?
—¿Es verdad que Navalcarnero está tomado?
—Es que…
—¡Quedémonos aquí! —aulló Manuel.
La multitud giró sobre sí misma con una rabia melancólica, agotada. Un centenar de manos salieron de ella, se agitaron como hojas que el viento mueve por encima de sí mismas, después volvieron a la contienda de los cuerpos.
—Hace dos días que no hemos…
—¡Los moros llegan!
Manuel sabía que no había intendencia.
—¿Quién nos dará de comer?
—Yo.
—¿Quién nos dará donde acostamos?
—Yo.
Manuel parecía un rompeolas, pero no estaba seguro de que las olas no fueran las más fuertes.
—Es menos difícil vencer a los moros que llegar a Madrid con un tren enloquecido —gritó.
Las manos, de nuevo, salieron de la multitud —cerradas—: Eran puños. Pero no para saludar.
—Dentro de media hora, seremos fusilados —dijo a media voz López, que acababa de subir a su vez al techo del automóvil.
—Me cago. Pero que no pongan los pies en Madrid —se acordaba de Heinrich: «Toda situación presente tiene por lo menos un elemento positivo: hay que encontrarlo y utilizarlo». Comenzó a gritar—: El Partido Comunista ha dado la consigna de obediencia absoluta a las autoridades militares. ¡Que los comunistas levanten el brazo!
No se apresuraban en hacerse conocer. Manuel advirtió que el pequeño mecánico calvo, a su lado, llevaba la estrella del partido.
—¿Y tu fusil? —le preguntó—. Un comunista no abandona nunca su fusil.
El otro lo miró y le dijo sin ironía:
—Pues sí, ya puedes ver…
—Entonces se excluye él mismo del partido. ¿Tu insignia?
—Vamos, hombre, no grites así. ¡Qué mierda quieres que haga con ella!…
Siete u ocho estrellas lanzadas por la multitud cayeron sobre el coche del automóvil, con un ruido miserable, sin fuerza.
—Dentro de cinco minutos nos acribillarán a balazos —dijo López.
—Tienen el ánimo muy caído.
Manuel empezó a gritar, a plena voz pero muy lentamente, para estar seguro de ser oído.
—Nosotros hemos tomado las armas contra el fascismo. Sabíamos todos que podíamos morir. Si hubiéramos sido muertos en Somosierra, nos parecería muy natural.
»¿Por qué este cambio? Porque es puro desorden.
»El partido y el Gobierno han dicho: disciplina militar ante todo. Aquí somos dos comandantes; tomamos las responsabilidades.
»El desorden ha terminado.
»Comeréis esta noche.
»No dormiréis al descubierto.
»Tenéis armas y municiones.
»Hemos vencido en Somosierra, venceremos aquí. ¡Luchemos de la misma manera, eso es todo!
»El río es fácil de defender, los tanques no pueden pasar.
—… tienen… tienen…
—¿Los aviones? —gritó una docena de voces.
—Trincheras mañana por la mañana.
»Refugios subterráneos abajo.
»Y utilización de las laderas.
»No se trata de combatir a Madrid, en Barcelona o en el Polo Norte.
»Ni de aceptar la victoria de Franco, con la cola entra las piernas durante veinte años, a merced de una denuncia de la puta, de la vecina o del cura. ¡Acordaos de Asturias!
»Nuestra nueva aviación estará lista dentro de algunos días.
»Todo el país está con nosotros: el país somos nosotros.
»Debemos resistir; resistir aquí, no en otra parte.
»No llevar a Madrid un ejército de vagabundos ¡Y quedarnos con nuestros heridos!
—Eso basta.
—Os siguen engañando —gritó una voz que parecía provenir de las hojas podridas.
—¿Quién va? ¡Primero, muéstrate!
El que había gritado no se movió. Manuel sabía que para los españoles importa mucho el compromiso personal.
—Aquí no hay quienes que valga. Aquí estamos nosotros dos, que somos combatientes desde el primer día, que tomamos nuestras responsabilidades.
»Os digo: tendréis dónde acostaros, comeréis. Es un camarada quien os habla. Hemos estado juntos el 18 de julio. Vosotros estáis desmoralizados, mal armados, no habéis comido. Pero, entre vosotros, están los que atacan los cañones con autos, la Montaña con un ariete, a los fascistas de Triana con cuchillos, a los de Córdoba con hondas. Decidnos, hombres, ¿habéis hecho todo eso para escaparos ahora? De hombre a hombre, os digo: a pesar de vuestras injurias, os tengo confianza.
»Si mañana no tenéis lo que os prometo, tirad sobre mí. Hasta entonces, haced lo que os digo.
—¡Tu dirección!
—Aranjuez no es grande. Y no tengo escolta.
—Que diga…
—¡Basta! Me comprometo a organizaros, a enrolaros a defender la República. ¿Quiénes estáis de acuerdo?
Bajo un remolino de hojas secas hasta lo alto de los plátanos, la multitud onduló como si hubiera buscado un camino. Las cabezas bajas se balanceaban de derecha a izquierda, alzando los hombros como en una danza salvaje, bajo las manos levantadas con los dedos separados. López descubría que la autoridad de un orador sólo vale por sus cojones. Cuando Manuel había dicho: os tengo confianza, todos habían sentido que era verdad. Y habían comenzado a elegir la mejor parte de sí mismos. Todos lo sentían resuelto a ayudarlos, y muchos sabían que era buen organizador.
—Que los comunistas se acerquen al camión, a la derecha. No tenéis más derechos que los otros, pero tenéis más deberes. Así. Que los voluntarios se junten a la izquierda.
—Cavemos las trincheras enseguida —gritó una voz en medio del alboroto.
—Irás a las trincheras cuando los responsables te lo digan.
Ahora todos querían hacer algo; se empujaban para precipitarse en el orden como habían querido precipitarse en el tren.
—Los responsables de milicias o de partidos, que hagan evacuar la sala de espera y ocupadla. Yo voy a dar instrucciones para que se armen las camas y se provea la comida. Los demás camaradas, quedaos allí: cada uno tomará su jergón o su cama.
Saltó del automóvil, seguido de López.
—¿Volverá a comenzar dentro de cinco minutos, no? —preguntó éste.
—No. Es necesario que tengan algo que hacer hasta que estén acostados. Las cosas marcharán. Tú te quedas aquí.
—¿Qué diablos voy a hacer?
López se hacía pocas ilusiones acerca de sus condiciones de jefe.
—Contarlos. Es razonable, puesto que los voy a hacer acostar. Que cada responsable reúna a los muchachos de su milicia o de su organización, y que te dé su número. Así estarán reagrupados, y eso me dará una hora. Hay por lo menos mil quinientos hombres.
—Bueno, voy.
López era incapaz, pero con valentía y buena voluntad…
Manuel, desplomado en un sitial, en la celda del superior de un convento, miraba, ensimismado, los bustos de yeso del parque brillar suavemente en la noche del jardín persa. López proponía llevar los bustos a Madrid, y reemplazarlos después de la victoria por animales «significativos». Pero Manuel no escuchaba. Desde que dejó a López, fue al comité del Frente Popular. Allí había encontrado a algunos astutos que conocían bien la ciudad. Éstos le descubrieron el convento, le reunieron seiscientos jergones, camas o colchones. Las niñitas del orfelinato acostadas de a dos, le habían suministrado la mitad de su ropa de cama; había sido traído todo lo que quedaba disponible en los conventos, cuarteles o cuerpos de guardia. Para los demás, paja y frazadas.
Una delegación había llegado en medio del trabajo; elegida por los soldados para las relaciones entre ellos y el mando. Ahora todos estaban acostados. Eran las diez. Del Partido Comunista, del 5.º cuerpo y del Ministerio de Guerra, Manuel, atornillado una hora y cuarto al teléfono, había recibido la promesa de un abastecimiento para tres días. Durante ese tiempo, organizaría la intendencia. Pero los camiones sólo llegarían al alba. Algunos, sin embargo, habían partido ya: con qué alimentar a doscientos hombres. Manuel había hecho anunciar que se comería a las once.
Esperaba también del 5.º cuerpo soldados bastante instruidos para ser a su vez instructores, o formar la base del nuevo regimiento.
Llamaron. Era la delegación que volvía.
—¿Cómo? —dijo Manuel rodeado de una aureola de Vírgenes y de Sagrados Corazones—. ¿Es que todavía hay algo que no anda?
—No, no. Sería más bien lo contrario. Sucede lo siguiente: tú y tu compañero no sois militares, aunque estéis en el mando: eso se ve. Por un lado, nosotros lo preferimos. Vosotros habéis dicho cosas justas: que no hemos hecho todo lo que hemos hecho hasta ahora para terminar así. Hasta ahora, lo que habéis prometido, lo habéis cumplido. Sabemos que no era fácil. Entonces, nosotros, la delegación —y los muchachos— hemos reflexionado por nuestro lado. ¿Comprendes? Nos ha parecido que en lo que concierne al tren, teníais razón.
El portavoz era un carpintero de bigotes grises caídos. En el fondo del parque, los célebres ruiseñores cantaban con voz grave.
—Entonces nos hemos dicho: si no hacemos un control para proteger la estación, la historia de hoy correría el riesgo de repetirse. Hombres tenemos. Entonces venimos a proponeros el control.
Detrás del que hablaba, sus tres compañeros con monos erguidos sobre el fondo blanco de la celda: uno delante, tres detrás; en otro tiempo, las delegaciones obreras estaban formadas así. La conciencia que tenían esos hombres de representar las vidas, las debilidades y las responsabilidades, de representar a los suyos frente a uno de los suyos era tan evidente que la revolución, en su parte más sencilla y más pesada, había entrado con ellos: la revolución para aquel que hablaba era el derecho de hablar así. Manuel lo abrazó a la española, y nada dijo.
Por primera vez, estaba frente a una fraternidad que tomaba la forma de la acción.
—Ahora a comer —dijo.
Todos bajaron juntos. Como lo había esperado Manuel, en los dormitorios y en las salas abovedadas, bajo las estatuas azul pálido y oro de los santos que habían quedado allí (banderas rojas en las lanzas de los santos guerreros), los hombres agotados dormían un sueño de guerra. «¿Quiénes quieren comer?», preguntó Manuel, no demasiado fuerte. La respuesta fue el gruñido de un grupo extenuado: no habría cien hombres para alimentar. Bastarían los camiones de Madrid. Como los talones de sus botas resonaban en las losas con una sonoridad de iglesia, tenía a la vez vergüenza y ganas de bromear.
Cuando hubieron terminado la comida, volvió al comité del Frente Popular. Había que organizar aquella noche la armería, encontrar jabón, designar desde el alba los nuevos cuadros. No veía los árboles en la noche, pero sentía, muy por encima de él, la profusión de sus hojas que ahora arrancaba el viento nocturno. Un débil perfume venía de los rosedales, hundido bajo el olor amargo del boj y de los plátanos, como llevado por el tañido sofocado del cañón, del otro lado del río. Todavía no llegaban los camiones.
Los del comité vigilaban también.
Cuando Manuel volvió, lo detuvieron en la puerta del convento.
—¿Qué diablos queréis? —preguntó, haciéndose reconocer.
—El piquete de guardia.
¡Cuántos golpes fascistas habían triunfado por la falta de piquetes! En el débil resplandor que venía del convento, Manuel miraba los cañones de los fusiles por encima de los confusos abrigos: la primera guardia espontánea de la guerra española.
2
Noche del 6 de noviembre
Tres multiplazas están reparados. El de Magnin, que ahora se llama el Jaurès, llega por encima de las Baleares nocturnas; desde hace una hora, es el único sobre el mar. Attignies pilota. En torno a las luces mal apagadas de Palma, el tiro antiaéreo estalla por todos lados contra el avión invisible; la ciudad, abajo, se defiende como un ciego que aúlla. Magnin busca en el puerto un crucero nacionalista y los transportes de armas. Los grandes resplandores de los faros cortan la noche delante y detrás de él, se cruzan. Atrapar una mosca con una varilla, piensa, tenso. Salvo en el puesto de pilotaje, la oscuridad del multiplaza es completa.
¿Combaten al enemigo o al frío? Más de diez grados bajo cero. Los ametralladores detestan tirar con guantes, pero el acero de las ametralladoras quema de frío. Las bombas aclaran de anaranjado los géiseres nocturnos. Sólo se sabrá por el Ministerio de Guerra si los barcos han sido alcanzados…
Cada cual mira estallar a su alrededor los obuses antiaéreos; todos tienen la cara helada, el cuerpo dentro del cálido mono forrado en piel —solitario hasta el fondo de la oscuridad del mar.
El avión se ilumina de pronto. «¡Apagad, Dios santo!», exclama Magnin; pero sobre el rostro y el casco de Attignies acaban de proyectarse las sombras de las ventanas del avión: ha sido pues iluminado de afuera.
El faro de la D. C. A. (Defensa Contra Aviones) vuelve, enfoca de nuevo el avión; Magnin ve la cabeza de Pol, la espalda de Gardet cruzada por el pequeño fusil. Han bombardeado los barcos en la oscuridad, evitado el tiro antiaéreo en una oscuridad de tormenta atravesada por los resplandores azules de los obuses. La fraternidad de las armas llena la carlinga con esa luz amenazadora: por primera vez desde que han partido, esos hombres se ven.
Todos están inclinados hacia el faro deslumbrante cuya barra luminosa los apunta. Todos saben que, debajo del foco, hay un cañón.
Abajo, luces que se apagan; aviones de caza que sin duda despegan —y la noche hasta el horizonte—. Y, en el centro de toda aquella oscuridad, el avión que baja en barrena se agita como una granalla, sin llegar a despegarse del faro, con sus siete hombres iluminados al magnesio.
Magnin ha saltado junto a Attignies, que le tira del brazo, cerrando los ojos para huir de esa luz cegadora. Antes de tres segundos, los antiaéreos tirarán.
En la carlinga, todos tienen la mano izquierda en el broche del paracaídas.
Attignies gira, los dientes apretados, los dedos de los pies crispados sobre los pedales, deseando con todo su cuerpo, y hasta con el dedo gordo del pie, estar en un avión de caza: el multiplaza gira como un camión. Y la luz está allí.
El primer obús. A treinta metros: el avión brinca. Los cañones antiaéreos van a rectificar. Magnin arranca la orejera del casco de Attignies.
—¡Tormenta!, —grita el piloto, mostrando el movimiento de la mano.
Es la maniobra que se hace para librarse del viento del huracán, cuando los mandos ya no responden: picar con todo el peso del avión.
Magnin protesta frenéticamente con los bigotes, en el estruendo del motor y la luz blanca; el faro seguirá a la picada. Muestra, también con la mano, el deslizamiento sobre el ala, seguido de un viraje.
Como si cayera, Attignies parece patinar con un ruido de hierro y de cargadores que ruedan en la carlinga. Cae hasta la noche, gira, huye en S. Por arriba y por abajo, el faro corta, corta, como un ciego tantearía con un sable.
El avión está ahora fuera de toda la acción del faro —perdido de nuevo en la noche protectora—. Como en el sueño, la tripulación que ha vuelto a tomar su lugar se hunde en el aflojamiento que sigue a todo combate, en la oscuridad helada del mar sin faros; pero todos están habitados por los rostros fraternales percibidos por un instante.
Después de un corto alto en Valencia entre los bosquecillos de naranjos, Magnin había dejado en Albacete el Jaurès, que continuaba en Alcalá de Henares. Era el último campo de que los republicanos disponían hacia Madrid. Una parte de la escuadrilla permanecía en Albacete para el ensayo de los aviones reparados; la otra combatía en Alcalá.
Las brigadas internacionales se formaban en Albacete. En esta pequeña ciudad rosada y cremosa, bajo la mañana fría que anunciaba el invierno, miles de hombres animaban como en una verbena un mercado de cuchillos, de cantimploras, de calzoncillos, de tirantes, de zapatos, de peines, de insignias; una cola de soldados señalaba cada tienda de zapatos y de gorras. Un vendedor ambulante chino ofrecía su pacotilla a un centinela que le daba la espalda. El centinela se volvió, y el vendedor ambulante se fue: ambos eran chinos.
Cuando Magnin llegó al centro de las brigadas, el delegado que buscaba estaba en el campo de instrucción, de donde no volvería hasta dentro de una hora. Magnin no había almorzado. Entró en el primer bar.
En medio de un tropel, gritaba un borracho. A pesar de las precauciones, llegaban a las brigadas tipos de toda calaña. Eliminados, expedidos por el tren de mediodía, agobiaban a todos durante la mañana. Todos los vagabundos de Lyon habían sido expedidos un día a las brigadas, pero detenidos en la frontera y vueltos a mandar a su estación de partida; las brigadas estaban formadas de combatientes, no de figurantes de cinematógrafo.
—¡Estoy harto!, —gritaba el borracho—. ¡Harto! Yo, que he atravesado el Atlántico pilotando el príncipe de Mónaco, yo, un viejo legionario. ¡Pandilla de cochinos! ¡Sinvergüenzas! ¡Revolucionarios de pacotilla!
Había tirado al suelo un vaso y pisoteaba los pedazos.
Un socialista se puso de pie, pero un segundo extravagante lo detuvo con la mano:
—Déjalo, es mi compañero. Ya verás. Como está borracho, será fácil.
El amigo, detrás del que había roto el vaso, ordenó:
—¡A tu fila, rápido! ¡Firme!
Movimientos que el borracho ejecutó inmediatamente.
—¡A la derecha! ¡Adelante, march!
El borracho se dirigió a la puerta y salió.
—Ya ves que no era difícil —dijo el amigo, que volvió a su coñac.
Magnin buscaba sin encontrar algunas caras conocidas. Subió al primer piso. Bajo el retrato del propietario del bar, tres mercenarios de la aviación jugaban a la taba.
Muchos mercenarios habían vuelto a Francia. Éstos daban la espalda a Magnin, atentos a su juego en el aire frío de la mañana. La ventana estaba abierta, acompañando el redoble de las gruesas tabas españolas, entró un martilleo tan nítido como el de los cascos de caballo, pero ordenado como el de los golpes de una fragua: era el paso ensordecido de las tropas. El mercenario que acababa de lanzar la taba se había quedado con la mano en el aire: su taba continuaba temblando. El martilleo de las botas, ahora bajo las ventanas hacía temblar las casas de adobe: el juego mismo estaba agitado por el ritmo de la guerra.
Magnin fue hasta la ventana: todavía de civil, pero calzados con botas militares, con sus caras testarudas de comunistas o su largo pelo de intelectuales, viejos polacos de bigotes nietzscheanos y jóvenes con rostros de films soviéticos, alemanes con la cabeza rapada, italianos que parecían españoles extraviados entre los internacionales, ingleses más pintorescos que todos los demás, franceses parecidos a Maurice Thorez o a Maurice Chevalier, todos tensos, no con la tensión de los adolescentes de Madrid, sino con aquella proveniente del recuerdo del ejército o de la guerra que habían hecho los unos contra los otros, los hombres de las brigadas martilleaban la calle estrecha, sonora como un corredor. Al acercarse a los cuarteles, empezaron a cantar y, por primera vez en el mundo, los hombres de todas las naciones mezclados en formación de combate, cantaban la Internacional.
Magnin se volvió; los mercenarios continuaban con su juego. A ellos no se la pegaban.
Ahora Magnin esperaba poder transformar la aviación extranjera. Tuvo que pasar más de quince días en Barcelona para organizar el taller de reparaciones, y su ausencia no había contribuido poco al desorden de los pelícanos. Pero antes de una semana, seis multiplazas recuperados estarían en condiciones de volar.
El delegado con quien tenía que entenderse volvía con los hombres que pasaban bajo la ventana. Magnin volvió a partir con el Estado Mayor de las brigadas, las cejas en alto como acentos circunflejos, rumiando la idea que no apartaba de su cabeza.
3
En mono, extrayendo de su casco una dignidad romana, Leclerc gritaba y movía los brazos en medio de su tripulación, en el campo de Alcalá. A treinta metros, fuera del alcance de su voz, un amigo de Sembrano, Carnero, jefe de grupo, observaba con prismáticos el cielo de Madrid. Un tiempo de perros.
—¡No hay por qué moverse! Para mí, los fridolinos, aunque tuvieran la fantasía de disfrazarse de arcángeles…
Para Leclerc, alemanes e italianos eran indistintamente los fridolinos.
Carnero subió, y su aparato fue a ponerse en línea de partida. No funcionaba bien el carburador de su avión, y él dirigía el Jaurès con una tripulación española. Leclerc, y después un multiplazas español, siguieron. Ya el caza republicano, miserable, daba vueltas en torno a Alcalá: algunos aviones habían llegado de América —todavía sin ametralladoras modernas—. Los gubernamentales continuaban luchando con los Lewis españoles de 1913.
Desde que su avión había sido averiado y pilotaba el Pelicano I, hecho de pedazos de otros, Leclerc había renunciado al sombrero gris y obtenía de su casco de cuero efectos consulares.
—¿Y el termo? —preguntó el ametrallador delantero del Pelícano I que no lo veía al lado del asiento de Leclerc.
—Discúlpame por hoy, pero me he hecho una cesárea: es demasiado serio.
Algunos minutos después, los tres aviones y su caza estaban por encima de Madrid. El enemigo ocupaba los campos donde habían vivido los pelícanos, salvo Barajas. En todas las carreteras, una animación inextricable; frente a Getafe, un prado convertido en lugar de estacionamiento de camiones. Y todo tan poco protegido que parecía imposible que fuera campo enemigo. Leclerc, desde la extrema derecha de la formación, miraba cuidadosamente los otros dos aviones que desaparecían sin cesar en las nubes muy bajas. Por arriba, el caza de protección. Por un instante, las nubes se aproximaron de tal manera a la tierra que fue necesario sobrevolarlas; entre dos capas grises, las siluetas de los aviones en orden de combate llenaron de guerra el gran vacío pálido. La formación salió de las nubes sobre el parque de camiones. De ambos lados las carreteras no eran sino automóviles de Franco pegados unos a los otros. La columna motorizada del Tajo llegaba a las puertas de Madrid.
El caza fascista cayó de las nubes de arriba: siete Fiat de frente, reconocibles sin equívoco en la W que unía sus planos. El grupo más alto del caza gubernamental corría a su encuentro a toda velocidad.
El tiro de barrera enemigo comenzó.
La defensa antiaérea alemana había llegado a Madrid en masa. Los obuses de los cañones revólveres estallaban a cincuenta metros los unos de los otros; Leclerc decía que su avión tenía dieciséis metros de envergadura. Desde 1918 no había visto barrera semejante. Los alemanes no apuntaban a los multiplazas, sino que tiraban a unos centenares de metros adelante, a su altura exacta, de modo que parecían lanzarse ellos mismos en el tiro. Mucho más allá, los dos cazas empezaban el combate. Leclerc bajó en picada: el tiro bajó también.
—¡Tienen telémetros! —dijo el bombardero.
Apenas veía Leclerc el combate de los aviones de caza, cuyas trayectorias intrincadas daban a la vez la impresión de la caída y de la acrobacia.
Los ametralladores espiaban el combate, el bombardero la tierra, Leclerc no sacaba los ojos del avión de Carnero, que subía, bajaba, tomaba líneas oblicuas, y encontraba siempre delante el tiro de barrera, que súbitamente se acercó. Leclerc, agregado al avión del jefe de grupo en el desencadenamiento general, como un ciego a su conductor, poseído por el sentimiento de no ser más que uno con él, se lanzaba en la barrera con una fatalidad de tanque.
La barrera llegó a cien metros.
Obuses y aviones se acercaron de golpe; el avión de Leclerc saltó diez metros; el Jaurès, roto en la mitad, lanzó como semillas sus ocho ocupantes en el cielo plomizo. Leclerc tuvo la impresión de que un brazo sobre el cual se apoyaba acababa de ser cortado; ante los puntos negros de los hombres que caían alrededor de un solo paracaídas abierto veía las caras aterrorizadas de su bombardero y de su ametrallador delantero: giró más corto y enfiló a toda velocidad hacia Alcalá.
—Nunca he visto esto ni durante la guerra —repetía Leclerc después de haber aterrizado. Reunidos a su alrededor en el campo, los de la tripulación nada decían. Leclerc, con la boca trágica y la mirada de quien vuelve del infierno, partió con paso de legionario al puesto de mando.
Allí lo esperaba Vargas sentado en un sillón, estiradas sus largas piernas, con la cara angosta vuelta hacia el cielo que llenaba la ventana. Ahora, Vargas estaba de uniforme.
Leclerc, heroico, comenzó a dar cuenta de su misión. Cuando hubo llegado a la caída del avión de Carnero:
—¿Cuáles eran sus instrucciones? —preguntó Vargas.
—El bombardeo de la columna de Getafe.
—¿Ya estaban los camiones delante del parque de estacionamiento automovilístico, subían en línea?
—Sí, pero no había posibilidad de pasar a causa de la barrera. ¡La prueba, Carnero!
Cuando Leclerc no se atrevía a hablar en su lenguaje peculiar, no se hacía más simple: se hacía administrativo.
—¿La barrera estaba a la altura del parque?, —repetía Vargas.
—Sí…
—Pero ¿había camiones delante, hacia usted?
—… Sí.
—Dígame, ¿por qué volvió usted con sus bombas?
Leclerc acababa de tomar conciencia de que había huido.
—Estaba el caza enemigo…
Ambos sabían que los cazas habían combatido a dos kilómetros de allí; e, incluso atacado. Leclerc debió de hacer su bombardeo paralelamente a la barrera: a los cazadores de combate. Magnin había dirigido muchos bombardeos de líneas en pleno combate.
—¿Usted ha vuelto con sus bombas, verdad? —preguntó Vargas.
—Bueno, no valía la pena arrojarlas al azar, sobre los nuestros… Además, el motor funcionaba mal.
Vargas sufría tanto más al oírlo contestar como un chiquillo que ha saltado una pared cuanto que pensaba que Leclerc, en general, no era un cobarde.
Dio orden de que entraran el jefe de los ametralladores, el bombardero y el mecánico, que esperaban.
—¿El motor? —preguntó.
El ametrallador y Leclerc se volvieron hacia el mecánico.
—Bueno, no está perfecto.
—¿Qué?
—Un poco todo…
Vargas se puso de pie.
—Está bien, muchas gracias.
—No se podía bombardear —dijo Leclerc.
—Muchas gracias —repitió Vargas.
4
Magnin estaba en Albacete; Scali, de uniforme por primera vez, según las instrucciones del Ministerio, dirigía el campo: aquellos que hubiesen debido dirigirlo estaban, uno, en el hospital; el otro, Karlitch, en Madrid para organizar con toda urgencia las secciones de ametralladores. En la escuadrilla internacional, como en la mitad de las secciones del ejército español, la falta de todo medio de sujeción limitaba el mando a la autoridad de aquel que dirigía. En ese campo dos hombres eran obedecidos: Magnin y el jefe de los pilotos, un muchacho muy joven, amigo de todos, y que había hecho caer cuatro aviones fascistas. Pero estaba ocupado, desde la víspera, en digerir su fiebre y su brazo cortado.
Scali estaba comprobando, bromeando, que sobre la panza rosada de Raplati un pelícano había impreso el sello de la escuadrilla —para que el perro no se perdiera— cuando lo llamaron al teléfono.
—Le devuelvo uno de sus pilotos.
Sin duda el piloto había partido desde hacía bastante tiempo; porque algunos minutos más tarde llegaba en un camión, Leclerc, atado como una morcilla, entre cuatro milicianos armados. Lo acompañaban el jefe ametrallador del Pelícano I, el mecánico, menos borrachos. Los milicianos se fueron.
Al dejar a Vargas, Leclerc, resuelto a emborracharse hasta no dar más, había llevado consigo a sus dos compañeros; había tomado sin permiso un automóvil del campo y se había ido a Barajas donde no ignoraba que le darían de beber. Siempre en silencio, había tomado seis pernods.
Después, había empezado a hablar.
Resultado: el camión.
Poco a poco se le fue pasando la borrachera. Scali, con el perro bajo el brazo, se preguntaba lo que haría si Leclerc se enfurecía. Ese gran mono con mechones de payaso y manos demasiado largas era por cierto muy fuerte. Scali estaba resuelto a no llamar a los milicianos sino en última instancia. Los pelícanos presentes miraban a Leclerc un poco desde lejos, con cierto aire bromista no exento de hostilidad. Attignies se había ido al principio, pero había vuelto, silencioso; Scali comprendió que era para prestarle ayuda, en caso de que la necesitara. Por último dejó el perro en el suelo.
Mientras desataban a Leclerc, éste había comenzado un discurso:
—¡Perfectamente! Soy un gruñón y un violento. Es esa cualidad eminente de la raza la que hace las revoluciones, ¿me comprendes? Y además te pido disculpas, pero a los modestos pilotos de tu clase seudodignatarios municipales jubilados, los mando a la mierda. Son unos simplones. Yo soy un viejo comunista, y no un funcionario lleno de galones ni una salchicha atada. ¿Me vas a explicar qué han hecho conmigo? ¿Te funcionan mal las glándulas endocrinas? Sé lo que son los hombres de Franco, después de que el ejército de Wrangel y todos los venidos a menos han venido a competir con nosotros en el taxi. ¡Lo sé, desde antes de Franco! Soy un comunista de antes de la guerra.
—De antes de la escisión —dijo suavemente Darras—; vamos, hombre, está bien, sabemos que nada tienes que ver con el partido. Lo que no impide que seas un buen tipo, pero no tienes nada que ver.
Su herida en el pie estaba curada y, la víspera, había realizado con Scali una misión semejante a aquella en la que Leclerc acababa de fracasar.
Leclerc los miraba: Scali con sus anteojos redondos, sus pantalones arrugados demasiado largos, su aspecto de cómico norteamericano en un film de aviación, Darras con su cara chata y enrojecida, su pelo blanco, su sonrisa tranquila, sus pectorales de luchador. Su ametrallador y su mecánico callaban.
—¿Entonces es ahora una cuestión de partido? ¿Me has pedido mi carnet para hacer estallar la fábrica de gas en Talavera? Yo soy un solitario. Un comunista solitario. Eso es todo. Lo único que quiero es que me dejen en paz. Soy enemigo de los caimanes que quieren venir a morderme las costillas, ¿has comprendido? ¿Es que Talavera fue obra tuya, dime, fue obra tuya?
—Todos saben que fue obra tuya —dijo Scali, tomando a su amigo del brazo—. Vamos, no te hagas mala sangre, ven a acostarte.
Para él, como para Magnin, la huida de Leclerc se debía más a un accidente que a cobardía. Y que en ese momento se aferrara de tal modo al recuerdo de Talavera lo conmovía. Pero hay siempre algo odioso en la cólera, más aún en la provocada por la borrachera. La de Leclerc daba a su rostro cómico una dilatación de las narices, una hinchazón de los labios que traslucía bestialidad.
—Ven a acostarte —dijo Scali de nuevo.
Leclerc lo miró de soslayo, con los ojos a medio cerrar: bajo la máscara del borracho, reapareció la astucia del campesino.
—¿Piensas que estoy borracho, eh?
Lo miraba siempre, y siempre de soslayo.
—Tienes razón. Vamos a acostarnos.
Scali le dio el brazo. En la mitad de la escalera, Leclerc se volvió:
—¡Y os mando a todos a la mierda! ¡Gusanos!
En el primer piso, abrazó a Scali.
—¡No soy un cobarde, me oyes, no soy un cobarde!…
Lloraba.
—Todo esto no ha terminado, no ha terminado todavía…
Nadal, con garantía de la embajada de España en París, acababa, por cuenta de un semanario burgués, de hacer un reportaje sobre los pelícanos. Algunos se prestaban a ello, con aire superior y una concupiscencia oculta. La tripulación del Marat, Darras, Attignies, Bardet, etcétera, redactaba una declaración. Jaime Alvear, sentado en el fondo del comedor del hotel junto a Scali, con anteojos negros ocupando el lugar de su venda, juzgaba toda entrevista inútil. Sentado junto a una ventana cerrada sobre la noche de Alcalá, escuchaba una emisora de radio. House había dictado tres columnas.
Nadal, muchachito fornido y rizado con ojos casi violetas, habría podido ser un gigoló si todo, en él, no hubiera sido demasiado redondo: cara, nariz, hasta sus ademanes demasiado curvos concordaban casi infantilmente con sus cabellos demasiado crespos. Le habían hablado de Leclerc como de un personaje de mucha importancia entre los pelícanos, pero los periodistas, para Leclerc, eran la hez de la humanidad; si uno de ellos se dirigía a él ¿qué otra cosa podía hacer sino romperle la cara? Por lo demás, ya estaba acostado.
Attignies volvió con la declaración de la tripulación del Marat: «No hemos venido aquí en busca de aventuras. Revolucionarios sin partido, socialistas o comunistas resueltos a defender a España, combatiremos en las condiciones más eficaces, sean cuales fueren. ¡Viva la libertad del pueblo español!».
Lo cual no convenía de ningún modo a Nadal. Su periódico era leído, entre otros, por más de un millón de proletarios: necesitaba pues, para su patrón, hacer gala de liberalismo, hacer asimismo el elogio de esos simpáticos aviadores (los franceses, sobre todo), detenerse en lo pintoresco de los mercenarios, en el sentimentalismo de los demás, llorar emocionado por los muertos y los heridos (lástima que Jaime… ¡En fin, después de todo él no era español!), nada de comunismo, y lo menos posible de convicciones políticas.
Después, por su cuenta, deslizar como quien no quiere la cosa algunas historias, preferentemente sexuales: el más interesante de los reportajes novelescos era la vuelta.
Se ocupaba fundamentalmente de los mentirosos. A él no lo engañaban. En cada imbécil hay un novelista, pensaba, sólo se trata de elegir. Eso comenzaba por uno que decía: «Mis hombres» (no demasiado fuerte, a pesar de todo). Una vez tomadas sus notas, Nadal pensaba en la frase de Kipling: «Vamos ahora al otro lado, a seguir escuchando chistes». Cosa que hizo.
Vinieron después aquellos que habían desertado del ejército francés o inglés; muchos se habían casado en España, y había obtenido fotos de sus mujeres. «Mi periódico tiene un gran público femenino». Siguieron los «ases» mercenarios, aquellos que habían derribado oficialmente más de tres aviones fascistas. Éstos hablaban de los revolucionarios diciendo: «Los políticos» y de sí mismos diciendo «los guerreros»; pero no inventaban; le leyeron sus carnets de vuelo, con prudencia.
Siguieron algunos disfrazados de bravucones, y el resto eran los golfos. Nadal había abandonado a los voluntarios, menos pintorescos y que no mentían lo suficiente.
Estaba tomando notas de un carnet de vuelo, y ya la mitad de una caja de cachundes que había tenido la imprudencia de mostrar había tomado el camino del bolsillo de Pol, cuando un relativo silencio y la intensidad de la atención le hicieron alzar la nariz.
Torciendo la boca, cabizbajo, con algunos mechones de pelo negro asomando por los bordes de su sombrero gris, con una sonrisa bastante inquietante bajo la nariz, los brazos más largos que nunca, Leclerc bajaba la escalera. Un ametrallador del Pelícano I lo llamó.
—Un camarada escritor —le dijo, señalándole a Nadal—. Ven a beber una copa con tu colega —Leclerc se sentó.
—¿Así que eres escritor, vaquita de San Antón? ¿Qué escribes?
—Cuentos. ¿Y tú?
—Novelones. También era poeta. Soy el único poeta que haya vendido su folleto al volante. Los nocturnos, cuando tenían algún turista recién llegado, le afanaban el dinero. Yo, nunca. Pero les vendía el folleto porque era el resultado de un trabajo. Quince plumas, nada más. Agoté la tirada. Se llamaba Ícaro al volante. Ícaro era a causa de la poesía y de la aviación, ¿comprendes?
—¿Escribes en este momento?
—He renunciado. Discúlpame, escribo con la ametralladora.
—¿Qué tenéis como ametralladoras?
Firmada su declaración, Attignies y Darras se habían acercado a Scali para escuchar la emisora de radio de Jaime. Éste, desde que no veía, se pasaba la mitad del día escuchando la radio. Darras abandonó la radio: no le gustaba la última pregunta de Nadal.
Pues no, la comedia continuada, tal cual; Leclerc no era un piloto de caza, y no había podido utilizar una ametralladora desde que estaba ahí; Nadal, que continuaba la conversación, mascaba su pipa con el aire de un viejo especialista; como ignoraba que la Lewis española funciona con cargador, y no con cinta, ignoraba todo lo que el otro le contaba.
—¿Aquí andan bien las cosas?, —preguntaba.
—Ésta es la verdadera vida… ¿Qué diablos puedes hacer en París? ¿Piloto de línea, o dicho de otro modo, conductor de monopatín? ¡Ni siquiera eso! Si eres un hombre de izquierda, no hay posibilidades para ti… ¿Hacer oficios de muerto de hambre? No, aquí un hombre es un hombre. Yo, por ejemplo, estuve en Talavera. Puedes preguntárselo a cualquiera: ¡la fábrica de gas ardió como una tortilla al ron! Lo mismo en cuanto a Franco. Yo, Leclerc, entiéndeme, he parado a Franco. ¿Me has comprendido? Mira a los hombres que hay a tu alrededor. No tienen cara de infelices, ¿no es así?
Alrededor del enorme horno instalado en el fondo de la sala bajo los anuncios revolucionarios, la familia del cocinero se agitaba como de costumbre, y los pelícanos negociaban algunos alimentos suplementarios.
Attignies escuchaba también sin dejar de prestar atención a la emisora de radio. Y observaba con curiosidad la relación entre los dos hombres: desde hacía algunos minutos Leclerc amasaba entre los dedos bolitas de pan que arrojaba casi a la cara de Nadal. Y su voz estaba lejos de ser tan cordial como sus palabras.
—Lo de Talavera lo hice con un Orión, ¿te das cuenta? Éste es el país de las corridas de toros; nosotros no tenemos más que una legión de becerros. Pero nos hemos defendido con los becerros. ¿Comprendes?
Y le tiró una bolita de pan en la nariz. Attignies seguía el juego, cada vez más intrigado. Nadal simulaba reír, resuelto a vengarse en la entrevista.
—¿Qué armamento tenías en Talavera? —preguntó.
—Una ametralladora por la ventana, y el hueco del cagadero agrandado como lanzabombas.
—Y una Hotchkiss de aviación con trípode —dijo Gardet, con mirada de técnico.
—Nosotros hemos tenido los mismos en Villacoublay —contestó Nadal con un gesto de doloroso desdén: no cabía duda de que era una vergüenza hacer combatir a hombres con semejantes aparatos. Como esa ametralladora no existía, los pelícanos bromeaban suavemente.
—¡Atención! —gritó Attignies.
El locutor de la emisora rebelde que escuchaba (¿retransmisión de Radio Sevilla?) acababa de gritar: Aviación, y Jaime había aumentado la intensidad de la radio.
Nuestros aviones han bombardeado las líneas rojas con pleno éxito, rechazando a los milicianos de Carabanchel en Madrid.
La ciudad ha sido bombardeada a las 3 y a las 5 sin que la aviación roja haya hecho su aparición.
Cinco aviones gubernamentales han sido derribados hoy en nuestras líneas.
He anunciado por este micrófono que el avión del soviético Magnin, el bien conocido desertor, agente de Stalin, será liquidado en breve plazo. Este avión ha caído hoy en nuestras líneas. Todos sus ocupantes han muerto en la caída. El cuerpo del siniestro Magnin ha sido identificado en Getafe. ¡Advertimos a los siguientes!
Buenas noches.
Los pelícanos se miraban.
—No se hagan mala sangre —gritó Scali—. Están confundidos.
Nadal comenzó a preguntar, pero comprendió enseguida que no había que insistir: acerca de ese tema, los pelícanos supersticiosos —hasta los gruñones— se volvían hostiles. Casi todos pensaban que se trataba del James y de la tripulación de Carnero; pero Magnin había bajado en Albacete, y nada decía que no hubiera combatido aquella tarde en el frente de Madrid.
—¿Qué sabes, imbécil? —preguntó Leclerc.
Scali lo sabía de sobra; desde la tarde, sentía que las cosas empeoraban y había llamado a Magnin por teléfono para pedirle que esa misma noche estuviera en Alcalá.
Pero Magnin estaba más al corriente que él. Sembrano le había telefoneado directamente, y con más precisión que a Scali. Borracho perdido, Leclerc se había desmandado en injurias contra los pilotos españoles, aunque por lo demás no ignorase que, si había emboscados en Valencia, los pilotos españoles hacían día tras día con sus miserables aviones lo que él sentía tanto orgullo por haber hecho una vez en Talavera. Después había explicado a los mecánicos españoles que lo rodeaban que la guerra estaba perdida, que los aviones reparados habrían de caer, y todo aquello que puede inspirar la obsesión de la vergüenza. Por lo demás, Scali no ignoraba que, desde su vuelta, Leclerc había convencido uno tras otro a los pelícanos a quienes su estilo pintoresco y su generosidad a menudo real (y hecha de un gran deseo de ser querido) inspiraban simpatía, y les había dicho las mismas palabras. Y que los pelícanos de su tripulación habían entrado en el mismo juego.
A Scali lo había sorprendido al principio el acuerdo que había entre ellos. Muy sagaz cuando juzgaba a los hombres cuya naturaleza conocía —los intelectuales—, comprendía mal a ese personaje. Gardet le había hecho notar que las tripulaciones, modificadas cada vez por un herido que partía al hospital, se encontraban ahora formadas por afinidades; que los compañeros de Leclerc, cuando éste se retiró, no habían podido comprender gran cosa, dado el espesor de las nubes, y que se debatían ahora en un drama demasiado vasto para ellos. Leclerc no se perdonaba su huida, y quería arrastrar a todos aquellos a quienes se dirigía en la liberación siniestra que hubiese encontrado en el asco general como la había encontrado en el pernod.
—Magnin ha telefoneado aquí a las siete —exclamó Scali.
Pero todos se preguntaban si decía la verdad, o sí quería tranquilizarlos.
Hubo un silencio bastante largo que por fin rompió Nadal.
—¿Por qué has venido? —le preguntó, lápiz en mano, a Leclerc—. ¿Por la revolución?
Leclerc lo miró de soslayo, esta vez huraño.
—¿Acaso te importa? Soy un mercenario de izquierda, todo el mundo lo sabe. Pero estoy aquí porque soy un mal sujeto, un inveterado zopenco. Lo demás es para los gansos acomodaticios, deprimidos y periodistas. Cada cual tiene su gusto, ¿entendido?
Más flaco que nunca, los agujeros de la nariz muy abiertos y el pelo ralo, sus manos de mono apretadas sobre una botella de vino rojo, el busto echado hacia atrás, la frente arrugada, era el dueño de la mesa por la que corría el malestar. Gardet, al lado de Jaime, frotaba de atrás hacia delante su pelo cortado a cepillo y sonreía.
—Debilidad o cobardía —le dijo Attignies—, si Magnin no los despacha, esos muchachos van a pudrir la escuadrilla. ¿Qué pasa? ¿Están todos borrachos?
—En todo caso, ¡basta! Comienza a irritarme; no me gusta combatir con caprichosos. Por el momento, alardea, representa el héroe. Lo bastante para divertirse.
—Le tiene rencor al otro por la comedia que representa. Míralo. En este momento, lo odia.
—Le está reconocido también.
—Menos. Mira esa cara.
Nadal comprendió que las cosas podían empeorar; pidió una ronda para toda la mesa y se fue con sus notas, pequeño y astuto, con su pipa marcial en la sonrisa solapada.
—No estoy borracho —continuaba Leclerc—. La revolución…
Era evidente que iba a decir: me cago en ella. Pero no se atrevió. No a causa de sus camaradas, a los que acaso hubiera provocado de buena gana; pero detrás de las dos ventanas sin postigos, estaba Madrid.
La emisora de radio estaba al lado de una de esas ventanas: Attignies se volvió. La plaza de Alcalá de Henares estaba adormecida, con sus monumentos y sus minúsculas tabernas donde se vendían caracoles, casi escondidas por las columnas. (Allí algunos pelícanos tomaban sin duda sus pernods). Y toda la pequeña ciudad, con sus perspectivas de pilares, sus jardines de cura, sus iglesias con campanarios puntiagudos, sus palacios con grandes ornamentos, sus murallas y sus balcones con rejas, toda esa vieja Castilla de comedia española, descantillada por las bombas de los aviones, sólo dormía con un ojo abierto, al acecho de los ruidos amenazadores de la guerra.
—Cuando llegue Magnin —dijo Scali a Gardet— dile que con el Marat, tú y muchos otros pueden formar tripulaciones de choque…
—¿Vas esta noche a Madrid? —le preguntó Jaime, al mismo tiempo.
—Sí. Aviso especial de García.
—Quisiera que fueras a buscar a mi padre. Que lo trajeras aquí.
Scali sabía que el padre de Jaime era un anciano. Jaime no daba justificación alguna: jamás alegaba su condición de herido.
—Bueno, iré.
—Dime, Scali —dijo Leclerc malhumorado—, ¿es que muy pronto empezaremos a comer un poco menos mal?
—¿Es que achicarse vuelve gastrónomo? —preguntó Gardet desde el otro extremo de la mesa.
Leclerc miró a Gardet, cuya sonrisa hostil descubría sus pequeños dientes de gato, y nada dijo.
—¿Y los contratos? —preguntó el bombardero del Pelícano I.
—La jefatura no los ha devuelto —contestó Scali.
—Yo no soy charlatán, que digamos… Pero a pesar de todo… Si me mataran hoy, por ejemplo, ¿en qué estarían mis contratos?
El bombardero estaba a la vez quejoso y era víctima, con sus ojitos desorbitados y sus dos manos patéticas, a ambos lados de sus estrellas de teniente cosidas sobre su chaqueta de cuero pálido, al día siguiente de su matrimonio en Barcelona. «A la luz eléctrica, se parece todavía más a una tetera de dibujo animado que a la luz del día», se dijo Gardet para sí.
Scali tenía por norma no tomar demasiado en serio a todos esos muchachos, y por lo común tenía razón. Hoy…
—Bueno, le serían pagados a tu mujer. Ahora déjanos tranquilos.
—¿Y quién me dice que Franco no estaría antes en Madrid?
—En ese caso, espero que te fusile —dijo Gardet acariciando su pelo cortado a cepillo—. Y sin pesetas, ni contrato.
En general, los peligros corridos en común acercaban más a los voluntarios y a los mercenarios de lo que podían separarlos los «contratos». Pero los voluntarios, aquella tarde, empezaban a estar hartos.
—¿Y por qué no nos envían cazas suficientes? —preguntó el mecánico del Pelícano I.
—Por los heridos no se hace lo que debería hacerse —dijo House.
Si el mismo rey de Inglaterra hubiera venido a buscarlo a Madrid, habría sido, por lo demás, insuficiente.
—Así no es posible trabajar —dijo el jefe de ametralladores de Leclerc—: No hay bastantes cazas, no hay bastantes aviones, el material de miseria y las ametralladoras de tres al cuarto.
Los españoles iban a ametrallar el tiro antiaéreo con sus Bréguet prehistóricos.
Attignies volvía a la mesa de Leclerc y oía al pasar:
—Lo que no impide que desde esta mañana no se lo haya visto.
—¡Los tipos, paf! Como si los hubieran echado al aire de un manotazo.
—… Nunca he visto durante la guerra nada parecido.
—… Lo peor es el Jaurès, que se parte en dos.
—… Parece que esos cretinos seguían a Carnero con sus ametralladoras.
—… ¿Carnero era el paracaidista?
—… El paracaídas de Magnin, con Carnero debajo.
—… Antes, uno podía ir, pero contra el tiro con telémetro, ¿qué puedes hacer? ¡Ya no hay combate!
—… Lo peor es el avión que se parte en dos.
—… Lo que falta, ante todo, es organización. Sería necesario que todos discutieran por la noche lo que van a hacer al día siguiente.
—… A puñados, amigo, el avión vomitaba los hombres a puñados. Y yo…
—Que Magnin esté furioso, lo comprendo. Pero si quiere suicidarse, no es para tanto.
La vergüenza descompone, pensó Attignies. Para él, cuya relación con las ideas era orgánica, todo eso era irrisorio y de una profunda tristeza. Delante de ellos, pensando en los cien desgraciados mercenarios de la República, lo obsesionaban los miles de italianos y de alemanes, las largas filas de moros con su Sagrado Corazón. Cuarenta mil moros, a tanto por día —con el consejo de guerra a sus espaldas—. ¿Hasta dónde era posible confiar en los hombres? Pero para confiar en los hombres hasta su propia muerte, ¿había que elegir a esos «especialistas» que se descomponían, muertos ya? En alguna parte, en Albacete o en Madrid, ya se formaban las primeras brigadas internacionales…
La voz de Gardet cubrió la confusa algarabía.
—¡Un momento! —dijo, sentándose sobre la mesa, avanzando la mandíbula—. A todos vosotros os dan asco los taimados que vienen aquí, con una pipa entre los dientes, que no suben una sola vez a las líneas y se vuelven a París para criticar el trabajo de Magnin —sin hablar del que hacemos nosotros—, y sin conocer las dificultades. Entonces, esta tarde, ¿estáis de acuerdo con esos individuos? Decidme, muchachos, si estuvierais con Franco, ¿creéis que no haría ya un buen rato que habríais cerrado el pico, y quizá porque os habrían fusilado?
—Por esa razón estoy aquí, y no con Franco —dijo el mecánico.
Pol dio un brinco, enorme, rizado, carmesí, con el índice frenético.
—¡No, señor Levy! ¡No me vengas con cuentos! Primero, oír juzgar el trabajo de Magnin por ti, Bertrand, aunque eres un buen muchacho, me hace rechinar los dientes…
—¿No se tiene, entonces, el derecho de juzgar? ¿No es uno digno?
—No juzgas, calumnias. Calumnias porque te has acobardado. Fíjate que por eso nada te digo: ¡nunca le echaría la primera piedra a un camarada por un accidente! Son cosas que suceden. En general, todo el mundo sabe que has hecho bien tu trabajo. Pero en este momento te digo que quieres que todo esté podrido porque no estás contento contigo mismo. No, no me vengas con cuentos. A mí no me engañas. ¿Te quejas? Para reemplazar a Magnin, dime un nombre, uno solo. Imagina que sea cierto lo que grita ese cerdo por radio, ¿eh?… que no vuelva. ¿Entonces?… Bueno: diez por ciento de comisión para mí. Moraleja: os estáis conduciendo como verdaderos imbéciles.
Leclerc se acercó a Scali, con los dos puños sobre el asiento de la silla, la mirada enfurecida, en el silencio general.
—Ya te lo dije: en la revolución, cada cual hace su tarea. Pero en cuanto a la organización, te pido disculpas, ¡mierda! Nos hacen venir aquí para un combate, y nos dejan plantados desde hace dos días. ¡Cuarenta y ocho horas sin una navaja! ¡Ha durado bastante! ¿Entendido?
Scali, asqueado, detrás de sus anteojos, no respondía.
—¿De verdad? —dijo desde el extremo de la sala una voz que los hizo volverse.
Desde que Jaime volvió del avión por última vez, sólo había conversado con camaradas aislados, en torno a una mesa, en un rincón; parecía que acababa de encontrar su voz de las canciones de otra época, ensordecida como si algo en ella se hubiera cegado. Todos sabían que cada vez que subían, estaban amenazados por su herida. Era su camarada, pero también la imagen más amenazadora de su destino. Su gran nariz avanzaba entre sus anteojos ahumados, su mano tocaba la mesa por debajo para que no lo vieran tantear, avanzaba, de asiento vacío en asiento vacío, y todos los pelícanos se apartaban ante su presencia como si tocarlo los hubiera espantado.
—Los que están en las trincheras —dijo él, en voz más baja—, ¿se afeitan?
—Tú —gruñó Leclerc entre dientes— eres un caballero de la Internacional, pero te pido que no nos jorobes.
Scali, a cuatro o cinco metros a la izquierda, al lado de la pared, se subía su pantalón de uniforme, decididamente muy largo, sin dejar de mirar a Leclerc. Éste se aproximó a él, dejando a Jaime que continuara avanzando, aferrado a la mesa.
—Estoy harto de ametralladoras de parque de diversiones —continuó Leclerc—. Harto. Yo tengo cojones, y me gusta hacer de toro, pero no el bobalicón. ¿Has comprendido?
Scali, más allá del desaliento, se encogió de hombros.
Leclerc se encogió de hombros para imitarlo, furioso, apretando los dientes.
—Me cago en ti. ¿Comprendes? Me cago.
Por fin lo miraba de frente, con su peor cara.
—Yo también —dijo Scali torpemente. Ni las injurias, ni el mando eran su fuerte. Buen intelectual, no sólo quería explicar, sino también convencer; tenía asco físico al pugilato; y Leclerc, que sentía animalmente ese asco, lo tomaba por miedo.
—No, soy yo el que me cago en ti. No eres tú. ¿Me has comprendido?
Pol pensaba en el día en que todos habían esperado juntos el primer avión cargado de heridos.
—¡Salud! —gritó Magnin, el puño en el aire como un pañuelo, uno de sus bigotes torcido por el viento en el vano de la puerta.
Avanzó entre caras hostiles, despreocupadas o falsamente distraídas, hasta Leclerc:
—¿Tenías el termo?
—¡No es verdad! ¡No tenía nada!
Leclerc gritaba, indignado, expoliado; encantado de prever una acusación injusta de borrachera cuando tenía una necesidad tan grande de que la de huida fuera también injusta.
—¿Nada? Hiciste mal —dijo Magnin.
Prefería el piloto borracho al piloto deprimido.
Leclerc vaciló como si buscara un camino, aturdido.
—La tripulación del Pelícano vuelve a Albacete inmediatamente —gritó Magnin—. El camión está a la puerta.
—¿Un camión de qué? ¿Un camión? ¿Por qué no un carretón? Yo quiero un automóvil —dijo Leclerc poniendo de nuevo cara de furia.
—¡Ni siquiera tenemos tiempo de hacer las maletas!
El bombardero protestaba. ¿Qué maletas? Todos sabían que la tripulación había venido en su avión, sin traer siquiera un cepillo de dientes. Magnin se alzó de hombros.
Miraba a Leclerc y a los suyos, ahora dispersos. Si hubieran sido muertos esta mañana, pensaba, sólo veríamos lo que hay de mejor en ellos. Y hasta si los mataran mañana… El recuerdo de Marcelino era más fuerte que la presencia de Leclerc. Y los miraba, voluntarios y mercenarios, como si lo que decían, lo que hacían, lo que pensaban de sí mismos no hubiera sido sino una locura provisional, un sueño del que tuvieran tarde o temprano que despertarse, el casco apretándole la frente, rígidos en sus monos de vuelo, en la realidad de la muerte.
Leclerc se acercó a Magnin como se había acercado a Scali, con una expresión sorprendente de odio, aunque su fisonomía hubiera apenas cambiado; su frente arrugada era sólo menos ancha.
—Me cago en ti, Magnin.
Las manos velludas se estremecieron en la punta de los brazos de mono. Las cejas y los bigotes de Magnin, sus pupilas se volvieron curiosamente inmóviles.
—Mañana partes a Francia, contrato concluido. Y nunca volverás a poner los pies en España. Eso es todo.
—¡Volveré cuando me dé la gana! ¡Y ni siquiera con contrato! ¡Cretino inmundo! ¡Yo he estado en la Legión! ¿Por quién me tomas? ¿Por un sirviente?
Al lado de Magnin estaban ahora Scali, Attignies y Gardet. Contra la mesa, Jaime, con sus anteojos ahumados.
—Quiero un automóvil —continuó Leclerc, con las manos cada vez más temblorosas—. ¿Me has comprendido?
Magnin caminó hasta la puerta, rápido, indiferente y cargado de hombros. Del fondo de la sala llegaba solamente el ruido del tenedor del cocinero. Todos seguían a Magnin con la mirada. Abrió la puerta, dijo una frase como si hubiera hablado al viento que barría furiosamente la gran plaza de Alcalá.
Entraron seis guardias de asalto, armados.
—¡La tripulación! —gritó Magnin.
Decidido a seguir siendo el más importante, Leclerc pasó el primero.
El silencio quedó roto por el embrague del camión y el ruido del motor que decreció hasta confundirse con el del viento. Magnin se había quedado en el vano de la puerta. Cuando se volvió, un estruendo de vasos, de interjecciones, de estornudos, de platos, subió como cuando el público de la sala, en el teatro, se relaja al final de un acto. Magnin se aproximó a la mesa y pareció cortar ese aflojamiento con el cuchillo con el cual golpeó un vaso para que prestaran atención:
—Camaradas —dijo en tono de conversación—, vosotros miráis esa puerta. A quince kilómetros de aquí están los moros. A dos kilómetros de Madrid. A dos.
»Cuando los fascistas están en Carabanchel, los que se conducen como lo han hecho aquí aquellos que acaban de irse, se conducen como contrarrevolucionarios.
»Todos estarán en Francia mañana.
»A partir de hoy, estamos todos integrados en la aviación española. Cada cual se procurará un uniforme para el lunes. Todos los contratos están rescindidos. Darras es jefe de los mecánicos, Gardet de los ametralladores, Attignies comisario político. Los que no estén de acuerdo parten mañana por la mañana.
»La cuestión del Pelicano está terminada; no debemos pues sino recordar lo que cada uno de nosotros ha hecho de bueno antes… de lo demás. Bebamos por la tripulación del Pelícano.
El tono hacía del brindis un adiós, y excluía toda ilusión de vuelta atrás.
Magnin les explicó cómo pensaba reorganizar la escuadrilla.
—¿Cuántos hombres tendremos? —preguntó Darras.
—La brigada internacional: yo estaba en Albacete para eso. Nos hemos puesto de acuerdo. Ellos tienen algunos tipos que han trabajado en el ejército del aire y bastantes obreros de las fábricas de aviación. Todo lo que tenga que ver con la aviación, de cerca o de lejos, nos es enviado a partir de mañana. Ustedes examinarán a esos muchachos, cada uno en su especialidad. Tenemos más de los que necesitamos. En cuanto a la disciplina, hay por lo menos un treinta por ciento de comunistas entre los que vienen. Aquí son dos los responsables comunistas. A ustedes les toca entenderse.
Magnin se acordaba de Enrique.
—¿Y para el caza? —dijo Attignies.
—También creo que habrá.
—¿Bastantes?
—Bastantes.
Sólo se podían esperar aparatos rusos.
—¿Piensa usted entrar en el partido? —preguntó Darras.
—No. No estoy de acuerdo con el Partido Comunista.
—¡Deja el reclutamiento cinco minutos, Darras! —dijo Gardet.
Al principio, fue necesario convencer a Gardet: «Cuando los ametralladores no se arreglan, los ayudo. Las cosas andan más o menos, me tienen confianza. Pero mandar no me gusta». «Si no son aquellos a quienes sus camaradas tienen confianza los que establecen la disciplina, ¿quiénes quieres que sean?», había preguntado Darras. Y por fin se había convencido.
—¿Vino usted por Madrid? —preguntó Attignies.
—No. Pero he telefoneado hace un momento: están peleando en las puertas.
5
El Ministerio de Guerra estaba vacío —el Gobierno había dejado Madrid por Valencia—. Solo, sentado en un sillón dorado, un comandante francés, venido para ofrecer sus servicios, y a quien le habían dicho que aguardase, esperaba: eran las once. Las escaleras de mármol blancas cubiertas por alfombras con vastos ramajes sólo estaban iluminadas por velas colocadas sobre los escalones, mantenidas de pie por la estearina que goteaba. Cuando esas velas se apagaran en medio de su pequeño charco, no habría más que oscuridad en las monumentales escaleras.
Sólo permanecían encendidas, en lo alto, las luces de 105, oficiales de Miaja, y las de los Informes Militares.
Scali se sentó, y García abrió un legajo sin título. En Carabanchel, los fascistas no pasaban.
—Usted conoce bien Madrid, Scali, ¿verdad?
—Bastante.
—¿Conoce la plaza del Progreso?
—Sí.
—¿Calle de la Luna, plaza de la Puerta de Toledo, calle Fuencarral, plaza del Callao? Evidentemente.
—He vivido en la plaza del Callao.
—¿Calle del Nuncio, calle de Bordadores, calle de Segovia?
—La segunda, no.
—Bueno. Le pido que reflexione antes de contestarme. ¿Le parece a usted posible que un aviador excepcionalmente hábil fuera capaz de tocar los cinco puntos (repitió los nombres) de los que hablamos al principio?
—¿Qué entiende usted por tocar? ¿Alcanzar las casas vecinas?
—Alcanzar las plazas, cerca de las casas, pero no tocar ni una sola vez un tejado. Las calles, siempre sobre la calzada. Y siempre donde se encontraban las colas. Plaza del Callao, un tranvía.
—El tranvía es una casualidad evidentemente.
—Bueno, pero ¿lo demás?
Scali reflexionaba detrás de sus anteojos, una mano en el pelo.
—¿Cuántas bombas?
—Doce.
—Sería un azar prodigioso. Pero ¿las otras bombas?
—No hay más bombas: doce para el objetivo: mujeres delante de las tiendas, chicos en la plaza de la Puerta de Toledo.
—Me esfuerzo en contestarle; pero mi primera reacción, si usted quiere, es no creer una palabra. Hasta con un avión que volara muy bajo.
—El avión volaba ciertamente alto: no se lo oía.
Más absurdo se hacía el interrogatorio, más inquieto se ponía Scali porque conocía la precisión de García.
—Oiga, es una broma…
—¿Encara usted la hipótesis de un bombardero excepcionalmente hábil? ¿Los ases de las pruebas de bombardeo que se realizan entre oficiales de carrera en los mejores ejércitos, por ejemplo?
—Sea donde fuere. Está fuera de discusión. ¿Se ha visto el avión?
—Ahora pretenden haberlo visto. Pero no el primer día. Y no lo han oído.
—No es un avión. Los fascistas tienen un cañón de mayor alcance que los que nosotros les conocemos, y la historia de la Berta vuelve a comenzar.
—Si es un avión, ¿cómo explica usted la precisión del tiro?
—De ninguna manera. Si usted insiste en ello, haga dar órdenes, suba conmigo mañana, yo lo conduciré en la calle de la Luna a la altura que quiera. Usted verá que es imposible, o que todos verán nuestro avión como vemos un auto que nos aplasta. Hay viento, el piloto no podría ni siquiera seguir la calle sin rodeos.
—¿Hasta si el piloto fuera Ramón Franco?
—¡Hasta si fuera Lindbergh!
—Bueno. A otra cosa. Allí tiene un mapa de Madrid. Usted ve los puntos de bombardeo: las circunferencias rojas; pienso que esas marcas no le molestan… ¿Es que este mapa le da una idea?
—Confirma lo que le he dicho: las calles no están todas orientadas en el mismo sentido. Por lo tanto, el bombardero tendría en algún momento el viento perpendicular a su marcha. Y alcanzar una calle de cierta altura, desde el primer golpe, en esas condiciones, es…
Scali se tocó la frente para significar: una locura.
Mi querido Scali, pensaba García, ¿cómo los obuses de un cañón de largo alcance, cayendo según un ángulo bastante agudo, tocarían calles orientadas en direcciones diferentes, sin tocar una sola pared?
—Último punto —dijo—: ¿Es posible volar —siempre en la hipótesis de un muy buen piloto— cierto tiempo sobre Madrid por debajo de veinte metros? Agrego que el tiempo era malo.
—¡No!
—Los pilotos españoles están plenamente de acuerdo con usted…
El nombre de Ramón Franco había hecho sospechar a Scali que se trataba del bombardeo del 30 de octubre.
García quedó solo. Había interrogado también a los oficiales de artillería: un bombardeo de esa naturaleza, con cañón, se excluía a causa del ángulo de incidencia. Por lo demás, los fragmentos encontrados de los artefactos no eran fragmentos de obuses, sino de bombas. García miraba con angustia las fotos de los puntos de caída, anotados por los diferentes servicios de guerra. Las aceras estaban apenas descantilladas… Y la anotación (porque García había hecho pedir a los técnicos que contestaran a sus preguntas sin decirles de qué se trataba): «Ese proyectil ha sido lanzado desde una altura que no excede los veinte metros».
Para García el problema estaba resuelto. No había avión ni cañón: la «quinta columna» había entrado en juego. Doce bombas a la misma hora. Había tenido que luchar, no sin éxito, contra los automóviles fantasmas, esos autos fascistas que se lanzaban por la noche a través de Madrid, armados de ametralladoras contra aquellos que, al alba, tiraban a través de las persianas contra los milicianos; y contra todo lo que representa la guerra civil. Pero todo eso era todavía la guerra, el tiro de un ciego contra un desconocido. Esta vez, cada enemigo, antes de lanzar su bomba, había mirado la cola de las mujeres delante de la tienda, los ancianos y los niños en la plaza. Las matanzas de mujeres no lo perturbaban: bastaba que otras mujeres hubieran lanzado las bombas; la piedad por las mujeres es un sentimiento de hombre. Pero los niños… García, como todos, había visto las fotos.
Uno de sus colegas, de vuelta de Rusia, le hablaba de sabotaje: «El odio de la máquina es un sentimiento nuevo; pero cuando se pone en el trabajo todo el ímpetu y toda la esperanza de un país, se crea por eso mismo, en los enemigos internos, el odio físico de ese trabajo…». Ahora, en Madrid, los fascistas odiaban al pueblo, en cuya existencia, un año antes quizá no creían, hasta el punto de no ver en él sino actitudes de niños que juegan en una plaza.
Sin duda, a esa hora, los doce asesinos esperaban su victoria: aquella tarde, en la prisión modelo, los prisioneros habían cantado el himno fascista.
Y él debía callarse. Sabía que no hay que tentar a la bestia que hay en el hombre; que si la tortura surge a menudo en la guerra es también porque parece la única respuesta a la traición y a la crueldad. Hablar era hacer bajar a esa multitud épica, cuyos clamores lejanos venían hacia él con el remolino del viento, el primer peldaño hacia la bestialidad. Madrid borracha de barricadas continuaría creyendo en las proezas de Ramón Franco: la venganza contra lo atroz enloquece a las masas tanto como a los hombres.
Las Informaciones Militares y la policía actuarían solas —como de costumbre…—. García pensaba en la Gran Vía de antes, clara en la mañana de abril, con sus escaparates, sus cafés, sus mujeres a las que no se mataba y sus terrones de azúcar que se fundían como escarcha en los vasos de agua al lado del chocolate con canela. Y él estaba en ese palacio abandonado, frente a su mundo irrespirable.
De cualquier modo que terminara la guerra, pensaba, y dado el odio llevado a ese extremo, ¿qué paz sería posible? ¿Y qué hará de mí esta guerra?
Recordó que los hombres se planteaban problemas morales, balanceó la cabeza, tomó su pipa y se levantó pesadamente para ir al anexo de la policía.
6
Una delgada silueta encorvada subía, sola, en medio de la escalera inmensa: Guernico iba a buscar ayuda para el servicio de ambulancia que se esforzaba en transformar. El que había organizado en tiempos de Toledo se había vuelto ínfimo desde que la guerra se acercaba a Madrid. En la planta baja, ya casi oscura del Ministerio, había armaduras; y el escritor católico, alto, de pelo rubio pálido como tantos retratos de Velázquez, solo en medio de esos grandes peldaños blancos, parecía salir de una de esas armaduras históricas y estar destinado a entrar en ella cuando amaneciera. García no lo había visto desde hacía tres semanas. Decía de él que era el único de sus amigos en quien la inteligencia hubiera tomado la forma de la caridad, y, a pesar de todo lo que los separaba, quizá Guernico fuera el único hombre que García quisiera verdaderamente.
Ambos fueron juntos a la Plaza Mayor.
En las paredes y en los escaparates con las puertas metálicas bajadas, las sombras avanzaban inclinadas hacia delante; arriba, grandes humaredas rojizas provenientes de los alrededores daban vueltas pesadamente. El éxodo, pensaba García.
Pues no: ninguno de esos transeúntes llevaba fardos. Todos caminaban muy ligero, en el mismo sentido.
—La ciudad está nerviosa —dijo.
Un ciego tocaba la Internacional con el platillo delante. En sus casas a oscuras, los fascistas aguardaban el día siguiente, al acecho de cien mil hombres.
—No se oye nada —dijo Guernico.
Solamente los pasos. La calle se estremecía como una vena. Los moros estaban en las puertas del sur y del oeste, pero el viento venía de la ciudad. Ni siquiera un tiro de fusil, ni siquiera el cañón. El rasguido de la multitud corría en silencio como el de los roedores bajo tierra. Y el acordeón.
Caminaban hacia las puertas del sur, en el sentido de las humaredas rojizas a la deriva en el cielo, en el sentido del río invisible que llevaba inútilmente a los hombres hacia la plaza, como si allí se levantaran las barricadas de Carabanchel.
Una mujer tomó el brazo de Guernico y dijo en francés:
—¿Crees que hay que irse?
—Es una camarada alemana —dijo Guernico a García, sin contestar a la mujer.
—Él dice que debo irme —continuó ella—. Dice que no puede pelear bien si yo estoy aquí.
—Es seguro que tiene razón —dijo García.
—Pero yo no puedo vivir si sé que él pelea aquí… si no sé ni siquiera lo que pasa…
La Internacional de un segundo acordeón acompañaba las palabras en sordina; otro ciego, con el platillo delante, continuaba la música allí donde el primero la había dejado.
Siempre las mismas, pensó García. Si se va, lo soportará con mucha agitación, pero lo soportará; y si se queda, lo mataran.
No le veía la cara: ella, mucho más pequeña que él, estaba hundida en la sombra de los transeúntes.
—¿Por qué quieres quedarte? —le preguntó amistosamente Guernico.
—Me es igual morir… lo malo es que tengo que alimentarme bien, y que aquí ya no se puede; estoy encinta…
García no oyó la respuesta de Guernico. La mujer se unió a otra corriente de sombras.
—¿Qué se puede hacer?… —preguntó Guernico.
Milicianos en monos los pasaron. A través de la calle llena de baches, las sombras construían una barricada.
—¿A qué hora partes? —preguntó García.
—No parto.
Guernico sería uno de los primeros fusilados cuando los fascistas entraran en Madrid. Aunque García no miraba a su amigo, lo veía caminar a su lado, con su bigotito rubio, su pelo en desorden y sus brazos largos y delgados; y ese cuerpo sin defensa lo conmovía como lo conmovían los niños porque excluía toda idea de combate; Guernico no combatiría: lo matarían.
Ni uno ni otro hablaban de las ambulancias de Madrid, persuadidos ambos de que no existirían.
—Mientras se pueda ayudar la revolución, hay que ayudarla. Pero hacerse matar no sirve para nada, mí querido amigo. La República no es un problema geográfico y no se resuelve con la toma de una ciudad.
—Yo estaba en la Puerta del Sol el día de la Montaña, cuando tiraron sobre la multitud de todas las ventanas. Los que estaban en la calle se tumbaron: la plaza entera quedó cubierta de personas por el suelo, sobre las que tiraban los otros. Al día siguiente, estaba en el Ministerio. Ante la puerta, había una larga cola: mujeres que iban a ofrecer su sangre para transfusiones. Dos veces he visto al pueblo de España. Esta guerra es su guerra, suceda lo que sucediere; y estaré con él donde él esté… Hay aquí doscientos mil obreros que no tienen auto para ir a Valencia…
La vida de la mujer y de los hijos de Guernico debieron pesar en su decisión con su peso mayor que todo lo que García pudiera decir; y éste no podía imaginar sin pena, si es que debían no verse más, que su última conversación fuera una especie de discusión.
Guernico hizo un ademán hacia delante con su mano larga y fina:
—Quizá me vaya en el último momento —dijo.
Pero García estaba persuadido de que mentía.
Un ruido confuso de pasos subía de la calle como si hubiera sido precedido por una tropa que atravesó la luz. «Los excavadores», dijo García. Subían hacia los últimos terrenos antes de Carabanchel, para las trincheras o para las minas. Delante de García y de Guernico, otras sombras, dominadas por la niebla, construían una bancada.
—Ellos se quedan —dijo Guernico.
—Podrán replegarse por el camino de Guadalajara. Pero tu apartamento y la oficina de la Asociación son ratoneras.
Guernico volvió a hacer el mismo ademán de fatalidad confusa. Un ciego más, siempre la Internacional; ahora los ciegos no tocaban otra cosa. En cada calle, sombras diferentes construían las mismas barricadas.
—Nosotros, escritores cristianos, tenemos quizá más deberes que los demás —continuó Guernico.
Pasaban delante de la iglesia de Alcalá. Guernico la señaló vagamente con la mano, por el sonido de su voz, García comprendió que sonreía amargamente.
—Después de un sermón de un sacerdote fascista, en la Cataluña francesa (tema: Señor, no nos unzáis al mismo yugo que los infieles), he visto al padre Sarazola acercarse al predicador: el predicador se fue. Sarazola me dijo: «Haber conocido a Cristo siempre deja en nosotros algo: entre todos los que he visto aquí, este hombre es el primero que ha tenido vergüenza…».
Pasó un camión, cargado de un montón confuso de milicianos en cuclillas, sobrepasados por los caños de viejas ametralladoras. Guernico continuó, en tono más bajo:
—Sólo que frente a lo que ellos hacen, comprendes, soy yo el que tiene vergüenza.
Un miliciano pequeño con cara de comadreja detuvo a García, que iba a contestarle.
—¡Mañana estarán aquí!
—¿Quién es ése? —preguntó Guernico a media voz.
—Un antiguo secretario de la escuadrilla de Magnin.
—No hay posibilidad con este Gobierno —decía la comadreja—. Hace más de diez días que les he dado todas las indicaciones para la producción masiva de la fiebre de Malta. Quince años de investigaciones, y no he pedido un centavo: ¡por el antifascismo! No han hecho nada. Lo mismo ha pasado con mi bomba. Los otros estarán aquí mañana.
—¡Cierra el pico! —dijo García.
Camuccini había entrado ya en la multitud nocturna como por una puerta, y su aparición y su hundimiento en ella estaban acompañados por el acordeón que tocaba la Internacional.
—¿Magnin tenía a muchos como éste? —preguntó Guernico.
—Al principio… Los primeros voluntarios eran todos un poco locos o un poco héroes. A veces las dos cosas…
La atmósfera de las tardes históricas llenaba la calle de Alcalá como llenaba las calles estrechas: nunca cañones, siempre acordeones. Súbitamente, un tiroteo de ametralladoras: un miliciano tiraba contra fantasmas.
Y siempre las barricadas en construcción. García no creía sino moderadamente en la eficacia de las barricadas; pero éstas parecían atrincheramientos. Siempre, en la niebla, se agitaban sombras; y siempre una sombra inmóvil, abandonando por un momento su inmovilidad, volvía a quedarse inmóvil, organizaba. En esa niebla irreal, que se hacía más densa de minuto en minuto, hombres y mujeres transportaban materiales; los obreros de todos los sindicatos de la construcción organizaban el trabajo que dirigían jefes técnicos, formados en dos días por los especialistas del 5.º cuerpo. En esa fantasmagoría silenciosa en que moría el viejo Madrid, por primera vez, por debajo de los dramas particulares, de las locuras y de los sueños, por debajo de esas sombras lanzadas a través de las calles con su angustia o su esperanza, una voluntad a la escala de la ciudad entera se alzaba en la niebla de la ciudad casi sitiada.
Las luces de la avenida se disolvían en nebulosas, vagas y miserables bajo las sombras prehistóricas de los rascacielos rodeados. García pensaba en la frase de su amigo: «Nosotros, los escritores cristianos, tenemos quizá más deberes que los demás…».
—¿Qué diablos puedes ahora esperar de ésos? —preguntó, señalando con la pipa una segunda iglesia.
Pasaban bajo un farol eléctrico. Guernico sonrió, con esa sonrisa melancólica que le daba a menudo un aspecto de niño enfermo:
—No te olvides de que yo creo en la eternidad…
Tomó a García por el brazo.
—Espero más para mi Iglesia de lo que está pasando aquí, y hasta de los santuarios quemados en Cataluña, García, que de los cien últimos años de la católica España. Hace veinte años que veo a los sacerdotes ejercer su ministerio, aquí y en Andalucía; y bien, en esos años, nunca he visto a la España católica. He visto ritos y, en el alma como en la campiña, un desierto…
Todas las puertas del Ministerio de Estado, en la Puerta del Sol, estaban abiertas. Antes del levantamiento, en el hall hubo una exposición de esculturas. Y las estatuas de toda clase, grupos, desnudos, animales, esperaban a los moros en la gran sala vacía donde se perdía el ruido de una lejana máquina de escribir: el Ministerio no estaba completamente abandonado…
Pero en todas las calles que surgían en torno a la plaza, fieles como la niebla, las mismas sombras trabajaban en las mismas barricadas.
—¿Es verdad que Caballero te ha consultado a propósito de la reapertura de las iglesias?
—Sí.
—¿Qué le has contestado?
—No, por supuesto.
—¿Que no había que reabrirlas?
—Evidentemente. Eso te asombra, pero no asombra a los católicos. Si mañana me fusilan, temeré mucho por mí mismo, como todo hombre, pero en modo alguno por eso. No soy ni un protestante, ni un herético: soy un católico español. Si fueras teólogo, te diría que recurro al alma de la Iglesia contra el cuerpo de la Iglesia, pero dejemos eso. ¡La fe, pero no es la falta de amor! La esperanza, pero no es un mundo que encontrará su razón de ser en hacer adorar de nuevo como un fetiche ese crucifijo de Sevilla que han llamado el Cristo de los ricos (nuestra Iglesia no es herética; es simoníaca); no se trata de poner el sentido del mundo en un imperio español, en un orden en donde ya nada se oye porque aquellos que sufren se esconden para llorar. Hay orden en un presidio también… No hay una sola esperanza de los mejores entre los fascistas que no se base en el orgullo; así sea, pero ¿qué tiene que ver Cristo con todo eso?
García se llevó por delante un gran perro y estuvo a punto de caer. Madrid estaba lleno de perros magníficos, abandonados por sus dueños que habían huido. Tomaban posesión de la ciudad con los ciegos, entre los republicanos y los moros.
—La caridad, pero no son los sacerdotes navarros que dejan que se fusile en honor de la Virgen; son los sacerdotes vascos que, hasta que sean muertos por los fascistas, han bendecido en los sótanos de Irán a los anarquistas que habían quemado las iglesias. A mí no me inquieta, García. No me inquieta la Iglesia de España, pero contra ella estoy apoyado en toda mi fe… Estoy contra ella en nombre de las tres virtudes teologales, estoy contra ella en la Fe, la Esperanza y la Caridad.
—¿Dónde encontrarás la Iglesia de tu fe?
Guernico se pasó la mano por el pelo que le caía sobre la frente. La multitud casi silenciosa se deslizaba entre las arcadas y las empalizadas que obstruían casi por completo la Plaza Mayor. Los trabajos de los excavadores habían dejado por todas partes adoquines y bloques de piedra, y la multitud de sombras parecía saltar por encima en un trágico ballet nocturno bajo las campanadas austeras semejantes a las de El Escorial, como si Madrid se hubiera cubierto de tantas barricadas que no se pudiera encontrar una sola plaza intacta.
—Mira: en esas casas pobres, o bien en esos hospitales, en este preciso instante —dijo Guernico— hay sacerdotes sin alzacuello, con chalecos de mozos de café parisienses, que confiesan, dan la extremaunción, quizá bautizan. Te he dicho que desde hace veinte años no he oído en España la palabra de Cristo. A ésos, se los oye. A ésos se los oye, y nunca oirán a los que saldrán mañana con sotana para bendecir a Franco. ¿Cuántos sacerdotes ejercen en estos momentos su ministerio? Cincuenta, quizá cien… Napoleón ha pasado bajo estas arcadas; desde esa época en que la Iglesia en España ha defendido su rebaño, creo que no ha habido una sola noche, hasta estas últimas, en que haya cobrado vida, en verdad, la palabra de Cristo. Pero a estas horas es una palabra viva.
Tropezó con un adoquín de la plaza llena de baches; el pelo le cayó sobre los ojos.
—Está viva —continuó—. No hay muchos lugares en este mundo en que pueda decirse que esta Palabra haya estado presente; pero muy pronto se sabrá que aquí, en Madrid, en noches como ésta, se la ha escuchado. Algo comienza en este país para mi Iglesia, algo que es quizá el renacimiento de la Iglesia. Ayer he visto administrar los sacramentos a un miliciano belga, en San Carlos. ¿Tú lo conoces?
—He visto allí heridos en la época del tren blindado…
García pensaba en las grandes salas enmohecidas, con las ventanas bajas invadidas por las plantas. Como todo eso parecía lejos…
—Era una sala de heridos en los brazos. Cuando el sacerdote dijo Requiem aeternam dona ei Domine, las voces dijeron el responso: Et lux perpetua lucea… Cuatro o cinco voces que salían detrás de mí…
—¿Te acuerdas del Tantum ergo de Manuel?
Varios amigos de García, Manuel y Guernico entre ellos, habían pasado con él la noche de la partida, cinco meses antes, y, al amanecer, lo habían llevado hasta las colinas que dominan Madrid. Mientras los monumentos como de tiza malva se desprendían al mismo tiempo que la noche y que las masas sombrías del bosque de El Escorial, Manuel había cantado los cantos de Asturias que acababan de oír, y después había dicho: «Para Guernico, voy a cantar el Tantum ergo».
Y todos, educados por los sacerdotes, lo habían terminado a coro, en latín. Como sus amigos habían encontrado ese latín amistosamente irónico, los heridos revolucionarios, con sus brazos curvados por el yeso sobre los cuales parecían prepararse para tocar el violín, encontraban el latín de la muerte…
—El sacerdote —continuó Guernico— me ha dicho: «Cuando llegué, todos se sacaron el sombrero porque yo traía el consuelo de la última hora…». ¡Pero no! Se sacaron el sombrero porque ese sacerdote que entraba podía ser un enemigo.
Tropezó en otra piedra; la plaza estaba cubierta de adoquines como hecho por un bombardeo. Su voz cambió:
—Bien sé que nuestros católicos serios piensan que hay que poner todo a punto. El Hijo de Dios ha venido a tierra con el único fin de hablar para no decir nada. El sufrimiento le ha hecho perder un poco la razón; desde el tiempo que está en la cruz, verdad…
»Sólo Dios conoce la pruebas que impondrá al sacerdocio; pero creo que es necesario que el sacerdocio se haga difícil…
Y después de un segundo:
—Como quizá la vida de cada cristiano…
García miraba sus sombras combadas que avanzaban sobre las cortinas metálicas de las tiendas, y pensaba en las doce bombas del 30 de octubre.
—Lo más difícil —continuó Guernico a media voz— es esta cuestión de la mujer y de los niños…
Y todavía más bajo:
—Yo tengo por lo menos una ventaja: no están aquí…
García miraba el rostro de su amigo, pero sin distinguirlo. Ningún ruido de combate, y, sin embargo, el siempre creciente ejército fascista estaba en torno a la ciudad, como una presencia en la oscuridad de un cuarto cerrado. García recordó su última conversación con Caballero. En esa conversación se había hablado de «hijo mayor». García no ignoraba que el hijo de Caballero estaba prisionero de los fascistas en Segovia, y que sería fusilado. Era en septiembre. Estaban cada cual de un lado de la mesa, Caballero en ropa con fajín y García de mono; una langosta del fin de verano había entrado por la ventana abierta. Caída entre ellos sobre la mesa, medio muerta, trataba de no moverse, y García miraba sus patas estremecerse, en tanto que los dos callaban.
7
Delante de los escaparates se agitaban en la bruma las sombras pacientes, con un ruido de adoquines. En la Gran Vía, los mozos servían con un lento asombro a tres clientes perdidos en la sala inmensa, y que creían que eran los últimos clientes de la República. Pero en el hall del hotel, soldados del 5.º cuerpo, uno a uno, retiraban de grandes sacos sus puños erizados de balas, y se formaban por compañías en la acera. Estaban notablemente armados. En Tetuán, en Cuatro Caminos, las mujeres llevaban al último piso de las casas toda la gasolina que habían podido reunir; en esos barrios obreros, rendirse, irse, eran cuestiones que no se planteaban. En camiones, a pie, los hombres del 5.º cuerpo, bajaban en Carabanchel, en el Parque del Oeste, en la Ciudad Universitaria. Por primera vez, Scali se sentía frente a las energías coordinadas de quinientos mil hombres. El padre de Jaime no podría llevar más que una maleta: había poco sitio en el automóvil.
La puerta se abrió ante un anciano macizo, muy alto, la cabeza con una barba como hierro de lanza hundida entre sus anchos hombros encorvados. Pero desde que se encontró bajo la bombilla eléctrica del corredor, Scali advirtió que el pelo modificaba a ese Greco, como lo hubiera hecho la copia de un pintor barroco: por encima de los ojos intensos y muy grandes, pero un poco apagados por el espesor y las arrugas de los párpados, la cabellera detrás del cráneo desguarnecido volaba en mechones enloquecidos, y las cejas móviles y agudas terminaban en comas, como la barba.
—¿Usted es Giovanni Scali, verdad? —preguntó sonriendo.
—¿El hijo de usted le ha hablado de mí? —dijo éste, asombrado de oír su nombre de pila.
—Sí, pero yo le he leído, yo le he leído…
Scali sabía que el padre de Jaime había sido profesor de historia del arte. Entraban en un cuarto cubierto de libros, con excepción de dos altos huecos a ambos lados del diván. En uno, estatuas hispanoamericanas, barrocas y salvajes; en otro, un muy hermoso Morales.
A través de los lentes que tenía en la mano, Alvear miraba a Scali con una atención insistente, la que se asigna a los objetos singulares. Le llevaba una cabeza de altura.
—¿Está usted sorprendido? —preguntó Scali.
—Ver a un hombre que piensa con ese… traje, me sorprende siempre.
Scali estaba con uniforme. Con los pantalones demasiado largos y sus anteojos. En una mesa baja, junto a grandes sillones de cuero, una botella de coñac, una copa llena, libros abiertos. Alvear se fue del cuarto con paso pesado, como si sus hombros fueran demasiado fuertes para sus piernas, y volvió con una segunda copa.
—No, gracias —dijo Scali.
A pesar de las persianas cerradas, oía ruido de caballos y un lejano acordeón.
—Hace usted mal, porque el coñac de Jerez es muy bueno, no menos bueno que el de Charentes. ¿Quiere alguna otra cosa?
—Mi automóvil está abajo a su disposición. Usted puede dejar Madrid enseguida.
Alvear, que acababa de arrellanarse en el sillón más próximo como una vieja y poderosa ave de rapiña con las uñas afiladas como su hijo, pero desplumada, alzó los ojos hacia Scali:
—¿Para qué?
—Jaime me ha pedido que pasara a buscarlo cuando volviera del Ministerio. Vuelvo a Alcalá de Henares.
Alvear sonrió con una sonrisa más aventajada que su cuerpo:
—A mi edad, no se viaja sin biblioteca.
—¿Usted se da cuenta, verdad, de que los moros estarán aquí tal vez mañana?
—Sin duda. Pero ¿qué diablos quiere usted que le haga? Nos hemos conocido en circunstancias muy sorprendentes… Le agradezco la ayuda que usted me ofrece; agradézcale a Jaime, por favor, que se lo haya pedido. Pero dejar Madrid, ¿por qué?
—Los fascistas saben que su hijo es un combatiente. ¿Se da usted cuenta de que hay gran peligro de que lo fusilen?
Alvear sonrió con sus párpados carnosos y sus mejillas caídas, y señaló la botella con los lentes que tenía en la mano:
—He comprado coñac.
Tenía la misma nariz curva y fina, el mismo rostro curtido de Jaime; y las mismas órbitas, en ese instante en que la sombra le colocaba bajo la frente grandes anteojos negros.
—Quiere usted decir —continuó— que la amenaza debería separarme de…
Mostró las paredes cubiertas de libros.
—¿Y por qué? ¿Por qué? Es extraño: he vivido cuarenta años en el arte y por el arte, y usted, un artista, se sorprende de que continúe…
»Óigame bien, señor Scali: he dirigido durante años una galería de cuadros. He introducido aquí el arte barroco mexicano, Georges de Latour, los franceses modernos, la escultura de López, los primitivos… Llegaba una clienta, miraba un Greco, un Picasso, un primitivo aragonés: “¿Cuánto?”. Era generalmente una aristócrata, con su Hispano, sus diamantes y su avaricia. “Discúlpeme, señora, ¿para qué quiere usted comprar ese cuadro?”. Casi siempre respondía: “No sé”. “Entonces, señora, vuelva a su casa. Reflexione. Cuando sepa por qué, volverá”.
Entre todos los hombres que Scali encontraba o con los cuales había vivido desde la guerra, sólo García estaba acostumbrado a tener una disciplina de espíritu. Y Scali se sentía tanto más recuperado por la relación intelectual que se establecía entre el anciano y él, cuanto más brutal había sido su día y cuanto que, sintiéndose un jefe débil, lo atraía el universo donde encontraba su valor.
—¿Y volvían? —preguntó.
—Se ponían enseguida a indagar por qué: «Quiero ese cuadro porque me gusta, porque me parece bien, porque mi amiga tiene uno». Era sabido que los más hermosos Grecos estaban en mi galería.
—¿Cuándo aceptaba usted?
Alvear levantó un dedo nudoso, con vello rizado.
—Cuando me contestaban: «Porque lo necesito». Entonces, cuando eran ricas, se los vendía —muy caro—; cuando ocurría que él o ella eran pobres, pues bien, lo que pasaba era que lo vendía sin obtener beneficio.
Hubo muy cerca dos tiros de fusil, seguidos de inmediato por un gran ruido de pasos, en abanico.
—Con estos postigos interiores —dijo Alvear indiferente— no se ve para nada nuestra luz desde afuera.
»¡Yo he vendido según mi verdad, señor Scali! ¡Vendido! ¿Puede un hombre llevar su verdad más lejos? Esta noche vivo con ella. ¿Los moros? No, me da lo mismo…
—¿Se dejaría usted matar por indiferencia?
—No por indiferencia…
Alvear se incorporó a medias sin dejar de apoyar las manos en los brazos del sillón, y miró a Scali un poco teatralmente, como para subrayar lo que decía:
—Por desdén. Sin embargo, sin embargo, vea usted ese libro: es el Quijote. He querido leerlo hace un momento: no podía…
—En las iglesias del Sur, donde se ha peleado, he visto frente a los cuadros grandes manchas de sangre. Las telas… perdían fuerza…
—Harán falta otras telas, eso es todo —dijo Alvear, enrulando en el índice la punta de la barba, con el tono de un vendedor que va a cambiar los cuadros de un apartamento.
—Bien —dijo Scali—, es poner muy alto las obras de arte.
—No las obras: el arte. No son siempre las mismas obras las que nos permiten acceder a lo más puro que hay en nosotros, pero son siempre las obras…
Scali comprendió por fin lo que lo perturbaba desde el comienzo de la entrevista: toda la intensidad del rostro del anciano estaba en los ojos, con la atroz imbecilidad del instinto, arrastrado por el parecido, Scali, cada vez que su interlocutor se retiraba los lentes aguardaba sus ojos de ciego.
—Ni los novelistas, ni los moralistas tienen razón de ser esta noche —continuó el anciano—: La gente de la vida no vale nada para la muerte. La sabiduría es más vulnerable que la belleza; porque la sabiduría es un arte impuro. Pero la poesía y la música valen para la vida y la muerte… Habría que releer Numancia. ¿Se acuerda usted? La guerra avanza a través de la ciudad sitiada, sin duda con ese ruido apagado de pasos que corren…
Se puso de pie, buscó la edición de las obras completas de Cervantes, no la encontró.
—¡Todo está patas arriba con esta guerra!
Sacó de su biblioteca otro libro, y leyó en voz alta tres versos del soneto de Quevedo:
¿Qué pretende el temor desacordado
De la que a rescatar piadosa viene
Espíritu en miserias añudado?
El índice que seguía los versos hacía reaparecer al profesor. Sentado, el hombro de nuevo arrellanado, viejo pájaro refugiado a la vez en ese cuarto cerrado, en ese sillón y en la poesía, leía con lentitud, con un sentido del ritmo tanto más impresionante cuanto que la voz no tenía timbre, tan vieja como la sonrisa. El ruido apagado de los pasos que huían en la calle, las detonaciones lejanas, todos los ruidos de la noche y del día, que Scali sentía aún pegados a él, parecían dar vueltas como animales inquietos en torno de esa voz comprometida ya con la muerte.
—Desde luego, pueden matarme los árabes. Y puedo ser muerto también por los vuestros, después. No tiene importancia. ¿Es algo tan difícil, señor Scali, esperar la muerte (¡que acaso no vendrá!) bebiendo tranquilamente y leyendo versos admirables? Hay un sentimiento muy profundo acerca de la muerte que nadie ha expresado después del Renacimiento… Y sin embargo yo tenía miedo cuando era joven —dijo un poco más bajo, como haciendo un paréntesis.
—¿Qué sentimiento?
—La curiosidad…
Colocó a su Quevedo en un estante. Scali no tenía ganas de irse.
—¿No tiene usted curiosidad acerca de la muerte? —preguntó el anciano—. Toda opinión decisiva sobre la muerte es tan tonta…
—Yo he pensado mucho en la muerte —dijo Scali, con la mano en su pelo rizado—; desde que lucho, ya no pienso más. Ha perdido para mí toda… realidad metafísica, si usted quiere. Vea usted, mi avión se cayó una vez. Entre el instante en que la parte delantera tocó tierra y el instante en que yo quedé herido, muy levemente —durante el crujido—, estaba frenéticamente en tensión, una tensión viviente: ¿cómo saltar?, ¿dónde saltar? Pienso ahora que siempre es así; un duelo: la muerte gana o pierde. Bien. Lo demás no son sino las relaciones entre las ideas. La muerte no es algo tan serio: el dolor, sí. El arte es poca cosa frente al dolor y, desgraciadamente, ningún cuadro tiene frente a él manchas de sangre.
—¡No se fíe, no se fíe! En el sitio de Zaragoza por los franceses, los granaderos habían hecho sus tiendas con las telas maestras de los conventos. Después de una salida, los lanceros polacos, de rodillas, recitaron sus plegarias entre los heridos, ante las vírgenes de Murillo que cerraban las tiendas triangulares. Era la religión, pero también el arte, porque no rezaban delante de las vírgenes populares. ¡Ah, señor Scali, usted está muy acostumbrado al arte, y aún no tiene demasiada costumbre en materia de dolor!… Y verá usted después, porque todavía es joven: el dolor se vuelve menos conmovedor cuando tiene uno la certeza de que no cambiará ya…
Una ametralladora empezó a tirar a cortas ráfagas, rabiosa y sola en el silencio lleno de crujidos.
—¿Oye usted? —preguntó distraídamente Alvear—. Pero la parte de sí mismo que compromete el hombre, que tira en este momento no es la más importante… La ganancia que le traerá la liberación económica, ¿quién me dice que será más grande que las pérdidas que traerá la sociedad nueva, amenazada por todas partes, obligada por su angustia a la sujeción, a la violencia, quizá a la delación? La esclavitud económica es grave, pero si para terminar con ella uno está obligado a reforzar la esclavitud política, o militar, o religiosa, o policíaca, entonces, ¿qué puede importarme?
Alvear se refería a un orden de experiencias que Scali ignoraba, y que ahora se hacían trágicas en el italianito rizado. Para Scali, lo que amenazaba la revolución no era el futuro, sino el presente: desde el día en que Karlitch lo había asombrado, veía el elemento fisiológico de la guerra desarrollarse en muchos de sus mejores camaradas, y estaba por ello aterrado. Y la sesión de la cual salía no era para tranquilizarlo. No sabía bien dónde estaba.
—Yo quiero saber lo que pienso, señor Scali —continuó el anciano.
—Bien. Eso limita la vida.
—Sí —dijo Alvear, soñador—, pero la vida menos limitada continúa siendo la de los locos… Quiero tener relaciones con un hombre por su naturaleza, y no por sus ideas. Quiero la fidelidad en la amistad, y no la amistad suspensa de una actitud política. Quiero que un hombre sea responsable ante sí mismo —usted bien sabe que es lo más difícil, dígase lo que se diga, señor Scali— y no ante una causa, ya sea la de los oprimidos.
Encendió un cigarrillo.
—En América del Sur, señor Scali —una bocanada—, por la mañana —otra bocanada— hay en el bosque un gran clamor de monos: y la leyenda dice que Dios les ha prometido en otros tiempos hacerlos hombres al amanecer; esperan cada amanecer, se ven siempre engañados y lloran por todo el bosque.
»Hay en el hombre una esperanza terrible y profunda… El que ha sido injustamente condenado, el que ha encontrado en demasía la estupidez, o la ingratitud, o la cobardía, tiene que retirar su apuesta… La revolución desempeña, entre otros papeles, el que desempeñaba en otros tiempos la vida eterna, lo que explica muchos de sus caracteres. Si cada cual se aplicara a sí mismo la tercera parte del esfuerzo que hace hoy por la forma de gobierno, vivir en España sería posible.
—Pero debería hacerlo por su cuenta, y ésa es toda la cuestión.
—El hombre no compromete en una acción más que una parte limitada de sí mismo; y mientras más total pretende ser la acción, más pequeña es la parte comprometida. Usted bien sabe qué difícil es ser un hombre, señor Scali, más difícil de lo que creen los políticos.
Alvear se había puesto de pie.
—Pero usted, en fin, el intérprete de Masaccio, de Piero della Francesca, ¿cómo puede soportar este universo?
Scali se preguntaba si estaba frente al pensamiento de Alvear o de su dolor.
—Bueno —dijo por fin—, ¿ha vivido usted alguna vez con muchos hombres ignorantes?
Alvear reflexionó a su vez:
—No creo. Pero me lo imagino muy bien.
—Usted conoce algunos de los grandes sermones de la Edad Media…
Alvear asintió con la cabeza.
—Esos sermones eran escuchados por hombres mucho más ignorantes que los que hoy combaten conmigo. ¿Cree usted que eran comprendidos?
Alvear enroscaba sus dedos en su barba y miraba a Scali como diciéndole: sé adónde quiere usted ir a parar.
—Sin duda —dijo solemnemente.
—Hace un momento usted ha hablado de la esperanza: los hombres unidos a la vez por la esperanza y por la acción tienen acceso, como los hombres unidos por el amor, a ámbitos a los que no tendrían acceso por sí solos. El conjunto de esta escuadrilla es más noble que casi todos aquellos que la componen.
Sentado, tenía sus anteojos entre los dedos, y Alvear sólo veía su rostro que se había embellecido porque expresaba lo que estaba hecho para expresar: ideas, una misteriosa unidad resplandecía ahora en los labios gruesos y en los ojos que se empequeñecían ligeramente.
—Aquí donde estoy me cansan muchas cosas, pero lo esencial del hombre, si quiere usted, se halla, a mis ojos, en tales ámbitos. «Te ganarás el pan con el sudor de tu frente». Para nosotros también, vea usted, aún y sobre todo cuando el sudor está helado…
»¡Eh! Ustedes están todos fascinados por lo que hay de fundamental en el hombre…
»La era de lo fundamental comienza de nuevo, señor Scali —dijo Alvear con una súbita gravedad—. La razón debe ser fundada nuevamente…
—¿Piensa usted que Jaime ha hecho mal en combatir?
Alvear encogió sus hombros agobiados; sus mejillas temblaron todavía más.
—¡Ah! Que la tierra sea fascista y que él no sea ciego…
Un auto, afuera, cambiaba de velocidad rechinando.
—¿Cree usted que volverá a ver?
—Los médicos afirman que es posible.
—¡A usted también se lo dijeron! ¡A usted también! Pero saben que usted es su amigo… Y esa costumbre… En estos momentos mienten a cualquier oficial. ¡Esos idiotas tienen miedo de que los crean fascistas si dicen la verdad!
—¿Por qué lo que dicen sería necesariamente falso?
—Como si fuera fácil de creer la verdad cuando sólo depende de un hombre y toma la forma de nuestra dicha…
Calló. Después, quizá para apartar su angustia, continuó en tono más alto, con indiferencia:
—La única esperanza que tiene la nueva España de conservar dentro de sí aquello por lo cual ustedes combaten, usted, Jaime y muchos otros, es mantener lo que nosotros durante años hemos enseñado lo mejor posible…
Oía algo fuera. Fue hasta la ventana.
—¿Es decir? —preguntó Scali.
El anciano se volvió y habló con el mismo tono con que hubiera dicho: ¡ay!
Siguió escuchando, fue a apagar la luz eléctrica, entreabrió la ventana por donde entró la Internacional, por encima del ruido de los pasos. En la oscuridad, su voz se apagaba más, como si hubiera salido de un cuerpo más pequeño, más triste y más viejo:
—Si los moros entran enseguida, lo último que habré oído será ese canto de esperanza tocado por un ciego…
Hablaba sin énfasis, quizá con una vaga sonrisa. Scali oía el ruido de los postigos vueltos a cerrar. Por un instante, el cuarto quedó absolutamente a oscuras; por último, Alvear encontró el conmutador y encendió.
—Porque necesitan de nuestro universo para la derrota —dijo el anciano— y lo necesitarán para la alegría…
Miraba a Scali que acababa de sentarse en el diván.
—No son los dioses los que han hecho la música, señor Scali; es la música la que ha hecho los dioses…
—Pero quizá eso que sucede afuera es lo que ha hecho la música.
—La era de lo fundamental empieza de nuevo.
Echó coñac en el vaso y lo bebió de golpe, sin ninguna expresión en el rostro. El campo de luz de la lámpara iluminaba apenas la frente, los anteojos y los cabellos rizados de Scali:
—Usted acaba de sentarse allí donde se sienta Jaime cuando viene. Y usted usa anteojos… también. Cuando él se saca los que usa, yo no puedo mirarlo…
Por primera vez, el acento del dolor pasó por la voz casi sin timbre, y dijo para sí mismo, en francés:
… Que te sert, o Priam, d’avoit véçu vi vieux!
Arrugando la frente por debajo de su pelo revuelto, alzó hacia Scali una mirada a la vez infantil y acosada:
—Nada, nada es más terrible que la deformación de un cuerpo que uno ama…
—Yo soy su amigo —dijo Scali a media voz—. Y estoy acostumbrado a los heridos.
—Como si fuera adrede —dijo Alvear lentamente—, allí justo enfrente de sus ojos, en esos estantes de la biblioteca, hay muchos libros sobre pintura, miles y miles de fotos que él ha mirado… Y sin embargo, si hago andar el fonógrafo, si la música entra aquí, puedo a veces mirarlo, aunque no lleve anteojos…
8
Manuel había encontrado también el Ministerio de Guerra entregado a las velas moribundas. Esas salas inmensas y lúgubres, en las cuales los últimos reyes de España hacen oír el eco miserablemente acaudalado de Carlos V, esas salas que Manuel ha conocido llenas de milicianos acostados en los canapés, con el revólver bajo la nariz, con el presidente del Consejo arrinconado, escuchando, un minúsculo aparato de radio —y después entregadas al orden severo y un poco ceñudo de Caballero las encuentra en ese mismo orden, con las ventanas abiertas sobre la ciudad, con los nervios de punta, los sillones asombrados cuando se da vuelta el conmutador—, salvo en la oficina del ministro de Guerra, con todas las bombillas encendidas, donde el comandante francés, solo, continúa aguardando. En las escaleras, las velas no emiten ya esa luz de teatro que han visto García y Guernico, sino una claridad rojiza de iglesia, antes de la oscuridad final. Aquí y allá, en medio de un corredor interior con arcadas, pequeñas linternas, las mismas que aquellas que indican, por la noche, las calles con barreras y los carros con varales, iluminan los peldaños de la escalera monumental que se pierden en la sombra.
Manuel se acercó al cuarto del general Miaja; arriba, junto al tejado. Los colores son siempre oscuros, pero en ese piso, hay luz bajo las puertas. Entra: el general no está, pero la mitad del estado mayor de la Junta de Defensa se halla sentada o camina por ese cuarto de hotel mediocre. El jefe de los dinamiteros, el jefe de las minas, oficiales del estado mayor de Miaja, oficiales del 5.º cuerpo… Ni uno de estos últimos había sido soldado seis meses antes; un dibujante de modas, un empresario, un piloto, un jefe de empresas industriales, dos miembros de comités centrales de partidos, un obrero metalúrgico, un compositor, un ingeniero, un garajista y él mismo. Y Enrique, y Ramos. Manuel se acordaba de un miliciano ciego, con las dos piernas paralizadas por sus heridas, que había venido a entrevistarse con Azaña.
—¿Qué quiere usted?, —pregunta el presidente.
—Nada, sólo decirle: Salud y coraje —y se fue son sus muletas.
No es un consejo de defensa. Pero aquella noche toda reunión es un consejo. El destino de esos hombres formados en el combate es semejante al de Manuel y al de España.
—¿Un fusil para cuántos hombres, en este momento?, —pregunta Enrique.
—Para cuatro —contesta uno de los oficiales. Es un camarada de Manuel, el que era dibujante de modas. Controla la movilización de los civiles: la víspera, el Partido Comunista ha pedido la movilización general de los sindicatos.
—Hay que organizar la colecta de los fusiles —dice Enrique—. Se los llevará a la retaguardia cuando los primeros camaradas caigan. Organicen esto esta noche tomando como modelo la organización de los camilleros.
El dibujante se va.
—¿Todavía es absolutamente imposible recuperar más armas en Madrid?
Ahora es otro el que contesta.
—Salvo en la policía, hasta los guardias, los centinelas y las escoltas no tienen más que sus revólveres. Nadie está vigilado esta noche.
—Si perdemos Madrid, podemos perder también los ministerios, los responsables y los ministros, si quedan.
—¿Cómo están las fortificaciones?, —pregunta el jefe de estado mayor de Miaja.
—Veinte mil hombres —dice Ramos— están trabajando bien: todo el sindicato de construcción, movilizado. Hay buena voluntad. En la dirección de cada obra o de cada barricada, un tipo del 5.º cuerpo. En este momento, los moros tienen un duro trabajo ante ellos, terminado, en un kilómetro de profundidad. Pasado mañana, Madrid entero tendrá su cinturón de barricadas, sin hablar de lo demás.
—Las barricadas de las mujeres son malas —dijo uno de los oficiales—. Demasiado pequeñas.
—Ya no existen —contesta Ramos—. Sólo se han conservado las que han sido construidas en las condiciones que acabo de decir, o aquellas que los muchachos del 5.º cuerpo han controlado y que les parecen bien. Pero las barricadas de las mujeres no eran demasiado pequeñas: eran demasiado anchas, por el contrario.
—Lo que hacen las mujeres con las provisiones de gasolina en casa no sirve de mucho —dijo otra voz.
—El efecto moral es considerable.
—Dime, ¿por qué no han podido hacer todo eso antes?
—La mitad, más aún, el noventa por ciento de los nuestros sólo comprenden que se defiende Madrid en Madrid. Esta mañana, en la calle, un tipo me dijo: «Si alguna vez llegan delante de Madrid, ¡van a ver lo que es!». Dime, tú sabes dónde está Carabanchel, ¿no? «Madrid es Madrid, y Carabanchel no es Madrid».
—¿En este momento avanzan sobre Carabanchel?, —pregunta Manuel.
—Allí están detenidos por el 5.º. Avanzan por el sur. Y van a atacar en tu campo.
Manuel partirá por la noche para Guadarrama. Es teniente coronel. Tiene el pelo cortado al rape y sus ojos verdes son más claros en su rostro más oscuro.
—¿Se decía que habían llegado los hombres de Durruti?
—La vía férrea está cortada. Hemos mandado los camiones a Tarancón. En este momento están en camino.
—¿Se espera siempre para pasado mañana los aviones comprados en la U. R. S. S.?
Nadie contesta. Todos saben que el montaje termina. Pero cuánto tiempo habrá que esperar aún…
—¿En el sur, sobre quién van a caer?, —pregunta Manuel.
—Eso depende de la hora: por el momento, traen de Vallecas la brigada internacional.
Uno tras otro, llegan los oficiales.
Las últimas bujías se han apagado en las escaleras inmensas; el comandante francés se ha ido; sólo algunos faroles, que antes estuvieron colgados en las verjas, irradian en ese fondo de vastas perspectivas su claridad de lámparas de velatorio. Desierto como los últimos cafés de Madrid, abandonado como la ciudad, el palacio prepara como ella su resistencia subterránea.
9
Parque del Oeste
Sube el canto de un mirlo, queda en suspenso como una pregunta; otro le contesta. Vuelve a comenzar el primero, hace una pregunta más inquieta; el segundo protesta furiosamente, y llegan carcajadas a través de la niebla. «Tienes razón —dice una voz—: No pasarán. ¡Ni hablar!». Los mirlos son Siry y Kogan, de la primera brigada internacional. Kogan es búlgaro y no sabe francés: silban.
—¡Silencio!
Una quincena de obuses responden.
Alemanes, polacos, flamencos, algunos franceses, esperan, escuchan las detonaciones acercarse. De pronto, todos se vuelven: tiran detrás de ellos.
—Balas explosivas —gritan los oficiales—. No tienen importancia.
¡Qué preciso es el sonido de las balas a través de la niebla! Se oyen las trayectorias… El batallón, desde el principio de su instrucción, se ha llamado Edgar-André. Los alemanes se han enterado aquella noche de que a Edgar-André, prisionero de Hitler, lo acaban de matar a hachazos.
Casi todos los alemanes, desde hace meses, viven la vida miserable de la emigración, dudan de sí mismos. Esperan. Esperan desde hace tres años. Hoy iban por fin a demostrar que no se habían colado en la revolución.
Los polacos esperan las órdenes, el rostro atento.
Los franceses hablan.
El cañón se aproxima. Muchos soldados tocan a su vecino, como quien no quiere la cosa, con el hombro, con la pierna, como si la única defensa de un hombre contra la muerte fuera la presencia de los hombres.
Siry y Kogan están pegados el uno al otro. Demasiado jóvenes para haber hecho la guerra; pero lo bastante viejos para haber hecho su servicio militar; por lo tanto, al frente después de quince días de instrucción. Siry tiene una ancha cara triangular muy oscura, un muchacho rechoncho, con ademanes de comediante. Kogan es un plumero rizado, con un mechón de pelo vertical.
Han pasado la noche bajo la misma manta: los que van a combatir duermen de a dos, a causa del frío de noviembre. Nunca, piensa Kogan, he sentido tanta amistad por un hombre en tan poco tiempo. Cada vez que un obús cae cerca de ellos, Siry, en lenguaje de mirlo, aprueba, juzga, protesta. Un 155 cae sin estallar, desaparece a través del lodo hacia algún centro de la tierra: Siry agita las alas, protesta desesperadamente.
—¡Los moros!
No; un combatiente demasiado nervioso. La niebla comienza a levantarse, pero no se ve a nadie: explosiones, un bosque desierto.
—¡Cuerpo a tierra!
Helos a todos en el olor del musgo y de los recuerdos de infancia. Bajan los primeros heridos en la cara, el rostro oculto por los dedos ya del color de la sangre. Los soldados se levantan a pesar de las balas para saludar con el puño en alto, los heridos no los ven, salvo uno, que descubre para responder con su puño sangriento el rostro mismo de la guerra. Por todos lados caen ramas, como hombres.
—Inmunda tierra —dice Siry—, ¡si uno pudiera meterse dentro!
—¡De pie!
Comienzan a avanzar, agachados, a través del bosque. Oyen a los moros avanzar también, pero nada ven, salvo los árboles aislados semejantes en la niebla a los géiseres de tierra de los obuses. Se acabó la imitación del mirlo: desde que marchan, desde que van al combate con los pies, no piensan sino en el segundo en que aparecerán los moros; y, sin embargo, hasta los más ignorantes de entre ellos piensan también que, en esa mañana de niebla, son la Historia. El flamenco que está a la derecha de Siry (a la izquierda está Kogan), recibe una bala en la pierna, se baja para tocarse la pantorrilla, recibe dos balazos en el pecho y cae. Los moros tiran ahora a fuego cruzado. Nunca hubiera creído que hubiese tantas balas en el mundo, piensa Siry, ¡ni tantas para mí! Pero le encanta funcionar tan bien: el miedo está allí, pero no le molesta para caminar, ni para hacer ningún ademán. Bueno. «¡Vamos a mostrarles lo que son los franceses!». Porque en ese momento cada uno de los internacionales quiere demostrar las cualidades militares de su nación. Un oficial grita dos sílabas y cae, una bala en la boca. Siry comienza a enfurecerse: le parece que asesinan a sus compañeros. Bajo el estruendo de los obuses, percibe el silenció súbito de los hombres —por donde ronda todavía una frase, dicha por varias voces:
—Me jodieron…
Los internacionales avanzan en la niebla. ¿Es que los moros van a dejarse ver, sí o no?
Heinrich se agita en medio de los teléfonos y de la confusión de un puesto de comando. Llega un civil, pelo gris cortado a cepillo, bigotes.
—¿Qué quiere usted?, —pregunta Albert, el ayudante del general. Es un judío húngaro, exestudiante, exlavaplatos; robusto y con el pelo crespo.
—Soy comandante en el ejército francés. Pertenezco al Comité Mundial Antifascista desde su fundación. He pasado el día sentado en una silla en el Ministerio de Guerra, y puedo serles más útil. Por fin me han mandado aquí. Estoy a las órdenes de ustedes.
Le tiende a Albert sus papeles: libreta militar, carta del Comité.
—Está bien, mi general —dice éste a Heinrich.
—Una compañía polaca acaba de perder a su segundo capitán —dice el general.
—Muy bien.
El capitán se vuelve hacia Albert.
—¿Dónde están los uniformes?
—No tendrá usted tiempo —dice Heinrich.
—Muy bien. ¿Dónde están los hombres?
—Lo llevaremos allí. Le prevengo que su puesto es… serio.
—He hecho la guerra, mi general.
—Bien. Perfecto.
—Soy un suertudo. Las balas me tienen asco.
—Perfecto.
Entre los troncos de ese Parque del Oeste tan poco hecho para la batalla, más allá de los hombres caídos que no se ocupan ya de nada —muertos—, Siry ve por fin pasar como palomas furtivas los primeros turbantes.
—¡Planten sus bayonetas en tierra!
Nunca ha visto a los moros; pero empleado como agente de enlace algunos días antes, se encontró por la noche, durante una hora, en primera línea, a cien metros de sus trincheras. La noche de noviembre era espesa y brumosa; nada veía, pero oía claramente, mientras duró su misión, los tam-tam que subían y bajaban con sus luces; ahora los espera como esperaría el África. Dicen que los moros están siempre borrachos cuando atacan. A su alrededor, por todas partes, de pie, acostados o muertos, apuntando, tirando, están sus compañeros de Ivry y los obreros de Grenelle, los de Courneuve y los de Billancourt, los emigrados polacos, los flamencos, los proscritos alemanes, los combatientes de la Comuna de Budapest, los estibadores de Amberes —toda esa sangre delegada por la mitad del proletariado de Europa—. Los turbantes se aproximan detrás de los troncos, como si jugaran a las esquinitas en una loca carrera.
Se apasionan desde Melilla…
Largos trozos de acero, bayonetas o machetes, pasan sin brillar en medio de la niebla, largos y agudos.
Con arma blanca, las tropas moras se cuentan entre las mejores del mundo.
—¡Bayonetas!
Es el primer combate de la brigada internacional.
Los internacionales sacan sus bayonetas. Siry no ha peleado nunca. No piensa que lo matarán ni que será vencedor. Piensa: «¡Se dan cuenta estos árabes!». ¿Esgrima con bayoneta en el regimiento? ¿O bien perforarlos enseguida?
Entre dos obuses, una voz lejana dice detrás de los árboles:
—… la República…
No se oye más. Todos los ojos están fijos en los moros que llegan. Y una voz mucho más próxima, cuyas palabras cada uno adivina, cuyo sentido no importa pero sí su acento, palabras que tiemblan de exaltación y hacen erguirse a todos esos hombres agachados, grita por primera vez en francés, en medio de la bruma:
—Por la Revolución y la Libertad, la tercera compañía…
Heinrich, con la nuca afeitada que se le arruga como la frente, tiene un auricular contra cada oreja. Compañía tras compañía, la brigada contraataca con bayoneta.
Albert deja su receptor:
—No comprendo nada, mi general. El capitán Mercery dice: «Botín considerable. La posición es nuestra. ¡Nos hemos apoderado por lo menos de dos toneladas de jabón!». Mercery manda una compañía española, a la derecha de los internacionales.
—¿Qué jabón? ¿Qué quiere decir ese idiota?
Albert toma de nuevo el receptor.
—¿Qué? ¿Qué fábrica? ¿Qué fábrica? ¡Dios mío! Explica la utilidad del jabón —le dice a Heinrich.
El general mira un mapa.
—¿En dónde?
Heinrich ha cambiado de auriculares.
—Bien —dice—. Se ha equivocado de lado y ha tomado una jabonería que era nuestra. Dígale al general español que saque a ese idiota inmediatamente.
La bayoneta que van a utilizar es más larga de lo que creían. En el último cuarto de hora, Siry encuentra únicamente una confusión de matorrales y de grandes árboles que estallan todos, un estruendo de obuses por encima de las balas explosivas, y los moros que llegan, boquiabiertos, pero no se oyen aullidos.
Una compañía alemana acaba de relevar a la de Siry, que parte a la retaguardia para ser dada momentáneamente de baja. El bosque está alfombrado de moros como de papeles después de una fiesta; el batallón, cuando cargaba, no los veía. Se dice que una compañía polaca ha pasado el Manzanares.
—¿Y el comandante que se mandó a los polacos? —preguntó Heinrich.
—Cuando vio lo que pasaba, dijo: la posición es insostenible, deben ustedes abandonarla. Los que lleguen a nuestras líneas dirán que han partido por mi orden. Saldrán ustedes por las ventanas de atrás, no les tocarán por eso menos obuses, pero a pesar de todo soportarán menos balas. ¡Vayan!, y digan que he hecho lo que había que hacer.
»Se puso la guerrera del segundo capitán polaco, bajó, cargó con la ametralladora hasta el fin y se pegó un balazo en la sien. Cayó del otro lado de la puerta.
—¿Cuántos supervivientes?
—Tres.
Siry ha perdido a Kogan: ninguno de sus dos vecinos comprende francés (salvo los comandantes). Siry sabe que, detrás de su batallón, no hay sino peluqueros armados: su reserva se llama el batallón de los Fígaros. Cuando calla el infernal estruendo, oye los tiros de la columna Durruti, que avanza, del «Regimiento de Acero», que avanza, de los socialistas, que avanzan; mientras más avanzan, más se ensancha su línea. Detrás del desorden sangriento del Parque se extiende, se despliega una línea de ataque tan larga como la ciudad. Entre las casas, los españoles que por la mañana han detenido tres ataques, acaban de recibir la orden de atacar a su vez: las casas tomadas por los moros son reconquistadas con granadas, los tanques son detenidos con dinamita, y los moros rechazados por las bayonetas de los internacionales, encontrando delante de ellos, en las calles, a los anarquistas que empujan hasta la primera línea los cañones republicanos. Detrás de ellos, los sindicatos movilizados esperan las armas de los primeros muertos.
Los fascistas avanzan desde Marruecos, pero retroceden desde el Parque del Oeste.
Derrotados los moros, las compañías diezmadas de los internacionales vuelven a la retaguardia, forman nuevas compañías, parten una vez más. Los moros caen. Los anarquistas de Durruti, las columnas de todos los partidos catalanes, los socialistas, los burgueses del «Regimiento de Acero» atacan.
—¡Oigo!
Albert sostiene el receptor.
—El enemigo contraataca de nuevo, mi general.
—¿Con los tanques?
—No, no hay nuevos tanques.
—¿Aviación?
Albert repite:
—Normal.
No corta. Mira su pie, que se mueve; el receptor tiembla:
—¡Mi general! ¡Ya está! ¡Llegan hasta el Manzanares! ¡Van a pasar de nuevo el Manzanares, mi general!
Compañía tras compañía pasan la de Siry, corriendo, cargando; y Siry y sus compañeros ocupan un terreno sembrado de hombres con caras arrugadas. Nación tras nación, las compañías pasan en la niebla que parece ahora hecha del humo de las explosiones, curvadas fusil adelante. Como en el cinematógrafo, ¡y sin embargo tan diferentes! Cada uno de esos hombres es uno de los suyos. Y vuelven, los puños contra la cara o sosteniéndose el vientre con las dos manos —o no vuelven— y han aceptado eso. Y él también. Detrás de ellos, Madrid, y el oscuro murmullo de todos esos fusiles.
Todavía una ola de asalto, y un angosto río…
—¡El Manzanares!, —gritan.
Deslumbrado, un mirlo canta. En alguna parte de la niebla, Kogan, que sangra sobre las hojas mojadas, con un bayonetazo en la cadera, responde por los heridos y los muertos.
II
«Sangre de izquierda»
I
1
El silencio, sin embargo profundo, se hizo aún más profundo; Guernico tuvo la impresión de que, esta vez, el cielo estaba lleno. No era un ruido de auto de carreras por el cual un avión se localiza; era una vibración muy ancha, cada vez más profunda, tenue como una nota grave. El ruido de los aviones que había oído hasta entonces era alternativo, subía y bajaba; esta vez los aviones eran bastante numerosos para que todo estuviese mezclado, en un avance implacable y mecánico.
La ciudad estaba casi sin faros; ¿cómo los aviones de caza gubernamentales, o lo que de ellos quedaba, hubiesen encontrado a los fascistas en esa oscuridad? Y la vibración profunda y grave que llenaba el cielo y la ciudad como les llenaba la noche, cosquilleando a Guernico y recorriéndole el pelo, se hacía intolerable porque las bombas no caían.
Por fin una explosión sofocada surgió de la tierra como una mina lejana; y, uno tras otro, tres estallidos de una extremada violencia. Otra explosión sorda; después, nada. Una más: por encima de Guernico, todas a la vez, las ventanas de un gran apartamento se abrieron.
No encendía su linterna eléctrica; los milicianos estaban siempre dispuestos a creer en señales luminosas. Siempre el ruido de los motores, pero el de las bombas por añadidura. En esa oscuridad completa, la ciudad no veía a los fascistas, y los fascistas veían apenas la ciudad.
Guernico trató de correr. Los adoquines acumulados lo hacían tropezar incesantemente, y la densa oscuridad hacía imposible seguir por la acera. Pasó un auto a la carrera, los faros azulados. Cinco nuevas explosiones, algunos tiros de fusil, una vaga ráfaga de ametralladora. Las explosiones parecían siempre venir de tierra, los estallidos de una docena de metros en el aire. Ni el menor resplandor; las ventanas se abrían, empujadas de más allá. Bajo una explosión más próxima, estallaron vidrios, cayeron de muy alto, sobre el asfalto. Con el ruido, Guernico tuvo conciencia de que sólo veía hasta el primer piso. Como un eco de vidrio roto, el ruido de una sirena se hizo perceptible, se acercó, pasó ante él, se perdió en la oscuridad: la primera de sus ambulancias. Por fin llegó a la Central Sanitaria; la calle se pobló en la oscuridad.
Médicos, enfermeras, organizadores, cirujanos se unieron al mismo tiempo que él a sus colegas de servicio. Él tenía por fin sus ambulancias. Un médico era responsable de la parte sanitaria del trabajo, Guernico de la organización de los auxilios.
—Esto puede funcionar —dijo el médico—, pero si las cosas continúan así, no funcionará más: estamos obligados a mandar las ambulancias por series, hay bombas en San Jerónimo y en San Carlos, y todo por el estilo…
Un asilo de ancianos y un hospital. Guernico imaginaba a los heridos corriendo a través de las salas apagadas de San Carlos.
—¿Las ambulancias tienen una buena cantidad de antorchas eléctricas, verdad? —preguntó tranquilamente.
—Llamas por todos lados. Sin duda, los fascistas emplean bombas incendiarias.
El médico abrió los postigos interiores.
—Mire.
Débiles resplandores rojos pasaban detrás de los perfiles de las casas, en direcciones diferentes. El incendio de Madrid comienza, pensó Guernico.
—¿Las antorchas están en las ambulancias, verdad? —preguntó de nuevo, paciente.
—No creo, pero, vea usted, no hace falta.
Guernico organizaba con una tranquilidad que sorprendía a los cirujanos: no había en él ni comedia, ni tragedia. Encargó a uno de los asistentes que llevara antorchas en cada ambulancia: en esa oscuridad completa, la luz era la primera condición de auxilio. Nueva explosión; los vidrios gimieron. Mientras una enfermera cerraba los postigos, se oían las sirenas de dos ambulancias lanzadas a través de la noche.
Un estallido más. Parecía que las bombas, bombas ligeras, sin duda, no fuesen arrojadas de un avión, sino echadas furiosamente como granadas. Guernico estaba sentado, y le trasmitían comunicaciones telefónicas, anotadas en fichas.
—Rodean el palacio —dijo.
—Mil heridos, y así sucesivamente… —dijo el médico. El hospital y la embajada soviética eran vecinos.
—Calle San Agustín —dijo Guernico.
Calle de León.
Plaza de las Cortes.
—Ahora no golpean a los heridos, sino a los vivos —dijo un médico.
Un asistente entreabrió la ventana cuyos postigos había cerrado el médico; por encima de las órdenes, de las llamadas telefónicas, del ruido demasiado seguro de los pasos y de la sirena constante de las ambulancias, entró en el cuarto la vibración regular de la escuadrilla fascista.
Una corriente de aire hizo volar algunos papeles: una enfermera, que había partido con la ambulancia del asilo de ancianos, volvía.
—¡Lo que hay que ver, mi querido Guernico! ¡A lo menos, dos ambulancias más para el hospicio!
—¡La puerta, Mercedes! —gritó el médico, atrapando como mariposas sus papeles que volaban con la corriente de aire.
—¡Qué pandilla de cerdos! —dijo ella como si hubiera hablado del rumor de los motores sobre el cual se cerraba la ventana—. Allí el desorden es aterrador. Los pobres viejos se arrastran por las escaleras. ¡Están enloquecidos, naturalmente!
—¿Cuántos heridos hay? —preguntó Guernico.
—¡Oh, para los heridos bastaría la ambulancia! Es para la evacuación.
—Las ambulancias son para los heridos, y no serán pocos… ¿Ahora los ancianos están en los sótanos?
—¡Puedes imaginarte!
—¿Los sótanos son fuertes?
—¡Oh!, catacumbas.
—Bueno.
Encargó a un asistente que previniera a la junta.
—Sabes, Guernico —dijo a media voz Mercedes, súbitamente calmada—, hay algunos que se enloquecen…
—¿Son bombas incendiarias? —preguntó el médico.
—La gente que parece saber algo las llama bombas de calcio. Es verde, ajenjo, exactamente. Es terrible, sabe usted: no se puede apagar. Y los viejos que corren a través de eso como ciegos, las manos hacia delante, o apoyados en sus muletas…
—¿Dónde ha caído la bomba?
¿Estaba una ventana mal cerrada? El ruido empecinado de los aviones rondaba la sala, cortado por la ráfaga de una ametralladora republicana, «para levantar el ánimo», sin duda. Pero por debajo, como si viniera del suelo y de las paredes, un gruñido subía y bajaba con el redoble de los tambores con sordina: un nuevo ataque de la brigada internacional contra los moros a lo largo del Manzanares.
—¿Dónde combaten? —preguntó Guernico.
—En la Casa del Campo, en la Ciudad Universitaria —dijo el médico.
Una explosión muy cercana hizo saltar los portaplumas sobre las mesas. Las tejas cayeron sobre tejados lejanos y sobre el revuelo de pasos de un grupo que huía. Hubo un segundo de silencio, después un grito estridente rayó la noche, después el silencio.
—Una bomba incendiaria ha caído sobre la embajada de Francia —dijo Guernico de nuevo en el teléfono—. Las bombas de la no intervención.
»Los motoristas están en su puesto, ¿verdad?
»Dos bombas cerca de la plaza de las Cortes.
»Hay que mandar seis ciclistas de enlace a Cuatro Caminos.
Un asistente le habló al oído.
—Enviad una ambulancia más a San Carlos —continuó—. Allí hay heridos… Y decid a Ramos que vaya a inspeccionar todo eso, por favor.
Desde el principio del sitio, la función de Ramos era traer la ayuda del Partido Comunista al lugar más amenazado. Si no era de gran utilidad para el servicio sanitario, que carecía de anestésicos y de placas radiográficas, lo era menos para el servicio de las ambulancias; pero en adelante, en Madrid, la ayuda a los heridos iba a ser una de las funciones capitales de la junta.
2
Ramos corría tan velozmente como se lo permitían sus faros azulados.
Ante el primer gran incendio, el automóvil se detuvo. En la noche llena de gritos sofocados, de ruidos de carreras, de detonaciones, de llamadas y desmoronamientos apagados por encima del redoble ininterrumpido de la batalla, un convento se hundió entre los escombros; los resplandores lo recorrían como animales bajo un hervidero de humo granate. No quedaba nadie. Piquetes de milicianos, guardias de asalto, servicios de auxilio miraban, fascinados por la turbadora exaltación de las llamas, la vida inagotable del fuego. Sentado, un gato gris alzaba la cabeza.
¿Había terminado el raid?
Un débil resplandor a la izquierda. Resonaron taconeos de botas en el silencio lleno de llamadas lejanas. Un haz de llamas sucedió al resplandor, decayó; después, proyectado en el cielo, y en las casas, hubo, de nuevo, un gran resplandor. Aunque los aviones hubiesen partido (los campos estaban próximos, y la noche de noviembre era larga), bajo los tejados, de piso en piso, el fuego continuaba su vida propia: a la izquierda se iluminaron cuatro nuevas hogueras: no por las chispas verdes y azules del calcio, sino por los chisporroteos de llamas rojizas. Cuando Ramos pasó por el lugar de las llamas, miríadas de pavesas roían las casas como una invasión de insectos, ante un éxodo silencioso: colchones, patas de sillas que salían de carretones, conducidos por viejas retrasadas. Los servicios de auxilio llegaban. Eficaces. Él controló una docena.
En San Carlos las casas formaban una pantalla, y la oscuridad era completa en casi todas las calles vecinas a la plaza: Ramos tropezó con una camilla; los que la llevaban gritaron. Como un puñado de papel picado incandescente, un torbellino de pavesas pasó por encima de los heridos extendidos en el suelo, unos al lado de los otros, iluminándolos muy débilmente en las piernas. Tres pasos más allá, Ramos tropezó con otra camilla: esta vez, el que gritó fue el herido. En un rincón deslumbrante y sobre un pedazo de techo, los bomberos apuntaban a la hoguera con sus mangueras minúsculas e irrisorias. Ramos llegó por fin a la plaza.
Las humaredas hirvientes se precipitaron y el resplandor subió. Todo se hizo nítido, los gorros de algodón de los heridos alineados y los gatos. Y como si hubiera acompañado el ascenso del fuego, la profunda vibración de los motores llenó de nuevo el cielo negro.
Ramos anhelaba tan violentamente la paz para esos heridos que evacuaban, ambulancia tras ambulancia, que quería creer en la llegada de los automóviles; pero un instante después del ruido de las vigas desvencijadas, en un silencio lleno de chispas, proseguía el incendio y se desplegaba en lo alto la cercanía inexorable de los motores; dos paquetes de cuatro bombas, ocho estallidos seguidos de un clamor muy sordo, como si la ciudad entera se hubiera despertado en el terror.
Al lado de Ramos, un miliciano campesino cuyo vendaje se había deshecho, miraba su sangre bajar a lo largo de su brazo desnudo y caer gota a gota en el asfalto: con esa luz sombría, la piel era roja, el asfalto negro era rojo, y la sangre, de un color de madera clara, se volvía, al caer, de un amarillo luminoso, como el del cigarrillo de Ramos. Éste hizo evacuar con urgencia al miliciano. Otros heridos, con los brazos enyesados, se deslizaron como en un lúgubre ballet, sus siluetas, negras al principio, después sus pijamas claros cada vez más rojos, a medida que atravesaban la plaza en el sombrío resplandor del incendio. Todos esos heridos eran soldados: no había enloquecimiento sino un orden huraño, hecho de cansancio, impotencia, rabia y resolución. Cayeron dos bombas más y la línea de heridos acostados se retorció como una ola.
La central telefónica estaba a cien metros, en una calle que el incendio no iluminaba: Ramos tropezó con un cuerpo, encendió su linterna: el hombre gritaba, la boca muy abierta; uno de los camilleros le tocó la mano:
—Está muerto.
—No, grita —dijo Ramos.
Apenas podían oírse, tal era el estruendo de las bombas, los aviones, los lejanos cañones y las sirenas. Pero el hombre estaba muerto, con la boca abierta como si hubiera gritado; y quizá había gritado… Ramos tropezó aún con camillas y gritos que un resplandor hizo surgir de la noche de todo un pueblo agobiado.
Pidió por teléfono ambulancias y camiones: muchos heridos podían ser evacuados por camiones. (¿Adónde?, se preguntaba. Los hospitales, unos tras otros, estaban transformados en hogueras). Guernico lo mandó a Cuatro Caminos. Era uno de los barrios más pobres, especialmente elegido por los fascistas desde el principio de la guerra. (Franco, decían, había afirmado que haría el menor daño posible al barrio elegante de Salamanca). Ramos tomó de nuevo el automóvil.
En el resplandor de los incendios, a la luz cadavérica de los faroles eléctricos azulados y de los faros, en la oscuridad completa, comenzaba de nuevo en silencio un éxodo secular. Muchos campesinos del Tajo se habían refugiado en casa de sus parientes, cada familia con su pollino; entre las mantas, los relojes despertadores, las jaulas con canarios, los gatos en los brazos, todos, sin saber por qué, iban a los barrios más ricos —sin trastornarse, con un antiguo hábito de desamparo—. Las bombas caían a montones. Les enseñarían a ser pobres como conviene serlo.
Los faros azulados iluminaban mal. Frente a las casas despanzurradas, Ramos pasó ante una veintena de cuerpos acostados, paralelos y confusos, todos iguales junto a los escombros. Detuvo el auto, silbó para llamar una ambulancia. Anarquistas, comunistas, socialistas, republicanos, ¡hasta qué punto el inagotable gruñido de los aviones mezclaba bien esas sangres, que se habían creído adversarias, en el fondo fraternal de la muerte!… Las sirenas resonaban en la oscuridad, se aproximaban, se cruzaban —se perdían en la noche húmeda como las de los barcos que zarpan—. Una se detuvo, y su grito largamente inmóvil en medio de esa contradanza de aullidos subió como el de un perro desesperado. A través del olor de ladrillo quemado, bajo el torbellino de chispas que rodaban calle abajo como patrullas enloquecidas, la explosión exasperada de las bombas perseguía las campanas de las ambulancias, las cubría de estallidos rabiosos de donde las incansables campanas salían como de túneles entre la jauría de las sirenas enloquecidas. Desde el principio del bombardeo, cantaban los gallos. Bajo el estallido salvaje de un torpedo, todos juntos quedaron dementes, numerosos como los de un pueblo en ese barrio miserable, frenéticos, exasperados, aullando a la muerte el canto salvaje de la pobreza.
En el débil haz de la antorcha de Ramos, febril como una antena de insecto, apareció, junto a los cuerpos tendidos a lo largo de la pared, un hombre acostado en una escalinata. Estaba herido en un costado y gemía. No muy lejos, sonaba la campana de una ambulancia. Ramos silbó de nuevo. «Viene», dijo. El hombre nada respondió, pero continuó gimiendo. La antorcha iluminaba desde lo alto, paseaba sobre su rostro la sombra de las gramíneas que crecían entre las piedras de la escalinata; Ramos, en el incansable frenesí de los gallos, miraba con piedad las finas sombras indiferentes pintadas con una precisión japonesa sobre esas mejillas que temblaban.
En la comisura de los labios le cayó la primera gota de lluvia.
3
Detrás de las trincheras alemanas de la brigada internacional, sube el resplandor de los primeros grandes incendios de Madrid. Los voluntarios no ven los aviones; pero el silencio de la guerra tiembla como un tren que cambia de rieles. Los alemanes están todos juntos, aquellos que se han exiliado porque eran marxistas, aquellos que se han exiliado porque eran novelescos y se creían revolucionarios, aquellos que se han exiliado porque eran judíos; y aquellos que no eran revolucionarios, que se han hecho revolucionarios y que están allí. Desde la carga del Parque del Oeste, rechazan dos ataques por día: los fascistas tratan en vano de derrotar la línea de la Ciudad Universitaria. Los voluntarios miran el gran resplandor rojo que sube en las nubes lluviosas: los resplandores de incendio, como los de los anuncios eléctricos, son inmensos en las noches de niebla, y parece que la ciudad entera arde. Ninguno de los voluntarios ha visto todavía Madrid.
Hace más de una hora que un camarada herido llama.
Los moros están a un kilómetro. No es posible que no sepan dónde se encuentra el herido: sin duda, esperan que los suyos vayan a buscarlo; ya ha sido muerto un voluntario salido de la trinchera. Los voluntarios están preparados para aceptar esta caza con señuelo; lo que temen, en esa noche profunda cuyo incendio no ilumina el cielo, es no encontrar su trinchera.
Por fin tres alemanes acaban de obtener la autorización de ir a buscar al que grita a través de la oscura niebla. Uno después de otro pasan el parapeto, se hunden en la niebla: el silencio de la trinchera es sensible a pesar de las explosiones.
El herido grita por lo menos a cuatrocientos metros. Eso será largo: todos saben ahora que un hombre no se arrastra rápidamente. Y habrá que acercarlo. Con tal de que no se levanten. Con tal de que el alba no llegue demasiado pronto.
El silencio y la batalla, los republicanos tratan de unirse detrás de las líneas fascistas; los moros tratan de aplastar la Ciudad Universitaria. En alguna parte de la noche las ametralladoras enemigas tiran al hospital. Madrid arde. Los tres alemanes se arrastran.
El herido llama cada dos o tres minutos. Si hay un cohete, los voluntarios no volverán. Sin duda están ahora a cincuenta metros de la trinchera; los otros sienten el olor insulso del barro, casi el mismo del de las trincheras, como si estuvieran con ellos. ¡Cuánto tarda el herido en llamar de nuevo! Con tal de que no se equivoquen de dirección, que vayan, por lo menos, directamente hacia él…
Los tres, boca abajo, esperan, esperan la llamada en la niebla atravesada de resplandores. La voz ha callado. El herido no llamará más.
Se han alzado sobre un codo, azorados. Madrid arde siempre, la trinchera de los alemanes resiste siempre, y, en el sombrío tam-tam del cañón, los moros intentan aplastar la Ciudad Universitaria en la niebla de la noche.
4
Shade se detuvo en la primera casa despanzurrada. Había parado la lluvia, pero se la sentía próxima. Mujeres de chal negro formaban cadena detrás de los milicianos del servicio de auxilio, que sacaban de los escombros una bocina de fonógrafo, un paquete, un cofre pequeño…
En el tercer piso de la casa, en un corte como un decorado, colgaba una cama, suspendida por un pie de un techo reventado, habían vaciado este cuarto en el arroyo, casi a los pies de Shade, con sus retratos, sus juguetes, sus cacerolas. La planta baja, aunque despanzurrada, estaba intacta, tranquila como la vida, y sus moradores agonizantes habían sido llevados por una ambulancia. En el primer piso, encima de una cama cubierta de sangre, sonó un despertador, y su llamada se perdió en la desolación de una mañana gris.
Los hombres del servicio de auxilio se pasaban los objetos de mano en mano; el último miliciano pasó a la primera mujer un paquete. La mujer no lo tomó por el medio, con las manos, como se lo tendían, sino entre los brazos: la cabeza cayó hacia atrás porque el niño estaba muerto. La mujer miró hacia la cadena de mujeres, buscó y se echó a llorar: quizá había visto a la madre. Shade se fue. Mezclado con la niebla húmeda de la mañana, el olor a fuego llenaba la ciudad, un olor feliz a madera quemada en los bosques de otoño.
A la mañana siguiente, no había víctimas: los habitantes, pequeños empleados, miraban en silencio arder su casa sin fachada. Shade estaba allí para buscar lo pintoresco o lo trágico, pero su oficio le repugnaba: lo pintoresco era irrisorio, y nada más trágico que lo banal, que esas miles de existencias humanas semejantes a las demás, que esas caras cubiertas de dolor como todas lo estaban de sueño.
—¿Es usted extranjero, señor? —le preguntó el que miraba a su lado.
La cara del interlocutor era fina y madura: las arrugas verticales del intelectual; mostró la casa sin decir nada.
—La guerra me da horror —dijo Shade ajustándose la corbata.
—Pues aquí no falta horror —y en voz un poco más baja—: Si podemos decir: la guerra…
»Señor: la fábrica de lámparas eléctricas, hacia la carretera de Alcalá, arde. San Carlos y San Jerónimo, arden… Todas las casas alrededor de la embajada de Francia… Muchas casas alrededor de la plaza de las Cortes alrededor del Palacio… ¡La Biblioteca!…
Hablaba a Shade sin mirarlo. Miraba el cielo.
—Yo también tengo horror a la guerra… Menos que al asesinato.
—Todo es mejor que la guerra —dijo Shade, obstinado.
—¿Hasta dar el poder a los que así lo ejercen?, —miraba siempre el cielo—. Yo tampoco puedo aceptar la guerra… ¿Y cómo aceptar esto? Entonces, ¿qué hacer?
—¿Puedo ayudarlo? —preguntó Shade.
Su interlocutor sonrió y le mostró la casa que ardía, con llamas pálidas en la mañana gris, bajo una melancólica humareda.
—¡Todos mis papeles, señor!… Y soy biólogo…
A cien metros de distancia, en una plaza, estalló un obús de grueso calibre. Los últimos vidrios se vinieron abajo, y en medio de los vidrios un asno atado, que no intentaba escaparse, se puso a rebuznar desesperadamente bajo la lluvia que volvía a caer.
Cuando Shade llegó al asilo de ancianos, muchos de sus ocupantes habían subido de los sótanos. El incendio se había apagado, pero los restos del bombardeo, en torno a esos personajes inofensivos y vulnerables con sus achaques y sus ademanes encogidos, era de un absurdo sobrehumano.
—¿Cómo lo pasaron? —le preguntó a un anciano.
—¡Ah, señor! ¡Correr no es cosa de nuestra edad! ¡Correr así! Sobre todo los que tienen muletas…
Tomó a Shade por la manga:
—¿Adónde vamos, señor? Yo, por ejemplo, era peluquero. Para una clientela especial, únicamente. Todos esos señores contaban conmigo para su arreglo fúnebre, afeitarlos, cortarles el pelo, y todo…
Shade oía con dificultad porque pasaban camiones, uno detrás de otro, sacudiendo las paredes y los escombros.
—El Frente Popular nos había puesto aquí, señor, y estábamos bien: ¡para lo que ha servido!… Porque esto va a comenzar de nuevo, figúrese… Terminará, sin duda, terminara… Sólo que yo también…
En el primer piso, los ancianos más vigorosos ayudaban en obras cuya naturaleza Shade no adivinaba. Había allí una docena de hombres, graves con la gravedad de la vejez española. Trabajaban como si estuvieran condenados al silencio, el oído atento, observando el cielo.
En el segundo piso, entre las sirenas de las ambulancias que recorrían la ciudad y el ruido incesante de los camiones, milicianos en servicio de turno trataban de arrastrar por la fuerza a los ancianos, refugiados bajo sus camas contra los bombardeos, medio locos, y que no querían soltarse de las patas de hierro. De pronto, el eco amenazador de las ambulancias, las sirenas de alerta recorrían la ciudad a toda velocidad: abandonando las camas, los ancianos corrían hacia la puerta de la escalera que conducía al sótano, con la manta sobre la espalda; salvo uno que llevaba su cama como un caparazón.
Menos de diez segundos después, la primera explosión pulverizaba sobre las mesas y bajo las ventanas los fragmentos del vidrio roto durante la noche, y como si Madrid entero hubiera respondido por un indiferente toque a rebato, por encima del redoble del cañón de la Ciudad Universitaria, los relojes de la ciudad comenzaron a dar, uno tras otro, las nueve.
Shade bajó por la puerta del hospital, pasó su larga pipa, su nariz. Anchos, semejantes a los aviones de transportes alemanes que tan a menudo había tomado en Europa, los Junkers salieron por la hendidura de un techo, su proa alargada hacia delante, negros y muy bajos bajo las nubes de lluvia, atravesaron lentamente la calle, desaparecieron detrás del techo opuesto, seguidos de sus aviones de caza. El destino guiaba las bombas incendiarias. Estallaron a derecha e izquierda, en rosario. Volaron las palomas; por encima de su blando vuelo, la vuelta rígida de los aviones pasó como la fatalidad. Esa muerte que mataba al azar causaba horror a Shade. ¿No tenían los gubernamentales suficientes cazas para sacar del frente un solo avión? Ante la puerta, los camiones seguían pasando con los toldos chorreantes: llovía muy cerca.
—Hay un sótano —dijo una voz detrás de él.
Se quedó bajo la puerta, sabiendo que no lo protegería. Siluetas caminaban a lo largo de las paredes, se detenían algunos minutos bajo cada portal, seguían caminando. A menudo había visitado el frente, nunca había sentido lo que ahora sentía. La guerra era la guerra; esto no era la guerra. Lo que hubiese querido ver que terminara era, más que los torpedos, el matadero. Las bombas continuaban cayendo, imprevisibles. Shade pensaba en lo que había entrevisto u observado en puestos: los cubiertos de las casas partidas en dos, en un retrato con el vidrio roto por encima de un chorrito de sangre, en un traje de viaje colocado encima de una maleta —preparativos para el otro mundo—, en un asno del que sólo habían encontrado los cascos, en los largos rastros de sangre de animal perseguido dejados en las aceras y sobre las paredes por los heridos del Palacio, en las camillas vacías con una mancha en el lugar de cada herida. ¡Cuánta sangre lavaría la lluvia! Los obuses, ahora, cruzaban las bombas. Shade aguardaba, después de cada explosión, el ruido de las tejas que caen. A pesar de la lluvia, el olor del fuego comenzaba a instalarse en las calles. Los camiones seguían pasando.
—¿Qué es eso? —preguntó Shade, estirando las alitas de su corbata de lazo.
—Refuerzos para el Guadarrama. «Ellos» tratan de entrar por allí.
5
Bajo un gran velo de lluvia oblicua, la brigada de Manuel avanzaba por la Sierra de Guadarrama en un paisaje de 1917 con campanarios desmantelados. Las siluetas se desprendían pesadamente del barro, bajaban poco a poco. Un horizonte de atardecer en plena mañana, largas líneas de antiguas labranzas orientadas hacia un valle bajo que subían hasta el cielo como en hilachas y detrás de la cual la llanura de Segovia bajaba sin duda hasta el infinito, como el mar detrás de un peñasco. La tierra parecía detenerse en ese horizonte; más allá, un mundo invisible de sueño y de lluvia gruñía con todos sus cañones. Detrás, Madrid. Los hombres avanzaban siempre, hundiéndose cada vez más en el barro cada vez más espeso. De tiempo en tiempo, entre las explosiones, un obús no estallaba, se hundía: bjjii…
El puesto de mando de Manuel estaba muy cerca de las líneas. Otros regimientos habían sido agregados al suyo, y él dirigía una brigada. Su derecha andaba bien; su centro, igualmente; su izquierda flaqueaba un poco. En el último combate, el sesenta por ciento de los oficiales y de los comisarios políticos de su brigada habían sido heridos. «Me haréis el favor de quedaros en vuestro sitio y no ir a cantar la Internacional a la cabeza de vuestras tropas», había dicho una hora antes. El contraataque se desarrollaba bien, pero la izquierda flaqueaba.
La izquierda no estaba formada por los hombres de Aranjuez, ni por los hombres del 5.º cuerpo que había sido reforzado, ni por los nuevos voluntarios agrupados en torno a ellos; éstos combatían a la derecha y en el centro. Eran compañías venidas de la región de Valencia, llamadas anarquistas, aunque sus hombres no hubieran pertenecido jamás a los sindicatos antes del levantamiento. Desde dos días antes, la izquierda de la brigada no tenía un solo sargento antiguo: todos estaban muertos o en el hospital.
Delante de esa izquierda avanzaban los tanques de Manuel. Mecánicos, tranquilos, marchaban contra una cortina de fuego de artillería de la misma densidad de la que trataban de detener los soldados de infantería que los seguían; no parecían avanzar contra un bombardeo, sino sobre un terreno minado donde hubiesen estallado las minas. Uno de ellos desapareció, como si se hubiese disuelto en la lluvia: un foso para tanques; otro se acostó blandamente junto a un géiser de tierra barrosa y de cascotes, entre los brotes impetuosos de la tierra arrancada, que recaía bajo los obuses con una curva blanda y desolada, melancólica como las rayas oblicuas de la lluvia sin fin; los otros continuaban su avance.
Durante meses, Manuel había visto avanzar los tanques de esa manera; sólo que, durante meses, eran los tanques enemigos. Un día, la brigada de Aranjuez había construido un tanque de madera —operación mágica, para hacer venir los tanques verdaderos…—. Hoy los suyos aparecían a lo largo de todo el paisaje, avanzando a la derecha, demorados a la izquierda, seguidos por los soldados de infantería. La artillería pesada republicana martilleaba a cañonazos las líneas enemigas, que respondían pero no llegaban a cortar el contraataque. En el gris universal, manchitas humanas de un gris más oscuro seguían a los tanques: los dinamiteros. Y las secciones de ametralladores ocupaban su terreno —un terreno miserable y deslavado— arrancando paso a paso al fango.
¿Por qué enviaban a la extrema izquierda tanques de refuerzo? ¿Por qué la izquierda se atascaba? La línea de tanques, desde su extrema derecha hasta el último de ellos, giraba ahora en media luna. ¿Se batían en retirada los tanques de Manuel? ¡Los que miraba no iban hacia los fascistas sino hacia él!
No eran tanques de refuerzo; eran tanques enemigos.
Si su izquierda flaqueaba, toda la brigada estaba perdida, y ese hueco podía convertirse en la brecha de Madrid. Si resistía, ni uno de los tanques enemigos volvería a las líneas fascistas.
Su reserva estaba preparada, al lado de sus camiones. Podía ponerla íntegramente en juego, porque de Madrid llegaba otra reserva de camiones.
El automóvil de enlace de la izquierda se detuvo delante de él: se lo reconocía desde lejos por su chaqueta de lana cruda. El comandante estaba detrás, con la cabeza en su brazo replegado apoyado en la capota. Parecía roncar.
—¿Qué tiene? —preguntó Manuel golpeándole la bota con una rama de pino que tenía en la mano.
No veía la herida.
—En la nuca —dijo el chófer.
Es raro que un oficial sea herido de espaldas durante un ataque. Sin duda, se había vuelto.
—Déjelo aquí —dijo Manuel— y corra a buscar a Gartner.
Manuel había telefoneado ya para que se pusieran en contacto con el comisario político y lo mandaran.
Con bruscas sacudidas, el auto desapareció a través del agua. Manuel tomó de nuevo sus prismáticos. Algunos hombres de su extrema izquierda corrían hacia los tanques fascistas, que no parecían tirar porque ningún hombre caía. Pero —Manuel hacía girar el resorte de los prismáticos, desleía más el paisaje, lo precisaba nuevamente detrás de la lluvia— andaban con los brazos levantados. Se pasaban al enemigo.
La compañía que los seguía, separada de ellos por un repliegue del terreno, no los veía.
Detrás de esas manchitas que corrían bajo sus brazos agitados, como insectos bajo sus antenas, el terreno bajaba. Bajaba hasta Madrid. Manuel recordó que desde la llegada de los nuevos, habían encontrado en el acantonamiento inscripciones falangistas.
Detrás, las otras compañías tiraban. Iban a la matanza, creyendo que la primera avanzaba. ¿Es que el capitán no reconocía los tanques italianos?
Al capitán lo traían en una manta (el puesto de evacuación estaba detrás del puesto de mando de Manuel). Muerto también. Una bala en la cintura.
Era uno de los mejores oficiales de la brigada, antiguo jefe de la delegación de Aranjuez. Estaba acurrucado sobre la manta, con sus bigotes grises llenos de gotas de agua.
Entre los nuevos había falangistas, y los oficiales eran fusilados por la espalda.
La derecha avanzaba siempre.
—El comisario político acaba de matar a un hombre —dijo el chófer.
Manuel se hizo reemplazar y corrió hacia la izquierda con toda su reserva.
Respetuoso de la consigna de «no ir cantando la Internacional a la cabeza de las tropas», el comisario político de la brigada, Gartner, había establecido su puesto en un bosque de pinos a la entrada del primer valle, aquel sobre el cual marchaban los tanques enemigos.
Un soldado vino a su encuentro corriendo. Era Ramón, uno de los antiguos. Entre los nuevos de la izquierda, Manuel había colocado a una cincuentena de hombres de Aranjuez.
—Querido comisario, hay cinco miserables entre los nuevos que quieren matar al coronel.
»Son seis. Quieren pasarse al otro lado. Han creído que yo estaba de acuerdo. Han dicho: esperamos a los otros. Después han dicho: con el capitán, la cosa va; con el comandante, la cosa va, ahora hay que ocuparse del de la chaqueta blanca. ¡El capitán, sabes! ¡Pandilla de miserables!
—Quieren pasarse al otro lado. Los que deben matar al coronel son quizá otros. Cuando dijeron eso, yo dije: esperad, esperad, yo tengo compañeros que quieren pasarse. De acuerdo, dijeron ellos. Entonces vine.
—¿Cómo puedes hacer para alcanzarlos? Toda la línea avanza…
—No; ellos no se mueven. Esperan que lleguen los tanques enemigos. Debe haber una combinación entre ellos.
»Y después están los muchachos que gritan que hay que escapar, que no podremos resistir los tanques. Gritan demasiado. No es natural. Entonces los compañeros me han mandado.
—¿Y el comisario de tu regimiento?
—Muerto.
Gartner había guardado con él a diez soldados de Aranjuez.
—Entre los muchachos hay traidores en la línea. Ésos han matado al capitán. Querían matar al coronel y pasarse a los fascistas.
Cambió de traje con uno de los soldados que estaban allí. Su cara en forma de rombo, afeitada, parecía casi necia cuando no expresaba nada; más aún, cuando Gartner trataba de que lo fuera; lo pareció y por completo cuando se quitó la gorra de uniforme y chorreó durante algunos minutos su pelo rubio como espigas. Reemplazado por un comisario del regimiento, partió con sus hombres.
En ese terreno ondulado todos los caminos convergían, ya al puesto de mando de Manuel y al puesto de evacuación, ya hacia el camino por donde Ramón guiaba a Gartner.
Detrás de un bosquecillo desbordante de pinos, bajaban, en efecto, dos soldados de infantería.
—¡Vamos, muchachos, nos largamos!
—Éstos son —le dijo Ramón al comisario.
—¿Los seis?
—Los que se escapan. Están todos obligados a pasar por aquí.
—¿Adónde? —gritó Gartner—. ¿Estáis chiflados?
Quizá los seis nuevos no lo habían visto nunca, sólo conocían al comisario del regimiento. Sin duda lo habían encontrado a menudo, pero no pensaban en él. No pensaban en nada.
—¡Nos largamos, te digo! Aquí no hay forma de resistir. ¡Y los tanques! Dentro de media hora nos habrán cortado la salida, ¡y nos matarán a todos!
—Detrás está Madrid.
—Me cago —dijo el otro, un hermoso muchacho medio aturdido—. Si los jefes hicieran su trabajo, no tendríamos que escaparnos. ¡Vamos, sálvese quien pueda!
—¡Los del centro resisten!
Todo esto, más que hablar, se ladraba en medio de la lluvia. Gartner estaba delante de uno de los soldados, con su boca demasiado pequeña en su rostro demasiado ancho. El soldado bajó su fusil.
—Dime, cara de pescado muerto, ¿quieres que te asciendan? Si te quedas para hacerte aplastar por los tanques, allá tú, pero si pretendes que aplasten a tus compañeros, te voy a…
Ramón, de un puñetazo, lo hizo caer en el barro. Así desarmado, tanto a él como a su compañero, los rodearon cuatro hombres de Gartner. Éste iba hacia delante, ahora corriendo: el capote amarillo sobre sus hombros se volvía gris a través de la lluvia.
Los seis hombres de que había hablado Ramón esperaban en un hueco de cuatro o cinco metros, cubiertos de lodo. Pero no era el caso de empezar un combate.
—Aquí están los muchachos —dijo Ramón, como si le hubiese presentado a Gartner y a los otros.
—¿Vamos? —preguntó el comisario.
—Espera —dijo el que parecía mandar a los seis—. Los otros están arriba.
—¿Quiénes? —preguntó Gartner, con aire estupefacto.
—Eres demasiado curioso.
—Me cago. Lo que me interesa es que sean tipos seguros. Porque yo tengo armas, pero no para entregarlas a cualquiera. ¿Cuántas quieren?
—Para nosotros seis.
—Los compañeros y yo podemos tener enseguida diez pistolas ametralladoras.
—No, para nosotros seis. No más.
El otro golpeó sobre su fusil, encogiéndose de hombros.
—No es que tengamos necesidad —dijo uno de los otros—. Pero, en mi opinión, es muy útil. También las diez.
El primero aprobó, como si hubiera obedecido. Las manos del que acababa de hablar eran finas. Es un falangista, pensó el comisario.
—Comprendes que, a pesar de todo —continuó Gartner dirigiéndose al primero en hablar—, es algo muy diferente de tu escopeta. Una 7,65 no es un revólver de señora. Y así, mira, abres el gran cargador. La armas así. Tiene cincuenta balas. Como vosotros sois seis, hay ocho para cada uno. ¡Arriba las manos!
Apenas avanzó, el que había contestado primero, dos centímetros la mano hacia el fusil, se desmoronó en un charco de un balazo en la cabeza. La sangre se esparció en el agua, negra, bajo un cielo mortecino. Los tanques enemigos avanzaban siempre.
Los compañeros de Gartner apuntaron a los otros y los trajeron. Ante la granja, encontraron a Manuel y a sus camiones. Gartner saltó al auto de Manuel y lo puso al corriente. Manuel había enviado ya a la izquierda la sección antitanques de su reserva.
Los tanques fascistas iban a llegar dentro de pocos minutos a esa sección. Si el centro resistía, la reserva reemplazaría a la izquierda y, como la derecha avanzaría siempre, todo iría bien. Si no…
En el centro estaban los de Aranjuez y todos los que se habían unido a ellos: antiguas milicias de Madrid, de Toledo, del Tajo, de la Sierra misma, obreros de las ciudades, yunteros, obreros agrícolas, pequeños propietarios —los metalúrgicos y los peluqueros, los textiles y los panaderos—. Combatían ahora en un paisaje erizado de pequeños cercos de piedra paralelos, como las curvas en los mapas del Estado Mayor; desde allí era imposible que no viesen que si los tanques enemigos avanzaban todavía dos kilómetros (cinco o diez minutos) ni uno de entre ellos quedaría con vida. Manuel había dado orden de resistir, y ellos resistían, aferrados a las piedras, pegados a los altibajos del terreno, escondidos detrás de los árboles menos anchos que ellos, los morteros enemigos delante y detrás, las ametralladoras tirando a fuego cruzado, los obuses de la artillería pesada viniendo a buscarlos desde el fondo de la lluvia. Manuel había inspeccionado el centro, y había visto a sus hombres caer uno tras otro, sepultados uno tras otro por la tierra removida por los nuevos obuses. A través del furor con que la tierra que estallaba en kilómetros de kilómetros parecía abalanzarse contra las nubes, precipitar contra la lluvia de invierno su lluvia, de la que brotaban terrones, cascotes y heridas, Manuel veía llegar un vago enemigo con sus bayonetas. No brillaban en ese paisaje donde la lluvia disolvía todo lo que le echaba la tierra, y sin embargo Manuel sentía las bayonetas como si él mismo hubiera sido atacado. Algo confuso pasaba en el fondo de la lluvia, alrededor de los innumerables y absurdos cercos de piedra; y la ola enemiga (esta vez no eran los moros) refluyó, como si no hubiera sido deshecha por los antiguos milicianos sino por la lluvia eterna que ya mezclaba muchos de sus muertos con la tierra, y mandaba de vuelta hacia invisibles trincheras las olas de asalto enemigas, deshilachadas y disueltas, a través del velo de una lluvia con detonaciones tan numerosas como sus propias gotas.
Cuatro veces la infantería fascista volvió al arma blanca, y cuatro veces se fundió en el gran velo de agua.
La línea resistía. Pero, hundiendo la izquierda de Manuel, los tanques de la derecha fascista llegaban a la sección antitanque.
Pepe dirigía esta sección. Por poco que tuvieran la menor aptitud para dirigir, los dinamiteros del mes de agosto aún vivos dirigían ahora. Pepe refunfuñaba: «Lástima que su compañero González no esté aquí y con él, para la pequeña experiencia que iba a intentar». Pero González peleaba en la Ciudad Universitaria. Al mismo tiempo, Pepe se regocijaba. «¡Ya se darían cuenta del golpe que iban a recibir!». Seguidos de bastante lejos por su infantería, los tanques fascistas avanzaban a toda velocidad hacia el primer valle, que los ponía al abrigo de la artillería republicana. En cada valle de la Sierra, hay una carretera o un camino: los camiones habían traído a Pepe y a sus hombres a tiempo.
De ambos lados de la carretera, un terreno bastante descubierto: aquí y allá bosquecillos de pinos negros bajo la lluvia. Los hombres de Pepe tomaron posición, tendidos sobre las aguas empapadas, en medio de un olor a hongos.
El primer tanque entró en el valle, a la derecha de la carretera. Era un tanque alemán, muy rápido y móvil; bajo esa lluvia interminable todos los dinamiteros tenían la impresión de que hubiese debido enmohecerse. Ante él, huía a todo correr una jauría de perros que se habían vuelto salvajes, refugiados en la Sierra.
Los demás empezaron a distinguirse. Pepe, tendido, no veía el terreno entre la maleza, y los tanques parecían avanzar brincando, curvando sus torretas como una cabeza de caballo, o irguiéndola. Tiraban ya y sus cadenas parecían sonar, no con el ruidito mecánico que traía la lluvia, sino con el estruendo de todas las ametralladoras. Pepe estaba acostumbrado a las ametralladoras, y estaba acostumbrado a los tanques.
Esperaba.
Mostrando los dientes con una sonrisa inamistosa, empezó a tirar.
Una máquina puede parecer estupefacta. Al oír las ametralladoras, los tanques se habían hundido. Cuatro de entre ellos —tres de la primera línea, uno de la segunda— se alzaron juntos, no comprendiendo lo que les sucedía, encabritados como misteriosas amenazas a través de una lluvia de pesadilla. Dos se volvieron, uno cayó, el cuarto quedó en el aire, derecho bajo un pino muy alto.
Por primera vez acababan de encontrar las ametralladoras antitanques.
La segunda ola nada había visto de lo que acababa de suceder —un tanque es casi ciego—. Había llegado a toda velocidad. Por encima de la primera fila de ametralladores acostados, la segunda comenzó a tirar y los tanques a vacilar —salvo cuatro, que sobrepasaron a Pepe, y arremetieron sobre su segunda línea.
El caso estaba previsto: Manuel había hecho maniobrar a sus hombres. Los ametralladores de la segunda línea dieron la vuelta a dos ametralladoras, mientras que los otros y los de la primera fila continuaban tirando contra la masa de tanques que huían en zig-zag en el diluvio, a través de los pinos negros. Pepe se volvió también: esos cuatro eran más peligrosos que todos los demás, si a sus conductores no les faltaba resolución, la brigada a la que terminarían por llegar, supondría que eran seguidos por otros.
Tres estaban cada uno contra un pino: habían pasado solos, porque sus conductores estaban muertos.
El último continuaba avanzando, bajo el fuego de las dos ametralladoras. Se había lanzado por la carretera vacía, y corría con su alboroto de llantas bajo el estruendo de las ametralladoras antitanques, a setenta por hora, sin tirar, absurdo y minúsculo entre las pendientes cada vez más altas, perdido sobre el asfalto, extrañamente solitario, laqueado de lluvia, reflejando el cielo pálido. Llegó por fin a una curva, chocó contra la roca y quedó allí calzado, como un juguete.
Los tanques que no habían sido tocados corrían ahora en el mismo sentido que los tanques republicanos, cayendo sobre su propia infantería espantada que comenzaba a desbandarse. Delante, entre los pinos alrededor de un tanque encabritado como un fantasma de la guerra, tanques en todas las posiciones, cubiertos ya de ramitas, de agujas, de piñas cortadas por las balas —asidos por la lluvia y la herrumbre futura como si estuvieran abandonados desde hacía meses—. Manuel acababa de llegar. Más allá del brinco de las últimas torretas, la derecha fascista se desbandaba detrás de ese cementerio de elefantes. Y la pesada artillería republicana comenzó a bombardear su línea de retirada.
Manuel volvió a irse de inmediato hacia su centro.
La huida de la derecha enemiga ante sus propios tanques, seguidos ahora, como si hubiesen sido tanques republicanos, por los hombres de Pepe que no tenían ametralladoras, seguidos también por los dinamiteros y por la reserva de Manuel a paso de carrera en el barro, llevaba al derrumbamiento, arrastrando el ala del centro fascista. El centro de Manuel, reforzado por una parte con las tropas venidas de Madrid en los camiones, por la otra mantenida en reserva, salía por fin de sus piedras en un orden enfurecido.
Eran los que se habían acostado en las plazas el día del cuartel de la Montaña, cuando tiraban sobre ellos de todas las ventanas, y que «se prestaban» las ametralladoras en caso de ataque; los que habían asaltado el Alcázar con sus escopetas, los que habían huido contra los aviones, llorando en el hospital porque «los nuestros los habían abandonado», los que habían huido ante los tanques y los que habían resistido con dinamita; todos los que sabían que los señoritos reconocían al «buen pueblo» por su servilismo —la inagotable multitud de los futuros fusilados, invisibles como el cañón que contra ella avanzaba de un extremo a otro de la línea con un redoble de tambor.
Los fascistas no tomarían Guadarrama aquel día.
Manuel, con su rama de pino bajo la nariz, miraba las líneas confundidas de los de Aranjuez y de los hombres de Pepe, como si hubiera visto avanzar su primera victoria, todavía viscosa de barro, en la lluvia monótona e interminable…
A las dos, todas las posiciones fascistas estaban tomadas; pero había que detenerse allí. No era cuestión de avanzar hacia Segovia: los fascistas parapetados esperaban más allá, y el ejército del centro no tenía más reservas que las que estaban en línea.
6
Las mesas de La Granja a lo largo del bulevar estaban vacías, pero todo el fondo del café estaba lleno. En Madrid, la lluvia que venía de la Sierra había parado. La sonoridad de las explosiones era nueva: más débil que la de las bombas, pero a diez o veinte metros del suelo.
—¿Han llegado nuestros cañones antiaéreos? —preguntó Moreno, más hermoso que nunca.
Nadie contestó. Todos los que allí bebían se conocían más o menos. Los vasos temblequeaban por el estampido constante del cañón de la Ciudad Universitaria. El café no estaba iluminado; la una de la tarde irradiaba hasta el fondo de la sala una luz de sótano.
Un oficial abrió la puerta e hizo entrar el brillo del día de noviembre:
—El fuego se extiende por todas partes. Ya llega por aquí.
—Lo apagaremos —dijo una voz.
—¡Es difícil decirlo! En la calle San Marcos, en Martín de los Hijos…
—En la avenida Urquijo…
—El hospicio de San Jerónimo, el hospital San Carlos, las casas alrededor del Palacio.
Otros oficiales entraron. Junto con ellos, invadió el café un olor a piedra ardiente.
—El hospital de la Cruz Roja…
—El mercado de San Miguel…
—Ya han apagado una parte. En San Carlos y San Miguel, se acabó.
—¿Qué esperan? ¿Los antiaéreos?
—Mozo, un ajenjo —dijo el compañero de Moreno, un melenudo estragado.
—No lo sé. No lo creo.
—Son metrallas —dijo el oficial que había entrado el último—. En la plaza de España, caen tanto como pueden. Pero en Guadarrama no pasan.
Se había sentado al lado de Moreno, con uniforme también —y joven ese día porque estaba recién afeitado—. Ahora tenía el pelo corto.
—¿Cómo reaccionan en la calle?
—Ahora comienzan a bajar a los refugios. Hay algunos que se quedan donde están, petrificados, sobre todo las mujeres. O que se caen al suelo, o que gritan. Hay los que corren al azar. Todas las mujeres que llevan niños de la mano corren. Están los curiosos también.
—Toda la mañana he tenido la impresión de un temblor de tierra —dijo Moreno.
Quería decir que la multitud no tenía miedo de los fascistas, pero era presa del espanto de un cataclismo; porque la cuestión de «rendirse» no se planteaba más que la de rendirse a un temblor de tierra.
Pasó una ambulancia, precedida de su campana.
Con el estruendo de un rayo, los vasos saltaron sobre los platillos, y junto con los aperitivos, se esparcieron sobre las mesas pedazos triangulares de gruesos vidrios: habían tirado una bomba en el bulevar enfrente del café. Rodó la fuente de un mozo y cayó en el silencio con un ruido de címbalos sofocados. La mitad de los consumidores se lanzó por la escalera del subsuelo con un tintineo de cucharillas; la otra mitad quedó allí, a la espera. Pero no hubo otra explosión. Como siempre, los cigarrillos salieron de docenas de bolsillos (pero nadie ofreció a nadie) y docenas de fósforos se encendieron a la vez en la humareda que giraba sobre sí misma, cuando se escurrió entre los dos grandes huecos con dientes de sierra que habían sido los espejos, un muerto, entre los vidrios hechos trizas, quedó apoyado en una barra del torniquete de la puerta giratoria.
—Nos apuntan —dijo el compañero de Moreno.
—No des la lata.
—¡Estáis todos locos, no comprendéis nada! ¡Os haréis matar porque sí! ¡Te digo que nos apuntan!
—Me cago —dijo Moreno.
—¡Oye, hombre, disculpa! Yo he combatido, desde luego. Todo lo que quieras. Pero hacerme matar porque sí, por bombas de avión, eso no. He trabajado toda mi vida, hasta ahora, y tengo todos mis sueños por delante.
—Entonces, ¿qué haces aquí? Ni siquiera estás en el sótano.
—Me quedo, pero me parece idiota.
—«Mira lo que hago, no escuches lo que digo», ha dicho un filósofo.
Bajo el gruñido de los obuses que caían de todos lados, los reflejos del día de invierno aferrados a los pedazos de vidrio que estaban en la mesa y en el piso, se estremecían imperceptiblemente en los charcos temblorosos de manzanilla, de vermut y de ajenjo. Los mozos subían del sótano.
—Dicen que Unamuno ha muerto en Salamanca.
Un civil volvió de la cabina telefónica.
—Hay una bomba en el metro de la Puerta del Sol. Un agujero de diez metros de profundidad.
—Ven a ver —dijeron dos veces.
—¿Había refugiados en el metro?
—No lo sé.
—El servicio de ambulancias dice que había a mediodía más de doscientos muertos y quinientos heridos.
—¡Para empezar!
—… Dicen que han luchado en Guadarrama…
El que había telefoneado se sentó delante de los desechos de un aperitivo.
—Estoy harto —continuó el compañero melenudo de Moreno—. ¡Y te repito que nos apuntan! ¿Qué hacemos aquí, en pleno centro? ¡Es idiota!
—Vete.
—Sí, a China, a Oceanía, no importa adónde.
—… El mercado del Carmen está incendiándose —gritó una voz de afuera, inmediatamente cubierta por una nueva campana de ambulancia.
—¿Qué harías en Oceanía? ¿Collares de conchillas? ¿Organización de tribus?
—¡Pescaría peces de colores! ¡De todo! ¡Con tal de no oír hablar más de esto!
—Te molesta de tal modo desvincularte de todo esto que ni siquiera tienes ganas de bajar al sótano. Yo he dicho los mismos discursos que tú, infeliz. ¡Y a Hernández, pobre!
Miró súbitamente a su compañero con temor: Hernández, hoy, era él, Moreno, y Hernández estaba muerto. Pero la superstición se disipó como se disipaba el humo delante de ellos:
—Estuve a punto de irme a Francia; después vacilé; después me tomaron de nuevo los camaradas, la vida. Delante de los obuses, no creo en las reflexiones; ni en las verdades profundas; ni en nada: creo en el miedo. El verdadero: no el que hace hablar; el que hace irse. Si te vas, no tengo nada que decirte; pero desde el momento en que te quedas aquí, harías mejor en cerrar el pico.
»En prisión, he visto todo lo que se puede ver, he oído a cada tío jugarse la vida a cara o cruz, he aguardado el domingo porque no fusilaban el domingo. He visto a tíos jugar al frontón en la pared donde quedaban todavía pedazos de sesos y pelo de los presos. He visto a más de cincuenta condenados a muerte jugar a cara o cruz en sus celdas. Cuando hablo de eso, sé de qué hablo. Bueno.
»Sólo que hay otra cosa, hombre. Yo había peleado en Marruecos. Allí era todavía una especie de dependencia del duelo. Aquí, en las primeras líneas, pasa algo muy distinto. Después de los diez primeros días, eres un sonámbulo. Ves que todo se te viene abajo. La artillería, los tanques, los aviones son cosas demasiado mecánicas, todo se vuelve una especie de fatalidad. Y estás seguro de que no podrás salir nunca más. No sólo de la situación en que te encuentras ahora: de la guerra. Eres como el que ha tomado un veneno que actuará dentro de algunas horas, como un individuo que ha pronunciado sus votos. Tu vida ha quedado detrás.
»Y entonces la vida cambia, estás de pronto en otra verdad, los otros son los que están locos.
—¡Tú estás siempre en una verdad!
—Sí. Mira lo que es: avanzas sobre una cortina de fuego. No te ocupas de nada ni de ti. Caen centenares de obuses, avanzan centenares de hombres. Tú eres sólo un suicida, y, al mismo tiempo, posees lo que hay de mejor en todos. Posees su… lo que tienen de mejor, en fin, como la alegría de la multitud en carnaval. No sé si me hago comprender bien. Tengo un compañero que llama a eso el momento en que los muertos se ponen a cantar. Desde hace un mes sé que los muertos pueden cantar.
—Muy poco para mí.
—Hay algo que yo, el más antiguo oficial marxista, no había sospechado nunca. Una fraternidad que no se encuentra sino del otro lado de la muerte.
—Están aquellos a los que haría combatir con los fusiles contra los aviones. Y aquellos a los que haría combatir con los fusiles contra los tanques. Yo, en este momento…
—Yo he estado tan crispado como tú, y ahora…
—Estarás todavía más tranquilo cuando estés muerto.
—Sí, sólo que ahora me cago en todo.
La sonrisa de Moreno descubría sus dientes magníficos. Todas las botellas decorativas colocadas encima del bar se vinieron abajo con un ruido de sonajeros; las mesas parecieron endurecerse bajo la explosión, y un anuncio de vermut cayó sobre la espalda de Moreno cortándole la sonrisa como si le hubieran pegado un manotazo. Las narices que salían del subsuelo volvieron a hundirse.
Un civil herido, barbudo, se precipitó desde afuera sobre la puerta giratoria, y la hoja, lanzada a toda velocidad, golpeó contra el pecho del muerto allí atascado, con un sonido blando en medio del silencio que siguió a la explosión. El herido pegaba con los puños en el vidrio medio rojo, se encarnizaba, hasta que por fin cayó.
Por todas partes continuaron las explosiones.
7
Obuses de gran calibre caían entre la Central Telefónica y Alcalá. Uno de ellos no llegó a estallar y dos milicianos lo alzaron, uno delante, otro detrás. El cielo sin nubes del atardecer comenzaba a pesar sobre un Madrid lleno de pavesas y de chispas, donde el olor del bombardeo y del polvo se mezclaba con otro, más inquietante, que López había conocido en Toledo y que creía que era el de la carne quemada. No habían traído dos grecos y tres goyas pequeños que se encontraban en un hotel abandonado por su propietario, y que se esperaban desde la mañana en el Consejo de Protección de los Monumentos, adonde López había sido destinado. Éste quería sacarlos antes de irse él.
Muy poco eficaz en la guerra, López se había mostrado brillante en la protección de las obras de arte. Gracias a él, ni un Greco había sido destruido en el desorden de Toledo, y las telas de los más grandes maestros habían sido sacadas por docenas del indiferente polvo de los desvanes de los conventos.
No muy adelante, frente a una iglesia, estalló un obús de poco calibre: las palomas, que huyeron de inmediato, volvieron, intrigadas, a examinar las frescas roturas del frontón. Por las ventanas de una casa despanzurrada, abiertas ahora hacia el infinito, apareció la alta torre de la Catedral con su escudo barroco, pálido en el atardecer de noviembre.
Era milagroso que ese pequeño rascacielos que domina Madrid no estuviera todavía hecho migajas. Una parte se descantillaba. En cuanto a los vidrios… Detrás de la torre subió el humo de un obús. ¡Dios mío!, pensó López, terminará por llegar hasta uno de mis Grecos…
Una multitud aterrorizada daba vueltas en vano por las calles, sabiendo de lo que huía, y no sabiendo adónde; y otra multitud indiferente, curiosa o exaltada, caminaba mirando para arriba. Un segundo obús cayó en los alrededores: niños, acompañados de mujeres o de ancianos, corrían espantados; otros niños, sin parientes de ninguna clase, «discutían el golpe».
«¡Son unos idiotas, los fascistas! No saben tirar: apuntan a los soldados de la Casa de Campo, ¡y mira dónde pegan!».
Una mañana, en la guardería infantil de la plaza del Progreso, tres niños jugaban a la guerra, mirando hacia arriba, como los que estaban delante de López. «¡Una bomba!», dijo uno de ellos. «¡Cuerpo a tierra!». Los tres soldados disciplinados se pusieron de bruces. Era una verdadera bomba. Los otros niños, que no jugaban a la guerra y permanecieron de pie, fueron muertos o heridos…
Un obús cayó a la izquierda; corrió una fila de perros, oblicuamente; llegó otro grupito de una calle vecina, en sentido inverso. La ronda desesperada de perros abandonados parecía prefigurar la de los hombres. López encontraba para observarlos su mirada de escultor amigo de los animales, pero otros animales lo aguardaban.
Como casi todos los palacios requisados, como el palacio de Alba, aquel adonde iba López estaba abundantemente exornado de animales disecados. Muchos aristócratas españoles amaban más sus piezas de caza que sus cuadros, y, si conservaban sus Goyas, los mezclaban de buena gana con sus trofeos. El inventario de las casas de las grandes familias que habían huido —sólo habían sido requisadas aquellas cuyos propietarios habían huido— constaba a menudo de una docena de cuadros de grandes maestros (cuando no habían sido llevados al extranjero la semana que precedió al levantamiento) y de un número inesperado de colmillos de elefante y de cuernos de rinoceronte, de osos disecados y de animales diversos.
Cuando López entró en los jardines del palacio, saludado por una bomba que cayó a cien metros, un miliciano vino a su encuentro.
—¿Qué pasa, zoquete? —gritó López golpeándolo en el hombro—, ¿y mis Grecos? ¡Dios mío!
—¿Qué? ¿Los cuadros? No había medio de transporte: eran demasiado grandes después de que tus hombres los embalaran como si fueran huevos. El camión ya pasó.
—¿Cuándo?
—Hace más o menos media hora. Pero no quiso llevarse estos animales.
Dispersados bajo los árboles con sus ademanes «naturales», en torno a los colmillos de elefantes cuidadosamente ordenados bajo la marquesina, los osos disecados se agitaban; los obuses sacudían ligeramente la tierra, y los osos abandonados, con una pata en el aire, parecían bendecir o amenazar la tarde de guerra.
—No es frágil —dijo López sereno. Rechazaba para su servicio la responsabilidad de esos museos, que almacenaba otra sección del Consejo de Protección.
—Oye, camarada, si los obuses son malos para los cuadros, esto deberá bastar para los colmillos de tus elefantes. ¿Qué demonios quieres que haga yo con todo esto? ¡Y todavía va a llover!
Bajo un obús muy cercano, el conjunto de animales brincó o se balanceó, y un canario, que permanecía en su jaula dorada de la Compañía de las Indias, se puso a cantar con frenesí.
—Voy a telefonear para que se lleven tus osos.
López encendió un cigarrillo y se fue, con la jaula en la mano. La balanceaba; a cada obús, el canario cantaba más fuerte, después se calmaba… Un edificio ardía como en el cine, de arriba abajo, detrás de su fachada intacta con decoraciones contorneadas, todas las ventanas abiertas y rotas, habitado en todos los pisos por las llamas que no salían, parecía en verdad habitado por el fuego. Más lejos, en la intercesión de dos calles, un ómnibus esperaba. López se detuvo, jadeando por primera vez desde que había salido. Se agitó como un loco, lanzó como una piedra la jaula con su canario, gritó «¡Bajen!». Las personas del ómnibus lo miraron agitarse, igual que a otros cien locos en otras cien calles. López se tiró a tierra, de bruces, el ómnibus estalló.
Cuando López se levantó, la sangre chorreaba de las paredes. Entre los muertos desvestidos por la explosión, un hombre de patillas, desnudo pero herido, se levantaba gritando. El bombardeo se aceleró, siempre en dirección de la Central Telefónica.
8
Shade estaba en la Central: era la hora de transmitir su artículo. Los obuses caían en todo el barrio, pero aquí todos se sabían apuntados.
A las cinco y media, la Central había sido alcanzada. Ahora, golpe tras golpe, los obuses la cercaban. La habían alcanzado, después perdido, y la buscaban de nuevo. Telefonistas, empleados, periodistas, mensajeros, milicianos se sentían en el frente. Los obuses estallaban a muy cortos intervalos, como repercute el ruido del trueno. Quizá los aviones volvían de nuevo al ataque. Caía la tarde, y las nubes estaban bajas. Pero bajo todos los ruidos de las centrales telefónicas no se oía la vibración de ningún motor.
Un miliciano vino a buscar a Shade: el comandante García convocaba a los periodistas en una de las oficinas de la Central; todos los corresponsales de alguna importancia estaban allí y esperaban. ¿Por qué ahora?, —se preguntaba Shade—. Pero era costumbre de García, cuando tenía que habérselas con la prensa, de ir a donde la consideraba más expuesta.
En una de las oficinas de la antigua dirección de la Central, cuero, madera y níquel, García se hacía comunicar cada día las copias de los artículos enviados de Madrid. Se los traían en dos legajos: «Política» y «Hechos». Mientras esperaba a los corresponsales, hojeaba el segundo, cansado de ser hombre: tal era la atrocidad que todos los artículos rebosaban de ello.
PARA PARIS-SOIR: «Antes de llegar a la Central —leía—, acabo de asistir a una escena de una atroz belleza.
»Esta noche, cerca de la Puerta del Sol, han encontrado un niño de tres años que lloraba, perdido en las tinieblas. Ahora bien, una de las mujeres refugiadas en los subsuelos de la Gran Vía ignoraba qué había sido de su hijo, un niñito de la misma edad, rubio como el niño encontrado en la Puerta del Sol. Le dan la noticia.
»Corre a la casa donde guardan al niño, en la calle Montera. En la semioscuridad de una tienda con las cortinas bajas, el niño chupa un pedazo de chocolate. La madre avanza hacia él, con los brazos abiertos, pero sus ojos se agrandan, adquieren una fijeza terrible, demente.
»No es su hijo.
»Permanece inmóvil largos minutos. El niño perdido le sonríe. Entonces se precipita sobre él, lo estrecha en sus brazos, lo lleva pensando en el niño que no han encontrado».
«Esto no pasará», pensó García.
La tarde rojiza llenaba las ventanas con los vidrios rotos.
PARA REUTER: «Una mujer llevaba a una pequeña de dos años a la cual le faltaba la mandíbula inferior. Pero la pequeña vivía aún, con los ojos muy abiertos, y parecía preguntar con asombro quién le había hecho eso. Una mujer atravesó la calle —el niño que llevaba en brazos no tenía cabeza…».
García no ignoraba, por haberlo visto, el ademán aterrador por el cual una madre protege lo que le queda de su hijo. Hoy por hoy, ¿cuántos ademanes hay como ése?
Tres obuses lejanos estallaron sordamente como tres golpes de teatro; la puerta se abrió, los corresponsales entraron. Sobre una mesa baja, unas flores artificiales de vidrio, todavía intactas, vibraban a cada detonación. Como los vidrios estaban hechos trizas, el olor de la ciudad incendiada entraba con el humo por las dos ventanas.
—En caso de que una línea estuviera libre —dijo García—, el que la ha pedido será inmediatamente prevenido desde aquí. No ignoran ustedes que no los convoco jamás sino para comunicarles documentos. Antes de comunicarles aquel para el cual los he llamado, permítanme que les llame la atención sobre lo siguiente: desde el comienzo de la guerra hemos destruido, según los comunicados fascistas, aviones enemigos en nueve aeródromos. Es más fácil bombardear Sevilla que el aeródromo de Sevilla; ahora bien, si ha ocurrido que algunas de nuestras bombas, errando su objetivo militar, hayan herido civiles, por lo menos jamás una ciudad española ha sido sistemáticamente bombardeada por nosotros.
»Vayamos ahora al documento. Se lo leeré a ustedes. Les ruego que cada uno tome conocimiento del original. Que por lo demás nos ocuparemos de exponerlo en Londres y en París, pueden ustedes estar seguros… Es una pequeña circular dirigida a los oficiales superiores rebeldes, simplemente. Este ejemplar ha sido encontrado el 28 de julio en posesión del oficial Manuel Carrache, hecho prisionero en el frente de Guadalajara.
Una de las condiciones esenciales de la victoria consiste en quebrantar la moral de las tropas enemigas. El adversario no dispone ni de bastantes tropas ni de bastantes armas para resistir; a pesar de ello es indispensable seguir estrictamente las siguientes instrucciones:
Para ocupar el hinterland es indispensable inspirar a la población cierto horror saludable.
Una regla se impone: todos los medios empleados deben ser espectaculares e impresionantes.
Todo lugar que se encuentra en la línea de retirada del enemigo y, de una manera general todo lugar situado detrás del frente enemigo debe considerarse como zona de ataque. A este respecto no podrá haber diferencia en que las localidades alojen o no tropas enemigas. El pánico reinante en la población civil que se encuentra en la línea de retirada del enemigo contribuye grandemente a la desmoralización de las tropas.
Las experiencias hechas en el curso de tal guerra demuestran que los daños provocados por descuido en las ambulancias y en los transportes de enemigos provocan un fuerte efecto de desmoralización en la tropa.
Después de la entrada en Madrid, los jefes de las unidades deberán instalar inmediatamente en los tejados de los edificios que dominan los distritos sospechosos, comprendiendo entré ellos los edificios públicos y los campanarios, nidos de ametralladoras que puedan dominar todas las calles adyacentes.
En caso de veleidades de resistencia de la población, se tirará inmediatamente sobre los opositores. Dado el gran número de mujeres que combaten del lado adverso, no podrá tomarse en consideración el sexo de esas militantes. Mientras más rigurosa sea nuestra actitud, el aplastamiento de toda resistencia de la población será más rápido, y más cercano el triunfo de la renovación de España.
—Agrego —dijo García— que, desde el punto de vista fascista, encuentro esas instrucciones lógicas. Mi opinión personal es que el terror forma parte de los medios empleados sistemáticamente, técnicamente, por los rebeldes, desde el primer día, y que ustedes asisten aquí al drama del cual Badajoz fue el ensayo general. Pero dejemos las opiniones personales.
Y, en tanto que los periodistas salían:
—Recibirán también la entrevista de Franco del 16 de agosto, la que comienza por: «Nunca he de bombardear Madrid: allí hay inocentes…».
Seguían cayendo obuses, pero a un kilómetro; en la Central ya no les hacían caso.
Entró un secretario.
—¿Ha telefoneado el coronel Magnin? —preguntó García.
—No, comandante: los internacionales combaten en Getafe.
—¿No ha venido el teniente Scali?
—Han telefoneado desde Alcalá: pasará hacia las diez. Pero el doctor Neubourg está aquí, comandante.
Jefe de una de las misiones de la Cruz Roja, el doctor Neubourg venía de Salamanca. García y él se habían encontrado antes en dos congresos, en Ginebra. El comandante no ignoraba que Neubourg había visto muy pocas cosas en Salamanca, pero que había visto por lo menos, y largamente, a Miguel de Unamuno.
Franco acababa de destituir de su cargo de rector de la Universidad al más grande escritor español. Y García no ignoraba hasta qué punto el fascismo amenazaba en adelante a este hombre que había sido un ilustre defensor.
9
—Desde hace seis semanas —decía el médico— está acostado en un cuartito, y lee… Desde su destitución ha dicho: sólo saldré de aquí muerto o condenado. Está acostado. Continúa acostado. Dos días después de su destitución, han entronizado en la Universidad el Sagrado Corazón…
Neubourg miraba de paso, en el único espejo del cuarto, su cara delgada que se esforzaba por ser espiritual, y que parecía la ruina de su juventud. Al principio de la conversación, García había sacado una carta de su cartera:
—Cuando supe que usted vendría —dijo—, estuve hojeando nuestra correspondencia de otros tiempos. He encontrado esta carta, de hace diez años, desde el exilio. Allí dice: «No hay más justicia que la verdad. Y la verdad, decía Sófocles, puede más que la razón. Así como la vida puede más que el placer y más que el dolor. Verdad y vida es pues mi divisa, y no razón y placer. Vivir en la verdad hasta si uno debe sufrir, más bien que razonar en el placer o ser feliz en la razón…».
García colocó su carta delante de él en el escritorio bruñido, que reflejaba el cielo rojo.
—Es el sentido mismo del discurso lo que lo ha hecho destituir —dijo el médico—: «Es posible que la política tenga sus exigencias, de las cuales nos mantendremos aparte. Esta Universidad debe estar al servicio de la Verdad… Miguel de Unamuno no podría estar donde está la mentira. Y en lo que respecta a las atrocidades rojas de las cuales no dejan de hablarnos, sepa usted bien que la más oscura de las milicianas —fuese, como se dice, una prostituta—, cuando combate con un fusil y arriesga su vida por lo que ha elegido, es menos miserable ante el espíritu que las mujeres que he visto salir antes de ayer de nuestro banquete, con los brazos desnudos que sólo habían dejado de rozar las sábanas de seda y las flores para ir a mirar el fusilamiento de los marxistas…».
El don de imitación de Neubourg era conocido.
—En mi calidad de médico, querido amigo —dijo recobrando su verdadera voz—, déjeme decirle que su horror a la pena de muerte tiene algo patológico. Y que contestarle precisamente al general fundador del Tercio era un medio seguro de exasperarlo. Cuando defendió la unidad cultural de España, empezaron las interrupciones…
—¿Cuáles?
—«¡Muera Unamuno, mueran los intelectuales!».
—¿Quiénes gritaban?
—Jóvenes idiotas de la Universidad. Entonces el general Millán Astray se levantó y gritó: «¡Muera la inteligencia, viva la muerte!».
—A su juicio, ¿qué quería decir?
—Sin duda, ¡váyanse al demonio! En cuanto a viva la muerte, era quizá una alusión a las protestas de Unamuno contra los fusilamientos.
—En España, ese grito es bastante profundo: en otros tiempos, lo han lanzado los anarquistas.
Un obús cayó en la Gran Vía. Dichoso por su coraje, Neubourg recorría a grandes pasos la oficina de García y su cabeza calva reflejaba vagamente el cielo incendiado. De ambos lados de su cráneo, surgían mechones de cabello negro. Durante veinte años el doctor Neubourg (aunque fuera, en su campo, eminente) encontró «que había algo en él, ¿no es verdad, querido amigo?, de abate del siglo XVIII», y ese algo perduraba todavía en él.
—Fue entonces —continuó el médico— cuando Unamuno respondió con su famoso: «Una España sin Vizcaya y sin Cataluña sería un país semejante a usted, mi general: tuerto y manco». Lo cual, después de la respuesta a Mola: «Vencer no es convencer», que todos conocían, no podía pasar por un madrigal… Por la noche fue al casino. Lo injuriaron. Entonces volvió a su cuarto y ha dicho que no saldrá más de allí.
García, aunque escuchara con atención, tenía los ojos fijos en la vieja carta de Unamuno colocada sobre su escritorio. Leyó en voz alta: «¿Renunciarán los de la cruzada y el desquite a representar el papel de guardias civilizadores del Rif, lo que significa descivilizar? ¿Rechazaremos alguna vez ese honor de verdugo?
»Con esa España nada quiero saber; menos aún con aquella que los que gritan para no escuchar llaman la Gran España. Me refugio en la otra, en mi España pequeña. Y quisiera tener la fuerza de voluntad suficiente para no leer nunca los diarios españoles. Son algo atroz. Rompen el corazón a pedazos. Oímos tan sólo rechinar el montón de títeres, los molinos de viento que son nuestros gigantes…».
Subía un clamor de la Gran Vía. El resplandor del incendio estremecía las paredes, como los ríos soleados estremecen en verano el cielo raso de los cuartos.
«Rompen el corazón a pedazos…», repitió García, golpeándose con la pipa la uña del pulgar.
—Lo que quisiera saber es lo que piensa. Lo estoy viendo insultar a Millán Astray, con su aire noble, asombrado y pensativo de búho encanecido. Pero ése es únicamente el aspecto anecdótico: hay algo más.
—En conversación privada, después, hemos hablado mucho. O, mejor dicho, él ha hablado mucho, porque yo no hacía más que escuchar. Detesta a Azaña. Todavía ve en la República, y sólo en ella, la unidad federal de España; está en contra de un federalismo absoluto, pero también contra la centralización por la fuerza, y ahora ve en el fascismo esa centralización.
Un extraordinario olor de agua de Colonia y de incendio llenaba la oficina con los vidrios rotos: se incendiaba una perfumería.
—Ha querido estrechar la mano del fascismo sin darse cuenta de que el fascismo tiene asimismo pies, querido amigo. Que conserve su voluntad de unidad federal explica muchas de sus contradicciones…
—Cree en la victoria de Franco, recibe a los periodistas y les dice: «Escriban que, ocurra lo que ocurriere, no estaré jamás con el vencedor…».
—Se cuidan de escribirlo. ¿Qué le ha dicho a usted de sus hijos?
—Todos sus hijos están aquí, dos como combatientes… No creo que no piense nada de ello. Y no tiene a menudo la ocasión de ver a un hombre que haya conocido tos dos campos…
—Salió una vez, después del discurso. Se dice que como respuesta a lo que había dicho de las mujeres, lo convocaron en un cuarto con las ventanas abiertas delante de las cuales fusilaban…
—He oído eso mismo, sin creerlo demasiado. ¿Tiene sobre ello informaciones precisas?
—No me ha hablado del asunto, como es natural. Yo tampoco, querido amigo, como puede usted suponer.
»Su inquietud ha aumentado mucho en estos últimos tiempos ante el eterno recurso de este país a la violencia y a lo irracional.
Un ademán confuso con la pipa parecía indicar que García tomaba moderadamente en serio esa clase de definiciones. Neubourg miró su reloj y se puso de pie.
—Lo único que me parece, querido García, es que todo lo que decimos está a pesar de todo un poco al margen de las cosas. La oposición de Unamuno es una oposición ética. Nuestra conversación sobre ello era indirecta, pero constante.
—Evidentemente, los fusilamientos no son un problema descentralización.
—Cuando lo dejé en su cama, amargo y taciturno, rodeado de libros me pareció también dejar el siglo XIX…
Cuando lo acompañó hasta la puerta, García le mostraba con el caño de su pipa las últimas líneas de la carta que tenía en la mano.
«Cuando vuelvo los ojos del espíritu hacia mis doce últimos años atormentados, desde el momento en que me arrancaba del ensoñamiento sombrío de cierto exiguo gabinete de trabajo de Salamanca —¡cuánto he soñado en él!—, todo se me aparece como el sueño de un sueño.
»¿Leer? Ya no leo mucho, sino junto al mar, del que soy cada día más íntimo…».
—Hace de esto diez años —dijo García.
10
En el momento en que Shade, obtenida la comunicación con París, fue llamado a la sala de teléfonos, cayó un obús muy cerca. Otros dos, todavía más cerca. Casi todos los ocupantes se lanzaron contra la pared opuesta de la ventana. A pesar de las lámparas eléctricas, se adivinaba el profundo resplandor rojizo de afuera, y parecía que fuera el incendio mismo el que tiraba contra la Central, en cuyos trece pisos con las ventanas abiertas no se veía una sombra humana. Por fin, un viejo periodista bigotudo se despegó del tabique; después todos, uno tras otro: miraban la pared como si buscaran sus propios rastros.
De nuevo cayeron obuses. Apenas menos cerca; pero ninguno abandonó el lugar en que se había colocado. Se dice que en las asambleas, cada veinte minutos, pasa un silencio: la indiferencia pasaba.
Muy pronto Shade pudo empezar a dictar. Mientras se sucedían sus notas de la mañana, los obuses se acercaban, a cada explosión las puntas de los lápices saltaban todas juntas sobre los blocs de los taquígrafos. Cesaron de tirar, y creció la angustia. ¿Es que los cañones estaban rectificando su tiro? Todos esperaban. Esperaban. Esperaban. Shade dictaba. París transmitía a Nueva York.
«Esta mañana, coma, he visto las bombas cercando un hospital en donde había más de mil heridos, punto. La sangre que dejan tras sí, coma, en la caza, coma, los animales heridos, coma, se llama pista, punto. En la acera, coma, sobre la pared, coma, había una red de pistas…».
El obús cayó a menos de veinte metros. Esta vez todos se precipitaron al sótano. En la sala casi vacía sólo quedaban los telefonistas y los corresponsales «en línea». Los telefonistas escuchaban las comunicaciones pero su mirada parecía buscar la llegada de los obuses. Los periodistas que dictaban, continuaban dictando: cortada la comunicación, ya no la encontrarían a tiempo para la edición de la mañana. Shade dictaba lo que había visto en el Palacio.
«Esta tarde, he llegado algunos minutos después de una explosión, ante una carnicería: allí donde las mujeres habían hecho cola había manchas; la sangre del carnicero muerto corría sobre el mostrador del puesto, entre las reses y los corderos colgados de ganchos de hierro, sobre el suelo donde corría el agua de una cañería reventada.
»Y hay que comprender que todo eso es para nada.
»Para nada.
»Más que el terror, es el horror lo que sacude a los habitantes de Madrid. Un anciano me ha dicho, bajo las bombas: “Siempre he despreciado toda política, pero ¿cómo admitir darles el poder a los que así utilizan el que todavía no tienen?”. Durante una hora he formado parte de una cola delante de una panadería. Había algunos hombres y un centenar de mujeres. Cada cual creía que permanecer una hora en el mismo sitio es más peligroso que caminar. A cinco metros de la panadería, del otro lado de la calle estrecha, colocaban en los ataúdes a los cadáveres de una casa despanzurrada, como lo hacen en este momento en cada casa destrozada de Madrid. Cuando no se oían ni cañones ni aviones, se oían los martillazos resonar en el silencio. A mi lado, un hombre dijo a una mujer: “Juanita tiene el brazo arrancado, ¿crees que en ese estado se casará su novio con ella?”. Cada cual habla de sus asuntos. Al cabo de un momento, una mujer gritó: “¡Qué desgracia comer como nosotros comemos!”. Otra contestó con el aire grave y al estilo que todas han tomado un poco de la Pasionaria: “Tú comes mal, nosotros comemos mal, pero antes no comíamos bien, y nuestros hijos comen como no comían desde hace doscientos años”. Aprobación general.
»Todos esos despanzurrados, todos esos decapitados han sido martirizados en vano. Cada obús acrecienta la fe del pueblo de Madrid.
»Hay ciento cincuenta mil lugares en los refugios, y un millón de habitantes en Madrid. En los barrios más amenazados no existe ningún objetivo militar. El bombardeo va a continuar.
»Mientras escribo, obuses estallan de minuto en minuto en los barrios pobres; en la hora indecisa de la tarde, tan fuerte es el resplandor de los incendios que en este instante, delante de mí, la tarde cae sobre una noche del color del vino. El destino levanta su telón de humo para el ensayo general de la próxima guerra, ¡Compañeros americanos, abajo Europa!
»Sepamos lo que queremos. Cuando un comunista habla en una asamblea internacional, pone el puño sobre la mesa. Cuando un fascista habla en una asamblea nacional, pone los pies sobre la mesa. Cuando un demócrata —americano, inglés, francés— habla en una asamblea internacional, se rasca la nuca y formula preguntas.
»Los fascistas han ayudado a los fascistas, los comunistas han ayudado a los comunistas y hasta a la democracia española; las democracias no ayudan a los demócratas.
»Nosotros, demócratas, creemos en todo menos en nosotros mismos. Si un Estado fascista o comunista dispusiera de la fuerza de los Estados Unidos, de Inglaterra y de Francia reunidos, estaríamos aterrorizados. Pero como es nuestra fuerza, no creemos en ella.
»Sepamos lo que queremos. O bien digamos a los fascistas: ¡Fuera de aquí o vais a encontrarnos! Y digamos al día siguiente la misma frase a los comunistas, si es necesario decirla.
»O bien digamos de una buena vez: “Abajo Europa”.
»La Europa que miro desde esta ventana no tiene ya para enseñarnos ni su fuerza, que ha perdido, ni su fe de moros que bambolean sus Sagrados Corazones. ¡Compañeros de América, que todo aquel que en nuestro país quiere la paz, que todo aquel que odia a los que borran las papeletas de voto con la sangre de los carniceros muertos en el mostrador de su carnicería, se aparte en adelante de esta tierra! Basta de este tío de Europa que viene a daros lecciones con su cabeza que ha perdido la razón, sus pasiones de salvaje y su cara de gaseado».
Una vez que terminó de dictar, Shade subió al último piso, el mejor observatorio de Madrid. Cuatro periodistas estaban allí, casi tranquilos: en primer lugar, porque estaban ahora al aire libre y los lugares cerrados dan mayor intensidad a la angustia, y en segundo lugar, porque la cúpula de la Central, más pequeña que su torre, parecía menos vulnerable. La tarde sin sol poniente y sin otra vida que la del fuego, como si Madrid hubiera sido llevado por un planeta muerto, hacía de este fin del día una vuelta a los elementos. Todo lo que era humano desaparecía en la niebla de noviembre aplastada por los barcos y enrojecida por las llamas.
Un haz de fuego hizo estallar un pequeño tejado que hasta ese momento —con gran asombro de Shade— lo había escondido; las llamas, en vez de subir, bajaron a lo largo de la casa que incendiaban y después ascendieron a la techumbre. Como en un fuego de artificio bien dispuesto, al final del incendio las chispas atravesaron la niebla: un vuelo de pavesas obligó a los periodistas a agacharse. Cuando el incendio se unió a las casas ya quemadas, las iluminó por detrás, fantasmales y fúnebres, y permaneció mucho tiempo detrás de sus líneas de ruinas. Un crepúsculo siniestro se levantaba sobre el Ángel del Fuego. Los tres hospitales más grandes ardían. El hotel Savoy ardía. Las iglesias ardían, los museos ardían, la Biblioteca Nacional ardía, el Ministerio del Interior ardía, un gran mercado ardía, los mercaditos llameaban, las casas se desmoronaban en vuelos de chispas, dos barrios estriados por largos muros negros se enrojecían como parrillas sobre brasas; con una solemne lentitud, pero con la rabiosa tenacidad del fuego, por Atocha, por la calle de León, todo eso avanzaba hacia el centro, hacia la Puerta del Sol, que ardía también.
Es el primer día… pensó Shade.
Las andanadas de obuses caían ahora más a la izquierda. Y del fondo de la Gran Vía sobre la cual Shade estaba inclinado y que veía mal, empezó a subir, cubriendo a veces la campana de las ambulancias que bajaban sin parar por la calle, un sonido de letanías bárbaras. Shade escuchaba con la mayor atención ese sonido que venía de muy lejos en el tiempo, salvajemente acordado con el mundo del fuego; parecía que después de una frase periódicamente pronunciada, la calle entera, a modo de responso, imitaba el redoble de los tambores fúnebres: rataplán-rataplán-rataplán.
Por fin Shade, más que comprender, adivinó, porque había oído el mismo ritmo un mes antes: en respuesta a una frase que no oía, el ruido del tambor humano decía: no pasarán. Shade había visto a la Pasionaria, negra, austera, viuda de todos los muertos de Asturias, conducir en una procesión grave y hosca, bajo banderines rojos que llevaban escrita su frase celebre: «Es preferible ser la viuda de un héroe que la mujer de un cobarde», veinte mil mujeres, en respuesta a otra larga frase, recitaban el mismo no pasarán; lo había conmovido menos que esta multitud mucho menos numerosa pero invisible, cuyo encarnizamiento en el coraje subía hasta él a través del humo de los incendios.
11
Manuel, con su rama de pino en la mano, salía de la alcaldía, donde funcionaba el consejo de guerra elegido: asesinos y fugitivos eran condenados a muerte. Contra los fugitivos, los verdaderos anarquistas habían sido los más fuertes: todo proletario es responsable: si ha sido engañado por los espías falangistas, no por ello es menos culpable. Pasó un auto, el doble triángulo de sus faros rayado por lluvia.
«Podrán tranquilamente bombardear Madrid», pensó Manuel: no se veía absolutamente nada.
En el momento que pasaba frente a la puertita que adivinaba por la luz del corredor, se echaron sobre él y se sintió agarrado por las corvas. En la luz plena de lluvia de las linternas eléctricas inmediatamente encendidas por Gartner y aquellos que lo seguían, dos soldados de la brigada de rodillas en el fango espeso, le abrazaban las piernas. Él no les veía la cara.
—¡No pueden fusilarnos!, —gritaba uno de ellos—. ¡Nosotros somos voluntarios! ¡Hay que decirlo!
Había callado el cañón. El hombre no gritaba levantando la cara, sino bajándola hacia el barro, y a sus gritos los envolvía el gran cuchicheo de la lluvia. Manuel no decía nada.
—¡No pueden, no pueden!, —gritaba el otro a su vez—. ¡Mi coronel!
La voz era muy juvenil. Manuel no veía las caras. En torno de cada gorra de policía contra su cadera, en la mancha confusa de las antorchas, gotitas que parecían subir del suelo revoloteaban entre las líneas apretadas de la lluvia. Súbitamente, como Manuel no contestaba, uno de los dos condenados echó hacia atrás la cara para mirarlo; de rodillas, con el torso echado también hacia atrás para ver a Manuel por encima de él, los brazos caídos sobre ese fondo inmemorial de noche y de lluvia, era el que siempre paga. Había frotado salvajemente su cara contra las botas llenas de barro de Manuel; su frente y sus pómulos estaban cubiertos de barro, rodeando la mancha cadavérica de las órbitas que permanecían blancas.
«Yo no soy el consejo de guerra», estuvo a punto de contestar Manuel, pero le dio vergüenza esa retracción. No se le ocurría nada, sentía que sólo podía librarse del segundo condenado rechazándolo con el pie, lo cual le parecía odioso, y quedaba inmóvil ante la mirada enloquecida del otro, que jadeaba, y ante el rostro del que bajaban ahora los regueros del chaparrón, como si llorara con toda la cara.
Manuel se acordaba de los de Aran juez y de los del 5.º cuerpo en la misma lluvia, al terminar la mañana, detrás de sus pequeños cercos; su resolución de reunir al consejo de guerra no había sido tomada sin reflexión; pero no sabía qué hacer, constreñido entre lo hipócrita y lo odioso: fusilar ya es bastante sin agregar reflexiones morales.
—¡Hay que decirlo! —gritó de nuevo el que lo miraba—. ¡Hay que decirlo!…
¿Qué diré?, pensaba Manuel. La defensa de esos hombres estaba en lo que nadie sabría decir jamás, en esa cara chorreante, con la boca abierta, que había hecho comprender a Manuel que estaba frente a la eterna cara del que paga siempre. Nunca había sentido hasta ese punto que había que elegir entre la victoria y la piedad. Inclinado, trató de apartar al que le estrechaba la pierna: el hombre se aferró furiosamente, la cabeza siempre gacha como si no conociera del mundo entero más que esa pierna que le impedía morir. Manuel estuvo por caer e hizo fuerza con los hombros, sintiendo que serían necesarios varios hombres para separarlo de aquél. De pronto, el hombre aflojó los brazos y miró a Manuel, él también, de abajo arriba: era joven, pero menos de lo que Manuel había pensado: estaba más allá de la resignación, como si lo hubiera comprendido todo no sólo ahora sino por los siglos de los siglos. Y, con la amarga indiferencia de los que hablan ya desde el otro lado de la vida:
—Entonces, ¿ya no sales en nuestra defensa?
Manuel se dio cuenta de que no había dicho todavía una palabra.
Dio algunos pasos, y los dos hombres quedaron detrás.
El olor profundo de la lluvia sobre las hojas tapó el de la lana y el cuero de los uniformes. Manuel no se volvió. Sentía a sus espaldas a los dos hombres de rodillas en el barro, con el cuerpo inmóvil, y cuyas cabezas lo seguían.
12
Una fulguración transformó en día artificial, por un segundo, la luz eléctrica. Para que García y Scali la hubieran sentido a pesar de las bombillas eléctricas encendidas, tenía que provenir de una llama muy alta. Ambos fueron hasta una de las ventanas. Ahora el aire estaba frío, y una bruma ligera subía, mezclando la niebla al humo de los incendios de centenares de casas que ardían sordamente. Ninguna sirena: sólo los autos de los bomberos y las ambulancias.
—La hora en que las walquirias eligen entre los muertos —dijo Scali.
—Hasta qué punto Madrid, en medio del fuego, parece decirle a Unamuno: ¿para qué puede servirme tu pensamiento, si tú no puedes pensar mi drama?… Bajemos. Vayamos a la otra oficina.
García acababa de contarle a Scali la conversación que había tenido con el doctor Neubourg. De todos los hombres que acababa de ver en el día y en la noche, Scali era el único para quien todo eso tenía la misma resonancia que para él.
—El ataque de la revolución que hace un intelectual que fue revolucionario —dijo Scali— es siempre poner en tela de juicio la política revolucionaria por… su ética, si quiere usted. Seriamente, comandante, ¿desearía usted que esta crítica no se hiciera?
—¡Cómo lo desearía! Los intelectuales creen siempre un poco que un partido son hombres unidos en torno de una idea. Un partido, más que a una idea, se parece sobre todo a un carácter que actúa. Para atenernos a lo psicológico, un partido es más bien la organización para una acción común de una… constelación de sentimientos a veces contradictorios, que son aquí: pobreza —humillación—, apocalipsis —esperanza—, y cuando se trata de comunistas: gusto por la acción, por la organización, por la fabricación, etcétera. Querido amigo, deducir la psicología de un hombre de la expresión de su partido, me hace el mismo efecto que si pretendiera deducir la psicología de mis peruanos de sus leyendas religiosas.
Tomó su gorra y su revólver, hizo girar el conmutador: se apagó la luz. Había mantenido fuera del cuarto el fuego, que entró de pronto, asentándoles en el fondo de la garganta un gusto a madera quemada, empujando el humo en la oficina con la invencible lentitud de los incendios que avanzaban hacia la Puerta del Sol. Todo el cielo, borra de vino, pesaba en el cuarto sin luz. Por encima de la Central y de la Gran Vía, cúmulos rojo oscuro y negros se acumulaban, tan espesos que podían apretarse en el puño. Tosiendo y estornudando, aunque el humo, más visible que antes, no fuera más denso, Scali volvió a la ventana. El sol de la calle quemaba; no, era el asfalto brillante que enrojecía bajo el reflejo de las cortas llamas. Un rebaño de perros abandonados comenzó a aullar, absurdo, irrisorio, exasperante, como si hubiera reinado sobre esa desolación de fin de mundo.
Todavía funcionaba el ascensor.
Caminaron por las calles hasta el Prado, negras bajo el cielo leonado. Allí, en la oscuridad absoluta, los ruidos oídos desde la ventana de la Central las rodeaban aún: Madrid se vendaba. Iban hacia otro ruido, semejante a miles de golpecitos sobre el asfalto.
—Unamuno perderá su muerte —dijo Scali—. El destino le había preparado aquí los funerales con los que había soñado toda su vida.
García pensaba en el cuarto de Salamanca.
—Aquí habría encontrado otro drama —dijo—, y no estoy seguro de que lo hubiera comprendido. El gran intelectual es el hombre del matiz, de la gradación de la calidad, de la verdad en sí, de la complejidad. Es, por definición, por esencia, antimaniqueo. Ahora bien, los medios de acción son maniqueos porque toda acción es maniquea. En estado agudo desde que toca las masas; pero hasta si no las toca. Todo verdadero revolucionario es un maniqueo nato. Y todo político.
Sintiose apretado por todas partes a la altura de las caderas. No era posible que hubiese tantos heridos. Trataba de ver con las manos. ¿Una manada de perros? ¡Y qué olor a campo y a tierra!
Cada vez lo apretaban más; imposible dar un paso. El sonido de las patas sobre el asfalto era más duro y más rápido que el de las patas de los perros.
—¿Qué es eso? —gritó Scali, ya a unos cinco metros de él—. ¿Carneros?
A pocos metros, un balido. García, hundido en el calor, consiguió apretar el botón de su linterna, y cayó el haz luminoso rozando una nube apenas más espesa que la de humo: carneros, en efecto. La linterna no iluminaba lo bastante lejos para que García viera el final de la manada que los rodeaba. Pero los balidos se respondían en centenares de metros. Y ni la sombra de un pastor.
—¡Tuerza a la derecha! —gritó García a Scali.
Los rebaños echados por la batalla refluían, atravesaban Madrid para bajar hacia Valencia. Sin duda los pastores —que ahora marchaban en grupos armados— estaban detrás de sus animales o en calles paralelas al bulevar. Pero en ese momento los rebaños invisibles, dueños del Prado, como lo serían cuando terminaran los hombres, avanzaban, deprisa y calurosos entre los incendios, con su espeso silencio roto aquí y allá por débiles balidos.
—Vamos a buscar el auto —dijo García—, eso será más sensato.
Subieron hacia el centro.
—¿Decía usted?
—Reflexione sobre esto, Scali: en todos los países —en todos los partidos—, a los intelectuales les gustan los disidentes. Adler contra Freud, Sorel contra Marx. Sólo en política se excluye a los disidentes. La afición a los excluidos en la intelligentsia es muy viva: por generosidad, por afición a la ingeniosidad. Olvida que para un partido tener razón no es tener una buena razón, es haber ganado algo.
—Los que podrían intentar, humanamente y técnicamente, hacer la crítica de la política revolucionaria, si quiere usted, ignoran la materia de la revolución. Los que tienen experiencia de la revolución no tienen ni el talento de Unamuno, ni siquiera, a menudo, los medios de expresarse.
—Si hay demasiados retratos de Stalin en Rusia, como ellos dicen, no es sin embargo porque el perverso de Stalin, agazapado en un rincón del Kremlin, ha decidido que así sea. Vea aquí mismo, en Madrid, la locura de las divisas, ¡y Dios sabe que al Gobierno le importan un bledo! Lo interesante sería explicar por qué los retratos están allí. Sólo que, para hablar de amor a los enamorados, hay que haber estado enamorado, no hay que haber hecho una encuesta sobre el amor. La fuerza de un pensador no está ni en su aprobación, ni en su protesta, mi querido amigo; está en su explicación. Que un intelectual explique por qué y cómo las cosas son así; y que proteste después, si lo cree necesario (ya no valdrá la pena, por lo demás).
»El análisis es una gran fuerza, Scali. No creo en las morales sin psicología.
No oían ningún ruido de incendio. Bajo esas manchas inmensas de un rojo intenso y sombrío de hierro candente que se va enfriando, recorridas por humaredas pesadas y velos desgarrados que cubrían el cielo como si todo Madrid ardiera, el silencio se amueblaba a veces con un ruido sordo, extravagante en ese cielo siniestro: el de los miles de pezuñas que continuaban subiendo desde el Prado.
—Sin embargo —dijo Scali—, antes de mucho tiempo habrá que enseñar de nuevo a los hombres a vivir…
Pensaba en Alvear.
—Ser un hombre, para mí, no es ser un buen comunista; ser un hombre, para un cristiano, era ser un buen cristiano, y yo desconfío.
—La cuestión y no es poca, mi querido amigo, es la de la civilización. Durante un buen momento, el sabio —digamos: el sabio— ha sido considerado, más o menos explícitamente, como el tipo superior de Europa. Los intelectuales eran el clero de un mundo cuya política constituía la nobleza decente o sucia. Eran ellos y no los otros Miguel y no Alfonso XIII —e incluso Miguel, y no el obispo—, los encargados de enseñar a los hombres a vivir. Y he aquí que los nuevos jefes políticos aspiran al gobierno del espíritu. Miguel contra Franco y ayer contra nosotros, Thomas Mann contra Hitler, Gide contra Stalin, Ferrero contra Mussolini, es una querella de investiduras.
La calle se había torcido, y la hoguera del Savoy, invisible, irradiaba por encima de ellos un vasto resplandor.
—Borgese más bien que Ferrero… —dijo Scali, señalando la noche con el índice—. Todo eso me parece girar, si usted quiere, en torno a la idea famosa y absurda de totalidad. Ella enloquece a los intelectuales; civilización totalitaria, en el siglo XX, es una palabra vacía de sentido; es como si se dijera que el ejército es una civilización totalitaria. En verdad, el único hombre que busca una real totalidad es precisamente el intelectual.
—Y quizá sólo él la necesite, mi querido amigo. Todo el fin del siglo XIX ha sido pasivo; la nueva Europa parece construirse sobre el acto. Lo que implica algunas diferencias.
—Desde ese punto de vista, para el intelectual, el jefe político es necesariamente un impostor, puesto que enseña a resolver los problemas de la vida sin plantearlos.
Estaban en la sombra de una casa. La manchita roja de la pipa encendida de García describía una curva como si hubiese querido decir: esto nos llevaría muy lejos. Desde que había llegado, Scali sentía en García una inquietud que no era habitual en el sólido comandante de orejas puntiagudas.
—Dígame, comandante, según usted, ¿qué puede hacer de bueno un hombre en la vida?
El repique de una ambulancia se aproximó a toda velocidad, como una sirena de alerta, pasó y se apagó. García reflexionaba.
—Transformar en conciencia una experiencia tan larga como sea posible, querido amigo.
Pasaba delante de un cinematógrafo que ocupaba toda la esquina. Un torpedo de avión lo había despanzurrado, demoliendo de arriba abajo la pared que daba a la calle más angosta. El servicio de auxilio registraba los escombros, buscaba algo, víctimas, quizá, con linternas eléctricas. Como para llamar a los hombres a contemplar esta búsqueda de los muertos con el mismo sonido con que antes los llamaba para soñar, detrás de la fachada casi intacta, el timbre de llamada temblaba en la tarde de invierno.
García pensaba en Hernández. Y, frente al inmenso incendio de Madrid, sentía con angustia, como si hubiera mirado a unos locos, hasta qué punto los dramas de los hombres son semejantes, giran en un pequeño círculo infernal.
—La revolución está encargada de resolver sus problemas, y no los nuestros. Los nuestros no dependen sino de nosotros. Si menos escritores rusos se hubieran largado detrás de los ejércitos de la emigración, las relaciones de los escritores y de los soviets no serían quizá las mismas. Miguel ha vivido como mejor podía —quiero decir: lo más noblemente posible— en la España monárquica que odiaba. Hubiese vivido lo mejor posible en una sociedad menos mala. Difícilmente, quizá. Ningún Estado, ninguna estructura social crea la nobleza de carácter ni la calidad del espíritu; a lo sumo podemos esperar condiciones propicias. Y es mucho…
—Bien sabe usted qué es lo que pretenden…
—Lo que pretende un partido en ése campo sólo prueba la inteligencia o la tontería de sus propagandistas. Lo que me interesa es lo que hace. ¿Por qué está usted aquí?
Scali se detuvo, sorprendido de no lograr precisarlo, y frunció la nariz como hacía siempre que reflexionaba.
—En lo que me concierne, no uso este uniforme porque espero del Frente Popular el gobierno de los más nobles; uso este uniforme porque quiero que cambien las condiciones de vida de los campesinos españoles.
Scali pensaba en el argumento de Alvear, y lo hizo suyo:
—¿Y si para liberarlos económicamente debe hacer usted un Estado que los esclavice políticamente?
—Entonces, como nadie puede estar seguro de su pureza futura, no queda más remedio que dejar hacer a los fascistas.
»Desde el momento en que estamos de acuerdo en el punto decisivo, la resistencia de hecho, esta resistencia es un acto: nos compromete, como todo acto, como toda elección. Lleva en sí todas sus fatalidades. En ciertos casos, esa elección es una elección trágica, y para el intelectual lo es casi siempre, para el artista sobre todo. ¿Y qué? ¿No había por eso que resistir?
»Para un hombre que piensa, la revolución es trágica. Pero para un hombre semejante la vida también es trágica. Y si para suprimir esa tragedia cuenta con la revolución, está equivocado, eso es todo. He oído formular casi todos sus problemas a un hombre que usted quizá ha conocido, al capitán Hernández. Ha muerto, por lo demás. No hay cincuenta maneras de combate, no hay más que una, y es salir vencedor. ¡Ni la revolución ni la guerra consisten en gustarse a sí mismas!
»No sé qué escritor decía: “Estoy poblado de cadáveres como un viejo cementerio”. Desde hace cuatro meses, todos estamos poblados de cadáveres, Scali; todos, a lo largo del camino que va de la ética a la política. Entre todo hombre que actúa y las condiciones de su acción, hay una lucha (la acción que se necesita para vencer, eh, no la que se necesita para perder lo que queremos salvar). Es un problema de hecho y de… talento, si puede decirse así, no un tema de discusión. Una lucha —repitió, como si se lo dijera a su pipa.
Scali pensaba en el combate del avión de Marcelino contra sus propias llamas.
—Hay guerras justas —continuó García—, la nuestra en este momento; no hay ejércitos justos. Y que un intelectual, un hombre cuya función es pensar venga a decirnos, como Miguel: os dejo porque no sois justos, me parece inmoral, querido amigo. Hay una política de la justicia, pero no hay partido justo.
—Es la puerta abierta a todas las componendas…
—Toda puerta está abierta para los que quieren forzarla. Tanto en lo que respecta a la calidad de la vida como del espíritu. La garantía de una política del espíritu por un gobierno popular, no depende de nuestras teorías sino de nuestra presencia aquí, en este momento. La ética de nuestro Gobierno depende de nuestro esfuerzo, de nuestro encarnizamiento. El espíritu en España no será la misteriosa necesidad de no sé qué, será lo que nosotros hagamos.
Un nuevo incendio se iluminó junto a ellos.
—Querido amigo —dijo García irónicamente—, la emancipación del proletariado será la obra de los trabajadores mismos.
13
Inmóviles como tiradores que apuntan, entre sus chorros hirvientes y el hotel Savoy en llamas, los bomberos se sobresaltaron de pronto sobre sus escalas agitadas como los hilos de los pescadores cuando enganchan un pez. En un estruendo de mina, el incendio se inmovilizó por un segundo: un torpedo acababa de estallar detrás.
—Incendian más rápido de lo que nosotros apagamos —pensó Mercery.
Había creído que sería útil a España como consejero, hasta como estratega, después de la toma de la jabonería, se había hecho capitán de bomberos. Y nunca había sido tan útil. Y nunca había sido tan querido. Y nunca, en el frente, había encontrado al enemigo como lo encontraba desde hacía veinte horas. «El fuego es hipócrita —decía—; pero con una buena técnica, se puede…», y se retorcía un poco el bigote. Con traje de bombero, miraba desde la acera opuesta cada grupo de llamas como grupos de enemigos en el ataque. Incesantemente volvían a encenderse las hogueras; las ascuas de calcio eran inextinguibles. Sin embargo, de la hoguera de la izquierda, decididamente apagada, salían fumarolas espesas y blancas, paralelas con el viento de la Sierra, y que el incendio teñía de rojo.
Quedaban cuatro mangas contra tres hogueras, pero estas últimas sólo estaban a cuatro metros de la casa vecina.
La hoguera de la izquierda volvió a encenderse.
El incendio podía ser detenido en el punto más inquietante, en la extrema derecha, antes de que esa hoguera de la izquierda tomara de nuevo importancia. Las mangas saltaron aún sobre un fondo de incendio petrificado: un segundo torpedo esta vez adelante.
Mercery trataba de discernir los ruidos: a pesar de la noche volaban muchos aviones fascistas. Los incendios de Madrid eran para ellos perfectos puntos de referencia. Cuatro bombas incendiarias habían sido lanzadas diez minutos antes. Obuses de grueso calibre caían siempre en los barrios obreros y en los barrios del centro: y, más lejos, la artillería ligera tiraba, mezclada a la de la batalla, ahogada a veces por el aullido de las sirenas, el tintineo de las ambulancias y los desmoronamientos del incendio, punteados de géiseres de chispas. Pero Mercery no oía las bocinas que hubiesen anunciado las mangueras de refuerzo.
Tercera bomba de avión en la misma línea. Cuando Mercery luchaba contra el fuego, quince multiplazas no lo hubiesen hecho moverse un centímetro.
La hoguera del centro se ensanchó súbitamente pero casi enseguida se retorció sobre sí misma. Después de la guerra, me haré jugador… pensó Mercery. Las hogueras de la extrema izquierda estaban controladas. Si llegaba el refuerzo… Mercery se sentía napoleónico. Se retorció alegremente el bigote.
El bombero de extrema derecha dejó caer su manga, permaneció un instante colgado de la escala por un pie, cayó en el fuego. Y todos los demás bajaron, a la vez, peldaño tras peldaño.
Mercery se volvió. Ninguna casa próxima era lo bastante alta para que pudieran tirar desde sus ventanas. Pero se podía apuntar de lejos: se recortaban las siluetas de los bomberos; y no faltaban fascistas en Madrid.
—¡Si alguna vez ese puerco se me pone a mano! —dijo otro bombero.
—Yo creo que es más bien una ametralladora —dijo otro.
—¿Estás chiflado?
—Vamos a ver —dijo Mercery—. Vamos, trepad todos. Las llamas empiezan de nuevo. ¡Por el pueblo y por la libertad!
»¡Inmortal! —agregó volviéndose, antes de tocar la escala.
Ocupó el lugar del bombero que había caído en la hoguera.
Desde lo alto de la escala, se volvió: no tiraban; no veía ningún lugar desde donde pudieran tirar. No es difícil camuflar una ametralladora. Pero el ruido hubiera alertado a las patrullas… Apuntó con su manga; la hoguera contra la cual luchaba resultaba ser la más amenazadora, era un adversario más vivaz que el hombre, más viviente que todo el mundo. Frente a ese enemigo gesticulando con mil tentáculos como un pulpo enloquecido, Mercery se sentía extraordinariamente lento, mineralizado. Y sin embargo vencería al incendio. Detrás de él caían avalanchas de humaredas granates y negras; a pesar de los ruidos del fuego, oía subir de la calle treinta o cuarenta voces. Él se movía en medio de un calor luminoso, radiante y seco. La hoguera se extinguía; disipada su última humareda, Mercery vio en un hueco sombrío a Madrid sin luces, sólo perceptible por sus incendios alejados, que agitaban furiosamente sus capas rojas a ras de tierra. Había abandonado todo, hasta a la señora Mercery, para que el mundo fuera mejor. Se veía deteniendo con un ademán los ataúdes de niños, adornados y blancos como altares levantados para la primera comunión; cada bomba que oía, cada incendio implicaba para él esos pequeños ataúdes atroces. Dirigía con precisión su manga contra la hoguera siguiente, cuando un auto de carrera pasó a toda velocidad y un furioso estremecimiento del aire pareció hacer caer todavía a uno de los bomberos. Pero esta vez Mercery había comprendido: los ametrallaba un avión de caza.
Dos.
Mercery los vio volver, extraordinariamente bajos, a diez metros por encima del incendio. No tiraban: los pilotos, que sólo veían a los bomberos cuando éstos estaban sobre el fondo claro de las llamas, debían tomarlos de espaldas. Mercery tenía el revólver bajo su traje; sabía que era inútil, no podía alcanzarlo, pero tenía una necesidad demente de tirar. Los aviones volvieron, y cayeron dos bomberos más: uno en las llamas, el otro en la acera. A tal punto saturado de asco que se tranquilizaba por primera vez, Mercery miraba los aviones virar hacia él bajo el cielo de Madrid incendiado. Le pegaron una bofetada de aire al pasar antes de volver «en el buen sentido»; bajó tres peldaños y se volvió hacia ellos, erguido sobre su escala. En el momento en que el primer avión se lanzaba sobre él como un obús, blandió su manga, regó furiosamente la carlinga y cayó sobre la escala, con cuatro balas en el cuerpo. Muerto o vivo, no dejaba la manga sujeta entre dos barrotes. Ante la metralla caída al suelo, todos los espectadores se habían refugiado bajo los portales. Por fin las manos de Mercery se abrieron lentamente, su cuerpo brincó dos veces sobre la escala y cayó a la calle vacía.
14
En el vestíbulo de una vieja casa de campo, de un extremo a otro tapizada de mapas, los oficiales esperaban a Manuel, que estaba al teléfono.
—Uno de los falangistas se ha matado —dijo un capitán.
—Pero otro ha denunciado a toda la organización —respondió Gartner.
—¿De qué te asombras? Para venir a hacer ese oficio, hay que ser asqueroso, pero se necesita coraje…
—Tenemos mucho que aprender todavía sobre el ser humano, hombre. Has visto en qué estado estaban; en los casos «de extremo decaimiento moral», como dice el coronel, se encuentra siempre un hombre para que traicione.
—¿Habéis visto los tanques alemanes?, —pregunta otra voz.
Ha visto únicamente las siluetas bajo la lluvia.
—Yo entré en uno, estaba abierto. Uno de los individuos había podido escapar, el otro estaba muerto. Allí en su puesto, con los bolsillos vueltos al revés. No olvidaré eso, con la lluvia…
Chorrea sobre el vidrio incansablemente.
—¿Sus compañeros lo habían desvalijado?
—Pienso que lo habían registrado para que ningún documento cayera en nuestras manos, pero no tuvieron tiempo de meter de nuevo los forros de los bolsillos.
—Lo comprendo muy bien; sacarle cosas de los bolsillos, puede ser necesario; pero meter de nuevo los forros…
—¿Ejecutaron a los hombres?
—Todavía no, creo.
—¿Qué dicen en la base?
—Los camaradas son muy enérgicos. Sobre todo los de Toledo. Los que huyeron cuando no tenían armas ni jefes no perdonan a los que huyeron cuando lo tenían todo.
—Sí, yo tengo también la impresión de que son más firmes que los otros.
—… éstos de hoy les recuerdan lo que más quieren olvidar.
—… ¡Acaban de echarles abajo algo que les había costado mucho levantar!
—Vienen de lejos, y muchos de nosotros también… Pero no hay que olvidar que la historia de los otros, los puercos que han matado al capitán, no alivia a nadie.
Llega Manuel, con las comisuras de la boca hacia abajo, otra rama de pino bajo el brazo.
En la pared, entre los mapas, una caja de mariposas. Un obús estalla muy cerca de la Casa de Campo: el bombardeo vuelve a comenzar. Un segundo obús: una mariposa se desprende, cae sobre la base de la caja, el alfiler al aire.
—Camaradas —dice Manuel—, Madrid arde…
Se halla de tal modo ronco que no se le oye. Ha gritado mucho todo el día, pero no hasta el punto de haber perdido la voz. Continúa en voz baja para Gartner, que repite más fuerte:
—Los fascistas atacan en toda la línea sudoeste. La brigada internacional resiste. Ahora bombardean con aviones y cañones a la vez.
—¿Y se resiste bien?, —pregunta una voz.
Manuel levanta su rama de pino: Madrid está fuera de cuestión.
—Habrá ejecuciones —continúa—. Nos envían guardias civiles.
Gartner repite. Pero ahora Manuel no puede hablar más. Estallan los obuses en medio de la indiferencia general.
A cada obús próximo, de la caja caen una o dos mariposas. Manuel escribe una frase al margen de un mapa del Estado Mayor, desplegado sobre la mesa ante él.
Gartner lo mira, mira a cada uno de sus camaradas; su boquita en su cara chata traga de golpe la saliva, y dice por fin en un tono que anuncia la victoria, la derrota o la paz:
—Camaradas, los aviones rusos han llegado.
15
El enemigo se replegaba sobre Segovia. Los gubernamentales tenían muy pocos hombres realmente armados para perseguirlo, y no querían desguarnecer Madrid. El regimiento de Manuel y las tropas que le habían sido adjuntas, en descanso, dividían el ejercicio por compañías.
No llovía, pero las nubes medio deshilachadas y muy bajas de la mañana pasaban sobre las casas castellanas, cuyas piedras y tejas eran del mismo gris. Desde la escalinata de la alcaldía, Manuel veía llegar a esos hombres de los que era responsable.
Enfrente, un castillo enorme. Más que semiderruido, como en cada uno de esos pueblos, construido sobre rocas blandas cuyos pedazos destruidos se confundían con los escombros del castillo; a la derecha, una calle en pendiente por donde venían las tropas que debían desfilar en la plaza entre la alcaldía y las ruinas del castillo. Manuel no había vuelto a ver a sus tropas desde las ejecuciones de la noche.
La primera compañía llegaba a su altura, las botas golpean cadenciosamente los adoquines puntiagudos, en una formación tan eficaz como la de un ejército regular; en el momento en que iba a pasar la escalinata, el comandante ordenó:
—¡Vista a la izquierda! ¡A la izquierda!
Todas las cabezas se volvieron al mismo tiempo hacia Manuel. Era la primera vez que se daba esa orden en el regimiento, y una de las primeras veces, sin duda, en todo el frente de Madrid. Ese saludo por el cual todos los voluntarios se ligaban cada vez más a su jefe, lo ordenaban los capitanes revolucionarios, y Manuel lo sentía por otra parte ligado a lo que había ocurrido en la noche.
Cuando llegó la segunda compañía, se hizo la misma maniobra, y la misma para cada compañía. Manuel miraba pasar a todos esos hombres en orden de combate, tan fuertes ahora como sus enemigos. Sentía que estaba a su cargo el defenderlos contra todos y contra ellos mismos, como ellos defendían al pueblo de España, pero no lograba olvidar las caras vueltas hacia arriba y cubiertas de lodo, y el «entonces, ¿ya no sales en nuestra defensa?». Sin embargo, esas miradas que, cada vez que pasaban, cruzaban la suya, no eran indiferentes y vagas: eran trágicamente fraternales, llenas de aquella noche.
El castillo se parecía a aquel junto al cual Manuel había escuchado a Jiménez en el frente del Tajo. «No seducir jamás…». Se trataba ahora de otra cosa muy diferente que seducir: había sido necesario matar, no a enemigos, sino a hombres que habían sido voluntarios, porque él era responsable ante todos de la vida de cada uno de aquellos que pasaban delante de él. Todo hombre paga por aquello de lo cual se siente responsable: él, en adelante, era responsable de esas vidas.
Cada vez más triste y cada vez con mayor fortaleza, Manuel cruzaba sucesivamente la mirada con aquellos que habían concertado con él la alianza de la sangre.
16
Pasado el regimiento, Manuel se encontró en la plaza vacía, sin miradas, con algunos perros vagabundos y el cañón lejano. Gartner estaba con la brigada. Nunca Manuel se había sentido más solo.
Tenía tres horas por delante. Y el castillo, una vez más, lo inclinaba a pensar en Jiménez. Éste se hallaba a una docena de kilómetros, en descanso también. Manuel hizo telefonear: estaba allí. Manuel dio instrucciones y tomó su automóvil.
El pueblo donde la brigada de Jiménez estaba estacionada se hallaba detrás de aquel de donde venía Manuel. Los campesinos en éxodo pasaban todavía, y Manuel llegó a casa del coronel a través de filas de asnos y de carretas, y un amontonamiento de manadas de toda clase.
Ambos salieron: la humedad acentuaba la semisordera de Jiménez. El enemigo bombardeaba bastante lejos hacia la derecha, y se oía el cañón de Madrid. Por los boquetes de la Sierra aparecía la llanura de Segovia.
—Creo que ayer he vivido el día más importante de mi vida —dijo Manuel.
—¿Por qué, hijo mío?
Manuel le contó lo que había ocurrido. Caminaban en silencio. Desde el principio, a Jiménez lo había sorprendido el cambio de la fisonomía de Manuel, su pelo cortado al rape, su autoridad. Del joven que había conocido, sólo subsistía la rama de pino húmeda que Manuel tenía en la mano.
Se decía que había grandes incendios cerca de El Escorial, y nubes muy oscuras se aferraban a las pendientes de la Sierra. Más lejos, hacia Segovia, un pueblo ardía: con los prismáticos, Manuel vio correr a campesinos y asnos.
—Sabía lo que había que hacer, y lo he hecho. Estoy resuelto a servir a mi partido, y no me dejaré detener por reacciones psicológicas. No soy un hombre que tenga remordimientos. Se trata de otra cosa. Usted me dijo un día: hay más nobleza en ser un jefe que un individuo. De la música, no hablemos; la semana pasada me he acostado con una mujer que había amado en vano, en fin… durante años; y tenía ganas de irme… No lamento nada de todo eso; pero si lo abandono, es por algo. Sólo se puede mandar para servir, si no… Me hago responsable de esas ejecuciones: se hicieron para salvar a los otros, a los nuestros. Únicamente, óigame usted: no he subido un solo peldaño en el sentido de una eficacia más grande, de un mando mejor, que no me haya separado más de los hombres. Cada día soy un poco menos humano. Usted ha encontrado necesariamente los mismos…
—Yo no puedo decirle sino cosas que usted no puede comprender, hijo mío. Usted quiere obrar y no perder un mínimo de fraternidad; yo pienso que el hombre es demasiado pequeño para eso.
Pensaba que esa fraternidad no puede encontrarse sino a través de Cristo.
—Pero me parece que el hombre se defiende siempre mejor de lo que cree, y que todo aquello que lo separa de los hombres debe acercarlo a su partido…
Manuel lo había pensado también, y a veces no sin miedo.
—Acercarse al partido no vale nada si es para separarse de aquellos para los que el partido trabaja. Sea cual fuere el esfuerzo del partido, quizá ese vínculo vive por el esfuerzo de cada uno de nosotros…
»Uno de los condenados me ha dicho: “¿Ya no sales en nuestra defensa?”.
No dijo que había perdido realmente la voz. Jiménez lo tomó del brazo. Desde esa altura, todo era irrisorio en los hombres de la llanura, salvo las pausadas cortinas de fuego que subían hacia el cielo, o las nubes informes que avanzaban lentamente; parecía que a los ojos de los dioses los hombres sólo fueran la materia de los incendios.
—Pero ¿qué quiere usted, hijo mío? ¿Condenar tranquilo?
Lo miraba con una expresión afectuosa, llena de mil experiencias contradictorias y quizá amargas:
—Hasta se acostumbrará a eso mismo…
Como un enfermo elige a otro enfermo para hablar de la muerte, Manuel hablaba de un drama moral con un hombre a quien ese mundo le era familiar; pero, más que por su sentido, por la humanidad de sus respuestas. Comunista, Manuel no se interrogaba sobre el fundamento bueno o malo de su decisión, no ponía en tela de juicio su acto, toda cuestión de ese género, a sus ojos, debía resolverse por la modificación de sus actos (y no era cuestión de modificarlos) o por el rechazo de la cuestión. Pero la característica de las cuestiones insolubles es ser motivo de diálogo.
—El verdadero combate —dijo Jiménez— comienza cuando debemos combatir una parte de nosotros mismos… Hasta entonces, es demasiado fácil. Pero no se hace uno hombre sino por tales combates. Debemos siempre encontrar el mundo en uno mismo, lo queramos o no…
—Usted me dijo un día: el primer deber del hombre es ser amado sin seducir. Ser amado sin seducir, incluso si…
En un gran desgarramiento de rocas acababa de aparecer la otra ladera de la Sierra, por encima de Madrid poco visible en la extensión gris, inmensas humaredas oscuras subían con una lentitud desolada. Manuel sabía lo que significaban. La ciudad desaparecía detrás de su incendio como los navíos de guerra detrás de las banderas de sus humos de combate. Venidas de las numerosas hogueras de las que no aparecía el menor enrojecimiento, las columnas de humo subían a disgregarse hasta el centro del cielo gris; todas las nubes parecían nacidas de esa única hoguera desplegada en el sentido de su camino, y los sufrimientos acumulados en la fina línea blanca de Madrid entre los bosques llenaba el cielo inmenso. Manuel se dio cuenta de que hasta el recuerdo de la noche había sido arrastrado por el viento lento y pesado que traía el olor de las hogueras de Cuatro Caminos y de la Gran Vía.
Uno de los oficiales de Jiménez llegó en auto:
—Llaman al teléfono al teniente coronel Manuel. Habla el Estado Mayor.
—¡Oigo! ¿Me llamaba usted?
—Felicitaciones del Alto Mando por la manera en que ha dirigido la acción de ayer.
—A sus órdenes.
—Usted sabe que los antiguos fugitivos de las milicias se presentan para ser incorporados de nuevo.
—…
—El Alto Mando ha decidido formar una brigada con esos elementos. Son los más difíciles de manejar de todos los que disponemos.
—…
—El jefe del Estado Mayor piensa que usted tiene las condiciones requeridas para ese mando.
—¡Ah!
—El partido de usted piensa lo mismo.
—…
—De igual modo el general Miaja. Usted estará a cargo de esa brigada de un momento a otro.
—Pero ¿mi regimiento? ¡Mi regimiento!
—Creo que van a incorporarlo a una división.
—¡Pero yo lo conozco hombre por hombre! Quién podrá…
—El general Miaja piensa que usted está calificado para ese mando.
Cuando dejó el teléfono, Heinrich lo esperaba. Los internacionales encaraban un contraataque a Segovia, y Heinrich subía hacia Guadarrama. Partieron juntos.
El automóvil bajaba de la Sierra. Manuel tenía la impresión de conocer bien a Heinrich porque conocía la naturaleza de su mando; pero, a medida que le iba resumiendo la jornada de la víspera y su conversación con Jiménez, le parecía que la única comunicación humana que existía entre el general y él era el extraño vínculo que se establece siempre entre un traductor y el que lo traduce.
Heinrich había inclinado la cabeza hacia delante; su nuca afeitada era lisa y un gesto de reflexión puerilizaba su vieja cara como fregada con piedra pómez.
—Estamos para cambiar la suerte de la guerra. ¿Crees posible que uno cambie las cosas sin cambiarse a sí mismo? Desde el día en que aceptas un mando en el ejército del proletariado, ya no tienes derecho a tu alma.
—¿Y el coñac?
Manuel había visto a Heinrich hacer distribuir a todos los borrachos de su brigada botellas de coñac cuya etiqueta había sido reemplazada por otra que decía: «De parte del general Heinrich. Fuera del trabajo, todo; en el trabajo, nada».
—Puedes conservar el corazón: eso es otra cosa. Pero debes perder tu alma. Tú has perdido ya tu pelo largo. Y el sonido de tu voz.
El vocabulario era casi el de Jiménez, pero el tono era el tono duro de Heinrich, y sus ojos azules sin pestañas miraban fijo como en Toledo.
—¿Qué es lo que usted, un marxista, llama perder su alma?
El tuteo no se ejercía más que en un solo sentido.
Heinrich miraba los pinos desfilar en el día triste.
—En toda victoria hay pérdidas —dijo—. No sólo en el campo de batalla.
Apretó fuertemente con su mano el brazo de Manuel, y dijo en un tono que Manuel no supo si era el de la amargura, de la experiencia o de la resolución.
—Ahora, ya no debes tener nunca piedad de un hombre perdido.
17
Madrid, 2 de diciembre
Delante de la ventana, hay dos muertos. Al herido lo han tirado hacia atrás por los pies. Cinco compañeros sostienen la escalera, con sus granadas de mano junto a ellos. Una treintena de internacionales está en el cuarto piso de una casa rosada.
Un altavoz enorme, de aquellos que transportan los camiones republicanos para la propaganda y cuya bocina los llena, grita en la tarde de invierno que ya declina: ¡Camaradas! ¡Camaradas! ¡Conservad vuestras posiciones! Los fascistas ya no tendrán municiones esta tarde: la columna Uribarri les ha hecho saltar esta mañana treinta y dos vagones.
¡Camaradas! ¡Camaradas! Conservad…
Los fascistas no tendrán más municiones, pero por el momento las tienen: han contraatacado y ocupan los dos primeros pisos. El tercero es neutral. Los internacionales ocupan el cuarto.
—¡Basuras!, —grita en francés una voz que sube a través de la chimenea—. ¡Ya veréis si no tenemos bastantes municiones para reventaros!
Abajo, es el Tercio. Las chimeneas son buenos tubos acústicos.
—¡Cochinos a diez francos diarios!, —contesta Maringaud, que se ha puesto a cuatro patas: hasta el fondo del apartamento, las balas llegan a la altura de la cabeza. Él tuvo en otra época el romanticismo de la Legión. Los refractarios, los enérgicos. Abajo tiene a la Legión española, venida a defender no sabe qué, borracha de vanidad guerrera. El mes anterior, en el Parque del Oeste, Maringaud ha atacado a la bayoneta. ¿Y cuándo el Tercio? Esa jauría adiestrada en sangre, servil a no sabe qué, le produce horror. Los internacionales son también una legión, y lo que más odian es la otra.
Los 155 republicanos tiran sobre lo que fue el hospital.
El apartamento, donde Maringaud y sus compañeros buscan «ángulos de tiro» entre ruidos cristalinos de vidrio roto, es el de un dentista. Una puerta está cerrada con llave. Maringaud es tan fornido que parece gordo, y tiene cejas espesas sobra una nariz chiquita en una cara de bebé de publicidad. Cuando derriban la puerta, aparece el gabinete de trabajo, un moro indolentemente tendido en el sillón de operaciones, muerto. Ayer eran los republicanos los que ocupaban la planta baja de la casa. Esta ventana es más ancha y menos alta que las otras; las balas enemigas sólo han roto hasta tres metros del suelo la vidriera del dentista. Desde allí se puede ver y tirar.
Maringaud no tiene todavía mando: no ha hecho su servicio militar. Pero no le falta autoridad en su compañía: todos saben que era secretario de fábrica de una de las más grandes manufacturas de armas. Los italianos habían encargado allí dos mil ametralladoras destinadas a Franco; el patrón de la fábrica, fanático de armas, no las dejaba encajonar «porque no estaban a punto». Todas las noches, terminado el trabajo, una parte de la fábrica se iluminaba por encima de la ciudad, y el viejo patrón, apasionado, modificando sólo una bisagra de una máquina minúscula en su taller, ponía a punto la pieza decisiva que debía hacer de esas ametralladoras «ametralladoras que no necesito decirle cómo». Y a las cuatro de la mañana, uno después de otro, militantes obreros, siguiendo las instrucciones de Maringaud, llegaban para falsear, con algunos limazos, la pieza pacientemente elaborada. Seis semanas. Durante cuarenta noches se prosiguió en esa fábrica de armas ese combate paciente entre la pasión técnica (el patrón de Maringaud no era fascista; sus hijos si lo eran) y la solidaridad.
Todos los de la brigada habían por experiencia que no era un trabajo inútil.
Los compañeros de Maringaud vienen a instalarse encima de las balas.
Esa casa, donde se combate desde hace diez días, asaltada o sitiada, es inexpugnable, salvo por la escalera donde se relevan cinco internacionales con sus granadas. La perspectiva no permite poner un cañón en batería, y en cuanto a las balas… Quedan las minas. Pero, mientras el Tercio esté abajo, la casa, incluso minada, no saltará.
Los cañones de 155 de los republicanos continúan tirando.
La calle está vacía. En una docena de casas, se insultan por las chimeneas. A veces, un ataque, de uno o de otro lado, trata de ocupar la calle, fracasa, se retira; los centinelas, que la muerte no distrae, esperan, ociosos, detrás de las ventanas; si un infeliz periodista viniera a observar aquí, tendría de inmediato su balazo en el cuerpo.
Hay un fusil o una ametralladora detrás de cada ventana, el altavoz cubre con sus gritos enronquecidos los insultos de la chimenea, y la calle está vacía como para la eternidad.
Pero, a la derecha, está el hospital, la mejor posición fascista del frente de Madrid. Ese sólido rascacielos, aislado en medio del césped, domina todo el barrio residencial. Desde su cuarto piso, los compañeros de Maringaud ven a los republicanos, en cada calle, a cuatro patas en el barro; y aunque no vieran el hospital, adivinarían su presencia por la altura que ningún cuerpo vivo puede sobrepasar.
Como las casas de la calle, el hospital, cuyas ametralladoras tiran incesantemente, parece abandonado. Este rascacielos melancólico y asesino, ruina de torre babilónica, sueña como un buey entre los obuses que lo abofetean con escombros.
Uno de los internacionales, buscando en todos los armarios, acaba de encontrar unos gemelos de teatro.
Las granadas estallan en la escalera. Maringaud va hasta el rellano.
—No es nada —dice uno de los internacionales de guardia, en medio del estruendo de los obuses.
El Tercio ha intentado subir una vez más.
Maringaud toma los gemelos. Visto de más cerca, el hospital cambia de color, se vuelve rojo. Debe su forma nítida únicamente a su masa: bajo cada golpe del 155 que lo bombardea, se hunde, se abolla o se achata levemente, como el hierro al rojo bajo los golpes del martillo. Sus ventanas, más visibles, le dan ahora un aspecto de colmena cuyas abejas han huido. Y sin embargo, muy lejos, en torno de ese baluarte en minas, los hombres se arrastran por las calles lluviosas o trepan por los troles herrumbrados del tranvía.
—¡Dios mío, Dios mío!, —grita Maringaud alzando sus fuertes brazos—. ¡Ya está, ya está! ¡Lo atacamos!…
Están pegados unos a los otros, entre el moro muerto en su sillón de dentista y la ventana. Las manchas negras de los dinamiteros y de los lanzadores de granadas surgen de la tierra en torno al hospital, alzan los brazos, entran de nuevo en el barro, reaparecen donde estaba cinco minutos antes el rosario rojo de la dinamita y de las granadas.
Maringaud corre hasta la chimenea, grita al Tercio:
—¡Miren un poco lo que ocurre en el hospital, zopencos!
Y vuelve corriendo a su lugar. Los dinamiteros están muy cerca; de la colmena hundida corre hacia las líneas fascistas todo un pueblo de insectos perseguidos por sus propias ametralladoras.
La chimenea no ha contestado. Un checo, más inclinado que los otros internacionales, el máuser al hombro, tira, tira, tira. En las casas de la otra acera desde donde son asediados, los internacionales tiran también: rozando la pared, los del Tercio huyen de la casa rosada: la casa está minada y va a estallar.
El Negus avanza en la contramina. Desde hace un mes, no cree ya en la Revolución. El Apocalipsis ha terminado. Queda la lucha contra el fascismo y el respeto del Negus por la defensa de Madrid. Hay anarquistas en el Gobierno; otros, en Barcelona, defienden ásperamente doctrina y posiciones. Durruti ha muerto. El Negus ha vivido tanto tiempo de la lucha contra la burguesía que ahora vive sin mayor trabajo de la lucha contra el fascismo: las pasiones negativas siempre han sido las suyas. Y sin embargo, eso no va ya. Oye a los suyos hacer por radio la llamada a la disciplina y envidia a los jóvenes comunistas que hablan después, y cuya vida no ha sido transformada en seis meses… Combate aquí con González, el gordo compañero con quien Pepe atacaba a los tanques italianos frente a Toledo. González es de la C. N. T., pero todo eso le es indiferente. Hay que hacer polvo a los fascistas y discutir después. «Tú comprendes —dice el Negus—, los comunistas trabajan bien. Yo puedo trabajar con ellos, pero quererlos, no. En vano echo los bofes, no hay nada que hacer…». González era minero en Asturias y el Negus obrero de los transportes en Barcelona.
Después del lanzallamas del Alcázar, el Negus se ha refugiado en ese combate subterráneo que quiere, donde casi todo combatiente está condenado, donde sabe que morirá, y que conserva algo de individual y de romántico. Cuando el Negus no sale adelante con sus problemas, se refugia siempre en la violencia o en el sacrificio; en los dos a la vez, mejor aún.
Avanza, flaco, seguido por el gordo González, en una contramina que debe terminar un poco más lejos que la casa rosada. La tierra se vuelve cada vez más sonora: o la mina enemiga está muy cerca (pero no oye golpear), o…
Arma una granada.
El último golpe de pico se hunde en el vacío, y el cavador se desmorona, arrastrado por su impulso a un gran hueco profundo. La linterna eléctrica del Negus busca a su alrededor como la mano de un ciego: tinajas, altas como hombres. Un sótano. El Negus apaga y salta. Frente a él, otra linterna busca también. El que la tiene no ha visto la luz del Negus, la primera en apagarse. Un fascista. ¿Tirar? El Negus no ve al hombre. La casa rosada está casi encima de ellos. González se encuentra todavía en el pasillo. El Negus lanza su granada.
Cuando el humo que gira sobre sí mismo a la luz de la linterna de González se disipa, dos fascistas se han hundido, la cabeza por encima de un lago pegajoso de aceite o de vino, de donde salen pedazos de vasijas enormes, y que sube, en la luz fija de la linterna eléctrica, hasta sus hombros, hasta sus bocas, hasta sus ojos.
El contraataque republicano ha terminado: Maringaud y sus compañeros están libres. González y los suyos vuelven a la permanencia de la brigada. Hay que atravesar parte de Madrid.
Ya se ha adquirido la costumbre del bombardeo; en cuanto los paseantes oyen un obús desaparecen por una puerta y después vuelven a seguir su camino. Acá y allá, las fumarolas que inclina un viento suave ponen en la tragedia una paz de chimeneas de pueblo a la hora de la cena. Un muerto ha caído a través de la calle, con un portafolio de abogado apretado bajo el brazo que nadie se atreve a tocar. Los cafés están abiertos. De cada estación del metro sale una población semejante a la de un asilo de noche siniestra; una población desciende por ella con colchones, toallas, carritos para niños, carretillas cargadas de batería de cocina, mesas, retratos, niños con toros de cartón; un campesino trata de empujar un asno tozudo. Desde el 21, los fascistas bombardean diariamente, en los alrededores de Salamanca, extraordinarias componendas se elaboran para colarse dentro de las casas… A veces, el montón de escombros se mueve y aparece una mano con los dedos extraordinariamente tensos, pero los niños juegan a los aviones de caza junto a los bombardeos, entre las caras agobiadas por la huida. Las mujeres vuelven a Madrid en espuertas y colchones, como las de los cuentos árabes. Un conductor de tranvía que se ha unido a los soldados para ir al servicio permanente de las brigadas, le dice a González:
—Como vida, comprendes, es vida; pero como oficio no es un oficio: sales, haces tu trabajo, llegas al final con la mitad de tu clientela, la otra se ha muerto en el camino. Te lo repito: no es un oficio…
El conductor se detiene, González se detiene, Maringaud se detiene. Todos los transeúntes se detienen o corren a refugiarse bajo las puertas: cinco Junkers, protegidos por catorce Heinkels, llegan sobre Madrid.
—No hay que tener miedo —dice una voz—, uno se acostumbra.
Y antes de que González y Maringaud hayan visto sea lo que fuere sobre el cielo gris de la tarde, una multitud enorme sale de los refugios, de los sótanos, de las casas, de las estaciones del metro, el cigarrillo en la boca, las herramientas o los papeles en la mano, en suéter, en chaqueta, en pijama, o cubiertas con frazadas.
—¡Son los nuestros!, —dice un civil.
—¿Cómo lo sabes?, —pregunta González.
—¡Me suena mejor que antes!
Del otro lado de Madrid, por primera vez, llegan treinta y seis aviones de caza republicanos.
Por fin llegan los aviones vendidos por la U. R. S. S. después que ésta ha denunciado la no intervención. Algunos ya han combatido en Getafe, y los aparatos reparados de los internacionales han echado folletos sobre Madrid para anunciar la reorganización de la aviación republicana; pero esas cuatro escuadrillas de nueve aviones, que llegan en losange, dirigidos por Sembrano, son, por primera vez, la guardia de Madrid.
El Junker que va a la cabeza tuerce a la derecha, tuerce a la izquierda, vacila. Las escuadrillas republicanas se precipitan a toda velocidad sobre el grupo de bombardeo. Las manos de los hombres se crispan sobre el hombro o la cadera de las mujeres. Desde todas las calles, desde todos los tejados, desde todos los orificios de los sótanos, desde todas las estaciones del metro, aquellos que hace ya dieciocho días esperan de hora en hora las bombas, miran. Por fin la escuadrilla enemiga da media vuelta hacia Getafe, y un grito de quinientas mil voces, salvaje, inhumano, liberado, sube hacia el cielo gris donde se hunden los aviones de Madrid.
Heinrich mira por la ventana, al caer la noche, la multitud de soldados separados de sus unidades que acaban de hacerse reincorporar. Ante él, el mapa donde lleva las indicaciones que le transmite Albert, pegado al teléfono, como de costumbre. Por todas partes se confirma que los fascistas, privados por el coronel Uribarri del tren con municiones, no tienen más municiones.
—El ataque a Pozuelo y Aravaca ha sido rechazado, mi general.
Heinrich anota en el mapa las nuevas posiciones. Los pliegues de su nuca blanca parecen sonreír.
—El ataque a Las Rozas ha sido rechazado —trasmite otro oficial de Estado Mayor.
De nuevo el teléfono:
—Muy bien, gracias —contesta Albert.
El ataque a la Moncloa ha sido rechazado.
Todos tienen ganas de congratularse.
—¡Coñac general en el próximo éxito!, —dice Heinrich.
El Ministerio de Guerra transmite el orden de las posiciones en el receptor de Albert; las brigadas llaman por el otro aparato.
—¡Dadme coñac!, —dice Albert—: Avanzamos en la Puerta de Hierro; la carretera de La Coruña está despejada.
—¡Villaverde está reconquistado!
—¡Marchamos hacia Quemada y hacia Garalito, mi general!
Tercera parte
La esperanza
I
I
1
8 de febrero
Magnin encontró a Vargas en el Ministerio del Aire, en Valencia, como lo había encontrado en Madrid la tarde de Medellín. Los ministros no eran ya los mismos, los combatientes llevaban uniformes, Franco había estado a punto de tomar Madrid, el ejército popular se formaba; pero la guerra era siempre la guerra y, si tantos hombres habían encontrado la muerte y tantos otros su destino, ni Vargas ni Magnin habían cambiado mucho. Como en Madrid, Vargas acababa de hacer traer whisky y cigarrillos; como en Madrid, ambos tenían sus caras de fin de noche.
—Málaga está perdida, Magnin —dijo Vargas.
A Magnin no lo sorprendía; pensaba que contra las fuerzas italianas y alemanas, los republicanos no podrían salvar los frentes cortados de su centro. Y García le había dicho ocho días antes: «Espero todo del centro, y nada de los pequeños frentes: Málaga es Toledo».
—El éxodo es extraordinario, Magnin… Más de cien mil habitantes en fuga… Terrible…
Por encima de ellos, en el centro de la sala de esa vieja mansión de un rico comerciante, un águila embalsamada sostenía la araña.
—Y los aviones italianos los persiguen. Y los camiones. Si detenemos los camiones, los refugiados alcanzarán Almería.
Magnin, ojos y bigote tristes, hizo un gesto que significaba: ¿cuándo partimos?
—Nuestros mejores aviones deben estar en Madrid, Magnin, yo sé…
—Los fascistas atacaban a fondo el Jarama.
—Se necesitan dos multiplazas para la carretera de Málaga. Aquí, casi no tenemos cazas…
»Pero hay también una misión en Teruel. Nadie, entre los internacionales, conoce Teruel como usted. Yo quiero que usted no…
Continuó en español:
—… no elija siempre el peligro más grande, sino la misión más útil. Usted en Teruel, Sembrano en Málaga. Él está aquí.
»Usted sabe —agregó— que Teruel se halla también completamente sin cazas…
Desde hacía dos meses, la aviación internacional combatía en el frente de Levante: Baleares, Sur, Teruel. La época de los pelícanos había terminado. Con dos misiones diarias y una debida proporción de hospital, la escuadrilla, que había apoyado la brigada internacional durante la batalla de Teruel, combatía, reparaba, fotografiaba sus bombardeos durante el combate; los aviadores habitaban un castillo abandonado entre los naranjales, cerca de un campo clandestino; habían hecho estallar, durante la batalla, la estación y el Estado Mayor de Teruel con el tiro antiaéreo, y una foto agrandada de la explosión estaba pegada con tachuelas en la pared de su refectorio. Magnin y sus pilotos conocían ese frente mejor que sus mapas.
—¿Al alba? —preguntó Magnin.
Pasaron a la cartografía.
Jaime y Scali, Gardet y Pol, Attignies, Saïdi, mecánico llegado de las brigadas, y Karlitch bebían manzanilla en un café.
Detrás de ellos, del otro lado de los vidrios del café, había una pequeña feria cuya música llegaba hasta el salón: rifas, venta de dulces, tiro al blanco. Era la fiesta de los niños. Los ametralladores habían venido para tirar, y no se cansaban de reventar cerdos rellenos de aserrín; era allí donde habían encontrado a Karlitch, en medio de un círculo de admiradores. Gardet y Saïdi, más que por el tiro al blanco, habían ido por los niños. Habían gastado todo su dinero en distribuir dulces; a Gardet le gustaban los niños como a Shade los animales: por amargura; Saïdi los quería por todo lo que había en él de infancia y de piedad musulmana.
—Son buenos los norteamericanos —dijo Pol.
Los primeros voluntarios norteamericanos de la aviación acababan de llegar.
—A mí, lo que me gusta de ellos —dijo Gardet— es que no creen que salvan la democracia cada vez que hacen girar una hélice.
—Y han mandado a paseo a sus mercenarios —dijo Attignies.
Detestaba a los mercenarios, indistintamente.
—Pero el nuevo comandante —continuó Pol—, un imbécil, un soberano imbécil.
Por primera vez el comandante español que dirigía el campo con Magnin era un jefe insoportable.
—No hay que impacientarse —dijo Attignies—. No creemos que entre nosotros todo será la perfección. Pero todo se arreglará pronto: Sembrano vuelve. Hagamos nuestro trabajo, y eso basta. El capitán español de los Bréguets es estupendo.
—Y para luchar todas las semanas contra aviones modernos, ¡se necesita ser paciente!
—Hay algo curioso —dijo Scali—: Ningún país tiene, como éste, el don del estilo. Se toma a un campesino, a un periodista, a un intelectual; se le da una función y la ejerce bien o mal, pero casi siempre con un estilo como para dar lecciones a toda Europa. Ese comandante no tiene estilo: cuando un español pierde el estilo, lo ha perdido todo.
—Esa noche, en la Alhambra —dijo Karlitch—, he visto algo que merece contarse: una bailarina medio desnuda pasa por el escenario. Muy cerca de la gente. Un miliciano borracho corre, la acaricia con todo el brazo. El público bromea. El miliciano se vuelve, los ojos cerrados, la mano también. Como si hubiera tomado la belleza de la mujer cuando la ha acariciado, y guardado en el puño. Y se vuelve hacia el público, abre el puño y le arroja la belleza. Con desprecio hacia el público. Admirable. Sólo posible aquí.
Hablaba francés mucho peor que antes. Jefe de un cuerpo franco, pulido, parecía salir de un baño donde el alcanfor hubiera reemplazado al agua de Colonia. Se echó hacia atrás su gorra de capitán, y Scali reconoció su penacho negro y espeso.
—Lo que me gusta aquí —dijo Pol— es que me instruyo. ¡Es verdad!, pero el comandante, a pesar de todo, es un zopenco.
—Hablar así de un comandante no está bien —dijo brutalmente Karlitch.
Se había dejado crecer el bigote: su rostro era menos infantil, más duro, y Scali sentía reaparecer en él al antiguo oficial de Wrangel.
Pol se alzó de hombros y levantó el índice:
—Digo y repito: un zopenco.
Esto podría echarse a perder, pensó Attignies.
—¿Cómo has venido aquí? —le preguntó a Saïdi.
—Cuando supe que los moros combatían con Franco, le dije a mi sección socialista: «Debemos hacer algo. Si no, ¿qué dirán los camaradas obreros de los árabes?».
—Veo luces —dijo Jaime, que trituraba un alambre. Hacía aviones de alambre, cuyos mandos funcionaban, y que los aviadores se arrancaban.
Desde hacía un mes, día tras días, veía luces. Al principio, sus amigos las buscaban para encontrar siempre, no luces, sino la misma tristeza. Scali y Jaime estaban a su lado, los otros enfrente.
—Entonces —dijo Karlitch—, hemos tomado Albarracín. Allí había uno de los fascistas más responsables. Muy joven: quizá veinte años.
»Estaba escondido. Fuimos allí, y encontramos sólo a dos viejas. El muchacho había denunciado quizá… a cincuenta de los nuestros. Y a otros, que ni siquiera estaban con nosotros. Fusilados.
—Nada peor que los adolescentes —dijo Scali.
—Una de las viejas dijo: «No, no hay nadie; sólo mi otro sobrino…». Eran sus tías. Entonces ocurrió algo: salió un muchacho en calcetines, y un sombrero…
Karlitch hizo en torno a su cabeza un ademán circular que pretendía imitar un Jean Bart, el famoso corsario.
—… un traje marinero, pantalones cortos. «Ya ven ustedes —decían ellas, las viejas—, ¡ya ven ustedes!…». Era nuestro canalla; le habían puesto el traje de un niño para engañarnos…
—Las luces giran —dijo Jaime, que se había quitado sus anteojos ahumados.
Karlitch rió, con la misma risa que atacaba los nervios a Scali, en agosto.
—Lo fusilaron.
Todos sabían que Karlitch había ido dos veces a buscar a sus camaradas heridos bajo el fuego enemigo. Y que lo matarían. Servir era para él una pasión, que esperaba hallar también en los que servían bajo sus órdenes; la primera vez que había encontrado sus heridos torturados por los moros, había ido él mismo a dar el golpe de gracia a sus oficiales. En conjunto, inquietaba a Scali y a Attignies. Los demás creían a Karlitch un poco loco. Saïdi dudaba mucho de todo eso.
Scali recordaba la llegada de Karlitch: tenía unas botas soberbias. Con el primer limpiabotas había comenzado a hacerlas limpiar; pero limpiar unas hermosas botas de cosaco no es limpiar un par de zapatos, y treinta especialistas, ya que el ómnibus militar era colectivo, habían esperado media hora a un Karlitch exasperado, golpeteando sobre la mesa, a quien el limpiabotas no terminaba de hacer relucir su segunda bota.
—Las luces se detienen —dijo Jaime.
Esta esperanza, sin cesar renovada, creaba siempre en torno a él un atroz malestar. Tanto más cuanto que tenía vergüenza de ser casi ciego, y se esforzaba en hacer humorismo. Había prometido ostras que creía haber descubierto mediante una extravagante invención. Error. Y los primer llegados (Scali y él habían llegado los últimos) habían encontrado estas palabras en el café: «Pensándolo bien, no vendremos… Las ostras».
—¿Te gusta esta vida? —preguntó Attignies a Karlitch.
—Cuando murió mi padre (tengo tres hermanos), yo estaba… en el ejército. Y ya mi padre había dicho: que los tres sean felices; y el otro… el otro debe vencer.
Scali encontraba una vez más lo que lo inquietaba desde hacía dos meses: lo que los técnicos de la guerra llamaban «los guerreros». Scali quería a los combatientes, desconfiaba de los militares y detestaba a los guerreros. Karlitch era demasiado sencillo, pero ¿los otros?… Y, en las filas de Franco, había también miles como ése.
—Espero pasar a los tanques —continuó el ametrallador. Tanquistas, aviadores, ametralladores, ¿los mercenarios iban a invadir Europa?
—¿Qué te da miedo, Karlitch, en la guerra?
Quería decir horror o piedad, pero no era demasiado sutil.
—¿Miedo? Al principio, todo.
—¿Y después?
—No lo sé.
—¿Veis las luces? —preguntó Jaime.
—¡Sí! —continuó Karlitch—. Hay algo que me da miedo. Miedo. Los ahorcados. ¿Y a ti?
—Nunca he visto.
—Tienes suerte… Da miedo. Comprende cómo ocurren las cosas: con la sangre todo es natural. Los ahorcados no son naturales. Cuando no hay sangre, no es natural. Cuando las cosas no son naturales, dan miedo.
Hacía veinte años que Scali oía hablar de «noción del hombre». Y se rompía la cabeza tratando de entenderla. ¡Era en verdad bonita la noción de hombre frente al hombre comprometido en la vida y la muerte! Scali ya no sabía decididamente dónde estaba. Tenía coraje, generosidad —y sentido psicológico—. Había revolucionarios —y había masas—. Había política —y había moral—. «Quiero saber de lo que hablo», había dicho Alvear.
—Ahora salen de nuevo las luces —dijo Jaime.
Scali se irguió, con la boca abierta, los dos puños sobre la mesa, enviando a tres metros el avión de alambre; Gardet agarraba a Jaime por los hombros, y todos miraban más allá de la vidriera del café los grandes globos eléctricos de los tiovivos que se habían puesto a girar.
Jaime y sus compañeros, completamente enloquecidos, silbaban como oropéndolas, y Magnin, en otro auto, iban de nuevo al campo por la llamada —y por Málaga—. Lina escuadrilla enemiga bombardeaba el puerto, a seis kilómetros. La llovizna cubría Valencia y chorreaba suavemente sobre los naranjales. Para la fiesta de los niños, los sindicatos habían decidido preparar un cortejo sin precedentes. Consultadas las delegaciones de niños, habían exigido personajes de dibujos animados: los sindicatos habían construido en cartón ratones Mickey, enormes, gatos Félix, patos Donald (precedidos, a pesar de todo, de un don Quijote y de un Sancho). De los miles de niños venidos de toda la provincia para la fiesta, dedicada a los niños refugiados de Madrid, muchos estaban sin amparo. En el bulevar exterior, los tanques, terminado su triunfo, yacían abandonados; en dos kilómetros aparecieron en los faros de los autos los animales parlantes de los modernos cuentos de hadas, del mundo donde todos aquellos a quienes se mata resucitan… Chiquillos sin protección se habían refugiado en los pedestales de cartón, entre las patas de los ratones y de los gatos. La escuadrilla enemiga continuaba bombardeando el puerto; y al ritmo de las explosiones, bajo la guardia del don Quijote nocturno, los animales que temblaban en la lluvia sacudían la cabeza por encima de los niños dormidos.
Attignies era bombardero del avión de Sembrano. Las manipulaciones de los dos aparatos eran mixtas: en éste, Pol, mecánico, y Attignies. Sembrano había llevado a su segundo piloto, un vasco, Reyes. En el último aeródromo Sur habían encontrado bombas que fue necesario cambiar, y un desorden digno de Toledo; poco antes de Málaga, el éxodo de ciento cincuenta mil hombres, a lo largo de la carretera que costea el mar, y después, hacia atrás, los cruceros fascistas que subían hacia Almería en una mañana maravillosa y un largo hervidero de humo; por último, la primera de las columnas motorizadas italoespañolas; vista desde los aviones, parecía que debía alcanzar el éxodo en algunas horas. Attignies y Sembrano se habían mirado y habían descendido lo más bajo posible. No quedaba nada de la columna.
Para volver más pronto, Sembrano cortó y tomó el mar.
Cuando Attignies se volvió, el mecánico frotaba sus manos llenas de aceite de las palancas de bombardeo. Attignies miró de nuevo delante de sí el cielo lleno de cúmulos nítidos: dieciocho aviones de caza enemigos —con retraso— llegaban en dos grupos. Y otros detrás, probablemente.
Las balas atravesaron la torreta delantera.
Sembrano recibió un furioso garrotazo en el brazo delantero, que le quedó colgando. Se volvió hacia el segundo piloto: «¡Toma la palanca de mando!». Reyes no tomaba la palanca; se tomaba al vientre, con ambas manos. Sin el cinturón que lo retenía, hubiera caído sobre Attignies, vuelto hacia atrás, tendido en la cabina, con un pie en la sangre. Sin duda el caza enemigo, que había pasado detrás del avión, iba a tirar en profundidad; ninguna protección posible: ante ese número de enemigos, los cinco cazadores republicanos debían proteger la huida del otro multiplazas, en mejor posición de combate. Los agujeros de la carlinga eran agujeros de pequeños obuses; los italianos tenían cañones ametralladoras. ¿Estaba o no herido el ametrallador de atrás? En el instante en que Sembrano se volvía, su mirada pasó por su motor derecho: llameaba. Sembrano cortó. Ninguno de sus ametralladores tiraba ya. El avión bajaba, segundo por segundo. Attignies estaba inclinado sobre Reyes, bajado de su asiento, y que pedía incansablemente de beber. «La herida en el vientre», pensó Sembrano. Sobre el avión pasó una nueva ráfaga enemiga, tocando sólo el plano derecho. Sembrano pilotaba con los pies y el brazo izquierdo. La sangre manaba suavemente de su mejilla; sin duda estaba herido también en la cabeza, pero no sufría. El avión bajaba siempre. Detrás, Málaga; debajo el mar. A lo lejos, más allá de una faja de arena ancha de diez metros, una cresta de rocas.
No era asunto de paracaídas: el caza enemigo seguía y el aparato estaba ya demasiado bajo. Imposible subir: el timón de profundidad, sin duda destrozado por las balas explosivas, respondía apenas. El agua estaba ahora tan cerca que el ametrallador de abajo se acostó en la carlinga, también con las piernas ensangrentadas. Reyes había cerrado los ojos y hablaba en vascuence. Los heridos no miraban ya el caza enemigo del cual les llegaban, aisladas, las últimas balas: miraban el mar. Varios de entre ellos no sabían nadar —y no se nada con una bala explosiva en el pie, el brazo o el vientre—. Estaban a un kilómetro de la costa, a treinta metros encima del mar; abajo, cuatro o cinco metros de agua. El caza enemigo volvió, tiró de nuevo con todas sus ametralladoras; las balas trazadoras tendieron en torno del avión una tela de araña de trazos rojos. Debajo de Sembrano, las olas claras y calmas de la mañana reverberaban al sol con una felicidad indiferente; lo mejor era cerrar los ojos y dejar descender lentamente el avión hasta que… Su mirada encontró de pronto la cara de Pol, inquieta, cubierta de sangre, pero en apariencia siempre alegre. Los trazos rojos de las balas rodeaban el aparato lleno de sangre, donde Attignies estaba ahora inclinado sobre Reyes que había caído de su asiento y parecía lanzar estertores de agonía: la cara de Pol, la única que vio Sembrano de frente, chorreaba sangre también; pero había en sus mejillas lisas de gordo judío animado tal deseo de vida que el piloto hizo un último esfuerzo para servirse de su brazo derecho. El brazo había desaparecido. Con toda su fuerza, pies y brazo izquierdo, hizo encabritar el aparato.
Pol había sacado las ruedas y ahora las metía: el fuselaje del avión resbaló como el de un hidro; el aparato se paró un instante, se hundió en la espuma de las olas tranquilas y capotó. Todos se revolvían en el agua que brotaba en el avión, como gatos ahogados: no subía hasta lo alto de la carlinga, ahora dada la vuelta. Pol se precipitó sobre la puerta, intentó maniobrarla como de costumbre, de arriba abajo, no lo consiguió, comprendió que como el avión se había dado la vuelta, debía buscar el picaporte arriba; pero la puerta estaba atrancada por una bala explosiva. Sembrano, puesto a flote en el avión al revés, el puesto de pilotaje dado la vuelta ante sus narices, buscaba su brazo en el agua como un perro corre detrás de su cola; la sangre de su herida manchaba de rojo el agua ya rosada de la carlinga, pero el brazo estaba en su lugar. El ametrallador de adelante hundió uno de los pedazos de mica de su torreta, abierta por el capotaje. Serrano, Attignies, Pol y él consiguieron salir, y se encontraron al fin, el torso al aire libre y las piernas en el agua, frente a la línea interminable del éxodo.
Apoyado en el mecánico, Attignies llamaba, pero las olas cubrían el ruido de su voz; a lo sumo, los campesinos que huían veían sus ademanes; y Attignies sabía que cada cual, en una multitud, cree que la llamada se dirige a los demás. Sobre la playa misma, un campesino caminaba. Attignies fue a cuatro patas hasta la arena: «¿Vienes a ayudarnos?», le gritó desde que lo tuvo al alcance de su voz. «No sé nadar», respondió el otro. «No hay profundidad». Attignies avanzaba siempre. El campesino no se movía. Cuando vio que Attignies, surgido del agua, estaba a su lado, le dijo por fin: «Tengo chiquillos», y se fue. Quizá fuera verdad, ¿y qué ayuda esperar de un hombre que, ante esa huida furiosa, esperaba pacientemente a los fascistas? Quizá desconfiaba: la cara enérgica y rubia de Attignies se parecía demasiado a la idea que un campesino de Málaga puede hacerse de un piloto alemán. Al este, muy cerca de la cresta de las montañas, los aviones republicanos desaparecían. «Esperemos que manden un automóvil…».
Pol y Sembrano habían sacado a los heridos del aparato y los habían transportado a la playa.
Un grupo de milicianos salió de la corriente de la multitud; de pie sobre el terraplén y por mucho más altos que ella, parecían armonizar con los peñascos y los pesados cúmulos y no con las cosas vivas, como si no pudiese estar vivo nada de aquello que no huyera; la mirada fija en ese avión que acababa de consumirse, oculto a medias por las cortas llamas que salían fuera del agua, dominaban esa corriente de hombros inclinados hacia delante y de manos en el aire, a la manera de los centinelas legendarios. Entre sus piernas, separadas para resistir el viento del mar, las cabezas rodaban como hojas secas; llegaron por fin hasta Attignies. «¡Ayudad a los heridos!». Avanzaron hasta el avión, paso a paso, detenidos por el agua. El último, que permanecía con Attignies, pasó el brazo del aviador sobre su hombro.
—¿Sabes dónde está el teléfono? —le preguntó éste.
—Sí.
Los milicianos pertenecían a la guardia del pueblo; sin cañones ni ametralladoras iban a tratar de defender su pueblo pedregoso de las columnas motorizadas italianas. En la carretera, con ellos y a su manera, de los doscientos mil habitantes de Málaga, ciento cincuenta mil seres desarmados huían, hasta la muerte, del «libertador de España».
Se detuvieron a media altura del talud. «Hay que tener descaro —pensaba Attignies— para decir que las heridas de bala no hacen doler». Y el agua de mar no aliviaba nada. Por encima del terraplén, los bustos inclinados avanzaban siempre hacia el oeste, al paso o a la carrera. Delante de muchas bocas un puño sostenía un objeto confuso como si todos hubieran tocado una silenciosa corneta: comían. Una verdura corta y ancha, apio quizá. «Hay un campo», dijo el miliciano. Una vieja subió al talud gritando, se acercó a Attignies y le tendió una botella. «¡Mis pobres hijos, mis pobres hijos!». Miraba a los otros huir, recuperó su botella antes de que Attignies la hubiera tomado y bajó lo más pronto que pudo, sin dejar de gritar siempre la misma frase.
Attignies volvió a subir, apoyado en el miliciano. Pasaban mujeres corriendo, se detenían, se ponían a gritar mirando los aviadores heridos y el avión que se consumía, y emprendían de nuevo su carrera.
«El bulevar del domingo», pensaba amargamente Attignies al llegar a la carretera. Bajo el ruido de la huida, ritmado por el golpeteo del mar, otro ruido, que Attignies conocía de sobra, empezó a subir: un avión de caza enemigo. La multitud se dispersaba; había sido ya bombardeada y ametrallada.
Venía en línea recta hacia el multiplazas cuyas últimas llamas se apagaban en el mar. Ya los milicianos transportaban a los heridos; estarían en la carretera antes de la llegada del avión enemigo. Había que gritar a la multitud que se echara de bruces, pero nadie oía. Siguiendo las instrucciones de Sembrano, los milicianos acostaban a los heridos a lo largo de la pequeña pared. El avión bajó mucho, giró en torno al multiplazas, patas arriba y cubierto de pavesas moribundas como un pollo en un asador; lo fotografió, sin duda, y volvió a partir. «Pero los camiones están patas arriba también».
Pasó una carreta. Attignies la detuvo, abandonó el hombro del miliciano. Una joven campesina le cedió su lugar y él se sentó entre las piernas de una vieja. Volvió a partir la carreta. Llevaba cinco campesinos. Nadie había hecho preguntas y Attignies no había dicho una palabra: el mundo entero, en ese minuto, corría en un solo sentido.
El miliciano andaba al lado de la carreta. Después de un kilómetro, la carretera se apartaba del mar. En los campos habían encendido fogatas; esas fogatas, esa gente acurrucada o acostada rezumaba angustia en la inmovilidad como en la huida. Entre ella, la masa pasiva de los desalojados continuaba hacia Almería su desesperada emigración. El enmarañamiento de los vehículos era en verdad inextricable. La carreta ya no avanzaba.
—¿Todavía está lejos? —preguntó Attignies.
—Tres kilómetros —contestó el campesino.
Un campesino los adelantó, montado en un asno: los asnos, abandonando incesantemente la carretera, se deslizaban por todas partes, yendo mucho más ligero.
—Préstame tu asno. Te lo devolveré en el pueblo, delante del correo. Es para los aviadores heridos.
El campesino bajó sin decir una palabra y ocupó el lugar de Attignies en la carreta.
Dos jóvenes, varón y mujer, estudiantes sin duda, casi elegantes, sin equipaje, pasaron al asno. Se tomaban de la mano. Attignies tuvo conciencia de que no había visto hasta entonces más que una multitud miserable, a veces obrera, campesina casi siempre. Y siempre, en las espaldas, las mantas mexicanas. Nada de conversaciones: gritos, y el silencio.
La carretera discurría por un túnel.
Attignies buscó su linterna eléctrica. Inútil sacarla de su bolsillo empapado. Innumerables luces, lámparas de toda clase, fósforos, antorchas, tizones, nacían y se apagaban, amarillos y rojizos, o bien permanecían, rodeados por un lado, a uno y otro lado de la corriente de hombres, de animales, de carretas. Al abrigo de los aviones, un gran campamento migratorio se había instalado en la vida subterránea, entre los dos agujeros azules y lejanos del día. Un pueblo de sombras se agitaba en torno de las antorchas o de las inmóviles lámparas de tormenta; por un instante aparecían las siluetas de los bustos y las cabezas, y las piernas se perdían bajo la roca como un río subterráneo, en un silencio tan intenso que hasta había conquistado a los animales.
El túnel envolvía a Attignies de calor, ya viniera de la multitud acumulada, o de la fiebre que aumentaba en él. Había que llegar al teléfono, evidentemente, pero ¿acaso Attignies no había muerto en el camino? La carreta, el asno, ¿no eran los sueños de una agonía bastante dulce? Del agua que lo había cubierto se deslizaba a ese mundo caldeado de las profundidades de la tierra. Una evidencia más fuerte que las certidumbres de los vivos iba de la sangre, que un momento antes chorreaba en la cabina, a ese túnel sofocante; todo lo que había sido la vida se diluía como recuerdos miserables en un sopor profundo y melancólico; los puntos luminosos llevaban en esa cálida oscuridad su vida de peces de las grandes depresiones, y el comisario político se deslizaba, inmóvil y sin peso, mucho más allá de la muerte a través de un gran río de sueño.
La luz del día que se aproximaba y que, al torcerse la carretera, se desplegó súbitamente, despertó su cuerpo entero, como si fuera una luz helada. Quedó asombrado de encontrar de nuevo la obsesión del teléfono, su pie dolorido, su asno entre las piernas. A pesar de haber salido del avión como de un combate, le parecía volver del limbo al misterio de la vida. De nuevo, por encima de la corriente del pueblo en fuga, se extendía hasta el Mediterráneo la tierra ocre de España, con sus cabras negras erguidas sobre los peñascos.
La multitud, agitada en todo sentido, hervía alrededor del primer pueblo, y dejaba mil instrumentos alrededor de las primeras paredes, como el mar abandona en su rompiente una playa de guijarros y desechos. Una gran confusión de trajes erizados por algunas armas yacía presa entre las paredes como una manada en un corral. Aquí el éxodo perdía su poder de avalancha: no era más que una multitud.
Gracias al miliciano, Attignies, siempre sobre su asno, llegó a la oficina de teléfonos. Los hilos estaban cortados.
Pol, una vez que los heridos estuvieron alineados al pie de la pared, había preguntado a los milicianos dónde podía encontrar camiones. «En las granjas, ¡pero no hay gasolina!». Corrió hasta la primera granja, vio un camión, el tanque estaba vacío. Siempre corriendo, había vuelto con un balde, después de vaciar en él parte de la gasolina conservada en el depósito intacto del avión. Llegó de nuevo a la granja, manteniendo su balde en equilibrio, obligado a caminar lentamente al margen de la interminable huida campesina, y esperando de un momento a otro la llegada de los camiones que seguirían con toda seguridad a los que habían hecho estallar aquella mañana. Trató de hacer andar el motor: el magneto estaba roto.
Corrió a la segunda granja. Sembrano pensaba que Attignies no se las arreglaría fácilmente en medio de semejante desorden, y tenía más confianza en un camión encontrado que en un camión enviado. En esta granja, que era también una especie de casa de campo, vacía de muebles y en donde los azulejos moriscos y los falsos frescos románticos que abundaban en papagayos parecían a la espera del incendio, el ruido subterráneo de la multitud en fuga amenazaba segundo por segundo la llegada del enemigo. Esta vez, Sembrano, sosteniéndose con la mano izquierda su brazo derecho que un ametrallador español había entablillado, volvió con él. En cuanto encontraron el camión, Sembrano levantó el capó: el conducto de la gasolina estaba destrozado. Los camiones habían sido sistemáticamente saboteados para que los fascistas no pudieran utilizarlos. Sembrano que se había inclinado se incorporó con la boca abierta y los ojos semicerrados, Voltaire abrumado, y, con un paso de boxeador grogui, se dirigió sin cerrar la boca a la granja siguiente.
En medio de un campo, oyó gritar su nombre: el ametrallador español, muy redondo, semejante a una manzana jubilosa, siempre ensangrentado, saltando y rebotando, corría hacia él. Attignies estaba de vuelta con un automóvil. Los aviones de caza republicanos habían avisado al hospital. Sembrano y Pol instalaron a los heridos en el suelo y en el asiento de atrás: el ametrallador quedó con ellos.
Un médico, el jefe de servicio canadiense de transfusión de sangre, había venido con ellos.
Desde la caída del avión, ninguno de los aviadores había hablado de la llegada de los fascistas, y sin duda ninguno había dejado, como Attignies, de tener presente en el espíritu la columna motorizada bombardeada a la salida de Málaga.
El automóvil, sobrecargado delante, parecía vacío atrás; a cada kilómetro, los milicianos lo detenían, querían meter mujeres en él, al subir en el estribo veían a los heridos, y volvían a bajar. Al principio, la multitud había creído que los comités huían, al ver en cada automóvil aparentemente vacío los heridos apilados, había tomado la costumbre de mirar los coches con una melancólica amistad. Reyes lanzaba estertores. «Lo intentaremos con las transfusiones —le dijo el médico a Attignies—, pero tengo pocas esperanzas». Había tantos hombres acostados al borde del camino que era imposible distinguir, entre ellos, los heridos de los que dormían; a menudo se veían mujeres acostadas de través en la carretera, el médico bajaba, les hablaba; ellas iban a ver, dejaban pasar en silencio el auto, y se volvían a acostar a la espera del auto siguiente.
Un anciano, reducido a tendones y nervios, de esa vejez correosa que sólo parece existir en los campesinos, llamaba, llevando en el brazo izquierdo replegado un niño de pocos meses. Muchas y muy grandes angustias podían verse a lo largo del camino, pero quizá el hombre es más vulnerable a la infancia que a cualquier otra debilidad: el médico hizo detener el automóvil, a pesar de los estertores de Reyes. Imposible que dentro de él cupiera el campesino; se instaló en la aleta, con el niño siempre en el brazo izquierdo; pero no encontraba adonde agarrarse. Pol, instalado en la otra aleta y que se sostenía en el picaporte de la portezuela, tendió la mano izquierda, a la cual se aferró el campesino. El chófer estaba obligado a conducir por poco de pie, porque las dos manos se unían delante del parabrisas.
El médico y Attignies no podían separar los ojos de ellos. El médico, ante las escenas amorosas en el teatro y en el cine, tenía siempre la impresión de sentirse indiscreto. Y ahora también: ese obrero extranjero que iba a combatir de nuevo, tomando de la muñeca al viejo campesino de Andalucía delante del pueblo en fuga, lo turbaba; se esforzaba por no mirar. Y sin embargo la parte más profunda de sí mismo permanecía ligada a esas manos —la misma parte que los había hecho detenerse hace un momento, la que reconocía bajo sus expresiones más irrisorias la maternidad, la infancia o la muerte.
«¡Alto!», gritó un miliciano. El chófer no se detuvo. El miliciano apuntó al automóvil. «¡Aviadores heridos!», gritó el chófer. El miliciano saltó sobre el estribo. «¡Aviadores heridos, te digo, imbécil! ¿No lo estás viendo?». Dos frases más que los heridos no comprendieron. El miliciano tiró y el chófer se desplomó sobre el volante. El automóvil estuvo a punto de estrellarse contra un árbol. El miliciano apretó el freno, saltó y se fue por la carretera.
Un miliciano anarquista, con quepis rojo y negro, y un sable colgando del cinto, saltó al auto. «¿Por qué os detiene esa bestia?». «No sé», contestó Attignies. El anarquista saltó a tierra, corrió detrás del otro miliciano. Ambos desaparecieron detrás de los árboles verde oscuro al sol. El coche quedaba abandonado. Ninguno de los heridos podía conducir. El anarquista reapareció como si hubiera salido de bambalinas, el sable rojo en la mano. Llegó hasta el auto, depositó al chófer muerto al borde de la carretera, se sentó en su lugar, arrancó sin preguntar nada. Al cabo de diez minutos se volvió, mostró su sable ensangrentado:
—Puerco. Enemigo del pueblo. No hará más de las suyas.
Sembrano se encogió de hombros, harto de muerte. El anarquista, enfadado, volvió la cabeza.
Conducía simulando no mirar a sus vecinos; no sólo conducía con cuidado, sino tratando de atenuar las sacudidas.
Attignies miraba el rostro del anarquista, severo, hostil, detrás de las dos manos apretadas sobre el parabrisas.
Por fin llegaron al hospital.
Un hospital vacío, lleno aún de aparatos, de vendajes, de todas las marcas del paso del dolor. En las camas deshechas y a menudo ensangrentadas cuyo vacío estaba tan cruelmente mezclado a rastros frescos de presencias, parecía que se hubiesen acostado, no hombres, vivos o moribundos con sus rostros particulares, sino las heridas mismas —la sangre en vez del brazo, de la cabeza, de la pierna—. La inmóvil pesadez de la electricidad daba a toda la sala un aspecto irreal, cuya gran unidad blanca hubiera sido la de un sueño si las manchas de sangre y algunos cuerpos no hubiesen salvajemente impuesto la presencia de la vida: tres heridos esperaban a los fascistas, con el revólver junto a ellos.
Éstos no tenían otra cosa que esperar sino la muerte que vendría de ellos mismos, o la que vendría de los enemigos, a menos que no llegasen los aviones sanitarios. Miraron en silencio entrar al gran Pol rizado, a Sembrano con el labio prominente, y a los otros que no tenían más que el rostro del dolor; y la sala se llenó de la fraternidad de los náufragos.
2
Guadalajara
Cuatro mil italianos en unidades completamente motorizadas, sus tanques y sus aviones, habían arrollado en Villaviciosa al frente republicano. Tenían la intención de bajar por los valles del Ingria y de Tajuña y, tomando Guadalajara y Alcalá de Henares, unirse con el ejército del sur, de Franco detenido en Arganda, cortando así Madrid de toda comunicación.
Los italianos, recién salidos de Málaga, no habían encontrado ante ellos cinco mil hombres. Pero en Málaga las milicias habían combatido como en Toledo; aquí, el ejército combatía como en Madrid. El 11, los españoles, los polacos, los alemanes, los francobelgas y los garibaldinos de la primera brigada —uno contra ocho— detenían el raid italiano de los dos lados de la carretera de Zaragoza y la de Brihuega.
Desde que la primera luz macilenta se deslizó bajo las pesadas nubes de nieve, los obuses comenzaron a destrozar los bosquecillos y el bosque ralo sobre el cual se apoyaban los alemanes del batallón Edgar-André y los nuevos voluntarios enviados a toda prisa. Desarraigados por un solo obús, los olivos saltaban enteros, brotaban hasta ese cielo donde la caída de la nieve estaba suspendida y volvían a caer como cohetes, las ramas hacia delante, con un ruido de papel arrugado.
Llegó la primera ola de asalto italiana.
—Camaradas —dijo un comisario político—, la suerte de la República va a decidirse en los diez primeros minutos —todos los ametralladores de la sección de ametralladoras pesadas estaban en su puesto, de las cuales retiraron el seguro justo antes de morir. Los republicanos llegaron a construir bajo el fuego una línea de defensa, y a fortificar sus flancos.
A veces, los obuses fascistas no estallaban.
—A los obreros fusilados en Milán por sabotaje de obuses, ¡hurra!
Todos se pusieron de pie, los obreros de las fábricas de armamentos vacilando: éstos sabían que los obuses no siempre estallan.
Entonces llegaron los tanques fascistas.
Pero los internacionales y los dinamiteros se habían acostumbrado a los tanques en la batalla del Jarama. Cuando los tanques llegaron a terreno descubierto, los alemanes se replegaron bajo el bosque, y no arrancaron. Los tanques tenían ametralladoras, pero ellos también; ante los árboles apretados, los tanques se paseaban en vano de largo en ancho, como perros enormes; de tiempo en tiempo, una pequeña encina saltaba hasta las nubes de nieve.
En el bosque martilleado a cañonazos, las ametralladoras flamencas hacían caer las líneas de asalto fascistas. «Mientras haya remaches para que la máquina pueda remachar, andarán las cosas», gritaba el jefe de los ametralladores bajo el ruido de tormenta del cañón, el de los tiros de fusil, las ráfagas de ametralladoras, el estallido de las balas explosivas, el silbido agudo de los obuses de los tanques y el inquietante ronquido de los aviones que no lograban salir de las nubes demasiado bajas.
Por la tarde, los italianos atacaban con lanzallamas, que al igual que los tanques no pasaron.
El 12, el grupo de choque italiano atacaba de nuevo, encontraba de nuevo las brigadas del 5.º cuerpo, la de Manuel, los franceses y los alemanes. Al fin de la tarde, los italianos estaban agrupados en un terreno estrecho porque sus caminos de acceso habían sido obstruidos; sus municiones pesadas y sus víveres no alcanzaban ya el frente, y la nieve comenzaba a caer. La carretera permanecía amenazada; pero el ejército italiano no lo estaba menos. El 13, cesó la nieve, y algunos combatientes murieron de frío.
Por la noche llegaron de refuerzo las brigadas españolas de Madrid, los refuerzos de los internacionales y los carabineros de Jiménez. Los republicanos no eran sino uno contra dos. Los internacionales subían en línea, si no bien armados, equipados, paralelamente, del otro lado de la carretera, subían en alpargatas los hombres de Manuel y de la brigada Líster. Nunca, después de tres meses de combates comunes, Siry y Maringaud (ahora en el batallón francobelga) se habían sentido tan cerca de los españoles como en esa tarde helada de marzo, en la cual, hasta la nieve de la noche, el ejército del pueblo subía, al paso de sus alpargatas hechas jirones, hacia el horizonte agitado de obuses. A veces un cañón pesado rugía más rápidamente; entonces muchos otros le respondían, como en otro tiempo los perros en las granjas de Guadalajara; más subía el ruido del cañón, más los hombres se apretaban los unos contra los otros.
El 14, las tropas del 5.º cuerpo y Manuel atacaban Trijueque y la tomaban. El otro flanco del enemigo estaba protegido por el Palacio Ibarra, un fusil ametrallador detrás de cada ventana, que los francobelgas y los garibaldinos atacaban desde las dos de la tarde.
Un sesenta por ciento de los garibaldinos tenían más de cuarenta y cinco años.
Bajo los árboles del bosque, no veían ahora del Palacio bajo y chato sino cortas llamas en medio de la noche y a través de la nieve que había vuelto a caer. El fuego disminuía: se oían de nuevo tiros aislados. Y una voz, inmensa, que era a la voz humana lo que el cañón es al fusil, comenzó a bramar en italiano:
—Camaradas, obreros y campesinos de Italia, ¿por qué lucháis contra nosotros? Cuando dejéis de oír este altavoz, todo el ruido que lo cubre es el ruido de la muerte. ¿Morís para impedir a los obreros y a los campesinos de España vivir libremente? Os han engañado. Nosotros…
El desencadenamiento del cañón y de las granadas cubrió la voz del altavoz republicano. Cuadrangular, semejante a un pozo de petróleo acostado, más grande que el camión que lo llevaba, estaba casi solo detrás de una cortina de espesura, abandonado pero vivo, puesto que hablaba. Y ese aullido que llegaba hasta dos kilómetros, esa voz que anunciaba hasta el fin del mundo, muy lenta para que se distinguieran sus palabras, gritaba en la soledad a través de la noche que caía, los árboles con las ramas cortadas por las balas y la nieve interminable:
—Camaradas, aquellos de vosotros que han caído prisioneros os dirán que los «bárbaros rojos» les han abierto los brazos, aún ensangrentados por las heridas que han recibido de vosotros…
Una patrulla fascista caminaba a través de la nieve y el bosque henchido por el altavoz. Una descarga más: uno de los fascistas cayó.
—¡Arrojad vuestras armas!, —le gritaron en italiano durante un segundo de silencio.
—¡Dejad de tirar, imbéciles! —gritó el oficial—. ¡Somos nosotros!
—¡Arrojad vuestras armas!
—¡Dejad de tirar! ¡Os digo que somos nosotros!
—Ya lo sabemos. ¡Arrojad vuestras armas!
—¡Arrojad las vuestras!
—A las tres, tiramos.
La patrulla comenzó a comprender que los italianos que les contestaban no eran de los suyos.
—Bueno. ¡Rendíos!
—¡Jamás!
—Dos. ¡Rendíos!
La patrulla arrojó sus armas.
Los garibaldinos atacaban el Palacio por un lado, los francobelgas por otro. Un cohete subió por encima del bosque, iluminó las ramas negras entre torbellinos de nieve. Saltó un árbol de ramas bajas y espesas. Mientras volvía a caer a lo lejos con un ruido de ramas, Siry vio a cinco compañeros correr, caer cuatro, desaparecer la cabeza de su compañero de la derecha, las balas atravesar todo el terreno por donde andaban, un hombre mostrar algo y recoger una mano ensangrentada. Antes de haber comprendido cosa alguna, desaparecido el árbol, Siry estaba bajo el fuego de una de las ventanas del Palacio Ibarra y comenzó a correr, contrayendo los músculos de la espalda para impedir que las balas entraran. Inspirado súbitamente por el buen sentido, se echó de bruces ante un teniente acostado que se levantó y cayó de inmediato con un gemido de sorpresa: «Oh, oh…». «¿Qué tiene? —preguntó Siry en voz alta—. ¿Herido?». «Muerto», respondió una voz. Siry se había acercado con sus camaradas hasta la pared del Palacio: pero el hermoso hueco, que había producido el árbol arrancado de cuajo, concentraba el tiro de veinte ventanas, todas adornadas de fusiles ametralladores. Los soldados retrocedían, arrastrándose hacia atrás, boca abajo, como si todos estuvieran heridos en el vientre. Un individuo arrastraba a otro con ademanes de abejorro, lentamente, con el horror pintado en la cara, pero no lo abandonaba. Siry, con la cabeza apoyada en el brazo izquierdo, oía bajo el estruendo del cañón, de los fusiles, de las ametralladoras y de las balas explosivas, el imperceptible tic tac de su reloj; mientras oyera ese ruido, no estaría muerto. Tenía la impresión confusa de ocultar una culpa, semejante a su temor al guardabosque, en otros tiempos, cuando robaba peras. Llegó por fin a cubierto, al mismo tiempo que el que arrastraba a un herido.
Maringaud estaba a diez metros de la pared que protegía el Palacio: desde allí se podían lanzar granadas. En la noche y la nieve, los tiros enemigos corrían por encima de la pared, a ras del suelo y detrás de cada ventana, como el crepitar de un incendio. El gordo Maringaud tiraba, tiraba, sobre los resplandores rosados y sobre las detonaciones, y se sentía tranquilo. Alguien se inclinó detrás de él: era el capitán. «No grites así. Indicas tu posición». Uno de los internacionales se había aferrado con las dos manos a la pared del Palacio; estaba muerto, sin duda. Maringaud, sin dejar de tirar, avanzó: a su derecha, avanzaban compañeros también, a través del estruendo de los fusiles ametralladores, de las granadas, de los aullidos absurdos y de los obuses. Todavía un cohete entre los árboles; abajo, las manchas convulsas de las granadas, de las ramas, y un brazo arrancado, los dedos separados. El fusil de Maringaud ardía. Lo puso sobre la nieve y comenzó a lanzar sus granadas que le pasaba un internacional herido. Otro abría y cerraba alternativamente la boca, como un pescado aún vivo. Otros tres tiraban. Dos metros más: estaba ahora muy cerca de la pared, con sus granadas, un cigarrillo que creía fumar en la boca.
—¿Qué hacen a la izquierda? —gritó en la nieve una voz imperativa—. ¡Tiren más rápido!
—Están muertos —respondió otra voz.
Los fascistas más valientes trataban de defender la pared, y sus mejores tiradores tenían la impresión de tirar mal, porque garibaldinos y francobelgas, enfurecidos, enloquecidos a la vez por el combate y por la nieve, se lanzaban contra la pared y sólo caían muchos segundos después de haber sido tocados. Inquietantes clamores subían de pronto, del Palacio o del bloque, y hubo un segundo de silencio cuando, a la luz de un cohete, los fascistas y los vagabundos recogidos en todos los rincones de Sicilia se vieron atacados en la nieve azul por los garibaldinos más viejos, con sus bigotes grises. Después volvió a empezar el estruendo. Y sea que los asaltantes hubiesen alcanzado la pared, sea que el misterioso silencio de los cafés y de las asambleas estuviera presente en la guerra también, el frenesí de las explosiones pareció de pronto subir con el torbellino de los copos que un viento furioso hacía subir nuevamente hacia el cielo negro y (los del altavoz estaban al acecho de aquel silencio) los fascistas, los garibaldinos y los francobelgas oyeron:
—¡Oíd, compañeros! ¡No es verdad! Es Angelo el que os habla. En primer lugar, tienen tanques, ¡yo los he visto! ¡Y cañones! ¡Y generales, nos han interrogado!
»¡Y no nos fusilan! ¡Soy yo, Angelo! ¡A mí no me han fusilado! Al contrario. ¡Nos han vencido y nos van a matar a todos! ¡Pasad, muchachos, pasad!
Siry, que había vuelto hasta la pared, escuchaba. Los garibaldinos escuchaban; Maringaud y los francobelgas adivinaban. Todos los fusiles ametralladores fascistas del Palacio respondieron. El viento había disminuido y la nieve indiferente caía de nuevo con fuerza.
Siry estaba en el ángulo de la pared. Más lejos, bajo los árboles, había casuchas. Las de la derecha eran de los republicanos, las de la izquierda de los fascistas. Y Siry oía, débiles después del altavoz, como las voces de los heridos, las voces de los prisioneros de la víspera, que combatían ahora con los garibaldinos, gritar a través de la nieve:
—Carlo, Carlo, no seas zopenco, quédate adentro. Soy yo, Guido, no tienes nada que temer, lo arreglaré todo.
—¡Pandilla de crápulas, pandilla de traidores!
Una orden, una ráfaga de fusiles ametralladores.
—¡Bruno, a los compañeros, no tires!
El estruendo subió y bajó de nuevo con los grandes torbellinos como si el viento que agitaba los copos hubiese también agitado la batalla. Maringaud lanzó su última granada, tomó de nuevo su fusil, que le fue enseguida arrancado de las manos, al mismo tiempo que sus tres compañeros ascendían en una llamarada, los brazos hacia atrás. Corrió hasta la pared, se pegó a ella, y levantó el fusil del camarada aferrado a las piedras con las dos manos.
Paró la nieve.
Hubo de nuevo un silencio súbito, como si los elementos hubieran sido más fuertes que la guerra, como si el apaciguamiento que caía del cielo de invierno, que los copos no velaban ya, se hubiera impuesto al combate. Por un gran agujero, la luna acababa de aparecer y, por primera vez, la nieve, siempre azul bajo los cohetes, era blanca. Detrás de los internacionales, a lo largo de todo un terreno cercado con paredes pequeñas escalonadas, los polacos atacaban con arma blanca. No en masa, sino en pequeños grupos aislados, protegidos por las paredes bajas semihundidas en la nieve. Los francobelgas y los garibaldinos los veían apenas, pero cuando paraba el avance a la bayoneta, oían con claridad aproximarse los tiros. Y esos hombres casi invisibles, cuyos tiros de fusil avanzaban pertinazmente en el desencadenamiento de las detonaciones y de las explosiones como si fuera un avance subterráneo, a través de un gran velo vertical y sosegado de finos conos bajo la luna, subían la vasta escalera de nieve de la colina como, en las leyendas, las legiones misteriosas enviadas por los dioses.
A lo lejos, Siry oyó el bramido incomprensible de un altavoz español por el que hablaba el padre Barca, el viejo compañero de Manuel y de García.
Y súbitamente, Siry y Maringaud, y los francobelgas, y los garibaldinos que combatían a su lado, se preguntaron si enloquecían: del Palacio bajaba un canto que conocían bien. Los internacionales atacaban de tres lados, y otras compañías podían haber entrado en el Palacio mientras éstas se hallaban detenidas en el muro; pero todos se acordaban de la Internacional cantada en la batalla del Jarama por los fascistas caídos después en sus trincheras: «¡Arrojad primero las armas!», gritaron. Nada les respondió: el bombardeo continuaba, la intensidad del tiro disminuía, la nieve caía en torbellinos más espesos. Sin embargo, en el fondo de esa nieve, las llamitas rojas en las ventanas del Palacio se habían apagado y el canto continuaba. ¿En francés o en italiano? Imposible distinguir una palabra… No tiraban ya contra ellos. Y el altavoz gritó en español a través de los árboles sin ramas: «Parad el fuego. El Palacio Ibarra ha sido tomado».
Todos querían atacar a la mañana siguiente.
3
A la mañana siguiente, frente del Levante
El teléfono del campo estaba instalado en una garita. Magnin, con el auricular en la oreja, miraba el Pato aterrizar en la polvareda del sol poniente.
—Aquí, Dirección de Operaciones. ¿Tienen ustedes dos aparatos listos?
—Sí.
Utilizados todos los días contra Teruel, reparados con malas piezas de repuesto, los aparatos se volvían tan poco seguros como en los tiempos de Talavera: el equipo de reparación debía ocuparse sin cesar de los carburadores.
—El comandante García le manda a un campesino del norte de Albarracín que ha pasado esta noche las líneas fascistas. Al parecer hay un campo lleno de aparatos al lado de su aldea. Sin refugios subterráneos.
—No creo en sus refugios subterráneos. No más que en los nuestros. Lo he escrito en mi informe de ayer. Hemos bombardeado inútilmente el campo de la carretera de Zaragoza porque los aviones están en campos clandestinos; no porque estén debajo.
—Le mandamos al campesino. Estudie la misión y llámenos.
—¿Oiga?
—¿Diga?
—¿Quién garantiza al campesino?
—El comandante. Y su sindicato, creo.
Media hora después llegaba el campesino, conducido por un suboficial de la Dirección de Operaciones. Magnin lo tomó por el brazo y comenzó a caminar a lo largo del campo. Los aviones terminaban sus ensayos al anochecer.
Hasta las colinas se extendía la paz de la tarde sobre los grandes espacios vacíos, el atardecer sobre el mar y los campos de aviación. ¿Dónde había visto Magnin esa cara? En todas partes: era la de los enanos españoles. Pero el hombre era fornido, y más alto que él.
—Has pasado las líneas para prevenimos. Gracias en nombre de todos.
El campesino sonreía, con una sonrisa delicada de giboso.
—¿Dónde están los aviones?
—Están en el bosque —el campesino levantó el índice—. En el bosque —miró entre los olivos los pequeños claros donde los aviones de los internacionales estaban escondidos—. Claros como éste, pero mucho más profundos, porque es un verdadero bosque.
—¿Cómo es el campo?
—¿Allí donde despegan?
—Sí.
El campesino miró en torno a sí.
—No como éste.
Magnin sacó su carnet. El campesino dibujó el campo.
—¿Muy estrecho?
—No, ancho. Pero los soldados trabajan duro en él. Van a agrandarlo.
—¿Qué orientación tiene?
El campesino cerró los ojos, pareció vacilar.
—Dirección del viento del este.
—Hum… entonces, sí: ¿el bosque estaría al oeste del campo? ¿Estás seguro?
—Seguro.
Magnin miró el indicador del viento, por encima de los olivos: el viento, en ese instante, venía del oeste. Ahora bien, los aviones, en un campo pequeño deben despegar contra el viento. Si el viento era el mismo en Teruel, esos aviones, en caso de ataque, deberían despegar viento en contra.
—¿Te acuerdas de qué viento había ayer?
—Noroeste. Decían que iba a llover.
Los aviones, pues, estaban sin duda siempre allí. Si el viento no cambiaba, las cosas irían bien.
—¿Cuántos aviones?
El campesino tenía, en medio de la frente, una mecha en forma de espolón, como los papagayos; de nuevo, levantó el índice.
—Yo, comprendes, yo he contado seis pequeños. Y hay compañeros que no están de acuerdo. Dicen que hay otros grandes. Seis, por lo menos. Quizá más.
Magnin reflexionó. Sacó su mapa, pero, como ya lo suponía, el campesino no sabía leer.
—No es mi trabajo. Pero llévame en tu aparato, y te lo muestro. Siempre derecho.
Magnin comprendió por qué García había respondido por el campesino.
—¿Has salido ya en avión?
—No.
—¿No te angustia?
El campesino no comprendía bien.
—¿No tienes miedo?
Reflexionó.
—No.
—¿Reconocerás el campo?
—Hace veintiocho años que soy del pueblo. Y he trabajado en la ciudad. Tú me encuentras la carretera de Zaragoza, y yo te encuentro el campo. Puedes estar seguro.
Magnin mandó al campesino al castillo y llamó por teléfono a la Dirección de Operaciones.
—Parece que hay alrededor de una docena de aparatos enemigos… Lo mejor, evidentemente, sería bombardear al alba. Pero yo tengo dos multiplazas y no tengo cazas mañana por la mañana: todos los cazas están en Guadalajara. Conozco mal la región y lo que está en juego es serio. En este momento, el tiempo está allí muy cerrado… Entonces, mi opinión es la siguiente: telefoneo a las cinco de la mañana a la meteorología de Sarión, y si el cielo está un poco menos encapotado, voy.
—El coronel Vargas dice que decida como le parezca. Si usted parte, pone a su disposición el avión del capitán Moros. No olvide que quizá haya cazas de protección en Sarión.
—Bien, gracias. Ah, otra cosa: partir de noche sería conveniente, pero el campo no está balizado. ¿Tienen ustedes faros?
—No.
—¿Está usted seguro?
—Me los han pedido todo el día.
—¿Y en Guerra?
—Lo mismo.
—Eh… ¿Y autos, entonces?
—Todo está empleado.
—Bueno. Trataré de arreglármelas.
Telefoneó al Ministerio de Guerra; igual respuesta.
Había pues que partir de noche, de un pequeño campo sin luz. Con automóviles en los tres lados, todo podría ir bien… Quedaba por encontrar los autos.
Magnin tomó su auto y fue, ya de noche, al Comité del primer pueblo.
Los objetos requisados de toda clase, máquinas de coser, cuadros, lámparas de suspensión, camas, y todo un fárrago donde los mangos de las herramientas se erguían entre el resplandor de las lámparas colocadas en una mesa al fondo de la sala, daban a la planta baja el aspecto de saqueo ordenado de las casas de compraventa. Los campesinos pasaban unos tras otros delante de la mesa. Uno de los responsables se acercó a Magnin.
—Necesito autos —dijo éste, dándole la mano.
El delegado campesino levantó los brazos al cielo sin contestar. Magnin conocía bien a esos delegados de los pueblos: rara vez jóvenes, serios, solapados (se pasaban la mitad del tiempo defendiendo el Comité contra la ingerencia de los entrometidos) y casi siempre eficaces.
—Bueno —dijo Magnin—, hemos hecho un nuevo campo. No tenemos todavía balizas, es decir luz para las salidas y las llegadas nocturnas. No hay más que un medio: limitar el campo con faros de automóvil. El Ministerio de Guerra no tiene automóviles. Tú tienes automóviles. Es necesario que me los prestes por esta noche.
—Me harían falta doce y no tengo más que cinco, ¡y de los cinco, tres son camionetas! ¿Cómo quieres que te los preste? Si fuera uno, vaya y pase…
—No, uno no basta. Si nuestros aviones están en Teruel detendrán a los fascistas. Si no, estarán allí los fascistas, y destrozarán a los milicianos. ¿Comprendes? Entonces necesitamos autos, camionetas o no. Para los camaradas que están allí es una cuestión de vida o de muerte. Oye, ¿para qué te sirven los autos?
—¡Para menos que eso!… Pero no tenemos derecho a prestar los autos sin los chóferes, hoy los chóferes han hecho quince horas de…
—Si quieren dormir en los autos, me da lo mismo. Puedo hacer conducir los autos por los mecánicos de la aviación. Si quieres que les hable, les hablaré, estoy seguro de que aceptarán. Y aceptarán también si tú mismo les explicas de qué se trata.
—¿A qué hora quieres los autos?
—A las cuatro, esta noche.
El delegado fue a discutir con otros dos, detrás de la mesa con lámparas de petróleo. Después volvió.
—Se hará lo que se pueda. Te prometo tres. Más, si es posible.
Magnin fue de pueblo nocturno en pueblo nocturno, de las salas de casas de compraventa a las grandes salas blanqueadas con cal donde delegados y campesinos de blusas negras, de pie, hacían frescos de sombra en las paredes, en las plazas con tonos de decorado, cada vez más desiertas, las luces de las fondas y algunos últimos faroles de gas pintaban sobre las cúpulas violetas de las iglesias secularizadas grandes manchas fosforescentes. Los pueblos poseían veintitrés autos. Le habían prometido nueve.
Eran las dos y media de la mañana cuando volvió a pasar por el primer pueblo. En la media luz que iluminaba la fachada de la casa del Comité hombres en fila india, como los que cargan carbón en los navíos, transportaban sacos: atravesaban la calle para entrar en la alcaldía, .y el chófer de Magnin tuvo que detenerse. Uno de ellos pasó muy cerca del capó del automóvil, agachado bajo media vaca desollada.
—¿Qué es? —preguntó Magnin a un campesino sentado delante de la puerta.
—Los voluntarios.
—¿Voluntarios de qué?
—Para la comida. Han pedido voluntarios para el transporte. Nuestros autos han partido con la aviación, para ayudar a Madrid.
Cuando Magnin volvió al campo, los primeros automóviles llegaban. A las cuatro y media, doce automóviles y seis camionetas estaban allí con sus chóferes. Muchos habían traído lámparas de tormenta, por si acaso.
—¿No hay algún otro trabajo que podamos hacer?
Uno de los voluntarios lanzaba pestes, sin que nadie supiera por qué.
Los dispuso, les dio orden de no encender sus faros hasta que no oyeran los motores de los aviones, y volvió al castillo.
Vargas lo esperaba.
—Magnin, García dice que hay más de quince aviones en ese campo.
—Tanto mejor.
—No, porque entonces son para Madrid. Usted sabe que se lucha en Guadalajara desde antes de ayer. Han derrotado el frente en Villaviciosa, nosotros los contenemos en Brihuega. Quieren caer sobre Arganda.
—¿Quieren quiénes?
—¡Cuatro divisiones italianas motorizadas, tanques, aviones, todo!
El mes anterior, del 6 al 20, en la batalla más mortífera de la guerra, el Estado Mayor alemán había tratado de tomar Arganda por el sur.
—Parto al alba —dijo Vargas.
—Hasta pronto —dijo Magnin, tocando su revólver cuya culata era de madera.
Era el frío de las cinco, el frío que precede al alba. Magnin quería café. Ante el castillo de cal azul en la oscuridad, su auto iluminó uno de los dos huertos donde las sombras de los internacionales, ya dispuestos, saltaban entre los árboles, recogían naranjas color de escarcha blanca, brillantes de rocío. En el extremo del campo, los autos esperaban en la oscuridad.
Durante la llamada, Magnin expuso la misión a los jefes de tripulaciones que la trasmitirían cuando los aviones estuvieran en vuelo. Se aseguró de que todos los ametralladores tenían sus guantes. Detrás del auto que había iluminado los naranjos y que debía asegurar hasta el último momento el vínculo entre los aparatos y los tripulantes, trabados como perros jóvenes en sus monos de vuelo, atravesaban el campo lleno de los últimos olores nocturnos.
Con algunas alas apenas visibles en el cielo, los aviones esperaban. Sorprendidos por esas luces inesperadas, más deprimidos que despabilados por el viento que les pegaba al rostro el agua helada con la cual se habían rociado, los hombres arrastraban los pies sin decir nada. En el frío de las salidas nocturnas, cada cual sabía que iba a su destino.
Iluminados por las linternas eléctricas, los mecánicos habían empezado su trabajo. Los motores del primer avión giraban para el punto fijo. En el fondo del campo, dos faros se encendieron en la indiferencia de la noche.
Dos más: los autos habían oído los motores. Magnin apenas adivinaba las colinas a lo lejos y, por encima de él, la alta proa de un multiplazas; después el ala de otro aparato, por encima del círculo azulado de una hélice. Dos faros más se iluminaron: los tres autos marcaban una extremidad del campo. Detrás estaban los bosques de mandarinos; en la misma dirección, Teruel. Allí, una brigada internacional y las columnas anarquistas esperaban el ataque bajo sus capotes semimexicanos, cerca del cementerio o en las montañas de torrentes helados.
Fogatas de naranjas secas empezaron a encenderse. Sus llamas rojizas y enloquecidas eran débiles entre los faros, pero su olor amargo llevado por el viento atravesaba el campo por instantes, como humaredas. Uno a uno los demás faros se encendían. Magnin se acordaba del campesino, con media vaca desollada sobre la espalda, y de todos esos voluntarios que cargaban el depósito como un navío. Los faros se encendían ahora de los tres lados a la vez, ligados por las fogatas de naranjas en torno a las cuales se agitaban capotes. Por un instante parados los motores de los aviones, oyeron el ronroneo disperso de los dieciocho autos de los pueblos. En la enorme masa de sombra que permanecía intacta en el centro de las rayas de luz, los aviones emboscados, cuyos motores bramaron súbitamente a la vez, parecían esa noche delegados a la protección de Guadalajara por todo el campesinado de España.
Magnin partió el último. Los tres aviones de Teruel sobrevolaron el campo, cada cual buscando las luces de posición de los demás, para tomar la formación de vuelo. Abajo, el trapecio del campo, muy pequeño ahora, se perdía en la inmensidad nocturna de la campiña que, para Magnin, convergía entera hacia esas luces miserables. Los tres multiplazas giraban. Magnin encendió su linterna de bolsillo para pasar a un mapa el croquis del campesino. El frío entraba por la abertura de la proa. «Dentro de cinco minutos deberé ponerme guantes: ya no es cuestión de lápiz». Los tres aviones estaban en línea de vuelo. Magnin tomó rumbo a Teruel. En el olor de las fogatas de naranjas que el viento traía aún del campo, el interior del avión todavía en la oscuridad, el sol se alzaba sobre la cara sonriente y coloradota del ametrallador de proa.
—¡Salud, patrón!
Magnin no podía apartar los ojos de esa ancha boca abierta por la risa, de esos dientes rotos, extrañamente rosados en el sol naciente. El avión se iba haciendo menos oscuro. En tierra, era todavía de noche. Los aviones avanzaban hacia la primera barrera de montañas en un día vacilante; abajo, vagos dibujos de mapas primitivos comenzaban a formarse. «Si sus aviones no están aún en el aire, llegaremos justo en el buen momento». Magnin comenzaba a distinguir los techos de algunas granjas: el día se alzaba sobre la tierra.
Magnin había combatido tan a menudo en ese frente de Teruel, alargado hacia el sur en península malaya, que lo llevaba en él y no navegaba sino por instinto. Desde que ametralladores y mecánicos, tensos como siempre antes del combate, dejaban de mirar hacia Teruel, volvían hacia el campesino una nariz furtiva, y sus ojos encontraban la cresta de papagayo de una cabeza pertinazmente gacha entre los cascos, o, de pronto, una cara angustiada cuyos dientes se mordían los labios.
Las baterías enemigas no tiraban: los aviones estaban protegidos por las nubes. En tierra, sin duda, ya era completamente de día. Magnin observaba, a la derecha, el Pato suelto, dirigido por Gardet, a la izquierda, el multiplazas español del capitán Moros, ambos un poco hacia atrás, ligados al Marat como dos brazos a un cuerpo, en línea de vuelo en la inmensidad tranquila, entre el sol y el mar de nubes. Cada vez que una bandada de pájaros pasaba por debajo del aparato, el campesino levantaba el índice. Aquí y allá sobrevolaban los montes negros de Teruel y, a la derecha, el macizo que los aviadores llamaban la montaña de nieve de una blancura deslumbrante bajo el sol de invierno, por encima del blanco más mate de las nubes. Magnin se había acostumbrado ahora a esa paz del comienzo del mundo por encima del encarnizamiento de los hombres; pero, esta vez, las nubes no eran vencidas. El indiferente mar de nubes no era ya más fuerte que esos aviones que habían partido ala contra ala, que volaban ala contra ala hacia un mismo enemigo, en la amistad como en la amenaza oculta por doquier bajo ese cielo tranquilo; que esos hombres que aceptaban todos morir por algo ajeno a ellos mismos, unidos por el movimiento de los compases en la misma fatalidad fraterna. Sin duda Teruel estaba a la vista bajo las nubes; pero Magnin no quería bajar para no dar la alerta. «Atravesaremos enseguida», gritó en el oído del campesino; sentía que éste se preguntaba cómo podía dirigirlos si no veía nada.
Hasta la lejana barrera deslumbrante de los Pirineos se sucedían manchas alargadas como lagos sombríos en la nieve, que venían hacia ellos: la tierra. Una vez más, bastaba con esperar.
Los aviones daban vueltas, con la amenazadora paciencia de los aparatos de guerra. Ahora, eran las líneas enemigas.
Por fin, una mancha gris pareció deslizarse sobre las nubes. Algunos tejados la atravesaron, deslizándose ellos también de un extremo a otro de la mancha, como inmóviles peces rojos; después venas: senderos, todo eso sin volumen. Después algunos techos y un enorme círculo descolorido: la plaza de toros. Y enseguida, amarilla y rojiza bajo la luz plomiza, una vasta capa de tejados llenó el agujero de las nubes. Magnin agarró al campesino por el hombro:
—¡Teruel!
El otro no comprendía.
—¡Teruel! —le gritó Magnin al oído.
La ciudad aumentaba en el agujero gris, sola entre las nubes que cabrilleaban hasta el horizonte, entre su compañero, el río, y sus senderos cada vez más nítidos.
—¿Es Teruel? ¿Es Teruel?
El campesino, agitando su cresta, miraba esa especie de mapa confuso y roído.
La carretera de Zaragoza, pálida al comenzar el día, se destacaba contra el fondo sombrío de los campos al norte del cementerio que atacaba el ejército republicano. Seguro de su posición, Magnin atravesó de nuevo las nubes inmediatamente.
Los aviones, al rumbo, seguían sin ver la carretera de Zaragoza. El pueblo del campesino estaba a cuarenta kilómetros, un poco a la derecha. El otro campo, bombardeado en vano la víspera, estaba a veinte. Sin duda lo sobrevolaban ahora. Magnin calculaba el recorrido por los segundos. Si no encontraban el segundo campo muy pronto, si la alarma estaba dada, tendrían encima los cazas enemigos de Zaragoza y de Calamocha, los de los campos clandestinos, y si había aviones allí, los que les atajarían el camino de vuelta. Única protección, las nubes. 31 kilómetros de Teruel, 36, 38, 40: el avión picaba.
Desde que la niebla blanca rodeó el aparato, el combate pareció comenzar. Magnin miraba el altímetro. No había más colinas en esa parte del frente; pero ¿estaban los aviones de caza bajo el banco de nubes? La nariz del campesino se aplastaba contra el vidrio. La barra de la carretera comenzaba a aparecer como si estuviera pintada sobre la niebla, después las casas rojizas del pueblo, como manchas de sangre seca sobre la venda deshilachada de nubes. Aún ni aviones de caza ni baterías. Pero, al este del pueblo, había muchos campos alargados, y todos estaban bordeados del mismo lado por bosquecillos.
No había tiempo que perder para dar la vuelta. Todas las cabezas estaban tendidas hacia delante. El avión pasó la iglesia. Su carrera era paralela a la calle mayor. Magnin agarró de nuevo al campesino por el hombro, y le mostró los tejados que huían debajo de ellos a toda velocidad, como un ganado. El campesino miraba, toda su fuerza en tensión, con la boca entreabierta y con lágrimas que bajaban en zig-zag por sus mejillas, una a una: no reconocía nada.
—¡La iglesia! —gritó Magnin—. ¡La calle! ¡La carretera de Zaragoza!
El campesino los reconocía cuando Magnin los mostraba, pero no lograba orientarse. Debajo de sus mejillas inmóviles por donde corrían lágrimas, su mentón se sacudía convulsivamente.
Quedaba un solo recurso: tomar una perspectiva que le fuera familiar.
La tierra, oscilando de derecha a izquierda como si hubiese perdido todo equilibrio, soltando sus pájaros por todos lados se acercó brutalmente al avión: Magnin bajaba a treinta metros.
El Pato y el avión español tomaron la fila.
El terreno era plano; Magnin no temía la defensa de tierra; en cuanto a los cañones revólveres, si una batería antiaérea protegía el campo, no podría tirar tan bajo. Estuvo a punto de dar la orden de poner las ametralladoras en acción, pero temía enloquecer al campesino. A ras de tierra, llegaban sobre los bosques con una perspectiva de auto de carreras. Por debajo de ellos, los animales corrían por el campo furiosamente. Si se pudiera morir de mirar y de buscar, el campesino hubiera muerto. Agarró a Magnin por el mono, mostrándole algo con el dedo.
—¿Qué? ¿Qué?
Magnin se arrancó el casco.
—¡Allí!
—¿Qué? ¡Dios mío!
El campesino lo empujaba hacia la izquierda con toda su fuerza, como si Magnin hubiera sido el avión y mostraba a su izquierda un anuncio de vermut, negro y amarillo, desplazando su dedo doblado sobre la mica de la carlinga.
—¿Cuál? —añadió Magnin.
A seiscientos metros hacia delante, había cuatro manchas de bosque. El campesino lo empujaba siempre hacia la izquierda. ¿El bosque más hacia la izquierda?
—¿Es allí?
Magnin miraba como un loco. El campesino, agitando los párpados, aullaba sin articular una palabra.
—¿Es allí?
El campesino asintió con la cabeza y los hombros, sin mover su brazo extendido. En ese mismo instante en el linde, se puso en marcha una hélice, cuya claridad deslumbrante surgió contra el fondo oscuro de las hojas. Sacaban del bosque un avión de caza enemigo.
El bombardero se dio la vuelta: él también lo había visto. Demasiado tarde para bombardear, y estaban demasiado abajo. El ametrallador de delante, como no había visto nada, no había tirado.
—¡Tirad al bosque! —gritó Magnin al ametrallador de proa, al mismo tiempo que distinguió un avión de bombardeo al descubierto.
El ametrallador pedaleó para dar la vuelta a su proa y tiró. Ya el ángulo de los árboles hacía invisible el avión de caza.
Pero Gardet había comprendido que esta maniobra improvisada no podía tener éxito sino a fuerza de atención; desde hacía algunos minutos, había tomado la ametralladora delantera del Pato, y no sacaba los ojos del Marat. Desde que lo vio tirar, distinguió la hélice brillante sobre el fondo verdinegro del bosque, gritó: «¡Ahora!» y comenzó el fuego.
Sus balas trazadoras mostraron el Fiat a Scali, que manejaba la ametralladora del Pato. Desde que sus problemas se habían vuelto obsesivos no bombardeaba más: ametrallaba. No soportaba la pasividad. En la torreta de atrás, Mireaux, molesto por la cola, no podía tirar; pero el avión de Moros podía tirar con sus tres ametralladoras.
Magnin, que viraba subiendo, vio al volver la hélice del avión de caza detenerse. Un grupo empujaba el avión de bombardeo bajo los árboles. En ese instante, desde el bosque mismo, los fascistas telefoneaban sin duda a los otros campos. El Marat subía en espiral para no ser alcanzado por sus propias bombas cuando las dejara caer, pero había que agrandar el diámetro de la circunferencia para que el bombardero no fallara su batida por encima del bosque. Una sola batida, pensó Magnin: el bosque era un objetivo demasiado visible, y si se encontraba la reserva de gasolina, lo cual era probable, todo estallaría. Se acercó al bombardero, echando de menos a Attignies:
—¡Todas las bombas de golpe!
El avión osciló dos veces para indicar la naturaleza del bombardero; a cuatrocientos metros dejó de subir y volvió sobre el bosque en línea recta, a toda velocidad, tirando con las ametralladoras. Los bombarderos tendrían tiempo de hacer puntería a cuatrocientos. El campesino, acurrucado junto al mecánico, se esforzaba en no molestar a nadie; el mecánico, con las dos manos sobre las palancas, miraba la mano en alto del bombardero, que miraba el bosque entrar en su enfoque.
Todas las manos bajaron.
El avión tuvo que virar 90 grados para que Magnin pudiese ver el resultado: los otros dos aparatos siguieron, y el carrusel oblicuo parecía continuar; del bosque comenzaba a surgir una gran humareda negra que todos conocían muy bien: la gasolina. Subía por pequeñas efervescencias precipitadas, como si capas subterráneas ardieran en ese bosquecillo tranquilo, semejante al resto al comenzar la mañana gris. Una docena de hombres salieron corriendo de los árboles. Después, al cabo de algunos segundos, un centenar, con la misma carrera a tropezones y enloquecida de los animales un momento antes. El humo, que el viento hacía bajar hacía los campos, empezaba a desplegarse con la curva majestuosa de los incendios de gasolina. Ahora, el caza enemigo andaba seguramente por los aires. El bombardero fotografiaba, con el ojo en la mira del pequeño aparato como en la del avión; el mecánico se secaba las manos que acababan de manejar las palancas de las bombas; el campesino, con su gruesa nariz enrojecida por haberla aplastado contra la mica, golpeaba los pies contra la carlinga, de alegría y de frío. El avión volvió a las nubes y tomó rumbo hacia Valencia.
Después de que Magnin las hubo atravesado de nuevo y extendió la vista a lo lejos, comprendió que las cosas andaban mal.
Las nubes se descomponían. Y, más allá de Teruel, un desgarramiento inmenso desprendía cielo y tierra a cincuenta kilómetros de profundidad.
Para volver sin abandonar las nubes, hubiera habido que dar una larga vuelta por las líneas fascistas, y las nubes, allí también, podían disgregarse muy pronto.
Había que esperar que los cazas de Sarión llegaran antes que los cazas enemigos.
Magnin, encantado por el éxito y harto deseoso de no ser muerto ese día, contaba los minutos. Si no eran alcanzados antes de la vigésima…
Entraban en pleno cielo despejado.
Uno tras otro, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete aviones enemigos salieron de las nubes. Los aviones de caza republicanos eran los monoplazas de alas bajas con los cuales no se podían confundir los Heinkel; Magnin dejó sus prismáticos, ya sabiendo a qué atenerse, e hizo que los tres aviones se apretaran. «Si tuviéramos ametralladoras decentes, podríamos resistir», pensó. Pero tenían siempre las viejas Lewis no reforzadas. «800 tiros por minuto x 3 ametralladoras = 2400. Cada Heinkel tiene 1800 tiros x 4 = 7200». Lo sabía, pero repetírselo le daba siempre placer.
Los fascistas llegaron hasta el grupo de los tres multiplazas; orientados a la izquierda, resueltos a atacar al principio a un solo bombardero. Ni un avión de caza republicano en el cielo.
Bajo los aviones, pasaban las codornices en su migración anual.
El avión de la izquierda era el de Gardet.
Pujol, el primer piloto, acababa de hacer distribuir chicles por Saïdi en señal de júbilo. Pujol mantenía las buenas tradiciones de Leclerc: con su barba afeitada de un solo lado (consecuencia de una promesa sentimental), su sombrero de jardinero, adornado de plumas escarlatas, vuelto a usar desde el fin del bombardeo, sus veinticuatro años, su nariz respingada, y su pañuelo de la F. A. I. (de la cual no formaba parte), se parecía bastante a la imagen que los fascistas se hacían de los bandidos rojos. Los otros eran normales, si no se tomaban en cuenta algunas medias de lana enrolladas bajo los cascos, y la pequeña escopeta de Gardet.
Éste, que mantenía con una autoridad firme y velada el orden necesario a la eficacia militar, admitía todo lo pintoresco como su propia escopeta de madera; y Magnin tenía, además, especial indulgencia para las locuras que no paralizaban la acción, sobre todo cuando las sentía ligadas a los fetiches.
Gardet había comprendido también la maniobra alemana. Vio que Magnin hacía descender los dos aviones por debajo del Pato, para conjurar el fuego de las ametralladoras después que éste fuera atacado. Controló las de su aparato, tomó la torreta de adelante, pensó una vez más que los Lewis lo asqueaban, y dio la vuelta a su torreta hacia los Heinkel que engrosaban por encima del punto de mira.
Algunas balas llegaron.
—¡No os aflijáis! —gritó Gardet—. ¡Habrá más!
Pujol avanzaba en S. Era la primera vez que, atacado por delante, veía la caza enemiga llegar hacia él a toda velocidad, con la amargura que tiene todo piloto en los mandos de un aparato pesado y lento atacado por aviones rápidos. Los pelícanos sabían que los mejores de entre sus propios cazadores los hubiesen derribado sin trabajo. Y, como antes de cada combate, todos, debajo de sí mismos, comenzaban a tomar conciencia del vacío.
Scali, poniendo su ametralladora en posición, percibió de pronto a su izquierda una de sus grandes bombas: no se había desprendido durante el bombardeo.
—¡Aquí están!
Magnin había establecido bien sus distancias: los Heinkel no podían rodear el Pato. Dos por arriba, dos por debajo, tres de lado, aumentaban hasta que el casco de los pilotos se hacía visible.
Todo el Pato fue sacudido por sus ametralladoras, que tiraban a la vez. Diez segundos, y hubo un estruendo infernal, el ruidito de la madera que estalla bajo las balas enemigas, y una red de balas trazadoras.
Gardet vio a uno de los Heinkel de abajo descender verticalmente, tocado por Scali o por las ametralladoras de los otros multiplazas. Una vez más, sintió el vacío. Mireaux dejaba la torreta de atrás, con la boca entreabierta; de su brazo colgante, la sangre manaba en la carlinga como de una flor de regadera. Scali subió a su proa, se extendió: su zapato parecía haber estallado.
—¡Véndate fuerte! —gritó Gardet, tirando como una pelota el botiquín a Mireaux, y saltando a la proa. Saïdi había tomado su ametralladora, y el bombardero la de Mireaux: los pilotos parecían ilesos. Los Heinkel volvían.
Más abajo: los que intentaban atacar subiendo verticalmente estaban bajo el fuego de la ametralladora de proa y de las seis ametralladoras del Marat y del avión de Moros, cuyas trazadoras entrecruzadas hacían bajo el Pato una red de humaredas. Habiendo descendido el compañero del Heinkel, éste pasó debajo. Pujol escapaba a toda velocidad, alargando cada vez más sus S.
Las mismas balas trazadoras, el mismo estruendo, el mismo ruidito de la madera. Saïdi dejó la torreta de atrás sin decir nada, y vino a acodarse por encima de Scali, al lado de quien Mireaux se había tendido. «Si tienen el descaro de pegarse a nosotros en balancín por detrás en vez de hacer pasos…», pensó Gardet. En la penumbra, el día, a través de los agujeros de las balas enemigas, brillaba como pequeñas llamas. El motor de la izquierda dejó de girar. El Marat y el español fueron a escoltar el Pato. Pujol inclinó en la carlinga su cabeza ensangrentada, todavía cubierta por el sombrero de jardinero con plumas:
—¡Huyen!
Los Heinkel escapaban. Gardet tomó sus prismáticos: el caza republicano llegaba del sur.
Saltó de la proa, abrió el botiquín que los otros no habían tocado, vendó a Mireaux (tres balas en el brazo derecho, una en el hombro: una ráfaga) y a Scali (una explosiva en el pie). Saïdi tenía una bala en la cadera derecha, pero sufría poco.
Gardet fue hasta la cabina de mandos. El avión volaba a 30 grados, sostenido por un solo motor. Langlois, el segundo piloto, indicaba con el índice el cuentarrevoluciones: 1400 en vez de 1800. El avión, muy pronto, sólo podría contar con vuelo planeado. Y llegaban a la montaña de nieve. Abajo, de una casa, subía un humo tranquilo, absolutamente recto.
Pujol, sangrando, pero ligeramente herido, sentía su palanca de mando en el cuerpo, como los otros sus heridas. El cuentarrevoluciones pasó de 1200 a 1100.
El avión caía un metro por segundo.
Por debajo, los contrafuertes de la montaña de nieve. Allí era el desmoronamiento en las gargantas, una avispa borracha reventada contra una pared. Más allá, la nieve en anchos planos ondulados. Y por debajo, ¿qué?
Atravesaron una nube. En el blanco absoluto, el piso de la carlinga estaba todo manchado de pisadas de sangre. Pujol, subiendo, trataba de salir de la nube. Salieron de ella por su caída misma; estaban a 60 kilómetros de la montaña. La tierra se lanzaba sobre ellos pero esas blandas curvas de nieve… Tenían unas ganas frenéticas de salir de allí, ahora que habían logrado bombardear con éxito y escapar al tiro.
—¡La bomba! —gritó Gardet.
Si no se largaba esta vez, todos saltaban. Saïdi bajó las dos palancas de desencadenamiento a la vez, a todo dar. Cayó la bomba y, como si hubiese proyectado la tierra contra el avión, todos recibieron la nieve en el abdomen.
Pujol saltó de su asiento, de pronto a cielo abierto. ¿Sordo? No, era el silencio de la montaña después del estrépito de la caída, porque oía una corneja y voces que gritaban. La sangre manaba suavemente de su rostro, tibia, y hacía agujeros rojos en la nieve, delante de sus zapatos. Nada más que sus manos para apartar esa sangre que lo cegaba y a través de la cual aparecía confusamente una negra maleza metálica llena de llamadas, el inextricable enredo de los aviones destrozados.
Magnin y Moros habían podido volver. La Dirección de Operaciones había telefoneado al campo que los heridos habían sido recogidos en el pequeño hospital de Mora. Había que revisar los aviones, que no tomarían vuelo hasta el día siguiente. Magnin había dado instrucciones y había partido enseguida. Una ambulancia iba a seguirlo.
—Un muerto, dos heridos graves, todos los demás heridos leves —había dicho el oficial de servicio al teléfono.
Ignoraba los nombres de los heridos y del muerto. No había recibido aún el resultado del bombardeo.
El auto de Magnin corría entre los inmensos bosques de naranjos. Su profusión de frutos rodeados aquí y allá por cipreses continuaba durante kilómetros, bajo la perspectiva de Sagunto y de sus fortalezas en ruinas, murallas cristianas bajo murallas románicas, murallas románicas bajo murallas púnicas: la guerra… Por encima, la nieve de los montes de Teruel temblaba en el cielo ahora despejado.
Las encinas reemplazaron a los naranjos: la montaña comenzaba. Magnin telefoneó de nuevo a la Dirección de Operaciones: había dieciséis aviones enemigos en el aeródromo del campesino; todo se había incendiado.
El hospital de Mora estaba instalado en la escuela: allí no estaban los aviadores. Había otro hospital en la alcaldía: tampoco estaban. En el Comité del Frente Popular aconsejaron a Magnin que telefoneara a Linares: allí habían pedido uno de los médicos de Mora para los heridos. Magnin partió hacia la estación con uno de los delegados del Comité, bajo los balcones de madera, a través de las casas azules, rosadas y verde claro, y los puentes en ojiva dominados en cada vuelta por las ruinas de un castillo de romancero.
El empleado era un viejo militante socialista. Su hijo pequeño estaba sentado sobre la mesa del morse.
—¡Quiere ser aviador, él también!
Había huellas de balas en la pared.
—Mi predecesor era de la C. N. T. —dijo el empleado—. El día de la rebelión, no cesaba de telegrafiar a Madrid. Los fascistas no lo sabían, pero lo mataron igual: ésas son las balas…
Por fin respondió Linares. No, los aviadores no estaban allí. Habían caído cerca de una aldea. Valdelinares. Más arriba, en la nieve.
¿A qué otro pueblo se podría llamar? «¡Más arriba, en la nieve!». Y sin embargo, por el tono de las respuestas, Magnin sentía más que nunca a España presente en torno a él, como si en cada hospital, en cada comité, en cada estación de teléfono hubiera esperado encontrar a un campesino fraternal. Por fin, una llamada. El empleado levantó la mano: Valdelinares respondía. Escuchó, se volvió:
—Uno de los aviadores puede caminar. Han ido a buscarlo.
El chiquillo no se atrevía a moverse. La sombra de un gato pasó en silencio por la ventana.
El empleado tendió a Magnin el viejo auricular por donde murmuraba una voz apagada:
—¡Oiga! ¿Quién habla?
—Magnin. ¿Es Pujol, verdad?
—Sí.
—¿Quién murió?
—Saïdi.
—¿Los heridos?
—De gravedad, Gardet: se teme por sus ojos. Taillefer tiene la pierna rota en tres lugares. Mireaux, cuatro balas en el brazo. Scali, una bala explosiva en el pie. Langlois y yo, más o menos bien.
—¿Quién puede andar?
—¿Para bajar?
—Sí.
—Nadie.
—¿Y en mulos?
—Langlois y yo. Quizá Scali, si lo sostienen; y no es seguro.
—¿Cómo os cuidan?
—Mientras más pronto bajemos, mejor será. En fin, hacen todo lo que pueden…
—¿Hay camillas?
—Aquí no. Esperad: el médico que está aquí dice algo.
La voz del médico.
—¡Oiga! —dijo Magnin—. ¿Pueden ser transportados todos los heridos?
—Sí, si tienen ustedes camillas.
Magnin interrogó al empleado. No sabía; quizá hubiera camillas en el hospital; no seis, seguramente. Magnin tomó de nuevo el receptor:
—¿Pueden ustedes fabricar camillas con ramas, correas y jergones?
—Yo… Sí.
—Les haré llegar lo que pueda como camillas. Desde ahora, puede usted hacer las camillas y empezar a bajarlos. Yo espero aquí una ambulancia. Subirá hasta donde pueda subir.
—¿Y el muerto?
—Haga bajar a todos. ¡Oiga, oiga! ¿Quiere usted decir a los aviadores que dieciséis aviones enemigos han sido destruidos? No lo olvide.
Volvió a empezar la carrera a través de las calles con casas de colores, la plaza con fuentes, los puentes en burro y los adoquines puntiagudos, brillantes aún por los aguaceros de la mañana bajo el cielo siempre bajo. Había en total dos camillas que ataron al techo del automóvil.
—¿No será demasiado alto para la puerta del pueblo?
En fin, Magnin partió para Linares.
En adelante, entraba en una España eterna. Más allá del primer pueblo con los graneros sobre balaustradas, el auto llegó ante una garganta pálida bajo el cielo gris, donde parecía soñar despierta la silueta con los cuernos separados de un toro de lidia. Una hostilidad primitiva subía de la tierra que esos pueblos curdos manchaban como de quemaduras, tanto más intensa cuanto que Magnin, posando los ojos en su reloj cada cinco minutos, miraba esos peñascos como los habían mirado los heridos. Nada donde detenerse: por todos lados campos escalonados, rocas o árboles. El auto no podía bajar una pendiente sin que Magnin viera el avión acercarse a ese suelo sin esperanza.
Linares es un burgo amurallado; había niños subidos sobre las fortificaciones, a uno y otro lado de la puerta. En la posada, cuya planta baja estaba llena de carretas patas arriba, de camillas, esperaban los mulos. Un médico, venido del valle, estaba en el Comité, y unos quince jóvenes. Miraban con curiosidad a ese extranjero alto, de bigotes caídos, que llevaba el uniforme de la aviación española.
—No necesitamos tantos cargadores —dijo Magnin.
—Se empeñan en ir —dijo el delegado.
—Bueno. ¿Y la ambulancia?
El delegado telefoneó a Mora; no había llegado todavía. Muleros, sentados en el patio de la posada, las carretas en semicírculo en torno a ellos, comían alrededor de la marmita, una campana enorme, vuelta del revés, donde el aceite hervía y el hollín ocultaba la inscripción. Por encima de la puerta: 1614.
Por fin partió la caravana.
—¿Cuánto tardaremos en llegar arriba?
—Cuatro horas. Los encontraréis antes.
Magnin caminaba doscientos metros adelante, su silueta oscura —gorra de uniforme y abrigo de cuero— se recortaba nítidamente contra la montaña. No había casi barro, y sólo luchaba con las piedras. Detrás de él, el médico sobre un mido; más atrás los cargadores, con suéters cerrados hasta el cuello y boina vasca (los trajes locales eran para los días de fiesta o para la vejez); más lejos, los mulos y las camillas.
Muy pronto no hubo toros ni campos; por todas partes piedra, esa piedra de España, amarilla y roja al sol que el cielo blanco vuelve pálida, plomiza en sus grandes sombras verticales: bajaban en dos o tres planos quebrados, desde la nieve cortada por el techo del cielo hasta el fondo del valle. Al caminar por el flanco de la montaña, rodaban bajo los pies guijarros que retumbaban de roca en roca, perdidos en ese silencio de desfiladeros de donde parecía surgir un ruido de torrente que se alejaba poco a poco. Después de una hora terminó el valle, en el fondo del cual aparecía Linares. Desde que lo separó del valle una ladera de la montaña, Magnin dejó de oír el ruido del agua. El sendero pasaba detrás de una roca vertical que, por instantes, lo dominaba; allí donde cambiaba definitivamente de dirección se recortaba sobre el cielo como en una tarjeta postal japonesa un manzano, en medio de un campo minúsculo. Sus manzanas no habían sido recogidas; caídas, formaban en torno de él un anillo espeso, que poco a poco se confundía con la hierba. Sólo ese manzano estaba vivo en medio de la piedra, y vivía, con la vida infinitamente renovada de las plantas, en la indiferencia geológica.
Más subía Magnin, más la fatiga le hacía sentir los músculos de sus hombros y de sus caderas; poco a poco, el esfuerzo invadió todo su cuerpo, se impuso a todo su pensamiento: las camillas estaban bajando por esos mismos senderos intransitables, con brazos deshechos y piernas rotas. Su mirada iba de lo que él veía del sendero a las crestas de nieve junto al cielo blanco, y cada nuevo esfuerzo hundía hasta su pecho la idea fraternal que él se hacía del jefe.
Los campesinos de Linares, que no habían visto nunca a uno solo de esos heridos, lo seguían sin hablar, en una severa y tranquila evidencia. Él pensaba en los automóviles de los pueblos.
Subía desde hacía dos horas por lo menos, cuando terminó el camino aferrado a una ladera de la montaña. El sendero continuaba ahora a través de la nieve por un nuevo desfiladero, hacia la montaña, mucho más alto y menos abrupto, que los aviones veían al lado del otro cuando partían para Teruel. En adelante, los torrentes estaban helados. En el ángulo del camino, como el manzano un momento antes, aguardaba un pequeño guerrero sarraceno, negro contra el cielo, con el escorzo de las estatuas sobre un alto pedestal: el caballo era un mulo, y el sarraceno era Pujol, con casco. Se volvió y de perfil, como en un grabado, gritó: «¡Aquí está Magnin!» en medio del gran silencio.
Dos largas piernas tendidas rígidamente de cada lado de un asno minúsculo, pelo vertical saliendo como una brocha de un vendaje se recortaron contra el cielo: el segundo piloto, Langlois. En el momento en que Magnin apretaba la mano de Pujol, se dio cuenta de que su abrigo de cuero estaba de tal modo resquebrajado de sangre coagulada por debajo de la cintura que se parecía a la piel de un cocodrilo. ¿Qué herida había podido ensangrentar así el cuero? Sobre el pecho, los trazos se cruzaban como una red, aún parecían sentirse las salpicaduras de la sangre.
—Es la chaqueta de Gardet —dijo Pujol.
Magnin, sin estribos, no podía erguirse. Con el cuello estirado, buscaba a Gardet. Pero las camillas estaban todavía del otro lado del peñasco.
Los ojos de Magnin permanecían fijos en el cuero. Pujol ya estaba contando.
Langlois, herido levemente en la cabeza, había podido apartarse con un pie; el otro se lo había torcido. En la larga caja destrozada que había sido la carlinga, Scali y Saïdi estaban acostados. Bajo el hongo de la torreta dada la vuelta, los miembros de Mireaux sobrepasaban el pilón; éste pesaba en toda su altura sobre su hombro roto, como en los grabados de los antiguos suplicios; entre los escombros, el bombardero tendido. Todos aquellos que podían gritar, obsesionados por la inminencia del fuego, gritaban en el gran silencio de la montaña.
Pujol y Langlois habían extraído a los de la carlinga; después Langlois había comenzado a sacar al bombardero, mientras Pujol trataba de levantar la torreta que aplastaba a Mireaux. Se derrumbó por fin, con un nuevo estruendo de hierro y de mica que hizo estremecer a los heridos tendidos sobre la nieve.
Gardet había visto una cabaña, y había caminado hasta ella, con la mandíbula rota apoyada en la culata de su revólver (no se atrevía a sostenérsela con la mano y la sangre chorreaba). Un campesino que lo había visto de lejos había huido. En la cabaña, alejada a más de un kilómetro, había sólo un caballo, que lo miró, vaciló, y se puso a relinchar. «Debo tener una cara muy rara —pensó Gardet—. A pesar de todo, un caballo vivo no puede ser sino del Frente Popular…». La cabaña estaba cálida en la soledad de la nieve, y tuvo ganas de acostarse y dormir. Nadie venía. Gardet tomó una pala de un rincón, con una sola mano, a la vez para extraer a Saïdi cuando hubiera vuelto hasta el avión y para ayudarse a caminar. Comenzaba a no ver claro, salvo sus pies: sus párpados superiores se le hinchaban. Volvió siguiendo las gotas de su sangre en la nieve, y las huellas de sus pies, largas y confusas cada vez que se había caído.
Al caminar, se acordaba de que una tercera parte del Pato estaba hecho con las antiguas piezas de un avión pagado por los obreros extranjeros y derribado en la Sierra: la Comuna de París.
En el momento en que alcanzaba el avión, un chiquillo se aproximaba a Pujol. «Si estamos en campo fascista —pensaba el piloto— nos matarán como a ratas». ¿Dónde estaban los revólveres? No se suicida uno con ametralladora.
—¿Quiénes están aquí? —preguntó Pujol—. ¿Los rojos o Franco?
El chiquillo —con expresión astuta, las orejas separadas y un mechón de pelo rubio en lo alto de la cabeza— lo había mirado sin contestar. Pujol tenía conciencia del increíble aspecto que tendría: el sombrero con las plumas rojas había quedado en su cabeza, donde se lo había puesto de nuevo inconscientemente; se había afeitado sólo de un lado, y la sangre chorreaba, chorreaba, sobre su mono blanco.
—¿Quiénes están?, dime.
Se había acercado al chiquillo, que retrocedía. Amenazarlo no hubiera servido de nada. Y tampoco tenía chicles.
—¿Los republicanos o los fascistas?
Oíase un ruido lejano de torrente, y gritos de cornejas que se perseguían.
—Aquí —había contestado el chiquillo mirando el avión— hay de todo.
—¿El sindicato? —aulló Gardet.
Pujol comprendió.
—¿Cuál es el sindicato más grande? ¿La U. G. T.? ¿La C. N. T.? ¿O los católicos?
Gardet había llegado hacia Mireaux, a la derecha del chiquillo, que no lo veía más que de espaldas y que miraba, sobre su espalda, la pequeña escopeta:
—La U. G. T. —dijo el niño, sonriendo.
Gardet se volvió: su rostro, siempre apoyado en su culata, estaba acuchillado de un extremo a otro, le colgaba la punta de la nariz, y la sangre que continuaba manando, pero que había brotado en grandes borbotones, se coagulaba sobre el cuero de la chaqueta de aviador que Gardet llevaba encima de su mono. El niño gritó y se fue corriendo dando la vuelta como un gato.
Gardet ayudaba a Mireaux a acercar sobre su cuerpo sus miembros descuartizados, y a incorporarse sobre las rodillas. Cuando se inclinaba, su rostro ardía, y trataba de ayudar a Mireaux conservando derecha la cabeza.
—¡Estamos con los nuestros! —dijo Pujol.
—Esta vez, completamente desfigurados —dijo Gardet—. ¿Has visto cómo se escapó el mocoso?
—¡Estás chiflado!
—Trepanado.
—Aquí vienen unos muchachos.
En efecto, algunos campesinos se aproximaban a ellos, traídos por el que se había escapado cuando había visto a Gardet. Ahora no estaba solo y se atrevía a volver. Cuando explotó la bomba, todas las gentes salieron de sus casas, y los más audaces se acercaban.
—¡Frente Popular! —gritó Pujol, tirando el sombrero con plumas rojas en el revoltijo de acero.
Los campesinos empezaron a correr. Sin duda habían supuesto que los aviadores caídos eran de los suyos porque llegaban casi sin armas. Quizá uno de ellos, antes de la caída, había distinguido las bandas rojas de las alas. Gardet vio el espejo del retrovisor colgado en su lugar en el revoltijo de viguetas y de alambres, delante del asiento de Pujol. «Si me miro, me mato».
Cuando los campesinos estuvieron lo bastante cerca para ver ese fárrago de acero erizado de planos y de pedazos de alas, los motores destrozados, una hélice doblada como un brazo y los cuerpos extendidos sobre la nieve, se habían detenido. Gardet se aproximaba a ellos. Los campesinos y las mujeres con pañoletas negras los esperaban, agrupados e inmóviles, como si hubiesen esperado la desgracia. «¡Cuidado!», dijo el primer campesino que vio que la mandíbula rota de Gardet estaba apoyada en el caño de una ametralladora. Las mujeres, recordando el pasado sangriento, se persignaban; después, menos por Gardet y Pujol que se aproximaban a su vez, que por los cuerpos tendidos, uno de los hombres levantó el puño; y todos los puños, uno tras otro, se levantaron en silencio en la dirección del avión aplastado y de los cuerpos que los campesinos creían muertos.
—Esto no es todo —gruñó Gardet. Y en español—: Ayudadnos.
Se acercaban a los heridos. Desde que los campesinos comprendieron que uno solo de los hombres tendidos estaba muerto, empezó una agitación afectuosa y torpe.
—¡Poco a poco!
Gardet había comenzado a poner orden. Pujol se agitaba, pero nadie le obedecía: Gardet era el jefe, no porque en efecto lo fuera, sino porque estaba herido en la cara: «Si llegara la Muerte, ¡cómo la obedecerían!», pensaba. Un campesino fue a buscar a un médico. Muy lejos; tanto peor. Transportar a Scali, Mireaux, el bombardero, no parecía sencillo; pero los montañeses tienen la costumbre de las piernas rotas. Pujol y Langlois podían caminar. Y él, en rigor.
Habían comenzado a bajar al pueblecito, hombres y mujeres muy pequeños en medio de la nieve. Antes de desmayarse, Gardet había mirado una última vez el retrovisor; se había pulverizado en la caída: nunca había quedado espejo en los escombros.
La primera camilla apareció frente a Magnin. Cuatro campesinos la llevaban, cada uno apoyada en un hombro, seguidos de inmediato por otros cuatro camaradas. Era el bombardero.
No parecía tener la pierna rota, sino años de tuberculosis El rostro estaba profundamente estragado, dándole a los ojos toda su intensidad y transformando en una máscara romántica esa cara rechoncha con bigotitos de soldado de infantería.
La siguiente, la de Mireaux, no había cambiado menos, pero de otro modo muy distinto: allí el dolor había ido en busca de la infancia.
—¡Hemos venido desde arriba en medio de la nieve! —murmuró cuando Magnin le estrechó la mano—. ¡Quién lo hubiera dicho!, —sonrió y cerró los ojos.
Magnin continuaba avanzando delante de los que cargaban desde Linares. La camilla siguiente era seguramente la de Gardet: un vendaje le cubría la cara casi por completo. Única carne de todo el cuerpo, los párpados parecían hinchados hasta saltársele, lila pálido, apretados uno contra el otro por la inflamación, entre el casco y el vendaje plano que ahora tenía y baja el cual la nariz daba la impresión de haber desaparecido. Los dos primeros cargadores, viendo que Magnin quería hablar, depositaron la camilla delante de los segundos y, durante un instante, el cuerpo permaneció torcido, como una Presentación del Combate.
Ningún ademán era posible: las dos manos de Gardet estaban bajo el cobertor. Entre los párpados del ojo izquierdo, Magnin creyó entrever una línea:
—¿Ves?
—No demasiado. En fin, te veo. Algo es algo.
Magnin tenía ganas de abrazarlo, de auxiliarlo.
—¿Podemos hacer algo por ti?
—¡Dile a la vieja que me deje en paz con su caldo! Dime, ¿para cuándo el hospital?
—La ambulancia estará abajo dentro de una hora y media. El hospital esta tarde.
La camilla se puso de nuevo en marcha, seguida por la mitad de Valdelinares. Una vieja con el pelo cubierto por un pañuelo negro, cuando la camilla de Scali se adelantó a Magnin, se aproximó con una taza y le dio caldo al herido. Llevaba una canasta y en esa canasta un termo y una taza japonesa, su lujo quizá. Magnin imaginó el borde de la taza pasando bajo la venda levantada de Gardet.
—Es mejor no darle al que tiene la cara herida —le dijo.
—Era la única gallina del pueblo —respondió ella, gravemente.
—A pesar de todo.
—Es que tengo a mi hijo en el frente, yo también…
Magnin dejó que pasaran delante las camillas y hasta los últimos campesinos, que llevaban el ataúd. Lo habían hecho más rápidamente que las camillas: la costumbre… En la tapa, los campesinos habían atado una de las ametralladoras retorcidas del avión.
Cada cinco minutos, los cargadores se relevaban, pero sin dejar en el suelo las camillas. A Magnin lo asombraba el contraste entre el aspecto de extrema pobreza de las mujeres y los termos que muchas de ellas llevaban en la canasta. Una se acercó a él.
—¿Qué edad tiene? —dijo señalando a Mireaux.
—Veintisiete años.
Desde hacía algunos minutos seguía la camilla, con el deseo impaciente de ser útil, pero también con una ternura delicada y precisa de ademanes, con una manera de acercar el hombro cada vez que los cargadores, en un descenso muy empinado, debían asegurar los pies, en los que Magnin reconocía la eterna maternidad.
El valle descendía cada vez más. Por un lado, las nieves subían hasta el cielo sin color y sin hora; por otro, nubes tristes se deslizaban por encima de las crestas.
Los hombres no decían una palabra. Una mujer, de nuevo, se acercó a Magnin.
—¿Qué son? ¿Extranjeros?
—Uno belga. Uno italiano. Los otros franceses.
—¿Es la brigada internacional?
—No, pero es lo mismo.
—¿Y éste?
Ella hizo un gesto vago.
—Francés —dijo Magnin.
—¿El muerto es francés también?
—No, árabe.
—¿Árabe? ¡Vaya! ¿Entonces, es árabe?…
Fue a transmitir la noticia.
Magnin, casi al final del cortejo, se acercó a la camilla de Scali. Era el único que había podido acodarse: ante él, el sendero bajaba en zig-zags casi iguales hasta Langlois, detenido delante de un delgado torrente helado. Pujol había vuelto atrás. Del otro lado del agua, el camino doblaba en ángulo recto. Alrededor de doscientos metros separaban las camillas; Langlois, extravagante explorador con el pelo cortado a cepillo, estaba a una distancia de casi un metro, fantástico sobre su asno, en la niebla que comenzaba a subir. Detrás de Scali y Magnin sólo venía el ataúd. Las camillas, una tras otra, pasaban el torrente: el cortejo, de perfil, se desplegaba sobre la inmensa pendiente de roca con sombras verticales.
—Vea usted —dijo Scali—, yo he tenido antes…
—Mira, ¡qué cuadro!
Scali se guardó su historia; sin duda, le hubiera puesto los nervios de punta a Magnin, así como la comparación con un cuadro de lo que veían le ponía los nervios de punta a Scali.
Bajo la primera República, un español que hacía la corte a su hermana, y que a ella no le gustaba ni le disgustaba, la había llevado un día a su casa de campo en los alrededores de Murcia. Era una casa de campo de fines del siglo XVIII, con columnas cremas sobre paredes anaranjadas, decoraciones de estuco con tulipanes y con jardines de boj enanos que dibujaban palmeras bajo rosas granate. Uno de sus propietarios había hecho levantar en otro tiempo un minúsculo teatro de sombras, con treinta asientos. Cuando entraron, la linterna mágica funcionaba, y las sombras chinescas temblaban sobre una pantalla muy pequeña. El español había vencido: ella había sido su querida esa misma noche. Scali había sentido celos de ese presente lleno de sueños.
Bajando hacia el torrente, pensaba en los cuatro palcos salmón y oro que no había visto jamás. Una casa llena de ramajes, con bustos de yeso entre las hojas oscuras de los naranjos… Su camilla pasó el torrente, dio la vuelta. Enfrente, reaparecieron los toros. ¡La España de su adolescencia, amor, decoración, miseria! España, que era esa ametralladora retorcida sobre el ataúd del árabe, y esos pájaros ateridos que gritaban en los desfiladeros.
Los primeros mulos dieron la vuelta y desaparecieron de nuevo, tomando otra vez la primera dirección. Desde la nueva pendiente, el camino bajaba directamente a Linares: Magnin reconoció el manzano.
¿Sobre qué bosque caía semejante chaparrón, del otro lado de la roca? Magnin hizo trotar su mulo, los pasó a todos, llegó al recodo. No había tal chaparrón. Era el ruido de los torrentes de los que lo había separado el peñasco, así como de una perspectiva, y que no se oía del otro lado de la vertiente; subía desde Linares como si las ambulancias y la vida vuelta a encontrar hubiesen enviado del fondo del valle ese ruido alargado de gran viento sobre las hojas. La noche no caía aún, pero la luz perdía su fuerza. Magnin, estatua ecuestre sobre su mulo, que montaba a pelo, miraba el manzano erguido en el centro de sus manzanas secas. La cabeza ensangrentada con el pelo cortado a cepillo de Langlois pasó ante las ramas. En el silencio que llenaba de pronto ese zumbido de agua viva, ese anillo que se corrompía, lleno de gérmenes, parecía ser, más allá de la vida y de la muerte de los hombres, el ritmo de la vida y de la muerte de la tierra. La mirada de Magnin vagaba del tronco a los desfiladeros sin edad. Una tras otra, las camillas pasaban. Como por encima de la cabeza de Langlois, las ramas se extendían por encima del balanceo de las camillas, por encima de la sonrisa cadavérica de Taillefer, del rostro infantil de Mireaux, del vendaje ligero de Gardet, de los labios agrietados de Scali, de cada cuerpo ensangrentado llevado en un balanceo fraternal. Pasó el ataúd, con su ametralladora retorcida como una rama. Magnin volvió a alejarse.
Sin que comprendiera demasiado bien cómo, la profundidad de los desfiladeros, donde se hundían ahora como en la misma tierra, concordaba con la eternidad de los árboles. Pensó en las canteras de la antigüedad donde dejaban morir a los prisioneros. Pero esa pierna en pedazos mal ligados por los músculos, ese brazo colgante, esa cara desgarrada, esa ametralladora sobre un ataúd, todos esos riesgos consentidos, la marcha solemne y primitiva de esas camillas, todo eso era tan imperioso como las rocas macilentas que caían del cielo gris, como la eternidad de las manzanas esparcidas sobre la tierra. De nuevo, muy cerca del cielo, gritaron aves de rapiña. ¿Cuánto tiempo le quedaría aún por vivir? ¿Veinte años?
—¿Por qué ha venido el aviador árabe?
Una de las mujeres se le acercaba, con otras dos.
En lo alto, los pájaros daban la vuelta, con sus alas inmóviles como las de los aviones.
—¿Es verdad que ahora arreglan las narices?
A medida que el desfiladero se acercaba a Linares, el camino se hacía más ancho; los campesinos caminaban en torno a las camillas. Las mujeres de negro, mantilla sobre la cabeza y canasta al brazo, se atareaban siempre en el mismo sentido alrededor de los heridos, de derecha a izquierda. Los hombres seguían las camillas sin adelantarse jamás a ellas; avanzaban de frente, muy erguidos como todos los que acaban de llevar un fardo sobre el hombro. A cada relevo, los nuevos cargadores abandonaban su marcha rígida por el ademán prudente y afectuoso con que tomaban las camillas, y volvía a partir con el ¡ahora!, del trabajo cotidiano, como si hubiesen querido esconder de inmediato lo que ese ademán acababa de mostrar de su corazón. Obsesionados por las piedras del sendero, no pensando más que en no sacudir las camillas, avanzaban al paso, un paso ordenado y más lento en cada declive; y ese ritmo concertado con el dolor en un camino tan largo parecía llenar ese desfiladero inmenso donde gritaban, en lo alto, los últimos pájaros, como lo hubiese llenado el redoble solemne de los tambores de una marcha fúnebre. Pero no era la muerte lo que, en ese momento, estaba de acuerdo con las montañas: era la voluntad de los hombres.
Se comenzaba a entrever Linares en el fondo del desfiladero, y las camillas se acercaban unas a las otras; el ataúd estaba cerca de la camilla de Scali. La ametralladora había sido atada allí donde se ponen por lo común las coronas; todo el cortejo era, a los funerales, lo que era a las coronas esa ametralladora retorcida. Abajo, junto a la carretera de Zaragoza, en torno a los aviones fascistas, los árboles del bosque sombrío ardían aún en el día declinante. No irían a Guadalajara. Y todo ese cortejo de campesinos oscuros, de mujeres con el pelo escondido bajo una mantilla sin época, parecía, más que seguir a los heridos, ir bajando en un triunfo austero.
La pendiente, ahora, era débil: las camillas, abandonando el camino, se desplegaron a través de la hierba, los montañeses en abanico. Los chiquillos acudían de Linares; a cien metros de las camillas, se apartaban, las dejaban pasar, después las seguían. El camino, con los adoquines puestos de canto, más resbaladizo que los caminos de montaña, subía a lo largo de las murallas hasta la puerta.
Detrás de las almenas, todo Linares estaba amontonado. La luz era débil, pero aún no había caído la noche. Aunque no hubiera llovido, los adoquines relucían, y los cargadores avanzaban con cuidado. En las casas cuyos pisos sobrepasaban las murallas, algunas pocas luces estaban encendidas.
El primero era siempre el bombardero. Las paisanas, sobre la muralla, se mostraban graves pero no sorprendidas: sólo el rostro del herido estaba fuera del cobertor, y estaba intacto. Lo mismo Scali y Mireaux. Langlois, en Don Quijote, con el vendaje sangrando y los dedos del pie hacia el cielo (del pie torcido se había sacado el zapato), los asombró: la guerra más novelesca, la de la aviación, ¿podía terminar así? La atmósfera se hizo más tensa cuando pasó Pujol: había luz bastante para que esos ojos atentos vieran sobre la chaqueta de cuero las grandes manchas de sangre. Cuando llegó Gardet, sobre esa multitud ya silenciosa cayó un silencio tal que se oyó de pronto el ruido lejano de los torrentes.
Todos los demás heridos veían; y cuando habían visto la multitud, se habían esforzado en sonreír, hasta el bombardero. Gardet no miraba. Estaba vivo: desde las murallas, la multitud distinguía, detrás de él, el gran ataúd. Cubierto por la manta hasta el mentón y, entre el mentón y el casco, un vendaje tan plano que no podía haber debajo una nariz, ese herido era la imagen misma que, desde siglos atrás, los campesinos se hacían de la guerra. Y nadie lo había obligado a combatir. Por un momento vacilaron, no sabiendo qué hacer, comprendiendo sin embargo que tenían que hacer alguna cosa; por último, como los de Valdelinares, levantaron el puño en silencio.
La llovizna había dejado de caer. Las últimas camillas, los campesinos de las montañas y los últimos mulos avanzaban entre el gran paisaje de rocas donde se formaba la lluvia nocturna, y los centenares de campesinos inmóviles, con el puño en alto. Las mujeres lloraban sin hacer un gesto, y el cortejo parecía huir del extraño silencio de las montañas, con su ruido de cascos, entre el eterno grito de las aves de rapiña y ese ruido clandestino de los sollozos.
La ambulancia había partido.
Por el tragaluz que permite comunicarse con el chófer, Scali ve cuadrados de paisaje nocturno; aquí y allá un pedazo de muralla de Sagunto, los cipreses sólidos y negros en el claro de luna lleno de niebla, de esa niebla que protege los bombardeos nocturnos; casas blancas irreales; casas de la paz; naranjas fosforescentes en las huertas sombrías. Huertas de Shakespeare, cipreses italianos… «Es en una noche como ésta, Jessica…». En el mundo hay felicidad también. Por encima de su camilla, a cada sacudida, el bombardero gime.
Mireaux no piensa: la fiebre es alta; nada con trabajo en un agua ardiente.
El bombardero piensa en su pierna.
Gardet piensa en su cara. A Gardet le gustan mucho las mujeres.
Magnin, en el teléfono, escucha a Vargas:
—Es la batalla decisiva, Magnin. Traiga todo lo que pueda, como pueda…
—Los mandos de los alerones de profundidad del Marat están casi cortados.
—Lo que pueda…
4
Guadalajara, 18 de marzo
Los italianos contraatacaban en Brihuega: si pasaban de allí, tomaban de flanco todas las fuerzas republicanas. De nuevo Guadalajara estaba amenazada, el ejército del Centro, separado de Madrid, la ciudad más o menos sin defensa, los batallones Dimitroff, Thaelmann, Garibaldi, André-Marty, 6 de Febrero, sin línea de retaguardia, la toma de Trijueque y de Ibarra anuladas, Campesino perdido en su bosque.
Los batallones Thaelmann y Edgar-André, una vez más, entraron en combate.
El batallón Dimitroff —croatas, búlgaros, rumanos, serbios, los balcánicos y los estudiantes yugoslavos de París—, que delante de los fascistas se sentían frente a los asesinos de los suyos, que habían pasado veinticuatro horas injuriando a los tanques italianos al acecho de sus bosques, como lo habían hecho en el Jarama, que habían tomado un kilómetro y habían debido abandonarlo, enloquecidos de rabia, para la alineación, que habían dormido pegados contra el frío como moscas atacaban bajo los shrapnells. Uno de los jefes de sección montenegrino, partía a la retaguardia, gritando: «¡Ocupaos de vuestros puestos y no de mí, montón de imbéciles!», sosteniendo con su brazo derecho su brazo izquierdo roto, cuando una bala explosiva le destrozó la cabeza en un torbellino de nieve.
Se había puesto de nuevo a caer, y los hombres que avanzaban en todo el frente, la cabeza entre los hombros y los músculos del vientre crispados en la espera de las heridas, se sentían atacados por las balas de plomo de los shrapnells en medio de los copos.
En el batallón de Thaelmann no se oían más que dos frases: «¡A comer!» y «Hombre, no hay guerra sin víctimas». El delegado político de la compañía de ametralladoras, herido en el vientre y delirando, gritaba: «¡Enviadnos nuestros tanques! ¡Enviadnos nuestros tanques!». El batallón acababa de rechazar su undécimo ataque desde el principio de la batalla. Los árboles aún tenían troncos, pero no ramas.
—¡Esto no es guerra!, —aullaba Siry con los francobelgas—. ¡Son purgaciones! ¡No acabará jamás!
Los fusiles comenzaban a quemarles las manos.
En el batallón de Manuel, a los hombres de Pepe les quedaban setecientas cincuenta balas para una ametralladora que tiraba seiscientas por minuto. Distribuían la mitad de las balas a los tiradores. Ante los fusiles fuera de uso, los nuevos lloraban de nervios. «¡La ametralladora aquí!», gritó el jefe de sección. Cuando se disipó el humo del primer obús, estaba muerto en el lugar que acababa de señalar con el dedo. Pero llegaban las municiones, y algunos fusiles suplementarios.
Por fin un grito corrió por los bosques y las llanuras que bajaban hacia Brihuega, un grito perceptible, a pesar del bombardeo que acababa de comenzar nuevamente; subió de los olivos, de las paredes pequeñas donde los republicanos estaban incrustados como insectos, de las granjas y de los campos; el horizonte pareció extenderse bajo la explosión furiosa de todas las baterías fascistas: los tanques republicanos llegaban.
Atacaban en todo el frente, más de cincuenta en línea, de un extremo al otro del horizonte velado por la intermitencia de la nieve. Aquellos que habían dormido dolorosamente veinte minutos con un sueño inquieto bajo los olivos helados, aquellos que se habían dormido muertos de fatiga y se habían despertado rígidos, empezaron a correr detrás de los últimos tanques que las ráfagas de nieve les ocultaban periódicamente.
En el 5.º cuerpo, el jefe de la 1.ª compañía fue el primer muerto. Pocos minutos después, uno de los tanques republicanos explotaba en llamaradas, iluminando siniestramente de azul el campo cubierto de nieve, donde los copos permanecían en suspenso. Agarrados por un fuego cruzado de ametralladoras, boca abajo detrás de los troncos, los hombres se hundían con sus cargadores y sus cascos (hubieran necesitado levantarse con la bayoneta), se guarecían en cualquier hueco, se levantaban de pronto, un segundo, para arrojar sus granadas, se agachaban de nuevo bajo las ametralladoras que rasaban el campo. De seis voluntarios que querían traer a los heridos, cuatro cayeron. Los internacionales vecinos no oían más que las balas explosivas detrás de sí, y a veces una voz que gritaba: «¿Todo anda bien, entonces?» y a la que otras respondían: «Bastante bien, ¿y vosotros?». Y por debajo, como un coro desolado sobre toda la extensión del campo: «¡Socorro! ¡Socorro!».
Sin embargo, a las tres, el sueño llegó por exceso de fatiga; de nuevo se distribuyó café; los soldados tenían miedo del frío de la noche. Bajo sus capuchones, empezaban a recordar las trincheras de Madrid, donde a veces tiraban comiendo, donde los graciosos domesticaban ratas, donde los soldados, mientras esperaban los obuses, miraban en silencio retratos de niños; y las del Jarama, donde atacaban por detrás los tanques fascistas cuando éstos no tenían ya municiones, y en donde algunos venían aullando a pedir orina para enfriar los cañones de sus ametralladoras.
—No hay tanque sin bala, no hay bala sin tanque —decía Pepe, satisfecho de su fórmula, a sus hombres, que avanzaban; a su derecha, los del 5.º encontraban el aire espeso de balas y avanzaban detrás del tiro de toda la artillería, muy bien dirigida por un oficial español. Los pacifistas de los equipos de socorro, granada en mano, sin brazales, combatían con granadas a los tanques para sacar a sus heridos.
Algunas voces comenzaron la Internacional cubierta de inmediato, rabiosamente, por un gran grito del lado de los españoles, y por un aullido muy corto en diez lenguas del lado de los internacionales: «¡Avanzamos!».
—Los fascistas no están apoyados por su aviación —había dicho uno de los oficiales del Estado Mayor del Aire.
Las nubes estaban a doscientos metros y la nieve iba nuevamente a comenzar.
—Sus campos están del otro lado de la Sierra —había contestado Sembrano—. Es poco probable que pasen.
Con el brazo en cabestrillo, no podía pilotar. Las tropas italianas estaban entre los republicanos y la Sierra.
Vargas no decía nada.
—Normalmente —había dicho uno de los oficiales—, si salimos, corremos el riesgo de que aplasten toda nuestra aviación: bastaría que hubiese mal tiempo… Ninguna autoridad militar tomaría la responsabilidad de semejante desastre…
Vargas había llamado al oficial de ordenanza.
—Sus aviones de Teruel pueden dar la vuelta a la Sierra hasta con este tiempo —decía Sembrano.
—No creo que quede alguno —había respondido Vargas.
—¿Oiga?, —telefoneaba el oficial de ordenanza—. ¿Alcalá? Enviad inmediatamente todo lo que tengáis al campo 17 de Guadalajara. ¿Oiga, el campo 21? Enviad todo lo que tengáis al campo 17 de Guadalajara. ¿Oiga, Sarión? Enviad todo lo que tengáis al campo 18 de Guadalajara.
—Si perdemos esta batalla —había dicho Vargas—, lo perdemos todo. Después de todo, sólo somos responsables de nuestra aviación ante el pueblo español. Para los fascistas es más complicado… Vamos allá.
Y, por primera vez al cabo de muchos meses, había vuelto a ponerse su casco.
Los nuevos atacaban. Ese batallón, cuyos soldados no estaban todavía adscritos a las compañías nacionales, lo formaban sobre todo voluntarios de países lejanos, llegados recientemente: griegos, judíos, sirios de América del Norte, cubanos, canadienses, irlandeses, suramericanos, mexicanos y algunos chinos. Habían comenzado por tirar a tontas y a locas: pocos son los hombres que no necesitan hacer ruido en su primera batalla. Se habían creído heridos en los primeros choques porque les habían afirmado que las heridas, al principio, no duelen; desde las primeras balas, algunos habían afirmado que «era un ruido de pájaros españoles». Molestos por el casco con cuya visera o cogotera tropezaban cada vez que tiraban, turbados por la irrealidad de los muertos, silenciosos ante los primeros heridos, habían esperado la orden de atacar con la misma sonrisa afectada en todos los rostros. Después habían oído un clamor ensordecido que significaba que el Edgar-André, a su derecha, salía a terreno descubierto; y se desmoronaban con las granadas arrojadas detrás de los tanques.
En la extrema izquierda, un tiro de ametralladoras desplazadas con extraordinaria rapidez había dejado estupefactos a los batallones de Manuel, hasta que llegó a sus atrincheramientos la caballería mora, armada de fusiles ametralladores. El efecto fue inmediato: los que tenían que habérselas por primera vez con los fusiles ametralladores iban a huir. Pero Manuel había rodeado sus reclutas de dinamiteros formados por Pepe. Estos sabían que los jinetes en movimiento no pueden apuntar, y estaban protegidos. Recibieron la primera carga de granadas. Atrincherados de inmediato detrás de una espesa barrera de caballos muertos, ayudados por los reclutas que habían comprendido y que fusilaban ahora a los jinetes que trataban de incorporarse, comenzaron a arrastrarse bajo los caballos para ir a buscar los fusiles ametralladores. Sólo quedaban detrás los reclutas campesinos, dispuestos a combatir con los hombres, pero que no se atrevían a matar tan hermosos caballos. Desde detrás de un tanque, Gartner les hablaba, atento de no hacer ademanes más anchos que la torreta.
En todo el frente, las manos de los enfermeros se habían vuelto rojas.
Entonces, como si se hubiera deslizado entre la nieve blanca del suelo y la nieve sucia de las nubes, apareció el primer avión republicano. Después, uno a uno, insólitos, como milicianos heridos, aparecieron los viejos aviones que no se habían visto desde el mes de agosto, las avionetas de los señoritos y los aviones de transporte, los continentales, los aviones de enlace, el antiguo Orion de Leclerc y los aviones escuela, y las tropas españolas los acogieron con una sonrisa confusa, la que les hubiese quizá inspirado sus sentimientos de entonces. Cuando esta delegación del Apocalipsis llegó rasando la nieve contra las ametralladoras italianas, todos los batallones del ejército popular que esperaban aún recibieron la orden de avanzar. Y, a pesar del cielo bajo y la nieve amenazadora, tres por tres al principio, después escuadrilla por escuadrilla, chocando con las nubes como los pájaros con un cielo raso y volviendo a bajar, llenando todo el horizonte visible, que no era más que un horizonte de batalla, con un estruendo que hacía palpitar la nieve sobre la tierra y sobre los muertos, cortando la línea desolada de las llanuras oblicuas tan oscuras como los bosques, se tendió como una invasión la formación de combate de ochenta aviones republicanos.
Abajo, metidos dentro de sus capotes, la cabeza bajo el capuchón puntiagudo como el de los marroquíes, los republicanos avanzaban. De pronto, junto a ellos, delante de los aviones, apareció por un segundo una carretera temblorosa que se convirtió en una columna motorizada italiana, y como el viento venía del lado de las líneas republicanas, Magnin, desde el Orion, no veía si la columna huía delante de los capuchones, delante de los tanques perdidos en los campos inmensos, delante de los aviones, o si estaba arrebatada por el viento como las nubes sin fin y el mundo entero.
Y sin embargo nunca se había sentido hasta ese punto crispado en el combate; como si nubes y columnas hubiesen sido la expresión de una misma voluntad misteriosa, como si cañones, fascismo, huracán lo hubiesen atacado juntos, como si hubiese estado separado de la victoria por ese mundo pálido. Una nube enorme, a tal punto confusa que daba a los aviadores la impresión de cegarlos, se lanzó sobre los aviones de turismo, cuyos planos se ribetearon de nieve y que comenzaron a estremecerse en la carrera enloquecida de los copos que los cubrían, les ocultaban el cielo y la tierra, los encerraban a derecha e izquierda y en donde parecían para siempre inmóviles, rechinando con toda su fuerza asestada contra el viento. Orientándose por una mancha de un gris casi negro, Magnin vio al Orion dar una vuelta de 180 grados. El compás se bloqueó, los aparatos que indicaban la horizontal estaban destrozados. Darras, a pesar del frío, se quitó el casco, se inclinó sobre el altímetro, destrozado también; como todo lo que rodeaba al avión, su cabello era blanco; quizá se hundía en la tierra a 300 por hora, y no estaban a más de 400 metros.
No: salían de la nube por arriba.
Entre las nubes deshilachadas que se deshacían sobre la tierra y, en lo alto, esa enorme Groenlandia plana y pálida de un segundo mar de nubes, todos los aparatos republicanos avanzaban en línea.
Darras trató de sacudir las alas del avión para hacer caer la nieve.
—¡Cuidado con las bombas, Dios mío!
¡Si luchamos en la nieve, va a ser bueno!, pensó Magnin. Sus aviones sembrados en España a los cuatro vientos, sus camaradas sembrados en todos los cementerios, y no en vano, ya no significaban más que ese Orion extravagante, rabiosamente bamboleado por un huracán de nieve, que esos aviones irrisorios sacudidos como hojas, delante de la flota aérea reconstituida. Las líneas eficaces y nítidas de los capuchones, por encima de la confusión de las nubes, no recubrían solamente las posiciones italianas de la víspera, sino una época caduca. Magnin, sacudido por el Orion como por un ascensor delirante, reconocía en esos momentos lo que veía bajo sus ojos: el fin de la guerrilla, el nacimiento el ejército.
Campesino salía de su bosque, los garibaldinos y los francobelgas bajaban por detrás del Dombrovski, los carabineros subían a lo largo del Tajuña. De un extremo a otro del frente, los ametralladores que cambiaban el cañón de las ametralladoras se enderezaban bajo las quemaduras, inmediatamente acogidos por las balas. De un extremo a otro del frente, los tanques avanzaban, los soldados iban y venían detrás de ellos para recoger una cosecha inagotable de heridos. Un tanque republicano, con la mitad de sus orugas sobre el vacío de un barranco, se destacaba de perfil contra el cielo bajo. Karlitch, por fin jefe de sección de tanques, avanzaba, tirando sin cesar sobre las secciones antitanques enemigas —sombras de hombres sin ojos, encorvados, con granadas en las manos.
En Teruel, Magnin había visto al pasar las huellas de las propiedades inmensas, con sus toros indolentes o testarudos dispersos en las montañas de guerra, aquí veía huellas menos nítidas que se mezclaban, a través de la nieve, en las pequeñas tapias de piedra que atacaban, bajo sus ojos, los internacionales y las brigadas de Madrid, en las pequeñas paredes de piedra completamente nuevas que había visto en Teruel y en el sur, anchas y chatas, todavía amenazadas, entre las antiguas huellas inmensas. Se acordaba de las tierras baldías que los obreros agrícolas muertos de hambre no tenían derecho a cultivar… Los campesinos enfurecidos que combatían bajo sus órdenes combatían para levantar esos pequeños muros, primera condición de su dignidad. Y mucho más allá del vocabulario de las ciudades, Magnin sentía en todos los sueños en que él se debatía desde hacía meses, simple y fundamental como el parto, la alegría, el dolor o la muerte, la vieja lucha del que cultiva contra el poseedor hereditario.
Cuando volvieron por quinta vez el Orion y su flota de pasada, la aviación republicana, por debajo de ellos, atacaba delante de las líneas de capuchones. Apenas había aparecido la aviación fascista. Abajo, los tanques republicanos, con un orden de ejercicio en la Plaza Roja, atacaban, volvían, atacaban de nuevo. Ya los conventos y las iglesias de Brihuega, en el fondo de la hondonada apenas sobresalían de una niebla vespertina que iluminaban las bombas. Las explosiones dibujaban ahora la herradura del ejército republicano en torno de la ciudad; en el extremo de sus dos ramas se encendían baterías jadeantes, como hogueras levantadas contra la nieve que de nuevo se acercaba. Si las dos ramas se juntaban, era la retirada italiana en todo el frente de Guadalajara.
Delante del vacío que los separaba se extendían carteles indicadores, pero ahora la niebla lo iba cubriendo todo; imposible ver un uniforme. Si la noche salvaba a los italianos iban a contraatacar en Trijueque. El Orion titubeando (por lo demás, se le habían acabado las bombas) no combatía ya. Permanecía allí bamboleado, luchando contra esa noche que avanzaba sobre el destino de España, como antes sobre la vuelta de Marcelino. La inmensa barra de la aviación militar, a menos de doscientos metros de la batalla, zigzagueaba. Tampoco ella veía nada, y no partía. Del valle de Tajuña, la niebla seguía subiendo.
Bajo la niebla proseguía el esfuerzo salvaje de los voluntarios, esfuerzo que debía confirmar o invalidar la creación del ejército republicano. Y la aviación, que había quizá ganado la batalla, daba vueltas en vez de irse, no al acecho del enemigo, sino al acecho de una victoria, olvidando sus campos sin balizaje, fascinada en la noche que avanzaba.
Magnin sobrevolaba el vacío de la herradura por encima de uno de los caminos de Horca, bastante ancho en ese lugar, y que bordeaban camiones abandonados. Se hundió a ras de tierra como lo había hecho con el campesino en el campo de Teruel; y en tanto que por error las tropas republicanas acribillaban el fuselaje, reconoció los carteles del anarquista Mera, de los carabineros y de Campesino.
5
A lo lejos se oía el gruñido de los últimos sobresaltos de la batalla. Manuel, establecidas sus líneas, daba vueltas por el pueblo para obtener camiones, seguido por su perro. Había adoptado un espléndido perro lobo, exfascista, cuatro veces herido. Más apartado se sentía de los hombres, más quería a los animales: toros, caballos militares, perros lobos, gallos de pelea. Los italianos habían abandonado muchos camiones y, a la espera de que la distribución fuera hecha oficialmente, cada jefe de cuerpo (afirmando astutamente que, si esperaba el paso de Campesino, no quedaría uno solo) trataba de conseguir el mayor número posible. Provisionalmente estaban depositados en todos los edificios lo bastante grandes para contenerlos: iglesias, alcaldías o granjas. En el pueblo que ocupaban los carabineros, estaban en la iglesia, pero habían prevenido a Manuel que Jiménez se encontraba allí con la misma intención que él.
Era una alta iglesia de piedra roja, con ornamentos de estuco deshechos por las balas. Diagonales de luz a través de las bóvedas de la catedral se aplastaban sobre un fárrago de sillas reducidas al estado de leños, y sobre los camiones ordenados en el centro de la nave. Un miliciano, que cuidaba la iglesia, seguía a Manuel y a Gartner.
—¿Has visto al coronel? —preguntó éste.
—Anda por allí, detrás de los camiones.
—¡Malo! —gruñó Gartner—; se los habrá quedado.
La mirada de Manuel, todavía no acostumbrada a la oscuridad, se detuvo en un revoltijo dorado que temblaba en la sombra por encima de un portal como un incendio inmóvil: ángeles erizados, con los pies en el aire, llenaban por completo la pared, en torno a tubos de órganos extraordinarios. Manuel percibió una escalera de caracol y subió por ella, intrigado.
El miliciano lo había seguido; Gartner se había quedado abajo, como para cuidar los camiones, con el perro detrás.
—¿Cómo es posible que esto se halle intacto? —le preguntó Manuel al miliciano.
—El Comité Estético Revolucionario. Han venido los muchachos, le han dicho al Comité de aquí: «Los órganos y el coro son importantes». (Tienen razón, ¡caramba, si se ha trabajado en ellos!). Entonces han tomado medidas.
—¿Y los italianos?
—Por aquí no se ha peleado mucho.
—No hace mucho, encima de la tumba de Cervantes, un anarquista, con el tizón de la antorcha con que se disponía a incendiar la capilla, trazó una gran flecha en dirección al crucifijo dejado intacto, y escribió: «Cervantes te ha salvado».
—¿Estás de acuerdo? —preguntó Manuel.
—El hombre que ha hecho esas esculturas amaba lo que hacía. Yo, aquí, he estado siempre en contra de lo que es destrucción. Con los curas no estoy de acuerdo, desde luego; con las iglesias no tengo nada en contra. Pienso que con ellas deberían hacerse teatros; hay riqueza, comprendes…
Manuel se acordaba de los milicianos que había interrogado con Jiménez en el frente del Tajo. Observó atentamente la nave y terminó por descubrir a Jiménez en ella, cerca de un pilar, con el pelo cortado al rape que brillaba en la sombra como el plumón de un pollito. Manuel sabía que a Jiménez le gustaba la música.
Miró afectuosamente la aureola blanca del Viejo Pato, sonrió como si hubiese preparado una broma y se sentó delante del teclado.
Comenzó a tocar: el primer fragmento de música religiosa que le vino a la memoria, el Kyrie de Palestrina. En la nave vacía el canto sagrado se desplegaba, rígido y grave como los drapeados góticos, en desacuerdo con la guerra y de acuerdo con la muerte. A pesar de las sillas destrozadas, y los camiones, y la guerra, la voz del otro mundo tomaba posesión de la iglesia. Manuel estaba turbado, no por el canto, sino por su pasado. El miliciano, estupefacto, miraba a ese teniente coronel que se ponía a tocar un canto de iglesia.
—Entonces anda, sí, sigue sonando bien —dijo cuando Manuel dejó de tocar.
Manuel volvió a bajar. Acarició al perro, que no había ladrado. Lo acariciaba a menudo: no tenía ya nada en su mano derecha. Gartner lo esperaba en la entrada de la escalera. Cerca de los camiones, grandes manchas negras cubrían las losas. Desde hacía mucho tiempo Manuel había dejado de preguntarse qué líquido hacía tales manchas.
—Ese Kyrie es admirable —dijo confuso— y lo tocaba pensando en otra cosa. Yo he terminado con la música… En el campamento, la semana pasada, has visto que había sobre el piano todo un paquete de Chopin, del mejor. Lo he hojeado, todo eso provenía de otra vida…
—Quizá era demasiado tarde… o demasiado pronto.
—Quizá… Pero no creo. Creo que otra vida ha comenzado para mí con el combate; tan absoluta como la que comenzó cuando me acosté por primera vez con una mujer… La guerra lo hace a uno casto…
—Habría mucho que decir.
Por fin encontraron al coronel, que hacía controlar los motores.
—Entonces, hijos, ¿eran ustedes los que hacían tocar a los ángeles para mí? Gracias. Lo hicieron a propósito, ¿verdad?
—Tuve placer en hacerlo.
—Usted será general antes de los treinta y cinco años, Manuel.
—Soy un español del siglo XVI —dijo Manuel con su sonrisa seria y condescendiente.
—Pero dígame una cosa, usted no es un músico profesional. ¿Dónde diablos ha aprendido a tocar el órgano?
—Fue el resultado de una extorsión. El cura encargado de enseñarme latín lo hacía una hora cada dos. La segunda era para placer mío. Al principio mi placer fue reemplazado por el suyo: ponía una aguja de marfil, gran lujo para la época, a un fonógrafo comprado en una feria de pueblo con la bocina en forma de campanilla, y tocaba Verdi. Supe La africana de memoria. Enseguida exigí lecciones de táctica (¡de táctica, mi coronel!). Él me hizo observar que no formaba parte de sus conocimientos ni de su carácter; pero trajo una caja de zapatos llena de soldados de cartón.
En camillas y envueltos en mantas pasaban soldados de carne viva o muerta.
—Después aparecieron los discos de Palestrina. Con la pérfida esperanza de librarse de la táctica, los había hecho pasar bajo la aguja de marfil y la bocina en forma de campanilla. Éxito absoluto: abandoné la táctica: y exigí el órgano. Era buen pianista.
—Y bien, hijo mío, no sólo hay malos sacerdotes —dijo el Viejo Pato, irónico.
Manuel trajo ingeniosamente el tema de sus camiones pero apenas había comenzado:
—Toda estrategia es inútil —dijo Jiménez—: Hasta que no lleguen las órdenes, esos camiones de aquí son sagrados.
—Evidentemente, han sido encontrados en una iglesia. Pero los carabineros de usted tienen camionetas —Jiménez sonrió, cerrando un ojo como antes.
—Nada que hacer. Usted será general a los treinta años, pero no tendrá mis camiones. Por lo demás, no me bastan. Vamos juntos a buscar otros.
—En la Sierra le he dicho a una miliciana que tenía un lindo pelo; le pedí que me diera un mechón, y me mandó a pasear. Su avaricia es igual a la de ella.
—Búsquese una llave inglesa, y no hablemos más.
Se fueron; antes de Brihuega, habían encontrado tres camiones cada uno. Los chóferes traídos por Gartner y los de Jiménez se ponían al volante y los seguían.
—Nuestro cante de juerga andaluza me gusta —dijo Manuel.
—¡Estamos en el kilómetro 88! —les gritó un correo.
La victoria estaba en el aire.
En la plaza de Brihuega, delante del puesto de mando (todos los oficiales responsables debían pasar por allí por la mañana), García y Magnin escuchaban a un viejo figurón con chalina, sin afeitarse desde varios días antes, y salido sin la menor duda de un sótano.
—Cuando decidieron echarnos, todo se arregló; pero dejaron los alambres de los cuales colgábamos nuestros calzoncillos. Y los guías no sabían cómo explicar esos alambres. Salvo uno. Un viejo compañero; ése era un artista… Hacía acuarelas, y versos, y todo eso: un artista. Y entonces les decía a los turistas del Alcázar de Toledo: «Señoras y señores, el Cid Campeador tenía mucho que hacer, naturalmente; cuando había terminado todos sus trabajos, las órdenes y los escritos y las expediciones, venía a esta sala. Solo. Y entonces vean ustedes, para descansar, ¿saben qué hacía? Se colgaba del alambre y ¡jop!, se balanceaba».
—Este camarada era guía en el Palacio de Guadalajara —le dijo García a Manuel y a Jiménez—; y, en otros tiempos, en Toledo.
Era un viejo de patillas largas, con el rostro y los ademanes de los actores profesionales, que no pueden vivir sino en la ficción:
—A mí me gustaba también todo eso, las cosas originales, antes de perder a mi primera mujer… He recorrido el mundo, he estado en un circo… A donde hubiera algo que ver, allí corría yo. Pero aquí, toda esta historia…
Y mostraba con el pulgar la dirección de Guadalajara, de donde el viento traía bajo las nubes bajas un olor a carroña, y hacia el cual se dirigían los prisioneros italianos.
—Toda esa historia, y esos cardenales, y hasta esos Grecos, y los turistas y los demás, y todos esos trastos, cuando uno los ha visto durante veinticinco años, y la guerra, cuando uno la ha visto seis meses…
Mostraba siempre el sudoeste, Guadalajara, Madrid, Toledo, como si espantara moscas con indiferencia.
Un oficial vino a hablar a Manuel.
—¡Estamos en el kilómetro 90! —gritó éste, dando una fuerte palmada en el lomo del animal—. ¡Abandonan todo su material!
—¿Quiere que le diga una cosa, señor? —continuó el guía. Se encogió de hombros y dijo, como si hubiera resumido la experiencia de toda su vida—: Piedras… Piedras viejas… Eso es todo. Todavía, si usted fuera más lejos, vería cosas que valen la pena, ¡cosas del tiempo de los romanos! ¡Más de treinta años antes de Jesucristo! Se lo digo: antes. Eso es algo. Sagunto es grande. O hábleme usted de los barrios nuevos de Barcelona. Pero ¿los monumentos? Como la guerra: piedras.
Con los prisioneros italianos pasaron algunos moros.
—Usted —le dijo García a Magnin—, mientras más pelea, más se hunde en España; yo, mientras más trabajo, más me separo. He pasado la mañana interrogando a prisioneros moros. Había pocos moros aquí, pero había algunos. Hay en todas partes. ¿Se acuerda usted, Magnin, de Vargas diciéndome: no hay más que doce mil moros? Bueno, aquí hay moros de las posesiones francesas en número bastante grande. Hoy por hoy, el islam, en tanto que islam, que comunidad espiritual, está más o menos entre las manos de Mussolini. Los franceses y los ingleses tienen aún los cuadros administrativos del África del Norte, pero Italia tiene los cuadros religiosos. Y el primer resultado es que nosotros hacemos aquí, en Brihuega, prisioneros moros y prisioneros italianos. Agitación en el Marruecos francés. Libia, agitación en Palestina, Egipto, promesa de Franco de devolverle al islam la mezquita de Córdoba…
A García le gustaba hablar, y los otros deseaban que hablara. No leían sino diarios sobre los cuales pesaba la censura de la guerra, y García estaba informado. Pero ni Manuel ni Jiménez olvidaban sus camiones.
En la puerta de la casa donde el guía se había refugiado durante la ocupación por los italianos, una mujer llamaba al guía.
—Ahora —le dijo éste a García— esperamos a que Azaña se ponga manos a la obra. ¿Qué hará? Es la gran incógnita…
El índice levantado hacia el cielo bajo, abandonó de pronto el tono misterioso que acababa de tomar para decir con la mayor indiferencia:
—Nada.
»No hará nada. No se puede hacer nada… Franco, naturalmente, es un gorila. Pero aparte de él, con Azaña o con Caballero, con la U. G. T. o con los de la C. N. T., o con ustedes, ahora que he salido de mi sótano, serviré a los clientes y guiaré a los idiotas, y moriré en Guadalajara sirviendo a los clientes y guiando a los idiotas…
La mujer lo llamó de nuevo, y él se fue.
—Es optimista —dijo Magnin.
—En la guerra civil más apasionada —respondió García—, hay un gran número de indiferentes…
»Vea usted, Magnin, después de ocho meses de guerra, hay algo que continúa siendo a mis ojos medianamente misterioso: el instante en que un hombre decide tomar un fusil.
—Nuestro amigo Barca pensaba sobre ello cosas serias —dijo Manuel.
El perro lobo ladró aprobador.
—Sí, sobre las razones que inducen a pelear; pero lo que me interesa es el instante, el desencadenamiento. Se diría que el combate, el Apocalipsis, la esperanza, son los señuelos de que se sirve la guerra para agarrar a los hombres. Después de todo, la sífilis comienza con el amor. El combate forma parte de la comedia que casi todo hombre se representa a sí mismo, y compromete al hombre en la guerra como casi todas nuestras comedias nos comprometen en la vida. Ahora, la guerra comienza.
Era lo que había pensado Magnin en el Orion, y sin duda muchos otros. Esta conversación le recordaba su entrevista con García y Vargas, la tarde de Medellín; y sentía una vez más que la aviación internacional estaba muerta.
—Vamos a ver al Japón en el baile en poco tiempo… —dijo García—. Allí se crea un imperio casi igual al Imperio Británico…
—Piensen ustedes en lo que era Europa cuando teníamos veinte años —dijo Magnin— y en lo que es hoy…
Manuel, Gartner y Jiménez reanudaron su caza a los camiones; García tomó a Manuel por el brazo.
—¿Y Scali? —le preguntó éste.
—Una bala explosiva en el pie, en Teruel. Perderá el pie…
—¿En qué estaba políticamente?
—Bueno… cada vez más anarquizante, cada vez más soreliano, casi anticomunista…
—No es al comunismo a lo que se opone, es al partido.
—Dígame, comandante, ¿qué piensa usted de los comunistas?
¡Otra vez!, pensó García.
—Mi amigo Guernico —le contestó— dice: «Tienen todas las virtudes de la acción, y sólo ésas». Pero, en este momento, se trata de acción.
Bajó la voz, como siempre que resumía una experiencia amarga:
—Esta mañana estaba con los prisioneros italianos. Había uno, no joven, que no dejaba de berrear. Le pregunto lo que tiene, llora, llora, llora. Por fin: «Tengo siete hijos». ¿Y qué? Termino por comprender que estaba persuadido de que íbamos a fusilar a los prisioneros. Le explico que no y se decide a creerme. De pronto, furioso, salta sobre un banco, hace un discurso a gritos —diez frases—: «En Italia nos han engañado», etcétera, y grita: «¡Muera Mussolini!». Reacción débil. Comienza de nuevo. Y los prisioneros, alrededor de él, responden: «¡Muera!», imperceptiblemente como un coro a boca cerrada, mirando a las puertas con ojos aterrorizados… Y sin embargo, están en nuestro país…
»Lo que pasaba allí, Magnin, no era ningún temor a la policía; ni siquiera al mismo Mussolini: era al partido fascista. Y entre nosotros… Al principio de la guerra, los falangistas sinceros morían gritando: ¡Viva España!, pero después: ¡Viva la Falange!… ¿Y está usted seguro de que, entre sus aviadores, el tipo del comunista que al principio ha muerto gritando: ¡Viva el proletariado!, o ¡Viva el comunismo!, no grita hoy, en las mismas circunstancias: ¡Viva el partido!…?
—Ya no tendrán que gritar más, porque casi todos están en el hospital o bajo tierra… Es quizá algo individual. Attignies gritaría sin duda: ¡Viva el partido! Otros, otra cosa…
—Por lo demás, la palabra partido engaña. Es difícil poner bajo la misma etiqueta conjuntos de personas unidas por la naturaleza de su voto, y los partidos cuyas gruesas raíces se aferran todas a los elementos profundos e irracionales del hombre… La edad de los partidos comienza, mi querido amigo…
A pesar de todo, pensaba Magnin, García me ha afirmado no hace mucho que la U. R. S. S. no podría intervenir. Es interesante lo que dice, pero no es un oráculo. El comandante le apretaba el brazo, que no había soltado en ningún momento:
—No exageremos nuestra victoria; esta batalla no es en modo alguno una batalla del Marne. Pero, con todo, es una victoria. Había aquí contra nosotros más desocupados que camisas negras, y es por eso por lo que yo mandé hacer, como usted sabe, propaganda con los altavoces. Pero, en fin, los cuadros eran fascistas. Podemos mirar este pueblecito levantando las cejas, mi querido amigo: es nuestro Valmy. Por primera vez, aquí, los dos verdaderos partidos se han encontrado.
Los oficiales salían del puesto golpeándose los hombros:
—¡Kilómetro 92!, —gritaba a todos.
—¿Ha pasado usted por Ibarra? —preguntó Magnin a García.
—Sí, pero durante el combate.
—En todos los rincones hay barreños de arroz. Parece que es arroz con leche; que los garibaldinos pedían desde hace mucho (detestan el aceite español) y que por fin han podido hacérselo. Entonces, ¿verdad?, el arroz de los barreños está recubierto de nieve. Los primeros muertos lo estaban también. Los han limpiado para enterrarlos; todas esas caras de muertos son caras dichosas, con una buena sonrisa en los labios, la sonrisa de la glotonería…
—Qué rara es la vida… —dijo García.
Magnin pensaba en los campesinos. Estaba lejos de tener con las ideas la familiaridad de García, pero la práctica de la aviación daba a su pensamiento una relatividad completamente física que reemplazaba a veces la profundidad. Los campesinos lo obsesionaban: el que le había enviado García, aquellos a los que pedía automóviles en los pueblos, aquellos de todo el descenso de las montañas, aquéllos que había visto combatir la víspera bajo sus órdenes.
—¿Y los campesinos? —preguntó solamente.
—Antes de venir, he tomado en Guadalajara un café con anís (siempre sin azúcar). El dueño de la taberna se hacía leer el diario por su nieta que, ella sí, sabe leer. O Franco, allí donde es vencedor, hará lo que hacemos nosotros, o entrará en una guerrilla sin fin. Cristo no ha triunfado sino a través de Constantino; Napoleón ha sido aplastado en Waterloo, pero ha sido imposible suprimir la constitución francesa. Una de las cosas que me confunde más es ver hasta qué punto, en toda guerra, cada cual toma a su enemigo, lo quiera o no…
El guía estaba detrás de García, que no lo había oído volver. Levantó el índice y entrecerró los ojos, con todo el rostro afinado por el misterio, a pesar de su nariz de borracho.
—El principal enemigo del hombre, señores, es el bosque. Es más fuerte que nosotros, más fuerte que la República, más fuerte que la revolución, más fuerte que la guerra… Si el hombre dejara de luchar, en menos de sesenta años el bosque cubriría Europa. Estaría aquí, en las calles, en las casas abiertas, las ramas entrarían por las ventanas, los pianos en las raíces, ¡eh, eh, señores! Así sería…
Algunos soldados que habían entrado en las casas despanzurradas, tocaban el piano con un dedo.
—¡Kilómetro 93! —gritó una voz desde una ventana.
Nuevos prisioneros atravesaban la plaza.
—¡Montón de puercos! —gritó el guía—. ¿No hubieran podido quedarse en sus casas?
Bajó los ojos, y observó que llevaban zapatos nuevos.
—¡Hasta se han llevado nuestros zapatos! ¡Qué nos han dejado de esencial! Hay algunos que no son malos tipos. ¡Cantad y adelante! —gritó, agitando los brazos, a los que pasaban junto a él. Uno de los prisioneros respondió con una frase que el guía no entendió.
—¿Qué ha dicho?
—Los desgraciados no cantan —tradujo García.
—¡Canta tu dolor, idiota! —respondió el guía en español.
Los prisioneros se alejaban; él los seguía con la mirada:
—¡No tiene importancia, hombre! ¡No tiene importancia!
A lo lejos, en el batallón Garibaldi, tocaba un acordeón.
—¡Así, no tiene importancia!… En Guadalajara, soy guardián de un jardín. Vienen los lagartos… Cuando estaba en la India, con el circo, aprendí un canto hindú; lo silbo, y los lagartos me suben por la cara. Me basta con cerrar los ojos. Y saber el canto. ¿Y entonces qué? La guerra, la guerra, los prisioneros, los muertos… Y cuando todo haya terminado, me recostaré como de costumbre en el banco, silbaré, y vendrán los lagartos a subirme por la cara…
—Me gustaría ver todo eso, más tarde —dijo Magnin retorciéndose el bigote.
El guía lo miró, alzó el índice de nuevo:
—Nadie, señor, nadie.
Y señalando con el índice la puerta de donde lo habían llamado:
—Ni siquiera mi segunda mujer.
—¡Kilómetro 94!, —gritaron nuevamente.
6
Como la orden de requisa de los camiones italianos había llegado ya del Cuartel General, Manuel había dejado a Jiménez. Volvía a pie hacia el acuartelamiento de su brigada, con el perro lobo, grave, a su lado. Gartner había ido a entregar los camiones encontrados en los pueblos.
Los soldados vagaban por Brihuega, extrañamente desocupados, con las manos vacías. La gran calle con casas rosadas y amarillas, con severas iglesias y grandes conventos, estaba tan llena de escombros, tantas casas despanzurradas habían vaciado en ella sus muebles que, cuando la guerra se detenía, daba una impresión irreal y absurda, como esos soldados sin fusil que la recorrían con aspecto de obreros en paro.
Otras calles, por lo contrario, parecían intactas. García había contado a Manuel que en Jaipur, en la India, todas las fachadas están pintadas de colorines, y que cada casa de barro tiene por delante su decoración rosada, como una máscara. En muchas calles, Brihuega no era una ciudad de barro, sino una ciudad de muerte, detrás de todas esas fachadas de siesta y de vacaciones, con sus ventanas a medio abrir bajo el cielo desolado.
Manuel no escuchaba sino el ruido de las fuentes. Había comenzado el deshielo; el agua bajaba de los tejados, después se dispersaba en todos los arroyos sobre esos adoquines puntiagudos de la vieja España, o caía, con el ruido de los pequeños torrentes de montaña, entre los retratos tirados a la calle, los fragmentos de muebles, las cacerolas y los escombros. Ningún animal había quedado; pero en esa soledad llena de ruidos de agua, los milicianos que, aquí y allá, pasaban en silencio de una calle a otra, se deslizaban como gatos. Y a medida que Manuel se acercaba al centro, otro ruido se mezclaba al del agua, cristalino como él, acordado a él como un acompañamiento: las notas de un piano. En una casa muy próxima cuya fachada se había desmoronado sobre la calle, con todos los cuartos a cielo abierto, un miliciano tocaba una romanza con un dedo. Manuel escuchaba atentamente: por encima del ruido de la calle, oía tres pianos. En cada cual tocaban con un dedo. Nada de Internacional: cada dedo tocaba una romanza, lentamente como si solamente hubiera tocado para la tristeza infinita de las pendientes sembradas de camiones derribados que subían de Brihuega hacia el cielo macilento.
Manuel le había dicho a Gartner que estaba apartado de la música, y ahora advertía que lo que más deseaba, en ese momento en que se hallaba solo en esa calle de una ciudad conquistada, era oír música. Pero no tenía ganas de tocar; y quería estar solo. Había dos fonógrafos en el comedor de su brigada. No había conservado los discos traídos al principio de la guerra, pero había muchos en el cofre del gran fonógrafo: Gartner era alemán.
Encontró las sinfonías de Beethoven, y los Adioses. No le gustaba sino medianamente Beethoven, pero poco importaba. Llevó a su cuarto el pequeño fonógrafo y lo puso en marcha.
Como la música suprimía la voluntad en él, daba al pasado toda su fuerza. Se acordó del ademán con que había tendido su revólver en Alba. Quizá como le decía Jiménez, había encontrado su vida. Había nacido en la guerra, había nacido en la responsabilidad de la muerte. Como el sonámbulo que de pronto se despierta en el borde de un tejado, esas notas descendentes y graves le infundieron en el espíritu la conciencia de su terrible equilibrio —del equilibrio que sólo se pierde para caer en la sangre—. Se acordó de un mendigo ciego que había encontrado en Madrid, la noche de Carabanchel. Manuel y el jefe de policía andaban en auto; los faros del auto habían iluminado de pronto las manos que el ciego tendía delante de sí, agrandadas por su proyección hasta la inmensidad a causa de la pendiente de la Gran Vía, deformadas por los adoquines, destrozadas por las aceras, aplastadas por los pocos autos de guerra que circulaban todavía, largas como las manos del destino.
—¡Kilómetro 95! ¡Kilómetro 95!, —gritaron voces dispersas por la ciudad, todas con el mismo timbre.
Sentía la vida en torno a sí, henchida de presagios, como si detrás de esas nubes bajas que el cañón ya no sacudía, lo hubieran esperado en silencio algunos destinos ciegos. El perro lobo escuchaba, echado como aquellos de los bajorrelieves. Un día habría paz. Y Manuel llegaría a ser otro hombre, un hombre que él mismo desconocía, como el combatiente de hoy habría sido un desconocido para aquel que había comprado un pequeño coche para ir a la Sierra a esquiar.
Y lo mismo sin duda habría de ocurrirles a todos esos hombres que pasaban por la calle, a los que tocaban con un dedo en los pianos a cielo abierto sus pertinaces romanzas, que habían combatido ayer bajo los pesados capuchones puntiagudos. Manuel se conocía reflexionando sobre sí mismo. Hoy, cuando un azar lo arrancaba de la acción para echarle su pasado a la cara. Y, como él y como cada uno de esos hombres, la España exangüe tomaba por fin conciencia de sí misma —semejante a aquel que de pronto se interroga a la hora de morir. Sólo se descubre una vez la guerra, pero se descubre muchas veces la vida. Esos movimientos musicales que se sucedían, rodando por su pasado, hablaban como hubiese podido hablar esa ciudad que en otro tiempo había detenido a los moros, y ese cielo y esos campos eternos; Manuel oía por primera vez la voz de aquello que es más grave que la sangre de los hombres, más inquietante que su presencia en la tierra: la posibilidad infinita de su destino; y sentía en él esa presencia mezclada con el ruido de los arroyos y el paso de los prisioneros, permanente y profunda como el latido de su corazón.
Stephen Greenblatt - EL TIRANO -- Shakespeare y la política
UNO
ÁNGULOS OBLICUOS
Desde los primeros años de la década de 1590, al comienzo de su carrera y hasta el fin de esta, Shakespeare abordó una y otra vez una cuestión profundamente inquietante: ¿cómo es posible que todo un país caiga en manos de un tirano?
«Un rey gobierna a súbditos que aceptan voluntariamente su autoridad —escribía el influyente humanista escocés del siglo XVI George Buchanan—. Un tirano, en cambio, gobierna sobre súbditos que no la aceptan». Las instituciones de una sociedad libre tienen por objeto protegerse de los que gobiernen, como dice Buchanan, «no para su país, sino para sí mismos, teniendo en cuenta no ya el interés público, sino su propio placer»[1]. ¿En qué circunstancias —se preguntaba Shakespeare— revelan de repente su fragilidad esas instituciones tan preciadas, aparentemente bien arraigadas e inquebrantables? ¿Por qué una gran cantidad de individuos aceptan ser engañados a sabiendas? ¿Por qué suben al trono personajes como Ricardo III o Macbeth?
Semejante desastre, insinuaba Shakespeare, no podía producirse si no contaba con una complicidad generalizada. Sus obras ponen de manifiesto los mecanismos psicológicos que llevan a una nación a abandonar sus ideales e incluso sus propios intereses. ¿Por qué —se preguntaba el escritor— iba alguien a dejarse arrastrar hacia un líder que a todas luces no está capacitado para gobernar, hacia alguien peligrosamente impulsivo o brutalmente manipulador o indiferente a la verdad? Por qué, en algunas circunstancias, las pruebas de mendacidad, chabacanería o crueldad no sirven como un inconveniente definitivo, sino que se convierten en un atractivo para encandilar a unos seguidores ardientes? ¿Por qué unas personas, que por lo demás sienten orgullo y respeto de sí mismas, se someten a la mera desfachatez de un tirano, a su convicción de que puede decir y hacer lo que le parezca, a su indecencia más escandalosa?
Shakespeare describió repetidamente los trágicos costes de ese sometimiento —la corrupción moral, el despilfarro masivo del tesoro, la pérdida de vidas— y las medidas desesperadas, dolorosas y heroicas que son necesarias para devolver a una nación deteriorada una mínima porción de cordura. ¿Existe —se pregunta en sus obras— algún modo de detener la caída hacia un gobierno sin leyes y arbitrario antes de que sea demasiado tarde? ¿Algún medio eficaz de impedir la catástrofe civil que invariablemente provoca la tiranía?
El dramaturgo no acusaba a la mujer que gobernaba en aquellos momentos Inglaterra, Isabel I, de ser una tirana. Independientemente de lo que pensara Shakespeare en privado, habría resultado suicida sugerir en el escenario una idea semejante. Desde 1534, durante el reinado de Enrique VIII, padre de la soberana, los preceptos jurídicos catalogaban como traición calificar al monarca de tirano[2]. La pena prevista para ese delito era la muerte.
En la Inglaterra de Shakespeare no había libertad de expresión, ni en el escenario ni en ninguna otra parte. En 1597, la representación de una obra supuestamente sediciosa llamada La isla de los perros dio lugar a la detención y al encarcelamiento de su autor, Ben Jonson, así como a la promulgación de una orden gubernamental —que por fortuna no llegó a ponerse en vigor— que preveía la demolición de todos los corrales de comedias de Londres[3]. Los delatores acudían al teatro con el afán de pedir una recompensa por denunciar ante las autoridades cualquier cosa que pudiera ser interpretada como subversiva. Los intentos de exponer una reflexión crítica sobre los acontecimientos de la época o sobre los personajes más destacados del momento resultaban particularmente arriesgados.
Como en los regímenes totalitarios contemporáneos, la gente desarrollaba maneras para hablar en código, haciendo alusiones más o menos veladas a aquello que más la preocupaba. Pero no era solo la cautela lo que motivaba la inclinación de Shakespeare por el desplazamiento y el lenguaje figurado. Parece que se dio cuenta de que pensaba con más claridad sobre los asuntos que preocupaban al mundo en el que vivía cuando los abordaba no ya directamente, sino desde un ángulo oblicuo. Sus obras dramáticas sugieren que la mejor manera que tenía de reconocer la verdad —de poseerla plenamente y no morir por ella— era a través del artificio de la ficción o por medio de la distancia histórica. De ahí la fascinación que sentía por el legendario caudillo romano Gayo Marcio Coriolano o por otro caudillo también romano, pero esta vez histórico, Julio César; de ahí el atractivo de personajes de las crónicas inglesas y escocesas tales como el duque de York, Jack Cade, el rey Lear y, sobre todo, la quintaesencia de los tiranos, Ricardo III y Macbeth. Y de ahí también el encanto de ciertos personajes completamente imaginarios: Saturnino, el emperador sádico de Tito Andrónico; Ángelo, el delegado corrupto de Medida por medida, o el paranoico rey Leontes de El cuento de invierno.
El éxito popular de Shakespeare indica que muchos de sus contemporáneos pensaban lo mismo. Liberada de las circunstancias que la rodeaban y liberada también de los clichés repetidos hasta la saciedad acerca del patriotismo y la obediencia, su manera de escribir podía ser por fin despiadadamente honesta. El dramaturgo seguía formando por completo parte del lugar y de la época en los que vivía, pero no era una mera hechura suya. Las cosas que habían quedado desesperadamente poco claras eran enfocadas con toda nitidez por él, que ya no tenía necesidad de guardar silencio sobre lo que percibía.
Shakespeare comprendió también algo que en nuestra época se pone de manifiesto cuando un gran acontecimiento —la caída de la Unión Soviética, el colapso del mercado inmobiliario o el resultado inesperado de unas elecciones— logra arrojar una luz deslumbrante sobre algún hecho desconcertante: incluso los que se encuentran en el centro de los círculos más exclusivos del poder a menudo no tienen ni la menor idea de lo que va a ocurrir. A pesar de tener las mesas de sus despachos atestadas de cálculos y estimaciones, a pesar de sus costosas redes de espías, de sus ejércitos de expertos bien remunerados, siguen estando casi completamente a oscuras de la realidad. Mientras que tú, observando desde algún margen externo, sueñas que, si pudieras acercarte lo suficiente a tal o cual personaje clave, tendrías acceso al verdadero estado de cosas y sabrías qué pasos tendrías que dar para protegerte a ti mismo o a tu país. Pero ese sueño es una ilusión.
En la introducción de uno de sus dramas históricos, Shakespeare presenta al personaje de Rumor, vestido con un traje «cubierto de lenguas pintadas», cuya tarea consiste en hacer circular habladurías: «Rumor es una flauta en la que soplan las sospechas, los recelos, las conjeturas» (2 Enrique IV, Introducción, 16 [4]). Sus efectos se ponen dolorosamente de manifiesto en los signos mal interpretados de forma desastrosa, en los falsos consuelos, en las falsas alarmas, en los bandazos repentinos que llevan de las esperanzas “ más absurdas a la desesperación suicida. Y los personajes que más se engañan no son los integrantes de la gran multitud, sino, por el contrario, los poderosos y los privilegiados.
A Shakespeare, pues, le resultaba más fácil pensar con claridad cuando el ruido de esas lenguas balbucientes era acallado, y también le resultaba más fácil decir la verdad si se situaba a una distancia estratégica del momento presente. El ángulo oblicuo le permitía levantar la tapa de los falsos supuestos, de las creencias inveteradas y de los sueños erróneos de piedad, y contemplar impávido lo que se ocultaba tras ella. De ahí su interés por el mundo de la Antigüedad clásica, en el que no tenían cabida la fe cristiana ni la retórica monárquica; de ahí su fascinación por la Gran Bretaña precristiana de El rey Lear o de Cimbelino; de ahí el atractivo que para él tenía la violenta Escocia del siglo XI de Macbeth. E incluso cuando se situaba más cerca de su propio mundo, en la notable serie de dramas históricos que van desde el reinado de Ricardo II en el siglo XIV hasta la caída de Ricardo III, Shakespeare mantendría cuidadosamente al menos un siglo entero de distancia entre él y los acontecimientos que describía.”
En la época en la que nuestro autor escribió sus obras, Isabel I llevaba reinando más de treinta años. Aunque de vez en cuando fuera arisca, difícil e imperiosa, en general era indudable el respeto fundamental que tenía por el carácter sacrosanto de las instituciones políticas del reino. Incluso aquellos que defendían una política exterior más agresiva o clamaban por la implantación de medidas contra la subversión dentro del país más enérgicas que las que la soberana estaba dispuesta a autorizar reconocían habitualmente la prudente idea que tenía Isabel de los límites de su poder. Es harto improbable que Shakespeare la considerara una tirana, ni siquiera en sus pensamientos más íntimos. Pero, al igual que el resto de sus compatriotas, el escritor tenía muchos motivos para preocuparse por el futuro que los aguardaba. En 1593, la reina celebró su sexagésimo cumpleaños. Soltera y sin hijos, se negaba obstinadamente a nombrar un sucesor. ¿Pensaba acaso que iba a vivir para siempre?
Para los que tenían cierta imaginación, había más cosas por las que preocuparse aparte del sigiloso embate del tiempo. La mayoría de la población temía que el reino estuviera enfrentándose a un enemigo implacable, a una despiadada conspiración interna “cional cuyos cabecillas adiestraban y luego enviaban al país a agentes secretos fanáticos con la pretensión de sembrar el terror en él. Esos agentes creían que matar a los individuos calificados de infieles no era pecado; antes bien, las acciones que pudieran llevar a cabo eran obra de Dios. En Francia, en los Países Bajos y en muchos otros lugares ya habían sido responsables de asesinatos, de actos de violencia callejera y de auténticas matanzas. Su objetivo inmediato en Inglaterra era matar a la reina, coronar en su lugar a algún simpatizante suyo y someter al país a su torticera concepción de la piedad. Su objetivo general era la dominación del mundo.
No resultaba fácil identificar a los terroristas, pues la mayoría de ellos eran naturales del país. Tras haber sido radicalizados, embaucados y atraídos a campos de adiestramiento en el extranjero, y luego introducidos de nuevo subrepticiamente en Inglaterra, se confundían fácilmente con la masa de súbditos leales, corrientes y molientes. Esos súbditos eran, como es natural, reacios a volverse contra los suyos, incluso aunque fueran sospechosos de abrigar opiniones peligrosas. Los extremistas formaban células, celebraban culto juntos en secreto, se intercambiaban mensajes cifrados e intentaban reclutar a “posibles adeptos principalmente entre la numerosa población de jóvenes desafectos e inestables, propensos a albergar sueños de violencia y de martirio. Algunos de ellos mantenían clandestinamente contactos con los representantes de los gobiernos extranjeros, que hacían oscuras insinuaciones acerca de armadas invasoras y de apoyos a sublevaciones violentas.
Los servicios de espionaje de Inglaterra estaban sumamente alerta ante el peligro: infiltraban agentes en los campos de adiestramiento, abrían sistemáticamente la correspondencia, escuchaban las conversaciones que se mantenían en las tabernas y en los mesones y mantenían una escrupulosa vigilancia de los puertos y de los pasos fronterizos. Pero el peligro resultaba muy difícil de erradicar, incluso cuando las autoridades lograban echar el guante a alguno de los supuestos terroristas o incluso a varios y los interrogaban bajo juramento. Al fin y al cabo, eran fanáticos que tenían permiso de sus líderes religiosos para engañar y que habían sido instruidos en el uso del llamado «equívoco», un método de despistar al enemigo sin tener técnicamente que mentir.
Si los sospechosos eran interrogados bajo tortura, como habitualmente sucedía, a menudo seguía resultando muy difícil hacerlos hablar. Según un informe enviado al principal responsable de los servicios de espionaje de la reina, el extremista que asesinó al príncipe neerlandés Guillermo de Orange en 1584 —el primer individuo que asesinó a un jefe de Estado pistola en mano— permaneció obstinadamente firme en su mutismo:
Esa misma tarde fue apaleado con sogas y su carne fue lacerada con garfios, tras lo cual lo metieron en un recipiente lleno de sal y agua y empaparon su garganta con vinagre y aguardiente, y a pesar de “soportar esos tormentos, no mostró el menor signo de debilidad o de arrepentimiento, sino que, por el contrario, dijo que había llevado a cabo un acto admisible a ojos de Dios [5].
«Un acto admisible a ojos de Dios»: a aquellos individuos les habían lavado el cerebro a fin de que creyeran que sus actos de traición y violencia serían recompensados en el cielo.
La amenaza en cuestión, según los protestantes más ardientes de la Inglaterra de finales del siglo XVI, era la que representaba la fe “católica romana. Para mayor disgusto de los principales consejeros de la reina, la propia Isabel era reacia a llamar a la amenaza por su nombre y a tomar las medidas que ellos consideraban necesarias. La soberana no deseaba provocar una guerra costosa y sangrienta con los poderosos Estados católicos ni ensuciar la reputación de toda una religión con los crímenes de unos cuantos fanáticos. Como no estaba dispuesta, en palabras del principal responsable de sus servicios de espionaje, Francis Walsingham, a «abrir ventanas en los corazones y los pensamientos secretos de los hombres» [6], durante muchos años Isabel permitió que sus súbditos mantuvieran su apego a la fe católica en la clandestinidad, siempre y cuando exteriormente se ajustaran a las exigencias de la religión oficial del Estado. Y, pese a los vehementes requerimientos que recibía, se negó una y otra vez a ratificar la ejecución de su prima, la católica María Estuardo, reina de Escocia.
Tras ser desterrada de Escocia, María fue mantenida, sin que se presentaran cargos contra ella y sin que se la juzgara, en una especie de prisión preventiva en el norte de Inglaterra. Como poseía sólidos derechos hereditarios al trono de Inglaterra —a juicio de algunos, más sólidos que los de la propia Isabel—, constituía un foco evidente de las maquinaciones de las potencias católicas de Europa y de las calenturientas ilusiones y las peligrosas conspiraciones de los extremistas católicos de Inglaterra. María fue, además, lo bastante temeraria como para alentar los siniestros planes tramados en su nombre.
El cerebro que se ocultaba detrás de esos planes, según creían muchos, era ni más ni menos que el papa de Roma; la principal fuerza con la que contaba el pontífice estaba formada por los jesuitas, que juraban obedecerlo “en todo, y las legiones ocultas que tenía en Inglaterra eran los miles de «papistas de iglesia» que asistían rigurosamente a los servicios eclesiásticos anglicanos, pero que en sus corazones guardaban lealtad a la fe católica. Cuando William Shakespeare alcanzó la mayoría de edad, circulaban por todas partes rumores acerca de los jesuitas —que tenían prohibida oficialmente la entrada en el país, so pena de muerte— y de las amenazas que planteaban. Puede que su verdadero número fuera muy escaso, pero el temor y los odios que suscitaban (así como la admiración de que eran objeto en ciertos ambientes) eran considerables.
Resulta imposible determinar con certeza dónde se situaban íntimamente las simpatías de Shakespeare. Pero no cabe la posibilidad de que fuera neutral o indiferente. Su padre y su madre habían nacido en un mundo católico y para ellos, como para la mayoría de sus contemporáneos, los lazos que mantenían con ese mundo sobrevivieron a la Reforma protestante. Había muchos motivos para mantener una actitud de cautela y circunspección, y no solo debido a los duros castigos impuestos por las autoridades protestantes. La amenaza que se atribuía en Inglaterra al catolicismo militante no era ni mucho menos del todo imaginaria. En 1570, el papa Pío V publicó una bula que excomulgaba a Isabel I por hereje y «sierva de toda clase de atrocidades». Los súbditos de la reina quedaban libres de cualquier obligación que pudieran haber contraído al jurarle fidelidad; de hecho, se los instaba solemnemente a desobedecerla. Una década más tarde, el papa Gregorio XIII daba a entender que matar a la reina de Inglaterra no sería pecado mortal. Antes bien, como afirmaba el secretario de Estado pontificio en nombre de su señor, «no cabe duda de que quien la eche de este mundo con la piadosa intención de prestar servicio a Dios no solo no comete pecado, sino que obtiene mérito» [7].
Semejante declaración era una incitación al asesinato. Aunque la mayoría de los católicos de Inglaterra no querían tener nada que ver con la adopción de medidas tan violentas, a algunos se les pasó por la cabeza la idea de intentar liberar al país de su herética soberana. En 1583, la red de espías del Gobierno descubrió una conspiración para perpetrar el asesinato de la reina, tramada en connivencia con el embajador de España. Durante los años sucesivos hubo rumores parecidos acerca de ciertos peligros que habían logrado evitarse por muy poco: se interceptaron cartas, se incautaron armas y fueron capturados algunos sacerdotes católicos. Alertados por los vecinos más suspicaces, los agentes de la autoridad irrumpían en las casas de las zonas rurales que resultaban sospechosas, en las que destrozaban los armarios, golpeaban las paredes con la esperanza de oír algún sonido a hueco que resultara revelador y levantaban las tablas del pavimento en busca de las llamadas ratoneras de curas. Pero Isabel seguía sin hacer nada para eliminar la amenaza planteada por María Estuardo. «Dios quiera que su majestad abra los ojos —rogaba Walsingham—, y se dé cuenta del peligro» [8].
El círculo más íntimo de la soberana dio el paso sumamente irregular de elaborar un «Compromiso de asociación», cuyos signatarios se comprometían a vengarse no solo de cualquiera que atentara contra la vida de la soberana, sino también de cualquier potencial pretendiente al trono —María era el objetivo más evidente de la medida— en interés del cual se llevara a cabo semejante intento, tanto si tenía éxito como si no. En 1586, los espías de Walsingham se enteraron de otra conjura, en la que se hallaba implicado un acaudalado ” caballero católico de veinticuatro años llamado Anthony Babington, que, junto con un grupo de amigos de ideas afines, se había convencido de que era moralmente admisible matar a la «tirana». Utilizando a algunos agentes dobles que lograron infiltrarse en el grupo y descifrar sus códigos secretos, las autoridades permanecieron a la espera mientras observaban cómo poco a poco iba desarrollándose la conspiración. De hecho, cuando Babington empezó a sentir inquietud, uno de los agentes provocadores de Walsingham lo instó a seguir adelante. La estrategia obtuvo los dividendos que los protestantes más intransigentes tanto habían esperado conseguir: la red no solo se abatió sobre catorce conspiradores que fueron debidamente condenados por alta traición y luego ahorcados, y cuyos cadáveres fueron arrastrados y descuartizados, sino que, además, fue capturada en ella la propia María Estuardo, que, en su indolencia, había intrigado con los conjurados.
Como la muerte de Osama bin Laden en 2011, la decapitación de María el 8 de febrero de 1587 no puso fin a la amenaza de terrorismo en Inglaterra, ni tampoco acabó con ella la derrota de la Armada Invencible enviada por los españoles un año más tarde. Si acaso, los ánimos del país se ensombrecieron todavía más. Parecía inminente una nueva invasión extranjera. Los espías del Gobierno siguieron trabajando, los curas católicos siguieron arriesgándose a entrar en Inglaterra y a apacentar a su grey, cada vez más desesperada y acorralada; los rumores que corrían eran terribles. En 1591 un jornalero fue condenado a la picota por haber dicho: «Nunca tendremos un mundo feliz mientras viva la reina»; otro recibió un castigo similar por afirmar que «no es un buen gobierno el que tenemos […] y si muere la reina, habrá un cambio y todos los que siguen esta religión que se usa ahora serán echados»[9]. En 1592, durante el juicio por alta traición de sir John Perrot, se presentó como un cargo gravísimo contra él el hecho de haber calificado a la reina de ser una «vil bastarda, una fregona de mierda». En la Cámara Estrellada, el lord “guardián del Sello se lamentó de todos los «dicterios malsonantes [y] falsos que se sueltan abiertamente, [de los] libelos mentirosos y traicioneros» que circulaban por Londres [10].
Aunque pudiera hacerse caso omiso de las habladurías, por mucho que rayaran en traición, seguía en pie la preocupación por el asunto de la sucesión. La peluca rojiza fluorescente de la reina y sus extravagantes vestidos cuajados de piedras preciosas no podían ocultar el paso de los años. Isabel tenía artritis, perdía el apetito y empezó a utilizar un bastón para mantenerse en pie cuando tenía que subir una escalera. Como decía delicadamente un miembro de su corte, sir Walter Ralegh, era «una dama a la que tiempo ha sorprendido». Pero ella no estaba dispuesta a nombrar sucesor.
La Inglaterra de finales del período isabelino sabía en el fondo de su corazón que todo aquel orden de cosas era enormemente frágil. La ansiedad no afectaba ni mucho menos únicamente a una pequeña élite protestante, celosa de preservar su predominio. Los católicos, acorralados, habían sostenido durante años que la reina se hallaba rodeada de políticos maquiavélicos, que cada uno de ellos intentaba maniobrar constantemente para favorecer los intereses de su propia facción y suscitaba temores paranoicos de conspiraciones por parte de los católicos, pues esperaba que llegara el momento crítico en el que alguno lograra al fin hacerse con un poder tiránico. Los puritanos descontentos abrigaban una serie de temores parecidos centrados en un reparto de personajes análogo. Todo el que sintiera preocupación por la situación religiosa del país, por la distribución de la riqueza, por sus relaciones exteriores, por la posibilidad del estallido de una guerra civil, es decir, prácticamente todo el que en la década de 1590 tuviera una mínima capacidad de juicio se vería obligado a pensar en el estado de salud de la soberana y a hablar de las rivalidades de los favoritos y de los consejeros de la corte, de las amenazas de invasión de los españoles, de la presencia clandestina de los jesuitas, de la agitación de los puritanos (por aquel entonces llamados «brownistas») y de otros motivos de alarma.
A decir verdad, todas esas habladurías se llevarían a cabo casi siempre en voz baja, pero continuarían sin parar, de forma obsesiva, y se darían vueltas incesantemente a los mismos temas, como sucede siempre con las discusiones de carácter político. Shakespeare representa una y otra vez a personajes secundarios —los jardineros de Ricardo II, los londinenses anónimos de Ricardo III, los soldados congregados antes de la batalla de Enrique V, los plebeyos hambrientos de Coriolano, los subalternos cínicos de Antonio y Cleopatra, etcétera, etcétera— que participan de los rumores y debaten asuntos de Estado. Esas reflexiones que hacían los inferiores sobre sus superiores solían sacar de quicio a la élite: «¡Vamos, volved a vuestros hogares, miserables fragmentos!» (Coriolano 1.1.214), suelta en tono desabrido un aristócrata a un grupo de plebeyos que protestan. Pero esos miserables fragmentos no podían ser obligados a guardar silencio.
Ninguna de las inquietudes, grandes o pequeñas, por la seguridad nacional de Inglaterra podía ser reflejada directamente en el escenario. Las numerosas compañías teatrales “de Londres buscaban febrilmente argumentos interesantes, y a todas les habría encantado atraer al público con historias equivalentes a las de la serie televisiva Homeland. Pero el teatro isabelino estaba sometido a la censura y, aunque de vez en cuando el censor pudiera mostrar cierta laxitud, nunca habría dejado que se representaran tramas que narraran cualquier amenaza contra el régimen de la reina, ni mucho menos habría permitido que se personificara públicamente a figuras como María, reina de Escocia, Anthony Babington o la propia Isabel I. [11]
La censura genera irremisiblemente técnicas de evasión. Como la esposa de Midas, las personas sienten la necesidad de hablar, aunque solo sea con el viento y los juncos, de lo que más inquietud les provoca. Las compañías teatrales, víctimas de una feroz rivalidad, encontraban un fortísimo incentivo económico en abordar esa necesidad. Descubrieron que era posible hacerlo si desplazaban la escena a lugares lejanos o representaban acontecimientos del pasado remoto. En raras ocasiones, el censor encontraba que las analogías eran demasiado evidentes o exigía pruebas de que los acontecimientos históricos eran representados correctamente, pero la mayor parte de las veces hacía la vista gorda y aceptaba el subterfugio. Quizá las propias autoridades se dieran cuenta de que era necesaria una mínima válvula de escape.
Shakespeare fue el mayor maestro del desplazamiento y de la utilización estratégica de métodos indirectos. Nunca escribió lo que se llamaba «comedias ciudadanas» [city comedies], obras que se desarrollaban en ambientes ingleses de la época y, salvo rarísimas excepciones, guardó una distancia prudencial respecto de los acontecimientos de su tiempo. Lo atraían los argumentos que se desarrollaban en lugares como Éfeso, Iliria, Tiro, Sici“ia, Bohemia, o en alguna isla anónima y misteriosa de un mar remoto. Cuando abordaba acontecimientos históricos peligrosos —crisis sucesorias, elecciones corruptas, asesinatos, la ascensión al poder de algún tirano—, tales sucesos tenían lugar en la Grecia o la Roma antiguas o en la Gran Bretaña prehistórica o en la Inglaterra de sus tatarabuelos o incluso anterior. Se sentía libre para modificar y remodelar los materiales que extraía de las crónicas con el fin de elaborar unas tramas más apasionantes y directas, pero trabajaba en todo momento con fuentes identificables, que, si así lo exigían las autoridades, pudiera citar en su defensa. No tenía la menor intención, como es comprensible, de pasar una temporada en la cárcel ni de que le partieran la cara.
Hubo solo una notable excepción en la estrategia evasiva que cultivó durante toda su vida. Enrique V, que Shakespeare escribió en 1599, describe el espectacular triunfo militar, cosechado casi dos siglos antes, de un ejército inglés que invadió Francia. Casi al final de la obra, el coro invita al público a imaginar la gloriosa recepción dispensada al rey victorioso cuando regresó a su capital: «Ahora, en la forja activa y taller de vuestro pensamiento, mirad “cómo Londres vierte sus olas de ciudadanos» (5.0.22-24). Y luego, a continuación de esta imagen de festejo popular celebrado en el pasado del país, el coro evoca una escena comparable a la que espera asistir en un futuro próximo:
Así, para escoger un ejemplo menos alto, pero que nos toca al corazón, sería recibido hoy (y día puede llegar en que lo sea) el general de nuestra graciosa soberana de regreso de Irlanda, trayendo ensartada en su espada la rebelión. ¡Cuántos hombres abandonarán su apacible pueblo por ofrendarle la bienvenida!
(5.0.30-34)
El «general» en cuestión era el favorito de la reina, el conde de Essex, que en aquellos momentos capitaneaba las tropas inglesas contra los insurgentes irlandeses acaudillados por Hugo O’Neill, conde de Tyrone.
No está claro por qué Shakespeare decidió hacer alusión directamente a un suceso de su época… y del que, además, solo cabía esperar que pudiera «llegar un día»[12]. Quizá le pidiera al escritor que así lo hiciera su mecenas, el acaudalado conde de Southampton, al que Shakespeare había dedicado sus poemas Venus y Adonis y La violación de Lucrecia. Íntimo amigo y aliado político de Essex, Southampton sabía que su amigo, vanidoso y cargado de deudas, anhelaba ansiosamente el aplauso del público, y el teatro era el lugar ideal para llegar a las masas. En consecuencia, quizá insinuara al escritor que un pronóstico patriótico del inminente triunfo del general sería muy bien acogido. A Shakespeare le habría resultado muy difícil negarse a hacer lo que se le pedía.”
“Lo cierto es que, poco después del estreno de Enrique V, el obstinado Essex regresó efectivamente a Londres, pero no con la cabeza de Hugo O’Neill ensartada en su espada. Obligado a enfrentarse con el lamentable fracaso de su campaña militar, Essex no tuvo más remedio que abandonar Irlanda lleno de irritación, aunque desobedecía las órdenes explícitas de la reina, que lo conminaban a permanecer en la isla. Él, sin embargo, decidió regresar a Inglaterra.
Lo que vino a continuación fue una serie de acontecimientos que de inmediato dieron lugar a una crisis en el corazón mismo del régimen. El regreso precipitado e inoportuno de Essex —todavía sucio de barro, se presentó ante la reina, se arrojó a sus pies y se deshizo violentamente en denuestos contra los que lo odiaban— brindó a los principales enemigos que tenía en la corte —el principal ministro de la soberana, Robert Cecil, y el favorito de esta, Walter Ralegh— la oportunidad que tanto habían ansiado. Superado tácticamente y cada vez más nervioso, el conde vio cómo se le escapaba entre los dedos el favor de la reina. Essex, al que siempre había resultado muy difícil controlarse, cometió un error fatal, a saber “, a saber, afirmar, llevado por la cólera, que la soberana había «envejecido y estaba caquéctica» y que mentalmente «era tan retorcida como su figura» [13].
La cultura áulica genera irremediablemente facciones de una rivalidad feroz, e Isabel I se había dedicado durante años a enfrentar brillantemente unas con otras. Pero a medida que la soberana iba debilitándose, las viejas enemistades fueron intensificándose y volviéndose más perversas. Cuando el Consejo Privado citó a Essex para que se presentara a una reunión sobre asuntos de Estado, el conde se negó a asistir a ella y declaró que, de hacerlo, habría sido asesinado por orden de Ralegh. La maraña de miedo y de odio en la que se hallaba envuelto, unida a la engañosa seguridad que tenía de que la población de Londres se habría sublevado para apoyarlo, indujo en último término a Essex a escenificar una sublevación armada contra los consejeros de la reina y quizá contra la propia soberana. La sublevación fracasó estrepitosamente. Essex y sus principales aliados, incluido el conde de Southampton, fueron detenidos.
Ralegh instó a Cecil, encargado de presidir la comisión oficial de investigación, a que no dejara escapar la oportunidad de acabar con su odiado enemigo de una vez por todas: “si «cedéis ante ese tirano —decía en una carta—, os arrepentiréis cuando sea demasiado tarde» [14]. El término «tirano» es aquí algo más que un insulto casual. Si Essex recuperaba la preeminencia que ostentaba, daba a entender Ralegh, se encontraría en una posición, dada la avanzada edad de la soberana, que le permitiría gobernar el reino e, indudablemente, no se andaría con sutilezas legales. Estaría ansioso por deshacerse de sus rivales, y eso no habría significado que les pidiera amablemente que se retiraran. Habría hecho lo que hacen los tiranos.
Cuando Cecil terminó su investigación, Essex y Southampton fueron juzgados, hallados culpables de alta traición y condenados a muerte. La condena de Southampton fue conmutada por prisión a perpetuidad, pero con el que otrora fuera el favorito de la reina no habría piedad. Essex fue ejecutado el 25 de febrero de 1601. El Gobierno se encargó de que la abyecta confesión que supuestamente llevó a cabo cuando subió al cadalso —había planeado realizar una sublevación traicionera, dijo, y por eso ahora se veía «arrojado justamente fuera del reino»— fuera hecha pública debidamente después de su muerte.
Shakespeare había cometido la locura de meterse más o menos de lleno en esas luchas despiadadas. Parece que la insólita alusión al «general» contemporáneo hecha en Enrique V no provocó una respuesta oficial, pero habría podido conducir fácilmente a la catástrofe. Pues la tarde del sábado 7 de febrero de 1601, el día antes del intento de golpe de Estado, algunos de los principales partidarios de Essex, entre ellos su mayordomo, sir Gelly Meyrick, habían cruzado el Támesis en una barca para acudir al Globe Theatre. Pocos días antes, varios de los socios más allegados de Meyrick habían solicitado a la compañía estable del teatro, los Servidores del Lord Chambelán, que representara una obra anterior de Shakespeare, un drama acerca de «la destitución y muerte del rey Ricardo II». Los actores presentaron toda clase de objeciones; Ricardo II era una obra ya vieja, dijeron, y era harto improbable que atrajera a mucho público. Sus objeciones fueron vencidas cuando les ofrecieron cuarenta chelines más sobre la tarifa de diez libras que solían cobrar por la representación de una obra por encargo.
Pero ¿por qué tenían Gelly Meyrick y sus compañeros tantas ganas de que se representara Ricardo II? No se “trataba del impulso banal de un momento; en una coyuntura trascendental, en la que sabían que lo que estaba en juego era cuestión de vida o muerte, aquella iniciativa iba a costarles planificación, tiempo y dinero. No ha quedado constancia de lo que pensaban, pero cabe suponer que recordaban que la obra de Shakespeare contaba la caída de un soberano y de sus compinches. «He abusado del tiempo y ahora el tiempo abusa de mí» (5.5.49), lamenta el malhadado rey cuando sus consejeros rapaces («esas larvas de la cosa pública», como los llama el usurpador) han corrido la suerte que Essex esperaba que corrieran Cecil y Ralegh.
En Ricardo II no solo son los consejeros del rey los que son asesinados por el usurpador, sino el propio monarca. El usurpador Bolingbroke nunca afirma directamente que lo que pretende es derrocar al soberano reinante, y menos aún asesinarlo. Como Essex, al mismo tiempo que se deshace en denuestos contra la corrupción del círculo íntimo del monarca, se recrea hablando sobre todo de la injusticia que se le ha hecho a él personalmente. Pero, tras intentar obtener la abdicación y el encarcelamiento de Ricardo, y tras conseguir ser coronado rey con el nombre de Enrique IV, pasa con una vaguedad taimada —la vaguedad que confiere lo que los políticos llaman el «carácter discutible» de una cosa— a dar el paso definitivo y esencial. Como corresponde, Shakespeare no reproduce ese paso directamente. Por el contrario, muestra simplemente a un personaje que medita lo que ha oído decir al rey:
EXTON: ¿No has notado las palabras que ha pronunciado el rey?
«¿No tendré un amigo que pueda librarme de este viviente miedo?». ¿No fue así?
CRIADO: Esas fueron sus mismas palabras.
EXTON: «¿No tendré un amigo?», dijo; lo repitió dos veces, e insistió dos veces luego, ¿no?
CRIADO: Sí.
“EXTON: Y, al decirlo, me miraba de una manera interrogativa, como si hubiera querido significar: «Quisiera que fueses tú el hombre que me librase de este terror de mi corazón», sobreentendiendo el rey, que está en Pomfret. Ven, partamos; soy amigo del rey, y lo desembarazaré de su enemigo.
(5.4.1-11)
Y ahí termina la escena. Se acaba en un momento, pero basta para evocar lo que es todo un ethos de poder en acción. No se incoa ningún procedimiento legal formal contra el rey depuesto. Por el contrario, todo lo que hace falta es un gesto elocuente, repetido cuidadosamente, unido a ciertas miradas dirigidas con toda intención («de una manera interrogativa») a alguien que con toda probabilidad sabrá captar el significado de ese gesto.
En un régimen nuevo siempre hay personas capaces de hacer lo que sea para obtener el favor del gobernante. Exton, tal como lo retrata Shakespeare, es un don nadie; esta es “la primera vez que lo vemos o que oímos hablar de él. Emprenderá la tarea de convertirse en «el amigo del rey». «Partamos» (5.4.10), dice a sus secuaces, y Ricardo será asesinado de inmediato. Como cabría esperar, cuando Exton se presenta ansiosamente a cobrar su recompensa —«Gran rey, dentro de este féretro te presento tu temor enterrado» (5.6.30-31)—, el soberano lo rechaza: «Aunque lo desease muerto, odio al asesino y amo al asesinado» (sc. «me encanta que lo haya asesinado», 5.6.39-40). «Me encanta que lo haya asesinado»: con esta ironía deliciosamente amarga la obra llega a su fin.
Gelly Meyrick y los demás conspiradores no tuvieron necesidad de consultar la obra de Shakespeare, por supuesto, ni hacer de ella el borrador de sus propios actos. Tuvieron que darse cuenta de que las circunstancias descritas por el dramaturgo no coincidían exactamente con las suyas; en cualquier caso, no habrían querido dar ninguna pista. Y, para el lector moderno, la exploración de la patética vida interior del monarca caído que lleva a cabo la tragedia parece muy lejos de ser una obra de propaganda destinada a incitar a la multitud a levantarse en rebelión.
Pero la clave debemos buscarla en la multitud. Las representaciones por encargo eran llevadas a cabo la mayor parte de las veces en locales privados, ante un público selecto, pero los Servidores del Lord Chambelán fueron pagados para resucitar Ricardo II e interpretar la obra en el gran teatro público al aire libre, ante unos espectadores que mayoritariamente pagaban un penique por contemplar el espectáculo de pie. Essex había cortejado siempre al populacho de Londres y había contado con disponer de su apoyo, un populacho que Shakespeare invitaba a su público a que imaginara corriendo a recibir a su general triunfante, de regreso de Irlanda, del mismo modo que el glorioso Enrique V había vuelto de Francia. Las cosas no habían salido así, pero con Ricardo II los conspiradores debieron pensar que había algo que ganar al hacer que se representara ante un público numeroso (y quizá también ante sí mismos) el éxito de un golpe de Estado. Quizá sencillamente querían hacer que resultara imaginable lo que pretendían [15].
Según ciertas leyes que databan de 1352, se consideraba traición «ejecutar o imaginar» la muerte del rey o la reina o de los principales funcionarios públicos [16]. El empleo del término ambiguo «imaginar» dejaba al Gobierno una gran libertad a la hora de decidir a quién procesar e, indudablemente, daría la impresión de que la representación de Ricardo II en el Globe Theatre significaba pisar un terreno muy peligroso. Al fin y al cabo, el drama de Shakespeare presentaba ante un público numerosísimo el espectáculo del derrocamiento y asesinato de un rey coronado, así como la ejecución sumaria de los principales consejeros del monarca. Pero los acontecimientos narrados en la obra se situaban en el pasado de Inglaterra y, por acuerdo tácito, esa distancia en el tiempo proporcionaba cierta inmunidad, de modo que unas acciones que, de desarrollarse en el presente, habrían suscitado de inmediato la cólera furibunda del censor y que acaso habrían dado lugar a un proceso penal podían ser representadas sin demasiado peligro para el dramaturgo y su compañía.
No obstante, la representación organizada por Meyrick venía a poner en entredicho el acuerdo tácito según el cual lo que se representaba en escena, siempre que guardara las debidas distancias con los acontecimientos del momento, era pura ficción dramática y, por lo tanto, no tenía importancia. Muy al contrario: los participantes en la conspiración de Essex pensaban a todas luces que resultaba útil desde el punto de vista estratégico desempolvar la tragedia de Shakespeare acerca del pasado medieval de Inglaterra y presentarla en el Globo.
Resulta imposible saber qué se le pasó por la cabeza a Meyrick cuando asistió a la representación de Ricardo II aquella tarde, pero sí que sabemos qué pensó que significaba aquello al menos un personaje de la época. Seis meses después de la ejecución de Essex, la reina Isabel concedió graciosamente audiencia a William Lambarde, al que había nombrado recientemente guardián de los Archivos y Registros de la Torre de Londres. El erudito archivero comenzó su labor, como era lógico, mostrando un inventario de los protocolos, reinado por reinado, que había elaborado para la soberana. Cuando llegó al reinado de Ricardo II, Isabel dijo de repente: «Yo soy Ricardo II. ¿No lo sabíais?» [17 Si el tono de la soberana revelaba cierta nota de exasperación, quizá fuera porque el erudito y anticuario parecía ocuparse exclusivamente del pasado, mientras que ella, como todos los demás, pensaba en los oscuros paralelismos existentes entre los acontecimientos del siglo XIV y el intento de golpe de Estado de Essex. Haciendo gala de una extraordinaria rapidez mental, Lambarde comprendió enseguida que el punto clave radicaba en lo de «imaginar» la muerte del monarca. «Una imaginación tan perversa —dijo a la reina— vino de la determinación y el intento de un caballero sumamente innoble, una hechura a la que vuestra majestad concedió más dignidades que a nadie». «Esa tragedia —respondió Isabel hiperbólicamente— fue representada cuarenta veces en plena calle y en las casas de la gente». Es el teatro —el teatro de Shakespeare— el que ofrece la clave para entender la crisis actual.
La alusión directa que hacía Shakespeare en Enrique V al conde de Essex indujo a buscar en todas sus obras unas reflexiones políticas que más habría valido dejar en la sombra. La reina, que a menudo había encargado la representación de obras dramáticas en la corte, prefirió no castigar a los actores, cosa que habría podido hacer sin mayor dificultad, y se evitó así por los pelos algo que habría podido ser un desastre para Shakespeare y para toda su compañía. El autor no volvió nunca más a aventurarse a pisar un terreno tan próximo a la política de la época.
Después del intento de golpe de Estado, la representación especial de Ricardo II se convirtió en el principal objeto de investigación del Gobierno. Uno de los socios de Shakespeare se vio obligado a testificar ante el Consejo Privado y explicar qué era lo que creían que estaban haciendo los Servidores del Lord Chambelán. La respuesta que ofreció —se limitó a decir que solo pretendían ganar un dinerillo extra— fue dada por buena. Sir Gelly Meyrick no tuvo tanta suerte. Condenado por los cargos de organizar aquella representación especial y de llevar a cabo otras acciones en apoyo de “la rebelión, fue ahorcado y su cadáver arrastrado por las calles y descuartizado.
DOS
POLÍTICA DE PARTIDOS
En una trilogía de fecha muy temprana, posiblemente escrita en colaboración con otros autores, Shakespeare había seguido la tortuosa senda que lleva de la política habitual a la tiranía. Las tres partes en las que está dividida su Tragedia del rey Enrique VI están actualmente entre sus obras menos conocidas, pero fueron las primeras en hacerlo famoso y siguen demostrando una gran perspicacia en lo que se refiere a las maneras que tiene una sociedad de madurar para acoger a un déspota.
El punto de partida es la debilidad existente en el corazón mismo del reino. Enrique VI es todavía un joven inexperto, que ha accedido al trono a raíz de la muerte prematura de su padre, y el Estado es administrado por un lord protector, su tío Hunfredo, duque de Gloucester. Aunque el regente está desinteresadamente comprometido con el servicio público, su poder se halla rigurosamente limitado, aparte de que está rodeado por un grupo de diversos nobles brutales y egoístas. Cuando estos se quejan de que el monarca no es más que un niño, el protector del reino los interrumpe y pone de manifiesto que la suya es una nostalgia postiza. Lo cierto es, dice, que ellos preferirían a un príncipe débil «a quien, como a un colegial, podáis dominar» (1 Enrique VI 1.1.36). El vacío de poder que existe en el corazón mismo del Estado da a los rivales espacio para maniobrar y conspirar unos contra otros. Pero esa rivalidad partidista tiene sus consecuencias: no se consigue hacer nada por el bien común y, como enseguida veremos, las facciones van radicalizándose hasta crear enemigos mortales.
En un jardín anexo a los edificios que albergan la escuela de leyes de Londres, dos poderosos nobles, el duque de York y el duque de Somerset, discuten sobre la interpretación de una cuestión de derecho. Apelan a los asistentes al debate para que actúen como de jueces de la disputa, pero, haciendo gala de prudencia, ninguno de los presentes se atreve a intervenir. La obra no ofrece el menor detalle en lo concerniente al asunto jurídico en torno al cual gira la disputa; quizá Shakespeare pensara que, al fin y al cabo, no era demasiado importante. Lo que importaba realmente era la falta de predisposición de una y otra parte a llegar a un compromiso, la certeza belicosa que tenía cada una de ellas de que su postura y solo su postura era la única posible. «La verdad aparece tan desnuda de mi parte que cualquier ciego puede verla», afirma York. «Y de mi lado —replica Somerset— aparece tan bien ataviada, tan clara, tan brillante, tan evidente, que iluminaría los ojos de un ciego» (2.4.20-24). Todo es o negro o blanco. No se admite en ningún momento que pueda haber una zona gris; imposible reconocer que una persona razonable pueda discrepar de tales presupuestos. Cada uno piensa que solo puede deberse a pura maldad no reconocer algo que es tan indiscutiblemente «evidente».
Al verse en un callejón sin salida, ambos bandos carecen incluso de la más mínima inclinación a dar un paso hacia la reconciliación. Antes bien, lo que Shakespeare describe es la senda hacia un conflicto que va más allá de esos dos individuos y de sus subordinados para adentrarse en un terreno mucho más vasto. «Que el que sea un caballero verdaderamente bien nacido y se apoye en el honor de su nacimiento, si supone que he defendido la verdad —proclama York—, recoja conmigo “una rosa blanca de estos zarzales». «Que el que no sea ni un cobarde ni un adulador, pero que tenga el valor de sostener el partido de la verdad, recoja conmigo una rosa roja de espinoso tallo», replica Somerset (2.4.27-33). A los presentes ya no les es posible permanecer neutrales, como habían hecho en un primer momento. Tienen que escoger.
El York y el Somerset históricos habían sido poderosos señores feudales que tenían ejércitos privados y ejercían un control efectivo sobre determinadas regiones de la isla de Gran Bretaña. La obra habría podido presentárnoslos de una forma que nos recordara a los señores de la guerra del Afganistán de nuestros días. Pero, por el contrario, Shakespeare nos invita, de hecho, a observar la invención de los partidos políticos y la transformación de unos aristócratas rivales en enemigos políticos. El autor no concibe esas facciones exactamente en los mismos términos que las concebimos nosotros: en el sistema parlamentario de su “época no había nada que se correspondiera con las estructuras organizativas de partido que se desarrollarían posteriormente en Inglaterra y en otros países. Lo que nos muestra, sin embargo, nos es curiosamente familiar. Las dos rosas sirven como emblemas de dos partidos distintos; designan a dos bandos contrapuestos. Con una extraña inmediatez, la discusión de carácter legal (fuera la que fuera) da paso a una adhesión ciega a la facción blanca o a la roja.
Cabe imaginar que los partidos políticos, por el hecho de ser grandes conglomerados de personas distintas, pudieran esquivar la hostilidad de sus líderes y fomentar el compromiso. Pero aquí ocurre todo lo contrario: en cuanto surgen las distintas filiaciones partidistas, el nivel de cólera de cada individuo parece dispararse. «Y ahora, Somerset, ¿dónde están vuestros argumentos?», pregunta York, a lo que Somerset responde que están «aquí, dentro de mi vaina, donde meditan si se teñirá de rojo sangriento vuestra rosa blanca». York se muestra análogamente furibundo: «Pues, por mi alma, esta pálida y colérica rosa, como demostración de mi odio inextinguible, siempre la llevaremos yo y mi partido» (2.4.59-109).
“Al comienzo de la escena, cuando es invitado a dar su opinión a favor de un argumento legal u otro, el conde de Warwick se abstiene de hacerlo. Puede que tenga cierta idea acerca de perros y gavilanes, asegura afablemente, pero en cuestiones tan técnicas —«sutiles y alambicadas agudezas de la ley» (2.4.17)— reconoce no saber más que una corneja, ave proverbialmente estúpida. Al final de la escena, tras la formación de los partidos, su moderación ha desaparecido: ha arrancado la rosa blanca y está sediento de sangre. Y profetiza:
Esta querella de hoy, que ha acrecido esta facción hasta el jardín del Temple, enviará, tanto de la rosa roja y como de la rosa blanca, a millares de almas a la muerte y a la noche eterna.
(2.4.124-128)
La oscura disputa legal básicamente no ha variado, no ha surgido ninguna nueva ocasión para el debate y no parece que haya ninguna causa subyacente, como, por ejemplo, la codicia o la envidia. Pero da la sensación de que la furia partidista tiene vida propia. De repente parece que el ánimo de todo el mundo se desborde con una agresividad potencialmente asesina. Es como si, en ausencia de la figura hegemónica del rey, los emblemas puramente convencionales y sin sentido precipitaran una oleada de solidaridad y de odio grupal.
Ese odio es una parte importante del proceso que conduce a una ruptura social y, en último término, a la tiranía. Hace que la voz, incluso el propio pensamiento, del adversario resulte insoportable. Estás conmigo o contra mí. Y, si no estás conmigo, te aborrezco y quiero destruirte, a ti y a todos tus seguidores. Cada partido, como es natural, busca el poder, pero la propia búsqueda del poder se convierte en una expresión de ira: deseo el poder para aplastarte. La ira genera insultos, y los insultos generan acciones atroces, y las acciones atroces, a su vez, aumentan la intensidad de la ira. Comienza a desarrollarse una espiral de violencia que escapa a todo control.
No todo se viene abajo de golpe. Todavía sigue en pie cierto orden social. Aunque acorralado, el duque Hunfredo sigue ostentando el mando. Y, mientras tanto, el rey niño, del cual hace las veces de protector, crece y se convierte en un joven capaz de percibir el peligroso problema creado por los partidos en liza y está deseoso de alzar la voz: “«La discordia civil es una víbora que muerde las entrañas de la sociedad» (3.1.72-73). Su observación es a todas luces cierta, pero, por desgracia, sus palabras se parecen más a las de un pomposo moralista que a las de un rey. Enrique no posee ninguno de los rasgos que se necesitarían —carisma, astucia o severidad— para reprimir a las facciones enzarzadas en una lucha tan cruel.
La debilidad reinante en el centro del poder es una provocación. Despreciando altaneramente la «gobernación de sabihondo» del joven monarca (2 Enrique VI 1.1.256), York maniobra para mejorar su posición frente a sus enemigos. Empieza a contemplar secretamente la idea de adueñarse de la corona y tiene la impresión de que los demás deben abrigar la misma idea. Para ascender al trono, tendrá que acabar con todos sus potenciales adversarios. Mientras tanto, en su sincero intento de apaciguar a sus díscolos nobles, Enrique consigue que escenifiquen una ceremonia de reconciliación. Su enemistad, afirma, lo hiere como si fuera la obra de un «cerebro enfermo»; no tiene sentido que los nobles se peleen «por una causa tan ligera y tan frívola» (1 Enrique VI 4.1.111-112) y se aferren de manera tan brutal a “emblemas como las dos rosas. Pero el monarca es demasiado débil para producir otra cosa más que una farsa vana de colaboración en la lucha contra Francia.
El problema radica en parte en la honestidad fundamental de Enrique. El monarca es incapaz de ver que Margarita, la hermosa noble francesa con la que ha contraído matrimonio en un intento de apuntalar las pretensiones de Inglaterra sobre sus territorios de ultramar, es una política cínica que mantiene una aventura amorosa con el arrogante marqués de Suffolk. El inocente joven monarca apela al carácter dulce y razonable y a los valores morales básicos a los que cree que todos, tanto hombres como mujeres, estarán dispuestos a obedecer.
Aunque apenas ha alcanzado la edad adulta, el rey ve en los irracionales cabecillas de las facciones poco más que una serie de niños malcriados y egoístas cuyas feroces luchas partidistas son una distracción perversa de los asuntos que realmente importan.
Su noble desprecio por sus disputas es perfectamente comprensible, pero no hace más que empeorar las cosas. A la hora de hacer los nombramientos clave —por ejemplo, ¿quién debía ser nombrado regente de los territorios que los ingleses seguían poseyendo en Francia?—, Enrique “manifiesta su indiferencia: «Por mi parte, nobles lores, poco me importa escoger entre vosotros: o Somerset o York, me da igual» (2 Enrique VI 1.3.100-101). Pero ese desapego no hace más que crear un nuevo espacio para el agravamiento de la rivalidad. Más le habría valido a Enrique haber expresado una preferencia o haber comprendido con más claridad el peligro que fermentaba bajo la superficie de las instituciones a la cabeza de las cuales estaba.
El único baluarte firme frente al caos inminente es el duque Hunfredo, el lord protector. Pero, como por lo demás sería previsible, una camarilla de cínicos operarios, tanto en los círculos eclesiásticos como en el séquito real, conspira para derribarlo. Acusado falsamente de traición, Hunfredo intenta alertar al rey. Si su destrucción marcara el fin de las tramas de sus enemigos, dice a Enrique, estaría dispuesto a dar su vida. «Pero mi muerte —advierte— no es más que el prólogo de su obra, pues miles de hombres, que no sospechan todavía ningún peligro, no terminarán con sus muertes la “tragedia que [estos] han preparado» (3.1.151-153).
Enrique escucha la advertencia, pero es incapaz de salvar a su principal consejero y amigo. El falaz Suffolk afirma en el Parlamento que el honrado protector está «lleno de profunda duplicidad». El sanguinario cardenal Beaufort lo acusa falsamente de haber «inventado géneros de muerte singulares para el castigo de los pequeños delitos» (3.1.57-59). El mercenario York le imputa graves actos de corrupción. Buckingham comenta desdeñosamente que «eso no son más que miserables pecadillos» comparados con los delitos todavía desconocidos que no tardarán en salir a la luz. La reina adúltera, la taimada y sádica Margarita, llama al duque Hunfredo «perdedor» (3.1.182). El rey no cree tales acusaciones —«Mi conciencia me dice que sois inocente» (3.1.141)—, pero no tiene poder para destruir las trampas puestas por sus enemigos que van surgiendo una tras otra. Cuando se llevan de la sala al protector rodeado de esbirros para que responda de los cargos que se le imputan, Enrique abandona el Parlamento lleno de desesperación «con ojos nublados por mi llanto, pero no puedo hacerle ningún bien» (3.1.218).
Los enemigos del duque Hunfredo se odian unos a otros en secreto, pero al menos están de acuerdo en una cosa: todos desean quitar de en medio a ese único personaje honrado: «Veo en tu rostro el honor, la fidelidad, la lealtad» (3.1.203), dice de él Enrique. Como saben que los cargos que le imputan son falsos y como temen que el ardiente apoyo del monarca dificulte amañar una sentencia condenatoria a falta de pruebas reales, deciden que es preciso asesinarlo. Aunque son un hatajo de cínicos despiadados, no pueden admitir abiertamente, ni siquiera en la intimidad de su pequeña camarilla, que el motivo de que pretendan eliminar al lord protector es promover los fines particulares que cada uno persigue. Por el contrario, aseguran que lo que les interesa es el bien del Estado y la salvaguardia del rey, ingenuo y confiado. Enrique está «lleno de infantil compasión» (3.1.225), se lamenta la pérfida reina, y, por tanto, es incapaz de ver la perfidia del duque Hunfredo. Permitirle que desempeñe el cargo de lord protector, añade el codicioso York, es como poner a un águila famélica entre las gallinas para preservarlas del milano voraz. Según postula Suffolk, sería como hacer del zorro el guardián del rebaño “El solo hecho de que este zorro en concreto no haya causado todavía ningún daño no significa que no sea un «astuto matador». Por consiguiente, debe ser eliminado de forma artera «antes de haber teñido sus mandíbulas de carne carmesí» (3.1.254-260).
Estos políticos de altísimo nivel se dedican a jugar a un juego muy curioso. Ninguno de los integrantes del grupo cree ni por un momento que sea preciso asesinar al duque Hunfredo para proteger al rey o salvar al Estado. Todas las palabras que pronuncian son mentiras, y lo único que hacen todos los implicados en la trama es proyectar sobre su víctima el principal vicio que caracteriza a cada uno de ellos. Pero, puesto que no están en público, como de hecho es el caso, ¿por qué no dicen simplemente lo que pretenden?
Las respuestas posibles son varias. En primer lugar, todos ellos son políticos y, por ende, deshonestos por naturaleza; la palabra «político», para Shakespeare, era prácticamente sinónimo de hipócrita. («Ponte anteojos, y, como un politicastro rastrero, aparenta ver lo que no ves» [El rey Lear 4.6.164-166]). En segundo lugar, desconfían unos de otros y no saben lo que acaso se dirá luego fuera de la sala en la que están hablando en ese momento. En tercer lugar, cada uno abriga la esperanza secreta de que sus mentiras y solo las suyas sean capaces de engañar a los demás. En cuarto lugar, fingir que son virtuosos, aunque saben que no lo son, los hace sentirse mejor. Y, en quinto y último lugar, observan con cautela si alguno de ellos expresa la más mínima reserva respecto a la trama que han urdido o revela cualquier indicio que pueda dar lugar a su descubrimiento. Lo que desean es que todos estén en el mismo barco.
Cuando al fin queda claro que ninguno tiene la menor reserva, el frívolo cardenal Beaufort se encarga de tomar las medidas necesarias. «Dadme vuestro consentimiento, decidíos con claridad —dice cuando solicita por última vez el beneplácito de todos—, y yo me encargo de encontrarle su ejecutor». Y a continuación añade la típica nota fraudulenta de lealtad: «Tan cara me es la seguridad de mi soberano» (2 Enrique VI 3.1.275-277). Una vez que todos manifiestan su aprobación, el cardenal hace lo que ha prometido: el duque Hunfredo es quitado de en medio de inmediato, estrangulado en el lecho por los asesinos contratados por el prelado.
A pesar de todas sus precauciones, los conspiradores no consiguen ocultar su crimen. La escena ha sido montada cuidadosamente para que parezca que la víctima ha fallecido por causas naturales, pero el estado de su cadáver indica lo contrario. Warwick observa:
Ved, su cara está negra y llena de sangre, sus ojos se salen de sus órbitas más que cuando estaba vivo, están vivos y feroces, como los de un hombre estrangulado, sus cabellos, erizados, las fosas de la nariz se le han abierto más con los esfuerzos de la lucha, sus manos están extendidas en el espacio como las de uno que ha apretado fuertemente a alguien, ha disputado su vida y ha sido vencido por la fuerza. […]
No se puede negar que ha sido asesinado aquí.
(3.2.168-177)
El rey está desolado, y el pueblo llano, que siempre ha amado al honrado duque Hunfredo, exige airadamente que los presumibles autores del asesinato, Suffolk y el cardenal Beaufort, sean castigados. A pesar de las súplicas de la reina, el rey destierra a Suffolk —que acaba perdiendo la vida “en alta mar a manos de unos piratas— y el cardenal cae enfermo y muere mientras vitupera lleno de rabia al hombre cuyo asesinato había ordenado.
Pero el daño ya está hecho, y el Estado se tambalea. Aunque Suffolk y el cardenal sean los que más hablan, la fuerza que se oculta tácitamente detrás del asesinato del lord protector es el ambicioso York: «Mi cerebro, más activo que la araña laboriosa, se afana en tejer telas para atrapar a mis enemigos» (3.1.339-340). Descendiente del rey Eduardo III, York ocupa el puesto más alto en la jerarquía de la nobleza y se enorgullece de la sangre real que corre por sus venas. Pero es precisamente ese individuo obsesionado con el rango y el honor —enumera prolijamente los integrantes de su linaje con tedioso detalle— el que, en su afán de promover su causa, introduce un nuevo elemento en la lucha política entre la rosa roja y la rosa blanca.
Hasta ese momento, a mitad de la trilogía de Enrique VI, apenas se ha vislumbrado a los que están en la parte inferior de la escala social. La política ha sido casi en su totalidad cosa de los miembros de “a élite, que maniobran unos contra otros, “mientras que la masa anónima de mensajeros, criados, soldados, guardias, artesanos y campesinos permanece en la sombra. Ahora, de repente y de forma inesperada, los personajes del drama cambian por completo: York ve la ocasión de forjar una alianza con las clases bajas más miserables, despreciadas e ignorantes, y la aprovecha. Y nos enteramos de que los pobres, invisibles y silenciosos hasta este momento, están llenos de ira. La lucha de partidos hace uso cínicamente de la lucha de clases. El objetivo es desencadenar un caos que cree el marco idóneo para la toma del poder por parte del tirano.
TRES
POPULISMO FRAUDULENTO
Al describir la estrategia de los aspirantes a la tiranía, Shakespeare señala cautelosamente la fuerte corriente de desprecio por las masas y la democracia como posibilidad política viable que había entre la clase terrateniente de su época. Puede que el populismo parezca una aceptación de los desposeídos, pero en realidad es una forma cínica de explotación. A decir verdad, un líder carente de escrúpulos no tiene el menor interés en mejorar la suerte de los pobres. Rodeado desde su cuna de una gran riqueza, sus gustos se dirigen hacia los lujos más extravagantes y no encuentra nada atractivo, ni mucho menos, en la vida de los que pertenecen a las clases inferiores. De hecho, los desprecia, detesta el olor de su aliento, teme que puedan ser portadores de enfermedades y los “considera gente voluble, estúpida y carente por completo de valor, de la que se puede prescindir. Se da cuenta, sin embargo, de que puede sacar provecho de ellos para sacar adelante sus ambiciones.
No son el bienintencionado rey ni su principal servidor, el duque Hunfredo, los que se percatan de lo que late en los estratos más bajos de su reino. Es el genio de York, si es que ese es el término adecuado para referirnos a algo tan vil, el que se da cuenta del uso que puede hacer del resentimiento que bulle entre los más pobres de los pobres. «Provocaré en Inglaterra algún negro huracán», cavila en su interior; una tormenta que no cesará hasta que la corona de la que planea apoderarse ciña sus sienes: «Hasta que un aro de oro puesto sobre mi cabeza, que haga el oficio de los transparentes rayos del sol esplendoroso, calme el furor de esta tromba insensata». Y nos revela que ha encontrado al individuo perfecto para ser el agente que le permita conseguir su objetivo: «Para servir de instrumento a mis proyectos he seducido a un enérgico habitante de Kent, John Cade, de Ashford» (2 Enrique VI 3.1.349-357).
“John o Jack Cade fue un personaje real —un rebelde de clase humilde sobre cuya persona se conocen pocos detalles— que encabezó una sangrienta revuelta popular que estalló contra el Gobierno inglés en 1450 y que fue sofocada de forma tan rápida como violenta. Para modelar a su personaje, Shakespeare ensambló diversos materiales tomados de las crónicas históricas que había logrado reunir (incluida la acusación de que Cade había sido financiado clandestinamente por York), los combinó con ciertos recuerdos de otras revueltas campesinas y añadió algunos detalles creados por su aguda imaginación.
Al gran Ricardo Plantagenet, duque de York, no le preocupa lo más mínimo la suerte que pueda correr en último término el hombre vil al que ha seducido para que contribuya a sacar adelante sus designios, y menos todavía le interesa la chusma harapienta a la que pretende espolear para que se rebele. Pero York ha observado atentamente a Cade y se ha percatado de los rasgos que pueden resultarle útiles, incluida una extraña indiferencia hacia el dolor y, por consiguiente, la capacidad de mantener oculto el lazo secreto que los une:
Supongamos que sea apresado, puesto en el potro y torturado; me consta que ni uno de los sufrimientos que le puedan infligir será bastante para hacerle confesar que he sido yo el que lo ha impulsado a tomar las armas.
(3.1.376-378).
El sigilo es importantísimo: al poderoso aristócrata no le conviene que se descubra que él ha sido el instigador de un brutal alzamiento popular.
Resulta que ese alzamiento se convierte en una tormenta todavía más devastadora de lo que había deseado York. La chusma, congregada en Blackheath, a las afueras de Londres, es soliviantada por Cade, que se revela un demagogo sumamente eficaz, un auténtico maestro de economía vudú [*]:
En Inglaterra se venderán por un penique siete panes de los que hoy valen medio penique, los jarros de tres medidas contendrán diez y haré caso de felonía beber cerveza floja. […] No habrá más moneda; todos comerán y beberán a mis expensas.
(4.2.61-68)
Cuando la muchedumbre brama dando su aprobación, las palabras de Cade suenan exactamente igual que las de un político moderno que presenta su candidatura a las elecciones: «Doy las gracias a todos, buenas gentes» (4.2.167).
Lo absurdo de esas promesas de campaña electoral no supone ningún impedimento para su efectividad. Antes bien, Cade continúa exponiendo nuevas falsedades perfectamente demostrables acerca de sus orígenes y realiza declaraciones disparatadas sobre las grandes cosas que va a hacer, pero la muchedumbre se lo traga todo de buena gana. Lo cierto es que sus vecinos saben que Cade es un mentiroso nato:
CADE: Mi madre [era] una Plantagenet.
DICK, EL CARNICERO: (Aparte). La conocí bien; era una comadrona.
CADE: Mi esposa descendía de los Lacy.
DICK, El CARNICERO: (Aparte). Era, en efecto, hija de un buhonero, y ha vendido muchos lazos.
(4.2.39-43)
“Las absurdas afirmaciones de Cade acerca de su linaje aristocrático deberían bastar para hacer que “parezca un simple bufón. Lejos de ser un acaudalado magnate de noble cuna, es poco más que un vagabundo: «Lo he visto azotar durante tres días de mercado, uno tras otro» (4.2.53-54), murmura uno de sus seguidores. Pero lo extraño es que el conocimiento de esos hechos no disminuye lo más mínimo la fe del populacho.
El propio Cade, por lo que sabemos, quizá piense que lo que va inventándose sobre la marcha acabará en realidad por suceder. Apoyándose en su indiferencia por la verdad, en su desvergüenza y en una seguridad en sí mismo sobredimensionada, el demagogo bocazas va adentrándose en el país de la fantasía —«Cuando yo sea rey…, que lo seré… (4.2.65)» — e invita a cuantos lo escuchan a entrar en ese mismo espacio mágico con él. En ese espacio mágico, dos y dos no tienen por qué ser cuatro y no es necesario que la última afirmación concuerde con la afirmación contradictoria hecha unos segundos antes.
En tiempos normales, cuando un personaje público es pillado mintiendo o simplemente pone de manifiesto una ignorancia flagrante de la verdad, su reputación queda en entredicho. Pero estos no son tiempos normales. Si un testigo desapasionado señalara todas “ las grotescas distorsiones, equivocaciones y burdas mentiras de Cade, la cólera de la multitud se volcaría contra el escéptico, no contra Cade. Como es bien sabido, al final de uno de los discursos de Cade alguien entre la multitud exclama: «La primera cosa que tenemos que hacer es matar a todas las gentes de ley», esto es, a todos los abogados (4.2.71).
Shakespeare sabía que este verso provocaría risas, como así ha sucedido a lo largo de cuatro centurias. Libera la corriente de agresión que gira alrededor de toda actividad legal, dirigida no solo contra los letrados venales, sino también contra todos los agentes del enorme aparato social que obliga a respetar los contratos, a pagar las deudas y a cumplir con las obligaciones. Los espectadores nos imaginamos tranquilamente que la multitud desea que sus líderes tengan esas cualidades responsables, pero la escena sugiere todo lo contrario. Lo que en realidad desea es permiso para no hacer caso de los compromisos contraídos, para violar las promesas y para saltarse las reglas.
Cade empieza hablando vagamente de «reformarlo todo», pero a lo que en realidad llama es a la destrucción total. Insta al populacho a asaltar y desmantelar las escuelas de derecho de Londres, las Inns of Court, y eso no es más que el principio. «Tengo una proposición para vuestra señoría —clama uno de sus principales seguidores—. Se trata solamente de que las leyes de Inglaterra emanen de vuestra boca» (4.7.3-7). «He pensado en ello —replica Cade—. Así será. Andad, quemad todos los registros del reino. Mi boca será el Parlamento de Inglaterra» (4.7.11-13).
Poco importa que con toda esa destrucción el pueblo llano pierda incluso el limitado poder que posee, el poder expresado cuando vota en las elecciones al Parlamento. Para los ardientes seguidores de Cade, el inveterado sistema institucional de representación no vale nada. En su opinión, nunca los ha representado a ellos. Su deseo todavía no formulado es romper todos los acuerdos, cancelar todas las deudas y desmantelar todas las instituciones existentes. Es preferible que la ley salga de la boca de un dictador, que tal vez pretenda ser un Plantagenet, pero al que ellos reconocen como uno de los suyos. El populacho es perfectamente consciente de que Cade es un mentiroso, pero, por venal, cruel y egoísta que sea, es capaz de articular lo que sueñan las masas: «Y “desde ahora todas las cosas serán comunes» (4.7.16).
La palabrería de Cade viene a sustituir cualquier transparencia en torno a su pasado o a cualquier compromiso serio con el cumplimiento de esta promesa en concreto, de aquella o de la de más allá. Lejos de exigir que mantenga su palabra, sus seguidores se sienten satisfechos con que vitupere todos los contratos: «¿No es una cosa lamentable que la piel de un inocente cordero se convierta en pergamino, y que el pergamino, una vez lleno de escritura, pueda arruinar a un hombre?» (4.2.72-75). El comentario sobre lo de «una vez lleno de escritura» es a la vez ridículo —¿cómo, si no, iba a ser un documento legal?— y taimado. Los pobres cuyas pasiones solivianta Cade se sienten excluidos, despreciados y vagamente avergonzados. Han sido dejados al margen de una economía que cada vez en mayor medida exige la posesión de una tecnología otrora esotérica: el conocimiento de la lectura y la escritura. No se imaginan que puedan llegar a dominar este nuevo arte, y su líder no propone en ningún momento que se preparen para recibir cualquier tipo de educación. No le convendría, desde luego, que “lo hicieran. Por el contrario, lo que hace es manipular el resentimiento que abrigan contra la gente culta.
El populacho prende inmediatamente a un escribano y presenta un grave cargo contra él: «Sabe leer, escribir y contar». De hecho, dicen sus acusadores, «lo hemos pillado haciendo modelos de escritura para los niños» (4.2.81), esto es, preparando una muestra, un ejercicio de escritura para que lo copien los escolares. Cade se encarga de llevar a cabo el interrogatorio: «¿Escribes tu nombre habitualmente o tienes un signo para firmar, como conviene a un hombre honrado de buenas intenciones?», le pregunta (4.2.92-93). Si el escribano hubiera sabido lo que le convenía, habría insistido en que era analfabeto y en que firmaba utilizando solo un signo o marca. En cambio, proclama orgullosamente su pericia: «Señor, gracias a Dios, he sido tan bien educado que puedo escribir mi nombre». «Ha confesado —grita la multitud—. ¡Que se lo lleven! Es un villano y un traidor». «Que se lo lleven, digo —ordena Cade, que repite como el eco las demandas del populacho—. Que se le ahorque, con su pluma y su tintero al cuello» (4.2.94-99).
Jack Cade añora la época en la que, como él dice, los niños jugaban al tejo «con las coronas francesas», el tiempo en el que Inglaterra aún no estaba «mutilada», como ahora, y no se veía en la necesidad de «ir con muletas» (4.2.145-150). Hasta que una pandilla de peleles llevó al país por el mal camino, señala, Inglaterra obligaba a sus enemigos a temblar ante su poderío, y ahora es preciso recuperar esa gloriosa arrogancia. Él promete hacer a Inglaterra otra vez grande. ¿Y cómo lo conseguirá? Está dispuesto a demostrárselo al pueblo de inmediato: atacando la educación y la cultura. La élite culta ha traicionado al pueblo. Está formada por un hatajo de traidores que serán llevados ante la justicia, y esa justicia será impartida no por jueces ni juristas, sino mediante la interacción del líder y su populacho. El tesorero inglés, lord Saye, «sabe hablar francés. […] Por tanto, es un traidor» (4.2.153). Es perfectamente lógico: «Los franceses son nuestros enemigos. […] Bien, entonces yo os pregunto: el que habla la lengua del enemigo ¿puede ser buen consejero? ¿Sí o no?». La muchedumbre ruge: «¡No y no! ¡Y, por tanto, queremos su cabeza!» (4.2.155-158).
“Cuando la chusma, tras romper las defensas de Londres, invade la ciudad y captura al propio lord Saye, Cade siente lo que es un triunfo total. Tiene en sus manos a la autoridad fiscal más alta del reino, al símbolo de la ciénaga que ha prometido drenar. (La metáfora que utiliza en realidad el demagogo para describir lo que pretende hacer es ligeramente más prosaica: «Que te enteres delante de las personas aquí congregadas —afirma— de que soy la escoba encargada de limpiar la Corte de inmundicia como tú» [4.7.27-28]). Mientras sus seguidores, entusiasmados, escuchan atentamente sus palabras, Cade enumera todos los cargos que imputa al prisionero. Acusa a lord Saye de haber hecho algo aún peor que entregar Normandía a los franceses:
Has corrompido muy traidoramente la juventud del reino al erigir una escuela de gramática; y, mientras que hasta hoy nuestros antepasados no habían tenido otros libros que la muesca y la tarja, eres la causa de que se haya usado la imprenta, y, en contra del rey, de su corona y de su dignidad, has hecho construir una fábrica de papel.
(4.7.28-33
El delito más atroz de Saye ha sido fomentar el desarrollo de una ciudadanía culta, de unas personas capaces de leer libros. Y Cade cuenta con las pruebas que lo corroboran: «Te será probado en tu cara que tienes en tu compañía hombres que hablan habitualmente del nombre y del verbo y de otros vocablos abominables que ningún oído cristiano puede escuchar con paciencia» (4.7.33-36).
Por supuesto, se supone que encontraremos todo esto ridículo; la escena está precisamente planteada de manera burlesca, para que haga reír. Pero Shakespeare se dio cuenta de algo importantísimo: aunque la absurdidad de la retórica del demagogo era descaradamente obvia, la risa que pudiera provocar no disminuía ni por un instante la amenaza que representaba. Cade y sus seguidores no saldrán bien parados por el mero hecho de que la élite política tradicional y la totalidad de la sociedad culta los consideran una pandilla de burros.
Que el propio Cade se percata de cuál es la base de su poder lo indican los versos que siguen inmediatamente a las tonterías que dice sobre los “nombres y los verbos. En ellos acusa así a lord Saye:
Has nombrado a jueces de paz para que citasen ante ellos a pobres gentes a propósito de asuntos sobre los cuales no podían responder. Además, has hecho meter a esas pobres gentes en la cárcel y, como no sabían leer, las has mandado colgar, cuando por esa razón solamente habrían merecido vivir.
(4.7.36-41)
En cierto sentido, toda esa palabrería es una extensión de la basura que Cade ha venido propalando: resulta ridículo que insinúe que los delincuentes merecen ser perdonados simplemente por ser analfabetos. Pero la broma empieza a resultar pesada. La obra ha demostrado ya ampliamente que los personajes ricos y de noble cuna pueden librarse de ser juzgados por asesinato. Es más, el público de Shakespeare sabía muy bien que los tribunales de su época permitían privilegios como el llamado «beneficio del clero», una estratagema legal por la cual los individuos condenados a ser ejecutados por asesinato o por robo podían ser remitidos, en caso de que pudieran demostrar que sabían leer y escribir, a jurisdicciones que no preveían la pena de muerte. La acusación que hace Cade al afirmar que los que no sabían leer podían ser condenados a la horca es perfectamente acertada, y va dirigida contra todo un sistema legal que favorecía clarísimamente a la élite culta.
No es de extrañar, pues, que entre las clases bajas exista un profundísimo fondo de resentimiento del que Cade pretende sacar provecho, y tampoco es de extrañar que el ridículo y el desprecio que suscitan tanto él como sus seguidores no hagan sino intensificar ese resentimiento. «Aldeanos rebeldes, barro y espuma de Kent, señalados por las horcas —brama el magistrado real sir Humphrey Stafford mientras se vuelve hacia la muchedumbre—, deponed vuestras armas, retornad a vuestras aldeas, abandonad a este palurdo» (4.2.111-113). Llamarlos «barro y espuma» no viene más que a intensificar para la gente humilde el espectáculo ceremonioso de respeto que su líder les ofrece: «A vosotros es a los que hablo, buenas gentes —les dice Cade—, a vosotros, sobre los que espero reinar en tiempo futuro, porque soy el heredero legítimo de la Corona» (4.2.118-120). Una vez más, insiste en su grotesca mentira, y una “vez más vemos un intento de ponerla al descubierto por parte de las autoridades: «Villano, tu padre era un revocador y tú eres un esquilador», exclama furibundo Stafford. A lo que Cade replica: «Y Adán era un jardinero» (4.2.121-123).
Esta respuesta es algo más que una mera incongruencia. Las palabras de Cade hacen referencia a la consigna utilizada durante la rebelión de los campesinos de finales del siglo XIV: «Cuando Adán araba y Eva hilaba, ¿quién era caballero? [When Adam delved and Eve span, who was then the gentleman?]». El cabecilla de la revuelta de los campesinos, el cura revolucionario John Ball, explicaba el significado de aquel incendiario pareado suyo en los siguientes términos: «Desde el principio todos los hombres fueron creados iguales por naturaleza». Antes de que fuera sofocado su levantamiento, los rebeldes habían quemado los archivos judiciales, habían abierto las cárceles y habían matado a los funcionarios de la Corona.
Shakespeare traslada a la descripción que hace de la rebelión de Cade el temor y el odio suscitados entre la clase de los hacendados por la insurgencia de las clases más humildes. A los rebeldes campesinos los anima algo parecido a la visión sanguinaria que tenía el dictador camboyano Pol Pot: su objetivo es acabar no solo con los nobles de alta alcurnia, sino con toda la población culta del país. «Llaman orugas traidoras a todos los sabios, letrados, cortesanos y caballeros, y se proponen darles muerte» (4.4.35-36), comenta un testigo, aterrado. La gente sencilla ha sido explotada y esclavizada; ahora ha llegado el momento de que se adueñe de la libertad. «No dejaremos [ni] un lord [ni] un solo caballero». Tal es la espeluznante promesa que hace Cade. Y añade: «No respetéis más que a los que lleven calzado con clavos» (4.2.169-170), esto es, los que usan las botas claveteadas propias de los campesinos. Los pobres de las zonas rurales no se han unido a las masas urbanas rebeldes, pero los campesinos, como dice Cade, «esos son gentes honradas, laboriosas, y que, si se atreven, tomarán nuestro partido» (4.2.172). Son compañeros de viaje en la guerra emprendida por los ignorantes contra los cultos y, si tuvieran valor, aplaudirían la horripilante muerte que ordena dar a todos los que son tan bienhablados como lord Saye: «Andad, llevadlo, digo, y luego entrad en casa de su yerno, sir James Cromer, y cortadle la cabeza, y después traédmelas ambas sobre dos perchas» (4.7.99-101).
Cuando su orden es ejecutada y le traen las cabezas cortadas, Cade monta una escena de teatro político y de sadismo. «Hacedlos besarse el uno al otro, pues se amaban mucho cuando estaban vivos», ordena. Y a continuación añade, con el sarcasmo cruel que caracteriza perfectamente a los demagogos de este tipo: «Ahora separadlos de nuevo, no sea que se consulten para rendir aún otras ciudades de Francia» (4.7.119-122).
Cade aspira a convertirse en un tirano y, además, a hacerse rico: «El par más orgulloso del reino no conservará su cabeza sobre los hombros si no me paga tributo» (4.7.109-110). Por si fuera poco, se figura que va a tener derecho a acostarse con todas las mujeres que caigan en sus manos. Por un momento consigue convencer a sus seguidores de que emprendan una frenética campaña de destrucción. «¡Subid la calle del Pescado! ¡Descended por la esquina de San Magno! ¡Matad y rematad y arrojadlos al Támesis!» (4.8.1-2). Pero no tiene capacidad organizativa ni partido en el que apoyarse, y nosotros sabemos (aunque sus seguidores no lo sepan) que no es más que un títere en manos del siniestro York.
Cuando el momento está lo suficientemente maduro, utilizando la misma gramática parda que Cade y apelando a los sentimientos nacionalistas y a los sueños de pillaje, las autoridades de la Corona seducen al populacho para que abandone la rebelión y tome una dirección distinta: «¡A Francia, a Francia, y recuperad lo que habéis perdido!». Aislado y acorralado, Cade intenta huir para salvar la vida y maldice a todos los que hasta ese momento lo habían seguido:
No creí que rendiríais jamás las armas sin haber reconquistado vuestra antigua libertad, pero sois todos haraganes y cobardes y os sentís dichosos con vivir en la esclavitud de los nobles. ¡Que ellos os aplasten las espaldas con sus fardos! ¡Que desmantelen los techos de vuestras casas sobre vuestras cabezas! ¡Que rapten a vuestras mujeres e hijas en vuestras mismas caras!
(4.8.23-29)
Cuando volvemos a ver a Cade, es un fugitivo hambriento, que ha saltado la tapia de un jardín «para ver si puedo comer hierba o recoger una ensalada de aquí y de allá» (4.10.6-7). El dueño del jardín mata fácilmente al rebelde ya exhausto con su espada y se dispone a arrastrar su cadáver «hasta un muladar, que será tu tumba» (4.10.76).
“El rey Enrique exhala un suspiro de alivio, pero la noticia de la derrota de Cade va acompañada casi en ese mismo instante del anuncio de que York, apoyado por un ejército irlandés, avanza hacia el campamento real. York es lo bastante inteligente como para mantener en secreto sus intenciones hasta que tenga fuerza suficiente para actuar, pero en sus soliloquios pone de manifiesto que no piensa conformarse nada más que con la Corona. Lo que viene a continuación es una compleja maraña de acontecimientos, en los que se mezclan guerras en Francia con episodios de conjuras, traiciones y violencia en la propia Inglaterra. El resultado de todo ello es una guerra en toda regla entre las dos facciones, los partidarios de la rosa roja y los partidarios de la rosa blanca, esto es, los que apoyan a la casa de Lancaster y los que apoyan a la casa de York.
Los horrores de esta guerra vienen a ilustrar el fracaso de los valores más elementales —el respeto del orden, la civilidad y la decencia humana—, y ese fracaso viene a allanar el camino a la ascensión al poder del tirano. La semilla de esa catástrofe ya hemos podido verla en la disputa entre York y Somerset, en la que la discrepancia en torno a un oscuro asunto jurídico se convertía rápidamente en un auténtico bombardeo de insul“tos. La cólera se vio después intensificada por la aparición de la política de partidos y, a continuación, a través de los subterfugios de York, dio lugar al asesinato del duque Hunfredo y a la rebelión de Jack Cade. Pero la guerra civil permite levantar el velo que ocultaba esos subterfugios: las principales figuras políticas ya no ocultan sus ambiciones más profundas y dejan la ejecución de sus impulsos más sádicos en manos de sus subordinados. La complejidad bizantina de la trama a partir de este momento hace que la última pieza de la trilogía de Shakespeare resulte curiosamente difícil de representar, pero hay en ella varias cosas especialmente notables.
En primer lugar, el caos cada vez mayor hace que el resultado de la lucha por el poder sea completamente imprevisible. Cuando actuaba en la penumbra y hacía realidad sus deseos por medio de sustitutos como Cade, York nos había parecido casi invulnerable. Pero, una vez que quedan al descubierto sus planes —de hecho, en un momento dado llega incluso a sentarse en el trono, aunque es obligado de inmediato a levantarse—, tanto él como su familia se convierten en objetivo directo de la facción contraria. Sus enemigos captu“ran y matan a su hijo, de apenas doce años de edad. Poco después, cuando apresan al propio York, le regalan en tono de burla un pañuelo empapado en la sangre del muchacho. Luego se ríen de él y colocan sobre su cabeza una corona de papel antes de matarlo a puñaladas. Tal es la despiadada crueldad que él mismo ha contribuido a desencadenar y a legitimar, y tal es también la forma en que acaba el que pretendía convertirse en tirano.
En segundo lugar, el sueño de dominio absoluto no es el objetivo de un solo personaje; según la concepción política de la época, se trata de una ambición dinástica, de un asunto de familia. En unos tiempos en los que el poder pasaba de forma rutinaria de padres a hijos (concretamente, al primogénito o, a falta de hijos varones, a la hija mayor), era perfectamente lógico que los tiranos modelaran su figura a imagen y semejanza de los monarcas a los que pretendían desplazar y que intentaran asegurar el poder para sus herederos. Incluso en los sistemas democráticos, en los que la sucesión viene determinada por el voto de los ciudadanos, no hemos dejado atrás, ni mucho ni mucho menos, las ambiciones dinásticas; si acaso, da la impresión de que esa tendencia se haya intensificado en la política contemporánea. Además, ¿en quién puede confiar el tirano, siempre inseguro, más que en los miembros de su familia?
Pero el interés familiar no es sino un elemento más de la incesante confusión que describe Shakespeare. Esa confusión es también una consecuencia de la política de partidos, simbolizada aquí por la elección de la rosa blanca o la rosa roja. La muerte de York es un golpe significativo infligido a su facción, pero no pone fin, ni mucho menos, a la lucha desencadenada para acabar con el monarca legítimo. Los partidarios de la casa de York encuentran un nuevo candidato en Eduardo, hijo del difunto duque, y promueven sus pretensiones por todos los medios a su alcance.
En tercer lugar, el partido político decidido a hacerse con el poder a cualquier precio establece contactos secretos con el enemigo tradicional del país. La enemistad de Inglaterra con el reino situado al otro lado del canal de la Mancha —atizada constantemente por la calenturienta palabrería patriótica en torno a la recuperación de los territorios perdidos en él y alentada por todo el dinero gastado y por toda la sangre derramada en el intento— desaparece de repente. Los partidarios de la casa de York —que, en la persona de Cade, habían pretendido que incluso hablar francés constituía un acto de traición— entablan una serie de negociaciones secretas con Francia. Nominalmente, esas negociaciones pretenden poner fin a las hostilidades entre los dos países gracias a concertar un matrimonio dinástico, pero en realidad provienen, como observa cínicamente la reina Margarita, «de una trapacería engendrada por la necesidad» (3 Enrique VI 3.3.68). Para elevar al trono a Eduardo Plantagenet, los partidarios de la casa de York intentan ampliar el poder de su candidato. Eduardo todavía carece de fuerza para derrocar a Enrique, y su partido está dispuesto a sacar esa fuerza de donde sea, aunque eso signifique traicionar a su propio país. Poco importa que los partidarios de la casa de York hayan lamentado a todas horas la pérdida de tantos territorios a manos de sus odiados rivales, los franceses, y que hayan culpado de ello categóricamente a Enrique. Ahora, de repente, los partidarios de los York se presentan aparentemente «con toda amistad y todo sincero afecto» (3.3.51) ante sus enemigos. Patriotas ardientes como Talbot se muestran completamente “ingenuos, hasta el punto de creer que la lealtad a la nación puede más que los intereses personales. La cínica reina Margarita, que está perfectamente al tanto de la realidad, entiende bien lo que pasa y comenta: «¿Cómo los tiranos pueden gobernar en su país con seguridad si no compran grandes alianzas en el extranjero?» (3.3.69-70).
En cuarto lugar, el gobernante legítimo y moderado no puede contar con el agradecimiento ni con el apoyo del pueblo. En la caótica batalla campal en la que se halla sumido el reino, esa flagrante traición a los principios no suscita mayor indignación. Lo que en otro tiempo habría podido dar lugar acaso a acusaciones de traición es aceptado sencillamente como una cosa natural. Y, del mismo modo que ya no existen los castigos por alta traición que habría cabido presumir, tampoco existen las recompensas a la virtud que habría cabido esperar. Quizá esas esperanzas no fueran más que una ilusión: un gobernante como es debido no habría debido contar nunca con la gratitud del pueblo. Eso ya había quedado demostrado durante la rebelión de Cade, pero viene a ponerse de manifiesto de nuevo, de forma todavía más fatal “en el momento culminante de la guerra civil. Justo antes de su caída definitiva, Enrique expresa su confianza en que sus súbditos lo apoyarán porque siempre ha sido un rey razonablemente justo, atento y moderado. La afirmación tiene mucho de cierto; el error, el error fatal, está en pensar que eso le garantizará un apoyo popular indudable. Para tranquilizarse, Enrique dice:
No he cerrado mis oídos a sus demandas, no he diferido sus requerimientos por medio de lentos aplazamientos, mi piedad ha sido un bálsamo para curar sus heridas, mi dulzura ha sabido apaciguar la tempestad de sus dolores, mi clemencia ha secado sus lágrimas. No he ambicionado su fortuna, no los he abrumado mucho con pesados subsidios, no he buscado la venganza, aunque han errado grandemente. ¿Por qué, pues, iban a amar más a Eduardo que a mí?
(4.8.7-15)
Pero, cuando llega la hora de la verdad, en la batalla que decide si finalmente la casa de York logrará por fin hacerse con el poder, no se produce una oleada de apoyo popular en favor del virtuoso Enrique. Primero, su hijo y heredero es capturado y asesinado a puñaladas por los hijos de York, y luego le llega a él el turno de morir a manos de Ricardo, duque de Gloucester, el más despiadado de los descendientes de York. El líder de la facción de York, Eduardo Plantagenet, sube al trono.
Y, en quinto y último lugar, puede que la aparente restauración del orden después de todo este caos no sea más que una ilusión. Deseoso de «invertir el tiempo en suntuosos regocijos, en alegres representaciones teatrales» (5.7.42-43), Eduardo es un personaje más moderado que su padre, el duque de York, pues no está tan dominado por las fantasías de poder absoluto de este. Para devolver al país una apariencia de normalidad, de gobierno legítimo, espera conseguir una especie de olvido colectivo de la pesadilla de la que acaba de despertarse todo el mundo. Sumido en ese espíritu de amnesia, califica de «amarga preocupación» la carnicería que su partido ha causado. Y afirma alegremente que todas las amenazas se han esfumado: «Así hemos barrido lejos de nuestro trono todo motivo de temor y nos hemos proporcionado la seguridad como plataforma» (5.7.13-14).
Según afirma el nuevo rey al final de la obra, todo parece felizmente arreglado: «Espero, pues, que principie aquí para nosotros una era de permanente alegría» (5.7.46). Pero, al término de la trilogía de Shakespeare sobre la guerra de las Dos Rosas, el público sabe muy bien que esa alegría no será duradera. Eduardo debe en gran medida la victoria de su partido y, por tanto, su trono a sus enérgicos hermanos, Jorge, duque de Clarence, y Ricardo, duque de Gloucester. A decir verdad, durante la guerra civil Jorge vaciló en un momento dado y se puso brevemente de parte de los Lancaster, pero no tardó en volver a luchar por la causa de la casa de York. Ricardo no vaciló nunca, y fue él el que asesinó a Enrique VI. Pero, mientras el monarca moría desangrado a sus pies, Ricardo dejó bien claro que al único al que guardaba fidelidad era a sí mismo. «No tengo hermano —afirma—. Yo soy único» (5.6.80-83). Un nuevo tirano aguarda entre bastidores.
CUATRO
CUESTIÓN DE CARÁCTER
Ricardo III, de Shakespeare, desarrolla brillantemente los rasgos de la personalidad del aspirante a tirano esbozados ya en la trilogía de Enrique VI: el egoísmo ilimitado, la transgresión de cualquier ley, el placer que provoca infligir dolor y el deseo compulsivo de dominar. Ricardo es patológicamente narcisista y arrogante en grado sumo. Tiene un concepto grotesco de lo que son sus derechos y no duda en ningún momento que puede hacer lo que se le antoje. Le encanta dictar órdenes a voces y observar cómo sus subordinados corren a ejecutarlas. Espera de los demás una lealtad absoluta, pero él es incapaz de sentir gratitud. Los sentimientos de los demás no significan nada para él. No tiene ninguna gracia natural ni el menor sentido de lo que es una humanidad compartida, ni tampoco honestidad.
No solo es indiferente a la ley, la odia y le produce placer el hecho de transgredirla. La odia porque se interpone en su camino y porque representa un concepto de bien público común que él desprecia. Divide el mundo entre ganadores y perdedores. Los ganadores le inspiran respeto en la medida en que pueda utilizarlos para sus propios fines; los perdedores solo suscitan desdén en él. El bien común es algo de lo que solo a los perdedores les gusta hablar. A él de lo que le gusta hablar es de ganar.
La riqueza es algo que siempre ha poseído; nació rodeado de ella y la utiliza profusamente. Pero, aunque disfruta poseyendo aquello que el dinero puede darle, no es eso lo que más lo excita. Lo que lo excita es el placer de la dominación. Es un matón. Se encoleriza fácilmente y arremete contra todo el que se interponga en su camino. Disfruta cuando ve a los demás acobardarse, temblar o estremecerse de dolor. Tiene el don de detectar la debilidad de los otros y maña para burlarse de ellos e insultarlos. Esas cualidades atraen a muchos seguidores que experimentan ese mismo placer cruel, aunque no puedan sentirlo en el mismo grado, absolutamente único, que él. Aunque saben que es peligroso, sus seguidores lo ayudan a alcanzar su objetivo, que es la posesión del poder supremo.
Poseer el poder para él significa, entre otras cosas, dominar a las mujeres, pues las desprecia mucho más de lo que las desea. La conquista sexual lo excita, pero solo por la demostración que conlleva, reiterada infinitamente, de que puede tener todo lo que le apetezca. Sabe que aquellos a los que tiene en sus manos lo odian. En realidad, una vez que ha logrado hacerse con el control que tanto lo atrae, ya sea en la política o en el sexo, es perfectamente consciente de que casi todo el mundo lo odia. Al principio ese conocimiento le da energías y hace que esté ansiosamente atento a la aparición de cualquier rival o posible conspiración. Pero enseguida empieza a reconcomerlo y a agotarlo.
Tarde o temprano, será derrocado. Muere sin que nadie lo ame y sin que nadie lo llore. Tras de sí solo deja ruinas. Más habría valido que Ricardo III no hubiera nacido.
* * *
Shakespeare basó el retrato que hizo de Ricardo en un relato sumamente tendencioso y partidista escrito por Tomás Moro y repetido por los cronistas de los Tudor. Pero ¿de dónde venía su psicopatología?, se preguntaba el dramaturgo. ¿Cómo llegó a formarse? El tirano, tal como lo concebía Shakespeare, se sentía interiormente atormentado por la conciencia de su fealdad, consecuencia de un cuerpo deforme que desde el momento mismo de su nacimiento hizo que se apartaran llenos de repugnancia y horror todos los que lo vieron. «La partera quedó confusa y las mujeres gritaban: “¡Oh, Jesús nos bendiga! ¡Ha nacido con dientes!”» (3 Enrique VI 5.6.74-75). «Lo que era verdad, y lo que significaba que gruñiría, que mordería, que haría el papel de dogo».
Los dientes de Ricardo desde recién nacido son un rasgo que lleva una gran carga simbólica que él mismo incorpora a la idea que se hace de sí, y que, evidentemente, ha sido elaborado también por los demás. «Dicen que mi tío creció tan aprisa —comenta ingenuamente su joven sobrino York— que pudo morder una corteza a las dos horas de haber nacido» (Ricardo III 2.4.27-28). «¿Quién te ha contado eso?», pregunta su abuela, la duquesa de York, que, por otra parte, es la madre de Ricardo. «Su nodriza, abuela», contesta el muchacho. Pero la duquesa le replica: «¡Su nodriza! ¡Bah! Murió antes de que tú nacieses» (2.4.33). «Si no fue ella —insiste el niño—, no me acuerdo quién me lo dijo» (2.4.34). La infancia de Ricardo se ha convertido en una leyenda.
Ricardo alude a la reacción de la partera y a las mujeres que asistieron a su madre, pero no cuesta ningún trabajo suponer que el relato de su malhadada venida al mundo deriva principalmente de su progenitora. Evidentemente, la duquesa de York entretuvo a su hijo y a cuantos quisieron oírla con todo tipo de detalles acerca de lo difícil del nacimiento de Ricardo y de las repulsivas marcas que mostraba su cuerpo cuando lo dio a luz. El tema en el que la duquesa insiste una y otra vez es lo que ella llama la «angustia, [el] sufrimiento y [la] agonía» (Ricardo III [primera edición en cuartilla] 4.4.156) que tuvo que soportar cuando lo trajo al mundo, y ese mismo tema es el reproche que le dirigen todos los que tienen la imprudencia de manifestar lo que piensan o que están lo bastante desesperados como para hacerlo. «Tu madre experimentó más sufrimiento que el de una madre —recuerda el desdichado Enrique VI a Ricardo, que lo ha hecho prisionero—, y, sin embargo, parió menos que la esperanza de una madre, es decir, una bola indigesta y deforme» (3 Enrique VI 5.7.49-51). Cuando el rey cautivo saca a colación lo de los dientes —«Tu boca tenía dientes cuando naciste, para significar que venías al mundo para morder»—, Ricardo no puede seguir aguantándolo. «No quiero escuchar más», exclama, y mata al prisionero real clavándole un puñal (5.7.53-57).
Como llegan a percibir cuantos lo rodean, hay algo en la mente de Ricardo que no está bien, ni mucho menos; incluso él conoce el desorden interno que padece, aunque solo se lo confiese a sí mismo. Para justificar su deformidad psicológica y moral, sus contemporáneos aluden a su deformidad física: la columna vertebral corvada que ellos llaman joroba (y que nosotros denominaríamos cifosis severa). Para ellos es como si el universo le hubiera puesto una marca externa que vendría a poner de manifiesto su anomalía interna. Y Ricardo está de acuerdo: «¡Bien! Puesto que los cielos han modelado así mi cuerpo —dice—, que el infierno deforme mi alma, para ponerla en armonía con su envoltura» (5.6.78-79). Al no sentir en sí mismo ninguna de las emociones que sienten los seres humanos corrientes —«No tengo ni piedad ni amor ni miedo», dice (5.6.68)—, desea que su mente tenga el mismo retorcimiento estigmatizado que su cuerpo.
Shakespeare no repudia en ningún caso el convencimiento que tenía su cultura de que la deformidad física era la expresión de una deformidad moral; permite que su público crea que un poder superior, ya sea Dios o la naturaleza, se ha encargado de producir un signo visible de la maldad del villano. La deformidad física de Ricardo es una especie de portento o emblema preternatural de su perfidia. Pero, en contra de la corriente dominante dentro de su cultura, Shakespeare insiste en que también es cierto lo contrario: la deformidad de Ricardo —o, mejor dicho, la reacción de su sociedad ante su deformidad— es la raíz que condiciona su psicopatología. Desde luego, ese condicionante no es automático; por supuesto, nada indica que todas las personas que tienen la columna vertebral torcida se conviertan en asesinos taimados. Shakespeare insinúa, sin embargo que un niño que no es amado por su madre, que es ridiculizado por los que son como él y que es obligado a considerarse un monstruo desarrollará ciertas estrategias psicológicas compensatorias, algunas de las cuales serán destructivas e incluso autodestructivas.
Ricardo observa cómo su hermano Eduardo corteja a una mujer atractiva. Se trata, evidentemente, de una escena de la que ya ha sido testigo antes —su hermano es un famoso donjuán— y que suscita en él amargas reflexiones. «Pardiez, el amor me ha repudiado en el seno de mi madre», murmura, y, para asegurarse de que ese abandono fuera permanente, la diosa del amor se confabuló con la naturaleza para que acortase mi brazo como un arbusto seco, para que elevase a mi espalda una envidiosa montaña, donde la deformidad pudiese asentarse para ridiculizar mi persona física, para que hiciese mis piernas desiguales de largas, para que forjase de mí en todas las partes de mi cuerpo un caos disforme.
(3 Enrique VI 3.2.153-160)”
Habría resultado grotesco en él, se dice, imaginar que pudiera llegar a tener cualquier éxito en el terreno amoroso; nadie habría podido nunca amar un cuerpo como el suyo. Cualquier placer que pudiera obtener de la vida, pues, no vendría seguramente de buscar su «paraíso en el seno de una dama» (3.2.148). Pero hay una forma de compensar esa dolorosa pérdida: puede dedicarse a fastidiar a aquellos que poseen las dotes naturales de las que él carece.
Hijo menor del duque de York y hermano del rey que ocupa el trono, Eduardo IV, Ricardo se encuentra casi en la cúspide de la jerarquía social. Sabe que los demás cuentan chistes crueles sobre él cuando no puede oírlos y que lo llaman «sapo» y «jabalí», pero sabe también que su alta cuna le confiere una autoridad casi ilimitada sobre los que están por debajo de él. A esa autoridad él se encarga de añadir arrogancia, propensión a la violencia y un concepto de impunidad aristocrática. Cuando imparte una orden, espera ser obedecido de inmediato. Al tropezarse con el cortejo que lleva el féretro del rey al que ha matado, Ricardo manda en tono perentorio a los caballeros que lo portan sobre sus hombros y a las gentes de armas que lo escoltan que se detengan y posen el ataúd en el suelo. Cuando ve que al principio se niegan a hacerlo, se deshace en denuestos contra ellos —«villanos», los llama; «perro descortés», le dice a otro; «mendigo»— y amenaza con matarlos (Ricardo III 1.2.36-42). La fuerza de su posición social es tal y tal es la seguridad con la que la ejerce que todos se echan a temblar y lo obedecen.
Dominar a otros sirve para apuntalar la imagen degradada de sí mismo que tiene el solitario Ricardo, para protegerse del dolor causado por el rechazo, para mantenerse en pie. Para él es como si su cuerpo se burlara constantemente de él, al mismo tiempo que es objeto de burla de los demás. Desequilibrado físicamente, su cuerpo es como «un caos» (3 Enrique VI 3.2.161). Ejercer el poder, especialmente el tipo de poder que hace perder el equilibrio a las personas, reduce su propia sensación de desproporción caótica, o al menos eso espera. No es solo cuestión de mandar a las personas que hagan lo que él quiera que hagan, por agradable que resulte, es también el singular placer de hacer que se estremezcan, que se tambaleen o incluso que caigan.
Tal como nos lo presenta la tragedia de Shakespeare, Ricardo muestra una claridad espeluznante al especificar los lazos que mantienen cohesionada su deformidad física, su disposición psicológica y su objetivo político global:
Puesto que esta tierra no me proporciona otro goce más que el de mandar, de contrariar, de dominar a aquellos que son más bellos que yo, buscaré mi paraíso en ese sueño de una corona.
(3.2.165-168)
De la manera repugnante en que lo caracteriza, es un hombre que ha conseguido tener una insólita claridad de ideas sobre sí mismo. Sabe lo que siente, lo que le falta y lo que necesita tener (o al menos lo que ansía tener) para experimentar placer. El poder absoluto —el poder de mandar a todos— es la máxima forma de placer que tiene; en realidad, solo el hecho de degustar ese paraíso podrá darle satisfacción. Según él mismo declara, «consideraré este mundo un infierno hasta que esta cabeza que es llevada por este cuerpo mal formado sea ceñida por una gloriosa corona» (3.2.169-171).
Ricardo es perfectamente consciente de que lo que se trae entre manos es una mera fantasía destinada a satisfacer sus deseos. Su hermano, el rey Eduardo, tiene dos hijos pequeños que son los herederos directos del trono, y, si por casualidad ninguno de los dos sobreviviera, está también su hermano mayor, Jorge, duque de Clarence. Entre Ricardo y la corona que tanto anhela hay un abismo enorme.
Así pues, todo lo que puedo es soñar con soberanía, como un hombre colocado en un promontorio que, espiando de lejos una orilla que quisiera pisar, deseara que su pie estuviese al nivel de su ojo, riñera al mar que lo separa de la orilla y dijera que querría ponerlo en seco para abrirse camino.
(3 Enrique VI 3.2.134-139)
Hay algo desesperado y casi patético en este hombre retorcido que sueña que un día detentará el poder necesario para mangonear a todo el mundo y, de ese modo, compensar el cuerpo desequilibrado, incapaz de suscitar amor, que posee. Es, según reconoce tristemente, como un hombre «perdido en un bosque espinoso» que es desgarrado por las zarzas y lucha desesperadamente por salir de nuevo a terreno descubierto.
En esas circunstancias, la principal arma que tiene Ricardo a su disposición es la propia absurdidad de su ambición. Nadie en su sano juicio sospecharía que aspira seriamente al trono. Y se siente seguro con la posesión de esa única cualidad especial y, en su caso, esencial. Tiene un gran talento para el engaño. Para felicitarse a sí mismo dice:
¡Diantre! Puedo sonreír y asesinar mientras sonrío, puedo gritar: «Contento» a lo que desuela mi corazón; puedo mojar mis mejillas con lágrimas hipócritas y arreglar mi cara según las circunstancias.
(3.2.182-185)
Posee las dotes histriónicas especiales de un embaucador.
En el espectacular monólogo inicial de Ricardo III, el protagonista de la obra, en ese momento duque de Gloucester, recuerda al público el punto en el que había quedado la trilogía anterior: «Ya el invierno de nuestra desventura se ha transformado en un glorioso estío por este sol de York»
(Ricardo III 1.1.1-2). Shakespeare vuelve a abrir la ventana que nos permite conocer a su personaje. Inglaterra está por fin en paz, pero no hay paz para el retorcido duque de Gloucester. Todos los demás pueden dedicarse a la búsqueda del placer:
Pero yo, que no he sido formado para estos traviesos deportes ni para cortejar a un amoroso espejo…; yo, groseramente construido y sin la majestuosa gentileza para pavonearme ante una ninfa de libertina desenvoltura; yo, privado de esta bella proporción, desprovisto de todo encanto por la pérfida naturaleza; deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo, terminado a medias, y eso tan imperfectamente y fuera de la moda, que los perros me ladran cuando ante ellos me paro… ¡Vaya, yo, en estos tiempos afeminados de paz muelle, no hallo delicia en que pasar el tiempo!
(1.1.14-25)
«Deforme, sin acabar, enviado antes de tiempo a este latente mundo, terminado a medias», Ricardo no intentará ser un amante; antes bien, buscará el poder por todos los medios que sean necesarios.
Shakespeare no insinuaba que un modelo compensatorio —el poder como sustituto del placer sexual— pudiera explicar del todo la psicología de un tirano. Pero seguía fiel a la convicción básica de que existe una relación significativa entre la sed de poder tiránico y una vida psicosexual frustrada o deteriorada. Y también seguía fiel a la convicción de que el deterioro traumático y duradero causado a la autoestima de una persona podía remontarse a experiencias muy tempranas: al miedo a ser feo propio del adolescente, a las burlas crueles de otros niños o, incluso en una etapa anterior de la vida, a las reacciones de nodrizas y comadronas. Pero por encima de todo, pensaba, el daño más irreparable podía venir de la negativa de una madre a amar a su hijo o de su incapacidad de amarlo. La violenta cólera de Ricardo contra la diosa del amor, que lo repudió, y contra la naturaleza, que encogió su brazo como un arbusto seco, es una débil pantalla que oculta la furia contra su madre.
Ricardo III es una de las pocas obras de Shakespeare que describen la relación madre-hijo. Con mucha más frecuencia, los argumentos de sus otros dramas se fijan sobre todo en la relación de los hijos con sus padres —Egeo en El sueño de una noche de verano, Enrique IV en las dos obras que llevan su nombre, Leonato en Mucho ruido y pocas nueces, Brabancio en Otelo, Lear y Gloucester en El rey Lear o Próspero en La tempestad, por citar unos pocos—, sin recordar prácticamente para nada a las mujeres que trajeron a esos hijos al mundo. La trilogía de Enrique VI nos presenta a los cuatro hijos de York —Eduardo, Jorge, Edmundo, conde de Rutland, y Ricardo— sin molestarse siquiera en darnos a conocer a su madre. En lo que hacen hincapié las tres tragedias no es en los individuos ni en las familias, sino en la forma en que la totalidad del reino se desliza hacia la guerra civil. Sin embargo, cuando Shakespeare fija su atención en el carácter del tirano propiamente dicho —la amargura íntima, el desorden y la violencia que lo impulsan a seguir adelante y a causar la ruina del país—, necesita explorar qué es lo que no funciona en la relación entre madre e hijo.
La madre de Ricardo, la duquesa de York, lo deja bien claro desde elprimer momento en que hace su aparición en Ricardo III, cuando dice que considera a su hijo un monstruo. Tiene buenos motivos para hacerlo. No conoce los detalles, pero sospecha que Ricardo, y no su hijo mayor, el enfermizo Eduardo, ha estado detrás del asesinato de su hermano Jorge. Ricardo ha expresado una gran compasión y amor por sus sobrinos huérfanos, la hija y el hijo de Jorge, pero la duquesa les advierte —«inexpertos, infelices e inocentes», los llama— que no crean ni una palabra de lo que les diga. «¿Pensáis, abuela, que mi tío me engañó?», dice uno de los niños. «¡Sí, hijo mío!», responde secamente la anciana. La duquesa expresa una mezcla de dos sentimientos contradictorios, bochorno y negación de los hechos. «¡Es mi hijo, sí, y como tal me avergüenza! —llega a reconocer, pero inmediatamente rechaza tener cualquier responsabilidad—. Pero de mis pechos no mamó esa perfidia» (Ricardo III 2.2.18, 29-30). Cuando corre el rumor de que Eduardo ha muerto y ha dejado a Ricardo como el único superviviente de sus cuatro hijos, el sentimiento de bochorno de la anciana duquesa no hace sino intensificarse. «No me queda para consuelo más que un falso cristal [i. e. un espejo] —dice con amargura— que me aflige cuando miro en él mi oprobio» (2.2.53-54).
En ese momento llega Ricardo y hace una pantomima de piedad filial: se arrodilla a los pies de su madre y pide su bendición. La duquesa hace con frialdad lo que le pide, pero es evidente que le repugna el ser que ha traído al mundo. En un momento posterior de la tragedia, insta a las otras mujeres cuyas vidas han sido arruinadas por su hijo —la anciana Margarita, viuda de Enrique VI, Isabel, la viuda de Eduardo, y la desdichada esposa de Ricardo, la infeliz Ana— a dar rienda suelta a su dolor y a su cólera. «En la amargura que respiren vuestras palabras —les dice—, ahoguemos a mi condenado hijo» (4.4.133-134). Cuando Ricardo aparece ante ellas, lo primero que se le ocurre a su madre es dirigirse a él utilizando la palabra que encarna la repulsión que su apariencia ha suscitado siempre: «¡Sapo, sapo!». Ojalá lo hubiera ahogado en su vientre, le dice. Así le habría impedido causar todas las calamidades que ha acarreado al mundo y a su propia vida:
¡Tú has venido a la Tierra para hacer de ella mi infierno! ¡Tu nacimiento ha sido para mí una carga abrumadora! ¡Irritable y colérica fue“cencia, temeraria, irrespetuosa y aventurera! ¡Tu edad madura, orgullosa, sutil, falsa y sanguinaria…!
(4.4.167-172)
Tras afirmar que no volverá a hablar nunca más con él, la duquesa termina maldiciéndolo y rezando por que muera: «Como sanguinario que eres, sanguinario será tu fin».
La vergüenza y el aborrecimiento de la madre no son mera consecuencia de la perversidad de los actos de su hijo; se remontan al primerísimo momento, a la primera vez que vio al recién nacido y a su infancia irritable y colérica. Hacia Eduardo y hacia Jorge la duquesa expresa la ternura y la solicitud de una madre; por el deforme Ricardo, siempre ha sentido tan solo repugnancia y aversión.
Como no sería de extrañar, la respuesta de Ricardo consiste en ordenar que suenen trompetas y tambores que ahoguen con su estrépito las maldiciones de la duquesa. Pero la obra logra dar a entender que el rechazo de su madre lo ha afectado y ha sembrado en él algo más que impaciencia y furor. Da a entender también que, en respuesta a ese rechazo, Ricardo ha desarrollado durante toda su vida una serie de estrategias para hacer que lo oigan, que le presten atención y que lo acepten. Una de las extrañas habilidades de Ricardo —y, a juicio de Shakespeare, una de las cualidades más características del tirano— es la de saber meterse, aunque sea a la fuerza, en la mente de los que lo rodean, tanto si lo desean como si no. Es como si, en compensación por el dolor que ha padecido, hubiera encontrado una forma de estar presente —por la fuerza o por medio del fraude, ayudándose de la violencia o mediante la insinuación— en todas partes y en todas las personas. Nadie puede mantenerlo fuera de su vida.
CINCO
LOS CÓMPLICES
La perversidad de Ricardo resulta evidente a todas luces para casi todo el mundo. No existe ningún profundo secreto en su cinismo, en su crueldad ni en su actitud traicionera, y tampoco se ve el menor atisbo de redención en él, ni razón alguna que lleve a pensar que pudiera gobernar el país con eficacia. La cuestión que explora la obra, pues, es cómo semejante persona pudo alcanzar realmente el trono de Inglaterra. Una hazaña tal, sugiere Shakespeare, depende de una conjunción fatal de respuestas distintas, pero igualmente autodestructivas, de los que lo rodean. En conjunto, esas respuestas equivalen al fracaso colectivo de todo un país.
Unos cuantos personajes son auténticamente engañados por Ricardo, dan validez a sus pretensiones, dan crédito a sus promesas y toman al pie de la letra sus demostraciones de emoción. Como es poco lo que pueden hacer para facilitar o evitar la ascensión al poder de Ricardo —en su mayoría son niños y demasiado inocentes e ingenuos o simplemente carecen por completo de poder para desempeñar cualquier papel significativo en la vida política—, deben ser incluidos sin más entre los embaucados por él o entre sus víctimas.
Están también los que se sienten atemorizados o impotentes ante la intimidación o la amenaza de violencia. «Haré otro [cadáver] del que desobedezca» (Ricardo III 1.2.37), dice en tono amenazador Ricardo, y la oposición a sus escandalosas órdenes se esfuma como por arte de magia. A ello contribuye también el hecho de que es un hombre inmensamente rico y privilegiado, acostumbrado a salirse siempre con la suya, aunque eso suponga violar toda clase de normas morales.
Luego están los que no pueden entender con claridad que Ricardo sea tan malvado como parece. Saben que es un mentiroso patológico y se dan perfecta cuenta de que ha cometido tal o cual atrocidad, pero tienen una extraña propensión a olvidar las cosas, como si les costara trabajo recordar lo horrible que es. Se sienten atraídos irresistiblemente a normalizar todo lo que no es normal.
Otro grupo está compuesto por los que no olvidan del todo que Ricardo es un auténtico canalla, pero confían en que las cosas seguirán su curso normal. Se convencen de que siempre habrá, como si dijéramos, suficientes adultos en la sala para garantizar que las promesas serán cumplidas, las alianzas, respetadas y las instituciones fundamentales, salvaguardadas. Ricardo está tan total y absolutamente incapacitado para ocupar la posición suprema de poder que los integrantes de este grupo simplemente ni siquiera piensan en él. Su interés se centra siempre en algún otro personaje, hasta que ya es demasiado tarde. No se dan cuenta con la suficiente rapidez de que lo que parecía imposible está sucediendo realmente. Se han fiado de una estructura que se revela inesperadamente frágil.
Un grupo más siniestro es el que forman los que se convencen a sí mismos de que pueden sacar provecho de la ascensión al poder de Ricardo. Como casi todos los demás, se percatan perfectamente de lo destructivo que es, pero confían en que, en cualquier caso, estarán siempre un paso por delante de la oleada de maldad que se les viene encima o en que sacarán alguna ventaja de ella. Estos aliados y seguidores de Ricardo —Hastings, Catesby y, sobre todo, Buckingham— lo ayudan a ascender paso a paso, participan en todos sus trabajos sucios y contemplan con una indiferencia glacial cómo va multiplicándose el número de bajas. Algunos de esos cínicos colaboradores, tal como se los imagina Shakespeare, serán algunos de los primeros en caer una vez que Ricardo los haya utilizado para alcanzar su objetivo.
Por último, tenemos una variopinta multitud de individuos que ejecutan sus órdenes. Unos a regañadientes, ansiosos simplemente de no meterse en líos; otros, de mil amores, con la esperanza de obtener de paso algún beneficio para sí mismos, y otros, en fin, disfrutando con el juego cruel de hacer sufrir o incluso de matar a sus víctimas, a menudo situadas en lo más alto de la jerarquía social. Al aspirante a tirano no le faltan nunca gentes de esa calaña, tanto en Shakespeare como, por lo que yo sé, en la vida real. Bien es verdad que acaso exista un mundo en el que no sucede nada de eso. Es el mundo que otrora contemplaba Étienne de La Boétie, el amigo de Montaigne, un mundo en el que el dictador caería sencillamente por la negativa no violenta de la gente a cooperar con él. El tirano mandaría que le trajeran unas fresas o que se llevara a cabo una ronda de ejecuciones y nadie movería un dedo. Pero parece que Shakespeare consideraba semejantes ideas protogandhianas meros y vanos castillos en el aire. Pensaba que el tirano siempre encontraría verdugos bien dispuestos, hombres que, parafraseando las palabras de Hamlet, «ellos mismos solicitaron este cargo amorosamente» (Hamlet 5.2.57).
Elaborar un catálogo de los tipos de cómplices corre el riesgo de que pasemos por alto lo más fascinante que tiene el genio dramático de Shakespeare: no ya la construcción de categorías abstractas o el cálculo de grados de complicidad, sino la capacidad de imaginar de una forma inolvidablemente real la experiencia vivida. Obligadas a enfrentarse a la profunda perturbación causada por la ambición de Ricardo, al tener que abordar una serie de señales confusas y ante la total incertidumbre de los resultados, las personas no tienen más remedio que elegir entre diversas alternativas, todas ellas a cuál peor. En Ricardo III se esbozan brillantemente figuras de hombres“y mujeres que hacen angustiosos cálculos bajo una presión inaguantable y que toman decisiones fatales, condicionados por corrientes emocionales completamente fuera del control de su razón. El poder del gran teatro consiste en dar vida a esos dilemas.
En el extremo más alejado de la complicidad están los que, a pesar de lo que han oído contar o incluso de aquello de lo que han sido testigos directos, siguen confiando en las promesas de Ricardo. A esos individuos les resulta casi imposible ofrecer resistencia a una mentira audaz, enorme, reiterada con el mayor descaro. Los jóvenes y los inexpertos son una presa relativamente fácil. Cuando al hijo de Clarence, que acaba de ser asesinado, le dicen que las demostraciones de dolor de su tío Ricardo son falsas, la criatura responde: «Yo no puedo ni pensarlo» (Ricardo III 2.2.31-33). «No puedo ni pensarlo» se convierte en el lema de aquellos en cuya cabeza simplemente no cabe la idea de semejante perfidia. Y, por otra parte, ¿qué iba a hacer el pequeño huérfano con el cruel desengaño que su abuela la ofrecía?
La juventud no es el único factor que justifica esa ingenuidad fatal. De hecho, el caso más curioso de personaje que confía en las fraudulentas declaraciones de amistad que hace Ricardo no es un niño, ni mucho menos, sino su hermano mayor, Clarence, hombre recio, experimentado y políticamente hábil. En la tercera parte de Enrique VI Shakespeare había presentado los vaivenes estratégicos de la lealtad de Clarence durante la guerra de las Dos Rosas. Por consiguiente, el hombre se halla inmerso hasta el fondo en la maraña de hipocresía, traición y violencia de la contienda y ha tenido no pocas ocasiones de ver a su peligroso hermano en acción. ¿Por qué, cuando es detenido repentinamente y conducido a la Torre, habría de dar crédito Clarence a los ofrecimientos de ayuda de Ricardo?
Las respuestas que puedan darse a esta pregunta nos remiten a los múltiples motivos fundamentales que tendrían otros participantes en el juego político para dejarse embaucar por un sinvergüenza tan redomado y, por consiguiente, para posibilitar su ascensión al trono, por lo demás absolutamente inverosímil. Los acontecimientos se suceden a un ritmo vertiginoso. En su monólogo inicial, Ricardo declara:
He urdido complots, inducciones peligrosas, valido de absurdas profecías, libelos y sueños, para crear un odio mortal entre mi hermano Clarence y el monarca.
(Ricardo III 1.1.32-36)
Al cabo de un momento, vemos cómo Clarence es conducido a la Torre, custodiado por unos guardias. En una breve conversación en presencia del carcelero, Ricardo hace gala de su simpatía hacia el prisionero y da a entender que su encarcelamiento no ha sido obra del rey —que, al fin y al cabo, es hermano de ambos—, sino de su esposa. De ese modo, Clarence se ve sumido en una situación política aterradora y compleja, de la cual sería muy difícil zafarse. Existe una vieja tensión entre él y su hermano Eduardo, cuya ascensión al trono Clarence no apoyó del todo. Existe una pugna por el poder, por lo demás perfectamente previsible, entre la familia de la reina, por un lado, y la familia del rey, por otro. Está, además, la amante del rey, Jane Shore, una influencia independiente con la que hay que contar. Hallándose como se halla bajo la presión de una crisis que se desarrolla con tanta rapidez, ¿cómo se supone que se librará de ella el prisionero? Si pudiera imaginarse el disparatado plan que tiene Ricardo de eliminar a todo el que se interponga entre él y el trono, todo estaría claro, pero, sin esa clave, todo resulta borroso.
Ricardo saca el señuelo de la solidaridad fraterna. «¡No estamos seguros, Clarence; no estamos seguros!» (1.1.70). Y Clarence se aferra a él, fiado en la primacía de un instinto humano tan básico como la lealtad familiar. Nosotros sabemos que más le habría valido ponerse a merced del rey, o de la reina, o de la amante del rey, pero, en medio de esa vertiginosa confusión, no hay manera de que vea nada con claridad. Su razón, sabremos poco después, se halla, además, nublada por la culpa, por la conciencia de los compromisos morales contraídos en el pasado. Y no está solo, ni mucho menos: en la obra de Shakespeare no hay prácticamente ni una sola vida que no esté comprometida moralmente. Prácticamente todos los personajes se enfrentan a recuerdos dolorosos de mentiras y de promesas rotas, recuerdos que hacen que les resulte todavía más difícil entender dónde está el peligro más profundo.
Aun así, Clarence cuenta, al fin y al cabo, con un indicio del peligro mortal que representa Gloucester (como él mismo llama a su hermano Ricardo, duque de Gloucester); el problema radica en que ese indicio está solo en sus sueños. En una curiosa escena que se desarrolla en la Torre, el prisionero se despierta después de pasar toda la noche en vilo, sin poder descansar como es debido, y cuenta al carcelero el terrible sueño que ha tenido. Todo empezó, dice, cuando se imaginó que lograba escapar:
Pensé que me había evadido de la Torre y que me embarqué para Borgoña en compañía de mi hermano Gloucester, quien me invita a abandonar mi camarote y a pasear sobre cubierta.
(1.4.9-13)
Llegado a este punto, el sueño se convierte bruscamente en una pesadilla:
… Mientras recorremos a grandes pasos el movible piso de la cubierta, creo ver a Gloucester tropezar, y, como yo quisiera recogerlo, me ase y me arroja por la borda a las irritadas olas del océano. ¡Oh, Señor! ¡Qué dolor me parecía el ahogarse!
(1.4.16-21)
Ahí está casi todo: en su subconsciente, Clarence comprende que su hermano se mantiene a flote hundiendo a los que lo rodean e incluso que su hermano será la causa de su muerte. Lo único que le falta es darse cuenta de la malevolencia de Ricardo o de los motivos que lo impulsan. En el sueño, todo es simplemente un accidente horrible.
Pocos minutos después, no ya en un sueño, sino en pleno estado de vigilia, aparecen en la Torre dos esbirros contratados por Ricardo. Dando por descontado que han sido enviados por su hermano Eduardo, Clarence incurre de nuevo en una confianza ilusoria. «¡Si estáis pagados para esta acción —dice a los asesinos—, volved enseguida y buscad a mi hermano Gloucester, quien os recompensará mejor por haberme dejado vivir que Eduardo remuneraros ha por mi muerte!». «¡Estáis equivocado! —replica uno de ellos—. ¡Vuestro hermano Gloucester os odia!». Clarence se niega a creer esa verdad terrible: «¡Oh, no! ¡Me ama y le soy querido! ¡Id de mi parte a verlo!». Y, respondiendo con un rasgo de humor siniestro, los dos asesinos dicen: «¡Sí que iremos!» (1.4.221-226). Uno de ellos apuñala a Clarence y lo arroja a un tonel de vino antes de salir precipitadamente en busca de Ricardo para cobrar su recompensa.
Visto retrospectivamente, el sueño de Clarence tiene una terrible fuerza premonitoria, que llega hasta el propio hecho de morir ahogado, pero su significación va más allá de esa ironía circunstancial. Revela un rasgo general muy importante de la tiranía que intenta alzarse con el poder: su aterradora capacidad de penetrar en la mente de las personas cuando están dormidas, del mismo modo que puede penetrar en su cuerpo. En Ricardo III los sueños no son toques decorativos o meros atisbos de la psicología del individuo. Son elementos esenciales para entender el poder que tiene el tirano de existir en las pesadillas y como pesadilla del individuo. Y el tirano tiene, además, el poder de hacer reales las pesadillas.
Es solo en un sueño donde Clarence logra ver qué es lo que pretende realmente su hermano. Despierto y obligado incluso a enfrentarse a sus asesinos, no es capaz de admitir que ha sido traicionado por alguien que «ha gemido en mi desgracia, y, estrechándome en sus brazos, juró entre sollozos que trabajaría por mi libertad» (1.4.235-237). Ningún personaje de la obra se defiende con tal denuedo de la verdad oculta en los sueños. A las cuatro de la madrugada, un mensajero llama a las puertas del poderoso lord Hastings para informar de que lord Stanley ha tenido una pesadilla: «Me encarga que comunique a vuestra señoría que esta noche ha soñado que el jabalí le había destrozado el yelmo» (3.2.10), esto es, Stanley ha soñado que Ricardo le ha cortado la cabeza. Hastings no hace caso del presagio. «Dile que sus temores son vanos —encarga al mensajero—. Y, tocante a sus sueños, que me asombro que sea tan pusilánime para dar fe a quimeras de un sueño agitado» (3.2.24-26). Salir huyendo presa del pánico no haría más que despertar sospechas:
Huir del jabalí antes de que nos persiga sería excitarlo a correr tras nosotros y a caer sobre una pieza que no tenía intención de cazar.
(3.2.27-29)
“Es más prudente, aconseja Hastings, quedarse quieto. A la hora de la verdad, es el pusilánime Stanley el que finalmente logra salvar la vida, mientras que Hastings acaba con la cabeza cortada.
Pero ¿por qué iba Hastings, que ha contemplado de cerca la crueldad implacable de Ricardo, permitirse caer en la trampa? La respuesta es que el ambicioso Hastings piensa que puede sacar provecho de esa crueldad para deshacerse de sus principales adversarios en la Corte. No desconoce los posibles riesgos que eso comporta, pero cree que ha conseguido defenderse adecuadamente del peligro, al hacerse útil a Ricardo en el pasado y cultivar la alianza de personajes bien situados, capaces de avisarle cuando dé la impresión de que los vientos empiezan a soplar en alguna dirección alarmante. El más destacado de esos aliados es «mi buen amigo Catesby…, donde nada podrá suceder que nos concierna sin que tenga yo conocimiento» (3.2.21-23).
Lo que Hastings no entiende es que tal vez no sea tan seguro que tenga en el bolsillo al encargado de mantenerlo informado, Catesby, más interesado en velar por sus propios intereses. A continuación, viene una conversación en la cual Catesby, tras comunicar que varios enemigos de Hastings están a punto de ser ejecutados, tantea la disposición de este a apoyar los intentos de Ricardo de adueñarse del trono. Leal al joven hijo del difunto rey, Hastings se niega rotundamente a hacerlo, sin darse cuenta de que semejante negativa sellará su destino; en lo único que piensa es en la ruina de sus enemigos. Prevé que en las semanas por venir se producirán nuevos triunfos en beneficio propio, triunfos todos que serán fruto de su amistad y su colaboración con Ricardo: «¡Bien, Catesby! ¡Antes que envejezca quince días, he de hacer despachar a alguno que ni siquiera lo sospecha!» (3.2.59-60). Pero, naturalmente, será él el que sea despachado. En una escena espeluznante, Ricardo lo elimina como si fuera una pequeña molestia que hubiera que quitar de en medio antes de la hora de almorzar: «¡Cortadle la cabeza! ¡Pronto, por San Pablo! ¡No comeré hasta haberla visto!» (3.4.75-77).
“El tirano da la orden, pero, evidentemente, no la ejecuta él mismo. Y entre sus colaboradores hay muchos más que el hombre que empuña el hacha; la sala en la que Ricardo da la orden está llena de personajes poderosos sentados alrededor de la mesa. Allí está Stanley —el que había tenido la pesadilla—, junto con el duque de Buckingham, el obispo de Ely, sir Richard Ratcliffe, sir Francis Lovell, el duque de Norfolk y otros. Todos conocen a Hastings desde hace años y todos saben que el cargo de traición que se le imputa —usar artes de hechicería para debilitar el brazo de Ricardo— es completamente absurdo, pues la deformidad del brazo de Ricardo es de nacimiento. Algunos, como Buckingham y Catesby, conspiran ya para matar a Hastings; otros, como Ratcliffe y Lovell, están encantados de acatar cualquier orden que dé el tirano, y otros, en fin, simplemente se sienten aliviados de que el hacha del verdugo no apunte en dirección a ellos.”
Todos tendrán alguna responsabilidad, incluso aquellos que se limitan a permanecer callados e imaginan que, por consiguiente, están libres de toda culpa. En una escena anterior de la obra, el alcaide de la Torre, sir Robert Brakenbury, recibe una orden escrita en la que se le dice que entregue a su prisionero, Clarence, a los dos personajes con pinta de sicarios. Una simple ojeada basta para que nos demos cuenta de cuál es la intención de los dos sujetos. Brakenbury sabe perfectamente que su prisionero no ha recibido un juicio, ni justo ni de ninguna clase; antes bien, entrega las llaves de la celda a los asesinos sin hacer pregunta alguna ni protestar: «¡No quiero reflexionar qué intenciones la han dictado [la orden], porque deseo ignorarlas, para ser inocente!» (1.4.93-94). Por medio de múltiples actos de este tipo, llevados a cabo por personajes respetables deseosos de «ser inocentes», el establecimiento de la tiranía se ve facilitado.
Una sucesión de asesinatos despeja el campo y quita de en medio los impedimentos más significativos, reales o potenciales, para que Ricardo se haga con el poder. Pero resulta sorprendente que Shakespeare no considere la ascensión final al trono de Ricardo el resultado directo de la violencia. Antes bien, es la consecuencia de una elección. Con el fin de solicitar el mandato del pueblo, Ricardo emprende una campaña política en la que no faltan una demostración falsa de piedad religiosa, la difamación de sus adversarios y una supuesta amenaza, groseramente exagerada, para la seguridad nacional.
¿Por qué una elección? La fidelidad a sus fuentes, y en especial a la Historia del rey Ricardo III, de Tomás Moro, no es una explicación suficiente. Shakespeare se sentía cómodo haciendo recortes e introduciendo cambios cuando le convenía. (En esta obra en concreto se comprimen sucesos que realmente tuvieron lugar a lo largo de un dilatado período de tiempo, de modo que, por ejemplo, la conjura criminal de Ricardo contra su hermano Clarence [1478] se enlaza ingeniosamente con su cínico flirteo con lady Ana [1472], que, a su vez, se nos cuenta como si se produjera durante el cortejo fúnebre del rey Enrique VI [1471]). Como el público isabelino vivía en una monarquía hereditaria —no electiva—, para Shakespeare habría resultado lógico restar importancia o incluso eliminar por completo esta parte de la historia que encontró en Moro. En cambio, sitúa la escena de la elección en el centro mismo de su obra.
Los «ciudadanos» —la gente corriente— han oído rumores de que el rey ha muerto y ha dejado la corona a su hijo, aún menor, bajo la tutela de sus tíos. Para las personas que siempre han tenido buenos motivos para sentirse inquietas ante la perspectiva de un cambio de régimen, ninguna de esas noticias augura nada bueno: «¡Desgraciado de aquel país regido por un niño!» (2.3.12), dice uno. Habitualmente, hay muy poco que puedan hacer unos simples súbditos aparte de prepararse para lo que pueda suceder. Ese mismo personaje dice un poco después: «Cuando el cielo se encapota, el sabio agarra su capa» (2.3.33). Pero, en este caso, los ciudadanos se ven envueltos en un complejo juego político en el que se les pedirá que subviertan el orden de sucesión, rechacen al hijo del rey y elijan a Ricardo en su lugar.
Con la ayuda de Buckingham, que, de hecho, actúa como su principal estratega y director de campaña, Ricardo empieza por urdir una mentira acerca de cómo ha logrado frustrar una conjura traicionera encabezada por Hastings para derrocar al Gobierno. Solo una acción rápida, que culmina con la ejecución del traidor, ha logrado salvar al Estado. Ante la emergencia de las circunstancias, Ricardo dice al lord corregidor de Londres que no es conveniente hacer públicas las pruebas, pero que no se han atropellado las «formas legales». Cuando traen la cabeza cortada de Hastings, Buckingham explica que, de no ser por el «celo benévolo» de los patriotas que lo han decapitado el corregidor habría escuchado en persona al traidor confesar sus crímenes y habría podido dar verídico testimonio de todo lo ocurrido ante los ciudadanos. «Basta la palabra de vuestra gracia —replica el obsequioso corregidor—. Para mí es como si todo lo hubiera visto y oído» (3.5.62-63).
Ricardo y su compinche se enorgullecen de ser magníficos actores que pueden interpretar fácilmente el papel de hombres que se han librado por los pelos de una conjura malévola. «¡Bah! Puedo imitar al más perfecto trágico», dice en tono jactancioso Buckingham.
[Puedo] hablar, mirar detrás de mí, espiar por todas partes, estremecerme al ruido de una paja, como presa de hondo recelo.
(3.5.5-8)
Y son magníficos también a la hora de emplear el tono adecuado para expresar la combinación de benevolencia y amenaza necesaria para obtener la colaboración de autoridades civiles como el corregidor. Pero no está claro, ni mucho menos, que esa interpretación engañe a nadie. Un momento después de la conversación con el corregidor, Shakespeare incluye una escena brevísima —de solo catorce versos de extensión— en la que un escribano anónimo murmura algo acerca del documento legal que acaba de extender. El documento en cuestión es el acta de acusación de Hastings y, al reflexionar acerca de la sucesión temporal de los hechos, el escribano se da inmediatamente cuenta de que las acusaciones fueron inventadas de antemano, cuando Hastings todavía estaba vivo, «sin haber sido acusado ni interrogado, en plena libertad» (3.6.9). Todo es una burda mentira, destinada a encubrir el asesinato extrajudicial de uno de los enemigos de Ricardo. «¿Quién será tan estúpido que no vea este palpable artificio? —se pregunta el escribano—. Pero ¿quién es bastante osado para decir que lo ve?» (3.6.10-12).
¿Qué sentido tiene, pues, todo este complejo galimatías, no solo la supuesta conspiración y la presunta traición, así como el acta de acusación redactada de antemano, sino también la mascarada de piedad de Ricardo, su aparente renuencia a asumir el gobierno, la insinuación fraudulenta de que el rey niño es hijo ilegítimo y todas las demás mentiras? No es solo el escribano el que se percata del fraude. El primer intento de solicitar el apoyo del pueblo a la ascensión al trono de Ricardo es un fracaso: los electores sencillamente no dan su aprobación. Por el contrario, comunica Buckingham: «¡Vive Dios! ¡No dijeron una palabra! Semejantes a mudas estatuas o a insensibles rocas, se miraban unos a otros y palidecieron como muertos» (3.7.24-26).
Pero, si las mentiras no logran producir un consentimiento firme, tampoco tienen mayor trascendencia. El constante bombardeo de falsedades desempeña su papel: contribuye a marginar a los escépticos, a sembrar la confusión y a acallar las protestas que, de otro modo, habrían podido surgir. Ya sea por indiferencia, por temor o por el catastrófico error de creer que realmente no existe diferencia entre Ricardo y las demás alternativas, los ciudadanos no ofrecen resistencia. De hecho, el segundo intento de solicitar sus votos sale mejor. A la exhortación que hace Buckingham: «¡Viva el rey Ricardo, digno soberano de Inglaterra!», responden todos: «¡Amén!» (3.7.238-239).
Puede que al propio Shakespeare le costara cierto trabajo decidir cuánto apoyo popular tuvo realmente la ascensión al poder del tirano. Existen dos textos de Ricardo III, y a los dos se les puede atribuir la misma autoridad. En la primera edición en cuartilla, una pequeña edición barata publicada en vida del dramaturgo, solo el lord corregidor grita: «¡Amén!» cuando Buckingham dice: «¡Viva Ricardo!» (edición en cuartilla 3.7.218-219). Pero en la primera edición en folio, aparecida siete años después de la muerte de Shakespeare, la acotación que aparece antes del decisivo «¡Amén!» es «TODOS» (edición en folio 3.7.238-239). En una versión, por tanto, es solo el cómplice del tirano el que hace público su consentimiento; en la otra versión, es todo el pueblo.
La ambigüedad parece inherente al concepto que tiene Shakespeare de Ricardo. A pesar de su fealdad, ¿tiene acaso cierto atractivo? ¿Hay un momento en el que la multitud realmente lo apoya o solo es una conspiración? ¿Siguen de algún modo siendo efectivas sus mentiras, aunque la gente se dé cuenta de lo que hay tras ellas? La elección es solo el punto culminante del extraño acto de funambulismo ejecutado casi desde el principio y, sobre todo, en la famosa escena en la que Ricardo se impone a lady Ana, la persona que menos probable sería que sucumbiera a sus lisonjas. Lady Ana tiene todos los motivos del mundo para odiar a Ricardo, que, tal como vemos en las obras de Shakespeare, ha matado a su joven esposo y al padre de este, el rey Enrique VI. Cuando el asesino la corteja —literalmente— ante el propio cadáver de Enrique VI, Ana lo maldice y le escupe en la cara en un gesto visceral de aborrecimiento y repugnancia. Pero, al final de la escena, la joven princesa ha aceptado el anillo de Ricardo y, de hecho, ha accedido a casarse con él.
Los actores pueden interpretar la escena de formas radicalmente distintas. Vulnerable e impotente en presencia de un monstruo, Ana prácticamente no tiene elección. O, por el contrario, aunque aborrece y teme a Ricardo, Ana puede parecer extrañamente fascinada por él, excitada en cierto modo incluso en medio de su diálogo más agresivo. Al final de ese intenso tira y afloja, tras expresar una y otra vez el desprecio que siente por las profesiones de amor de Ricardo, Ana se ve a sí misma no ya maldiciéndolo, sino meditando: «¡Quién conociera tu corazón!» (1.2.192). Por su parte, cuando la joven dama hace mutis, Ricardo exclama exultante: «¿Se ha hecho nunca de este modo el amor a una mujer? ¿Se ha ganado nunca de este modo el amor de una mujer?» (1.2.267-268). No hay ni pizca de ternura ni de verdad en nada de lo que ha dicho: «La obtendré —dice para sí mismo fríamente—, pero no he de guardarla mucho tiempo» (1.2.228). Ricardo es incapaz de amar, y no tardará en deshacerse de lady Ana, como pronostica. Pero su poder, su riqueza y su mero descaro le permiten adueñarse de todo lo que se le antoje, incluso de alguien que lo encuentra repugnante. Eso ya supone un placer para él.
¿Dónde se sitúa el público en relación con este espectáculo, en parte violación y en parte seducción? En la medida en la que el actor no muestre otra cosa que no sea mera repulsión, Ana manifiesta la típica emoción que Ricardo suscita en la mayor parte de los espectadores. La obra no invita a una identificación racional con los objetivos políticos de Ricardo, pero suscita cierta complicidad en el público, la complicidad de los que disfrutan indirectamente cuando se da rienda suelta a una agresión reprimida, con el humor negro en último término, o cuando se dice abiertamente lo indecible: «¡Que vuestros ojos dejen caer piedras de molino cuando los suyos derramen lágrimas! —comenta Ricardo con los hombres a los que ha contratado para matar a su hermano—. ¡Me gustáis, muchachos!» (1.3.352-353).
Dentro de la obra, la ascensión al trono de Ricardo es posible debido a diversos grados de complicidad por parte de los que lo rodean. Pero en el teatro somos nosotros, el público, los que vemos lo que sucede, los que somos seducidos a prestar una singular forma de colaboración. Somos hechizados una y otra vez por las atrocidades del malvado, por su indiferencia ante las normas habituales de decencia humana, por las mentiras que parecen resultar eficaces, aunque nadie las crea. Mirándonos desde el escenario, Ricardo nos invita no solo a compartir su maléfico desprecio, sino también a experimentar nosotros mismos lo que es sucumbir a lo que sabemos que es aborrecible.
Con su desenfrenada maldad y su humor perverso, Ricardo ha seducido al público durante más de cuatro siglos. Una de las pocas anécdotas que se conservan de la época de Shakespeare indica que esa seducción empezó casi de inmediato. En 1602, un estudiante de leyes de Londres, John Manningham, anotó un chiste verde en su diario:
“En cierta ocasión en que Burbage interpretó a Ricardo III, hubo una mujer a la que gustó tanto que, antes de marcharse del teatro, lo citó para que fuera a verla esa misma noche y diera el nombre de Ricardo III. Shakespeare, que oyó por casualidad la cita que habían concertado, se presentó primero, y se divirtió con ese juego antes de que llegara Burbage. Cuando trajeron el recado de que Ricardo III aguardaba a la puerta, Shakespeare mandó que respondieran que Guillermo el Conquistador fue antes que Ricardo III [18].
Como la mayor parte de las anécdotas sobre personajes célebres, esta probablemente nos diga más acerca de la gente que la hizo circular que acerca de los personajes de los que habla. Pero, al menos, nos da a entender que Richard Burbage, el famoso actor que interpretó por vez primera el papel de Ricardo III (y que encarnó también a personajes como Romeo y Hamlet), no perdió ni mucho menos su encanto por el hecho de prestarse a hacer de malo.
Desde el primer momento, parece que la obra suscitó un interés enorme: estrenada en 1592 o 1593, Ricardo III fue publicada en una edición en cuarto hasta cinco veces en vida de Shakespeare. El malo de la obra —el «desfigurado por el espíritu del mal, aborto, cerdo, devastador» (1.3.267), el «sapo venenoso y encorvado» (1.3.245), el perro sin corazón echado al mundo, como él mismo dice, «deforme» y «sin acabar» (1.1.20)— ha resultado extraño, pero irresistiblemente atractivo, a generaciones de actores, espectadores y lectores. Algo dentro de nosotros disfruta cada minuto de su horrible ascensión al poder.
SEIS
LA TIRANÍA TRIUNFANTE
Hay cierto toque de comicidad en la ascensión al poder del tirano, por catastrófica que sea. Los individuos a los que ha relegado o a los que ha pisoteado están en su mayoría comprometidos y son cínicos o corruptos. Por espantosa que sea la suerte que corren, resulta satisfactorio ver que se llevan su merecido y, cuando vemos al intrigante Gloucester lanzar bravatas, confabularse con quien haga falta y traicionar a quien sea para abrirse camino hasta la cúspide, somos invitados a tomarnos una especie de vacaciones morales.
Pero, una vez que Ricardo alcanza el objetivo que ha perseguido toda su vida —al final del tercer acto del drama de Shakespeare—, la sonrisa empieza enseguida a congelarse en nuestros labios. El placer que producía su victoria provenía en buena parte de lo sumamente improbable que era. Ahora la perspectiva de que una victoria sin fin resulta ser una ilusión grotesca. Aunque nos pareciera un milagro de eficacia siniestra, Ricardo no está preparado, ni mucho menos, para unir y gobernar a todo el país.
El triunfo del tirano se basa en mentiras y en promesas falsas relacionadas con la eliminación violenta de sus rivales. La estrategia y la astucia que lo elevan al trono no ofrecen un panorama muy halagüeño; tampoco ha sabido reunir a su alrededor a consejeros capaces de ayudarlo a formular un buen programa. Puede contar —de momento al menos— con la aquiescencia de cargos tan influenciables como el corregidor de Londres y de funcionarios tan asustadizos como el escribano. Pero el nuevo gobernante no posee ni capacidades administrativas ni habilidades diplomáticas y nadie de su entorno puede proporcionarle las dotes de las que a todas luces carece. Su propia madre lo desprecia. Su esposa, Ana, lo teme y lo aborrece. Colaboradores cínicos como Catesby o Ratcliffe no están muy capacitados, que digamos, como hombres de Estado. Aunque ocupen un lugar muy elevado en la pirámide social, no “son muy distintos de los sicarios contratados por Ricardo para ejecutar sus órdenes. Lord Stanley constituye un personaje más plausible como prudente consejero —y la obra nos lo presenta informando a regañadientes de los deseos del rey—, pero, como su propia pesadilla sugiere, lleva mucho tiempo temiendo al «jabalí» y no cabe esperar que se convierta en el puntal del gobierno usurpador. En secreto ya está en contacto con los enemigos mortales del régimen.
El candidato más plausible para ayudar a sostener el reinado de Ricardo es su aliado de toda la vida, el duque de Buckingham, pariente suyo y copartícipe en sus delitos. El astuto duque es el cerebro que se oculta tras la exitosa campaña política de Ricardo y el que lo ayuda a deshacerse de una sucesión de distintos enemigos, reales o imaginarios. «Por tus consejos y tu ayuda —dice a Buckingham el tirano que acaba de ser entronizado—, el rey Ricardo se sienta tan alto» (Ricardo III 4.2.3-4). Este reconocimiento de la deuda que tiene contraída con él, sin embargo, es el preludio de una nueva petición de consejo y de ayuda.
Aunque ha tenido buen cuidado de mandar a todos los demás lejos donde no puedan oírlo, Ricardo se muestra al principio un tanto reticente a la hora de manifestar lo que desea. «El joven Eduardo vive —comenta, y se refiere al heredero del difunto rey, que se encuentra retenido en la Torre junto con su hermano—. ¿Comprendes ya lo que quiero decir?» (4.2.10). Pero Buckingham se niega obstinadamente a jugar a las adivinanzas, cuyo significado no resulta muy difícil conjeturar. Ricardo, cada vez más irritado, se ve obligado a decir claramente lo que pretende:
Primo, antes no acostumbrabas a ser tan tardo. ¿Debo ser más explícito? Deseo la muerte de los bastardos, y quisiera que se ejecutara la cosa inmediatamente. ¿Qué dices ahora? Habla pronto, sé breve.
(4.2.17-20)”
La respuesta de Buckingham es un dechado de brevedad —«Vuestra gracia puede hacer su gusto»—, pero todavía no concede al tirano lo que a todas luces desea. Una vez más, Ricardo se ve obligado a plantear su petición más directamente de lo que habría querido: «Contéstame, ¿consientes en que mueran?». Antes de abandonar la sala, Buckingham evita de nuevo dar una respuesta di“recta: «Dejadme algún aliento, un instante de reflexión, querido señor, antes de daros una respuesta definitiva» (4.2.21-24).
Ricardo no pide a Buckingham que mate personalmente a los niños; para eso sabe que podrá encontrar fácilmente al asesino adecuado y, desde luego, lo encuentra. Y Buckingham tiene razón al decir que Ricardo no necesita el permiso de nadie. El hecho de que el tirano pida a su principal aliado su «consentimiento» no tiene que ver con su permiso, sino con su complicidad. En ese momento crítico, al comienzo mismo de su reinado, Ricardo quiere y necesita que su socio le garantice su lealtad, y la mejor manera de asegurarse esa lealtad es conseguir que Buckingham se haga cómplice de un crimen espantoso. Aunque habría sido mucho mejor que Buckingham hubiera sugerido por propia iniciativa el asesinato de los niños —de ahí la reticencia inicial de Ricardo—, el simple «consentimiento» de su socio habría servido como suficiente garantía. Buckingham, sin embargo, se muestra evasivo y causa la irritación de Ricardo. «El rey se encoleriza —comenta Catesby, que ha estado observando la escena a distancia—. Mirad: se muerde los labios» (4.2.27).
El breve diálogo entre Ricardo y Buckingham introduce varios elementos clave del régimen del tirano tal como lo concebía Shakespeare. El tirano, curiosamente, no siente mucha satisfacción. Bien es cierto que ha alcanzado la posición a la que aspiraba, pero las artes que le han permitido hacerlo no son las mismas, ni mucho menos, que las que se requieren para gobernar con éxito. Cualquier placer que hubiera podido imaginar que obtendría da paso a la frustración, a la cólera y a un temor que lo reconcome. Es más, la posesión del poder nunca está segura. Siempre hay alguna otra cosa que hacer con el fin de reforzar su posición y, como ha conseguido su objetivo por medio de actos delictivos, lo que será preciso será cometer más actos delictivos. El tirano está obsesionado con la lealtad de los miembros de su círculo íntimo, pero nunca puede tener la completa seguridad de contar con ella. Los únicos individuos que lo sirven son personajes infames que solo miran por el propio interés, como él mismo; en cualquier caso, Ricardo no está interesado por una lealtad honesta o desapasionada, por un juicio independiente. Lo que él desea es la adulación, la confirmación y la obediencia.
«He allí a Casio con su figura extenuada y hambrienta —dice el Julio César de Shakespeare en un famoso pasaje—. ¡Piensa demasiado! ¡Semejantes hombres son peligrosos!» (Julio César 1.2.194-195). Antonio intenta tranquilizarlo —«No lo temáis, César; no es peligroso»—, pero César no está muy convencido: «Lee mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos de las acciones humanas» (1.2.196, 201-203). No son esas cualidades que los hombres como César deseen tener a su alrededor: «Rodéame de hombres gruesos, de hombres de cara lustrosa, y tales que de noche duerman bien» (1.2.192-193).
Situado en la cúspide de su mundo, Ricardo llega a la misma conclusión: «No quiero a mi lado a quien me mire con ojos escrutadores», es decir, que intente adivinar mis pensamientos (Ricardo III 4.2.29-30). Buckingham, medita, «se vuelve circunspecto» (4.2.31), y la circunspección es potencialmente peligrosa. Cuando, después de esta pausa para la reflexión, Buckingham regresa, Ricardo lo despide sin muchos miramientos; ya no le interesa si tiene su «consentimiento» o no. Y, cuando su viejo aliado le pide una y otra vez la recompensa que le había prometido por los múltiples servicios que le ha prestado, Ricardo se lo quita de encima perentoriamente: «Me estás importunando. No estoy en vena» (4.2.99). Tras participar en las trampas tendidas a tantos otros y en tantos actos de traición, Buckingham sabe leer con toda claridad los ominosos signos que le ponen delante y decide huir y salvar la vida. Sus esfuerzos son en vano; acabará por ser prendido y ejecutado.
Una vez que ha decidido que no puede seguir arriesgándose a compartir sus secretos con el que había sido su confidente, Ricardo se enfrenta a la eventualidad de tener que hacer movimientos tácticos por su cuenta. Le importa mucho, como él mismo dice, «poner término a todas las esperanzas que, acrecentadas, puedan perjudicarme» (4.2.59). El tirano es, de hecho, enemigo de las esperanzas. Encuentra a «un hidalgo descontento» que anda de capa caída y que está dispuesto a hacer cualquier cosa por «un oro corruptor», y será a él al que encargue la tarea de matar a los dos niños de sangre real (4.2.36-39). La muerte de los muchachos significará que solo siga viva una heredera del difunto rey Eduardo, su joven hija, y Ricardo calcula que, si se casa con ella, logrará apuntalar su propia autoridad, todavía frágil. «Degollar a sus hermanos y luego casarme con ella —dice para su coleto—. Incierto camino de ganancias» (4.2.62-63). Puede que sea incierto, pero, si no es de ese modo, como se dice a sí mismo, «mi trono tendrá la fragilidad del vidrio» (4.2.61). Pero, claro, él ya está casado, de modo que da instrucciones a Catesby para que haga correr el rumor de que la reina Ana está enferma. Cuando hasta Catesby, siempre tan servicial, vacila por un instante, Ricardo exclama con impaciencia: «¡Mira, como te duermas…! Te repito que hagas correr el rumor de que Ana, mi esposa, está enferma y a punto de morir» (4.2.56-57).
La impaciencia es otra de las cualidades que, a juicio de Shakespeare, caracterizan irremediablemente la experiencia del poder del tirano. Ricardo espera que sus deseos sean cumplidos casi antes incluso de que los haya manifestado en voz alta. No dejan de surgir nuevos acontecimientos, en su mayoría alarmantes, y el tiempo ya no juega a su favor. Cualquier demora es peligrosa; todo debe hacerse deprisa, sin que haya apenas un momento para pensar. Otrora despiadadamente eficaz, Ricardo empieza a parecer distraído, como en este precipitado diálogo que mantiene con sus dos principales cómplices:
REY RICARDO: ¡Que un amigo ligero de piernas corra en busca del duque de Norfolk! Ratcliffe, tú mismo…, o Catesby, ¿dónde está?
CATESBY: ¡Aquí, señor!
REY RICARDO: Catesby, ¡volando en busca del duque!
CATESBY: ¡Iré con toda la celeridad que conviene, señor!
REY RICARDO: ¡Acércate aquí, Ratcliffe! Corre a Salisbury, y cuando estés allá… [A CATESBY]. ¡Estúpido idiota! ¿Por qué te quedas ahí parado y no vas en busca del duque?
CATESBY: Primero, poderoso señor, decidme, si place a vuestra alteza, qué debo comunicarle de parte de vuestra gracia.
REY RICARDO: ¡Oh, es verdad, buen Catesby!… Dile que reúna inmediatamente todas las fuerzas de que disponga y me las envíe a toda prisa a Salisbury. [Sale CATESBY].
(4.4.440-451)
Al cabo de un instante, Ricardo vuelve a mostrar una mezcla similar de impaciencia e incompetencia con Ratcliffe mientras continúan lloviéndole noticias inquietantes. Una armada invasora ha sido avistada frente a las costas del país. Un poderoso noble, le comunica un mensajero, está reuniendo tropas contra él en un rincón del reino; un enemigo distinto, dice otro, está acumulando sus huestes en otro lugar diferente. En un paroxismo de frustración, Ricardo golpea a otro mensajero que cree que viene a comunicarle nuevos motivos de alarma: «¡Toma! ¡Ten eso, hasta me traigas mejores nuevas!», exclama el rey (4.4.508). Pero en este caso la noticia resulta que es buena. Incluso un tirano acorralado puede tener ocasionalmente un respiro.
Mientras sucede todo esto, Ricardo sigue adelante con su plan de casarse con su joven sobrina y, de paso, pone de manifiesto otro rasgo que Shakespeare asocia con la tiranía: la desfachatez más absoluta. Aunque ha causado el asesinato de sus dos hijos, tiene el incalificable descaro de presentarse ante Isabel, la viuda del rey difunto, y plantearle que le conceda la mano de su hija. Ni siquiera se toma la molestia de negar su crimen; por el contrario, pretende reparar la pérdida de los hijos de la reina dándole nietos.
Si hice perecer los frutos de vuestro seno, para resucitar vuestra prosperidad engendraré en vuestra hija una estirpe de vuestra sangre.
(4.4.296-298)
La repugnancia y el odio de Isabel no lo impresionan lo más mínimo. Ricardo insiste en su indecente propuesta y en sus mentiras, seguro de que puede salirse con la suya de cualquier forma. «Pero ¡has asesinado a mis hijos!», repite la reina viuda, y la impasibilidad con la que responde Ricardo hace que resulte todavía más explícita la enfermiza perversidad de su oferta:
Mas los sepultaré en el seno de vuestra hija, en cuyo nido perfumado renacerán por sí mismos para vuestro consuelo.
(4.4.423-425)
Cuando, para librarse de él, Isabel accede a hablar con su hija de las pretensiones de Ricardo, este queda convencido de que ha vuelto a ganar, del mismo modo que antes se había impuesto sobre el odio de Ana. Piensa que puede conseguir de cualquier mujer todo lo que quiera, por mucho que ella se resista, y esa simple idea provoca en él un estallido de desprecio misógino: «Frágil mujer al fin, sin seso, imbécil y pronta a perdonar» (4.6.431). Pero es precisamente en ese momento cuando el nudo empieza a cerrarse alrededor del cuello del tirano. Isabel no tiene la menor intención de entregar a su hija a Ricardo; está ya en comunicación con el principal enemigo de este, el conde de Richmond, que se encuentra al frente de las tropas invasoras que arrojarán al tirano desde lo alto de la cumbre a la que nunca se le habría debido permitir llegar.
En una escena que se desarrolla justo antes de la batalla de Bosworth Field —el enfrentamiento militar decisivo que acabará con el triunfo de Richmond y la muerte de Ricardo—, Shakespeare nos ofrece un atisbo de otra de las características que, según él, van asociadas con el tirano: la soledad absoluta. Acompañado de sus secuaces Catesby y Ratcliffe, Ricardo repasa los planes de batalla e imparte órdenes, pero no tiene la menor confianza en ellos ni en ningún otro. Sabe desde hace mucho tiempo que no lo quiere nadie y que nadie lamentará su pérdida. «¡Si muero, ninguna alma tendrá piedad de mí!» (5.3.201). «¿Y por qué había de tenerla? ¡Si yo mismo no he tenido piedad de mí!» (5.3.202-203). En sueños, Ricardo es acosado por los fantasmas de aquellos a los que ha traicionado y asesinado. Esos espectros vienen a representar, de hecho, la conciencia de la que, como es bien sabido, carece. Pero, cuando está plenamente despierto y a solas, sobre sus hombros pesa la carga más terrible: la carga del aborrecimiento de sí mismo.
En esta fase por lo demás bastante temprana de su carrera, Shakespeare todavía no había inventado una forma totalmente convincente de representar una vida interior conflictiva. El monólogo que atribuye a Ricardo adopta la forma de un diálogo interior bastante rígido, como si se desarrollara entre dos marionetas que se pelean:
¿Tengo miedo de mí mismo?… Aquí no hay nadie… Ricardo ama a Ricardo… Eso es; yo soy yo… ¿Hay aquí algún asesino? No… ¡Sí!… ¡Yo!… ¡Huyamos, pues!… ¡Cómo! ¿De mí mismo? ¡Valiente razón! ¿Por qué? ¡De miedo a la venganza! ¡Cómo! ¿De mí mismo sobre mí mismo? ¡Ay! ¡Yo me amo! ¿Por qué causa? ¿Por el escaso bien que me he hecho a mí mismo? ¡Oh, no! ¡Ay de mí!… ¡Más bien debía odiarme por las infames acciones que he cometido!
(5.3.182-189)
En muy pocos años, Shakespeare inventaría la interioridad, la profundidad de espíritu que atribuye a Bruto, a Hamlet, a Macbeth y a otros personajes, y nunca volvería a usar la forma de escribir empleada aquí. Pero quizá las palabras esquemáticas de Ricardo logren transmitir la idea no solo de conflicto psicológico —me amo a mí mismo y me odio a mí mismo—, sino también una sensación de doloroso vacío. Es como si escrudiñáramos en el interior del tirano y descubriéramos que no hay prácticamente nada dentro, solo unas cuantas huellas encogidas de una personalidad a la que nunca se ha permitido crecer o florecer.
En 2012 los obreros que trabajaban en la construcción de un aparcamiento en la ciudad inglesa de Leicester, en los Midlands, desenterraron un ataúd desvencijado que contenía un esqueleto humano. La datación por medio del radiocarbono, junto con algunos ingeniosos estudios genéticos de los actuales descendientes conocidos de la familia York, reveló que el cadáver en cuestión era el de Ricardo III. Se produjo un verdadero torrente de atención mediática. Ciento cuarenta periodistas acreditados y equipos de cámara de siete países distintos se agolparon en la sala de la Universidad de Leicester en la que se celebró la conferencia de prensa, para, a continuación, ser conducidos solemnemente a otra estancia. Allí, colocados decorosamente sobre un manto de terciopelo negro extendido sobre cuatro mesas de biblioteca juntas, estaban los huesos del monarca que reinó desde 1483 hasta su muerte en el campo de batalla en 1485, con solo treinta y dos años”
En la obra de Shakespeare, el caballo de Ricardo es abatido y cae muerto. —«¡Un caballo! ¡Un caballo! ¡Mi reino por un caballo!» (5.4.7), grita una y otra vez— y, al no poder conseguir otra cabalgadura, el rey recorre a pie el campo de batalla buscando a su enemigo, Richmond, para enfrentarse a él. Cuando finalmente se encuentran, los dos adversarios entablan un combate singular y Ricardo pierde la vida. «¡La jornada es nuestra! —exclama Richmond—. ¡El sanguinario perro ha muerto!» (5.5.2). Según la realidad histórica, como atestiguan los huesos descubiertos de manera tan inopinada en el solar en construcción, la muerte de Ricardo tuvo lugar de una forma muy diferente. La base del cráneo del rey fue destrozada por un golpe violento, probablemente infligido con una alabarda, un arma de asta particularmente espantosa empuñada a dos manos que fue muy utilizada por los soldados a finales de la Edad Media. Ricardo, pues, murió presuntamente de un golpe infligido por la espalda, y sus huesos muestran signos de las llamadas «heridas humillantes», esto es, puñaladas en las nalgas y en otros lugares del cuerpo que los vencedores debieron asestarle, una vez muerto, en un auténtico frenesí de odio. Pero quizá la prueba más interesante sacada a la luz después de más de quinientos años es la que nos ofrece la columna vertebral, curvada en una inquietante forma de S. La deformidad física evocaba vívidamente al personaje que en realidad importaba a la prensa mundial encargada de cubrir el acto: no ya la figura relativamente menor del Ricardo histórico, sino el inolvidable tirano creado por Shakespeare y puesto en escena en los teatros de Londres.
SIETE
EL INSTIGADOR
Casi quince años después de escribir Ricardo III, Shakespeare volvió sobre la visión que tenía de la personalidad retorcida que es a la vez el motivo y la carga del poder del tirano. Manchado de sangre desde el traicionero asesinato de Duncan hasta su miserable muerte, víctima de la desesperación, Macbeth es el tirano más célebre y recordado de Shakespeare. Pero la soledad, el aborrecimiento de sí mismo y el vacío que hay en el interior del ser del tirano ya no tienen nada que ver con la deformidad física. Macbeth no utiliza el poder para compensar su falta de atractivo sexual, no bulle en él una furia reprimida a duras penas, no ha aprendido desde la infancia a disfrazar sus verdaderos sentimientos detrás de una máscara fraudulenta de cordialidad o piedad. Y, lo que es más curioso, ni siquiera desea ardientemente ser rey.
A diferencia de Ricardo, Macbeth no se ha pasado la vida abrigando el sueño de superar toda clase de obstáculos con el fin de alcanzar el poder absoluto. El misterioso saludo de las Hermanas Fatídicas —«¡Salve, Macbeth, que en el futuro serás rey!» (Macbeth 1.3.51)— lo desconcierta, pero al principio provoca más un arranque de temor que de deseo. Porque, si Ricardo se jacta de su indiferencia ante las obligaciones morales y los sentimientos humanos habituales —«¡Las lágrimas de piedad no habitan en mis ojos!» (Ricardo III 4.2.63)—, Macbeth es muy sensible tanto a unas como a otros. Es un caudillo militar enérgico y leal, fiel defensor del régimen del rey Duncan. Cuando este decide visitarlo, Macbeth, aunque tentado por la fantasía de traición despertada en él, se siente espantado ante la idea de traicionar a su huésped en su propia casa, siendo como es un monarca al que ha jurado lealtad, que lo ha recompensado generosamente por sus servicios y que ha ejercido su autoridad con una probidad ejemplar.
El rey Duncan, medita Macbeth,
… ha usado tan dulcemente de su poder, tan intachable ha sido en sus altas funciones que sus virtudes clamarían como trompetas angélicas contra el acto condenable de su eliminación. Y la piedad, semejante a un niño recién nacido cabalgando desnudo en el huracán, o a un celeste querubín transportado en alas de los invisibles corceles del aire, revelaría la acción horrenda a los ojos de todos los hombres hasta apiadar las lágrimas a los vientos.
(1.7.17-25)”
Estas palabras, dichas solo para sí mismo con profunda angustia, están tan lejos como cabe imaginar de cuanto hubiera podido salir de los labios de Ricardo III. Nos encontramos en un universo psicológico y moral distinto.
La sola idea de matar a un hombre al que ha jurado fidelidad hace que se le pongan los pelos de punta, que su corazón lata con ansiedad y que su mente se vea sumida en una turbación febril:
… ¡Mi pensamiento, donde el asesinato no es aún más que vana sombra, conmueve hasta tal punto el pobre reino de mi alma, que toda facultad de obrar se ahoga en conjeturas y nada existe para mí sino lo que no existe todavía!
(1.3.141-144)
Aunque es un guerrero que no teme a nada, acostumbrado a rajar a sus enemigos «desde el ombligo a las quijadas», el mero hecho de contemplar la posibilidad de la traición hace que se sienta destrozado por completo.
El verdadero instigador de la trama asesina no es Macbeth, sino su esposa. Ella prevé la resistencia que opondrá su marido, pues lo conoce bien y teme que carezca de los elementos fundamentales de la personalidad tiránica. Su naturaleza está «demasiado cargada de la leche de la ternura humana» (1.5.15) para hacer lo que hace falta hacer. Es ella la que se presenta con los planes para lo que llama «el gran negocio de esta noche» (1.5.66), ella es la que da instrucciones a su consorte sobre cómo debe comportarse, ella es la que ofrece una y otra vez de beber a los gentilhombres de la alcoba real. Macbeth sigue estando lleno de dudas y de vacilación. Al fin y al cabo, Duncan es el rey y él es su anfitrión, quien «debiera cerrar las puertas a su asesino y no tomar él mismo el puñal» (1.7.15-16).
Cuando se acerca la hora fatídica, Macbeth intenta cancelar los planes urdidos —«No debemos ir más lejos en este asunto» (1.7.31)—, y es solo la insistencia burlona de su mujer la que lo convence de que debe seguir adelante. «¿Estaba ebria, entonces, la esperanza con que os ataviabais? —le pregunta Lady Macbeth—. ¿Tienes miedo de ser el mismo en ánimo y en obras que en deseos?» (1.7.35-36, 39-41). Macbeth intenta refutar la imputación de debilidad que le hace su esposa: «Me atrevo a lo que se atreva un hombre» (1.7.46). Pero ella insiste en la faceta sexual: «Cuando os atrevíais a ello, entonces erais un hombre —le recuerda—. Y más que hombre seríais si a más os atrevieseis» (1.7.49-51). Provocado de esa forma, Macbeth aprovecha la ocasión asesina.
Las burlas de Lady Macbeth en torno a la virilidad de su esposo —su capacidad de ser el mismo a la hora de actuar que a la de desear— sacan a la superficie una implicación recurrente en la tiranía shakespeariana. El tirano, como dan a entender Macbeth y otras obras, es movido por una serie de “inquietudes sexuales diversas: la necesidad compulsiva de demostrar su virilidad, el temor a la impotencia, la persistente ansiedad ante la posibilidad de no ser considerado suficientemente atractivo o poderoso y el miedo al fracaso. De ahí la propensión a la intimidación, a la brutal misoginia y a la violencia explosiva. De ahí también la vulnerabilidad ante las pullas, especialmente aquellas que contienen una carga sexual explícita o latente.
Desde el momento en el que las Hermanas Fatídicas lo saludaron, Macbeth ha sido la encarnación de la ambivalencia, pero su esposa insiste despiadadamente en que se ha comprometido de forma irrevocable y ya no puede dar marcha atrás:
He dado de mamar, y sé lo grato que es amar al tierno ser que lacta. Bien, pues en el instante en que [la criatura] sonriese ante mi rostro, le hubiera arrancado el pezón de mi pecho de entre sus encías sin hueso y, estrellándole el cráneo, de haberlo jurado, como vos lo jurasteis así…
(1.7.54-59)
Empujado en contra de los dictados del sentido común hacia un acto de traición, Macbeth expresa una última reserva desesperada: «¿Y si fracasáramos…?». Pero su esposa da la vuelta a su réplica con otra puya:
¡Nosotros fracasar!… Apretad solamente los tornillos de vuestro valor hasta su punto firme y no fracasaremos.
(1.7.59-61)
La respuesta de Macbeth resulta sorprendente: «¡No des al mundo más que hijos varones —le dice—, pues de tu temple indomable no pueden salir más que machos!» (1.7.72-74). A partir de este momento, tras aceptar de hecho el papel que le ha asignado su esposa, su destino está marcado: «Estoy resuelto» (1.7.79), afirma. Hemos asistido al nacimiento de un tirano.
Una vez hecho lo que tenía que hacer, una vez que Macbeth consigue la «pujanza y dominación soberanas» (1.5.68) que su esposa lo ha alentado a buscar por todos los medios, el abismo psicológico y moral que lo separaba de Ricardo empieza a cerrarse rápidamente. Él, que había sentido es“panto ante la idea misma de traición, contrata ahora a unos sicarios para que acaben con su amigo más íntimo. Él, que otrora había sido el «predilecto del valor» (1.2.19), un hombre absolutamente impávido, de repente tiene miedo de todo: «¿Dónde llaman? ¿Qué me pasa, que el ruido más leve me hiela de espanto?» (2.2.60-61). Él, al que siempre había resultado difícil disimular lo que pensaba —«Vuestro rostro —había dicho lamentándose Lady Macbeth—, es un libro donde los hombres pueden leer extrañas cosas» (1.5.60-61)—, se halla ahora envuelto en el velo del engaño y las mentiras.
Como sucedía con las mentiras de Ricardo, nadie se las cree en realidad. «Mostrar la pena no sentida —dice en voz baja Malcolm, el primogénito de Duncan, a su hermano— es un oficio que el hombre falso cumple bien» (2.3.133-134). «En donde estamos, dagas en las sonrisas hay» (2.3.136-137), afirma Donalbain, el menor de los dos. Como los individuos más prudentes del reino de Ricardo que logran sobrevivir, los dos hermanos tienen que huir para salvar su vida.
Los que se quedan en Escocia repiten la historia oficial que ha contado Macbeth: que Duncan ha sido asesinado por sus camareros, inducidos a cometer el crimen por los dos hijos del rey que luego han huido. Los camarlengos no pueden ser interrogados, porque Macbeth —obnubilado por el ímpetu de su «amor violento» por el rey cruelmente asesinado— les ha dado muerte. Se trata de una ficción muy conveniente para el nuevo régimen, que le permite, de hecho, llevar a cabo las ceremonias oficiales que dan un barniz de legitimidad a su gobierno. El poder tiránico es ejercido con más facilidad cuando da la impresión de que el viejo ordenamiento sigue existiendo. Puede que las estructuras consensuales que tranquilizan a la población estén huecas y sean meramente decorativas, pero continúan estando en su sitio, de modo que el público, que ansía que le den seguridad psicológica y cierto sentido de bienestar, puede convencerse de que el imperio de la ley sigue en pie.
En cualquier caso, Banquo, el amigo de Macbeth, comprende lo que está sucediendo. Estuvo presente cuando se pronunciaron las mágicas profecías en el brezal y ha estado observando cómo todo se desmoronaba. «Ya lo eres todo —medita pensando en su amigo—. Rey, Cawdor, Glamis, como te prometieron las mujeres fatídicas, pero sospecho que jugaste muy villanamente» (3.1.1-3). No obstante, aunque es un hombre de principios, Banquo no dice en voz alta lo que piensa ni tampoco huye. No es un cómplice, como Buckingham, pero es aliado de Macbeth y no tiene pruebas de que lo que para él solo son sospechas sea verdad. Además, las profecías de las Brujas lo afectaban también a él: «Serás tronco de reyes, pero no serás rey» (1.3.68). Si todo lo que pronosticaron las Hermanas Fatídicas a Macbeth ha resultado cierto, ¿por qué, se pregunta, «no podrían ser igualmente oráculos para conmigo y autorizar mis esperanzas?» (3.1.9-10).
La relación entre los dos amigos ha cambiado. Macbeth sigue hablándole con cariño, como si su vieja intimidad siguiera intacta, pero Banquo le contesta con una formalidad que revela la diferencia que supone la corona:
¡Ordene vuestra alteza! Mi obediencia está unida para siempre con vos por un lazo indisoluble.
(3.1.15-18)
En cuanto a Macbeth, ya ha aprendido la principal lección del tirano: no puede tener amigos de verdad. La pregunta aparentemente informal que dirige a Banquo —«¿Montáis a caballo esta tarde?» (3.1.18)— es el preludio de una trama para llevar a cabo el asesinato de su amigo. «Nuestros temores sobre Banquo son profundos», musita Macbeth antes de dar la orden a los asesinos y de pedirles que se aseguren de matar también a Fleance, el hijo de Banquo. Pero sabe que, si Fleance sobrevive, es posible que la profecía —la que aseguraba que Banquo sería el tronco de un linaje real— quizá se haga realidad. Y, si es así, piensa Macbeth con tristeza, habrá mancillado su mente y su alma solo para «¡hacer reyes a los hijos de Banquo!» (3.1.70).
La idea de la infamia personal del tirano es algo que Shakespeare insinuaba solo al final de Ricardo III —«Más bien debía odiarme por las infames acciones que he cometido» (5.3.188-189)—, pero a Macbeth lo asalta desde el primer momento. Sin embargo, junto con esa idea de que ha ensuciado su propio nido, hay algo que él llama «angustia sin tregua» (3.2.22), esto es, una ansiedad constante, devoradora.
Fija esa ansiedad en Banquo, como si este fuera el único que se interpusiera entre la felicidad y él: «No existe nadie a quien yo tema excepto él» (3.1.54-55). Pero la tortura interior que Macbeth revela a su esposa no será curada por los sicarios a los que ha contratado para asesinar a su amigo.
Lady Macbeth sabe que el estado psíquico en el que se halla su marido constituye una amenaza para ambos. Y dice para sí misma:
Nada se gana; al contrario, todo se pierde cuando nuestro deseo se realiza sin satisfacernos. ¡Vale más ser la víctima que vivir con el crimen en una alegría preñada de inquietudes!
(3.2.4-7)
Pero ¿qué esperaba en realidad? La tiranía llega, como sus propias palabras reconocen, por medio de la destrucción, la destrucción de las personas y de todo un país. El hecho de que pensara que su satisfacción personal, su seguridad y su alegría pudieran alcanzarse por esos medios está en consonancia con la fatal superficialidad de sus palabras al limpiarse las manos de la sangre del rey asesinado: «¡Un poco de agua nos lavará de esta acción!» (2.2.70).”
El vínculo íntimo existente entre marido y mujer fue fundamental para que tomaran la decisión fatal de quitar la vida a Duncan, y en las demoledoras consecuencias de su acción, que llevaron a cabo juntos, está el único vínculo humano que sigue habiendo para cualquiera de los dos. Pero nada de lo que pueda decir ya Lady Macbeth a su esposo —«¿Por qué siempre solo?», «Lo hecho hecho está», «Apareced brillante y jovial»— aplaca la tormenta que arrecia dentro de él. Los intentos de la mujer de mostrar una alegría forzada y una naturalidad tranquilizadora suenan a hueco ante la angustia de Macbeth: «¡Oh, mi alma está llena de escorpiones, esposa querida!» (3.2.35). Por su parte, aunque él sigue utilizando expresiones cariñosas, completamente insólitas entre las parejas de esposos de Shakespeare, Macbeth ya no comparte sus oscuras intenciones con su esposa: «¿De qué se trata?», pregunta ella a propósito de lo que va a hacerle a Banquo. Y Macbeth responde: «Que tu inocencia lo ignore, queridísima paloma, hasta que puedas aplaudir el hecho» (3.2.44-45).
La oportunidad de aplaudir le llega a Lady Macbeth esa misma noche, pero todo sale espantosamente mal. Los sicarios vuelven para decir a Macbeth que han matado a Banquo —está «seguro en el fondo de una zanja, con veinte cortes en la cabeza» (3.4.27-28)—, pero que no han logrado dejar igualmente «seguro» a su hijo. La respuesta de Macbeth dice mucho sobre cuál es su verdadero estado psicológico y, de manera más general, sobre las fantasías y las cargas que conlleva la tiranía: «¡He aquí mis fiebres que vuelven!», exclama cuando se entera de que Fleance ha logrado escapar:
… de lo contrario, hubiera quedado tranquilo, compacto como el mármol, firme como la roca, sin trabas, tan libre y amplio como el aire que envuelve al mundo. Pero así me veo oprimido, encadenado y agarrotado a mis miedos y dudas insolentes…
(3.4.22-26)
«De lo contrario, hubiera quedado tranquilo»: Macbeth ansía alcanzar una especie de serenidad, de perfección, la dureza, la solidez y la invulnerabilidad de la piedra o, si no, la inmaterialidad, la invisibilidad y la amplitud ilimitada del aire. En cualquier caso, el sueño es escapar de la condición humana, que lo hace sentir una claustrofobia insoportable. Ese deseo es casi lastimoso; parece incluso poseer una dimensión espiritual irrealizable, hasta que nos damos cuenta de que la forma por medio de la cual Macbeth espera quedar «tranquilo», alcanzar la perfección, es el doble asesinato de su amigo y del hijo de este.
Aquí, como sucede siempre en Shakespeare, la conducta del tirano se ve alimentada por un narcisismo patológico. Las vidas de los demás no importan; lo que importa es solo que él llegue a sentirse «compacto» y «firme». Que se hunda el mundo, ha dicho a su esposa, que el cielo y la tierra se desquicien,
… antes de seguir comiendo con temor y de dormir en la aflicción de esos terribles sueños que nos agitan de noche.
(3.2.17-19)”
“No cabe duda de que esos sueños son verdaderamente horribles y, aunque es él mismo el que los ha provocado, quizá lleguemos incluso a sentir una punzada de compasión por las pesadillas que sin duda tiene que soportar. Pero cualquier compasión que podamos sentir por el tirano se ve frenada por la cruel indiferencia que él muestra ante todos y ante todo, incluido el propio planeta: «¡Desbarátese la máquina del universo!» (3.2.16).
Al tirano no le basta con destruir a un hombre que representa una alternativa moral al camino de corrupción que él ha tomado. Dice de Banquo:
Su audacia no reconoce límites, y al temple indomable de su alma aúna la prudencia, que guía a su valor para obrar con éxito.
(3.1.53-54)”
Debe además destruir, si puede, al hijo de ese hombre. La tiranía intenta envenenar no solo la generación actual, sino también las generaciones por venir, con el fin de perpetuarse para siempre. No son solo las exigencias de la trama las que hacen que Macbeth, como Ricardo III, sea un asesino de niños. Los tiranos son enemigos del futuro.
Pero erradicar el futuro y el pasado resulta más difícil de lo que el tirano se imagina. Fleance logra huir. Y, del mismo modo que Ricardo era atormentado en sus sueños por los fantasmas de aquellos a los que había asesinado, también Macbeth, en el banquete real que ofrecen su esposa y él a la corte, es atormentado por el fantasma manchado de sangre de Banquo. La aparición constituye un emblema no solo de la conciencia reprimida del tirano, sino más bien de su deterioro psicológico. Lady Macbeth intenta apuntalar la determinación de su esposo, como ya había hecho antes: «¿Y sois hombre?», le pregunta para echarle en cara su debilidad:
¡Oh, esos sobresaltos y estremecimientos, parodia de un terror de verdad, cuadrarían muy bien en un cuento de comadres, recitado junto al hogar, en invierno, con la aprobación de la abuela!… ¡La vergüenza misma!
(3.4.64-67)”
Pero la intimidad que antes hacía que sus burlas sexuales resultaran tan poderosas se ha erosionado y el terror de Macbeth no hace más que intensificarse. Los que son testigos de su comportamiento enloquecido y escuchan las brutales palabras que pronuncia se dan cuenta de que hay algo en él que está gravemente dañado.
Los invitados a la cena se enfrentan a un problema que Shakespeare describe como un elemento recurrente y casi inevitable de las tiranías: los testigos, especialmente los que gozan de un punto de observación privilegiado, ven con claridad que el líder adolece de una grave inestabilidad mental. «Su alteza está indispuesto» (3.4.53), se atreve a decir Ross cuando Macbeth prácticamente se sube por las paredes. Pero ¿qué se supone que deberían hacer? Paradójicamente, Lady Macbeth intenta disimular el problema dando a entender que su esposo ha estado aquejado siempre de ataques de ese estilo: «Mi señor padece eso a menudo desde la juventud» (3.4.54-55). Por inquietante que sea semejante revelación, no lo es tanto como lo sería la aparición de una enfermedad mental, pues, al menos, implica que la competencia y la estabilidad de Macbeth, suficientemente probadas ya, han venido coexistiendo durante largo tiempo con esos arrebatos ocasionales. Solo cuando tales arrebatos amenazan con revelar la culpabilidad criminal del tirano es cuando Lady Macbeth despide de inmediato a la concurrencia allí reunida: «Toda pregunta lo exaspera. Por consiguiente, ¡buenas noches! —les dice“ ¡No os preocupéis de vuestros títulos, sino salid enseguida!» (3.4.120-122). No quiere que los invitados oigan a su esposo pronunciar ni una sola palabra más que pueda sonar incriminatoria.
Cuando al fin se quedan solos, Lady Macbeth escucha en silencio los continuos disparates de su marido —«¡Eso reclama sangre! Dicen que la sangre llama a la sangre» (3.4.124)— y deja de hacerle reproches y de intentar tranquilizarlo. Es como si algo entre ellos hubiera muerto. El tirano le revela que hay un nuevo personaje del que sospecha, Macduff, que ha rechazado la invitación al banquete, y Lady Macbeth le pregunta en un tono extrañamente impersonal: «¿Lo mandasteis llamar, señor?». Él contesta que ha puesto espías en todas partes y que tiene la intención de visitar a las Hermanas Fatídicas para ver si pueden darle más detalles. Su esposa no dice nada sobre esos planes, y él pone de manifiesto una vez más el espantoso narcisismo del tirano, ante el que todo debe quitarse de en medio: «¡Es preciso que todo ceda ante mí!» (3.4.137-138), declara rotundamente. Lady Macbeth continúa guardando silencio y, como si simplemente pronunciara en voz alta un monólogo interior, el tirano repite su siniestra convicción de que no hay posibilidad de dar marcha atrás: «He ido tan lejos en el lago de la sangre que, si yo avanzara más, el retroceder resultaría tan tedioso como el ganar la otra orilla» (3.4.138-140).
«Tedioso» es un adjetivo muy elocuente para la pesadilla en la que se halla inmerso Macbeth. Las consideraciones de moralidad, la táctica política o la inteligencia más elemental han desaparecido y, en su lugar, no hay más que el mero cálculo del esfuerzo que todo eso comporta. Mejor no detenerse y dejar de pensar, y actuar sencillamente al dictado de los impulsos: «Siento en la cabeza extrañas cosas que quieren pasar a mi mano y que hay que cumplir antes de que puedan meditarse» (3.4.141-142). Solo en ese momento se atreve Lady Macbeth a recordar su antigua intimidad conyugal: «Tenéis necesidad de lo que condimenta toda naturaleza humana: el sueño» (3.4.143). Y su marido asiente: «¡Ven, vámonos a dormir!». Serán las últimas palabras que intercambien en toda la obra.
Lo que viene a continuación es el resultado de la desesperada búsqueda de consuelo y seguridad que emprende Macbeth: su ingenuo deseo de creerse las predicciones ambiguas y engañosas de las Hermanas Fatídicas y su decisión, tan atroz como incalificable, de ordenar el asesinato de la esposa y los hijos del thane Macduff a raíz de la huida de este a Inglaterra. Aunque la intranquilidad, el exceso de confianza y la cólera asesina son extraños compañeros de lecho, todos ellos coexisten en el alma del tirano. Macbeth tiene servidores y socios, pero en realidad está solo. Todas las limitaciones institucionales han fracasado. Los censores internos y externos que impiden a la mayoría de los comunes mortales, y no digamos a los gobernantes de cualquier país, enviar mensajes irracionales en plena noche o actuar al dictado de cualquier impulso enloquecido han desaparecido. «Desde este momento —proclama Macbeth—, las primicias de mi corazón serán las primicias de mi mano» (4.1.145-146).
La persona con la que ha compartido su vida ya no forma parte de ella. En una famosa escena de sonambulismo, vemos a Lady Macbeth luchando con sus propios demonios, y resulta muy reve“lador que no sea su marido el que observa sus desesperados intentos por limpiarse las manos —«¡Fuera, mancha maldita!» (5.1.31)—, sino un médico y una dama de compañía. Cuando le llevan la noticia de que su esposa ha muerto, Macbeth, dispuesto para la batalla, no reacciona apenas: «¡Debiera haber muerto un poco después! ¡Tiempo vendrá en que pueda yo oír palabras semejantes!» (5.5.17-18).
Lo que viene a continuación es el intento más maduro y meditado que lleva a cabo Shakespeare de comprender cómo es ser un tirano. Macbeth es consciente de que es odiado por su pueblo y de que su propio nombre, como dice Malcolm, «cubre de ampollas nuestra lengua» (4.3.12). Ha sabido prácticamente desde el primer momento —desde antes de asesinar a traición a Duncan— que no está capacitado para ser rey. Luce todos los arreos de su elevado rango, pero eso no hace más que aumentar la impresión de que no es digno del cargo. Ahora «ve, en fin, que su dignidad real —comenta uno de sus súbditos— flota alrededor de él como el manto de un gigante que hubiera robado un enano» (5.2.20-22). «¡No des al mundo más que hijos varones!», decía antes a su esposa, pero ya no. Y la vida que lo espera, aunque lograra derrotar a sus enemigos unidos, es sumamente lúgubre:
El camino de mi vida declina hacia el otoño de amarillentas hojas; y cuanto sirve de escolta a la vejez —el respeto, el amor, la obediencia, el aprecio de los amigos— no debo pretenderlo. En cambio, vendrán maldiciones, ahogadas, pero profundas, homenajes de adulación, murmullos que el pobre corazón quisiera reprimir y no se atreve a rehusar.
(5.3.24-28)
«Homenajes de adulación», el elogio vacío de aquellos que cobran por alabarlo o que se ven obligados a hacerlo, es la recompensa que puede esperar obtener por el tiempo que ha ocupado el trono.
En Ricardo III, Shakespeare se imaginaba cómo el tirano acorralado se debatía entre el amor y el odio que sentía por sí mismo. En Macbeth, el dramaturgo sondea unos sentimientos mucho más hondos. ¿Para qué ha sido todo, para qué todas esas traiciones, las palabras vacías, el derramamiento de tanta sangre inocente? Cuesta trabajo imaginar a los tiranos de nuestra propia época ajustando cuentas sinceramente consigo mismos como vemos en la obra de Shakespeare. Pero Macbeth describe con absoluta valentía las consecuencias que él mismo se ha acarreado:
El mañana y el mañana y el mañana avanzan en pequeños pasos, de día en día, hasta la última sílaba del tiempo recordable; y todos nuestros ayeres han alumbrado a los locos el camino hacia el polvo de la muerte… ¡Extínguete, extínguete, fugaz antorcha!… La vida no es más que una sombra que pasa, un pobre cómico que se pavonea y se agita una hora sobre la escena, y después no se le oye más…; un cuento narrado por un idiota con gran aparato y que nada significa!…
(5.5.19-28)
Conviene tener en cuenta que esta desoladora experiencia de total carencia de sentido no es, como algún drama contemporáneo del teatro del absurdo, la condición existencial de los seres humanos. La obra insiste en que justamente ese es solo el destino del tirano, y esa palabra —«tirano»— resuena una y otra vez al final de la obra.
Cuando se comprueba que las palabras tranquilizadoras de las Hermanas Fatídicas, que aseguraban que Macbeth no sería derrotado hasta que el bosque de Birnam llegara a Dunsinane, no eran más que un truco, el tirano, desesperado, se ve obligado al fin a enfrentarse a Macduff, el hombre a cuya esposa y a cuyos hijos ha asesinado. Cuando Macbeth se niega en un primer momento a combatir, su enemigo le dice: «Vive para ser el ludibrio y espectáculo del universo» (5.7.54). Efectivamente, la humillación más miserable que puede imaginar Macduff para Macbeth es ser mostrado en público con un cartel que anuncie el espectáculo:
Te colocaremos, como a los monstruos raros, ante una barraca, y debajo escribiremos: «¡Aquí puede verse al tirano!».
(5.7.55-57)
Aunque se ha «saciado de horrores» y ha llegado a sumirse en las profundidades de la desesperación, Macbeth considera ese final carnavalesco insoportablemente degradante. Sin amigos, sin hijos, completamente solo, no tiene a nada a lo que aferrarse salvo a la vida, y esa vida, como se dice descarnadamente a sí mismo, se encamina al otoño de amarillentas hojas. Pelea y muere. Macduff levanta la «cabeza maldita» del usurpador que él mismo ha cortado y proclama que la tiranía ha llegado a su fin. «El mundo es libre» (5.7.85).
OCHO
LA LOCURA DE LOS GRANDES
Ricardo III y Macbeth son criminales que llegan al poder tras asesinar a los legítimos gobernantes que se interponen en su camino. Pero a Shakespeare le interesaba también un problema más insidioso, el que plantean los que empiezan siendo los gobernantes legítimos y se ven luego arrastrados hacia un comportamiento tiránico por su inestabilidad mental y emocional. Los horrores que infligen a sus súbditos y, en último término, a sí mismos son consecuencia de su degeneración psicológica. Puede que tengan consejeros y amigos sensatos, personas dotadas de un sano instinto de conservación y con un fuerte interés por su nación, pero es extremadamente difícil que esos individuos puedan contrarrestar la tiranía inducida por la locura, porque es imprevisible y porque su lealtad y fidelidad inveteradas han inculcado en ellos los hábitos de la obediencia.
En la Britania de El rey Lear, aunque el anciano rey empieza actuando con la caprichosa terquedad de un niño tiránico, al principio nadie se atreve a rechistar. Tras decidir retirarse —«es nuestra firme resolución desembarazar a nuestra vejez de todos los cuidados y negocios, confiándolos a fuerzas más jóvenes» (El rey Lear 1.1.36-38)—, reúne a su corte “y le comunica su «firme resolución», esto es, la decisión que ya ha tomado. Anuncia que dividirá su reino en tres partes y que entregará cada una de ellas a sus hijas en la proporción que merezca su capacidad de adularlo:
Decidme, hijas mías, ya que es ahora nuestra voluntad despojarnos de todo, autoridad, intereses del territorio, cuidados del gobierno: ¿cuál de vosotras, decidnos, nos ama más? Que nuestra mayor largueza se extienda a aquella cuyos sentimientos naturales merezcan mayor galardón.
(1.1.46-51)
La idea es disparatada, pero a nadie se le ocurre contradecirlo.
Es posible que los espectadores de este certamen grotesco no digan nada porque creen que se trata de un ritual meramente formal, concebido para gratificar la vanidad del autócrata en el momento de su retiro. Al fin y al cabo, uno de los nobles de mayor rango, el conde de Gloucester, comenta en los primeros momentos de la obra que ya ha visto un mapa con la división del reino escrupulosamente marcada en él. Y, llegados a este punto del dilatado reinado de Lear, quizá todos estén acostumbrados al deseo ilimitado del gran caudillo de oír cómo cantan sus alabanzas. Aunque interiormente todos ponen los ojos en blanco, permanecen sentados alrededor de la mesa y le rinden los «homenajes de adulación» que pretende, y le dicen lo dichosos que se sienten de vivir a su sombra, lo maravillados que están por sus hazañas, y que lo aprecian más «a la luz de los ojos, que al espacio y que a la libertad» (1.1.54).
Pero, cuando la menor de las hijas del rey, Cordelia, su favorita, se niega a participar en ese juego nauseabundo, la cosa se vuelve repentinamente seria. Furioso ante la contumacia de Cordelia, que se obstina en aferrarse a sus principios —«amo a vuestra majestad conforme a mi deber—dice—; ni más ni menos» (1.1.90-91)—, el soberano la deshereda y la maldice. Entonces por fin es expresada abiertamente la oposición al comportamiento de Lear, pero solo por un único personaje, el conde de Kent. El leal Kent empieza a hablar con la cortesía ceremonial de rigor, pero Lear lo interrumpe bruscamente. Abandonando por completo los modales cortesanos, el conde expresa entonces sus objeciones sin ambages:
¿Qué intentas, anciano? ¿Piensas que el deber tendrá miedo de hablar, cuando el poder se doblega a la adulación? El honor debe rendirse a la sinceridad cuando la majestad se humilla a la locura. Revoca tu sentencia y, tras mejores consideraciones, haz que desande lo andado tan horrible precipitación.
(1.2.143-149)
Hay otros adultos responsables en la corte. Observando cómo se desarrolla la escena están las hijas mayores del rey, Goneril y Regan, y sus maridos, el duque de Albany y el duque de Cornualles. Pero ninguno de ellos, ni tampoco ninguno de los presentes, apoya las objeciones de Kent ni expresa la más mínima protesta. Solo el conde se atreve a decir francamente lo que todos ven con claridad meridiana: «Lear está loco» (1.1.143). Por su sinceridad, el hombre que ha osado decir la verdad es desterrado para siempre del reino, so pena de muerte. Y, aun así, nadie más se atreve a hablar.
La corte de Lear se enfrenta a un problema grave, probablemente insuperable. En la remota época en la que se sitúa la acción, más o menos el siglo VIII a. e. v., parece que Britania no poseía instituciones ni magistraturas de ningún tipo —Parlamento, Consejo Privado, comisionados, sumos sacerdotes— capaces de moderar o reducir el poder real. Aunque puede que el rey, rodeado de su familia, de sus thanes leales y de sus servidores, solicite y reciba consejo, el poder decisorio fundamental es suyo y solo suyo. Cuando expresa sus deseos, espera que lo obedezcan. Pero todo el sistema se basa en el supuesto de que está en su sano juicio.
Incluso en sistemas que cuentan con múltiples instituciones moderadoras, el máximo responsable del ejecutivo tiene casi siempre un poder considerable. Pero ¿qué sucede cuando ese máximo responsable ejecutivo no está mentalmente capacitado para desempeñar su cargo? ¿Qué pasa si empieza a tomar decisiones que amenazan el bienestar y la seguridad del reino? En el caso de Lear, el soberano probablemente no haya sido nunca un modelo de estabilidad o de madurez emocional. Hablando acerca de la forma impulsiva que ha tenido su padre de maldecir a su hermana menor, las dos cínicas hijas mayores del monarca, Goneril y Regan, comentan que el paso de los años no ha hecho más que intensificar unos rasgos que ya venían observando en él desde hacía tiempo. «Chocheces de viejo —señala una de ellas—, bien que nunca tuvo gran dominio sobre sí», «En lo mejor y más fuerte de su vida —confirma la otra—, no fue sino un temerario» (1.1.289-292).
El hecho de que su hermana Cordelia haya sido desheredada no supone ninguna amenaza para Goneril ni para Regan. Por el contrario, como logran quedarse con la parte del reino que correspondía a su hermana menor, resulta sumamente conveniente para ellas. Por consiguiente, no hacen el menor intento de mitigar la furia tiránica de su padre. Pero saben que en cualquier momento este también puede volverse contra ellas. Tienen que enfrentarse a los inveterados hábitos mentales de su progenitor —lo que ellas llaman sus «imperfecciones de antiguo inherentes a su condición»— y también a los efectos de la vejez: «Debemos esperar de su edad no solamente las imperfecciones de antiguo inherentes a su condición, pero también la desarreglada aspereza de genio que los años de enfermedades y la irritación traen consigo» (1.1.292-295). Lo que las preocupa en particular son «las explosiones tan repentinas» (1.1.296) de su padre, esto es, los estallidos de cólera como el que acaban de contemplar cuando el monarca ha decretado el destierro de Kent. Resulta sumamente peligroso que un Estado sea regido por alguien que gobierna movido por sus impulsos.
Goneril y Regan son un par de buenas piezas, preocupadas como están únicamente por sí mismas. Pero se dan cuenta de que tienen entre manos un problema muy grave, y enseguida dan los pasos necesarios para proteger al menos sus intereses, cuando no los de todo el reino. Aunque ha decidido entregarles la administración del Estado a ellas y a sus maridos, el viejo rey ha conservado un séquito de cien servidores armados. Las hijas toman casi de inmediato las medidas necesarias “para ponerlos fuera del control de su padre, por si comete algún desmán. Primero reducen el número de sus caballeros a cincuenta, y luego a veinticinco, y después la espiral de los recortes continúa sin parar: «¿Qué necesidad tenéis de que os acompañen veinticinco, ni diez, ni cinco…?», pregunta Goneril. Y Regan añade: «¿Qué necesidad tenéis ni de uno?» (2.2.442-444). La cosa pinta fea, y más fea todavía va a ponerse. Pero el expolio de los caballeros de su séquito viene del reconocimiento de que un narcisista impulsivo, acostumbrado a dar órdenes a cuantos lo rodean, no debería ejercer el menor control ni siquiera sobre un ejército minúsculo.
Cuando el rey empezó a actuar de forma precipitada y autodestructiva, Cordelia y Kent fueron los únicos dispuestos a manifestarse abiertamente en contra de su comportamiento tiránico. Los dos lo hicieron movidos por su lealtad a la persona que más ofendida se había sentido por sus palabras, una persona a la que esperaban sinceramente proteger. Con su destierro y con la abdicación de Lear, no hay nada que impida que el país se desintegre. Esa desintegración dio comienzo como consecuencia del capricho anárquico del rey, pero no será él —despojado de su poder y víctima de la locura— el que asuma el manto de la tiranía. Antes bien, serán sus despiadadas hijas las que pondrán de manifiesto que no va a detenerlas el menor respeto al imperio de la ley y que son totalmente indiferentes a cualquier norma básica impuesta por la decencia humana.
La lealtad de Kent hacia Lear lo lleva, a riesgo de perder la vida, a regresar disfrazado con el fin de ponerse al servicio de su señor, sumido ahora en la decadencia más absoluta. Pero ya es demasiado tarde para evitar el desastre que el propio rey se ha acarreado. Kent ha sido obligado a guardar silencio y Cordelia ha sido desterrada. La única persona que todavía puede decir abiertamente aquello de lo que el mundo se percata es el Bufón, un artista satírico —el equivalente de un cómico de programa nocturno— al que las convenciones sociales permiten expresar lo que de otro modo sería reprimido o castigado. «Yo estoy ahora mejor que tú —dice el Bufón a Lear—. Soy un loco, y tú no eres nada…» (1.4.161). Y, en el nuevo régimen encabezado por las hijas de Lear, ni siquiera esa forma limitada de libertad de palabra es permisible. Goneril hace saber claramente a su padre que no va a seguir soportando la insolencia de su «bufón, al que todo se le permite» (1.4.168), y Regan no se comporta de modo muy distinto. A mitad de la obra, tras ser expulsado en plena tormenta en compañía del rey loco, el Bufón, tiritando de frío y sumido en la más absoluta miseria, desaparece para siempre.
A diferencia de lo que sucede con Ricardo III o con Coriolano, en Lear no vemos prácticamente el menor atisbo de lo que fue su infancia, durante la cual debieron de ser echadas las semillas del desorden de la personalidad que ahora padece. Vemos tan solo a un hombre que ha estado acostumbrado demasiado tiempo a salirse con la suya en todo y que no puede soportar que lo contradigan. En medio de su locura, refugiado en un tugurio miserable en compañía de un ciego y un mendigo, el rey sigue abrigando ilusiones de grandeza: «Cuando frunzo el ceño, veo cómo tiemblan mis vasallos» (4.6.108). Pero su locura es atravesada por ráfagas deslumbrantes de una verdad ganada a duras penas. «Me hablaban como a un perro», recuerda. Ahora se da cuenta de que todos lo adulaban y alababan su sabiduría, propia de un hombre maduro, cuando en realidad todavía no era más que un joven imberbe. Eso es lo más cerca que llegamos a la raíz de su narcisismo: «¡Decir sí o no a todo cuanto les decía! Sí y no, por otro lado, no eran buena teología» (4.6.97-100).
Después de semejante crianza, nada podía preparar a Lear para entender la realidad de su familia, de su reino, ni siquiera de su propio cuerpo. Es un padre que arruina a sus hijos, es un caudillo que no sabe distinguir entre los servidores honrados y fieles y los sinvergüenzas corruptos, es un gobernante incapaz de percibir cuáles son las necesidades de su pueblo, y menos aún atenderlas. En la primera parte de la obra, cuando Lear todavía ocupa el trono, esos individuos son completamente invisibles. Es como si el rey no se hubiera tomado nunca la molestia de reparar en su existencia. Al mirarse en el espejo, siempre ha visto a alguien imponente, «en cada pulsación soy rey» (4.6.108).
De ahí la horrible sorpresa que tiene cuando, tiritando de frío y de fiebre, se da cuenta por fin de que ha estado siempre rodeado de aduladores que le han mentido en todo momento:
Cuando me empapó una vez la lluvia, y el viento me hizo tiritar, y el trueno no quiso callar cuando se lo mandaba; entonces los conocí, entonces los saqué por la pista [i. e.: como un perro de caza supe por su olor quiénes eran]. ¡Quita allá! No son hombres de palabra. Me decían que yo lo era todo. ¡Mentira! ¡No estoy a prueba de calentura intermitente!
(4.6.100-105)
«Me decían que lo era todo». Para un individuo aquejado de un solipsismo tan extremo constituye una especie de triunfo moral darse cuenta de que, al fin y al cabo, se halla sujeto a las mismas penalidades corporales que todas las demás personas.
Pero la obra de Shakespeare se fija con seriedad en el coste trágico de esa constatación, por lo demás bastante modesta. Lear insiste en que es «un hombre contra el que pecaron más que él pecó», pero no puede ser considerado inocente del todo del hecho de que sus dos hijas mayores sean unos monstruos retorcidos que pretenden quitarle la vida. Desde luego, no es inocente del destino catastrófico de su hija menor, cuya integridad moral él mismo ha desdeñado y cuyo amor no ha sabido comprender. Evidentemente tampoco ha sabido distinguir entre la honradez elemental de Albany, el marido de Goneril, y el sadismo del marido de Regan, Cornualles, y ha dividido su reino sin percatarse de la enorme probabilidad de que se desatara un conflicto violento entre las dos facciones que ahora lo gobiernan.
Es solo cuando el propio Lear se ve obligado a salir a la intemperie en medio de la tempestad cuando se percata de la terrible situación vivida por los que carecen de techo en el país sobre el que ha gobernado durante décadas. Mientras la lluvia lo azota, la pregunta que formula es durísima:
¡Pobres y miserables desnudos, dondequiera que os halléis, que aguantáis la descarga de esta despiadada tempestad!, ¿cómo os defenderéis de un temporal semejante, con vuestras cabezas sin abrigo, vuestros estómagos sin alimento y vuestros andrajos llenos de agujeros y aberturas?
(3.4.29-33)
Pero, aun cuando formula la pregunta, sabe muy bien que ya es demasiado tarde para él y que no es capaz de hacer nada para aliviar los sufrimien“tos de todos esos desgraciados. «¡Oh, cuán poco me había preocupado de ellos!» (3.4.33-34). Y lo que ahora piensa —que los ricos deberían exponerse a sentir lo mismo que sienten los miserables para que compartan con ellos parte de su riqueza superflua— difícilmente podría constituir una nueva visión económica para el país que ha gobernado hasta hace poco.
El monstruoso egocentrismo que fomentó las catastróficas decisiones tomadas por Lear no desaparece por el mero hecho de que ahora él se vea expuesto a la adversidad; sigue siendo el principio organizativo de su percepción de las cosas. Cuando se topa con un mendigo sin techo, lo único que puede imaginar es que las miserias que afligen a aquel hombre se han producido por la misma razón que las suyas: «¿Es que has dado todo cuanto tenías a tus hijas y por eso te ves así?» (3.4.47-48). Convencido de que la respuesta solo puede ser afirmativa, Lear empieza a maldecir a las ingratas hijas del pobre miserable. Y, cuando Kent (disfrazado) corrige su error —«¡Si no tiene hijas, monseñor!»—, Lear estalla hecho una furia y exclama: «¡A muerte, traidor! Nada hubiera podido precipitar a la naturaleza a un grado tal de abyección, a no ser la ingratitud de sus hijas» (3.4.66-68). En ese momento Lear ya lo ha perdido todo, pero sigue teniendo la mentalidad del tirano que no tolera la menor discrepancia: «¡A muerte, traidor!».
Casi al final de la obra, cuando Lear ha recuperado al menos parcialmente la cordura, tras reconocer la locura de sus actos y suplicar el perdón de Cordelia (que ha regresado a Inglaterra para combatir en su defensa), sigue costándole trabajo distanciarse del egocentrismo que precipitó todo el desastre. Hecho prisionero, junto con Cordelia, por las tropas al mando del despiadado Edmundo, Lear rechaza enfáticamente la petición de su hija de que los lleven a ver a sus hermanas: «No, no, no, no» (5.3.8). ¿Por qué piensa que no deberían intentar al menos solicitar clemencia? Pues porque se halla dominado por una fantasía —patética, totalmente irreal y, a su manera, sumamente egoísta— que le hace pensar que, en su prisión, acompañado de su hija menor, al final podrá obtener lo que en un principio pretendía: «Creí poder confiar el reposo de mi vejez a sus tiernos cuidados, como se confía un niño a su nodriza»
“(1.1.121). «Los dos solos cantaremos como pajarillos en una jaula», dice a Cordelia.
Pasaremos el tiempo orando, cantando y refiriendo antiguas leyendas; reiremos contemplando las doradas mariposas y oiremos a los necios cómo cuentan nuevas de la Corte; y también nosotros hablaremos con ellos, sabremos quién pierde y quién gana, quién es el favorito y quiénes caen en desgracia; y tomaremos sobre nosotros el misterio de las cosas, como si fuésemos espías de los dioses.
(5.3.9-17)
Por mucho que esta fuera una fantasía que Cordelia pudiera compartir y encontrar atractiva, la joven es demasiado realista para pensar que pueda ser ni remotamente posible. Conducida a prisión y a la muerte casi segura que sabe que la acecha, la muchacha guarda un silencio tan elocuente como doloroso.
“En El cuento de invierno, obra que escribió al final de su carrera, Shakespeare volvería a la idea de un gobernante legítimo que, víctima de la locura, empieza a comportarse como un tirano. En el caso de Leontes, rey de Sicilia, la causa que precipita el drama no es la cólera senil, más bien es un ataque repentino de paranoia; el rey está convencido de que su esposa, Hermíone, llegada ya a la última fase de su embarazo, ha mantenido una relación adúltera y de que el hijo que lleva en su seno no es de él. Las sospechas de Leontes recaen en su mejor amigo, Políxenes, rey de Bohemia, que ha estado de visita en Sicilia durante los últimos nueve meses. Al principio Leontes expone su idea a su principal consejero, Camilo, quien, horrorizado, intenta desengañar al rey de la idea fija que lo obsesiona: «Mi buen señor, curaos de esa opinión enfermiza», insiste, y hacedlo pronto, «porque es muy peligrosa» (El cuento de invierno 1.2.296-298). Leontes insiste una y otra vez en su delirio y afirma que su acusación es cierta y, cuando el consejero vuelve a poner reparos, explota lleno de cólera: «Sí lo es. Mentís, mentís. Digo que mientes, Camilo, y te aborrezco» (1.2.299-300). El rey celoso no presenta ninguna prueba; lo único que tiene es su enfática obsesión.
Un tirano no necesita basarse en hechos reales ni presentar pruebas. Da por supuesto que una acusación suya debe ser suficiente. Si dice que alguien lo ha traicionado, o que se ha reído de él, o que lo espía, así tiene que ser. Cualquiera que lo contradiga es un mentiroso o un idiota. Lo último que desearía un tirano, incluso cuando parece que la solicita, es una opinión independiente. Lo que de verdad quiere es lealtad, y por lealtad entiende no ya integridad, honor o responsabilidad. Lo que entiende es confirmación inmediata y sin reservas de su propio criterio y disposición a cumplir sus órdenes sin vacilar. Cuando un gobernante autocrático, paranoico y narcisista se pone a deliberar con un servidor público y le pide lealtad, el Estado está en peligro.
De ahí que, cuando Camilo se niega a corear las sospechas lunáticas de Leontes, este lo acuse sañudamente de falta de honradez, de cobardía o de negligencia. Y, no contento con reprenderlo y decir que es «un grosero patán, un siervo estúpido o un contemporizador que trata de mantener la balanza en equilibrio» (1.2.301-302), el rey exige a su consejero que actúe y le demuestre lealtad absoluta. Hay una forma perfecta de hacerlo, a juicio de Leontes. Y de ese modo ordena a Camilo que envenene a Políxenes.
El consejero se encuentra, por consiguiente, en un gravísimo apuro, y lo sabe. Su ilustre señor no solo está loco, sino que, además, es extraordinariamente peligroso. Los sinceros intentos realizados para disuadirlo de su idea no han hecho más que intensificar la cólera real, y Camilo es consciente de que, si se niega a actuar como manda el rey, él mismo será castigado con la muerte. Considera durante un breve instante la eventualidad de cumplir la orden recibida: «A la ejecución de este acto sigue el acrecentamiento de mi fortuna», medita. Camilo es una persona honrada, no un villano oportunista; por esa razón se atreve a desafiar al rey. Al mismo tiempo, no tiene ningún interés en ser un mártir. Por consiguiente, solo le queda una alternativa: avisa a Políxenes y por la noche, en compañía de los gentilhombres que han acompañado al rey de Bohemia en su visita de Estado, los dos huyen precipitadamente de Sicilia.
La huida es una alternativa desesperada, una opción que, una vez escogida, no permite dar marcha atrás y, desde luego, no está al alcance de cualquiera. Como principal consejero del rey, Camilo tiene autoridad para ordenar que se abran las puertas de la ciudad y los barcos de Políxenes están ya aguardándolo en el puerto. Cabe suponer que Camilo ha tenido que abandonar todas sus posesiones, así como el elevado puesto de confianza que ha ocupado durante largo tiempo, pero, evidentemente, no tiene familia por la que preocuparse, y el soberano cuya vida ha salvado le brindará su protección y su apoyo. Lo importante, en esa situación de extrema gravedad, es «aprovechar estos momentos que nos urgen», como dice Camilo, y ponerse a salvo lejos del alcance del tirano.
Pero a la pobre Hermíone no le es posible hacer otro tanto; y hasta que no estalla la furia de Leontes tampoco tiene la menor idea de que su marido ha venido acumulando cada vez más sospechas y cólera contra ella. Obligada a aguardar los inminentes dolores del parto, se ha dedicado a cuidar a su joven hijo, Mamilio, a chismorrear con su amiga Paulina y a hacer de encantadora anfitriona del mejor amigo de su esposo. En realidad, ha sido Leontes el que la ha exhortado a que lo ayude a convencer a Políxenes de que prolongue su ya dilatada estancia en Sicilia. Pero todos los gestos cariñosos que ha hecho en ese sentido han sido interpretados por el paranoico Leontes como pruebas de su infidelidad. «¿Los cuchicheos no son nada?», exclama lleno de furia Leontes cuando Camilo intenta calmar sus temores.
¿Las mejillas inclinadas una contra la otra no son nada? ¿No son nada narices que se encuentran y labios que se besan por dentro? ¿Nada es interrumpir el curso de la risa con un suspiro, indicación infalible de haber sucumbido la honradez, pasearse a caballo, pie junto a pie, acurrucarse a escondidas en los rincones?
(1.2.284-289)
No importa cuánto de todo eso sea verdad; es lo que Leontes cree que ha visto, y eso ya basta en su mente calenturienta para condenar a su esposa.
La huida de Políxenes y Camilo confirma esa convicción e intensifica la idea que tiene Leontes de que lo han puesto en ridículo. Ahora le parece que está sobradamente claro que Camilo, en el que había confiado, era cómplice de la conspiración de Políxenes, era «su alcahuete». Llega a la conclusión, por tanto, de que «hay un complot contra mi vida», y decide hacerle frente ordenando la detención y el encarcelamiento de su esposa. «Es una adúltera», proclama el monarca ante la estupefacción de la corte. Al principio, los cortesanos intentan, como hiciera Camilo, poner en duda la acusación y culpar de ella a algún calumniador malvado, a «algún intrigante, que se condenará por ello» (2.1.142-143). «Suplico a vuestra alteza —dice un cortesano— que vuelva a llamar a la reina». «Estad seguro de lo que hacéis, señor —le advierte otro—, no sea que vuestra justicia pase por violencia» (2.1.127-129).
Leontes no está dispuesto a escuchar a nadie. «Olfateáis este asunto —les replica— con un sentido tan frío como la nariz de un hombre muerto» (2.1.152-153). A él no le interesa oír lo que los otros han observado y tampoco necesita su aprobación. «¿Qué necesidad tenemos de conversar con vosotros de esto —exclama en tono despectivo—, en lugar de seguir simplemente nuestra invencible creencia?» (2.1.162-164). Seguir su creencia significa seguir los dictados de sus impulsos y nada más que los suyos:
No necesitamos más de vuestra consulta. El asunto, la pérdida, la ganancia, la manera de proceder, todo esto nos concierne exclusivamente a nos.
(2.1.169-171)
Por supuesto, desde la perspectiva de la corte, el «asunto» —la acusación de que se ha urdido un complot contra la vida del soberano, la huida del principal consejero del rey y el encarcelamiento de la reina— no concierne ni mucho menos exclusivamente a Leontes. Pero, a la manera típica de los tiranos, el monarca ha confundido al Estado consigo mismo. La única concesión que hace —una concesión, según sus propias palabras, «a las almas de otras personas»— consiste en despachar embajadores «hacia el sagrado Delfos, al templo de Apolo», con la misión de consultar al oráculo. Los cortesanos, obligados por lo demás a guardar silencio, dan su aprobación a la iniciativa.
Del mismo modo que en El rey Lear, una mujer —la hija menor del autócrata— da el paso público decisivo de negarse a cumplir la exigencia inapelable de su padre, también en El cuento de invierno es una mujer la que con más ahínco desafía la voluntad del tirano. La principal opositora a los designios de Leontes no es la esposa agraviada, Hermíone —aunque la reina se defiende con tanta valentía como elocuencia—, sino la amiga de esta, Paulina. Ella es la que visita a la soberana en la cárcel y la que le propone, con la esperanza de devolver la cordura al rey, presentarle a la hija que su esposa acaba de dar a luz. Cuando el carcelero replica que lo que a él le preocupa, como por lo demás es perfectamente razonable, es que pueda correr peligro si permite sacar a la criatura de la prisión sin autorización, Paulina lo tranquiliza elocuentemente:
Nada tenéis que temer, señor; la niña era prisionera en el vientre de su madre, y ahora se ha liberado y manumitido por la ley y el curso de la gran naturaleza. Ni es partícipe en la cólera del rey ni responsable de la falta de la reina, si la hubiese.
(2.2.59-64)
Por un momento, tan breve como revelador, llegamos a atisbar la estructura burocrática que caracteriza a todos los regímenes y que resulta particularmente importante cuando el soberano se comporta de manera alarmante. Si se produce alguna anomalía procedimental, alguna persona de alto rango —y Paulina, la aristocrática esposa de Antígono, el consejero del rey, es, desde luego, de muy alto rango— tiene que dar un paso adelante y asumir la responsabilidad: «No temáis nada —vuelve a decir al carcelero—. Por mi honor, me interpondré entre vos y el peligro» (2.2.66-67).
Existen buenas razones, como no tardamos en saber, para temer lo peor. El tirano no puede conciliar el sueño: «¡Ni de día ni de noche, ningún reposo!» (2.3.1). Su hijo, Mamilio, ha caído enfermo a raíz de las acusaciones presentadas contra Hermíone y, además de la preocupación por el estado del muchacho, Leontes no ha dejado de pensar en ningún momento en la manera de vengarse. Políxenes y Camilo están fuera de su alcance —«al abrigo del complot», como él dice—, pero «la adúltera» está en su poder (2.3.4-6). «Supongamos que ha desaparecido, que fue entregada a las llamas» (2.3.7-8), medita torvamente; así recobraría, al menos en parte, la posibilidad de descansar.
No es de extrañar que, cuando aparece Paulina llevando a la niña en brazos, los gentilhombres que atienden a Leontes le digan que no puede entrar en su cámara. Pero, lejos de marcharse en silencio, la noble dama apela a su bondad y les pide que la ayuden. «¿Os importa más, ¡ay!, su cólera de tirano que la vida de la reina?», les pregunta (2.3.27-28). Ellos explican que el monarca no ha sido capaz de dormir en toda la noche, pero ella contesta: «Vengo a traerle el sueño», y los culpa a ellos, de hecho, del agravamiento de su locura:
Gentes parecidas a vos, que se deslizan junto a él a manera de sombras y acompañan con suspiros sus gemidos inútiles, gentes parecidas a vos son los que mantienen la causa de sus insomnios.
(2.3.33-36)
La estrategia de Paulina es tremendamente audaz: intentar quitar al rey su locura de golpe al obligarlo a tomar en sus brazos a la niña que él cree desaforadamente que no es suya (y se equivoca). La furia de Leontes no hace más que intensificarse. Ordena que la «bastarda» sea arrojada al fuego y luego se vuelve contra Paulina y la amenaza con mandar que a ella también la quemen en la hoguera. «¡Poco me importa!», replica la intrépida dama, y añade a continuación algunas de las palabras de desafío más espléndidas de toda la obra de Shakespeare:
El hereje será quien encienda el fuego, y no la que se queme en él.
(2.3.114-115)
Una consecuencia de la tiranía es subvertir toda la estructura de autoridad: la legitimidad ya no reside en el corazón del Estado; por el contrario, se encuentra en las víctimas de su violencia.
Paulina ya ha hecho referencia a la «cólera de tirano» de Leontes y a él le ha dicho rotundamente a la cara: «Soy tan honrada como vos loco». Pero un signo de la gravedad de la acusación directa de tiranía es que la buena mujer se refrena un poco, pues le dice:
No os llamaré tirano, pero este modo tan cruel de tratar a la reina, sin poder producir otras acusaciones que las de vuestro capricho mal fundado, sabe un poco a tiranía…
(2.3.115-118)
Por su parte, Leontes no deja pasar por alto estas palabras y replica: «Si fuera un tirano, ¿dónde estaría ahora su vida? —dice a sus cortesanos—. No osara llamarme tirano si supiera que lo soy» (2.3.121-123). Quizá las palabras de Paulina fueran un recurso estratégico: después de la contestación que ha dado, Leontes no está ya en una posición que le permita confirmar su amenaza de mandar que la quemen en la hoguera. Simplemente ordena que la saquen de su estancia.
Paulina salva su vida, pero la locura de Leontes y sus impulsos tiránicos siguen fuera de control. Sospechando que el marido de Paulina, Antígono, ha tenido la idea de que ella se presente ante él con la niña, el monarca acusa a su consejero de traición. Para demostrar que no es un traidor, Antígono tendrá que matar a la criatura. «¡Desembarazadme de eso!», le ordena Leontes.
Toma eso enseguida, y dentro de una hora ven a comunicarme que el acto se ha cumplido, y esto con pruebas indiscutibles, o dispongo de tu vida y de cuanto te pertenece.
(2.3.134-137)
No hay ningún proceso legal, ningún respeto a las normas de la civilización, ninguna decencia. En una sociedad en la que no cabe distinguir entre la sospecha y la certeza, la lealtad se demuestra ejecutando las órdenes criminales del tirano.
Sin embargo, sigue habiendo algo de fuerza moral en Sicilia. La tiranía de Leontes es consecuencia de una caída repentina e inexplicable en la locura; hasta hace muy poco el rey no ha sido un bruto con tintes de payaso, sino un monarca respetado y totalmente legítimo. Por eso, como Camilo y Paulina han demostrado, no se encuentra rodeado de oportunistas desvergonzados, sino de personas decentes acostumbradas a decir lo que piensan. Y, aunque sus cortesanos quedan confusos y aterrorizados —«todos sois unos embusteros» (2.3.145), les grita Leontes—, ni siquiera en ese momento permanecen callados sin rechistar. «Hemos sido siempre para vos servidores fieles y os conjuramos a que nos consideréis como tales» (2.3.147-148), dice uno de los caballeros de la corte, que se arrodilla ante él y suplica al rey que revoque la espantosa orden que ha dado de arrojar al fuego a la recién nacida. Leontes accede a regañadientes, pero solo a cambio de que Antígono se lleve a la criatura a algún lugar apartado, donde deberá abandonarla y exponerla a la inclemencia de los elementos.
En la enrevesada trama novelesca que se desarrolla a continuación, este cambio de órdenes tendrá importantes consecuencias. Da lugar a la muerte de Antígono (mediante la elocuente acotación que dice: «Sale, perseguido por un oso» [3.3.57]) y, finalmente, al hallazgo casi milagroso, dieciséis años después, de la hija de Leontes, Perdita. Pero, en el momento en que, en respuesta a la petición de sus cortesanos, Leontes modifica ligeramente su orden de matar a la niña, es muy poco lo que ha cambiado en la conducta o la intención del monarca. Y ese cambio tiene mucho que ver con el sentido de todo el argumento: una vez que el Estado se encuentra en manos de un tirano inestable, impulsivo y vengativo, no hay casi nada que puedan hacer los mecanismos ordinarios de moderación. Los consejos sensatos caen en oídos sordos, las objeciones decorosas son borradas de un plumazo, las protestas pronunciadas en voz alta no parecen sino empeorar las cosas.
Decidido a vengarse de la esposa que cree que lo ha traicionado, Leontes somete a Hermíone a un juicio en el que la acusa de alta traición. «Que se nos absuelva del reproche de tiranía —afirma cuando llama a la prisionera a comparecer—, ya que procedemos en justicia tan abiertamente» (3.2.4-6). El procedimiento abierto tal vez parezca preferible, desde el punto de vista de las relaciones públicas, al veneno mediante el cual tenía pensado deshacerse de su mejor amigo, pero en el mundo de Shakespeare todo el mundo sabía perfectamente que no podía haber más que un resultado. El gobernante controlaba las instituciones que conferían el sello de realidad a sus afirmaciones más desaforadas. Se trata de una farsa judicial, a la manera de las de Enrique VIII o, en nuestro tiempo, las de Stalin.
Hay, sin embargo, una pequeña diferencia, aunque muy significativa: en El cuento de invierno, la persona acusada de traición no está tan mentalmente destrozada como para confesar el crimen imaginario que se le atribuye. Por el contrario, con dignidad y con una gracia inquebrantable, Hermíone pone en evidencia la «justicia» del tirano para que se vea lo que verdaderamente es:
Puesto que todo lo que tengo que decir radica simplemente en contradecir mi acusación, y los testimonios que puedo exhibir consisten en los que extraiga de mí misma, no me servirá de gran cosa decir: «No soy culpable».
(3.2.20-24)
Al mismo tiempo, proclama su fe en que, «si las potencias divinas contemplan nuestras acciones humanas, como las contemplan, no dudo entonces que la inocencia cubra de oprobio las acusaciones falsas y haga temblar la tiranía ante la resignación» (3.2.26-30).
¿Qué querría decir lo de que la tiranía temblaría ente la resignación? Existen formas de resistencia cuyo poder reside no en devolver los golpes injustos —algo que Hermíone, en cualquier caso, no está en condiciones de hacer—, sino en aguantar y esperar, esperar la reivindicación personal y el posible despertar moral del opresor. Presa de su ilusión y de su indignación farisaica, Leontes no puede percibir ese poder, y menos aún temblar ante él. Mientras él continúa presentando cargos contra su esposa, a cuál más fantástico, Hermíone deja incluso de intentar darles sentido. «Señor, habláis un lenguaje que no entiendo» (3.2.78), afirma la acusada. «Mi vida está al alcance de vuestras visiones —es decir, es el blanco que persiguen vuestras fantasías—, y a ellas os la abandono» (3.2.79). Sin que Leontes se dé cuenta, su respuesta da en el meollo de la cuestión: «¡Vuestros actos son mis visiones!» (3.2.80). Si el tirano tiene la fantasía de que hay fraude, o engaño, o traición, entonces es que hay fraude, engaño o traición.
En consecuencia, es casi imposible ir más allá de esas visiones egocéntricas, sin justificación objetiva. Los embajadores regresan del templo de Apolo y traen el oráculo en un“documento sellado, que, una vez abierto y leído en voz alta ante toda la corte, no tiene ninguna de las ambigüedades habituales en ese tipo de mensajes:
«Hermíone es casta; Políxenes, intachable; Camilo, un súbdito leal; Leontes, un tirano celoso; su inocente criatura, legítimamente engendrada, y el rey morirá sin heredero, si lo que se ha perdido no es hallado».
(3.2.130-133)
Pero ni siquiera entonces puede librarse nadie de las ideas fijas del tirano. «No hay una palabra de verdad en todo ese oráculo», afirma Leontes obstinadamente, y ordena que el juicio siga su curso.
Solo cuando se hace saber que su hijo, Mamilio, ha muerto de angustia y de temor por la suerte que pueda correr su madre, Leontes recibe por fin un golpe lo bastante severo para sacudirse de encima su locura. Interpretando la muerte de su hijo como un signo terrible de la cólera de Apolo por tanta injusticia como ha cometido, decide actuar de inmediato para rectificar, en parte al menos, el daño que ha causado: «Me reconciliaré con Políxenes, ganaré de nuevo el corazón de mi reina, llamaré de nuevo al buen Camilo» (3.2.152-153). Pero no resulta todo tan fácil. Hermíone se ha desvanecido al oír la noticia de la muerte de su hijo, y en ese momento entra en escena Paulina, desesperada y dispuesta a dirigir durísimas palabras al tirano. Antes había hecho todo lo posible por contener su lengua: «No os llamaré tirano», había dicho en la escena III del acto II. Pero ahora, abandonando cualquier vestigio de contención, pregunta con amargura a Leontes: «¿Qué estudiados tormentos tienes para mí, tirano?» (3.2.172). Los antojos de su tiranía y sus celos, le dice, no solo lo han llevado a intentar corromper a Camilo para que matara Políxenes, y no solo lo han inducido a arrojar a su hija recién nacida a los cuervos, y no solo han provocado la muerte de su hijo. Ahora ha conseguido al fin su obra maestra al causar la muerte de su esposa.
La corte queda espantada ante la brutal franqueza de Paulina. Pero el trauma sufrido ha hecho de Leontes no solo un gobernante distinto, sino también un hombre diferente. Acepta la verdad y reconoce la terrible catástrofe que ha causado. La obra no nos lo muestra destronado y vagando errante por su antiguo reino, convertido en un desgraciado sin techo que lo cobije, como Lear. Sigue siendo rey de Sicilia, pero emprende un largo ejercicio de remordimiento y compunción. Solo cuando han pasado ya dieciséis años —el Tiempo hace su aparición en escena e invita a los espectadores a pensar que acaso hayan permanecido dormidos durante todo ese largo intervalo—, se reanuda la acción.
Cuando de nuevo empieza la obra, Leontes se encuentra todavía sumido en el arrepentimiento más profundo. Sus cortesanos lo exhortan a perdonarse de una vez, a volver a casarse y a dar a su reino un heredero al trono. Pero Paulina, que, en efecto, hace para él las veces de psicoterapeuta, es implacable y lo obliga a mirar cara a cara lo que ha hecho y a no casarse de nuevo:
Ni aun cuando os desposarais, una tras otra, con todas las mujeres del mundo o tomarais de cada una lo mejor para componer una mujer perfecta, la que habéis muerto derrotaría aún toda comparación.
(5.1.13-16)
«¿Muerta? ¿Yo la maté? —replica Leontes—. Sí; yo lo hice —reconoce al fin—, pero tú me has herido cruelmente diciendo que fui yo» (5.1.16-18). Accede a no volver a contraer matrimonio nunca sin el consentimiento de Paulina.
Al final, El cuento de invierno logra reunir al rey con su hija perdida, y también, por medio de un espectacular golpe de escena, con la esposa a la que creía muerta. En el silencioso espacio de la galería de Paulina, Leontes se presenta a contemplar lo que le han dicho que es una magnífica estatua de Hermíone. De manera aparentemente milagrosa, la estatua cobra vida, baja de su pedestal y abraza a su marido y a su hija. Pero nada puede borrar del todo el recuerdo de la tiranía, nada puede devolver los dieciséis años transcurridos en medio del aislamiento y la tristeza, nada puede restaurar la tierna inocencia de la amistad, la confianza y el amor. Cuando Leontes, que no puede dar crédito a sus ojos, vuelve a ver a su esposa, al principio queda sorprendido al constatar en ella los signos del envejecimiento: «Hermíone no estaba tan llena de arrugas, no era de edad tan avanzada como aquí parece» (5.3.28-29). Puede que haya una nueva vida más allá de los años perdidos por la tiranía, pero esa vida no será la misma de antes. El símbolo más conmovedor que ofrece la obra de todo lo que la tiranía hace que sea irrecuperable es el pequeño Mamilio, que murió de dolor y que no es resucitado mágicamente en la vertiginosa sucesión de felices reencuentros con la que acaba la obra.
Sin embargo, más que cualquier otro drama de Shakespeare, El cuento de invierno se permite soñar con una segunda oportunidad. El factor que hace posible ese resurgimiento, después de la catástrofe, es una de las fantasías más audaces e improbables del autor: el arrepentimiento total del tirano, no fingido, sino absolutamente sincero. Imaginar esa transformación interior es casi tan difícil como imaginar que una estatua cobre vida.
NUEVE
CAÍDA Y RESURGIMIENTO
El final feliz de El cuento de invierno va en consonancia con el género literario del relato caballeresco con su deliberada violación lúdica de las expectativas más realistas. Shakespeare y su público sabían perfectamente que en los documentos históricos rara vez figura la redención milagrosa de los gobernantes inestables y tiránicos. Escapar de ese conocimiento sombrío formaba parte del atractivo de este género, con sus disparatados giros argumentales y, al final, con toda una catarata de reencuentros maravillosos, de reconciliaciones y perdones. «Hay a estas horas en el público una explosión tal de asombro —comenta un personaje secundario al final de la obra— que los copleros no serán capaces de expresar» (El cuento de invierno 5.2.21-23).
Pero Shakespeare no se permitía únicamente dar soluciones fantásticas al dilema planteado por la tiranía. Antes bien, El cuento de invierno constituye una rara excepción al pensamiento realista que lo caracterizó durante buena parte de su carrera, un pensamiento que volvería una y otra vez a tratar las formas en las que podía ponerse fin a la pesadilla. El tirano, reflexionaba el dramaturgo, tiene siempre por fuerza enemigos poderosos. Puede que atrape y dé muerte a algunos de ellos, puede que obligue a otros a plegarse a su voluntad y a rendirle lo que Macbeth llama «homenajes de adulación». Puede incluso que cuente con espías en las casas de todos y acaso escuche en la oscuridad cualquier cosa que se murmura a su alrededor. Puede que recompense a sus secuaces, que reúna tropas y escenifique una interminable sucesión de actos públicos para celebrar sus innumerables hazañas. Pero es muy posible que no pueda eliminar a todos los que lo odian. Porque al final casi todos lo odian.
No importa lo densa que sea la red tejida por el tirano; siempre hay alguien que logra escaparse de ella y ponerse a salvo. «No debes permanecer aquí», dice el general romano Tito Andrónico a Lucio, el único superviviente de sus veinticinco hijos varones. El tirano Saturnino acaba de asesinar a los dos únicos hermanos que le quedaban al muchacho y ha permitido la violación y la mutilación de su hermana. Lucio se refugia entre los godos, donde reúne un ejército y vuelve para matar al tirano y asumir el poder. «¡Así pueda gobernar —proclama al final de la obra—, de modo que cure las heridas de Roma y borre sus desastres!» (Tito Andrónico 5.3.145-146). Análogamente, en Ricardo III la reina Isabel exhorta a su hijo Dorset diciendo: «¡Atraviesa los mares y ve a vivir con Richmond!», en Bretaña. «¡Marcha! ¡Aléjate, aléjate de este matadero!» (Ricardo III 4.1.41-43). Su hermano, su tío y sus dos medio hermanos han sido asesinados por el tirano, así como otros muchos personajes, pero Dorset logra unirse a Richmond, que capitanea las tropas que derrocarán al odiado tirano. Al final de la obra, el vencedor hace una promesa similar de sanar las heridas de la nación y formula la siguiente plegaria: «Que sus herederos, ¡Dios, si esta es tu voluntad!, den a las generaciones futuras el rico presente de la paz de dulce mirada, con riente abundancia y plácidos días prósperos» (5.5.32-34).
También así en Macbeth los hijos del rey asesinado se percatan del peligro inminente en el que se hallan. No es el momento de expresar ceremoniosamente su agradecimiento a sus anfitriones, los Macbeth. «¿Qué podríamos hablar aquí —susurra el uno al oído del otro—, donde nuestro destino, oculto en una emboscada, puede precipitarse sobre nosotros y atraparnos?». «¡A caballo, pues! —dice el otro—. Y dejémonos de escrúpulos por no dar el adiós, sino salvémonos» (Macbeth 2.3.118-119, 140-141). Los hijos de Duncan se escabullen, se ven obligados a soportar la acusación falsa de que son unos parricidas, pero sobreviven y logran derrocar al tirano. La obra, sin embargo, termina con una nota más sombría que Tito Andrónico o Ricardo III. Malcolm, que acaba de ser proclamado rey de Escocia, anuncia que tiene previsto no solo hacer volver a la patria «a nuestros amigos desterrados en el extranjero, que huyeron de los lazos de la vigilante tiranía», sino también traer a su presencia, presumiblemente para someterlos a juicio, a «los crueles ministros de ese verdugo muerto y de su infernal reina» (5.7.96-99). Habrá ajuste de cuentas.
Escabullirse, escapar fuera del alcance del tirano, cruzar la frontera, unir fuerzas con otros desterrados y regresar con una tropa invasora. Esa es la estrategia básica, y no se trata solo de una argucia literaria: sirvió para los combatientes de la resistencia en la Alemania nazi, en la Francia de Vichy, y en muchos otros lugares. Como Shakespeare bien sabía, esa estrategia no dejaba de entrañar riesgos. El plan podía fracasar, como sucede con Buckingham, y acabar con una ejecución y no con una huida. Puede que amigos y familiares sufran. El tirano puede retener a un ser querido como rehén, como cuando Ricardo III se apodera del hijo de lord Stanley con el fin de asegurarse su lealtad: «¡Mirad que me seáis fiel —dice al padre angustiado—, o, de lo contrario, la cabeza de vuestro hijo no estará segura!» (4.4.495-496). Como comprueba Macduff, el golpe puede recaer sobre los seres queridos inocentes que se quedan atrás.
El alto coste de semejante resistencia aparece representado con especial vigor en El rey Lear. Pese a haber sido desheredada por su padre antes de que este, movido por un furor senil, renunciara al trono, Cordelia está firmemente decidida a salvarlo de sus dos malvadas hermanas mayores, Goneril y Regan, que, junto con sus maridos, gobiernan el país y pretenden matar al anciano. Al regresar a Britania procedente de Francia, país con cuyo rey se ha casado, y tras ponerse al frente de un ejército francés, la joven Cordelia proclama el altruismo de sus motivos: «No es la orgullosa ambición la que pone las armas en mis manos, sino el cariño, el gran cariño y el derecho de mi anciano padre» (El rey Lear 4.3.25-26). Sus tropas han estado secretamente en contacto con importantes figuras del reino, personajes a los que había escandalizado el cruel trato dispensado al anciano rey por Goneril y Regan y que se habían percatado de la tensión existente entre los maridos de ambas, el bienintencionado, pero débil, duque de Albany y el extraordinariamente cruel duque de Cornualles. Parece que el escenario está ya listo para que se produzca el restablecimiento de la honradez para una victoria comparable a la de Richmond sobre Ricardo o a la de Malcolm sobre Macbeth.
Pero no es así. Por el contrario, contra todas las expectativas, las fuerzas de las hermanas malvadas son las que se alzan con el triunfo. Cordelia y su ejército sufren una derrota. Tras ser hechos prisioneros, la joven y su padre son encerrados en la cárcel y Edmundo, el general que iba al mando de las fuerzas británicas victoriosas, ordena en secreto el asesinato de Cordelia. Como Albany es completamente inútil y el marido de Regan, el duque de Cornualles, ha muerto, Edmundo se dispone a hacerse dueño del reino. Hijo bastardo del duque de Gloucester, no tiene ningún derecho legítimo al trono. Pero reúne en su persona muchos de los atributos del tirano. Es audaz, ingenioso, intrigante, hipócrita y sumamente despiadado. Ha alcanzado la posición que ocupa primero urdiendo una trama que ha dado lugar al destierro de su hermano Edgardo y luego traicionando a su propio padre. Pero las hermanas malvadas están locas por él, y el pérfido Edmundo se divierte pensando a cuál de las dos escogerá: «¿Cuál de ellas tomaré? ¿Entrambas? ¿Una sola? ¿O ninguna?» (5.1.47-48).
Según todas las fuentes históricas, la virtuosa Cordelia es la que se alza con la victoria y acaba ocupando el trono, pero lo extraño es que, en la versión de Shakespeare, Cordelia es ahorcada en su celda. La joven ha sido en la obra la encarnación de todo lo que es decente y legal, la esperanza de redención de toda la crueldad y la injusticia que se han abatido sobre el reino. Su muerte deja una herida que nunca llegará a curarse del todo. Pero al final el triunfo del mal es efímero. Regan es envenenada por su hermana celosa, Goneril; Edmundo muere en el transcurso de un combate singular a manos de su hermano, Edgardo, contra el cual había urdido una pérfida trama, y Goneril se suicida. Al final, ninguno de los personajes verdaderamente malos de la obra sigue vivo para gozar de los frutos de la victoria.
Aun así, sus muertes no borran la tragedia de la pérdida de Cordelia ni el dolor indecible de su padre, que muere acongojado por todos los desastres que ha causado:
¡Y mi pobre loquilla ha sido ahorcada! ¡No, no, no tiene vida! ¿Por qué un perro, un caballo, un ratón viven, y tú, en cambio, no alientas? ¡No volverás más, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca!
(5.3.281-284)
Shakespeare hace hincapié aquí, con mayor patetismo e insistencia que en cualquier otro pasaje de su obra, en el carácter irreparable de las pérdidas que la tiranía deja tras de sí. No vemos nada equivalente a la orgullosa afirmación de Richmond en Ricardo III: «¡La jornada es nuestra! ¡El sanguinario perro ha muerto!» (Ricardo III 5.5.2) o a las palabras de Macduff: «¡Mira dónde traigo la cabeza maldita del usurpador! ¡El mundo es libre!» (Macbeth 5.7.84-85). Cuando en El rey Lear un mensajero anuncia: «Señor, Edmundo ha muerto», Albany responde: «Esa muerte es para nosotros una futesa» (El rey Lear 5.3.271).
Shakespeare no pensaba que los tiranos duraran mucho tiempo. Por astutos que fueran durante su ascensión al poder, una vez que lo detentaban se mostraban sorprendentemente incompetentes. Al no tener visión alguna de futuro para el país que regían, eran incapaces de construirse un apoyo duradero y, aunque eran crueles y violentos, nunca podían aplastar a toda la oposición. Su aislamiento, su suspicacia y su cólera, a menudo unidas a su arrogancia y a su excesiva confianza, precipitaban su caída. Las obras que tratan de la tiranía acaban irremediablemente con gestos hacia la renovación de la comunidadel restablecimiento del orden legítimo.
Pero en El rey Lear el énfasis abrumador que se pone en lo que se llama «el duelo general» y el «herido estado» hace que a Shakespeare le resulte difícil poner en escena esos gestos. El candidato más plausible para que se encargue de recoger los cascos rotos es el joven Edgardo. Los últimos versos de la obra se atribuyen a él en una versión primitiva de la tragedia; en otra, a Albany, cuyas inclinaciones son honradas, aunque se encuentra comprometido moralmente. Da la impresión de que los actores de la compañía rivalizaran entre sí por pronunciarlos o de que el propio Shakespeare no estuviera seguro de a quién asignárselos. En cualquier caso, los versos no son, como habría cabido esperar, una manifestación de liderazgo político. Son más bien expresión de las traumáticas consecuencias de la durísima prueba a la que se ha visto sometido el reino:
Preciso es que nos sometamos a la carga de estas amargas épocas; decir lo que sentimos, no lo que debiéramos decir. El anciano ha sufrido muchísimo; nosotros, que somos jóvenes, no veremos tantas cosas ni viviremos tantos años.
(5.3.299-302)
Se trata de la voz de un hombre que habla a una comunidad en estado de shock.
En Ricardo III, la principal oposición a la tiranía se forma alrededor del conde de Richmond; en Macbeth, en torno a Malcolm, el hijo del rey asesinado. Los dos acaban asumiendo el poder al final. No hay ningún personaje parecido en El rey Lear. Por el contrario —y de manera sorprendente—, donde se atisba el coraje moral es en un personaje muy secundario, situado muy por debajo del radar social de la comunidad y cuyo nombre nunca llegamos a saber. Es un criado, un individuo de los muchos que componen la servidumbre que rodea a todos los personajes que poseen riqueza y autoridad, y que no encuentra de su agrado lo que ve. Su amo, el marido de Regan, el duque de Cornualles, está llevando a cabo personalmente un interrogatorio. Tras la retirada de Lear, Cornualles es uno de los dos gobernantes efectivos del país y ha tenido noticia de la invasión de las tropas francesas capitaneadas por Cordelia con la intención de restablecer a Lear en el trono. Es imprescindible impedir que el viejo rey se reúna con el ejército de Cordelia, pero Cornualles sabe ya que el noble en cuya mansión ahora se aloja, el anciano conde de Gloucester, colabora con las tropas invasoras y ha enviado a Lear a Dover.
Cornualles ha mandado atar a Gloucester a una silla y, junto con su esposa, empieza a interrogarlo de forma brutal: «¿Por qué a Dover?… ¿Por qué a Dover?… ¿Por qué a Dover?» (3.7.50-55). Como no puede obtener las respuestas que desea, Cornualles, cada vez más furioso, ordena a sus criados que sostengan la silla. Se inclina sobre el anciano Gloucester y le arranca un ojo. La escena es tremenda —algunos espectadores a veces llegan a desmayarse—, pero la que viene a continuación quizá pareciera más tremenda incluso al público renacentista, que sabía que los sospechosos de traición a menudo eran torturados. Cuando la perversa Regan insiste a su marido en que arranque a Gloucester el otro ojo, de repente una voz exclama: «¡Tened la mano, monseñor!» (3.7.72). Shakespeare no hace nada para suavizar la impresión que causa esa orden inesperada. Las palabras han sido pronunciadas no ya por uno de los hijos de Gloucester, por algún noble presente en la sala, por algún caballero disfrazado o incluso por algún miembro de la servidumbre de Gloucester. El que las dice es uno de los criados del propio Cornualles, un hombre acostumbrado desde siempre a hacer sencillamente lo que su amo le manda. «Os he servido desde la infancia —afirma—, pero nunca os hice mejor servicio que ahora al rogaros que os contengáis» (3.7.73-75).
El rey Lear no aborda el tema de la tiranía de forma teórica. Pero escenifica de manera inolvidable un momento en el que un individuo al servicio del gobernante se siente obligado a interrumpir la acción de la que está siendo testigo. Regan se muestra ofendida ante semejante atrevimiento: «¡Cómo! ¿Vos, perro?» (3.7.75). Y Cornualles, que desenvaina la espada y utiliza el término empleado para designar al vasallo de un señor feudal, no lo está menos: «¡Un villano mío!» (3.7.78). A continuación, se baten los dos hombres, señor contra criado, en un combate que termina cuando Regan, asombrada ante el hecho de que un vil sirviente se atreva a hacer algo de ese estilo —«¿Un rústico encararse así?»—, lo acomete y lo mata.
La escena de la tortura continúa entonces y Cornualles saca a Gloucester el ojo que le queda. La odiosa pareja de marido y mujer echa al pobre ciego fuera de su casa mientras pronuncia una de las órdenes más crueles que encontramos en toda la obra de Shakespeare: «¡Id a arrojarlo fuera de las puertas, y que ventee su camino a Dover!» (3.7.94-95), dice Regan, mientras Cornualles se deshace del cadáver del criado que se atrevió a intentar detenerlo: «Echad a ese esclavo al muladar» (3.7.97-98). Pero resulta que la muerte del sirviente no ha sido en vano. Cornualles ha recibido una herida como consecuencia de la cual no tardará en perder la vida. Su muerte, junto con la reacción pública suscitada por la visión del anciano ciego, debilita significativamente el bando de Goneril, Regan y Edmundo.
Shakespeare no creía que cupiera contar con la gente humilde como baluarte frente a la tiranía. A su juicio, esos individuos eran manipulados con demasiada facilidad por medio de consignas, acobardados mediante amenazas o sobornados mediante regalos banales y, por lo tanto, no podrían actuar nunca como defensores fiables de la libertad. Los tiranicidas de Shakespeare, en su mayor parte, pertenecen a la misma élite de la que salen los gobernantes injustos a los que se oponen y a los que acaban por matar. En el criado anónimo de El Rey Lear, sin embargo, el autor creó un personaje que constituye la esencia misma de la resistencia popular a los tiranos. Ese hombre se niega a ver, oír y callar. Su gesto le cuesta la vida, pero se levanta en defensa de la decencia humana. Aunque se trata de un personaje absolutamente menor que apenas pronuncia unos cuantos versos, es uno de los grandes héroes de Shakespeare.
La desolación reinante al final de El rey Lear plantea en su forma más extrema las cuestiones que se ciernen sobre todas las representaciones que hace Shakespeare de la tiranía: ¿cómo las personas atentas y valientes pueden no solo escapar de las garras del tirano para luchar contra él e intentar derrocarlo, sino también impedir por lo pronto que acceda al poder? ¿Cómo es posible evitar que se produzca esa desolación? En Ricardo III, la reina Margarita, enloquecida por el odio, revolotea por la corte del rey Eduardo como un oscuro espíritu de venganza e intenta avisar al duque de Buckingham, al que exime de tanto odio, de que tenga cuidado con Ricardo:
¡Desconfía de ese perro malvado! ¡Mira, cuando acaricia, es para morder! ¡Y, cuando muerde, su diente venenoso emponzoña hasta matar! ¡No intimes con él! ¡Guárdate de él! ¡El pecado, la muerte y el infierno lo han sellado con sus marcas, y todos sus ministros son sus familiares!
(Ricardo III 1.3.288-293)”
Pero el duque no hace caso de su advertencia y actúa como uno de los principales cómplices de la ascensión al poder de Ricardo… hasta que él mismo cae bajo el hacha del verdugo del tirano.
En El rey Lear, el valeroso conde de Kent habla con audacia para intentar convencer al monarca al que sirve con lealtad de que no siga adelante con su locura y retire las maldiciones que ha lanzado contra la única hija que verdaderamente lo ama. Sin embargo, en vista del furor de Lear, nadie se pone del lado de Kent, que es desterrado so pena de muerte. Cuando Kent se disfraza para seguir sirviendo a su señor, es completamente incapaz de detener la catastrófica decadencia que ha dado comienzo. Si acaso, su beligerante audacia no hace sino intensificar la cólera de las dos hijas pérfidas y el reino, al igual que el anciano monarca, se precipita inexorablemente hacia la locura y el desastre.
Hay una sola obra en toda la carrera de Shakespeare que presenta un intento sistemático, basado en sólidos principios, de detener la tiranía antes de que se imponga. Julio César comienza con la intervención de los tribunos Marulo y Flavio intentando airadamente impedir que una turba de ciudadanos celebre el triunfo de César sobre Pompeyo. Ven con toda claridad que el entusiasmo de la chusma en torno al general tiene ramificaciones políticas peligrosas y corren a retirar los adornos que la plebe ha colgado de sus estatuas:
Estas plumas en crecimiento, arrancadas a las alas de César, mantendrán su vuelo a normal altura; quien, de otro modo, se remontaría sobre la vista de los hombres y nos sumiría a todos en un sobrecogimiento servil.
(Julio César 1.1.71-74)
Sus esfuerzos no están exentos de riesgo. «Marulo y Flavio —se nos hace saber— han sido reducidos al silencio por haber despojado de sus adornos las estatuas de César» (1.2.278-279).
En la segunda escena de la obra, dos personajes clave de la élite senatorial de Roma comparten la misma angustia que los domina. Mientras conversa con Casio, Bruto se sobresalta cada vez que oye el bramido de la multitud en la distancia. «¿Qué significan esas aclamaciones? —pregunta lleno de nerviosismo—. Temo que el pueblo escoja por rey a César» (1.2.79-80). Casio aprovecha la ocasión para expresar su propia cólera y su perplejidad ante la elevada posición alcanzada por César:
¡Claro, hombre! Él se pasea por el mundo, que le parece estrecho, como un coloso, y nosotros, míseros mortales, tenemos que caminar bajo sus piernas enormes y atisbar por todas partes para hallar una tumba ignominiosa.
(1.2.135-138)
Lo fundamental, insiste Casio, es comprender que lo que está sucediendo no tiene nada que ver con un destino misterioso e ineludible: «¡La culpa, querido Bruto, no es de nuestras estrellas, sino de nosotros mismos, que consentimos en ser inferiores!» (1.2.140-141). Y eso significa, en consecuencia, que es posible hacer algo ante la amenaza inminente de la tiranía.
El propio Bruto está perfectamente al tanto de esa consecuencia y ya ha meditado largamente sobre ella él solo. Promete a Casio continuar la conversación en un futuro próximo. Antes de separarse, se enteran de que los vítores de la multitud se produjeron cuando César rechazó por tres veces la corona que le ofrecía Antonio. Aquella negativa no resuelve el problema, ni mucho menos. Casca comenta cierto rumor que corre acerca de los planes que tiene el Senado para el día siguiente: proclamar rey a César, que podrá llevar la corona en todas partes salvo en Italia. Casio responde afirmando que antes preferiría suicidarse que vivir bajo un dominio tal. La capacidad de quitarse la vida, insinúa, confiere cierto tipo de libertad: «Por eso, ¡oh, dioses!, convertís a los débiles en los más fuertes; por eso, ¡oh, dioses, sojuzgáis a los tiranos!» (1.3.91-92).
Bruto, como nos enteramos al cabo de poco tiempo, también piensa en la forma de librarse de la tiranía, pero sus pensamientos no giran en torno al suicidio. «¡Tiene que ser con su muerte!» (2.1.10). Sus palabras no forman parte de ninguna conversación. Ni siquiera las oye nadie presente en el escenario: acaba de mandar salir a su criado. En su jardín, en plena noche, medita a solas. No se especifica qué es lo que «tiene que ser», ni a quién se refiere con lo de «su muerte». Nos vemos sumidos en una mente en plena efervescencia y, por consiguiente, no hay prólogo alguno:
¡Tiene que ser con su muerte! Y, por mi parte, no encuentro causa alguna personal para oponerme a él, sino el bien público. ¡Quisiera ceñirse la corona! El caso está en saber hasta qué punto pueda modificar eso la naturaleza. El claro día es el que hace salir el áspid, y esto nos advierte que caminemos con precaución. Coronarlo. De eso se trata.
(2.1.10-15)
Shakespeare nunca había escrito nada parecido. ¿Qué se supone que debemos hacer ante eso?
Bruto invoca «el bien público» —esto es, el bien común— frente a la «causa personal», pero su largo monólogo socava cualquier intento de trazar una línea divisoria clara entre los principios políticos y los individuos particulares, con sus características psicológicas, su naturaleza imprevisible y su interioridad opaca, cognoscible solo en parte. Las formas verbales «quisiera» y «pueda» titilan y bailotean de forma ambigua por los giros y los recodos de una mente obsesionada. La sonora frase «El caso está», que anticipa las famosas palabras de Hamlet: «He aquí el problema», se extiende como un miasma a lo largo de todo el proceso reflexivo de Bruto.
A los antiguos romanos les gustaba considerarse grandes hombres no solo de pensamiento, sino también de acción. Ellos se encargarían de conquistar el mundo y dejarían para los griegos las investigaciones filosóficas y la neurótica afición a mirarse el ombligo. Para Shakespeare, sin embargo, detrás de la pantalla de retórica pública de Roma había individuos vulnerables, llenos de preocupaciones y conflictos, inseguros de cuál era el rumbo correcto que debían seguir y conscientes solo a medias de lo que los impulsaba a actuar. El peligro era tanto mayor por cuanto actuaban en un escenario mundial y sus oscuras motivaciones privadas tenían unas consecuencias públicas enormes, potencialmente catastróficas.
«El caso está», dice Bruto, sin llegar a decir exactamente cuál es el caso. Enredados unos con otros, son varios los problemas que lo atormentan. ¿Hasta qué punto está en peligro la República romana, a la que amo y que estoy dispuesto a defender con mi vida? ¿Qué quiere de mí Casio? ¿Qué probabilidad hay de que César —que acaba de rechazar por tres veces la corona que le ofrecían— acabe convirtiéndose en un tirano? ¿Cuál es la mejor manera de evitar el desastre? ¿Qué factor representará mi estrecha y antigua amistad personal con César en la decisión que vaya yo a tomar, sea cual sea? ¿No sería más lógico simplemente observar los acontecimientos y esperar?
Un ejemplo de sabiduría popular proverbial —«El claro día es el que hace salir el áspid»— da paso a un aviso aleccionador: «Y esto nos advierte que caminemos con precaución». Ambas reflexiones concluyen con una exclamación incoherente, sin congruencia gramatical —«Coronarlo. De eso se trata»—, que parece la huella verbal de una fantasía que pasa de manera espontánea por la mente de Bruto. De modo que el discurso continúa, entrelazando lo natural con lo social, combinando la observación objetiva propia del testigo presencial y la fantasía personal, conduciendo de manera incoherente, pero fatal, hacia una conjura homicida cuya justificación pública es una especie de comunicado de prensa que el asesino está ya redactando:
Y pues los motivos de queja que tenemos contra él no ofrecen color plausible, visto de quién se trata, démosle esa forma, diciendo que, si aumenta lo que es, surgirán estos y aquellos peligrosos extremos [i. e. tiranías].
(2.1.28-31)
Asistimos a la genealogía de uno de los grandes acontecimientos de la historia universal, el asesinato de Julio César, pero se nos pide que lo veamos desde fuera y desde dentro a la vez.
Los personajes de Julio César intentan definirse en relación con distintos principios políticos y filosóficos. Casio afirma ser un seguidor de Epicuro, lo que implica que cree que solo los seres humanos, y no los dioses ni el destino, son los responsables de su felicidad o de su desgracia. Cicerón sostiene, como hacía la escuela académica de los filósofos escépticos, que «los hombres pueden interpretar las cosas a su manera, en sentido contrario al de las cosas mismas» (1.3.34-35). Bruto es un estoico, fríamente indiferente a los portentos y los presagios. En un momento posterior de la obra, aunque ya se ha enterado de que su esposa ha muerto, finge no saber nada, para poder demostrar su total autodominio: «¡Adiós, pues, Porcia!» (4.3.189). Pero una demostración calculada ya pone en entredicho la autenticidad del principio, y la obra socava una y otra vez todo lo que pueda parecer coherente desde el punto de vista filosófico.
Ningún personaje —no desde luego Julio César, ni Antonio, ni Casio— encarna una postura estable, y mucho menos un ideal abstracto. Bruto es el que más se acerca y, en los últimos momentos de la obra, Antonio lo alaba como «el más noble de todos los romanos» (5.5.68). Pero esas son las manifestaciones públicas de un vencedor profundamente cínico, y ya hemos visto desde dentro cuán turbios, confusos y conflictivos son los pensamientos de Bruto. No obstante, en medio de la incertidumbre que acosa toda elección, es preciso decidir qué se va a hacer, y Bruto decide asesinar a César. Creyendo que solo un paso tan drástico como ese salvará la república, presta su inmenso prestigio al grupo de los conspiradores, cada uno de los cuales tiene sus propios motivos, todos ellos complejos, para actuar, y en el momento crucial, cuando llegan los idus de marzo, se une a los demás y clava su puñal en el cuerpo de su amigo.
Dice Bruto a sus cómplices en el asesinato, una vez perpetrado:
¡Inclinémonos, romanos, inclinémonos!, y bañemos nuestras manos hasta el codo en la sangre de César, y salpiquemos con ella nuestras espadas. Salgamos después hasta la plaza pública y, blandiendo sobre nuestras cabezas las enrojecidas armas, clamemos todos: «¡Paz, independencia y libertad!».
(3.1.106-111)”
Desde ese momento y durante muchas generaciones por venir, según él se imagina, serán alabados como los salvadores de Roma. Su causa es justa, y él tiene la seguridad de que será reconocida como tal precisamente porque los conjurados no son un puñado de políticos cínicos, sino hombres movidos por ideales nobles.
Salvo que la cosa no funciona de esa manera. El problema no solo es que los motivos de todos ellos son más heterogéneos, como no podía ser de otro modo, lo que da a entender las consignas proclamadas a voz en grito, sino también que las acciones llevadas a cabo en el mundo real basadas en ideales nobles pueden tener consecuencias imprevistas e irónicas. Bruto sueña que ideales tales como el honor, la justicia y la libertad pueden existir, no se sabe cómo, en una forma pura, a la que no afectan cálculos viles ni compromisos turbios. Pero su intento más firme de actuar basándose en unos principios puros es su rechazo a asesinar a Antonio junto con César, y ese rechazo supone una catástrofe política. Pues Antonio no solo es un seguidor leal de César, sino que, además, es un demagogo brillante cuyo famoso discurso ante ante el cadáver de César —«Amigos romanos, compatriotas, prestadme atención…» (3.2.71)— es la chispa que hace estallar la guerra civil y que traerá consigo la caída de la República, la misma institución que los conspiradores pretendían salvar.
Shakespeare deja bien claro que el deseo de Bruto de mantener sus motivaciones libres de toda mácula de interés personal o de violencia es mera fantasía. Bruto ansía acabar con la amenaza que representa César —la amenaza de la tiranía— sin acabar con César, pero él mismo reconoce que esa defensa limpia, incruenta de la libertad es imposible:
¡Oh, que no pudiésemos inmolar el espíritu de César y no desmembrar a César! Pero ¡ay!, César tiene por ello que verter su sangre.
(2.1.169-171)”
Shakespeare no pone en ridículo el rechazo de Bruto a permitir el derramamiento de sangre que los demás conspiradores desean llevar a cabo después de perpetrar el asesinato. Ese rechazo indica cierta nobleza de espíritu que contrasta netamente con el oportunismo cínico de Antonio y sus aliados, que de inmediato aprovechan la ocasión para matar a sus enemigos. Pero ese sueño de pureza es completamente irreal y raya en la ironía. Y, por supuesto, no tiene en cuenta la volatilidad de la masa de los romanos corrientes y molientes.
Julio César no ofrece una solución a los dilemas psicológicos y políticos que sondea de forma despiadada. No hay ni un solo momento de comprensión clarividente, desde luego no para Casio (que se suicida porque interpreta de manera totalmente errónea el turbulento desenlace de la batalla de Filipos) ni tampoco para Bruto, atormentado por el espectro de César. Por el contrario, lo que la tragedia ofrece es una representación sin precedentes de la incertidumbre, la confusión y la ceguera de la política. El intento de soslayar una posible crisis constitucional, si César decidiera asumir los poderes de un tirano, precipita el hundimiento del Estado. El propio acto mediante el cual se pretendía salvar la República se convierte precisamente en el que la destruye. César ha muerto, pero al final de la obra el cesarismo ha triunfado.
DIEZ
ASCENSIÓN RESISTIBLE
Las sociedades, como los individuos, suelen protegerse por lo general de los sociópatas. No habríamos sido capaces de sobrevivir como especie si no hubiéramos desarrollado el arte de identificar y solucionar las amenazas más dañinas provenientes tanto del interior como del exterior. Las comunidades suelen estar alerta ante el peligro que plantean algunos de los individuos que las componen y consiguen aislarlos o expulsarlos. Por eso la tiranía no es la norma de la organización social.
En circunstancias especiales, sin embargo, esa protección resulta más difícil de lo que pudiera parecer en un principio, pues algunas de las características peligrosas encontradas en un tirano potencial pueden ser útiles. El gran ejemplo histórico de esa utilidad de doble filo según Shakespeare es Gayo Marcio, más conocido como Coriolano, cuya fiera agresividad, cuya altanería y cuya indiferencia ante el dolor hicieron de él un guerrero enormemente eficaz para la defensa de Roma durante el siglo V a. e. v. El dramaturgo encontró los rudimentos de la trama en una de sus fuentes favoritas, las Vidas paralelas, de Plutarco, y los estructuró para dar forma a la última tragedia que escribió.
Coriolano se sitúa en un pasado muy remoto pero la obra abordaba indirectamente unos problemas muy inmediatos y acuciantes. La escasez de comida en Inglaterra, vinculada a la sucesión periódica de malas cosechas, había dado lugar durante generaciones a ruidosas protestas populares en las que la plebe reclamaba escandalosamente suministros y ayudas de emergencia. En 1607, estalló en los Midlands una rebelión a gran escala que se extendió rápidamente desde Northamptonshire hasta Leicestershire y Warwickshire. La muchedumbre airada, compuesta por millares de individuos, denunció la odiada práctica de acaparar y guardar el grano con la esperanza de que subieran los precios y exigió a los terratenientes “locales que pusieran fin al vallado ilegal de las tierras comunales.
El principal cabecilla de los sublevados fue John Reynolds, llamado el «capitán Talega», porque solía llevar una pequeña bolsa cuyo mágico contenido se suponía que iba a defender de todo mal a los rebeldes. Reynolds exhortaba a sus seguidores a comportarse de manera no violenta, y en la mayor parte de los casos la gente se contentó con derribar los vallados y rellenar las zanjas con las cuales los terratenientes intentaban cercar en beneficio propio unas tierras que habían pertenecido a todos. Los alguaciles locales no hacían nada, pero los propietarios de las tierras se sintieron muy alarmados. El propio Shakespeare tenía buenos motivos para compartir sus temores, pues poseía tierras en Warwickshire y, en una medida bastante modesta, también había acaparado grano y se lo había guardado. La cuestión, por tanto, era cómo había que responder a los desórdenes.
Los miembros de la élite discutieron urgentemente la mejor estrategia que cabía emplear para acabar con las protestas. Algunos defendieron la distribución gratuita de alimentos y el cese de los vallados, mientras que otros reclamaron medidas más severas. No intentéis «ningún medio de persuasión en absoluto», decía el conde de Shrewsbury en una carta a su hermano, el conde de Kent, hasta que «tengáis unos cuarenta o cincuenta soldados de caballería bien equipados, que puedan acometer y hacer trizas a un millar de pillos desarrapados como esos»[19]. Este sombrío argumento fue, de hecho, el que se impuso. En junio de 1607, decenas de participantes en las protestas murieron a manos de los hombres armados al servicio de los terratenientes y el capitán Talega fue hecho prisionero y ahorcado. (Según un cronista de la época, su talega contenía «solo un trozo de queso enmohecido»). La rebelión de los Midlands se acabó.
La obra de Shakespeare comienza con una revuelta provocada por la falta de alimentos en la antigua Roma, y Coriolano tiene más o menos la misma opinión que el conde de Shrewsbury sobre cuál sería la mejor forma de manejar la situación. Si los patricios como él quisieran echar a un lado su compasión mal entendida, afirma,
“… y permitirme que me sirviese de mi espada, os haría un montón con millares de estos esclavos cortados en trozos, y la pila subiría tan alto como pudiera alcanzar mi lanza.
(Coriolano 1.1.189-191)
En cambio, para mayor disgusto suyo, los patricios deciden apaciguar a la chusma concediéndole cierta representación política en forma de cinco tribunos de la plebe con capacidad de defender sus intereses. A juicio de Coriolano, incluso un tribuno es demasiado. La plebe, piensa, no debería tener representación alguna; simplemente bastaría con que su destino les fuera dictado.
El partido patricio —el partido de las «gentes de condición superior», como lo llama uno de sus principales portavoces— tiene un único interés dominante: asegurar —mediante lo que hoy día llamaríamos una política fiscal— una distribución escandalosamente desigual de los recursos y proteger los bienes que sus miembros han acumulado. En aras de esos intereses, los patricios están dispuestos a sacrificar prácticamente todo lo demás. Desde luego están dispuestos a sacrificar el bienestar e incluso las vidas de los pobres.
Los aristócratas ricos dependen del trabajo de las clases inferiores: el trabajo agrícola de los que sudan en los campos fuera de los muros de la ciudad, el trabajo de los operarios, los artesanos y los criados dentro de la ciudad, y el trabajo de los soldados rasos que engrosan las filas del ejército que defiende la ciudad de sus enemigos. Ese es el motivo por el que, cuando, en su desesperación, los pobres deciden por fin abandonar sus herramientas de trabajo y sublevarse, los patricios accedan al menos a algunas de sus exigencias. Pero ni siquiera esa concesión es un reconocimiento efectivo de su dependencia. Por el contrario, la élite ve en los pobres, y particularmente en la población urbana pobre, un mero desagüe por el que se malgasta la riqueza, un enjambre de bocas ociosas que exigen que se les dé de comer. Al fin y al cabo, la mayor parte de las tierras y de lo que estas producen, así como las casas, las fábricas y casi todo lo demás, pertenece a los patricios. Para ellos, que contemplan el panorama desde lo alto de su montaña de propiedades, los pobres, que prácticamente no poseen nada, parecen parásitos. Y lo mismo piensan los soldados patricios: educados desde la infancia en el arte de la guerra, bien armados, montados en vigorosos caballos de guerra, deslumbrantes en el campo de batalla y condecorados con medallas, ven a los pobres —que simplemente se encargan de montar los equipos de asedio, cargan con los materiales e intentan protegerse con sus escudos de la lluvia mortífera de flechas de los enemigos— como una pandilla de cobardes.
Lo más cerca que llegan los patricios en la obra de Shakespeare a reconocer un mínimo agradecimiento a los pobres es en el momento, por lo demás sumamente emblemático, en el que Coriolano, tras conquistar la ciudad enemiga de Coriolos (gesta de la que deriva su título honorífico), pide un favor al general al mando de las tropas. «Hablad, concedido —dice el general, agradecido—. ¿De qué se trata?». Coriolano responde que algunas veces se ha alojado en Coriolos en casa «de un pobre hombre; me ha tratado con bondad» (1.9.79-81). Ahora su huésped ha sido hecho prisionero por los romanos. Cuando era conducido al destino que los conquistadores tenían reservado a sus cautivos, el pobre hombre reconoció al que había sido su huésped y lo llamó, pero en el momento de su encuentro Coriolano salió corriendo a enfrentarse al caudillo de los enemigos: «La ira dominó mi piedad». Ahora, dice, «os pido la libertad de mi pobre huésped» (1.9.84-85). El general se siente conmovido —«Aunque fuera el verdugo de mi hijo, será libre como el viento» (1.9.86-87)— y pregunta por el nombre del sujeto. Por desgracia, Coriolano no lo recuerda.
Para los patricios, los plebeyos no tienen nombre. No obstante, los pobres que se sublevan en Roma para reclamar pan consiguen al menos hacer oír sus quejas. Si los patricios estuvieran dispuestos a abrir los graneros, exclaman, hay almacenado trigo más que suficiente, a pesar de las malas cosechas, para impedir que se mueran de hambre. Los ricos, sin embargo, antes permitirían que el grano se pudriera en los almacenes que bajar los precios del mercado. Y, aparte de la codicia de los acaparadores, el problema fundamental es que todo el sistema económico del Estado ha sido diseñado de manera que no pueda reducirse, sino ensancharse más aún, el abismo existente entre los bienes de los ricos y lo que perciben los pobres.
“Aunque ellos son los responsables del sistema, pues son ellos los que han establecido las leyes tributarias y las regulaciones financieras, los patricios nunca estarían dispuestos a admitir, naturalmente, que esa era la intención que tenían. En su simpático portavoz, Menenio Agripa, Shakespeare pinta un magnífico retrato del político conservador de éxito, perfectamente instalado en el bando de los ricos, pero muy hábil a la hora de presentarse como amigo del pueblo. Haciendo ver la profunda compasión que siente por la terrible situación en la que se encuentran, recuerda a los sublevados —«mis buenos amigos, mis honrados vecinos» (1.1.55), como no duda en llamarlos— que los patricios no pueden ser considerados responsables del mal tiempo que ha causado la hambruna. La violencia no conducirá a nada. Les aconseja paciencia y oraciones, además de confianza en la «más bondadosa solicitud» que los ricos han mostrado siempre hacia los que son menos afortunados que ellos.
«¡Solicitud paternal! ¡Sí, por cierto! ¡Nunca se han preocupado por nosotros!», grita un alborotador confundido en medio de la multitud:
Consienten que reventemos de hambre y sus almacenes rebosan de grano, decretan edictos sobre la usura para defender a los usureros, cada día anulan una ley saludable establecida contra los ricos, y cada día promulgan alguna ley tiránica para encadenar y contener a los pobres.
(1.1.72-77)
Los cargos presentados aquí por este ciudadano anónimo son tajantes y coherentes. No estamos en el mundo de Jack Cade y su chusma de borrachos que reclaman comida. Otra voz confundida entre la muchedumbre llega incluso a presentar una teoría, triste, pero plausible, de por qué los que poseen más riqueza de la que necesitan o de la que podrían utilizar no tendrían el menor inconveniente en que los demás pasaran hambre. «La delgadez que nos devora», comenta al comienzo de la escena, la realidad visible «de nuestra miseria, es como el inventario encargado de mantener detallada la cuenta de su abundancia» (1.1.17-18). Contemplar el espectáculo de tantos pobres hace que los ricos se sientan aún más ricos.
Menenio replica contando una célebre fábula, un cuento alegórico acerca de la rebelión de las demás partes del cuerpo contra el estómago. Esas “partes del cuerpo eran las encargadas de hacer todo el trabajo duro, como ver, oír y caminar; el estómago, se quejaban, no hacía nada más que estar ahí inactivo, siempre ocupado en tragar viandas. Naturalmente, como la fábula da a entender más tarde, el estómago, lejos de ser un vago, es en realidad «el depósito y el almacén del cuerpo entero». Trabaja constantemente, aunque nadie lo vea, repartiendo el alimento esencial a cada miembro. Los senadores patricios de Roma, insiste Menenio, son precisamente ese centro de distribución. Resulta que son la fuente de todas las cosas buenas que hay en la vida de la gente:
… Os percataréis de que no hay uno solo de los beneficios públicos de que gozáis que no proceda o venga de ellos a vosotros, y en modo alguno de vosotros mismos.
(1.1.142-145)”
Según esta versión, es perfectamente apropiado que todo vaya a parar en primer lugar a las arcas de los ricos; una vez debidamente digerido por ellos, se derramará después en las cantidades adecuadas a todos los demás.
No se nos aclara si los revoltosos hambrientos son convencidos o no por esta ingeniosa apología del despilfarro de la élite. En ese momento aparece el amigo de Menenio, Coriolano, y el político conservador olvida de repente sus alharacas de afecto campechano por la plebe. El héroe marcial no gasta expresiones de ese tipo. Negándose a ponerse la máscara amable y cariñosa de los conservadores políticamente correctos, habla claramente con la voz de un representante alternativo de las gentes de condición superior que, lejos de disfrazar su política con fábulas amables, está deseando desencadenar una matanza.
Tal vez habría llevado a cabo su amenaza si no hubieran llegado noticias de un ataque inminente contra Roma por parte de sus mayores enemigos, los volscos. La noticia lo hace feliz, no solo porque la guerra es su vocación, sino también porque, si hay suerte, se llevará las vidas de un número significativo de esa «canalla». «Me alegro», exclama entusiasmado, porque «así tendremos medios de desahogar el exceso de podredumbre de nuestra población» (1.1.216-217). Para este bravo guerrero, los pobres —los que ahora viven de las subvenciones— son como restos de comida que se han enmohecido. Lo mejor es deshacerse de ellos y abrir las ventanas.
Esa psicología despiadada y la política de Coriolano, que es huérfano de padre, derivan, al parecer, de su madre, la formidable Volumnia. «Cuando era todavía muy tierno en edad y el único hijo de mis entrañas; cuando su juventud y su apostura forzaban a todos los ojos a mirarlo; cuando una madre no habría consentido en privarse ni de una hora del placer de verlo, aunque un rey se lo hubiera suplicado todo un día —afirma con jactancia Volumnia—, yo… consentí con gusto en dejarlo ir a buscar el peligro allí donde podría hallar la nombradía». Crio a su hijo para que centrara su interés, como ella hace, en una meta máxima: la gloria militar. «Lo envié a una guerra cruel» (1.3.5-12).
La apasionada preocupación de Volumnia por la reputación y la gloria de su hijo tiene algo de morboso. Puesto que es el único hijo de sus entrañas, como ella dice, es un ser, un espejo en el que ve reflejada su propia importancia; no hay en él ninguna otra cosa que importe. Volumnia no tiene ningún interés material en proteger el «tierno» cuerpo de su hijo. Por el contrario, se enorgullece de las cicatrices que pueden verse en él, fruto de sus enfrentamientos con los enemigos de Roma. Para ella, las heridas de guerra son hermosas:
Los senos de Hécuba cuando amamantaba a Héctor no ofrecían más grato espectáculo que la frente de Héctor cuando chorreaba sangre por las heridas de las espadas griegas.
(1.3.37-40)
Toda la perversidad de la forma en que ha criado a su hijo se concentra en la extraña transformación de la imagen de una madre que amamanta a un niño en el espectáculo de la sangre que mana de una cuchillada.
En una escena macabra, Volumnia y Menenio, que es una especie de padre adoptivo de Coriolano, se comunican entusiasmados las nuevas acerca de las últimas hazañas del héroe, esto es, acerca de sus heridas más recientes. «¿Dónde está herido?», pregunta ansiosamente Menenio. «En el hombro y en el brazo izquierdo», responde Volumnia (2.1.132-136). La formidable madre prevé ya las ventajas políticas que esas heridas otorgarán a su hijo cuando presente su candidatura al consulado, la máxima magistratura de la Roma republicana: «Tendrá profundas cicatrices que mostrar al pueblo cuando se presente para obtener el puesto que le es debido». Los dos ancianos continúan con su grotesco inventario:
VOLUMNIA: Antes de esta última expedición tenía veinticinco [heridas] encima.
MENENIO: Ahora son veintisiete. Cada cuchillada fue la tumba de un enemigo.
(2.1.136-145)
No parece, ni mucho menos, que estén hablando de un cuerpo humano. Cuando el estruendo de las trompetas anuncia la llegada de Coriolano, la madre describe a su hijo utilizando términos más apropiados para un arma que para un ser humano:
¡Delante de él marcha el estrépito, y detrás de él deja el llanto! La muerte, esa negra diosa, reside en sus brazos nervudos; cuando avanza el brazo, la muerte desciende y, acto seguido, expiran los hombres.
(2.1.147-150)
Hijo siempre obediente, Coriolano no solo se ha ganado las cicatrices que tanto enorgullecen a su madre, sino que también se ha convertido en el objeto inhumano que ella desea que sea. En el campo de batalla, tal como lo describe su general impresionado, «de la cabeza a los pies, no era más que una cosa llena de sangre» (2.2.105-106). Y, del mismo modo que ha sido convertido en una «cosa», también él convierte a los demás en cosas. Para él la gente humilde no son más que «esclavos», «canalla», «perros», «costras». Raja, quema y mata todo lo que le sale al paso.
Casi al comienzo de la obra, vemos a la esposa de Coriolano, Virgilia, conversando con una amiga, que le pregunta cómo está su joven hijo. «Muchas gracias a vuestra señoría; va bien, buena señora», responde cortésmente a la mujer, pero semejante respuesta no es del agrado de la marcial abuela del muchacho, Volumnia. «Prefiere ver espadas y oír tambores a mirar a su maestro de escuela», dice orgullosamente de su nieto (1.3.52-53). Este pequeño atisbo de lo que fueron los valores de la infancia del propio Coriolano es reforzado inmediatamente por la amiga, que pasa a contar una anécdota que sabe que complacerá a la abuela. «Por mi fe, el miércoles último estuve comparándolo [con su padre] durante media hora» (1.3.55-56). ¡Qué «aire tan decidido» —y prometedor— tenía su nietecito! «Lo vi correr tras una mariposa dorada y, cuando la tuvo agarrada, la dejó partir; luego corrió de nuevo detrás, y he aquí que dio una voltereta o dos y se levantó. Al fin, atrapó la mariposa, pero, sea que estuviera rabioso por haberse caído o por cualquier otra razón, se la puso entre los dientes y la destrozó. ¡Oh! ¡La hizo cachitos, os respondo de ello!» (1.3.57-61).
¿Qué pinta en la obra un niño mordisqueando —«haciendo cachitos»— una mariposa? «Es una de las iras de su padre» (1.3.62), responde encantada Volumnia. No podemos evitar ver a Coriolano sino como el producto de una madre como Volumnia, del mismo modo que lo vemos, aunque ya en su manifestación más terrible, como una versión extremadamente peligrosa de un niño pequeño. Es un gran guerrero, no cabe duda de eso. Los hombres obedecen sus órdenes y tiemblan ante él. Tiene poder de vida y muerte sobre ellos. Puede salvar ciudades o destruirlas. Puede exterminar familias, amenazar reinos enteros, sumir en las tinieblas a todo el mundo conocido. Pero tanto peligro no borra la percepción de lo que fue su infancia.
En los estados civilizados, esperamos que los líderes hayan alcanzado al menos un mínimo nivel del autocontrol de los adultos y confiamos también en que tendrán seriedad, decencia, consideración por los demás y respeto por las instituciones. No así Coriolano: nos enfrentamos aquí al narcisismo exagerado, a la inseguridad, la crueldad y los disparates de un niño, rasgos todos ellos desenfrenados, todavía sin controlar por la supervisión y la moderación de un hombre adulto. El adulto que habría debido ayudar al niño a alcanzar la madurez o bien ha estado completamente ausente o, si en algún momento ha estado presente, no ha hecho más que reforzar las peores cualidades de la criatura.
Los rasgos a los que ha dado lugar su educación —propensión a la cólera, tendencia despiadada al acoso y a la intimidación, ausencia de empatía, rechazo a cualquier compromiso, deseo compulsivo de ejercer poder sobre otros— nos ayudan a explicar el éxito de Coriolano en la guerra. Pero la cuestión en torno a la cual gira el drama es qué sucede cuando una personalidad semejante pretende ejercer la autoridad suprema no ya en el campo de batalla, al frente del Ejército romano, sino en el Estado.
Tras comportarse magníficamente en el campo de batalla, Coriolano vuelve a la ciudad para recibir una ovación popular inmensa, por lo demás merecidísima. Un mensajero hace saber:
He visto a los mudos apretarse para verlo y a los ciegos para oírlo hablar. Las matronas le arrojaban sus guantes a su paso, y las damas y las vírgenes, sus bandas y sus pañuelos. Los nobles se inclinaban como delante de la estatua de Júpiter, y los plebeyos provocaban una lluvia de gorros y un trueno de aclamaciones.
(2.1.249-255)
Es el salvador de la ciudad.
Ha llegado el momento ideal, como su madre y otros líderes del partido patricio ven con claridad, de que Coriolano se presente a las elecciones al consulado. A decir verdad, sus opiniones políticas son bastante extremistas, y además las expresa sin ninguna moderación, pero los ricos lamentan ahora las concesiones que hicieron ante la presión de las revueltas urbanas. Como cónsul, Coriolano estaría en condiciones de dar marcha atrás y retirar todo lo que se había concedido. Desde el primer momento, el héroe ha manifestado su firme oposición a conceder a los plebeyos cualquier representación política y crear cualquier red de seguridad para ellos. Refiriéndose a la multitud famélica, comenta despectivamente:
Decían que estaban hambrientos, gemían estos refranes: «El hambre rompe los muros de piedra», «Los perros deben comer», «El alimento se ha hecho para la boca», «No solo para los ricos envían el trigo los dioses».
(1.1.196-199)
Para él todo eso no son sino las voces del «exceso de podredumbre»; Roma estaría mejor si se los dejara morir de hambre.
Al término de las guerras contra los volscos, incluso Menenio, que había tenido buen cuidado de ocultar sus opiniones, propias de las «gentes de condición superior», tras un alegre manto de populismo, ha adoptado una postura más rígida. Ya no hay motivos para mostrar una actitud de compromiso o de apaciguamiento hacia las clases humildes. «Gastáis toda una tarde preciosa en oír un proceso entre una vendedora de naranjas y un vendedor de espitas», dice, burlándose de los tribunos. «Una conversación más larga con vosotros, pastores del rebaño de brutos plebeyos, infectaría mi cerebro», murmura a modo de despedida (2.1.62-63, 85-86). En la vida política romana se ha impuesto un tono nuevo, un tono más maligno, rayano casi en la violencia.
Volumnia piensa que ahora que se ha presentado la ocasión política, su hijo se adaptará a las circunstancias, hará su entrada en la política y solicitará los votos de la gente sencilla. Pero Coriolano se niega al principio a hacer lo que le pide su madre. Al fin y al cabo, fue ella, como señala el ambicioso joven, quien le enseñó a llamar precisamente a esos individuos «patanes de desecho, cosas criadas para ser vendidas y compradas por algunas monedas» (3.2.9-10). Fue ella la que, desde su más tierna infancia, hizo de él el destructor inflexible, colérico y orgulloso en el que se ha convertido. Al resistirse a los llamamientos a mantener una actitud abierta a cualquier compromiso, Coriolano es fiel a sí mismo, lo que quiere decir fiel a la educación que ha recibido. Solo ante la incesante presión de su madre, accede, aunque a regañadientes, a presentar su candidatura al cargo.
Hay otros candidatos al consulado, pero Coriolano, el gran héroe de guerra, es el favorito con diferencia. Su candidatura es aprobada sin dificultades por el Senado; lo único que le falta por conseguir es el voto mayoritario de la plebe y, teniendo en cuenta su espectacular historial como guerrero y su absoluta indiferencia ante el botín de guerra, da la impresión de que tiene la victoria prácticamente garantizada. Solo tiene que cumplir el formalismo de presentarse ante el pueblo y mostrar ante él sus heridas de guerra. Por supuesto, en principio los electores podrían rechazarlo; saben perfectamente que no es amigo suyo. No obstante, genuinamente agradecidos a él por los servicios militares prestados a la patria, muchos están dispuestos a darle su voto —sus «voces»— en contra de sus propios intereses de clase.
Los patricios ricos que salen en la obra consideran a los pobres individuos carentes por completo de valor, pero no puede decirse lo mismo a la inversa. Shakespeare refleja las conversaciones mantenidas por toda la ciudad, en las que la gente humilde intenta guardar el equilibrio entre sus intereses y sus obligaciones, entre sus derechos y sus deberes. «En suma, si solicita nuestros votos, no debemos negárselos», dice un plebeyo. «Podemos, si queremos, señor», replica otro. «Tenemos poder para ello —añade un tercero—, pero es un poder del cual no tenemos el poder de servirnos» (2.3.1-5). Esas son, tal como Shakespeare las describe, las pequeñas, pero valiosísimas contradicciones de las elecciones libres.
Todo el proceso depende de que todas las partes tengan un mismo respeto fundamental por el sistema. Sencillamente, Coriolano necesita, de la forma consagrada por una costumbre inveterada, solicitar el voto de los ciudadanos. Su extremismo antidemocrático, sin embargo, no puede soportar ni siquiera esa mínima muestra de respeto. Reconoce la obligación que tiene para con los senadores ricos, los hombres que tienen sus mismos valores y que pertenecen a su clase: «Les debo siempre mi vida y mis servicios» (2.2.130-131). Se niega, en cambio, a admitir cualquier vínculo con la gente humilde.
Aquí es donde los tribunos de la plebe, Sicinio y Bruto, políticos profesionales bien curtidos, demuestran lo que valen. Shakespeare no muestra el más mínimo sentimentalismo al tratar los motivos y los métodos de estos personajes. Cínicos, intrigantes y manipuladores, son políticos de carrera, profesionales inclinados ante todo a defender sus propias posiciones. Los individuos a los que representan son fáciles de convencer. En un momento dado, pueden vitorear a Coriolano, el héroe de guerra, y al siguiente no dudan en gritar: «¡Abajo, abajo!» y en pedir su ejecución o su destierro. Dan la impresión de estar totalmente confusos. No obstante, lo que los tribunos de la plebe hacen ver a la gente es la pura verdad: el partido de los patricios, cuyo adalid es Coriolano, es, de hecho, su enemigo.
Calculando acertadamente que Coriolano será hundido por su arrogancia, su extremismo y su carácter violento, insisten obstinadamente en que se respeten los procedimientos adecuados: el candidato no será eximido de su obligación de solicitar el voto de la plebe. Puesto que desean ardientemente que su paladín sea elegido cónsul, los patricios piden a Coriolano que modere su orgullo y participe en la farsa y se dirija al pueblo. «Debéis rogarles que se acuerden de vos», le dice Menenio. «¡Acordarse de mí! —exclama enfurecido Coriolano—. ¡Que los ahorquen!». «Os lo ruego, os lo ruego: habladles de manera que los ganéis», insiste lleno de frustración Menenio. «¡Recomendadles que se laven la cara y que tengan los dientes limpios!», responde con desdén el candidato (2.3.51-58).
Nada sirve para moderar el carácter aborrecible de Coriolano y, sin embargo, la obra se muestra extrañamente benévola con él, al menos si lo comparamos con los que pertenecen a su misma clase. Los patricios insisten en que deje a un lado sus convicciones más profundas con el único fin de resultar elegido. Quieren que mienta, que contemporice y que actúe como un demagogo. Una vez que alcance el cargo y esté seguro en él, tendrá tiempo más que suficiente para volver a asumir su verdadera postura y retirar las concesiones que haya habido que hacer a los pobres. Se trata del juego político más conocido: el del plutócrata, rodeado de toda clase de privilegios desde su nacimiento y acostumbrado a despreciar interiormente a los que se encuentran por debajo de él, utilizando la retórica del populismo durante la campaña electoral y abandonándola en cuanto ha conseguido su objetivo. Los romanos habían reducido ese jueguecito a una representación teatral convencional, comparable a la actuación de un político bien peinado que se pone un casco para intervenir en un mitin celebrado en unas obras: el candidato dejaría su túnica teñida de ricos colores y, tras entrar en la plaza pública se pondría un manto blanco ya gastado, «la vestidura raída de la humildad» (2.1.222). Luego, si tenía heridas de guerra, las mostraría, a modo de resumen de su historial, y solicitaría el voto del pueblo.
Coriolano consideraba toda esa farsa algo repugnante. Se esfuerza por hacer lo que su partido le pide que haga, pero se le atraganta tener que hacer un gesto semejante. «Imitaré el sortilegio empleado por ciertos hombres populares», como él dice, esto es, intentará remedar el estilo carismático de un político de éxito. Pero su intento de «ofrendar mi saludo más insinuante» (2.3.93-95) es tan falso, va tan evidentemente en contra de su natural, que fracasa. Al principio el pueblo se muestra propenso a concederle el beneficio de la duda y le promete su voto, pero sale de los comicios celebrados en la plaza pública con la incómoda sensación de haber sido engañado. A Bruto y a Sicinio no les cuesta ningún trabajo recordar a la multitud que Coriolano «habló siempre contra vuestras libertades» (2.3.171-172) para que esa incomodidad se convierta en un cambio de opinión, en disgusto y en la retirada del apoyo prometido.
Toda la secuencia es una lección de política a puñetazo limpio, tal como la entendía Shakespeare. Lo que parecía sentenciado se desmorona rápidamente. Por un momento da la sensación de que los senadores patricios han ganado: tal como le habían aconsejado que hiciera, Coriolano se ha presentado en la plaza del mercado y ha solicitado con éxito el número de votos que se le exigía. Pero hay un último paso que es preciso dar: una confirmación oficial del voto, gesto en gran medida meramente formal. Apoyados en la pared, Bruto y Sicinio utilizan esta formalidad procedimental para conseguir que todo el proceso se pare en seco.
Los tribunos son tan calculadores y mentirosos como la élite contra la que luchan. La tiranía es imparable, debía de pensar Shakespeare, si la oposición democrática es tan noble que es incapaz de hacer frente a las intrigas políticas que conducen a la conquista del poder. Los opulentos aliados de Coriolano lo exhortan a ocultar sus verdaderas opiniones con el fin de que resulte elegido. Los tribunos instan al pueblo a ocultar el papel que han desempeñado al provocar y organizar ese cambio de opinión de última hora. «Echadnos la culpa a nosotros» (2.3.225), sugieren astutamente: los electores deben afirmar que sus líderes los han presionado para apoyar a Coriolano, pero que ahora, tras recordar la inveterada enemistad que les ha demostrado y sus burlas, han decidido retirarle su apoyo.
Cuando los electores siguen las instrucciones recibidas, Coriolano monta en cólera y manifiesta abiertamente el odio a la democracia que los miembros de la élite deseaban desesperadamente que ocultara hasta que terminara el proceso electoral. Los intentos de calmar a la multitud, exclama furibundo, no sirven más que para cultivar la cizaña «de la rebelión, de la insolencia, de la sedición» (3.1.68). Los pobres son «sarna»; permitir que accedan mínimamente al poder es invitar a que se propague la infección. Sus amigos intentan que no siga hablando. Por mucho que sean opiniones que comparten cuando están entre ellos a solas, no desean hacerlas públicas. Pero Coriolano no está dispuesto a callarse. No puede haber dos autoridades en el Estado, afirma. O los patricios gobiernan sobre los plebeyos, como debería ser, o todo el orden social será subvertido: «Sois plebeyos si ellos son senadores» (3.1.98-99). En cuanto a la red de seguridad social —el reparto gratuito de alimentos con el fin de evitar la hambruna—, «digo que ha nutrido la desobediencia, alimentado la ruina del Estado» y nada más (3.1.114-115). Tras escuchar su diatriba, el tribuno Bruto plantea una pregunta harto razonable: «¡Cómo! ¿Daría el pueblo sus sufragios a quien expresa así sus sentimientos?» (3.1.115-116).
Por una vez, gracias a la total falta de comedimiento de Coriolano, las cosas han quedado bien claras. Los senadores más moderados han estado dispuestos a hacer las concesiones mínimas para evitar una emergencia sanitaria pública de primera magnitud y una protesta social multitudinaria. Aunque habían logrado limitar el voto popular, habían permitido al menos una apariencia de representación. Pero para Coriolano, que no puede aguantar la hipocresía ni la actitud contemporizadora de los miembros de su clase, esas «concesiones mínimas» son excesivas. Su propuesta más moderada es la siguiente: que los pobres se mueran de hambre. La hambruna reducirá el número de los zánganos, y los que logren sobrevivir estarán menos inclinados a reclamar repartos de comida. Esos repartos de comida, según él, solo consiguen que las clases bajas sean menos autosuficientes; todo el sistema de bienestar social es una especie de droga.
Lo que hace falta, proclama sin ambages, es que los patricios tengan valor suficiente para arrebatar a los plebeyos lo que creen que quieren, pero que, en realidad, a su juicio, no hace más que perjudicarlos y perjudicar al Estado. Eso significa suprimir no solo la comida gratis, sino también toda la institución de los tribunos, que otorgan una voz política a los pobres. No basta con restringir la representación popular: de hecho, no basta con llevar a cabo el equivalente romano de la abolición del voto, de la intimidación, de la reestructuración de los distritos electorales, etcétera. Coriolano propone algo mucho más radical. «Arrancad inmediatamente la lengua a la multitud», insiste; «no la dejéis lamer la adulación, que es su veneno» (3.1.152-154). Esencialmente, lo que quiere es hacer trizas la Constitución romana.
Los tribunos acusan inmediatamente a Coriolano de alta traición. Exigen su detención como «un traidor innovador y un enemigo del bien público» (3.1.171-172). Y lo cierto es que esas propuestas suyas tan radicales suponen una amenaza tanto para la élite —cuya tapadera ideológica cuidadosamente fabricada ponen al descubierto— como para los plebeyos. «¡Más respeto de ambas partes!», ruega Menenio cuando los dos bandos rivales la emprenden a golpes. «¡Demoled la ciudad y dejad todo raso!», dice uno de los senadores en tono amenazador. Y Sicinio replica: «¿Qué es la ciudad sino el pueblo?», y sus seguidores repiten su frase a modo de consigna: «¡El pueblo es la ciudad!», «¡El pueblo es la ciudad!» (3.1.177-194).
La guerra civil se cierne sobre Roma e, independientemente del poderío militar que puedan tener Coriolano y los patricios, solo los números hablan en favor de la plebe. «Por el momento, la desigualdad está fuera de cuenta», observa escuetamente el general patricio Cominio. «¿No podría hablarles cortésmente?», pregunta, lleno de frustración, Menenio, en quien recae una vez más la tarea de apaciguar a la chusma como pueda (3.1.238, 256). “ Esta vez intenta llevar de nuevo a Coriolano a la plaza pública para que se someta a la ley y responda a los cargos que se le imputan.
Convencerlo de que lo haga no es tarea fácil. En su afán de persuadir al joven, Menenio cuenta con la ayuda de Volumnia, que comparte su frustración al ver que, debido a su obstinación, Coriolano no ha sido capaz de disimular el tiempo suficiente para conseguir ser elegido. «Vuestras disposiciones habrían sido menos contrariadas —dice a su hijo— si hubieseis esperado para mostrárselas a que hubieran ellos perdido el poder de contrariarlas» (3.2.20-23). Coriolano se limita a responder: «¡Que se los ahorque!», y su madre añade: «¡Sí, y que se los queme también!» (3.2.23-24). Pero maldecir al pueblo no resuelve el problema. La única línea de acción inteligente, dice Volumnia, es que Coriolano haga lo que, en realidad, la élite siempre ha sabido hacer:
… Ahora os es preciso hablar al pueblo no según vuestras luces, no según las inspiraciones y los impulsos de vuestro corazón, sino con palabras aprendidas por rutina, aunque sean palabras falsas y sílabas sin valor con relación a vuestro verdadero criterio.
(3.2.52-57)
Sencillamente mentir. Todo el mundo es de esa misma opinión, le asegura: ese es el parecer «de vuestra mujer, de vuestro hijo, de esos senadores, de los nobles» (3.2.65).
En manos de Coriolano está resolver la crisis que él mismo ha provocado. El precio que tendrá que pagar es simplemente comportarse, por una vez, como un político. Pero para él ese precio es demasiado alto, totalmente inasumible. Todo en la naturaleza de Coriolano —la feroz integridad, el orgullo y el espíritu de mando que ha mamado de su madre— se rebela contra la idea de interpretar un papel tan degradante. Y el conflicto resulta tanto más insoportable por cuanto es precisamente su madre la que ahora lo exhorta a humillarse, e insiste:
Te lo ruego, mi amable hijo, me has dicho que mis alabanzas habían hecho de ti un soldado en su origen; pues bien, si quieres tener mi alabanza por esta nueva acción, consiente en representar el papel que no has representado todavía.
(3.2.107-110)
Volumnia comprende perfectamente que lo que está en juego es el sentido de la hombría, de la virilidad, de su hijo y que desde el principio este ha estructurado toda su identidad para intentar complacerla a ella. Las cicatrices que cubren su cuerpo no habían ido dirigidas nunca al espectáculo teatral exhibido ante el pueblo; eran condecoraciones ofrecidas únicamente a ella. Pero ahora su madre viene a decirle algo desolador, a saber, que sus esfuerzos han sido exagerados: «Habríais podido ser perfectamente el hombre que sois empeñándoos menos en serlo» (3.2.19-20). O, mejor dicho, escucha a su madre plantearle una exigencia de un tipo de masoquismo distinto, pero mucho más doloroso. A juicio de Coriolano, Volumnia quiere que se convierta en un mendigo, en un bellaco, en un escolar llorón o en una prostituta. Peor aún, pretende que la «voz guerrera» de su hijo se cambie «en voz aflautada como la de un eunuco» (3.2.112-114). De acuerdo, dice Coriolano, por ella y solo por ella se castrará a sí mismo: «Sí, madre, iré a la plaza pública» (3.2.131).
El caso es que, como sucediera con su esfuerzo anterior, cuando se presentó a solicitar los votos de la plebe, el intento de Coriolano de interpretar el papel de político es un desastre. Los tribunos saben que es psicológicamente inestable y sacan provecho de su debilidad a la perfección. Denuncian su ataque a las inveteradas estructuras de gobierno como un intento de erigirse en tirano: «Os acusamos de haber tratado de abolir en Roma todos los poderes establecidos por el tiempo y de marchar por caminos tortuosos a la tiranía» (3.3.61-63). Este hecho, afirman, lo convierte en «traidor al pueblo». La acusación de alta traición basta para hacerle perder de nuevo los estribos y el resultado de todo ello es la condena a ser desterrado de la ciudad.
Tras conseguir lo que se habían propuesto alcanzar, los astutos tribunos se baten estratégicamente en retirada: «Ahora que hemos mostrado nuestro poder —dice uno de ellos—, y hecha la cosa, aparezcamos más humildes que cuando la hacíamos» (4.2.3-5). Pero, aunque la obra los presenta siempre como personajes arteros, no demuestra en ningún momento que falten a la verdad. Coriolano ha exhortado efectivamente a los patricios a privar del derecho de voto a las clases humildes. Si hubiera sido elegido cónsul, eso es sin duda lo que habría intentado hacer. E incluso después de su destierro, la amenaza no desaparece. Un espía romano que se entrevista con su contacto entre los volscos informa de que los nobles «se hallan dispuestos en la primera ocasión a quitar todo el poder a los plebeyos y a privarles de sus tribunos para siempre» (4.3.19-21).
Lo desconcertante de esta conjura de la clase alta es que, tras el destierro de Coriolano, parece que Roma no haya sido nunca más próspera para todos. En vez de protestas y rebeliones, la gente humilde es un modelo de satisfacción y calma. Uno de los tribunos comenta astutamente que esa paz y esa tranquilidad
… enrojecerán [a] sus amigos [sc. de Coriolano] por la buena marcha que han tomado las cosas; sus amigos, que preferirán, aunque tuviesen que sufrirlo, ver a las muchedumbres anárquicas infectar las calles, antes que a nuestros comerciantes cantando en sus tiendas y yendo alegremente a sus asuntos.
(4.6.5-9)
Se trata de un modelo perverso, pero bien conocido: el partido de los privilegiados sostiene que es necesario un poder autoritario para el mantenimiento del orden dentro del Estado. Coriolano habla para los de su clase cuando dice al pueblo que solo «el noble Senado…, bajo la protección de los dioses, os garantiza el orden, sin que os devoréis los unos a los otros» (1.1.177-179). Luego, cuando se demuestra que los ricos estaban equivocados —cuando el Estado, tanto los ricos como los pobres, acaba prosperando bajo un sistema más democrático—, los patricios echan de menos el desorden al que habían prometido poner fin.
¿Y qué es de Coriolano? Su cólera fue provocada por la acusación de que era un traidor a la República, como si él, que había vertido tanta sangre por Roma, ya no valiera más que el espía de clase humilde al que vemos informar a los volscos. Pero, después de su destierro, es precisamente entre los volscos entre los que se refugia. «Odio el lugar de mi nacimiento —afirma Coriolano—, y doy mi amor a esta ciudad enemiga» (4.4.23-24).
Vale la pena que nos detengamos en el giro que experimenta la trama. Es como si el líder de un partido político identificado durante largo tiempo con el odio a Rusia —que alardea en todo momento de patriotismo y acusa siempre a los políticos rivales de alta traición— se presentara en secreto en Moscú y ofreciera sus servicios al Kremlin. Independientemente de cuál fuera el origen del heroísmo marcial de Coriolano, no era desde luego el amor al pueblo ni tampoco la lealtad a la idea abstracta de Roma. En otro tiempo había sentido un vínculo que lo unía a los otros patricios como él, pero, en su opinión, la clase social a la que pertenece lo ha abandonado y ha permitido que «votos de esclavos tuviesen poder para echarme de Roma» (4.5.76-77). Sus amargas palabras nos permiten ver con claridad la idea que tiene de su patria: la plebe, cuyos votos se suponía que iba a solicitar, está formada en su totalidad por «esclavos»; los «nobles ruines» son unos cobardes que, en el momento decisivo, se negaron a hacer correr la sangre por las calles antes que impedir su humillante destierro. Coriolano está ahora sediento de venganza contra toda su «patria gangrenada» (4.5.74, 90).
Cuando Coriolano llega a Anzio, la capital de los volscos, el general enemigo, Tulio Aufidio, habría podido matarlo y con razón, pues el guerrero romano ha derramado mucha sangre de su pueblo. Pero Aufidio se da cuenta de que puede sacar provecho de la cólera que el desterrado siente contra sus antiguos compatriotas. «Muy soberano señor —lo llama Aufidio, que lo pone al mando de la mitad del ejército volsco y le da permiso para planificar la campaña militar—. Expón tus propios planes según tu experiencia y tu conocimiento de la fuerza y de la debilidad de tu país» (4.5.138-139).
Al principio, cuando empiezan a circular en Roma rumores acerca de la traición de Coriolano y del inminente ataque que va a producirse bajo sus órdenes, los tribunos se niegan a darles crédito. Con la ciudad gozando de prosperidad y paz, piensan que esos temores son noticias falsas [fake news] inventadas por determinadas facciones patricias, «rumores sembrados sencillamente por gentes débiles que desean volver a ver en la ciudad al dios Marcio [i. e. Coriolano]» (4.6.70). Incluso Menenio cree que tales rumores son infundados, pues no es posible que enemigos tan enconados como Coriolano y Aufidio puedan formar una alianza. Pero, cuando queda meridianamente claro que la proximidad del ejército enemigo no es ninguna noticia falsa, la respuesta de los patricios resulta muy instructiva. No ponen el grito en el cielo contra la deslealtad de Coriolano ni lo maldicen por su violenta traición a todo lo que había declarado amar y defender. Por el contrario, se vuelven contra los plebeyos: «Habéis hecho bonita labor vosotros y vuestras gentes de mandil —reprocha Menenio a los tribunos—. Vosotros, que tenéis gran cuenta de los votos de vuestros artesanos y del aliento de vuestros masticadores de ajos» (4.6.95-98). Todo es culpa de los trabajadores, con su aliento fétido y su presuntuosa insistencia en ser escuchados. Ellos —y no Coriolano— han traicionado a Roma.
Los tribunos intentan tranquilizar a sus electores. «No os desaniméis», les dice uno de ellos; esas informaciones tan terribles vienen de un partido «que sería dichoso con que fuera verdad lo que tanto parecen temer» (4.6.149-151). El comentario es acertado —los patricios odian tanto a los plebeyos que, en su perversidad, acogerían con los brazos abiertos la traición de Coriolano—, pero el pueblo tiene razón en estar asustado. La obra esboza irónicamente lo que sería el comienzo inmediato del revisionismo histórico. «Siempre dije que hacíamos mal cuando lo desterramos» (4.6.154-155), comenta un plebeyo. «Y es lo que hemos dicho todos», recalca otro.
El quinto y último acto de la obra de Shakespeare confirma que Coriolano carece por completo de lealtad a Roma, al partido patricio, incluso a su amigo Cominio, o al que le ha hecho las veces de padre, Menenio, o a su esposa, Virgilia. «Perdona mi tiranía [i. e. mi rigor] —dice a su esposa—, pero no me digas por eso: “Perdona a los romanos”» (5.3.43-44). Está totalmente en contra de llegar a un compromiso. Al frente del ejército de los volscos, ha acampado a las puertas de Roma como un implacable dios de la destrucción, dispuesto a incendiar y a arrasar la ciudad, a degollar a los hombres y a llevarse a las mujeres y a los niños para venderlos como esclavos. Que no lo haga depende enteramente de la intercesión de su madre. Volumnia lo conmueve al arrodillarse ante él, suplicarle y reprenderlo a un tiempo. Es, dice la altiva matrona, como si una volsca y no ella hubiera parido a Coriolano. «Este hombre tuvo una volsca por madre» (5.3.178). Ante esta interpelación, el guerrero es incapaz de permanecer firme: «¡Oh, madre, madre! ¿Qué habéis hecho?» (5.3.182-183). Perdona a la ciudad y opta por firmar un tratado de paz.
Roma se ha salvado, pero para Coriolano no hay regreso triunfal a la patria. Al fin y al cabo, ha estado a punto de aniquilarla. Decide, por el contrario, volverse con los volscos a Anzio, aunque sabe que su situación allí es muy precaria. «Habéis logrado una feliz victoria para Roma —dice a su madre—. Pero, en cuanto a vuestro hijo, creedlo, ¡oh!, creedlo, le habéis infligido una derrota muy peligrosa» (5.3.186-188).
Aufidio, que no tiene el menor deseo de compartir el poder y el crédito de la victoria con su antiguo enemigo, empieza de inmediato a conspirar para lograr la aniquilación de Coriolano. Necesita actuar con rapidez porque el general romano es muy popular entre el pueblo volsco, al que ha proporcionado, como él dice, una paz con honor. Antes de que pueda presentar firmado el tratado de paz ante el Senado de los volscos, Aufidio lo interrumpe y dice:
¡No lo leáis, nobles señores, sino decid a este traidor que ha abusado en el más alto grado de los poderes que le confiasteis!
(5.6.83-85)
Lo que sucedió con los romanos sucede también con los volscos: Coriolano oye cómo lo acusan de alta traición. Una vez más, esa palabra hace estallar su cólera, pero en esta ocasión no habrá negociaciones por parte de sus amigos patricios ni una condena indulgente de destierro. Aufidio recuerda a los volscos dónde radica su verdadera lealtad cívica. O, mejor dicho, les recuerda las pérdidas sufridas. «¡Hacedlo pedazos!», grita la multitud mientras cada uno de sus miembros se acuerda de alguien cuya muerte ha ocasionado Coriolano: «¡Ha matado a mi hijo!», «¡Ha matado a mi hija!», «¡Ha matado a mi primo Marco!», «¡Ha matado a mi padre!». Las últimas palabras que escucha Coriolano cuando los conspiradores lo acorralan y lo rodean con sus espadas desenvainadas vienen a resumir cuál es su cruel legado: «¡Matad, matad, matad, matad, matadlo!» (5.6.120-129).
En el momento culminante de la obra, lo que salva a Roma del poder destructivo de Coriolano es la propia personalidad del tirano: el deterioro psicológico que ha hecho de él lo que es acaba por destruirlo. «No hay hombre en el mundo que esté más obligado con su madre» (5.3.158-159), dice Volumnia. Los senadores, agradecidos, instan al pueblo a proclamar a la madre de Coriolano heroica salvadora de la ciudad. Pero, bastante antes de la escena final, a las puertas de la urbe, Roma ha sido protegida de la tiranía ante todo y sobre todo por sus tribunos, los políticos profesionales que incitaron al pueblo a la acción. Innobles y egoístas, esos dignatarios, semejantes a los denostados políticos de carrera de los congresos democráticos y de los parlamentos de todos los países, fueron, no obstante, los que se levantaron contra el jefe guerrero matón e insistieron en defender el derecho de la gente corriente —artesanos y tenderos, trabajadores y mozos de cuerda— a reconsiderar su voto. Sin su terca insistencia y sus maniobras arteras, Roma habría caído en manos de un hombre que aspiraba a «un poder único y sin participación» (4.6.33-34). Aunque no se erige ninguna estatua en su honor, son ellos los verdaderos salvadores de la ciudad.
CODA
Todo eso era hace mucho tiempo, en una sociedad con un sistema político muy distinto, una sociedad que no tenía protección constitucional para la libertad de palabra y que carecía de las normas más elementales de cualquier sociedad democrática. Cuando Shakespeare era un niño, un católico rico llamado John Felton fue arrastrado por las calles y descuartizado por haber hecho pública una copia de una bula papal y por afirmar que «la reina no había sido nunca la verdadera reina de Inglaterra». Pocos años después, el verdugo cortó la mano derecha a un puritano, John Stubbs, por escribir un panfleto en el que denunciaba la propuesta de matrimonio de la soberana con un católico francés. El encargado de repartir el panfleto entre la población fue mutilado de la misma manera. Castigos igualmente severos por manifestaciones de palabra o por escrito consideradas delictivas por las autoridades siguieron produciéndose durante los reinados de Isabel I y de Jacobo I.
Shakespeare debió de asistir sin duda alguna a alguno de esos espectáculos espantosos. Además de marcar los límites de lo que era la expresión admisible que le convenía respetar, esos suplicios revelaban muchas cosas acerca del carácter de las personas en momentos de dolor y sufrimiento insoportables. Revelaban, asimismo, muchas cosas acerca de los temores y los deseos del público, precisamente las pasiones que constituían el repertorio del escritor. Su fuerza como artista procedía de las personas. Y, en consecuencia, se impuso el objetivo no ya de ser un escritor para una camarilla, encontrando un nicho profesional en la casa de un mecenas sofisticado, sino un autor popular, capaz de seducir a las masas para que gastaran sus cuartos a cambio de emociones fuertes[20].
Esas emociones a menudo bordeaban la transgresión, de ahí los constantes llamamientos de los moralistas, de los ministros de la Iglesia y de los funcionarios públicos exhortando a cerrar todos los teatros. Pero Shakespeare era consciente de dónde radicaba el peligro. Desde luego sabía que se consideraba alta traición afirmar «por medio de escritos, obras impresas, sermones, discursos, palabras o dichos» “que la soberana era una «hereje, cismática, tirana, infiel o usurpadora de la corona». Y sabía también que, para un dramaturgo, cualquier reflexión crítica sobre personajes poderosos de la época o sobre asuntos controvertidos era un asunto muy atractivo y peligroso a un tiempo. Su colega Thomas Nashe logró librarse por piernas de la cárcel tras emitirse una orden de arresto por sedición contra él, Ben Jonson acabó languideciendo en prisión acusado de cargos parecidos, Thomas Kyd murió poco después de ser torturado en el curso de una investigación sobre el hombre con el que compartía la vivienda, Christopher Marlowe, y Marlowe murió apuñalado por un agente secreto al servicio de la reina. Era muy importante saber dónde pisaba uno.
Verdadero maestro del ángulo oblicuo, Shakespeare proyectó prudentemente su imaginación lejos de sus circunstancias más inmediatas. Y evitar la cárcel no era su único motivo. No era un insatisfecho resentido, empeñado en socavar la autoridad de tal señor o de tal obispo, y menos aún en desafiar a su soberana o fomentar la sedición. Iba camino de convertirse en un hombre rico, con sustanciosos y continuos ingresos procedentes de las entradas del teatro, de sus inversiones en bienes inmuebles, del comercio de bienes de consumo y, ocasionalmente, del préstamo de dinero con discreción. No le interesaban en absoluto los desórdenes. Sus obras reflejan una profunda aversión por la violencia —incluso, o quizá especialmente, por la llamada violencia basada en los principios— dirigida contra la autoridad establecida.
Pero sus obras reflejan también una aversión por los estereotipos aprobados por el Gobierno reproducidos una y otra vez en textos como las «Homilías sobre la obediencia», tópicos reaccionarios repetidos por los oradores, como si fueran loros, en acontecimientos públicos como, por ejemplo, citas electorales o ejecuciones, y remachados hasta la saciedad por curas oportunistas deseosos de obtener un beneficio superior. Quizá Shakespeare pensara que la estrategia oficial —el ensalzamiento de los que ostentaban la autoridad, una negativa beligerante a reconocer las flagrantes desigualdades económicas, la perpetua invocación al apoyo partidista de Dios a todo aquel que ocupara un puesto elevado y la demonización de cualquier escepticismo, incluso el más moderado— tenía justamente el efecto contrario que se pretendía que tuviera. Pues no venía más que a reforzar la idea de que todo el sistema de valores —quién es honrado y quién es vil, dónde se deben trazar los límites entre la verdad y las mentiras— era un fraude monstruoso. Fue sir Tomás Moro, “del que Shakespeare tomó prestados tantos elementos para crear su retrato de Ricardo III, el que expuso la situación con más claridad casi un siglo antes: «Cuando considero los sistemas sociales, sean cuales sean, que predominan en el mundo moderno —decía Moro en la Utopía—, no puedo ver en ellos, Dios me ayude, más que una conspiración de los ricos».
Shakespeare encontró la manera de decir lo que tenía que decir. Consiguió que alguien se levantara en medio del escenario y dijera ante los dos mil oyentes congregados en el corral de comedias —algunos de ellos agentes del Gobierno— que «un dogo es obedecido cuando ejerce su ministerio». El rico se va de rositas, mientras que el pobre es castigado brutalmente. El personaje de Shakespeare seguía diciendo:
Cubre con planchas de oro el crimen y la terrible lanza de la justicia se romperá impotente ante él; ármalo con harapos y, para pasarlo de parte a parte, bastará una paja en manos de un pigmeo.
Si decías palabras como estas en una taberna, corrías el riesgo de que te cortaran las orejas. Pero día tras día eran pronunciadas en público y nadie llamaba nunca a la policía. ¿Y eso por qué? Pues porque el personaje que las pronunciaba era Lear en su locura (El rey Lear 4.5.155-157).
Como hemos visto, Shakespeare reflexionó a lo largo de toda su vida sobre las múltiples formas de desintegrarse que tienen las comunidades. Dotado de una percepción increíblemente aguda para captar el carácter del ser humano y de unas habilidades retóricas que habrían sido la envidia de cualquier demagogo, sabía dibujar magistralmente el tipo de personaje que se levanta en épocas de gran dificultad para apelar a los más bajos instintos y aprovechar las angustias más hondas de sus contemporáneos. Una sociedad enzarzada en una política de partidos terriblemente faccionaria es, a su juicio, particularmente vulnerable a los fraudes del populismo. Y siempre hay instigadores que suscitan ambiciones tiránicas, y cómplices, individuos que se dan cuenta del peligro que suponen esas ambiciones, pero que piensan que serán capaces de controlar al tirano triunfante y sacar provecho de sus ataques a las instituciones establecidas.
El dramaturgo describió una y otra vez el caos que se produce cuando los tiranos, que por lo general carecen por completo de competencia administrativa y de visión de lo que significa un cambio constructivo, se hacen efectivamente con el poder.
“Incluso sociedades relativamente sanas y estables tienen pocos recursos, pensaba Shakespeare, que les permitan mantener a raya el daño causado por alguien lo bastante despiadado y carente de escrúpulos, y tampoco están equipadas para hacer frente a los gobernantes legítimos que empiezan a dar muestras de un comportamiento inestable e irracional.
Shakespeare nunca apartó la mirada de las horribles consecuencias que sobrevenían a las sociedades que caían en manos de un tirano. Uno de sus personajes en la Escocia de Macbeth suspira en tono quejumbroso:
¡Ay, pobre patria! ¡Apenas se conoce a sí misma! No puede llamarse nuestra madre, sino nuestra tumba: donde nada sonríe sino el que nada sabe; donde los lamentos, los gemidos y los gritos que desgarran los aires pasan inadvertidos; donde los dolores más violentos se tienen por emociones vulgares.
(Macbeth 4.3.165-170)
Shakespeare tomó nota, además, de toda la violencia y las penalidades que por lo general son necesarias para quitar de en medio a los causantes de tanto sufrimiento. Pero tenía esperanzas. Pensaba que el camino que seguir no era el asesinato, una medida desesperada que, en su opinión, acarreaba precisamente lo mismo que pretendía evitar. Más bien, como llegó a pensar hacia el final de su carrera, la mayor esperanza radica en el carácter puramente imprevisible de la vida colectiva, en su negativa a marchar al paso marcado por las órdenes de otro. El número incalculable de factores que actúan en todo momento imposibilita que un idealista o un tirano, ya sea un Bruto o un Macbeth, continúen controlando con seguridad la marcha de los acontecimientos o que puedan gozar, como sueña que puede hacer Lady Macbeth, «en este instante del porvenir» (1.5.56).
Como dramaturgo, Shakespeare aprovechó de manera sorprendente esa imprevisibilidad. Escribiría obras que combinaban múltiples tramas, mezclaría a reyes y payasos a la vez, violaría de forma rutinaria las expectativas propias del género y cedería de forma llamativa el control de la interpretación a los actores y al público. Tras esta práctica teatral se oculta una confianza en que un conjunto de espectadores sumamente variopinto y aleatorio logrará en último término resolver las cosas. Ben Jonson, contemporáneo de nuestro autor, abrigó la fantasía de que se permitiera a los integrantes del público valorar una obra en función de la cifra pagada por sus butacas: «Será lícito que cada cual emita su juicio por los seis, los doce o los dieciocho peniques, por los dos chelines o la media corona que le haya costado el lugar que ocupe»[21]. No podría encontrarse nada más alejado del evidente convencimiento que tenía Shakespeare de que en el teatro todo el mundo tiene el mismo derecho a formarse una opinión y de que el resultado en conjunto, por lioso que sea, acabará por confirmar el éxito o el fracaso de la empresa.
Un convencimiento similar parece que se esconde tras la descripción que se hace en Coriolano de la forma en que la ciudad se libra por un pelo de la tiranía, y que es consecuencia de una confusa amalgama de causas: la inestabilidad psicológica del héroe autocrático, la capacidad de persuasión de su madre, la pequeña dosis de participación otorgada al pueblo, la conducta de los votantes y de sus líderes electos. El dramaturgo sabía que no cuesta ningún trabajo adoptar una postura cínica ante esos líderes y desesperarse ante la excesiva humanidad de los hombres y mujeres que depositan su confianza en ellos. Esos líderes a menudo se deben a sus compromisos y se dejan corromper; la multitud con frecuencia es tonta, ingrata, se deja arrastrar “con facilidad por los demagogos y tarda en comprender dónde están sus verdaderos intereses. Hay períodos, a veces períodos muy largos, durante los cuales los motivos más brutales de la gente más vil parecen triunfar. Pero Shakespeare creía que los tiranos y sus secuaces acabarían por fracasar, derrotados por su propia maldad y por un espíritu popular de humanidad que puede ser reprimido, pero que nunca desaparecerá por completo. La mayor probabilidad de recuperación de la decencia colectiva radicaba, a su juicio, en la actuación política de los ciudadanos corrientes y molientes. Nunca perdió de vista a la gente que permanece silenciosa en todo momento cuando se la anima a demostrar a gritos su apoyo al tirano, o al criado que intenta impedir que su malvado amo torture a un prisionero, o al ciudadano hambriento que exige justicia económica. «¿Qué es la ciudad sino el pueblo?».
AGRADECIMIENTOS
No hace mucho tiempo, aunque parece que haya pasado un siglo, estaba yo sentado en un jardín lleno de verdor en Cerdeña y expresé mi inquietud cada vez mayor por el posible resultado de unas elecciones que estaban a punto de celebrarse. Mi amigo el historiador Bernhard Jussen me preguntó qué estaba haciendo yo al respecto. «¿Y yo qué puedo hacer?», repliqué. «Puedes escribir algo», respondió. Y eso fue lo que hice.
Aquello fue el germen del presente volumen. Y luego, cuando las elecciones confirmaron mis peores temores, mi esposa, Ramie Targoff, y mi hijo Harry, que escucharon mientras estábamos sentados a la mesa mis cavilaciones acerca de la curiosa relevancia de Shakespeare para el universo político en el que nos encontrábamos actualmente, me instaron a seguir estudiando el tema. Y eso fue lo que hice.
“Deseo expresar mi más caluroso agradecimiento a Misha Teramura, un estudioso de historia de la literatura de gran talento, por la ayuda que me prestó para hacerme entender la enrevesada relación existente entre el Ricardo II, de Shakespeare, y la fatídica sublevación del conde de Essex y, de manera más general, por sus sagaces reacciones, siempre útiles, ante los capítulos que yo iba escribiendo. Estoy muy agradecido también a Jeffrey Knapp por la lectura, a la vez generosa y sabiamente crítica, que hizo de todo el manuscrito. Nicholas Utzig y Bailey Sincox me ayudaron muchísimo con las investigaciones que llevaron a cabo acerca de las leyes sobre alta traición de los Tudor y sobre la representación teatral de la tiranía. Mis amigos y asiduos compañeros de trabajo docente, Luke Menand y Joseph Koerner, han sido para mí una fuente inagotable de inspiración, tanto dentro como fuera del aula. Como siempre, hay un círculo mucho más amplio de personas a las que debo expresar mi reconocimiento, y entre ellas no puedo dejar de incluir especialmente a Howard Jacobson, Meg Koerner, Thomas Laqueur, Sigrid Rausing, Michael Sexton, James Shapiro y Michael Witmore. Tengo un fuerte lazo de amistad y de gratitud con un amplio círculo de estudiosos de Shakespeare de todo el mundo, en el que se incluyen (aunque no se limita solo a ellos, ni mucho menos) F. Murray Abraham, Hélio Alves, John Andrews, Oliver Arnold, Jonathan Bate, Shaul Bassi, Simon Russell Beale, Catherine Belsey, David Bergeron, David Bevington, Maryam Beyad, Mark Burnett, William Carroll, Roger Chartier, Walter Cohen, Rosy Colombo, Bradin Cormack, Jonathan Crewe, Brian Cummings, Trudy Darby, Anthony Dawson, Margreta de Grazia, Maria del Sapio, Jonathan Dollimore, John Drakakis, Katherine Eggert, Lars Engle, Lukas Erne, Ewan Fernie, Mary Floyd-Wilson, Indira Ghose, José González, Suzanne Gossett, Hugh Grady, Richard Halpern, Jonathan Gill Harris, Elizabeth Hanson, Atsuhiro Hirota, Rhema Hokama, Peter Holland, Jean Howard, Peter Hulme, Glen Hutchins, Grace Ioppolo, Farah Karim-Cooper, David Kastan, Takayuki Katsuyama, Philippa Kelly, Yu Jin Ko, Paul Kottman, Tony Kushner, François Laroque, George Logan, Julia Lupton, Laurie Maguire, Lawrence Manley, Leah Marcus, Katharine Maus, Richard McCoy, Gordon McMullan, Stephen Mullaney, Karen Newman, Zorica Nikolic, Stephen Orgel, Gail Paster, Lois Potter, Peter Platt, Richard Wilson, Mary Beth Rose, Mark Rylance, Elizabeth Samet, David Schalkwyk, Michael Schoenfeldt, Michael Sexton, William Sherman, Debora Shuger, James Siemon, James Simpson, Quentin Skinner, Emma Smith, Tiffany Stern, Richard Strier, Holger Schott Syme, Gordon Teskey, Ayanna Thompson, Stanley Wells, Benjamin Woodring y David Wootton. Todas las meteduras de pata que puedan encontrarse en el libro son, por supuesto, enteramente responsabilidad mía.
Aubrey Everett ha sido una asistente dotada de un maravilloso talento, siempre atenta y eficiente. El corrector de manuscritos de la editorial Norton, Don Rifkin, con su extraordinaria vista de lince, me hizo muchas sugerencias valiosas, lo mismo que Bailey Sincox. Una vez más, tengo la oportunidad de expresar mi más profundo agradecimiento a Jill Kneerim, la mejor agente imaginable, y a Alane Mason, la mejor editora imaginable. Ya he señalado el papel que Ramie Targoff ha desempeñado como acicate para la elaboración de este libro. Solo me queda expresar una vez más mi amor por ella y por mi maravillosa familia, un sostén siempre infalible.
STEPHEN JAY GREENBLATT (7 de Noviembre de 1947, Boston, Massachusetts, EE. UU.). Crítico, teórico literario y académico. Ha sido profesor en universidades como Berkeley y Harvard, además de ser profesor invitado en numerosas instituciones de gran prestigio internacional, como la Universidad de Oxford o la de Florencia.
Ha escrito y editado numerosos libros y artículos sobre el neohistoricismo (del que es considerado uno de sus fundadores), la cultura, el Renacimiento y Shakespeare. Sus obras más conocidas son: Will in the World (2005), una biografía sobre Shakespeare y The Swerve (El giro) (2011), con la cual obtuvo el premio Pulitzer en 2012.
Notas
[1] Las citas de Buchanan corresponden a George Buchanan, A Dialogue on the Law of Kingship Among the Scots: A Critical Edition and Translation of George Buchanan’s «De Iure Regni apud Scotos Dialogus», traducción [al inglés] de Roger A. Mason y Martin S. Smith (Aldershot, Reino Unido: Ashgate, 2004).
[2] Según el código legal (cf. Treasons Act, 26 Henry VIII, c. 13, en Statutes of the Realm 3.508), constituía un acto de traición «manifestar públicamente y pronunciar de manera calumniosa y maliciosa, por escrito o de palabra, que el rey» era cismático, tirano, infiel o usurpador de la corona.
[3] Véase Misha Teramura, «Richard Topcliffe’s Informant: New Light on The Isle of Dogs», en Review of English Studies, nueva serie, vol. 68 (2016), pp. 43-59. El odioso Richard Topcliffe era el esbirro más famoso del Gobierno, temido y aborrecido por el sadismo del que hacía gala en sus interrogatorios. El católico John Gerard, que fue torturado por Topcliffe, lo calificaba como «el tirano más cruel de toda Inglaterra» (p. 46). En una muestra espléndida de labor detectivesca, Teramura identifica al individuo que actuó como principal delator en el caso de La isla de los perros, un bribón llamado William Udall.
[4] Todas las citas de Shakespeare corresponden a The Norton Shakespeare, 3.ª ed., Stephen Greenblatt et alii (eds.) (Nueva York: W. W. Norton, 2016). Existen dos versiones con pretensiones de autoridad de casi la mitad de las obras de Shakespeare, una en cuartilla y otra en folio. Salvo que se indique lo contrario, las citas proceden de la primera edición en folio. (Todas las versiones están disponibles en la página digital de The Norton Shakespeare). [Las traducciones al español corresponden a William Shakespeare, Obras completas, estudio preliminar, traducción y notas de Luis Astrana Marín, Madrid: Aguilar, 1969].
[5] Derek Wilson, Sir Francis Walsingham: A Courtier in an Age of Terror (Nueva York: Carroll and Graf, 2007), pp. 179-180.
[6] «On the Religious Policies of the Queen (Letter to Critoy)». [«Sobre la política religiosa de la reina (Carta a Critoy)»]. La carta fue firmada por Walsingham, pero a todas luces fue redactada por Francis Bacon, en cuya obra aparece; cf. Notes upon a Libel [«Ciertas observaciones hechas sobre un libelo»], obra compuesta en 1592, pero no publicada hasta 1861. La carta describe a Isabel I como una mujer que, «no gustándole abrir ventanas en los corazones y en los pensamientos secretos de los hombres, salvo que la abundancia de ellos se desbordara y diera lugar a actos o dichos escandalosos y manifiestos, moderó su ley de modo que solo reprimiera la desobediencia expresa, aquella que desafiara y pusiera en entredicho deliberada y maliciosamente la autoridad suprema de su majestad, y defendiera y ensalzara una jurisdicción extranjera». Véase Francis Bacon, Early Writings: 1584-1596, en The Oxford Francis Bacon, ed. Alan Stewart, en colaboración con Harriet Knight (Oxford: Clarendon, 2012), vol. 1, pp. 35-36.
[7] Cardenal de Como, carta del 12 de diciembre de 1580, en Alison Plowden, Danger to Elizabeth: The Catholics Under Elizabeth I (Nueva York: Stein and Day, 1973). Cf. Wilson, Walsingham, p. 105.
[8] Wilson, Walsingham, p. 121.
[9] F. G. Emmison, Elizabethan Life: Disorder (Chelmsford, Reino Unido: Essex County Council, 1970), pp. 57-58.
[10] John Guy, Elizabeth: The Forgotten Years (Nueva York: Viking, 2016), p. 364.
[11] Los dramaturgos podían atreverse a introducir alusiones lisonjeras a la reina Isabel, como cuando en El sueño de una noche de verano Oberón hace referencia a la «imperial sacerdotisa» en la que Cupido no logra clavar su flecha. En la comedia La fiesta del zapatero, de Thomas Dekker (1600), el personaje de la reina hace una pequeña aparición estelar.
[12] En How Shakespeare Put Politics on the Stage: Power and Succession in the History Plays (New Haven y Londres: Yale University Press, 2016), el historiador Peter Lake sostiene con una gran riqueza de detalles la tesis de que por la época en la que escribía Enrique V Shakespeare había adoptado un «proyecto claramente volcado en la figura de Essex, organizado en torno al tema de la unidad nacional y a la vuelta a la legitimidad monárquica, que debía alcanzarse por medio de una enérgica guerra contra una versión papal, pero no violentamente papista, de la amenaza exterior» (p. 584). El hecho de que ese proyecto resultara una decepción, y de que, por consiguiente, Shakespeare se equivocara por completo con él, no viene sino a demostrar, concluye Lake, «que no es necesario ser políticamente correcto, o al menos correcto en lo que concierne a la política, para escribir obras que perduren» (p. 603).
[13] Los insultos de Essex aparecen reproducidos en una obra de sir Walter Ralegh, publicada póstumamente, The Prerogative of Parlaments [sic] in England (Londres, 1628), p. 43. En opinión de Ralegh, las destempladas palabras de Essex «le costaron la cabeza; lo que no le costó su manera de hablar»
[14] Guy, Elizabeth, p. 339.
[15] En la Declaration of the Practises and Treasons… by Robert Late Earle of Essex, publicada con autorización del Gobierno, Francis Bacon insinuaba que Meyrick pretendía ver representado en el teatro lo que esperaba que Essex llevara a cabo en la realidad: «Tan ansioso estaba por dar satisfacción a sus ojos con la visión de la misma tragedia que pensaba que su señor trasladaría poco después de la escena a la realidad» (citado en E. K. Chambers, William Shakespeare: A Study of Facts and Problems, 2 vols. [Oxford: Clarendon, 1930], vol. 2, p. 326).
[16] Según la ley del 25.º año del reinado de Eduardo III, c. 2, se consideraba un acto de traición «cuando un hombre ejecuta o imagina la muerte de nuestro señor el rey, de nuestra señora su [esposa y reina] o de su hijo mayor y heredero; o si un hombre atropella a la [compañera] del rey o a la hija mayor soltera del rey, o a la esposa [del] hijo mayor y heredero del rey; o si un hombre declara la guerra a nuestro señor el rey en su reino, o es partidario de los enemigos del rey en su reino, prestándoles ayuda y acomodo en el reino o en cualquier otra parte» (Statutes of the Realm, pp. 1.319-1.320; los corchetes corresponden al original). Debo esta información a la obra que está escribiendo Nicholas Utzig sobre este tema.
[17] Véase Jason Scott-Warren, «Was Elizabeth I Richard II? The Authenticity of Lambarde’s ‘Conversation’», Review of English Studies, vol. 64, n.º 264 (2012), pp. 208-230.
[18] Manningham (1602) en Chambers, William Shakespeare, vol. 2, p. 212.
[19] En Narrative and Dramatic Sources of Shakespeare, ed. Geoffrey Bullough, 8 vols. (Nueva York: Columbia University Press, 1977), vol. 5, p. 557. Véase asimismo The Arden Shakespeare: Coriolanus, ed. Peter Holland (Londres: Bloomsbury, 2013), pp. 60-61.
[20] Para las afinidades entre Shakespeare y los modernos espectáculos de masas, véase Jeffrey Knapp, Pleasing Everyone: Mass Entertainment in Renaissance London and Golden-Age Hollywood (Oxford: Oxford University Press, 2017).
[21] Ben Jonson, Bartholomew Fair, ed. Eugene M. Waith (New Haven: Yale University Press, 1963), introducción, líneas 78-80.
Nota del traductor
[*] Término denigratorio con el que se hace referencia al tipo de economía propugnada por el Gobierno norteamericano del presidente Reagan durante la década de 1980. La expresión fue utilizada por primera vez para criticar a Reagan en las elecciones primarias a la presidencia por George H. W. Bush, que, sin embargo, se convirtió en vicepresidente. (N. del T.)Título original: Tyrant: Shakespeare on Politics
Stephen Greenblatt, 2019
Traducción: Juan Rabasseda
Editor digital: diegoan
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