Quantcast
Channel: Estafeta
Viewing all 35 articles
Browse latest View live

Tzvetan Todorov - El mal del siglo

$
0
0




El mundo enterotoda la inmensidad del Universorevela la sumisión pasiva
 de la materia inanimada, sólo la vida es el milagro de la libertad.
Vassili Grossman, La Madona Sixtina

Nuestras democracias  liberales
Primera Guerra Mundial: ocho millones y medio de muertos en los frentes, casi diez millones en la población civil, seis millones de inválidos. Durante el mismo tiempo: genocidio de los armenios, un millón y medio de personas llevadas a la muerte por el poder turco. La Rusia soviética, nacida en 1917: cinco millones de muertos a causa de la guerra civil y la hambruna de 1922, cuatro millones de víctimas de la represión, seis millones de muertos durante la hambruna organizada de 1932-1933. Segunda Guerra Mundial: más de treinta y cinco millones de muertos sólo en Europa, de ellos al menos veinticinco en la Unión Soviética. Durante la guerra, exterminio de los judíos, los gitanos, los deficientes mentales: más de seis millones de víctimas. Bombardeos aliados de la población civil en Alemania y Japón: varios centenares de miles de muertos. Sin mencionar las sangrientas guerras llevadas a cabo por las potencias europeas en sus colonias, como Francia en Madagascar, en Indochina, en Argelia.
Ésas son las grandes hecatombes del siglo XX, reducidas a fechas, lugares y cifras de las víctimas. El siglo XVIII fue designado por los historiadores como el «siglo de las Luces», ¿acabaremos algún día llamando al nuestro el «siglo de las Tinieblas»? Escuchando esa letanía de matanzas y sufrimientos, esos números desmesurados que ocultan rostros de personas que deberían evocarse, una a una, la primera reacción es la del desaliento. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí.
La historia del siglo XX, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y muestra su huella; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de laguerra fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí. Ahora que los conflictos han terminado, podemos identificar el guión: todo ocurrió como si, para curarse de sus anteriores males, los países europeos hubieran probado un remedio y, luego, hubiesen advertido que era peor que el mal: lo rechazaron. Desde este punto de vista, el siglo puede ser considerado como un largo paréntesis; el XXI retoma las cosas donde las había dejado el XIX.
En lo esencial, el totalitarismo pertenece ya al pasado, ese mal en particular ha sido vencido. Pero necesitamos comprender lo que ocurrió: antes de volver una página, decía el antiguo disidente Yeliu Yelev, quefue durante cierto tiempo presidente de Bulgaria, hay que leerla. Y para nosotros, que la vivimos, esa necesidad representa una imperiosa urgencia personal. «No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado», escribe Germaine Tillion. Quienes conocen el pasado desde el interior tienen el deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. Pero ¿cuál es esta lección?
Para empezar a responder la pregunta, es preciso hacer previamente otra: ¿qué significan exactamente los términos «totalitarismo» y «democracia»?
Se trata ahí, se ve de entrada, de dos instancias de lo que hoy se denomina un «tipo ideal» de régimen político. Esta primera delimitación comporta dos elementos. El tipo ideal: así se designa, desde Max Weber, la construcción de un modelo destinado a hacer más inteligible lo real, sin que por ello sea necesario poder observar su encarnación perfecta en la Historia. El tipo ideal indica un horizonte, una perspectiva, una tendencia. Los hechos empíricamente observables lo ilustran en un grado más o menos alto, todos sus rasgos constitutivos se encuentran en él, o sólo algunos, a lo largo de todo un período histórico o sólo en una de sus partes, y así sucesivamente. Hay que insistir en ello, pues algunos historiadores y sociólogos creen poder prescindir de esas construcciones conceptuales, apoyándose en lo que les parece ser un gran sentido común empírico. En realidad aceptan, sin darse cuenta y sin poder criticarlos, los conceptos y los «tipos ideales» comunicados por el lenguaje común. El tipo ideal no es, en sí mismo, verdadero; sólo puede ser más o menos útil, sugerente, ilustrador.
Por otra parte, se trata cada vez de un régimen político, no de una sociedad tomada en su conjunto ni, menos aún, de otra de sus dimensiones, como la economía: está muy claro, en particular, que el sistema económico, que la composición social de los grupos políticos son distintos en la Alemania nazi y en la Unión Soviética, y que nada se gana designándolos con un término común.
La democracia moderna, como tipo ideal, presupone la copresencia de dos principios, que se encuentran ya enunciados conjuntamente por John Locke en el siglo XVII, pero que fueron articulados con claridad, sobre todo, tras la Revolución Francesa, cuando, en suma, los «trabajos prácticos» realizados entre tanto obligaron a poner a punto la teoría. Esa articulación fue, en particular, obra de Benjamín Constant, en su tratado Principios de política (1806). Los dos principios podrían denominarse: autonomía de la colectividad y autonomía del individuo.
La autonomía de la colectividad es, claro está, una exigencia antigua, es la misma que contiene la palabra «democracia» o poder del pueblo. La cuestión pertinente aquí es saber, primero, si es el pueblo quien detenta el poder o sólo una de sus partes, un único individuo incluso (el rey o el tirano), y, luego, si ese poder procede sólo de la voluntad humana o si es atribuido por una fuerza sobrehumana, Dios, la propia estructura del Universo o las tradiciones. La autonomía política, en este sentido de la palabra, consiste en que la colectividad viva bajo unas leyes que ella misma se ha dado y que puede modificar cuando lo desee. Atenas es, desde este punto de vista, una democracia, aunque su definición de «pueblo» fuera muy restrictiva, puesto que excluía a las mujeres, los esclavos y los extranjeros, es decir, tres cuartas partes de la población.
Los Estados cristianos, tras la caída del Imperio Romano, no reconocían la autonomía política, llamada también soberanía del pueblo: el poder tenía entonces su origen en Dios. Sin embargo, ya en el siglo XIV, Guillermo de Occam afirmó que Dios no es responsable del orden (o el desorden) del mundo; Guillermo reanudaba así con el principio cristiano original (mi reino no es de este mundo). El poder humano, declaró, pertenece sólo a los hombres. Por eso tomó partido por el emperador en su conflicto con el Papa, que intentaba acumular poder espiritual y poder temporal. Desde esa época, la afirmación de la autonomía política adquirió cada vez más fuerza, hasta su triunfo en las revoluciones americana y francesa. «Todo gobierno legítimo es republicano», declaraba Rousseau en su Contrato social, y añadía en una nota: «Entiendo por esta palabra todo gobierno guiado por la voluntad general que es la ley»; (1) la propia monarquía puede ser republicana en este sentido. Dicho de otro modo: sólo es legítima la república, el régimen gobernado por la voluntad general del pueblo. Democracia, autonomía colectiva, soberanía del pueblo, voluntad general y república son, desde este punto de vista, términos emparentados.
La Revolución Francesa arranca el poder de las manos de los monarcas y lo devuelve a las del pueblo (aunque éste siga siendo definido de modo restrictivo); sin embargo, el resultado no es brillante: reina el terror en lugar de la libertad. ¿Dónde se equivocaron?, se preguntan los grandes ingenios liberales, los que se adhieren a la idea de la soberanía popular. Y es que olvidaron limitar el principio de la autonomía colectiva con el de la autonomía individual: el uno no se desprende del otro, son efectivamente dos. «Nunca debe presumirse—decía sin embargo Locke—que el poder de la sociedad se extiende más allá del bien común». (2) Al día siguiente de la Revolución, los espíritus liberales, Siéyes, Condorcet, Benjamin Constant sobre todo, lo advierten: el poder ha pasado de las manos del rey a las de los representantes del pueblo, pero sigue siendo igual de absoluto (si no más aún). Los revolucionarios creen romper con el Antiguo Régimen pero en realidad perpetúan uno de sus rasgos más nefastos. Ahora bien, el individuo, no menos que la colectividad, aspira a la autonomía; para preservarla, no sólo hay que protegerle de los poderes en los que no participa (está excluido del derecho divino de los reyes), sino también de los poderes del pueblo: éstos deben extenderse hasta cierto límite (el «bien común»), pero no más allá.
Esta conjunción de los dos principios que designa la expresión «democracia liberal» es la que corresponde a los Estados democráticos modernos. Podemos también hablar de una vertiente «republicana» y una vertiente «liberal» de nuestras democracias; Constant, por su parte, se refería a ello como a la «libertad de los antiguos» y la «libertad de los modernos». Cada una de ellas pudo existir independientemente de la otra: soberanía del pueblo sin garantías para la libertad del individuo, como en la Grecia antigua; regímenes liberales en el seno de una monarquía de derecho divino. Su reunión es la que marca el nacimiento de la modernidad política.
¿Significa eso decir que nuestras democracias son Estados que no conocen nada superior a la expresión de la voluntad, ya sea colectiva o individual? ¿Podría el crimen hacerse en ellas legítimo porque el pueblo lo ha deseado y el individuo lo ha aceptado? No. Algo está por encima tanto de la voluntad individual como de la voluntad general, algo que, sin embargo, no es la voluntad de Dios: es la propia idea de la justicia. Pero esta superioridad no es sólo propia de las democracias liberales, se presupone en toda asociación política legítima, en todo Estado justo. Sea cual sea la forma de esta asociación, asamblea tribal, monarquía hereditaria o democracia liberal, es preciso, para que sea legítima, que se dé por principio el bienestar de sus miembros y la justa regulación de sus relaciones. Michael Kohlhaas, en la célebre novela de Kleist, no vive en democracia; puede sin embargo rebelarse contra la injusticia de la que es víctima y reclamar su justo derecho: lo arbitrario y el reino del interés personal no son tolerables en ningún Estado. La democracia, como cualquier Estado legítimo, reconoce que la justicia no escrita, la que pone la propia asociación política al servicio de sus miembros y afirma con ello el respeto que les es debido, es superior a la expresión de la voluntad popular o a la autonomía personal. Por eso, en efecto, podemos calificar de «crimen» lo que las leyes de un país particular autorizan, recomiendan incluso—la pena de muerte, por ejemplo—, o de «desastre» una expresión de la voluntad popular (como la que instaló a Hitler en el poder).
Ése es el «género cercano» de las democracias liberales (son Estados legítimos); por lo que se refiere a su «diferencia específica», consiste en una doble autonomía, colectiva e individual. En torno a esos dos grandes principios se acumulan, por añadidura, varias reglas, que dependen más o menos directamente de ellos y que forman, juntas, nuestra imagen de la democracia. Así, para la autonomía colectiva, la idea de igualdad de derechos y todo lo que implica. Si el pueblo es soberano, entonces todos deben participar en el poder, y por la misma razón unos u otros (como partes constitutivas de ese pueblo). En una democracia, pues, las leyes son las mismas para todos, sean o no ricos, célebres y poderosos. Puede verse qué imperfectas son, desde este punto de vista, las democraciasreales, aun siendo conformes a su tipo ideal, puesto que mantienen a veces marginados a grandes grupos de población (en Francia, a los pobres hasta 1848; a las mujeres, hasta 1944). El sufragio realmente universal forma parte, para nosotros, de la definición de democracia, por ello el régimen del apartheid en Sudáfrica estaba excluido de ella. Además, este sufragio conduce a la elección de diputados en vez de decidir, directamente, cada cuestión planteada: la democracia liberal es representativa y sólo excepcionalmente recurre a la consulta directa o referéndum.
Por lo que se refiere a la autonomía individual—que nunca es total sino que se refiere sólo a un campo previamente delimitado, el de la vida privada—, se advirtió que podía asegurarla un medio más que todos los otros, hasta el punto de que este medio ha podido convertirse en un sinónimo de libertad y ser percibido como un fin en sí mismo: se trata del pluralismo. El término se aplica a múltiples facetas de la vida en sociedad, pero su sentido y su destino son siempre los mismos: la pluralidad asegura la autonomía del individuo. Y eso hace también la propia separación entre lo teológico y lo político, lo divino y lo humano, iniciada por Guillermo de Occam. Se trata, advirtámoslo, de una separación y no de una victoria de lo uno sobre lo otro. La democracia no exige que sus ciudadanos dejen de creer en Dios, sólo les pide que mantengan sus creencias encerradas en el espacio de su vida privada y toleren que las del vecino sean distintas. La democracia es un régimen laico, no ateo; se niega a fijar la naturaleza del ideal de cada vida particular y se limita a asegurar la paz entre esos diversos ideales, a condición, sin embargo, de que no contravengan las ideas subyacentes de justicia.
Las esferas en las que se implica la existencia de cada individuo también deben permanecer separadas. La primera separación, aquí, es la de lo público y lo privado, lo que prolonga la distinción entre lo colectivo y lo individual. Constant lo había advertido ya: estas dos esferas obedecen a dos principios distintos. Al igual que la autonomía personal no se desprende de la autonomía colectiva, el mundo de las relaciones personales no se confunde con el de los contactos que se establecen entre los hombres por el mismo hecho de que viven en sociedad. Esta última parte de la existencia humana es la que debe encargarse, de modo más o menos perfecto, del Estado; y el ideal de su acción es la justicia. Pero no ocurre del mismo modo con las relaciones personales, aquellas en las que los individuos se convierten en seres únicos, unos con respecto a otros, seresirreemplazables. Este mundo, en vez de obedecer a los principios de igualdad y de justicia, está hecho de preferencias y rechazos; su punto culminante es el amor. El Estado democrático, y esto es esencial, no legisla sobre el amor; idealmente, debiera ser lo contrario: «El amor debe vigilar siempre a la justicia», escribe Levinas al describir el humanismo como filosofía de la democracia. (3) Es preciso poder adaptar la ley impersonal al contacto de las personas reales.
En el propio seno del mundo público se mantiene la separación de lo político y lo económico: los poseedores del poder político no deben controlar también, enteramente, la economía. Vemos entonces por qué cierta ortodoxia marxista es incompatible con la democracia liberal: la expropiación de los medios de producción pone el poder económico en manos de quienes detentan ya el poder político. El mantenimiento de la propiedad privada, en la medida en que asegura la autonomía del individuo, está de acuerdo con el espíritu democrático, aunque no baste para hacerlo triunfar. Recíprocamente, una política por completo dictada por consideraciones económicas es ajena al espíritu de la democracia liberal, diga lo que diga, hoy, un discurso ultraliberal, que pretende resolver todos los problemas sociales gracias a la economía de mercado.
La propia vida política, en democracia, obedece al principio del pluralismo. Primero, el individuo es protegido por leyes contra toda acción procedente de quienes detentan el poder: es un efecto de la famosa separación de los poderes ejecutivo y legislativo (y judicial), exigida por Montesquieu. Lo que éste denomina la moderación y que constituye su ideal de régimen político, sea cual sea, por lo demás, el origen o la forma, república o monarquía, es sólo otro nombre para el pluralismo que asegura la autonomía del individuo. El derecho y el poder permanecen aquí claramente separados, y el primero controla al segundo; la sociedad no es sólo un campo de batalla entre las distintas fuerzas que la habitan, se constituye en Estado de derecho, regido por un contrato tácito que obliga a todos los ciudadanos.
El mismo principio exige una pluralidad de las organizaciones políticas, llamadas partidos, entre las que el ciudadano puede elegir libremente. Aun cuando, durante las elecciones, uno de los partidos conquiste el poder, los partidos vencidos, convertidos en oposición, tienen también derechos; al igual que las minorías, en la propia sociedad, aunque deban someterse a la voluntad de la mayoría, no pierden el derecho a organizar su vida privada como deseen. Las diversas organizaciones y asociaciones públicas tampoco deben pertenecer a una sola tendencia política, ni siquiera reivindicar necesariamente una tendencia política cualquiera. Finalmente, los medios de difusión de la información—prensa, radio y televisión, bibliotecas y demás—siguen siendo también plurales, para escapar de una tutela política única.
Este pluralismo que limita el poder político y asegura la autonomía del individuo está, a su vez, limitado. Así, el Estado democrático no admite pluralismo alguno en el uso legítimo de la violencia: es el único que posee un ejército y una policía, y reprime cualquier manifestación privada de esta misma violencia, cualquier incitación, incluso, a tomar ese camino. Del mismo modo, mientras que el Estado no impone ideal alguno de vida buena a sus ciudadanos, excluye algunos que contradicen sus principios: castiga, por ejemplo, a quienes predican la violencia o quienes practican la discriminación hacia algunos grupos y contradicen así la igualdad ante la ley. La negativa del pluralismo puede extenderse a otros campos sin por ello poner en cuestión la identidad democrática. De ese modo, en Francia, existe sólo una lengua oficial, el francés, y un solo examen de fin de estudios secundarios, el examen de bachillerato. Las formas de pluralismo anteriormente enumeradas, en cambio, son indispensables.
La Revolución Americana y la Revolución Francesa, a finales del siglo XVIII, inauguraron la era de las democracias liberales en Europa y en América del Norte, aunque el camino de su triunfo estuviese sembrado de celadas. El siglo XIX dio, indiscutiblemente, una afirmación de ese tipo de régimen político. Al mismo tiempo, se acentuó la separación entre fe y razón, se autonomizaron progresivamente la Iglesia y el Estado. Eso no quiere decir que todos aprobaran esta evolución; en Francia, los partidarios del Antiguo Régimen eran numerosos y, a menudo, preferían una u otra faceta de la antigua sociedad a lo que veían con sus propios ojos. Debe decirse que no todo era perfecto en aquel mundo nuevo: la gozosa autonomía personal se paga con la pérdida de las orientaciones tradicionales y también con una miseria de formas inéditas.
Dos reproches, en particular, solían dirigir los conservadores (los que preferían el pasado al presente) a los demócratas. Ambos reproches correspondían a características reales de las sociedades nuevas, en las queesos críticos sólo ven los efectos nefastos. El primero es el debilitamiento del vínculo social: la sociedad democrática es «individualista»; aunque asegura la autonomía de las personas, lo hace a costa de lo que constituye su propia existencia, la interacción social. El espacio público se reduce y periclita en beneficio de una esfera privada hipertrofiada, la sociedad se ve amenazada por la atomización. Los Estados democráticos, profetizaban los conservadores, se verán poblados de solitarios infelices. La segunda característica es la desaparición de los valores comunes (la sociedad democrática es «nihilista»): comenzó disociando el Estado y la Iglesia, terminará por privar a los individuos de cualquier orientación común, pudiendo cada uno de ellos elegir sus propios valores, sin preocuparse de los valores de los demás.
Ambas críticas se reiteraron constantemente a lo largo del siglo XIX; debemos recordar hasta qué punto quienes nos parecen hoy los mejores ingenios de su tiempo—en Francia Baudelaire, Flaubert, Renán y tantos otros—despreciaron y denigraron la democracia. No conducen por ello, sin embargo, a una acción política violenta: se trataba más bien de la nostalgia de un pasado en parte imaginario. Las cosas cambiaron en la segunda mitad del siglo, cuando el ideal fue extraído del pasado y proyectado hacia el porvenir. En este contexto se preparó el proyecto totalitario. Retomó, en efecto, las críticas que los conservadores dirigían a la democracia—destrucción del vínculo social, desaparición de los valores comunes—, y se propuso poner remedio a ello con una acción política radical.

Totalitarismo:  el tipo  ideal
¿Qué entendemos por régimen «totalitario»? Los especialistas en política e historiadores del siglo XX, de Hannah Arendt (4) a Krzystof Pomian (5)procuraron descubrir y describir sus distintas características. Lo más sencillo sería cotejar ese nuevo fenómeno con el tipo ideal de democracia precedentemente evocado. Ambos grandes principios—autonomía de la colectividad, autonomía del individuo—reciben tratamientos distintos. El totalitarismo rechaza abiertamente el segundo, que era también objeto de crítica por parte de los conservadores. Ya no es el yo de cada individuo lo que aquí se valora, sino el nosotros del grupo. Lógicamente, el gran medio para asegurar esta autonomía, el pluralismo, es desdeñado a su vez y reemplazado por su contrario, el monismo. Desde este punto de vista, el Estado totalitario se opone, punto por punto, al Estado democrático.
Este monismo (un sinónimo de la propia palabra «totalitario») debe entenderse en dos sentidos que, complementarios, no siempre fueron tan explotados el uno como el otro. Por una parte, toda la vida del individuo se ve reunificada, ya no está dividida en esfera pública con obligaciones y esfera privada libre, puesto que el individuo debe hacer que la totalidad de su existencia se conforme a la norma pública, incluyendo sus creencias, sus gustos y sus amistades. El mundo personal se disuelve en el orden impersonal. El amor no tiene aquí un estatuto aparte, un territorio reservado en el que reinar como dueño indiscutido; y menos aún puede pretender orientar la propia acción de la justicia. La degradación del individuo acarrea la de las relaciones interpersonales: Estado totalitario y autonomía del amor se excluyen mutuamente.
Por otra parte, para alcanzar el ideal de unidad, de comunidad, de vínculo orgánico, el Estado totalitario impone el monismo en toda la vida pública. Restablece la unidad teológico-política, erigiendo un ideal único en dogma de Estado, instaurando pues un Estado «virtuoso» y exigiendo la adhesión espiritual de sus súbditos (es como si, en el más lejano pasado, el Papa se hubiera convertido, al mismo tiempo, en emperador). El totalitarismo somete lo económico a lo político, procediendo a nacionalizaciones o controlando estrechamente todas las actividades en este sector, al tiempo que defiende la teoría según la cual es la economía lo que rige la política (en el caso del comunismo). Establece un régimen de partido único, lo que supone suprimir los partidos, y somete también todas las demás organizaciones o asociaciones. Por esta razón, el podertotalitario es hostil a las religiones tradicionales (en eso se opone también a los conservadurismos), a menos que éstas le hagan un acto de sumisión. La unificación condiciona la jerarquía social: las masas están sometidas a los miembros del Partido, éstos a los miembros de la nomenklatura (los «miembros del personal dirigente»), subordinados a su vez a un pequeño grupo de dirigentes, en cuya cima reina el jefe supremo o «guía». El régimen controla todos los medios de comunicación y no permite la expresión de ninguna opinión disidente. Mantiene, claro está, los monopolios que se reservaba también el Estado democrático: el de la educación, el de la violencia legítima (los términos de «Estado», «Partido» y «policía» acaban así convirtiéndose en sinónimos).
Debo precisar aquí que, en la práctica del comunismo, encarnada primero por Lenin y Stalin, más tarde por sus discípulos en otros países, la ideología no se distingue sólo por su contenido sino también por su estatuto. En efecto, a partir de la Revolución de Octubre, la propia separación entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su sentido. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido, el terror eran los instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal. En adelante, la separación ya no es posible y el monismo característico de los regímenes totalitarios se revela aquí en su plenitud. El propio término de «ideocracia» se convierte en un pleonasmo, puesto que la «idea» en cuestión no es más que la victoria del poder comunista. No hay verdad del comunismo a la que pueda accederse independientemente del Partido; todo ocurre como si la Iglesia se pusiera en el lugar de Dios.
Este singular estatuto de la ideología hace un poco más inteligible la represión que se abate sobre el propio aparato bolchevique entre 1934 y 1939. A menudo nos hemos preguntado cómo es posible que, durante este período, fueran los comunistas más convencidos las víctimas de la represión. El mismo enigma vuelve a plantearse después de la guerra en la Europa del Este. Las víctimas de las purgas de la época (1949-1953) no fueron, en efecto, los moderados o los indecisos sino, precisamente, los más combativos entre los dirigentes: Kostov en Bulgaria, Rajk en Hungría, Slansky en Checoslovaquia. Podría creerse que, desde el punto de vista del propio comunismo, éstos eran sus mejores servidores y que sus desgracias son semejantes, salvando todas las proporciones, a las que abrumaron a Job, hombre «perfecto y recto». O pensar también en los virtuosos estoicos descritos por Séneca. Dios acosa a quienes favorece,llena de aflicciones a los mejores, pone duramente a prueba las almas generosas. ¿Decidió Stalin, Dios en la tierra, actuar del mismo modo? ¿Es esta persecución signo de una distinción, el privilegio de la virtud? La pregunta merece ser planteada pues, hoy lo sabemos, esos procesos en la Europa del Este no fueron independientes los unos de los otros, obedecieron a un impulso y a una intención únicas, procedentes de Moscú.
Podemos entrever ahora las razones de esta política. Si el régimen quería que cada cual siguiese su propio camino hacia el ideal, que propusiera su propia interpretación, los viejos bolcheviques compañeros de Lenin o los dirigentes condenados en la Europa del Este habrían sido los mejores candidatos. Pero no era ése el sentido profundo del compromiso comunista. Cualquier autonomía individual, de pensamiento o de acción, es condenable porque sólo el Partido puede tener razón. Si bastaba, para ser un buen comunista, con buscar personalmente el mejor camino hacia el ideal, se introduciría una brecha en el monismo totalitario, puesto que uno mismo se habría convertido en fuente de la propia legitimidad, en vez de recibirla de las manos del poder, dicho de otro modo, del Partido y de su jefe supremo. Esa infracción al monismo hubiera sido inadmisible para el guía, que procura pues eliminar o quebrar todos los miembros del aparato dirigente sospechosos de querer pensar y actuar por sí mismos. La relación entre ideología y poder es comparable en la Alemania nazi: también allí Hitler eliminó muy pronto a los camaradas de combate cuyo fervor ideológico no estaba, en absoluto, en cuestión y exigió la fidelidad absoluta, no a una doctrina nazi abstracta—Mi lucha nada tiene, por lo demás, de tratado filosófico—, sino al propio poder, encarnado en la persona del Führer. Ese fue en particular, y de modo explícito, el compromiso de los SS. La concentración y la personalización del poder son semejantes aquí y allá.
Por lo que se refiere al otro principio de los Estados democráticos, la autonomía colectiva, y a sus consecuencias, el Estado totalitario afirma que los mantiene; en realidad, los vacía de cualquier contenido. La soberanía del pueblo se preserva en el papel, pero la «voluntad general» se ve, de hecho, alienada en beneficio del grupo dirigente, que ha transformado las elecciones en plebiscito (un único candidato, elegido por el 99 por 100 de los votantes). Se afirma que todos son iguales ante la ley, pero, en realidad, ésta no se aplica a los miembros de la casta superior y no protege a los adversarios del régimen, que serán perseguidos de un modo arbitrario. El ideal proclamado es la igualdad; sin embargo, la sociedad totalitaria suscita en su seno innumerables jerarquías y privilegios: una categoría social tiene derecho a tener pasaporte, a pasar por ciertas calles, a aprovisionarse en ciertas tiendas, a enviar a sus hijos a determinada escuela especializada, a pasar sus vacaciones en cierta estación estival; otra no. Esa diferencia entre el discurso político y su objeto, este carácter ficticio, ilusorio de la representación del mundo, se convirtió en una de las grandes características de la sociedad estalinista.
Desde este punto de vista, pues, aunque la oposición entre democracia y totalitarismo no sea menos real, está camuflada. En cambio, existe cierta continuidad entre ambos tipos de régimen en la política exterior y las relaciones entre Estados. Debemos decir que el proyecto de la democracia liberal se refiere, ante todo, al funcionamiento interno de cada Estado y no especifica realmente la conducción de los asuntos exteriores. De hecho, ésta correspondía, en el siglo XIX, a lo que los filósofos de los siglos precedentes denominaban el «estado natural», es decir, un campo de puro enfrentamiento de fuerzas, sin ninguna referencia al derecho. En aquella época, las democracias más avanzadas en el plano interior, Gran Bretaña y Francia, fueron al mismo tiempo los Estados punteros de la política colonial, que aspiraban a una supremacía mundial. En el siglo XX, renunciaron a las conquistas militares, pero intentaron asegurarse el control económico de un espacio máximo. Los Estados totalitarios no actuaron al principio de un modo distinto: cada vez que pudieron, se anexionaron territorios y países enteros, al tiempo que cubrían esa política imperialista, al igual que los Estados democráticos, con generosas declaraciones. Cierto es que el régimen que instalaron, una vez llevada a cabo la anexión, fue de tipo distinto: la dictadura totalitaria no se confunde con la dominación colonial.
Ese nuevo tipo de Estado se creó pues, en Europa, en el contexto de la Primera Guerra Mundial: primero en Rusia, luego en Italia, por último, en 1933, en Alemania.
Claro está que una presentación de los dos grandes tipos de regímenes, aunque sea tan esquemática como la precedente, revela las preferencias por el régimen democrático del que escribe. Habría que señalar aquí otra diferencia significativa entre ambos, que en parte puede explicarse porque las opiniones sobre el tema siguen sin embargo divididas. El totalitarismo contiene una promesa de plenitud, de vida armoniosa y de felicidad. Cierto es que no la cumple, pero la promesa está ahí y siempre podemos decirnos que la próxima vez será la buena y estaremos salvados. La democracia liberal no comporta semejante promesa; sólo se compromete a permitir que cada cual busque, por sí mismo, felicidad, armonía y plenitud. Asegura, en el mejor de los casos, la tranquilidad de los ciudadanos, su participación en la conducción de los asuntos públicos, la justicia en sus relaciones entre sí y con el Estado; no promete en absoluto la salvación. La autonomía corresponde al derecho de buscar por sí mismo, no a la certidumbre de hallar. Kant parecía creer que al hombre le gusta ese Estado que le permite salir «fuera del estado de minoría donde se mantiene por su propia falta»; (6) pero, a decir verdad, no es seguro que todos prefieran la mayoría a la minoría, la edad adulta a la infancia.
La promesa de felicidad para todos permite identificar la familia a la que pertenece la doctrina totalitaria, contemplada ahora en sí misma y ya no en su oposición con la democracia. El totalitarismo teórico es un utopismo. A su vez, visto en la perspectiva de la historia europea, el utopismo aparece como una forma de milenarismo, a saber, un milenarismo ateo.
¿Qué es el milenarismo? Es un movimiento religioso en el seno del cristianismo (una «herejía») que promete a los creyentes la salvación en este mundo, y no en el reino de Dios. El mensaje cristiano original exige la separación de ambos mundos; por ello, san Pablo pudo proclamar: «No hay judío ni griego; no hay esclavo ni hombre libre; no hay varón ni hembra, pues todos sois uno en Cristo Jesús»,7 sin por ello poner en cuestión el estatuto de dueño y esclavo, por no hablar de otras distinciones: desde este punto de vista, la igualdad y la unidad de los hombres sólo se obtendrán en la ciudad de Dios, la religión propone no cambiar nada del orden del mundo aquí abajo. Cierto es que el catolicismo, convertido en religión del Estado, infringe este principio y se entromete en asuntos intramundanos; no por ello promete la salvación en esta vida.
Ahora bien, eso es lo que predicaron los milenaristas cristianos que aparecieron en el siglo XIII. Un tal Segarelli, por ejemplo, anunció la proximidad del Juicio Final y, antes, el advenimiento inmediato de un milenio, reinado de mil años inaugurado por el regreso del Mesías; sus discípulos decidieron que era ya hora de despojar a los ricos e instaurar la perfecta igualdad sobre la tierra. Los taboritas de Bohemia, una secta radical, creían a su vez, en el siglo XV, que el regreso de Cristo era inminente y, con él, el comienzo del reino milenario marcado por la igualdad y la abundancia; era pues hora de prepararse. En el siglo siguiente, Thomas Müntzer encabezó una revuelta milenarista en Alemania, condenando tanto la riqueza de los príncipes como la de la Iglesia e incitando a los campesinos a apoderarse de ella, para acelerar el advenimiento del reino celestial en la tierra.
A diferencia de los milenaristas medievales o protestantes, el utopismo consiste en querer construir una sociedad perfecta sólo con el esfuerzo de los hombres, sin ninguna referencia a Dios; se desvía pues dos grados con respecto a la doctrina cristiana original. El utopismo extrae su nombre de la utopía, que es sólo una fabricación intelectual, una imagen de la sociedad ideal. Las funciones de la utopía pueden ser múltiples, pueden servir para alimentar la reflexión o criticar el mundo existente; sólo el utopismo intenta introducir la utopía en el mundo real. El utopismo está forzosamente vinculado a la coerción y a la violencia (presentes también en los milenarismos cristianos que no se limitan a aguardar la acción divina), pues, aun sabiendo que los hombres son imperfectos, intenta instaurar la perfección aquí y ahora. Por eso, advierte (en 1941) el filósofo religioso ruso Sémion Frank, «el utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al despotismo»; (8) Las doctrinas totalitarias son casos particulares de utopismo—los únicos que se conocen en la época moderna—y, por ello mismo, de milenarismo, lo que significa que pertenecen (como cualquier otra doctrina de salvación) al campo de la religión. No fue una casualidad, claro está, que esta religión sin Dios prosperara en un contexto de declive del cristianismo.
La base de ese utopismo es, sin embargo, por completo paradójica para una religión. Se trata de una doctrina constituida antes del advenimiento de los Estados totalitarios, antes del siglo XX, una doctrina que, a primera vista, nada tiene que ver, precisamente, con la religión: es el cientificismo. Ahora, por lo tanto, debemos volvernos hacia él.
Cientificismo y humanismo
El punto de partida del cientificismo es una hipótesis sobre la estructura del mundo: éste es por completo coherente. En consecuencia, el mundo es como transparente, puede ser conocido completamente por la razón humana. La tarea de este conocimiento se confía a una práctica aplicada, llamada la ciencia. Ninguna parcela del mundo, material o espiritual, animada o inanimada, puede escapar al imperio de la ciencia.
De este primer postulado se desprende, evidentemente, una consecuencia. Si la ciencia de los hombres consigue desvelar todos los secretos de la naturaleza, si permite reconstruir los encadenamientos que llevan a cada hecho, a cada ser existente, debiera entonces ser posible modificar estos procesos, orientarlos en la dirección deseada. De la ciencia, actividad de conocimiento, se desprende la técnica, actividad de transformación del mundo. Ese encadenamiento nos resulta a todos familiar: así, ya el hombre primitivo, tras haber descubierto el calor del fuego, lo domina y caldea su habitat; el clima «natural» queda transformado. O, mucho más tarde, tras haber comprendido que algunas vacas daban más leche que otras, o algunas semillas más trigo por hectárea, el hombre moderno practica sistemáticamente una «selección artificial», que se añade a la selección natural. No hay, aquí, contradicción alguna entre el determinismo integral del mundo, que excluye la libertad, y el voluntarismo del sabio-técnico que, por el contrario, la presupone. Si la transparencia de lo real se extiende también al mundo humano, nada impide pensar en la creación de un hombre nuevo, una especie liberada de las imperfecciones de la especie inicial: lo que es lógico para las vacas también lo es para los hombres. «La salvación la aporta el saber», resume Alain Besancon. (9)
Pero ¿en qué dirección debe orientarse esa transformación de la especie? ¿Quién estará preparado para identificar y analizar el sentido de las imperfecciones y, también, la naturaleza de la perfección a la que aspiramos? La respuesta era simple en los primeros ejemplos: los hombres quieren estar calientes y comer cuando tienen hambre; aquí, lo conveniente cae por su propio peso. Es bueno a secas lo que es bueno para loshombres. Pero ¿se trata de modificar la especie humana como tal? El cientificismo responde: de nuevo será la ciencia la que aporte la solución. Los fines del hombre y del mundo son como un producto secundario, un efecto automático de la propia labor de conocimiento. Tan automático que, a menudo, el cientificista ni siquiera se toma el trabajo de formularlo. Marx, en su famosa undécima tesis sobre Feuerbach, se limita a declarar: «Los filósofos, hasta aquí, sólo han dado del mundo distintas interpretaciones; lo que importa es transformarlo». (10) Así no sólo la técnica (o transformación) sigue inmediatamente a la ciencia (o interpretación), sino que, además, la naturaleza de la transformación no merece ser mencionada: es producida por el propio conocimiento. Unas décadas más tarde, Hippolyte Taine lo dirá con todas sus letras: «La ciencia desemboca en la moral buscando sólo la verdad». (11)
Que los ideales de la sociedad o del individuo sean producidos por la ciencia, como los demás conocimientos, acarrea a su vez una consecuencia importante. Si los fines postreros fueran sólo efecto de la voluntad, todos debieran admitir que su elección podría no coincidir con la del vecino; así pues, habría que practicar cierta tolerancia, buscar compromisos y acomodos. Podrían coexistir varias concepciones del bien. Pero no ocurre así con los resultados de la ciencia. Aquí lo falso es implacablemente apartado y nadie piensa en pedir algo más de tolerancia para las hipótesis rechazadas. Como no hay lugar para varias concepciones de lo cierto, apelar al pluralismo no es procedente: sólo los errores son múltiples; la verdad, por su parte, es una. Si el ideal es el producto de una demostración y no de una opinión, hay que aceptarlo sin protestar.
El cientificismo descansa sobre la existencia de la ciencia, pero no es en sí mismo científico. Su postulado de partida, la transparencia íntegra de lo real, es improbable; y lo mismo ocurre con su punto de llegada, la fabricación de los fines últimos por el propio proceso de conocimiento. Tanto en la base como en la cima, el cientificismo exige un acto de fe («La fe tiene razón», decía Renán; (12) por ello no pertenece a la familia de las ciencias, sino a la de las religiones. Basta, para convencerse de ello, con ver qué actitud adoptan las propiedades totalitarias, que reposan sobre premisas cientificistas, ante su propio programa: mientras que la regla corriente de la ciencia es dejar perfecta latitud a la libre crítica, estas sociedades exigen que se callen sus objeciones y se practique la sumisión ciega, como se hace en las religiones.
Hay que insistir en ello: el cientificismo no es la ciencia, es más bien una concepción del mundo que creció, como una excrecencia, en el cuerpo de la ciencia. Por esta razón, los regímenes totalitarios pueden adoptar el cientificismo sin favorecer, necesariamente, el desarrollo de la investigación científica. Y con razón: ésta exige someterse sólo a la búsqueda de la verdad, no al dogma. Los comunistas, como los nazis, se prohibieron este camino: unos condenaron la «física judía» (y por lo tanto a Einstein), los otros la «biología burguesa» (y por tanto a Mendel); en la Unión Soviética, discutir la biología de Lyssenko, la psicología de Pavlov o la lingüística de Marr podía llevarte a un campo de concentración. Por lo tanto, esos países se condenaron al provincianismo científico. Los totalitarios tampoco necesitan investigaciones eruditas y punteras para llevar a cabo sus grandes hazañas: las armas de fuego, el gas venenoso o los golpes no son precisamente un prodigio del espíritu. Sin embargo, la relación con la ciencia está, en efecto, ahí. Se ha producido una mutación: se ha hecho «posible» aprehender el Universo en su totalidad e intentar mejorarlo de un modo también global. Esta mutación es la que transforma el mal humano eterno en un inédito mal del siglo. Por ahí se introduce, también, una novedad radical en la historia de la humanidad.
El monismo de estos regímenes se desprende de este mismo proyecto: puesto que un solo pensamiento racional puede dominar el Universo entero, no hay ya lugar para mantener distinciones ficticias, ni entre grupos de la sociedad, ni entre esferas en la vida del individuo ni entre opiniones distintas. La verdad es una, el mundo humano debe ser uno también.
¿Cómo situar el cientificismo en la historia? Si nos atenemos a la tradición francesa, sus premisas se encuentran en Descartes. Éste, es cierto, comenzó excluyendo del campo del conocimiento racional todo lo que se refiere a Dios; pero, para lo demás, para la parte del mundo «en la que no se mezcla la teología», (13) Descartes considera posible el conocimientoíntegro, siempre que se confíe sólo a la razón y a la voluntad. Por consiguiente, no está prohibido al hombre pensarse como un dueño de la naturaleza y dueño de sí mismo, «en cierto modo semejante a Dios». (14) A partir de este conocimiento, un «arquitecto» único podría repensar la nueva organización de los Estados y de sus ciudadanos (una consecuencia que Descartes considera indeseable aunque posible). Por último, la dirección del cambio estará indicada por ese mismo trabajo de conocimiento, el bienestar común se desprenderá automáticamente de los trabajos de los sabios: «Las verdades que contienen dispondrán los espíritus a la dulzura y a la concordia». (15)
Estas ideas fueron retomadas, ampliadas y sistematizadas por los «materialistas» de los siglos XVII y XVIII. Sigamos en todo a la naturaleza en vez de cargarnos con reglas morales, dice sonriendo Diderot: ello implica, primero, que se conozca esta naturaleza (ahora bien, ¿quién podría procurarnos este saber mejor que los científicos?) y, luego, que se obedezcan los preceptos que se desprenden automáticamente de este conocimiento. Pero fue sobre todo tras la Revolución cuando el cientificismo se introdujo en la política, puesto que el nuevo Estado, al parecer, no se basaba ya en tradiciones arbitrarias sino en las decisiones de la razón. Se desarrolló en el siglo XIX entre los más variados pensadores, amigos y enemigos de la Revolución, tan grande era el prestigio de la ciencia que esperaban poder instalar en lugar de la desfalleciente religión. Lo reivindican, en Francia, tanto los utopistas y positivistas, como Saint-Simón y Auguste Comte, como los conservadores diletantes, como el conde Gobineau o los historiadores cultos, directores espirituales de la intelligentsia liberal y críticos de la democracia, Renán y Taine. Entonces, también, se dibujaron sus dos grandes variantes, el cientificismo histórico, cuyo pensador más influyente es Karl Marx; y el cientificismo biológico, al que el nombre de Gobineau puede servirle de emblema.
El cientificismo pertenece, pues, indiscutiblemente a la modernidad, si designamos con esta palabra las doctrinas que afirman que las sociedades reciben sus leyes no de Dios ni de la tradición, sino de los propios hombres; implica también la existencia de la ciencia, un saber que, a su vez, es conquistado sólo por la razón humana, más que ser mecánicamente transmitido de generación en generación. Pero no es por ello, como se obstinan en pensar tantos elevados ingenios, la culminación inevitable, la verdad oculta de cualquier modernidad; el totalitarismo, régimen inspirado en su principio, no es la propensión secreta y fatal de la democracia. Y es que hay más de una familia de pensamiento en el seno de la modernidad, y ni el voluntarismo como tal, ni el ideal igualitario, ni la exigencia de autonomía, ni el racionalismo conducen automáticamente al totalitarismo. La doctrina del cientificismo es combatida, sin cesar, por otras doctrinas, que también reivindican, sin embargo, la modernidad, tomada en su sentido amplio. De modo especialmente revelador, este conflicto opone los cientificistas a quienes podemos considerar como los pensadores de la democracia, a los humanistas.
Los humanistas discuten el postulado inicial de la total transparencia de lo real, la posibilidad, pues, de conocerlo por completo. Montesquieu, su representante en la primera mitad del siglo XVIII, formuló una doble objeción. En primer lugar, y por lo que se refiere a cualquier parcela del Universo, hay que someterse a lo que, a veces, hoy se denomina el «principio de precaución». El Universo posee, es cierto, una coherencia que en principio es cognoscible; pero hay mucha distancia del principio a la práctica. Concretamente, las causas de cada fenómeno son tan numerosas, tan complejas las interacciones, que nunca podemos estar seguros de los resultados de nuestros conocimientos; y, mientras subsista la duda, más vale abstenerse de acciones radicales e irreversibles (lo que no quiere decir: de toda acción). Más fundamentalmente, ningún saber puede jamás afirmarse absoluto y definitivo, so pena de dejar de serlo y convertirse en un simple acto de fe. Por eso mismo quedan ya arruinadas las ambiciones de cualquier utopismo: la ausencia de una transparencia global sólo autoriza unas mejoras locales y provisionales. La universalidad que reivindican cientificistas y humanistas no es, por consiguiente, la misma: el cientificismo se basa en una universalidad de la razón, las soluciones halladas por la ciencia convienen, por definición, a todos, aunque provoquen el sufrimiento e, incluso, la perdición de algunos. El humanismo, en cambio, postula la universalidad de la humanidad: todos los seres humanos tienen los mismos derechos y merecen un igual respeto, aunque sus modos de vida sigan siendo distintos.
Y hay algo más. El mundo humano, más específicamente, no es sólo una parte del Universo, tiene también su singularidad. Esta consiste enque los hombres tienen una conciencia de sí mismos que les permite desprenderse, en cierto modo, de su propio ser y actuar contra las determinaciones que sufren. «El hombre, como ser físico, está, al igual que los demás cuerpos, gobernado por leyes invariables. Como ser inteligente, viola sin cesar las leyes que Dios ha establecido y cambia las que él mismo establece», escribe Montesquieu. (16) Tocqueville, por su parte, respondió a su amigo Gobineau, que le explicaba que los individuos obedecen a las leyes de su raza: «A mi entender, las sociedades humanas, al igual que los individuos, sólo son algo por el uso de la libertad». (17) Creer que se conoce por completo al hombre es conocerlo mal. Incluso el conocimiento de los animales es imperfecto, y puede suceder que las vacas lecheras de hoy se vuelvan mañana estériles. Pero el de los hombres es, por principio, inacabable, en la medida en que los hombres son animales dotados de libertad. Por eso nunca podrá preverse con certidumbre su conducta de mañana.
Hay, además, un salto lógico acrobático en la pretensión de derivar lo que debe ser de lo que es. El mundo de la acción humana revela ante todo, al observador, no el derecho sino la fuerza: los más fuertes sobreviven a expensas de los más débiles. Pero la fuerza no fundamenta el derecho y responderemos con Rousseau a cualquier deducción de este tipo: «Podría emplearse un método más consecuente, pero no más favorable a los tiranos». (18) Para decidir la dirección del cambio, pues, no basta con observar y analizar los hechos, algo para lo que la ciencia está especialmente bien provista; hay que apelar a objetivos que dependen de una elección voluntaria, que supone argumentos y contraargumentos. Los ideales no pueden ser verdaderos o falsos sino sólo más o menos elevados.
El conocimiento no produce la moral, los seres cultos no son necesariamente buenos: ésa es la gran crítica que dirigió Rousseau a sus contemporáneos cientificistas y hombres de las Luces (Rousseau pertenece también, claro está, a las Luces, pero en un sentido mucho más profundo que Voltaire o Helvétius). «Podemos ser hombres sin ser sabios», (19) dice una de sus frases memorables. Y, regresando a los regímenes políticos: la democracia es la de todos los ciudadanos, no sólo la de las personas sabias y cultivadas. Su política implica no el conocimiento verdadero, sino la libertad (la autonomía) de la voluntad. Por ello cultiva el pluralismo, no el monismo: no sólo los errores son múltiples, sino también los deseos humanos.
El proyecto democrático, basado en el pensamiento humanista, no lleva a la instauración del paraíso en la tierra. No es que ignore el mal en el mundo y en el hombre, ni que quiera resignarse a él; pero no postula que ese mal pueda ser extirpado radicalmente y de una vez por todas. «Los bienes y los males son consustanciales a nuestra vida», escribe Montaigne, (20) y Rousseau dice: «El bien y el mal brotan de la misma fuente». (21) Bien y mal son consustanciales a nuestra vida porque resultan de la libertad humana, de la posibilidad que tenemos de elegir, en cualquier instante, entre varias opciones. Su fuente común es nuestra sociabilidad y nuestra inconclusión, que hacen que necesitemos a los demás para asegurar el sentimiento de nuestra existencia. Ahora bien, esta necesidad puede satisfacerse de dos modos opuestos: se quiere a los demás y se intenta hacerlos felices; o se los somete y humilla, para gozar del poder sobre ellos. Tras haber comprendido este carácter inseparable del bien y del mal, los humanistas abandonaron la idea de una solución global y definitiva de las dificultades humanas: los hombres sólo podrían ser liberados del mal que está en ellos siendo «liberados» de su propia humanidad. Vano es esperar que un régimen político mejorado o que una tecnología más efectiva puedan aportar un remedio definitivo a sus sufrimientos.
Por último, cientificismo y humanismo se oponen en su definición de los fines de las sociedades humanas. La visión cientificista excluye cualquier subjetividad, la contingencia, pues, que constituye la voluntad de los individuos. Los fines de la sociedad deben desprenderse de la observación de procesos impersonales, característicos de la humanidad entera, incluso del Universo en su conjunto. La naturaleza, el mundo, la humanidad mandan; los individuos se someten. Para el humanismo, por el contrario, los individuos no deben ser reducidos, pura y simplemente,al papel de medios. Esta reducción, decía Kant, es posible de modo puntual y parcial, con vistas a alcanzar un objetivo intermedio; pero el fin último son, siempre, los seres humanos particulares: todos los hombres, pero tomados uno a uno.

Nacimiento de la doctrina totalitaria
La violencia como medio para imponer el bien no está intrínsecamente vinculada al cientificismo, puesto que existe desde tiempos inmemoriales. La Revolución Francesa no necesitó una justificación cientificista para legitimar el Terror. Sin embargo, a partir de cierto momento, se operó la conjunción de varios elementos que hasta entonces subsistían por separado: el espíritu revolucionario que implicaba el recurso a la violencia; el sueño milenarista de edificar el paraíso terrenal aquí y ahora; y por último, la doctrina cientificista, que postula que el conocimiento integral de la especie humana está al alcance de la mano. Este momento corresponde a la partida de nacimiento de la ideología totalitaria. Aunque la propia toma del poder se lleve a cabo de modo pacífico (como la de Hitler, a diferencia de las de Lenin y Mussolini), el proyecto de crear una sociedad nueva, habitada por hombres nuevos, de resolver todos los problemas de una vez por todas, un proyecto cuya realización exige una revolución, se mantiene en todos los países totalitarios. Es posible ser cientificista sin sueño milenarista y sin recurso a la violencia (muchos expertos técnicos lo son hoy), como se puede ser revolucionario sin doctrina cientificista, como tantos poetas de comienzos de siglo que reclamaban, con sus votos, el desencadenamiento de los elementos. El totalitarismo, por su parte, exige la conjunción de esos tres ingredientes.
Ni la violencia revolucionaria ni la esperanza milenarista llevan, por sí solas, al totalitarismo. Para que se establezcan sus premisas intelectuales debe añadirse, además, el proyecto de dominio total del Universo, portado por el espíritu científico y, más aún, por el pensamiento cientificista. Preparado por el radicalismo cartesiano y el materialismo del siglo de las Luces, aquél florece en el siglo xix: sólo entonces el proyecto totalitario podía nacer. Recuerdo que aquí sólo trataré de las raíces ideológicas del totalitarismo, pues éste, es evidente, tiene también otras: económicas, sociales o estrictamente políticas.
¿De cuándo datan los primeros esbozos de la sociedad claramente totalitaria? Los escritos de Marx, por una parte, y de Gobineau, por la otra, fueron publicados a mitad de siglo; ilustran el cientificismo, pero no ofrecen un cuadro detallado de la futura sociedad (Gobineau no es en absoluto, por lo demás, un utopista, sólo prevé la decadencia). Los textos teóricos y literarios de Nikolai Chernychevski, el gran inspirador de Lenin, proceden de los años sesenta del siglo XIX: el Principio antropológico en filosofía, su manifiesto cientificista, es de 1860; ¿Qué hacer?, su novela de tesis, de 1863. El Catecismo revolucionario de Necháiev, que se refiere más a la práctica revolucionaria que al proyecto de la sociedad que debe crearse, se redactó en 1869 y se hizo público en 1871. Uno de los textos más reveladores en este contexto, y al mismo tiempo uno de los menos conocidos, es el tercer Diálogo filosófico de Ernest Renán, (22) que data de 1871. Un personaje llamado Théoctiste expone allí, por primera vez al parecer, los principios del futuro Estado totalitario.
En primer lugar, los fines últimos de la sociedad no se deducen de las exigencias de los seres individuales, sino de las de toda la especie, incluso de la naturaleza viva en su conjunto. Ahora bien, la gran ley de la vida no es sino el «deseo de existir», más poderoso que todas las leyes y convenciones humanas; la ley de la vida es el reinado de los más fuertes, la derrota y la sumisión de los más débiles. En esta óptica, el destino de los individuos no tiene importancia, éstos pueden ser inmolados al servicio de un designio superior. «El sacrificio de un ser vivo a un fin deseado por la naturaleza es legítimo». Puesto que es preciso seguir en todo las leyes de la naturaleza, se impone un trabajo preliminar: el de conocer esas leyes. Ésta será pues la tarea de los sabios. Dominando el saber, a éstos les será naturalmente atribuido el poder. «La élite de los seres inteligentes, dueña de los más importantes secretos de la realidad, dominaría el mundo por medio de los potentes medios de acción que estarían en su poder, y haría reinar en él el máximo de razón posible». El mundo sería pues dirigido no por los reyes filósofos, sino por «tiranos positivistas». Éstos, una vez iniciados en el secreto de la marcha natural del Universo, no estarían obligados a respetarla, deberían, por el contrario, al igual que todos los técnicos, prolongar el trabajo de la naturaleza mejorando la especie. «La ciencia debe encargarse de la obra en el punto donde la ha dejado la naturaleza». Hay que perfeccionar la especie, crear un hombre nuevo, provisto de capacidades intelectuales y físicas superiores, eliminando si es necesario todos los ejemplares defectuosos de la humanidad.
El futuro Estado basado en estos principios se opondría, punto por punto, a la democracia. Su objetivo, en efecto, no es dar el poder a todos, sino reservarlo para los mejores; no cultivar la igualdad sino favorecer el desarrollo de los superhombres. La libertad individual, la tolerancia, la concertación no tienen papel alguno que desempeñar allí, puesto que disponemos de la verdad y ésta es una y exige la sumisión, no el debate. «La gran obra se realizará por la ciencia, no por la democracia». De ese modo, el nuevo Estado defenderá su eficacia, mucho mayor que la de las democracias, las cuales están obligadas, por su parte, a consultar siempre, a comprender, a convencer. Esta cuestión, que podría sorprender, es reveladora. Ciencia y democracia son hermanas, nacen en el mismo movimiento de afirmación de la autonomía, de liberación con respecto a la tutela de las tradiciones. Sin embargo, si la ciencia deja de ser una forma de conocimiento del mundo y se transforma en guía de la sociedad, en productora de ideales (dicho de otro modo, si la ciencia se convierte en cientificismo), entra en conflicto con la democracia: la búsqueda de la verdad no se confunde con la del bien.
Para asegurar la buena marcha de los asuntos en el interior del país, el Estado cientificista tendrá que proveerse de un útil apropiado: el terror. El problema de las antiguas tiranías asociadas a la religión es que disponen de una amenaza—¡si desobedecéis iréis al infierno!—demasiado frágil, lamentablemente: cuando los hombres no creen ya en el infierno ni en los diablos, creen que todo les está permitido. Hay que poner remedio a esta carencia creando «no un infierno quimérico, de cuya existencia no se tengan pruebas, sino un infierno real». La creación de ese lugar—de ese campo de la muerte que haría nacer el espanto en todos los corazones y produciría la sumisión incondicional de todos—se justifica, pues serviría para el bien de la especie. «El ser en posesión de la ciencia pondría un terror ilimitado al servicio de la verdad». Para establecer esta política de terror, el gobierno científico tendrá a su disposición un cuerpo especial de individuos bien entrenados, «máquinas obedientes liberadas de repugnancias morales y dispuestas a todas las ferocidades». Encontraremos de nuevo esta exigencia, cincuenta años más tarde, en Dzerzhinski, el fundador de la policía política soviética, la Cheka, que describió a sus subordinados como «camaradas decididos, duros, sólidos, sin estados de ánimo». (23)
Por lo que se refiere a la política exterior, prosigue Renán, los científicos en el poder deberían encontrar el arma absoluta, la que asegura la destrucción inmediata de gran parte de la población enemiga; tras haberlo hecho, tendrían asegurada la dominación universal. «El día en que algunos privilegiados de la razón poseyeran el medio de destruir el planeta, su soberanía estaría creada; estos privilegiados reinarían por el poder absoluto, puesto que tendrían en sus manos la existencia de todos». El poder espiritual llevará así al poder material.
Éstas son las líneas generales de la utopía de Renán; forzoso es reconocer que los utopismos que comenzaron a implantarse medio siglo más tarde se adaptan a ella hasta en los detalles. La proximidad es particularmente grande con el nazismo, donde el proyecto de producción de un hombre nuevo recibe la misma interpretación biológica. Por lo demás, el propio Renán preveía la realización de su utopía no en Francia, donde habría chocado con otras tradiciones, sino precisamente en Alemania, un país «que muestra poca preocupación por la igualdad e incluso por la dignidad de los individuos». Pero la distancia con respecto a la sociedad comunista no es mayor, sólo está mejor escondida. Ésta reivindica un ideal igualitario, pero, como hemos recordado, no se adecua a él en absoluto. En la práctica, el papel de vanguardia atribuido al Partido y la exigencia, en el seno de éste, de sumisión incondicional a los dirigentes revelan, a su vez, el culto a los superhombres, que actúa en todas las sociedades totalitarias. La propia vida cotidiana se desarrolla, pese a las consignas igualitarias, de acuerdo con un rito jerárquico bien establecido.
El utopismo cientificista está en el corazón del proyecto totalitario. ¿Podemos afirmar que es por completo ajeno a la democracia? A decir verdad, el cientificismo está también presente en ella, como una tendencia entre otras. Cada vez que creemos conocer el mundo de un modo exhaustivo y tener que cambiarlo en una dirección que se desprende delpropio conocimiento—en física, en biología o en economía—actuamos con un espíritu cientificista, sea cual sea la forma de régimen político en el que vivimos. Los excesos cientificistas en un país democrático son, incluso, bastante frecuentes: podemos ver un ejemplo de ello cuando las decisiones políticas se presentan como el efecto ineluctable de las leyes económicas establecidas por los sabios, o de las leyes naturales sólo accesibles a médicos y biólogos. A los políticos les gusta refugiarse tras la competencia de los expertos. Sin embargo, la diferencia fundamental perdurará mientras este cientificismo no se haya convertido en un utopismo, un proyecto de sociedad perfecto que debe realizarse de inmediato. La gran obra, defendiendo la opinión contraria a Renán, se realiza aquí por la democracia, no por la ciencia. En vez de que la sociedad esté a sus órdenes, la ciencia está ahora al servicio de la sociedad. Por eso, también, la democracia no predica la revolución, no se sirve del terror y favorece, por lo general, el pluralismo en detrimento del monismo.
Es una suerte, para nosotros, que las democracias modernas no aspiren a instaurar el reinado de la perfección en la Tierra ni a producir una especie humana mejorada, pues, a diferencia de los totalitarios del siglo xx, esos aprendices de brujo, serían capaces de ir muy lejos por este camino. Disponen de medios de vigilancia y de control incomparables, poseen armas capaces de destruir todo el planeta, tienen en su seno científicos capaces de dominar el código genético y, por lo tanto, de fabricar en sentido estricto una nueva especie. Comparados con las manipulaciones genéticas, los groseros medios de los comunistas, que intentaban alumbrar un hombre nuevo por la reeducación y el terror, o de los nazis, por el control de la reproducción y la eliminación de las «razas» y de los individuos considerados inferiores, parecen pertenecer a la prehistoria.
Volviendo resueltamente la espalda a cualquier utopismo, ¿debe la democracia renunciar a cualquier utopía? En absoluto. La democracia no es un conservadurismo, una aceptación resignada del mundo tal cual es. No hay razón alguna para encerrarse en la lógica de la exclusión de los otros, que los totalitarios intentaron imponer en los espíritus: no es necesario elegir entre la renuncia a cualquier ideal y la aceptación de cualquier medio para imponerlo. A su vez, la democracia puede sustituir lo que es por lo que debe ser, pero no pretende que la razón pueda deducir esto de aquello. Lenin practicaba el monismo y, por consiguiente, sometía lo económico a lo político. En democracia, ambos poderes permanecen separados, pero ello no quiere decir que estén condenados al aislamiento. Las fuerzas económicas intentan someter a los actores políticos; éstos, a su vez, pueden y deben imponer límites a aquéllos, en nombre del ideal de la sociedad. La utopía democrática tiene derecho a existir, siempre que no intente encarnarse por la fuerza, aquí y ahora.
¿Qué es lo que el hombre necesita? Los habitantes de los países democráticos o, al menos, sus portavoces, han creído a menudo que el hombre sólo aspiraba a la satisfacción de sus deseos inmediatos y de sus necesidades materiales: más comodidad, más facilidades, más ocio. A este respecto, los estrategas del totalitarismo resultaron mejores antropólogos y mejores psicólogos. Los hombres tienen, es cierto, necesidad de confort y de distracciones; pero, de modo menos perceptible y, sin embargo, más imperioso, necesitan también bienes que el mundo material no les procura: quieren que su vida tenga sentido, que su existencia encuentre un lugar en el orden del Universo, que se establezca un contacto entre ellos y lo absoluto. El totalitarismo, a diferencia de la democracia, pretende satisfacer estas necesidades y, por esta razón, fue libremente elegido por las poblaciones afectadas. No debe olvidarse que Lenin, Stalin y Hitler fueron deseados y amados por las masas.
Las democracias, a riesgo de poner en peligro su propia existencia, no tienen derecho a ignorar esa necesidad humana de trascendencia. ¿Cómo evitar que conduzcan a catástrofes comparables a las que provocó el totalitarismo en el siglo XX? No ignorando esta aspiración, sino separándola resueltamente del orden social. Lo absoluto casa mal con las estructuras de Estado; lo que no significa que pueda desaparecer. El mensaje original de Cristo era claro: «Mi reino no es de este mundo», lo que no significa que el reino no exista, sino que se encuentra en el espíritu de cada cual más que en las instituciones públicas. Este mensaje fue puesto entre paréntesis durante largos siglos, convirtiéndose el cristianismo en una religión de Estado. Hoy, la relación con la trascendencia no es menos necesaria que antaño; para evitar la deriva totalitaria, debe seguir siendo ajena a los programas políticos (nunca edificaremos el paraíso en la tierra), pero iluminar desde el interior la vida de cada persona. Podemos vivir el éxtasis ante una obra de arte o un paisaje, orando o meditando, practicando la filosofía o mirando cómo ríe un niño. La democracia no satisface la necesidad de salvación o de absoluto; no por ello puede permitirse ignorar su existencia.

La guerra, verdad de la vida
La ideología totalitaria encuentra en el cientificismo contemporáneo su tesis fundamental referente a las sociedades humanas: la ley de la vida es la guerra, el combate sin piedad. Las ideas de Darwin sobre la selección natural y la supervivencia del más apto fueron simplificadas y endurecidas para ser aplicadas a las sociedades humanas. La ley de su evolución se expresa a su vez en los mismos términos: lucha de clases, guerra de sexos, conflicto de razas, guerra de naciones. Sea cual sea el grupo humano elegido, su existencia está siempre regida por la voluntad de poder (el «deseo de existir», según la fórmula de Renán) y los inevitables conflictos. Como harían más tarde los ideólogos del racismo, Marx reivindica las ciencias de la naturaleza y a Darwin: «Veo en el desarrollo de la formación económica un proceso de historia natural», (24) escribe, y no por azar, como recuerda Arendt, Engels le llama «el Darwin de la historia». Pero fueron sobre todo Lenin y Hitler quienes adoptaron, del darwinismo, la idea de la lucha sin cuartel como ley general de la vida y de la historia. Toda vida es política, toda política es guerra. Alain Besancon advierte que Lenin, gran admirador de Clausewitz, invirtió en realidad su máxima para afirmar: «La política es sólo una continuación de la guerra por otros medios».
No es que la idea haya nacido con Darwin, o con sus vulgarizadores—entre los pensadores del pasado, algunos la habían defendido ya («El hombre es un lobo para el hombre»)—, pero se presenta aquí aureolada por el prestigio de la ciencia y escapa pues a la discusión. Una vez más, sin el aval «científico», el totalitarismo no hubiera podido nacer. La verdad del mundo, se dice ahora, es que está dividido entre nosotros y ellos, amigos y enemigos: dos clases, dos razas, etc., envueltas en un implacable combate; lo mejor que podemos hacer, una vez reconocida esta verdad, es secundar los esfuerzos de la naturaleza, «tomar la obra en el punto donde la dejó la naturaleza», de nuevo según la fórmula de Renán, y añadir la selección artificial a la selección natural: las rampasde Auschwitz y las ejecuciones de los kulaks se inscriben en este programa. El fin del conflicto es la eliminación del enemigo. A este respecto, también, el vocabulario de Lenin y de Hitler es revelador: se empieza deshumanizando al que se intenta vencer, convirtiéndolo en «la escoria», «el reptil», «el chacal»; su eliminación se hace así aceptable para todos. Es preciso, dice Lenin, «exterminar sin piedad a los enemigos de la libertad», hacer «una sangrienta guerra exterminadora», «acabar con la purria contrarrevolucionaria». (25) Todo totalitarismo es, pues, un maniqueísmo que divide el mundo en dos partes mutuamente excluyentes, los buenos y los malos, y que se fija como objetivo la aniquilación de estos últimos.
La traducción de estos principios en la política del día a día acarrea, en el plano interior, la práctica generalizada del terror. Lenin lo introdujo desde el comienzo del Estado soviético y lo defendió sin ambages: «Hay que plantear, abiertamente, que el terror es justo en principio y en política, que lo fundamenta y lo legitima su necesidad». (26) En los países comunistas, «dictadura del proletariado» se volvió un nombre en clave para referirse al terror policíaco. Por ello hay que entender los asesinatos en masa, la tortura y las amenazas de violencias físicas; a lo que se añade esa institución específica y particularmente cómoda, los campos de concentración: todos los países totalitarios disponen de ellos. La vida en los campos es, al mismo tiempo, una privación de libertad y una tortura, son colonias penitenciarias; los detenidos nunca están seguros de salir de ellos. En el resto de los países reinan otras formas de terror: gracias a una vigilancia constante y omnipresente, cualquier acto de insubordinación o, incluso, la simple desviación con respecto a las normas en curso puede ser denunciado y su agente condenado a la deportación, a perder su trabajo, su alojamiento o el derecho, para él y para sus hijos, de inscribirse en la universidad o de viajar al extranjero, y así sucesivamente; el número de vejámenes posibles es infinito.
El terror no es una característica facultativa de los Estados totalitarios, forma parte de su mismo fundamento. Por eso es baldío querer estudiar esos Estados, como han hecho distintas escuelas «revisionistas», sin tenerlo en cuenta como si se tratara de sociedades animadas por losconflictos y las tensiones clásicos. Pudo verse en 1989: en cuanto el terror fue suspendido (la policía y el ejército no habían recibido órdenes de disparar contra los manifestantes), los Estados totalitarios comunistas se derrumbaron como un castillo de naipes.
Más allá de las fronteras, el terror toma el rostro más familiar de la guerra (o, en posición de repliegue, de la guerra fría); los pactos son forzosamente provisionales. El objetivo es siempre la dominación; los medios se adaptan a las circunstancias del momento. A fin de cuentas, la violencia recibe, en el marco totalitario, una legitimación múltiple. Es, en primer lugar, la ley de vida y de supervivencia, pero ésta conviene, además, a quien posee la verdad científica: ¿para qué andarse con discusiones cuando se sabe adonde hay que ir y lo que debe hacerse?
La división de la humanidad en dos partes mutuamente excluyentes es esencial para las doctrinas totalitarias. No hay lugar aquí para las posiciones neutrales: cualquier persona moderada es un adversario; cualquier adversario, un enemigo. Reduciendo la diferencia a la oposición e intentando luego eliminar a quienes la encarnan, el totalitarismo niega radicalmente la alteridad, la existencia de un a la vez comparable al yo, incluso intercambiable con él, y que sin embargo sigue siendo irreductiblemente distinto a él. Tenemos aquí una definición del pensamiento totalitario, mucho más extendido que los Estados totalitarios: aquel que no deja lugar legítimo alguno a la alteridad y a la pluralidad. Su emblema podría ser esta perla de Simone de Beauvoir, que no nos cansaremos de citar: «La verdad es una, el error es múltiple. No es una casualidad que la derecha profese el pluralismo». (27) No diremos por ello, imitando su espíritu, que la izquierda es necesariamente totalitaria; sino más bien que, en el pensamiento que esta frase ilustra, los principios de la guerra se ven extendidos a la vida civil; el enemigo del interior no merece menos la muerte que el del exterior. En este sentido, el totalitarismo es hostil al universalismo que cultiva, por el contrario, el ideal de paz.
Este punto merece que nos detengamos más extensamente. Se afirma a menudo que el comunismo se basa en una ideología universalista y se ve en este hecho la gran dificultad para agrupar, bajo la misma etiqueta «totalitaria», al comunismo y al nazismo, puesto que este último es explícitamente antiuniversalista. Raymond Aron, uno de los adversarios más intransigentes y más lúcidos tanto del pensamiento como de la política comunistas, en su exposición de la cuestión, que se ha hecho clásica en Francia, plantea de entrada que una de las ideologías es «universalista y humanitaria», (28) y la otra, «nacionalista, radical y todo salvo humanitaria», lo que le permite hablar, con respecto al proyecto comunista, de «nobles aspiraciones», de «la creencia de los comunistas en valores universales y humanitarios», de su voluntad «inspirada por un ideal humanitario».
Ante esas fórmulas nos quedamos perplejos. Sólo hay dos posibilidades. O se aplican a la idea comunista tomada en su mayor generalidad, como puede observarse en períodos muy distintos de la historia, una idea de igualdad, de justicia y de fraternidad (y el comunismo apenas se distingue entonces del cristianismo); aunque no se ve cómo es posible limitarse a eso para caracterizar el régimen nacido de la Revolución de Octubre, ni tampoco su programa. O se trata realmente de la ideología del Estado soviético emplazado por Lenin, pero entonces no se comprende por qué extraña selección Aron consigue recordar sólo, de esta ideología, la imagen propagada por sus partidarios. Pues lo propio del leninismo, rompiendo en este punto con la tradición socialista e, incluso, marxista (a la que Lenin trata de «socialdemócrata», cuando no de «socialtraidora», y a sus sucesores de «socialfascistas»), es precisamente este abandono de la universalidad, puesto que la victoria pasa ahora por la derrota y la eliminación física de una parte de la población, llamada, por necesidades de la causa, la «burguesía», o los «enemigos».
El comunismo pretende la felicidad de la humanidad, aunque a condición de que los «malos» hayan sido previamente apartados, algo que, a fin de cuentas, sucede también con los nazis. ¿Cómo puede creerse aún en el universalismo de la doctrina cuando ésta afirma que se apoya en la lucha, la violencia, la revolución permanente, el odio, la dictadura, la guerra? Se da la justificación de que el proletariado es la mayoría, y la burguesía una minoría, lo que nos lleva ya lejos del universalismo; pero cuando, además, se sabe que la otra gran contribución de Lenin a la teoría comunista se refiere al papel dirigente del Partido, destinado a someter a las masas proletarias, vemos que ni siquiera el argumento de la mayoría se sostiene. Lenin se habría reído mucho de ese intento de Aron de presentarle como un humanista.
Puesto que el texto de Aron data de 1958, podemos preguntarnos si incluso un observador tan lúcido como él disponía, por aquel entonces, de las informaciones necesarias referentes no sólo a las prácticas de los comunistas en el poder sino también a su programa. Sin embargo, en las mismas páginas de Democracia y totalitarismo, Aron describe a los comunistas soviéticos como «un partido [que] se reconoce el derecho a emplear la violencia contra todos sus enemigos, en un país donde, en el punto de partida, se encuentra en minoría». Pero ¿cómo logra entonces ver en esta violencia sistemática e indispensable un ejemplo de los «valores universales y humanitarios»? Se tiene la impresión de que el contexto de guerra fría en el que su libro fue escrito le obligó, curiosamente, a tomarse demasiado en serio la propaganda soviética, y a no tener en cuenta ciertas características de la ideología comunista que, por lo demás, sabía observar.
Por ello, la reflexión de Aron sobre la comparación de los regímenes totalitarios se ve un poco comprometida. Concluye, en efecto, que entre ellos «la diferencia es esencial, sean cuales sean las similitudes», pues «en un caso actúa una voluntad de construir un régimen nuevo y, tal vez, otro hombre, por cualesquiera medios que sea; en el otro, una voluntad propiamente diabólica de destrucción de una seudorraza». Ahora bien, la diferencia sólo procede, aquí, de la presentación tendenciosa que hace Aron de los dos regímenes, en la que retiene, para uno, los objetivos autoproclamados y, para el otro, los medios utilizados. No pueden compararse así fines y medios. Hitler quería destruir la seudorraza judía para purificar a su pueblo y obtener así una mejor raza aria, otro hombre por tanto y, claro está, un régimen nuevo; de nada sirve aquí evocar a los demonios. Recíprocamente, Stalin persigue su objetivo considerando necesaria la destrucción de una seudoclase, los kulaks, condenados deliberadamente al fusilamiento o a la muerte por hambre: son, en efecto, «cualesquiera medios que sea». Son pues los ideales de ambos regímenes los que rompen con el universalismo: Hitler quería una nación y, ulteriormente, una humanidad sin judíos; Stalin pide una sociedad sin clases, sin clase burguesa. Una parte de la humanidad pasa, cada vez, por pérdidas y ganancias. Aquí difieren, simplemente, las técnicas utilizadas para llevar a cabo una misma política.
De modo que cuando Aron, creyendo aportar la prueba de la especificidad del régimen hitleriano, concluye: «En la historia moderna, nunca un jefe de Estado había decidido, a sangre fría, organizar el exterminio industrial de seis millones de sus semejantes», podemos replicarle: en 1932-1933, un jefe de Estado llamado Yosiv Stalin decidió, a sangre fría, organizar el exterminio «artesanal» de seis millones de semejantes, campesinos de Ucrania, del Cáucaso y de Kazajistán. Cierto es que Aron no parece estar al corriente de esta matanza, la mayor de las que organizó el poder soviético.
Es preciso pues insistir en ello: la ausencia de universalismo no sólo es patente en el nazismo, que, brotado de los movimientos nacionalistas, expone abiertamente su particularismo, sino también en el comunismo, que reivindica un ideal internacional. Y es que «internacional» no quiere decir «universal». En realidad, el comunismo es tan «particularista» como el nazismo, pues afirma, de modo explícito, que no toda la humanidad se ve concernida por este ideal: «transnacional» no significa «transclases», se exige siempre la previa eliminación de una parte de la humanidad. Una fórmula de Kaganovich, uno de los íntimos colaboradores de Stalin, lo expresa muy bien: «Debes pensar en la humanidad como en un gran cuerpo, pero que necesita permanente cirugía. ¿Debo recordarte que la cirugía no puede realizarse sin cortar las membranas, sin destruir los tejidos, sin hacer correr la sangre?» (29) Sencillamente, la división no es ya territorial u «horizontal» (delimitada por las fronteras del país), sino «vertical», entre estratos de una misma sociedad. Donde en unos aparece la guerra de las naciones o la de las razas, en los otros se sitúa la lucha de clases.
Ni siquiera esta última oposición tiene nada de irreductible. Poco tiempo después de la Revolución de Octubre, y en todo caso después de la muerte de Lenin, se opera una singular fusión entre los intereses de la revolución mundial y los de la Rusia soviética que la encarna: todo lo que sirve a una aprovecha a la otra, y a la inversa. Gracias a esta equivalencia, los objetivos internacionalistas comenzaron a confundirse con los intereses de un solo país. El Komintern, que debía ser la expresión del internacionalismo, era al mismo tiempo un instrumento al servicio tanto del espionaje ruso como de la voluntad soviética de expansión y hegemonía. Los «kominternianos» que tienen dificultades para comprender esta fusión acaban, rápidamente, en el campo o ante el pelotón de ejecución. Elinternacionalismo soviético en nada se diferencia de la defensa del interés nacional más allá de las fronteras. En la Segunda Guerra Mundial, esta política salió a la luz del día: como en la hermosa época del imperialismo de la Gran Rusia, la Unión Soviética se anexionó vastos territorios que pertenecían, hasta entonces, a los países vecinos—Rumania, Polonia o Finlandia—o países enteros, como los Estados bálticos, y todo para hacerles avanzar más rápidamente por el camino del socialismo. Durante la guerra, grupos étnicos, incluso naciones enteras, fueron asimilados por Stalin con el «enemigo de clase» y, por esta razón, oprimidos, deportados, erradicados. Lo mismo ocurrió, aproximadamente, en el lado nazi, donde se pasó también con facilidad del genocidio de raza al genocidio de clases cuando se trató de eliminar, no ya a los judíos o los gitanos, sino a ciertas «categorías» de polacos y de rusos.
Debo añadir que el propio Aron cambió de opinión en este punto y que, en lo que puede considerarse como su testamento político, el «Epílogo» de sus Memorias (1983), escribe: «El comunismo no me resulta menos odioso de lo que era el nazismo. El argumento que empleé más de una vez para diferenciar el mesianismo de clase del de raza, no me impresiona mucho ya. El aparente universalismo del primero se ha convertido, en un postrer análisis, en un espejismo. [...] Sacraliza los conflictos o las guerras, muy lejos de salvaguardar por encima de las fronteras los frágiles vínculos de una fe común». (30)
También en ello el totalitarismo se opone a la democracia y al pensamiento humanista que la sostiene y que, en cambio, es efectivamente universalista. Este principio se ejerce débilmente fuera de las fronteras nacionalistas, donde las relaciones entre países democráticos siguen estando sometidas a la fuerza, aunque ya no conduzcan—en principio—al inicio de la guerra, siendo la dominación buscada de orden esencialmente económico. La exigencia universal es, en cambio, obligatoria en la política interior, que debe dirigirse en nombre de todos y con vistas al bien de todos. De ahí la constante búsqueda de lo que puede servir para los intereses comunes, pero también la necesidad, para cada uno de los componentes de la sociedad, de renunciar parcialmente a la satisfacción de sus intereses; la política democrática es un arte del compromiso. En democracia, no se intenta resolver los conflictos eliminando físicamente auno de los adversarios, sino que se transforman los antagonismos, inevitables en cualquier grupo humano, en complementariedades. Contrariamente a la idea recibida, el universalismo no traba el reconocimiento de la alteridad; muy al contrario, lo hace posible. Lo que la destruye es la reducción de la diferencia a la oposición y la necesidad de aniquilar al enemigo, movimientos consustanciales al totalitarismo. Aquí, el ideal lejano puede ser la paz y la armonía universal, pero para alcanzarlo es preciso, primero, eliminar a todos los que, al parecer, se oponen a ello. La victoria inicial de la revolución no basta en absoluto: la lucha de clases no hace más que exacerbarse con el paso de los años, según Stalin, incluso en la propia patria del comunismo; y, además, ésta se halla siempre rodeada de enemigos.
La gramática del humanismo implica la distinción de tres personas: el yo que ejerce su autonomía; el tú, a la vez distinto a él y colocado en el mismo plano que él (cada se convierte, a su vez, en yo, y viceversa), un que asume sucesiva o simultáneamente los papeles de colaborador, rival, consejero, objeto de amor y así sucesivamente; por fin, los ellos, la comunidad de la que se forma parte, la humanidad entera, incluso, concebida fuera de las relaciones personales, donde todos los individuos están provistos de la misma dignidad. La gramática del totalitarismo, en cambio, sólo conoce dos personas: el nosotros, que ha absorbido y eliminado las diferencias entre yo individuales, y los ellos, los enemigos que deben combatirse, eliminarse incluso. En el lejano porvenir, cuando se haya realizado la utopía totalitaria, los ellos ya sólo serán esclavos sumisos (como en el nazismo) o acabarán siendo eliminados (la gramática del comunismo tiene una sola persona).
Planteando la unidad como ideal supremo, la ideología totalitaria coincide paradójicamente con la crítica conservadora de la democracia. El régimen democrático era víctima, al modo de ver de los conservadores, como recordaremos, de su individualismo y su nihilismo. Sometiendo toda la sociedad a una regla única, exigiendo la obediencia de todos los individuos a las directrices del Partido, el Estado totalitario hace imposible el individualismo; al extraer sus valores de la ciencia e imponérselos a todos, debe eliminar también, al parecer, el nihilismo.
Ambivalencias totalitarias
La ideología totalitaria es una construcción compleja; podríamos decir incluso que intenta reconciliar exigencias incompatibles, lo que es a la vez una mente de debilidad—cierto día, sus contradicciones estallan y todo el edificio se derrumba—y de fuerza: mientras llega el hundimiento final, los principios dispares permiten rastrillar con tanta mayor amplitud o compensar aquí un fallo, afirmando allí lo contrario. Las tensiones internas de la doctrina podrían, creo, resumirse en tres.
La primera encuentra su fuente en la antinomia filosófica fundamental de la necesidad y del libre albedrío. Por una parte, el curso del mundo obedece a una causalidad rigurosa, histórica y social según unos, biológica según otros. Todo lo que sucede debía suceder, pues todo está determinado de antemano por unas causas irresistibles. Pero, por otra parte, el porvenir está en nuestras manos: se propone un modelo ideal y se harán los esfuerzos necesarios para alcanzarlo. Se está dispuesto a hacer tabla rasa con el pasado para edificar un mundo mejor e, incluso, un hombre nuevo. El cientificismo resuelve esta antinomia gracias a la intervención de un tercer término, el conocimiento científico. Si, en efecto, el mundo es por completo cognoscible, si el materialismo histórico nos revela las leyes de toda sociedad y la biología, las leyes de toda vida, se nos hace posible, a los que dominamos los secretos de la ciencia, no sólo explicar las formas existentes, sino también orientar su transformación en la dirección que elijamos. De ese modo, en efecto, la técnica, que pertenece al dominio de la voluntad, puede reivindicar la ciencia, que intenta conocer las necesidades.
La tensión, sin embargo, es menos fácil de resolver a partir del instante en que el objeto que debe conocerse es la historia unidireccional y no un eterno recomienzo: si el curso de la historia humana es, de todos modos, ineluctable, ¿están justificados los sacrificios que exige su ínfima aceleración? Pues bien, comunistas y nazis a la vez afirman conocer de antemano el desenlace de los acontecimientos e intervienen, del modo más activo (la «revolución») para modificar su curso.
La segunda gran ambigüedad en las premisas filosóficas del totalitarismo se refiere a la modernidad: el totalitarismo es, a la vez, si puede decirse así, antimoderno y archimoderno, algo que ilustran ya el fatalismo, por una parte, y el activismo por la otra. Es antimoderno porque, como en las sociedades tradicionales, privilegia los intereses del grupo en detrimento de los de la persona, los valores sociales en lugar de los valores individuales; podríamos decir: los valores en lugar de los intereses. Aunque utilice una retórica igualitaria, la sociedad totalitaria es siempre jerárquica, como las sociedades tradicionales. El culto al jefe carismático va en la misma dirección. Y, sin embargo, es también una sociedad que favorece opciones que solemos considerar modernas: la industrialización, la globalización, las innovaciones técnicas. Los comunistas industrializaron Rusia a un ritmo acelerado. Hitler se hizo promotor del coche individual y de las autopistas: las aspiraciones modernistas no apuntan pues, sólo, a la eficacia militar. Todo ocurre como si, contra lo que caracteriza las sociedades tradicionales, las relaciones con las cosas se pusieran en lugar de las relaciones entre personas.
Esta ambivalencia es particularmente sensible entre los nazis, que decidieron vestir su doctrina con todo un aparato de referencia a la tradición germánica, a los dioses paganos, a los elementos constitutivos de la sociedad antigua, a una naturaleza que sería liberada de las intervenciones humanas. Esta ambigüedad que les permitía atraer ingenios a los que nada debiera acercar, tanto a los que creían en el determinismo biológico y el eugenismo como a los que, como Heidegger, soñaban en liberar el mundo del poder de la técnica.
La tensión es menos sensible en el Estado soviético, que tiende por completo hacia el «progreso», pero no por ello está ausente de él. La fórmula de Lenin, «el comunismo = la electricidad + el poder de los soviets», revela también esta dualidad. El Estado comunista es una sociedad industrial donde los factores económicos desempeñan un papel preponderante. Pero es también lo contrario: una sociedad sometida a un ideal moral, ideológico, teológico, dispuesta a sacrificar su eficacia para adecuarse a su modelo. La electricidad y los soviets pueden llevar a exigencias contradictorias. ¿Hay que despedir al buen ingeniero si no es un buen comunista? ¿Debe confiarse el cuidado de la instalación eléctrica a personas competentes, aun cuando no posean el carné del Partido? Ambas soluciones fueron probadas alternativamente, cuando su conjunción resultó imposible. Recuerdo que mi padre, que dirigía un instituto de documentación, se veía constantemente confrontado a este dilema: ¿debía emplear a personas que dominaran las lenguas «occidentales» aunque hubieran recibido, sin duda, una educación «burguesa», puesto que ésta comportaba la enseñanza de estas lenguas? ¿O sólo a buenos comunistas que no hablaban más que el búlgaro y, como máximo, el ruso? Haberse decantado por la primera opción le valió ser apartado de la dirección.
Esas dos opciones contradictorias tienen, sin embargo, un rasgo común que facilita su cohabitación: ambas se oponen a la afirmación del ser humano individual como objetivo último de nuestras acciones; este objetivo debe ser, aquí, supraindividual (el pueblo, el proletariado, el Partido) o infraindividual (la técnica). Éste es, sin duda, el rasgo históricamente más sorprendente de estos regímenes: acaban oponiéndose, a comienzos del siglo xx, al progresivo ascenso del individualismo, explotando todas las frustraciones que esta evolución engendra.
Por último, una tercera ambigüedad importante se refiere al papel de la ideología en estos regímenes. Los teóricos del totalitarismo están divididos en este tema. Los más antiguos de ellos, Raymond Aron por ejemplo, lo interpretan como una ideocracia, un Estado donde no sólo el poder encuentra su legitimidad en la ideología, sino donde la conformidad ideológica prevalece sobre cualquier otra consideración: el poder es aquí instrumento; el ideal político, objetivo. Una segunda interpretación fue, sin embargo, propuesta, por lo que se refiere al comunismo, especialmente por los disidentes del Este o, también, en Francia, por Cornelius Castoriadis: (31) la ideología es allí sólo una fachada, estando el poder, enteramente, a su propio servicio y apuntando sólo a su propio fortalecimiento; no ya una ideocracia, pues, sino, en cierto modo, una «estratocracia», un poder por el poder, una voluntad de voluntad.
Para ver más clara esa situación, debemos hacer un rodeo y examinar, brevemente, la historia del Estado totalitario, tomando como punto de partida su variante comunista, pues resulta particularmente rica en enseñanzas. En efecto, el nazismo sólo se mantuvo en el poder durante doce años y fue abolido por la fuerza, tras la victoria de los Aliados. El comunismo duró mucho más tiempo, setenta y cuatro años en vez de doce, y falleció, si puede decirse así, de muerte natural, sin guerra ni revolución. Como los «guías» del Partido Comunista gozaban de un poder ilimitado, podemos seguir la práctica por la que los períodos de la historia soviética son designados con un nombre propio: el de Lenin (hasta 1924), el de Stalin (hasta 1953), el de Jruschov (dimitido en 1964), el de Bréznev (muerto en 1982), para nombrar sólo los más importantes. Fácil es comprobar que los distintos elementos del régimen no evolucionaron al mismo ritmo.
La primera modificación notable se refiere al terror. Éste fue instaurado por Lenin y mantenido por Stalin a lo largo de todo su reinado, aunque conoció momentos de mayor o menor intensidad. Ahora bien, tras la muerte de Stalin se produjo un cambio, no ya de grado sino de naturaleza. Las ejecuciones en masa se suspendieron, se cerró un gran número de campos. Las torturas y deportaciones fueron sustituidas por vejaciones administrativas y dificultades profesionales. Las persecuciones y nuevas medidas como el encierro en hospitales psiquiátricos siguen siendo moneda corriente, pero sus víctimas fueron ya individuos, no categorías de la población. Debe decirse que la lección dio resultados y que toda rebeldía fue ahogada. Naturalmente, se está lejos aún de la legalidad y de la libertad individual «burguesas»: el conjunto de la población es vigilado, el individuo no está protegido por la ley contra la arbitrariedad del poder. No obstante, esta evolución hizo posible la aparición de los disidentes, un grupo que expresaba, más o menos abiertamente, su oposición al Estado. Semejante grupo hubiera sido inconcebible bajo Lenin y Stalin, cuando los oponentes eran aniquilados de inmediato; entonces eran «sólo» vigilados, perseguidos, en último término enviados al campo o al manicomio.
Hemos puesto ya de relieve la segunda inflexión, cuando el ideal internacional se confunde con una política nacionalista e imperialista. Es una inflexión disimulada, sin embargo, por el mantenimiento de la retórica anterior. El mismo modelo sigue el tercer cambio, el más importante de todos ellos y que concierne, precisamente, a la naturaleza y el lugar de la ideología; se produce tras la muerte de Stalin. A partir de aquel momento, la ideología oficial se convirtió, cada vez más, en una cáscara vacía en la que nadie creía. La promesa milenarista de salvación para todos cayó, poco a poco, en el olvido; el ideal colectivista era recordado cada vez con menos frecuencia. En su lugar se afirmaron los habituales compañeros del deseo de poder: la sed de riquezas y privilegios, la sumisión de todos los demás objetivos a la consecución del interés personal. Los antiguos bolcheviques, los fanáticos de la fe comunista fueron sustituidospor burócratas preocupados, ante todo, por sus privilegios, y por cínicos trepadores.
Entre la doctrina y el mundo real siempre hay un abismo: pero no se reacciona del mismo modo antes y después de la mutación que aquí describo. Bajo Lenin y Stalin, cuando se descubría la distancia entre el discurso y el mundo, se intentaba transformar el mundo. Lenin impuso la república soviética, Stalin colectivizó las tierras e industrializó el país. No importaba el precio pagado en sufrimientos humanos y desastres económicos: lo esencial era poner en marcha un programa y colmar con ello el abismo entre teoría y práctica, entre representaciones y realidad. Tras la muerte de Stalin, la grieta entre el discurso y el mundo no era menor; pero, más que intentar colmarla, se procuró entonces ocultarla. A partir de aquel momento, en efecto, el discurso oficial comenzó a llevar una vida por completo independiente, sin verdadera conexión con el mundo. Los responsables económicos se preocuparon menos de cumplir el plan que de trucar las cifras y obtener ventajas personales de su situación. Era el reino del camuflaje, de la ilusión, de las falsas apariencias: se afirmaba que la ideología comunista dirigía el país; en realidad, salvo por algunas excepciones, lo hacían el deseo de poder y el interés personal. Modulada en función del contexto nacional, esta misma mutación podía observarse en los demás países comunistas, en la Europa del Este.
Como antiguo subdito de país totalitario, puedo dar testimonio de ello: en la época que recuerdo, los años cincuenta, y en la gran mayoría de los casos, la ideología era sólo fachada; sin embargo, al mismo tiempo, era indispensable. Vivíamos en una seudoideocracia. Mis amigos y yo teníamos la sensación de vivir en el mundo de la mentira generalizada, donde los términos que designan ideales—la paz, la libertad, la igualdad, la prosperidad—habían llegado a significar lo contrario; sin embargo, la ideología oficial mantenía cierta coherencia retórica y permitía, primero, que sobrevivieran algunos fanáticos y, luego, que la gran mayoría—los conformistas—dispusiera de una racionalización de su situación. Y cada cual era conformista, al menos parte del tiempo. La ideología era pues necesaria, con aquel contenido y no otro, aunque fuese, más a menudo, medio y no fin. No puede sobrestimarse la importancia de este camuflaje. Debo añadir que, a fin de cuentas, preferíamos tratar, más que con personajes cínicos sólo fieles al poder, con comunistas «honestos» y sinceros: el hecho de que estos últimos creyeran por opción personal, nopor sumisión al Partido, era indicio de que no habían renunciado por completo a su autonomía personal; su compromiso comunista podía, paradójicamente, desempeñar el papel de muralla contra la arbitrariedad del poder.
El papel cambiante de la ideología, en el núcleo o en la superficie del régimen, puede explicar otra disparidad. De creer en las consignas oficiales, los intereses de los individuos, de todos los individuos, estaban sometidos a los de la colectividad. Pero nosotros, los súbditos ordinarios del país totalitario, nos veíamos confrontados a una realidad muy distinta: el reinado ilimitado del interés personal, donde cada cual buscaba su mayor ventaja; el interés común era un simple papel de embalaje. Al criticar la sociedad individualista en nombre de la comunidad orgánica, el totalitarismo desemboca en un resultado opuesto al que afirma perseguir: acaba produciendo «masas» de individuos yuxtapuestos, no vinculados por ninguna pertenencia pública positiva. Por lo demás, cuando la fachada ideológica se derrumbó, en 1989 o en 1991, fue necesario rendirse a la evidencia: dejando aparte una pequeña fracción de la sociedad (los disidentes), los habitantes del país sólo conocían los imperativos del egoísmo.
La última mutación, de menor alcance, se produjo en los años setenta, bajo Bréznev. Consistía en infligir una pequeña alteración al principio monista. Vida pública y vida privada volvían a ser, de nuevo, distintas. Dicho de otro modo, se hacía posible tener una existencia privada independiente de las normas públicas (que, en cambio, seguían sometidas a la ideología): la moda de indumentaria, el lugar de vacaciones, los viajes al extranjero podían entonces ser elegidos con mayor o menor libertad.
Estas observaciones sobre la evolución del totalitarismo comunista, al igual que su comparación con el nazismo, permiten poner de relieve su núcleo duro e identificar la jerarquía que forman sus características. Este núcleo comporta, en primer lugar, la necesidad de una fase inicial, revolucionaria, durante la cual son apartadas todas las resistencias y eliminados todos los adversarios interiores, reales o imaginarios. Se constituye luego en torno a un principio: el rechazo de la autonomía personal, la supresión de la libertad, la sumisión de todos a un poder absoluto, sumisión garantizada por el terror o la represión. Están por fin las consecuencias de esta opción: afirmación del conflicto como verdad de la vida, reducción de cualquier alteridad a la oposición, y rechazo del pluralismo político o económico.
En cambio, otros rasgos del régimen, entre los más llamativos, pueden desaparecer sin que se abandone el «tipo ideal» totalitario. Es el caso del terror de masas, indispensable sólo durante el período de transición (el cual, de todos modos, ocupó la mitad de la historia de la Unión Soviética). O también, más sorprendente aún, de la ideología cientificista como motor de la acción: necesaria durante la fase inicial, una vez consumado su papel destructor, puede transformarse en simple espejismo.
Estas transformaciones progresivas del régimen totalitario, aceleradas, multiplicadas e intensificadas durante la perestroika y la glasnost de Gorbachov, permitieron, en 1991, la salida pacífica del sistema, una solución «a la española» podríamos decir, refiriéndonos a la relación entre el franquismo y la España contemporánea, con la gran diferencia de que los perjuicios provocados por el comunismo se revelaron mucho más profundos y siguen frenando la evolución de los países de la Europa del Este. La guerra fría que, tras la Segunda Guerra Mundial, opuso las democracias al totalitarismo, terminó pues con la derrota incondicional de uno de los beligerantes, el régimen comunista. Esta derrota no fue el resultado de una intervención externa, como en la Alemania nazi, sino del hundimiento del propio sistema totalitario.
Podemos encontrar en este desenlace ciertas razones para no desesperar, pues resulta que un sistema político que ignora y rechaza, tan masivamente, la libertad del individuo acaba derrumbándose. Setenta y cuatro años es un plazo excesivamente largo para una vida individual, pero sólo un instante de la Historia. El comunismo murió por un conjunto de razones políticas, económicas y sociales, pero también como consecuencia de una evolución de las mentalidades, tanto en la población como en los equipos dirigentes. Todos habían acabado aspirando a formas del bien que aquel régimen no podía asegurarles: tranquilidad y seguridad personal, abundancia material, autonomía individual; otros tantos valores trabados por el totalitarismo y favorecidos por la democracia. Ciertamente, ésta no asegura la salvación colectiva ni promete la felicidad; garantiza sin embargo que el timbre no sonará a «la hora del lechero» para que unos hombres de gris te conduzcan al interrogatorio. Aunque se sea un miembro del personal dirigente del Partido y privilegiado, esta última perspectiva no tiene nada de halagadora. El régimen democrático permite, además, llenar los anaqueles de las tiendas y no caer en el ridículo de despreciar a las poblaciones que prefieren ese efecto del «capitalismo» a la penuria comunista.
Sin embargo, el hundimiento del régimen comunista no aportó a las poblaciones de la Europa del Este y de la antigua Unión Soviética la felicidad esperada. Puesto que el poder del Partido había sustituido a la autoridad del Estado, la caída del uno reveló la anterior desaparición del otro; ahora bien, la ausencia de Estado es peor aún que la presencia de un Estado injusto, puesto que deja campo libre a la pura confrontación de fuerzas brutas, es decir, a un espantoso incremento de la criminalidad. Otro tanto podría decirse de todos los valores propios de la vida pública: contaminados en tiempos del comunismo por su utilización fraudulenta, han quedado hoy fuera de uso; de ahí el chiste de Adam Michnik: «Lo más terrible que tiene el comunismo es lo que viene después». El régimen no sólo había corrompido las instituciones políticas; tras su caída, se descubrieron los daños irreparables infligidos tanto a la naturaleza como a la economía y a las almas humanas. Los hijos tendrán que pagar, por mucho tiempo aún, los errores de sus padres. La nueva libertad se paga muy cara: renunciando a hábitos tranquilizadores, a la rutina económica, a cierta comodidad (comparable a la del prisionero que no debe preocuparse por su cama y su cubierto). Hasta el punto de que los habitantes de estos países se preguntan, a veces: ¿La vida del pordiosero libre es, realmente, preferible a la del esclavo tranquilo? Nadie puede garantizar que estén al final de sus penas. Una certidumbre sigue existiendo, y es decisiva: la sociedad totalitaria no aporta la salvación.
Notas
1.  II, VI; Oeuvres completes, t. III, Gallimard-Pléiade, 1964, p. 3 80 (salvo indicación contraria, el lugar de edición es París).
2. «Deuxiéme traite du gouvernement civil», 131, en P. Manent, dir. Les Libéraux, Hachette-Pluriel, 1.1, 1986, p. 181.
3. Entre nous, Grasset, 1991, p. 118. 
4. Les Origines du totalitarisme, t. I, Sur l'antisémitisme, Seuil, 1984; t. II, L'impérialisme, Seuil, 1984; t. III, Le systéme totalitaire, Seuil, 1984. [Hay trad. cast.: Los orígenes del totalitarismo, T'auras, 1998.]
5.  «Qu'est-ce que le totalitarisme?», en Vingtieme siécle, 47, 1995, pp- 4-23, parcialmente reproducido en M. Ferro, dir., Nazisme et communisme, Hachette-Pluriel, 1999; «Post-scriptum sur la notion de totalitarisme», en H. Rousso, ed., Stalinisme et nazisme, Bruselas, Complexe, 1999, pp. 371-382.
6. «Réponse á la question: Qu'est-ce que les Lumiéres?», Oenvres philosophiques, Gallimard-Pléiade, t. II, 1985, p. 209.        
7.    Gal. 3, 28.
8. «Eres' utopizma», Po tu storonu kvogo ipravogo, Ymca-Press, 1972, p. 92.
9.   Les Origines intelkctuelles du léninisme, Calmann-Lévy, 1977^. 128.
10.  «Théses sur Feuerbach», en K. Marx y F. Engels, Etudesphilosopbiques, Éditions Sociales, 1947, p. 59.
11.  Derniers essais de critique et d'histoire, 1894, p. 110.
12.  «L'avenir de la science», en Oeuvres completes, t. III, Calmann-Lévy, 1949, p. 1.074.
13.    Principes dephilosophie, I, 76; Oeuvres et lettres, Gallimard-Pléiade, 1953, p. 610.
14. Les Passionsde Páme, p. 152; ibíd, p. 768.
15.  Principes, Prefacio, ibíd, p. 568.
16.  De l'esprit des lois, I, 1, Garnier, 1973, p. 9.
17 «Lettres á Gobineau», en Oeuvres completes, Gallimard, 1951, t. IX, p. 280.
18.  Du contract social, I, 2; op. cit., p. 353.
19.  Entile, IV; op. cit., t. IV, p. 601.
20. Les Essais, III, 13; PUF-Quadrige, 1992, pp. 1.089-1.090.
21. «Lettre sur la vertu, l'individu et la sociéte», en Aúnales de la Société Jean-Jacques Rousseau, XLI, 1997, p. 325.
22.    Dialogues philosophiques, en Oeuvres completes, 1.1, p. 602-624.
23. Discurso del 7 de diciembre de 1917, en Lenin i Vchk: Sbornik dokumentov, Moscú, 1975, p. 36; citado por N. Werth, «Un Etat contre son peuple», en Le livre noir du communisme, Robert Laffont, 1997, p. 69.
24.    «Prefacio» a El Capital; citado por Lenin, Oeuvres choisies en deux voluntes, Moscú, 1948,1.1, p. 93.
25. Iba, 1.1, pp. 457 y 545-
26. Polnoe sóbrame sochinenij, Moscú, 1958-1965, t. 39, pp. 404-405.
27.    «La pensée de droite aujourd'hui», en Les temps modernes, 1955, p. 1.539.
28.    Démocratie et totalitarisme, Gallimard-Folio, 1965, pp. 282-299.
29.    Citado por Stuart Kahane, The ivolfofthe Kremlin, Londres, 1987, p. 309.
30.    Mémoires, Julliard, 1983, p. 1.030. 5
31.    Devant la guerre, Fayard, 1981.


Todorov, Tzvetan. Memoria del mal, tentación del bien. Indagación sobre el siglo XX. Ediciones Península, Barcelona, 2002. Págs 15-60. Traducción de Manuel Serrat Crespo.
Foto de Marti Fradera.






Charles Darwin – La expresión de las emociones (3) Sorpresa, asombro, miedo y horror

$
0
0



Sorpresa, asombro. –Elevación de las cejas. –Apertura de la boca. –Poner los labios hacia fuera que acompañan a la sorpresa.  –Admiración. –Miedo. –Terror. –Erizamiento del pelo. –Contracción del músculo cutáneo. –Dilatación de la pupila. –Horror. –Conclusión. 
Si la atención es repentina e intensa puede transformarse de modo gradual en sorpresa, ésta en asombro, y a su vez esta última en pasmo de estupefacción, un estado de ánimo que tiene una estrecha analogía con el terror. La atención se manifiesta por una ligera elevación de las cejas, y cuando dicho estado crece hasta la sorpresa se elevan aún mucho más, con los ojos y la boca muy abiertos. La elevación de las cejas es necesaria para que los ojos puedan abrirse con amplitud y rapidez. Este movimiento produce arrugas transversales a lo largo de la frente. El grado de apertura de los ojos y la boca se corresponde con el grado de sorpresa que se experimente, si bien dichos movimientos deben ir coordinados, pues una boca muy abierta con las cejas sólo un poco elevadas da como resultado una mueca sin sentido, tal como el Dr. Duchenne ha mostrado en una de sus fotografías (1.) Por otra parte, es frecuente ver cómo una persona simula sorpresa con una mera elevación de las cejas. 
El Dr. Duchenne ha ofrecido la fotografía de un hombre mayor con las cejas muy elevadas y arqueadas por la galvanización del músculo frontal, y con la boca voluntariamente abierta. Esta figura expresa sorpresa con mucha verosimilitud . Yo se la mostré a 24 personas sin una sola palabra explicativa y sólo una de ellas dijo no entender qué significaba. Una segunda persona respondió que era terror, lo cual no está tan equivocado, pero algunas otras añadieron a los términos «sorpresa» o «asombro» epítetos como horripilado. afligido, doloroso, disgustado. 
Los ojos y la boca muy abiertos constituyen una expresión universalmente reconocida como sorpresa o asombro. Así, Shakespeare dice: «He visto a un herrero parado con la boca abierta tragándose las noticias de un sastre» (El Rey Juan, acto IV, esc. II). Y también: «Con la mirada fija uno en el otro parecía que iban a sacar los ojos de las cuencas. Existía un habla en su mudez, lenguaje en cada uno de los gestos y tenían un aire como si se hubiesen enterado del fin del mundo» (Cuentos de invierno, acto V, ese. II). 
Mis informadores responden con notable uniformidad sobre esa misma impresión respecto a las diversas razas humanas. Los citados movimientos de las facciones aparecen a menudo acompañados de ciertos gestos y sonidos que a continuación se describen. Doce observadores en diferentes partes de Australia están de acuerdo sobre este extremo. El Sr. Winwood Reade ha observado dicha expresión en los negros de la costa de Guinea. El jefe Gaika y otros responden que a mi pregunta respecto a los cafres de Sudáfrica, y también lo hacen otros de forma categórica respecto a los abisinios, ceilandeses, chinos, fueguinos, varias tribus de Norreamérica y neo-zelandeses. Respecto a estos últimos el Sr. Stack asegura que la expresión aparece con mayor claridad en algunos individuos que en otros, aunque todos se esfuerzan lo que pueden para disimular sus sentimientos. Los dyaks de Borneo, al decir del Rajá Brooke , abren mucho los ojos cuando se asombran, balancean a menudo la cabeza de un lado a otro y se golpean el pecho. El Sr. Scott me informa de que a los trabajadores del Jardín Botánico de Calcuta les está rigurosamente prohibido fumar, pero a menudo desobedecen la orden, y cuando se les sorprende de repente, lo primero que hacen es abrir mucho los ojos y la boca. Después lo normal es que se encojan de hombros, al darse cuenta de que ya es inevitable que les descubran, o fruncen el ceño y patean el suelo de rabia. Enseguida se reponen de la sorpresa y muestran un miedo servil mediante la relajación de todos los músculos; la cabeza parece hundirse los hombros, los ojos perdidos van de acá para allá y suplican que no se lo tengan en cuenta. 
El famoso explorador australiano Sr. Stuart ha ofrecido (2) un sorprendente relato de un estado de estupefacción acompañado de terror en un nativo que nunca hasta entonces había visto a un hombre a lomos de un caballo. El Sr. Stuart se aproximó a él sin ser visto y le llamó desde una corta distancia: «Se dio la vuelta y me vio. No sé lo que pensaría, pero nunca he visto un cuadro tan perfecto de miedo y asombro. Se quedó parado, incapaz de mover un miembro, clavado en el sitio, con la boca abierta y los ojos fijos... Permaneció inmóvil hasta que nuestro criado negro llegó a pocas yardas de él: entonces, tirando su maza, se subió a una acacia todo lo alto que pudo». No podía hablar y fue incapaz de responder una sola palabra a las preguntas del criado negro, mientras temblaba de pies a cabeza, «agitando su mano hacia nosotros para que desapareciéramos». 
Cabe pensar que las cejas se elevan por un impulso innato o instintivo, partiendo del hecho de que Laura Bridgman actúa invariablemente así cuando se asombra, tal como asegura la señora que ha estado durante mucho tiempo a su cuidado. Como la sorpresa se produce por algo inesperado o desconocido, es natural que al sorprendernos deseemos percibir la causa con la mayor rapidez posible. Por consiguiente abrimos del todo los ojos de modo que campo de visibilidad pueda aumentar y los globos oculares se muevan bien en cualquier dirección. Sin embargo esto apenas sirve para explicar por qué las cejas se elevan hasta punto, ni la cerril fijación de los ojos abiertos. La explicación se basa, a mi juicio, en la imposibilidad de abrir los ojos con mucha rapidez con la mera elevación del párpado superior. Para realizarlo las cejas deben retirarse con energía. Cualquiera que intente abrir los ojos todo lo rápido posible ante un espejo notará que actúa así. El enérgico movimiento de las cejas hacia arriba abre los ojos tanto que quedan fijos, con todo el blanco expuesto alrededor del iris. Más aún, la elevación de las cejas es una ventaja para mirar hacia arriba, pues en cuanto descienden impiden que veamos en esa dirección. Sir 
C. Be1l (3) ofrece una curiosa y pequeña prueba del papel que cumplen las cejas en la apertura de los ojos: En un hombre borracho por completo, todos los músculos están relajados y en virtud de ello los párpados caen de la misma manera que cuando no nos tenemos de sueño. Para contrarrestar esta tendencia, el borracho levanta las cejas, lo cual le otorga ese aire perplejo y atontado que tan bien ha sabido representar Hogarth en uno de sus cuadros. Una vez conseguido el hábito de elevar las cejas para poder ver todo lo que nos rodea con la mayor rapidez posible, el movimiento puede reproducirse por la fuerza de la asociación cada vez que se siente asombro por alguna causa, incluso por un miedo repentino o una idea. 
En las personas adultas, cuando se levantan las cejas, toda la frente se pone muy arrugada por líneas transversales, aunque en los niños esto sólo ocurre en muy ligera medida. Las arrugas corren en líneas concéntricas a cada ceja y confluyen de modo parcial en el medio. Son muy característicos de la expresión de sorpresa o asombro. Tal como señala Duchenne (4), cada ceja, cuando se eleva, se pone también un poco más arrugada de lo que estaba antes. 
La causa de que la boca se abra se siente asombro es una cuestión mucho más compleja, ya que parecen concurrir varias causas para llegar hasta este movimiento. A menudo se ha supuesto (5) que de esa forma el sentido de la audición se hace más agudo, pero yo he observado a personas escuchando con atención un débil sonido cuya naturaleza y fuente conocían muy bien, sin abrir por ello la boca. Por lo tanto, durante cierto tiempo pensé que la boca abierta podría ayudar a distinguir la dirección de procedencia de un sonido al proporcionar otro canal de entrada a través de la trompa de Eustaquio. Sin embargo el Dr. Ogle (6)  ha sido tan amable como para estudiar los más recientes conocimientos sobre las funciones de la trompa de Eustaquio, y me informa de que existen pruebas casi concluyentes de que permanece cerrada excepto durante el acto de deglución, y que en las personas en quienes se mantiene abierta por alguna anormalidad, el sentido de la audición no mejora en absoluto, al menos por lo que se refiere a los sonidos extremos. Por el contrario, se dificulta con los sonidos respiratorios, que se hacen entonces muy nítidos. Si se coloca un reloj dentro de la boca sin permitir que toque los lados, el tic-tac se oye con mucha menos claridad que cuando está fuera. En aquellas personas cuya trompa de Eustaquio está cerrada de forma permanente o temporal por alguna afección o por un catarro, el sentido auditivo resulta dañado, si bien ello puede explicarse por la mucosidad que se acumula en el interior del conducto y por la consiguiente expulsión del aire. Por lo tanto cabe pensar que bajo las sensaciones de asombro la boca no se mantiene abierta para poder oír sonidos con mayor nitidez. Con todo y con ello las personas sordas suelen mantener la boca abierta. 
Toda emoción repentina, incluido el asombro, acelera la actividad cardiaca y con ella la respiración. No obstante, tal como señala Gratiolet (7),  y según creo yo también, podemos respirar con mucha mayor suavidad a través de la boca abierta que a través de los orificios nasales. Por lo tanto, cuando queremos oír con atención algún sonido dejamos de respirar o respiramos todo lo quedo posible abriendo la boca, al tiempo que mantenemos el cuerpo inmóvil. Uno de mis hijos se despertó de noche por un ruido, circunstancia que suele producir gran preocupación, y después de unos minutos se dio cuenta de que tenía la boca muy abierta. Comprendió entonces que la había abierto para respirar con el mayor sigilo posible. Este punto de vista se refuerza por el caso de los perros, en los cuales sucede todo lo contrario. Cuando un perro jadea después de un esfuerzo, o en un día caluroso, respira profundamente. Pero si su atención se despierta de pronto, empina al instante las orejas para escuchar, cierra la boca y respira con todo el sosiego de que es capaz a través de la nariz. 
Cuando se concentra la atención durante largo rato fijándola con cuidado en algún objeto o cuestión, todos los órganos del cuerpo se olvidan y descuidan (8) y como la energía nerviosa de cada individuo es limitada en su cuantía, se transmite poco a cada parte del sistema, excepto aquella que en ese momento es empujada a una acción enérgica. Por lo tanto, muchos de los músculos tienden a quedar relajados y la mandíbula cae por su propio peso. Esto explica la caída de la mandíbula y la boca abierta de una persona pasmada por el asombro, cosa que ocurre quizá cuando está afectada con menor intensidad. Yo había advertido este semblante, tal como encontré registrado en mis notas, en niños muy pequeños cuando la sorpresa era sólo moderada. 
Hay aún otra causa muy efectiva que produce la apertura de la boca cuando estamos asombrados y, en especial, cuando nos asustan de repente. Podemos realizar una inspiración completa y profunda con mucha mayor facilidad a través de la boca muy abierta que a través de la nariz. Ahora bien, cuando nos asustamos ante cualquier sonido o visión repentinas, casi todos los músculos del cuerpo se ponen en acción inmediata e involuntaria con el fin de protegernos o escapar de un peligro, que es lo que habitualmente asociamos a algo inesperado. Ahora bien, tal como al principio se explicó, siempre nos preparamos sin darnos cuenta para cualquier ejercicio dando en primer lugar una profunda y completa inspiración y por lo tanto abriendo la boca. Si a continuación no tiene lugar un esfuerzo y seguimos asombrados, dejamos por un momento de respirar o respiramos con todo el sigilo posible para que pueda escucharse con nitidez cualquier sonido. O también, si nuestra atención sigue estando absorta con cuidado y durante un rato, todos nuestros músculos se relajan y la mandíbula, que al principio se abrió de repente, permanece caída. Así pues, concurren varias causas en este mismo movimiento cada vez que se siente sorpresa, asombro o pesar. 
Aunque por lo general nuestra boca se abre cuando nos sentimos afectados de esa forma, es frecuente que los labios se saquen un poco hacia fuera. Este hecho nos recuerda el mismo movimiento de los chimpancés y los orangutanes cuando se asombran, aunque en ellos se produce en un grado mucho más intenso. Dado que una fuerte espiración sucede, como es natural, a la inspiración profunda que acompaña al primer movimiento de sorpresa repentina, y es frecuente que los labios se coloquen hacia fuera, parece que puedan explicarse así los diversos sonidos que suelen emitirse. No obstante a veces sólo se oye una fuerte espiración. Por ejemplo, Laura Bridgman, cuando se asombra, redondea y saca hacia fuera los labios, los abre y respira con fuerza (9), Uno de los sonidos más comunes es un profundo¡oh!, lo cual podría deberse como es lógico, y según explica Helmholtz, a que la boca está un tanto abierta y los labios hacia fuera. En cierta ocasión, en una noche tranquila, se dispararon algunos cohetes desde el «Beagle» en una pequeña ensenada de Tahití, para entretener a los nativos, y cada vez que se soltaba un cohete se producía un silencio absoluto seguido siempre por un profundo gemido de ¡oh! que resonaba por toda la bahía. El Sr. Washington Mathews dice que los indios de Norteamérica expresan su asombro por un gemido, y de acuerdo con el Sr. Windwood Reade los negros de la costa oeste de Africa sacan los labios hacia fuera y emiten un sonido que suena como ¡ay, ay! Si la boca no se abre mucho cuando los labios están bastante echados hacia fuera, se produce un ruido como de soplar, un siseo o silbido. El Sr. R. Brough Smith me informa de que un australiano del interior fue llevado al teatro para ver a un acróbata que daba rápidas vueltas de cabeza sobre los talones: «quedó muy asombrado y sacó hacia fuera los labios haciendo un ruido con la boca como si soplara una cerilla». De acuerdo con el Sr. Bulmer los australianos cuando están sorprendidos emiten la exclamación ¡korki!, «y al hacerlo ponen la boca hacia fuera como si fueran a silbar». 
Nosotros los europeos solemos silbar como signo de sorpresa. Así, en una reciente novela (10) se dice: «entonces el hombre expresó su asombro y desaprobación con un silbido prolongado». Tal como me informa el Sr. J. Mansel Weale, una muchacha cafre «al enterarse del elevado precio de un artículo, levantó las cejas y silbó exactamente igual a como lo haría un europeo». El Sr. Wedgwood dice que tales sonidos suelen ser transcritos al inglés como whew* y sirven como interjecciones de sorpresa. 
De acuerdo con otros tres observadores, los australianos revelan a menudo su asombro por medio de un sonido de cloqueo. También los europeos expresan a veces una ligera sorpresa por un pequeño chasquido de la lengua de índole muy similar. Hemos visto que cuando nos asustamos la boca se abre de repente, y si sucede que la lengua está entonces pegada al paladar su repentina separación producirá un sonido de este tipo que puede así haber llegado a expresar sorpresa. 
Volvamos a los gestos del cuerpo. Es frecuente que una persona sorprendida eleve las manos abiertas por encima de la cabeza o que doble los brazos sólo a la altura de la cara. La superficie de las palmas se dirige hacia la persona que produce tal sentimiento y los dedos, rectos, se separan. Dicho gesto está reproducido por el Sr. Rejlander en la lámina, fig. 1. En la «Ultima cena» de Leonardo da Vinci dos de los apóstoles tienen las manos medio levantadas expresando a las claras su asombro. Un observador de todo crédito me contó que hacía poco había encontrado a su mujer en las circunstancias más inesperadas: «se sobresaltó, abrió mucho la boca y los ojos, y colocó ambos brazos por encima de la cabeza». Hace varios años quedé sorprendido al ver a varios de mis hijos pequeños juntos, haciendo, muy serios, algo sobre el suelo, aunque la distancia era demasiado grande para poder preguntar de qué se trataba. Por tanto me llevé las manos a la cabeza, abiertas y con los dedos extendidos. Nada más hacerlo me di cuenta de mi acción. Esperé entonces sin decir una palabra para ver si mis hijos habían comprendido el gesto, y según se acercaban corriendo hacia mí gritaron: «Ya vimos que te asustaste por nosotros». No sé si este gesto es común a diversas razas humanas, ya que no me he preocupado de hacer preguntas sobre él. Que es innato o natural puede inferirse por el hecho de que Laura Bridgman cuando se asombra «extiende los brazos y vuelve las manos hacia arriba con los dedos extendidos» (11). No es probable, teniendo en cuenta que el sentimiento de sorpresa suele ser breve, que pueda haber aprendido gesto a través de su agudo sentido del tacto. 
• Que sonaría en castellano como uiu, poco más o menos. 
Huschke describe (12) un gesto distinto aunque combinado con él, y que según dice aparece en ciertas personas cuando se asombran. Se mantienen erguidas, con las facciones tal como se acaba de describir pero con los brazos rígidos extendidos hacia atrás, con los dedos estirados y separados entre sí. Nunca he visto por mí mismo dicho gesto, pero es probable que Huschke esté en lo cierto, pues un amigo mío preguntó a un hombre cómo podría expresar un gran asombro y enseguida se colocó en esa actitud. 
Estos gestos son, creo yo, explicables por el principio de la antítesis. Hemos visto que un hombre indignado mantiene la cabeza erguida, cuadra los hombros, gira hacia fuera los codos, con frecuencia aprieta los puños, frunce el ceño y cierra la boca, mientras que la actitud de la persona indefensa es la contraria en cada uno de estos detalles. Ahora bien, una persona en estado de ánimo normal, que no esté haciendo nada ni pensando en nada de particular, suele mantener los dos brazos suspendidos con laxitud a ambos lados, con las manos algo flexionadas y los dedos juntos. Por lo tanto, el levantar los brazos de repente, ya sean los brazos por completo o sólo los antebrazos, el abrir las palmas y separar los dedos -o también enderezar los brazos extendiéndolos hacia atrás con los dedos separados- son movimientos en total antítesis con aquellos que se mantienen en un estado de ánimo indiferente, y son pues adoptados sin darse cuenta por parte de una persona asombrada. A menudo existe también un deseo de exhibir sorpresa de forma llamativa, y las anteriores actitudes son en tal caso muy adecuadas a esta intención. Cabe preguntarse por qué podría la sorpresa y sólo algunos estados de ánimo más, manifestarse por movimientos que son la antítesis de otros. Ahora bien, este principio no entrará en acción en el caso de aquellas emociones tales como el terror, alegría intensa, sufrimiento o rabia, que conducen de forma natural a ciertas líneas de acción y que producen ciertos efectos sobre el cuerpo, ya que en su conjunto el sistema está ocupado en eso mismo, y entonces dichas emociones resultan ya expresadas por tal vía con la mayor claridad. 
Hay otro pequeño gesto que expresa asombro y del cual no puedo ofrecer explicación alguna. Se trata de colocar la mano sobre la boca o sobre alguna parte de la cabeza, y se ha observado en tantas razas humanas que debe tener algún origen natural. Un salvaje australiano fue introducido en una gran sala repleta de papeles oficiales que le sorprendieron mucho y gritó ¡cloc, cloc, cloc! poniendo el dorso de la mano sobre los labios. El Sr. Barber dice que los cafres y fingoes expresan asombro con una mirada seria colocando la mano derecha sobre la boca y emitiendo la palabra mawo que significa «maravilloso». Se dice que los bosquimanos (13) ponen la mano derecha en el cuello doblando la cabeza para atrás. El. Sr. Winwood Reade ha observado que los negros de la Costa oeste de Africa cuando se sorprenden palmean la boca con las manos diciendo al mismo tiempo: boca se me pega» (es decir, a las manos), y he oído afirmar que éste es su gesto más común en tales ocasiones. El capitán Speedy me informa de que los abisinios colocan la mano en la frente con la palma hacia fuera. Por último, el Sr. Washington Mathews afirma que el signo convencional de asombro en las tribus salvajes del oeste de los Estados Unidos «se realiza colocando la mano semicerrada sobre la boca; al hacer esto la cabeza suele inclinarse hacia delante y a veces se emiten palabras o gemidos graves». Catlin 1(4 ) hace la misma observación de la mano puesta en la boca en los mandans y otras tribus indias. 

Admiración.– Poca cosa necesita decirse sobre este punto. La admiración parece consistir en sorpresa asociada con algún placer y un sentimiento de aprobación. Cuando se siente con vivacidad los ojos se abren y las cejas se elevan; los ojos se ponen brillantes en vez de permanecer vacuos, como ocurre con el simple asombro, y la boca, en vez de embobarse abierta, se extiende en una sonrisa. 

Miedo, terror.– La palabra «miedo» parece derivar de aquello que es repentino y peligroso (15) y la de «terror» del temblor de los órganos vocales y del cuerpo. Utilizo la palabra «terror» para un miedo extremo, pero algunos escritores opinan que debería limitarse a los casos en que está comprometida la imaginación de un modo especial. El miedo viene a menudo precedido de asombro y es por ello tan semejante a éste que ambos conducen a la alerta inmediata de los sentidos de la vista y del oído. En ambos casos los ojos y la boca se abren mucho y las cejas se elevan. La persona atemorizada se queda en principio inmóvil y sin respiración, como una estatua, o se agacha instintivamente para evitar que la observen. 
El corazón late con rapidez y violencia, de forma que palpita y golpea contra las costillas. Dudo sin embargo que funcione con más eficiencia de lo normal para enviar mayor provisión de sangre a todas las partes del cuerpo, pues la piel se pone enseguida pálida como en un incipiente desmayo. De todos modos es probable que esa palidez de la superficie se deba, en gran medida o exclusivamente. a que se ven afectados los centros vasomotores, hasta el punto de producir la contracción de las pequeñas arterias de la piel. Veremos que la piel resulta muy afectada bajo la sensación de un gran miedo por la sorprendente e inexplicable manera con que exuda de ella la transpiración. Este sudor es aún más llamativo cuando la superficie está fría (y de ahí el término «sudor frío») habida cuenta que las glándulas sudoríparas suelen estimularse para entrar en acción cuando la superficie corporal está caliente. También el vello de la piel se eriza y los músculos superficiales tiemblan. En consonancia con la actividad perturbada del corazón la respiración se acelera, las glándulas salivares actúan mal. la boca se queda seca (16) y a menudo se abre y se cierra. También he notado que bajo un ligero miedo existe una fuerte tendencia a bostezar. Uno de los síntomas más visibles es el temblor de todos los músculos del cuerpo, cosa que a menudo empieza a advertirse en los labios, Por esta causa, y dada la sequedad de la boca, la voz se hace ronca o confusa, o puede incluso llegar a perderse por completo. «Obstupui, stererunque comae, et vox faucibus haesit»*. 
Hay una estupenda y muy conocida descripción de un miedo indefinido en Job: "Entre mis pensamientos ante los fantasmas de la noche, cuando ya el sueño había descendido sobre los hombres, el miedo vino a mí y temblé hasta que todos mis huesos se extremecieron. Entonces una sombra pasó por delante de mi rostro y los pelos de mi cuerpo se erizaron. Permaneció quieta, pero no pude discernir la forma que tenía delante: una imagen estaba ante mis ojos, todo estaba en silencio, y oí una voz que decía: ¿podrá un hombre mortal ser más justo que Dios? ¿Podrá un hombre ser más puro que su Hacedor?» (Job, IV, 13). 
Cuando el miedo aumenta hasta llegar a la angustia del terror, experimentamos, tal como ocurre en todas las emociones violentas, alteraciones muy variadas. El corazón late con furia o puede dejar de actuar, con lo que sobreviene el desmayo. Hay una palidez como de muerte, la respiración es dificultosa, las aletas de la nariz se dilatan mucho. «Se produce un movimiento jadeante y convulsivo de los labios, un temblor en la concavidad del pecho, un nudo que no pasa en la garganta» (17) los globos oculares abiertos y saltones se fijan en el objeto del terror, o bien pueden moverse sin descanso de un lado a otro, «huc illuc volvens oculos totumque pererrat»**(18) Se dice que las pupilas se dilatan enormemente. Todos los músculos del cuerpo se ponen rígidos o pueden entrar en movimientos convulsivos. Las manos se abren y cierran con fuerza, a menudo con movimientos de sacudida. Puede que los brazos se echen hacia delante como para ahuyentar algún terrible peligro, o quizá suban con ímpetu por encima de la cabeza. El Rev. Sr. Hagenauer ha observado este último movimiento en unaustraliano aterrorizado. En otros casos se produce una repentina e incontrolable tendencia a huir con precipitación, tan intensa que los soldados más temerarios pueden verse dominados por un pánico súbito. 
*«Enmudecí, el pelo se me puso de punta y la voz se me quedó clavada en la garganta», libro 2, verso 774. 
**«Vuelve los ojos de un lado para orro y le recorre por completo», libro 4, verso 363. No se trata, sin embargo, de una expresión de terror sino de cólera: Dido se enfurece por la marcha de Eneas. 

Cuando el miedo alcanza una intensidad máxima surge un horrible grito de terror. Grandes gotas de sudor aparecen en la piel y todos los músculos del cuerpo se relajan. Pronto sobreviene una suma postración y las facultades mentales se debilitan. Los intestinos se ven afectados y músculo del esfínter deja de actuar y no retiene ya el contenido del cuerpo. 
El Dr. Crichton Browne me ha proporcionado una posición tan sorprendente de miedo intenso en una mujer enferma mental de 35 años, que por triste que resulte no debe ser omitida. Cuando el paroxismo la domina grita: «¡esto es infierno!», «¡hay una mujer negra!», «!no puedo escapar!», y otras exclamaciones esta índole. Cuando grita así, sus miembros alternan entre la tensión y temblor. Por unos momentos cierra con fuerza las manos. mantiene los brazos separados hacia delante una posición rígida de semiflexión: luego, de repente, dobla cuerpo hacia delante, se balancea de un lado a otro , mesa los cabellos con los dedos. atenaza cuello y trata de desgarrarse los vestidos. Los músculos esternocleidomastoideos (que sirven para doblar la cabeza sobre pecho) se hacen prominentes, como si se hincharan, y la piel que está sobre ellos se pone mucho más arrugada. Su que está cortado por la nuca y que es lacio cuando está calmada, se pone ahora de punta y, con movimientos de manos, se desmelena el de la parte anterior. El semblante expresa una gran angustia mental. La piel de la cara y el cuello hasta las clavículas enrojece y las venas la frente y el cuello sobresalen como gruesas cuerdas. El labio inferior cuelga y se vuelve hacia fuera. La boca se mantiene medio abierta, con la mandíbula inferior proyectada hacia fuera. Las mejillas están hundidas y profundamente surcadas por líneas curvas que van desde las aletas de la nariz hasta los extremos de la boca. Por su parte las aletas de la nariz se elevan y estiran. Los ojos están muy abiertos y por debajo de ellos la piel aparece hinchada; las pupilas se dilatan; la frente está surcada por muchos pliegues transversales y las extremidades internas de las cejas se arrugan con intensidad, en líneas divergentes producidas por la fuerte y continua contracción de los superciliares. 
También el Sr. Bell ha descrito (19) la angustia de terror y desesperación que él mismo pudo ver en un asesino cuando le conducían al lugar de ejecución en Turín: «A ambos lados del carro tomaban asiento los prestes que oficiaban, y sentado en el medio iba el propio criminal. Era imposible presenciar el estado de este miserable desdichado sin terror. y sin embargo, como empujados por algún extraño impulso, resultaba también imposible no echar una mirada a un espectáculo tan salvaje y tan pleno de horror. Parecía tener unos treinta y cinco años de edad, con una complexión ancha y musculosa, y el semblante marcado por facciones duras y salvajes. Medio desnudo, pálido como un muerto, atormentado por el terror, cada miembro tenso por la angustia, las manos convulsivamente apretadas, el sudor brotando de su ceño arrugado y contraído, besaba sin cesar la imagen de Nuestro Salvador dibujada en la bandera que colgaba ante él. Pero lo hacía con una zozobra tan brutal y desesperada, que nada de lo que pueda haberse visto en ninguna representación puede proporcionar la más ligera idea». 
Añadiré tan sólo otro caso ilustrativo de un hombre doblegado del todo por el terror: Un cruel asesino de dos personas fue conducido a un hospital bajo la impresión errónea de que se había envenenado a sí mismo. El Dr. W. Ogle le observó con detenimiento a la mañana siguiente cuando era maniatado y llevado por la policía. Su palidez era extremada, y su postración tan grande que apenas pudo vestirse por sí solo. Su pie sudaba y los párpados y la cabeza estaban tan caídos que era imposible vislumbrar siquiera sus ojos. La mandíbula inferior colgaba hacia abajo. No tenía contraído ningún músculo facial, y el Dr. OgIe está casi convencido de que no tenía el pelo de punta, que lo observó muy de cerca porque se lo había teñido para despistar. 
Respecto a cómo se manifiesta el miedo en las diversas razas humanas, mis informadores están de acuerdo en que los síntomas son los mismos que en los europeos. Se manifiestan de un modo exagerado en los hindúes y en los nativos de Ceilán. El Sr. Geach ha visco malayos que cuando estaban aterrorizados se ponían pálidos y temblaban, y el Sr. Brough Smith afirma que un nativo australiano, «estando en una ocasión muy asustado, mostraba una tez casi igual a lo que nosotros denominamos palidez, hasta donde pueda concebirse en el caso de un hombre muy negro». El Sr. Dyson Lacy ha visto cómo un australiano manifestaba un miedo extremo por crispaciones nerviosas de las manos, pies y labios, y por la transpiración visible en la piel. Muchos salvajes no reprimen los signos de miedo tanto como los europeos, y a menudo tiemblan intensamente. Gaika afirma, en su inglés más bien pintoresco, que entre los cafres el temblor «del cuerpo se experimenta mucho y los ojos están muy abiertos». Entre los salvajes con frecuencia se relajan los músculos del esfínter, igual a como puede observarse en muchos perros asustados, y tal como yo he visto en monos cuando se aterrorizan al ser capturados. 

El erizamiento del pelo.– Algunos síntomas de miedo requieren mayor atención. Los poetas hablan una y otra vez de los pelos de punta. Bruto dice al espíritu de Cesar «que le hiela la sangre y le pone tiesos los cabellos», y cardenal Beaufort, después asesinato de Glocester exclama: «Péinale los cabellos; ¡mira, mira!, están tiesos». Como yo no estaba seguro de que los literatos no hubiesen aplicado al hombre lo que con frecuencia puede verse en los animales, rogué al Dr. Crichton Browne que me informara respecto a los enfermos mentales. En su respuesta afirma que ha visto en repetidas ocasiones cómo el cabello se erizaba bajo la influencia de un terror extremo y súbito. Por ejemplo, en algunas ocasiones es necesario inyectar morfina bajo la piel de una mujer enferma mental, quien teme mucho esta operación (aun cuando le produzca muy daño) pues piensa que este veneno se está introduciendo en su organismo y que sus huesos se van a reblandecer y su carne a hacerse polvo. Se queda pálida de muerte, sus miembros se ponen rígidos por una especie de pasmo tetánico y su pelo se eriza en parte, en la zona anterior de la cabeza. 

Fig. 1. Fotografía de  mujer insana, para mostrar estado del pelo.

El Dr. Browne señala también que el encrespamiento del cabello, tan común en los enfermos mentales, no siempre va asociado con el terror. Se ve quizá con mayor frecuencia en los maníacos crónicos, quienes deliran de modo incoherente y tienen impulsos destructores. Pero es durante sus ataques de violencia cuando mejor se observa dicho encrespamiento. El hecho de que el pelo se erice bajo la influencia tanto de la rabia como del miedo, cuadra por completo con lo que hemos visto en animales inferiores. El Dr. Browne aduce varios casos como prueba. Por ejemplo. en un hombre que está ahora en e! asilo. antes de la recurrencia de cada ataque maníaco. «el cabello de su frente se levanta como las crines de un potro de Shetland». Me ha enviado fotografías de dos mujeres. tomadas en los intervalos de sus ataques y añade respecto a una de las mujeres «que el estado de su pelo es un criterio seguro y adecuado de su condición mental». He hecho copia de estas fotografías y el grabado proporciona. si se mira a cierta distancia. una representación fidedigna del original, con excepción de que el pelo parece demasiado tosco y demasiado ensortijado. La anómala condición del cabello en el enfermo mental se debe no sólo a su erección sino a su sequedad y aspereza provocada por el hecho de que las glándulas subcutáneas dejan de actuar. El Dr. Bucknill ha afirmado (20) que un lunático «es un lunático hasta la punta de los dedos». Debería haber añadido: y con frecuencia hasta la punta de cada pelo. 
El Dr. Browne menciona como confirmación empírica de la relación que existe en el enfermo mental entre el estado del cabello y el de la mente. que la mujer de un médico. quien estaba al cuidado de una señora que padecía de melancolía aguda, con un miedo intenso a su propia muerte y a la de su marido e hijos. le reprodujo de palabra a él, el día antes de recibir mi carta, lo que sigue: «Pienso Sra... que pronto mejorará. pues su pelo se está poniendo más suave, y siempre he notado que nuestros pacientes se ponen mejor cuando su pelo deja de estar áspero e indócil». 
El Dr. Browne atribuye en parte la persistente aspereza del pelo en muchos pacientes a que su mente está siempre algo transtornada y en parte a los efectos del hábito. o sea, a que el pelo está con frecuencia muy erizado durante muchos y repetidos ataques. En pacientes en quienes el erizamiento del cabello es extremado. la enfermedad suele ser crónica y mortal, pero en otros cuyo erizamiento es moderado, tan pronto como recuperan la salud mental el pelo recobra su suavidad. 
En un capítulo previo hemos visto que en los animales el pelo se eriza por la contracción de los diminutos e involuntarios músculos lisos que rodean cada folículo por separado. Unida a esta acción, el Sr. J. Wood ha podido comprobar con claridad mediante experimentos. según me ha informado. que en el hombre los pelos de la parte frontal de ,la cabeza que se inclinan hacia delante, y los posteriores que se inclinan hacia atrás, se levantan en direcciones opuestas por la contracción de los músculos occipito-frontales o cuero cabelludo, Así pues, parece que estos músculos ayudan a la erección del cabello en la cabeza del hombre, del mismo modo que los homólogos panniculus carnosus ayudan o contribuyen mucho a la erección de las espinas del dorso en algunos animales inferiores. 

Contracción del músculo cutáneo del cuello. –Este músculo se extiende a ambos lados del cuello, prolongándose hacia abajo hasta un poco más allá de las clavículas y por arriba hasta la parte inferior de las mejillas. Una porción , denominada el risorio, (está representada en el grabado (M) de la figura 2). La contracción de este músculo empuja las extremidades de la boca y la parte inferior de las mejillas hacia abajo y hacia atrás. Al mismo tiempo produce en los niños abultadas crestas divergentes y longitudinales a los lados del cuello, y en las personas mayores arrugas finas y transversales. Se dice a veces que este músculo no está bajo control de la voluntad, pero casi siempre que uno se propone dirigir los ángulos de la boca hacia atrás y hacia abajo con gran fuerza, entra en acción. De todos modos he oído de un hombre que podía activarlo de forma voluntaria a cada uno de los lados del cuello por separado. 
Sir C. Bell (21) y otros han defendido que este músculo se contrae con fuerza bajo el influjo del miedo, y el Dr. Duchenne insiste tanta vehemencia sobre su importancia en la expresión de esta emoción, que lo denomina el músculo del espanto Admite de todos modos que su contracción es por completo inexpresiva de no venir asociada con una gran apertura de los ojos y la boca. Ha ofrecido una fotografía (copiada y reducida en el grabado que acompaña) del mismo hombre adulto que en anteriores ocasiones. con las cejas muy levantadas, la boca abierta y el músculo cutáneo contraído, todo ello por medio de corrientes galvánicas. La fotografía original se enseñó a 24 personas y a cada uno por separado se les preguntó, sin darles orientación ninguna, qué expresión trataba de mostrar: veinte respondieron al instante que «temor intenso» u «horror». Tres dijeron que dolor, y una que un malestar muy grande. El Dr. Duchenne ha ofrecido otra fotografía del mismo hombre con el músculo cutáneo contraído, los ojos y la boca abiertos y las cejas oblicuas por corrientes galvánicas. La expresión así producida es muy sorprendente (ver lámina, fig. 2). La oblicuidad de las cejas otorga la apariencia de un fuerte transtorno mental. El original se enseñó a quince personas: doce respondieron que se trataba de terror u horror y tres angustia o gran sufrimiento. A partir de estos casos y por el examen de otras fotografías proporcionadas por el Dr. Duchenne, junto con sus observaciones, pienso que pueden caber pocas dudas de que la contracción del músculo cutáneo colabora mucho a la expresión de miedo. De todos modos difícilmente cabría llamar a este músculo el del espanto, pues en realidad su contracción no es un concomitante necesario para este estado de ánimo. 

Fig 2. Terror. A partir de una fotografía tornada del Dr. Duchenne.


Una persona puede dar muestras de un terror extremo de la manera más clara por una palidez mortal, por gotas de transpiración en la piel y por la máxima postración de todos los músculos del cuerpo, relajados por completo, incluido el músculo cutáneo. Aunque el Dr. Browne ha visto a menudo en enfermos mentales cómo este músculo temblaba y se contraía, no ha sido capaz de relacionar dicha acción con un estado emocional, aun cuando ha prestado cuidadosa atención a pacientes que sufrían un miedo grande. Por otro lado el Sr. Nicol ha observado tres casos en los cuales este músculo parecía estar más o menos contraído de continuo bajo la influencia de la melancolía asociada con mucho temor, aunque en uno de estos casos estaban sometidos a contracciones espasmódicas varios otros músculos en torno al cuello y la cabeza. 
El Dr. W. Ogle observó a petición mía en un hospital de Londres, unos treinta pacientes momentos antes de ser sometidos a la acción del cloroformo para operarles. Mostraron algo de azoramiento, pero no gran terror. Tan sólo en cuatro casos podía verse contraído el músculo cutáneo y no empezó a contraerse hasta que los pacientes no se pusieron a gritar. El músculo parecía contraerse en el momento mismo de realizar cada inspiración profunda. 

LÁMINA 

1

2

Así pues, resulta muy dudoso que su contracción dependa por completo de la emoción del miedo. En un quinto caso, en que el paciente no recibió cloroformo, se aterrorizó mucho más y el músculo cutáneo se contrajo con mucha mayor fuerza y persistencia que en los demás casos. Pero incluso aquí hay espacio para la duda, pues este músculo, que parecía estar más desarrollado de lo normal, se contrajo, al decir del Dr. Ogle, cuando el hombre separaba la cabeza de la almohada mientras la operación estaba ya en marcha. 
Puesto que yo me sentía muy interesado de por qué, en cualquier caso, un músculo superficial del cuello pudiera resultar especialmente sensible al miedo, recurrí a mis muchos y amables corresponsales solicitándoles datos sobre la contracción de este músculo en circunstancias distintas. Sería superfluo reproducir todas las respuestas que he recibido. Demuestran que este músculo actúa bajo muy distintas condiciones. Se contrae con violencia en la hidrofobia y algo menos en el tétanos. A veces lo hace de modo muy marcado durante la insensibilidad producida por el cloroformo. El Dr. Ogle observó dos pacientes varones que padecían tal dificultad para respirar que su tráquea hubo de ser perforada, y en ambos casos el músculo cutáneo se contraía con fuerza. Uno de estos hombres entreoyó la conversación de los médicos que le rodeaban y cuando fue capaz de hablar declaró que no se había asustado. En algunos otros casos de extrema dificultad para respirar, aun cuando no fuera precisa la traqueotomía y que observaron los Dres. Ogle y Langstaff, el músculo cutáneo no se contrajo. 
El Sr. J. Wood, quien ha estudiado con sumo cuidado los músculos del cuerpo humano, tal como puede comprobarse por sus varias publicaciones, ha visto a menudo cómo se contraía el músculo cutáneo en los vómitos, náuseas y sensaciones de desagrado, y también en los niños y adultos bajo la influencia de la rabia, por ejemplo en mujeres irlandesas discutiendo y peleando al tiempo que gesticulaban coléricas. Es probable que ello se debiera a la emisión de tonos agudos y airados, pues conozco una señora, músico excelente, que contrae siempre el músculo cutáneo al cantar ciertas notas agudas. También ocurre así, según he observado, en un joven al tocar ciertas notas de la flauta. El Sr. J. Wood me informa haber descubierto que el músculo cutáneo está más desarrollado en personas con el cuello ancho y anchos hombros, y que en familias que heredan estas peculiaridades su desarrollo suele venir asociado con' una gran capacidad de control voluntario sobre un músculo homólogo, el occipito-frontalis. que puede mover el cuero cabelludo. 
Ninguno de los ejemplos precedentes puede arrojar mucha luz sobre el problema de la contracción del músculo cutáneo en virtud del miedo, pero a mi juicio no ocurre lo mismo con los casos que vienen a continuación. Se ha comprobado que el caballero a quien nos hemos referido antes, capaz de activar a voluntad este músculo en cualquiera de los dos lados del cuello por separado, contrae los dos siempre que se sobresalta. Ya se han ofrecido pruebas para demostrar que este músculo se contrae a veces cuando, debido a alguna enfermedad, la respiración se hace dificultosa, quizá con el fin de abrir mucho la boca, y durante las inspiraciones profundas por accesos de llanto antes de una operación. Ahora bien, cada vez que una persona se asusta por cualquier visión o sonido repentinos, efectúa al instante una inspiración profunda y es posible por ello que la contracción del músculo cutáneo se haya llegado a asociar con el sentimiento de miedo. Pero hay, a mi juicio, una conexión más eficaz: la primera sensación de miedo o la imaginación de algo temeroso suele provocar un escalofrío. Yo mismo me he sorprendido sufriendo un ligero e involuntario escalofrío ante un pensamiento doloroso, y he notado con claridad que el músculo cutáneo se contraía, y también me ocurre así al simular un escalofrío. He pedido a otros que hicieran otro tanto y en algunos se contrajo pero en otros no. Uno de mis hijos al salir de la cama se estremeció de frío y como se daba la circunstancia de que tenía la mano puesta en el cuello notó con claridad que el músculo se contraía con fuerza. Entonces se estremeció igual que antes pero a intención y en ese caso el músculo cutáneo ya no se vio afectado. El Sr. J. Wood ha observado también en varias ocasiones cómo ese músculo se contraía cuando los pacientes se desnudaban para ser reconocidos, en casos en que no estaban asustados, pero que temblaban algo a causa del frío. Por desgracia no he sido capaz de comprobar con certeza si el músculo cutáneo se contrae cuando todo el cuerpo tiembla en los momentos de frío producidos por un acceso febril. Pero como es indudable que se contrae con frecuencia durante los estremecimientos, y como un escalofrío o temblor suele acompañar a las sensaciones iniciales de miedo, poseemos a mi entender un indicio de su acción en este último caso. (23) No obstante, su contracción no acompaña de forma invariable al miedo, pues es probable que no actúe nunca bajo la influencia de un terror extremo o paralizador. 

Dilatación de las pupilas. – Gratiolet insiste repetidas veces (24) en que las pupilas se dilatan de modo desmesurado siempre que se siente terror. No tengo razones para dudar de la agudeza de sus observaciones, pero no he conseguido obtener pruebas confirmadoras, exceptuando un ejemplo, que ya se utilizó antes, de una mujer enferma mental que padecía un intenso miedo. Cuando los escritores de ficción hablan de que los ojos se dilatan mucho sospecho que se refieren a los párpados. Las afirmaciones de Munro (25) de que en los loros el iris es muy sensible a las pasiones con independencia de la cantidad de luz, parece estar refiriéndose a esta cuestión. Sin embargo el Profesor Donders me informa de que él ha visto a menudo movimientos de las pupilas en estas aves que piensa pueden estar relacionados con su poder de acomodación a las distancias, poco más o menos del mismo modo en que nuestras pupilas se contraen cuando nuestros ojos convergen debido a la visión de cerca. Gratiolet advierte que las pupilas dilatadas parece como si estuvieran mirando dentro de una oscuridad profunda. Sin duda los miedos del hombre se han producido con frecuencia en la oscuridad, pero es difícil que pueda haber ocurrido tan a menudo o de forma tan exclusiva como para explicar que haya surgido así un hábito tan rígido y tan asociado a ello. Parece más probable, aceptando que la afirmación de Gratiolet sea correcta. que el cerebro se vea afectado de un modo directo por la poderosa emoción del miedo y reaccione sobre las pupilas. No obstante el Profesor Donders me ha hecho saber que se trata de una cuestión en extremo complicada. Como un posible esclarecimiento del asunto debo añadir que el Dr. Fyffe del Hospital de Netley ha observado en dos pacientes que las pupilas se dilataban con toda claridad durante los estados de frío producidos por un acceso febril. El Profesor Donders también ha visto a menudo una dilatación de las pupilas al irse a producir un desmayo. 

Horror. –El estado de ánimo expresado por este término implica terror y es en algunos casos casi sinónimo de él. Muchos hombres deben haber sentido, antes del bendito descubrimiento del cloroformo. un gran horror ante la idea de una operación quirúrgica inminente. Aquél que teme a un hombre tanto como le odia sentirá, según el uso que Milton hace de la palabra, horror de él. Sentimos horror si vemos a alguien, por ejemplo un niño, expuesto a algún peligro instantáneo y fulminante. Casi todos experimentarían el mismo sentimiento en su más alto grado al presenciar torturas en un hombre o cuando va a ser torturado. En estos casos no existe peligro para nosotros mismos. pero por la fuerza de la imaginación y de la simpatía nos ponemos a nosotros mismos en el lugar del que sufre y sentimos algo muy afín al miedo. 
Sir C. Bell advierte (26) que «el horror está colmado de energía: el cuerpo se encuentra en su máxima tensión, no desalentado por el miedo». Por lo tanto es probable que el horror pueda en general venir acompañado por la fuerte contracción del ceño. Pero como el miedo es uno de los elementos constituyentes puede que los ojos y la boca estén abiertos y que las cejas estén elevadas, en la medida en que la acción antagonista de los superciliares permita dicho movimiento. Duchenne ha presentado una fotografía (fig. 3) del mismo hombre mayor de antes, con la mirada más bien fija, las cejas elevadas en parte y contraídas con fuerza, la boca abierta y el músculo cutáneo en actividad, todo ello provocado por medio de corrientes galvánicas. Considera que la expresión así producida manifiesta un terror extremo, con un dolor o tortura horribles. Esprobable que un hombre torturado hasta el límite en el que el sufrimiento le permita aún experimentar algún temor por el futuro, manifieste horror en un grado extremo. He enseñado el original de esta fotografía a 23 personas de ambos sexos y de varias edades. Trece de ellas contestaron enseguida: horror, dolor grande, tortura o angustia; tres respondieron que sobresalto máximo. Así pues, 16 respondieron casi de acuerdo con la idea de Duchenne. Sin embargo seis respondieron que cólera, guiados sin duda por la intensa contracción del ceño y dejando de lado la peculiar apertura de la boca. Una respondió «desagrado». En conjunto las respuestas indican que nos hallamos ante una muy buena representación de horror y angustia. La fotografía a que antes nos hemos referido (lámina, fig. 2) también muestra horror. pero en ella la oblicuidad de las cejas indica un gran desequilibrio mental en vez de energía. 
El horror viene por lo general acompañado de varios gestos que difieren según los individuos. A juzgar por las obras pictóricas todo el cuerpo suele volverse hacia atrás o encogerse, o bien los brazos se echan con fuerza hacia delante como para empujar lejos a algún objeto temible. El gesto más frecuente, por lo que se puede deducir de la acción de personas que intentan expresar una escena de horror imaginada con vivacidad, es la elevación de los dos hombros, con los brazos doblados y pegados a ambos lados del pecho. Estos movimientos son casi los mismos que suelen ejecutarse cuando sentimos mucho frío y por lo general van acompañados de un estremecimiento, así como por una profunda espiración o inspiración según que en ese momento el pecho esté distendido o contraído. Los sonidos que se producen entonces se expresan por palabras como aj o uf  (28). Sin embargo no resulta obvio por qué cuando sentimos frío o expresamos un sentimiento de horror, presionamos los brazos doblados contra el cuerpo, elevamos los hombros y nos estremecemos.

Fig. 3. Horror y angustia. Copiada de una fotografía tomada del Dr. Duchenne.

Conclusión. He intentado describir aquí las diversas expresiones de miedo en su desarrollo gradual desde la mera atención por un susto o sorpresa hasta el terror u horror extremos. Algunos de los síntomas pueden explicarse a través de los principios del hábito, asociación y herencia. Tal es el caso de la acción de abrir mucho la boca y los ojos, con las cejas levantadas para poder ver con la mayor rapidez posible roda lo que nos rodea y para oír con claridad cualquier sonido que pueda llegar a nuestros oídos, pues es así como nos hemos preparado habitualmente para descubrir o enfrentar cualquier peligro. Algunos de los restantes signos de miedo pueden explicarse también, menos en parte. por medio de estos mismos principios. El hombre, a lo largo de innumerables generaciones, ha intentado escapar de sus enemigos o peligros mediante huidas precipitadas o por enfrentamientos violentos con ellos. Tales esfuerzos intensos deben haber producido el rápido latir del corazón, el que la respiración se acelere, el pecho se distienda y las ventanas de la nariz se dilaten. Como a menudo estas acciones se han prolongado hasta el límite, el resultado final debe haber sido una postración rotal, palidez. transpiración, temblor de rodas los músculos o relajación completa. y ahora. cada vez que se siente con fuerza la emoción del miedo, aun cuando puede que no conduzca a ningún esfuerzo físico, tienden a reaparecer los mismos resultados por la fuerza de la herencia y de la asociación. 
No obstante es probable que muchos o la mayoría de los anteriores síntomas de terror, tales como los latidos del corazón, el temblor de los músculos, el sudor frío, etc., sean debidos en gran parte, de forma directa, a que se altera o interrumpe la transmisión de fuerza nerviosa desde el sistema cerebro-espinal hacia las diversas partes del cuerpo, debido a que la mente ha sido afectada de un modo tan intenso. Podemos con seguridad tener en cuenta esta causa con independencia del hábito y la asociación, en casos como la modificación de las secreciones del canal intestinal y en la falta de actividad de cierras glándulas. Respecto al erizamiento involuntario del cabello tenemos buenas razones para pensar que en el caso de los animales esta acción. sea cual fuere su origen, sirve junto con cierros movimientos voluntarios para presentar un aspecto más terrible al enemigo. y como los animales más estrechamente emparentados con el hombre ejecutan las mismas acciones voluntarias e involuntarias, nos vemos conducidos a pensar que el hombre ha conservado a través de la herencia una reliquia de ellos, aunque ahora se hayan convertido en inútiles. Es sin duda un hecho notable el que los diminutos músculos lisos por medio de los cuales se eriza el pelo desparramado y escaso que hay sobre el cuerpo casi desnudo del hombre, puedan haberse conservado hasta nuestros días y que puedan aún contraerse bajo las mismas emociones (o sea, el terror y la cólera) que hacen que los pelos se pongan de punta en los representantes más bajos del Orden al cual pertenece el hombre. 

NOTAS
1 «Mécanisme de la Physionomie», Album, 1862, p, 42. 
2 «The Polyglot News Letter», Melbourne , Dic., 1858, p. 2 
3 «The Anatomy of Expression», p. 106. 
4 «Mécanisme de la Physionomie», Album, p. 6. 
5 Ver, por ejemplo, Dr. Piderit («Mimik und Physiognornik», p. 88), quien tiene una buena discusión sobre la expresión de sorpresa. 
6 También Dr. Murie me ha proporcionado informaciones que conducen a la misma conclusión, derivada en parte de la anatomía comparativa. 
7 «De la Physionomic», 1865, p. 234. 
8 Sobre esta cuestión, ver Gratiolet , ibíd., p. 254. 
9 Lieber, «On the Vocal Sounds of Laura Bridgman», Smithsonian Contributions, 1851, vol. II , p. 7. 
10 Wenderholme., vol. II. p. 91. 
11  Lieber, «On rhe Vocal Sounds», etc., ibíd.. p. 7. 
12 Huschke, -Mimices et Physiognomices», 1821, p. 18. Gratioler («De la Physionomie», p. ofrece la figura de un hombre en esta actitud, la cual sin embargo me parece a mí que expresa miedo combinado con L. Brun se refiere también (Lavarer vol. IX, p. 299) a las manos de un hombre asombrado, que están abiertas. 
13 Huschke , ibíd., p. 18. 
14 «North American Indians», ed., 1842, vol. 1, p.105
15 H. Wedgwood,,«Dicr. ofEnglish Etyrnology», vol. I1, 1862, p. 35. Ver También Gratiolet (De la Physionomie», p.135 sobre la fuente de palabras tales como «terror, horror, rigidus, frigidus» etc. 
16 El Sr. Bain («The Emotions and the Will», p. 54) explica de la siguiente maneta el origen de la costumbre «de someter a los criminales en la India a la prueba del bocado de arroz. Se hace tornar al acusado un bocado de arroz y volverlo a arrojar después de un cono lapso de tiempo. Si el arroz está completamente seco se considera al participante como culpable: su propia mala conciencia provoca la parálisis de los órganos de la salivación». 
17  Sir C. Bell, Transactions of Royal Phil. Soc., 1822, p. 308. «Anatomy of Expression», p. 88  y pp. 164-169. 
18  Ver Moreau sobre el giro de los ojos en la ed. de 1820 de Lavater , tomo IV, p. 263. También Gratiolet, «De la Phys», p. 17. 
19 «Observations on Italy», p. 48, según se cita en «Anatomy of Expressior». p. 168. 
20 Citado por el Dr. Maudsley, «Body and Mind», 1870, p. 41. 
21  «Anarorny of Exprcssior», p. 168. 
22 Mécanisme de la Phys. Humaine», Album, Leyenda XI. 
Duchenne adopta de hecho este punto de vista (ibíd., p. ya que atribuye la contracción del cutáneo al escalofrío del miedo (frisson de la peur), aunque en otra parte compara esta acción con la que produce la erección del pelo en los cuadrúpedos aterrorizados. Difícilmente puede considerarse esto como del todo correcto. 
24 «De la Physionomie», pp. 346. 
25  Según se cita en White, «Gradarion in Mar», p. 7. 
26 «Anatomy of Expression», p. 169. 
27 Mécanisme de la Physionomie», Album, lamo pp. 44. 
28 Ver los comentarios al respecto del Sr. Wedgwood en la Introducción a su «Dictionary of English Etymology», ed., 1872, p. XXXVII. A través de formas intermedias demuestra que los sonidos a que aquí nos hemos referido han dado probablemente lugar a muchas palabras, tales como ugly (feo, deforme), huge (enorme), etc. 

Capítulo 12 de Darwin, Charles: La expresión de las emociones en los animales y en el hombre. Título original: The Expression of Emotions in Animals and Man Traductor: Tomás Ramón Fernández Rodríguez. Alianza Editorial, S,. A., Madrid, 1984


Fotografía: Charles Darwin by Herbert Rose Barraud, circa 1881






Claude Dulong - De la conversación a la creación (Las mujeres en el Renacimiento)

$
0
0

Das Atelier des Malers, Johann Georg Platzer.(1704-1761)


Antes que el escrito, la palabra; antes que la creación, la conversación, es decir, el salón. ¿Por qué? Porque, al ser la condición femenina lo que era, el salón constituía uno de los raros espacios de libertad en donde la mujer podía expresarse. Poco importa aquí que la palabra sólo aparezca a finales del siglo XVIII: lo que nos interesa es el fenómeno. Las princesas, sin duda, siempre habían tenido la posibilidad de mantener un círculo, de reunir alrededor de ellas hombres y mujeres cuya ocupación principal era la conversación; y, cuando eran capaces, de proponer alimentos a esa conversación y guiarla hacia determinados temas. Se conocen las cortes de amor de la Edad Media y los cenáculos del Renacimiento, se sabe cuánta importancia tuvieron en el siglo XVII los círculos de Margarita de Angulema o de Margarita de Valois en Francia, los de Isabel de Este o de Lucrecia Borgia en Italia, en los que, contrariamente a la leyenda, el espíritu ocupó un lugar mucho más destacado que los amores. 
Esta tradición no se perderá. Aquí o allí, desde el siglo XVI al XVIII (y también después, por supuesto), siempre se encontrará en Europa princesas cultas, reinas, que convertirán sus cortes en centros de cultura: Isabel de Inglaterra, Cristina de Suecia, la duquesa regente Anna-Amalia de Weimar, etc., sin olvidar a algunas de esas reinas por la mano izquierda que son las favoritas, como la ilustre Pompadour. 
A estas mujeres hay que agradecerles el haber mantenido encendida la llama y el haber ofrecido a los antifeministas una viva refutación de sus tesis. Pero, en último término, tuvieron menos mérito que otras debido a las ventajas de que disponían, la primera de las cuales era su estatus, que las ponía al abrigo de la crítica. No hay salón si no es a partir del momento en que esos focos de cultura emigran fuera de la corte o del palacio para dispersarse en la ciudad, en casas particulares. Y esto se produjo en la época que nos ocupa, pero no en todos los países de Europa. Pues el salón es mixto: ésta es su primera característica e incluso una de sus razones de ser; por tanto, no podía existir allí donde las prohibiciones religiosas y sociales pesaban demasiado gravosamente sobre las mujeres. No hay prácticamente salones españoles, a pesar de que la cultura española, al menos tal como se la imaginaba, caballeresca y cortés, ejerciera tanta influencia en los primeros salones de los otros países. 
Los observadores comprobaron estas diferencias y, cuando eran franceses, se felicitaban de vivir en un clima en que el bello sexo no se hallara prácticamente recluido y pudiera frecuentar al otro con una «honesta libertad». Pues la situación inversa acarreaba enojosas consecuencias. 

En los años treinta del siglo XVII, en Bruselas, que se hallaba por entonces bajo dominación española, el poeta Voiture descubre que todavía hay reglas rígidas que prohíben a las mujeres agradecer los homenajes masculinos de otro modo que en su balcón y en horas convenidas. De ello se desprende la imposibilidad de la «conversación honesta» y, lo que es más grave, la brusca liberación cuando, por azar o por astucia, se obtiene el encuentro cara a cara. Cuando los hombres sólo tienen raras y breves ocasiones de aproximarse a las mujeres, ¡nada de rodeos, van directamente a la acción! En Inglaterra, donde, sin embargo, reinaba más libertad, otros observadores deploraban la costumbre que obligaba a las damas a retirarse al final de la comida, para dejar que los hombres se entretuvieran entre ellos mientras bebían vino, lo cual terminaba casi siempre por favorecer más la circulación del botellón que de las ideas. Así, pues, para los buenos espíritus, las mujeres son necesarias para la vida en sociedad, puesto que confieren a esta última un cierto tono. La razón de ello estriba en que las mujeres esperan de los salones algo más que el placer de codearse con hombres y, tal vez, de anudar alguna relación galante. ¿No es significativo que, durante tanto tiempo, las muchachas hayan llamado «entrada en el mundo» a la entrada en la vida mundana? Se trata de la sobrevivencia de una época, precisamente ésta de la que hablamos, en que el contacto de un cierto mundo que las iniciara en el otro, en el vasto mundo de la cultura, era para las mujeres la única posibilidad que tenían de aprender aquello en cuya ignorancia las habían mantenido la familia, la escuela y el convento. 
Si bien en épocas posteriores la mundanidad se convierte en un simple fenómeno, incluso en un epifenómeno de la civilización, en los siglos XVI, XVII YXVIII constituye todo un hecho civilizador. Bien se sabe, y no se olvida, que, aun en las grandes ciudades, apenas la mitad de las mujeres eran capaces de firmar. Pero en los salones es donde la minoría de esta minoría se convierte en élite. ¿Habría de limitarse la masa del resto de las mujeres a tomar conciencia de sus carencias y aprender a formular sus reivindicaciones? ¿De dónde, si no de las propias mujeres, podía venir el cambio en esta sociedad hecha por hombres y para hombres? 
Los salones son lugares eminentemente pedagógicos, y lo son por partida doble, pues al formarse allí las mujeres, se forman también los hombres, esos gozadores que les dicen «[quédate conmigo y calla!», esos anticuados que consideran que las mujeres ya saben bastante cuando distinguen un jubón de unas calzas, según palabras de Chrysale en Las mujeres sabias. No es casual que los primeros salones dignos de este nombre aparezcan en Francia a comienzos del siglo XVII: porque aquí, más que en otros sitios, era necesario reaccionar contra tal estado de espíritu, y porque el fenómeno puede y debe ser aprehendido en este país y en este período". Treinta y cinco años de guerra civil habían hecho estragos. El instinto triunfaba, la moral se hallaba en franco retroceso, la ignorancia se extendía trágicamente. Y las primeras víctimas de todo eso eran las mujeres. Se imponía una recuperación de la sociedad y la acción de los salones se inscribía entonces en el marco de esa «coalición contra la grosería» en sentido amplio, cuyos componentes estudió ya Magendie en una tesis sobre la educación mundana", La renaciente Iglesia de la Contrarreforma, el poder restaurado, los filósofos, y los moralistas desempeñaron su papel en este gran esfuerzo de educación más bien, de reeducación-de los franceses. Por variados que hubieran sido los motivos y los métodos de unos y otros, todas las empresas presentan un denominador común: hay que aprender a dominar los instintos, o por lo menos a moderar su expresión. A los preceptos morales, las múltiples obras didácticas que realizan el retrato del «hombre honesto» mezclan las recetas del arte de agradar, de escribir, de conversar, que, por otra parte, desarrolla la enorme cantidad de tratados de civilidad que aparecen en este período y durante todo el curso del siglo. Los salones quedarán siempre impregnados de este ideal de educación mundana, y Voltaire, hombre de letras si alguna vez lo hubo, dirá: «Antes de ser hombre de letras, hay que ser hombre del mundo.» 
En todos los teóricos, el respeto a la mujer forma parte de las reglas que es menester observar, pero, en los salones, se impone algo más que respeto, porque allí impera 10 novelesco. Al prohibir a las niñas los estudios serios, se las condenaba a las obras de ficción, que, sin embargo, les estaban más prohibidas aún. Pero, sin que las familias se apercibieran de ello, los antiguos cuentos que las nodrizas y las criadas contaban a las niñas, transmitían a éstas el gusto por lo novelesco, lo maravilloso, lo quimérico. ¿Cómo, una vez maduras, se les pasaría este gusto, enfrentadas como se hallaban a la tan dura realidad de su destino? ¡Padres tiranos, maridos impuestos, amantes brutales, cuando se atrevían a tener un amante! Algunas llevaban las novelas a la iglesia, disimuladas como libros de horas. Naturalmente, se trataba de novelas de aventuras amorosas, adecuadas para satisfacer su necesidad de sueños; los héroes de las épocas más bárbaras, de las comarcas más salvajes, suspiraban y se morían de amor por inaccesibles heroínas que, aun cuando cayeran a su merced, lograban imponerles la sumisión más total. 
El idealismo algo bastardo que reinaba en estas novelas tenía a sus espaldas una larga tradición, revivida en los albores del siglo XVII por Honoré d'Urfé en su Astrée. El éxito de Astrée fue inmenso, internacional, y no podríamos pasarlo por alto, pues concierne directamente a nuestro tema. 
A través de la literatura de evasión (aquí pastores y pastoras pacíficos, libres de toda preocupación material) y gracias al encanto de su estilo, por retórico que hoy nos parezca, d'Urfé había sabido transmitir un mensaje, el del neoplatonismo. El amor por encima de todo. Pero no cualquier amor, no laconcupiscencia. Lo que amamos en la tierra, en las criaturas, es el reflejo de la belleza ideal de la que nuestra alma quedó prendada en el Cielo y con la cual aspiramos oscuramente a reunirnos. Las mujeres son seres intermediarios entre este mundo de las ideas y el mundo de los cuerpos; ellas son para los hombres las maitresses (palabra tan envilecida que se olvida su primer significado)*, sin cuyo auxilio no podrían llegar al amor perfecto. 
Inútil decir que este idealismo pasaba muy por encima de la cabeza de la mayor parte de los lectores, quienes no se convertían al amor platónico. Pero descubrieron en Astrée, mejor que en todos los tratados y manuales, la necesidad y la dificultad de agradar; allí aprendieron delicadezas insospechadas, o al menos olvidadas, de sentimiento, de conducta y de lenguaje. El amor se convertía en la formación por excelencia, la mujer se convertía en un objeto de conquista, no de placer, y esta conquista sólo podía llevarse a buen término según un ritual cuyas exigencias se respetaron a partir de entonces, fuera cual fuese la sinceridad o la insinceridad de quienes a él se sometían. El «plus» que los salones han agregado a la civilidad es la galantería, ese no sé qué de gracia y de encanto que sólo se puede adquirir junto a mujeres y por ellas, pero que muy pronto se extenderá a todo el comportamiento de una élite y la distinguirá en todo encuentro, puesto que hasta un hombre de iglesia como FéneIon, de costumbres intachables, será célebre por su «aire galante». 
*Maitresse significa: 1) «señora», «ama», y también, 2) «amante», «concubina» (N. del T.). 

¿Quiénes son ellas? 
¿De dónde salían, dada la condición de las mujeres, aquellas anfitrionas que abrieron los primeros salones, que fueron capaces de regentar las costumbres, las maneras, el gusto y de atreverse a decir a los hombres que no había civilización digna de tal nombre que no las pusiera en su lugar, el primero? Naturalmente, se trataba de parisinas, favorecidas por el nacimiento y/o por la fortuna, y cuyos maridos o bien eran particularmente liberales, o bien estaban ausentes o muertos; y también de solteronas (véase Mlle. de Scudéry), ya sin padres que las tuvieran bajo su férula. Pero esta independencia, condición necesaria, no era condición suficiente. Se requería haber adquirido previamente un mínimo de cultura, y las mujeres cultas, de los siglos XVI al XVIII, son las que han querido serlo, aprovechando todas las oportunidades que se les presentaban, ingeniándoselas para instruirse, así como otras se las hubieran ingeniado para ocultar una aventura amorosa. Muchas, en su adolescencia, sólo se habían iniciado en las humanidades escuchando, desde un rincón de la habitación, las lecciones que recibían sus hermanos. Así había aprendido latín Madame de Brassac, la gobernanta del joven Luis XIV; pero gracias a su decisión puramente personal de continuar estudiándolo, pudo leer directamente los autores de la Antigua Roma, y muchos otros, puesto que todas las obras eruditas se escribían entonces en latín. 
Las protestantes, desde este punto de vista, gozaron de una ventaja sobre las católicas: podían tener como padre un hombre de la Iglesia, es decir, un hombre instruido, conocedor de las lenguas antiguas y dueño de una biblioteca, a la que, con o sin autorización, acudían para proporcionarse lecturas. Se ha establecido que, en las ciudades protestantes, la cantidad de bibliotecas particulares, sin distinción de categorías profesionales, eran tres veces superior que en las ciudades católicas. Sin duda, en lo esencial, y a veces exclusivamente, se trataba de obras piadosas y de textos sagrados; pero la Biblia, ese repertorio inagotable cuya lectura les era impuesta por la práctica religiosa de los reformados, podía ofrecer también a la curiosidad femenina muchos otros temas, fuera de los religiosos. De donde, quizá, la cantidad de niñas instruidas y bienhabladas que se encuentra en Inglaterra en la época de Shakespeare y cuya facilidad y audacia en las justas oratorias se pueden apreciar justamente en las obras de este dramaturgo. Es verdad que el ejemplo de la reina Isabel también podía incitar a los ingleses a hacer gala de su ingenio; después de ellas, todo será distinto, y sólo a mediados del siglo XVIII las inglesas lograrán instituir verdaderos salones a la francesa, en los que no se fuera a buscar otros placeres que los del espíritu. 
El modelo de los salones a la francesa fue fijado por la marquesa de Rambouillet, arquetipo de las anfitrionas mundanas, referencia suprema. En nada disminuye su mérito decir que tuvo desde el primer momento todas las oportunidades que necesitaba, y sobre todo una madre italiana de gran inteligencia y exquisitas maneras, que no había descuidado su educación. Por tanto, era bilingüe, y más tarde aprendió el castellano para perfeccionar su cultura literaria. A las cualidades del espíritu se unían las del corazón, pues era amable, benévola y profesaba un auténtico culto por la amistad. A todas estas virtudes unía una reputación sin tacha, que, sin duda, explicaba la presencia a su lado -otra suerte- de un marido amante y admirador. 
Su salón fue, hasta cierto punto, producto de las circunstancias. Había huido de la corte, porque la corte -la de Enrique IV- le parecía demasiado grosera, lo cual era cierto. Por otra parte, delicada de salud como era, no soportaba mejor «la presión» de la corte que su tono. Más tarde, la semidesgracia de su marido, bajo Richelieu, contribuirá a su semirretiro. 
Tras decidir recrear en su casa una corte a su gusto, Madame de Rambouillet comenzó por el decorado, al que dedicó un celo desconocido hasta entonces. En su hotel, cuyos planos eran directamente obra suya, la escalera no ocupaba el centro, sino que estaba a un costado, lo cual dejaba libre una fila de habitaciones propicia para la recepción. La otra innovación, de no menos resonancia, era la alcoba. No se trata de que Madame de Rambouillet la haya inventado. Entre las habitaciones todavía sin destino definido de las casas de la época, la alcoba (espacio alrededor de la cama, delimitado por las cortinas) y la callejuela (espacio entre un lado de la cama y la pared) constituían ya una forma de privatización: lugares de intimidad que no sólo servían para el sueño, el amor o la plegaria, sino también, gracias al agregado de armarios empotrados y, a veces de cajas fuertes, para guardar papeles, libros, objetos personales y preciosos. Pero había otra razón, muy particular, para que Madame de Rambouillet convirtiera su alcoba en el centro de su vida de anfitriona: la extraña enfermedad que la aquejaba (en la que se ha visto un caso de termoanafilaxia) le impedía exponerse al calor del fuego y a los rayos solares. Pero entonces, ¿cómo defenderse del frío terrible que reinaba en las mansiones del Gran Siglo cuando no es posible instalarse junto a la chimenea, como las otras mujeres? Pues, quedándose en la alcoba. 
Se observará al pasar que una tipología de las anfitrionas del Gran Siglo exhibiría una proporción bastante notable de enfermas o, por lo menos, de mujeres frágiles, hipersensibles, que sufren más que otras las incomodidades de su época y otros mil pequeños males incomprensibles para la salud ruda, o para la salud, a secas, de sus contemporáneos. Madame de Sablé era tan famosa por su espíritu como por sus precauciones, que se consideraban ridículas, para evitar la enfermedad. Madame de Maure, lo mismo que ella, era insomne, y ambas amigas temían a tal punto el contagio que, aun cuando cohabitaban, apenas una de ellas sufría un resfrío, sólo se comunicaban de cuarto a cuarto a través de mensajeros. En cuanto a Madame de La Fayette, llevaba una vida sernirreclusa. y algunos, ignorando la realidad de sus males, que ella tenía la elegancia de ocultar, la consideraban «loca» por no querer salir en absoluto. Fue una de las primeras -detalle revelador- en hacer poner vidrios a su carroza, a tal punto había sufrido por salir en la época en que las aberturas de las portezuelas tenían sólo unas cortinas como toda protección del viento, el frío y la lluvia del exterior. 
El doctor Du Boulbon, el de Proust, hubiera dicho que estas mujeres pertenecían a «esa familia magnífica y lamentable que es la sal de la tierra», la familia de los nerviosos, a la que el mundo «nunca sabrá cuánto le debe y, sobre todo, cuánto han sufrido para dárselo». Proust pensaba en los artistas, en los creadores, que, en efecto, sufren para crear. Pero, ¿acaso no es más agudo el sufrimiento de aquellos y de aquellas que no pueden crear y que han de contentarse con ese sustituto que es la conversación? Sin duda, no era otra la causa de la hipersensibilidad, las alergias y las fobias de una Rambouillet, de una Sablé y de tantas otras que luego citaremos. 

Espacios y decorados
El origen de las modas, una vez éstas lanzadas, suele quedar en el olvido, pero a menudo ese origen es la necesidad. Cuando las burguesas del siglo XVII adoptaron, también ellas, el hábito de recibir en su cama o en su alcoba, lo hicieron, sin duda, para imitar a las grandes damas más que para protegerse del frío y conversar sin fatigarse. Estas camas, fueran o no de lujo, eran monumentos, cubiertos de doseles, envueltas en cortinas, cantoneras, declives, y cuyas cuatro columnas remataban a veces en plumas. Pero el resto de los muebles, hasta el siglo XVIII, quedó relativamente rústico y poco variado: mesas, cofres, armarios. En las casas más ricas se veían gabinetes de muchos cajones, con incrustaciones de madera preciosa o de marfil. Para sentarse, sillas y sillas de tijera. Los sillones (que comienzan por entonces su carrera) no tenían más que respaldos altos y rectos, pero rellenos, como el asiento: gran progreso sobre la caquetoire, cuyo nombre viene de que las mujeres se instalaban allí para caqueter (= «cacarear»), manera que los misóginos de comienzos del siglo tenían de calificar la conversación femenina. Como lo prueban los grabados, de esos muebles se desprendía una impresión de rigidez geométrica. 
Madame de Rambouillet supo alegrar, airear ese decorado. Algunos refinamientos nos son tan familiares que nos olvidamos de que alguien tuvo que haberlos inventado. A ella se le ocurrió por primera vez poner, sobre los muebles, objetos de adorno y jarrones o cestos llenos de flores que, renovadas permanentemente, «hacían de su cuarto una primavera». Esta expresión de un contemporáneo resume muy bien el deslumbramiento de los happy few que penetraban en una atmósfera que ellos, por lo demás, no supieron describir bien. de puro novedosa que les parecía. Madame de Rambouillet amaba la naturaleza: puesto que no podía gozar de ella, no se conformaba con mirar por las ventanas la pradera que dejaba crecer en su jardín y de darse el original lujo de hacer parvas en pleno París: quería que esa primavera reinase en toda su casa. En las paredes, nada de revestimiento sombrío ni de cordobán, sino tapices cuyos colores frescos respondían a los de los ramilletes: verde, dorado, rojo y. para la cámara de la señora de la casa, el azul cielo (de donde el nombre de Cámara azul); y sobre estos fondos brillantes. pero no colgadas una junto la otra, como se estilaba a la sazón, telas de maestros y retratos de amigos queridos. Un instinto seguro de conocedora presidía la elección y la armonía de los objetos: vasos venecianos, porcelanas de China, mármoles antiguos, piezas de orfebrería, todo sabiamente reflejado en espejos (novedad), iluminado por arañas de cristal (otra novedad) cuyas facetas suavizaban y potenciaban la luz de las velas. 

Un lugar, unas maneras 
Ahora bien, ¿a quien se le ocurriría, en semejante decorado, comportarse como en una taberna? Los sobrenombres poéticos que se adoptan también contribuyen a imprimir un giro galante a las conversaciones. Cuando alguien se hace llamar Arthénice, leas o Léonide, no conversa ni se relaciona en el mismo tono que un Pierre o una Pierrette. Los poetas, familiares a los salones, donde, en estos comienzos de siglo, están mucho mejor considerados que en la corte, participan abundantemente en esta moda. Malherbe es quien inventó para Madame de Rambouillet el sobrenombre de Arthénice, que, a pesar de su consonancia helénica, no es otra cosa que el anagrama de Catherine. 
Pero los poetas, los hombres de letras en general, tienen también, por cierto, otras utilidades. Sirven a las damas como benévolos preceptores, leen obras nuevas en las casas de estas últimas, proporcionan temas de conversación. Pero serían desterrados si, también ellos, no se conformaran al buen tono de rigor. y no sólo .en lo relativo a las maneras, sino también en sus producciones, reformando su estilo y, en cierta medida, su manera de pensar. Malherbe , quien, en su juventud, había contribuido con coplas obscenas a las colecciones satíricas, condena ahora estos dos versos de Desportes 
O vent qui fais mouvoir cette divine plante
Te jouant, amoureux, parmi ses blanehes fleurs 
 [«¡Oh, tú, viento, que mueves esta divina planta, / jugando. amoroso, entre sus flores blancas!»] 
con estas palabras: «!Sucio! Todo el mundo sabe bien lo que quiero decir.» ¿Todo el mundo? En verdad, hay que tener una mente bien retorcida para ver suciedad en este dístico. Pero era precisamente el tipo de mentalidad que tenían los contemporáneos de Malherbe y el propio Malherbe antes de enmendarse. 
No menos significativos son los escrúpulos de Corneille. El gran hombre nunca temía la palabra atrevida. Entonces, ¿qué es lo que escribe en Examen de Polyeucte (este Polyeucte cuya primera lectura tuvo lugar en el hotel de Rambouillet)? «Si tuviera que exponer la historia de David y de Bethsabé, no describiría cómo se enamoró él al verla bañarse en una fuente, por miedo a que la imagen de esta desnudez produjera una impresión demasiado cosquilleante en el espíritu del oyente, sino que me contentaría con describir su amor por ella, sin hablar en absoluto acerca de la manera en que ese amor se habría apoderado de su corazón. 
Quizás haya que lamentarlo. Pero lo cierto es que esta autocensura. unida a la censura, sin más, que Richelieu impuso a la escena francesa al prohibir en ella «las acciones deshonestas y las palabras lascivas», no tuvo sólo consecuencias negativas, pues dio nacimiento a la tragedia llamada clásica y ayudó a la comedia de costumbres a triunfar sobre la farsa. Con el resultado añadido de permitir a las damas la asistencia a las salas de espectáculos y, por tanto, el acceso a la forma de cultura que allí se difundía. Pero las otras formas de poesía sufrieron estas restricciones. La lírica francesa perdió mucho y, durante un largo período, hubo de conformarse con los imperativos de los salones. Desde el momento en que teme causar «cosquilleos» en el espíritu de los oyentes, y sobre todo de las oyentes, mediante imágenes demasiado precisas, desde el momento en que se elimina toda sensualidad, el amor, descarnado, cae en la abstracción, pierde credibilidad, y a los poetas no les queda otro recurso que reemplazar la fuerza del sentimiento por el ingenio de la imaginación. Civilización del bello-espíritu, en donde reina el madrigal y que simboliza la Guirlande de Julie. colección de sesenta y dos piezas ofrecida a Julie d'Angennes, la hija mayor de Madame de Rambouillet, por Montausier, su enamorado de catorce años. 
En consecuencia, ¿hay que reprochar a los salones el haber estimulado y cultivado el arte de amar sin amor? Estos ejercicios eran necesarios a gente que no se imaginaba que pudiera poner algo de arte en el amor. Si bien la galantería no consiste en otra cosa que en tratar a cualquier mujer como a la mujer a la que se ama, es mejor eso que tratar a la mujer a la que se ama como a cualquier mujer. Estas primeras anfitrionas habrían realizado una hazaña: la de detener al borde de su cama a guerreros impulsivos que llegaban de la batalla y cuyo ardor había estado privado de mujeres durante los cinco o seis meses de campaña militar. Ellas les habrían enseñado a pasar de una alcoba a la otra, de aquella donde se hace el amor a aquella' otra donde se habla. 

Las Preciosas, la voluntad de saber 
En la segunda mitad del siglo, los salones se multiplican, por lo menos en Francia, con la moda y el ascenso de la burguesía del dinero. Si bien no cambian de naturaleza, pues siguen siendo lugares de encuentro entre hombres y mujeres de buena compañía y se pretenden despachos del espíritu, lo cierto es que el espíritu no sopla siempre en ellos de la misma manera ni en el mismo sentido. Los progresos de la ciencia suscitan nuevas curiosidades. y las suscitarán cada vez más. A partir de 1552, Bossuet podía escribir: «El hombre ha cambiado prácticamente la faz del mundo.. Y esto era cierto a partir de Galileo, Kepler, Descartes, para no hablar de Pascal, de quien todavía hoy no conocemos más que algunas experiencias y su talento de polemista. Como la Universidad, encerrada en su dogmatismo y su soberbia, rechazaba con hostilidad todo lo que contradecía los sacrosantos Antiguos -lo que equivale a decir todos los descubrimientos-, el cultivo del espíritu se producía en los círculos privados, donde se comentaban las nuevas teorías. se recibía y se protegía a los autores. A estas curiosidades se unía el atractivo, que experimentaban las mujeres, por el fruto prohibido, puesto que todas las disciplinas propiamente científicas habían quedado totalmente excluidas de la enseñanza que ellas habían podido recibir. Todavía a finales del siglo, Fénelon escribirá a una de las mujeres a quienes servía de director espiritual: «No os dejéis embrujar por los atractivos diabólicos de la geometría.» Es que, a partir de ese momento, también se recibían geómetras en los salones, al igual que médicos, físicos y astrónomos. La Filaminta de las Mujeres sabias, al instalar un telescopio en su casa, no hace más que ceder al nuevo capricho. Tampoco la química repugna a las damas y, en París, se atreven incluso a entrar en los laboratorios, como el del famoso Nicolas Lémery, que, sin embargo, escribe Fontanelle, «más que habitación era una cueva y casi un antro mágico, iluminado por el único resplandor de los hornos». 
Pero las bellas letras, el lenguaje bello y los bellos selltimientos siguen siendo el principal interés de los salones y constituyen el fondo común de las conversaciones. Predominan en quienes a partir de 1654 se llamará las preciosas, porque daban precio (valor), a muchas cosas que carecían de él, comenzando por ellas mismas. Ironía masculina, por supuesto, que no tenía en cuenta las circunstancias. 
La Fronda, que termina cuando aparecen las preciosas, había asestado durísimos golpes al idealismo de los salones; efectivamente, cuatro años de guerra civil causan menos estragos que treinta y cinco, y nada volvería a comenzar como a principios de siglo. Pero todo había de reafirmarse merced a que se abría paso un cierto cinismo, el de una nobleza que en esta aventura había perdido muchas ilusiones. Si bien es verdad que las mujeres, sobre todo las grandes damas, desempeñaron un papel de primer orden durante la Fronda, este papel les resultó nefasto. Habían creído, y habían querido creer y hacer creer, que alentando a los hombres a luchar contra el poder, luchando a veces ellas personalmente con las armas en la mano, actuaban como heroínas de novelas. Pero lo que defendían era su interés, material o de clase, contra el interés superior del Estado; y, en muchos casos, al hábil Mazarino le bastó con dejar en sus manos unos cuantos sacos de oro para volverlas a la razón. Y a la sumisión. Fue Mazarino quien dijo: «La que gobernara hoy prudentemente un reino encontrará mañana un señor a quien no se darían doce gallinas a gobernar.» Pues nuestras heroínas también habían aprovechado el desorden ambiente para abandonarse a sus instintos, hollando la decencia y sin preocuparse por salvaguardar su imagen. Por tanto, había que restaurar esta imagen, había que reafirmar el derecho de la mujer a la consideración, incluso la adoración, y también, por supuesto, a la independencia y al saber. Olvidemos el destino posterior de la palabra preciosidad. Históricamente, sólo se trata de un avatar del movimiento feminista. Las preciosas, en estos años posteriores a la Fronda, sintieron la necesidad de reaccionar -y se lo impusieron como deber-contra un estado de cosas y de mentalidades que amenazaba las frágiles conquistas de sus precursoras. Y, tal vez debido a que las mujeres en general habían adquirido audacia y a que las preciosas, en particular, se reclutaban en medios heterogéneos, y, por eso mismo, más vulnerables y más combativos que la gran aristocracia de una Rambouillet, esta reacción se expresó con una vivacidad completamente nueva. 
Primer objetivo: el sometimiento social y sexual de la mujer. «Uno se casa para odiar. Por eso es preciso que un verdadero amante no hable nunca de matrimonio, porque ser amante es querer ser amado, y querer ser marido es querer ser odiado» (Mademoiselle de Scudéry). O incluso: «Fui una víctima inocente sacrificada a motivos desconocidos y a oscuros intereses de la casa, pero sacrificada como la esclava, atada, azotada... Se me entierra, o más bien se me sepulta en vida en la cama del hijo de Evandre» (La Précieuse, del abad de Pure). En cuanto a la maternidad, esta «hidropesía amorosa», las preciosas propusieron, para evitarla, que el matrimonio quedara roto de oficio tras el nacimiento del primer hijo, del cual se haría cargo el padre, quien daría a la madre una prima en especie. ¿Y por qué no, ya que la mayoría de los hombres sólo se casaban para asegurarse la descendencia, olvidando que tan a menudo, al dar la vida, las mujeres arriesgan la suya? 
Es evidente que las preciosas, preocupadas por volver a un idealismo que favorecía a su sexo, debían interesarse ante todo por las cosas del corazón y sólo del corazón: 

Dans un lieu plus secret on tient la précieuse 
Occupée aux leçons de morale amoureuse, 
La se font distinguer les fiertés des rigueurs; 
Les dédains des mépris, les tourments des langueurs, 
On y sait d-eméler la crainte et les alarmes, 
Discerner les attraits, les appâts et les charmes... 
Et toujours on ajuste a l’ordre les douleurs 
Et le temps de la plante et la saison des pleurs*. 

[«En un lugar más secreto se mantiene a la preciosa/en lecciones ocupada de moral amorosa; / allí se distingue soberbia de rigores, / desdenes de menosprecios. tormentos de añoranzas; / se sabe allí separar el temor y las alarmas, / discernir los atractivos, los incentivos y los encantos... /Y siempre se adapta uno al orden de los dolores / y al tiempo del lamento y a la estación del llanto.»] 

Aquí, la broma de Saint-Evremond no es demasiado maligna y, aunque sólo ve la espuma del fenómeno, nos ayuda a comprender cómo los franceses han hecho de la psicología amorosa una especialidad. Pues esas «eliminaciones de laberintos», esas «cuestiones de amor-enloquecían a las preciosas, sólo culminan en la Carte du Tendre, que influyó en muchas obras maestras. No cabe duda de que, para componer Zaide y La Princesse de Cléves, hacía falta el genio, la lucidez y la profundidad de una La Fayette; pero también era necesario haber frecuentado los salones, haber afinado en ellos el gusto y ejercitado el espíritu. Además. únicamente en ellos podía encontrarse a los teóricos, los gramáticos, los bellos espíritus que pudieran ayudar a las autoras todavía inexpertas a construir sus intrigas, a corregir su sintaxis y su estilo. 
En cuanto al vocabulario, después de tantos excelentes trabajos sobre el tema, nadie tiene hoy derecho a pensar que hayan hablado comúnmente como sus satirizadores las hacen hablar. Mademoiselle de Scudéry, encarnación de la preciosidad en literatura, jamás llamó «espejos del alma» a los ojos, «queridos sufrientes» a los pies, «almohadillas del amor», a los senos, «consejeros de las gracias», al espejo ni «comodidades de la conversación», a los asientos (pues algunas de estas metáforas son muy anteriores a ella y, por otra parte, dicen con mucha gracia lo que quieren decir). Pero es verdad que las preciosas se dedicaron a la caza de palabras picarescas, o, para emplear un adjetivo que ellas mismas lanzaron, obscenas. Condenaron todas las expresiones que evocaban groseras realidades fisiológicas: cagar, enema, parir; se negaron a aplicar el verbo amar al mismo tiempo a las cosas materiales y a las espirituales: se ama a la amante, se gusta del melón**. Es indudable que algunas particularmente «amaneradas» llevaron el pudor afectado más lejos aún, o que algunas provincianas (pues entonces ya había salones en la provincia) utilizaron sin discernimiento un vocabulario poético al que no estaban acostumbradas, pero es anecdótico. En realidad, lo que se reprochaba a las preciosas en el dominio del lenguaje era lo mismo que se reprochaba desde hacía tanto tiempo a las mujeres que se mezclaban en estas cuestiones, es decir, ¡ocuparse de ellas! Pero, en este momento del siglo XVII, la querella alcanzó un tono más vivo también en este aspecto. Se acusa a las preciosas de «hacerle la guerra al estilo antiguo». Esto es totalmente cierto, y de ello se vanaglorian, pues tienen conciencia de actuar como feministas y también como «modernas», eliminando las palabras pedantes, arcaicas y técnicas. En éstas era, para las preciosas, donde residía la jerga, no en su propio estilo, ni en el estilo femenino en general, en el que, por el contrario, encontraban lo que ellas llamaban invención y libertad, o, en otras palabras, una espontaneidad feliz y de buena ley, las mismas cualidades que Mademoiselle de supo apreciar, antes que otras, en una Sévigné. ¿De dónde provenían esas cualidades? De que el espíritu de las mujeres no estaba «tarado por nociones extranjeras», ni «gastado por principios del saber». No pensaba de otra manera Vaugelas cuando, en 1647, escribía en sus Remarques sur la langue francaise, que «ante las dudas de lenguaje, vale más la pena consultar a las mujeres y a quienes no han estudiado ... porque éstos se dirigen directamente a lo que están acostumbrados a decir o a oír decir». Así, para ironía de la historia, en este período en que la lengua vulgar, es decir, el idioma nacional, conquistaba sus títulos de nobleza, en que Descartes escribía en francés su Discurso del método (¡qué innovación en un filósofo!) para que -según él mismo decía- hasta las mujeres pudieran entenderle, la desventaja de estas últimas, a quienes se excluía del latín, se convertía en una ventaja.
** Esta distinción carece casi de sentido en la traducción castellana, pues en esta lengua no se dice «amar el melón», mientras que el francés admite perfectamente «aimer le melon» (N. del T.). 
Pero todas estas innovaciones son distintivas de los grandes hombres, mientras que la masa de los pequeños espíritus no las aprobaban. A Vaugelas, por haber dicho que ante las dudas de lenguaje había que consultar a las mujeres, se lo trató de ridículo y su propuesta produjo vivas refutaciones, tanto más irritantes cuanto que tenían como base los argumentos que, precisamente, él rechazaba: ¿cómo hubieran podido conocer las mujeres el buen uso de la lengua, puesto que ignoraban los preceptos de la retórica, las reglas de la gramática, el latín y el griego, fundamentos de la etimología, que es lo único que permite apreciar el sentido y el alcance de tantas palabras tomadas de estas lenguas antiguas? 
Se habrá comprendido que esta querella trascendía con mucho los problemas de lenguaje. Versaba sobre la transmisión y la difusión del saber. ¿Debía seguir siendo este último un dominio exclusivo de los doctos? No, respondían las preciosas, y con ellas todas las mujeres ávidas de cultura: debía y podía civilizarse para descender a la sociedad educada. Esta respuesta equivalía a desmitificar las pretensiones de los pedantes, quienes la recibieron muy mal; las críticas con las que, desde hace trescientos años, se colma a las preciosas no son, en buena parte, más que una consecuencia de la rencorosa campaña que esos pedantes dirigen contra ellas. Ya en 1640, Francois de Grenaille, en su Honneste Fille, había ironizado ampliamente sobre las mujeres que no se contentan con «reinar en las compañías» y quieren reinar también sobre los autores. Pase -decía n este autor-que discutan sobre novelas y comedias de moda o que diserten sobre las tres unidades en la tragedia; pero sobrepasan esos límites cuando se entrometen por haber tenido «visiones sobre las más oscuras cuestiones», las convierten en «el juguete» de su círculo r, y pretenden que, «cualquiera sea la obra que haya aparecido, todavía no se ha hecho nada en comparación con lo que se puede hacer». ¿Y qué querían ellas que se hubiera hecho? «La política general de todos los pueblos, un curso de filosofía de todos los siglos, la historia general de todas las cosas en un volumen particular, y poner en un solo libro todos los secretos del arte y de la naturaleza. Sería necesario que el estilo fuese puro y elevado, el pensamiento sutil y popular, el todo continuado y mechado de ciertas digresiones agradables.»
Programa enciclopédico, evidentemente irrealizable, pero, por e ello mismo, emocionante, pues muestra hasta qué punto llega el d ansia de saber de las mujeres, y Grenaille se equivoca por completo cuando se toma el contenido en broma. Como se equivoca al burlare se del modo en que éstas querían aprender y, por tanto, las cualidades formales que piden a las obras eruditas. No se trataba en absoluto de poner toda la historia romana en madrigales, como Moliere le hace decir a Mascarile en Las preciosas ridículas, sino de estimular la redacción de libros de divulgación, simples, claros e incluso e -¿por qué no?-«mechados de ciertas digresiones agradables», a pesar de la repulsión que semejante mezcla de géneros inspira a Grenaille. Las mujeres no tenían un fondo de instrucción suficiente como para tragar indigestas sumas y comprender el estilo de los doctores, que, aun cuando no escribían en latín, parecían traducir del latín. Tiene toda la razón Philaminta cuando quiere «reunir en ella lo que por otra parte se separa, mezclar el buen lenguaje y las ciencias elevadas». Su único error, en su entusiasmo de neófita, es dejarse burlar por los falsos sabios y los falsos estilistas. 
Es de lamentar que, en Las mujeres sabias, lo mismo que en Las preciosas ridículas, Moliere se haya contentado con caricaturas, precisamente él, quien, por las actrices que compartían su vida, sabía que las mujeres, comprendidas las de modesta extracción, eran capaces de instruirse y de apreciar lo bello. Sin duda, sólo se proponía hacer reír, ése era su oficio. Pero eso no impide que haya unido su voz a la de los pedantes, que les haya prestado su talento para ridiculizar a las mujeres que querían instruirse y emanciparse. Pues la emancipación era imposible entonces sin la instrucción. Precisamente el mérito de las feministas del siglo XVII, y en particular de las preciosas, estriba en no haber nunca disociado ambas cosas en su lucha. Quizá esto se comprendiera mejor si ellas mismas hubieran sabido hacerlo comprender mejor. Pero, he aquí el punto débil, sus escritos no alcanzan la altura de sus ambiciones. 

Atreverse a escribir 
Tocamos aquí un fenómeno general que sólo tendrá fin en el siglo XIX, esto es, la mediocridad de conjunto de la producción literaria femenina. ¿Por qué? En primer lugar, porque determinados géneros estaban fuera del alcance de las mujeres. ¿Cómo, incluso con la ayuda de los salones, podían asimilar todo aquello que pertenecía a la ciencia y a la filosofía lo suficiente como para disertar a su vez sobre esos temas? A las que lo lograban se las veía como bichos raros, tal como sucedió con Anna-Maria van Schurmann, en Utrecht. Que esta sabia fuera una solterona no es un detalle indiferente y, además, nos conduce al centro mismo de otra dificultad-la principal, en verdad-con que se encontraban las mujeres autoras. Para poder publicar, no debían tener a nadie a quien cuidar, ninguna situación social que salvaguardar. Apenas si se les permitía escribir lo que se les permitía leer, esto es, literatura devota y moralizante. No hablo aquí de las mujeres consagradas a Dios, que serán objeto de un capítulo especial, el que nos brinda Elijsa Schulte van Kessel. Recordemos tan sólo que una cierta cantidad de ellas supo, en la «almena» tan específica que se les había concedido, dar testimonio de su fe y de su elevada espiritualidad. Pero las mujeres que vivían en el siglo, ¿cómo habrían de contentarse con escribir manuales de devoción, tratados completamente ortodoxos sobre la educación de las hijas, colecciones de consejos morales y prácticas destinadas a otras mujeres? Pero, si se salían de allí, se las miraba mal. Jamás se habría atrevido Mademoiselle de Gournay, a comienzos del siglo XVII, a denunciar en vibrantes panfletos la injusticia de la condición de las mujeres, de no haber sido también ella una solterona y, además, un poco marginal, que no tenía nada que perder. En el otro extremo de la sociedad, sólo porque era duquesa se perdonó a la de Newcastle (Inglaterra), el blandir la bandera del feminismo y meterse en filosofía. Pero eso sólo duró un tiempo: a la larga, sus pretensiones molestaron, y terminó sus días sola, en sus castillos. Lo más triste es que los hombres no eran los únicos en molestarse porque las mujeres se atrevieran a publicar. Cuando, mucho después, en 1771, Las mujeres autoras adoptaron Sophie von La Roche, una alemana de la buena sociedad, publicó una novela de éxito, Madame Goethe, la madre del poeta, declaró que había perdido la cabeza y que quería hacer la desgracia de sus hijos. y una circunstancia agravante: Sophie era una mujer instruida e inteligente que, por tanto, no habría debido cometer semejante locura (!). 
Es verdad que las mujeres escriben cartas -¡vaya si escriben!-, pero estas cartas no están destinadas a la publicación. Las de Madame de Sévigné, es verdad, pasaban de mano en mano, pero no salían de los límites de una sociedad escogida. Otra cosa es confesarse autor de una obra impresa. 
«Encontrarse en las bibliotecas», como dice precisamente Sévigné, o, peor aún, en las librerías, con todo lo que eso implica de mercantil, no es sólo ofender las conveniencias: es atentar contra su nacimiento. Que hoy podamos leer las cartas de Mme. de Sévigné o las de la Religiosa portuguesa, es, en el fondo, una suerte de milagro que hay que agradecer a sus corresponsales, que tuvieron, en el primer caso el buen gusto, y en el segundo la vanidad, de conservarlas", Es posible que otras obras maestras de la escritura epistolar hayan desaparecido por la negligencia de sus destinatarios, o, si se trataba de memorias o de diarios íntimos, por voluntad de las propias autoras. Lady Wortley Montagu fue una de las personalidades femeninas más interesantes de la Inglaterra del siglo XVIII; pero, como tantas veces había dicho que una mujer, ni tampoco un hombre, de calidad debían publicar, su hija se sintió autorizada, tras la muerte de la madre, a quemar el diario que ésta había escrito. 
«Escribir es perder la mitad de la nobleza», comprueba Mademoir selle de Scudéry, quien, por esta razón, publicó sus primeras novelas bajo el nombre de su hermano. Y así habría podido continuar si no hubiera sido por el éxito que tuvo y el apremio de la necesidad. Casi siempre son estas mismas razones de necesidad las que llevan a otras mujeres, en otros países, a resignarse y convertirse en «profesionales». Se comprende por qué hubo tantas mujeres autoras que se refugiaron bajo nombres prestados o incluso en el anonimato. Madame de La Fayette, que hubiera podido creerse justificada a escribir por la elevación de lo que escribía, nunca confesó ser autora de La Princesa de Cléves, salvo veladamente, al fin de su vida, y a una amiga íntima. [Cuántas obras como la suya se encuentran en los catálogos de libreros, cuyo autor se designa con estas palabras: «una dama (o una lady) de condición»! Estas' damas y estas ladies condenadas al anonimato no contaron, para que las sostuviera en su trabajo, ni siquiera con el señuelo de la gloria, recompensa que no podían esperar y que, sin embargo, era a menudo la principal, si no la única, motivación de los autores, puesto que habían sacrificado una parte tan importante de su vida para componer su obra. Y además, tratándose de las mujeres a las que nos referimos, ¡han asumido tantos riesgos y han sufrido tantas coerciones! Se sabe perfectamente que, en todas las épocas, las mujeres escapan menos que los hombres al acoso de lo cotidiano y que, a no ser que renuncien al matrimonio y a la maternidad, han de entregar lo mejor de su vida al marido, al gobierno de la casa, a la familia. Pero en la época en que vivimos, las condiciones generales de la existencia han mejorado tanto que se olvida algunas verdades elementales de las esposas de otrora. En primer lugar, la enfermedad, a la sazón omnipresente e invicta, y, como lo habían dejado entender las preciosas sin atreverse a entrar en detalles, todas las miserias ginecológicas que se derivaban de los repetidos embarazos una y otra vez, los abortos naturales o provocados, y ese flagelo, la sífilis (¡suponiendo que fuera posible salvarse!). Esto era válido para todas las mujeres, seguramente, pero las mujeres autoras estaban en peores condiciones que las otras. En efecto, ¿cómo concentrarse para escribir cuando se padece de todos los males del cuerpo? Si los maridos quedaban incapacitados o si morían prematuramente, a esos sufrimientos y a todas las cargas asumidas se agregaba un deber para el que las mujeres no estaban preparadas en absoluto: defender el patrimonio familiar. Deber imperioso, puesto que -y he aquí otra realidad que se olvida-el dinero en metálico (el único que se conocía) era raro, la protección social inexistente e incluso inconcebible. No fue el gusto por los pleitos lo que llevó a tantas mujeres a la situación de litigantes. Unas, a fuerza de voluntad, sabiduría y capacidad, conseguían salir adelante con todo; así, nuestra La Fayette, a quien se acusó, y aún se acusa, de ser interesada porque defendía los intereses de su familia, al tiempo que escribía sus novelas. Una frase la justifica, la que escribió a Ménage al final de su vida, cuando, viuda, más enferma que nunca, le preocupaba saber cuánto tiempo más podría llevar el fardo a cuestas: «A veces me admiro sola... Encontradme otra que haya tenido un rostro como el mío, que se haya volcado en lo espiritual, como vos me habéis volcado, y que haya hecho tanto por su casa-", Melancólico acceso de autosatisfacción en que sale a luz la nostalgia de haber sacrificado a la «casa» una parte de la felicidad que la belleza y el talento prometían. 
Por lo menos Madame de La Fayette dejaba una obra y había gozado en vida de la alegría, aunque secreta, de saber que esa obra era apreciada por los mejores espíritus. [Cuántas otras mujeres, agotadas, descorazonadas, renunciaban a la literatura y a toda empresa de orden cultural antes de haber podido dar su talla! Es lo que ocurrió en Venecia, en la década de 1750-1760, con Luisa Bergalli. Esta última pertenecía a un medio más «liberado en el que, en mayor o menor grado, todo el mundo se dedicaba a las letras. Pero al escribir para la escena, al fundar una compañía teatral, se introdujo en el terreno de su cuñado, Carla Gozzi, dramaturgo de renombre, cuya hostilidad se ganó. Luego nacieron cinco hijos, faltó el dinero, los procesos se sucedieron uno tras otro; el marido, un depresivo, hizo un intento de suicidio. Luisa terminó por renunciar a toda ambición, se hundió también ella en lo que se llamaba melancolía y murió. 
Jane Austen no tuvo estas dificultades, pero tuvo otras, y es asombroso que haya podido llevar a buen término la obra que conocemos, obra que es preciso destacar del conjunto de la producción femenina del siglo XVIII. Acababa el siglo cuando Jane Austen escribía sus novelas, lo que quiere decir que las mujeres autoras estaban algo menos coercionadas que antes. Pero, en la provincia inglesa en que ella vivía, Jane estaba tan condicionada por los prejuicios del medio que sólo escribía a escondidas, en pequeñas hojas de formato lo suficientemente reducido como para disimularlas bajo un libro en caso de intrusión. Y las instrusiones eran frecuentes, pues la novelista trabajaba en la sala común de la casa familiar. Lo cual no se explica del todo por la semipobreza de esta familia, ni por la presencia de una madre enferma cuyo cuidado, naturalmente, recae en la hija soltera, es decir, Jane (pues no basta ser soltera para escapar a las preocupaciones domésticas. En esa época, a las mujeres les estaba negado el lujo de una «habitación propia», lujo tan necesario para los creadores, que Virginia Woolf lo convirtió en título de uno de sus libros A room of one's own). Así, pues, sólo gracias al chirrido de la puerta del locutorio familiar, Jane Austen se salvaba de verse sorprendida en su culpable ocupación. Por eso se oponía, sin que se comprendiera por qué, a que se aceitaran los goznes de esa puerta... 

Un conformismo obligatorio
Y sin embargo, las obras de estas damas no tenían, en conjunto, nada de subversivo. Es cierto que a menudo se deploraba en ellas la injusticia de la condición femenina, pero nunca se cuestionaba el mundo y la sociedad. Son varones –Daniel Defoe en Inglaterra, con Moll Flanders, o el abad Prévost en Francia, con Manon Lescaut– los que se atrevieron a describir muchachas pobres que, para dejar de serlo, no tenían más opción, en ese mundo y en esa sociedad, que la prostitución. Tampoco busquemos entre nuestras autoras una Rousseau, ni, mucho menos aún, una Chordelos de Laclos, ni una Sade. Incluso las que en su vida habían dado pruebas de libertad de espíritu y de licencia de costumbres, incluso las mismas que, en sus cartas, no temían llamar las cosas por su nombre, recaían en el conformismo apenas se trataba de obras destinadas a la publicación. Sin embargo, el género novelesco, aquel al que se entregaban con preferencia las mujeres escritoras, habría podido permitirles audacias disfrazadas. Pero ¡no! Sus heroínas no se apartaban de las normas de decencia impuestas a su sexo y sólo una violación podía hacerles perder la inocencia. Otra precaución suplementaria de nuestras novelistas era el tan frecuente recurso a la ficción de un manuscrito anónimo, misteriosamente llegado a sus manos y que ellas se limitaban a transcribir. Buena manera de descargar sobre un tercero imaginario ciertas pequeñas libertades que se permitían y de agregar un anonimato suplementario a aquel que tan a menudo cubría las obras que publicaban y que podía llegar a romperse. 
A propósito de las novelas femeninas inglesas del siglo XVIII, en las que, sea cual fuere la originalidad del decorado y la mayor o menor agudeza de la psicología del estilo, encontramos todas las convenciones usuales –en las que nada permite presagiar Cumbres borrascosas ni Jane Eyre– Katharine Rogers, en un estudio de gran penetración, se ha formulado una pregunta: ¿No será que, al no describir una sola heroína que no fuera virtuosa, las novelistas habría elegido deliberadamente reprimir su sexualidad en beneficio de su intelectualidad? Dicho de otra manera, el acto liberador, el acto emancipador, consistía en escribir, fuera lo que fuese. En cambio, si estas novelistas hubieran reflejado en sus obras directamente la verdad, a saber, que las mujeres, lo mismo que los hombres, tienen deseos y ceden a ellos (lo que al propio Gide, a comienzos del siglo XX, le costará admitir); si, sin dejar de ser ellas tal como eran, hubieran escrito tal cosa, el escándalo que se hubiera provocado en la sociedad habría terminado por impedirles no sólo vivir una vida normal y honorable, sino también continuar publicando. Al hacer lo contrario, demostrando a través de sus heroínas que la razón y la virtud predominaba en ellas por encima de la pasión, se aseguraban la impunidad. Es posible que su prudencia fuera más allá de este objetivo inmediato; es posible que llegara a tocar fondo en el debate en torno a la mujer. De haber presentado el amor como la pasión dominante de su sexo, las novelistas habrían traicionado, en cierto modo, la causa que defendían, pues habrían dado armas a los antifeministas; habrían justificado a éstos en su creencia en la mujer-objeto, en la mujer impura y necesariamente dependiente del hombre, puesto que, contrariamente a todas las otras hembras del mundo animal, las hijas de Eva están listas para el acoplamiento en cualquier época del año. Este viejo argumento de los teólogos no había perdido del todo su vigencia. 
En cuanto a los asombrosos pudores, incluso las gazmoñerías, de las heroínas de estas novelas, en cuanto a las objeciones que presentan antes de ceder al amor, incluso matrimonial, y que se agregan a los obstáculos que la voluntad de la autora acumula en su camino, ¿no habrá que ver en ello el temor no expreso, y tal vez inconsciente, al sometimiento, la resistencia a la fatal dominación del hombre? 
Mientras no haya dicho sí, la mujer es objeto de deseo y de conquista, y, por tanto, soberana; una vez ha dicho sí, ¡adiós a la escasa libertad de que gozaba, adiós al prestigio que la adornaba! y además, como sólo una La Fayette supo encontrar palabras para expresar en el siglo XVII, ¡adiós al amor, que no perdura tras la posesión! 

Un deseo intelectual 
Una vez dicho esto, sería erróneo juzgar acerca del progreso intelectual de las mujeres tan sólo por el tono de sus producciones. Otros factores que hay que tomar en consideración son la cantidad y la diversidad. Todas las estadísticas que se han podido establecer prueban que, a partir del siglo XVIII, las mujeres escriben más y abordan dominios nuevos. En Venecia, en el siglo XVI, sólo habían publicado 49 obras, mientras que en el siglo XVII llegaron a 76. De 1700 a 1750, publican 110, esto es, casi tantas como los hombres? Naturalmente, las novelas constituyen la gran mayoría, seguidas de la poesía; pero en estas estadísticas también se encuentran libros de historia seria, de filosofía, de polémica, de ciencia y de vulgarización científica, de traducciones de lenguas muertas o vivas, de piezas teatrales y de libretos de ópera (estos dos últimos géneros de escritos, por razones obvias, son más abundantes en Venecia que en otros sitios). y no hay que olvidar a las mujeres periodistas, de las que se hablará luego, ni a las que brillaron en las academias que florecieron por doquier, o las que lograron cátedras universitarias de letras, de derecho o de medicina. Esto no se produjo sin inconvenientes, ni fueron muchas, pero, al fin y al cabo, es un signo: el signo de que las mujeres estudiaban y se instruían cada vez más. Sería injusto olvidar que, en parte, habían adquirido esa capacidad gracias al sistema educativo que se había implantado en el siglo anterior, pero cuyos frutos sólo podían aparecer con el tiempo. Se conocían los límites de este sistema, puesto que era controlado por las iglesias, h tanto la católica como la protestante. Pero, finalmente, tuvo el a mérito de formar generaciones de lectoras, puesto que, evidentemente, la lectura era el primer peldaño, indispensable, de la culturización. El Saint-Cyr de Madame de Maintenon sólo es un ejemplo entre otros de los muchos establecimientos de educación que se e crearon durante la segunda mitad del siglo XVII, pero un ejemplo que merecer ser recordado, Pues no hay muchas internas que puet: dan jactarse de haber llevado a escena dos tragedias del más grande d de los dramaturgos de la época, en este caso, Jean Racine.
No obstante, entonces y siempre, son los salones los que difunden la cultura entre las mujeres, puesto que, una vez salidas del internado, no hay para ellas enseñanza superior, y, a decir verdad, ni d siquiera la hay de nivel secundario, Es interesante observar que los d salones, que en el siglo XVII proliferan prácticamente por doquier, son designados a veces con el nombre de «conversación», tanto en s Francia como en Italia, Montesquieu nos informa de que talo cual e dama de Milán «tenía un conversación», Como anécdota, señalemos que este autor agrega: «Lo que hay de noble en las conversaciones de Milán es que os sirven chocolate y refrescos y que no se prohíben a las cartas.. Como se advierte, las anfitrionas italianas no llevaban el d purismo al límite de prohibir el juego, como en ese mismo momento e hacía en Inglaterra el grupo de intelectuales al que, con nombre que haría fortuna, se llamaba Blue-Stockings. Pero, como también se advierte, en un salón, incluso cuando se juegue, hay siempre «conversación». Que el todo se designe por la parte prueba cuál era la razón de ser de estas reuniones. 
El epicentro de esta internacional de los salones que se constituye en la Europa de la Ilustración y que favorece la circulación de las ideas, es Francia, que desempeña por entonces un papel tan importante como el que había desempeñado un siglo antes en la fijación del modelo de los salones. Se sabe cuáles fueron las múltiples razones de ello, de las cuales sólo merece la pena recordar aquí una: la lengua francesa, tal como habían aspirado las preciosas, desarrolló todas sus potencialidades y se convirtió en una herramienta que se dominaba a la perfección, capaz de responder a todas las necesidades, que ni siquiera a los sabios se les ocurría recusar y que adopta la sociedad educada del extranjero. Por lo demás, los salones del siglo XVIII, a causa de los progresos de la instrucción, a causa de la evolución de las costumbres y de las ideas, ya no son tanto lugares pedagógicos y escuelas de galantería como antes. Esto ya está adquirido. Se convierten en cajas de resonancia para los autores, para los artistas y para las obras. Las anfitrionas, ellas mismas más libres de desplegar su espíritu y sus conocimientos, se ven obligadas, para competir con los cafés y los clubes, esos nuevos lugares de reunión y de intercambio, a acoger a una compañía más mezclada, más «intelectual»: Diderot reina en la casa de Mme. d'Epinay, Buffon en la de Mme. Necker, mientras que Voltaire es el ídolo del salón de Mme. du Chátelet, antes de serlo del salón de Mme. du Deffand. Los enciclopedistas son nuevos adherentes, brillantes pero demasiado entusiastas, y a las dueñas de casa no les alcanza todo su tacto para mantenerlos dentro de las reglas del buen comportamiento mundano. Para mayor seguridad, llegaban a consagrarles un «día» en particular. Pues, en estos salones que abrieron el camino a la Revolución Francesa, no se profesan el ateísmo ni la democracia. 
Que, a veces, talo cual autor sea el amante de la dueña de la casa, es absolutamente secundario: el amor-placer y el amor-hábito también han realizado progresos. Lo grave es el amor-pasión, cuando surge, pues deja fuera de disponibilidad a la anfitriona y puede ahuyentar a sus invitados habituales. 
En efecto, la disponibilidad es la primera de las cualidades que necesitan las mujeres que llevan un salón. Salvo la pasión o alguna otra desgracia, es una cualidad de la que están siempre provistas, pues, en caso contrario, no hacen carrera. Madame de Lespinasse recibió todos los días, de cinco de la tarde a nueve de la noche, durante doce años. Esto se debe, por otra parte, a que durante el tiempo en que sólo era la compañera sin fortuna de Madame du Deffand, había sabido quedar disponible para los visitantes cuando la dueña de casa descansaba, y así le había robado una parte de sus «habituales» y pudo separarse y fundar en otro sitio su propio salón con los tránsfugas, a cuya cabeza se hallaba d'Alembert. Drama mundano del que hoy, cuando ya no hay salones, no podemos hacernos una idea. 
Que Madame du Deffand fuera insomne y que se viera obligada a descansar a la siesta debido a la falta de descanso nocturno, nos recuerda que, a pesar de su apariencia, muchas anfitrionas del siglo XVIII pertenecían al mismo tipo de sus antecesoras. A menudo eran ansiosas, insatisfechas, que recibían a falta de saber crear y para matar la tristeza profunda que engendra la incapacidad de crear. O bien, como se habían instruido, estas mujeres sufrían sus carencias de manera mucho más dolorosa que las del siglo precedente. «No sabéis, y no podéis saber por vos mismo --escribe Madame du Deffand a Voltaire-cuál es el estado de quienes piensan, reflexionan, tienen alguna actividad y al mismo tiempo carecen de talento, de ocupación, de distracción... Ya no tengo otro recurso contra el ennui [tristeza profunda]; experimento la desgracia de una educación descuidada; la ignorancia hace muy pesada la vejez, tanto que me parece insoportable.» Voltaire consolaba a su amiga ensalzándole «el noble placer de sentirse de naturaleza diferente de los necios», pero, sobre todo, presentándole como único remedio posible lo que ella hacía, es decir, conducir la vida social: «No podéis hacer otra cosa que continuar reuniendo a vuestros amigos en torno a vos. La dulzura y la seguridad de la conversación es un placer tan real como el de una cita en la juventud.» Cita de espíritus, el único placer que queda, en efecto, cuando los cuerpos han dejado de seducir. Pero Madame du Deffand no quería contentarse con eso; insistía en creer que sólo eran felices las personas que nacen con talento, porque éstas no tienen necesidad del de los demás: «llevan su felicidad a todas partes y pueden prescindir de todo». Ilusión que, muy a pesar suyo, habría de disipar otra mujer. 
Esta mujer era el producto puro de un salón, que era a su vez un producto puro del siglo XVIII. Hablo del salón de Madame Necker. Allí se encontraba lo que no se hubiera encontrado jamás en casa de Madame Rambouillet: teóricos de economía y de política, filósofos, sabios, publicistas y una buena cantidad de extranjeros, que ejemplificaban el cosmopolitismo que constituye uno de los rasgos más característicos del siglo. En casa de los Necker, el cosmopolitismo comienza con la personalidad misma de los dueños de casa. La señora es natural de Vaud -Suiza-y ha estado antes enamorada de un inglés, Gibbon; el señor es un alemán de Ginebra, del que se ha dicho que nunca había tenido otra patria que no fuera adoptiva. Esta valdense y este alemán pasarán lo esencial de su vida en París y darán una hija en matrimonio a un sueco. 
Habiendo tenido a un pastor por padre (gran ventaja inicial), Suzanne Necker había recibido una instrucción bastante esmerada y, ya de muy joven, había contado con el ornamento de una pequeña academia literaria de Lausana. Una vez instalada en París, tras su matrimonio con el joven banquero Necker, se encontró desorientada en una capital y en un medio cuyo tono vivo, brillante, a veces ligero, tanto contrastaba con sus hábitos de suiza. Pero se adaptó, pues quería cooperar al ascenso de su marido, al que amaba y que la amaba, cosa rarísima. Para los financieros, para quienes comienza la edad de oro, la mundanidad y el mecenazgo son los medios por excelencia para obtener de una sociedad, que de hecho ya controlan, la consideración que todavía les escamotea. Así, pues, Madame Necker se dedicó a atender un salón. Responsable hasta el escrúpulo, preparaba y anotaba en ayudamemorias las opiniones que sostendría durante la comida ante sus convidados («Hablaré de la Felicidad pública y de Agathe al caballero de Chastellux: del amor, a Mme. d'Angiviller… Elogiar al señor Thomas por su poema de Jumonville... ). El «día» de Madame Neckerfue cuidadosamente elegido para no entrar en competencia con los lunes y los miércoles de Mme. Geoffrin, los martes de Helvecio, los jueves y domingos del barón d'Holbach. Como se ve, sólo quedaba el viernes; cabe preguntarse cómo los autores, corriendo de un salón a otro, tenían algo de tiempo para trabajar. Pero en un mundo sin radio y sin televisión. ¿dónde habría presentado sus obras y conseguido lo que todavía no se conocía como subvenciones? 
A los pies de Madame Necker, sentada en un taburete de madera que la obligaba a mantener recto el busto, solía estar, y cada vez más a menudo, una niña, Germaine, la hija única de los señores de la casa y que tal vez debiera a ello la ventaja de ser admitida tan joven en el salón materno. Permanecía en silencio, como lo exigía la buena educación, pero, cuando uno de los asistentes se le acercaba para interesarse por sus estudios, sus lecturas, respondía con sorprendente facilidad, facilidad que, después de unos años. dejó de sorprender, pues todos comprendieron que se trataba de una inteligencia excepcional: «Las luciérnagas-decía Madame Necker-son la imagen de las mujeres; en tanto permanecen en la oscuridad, uno se siente como vida por su brillo; pero apenas quieren aparecer a la luz del día, se las desprecia y sólo se ven sus defectos.» Desde que Germaine se convirtió en una adolescente, fue evidente que no se contentaría con el débil brillo de la luciérnaga. Discretamente apoyada por su padre (signo de los tiempos este interés por una niña y la camaradería entre un padre y su hija), Germaine llegó a ser, más que su madre, la atracción del salón Necker. Ella regía allí el buen orden de las conversaciones, ayudada por una aplicación concienzuda y por papelitos con anotaciones. Pues, mientras una «discusión fundamental», una vez lanzada, se desarrollaba entre los grandes hombres presentes, Germaine conversaba en su rincón con los personajes menores. Pero lo que se oía de sus opiniones era tan interesante y espiritual, que uno de los grandes hombres, luego otra -que podían ser Buffon, Marmontel, Grimm, Diderot, Gibbon, Bernardin de Saint-Pierre-se separaba del grupo en el que debía permanecer para acercarse a ella y hablarle; ella respondía y sus respuestas atraían a otros invitados. Necker mismo no podía sustraerse a escuchar con un oído las opiniones de su hija y sonreír. 
Incluso después de su matrimonio con el embajador de Suecia, en 1786, Germaine siguió siendo el adorno del salón de su madre. La única diferencia estribaba en que entonces se llamaba ya Madame de Staël. 
Efectivamente, era la que pronto se haría famosa como Madame de Staël, quien, con excepción de una gran belleza, contó con todas las oportunidades que las hijas de su tiempo no tenían todavía o no tenían todas juntas: dinero, afecto de los padres, situación mundana, un padre ministro y, sobre todo, instrucción y talento. Como los tiempos habían cambiado -¡Y de qué manera en 1789!- también gozó de la oportunidad de poder amar, de poder publicar con su nombre y alcanzar con ello la gloria. Con todo eso, a pesar de todo eso, no fue feliz. Las du Deffand y otras habían muerto a tiempo para no leer en Corinne esta frase desesperante y desesperada: «La gloria, para una mujer, no es sino el espléndido luto de la felicidad.» 



EnHistoria de las mujeres en Occidente. Tomo 6: Del Renacimiento a la Edad Moderna. Bajo la dirección de Georges Duby y Michelle Perrot. Taurus Ediciones, 1993. Págs. 163-189. Traducción de Marco Aurelio Galmarini. 



Jorge Luis Borges – Credo de poeta

$
0
0



Mi propósito era hablar del credo del poeta, pero, al examinarme, me he dado cuenta de yo sólo tengo un credo vacilante. Este credo quizá me sea útil a mí, pero difícilmente servirá a otros. 
De hecho, considero todas las teorías poéticas meras herramientas para escribir un poema. Supongo que deben de existir muchos credos, tantos como religiones o poetas. Aunque al final diré algo sobre mis aversiones a la hora de escribir poesía, creo que empezaré con algunos recuerdos personales, los recuerdos no sólo de un escritor sino también de un lector. 
Me considero esencialmente un lector. Como saben ustedes, me he atrevido a escribir; pero creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito. Pues uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede. 
Mi memoria me devuelve a una tarde de hace sesenta años, a la biblioteca de mi padre en Buenos Aires. Estoy viendo a mi padre; veo la luz de gas; podría tocar los anaqueles. Sé exactamente dónde encontrar Las mil y una noches de Burton y La conquista del Perú de Prescott, aunque la biblioteca ya no exista. Vuelvo a aquella vieja tarde suramericana y veo a mi, padre. Lo estoy viendo ahora mismo y oigo su voz, que pronuncia palabras que yo no entendía, pero que sentía. Esas palabras procedían de Keats, de su Oda a ruiseñor. Las he vuelto a leer muchas veces, como ustedes, pero me gustaría repasarlas de nuevo. Creo que le gustará al fantasma de mi padre, si está cerca. 
Los versos que recuerdo son los que en este momento les vienen a ustedes a la memoria:

Thou wast not born for death, immortal Bird! 
No hungry generations tread thee down; 
The voice 1 hear this passing night was heard 
In ancient days by emperor and clown: 
Perhaps the self-same song that found a path 
Through the sad heart of Ruth, when, sick for home, 
She stood in tears amid the alien corn 
(Tú no has nacido para la muerte, ¡inmortal pájaro! 
No han de pisotearte otras gentes hambrientas; 
la voz que oigo esta noche fugaz es la que oyeron 
en los días antiguos el labriego y el rey; 
quizá este mismo canto se abrió camino al triste 
corazón de Ruth, cuando, con nostalgia de hogar, 
llorando se detuvo en el trigal ajeno.) 
Yo creía saberlo todo sobre las palabras, sobre el lenguaje (cuando uno es niño, tiene la sensación de que sabe muchas cosas), pero aquellas palabras fueron para mí una especie de revelación. Evidentemente, no las entendía. ¿Cómo podía entender aquellos versos que consideraban los pájaros -a los animales- como algo eterno, atemporal, porque vivían en el presente? Somos mortales porque vivimos en el pasado y el futuro: porque recordamos un tiempo en el que no existíamos y prevemos un tiempo en el que estaremos muertos. Esos versos me llegaban gracias a su música. Yo había considerado el lenguaje como una manera de decir cosas, de quejarse, o de decir que uno estaba alegre, o triste. Pero cuando oí aquellos versos (y, en cierto sentido, llevo oyéndolos desde entonces) supe que el lenguaje también podía ser una música y una pasión. Y así me fue revelada la poesía. 
Le doy vueltas a una idea: la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve cara a cara consigo mismo. Imagino que cuando Judas besó a Jesús (si es verdad que lo besó) sentiría en ese momento que era un traidor, que ser un traidor era su destino y que le era leal a ese destino aciago. Todos recordamos La roja insignia del valor, la historia de un hombre que no sabía si era un cobarde o un valiente. Entonces llega el momento y averigua quién es. Cuando yo, oí aquellos versos de Keats, inmediatamente me di cuenta de que aquello era una experiencia importante. y no he dejado de darme cuenta desde entonces. Y quizá desde aquel momento (debo exagerar por el bien de la conferencia) me consideré un «literato». 
Es decir, me han sucedido muchas cosas, como a todos los hombres. He encontrado placer en muchas cosas: nadar, escribir, contemplar un amanecer o un atardecer, estar enamorado. Pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras y la posibilidad de entretejer y transformar esas palabras en poesía. Al principio, ciertamente, yo sólo era un lector. Pero pienso que la felicidad del lector es mayor que la del escritor, pues el lector no tiene por qué sentir preocupaciones ni angustia: sólo aspira a la felicidad. Y la felicidad, cuando eres lector, es frecuente. Así, antes de pasar a hablar de mi obra literaria, me gustaría decir unas palabras sobre los libros que han sido importantes para mí. Sé que esa lista abundará en omisiones, como todas las listas. De hecho, el peligro de hacer listas es que las omisiones prevalecen y hay quien piensa que uno carece de sensibilidad. 
Hablaba hace un momento de Las mil y una noches de Burton. Cuando pienso estrictamente en Las mil y una noches, no pienso en los múltiples, pesados y pedantes (o, mejor, afectados) volúmenes, sino en lo que yo llamaría las verdaderas Mil una noches: las de Galland y, quizá, las de Edward William Lane. La mayoría de mis lecturas ha sido en la mayoría de los libros me ha llegado en inglesa, y estoy profundamente agradecido por ese privilegio. 
Cuando pienso en Las mil y una noches, lo primero que tengo es una sensación de inmensa libertad. Pero, a la vez, sé que el libro. aunque inmenso y libre, obedece a un número limitado de esquemas. Por ejemplo, el número tres aparece con mucha frecuencia. Y no encontramos personajes; o, mejor, encontramos personajes planos (con excepción, quizá, del barbero silencioso). Encontramos hombres perversos y hombres buenos, recompensas y castigos, anillos mágicos y talismanes. 
Aunque somos propensos a pensar que el tamaño, en sí mismo, puede ser algo brutal, creo que abundan los libros cuya esencia radica en su gran extensión. Por ejemplo, en el caso de Las mil)' noches, cabe pensar que el libro es voluminoso, que la historia no termina nunca, que jamás llegaremos al fin. Puede que nunca recorramos las mil y una noches, pero el hecho de que estén ahí añade, en cierta medida, grandeza al asunto. Sabemos que podemos ahondar más, que podemos seguir recorriendo las páginas, y que las maravillas, los magos, las tres bellas hermanas siempre estarán ahí, esperándonos. 
Hay otros libros que me gustaría recordar: Huckleberry Finn, por ejemplo, que fue uno de los primeros que leí. He vuelto a leerlo muchas veces desde entonces, y también Roughing lt (los primeros días en California), Lije on the Mississippi, y otros. Si yo analizara Huckleberrv Finn, diría que, para crear un gran libro, quizá lo único necesario, fundamental y sencillísimo, sea esto: debe haber algo grato a la imaginación en la estructura del libro. En el caso de Huckleberry Finn, sentimos que la idea del negro, del chico, de la balsa, del Mississippi, de las largas noches, son ideas gratas a la imaginación, y la imaginación las acepta. 
También me gustaría decir algo sobre el Quijote. Fue uno de los primeros libros que leí de principio a fin. Recuerdo los grabados. Uno sabe tan poco sobre sí mismo' que, cuando leí el Quijote, pensaba que lo leía por el placer que encontraba en el estilo arcaico yen las aventuras del caballero y el escudero. Ahora pienso que mi placer tenía otra raíz: que procedía de la personalidad del caballero. Ya no estoy seguro de que me crea las aventuras ni las conversaciones entre el caballero y el escudero, pero sé que creo en el personaje del caballero, y supongo que las aventuras fueron inventadas por Cervantes para mostrarnos el carácter del héroe. 
Lo mismo cabría decir de otro libro, que podríamos llamar un clásico menor. Lo mismo podría decirse del señor Sherlock Holmes y el doctor Watson. No estoy seguro de si creo en el sabueso de los Baskerville. Estoy seguro de que no creo que me aterrorice un perro pintado de pintura luminosa. Pero estoy seguro de que creo en el señor Sherlock Holmes y en la extraña amistad entre éste y el doctor Watson. 
Evidentemente, uno nunca sabe lo que traerá el futuro. Supongo que el futuro, a la larga, traerá todas las cosas, así que podemos imaginar un día en el que don Quijote y Sancho, Sherlock Holmes y el doctor Watson seguirán existiendo, aunque todas sus aventuras hayan sido olvidadas. Pero los hombres, en otros idiomas, seguirán inventando historias para atribuírselas esos personajes: historias que serán espejos de los personajes. Es algo, a mi entender, posible. 
Ahora saltaré por encima de los años e iré a Ginebra. Yo era entonces un joven muy desdichado. Supongo que los jóvenes son aficionados a la infelicidad: ponen lo mejor de sí mismos en ser infelices, y generalmente lo consiguen. Entonces descubrí a un autor que, sin duda, era un hombre muy feliz. Debió de ser en cuando accedí a Walt Whitman, y entonces sentí vergüenza de mi infelicidad. Sentí vergüenza, pues había intentado ser aun más infeliz gracias a la lectura de Dostoievski. Ahora, cuando he vuelto a leer a Walt Whitman, y también algunas biografías suyas, supongo que quizá cuando Walt Whitman leía sus Hojas de hierba se decía a sí mismo: 
«Oh! if only I were Walt Whitman, a kosmos, of Manhattan the son!» («Ah, ¡si yo fuera Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan!»). Porque indudablemente extrajo a «Walt Whitman» de sí mismo: una especie de proyección fantástica. 
Al mismo tiempo, descubrí también a un escritor muy distinto. Descubrí también -y también me impresionó mucho- a Thomas Carlyle. Leí Sartor Resartus y puedo recordar muchas de sus páginas: me las sé de memoria. Carlyle me empujó a estudiar alemán. Me acuerdo de que compré el Lyrisches Intermezzo de Heine y un diccionario alemán-inglés. Al poco tiempo, me di cuenta de que podía prescindir del diccionario y continuar la lectura sobre sus ruiseñores, sus lunas, sus pinos, su amor. 
Pero lo que yo realmente buscaba y no encontré en aquel tiempo fue la idea de germanismo. La idea, a mi parecer, no había sido desarrollada por los propios germanos, sino por un caballero romano, Tácito. Carlyle me indujo a pensar que podría encontrarla en la literatura alemana. Encontré otras muchas cosas; le estoy muy agradecido a Carlyle por haberme remitido a Schopenhauer, a Hólderlin, a Lessing, y otros. Pero la idea que yo tenía -la idea de unos hombres que no tenían nada de intelectuales, sino que vivían entregados a la lealtad, al valor y a una varonil sumisión al destino-no la encontré, por ejemplo, en el Cantar de los nibelungos. Aquello me parecía demasiado romántico. Muchos años después encontré lo que buscaba en las sagas escandinavas y en el estudio de la antigua poesía inglesa. 
Allí encontré por fin lo que había buscado cuando era joven. En el inglés antiguo descubrí una lengua áspera, pero cuya aspereza producía cierta belleza y cierta emoción profunda (aunque, quizá, careciera de un pensamiento profundo). Creo que, en poesía, la emoción es suficiente. Si hay emoción, ya es bastante. Me llevó a estudiar inglés antiguo mi inclinación por la metáfora. Había leído en Lugones que la metáfora era el elemento esencial de la literatura, y acepté aquel aforismo. Lugones escribió que todas las palabras eran originariamente metáforas. Es cierto, pero también es verdad que, para comprender la mayoría de las palabras, hemos de olvidar el hecho de que sean metáforas. Por ejemplo, si digo «El estilo debe ser llano», no creo que debamos recordar que «estilo» («stylus») significaba 'pluma', y que «llano» significa 'plano', porque en ese caso nunca lo entenderíamos. 
Permítanme volver de nuevo a los días de mi juventud y recordar a otros autores que me impresionaron. Me pregunto si se ha destacado muchas veces que Poe y Wilde son en realidad escritores para jóvenes. Por lo menos, los cuentos de Poe me impresionaron cuando yo era un muchacho, pero apenas si soy capaz de volver a leerlos ahora sin una sensación de incomodidad por el estilo del autor. De hecho, casi puedo entender lo que Emerson quería decir cuando llamó a Edgar Allan Poe el hombre ripio. Supongo que el hecho de ser un escritor para jóvenes puede ser aplicado a otros muchos. En algunos casos, tal descripción es injusta: en Stevenson, por ejemplo, o Kipling; pues, aunque escriben para jóvenes, también escriben para hombres. Pero hay otros escritores a los que uno debe leer cuando es joven, porque si uno se acerca a ellos cuando es viejo y canoso, cargado de años, entonces su lectura difícilmente será un placer. Quizá sea una blasfemia decir que para disfrutar a Baudelaire y Poe tenemos que ser jóvenes. Después es difícil. Uno tiene que aguantar demasiado; uno tiene que pensar en la historia. 
En cuanto a la metáfora, debo añadir que ahora sé que la metáfora es mucho más complicada de lo que yo creía. No es simplemente una comparación entre dos cosas: decir «la luna es como...». No. Exige un método más sutil. Pensemos en Robert Frost. Ustedes, por supuesto, recuerdan los versos: 

For I have promises to keep, 
And miles to go before I sleep, 
And miles to go before I  sleep. 
(Pues tengo promesas que cumplir
millas por hacer antes de dormir,
 y millas por hacer antes de dormir.) 
Si tomamos los dos últimos versos, el primero -«Y millas por hacer antes de dormir»- es una afirmación: el poeta piensa en las millas Y el sueño. Pero, cuando lo repite, «Y millas por hacer antes de dormir,» el verso se convierte en una metáfora; pues «millas» significa 'días', mientras presumiblemente signifique 'morir'. Quizá yo no debería señalarles esto. Quizá el placer no radique en que traduzcamos «millas» por 'años' Y «sueno» por 'muerte', sino, más bien, en intuir la implicación. 
Lo mismo podríamos decir de otro excelente poema de Frost, «Acquainted with the Night». Al principio, «I have been one acquainted with the night» quizá signifique literalmente lo que dice. Pero el verso se repite al final: 

One luminary dock against the sky, 
the time was neither wrong nor right. 
I have been one acquainted with the night. 
(Un reloj luminaria en el cielo 
proclamaba que el tiempo no era falso ni verdadero. 
He sido uno de los que conocido noche.) 

Y entonces nos inclinamos a considerar la noche como una imagen del mal (del mal sexual, me parece). 
He hablado hace un momento de don Quijote y Sherlock Holmes; he dicho que puedo creer en los personajes pero no en sus aventuras, y difícilmente en las que los autores ponen en sus labios. Ahora nos preguntamos si es posible encontrar un libro donde ocurriera exactamente lo contrario. ¿Podríamos encontrar un libro cuyos personajes nos parecieran inverosímiles, pero en el que la historia nos pareciera creíble? Recuerdo, en este punto, otro libro que me impresionó: Moby Dick, de Melville. No estoy seguro de si creo en el capitán Ahab, no estoy seguro de creer en su pugna con la ballena blanca; apenas si puedo distinguir a los personajes. Pero me creo la historia: es decir, creo en ella como en una especie de parábola (aunque no sé exactamente sobre qué: quizá sea una parábola sobre la lucha contra el mal, sobre la manera errada de combatir el mal). Me pregunto si hay otros libros sobre los que se pueda decir lo mismo. En The Progress, pienso que creo tanto en la alegoría como en los personajes. Pero habría que mirarlo. 
Recuerden que los gnósticos decían que la Única manera de librarse de un pecado era cometerlo, que después uno se arrepentía. En lo que se refiere a la literatura, esencialmente tenían razón. Si he alcanzado la felicidad de escribir cuatro o cinco páginas tolerables después de escribir quince volúmenes intolerables, logré esa proeza no sólo a través de muchos años sino también gracias al método de la tentativa y el error. Creo que no he cometido todos los errores posibles -porque los errores son innumerables-, pero sí muchos de ellos. 
Por ejemplo, yo empecé, como la mayoría de los jóvenes, creyendo que el verso libre era más fácil que las formas sujetas a reglas. Hoy estoy casi seguro de que el verso libre es mucho más difícil que las formas medidas y clásicas. La prueba -si es necesaria- es que la literatura comienza con el verso. Supongo que la explicación podría ser que una vez que se desarrolla un modelo -un modelo de rimas, de asonancias, de aliteraciones, de sílabas largas y breves-sólo hay que repetirlo. Mientras que, si se ensaya la prosa (y la prosa, evidentemente, aparece después del verso), entonces se necesita, como señaló Stevenson, un modelo más sutil. Pues el oído, por inducción, espera algo, pero no llega a obtener lo que espera. Recibe otra cosa; y esa otra cosa puede ser, en cierto sentido, una decepción y también una satisfacción. Así que, a menos que tomen ustedes la precaución de ser Walt Whitman o Carl Sandburg, el verso libre es más difícil. Al menos, yo he llegado a saber, ahora que estoy cerca del final del viaje, que las formas poéticas clásicas son más fáciles. Otra ventaja, otra comodidad, puede radicar en el hecho de que, una vez que se escribe cierto verso, una vez que uno se conforma con cierto verso, ya se ha sometido a cierta rima. Y, dado que las rimas no son infinitas, el trabajo será más fácil. 
Evidentemente, lo importante es lo que hay detrás del verso. Empecé intentando -como todos los jóvenes-disfrazarme. Al principio estaba tan despistado que, en la época en que leía a Carlyle y Whitman, creía que la forma de escribir en prosa de Carlyle era la única posible, y que la forma de escribir poesía de Whitman era la única posible. No hice nada en absoluto por conciliar el hecho verdaderamente extraño de que esos dos hombres antagónicos hubieran alcanzado la perfección de la prosa y el verso. 
Cuando empecé a escribir, siempre me decía que mis ideas eran muy superficiales, que si las conociera el lector, me despreciaría. Así que me disfrazaba. Al principio, intenté ser un escritor español del siglo XVII con cierto conocimiento del latín. Mi conocimiento del latín era más bien escaso. Ya no me considero un escritor español del siglo XVII, y mi intento de ser Sir Thomas Browne en español fracasó por completo. O quizá estos personajes produjeron una docena de líneas sonoras. Evidentemente, yo aspiraba al estilo artificioso, a los pasajes decorativos. Ahora pienso que el estilo artificioso es un error, porque es un signo de vanidad, y el lector lo considera un signo de vanidad. Si el lector piensa que tienes un defecto moral, no existe la más mínima razón para que te admire o te soporte. 
Entonces incurrí en un error muy común: hice cuanto pude por ser -entre todas las cosas- moderno. Hay un personaje en los Wilhelm Meisters Lehrjahre de Goethe que dice: «Sí, puedes decir de mí lo que te parezca, pero nadie negará que soy un contemporáneo». No veo diferencia entre ese personaje absurdo de la novela de Goethe y el deseo de ser moderno. Porque somos modernos; no tenemos que afanarnos en ser modernos. No es un caso de contenidos ni de estilo. 
Si consideramos Ivanhoe de Sir Walter Scott, o (por poner otro ejemplo muy distinto) Salammbô de Flaubert, podríamos decir la fecha en que esos libros fueron escritos. Aunque Flaubert llamó a Salammbô un «roman cartaginois» «novela cartaginesa») , cualquier lector que se precie sabrá después de leer la primera página que el libro no fue escrito en Cartago, sino que lo escribió un francés muy inteligente del siglo XIX. En cuanto a Ivanhoe, no nos engañan los castillos ni los caballeros ni los porqueros sajones, ni nada por el estilo. En todo momento, sabemos que estamos leyendo a un escritor de los siglos XVIII o XIX. 
Además, somos modernos por el simple hecho de que vivimos en el presente. Nadie ha descubierto todavía el arte de vivir en el pasado, y ni siquiera los futuristas han descubierto el secreto de vivir en el futuro. Somos modernos, lo queramos o no. Quizá el hecho mismo de mi modernidad galopante sea una forma de ser moderno. 
Cuando empecé a escribir relatos, hice lo posible por adornarlos. Trabajé el estilo, y alguna vez aquellos relatos quedaron ocultos bajo múltiples capas. Por ejemplo, imaginé un argumento bastante bueno, y escribí el cuento «El inmortal» La idea que subyace al relato -y la idea podría sorprender a cualquiera de ustedes que lo haya leído- es que, si un hombre fuera inmortal, con el correr de los años (y, evidentemente, el correr duraría muchos años), lo habría dicho todo, hecho todo, escrito todo. Tomé como ejemplo a Homero; me lo imaginaba (si realmente existió) en el trabajo de escribir su Iliada. Luego Homero seguiría viviendo y cambiaría conforme cambiaran las generaciones. Con el tiempo, evidentemente, olvidaría el griego, y un día olvidaría que había sido Homero. Llegaría un momento en que no sólo consideraríamos -la traducción de Homero que hizo Pope como una obra de arte admirable (cosa que, evidentemente, es), sino como fiel al original. La idea de Homero que olvida que fue Homero se esconde bajo las múltiples estructuras que yo entretejo alrededor del libro. De hecho, cuando volví a leer ese cuento hace un par de años, me pareció pesado, y tuve que remontarme a mi antiguo proyecto para ver que hubiera sido un buen relato si yo me hubiera limitado a escribirlo con sencillez y no hubiera consentido tantos pasajes decorativos ni tantas metáforas ni adjetivos tan extraños. 
Creo que he alcanzado, si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común. Me considero un escritor. ¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero (lo. puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como verdadero porque es fiel a algo más profundo. Cuando escribo un relato, lo escribo porque creo en él: no como uno cree en algo meramente histórico, sino, más bien, como uno cree en un sueño o en una idea. 
Creo que quizá nos despiste uno de los estudios que más valoro: el estudio de la historia de la literatura. Me pregunto (espero que no sea una blasfemia) si no le prestamos demasiada atención a la historia. Atender a la historia de la literatura -o de cualquiera otra arte, si vamos a eso-es en realidad una forma de incredulidad, de escepticismo. Si me digo, por ejemplo, que Wordsworth y Verlaine fueron excelentes poetas del siglo XIX, corro el peligro de pensar que el tiempo los ha destruido en cierta medida, que ya no son tan buenos como fueron. Creo que la idea antigua de que podemos reconocer la perfección del arte sin tener en cuenta las fechas era mejor. 
He leído algunas historias de la filosofía india. Los autores (ingleses, alemanes, franceses, americanos) siempre se asombran de que en la India la gente no tenga sentido de la historia, de que traten a todos los pensadores como si fueran contemporáneos. Traducen las palabras de la filosofía antigua a la moderna jerga de la filosofía de hoy. Pero esto significa algo magnífico: confirma la idea de que uno cree en la filosofía o de que uno cree en la poesía; de que las cosas que fueron bellas pueden ser bellas aún. 
Aunque supongo que soy completamente antihistórico cuando digo esto (puesto que, evidentemente, los significados y connotaciones de las palabras cambian), sigo pensando que hay versos -por ejemplo, cuando Virgilio escribió «Ibant obscuri sola sub nocte per umbram- (me pregunto si habré escandido el verso como debiera: mi latín está bastante oxidado), o cuando un antiguo poeta inglés escribió «Norpan sniwde...o cuando leemos «Music to hear, why hear'st thou music sadly? / Sweets with sweets war not, joy delights in joy»- en los que, en cierta medida, estamos más allá del tiempo. Pienso que hay eternidad en la belleza; y esto, por supuesto, es lo que Keats tenía en mente cuando escribió «A thing of beauty is a joy forever» («Lo bello es gozo para siempre»). Aceptamos este verso, y lo aceptamos como una especie de verdad, como una especie de fórmula. Alguna vez tengo el coraje y la esperanza suficientes para pensar que puede ser verdad: que, aunque todos los hombres escriben en el tiempo, envueltos en circunstancias y accidentes y frustraciones temporales, es posible alcanzar, de algún modo, un poco de belleza eterna. 
Cuando escribo intento ser leal a los sueños y no a las circunstancias. Evidentemente, en mis relatos (la gente me dice que debo hablar de ellos) hay circunstancias verdaderas, pero, por alguna razón, he creído que esas circunstancias deben siempre contarse con cierta dosis de mentira. No hay placer en contar una historia como sucedió realmente. Tenemos que cambiar alguna aunque nos parezca insignificante; si no es así, no nos consideramos artistas sino, quizá, meros periodistas o historiadores. Aunque imagino que los verdaderos historiadores siempre han sabido que pueden ser tan imaginativos corno los novelistas. Por ejemplo, cuando leemos a Gibbon, el placer que nos causa es equiparable al de leer a un gran novelista. Después de todo, sabe muy poco sobre sus personajes. Me figuro que hubo de imaginar las circunstancias. Debió de pensar que había creado, en cierto sentido, la decadencia y caída del Imperio Romano. y lo hizo tan maravillosamente que no necesito otra explicación. 
Si tuviera que aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente: lo invitaría a manosear lo menos posible su propia obra. No creo que retocar y retocar haga ningún bien. Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades: su voz natural, su ritmo. No creo que ninguna corrección superficial resulte útil entonces. 
Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo. Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que ya no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso una palabra, ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa esa palabra. Si no, la palabra no significará nada para ustedes. Pienso que sólo podemos aludir, sólo podemos intentar que el lector imagine. Al lector, si es lo bastante despierto, puede bastarle nuestra simple alusión. 
Es algo que favorece la eficacia, y en mi caso también la pereza. Me han preguntado por qué nunca he intentado escribir una novela. La pereza, por supuesto, es la primera explicación. Pero hay otra. Nunca he leído una novela sin cierta sensación de aburrimiento. Las novelas incluyen material de relleno; creo, por lo que sé, que el material de relleno puede ser una parte esencial de la novela. Pero he leído y vuelto a leer una y otra vez muchos relatos breves. Entiendo que en un relato breve de, por ejemplo, Henry James o Rudyard Kipling podemos encontrar tanta complejidad -y de un modo más agradable como en una larga novela. 
Pienso que mi credo se reduce a esto. Cuando prometí un «credo de poeta» yo pensaba, demasiado crédulo, que, después de dar cinco conferencias, desarrollaría en el proceso alguna especie de credo. Pero entiendo que debo decirles que no tengo ningún do en particular, excepto las pocas precauciones y dudas sobre las que les he venido hablando. 
Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma. Por ejemplo, considero a la literatura francesa una de las mayores literaturas del mundo (y supongo que nadie lo pone en duda). Pero me he visto obligado a pensar que los autores franceses son, por lo general, demasiado conscientes de sí mismos. Lo primero que hace un escritor francés es definirse a sí mismo, antes, incluso, de saber lo que va a escribir. Dice: «¿Qué escribiría, por ejemplo, un católico en tal o cual provincia, y socialista hasta cierto punto?». O: «¿Cómo deberíamos escribir después de la Segunda Guerra Mundial?». Supongo que hay mucha gente en el mundo que se agobia con estos problemas ilusorios: 
Cuando escribo (pero quizá yo no sea un buen ejemplo, sino sólo una terrible advertencia), intento olvidarlo todo sobre mí. Me olvido de mis circunstancias personales. No intento, como alguna vez lo intenté, ser un «escritor suramericano». Sólo intento transmitir el sueño. Y si el sueño es confuso (en mi caso, suele serlo), no intento embellecerlo, ni siquiera comprenderlo. Quizá haya hecho bien, pues cada vez que leo un artículo sobre mí -y, no sé por qué, parece haber muchísima gente dedicándose precisamente a eso-, generalmente quedo sorprendido y muy agradecido por los profundos significados que descifran en esos más bien azarosos apuntes míos. Evidentemente, les estoy agradecido, pues considero la literatura como una especie de colaboración. Es decir, el lector contribuye a la obra, enriquece el libro. y sucede lo mismo cuando se da una conferencia. 
Quizá piensen ustedes que han oído una buena conferencia. En ese caso, debo darles las gracias, porque, después de todo, ustedes han trabajado conmigo. Si no hubiera sido por ustedes, no creo que las conferencias hubieran sido especialmente buenas, ni siquiera tolerables. Espero que hayan colaborado conmigo esta noche. y puesto que esta noche es distinta de otras noches, me gustaría decirles algo sobre mí mismo. 
Llegué a Estados Unidos hace seis meses. En mi país soy prácticamente (para repetir el título de un famoso libro de Wells) el Hombre Invisible. Aquí soy, en cierta medida, visible. Aquí la gente me ha leído; me han leído hasta tal punto que me interrogan severamente sobre relatos que yo he olvidado por completo. Me preguntan por qué Fulano guardaba silencio antes de contestar, y yo me pregunto de qué Fulano se trataba, por qué guardaba silencio, qué contestó. Dudo si decirles la verdad. Digo que Fulano guardaba silencio antes de contestar porque generalmente uno guarda silencio antes de contestar. y, sin embargo, todas estas cosas me han hecho feliz. Creo que ustedes se equivocan totalmente si admiran (me pregunto si es así) mi literatura. Pero lo considero un error muy generoso. Creo que uno debería tratar de creer en las cosas, aunque las cosas acaben defraudándonos. 
Si ahora bromeo, lo hago porque siento algo en mi interior. Estoy bromeando porque siento lo que esto significa para mí. Sé qué recordaré esta noche. y me preguntaré: «¿Por qué no dije lo que tenía que decir? ¿Por qué no dije lo que han significado para mí estos meses en Estados Unidos, lo que tantos amigos conocidos y desconocidos han significado para mí?». Pero supongo que, en cierta medida, les llega mi emoción. 
Me han pedido que diga algunos versos míos, así que voy a recordar un soneto, el soneto sobre Spinoza. El hecho de que muchos de ustedes no sepan español mejorará el soneto. Como he dicho, el significado no es importante: lo que importa es cierta música, cierta manera de decir las cosas. Quizá, incluso si la música falta, ustedes la sientan. O, mejor, puesto que sé que son tan amables, la inventen por mí. 
Y ahora pasemos al soneto, «Spinoza»: 

Las traslúcidas manos del judío 
labran la penumbra los cristales 
y la tarde que muere miedo y frío. 

 (Las tardes a las tardes son iguales.) 

Las manos y espacio de jacinto 
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto 
que está soñando un claro laberinto. 

No lo turba la fama, ese reflejo 
de sueños en el sueño de otro espejo, 
ni el temeroso amor de las doncellas. 

Libre de la metáfora y del mito, 
labra un arduo cristal: el infinito 
mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.


Borges, Jorge Luis, Arte poética. Editorial Crítica. Barcelona, 2001. Págs. 119-145. (Seis conferencias sobre poesía pronunciadas en inglés en la Universidad de Harvard durante el curso 1967-1968).  Traducción de Justo Navarro.





Werner Sombart – La pasión por el oro y el dinero

$
0
0



Si no toda la Historia europea, al menos la del espíritu capitalista tuvo su principio en la lucha de dioses y hombres por la posesión del oro nefasto. 
La Voluspa nos narra cómo la fusión del legendario reino acuático de los Wanes con el imperio de la luz de los Ases llenó el mundo de lucha y de pecado, y cómo esto fue motivado por el oro, propiedad del reino del agua, que vino a parar a manos de los Ases por mediación de los gnomos que trabajan en las profundidades de la tierra y tienen fama de robar oro y de ser hábiles orífices. El oro, símbolo de la tierra que aflora a la luz con sus semillas y frutos dorados, despertando la envidia y la querella, símbolo de esta tierra que se convierte en escenario de vicios y crímenes, representa el codiciado y ansiado poder, el esplendor que embarga los sentidos (1)Con estas profundas reflexiones los Eddas sitúan el ansia de oro en el centro de la Historia mundial:

Bien conocí la canción de la guerra, que resuena en el mundo 
desde que los dioses molieron y fundieron por primera vez 
la masa dorada en el recinto del padre de la discordia 
cociendo tres veces a la tres veces nacida. 
Adondequiera que llega, se le da la bienvenida. 
Ante la hechicera, incluso los lobos se vuelven mansos; 
por sus artes mágicas y sus fuerzas ocultas, 
es venerada siempre por los malos. 
……………………………………………
Ahora se degüellan entre sí los hermanos y se convierten en asesinos; 
los hijos traman la perdición de la estirpe; 
Los abismos retumban; el espíritu de la codicia cabalga: 
nadie respeta a nadie. 
¿Lo sabíais? 

Así reza «el mensaje de Wala». 

Así, pues, esto te aconsejo, Sigfrido: no desoigas mis palabras 
y márchate al galope de aquí; 
el sonido de este oro, la llama de este tesoro, 
estos anillos te han de asesinar; 

exhorta Fafner, pero Sigfrido replica: 

Ya has dado tu consejo; pero yo dirijo mi caballo 
hacia la llanura, al lugar del tesoro, 
oro apetece gustoso todo el mundo. 

¡Y también Sigfrido! 
La leyenda no hace más que reflejar la realidad. Todo parece confirmar que antiguamente, en los pueblos de la joven Europa, aunque acaso al principio sólo en las clases superiores, se despertó una sed insaciable de oro. Los orígenes de esta codicia se pierden en las insondables tinieblas de la Prehistoria. Pero hemos de suponer que su desarrollo cubrió las mismas etapas que en otros pueblos. 
Al comienzo de la cultura sólo encontramos el gusto por el adorno, por el esplendor centelleante de los metales preciosos que se utilizan entonces como aderezo. 
Después el placer consistió en el máximo ornato. A esto se añade más tarde el placer por la posesión de muchas alhajas, el cual se convierte fácilmente en un placer por la posesión de muchos objetos de adorno. 
La primera cima que alcanza esta carrera en pos del oro es el placer por la pura posesión del precioso metal, sea cual sea la forma en la que se presente, si bien continúa prefiriéndose en formas estéticas. 
Es la época de la acumulación de tesoros. Los primeros documentos históricos que nos hablan de la actitud de los pueblos germanos en relación con el oro (y la plata) datan precisamente de esa época. El afán de acumular «tesoros» constituye un fenómeno tan importante en la historia de los pueblos europeos que merece ser estudiado con algún detalle. Por ello ofrezco aquí algunos párrafos extraídos de la vívida exposición que hace Gustav Freytag de estos fenómenos y circunstancias de la Baja Edad Media (2)
Los germanos eran un pueblo sin dinero cuando se lanzaron contra las fronteras romanas; la moneda romana de plata entonces en curso era mala ya desde el siglo III, mero cobre plateado de valor inestable. Así, pues, fue el oro lo primero que cautivó el deseo de los germanos. Pero no les gustaba como metal acuñado, lo codiciaban como adorno de guerra y para las copas de homenaje en los banquetes, como corresponde a un pueblo joven que gusta de exhibir sus riquezas, y al estilo germánico que envuelve incluso la ventaja práctica en reflexiones significativas. Una alhaja valiosa era honra y orgullo del guerrero. Pero para el señor que mantenía al guerrero la posesión de tales joyas encerraba un valor aún mayor. El jefe tenía el deber de ser generoso con sus hombres, y la mejor prueba de esta generosidad era la abundante distribución de valiosos objetos de adorno. Quien podía permitírsela estaba seguro del elogio del trovador y de la alabanza de sus seguidores, así como de poder conseguir en todo momento el apoyo que precisase. Poseer un tesoro equivalía, pues, a tener poder; la labor del monarca sagaz consistía en rellenar continuamente con nuevos ingresos los huecos que se producían en el tesoro. Tenía que guardarlo en lugar seguro, pues sus enemigos estaban siempre al acecho; el tesoro sacaba a su poseedor de cualquier apuro, reclutaba incesantemente seguidores que le rindieran juramento de fidelidad. En la época de las emigraciones se generalizó, según parece, la costumbre de constituir un tesoro familiar. Leovigildo, hacia el año 568, fue uno de los primeros en formar un tesoro y en adoptar vestiduras reales y el uso del trono; hasta entonces los monarcas visigodos se habían codeado con el pueblo, vistiendo y viviendo como un individuo cualquiera. A partir de aquel momento el poder real va a descansar sobre el imperio, el tesoro y el pueblo. 
El tesoro de un monarca estaba compuesto por alhajas y utensilios (primero de oro, más tarde también de plata), brazaletes, fíbulas, diademas, collares, vasos, cuernas, cuencos, fuentes, jarras, bandejas, arneses, en parte trabajados por artífices romanos, en parte de fabricación local; se componía además de piedras preciosas y de perlas, de valiosas vestiduras tejidas en los telares imperiales y de lujosas y aceradas armas. Posteriormente pasaron a formar parte del tesoro las monedas de oro, sobre todo cuando por su tamaño o acuñación se salían de lo corriente; por último también se incluyeron lingotes de oro fundido en forma de barras, a la manera romana, y de ampollas y cuñas, al estilo teutón. También los reyes preferían el metal precioso trabajado al monótono dinero, y ya en el período de las emigraciones se concedía más valor a un trabajo reputado comofino y bello y a unas piedras preciosas engarzadas. Además se buscaba la suntuosidad en el volumen y peso de los diversos objetos. Se fabricaban en tamaño gigantesco, como era el caso de las fuentes de plata que habían de ser izadas a la mesa por medio de máquinas. joyas de este tipo eran recibidas por el monarca como presentes intercambiados en todo acto oficial: visitas, embajadas, tratados de paz y, sobre todo, en calidad de tributo por parte de los romanos que estaban obligados a pagar la no despreciable suma de 300.000 libras de oro al año. Otras formas de entrar en posesión de objetos de valor eran la rapiña, el botín de guerra, los impuestos de los sojuzgados y las rentas de sus propiedades. También se trabajaba a menudo el metal acuñado que entraba en el tesoro de los imperios germanos recién fundados. El propietario gustaba de hacer alarde de sus alhajas y del tamaño de sus arcas repletas de dinero. 
Pero no sólo los monarcas y jefes se procuraban un tesoro; todo el que podía seguía su ejemplo. A los príncipes se les abría ya desde su nacimiento un tesoro propio. Cuando en el 584 murió el hijo de Fredegunda, a la corta edad de dos años, se llenaron cuatro carros con su tesoro en vestiduras de seda y alhajas de oro y plata. De igual forma las hijas de los reyes recibían con ocasión de sus bodas tal cantidad de joyas y objetos valiosos que a menudo eran asaltadas por su rico cargamento en el mismo viaje nupcial. Este tesoro se juntaba a base de las llamadas donaciones voluntarias de los súbditos, obtenidas mediante una terrible opresión por parte de algunos monarcas especialmente duros. Cuando Rigunda de Franconia fue enviada a los visigodos de España en el año 584, se cargaron con su tesoro cincuenta inmensos carros. Los duques y otros funcionarios del rey obtenían una cosecha similar. Los señores contemplaban recelo el tesoro de los funcionarios; a menudo el recaudador servía de simple esponja que una vez empapada era exprimida hasta su última gota, y el infeliz podía darse por contento si no perdía también su vida con el dinero de sus arcas. Fue un gran acto de clemencia por parte del rey longobardo Agilulfo el contentarse con quitarle la fortuna al rebelde duque Gaidulfo, oculta por éste en una isla del lago de Como, y recibir de nuevo al insurrecto para otorgarle su perdón «porque le habían sido quitadas las fuerzas para hacer daño». Si el soberano no conseguía incautarse a tiempo del tesoro del súbdito, podía llegar verse obligado a luchar contra él por la soberanía. 
Monasterios e iglesias actuaban de igual manera, invirtiendo sus colectas y limosnas en cálices, vasijas, tabernáculos, cubiertos de oro y piedras preciosas. Cuando un obispo se veía en apuros por causa de la guerra, tomaba un cáliz de oro del tesoro eclesiástico, hacía acuñar dinero con él y redimía de esta forma a sí y a los suyos. El tesoro de un santo era mirado con respeto y temor incluso por los más desalmados saqueadores, porque el propietario, con sus quejas, podía perjudicar mucho a los ladrones en el cielo. Pero no siempre podía un santo, por muy temido que fuera, contener la codicia, etc. 

El valor de un tesoro reside en su magnitud: con ello aparece ya una primera apreciación cuantitativa junto a la primitiva apreciación cualitativa. y esta magnitud se concibe además como algo perceptible, como algo que se puede medir y pesar. Esta valoración puramente material del tesoro perdura hasta bien avanzada la era de la economía monetaria. Todavía en la Alta Edad Media encontramos entre los pueblos europeos este afán por la acumulación de tesoros (muy extendido ya por otra parte en la Antigüedad y no desaparecido en las culturas primitivas actuales), que supera a menudo con creces la pasión por el dinero. 
Así, por ejemplo, los tesoros de trozos de plata del este de Europa, de los siglos X y XI (grandes cantidades de pedazos de plata y de monedas partidas) que se encuentran por toda la región que va desde Silesia hasta el Báltico, dan testimonio de que no eran las monedas acuñadas sino el metal como mercancía lo que se estimaba y conservaba (3). 
Por aquella misma época encontramos que en Alemania (4) en Francia (5), e incluso en Italia (6) el tesoro de los .ricos se componía de recipientes de oro y plata, cuya posesión era apreciada por sí misma, fuera de toda consideración de su valor en dinero. 
En algunos países, como España, la costumbre de la acumulación de tesoras perdura hasta los siglos de la Edad Moderna. El duque de Frías dejó al morir tres hijas y 600.000 escudos de dinero en numerario. Esta suma fue depositada en unas arcas que llevaban el nombre de las hijas: la mayor tenía entonces siete años. Los tutores encargados de las llaves no abrieron los arcones más que para entregar el dinero a los esposos como dote. Todavía en los siglos XVI y XVII se llenaba la casa española de utensilios de oro y plata. A la muerte del duque de Alburquerque se necesitaron seis semanas para pesar y tomar nota de sus objetos de oro y plata; tenía, entre otras cosas, 1.400 docenas de platos, 50 bandejas grandes y 700 pequeñas, 40 escalerillas de plata para alcanzar la parte superior de los aparadores. El duque de Alba, que no tenía fama de ser especialmente rico, dejó, sin embargo, 600 docenas de platos, 800 bandejas, etc., todo de plata (7). La tendencia a la «acumulación de tesoros» era tan fuerte en la España de aquel tiempo que el rey Felipe III publicó en el año 1600 un decreto ordenando que se fundieran todos los utensilios de oro y plata del país y se acuñaran en monedas.  (8) 
Pero esta tendencia que aún pervivía en los españoles ricos del siglo XVI era un anacronismo: la evolución general del espíritu europeo había sobrepasado ya el período de la acumulación de tesoros, que tocara a su fin alrededor del siglo XII. A partir de entonces el interés se centró en la forma del metal noble, aun cuando su posesión siguiera ansiándose cada vez más. Pero ahora los montones de oro y plata no se valoran ya al peso, independientemente de su aspecto; lo que se ha empezado a valorar por encima de todo es el dinero, es decir, el metal precioso en su forma más común, en la de equivalente de mercancías, medio de cambio y de pago. 
La codicia de oro se ve relevada por la pasión por el dinero, de la que vamos a ofrecer ahora algunos testimonios. 
Parece como si (excepto entre los judíos) este «afán de lucro» -este lucri rabies, como se llamó desde entonces-hubiera anidado preferentemente en los círculos clericales. En todo caso, desde tiempos muy tempranos tenemos noticias de clérigos que son censurados por su «vergonzosa codicia»; en el siglo IX nos encontramos en los concilios con quejas contra la usura practicada por los clérigos (9). De sobra conocido es el papel que desempeñaba el dinero durante la Edad Media en la ocupación de cargos eclesiásticos. Un observador tan sereno como L. B. Alberti afirma que la codicia es un fenómeno general entre la clase sacerdotal de su tiempo. Refiriéndose al Papa Juan XXII afirma: «Tenía defectos y sobre todo aquel que, como es sabido, es común casi todos los clérigos: era codicioso en grado sumo, tanto que todo cuanto había en torno suyo se le antojaba venal» (10).
Pero cuando Alberti escribe estas palabras hace ya mucho que la codicia ha dejado de ser (caso de que lo hubiera sido alguna vez) privilegio exclusivo de clérigos v judíos. Antes bien, puede decirse que había atacado ya hacía mucho tiempo a amplios círculos de la población, por no decir al pueblo entero. 
Parece (y repito parece, pues tratándose de fenómenos como los aquí estudiados no puede establecerse de forma exacta el momento de su aparición en la Historia), parece como si el gran giro se hubiera verificado también en este aspecto en el siglo XIII, por lo menos en lo que se refiere a los países avanzados como Alemania, Francia e Italia. Lo cierto es que en este siglo se van acumulando, particularmente en Alemania, las quejas contra el continuo incremento de la codicia: 

En amor y en ganancias únicamente 
reside el sentido del mundo entero. 
Más dulces aún que el amor son 
para la mayoría las ganancias. 
Por agradables que sean mujer e hijos, 
las ganancias lo son mucho más. 
………………………………………..
La preocupación del hombre 
es ganar dinero. 

Así canta y repite una y otra vez Freidank. Y lo mismo Walter van der Vogelweide, cuya obra devuelve en muchos pasajes un eco semejante (11) Palabras aún más duras encuentran, como es natural, los moralistas de la época, como el autor de una poesía de los cantares de Carmina Burana (12) (manuscrito atribuido a los Benedictinos) o el orador popular Berthold van Regensburg (13).
Por aquellos mismos tiempos lanzaba Dante sus sentencias contra la codicia de la nobleza y de los burgueses de las ciudades italianas, que habían sido invadidas desde el Trecento por una intensa fiebre de lucro. «Piensan demasiado en la forma de ganar dinero, tanto que casi puede decirse que en su interior arde, cual llameante fuego, un insaciable anhelo de posesión», leemos en la Descripción de Florencia, -del año 1339 (14) «El dinero», proclama por aquel entonces Beato Dominici (15) «es muy querido por grandes y pequeños, clérigos y seglares, ricos y pobres, monjes y prelados; todo depende del dinero: pecuniae obediunt omnia. Esta maldita sed de oro arrastra a las enloquecidas almas al mal; ciega la razón, extingue la conciencia, empaña la memoria, desvía la voluntad, no conoce amigos ni parientes, no teme a Dios ni se avergüenza ya ante los hombres». 
Hasta qué punto se había impuesto, por ejemplo, en la Florencia del siglo XIV esta tendencia cien por cien mammonista es algo que podemos deducir de los relatos y observaciones que han llegado hasta nosotros en los Libri della famiglia de L. B. Alberti. En ellos se alaba la riqueza como bien cultural imprescindible y se hace justicia al afán de lucro que dominaba por completo todos los sectores de la población: «nadie piensa en otra cosa que en ganancia y riqueza»; «toda reflexión se ocupa de la forma de ganar dinero»; «las riquezas que casi todo el mundo persigue ... », etc. (En las notas doy algunos párrafos especialmente característicos de los Libri della famiglia de Alberti) (16). 
Conocemos además numerosas declaraciones de los siglos XV y XVI que atestiguan que el dinero había empezado a ocupar su posición dominante en todo el Occidente europeo. Pecuniae obediunt omnia, se queja Erasmo; «El dinero es el dios de la tierra», anuncia Hans Sachs. Digno de compasión llama Wimpheling a su tiempo, en el que ha comenzado el imperio del dinero. Pero Colón celebra, sin embargo, en una famosa carta a la reina Isabel, las excelencias del dinero con estas elocuentes palabras: «El oro es excelentísimo, con él se hace tesoro y con el tesoro quien lo tiene hace cuanto quiere en el mundo y llega que echa las ánimas al paraíso» (17)
Los síntomas de los cuales podemos deducir un incremento cada vez más rápido de la codicia, mammonificación de la vida, no cesan de aumentar: los cargos se ponen en venta, la nobleza se emparenta con la enriquecida crápula, los Estados centran su política en el incremento del dinero efectivo (mercantilismo), las prácticas para la adquisición de fondos son cada vez más numerosas y sutiles, como se verá en el capítulo siguiente. 
En el siglo XVII, que gustamos imaginar envuelto en una luz sombría y austera, no se debilita en modo alguno esta codicia. Al contrario, en algunos sectores incluso parece acentuarse. En Italia (18), Alemania (19) y Holanda tropezamos con alguna que otra lamentación patética. En Holanda apareció hacia finales del siglo XVII un librito extremadamente curioso (muy pronto traducido al alemán por un hamburgués) que, pese a su tono satírico (o precisamente por ello), esboza una imagen admirable de una sociedad totalmente corrompida por el Culto al dinero. Como no he visto aprovechada aún en ninguna parte esta importante fuente, procedo a citar algunos párrafos de este singular tratado, tan ameno pese a su gran extensión, que lleva por título Elogio de la codicia. Sátira. Traducido del holandés por el Sr. von Deckers. Se encuentra a la venta en Benjamin Schillen, Hamburgo, y en Fr. Groschuff, Leipzig. Año 1703. El librito lleva el lema Quid rides? Mutato nomine de te fabula narratur ... 
El autor se revela como un excelente conocedor del mundo y de los hombres, dotado de una visión clara de las debilidades de su tiempo. Se podría considerar su escrito casi como equivalente a La Fábula de las Avispas, de Mandeville, aunque el chiste agudo y pulido de éste se vea sustituido aquí por la simpática llaneza típica de Holanda y de la Baja Alemania. (Por lo demás, yo sólo conozco la versión alemana; puede que ésta sea fingida y que no exista en realidad ningún original holandés, aunque el autor cite en diversos pasajes el presunto texto de esa lengua.) Se trata de una poesía en la métrica popular de la época, con una extensión de 4.113 (!) versos. He aquí una muestra. 
Habla la Codicia: 

He de liberarme del yugo de la blasfemia, 
que no soy manantial de toda infamia, 
ni pozo de infortunio, ni travesura de niños, 
sino, muy al contrario, raíz de vuestra felicidad, 
fundamento de todo placer, fuente de alto honor, 
estrella que guía las artes, modelo de la juventud. 
Y, lo que suena aún mejor, diosa suprema, 
y en el ancho mundo, la más excelsa reina.  (vers. 23·31) 

Después nos presenta a sus padres: la Opulencia es su madre; el Recelo, su padre. 
Entona luego un canto en alabanza del oro, y prosigue: 
No quiero cantar el elogio del rojo oro, 
no, no mi propia alabanza, que se muestre aquí 
la voluptuosa avidez de oro en sus más bellas galas. 
No preciso quebrarme la cabeza 
y fanfarronear acerca de mi dinero, 
a él ya se le busca, sin necesidad de eso, con alma y vida, 
y se le estima más que a la virtud, al honor o a la inteligencia. 
Acostumbráis a ensalzarlo muy por encima de las artes, 
de la salud, por encima de toda vida y felicidad. 
(vers. 145-153) 

En vista de ello se queja de que no se la celebre a ella misma, a la Codicia: 

Lo mejor de vosotros, corazón, es mío, 
también debieran serlo, pues, en justicia, los labios. 
(vers. 158-159) 

Decide, por ello, enumerar todas las buenas obras que hace por los hombres. Son las siguientes (señaladas en notas marginales): 
«La Codicia es creadora de la sociedad humana; 
arregla casamientos; crea amistades y alianzas; 
levanta naciones y ciudades; 
las mantiene también en buen estado; 
proporciona honra y estima 
... alegría y regocijo; fomenta las artes y las ciencias 
... el comercio 
... la alquimia 
... las artes curativas», como indican los siguientes versos: 

El amor fraterno dista mucho 
de ser el que promete a un enfermo ayuda y buen consejo. 
Vosotros, los que me escucháis, no penséis ni por asomo 
que se os va a aparecer por compasión un Galeno; 
es otra cosa bien distinta lo que le arrastra a tu cabecera, 
es la codicia, la esperanza de una posible ganancia. 
(vers. 1.158-1.163) 

Lo mismo puede decirse de otras profesiones, que sólo se practican pensando en el dinero; el oficio de barbero, el oficio de boticario, el de abogado, el ceremonial eclesiástico. 
La Codicia es la fundadora de las «artes liberales»; fomenta la filosofía, la pintura, los espectáculos y otros juegos, la imprenta: 

Que también sus pesadas prensas las mueve la Codicia 
lopodéis apreciar más que de sobra por algún que otro escrito 
que contiene más bagatela inútil que sabiduría 
poniendo al descubierto a más de un idiota 
y, sin embargo, es aceptada de buen grado por la editorial. 
¿Por qué? Porque con ella se sacan más ducados 
que con un escrito que encierre un grano de sabiduría 
y mida cada cosa con juicio maduro. 
Lo que habréis de digerir será siempre burdo y tosco. 
Se glorifica la sabiduría, pero se lee la fruslería. 
(vers. 1.544-1.553) 

La Codicia fomenta además las artes bélicas: 

Ha mejorado navegación. 
¿Acaso no ha descubierto más de una mina de plata? 
(vers. 1.742) 

A ella deben el éxito de sus descubrimientos «Doña Isabel y el rey Fernando» no menos que a Colón. 
Ha perfeccionado la «descripción de la tierra, generalizado las artes y civilizado pueblos bárbaros. Ha creado lenguas comunes, reunido pueblos, destruido muchas leyendas, guiado todos los asuntos de Estado»:

¿Por qué, si no, os reunís tan a menudo en consejo? 
¿No es por las ganancias e ingresos del Estado? 
¿Para enriquecer las cámaras de vuestro reino? 
Alguna que otra vez también atendéis y os ocupáis 
con justicia y equidad de otros asuntos 
esparcidos ampliamente sobre el tapete de Estado; 
pero los que tratan de beneficios y ganancias 
son los que verdaderamente os afectan. 
(vers. 1.928-1.975) 

... el piadoso Arístides 
rechazó al momento un consejo por el que alguien le recomendaba 
lo que parecía más ventajoso que justo y honesto. 
Pero hoy se pone otra cara muy distinta 
y ¿por qué ocultarlo? El cebo de la ganancia 
es el ojo con que se husmea en los secretos de Estado. 
(vers. 1.984-1.989) 

La Codicia trata con personas ancianas y sabias; alardea de ser promotora de la virtud; facilita la alimentación y la artesanía, y se queja del gran número de estudiantes: 

Tanto da que sean teólogos como juristas, 
en cada cargo se sabe barajar siempre el juego de forma tal 
que a quien trae al patrón una bolsa repleta de dinero 
se le confía al momento aquel servicio. 
Servicio con el que antes se premiaba la virtud 
y que requería grandes méritos 
se vende ahora públicamente en más de una ciudad 
y hay quien se rebautiza por dinero al sacristán. 
(vers. 2.269-2.276) 

La codicia habla de ahorro, de despilfarro. Condena el desprecio que hacer, del dinero algunos filósofos estoicos y cínicos; fomenta la generosidad, la humildad, la magnanimidad y la valentía; estimula la constancia, propaga la doctrina cristiana, ayuda a alcanzar la felicidad eterna; no es un hereje, sino una luterana pura; se está convirtiendo en una diosa. 

Concluye el poema con entusiasmado «Elogio del dinero» (vers. 3.932 y ss.). 
En las primeras décadas del siglo XVIII experimentaba el mundo inglés y francés (como ya lo había experimentado Holanda hacia 1634) ese primer estado enfermizo de delirio pecuniario que desde entonces ha vuelto a presentarse de vez en cuando, si bien puede que nunca con esa primitiva intensidad, y que ha anegado hasta tal punto la totalidad del país que la codicia puede ser considerada ya como característica constitutiva de la psique del hombre moderno. Más adelante describiré esas erupciones volcánicas de la fiebre del dinero como las vividas por Holanda con ocasión de la manía de los tulipanes, Francia en la época de Law o Inglaterra cuando los Bubbles, relacionándolas con los medios entonces populares de enriquecimiento: la especulación bursátil. Ahora vaya intentar contestar a la pregunta de qué maniobras inventaron los hombres para entrar en posesión del tan ansiado dinero. Nos ocuparemos especialmente de examinar cuáles de entre ellas han contribuido a la creacióri de la mentalidad económica capitalista y cuáles estaban destinadas a morir como ramas secas.


1. Hans von Wolzogen, Einleitung Edda (Ed. Reclam., págs. 280 s.). De su traducción están tomados también los párrafos de la Edda citados en el texto. 
2. Gustav Freytag, Bilder aus der deutscben Vergangenheit, 1', páginas 184 ss. 
3. Luschin von Ebengreuth, Allgemeine Münzkunde (1904), pág. 139. 
4. Lamprecht, Deutsches Wirtschaftsleben, 2, pág. 377. 
5. Levasseur, Hist. de l'industrie, etc., 12, pág. 200. 
6. Davidsohn, Gescbicbte oon Florenz, 1 (1896), pág. 762, donde están consignadas numerosas fuentes documentales; «de este sistema de tesoros encontramos muchas pruebas en los años que van de 1021 a 1119». 
7. Davilliers, L’orfèvrerie et les arts décoratifs en Espagne, citado en  Baudrillart, Hist. du Luxe, 4', pág. 217. Véase también Soetbeer en el 57. Ergänzungsheft zu Petermanns Mitteilungen, pág. 21. . 
8. Brückner, Finanzgeschichtl. Studien, pág. 73; Schurtz, Entstebungsgeschicte des Geldes (1898), pág. 120. 
9. «Quoud quidam et in tantam turpissimi lucri rabiem exarserrnt, ut multiplicibus atque innumeris usurarum generibus ... pauperes Christi affligant... » Amiet, Die franz. U. Zomb. Geldiwucherer der M. A. (Jahrbuch f. schweiz. Gesch.», tomo I, pág. 183). No se indica la fuente. 
10. «Erano in lui alcuni vitii e in prima quello uno, quasi in tutti e preti commune e notissimo, era cupidissimo del danaio, tanto che ogni cosa apresso di lui era da vendere molti discorreano infami simoniaci, barattieri e artefici d'ogni falsitá e fraude.» Alberti, Libri della famiglia, pág. 263. 
11. E. Michael ha recopilado numerosos fragmentos poéticos del siglo XIII referentes a la codicia. Gescbicbte des deutscben Volkes, 13 (1897), págs. 139 ss. 
12. 
Regnat avaritia 
regnant et avari 
…………………
Multum habet oneris 
do, das, dedi, dare: 
hoc prae ceteris 
norunt ignorare 
divites, quos poteris 
mari comparare. 
Carmina Burana, n. LXVII; en Michael, ob. cit. ant., pág. 142 ss.
13.  Michael, Gesch. d. deutschen Volkes, 13, págs. 142 s. 
14. «Nimium sunt ad querendam pecuniam solliciti et attenti, ut eis qualiter dici possit: semper ardet ardor habendi et illud: o prodiga rerum luxuriesl nunquam parvo contenta paratis et quaesitorum terra pelagoque ciborum ambitiosa fames.» En las ediciones que conozco del Descr. Flor., y últimamente también en la reproducción de C. Frey, Loggia dei Lanzi, la cita aparece mutilada, sin que los editores indiquen si los manuscritos mismos presentan ya dichas mutilaciones. Los versos son de la Farsalia de Lucano, lib. IV, V, págs. 373-376. Me he valido de ellos para corregir el texto. 
15. Regola del governo di cura familiare, pág. 128; citado en Cesare Guasti, Ser Lapo Mazzei, 1 (1880), pág. CXV. 
16. «Ben dico che mi sarebbe caro lasciare e miei richi er fortunati che poveri.» Delta famiglia, ed. Gir. Mancini (1908), pág. 36; d. pág. 132. «Conviensi adunque ch'e beni della fortuna sieno giunti alla virtù et che la virtù prende que'suoi decenti ornamenti, quali difficile possono asseguirsi senza copia et affluenzia di que'beni quali altri chiamano fragili et caduchi, altri gli appella conmodi et utili a virtù», l. C., pág. 250. «Chi non àprovaro, quanto sia duolo et fallace à'bisogni andare pelle mercé altrui, non sa quanto sia utile il danaio... chi vive povero, figliuoli miei, in questo mondo soffera molte neo cessitá et molti stenti: et meglio forse sará morire che stentando vivere en miseria ... » La frase: «Chi non truova il danaio nella sua scarsella, molto manco il troverá en quella d'altrui», pág. 150, expresa una gran verdad. «Le ricchezze per de quali quasi siascuno imprima sé exercita», pág. 131. «Non patisce la terra nostra che de'suoi alcuno cresca troppo nelle vittorie dell'armi... Né anche fa la terra nostra troppo pregio de'licterati, anzi più tosto tucta studiosa al guadagno et alle richeza. O questo che lo dia el paese o pure la natura et consuetudine de' passati, tutti pare crescano alla industria del guadagno, ogni ragionamiento pare senta della masseritia, ogni pensiero s'argomenta a guadagnare, ogni arte si stracha in congregare molte richeze», pág. 37. 
17. Citado en Al. v. Humboldt, Examen critique de l'histoire de la Géographie du nouveau continent, 2 (1837), pág. 40. 
18. En la introducción a un tratado de agricultura (Vine, Tanara, L'economía del cittadino in Villa, 1648) se lee: «L'avido e strenato desio d'ammassar ricchezze, il qual da niuna meta a circonscitto, anzi non altrimenti che ostinata palma tanto s'avanza quanto quelle s'aumentano, tiranneggia in maniera i petti degli huomini vili, che resili scordevoli del loro essere che non riparino a bassezza, ne miseria ne ad infamia alcuna facendosi tutto lecito per acquistare facoltà » 
19. Véase, por ejemplo, el divertido libro de UIr. Gebhardt, Van der Kunst reich zu werden, Augsburgo, 1656. El autor desprecia personalmente el dinero y los bienes, pero la postura que adopta en el libro (y el título mismo) indica que predicaba en el desierto cuando intenta demostrar que la verdadera riqueza consiste en un sano entendimiento y un buen corazón. 



En Sombart, Werner. El burgués. Contribución a la historia espiritual del hombre económico moderno. Libro primero, capítulo 3. Alianza Editorial, Madrid, 1977. Págs, 33-44. Traducción de María Pilar Lorenzo. Revisión de Miguel Paredes.



Phillippe Quéau – Virtudes y vértigos de lo virtual

$
0
0



El número - El espacio - La mediación - Lo sensible y lo inteligible - La distancia - El lugar - El abismo 

De «mundo virtual» a «realidad artificial», de «entorno sintético multisensorial» a «ciberespacio», no faltan las expresiones con colorido para designar uno de los avances más recientes y prometedores de la infografía. Las imaginerías «virtuales», basadas, por un lado, en las técnicas de síntesis de imágenes en tiempo real y, por otro, en las de visualización estereoscópica, constituyen una herramienta de representación del mundo capaz de ejercer una influencia profunda en nuestra forma de trabajar, de informarnos y de distraernos. La influencia de lo «virtual» en nuestra civilización de flujos de información irá creciendo y acabará, sin duda alguna, alterando para siempre nuestra «visión del mundo»; algo que, por otra parte, no está exento de riesgos. La primera parte de esta obra pretende describir los avances tecnológicos en que se basan los mundos virtuales, presentar las principales aplicaciones operativas o las que pronto serán una realidad, evocar las perspectivas más probables a corto y medio plazo y abordar las cuestiones filosóficas y éticas que el inevitable desarrollo de los mundos virtuales irá produciendo en nuestra cultura. 
¿Cómo definir un «mundo» o «entorno virtual»? Un mundo virtual es una base de datos gráficos interactivos, explorable y visualizable en tiempo real en forma de imágenes tridimensionales de síntesis capaces de provocar una sensación de inmersión en la imagen. En sus formas más complejas, el entorno virtual es un verdadero «espacio de síntesis», en el que uno tiene la sensación de moverse «físicamente». Esta sensación de «movimiento físico» puede conseguirse de diferentes formas; la más frecuente consiste en la combinación de dos estímulos sensoriales, uno basado en una visión estereoscópica total y el otro en una sensación de correlación muscular, llamada «propioceptiva», entre los movimientos reales del cuerpo y las modificaciones aparentes del espacio artificial en que se está «inmerso». Por ejemplo, en el caso más sencillo, un paso hacia delante en el mundo real puede traducirse en un paso hacia delante virtual en el mundo virtual. 
La visión estereoscópica total se obtiene con un casco de visualización provisto de dos diminutas pantallas de cristal líquido situadas delante de los ojos. La correlación propioceptiva entre el cuerpo del observador y el espacio virtual se obtiene mediante varios sensores de posición colocados en la cabeza y los miembros. El ordenador que controla el sistema conoce en todo momento la actitud del observador, la dirección de su mirada o su mímica gestual. El movimiento más pequeño, el gesto más leve, pueden ser analizados por el ordenador y desencadenar una serie de programas asociados a dicho gesto o movimiento. Se produce, pues, una hibridación íntima entre el cuerpo del espectador-actor y el espacio virtual en el que está inmerso. 
Todo acto del cuerpo se traduce en una modificación correlativa del espacio tridimensional que lo rodea por todos lados gracias al casco estereoscópico integral. E, inversamente, toda imagen tridimensional que flota virtualmente «alrededor» del observador puede servir de base y pretexto a nuevos actos gestuales. 
Los más sencillos sistemas de simulación virtual sólo cuestan unos pocos cientos de miles de pesetas, aunque se espera una considerable caída de los precios, debido al auge de la tecnología RISC, que muy pronto pondrá la síntesis de imágenes en tiempo real (y por lo tanto, los mundos virtuales) al alcance de los ordenadores personales. Por su propia naturaleza, los cascos de visualización se diseñan para ser portátiles. La imaginería virtual, pues, está concebida para que se la pueda transportar fácilmente a cualquier lugar: una obra en construcción o un quirófano, a bordo de un helicóptero de combate o debajo de una plataforma petrolífera. Antes de que termine la década, el casco virtual se habrá convertido en un equipo corriente y cómodo que permitirá al gran público experimentar a bajo coste unas paradojas espaciotemporales apenas concebibles hasta entonces y descubrir eficaces formas de pedagogía tridimensional así como juegos «estupefacientes», en todos los sentidos de la palabra. 
Hay que tomar en serio los mundos virtuales. No son carísimas juguetes reservados a los pilotos de caza y a los astronautas, ni un divertido epifenómeno, ni un recreo fútil, ni una consecuencia menor de la considerable revolución infográfíca. 
Lo «virtual» nos propone otra experiencia de lo «real». De repente, la noción comúnmente percibida como «realidad» se ve puesta en tela de juicio, al menos en apariencia. Las realidades «virtuales» no son irreales, poseen cierta realidad, aunque sólo sea por los fotones que golpean nuestra retina y las sacudidas que nos infligen los simuladores. Las experiencias virtuales son a priori asimilables a las experiencias sensoriales «reales» que vamos acumulando «naturalmente». Las imágenes virtuales no son simples ilusiones virtuales, imaginerías de representación pura. Al contrario, es posible visitar, explorar e incluso «palpar» (con sistemas de retorno de esfuerzo, como los desarrollados en el marco del proyecto GROPE, de la Universidad de Carolina del Norte, en Chapel Hill) estas realidades «virtuales». En consecuencia, siempre que uno las experimente con la perseverancia y la inventiva de un recién nacido que aprende a descubrir su cuerpo, podemos apostar por el descubrimiento de nuevas perspectivas geométricas, la aprehensión de correlaciones espaciales todavía no concebidas, la revelación de potencialidades psicoperceptivas insospechadas. Los mundos virtuales son totalmente sintéticos; se les puede programar como se desee y, por lo tanto, son un instrumento perfecto para explorar nuevos espacios, por ejemplo los no euclidianos. En el mundo hay muchas cosas no euclidianas. como el borde de un agujero negro, la palpitación de un quark o el estremecimiento fractal de una nube. En estas experimentaciones inclasificables es donde los «mundos virtuales» nos harán vivir. 
Los «mundos virtuales» van a popularizarse muy rápidamente por un doble motivo: la disminución rápida del precio de los equipos y el creciente deseo del público de probar las nuevas y espectaculares formas de diversión que la pequeña pantalla, a pesar de la «alta definición», apenas podrá proponer. Las grandes aplicaciones previsibles de los «mundos virtuales» recogerán y desarrollarán las principales aplicaciones de las imágenes infográficas: simulación, concepción, modelización pero también ficción, animación y arte. Sin embargo, a pesar de este evidente parentesco con la infografía, las técnicas virtuales no son simplemente una forma mejorada de mostrar imágenes de síntesis. En el sistema virtual el papel predominante del cuerpo como elemento activo y motor, y no ya simplemente como receptor pasivo e inmóvil, aporta una dimensión absolutamente nueva respecto a las técnicas clásicas de representación espectacular, como la televisión y el cine. Las técnicas virtuales transportan el cuerpo del espectador-actor al seno del espacio simulado, le ofrecen el medio más natural, el menos codificado lingüísticamente, de incorporar las nuevas imágenes, de vivirlas desde dentro. Le proyectan en un universo simbólico y real, que él puede ligar o desligar, isomorfo o paradójico, fisicoquímico o poético-onírico. El espectador puede adoptar el punto de vista del misil o de la mantis religiosa, animar el cuerpo de la campeona de gimnasia, encarnarse físicamente en los dedos del pianista o en las fauces del león. Yana se trata simplemente de contemplar, a distancia y frontalmente, la imagen de algo, sino de introducirse en los intersticios de una realidad compuesta, mitad imagen, mitad sustancia. 
La cuestión fundamental que se plantea es, pues, la del estatuto exacto de esta realidad «intermedia». 
Convendrá cuestionarse acerca de la naturaleza profunda de las realidades «virtuales» para valorar cuáles son las vías de exploración artísticas o científicas más apropiadas para este nuevo medio de comunicación. Sería un grave riesgo contentarse con aprehender las novedades técnicas contando con la buena fe de aquellos que tienen un interés en promoverlas, dentro de los actuales marcos ideológicos. Tomando lo virtual en serio, ¿no iríamos a caer en una ingenua apología de una tecnología más, después de la fibra óptica y la televisión de alta definición? No lo creemos. El ámbito de la simulación virtual es extenso y sus prolongaciones metodológicas trastocarán un gran número de ideas asumidas. Este libro pretende catalogar las preguntas que ya se pueden plantear respecto a lo virtual e intentar, en una segunda parte más teórica, evaluar las posibles bases de una estética de lo virtual. 
A estas alturas, nos parece indispensable un esfuerzo de rigor semántico. En efecto, asistimos a una proliferación de expresiones aproximadas, perezosas e incluso peligrosas por este mismo laxismo. Por ejemplo, parece que expresiones muy periodísticas como «realidad artificial», «realidad virtual» o incluso «telepresencia» fomentan el análisis superficial y cierta falta de discernimiento criteriológico, justo en el momento en que más necesitamos instrumentos conceptuales que nos permitan orientarnos en medio de las falsas apariencias y los verdaderos simulacros y nos impidan confundir la gimnasia virtual con la magnesia real. 
La expresión «telepresencia», por ejemplo, es peligrosa por ambigua. Coloca en un mismo plano problemas de distintas categorías y tiende a ocultar matices importantes entre las diversas formas de contradicciones entre presencia y ausencia, presencia y representación y presencia y distancia. «Telepresencia» es un verdadero «oxymoron», como les gusta decir a los anglosajones, al menos los que no han olvidado a los clásicos. En contra de todo sentido común, la noción intrínsecamente contradictoria de «telepresencia» tiende a dar crédito a la idea de una «presencia» a distancia, cuando en realidad la «presencia» es lo contrario de «distanccia» y lo único que se transporta «a distancia» son representaciones. Por definición, la presencia no es una representación ni es una distancia, 
La verdadera cuestión que plantean las técnicas virtuales y, en general, todas las técnicas de representación a distancia es la del nivel de representación utilizado, es decir, el grado de modelización del fenómeno transportado. En la mayoría de los casos clásicos no hay modelización. El teléfono y la televisión transportan representaciones analógicas: la señal transmitida es análoga al fenómeno representado. 
Asimismo, la puesta en común a distancia de representaciones virtuales (los llamados «mundos virtuales compartidos») rompe dos veces la analogía. 
Por una parte, las imágenes empleadas son esencialmente digitales, ya que surgen de modelos lógico-matemáticos y, por otra parte, ya no se trata de representaciones propiamente dichas sino más bien de simulaciones. Las imágenes tridimensionales «virtuales» no son representaciones analógicas de una realidad ya existente, sino simulaciones numéricas de realidades nuevas. Estas situaciones son puramente simbólicas y no se las puede considerar fenómenos que representan una verdadera realidad, sino más bien ventanas artificiales que nos dan acceso a un mundo intermedio, como diría Platón, o a un universo de seres de razón, como diría Aristóteles. Sin embargo, tenemos derecho a esperar un aumento de la inteligibilidad de esta reducción simbólica, que también es una reducción de la realidad. 
Por ello, preferiremos a todos los neologismos apresurados el concepto de simulación virtual que, a nuestro parecer, parece describir mejor la auténtica originalidad de estas nuevas formas de representación sin inducirnos a la vez a considerar estas «realidades intermedias» como realidades «sustanciales». Frente a los diversos niveles de «realidades», son posibles dos actitudes: asustarnos ante los peligros añadidos de la pérdida de realidad, de la «diversión» en el sentido de Pascal o, por el contrario, entusiasmarnos con-las posibilidades de esta nueva técnica de simulación del mundo. 
La riqueza de posibilidades que se abren con los mundos virtuales no debe analizarse solamente desde el punto de vista tecnológico. Las tecnologías evolucionan demasiado rápido como para constituir un terreno lo bastante estable donde fundar una verdadera inteligencia de las cosas. Nuestro interés por las técnicas de la simulación virtual no es primeramente técnico, sino filosófico y estético. Los mundos virtuales dan un sabor nuevo a antiguas cuestiones y las condimentan según el gusto actual. Tomemos nociones filosóficas como el número, el espacio, la mediación, lo sensible, lo inteligible, la conciencia, el lugar: todas ellas proyectan una emocionante luz filosófica sobre la verdadera naturaleza de los mundos virtuales y, a cambio, reciben de su desarrollo empírico extraños resplandores y estimulantes destellos. Evoquemos algunos de ellos. 
El número 
No debe olvidarse nunca que las técnicas de representación virtual son esencialmente numéricas. A diferencia de las técnicas básicamente analógicas, como la fotografía o el vídeo, las imágenes numéricas no participan directamente de lo real. Son enteramente creadas por el hombre, o más exactamente, por manipulaciones simbólicas, lenguajes lógico-matemáticos, modelos... Esta es la razón tanto de su fuerza como de sus límites. 
El «número» es un invento muy antiguo. Pero lo más turbador es que las preguntas sobre el «número» y sus capacidades de explicación o de interpretación del mundo han formado parte del origen de la primera manifestación histórica del espíritu filosófico. Pitágoras, el primer filósofo de la historia, veía en el número la materia y el molde del mundo. Para los pitagóricos, el número (arithmos) tenía el mismo sentido que el verbo (logos). 
Esta equivalencia conceptual podría convenir a losdefensores puros y duros de la posibilidad de una verdadera «inteligencia artificial». A otros les podría llegar a parecer hasta blasfema. Para nosotros esta cuestión sigue siendo una piedra de toque. No hay que dudar en juzgar la naturaleza profunda del «número» con el rasero del «verbo», si pretendemos atribuir a las representaciones «numéricas» su justo peso de verdad. Dicho de otro modo, la cuestión consiste en saber qué clase de «verdad» pueden darnos a conocer, o a comprender, las representaciones digitales (de las que surgen los mundos virtuales). 
El espacio 
Los mundos virtuales pueden hacemos experimentar «espacios artificiales». El cuerpo puede desplazarse físicamente en un mundo simulado. Se da una correlación aparente entre los movimientos del cuerpo y las impresiones visuales experimentadas como consecuencia. La escena virtual obedece a las leyes del espacio euclidiano, lo que permite obtener ilusiones de un «realismo» sobrecogedor. Pero también se puede tocar ad libitum el teclado de las paradojas espaciales y proponer experiencias desconcertantes. 
Para Emmanuel Kant, el espacio es una representación necesaria a priori que sirve de fundamento a todas las intuiciones externas. Según él, la inexistencia del espacio es inconcebible. E incluso el espacio se convierte, desde ese punto de vista, en una condición de posibilidad de los fenómenos, como es la condición subjetiva de nuestra sensibilidad. El espacio no representa una propiedad de las cosas en sí, ni éstas en su relación entre sí, Es la condición previa de la relación del sujeto a las cosas. 
En cambio, en los mundos virtuales, el espacio deja de ser una forma a priori. Él mismo se convierte en una imagen que hay que formalizar, modelar. Podemos darnos con toda libertad un espacio euclidiano, un espacio de Riemann o de Lobatchevsky o incluso un espacio con propiedades arbitrarias. 
Esto implica la posibilidad de una recomposición y de una redefinición permanente de las relaciones espaciales entre los objetos. Éstos ya no se contentan con habitar en un espacio. Lo constituyen tanto como son constituidos por él. El espacio deja de ser un substrato intangible. Se vuelve objeto de modelaje en interacción constante con los otros objetos modelados. El espacio virtual, mientras se tiene experiencia de él, es una imagen (la de un modelo) y no una realidad sustancial. 
Éste es un punto importante. Las realidades virtuales no son objetos sustanciales, sólidos, como una mesa o una manzana. Que no sean «sólidas» ;significa acaso que son «líquidas», «Viscosas» o «gaseosas»? ¿O bien son realidades totalmente metafóricas. Una forma de contestar es considerar su capacidad de mediación. 
La mediación 
El concepto de mediación es fundamental. Si queremos establecer una relación entre dos cosas o dos seres, es imprescindible una mediación un intermediario. La mediación es lo que permite crear una relación entre dos cosas. Esta relación puede ser real o simbólica o incluso híbrida. De cara a los mundos virtuales, caben dos preguntas: ¿qué clase de mediación puede obtenerse de ellos? y ¿cómo pueden servir por sí mismos de mediación y de intermediarios? 
La primera pregunta es simplemente técnica y basta evocar todo el arsenal de sensores y dispositivos de respuesta para intuir la gran variedad de herramientas de mediación material previsibles. Contestar a la segunda pregunta es más delicado. Como «imágenes», ¿pueden los «mundos virtuales» ser mediadores «reales» o simplemente «simbólicos»? Por otro lado, al ser híbridos y estar relacionados con nuestro cuerpo, ¿siguen siendo simplemente «imágenes»? Aquí resulta muy importante comprender bien el concepto de «mediación real». La mayoría de las imágenes sólo nos proponen ilusiones de mediación. Estas falsas mediaciones no hacen sino engañarnos, «divertirnos». También podríamos llamarlas «ídolos». Sin embargo, algunas imágenes pueden ser verdaderas mediadoras. Son los «iconos». Son aquellas que nos mueven o nos conmueven. 
Para entenderlo mejor, miremos el fuego en el hogar, contemplémoslo y luego fotografiémoslo, filmemos sus chispas. La imagen del fuego no nos calienta. No mediatiza de verdad. En cambio, el calor del fuego, que ni siquiera es su imagen, crea una verdadera mediación, introduce una relación más sustancial entre el fuego y nosotros que cualquier imagen. ¿Son inútiles, pues, las imágenes? El calor nos calienta, desde luego, pero por ello mismo nos impide coger la brasa, tocar las ascuas, remover la ceniza. 
La imagen permanece fría. Nos informa sin quemarnos. ¿Qué expresa esta metáfora? Las imágenes y, en "general, las representaciones «clásicas», sólo adoptan la «forma» de su modelo, no su sustancia. El caso de los mundos virtuales es más complejo. Como ya hemos dicho, no son simples representaciones. En determinadas condiciones, pueden sumergirnos en una ilusión funcional de lo real con modalidades más o menos ricas. La cuestión se plantea, pues, en los términos siguientes: ¿la mediación que nos ofrecen los mundos virtuales puede llegar a «calentarnos» o hasta a «quemarnos»? ¿O sólo es una imagen más, a medio camino entre señuelo e ilusión, entre información y deformación? La respuesta será seguramente intermedia, como veremos más adelante. 
Lo sensible y lo inteligible 
Entre un sujeto y el mundo pueden darse varias mediaciones, por ejemplo, la de lo sensible y la de lo inteligible, la mediación de los sentidos y la de la inteligencia. En el mundo de las imágenes de síntesis y de los entornos virtuales resulta más adecuado hablar de la mediación de las imágenes y de la de los modelos. Las imágenes permiten la percepción sensible de modelos inteligibles. Un modelo es una concepción formal, anotada con símbolos lógico-matemáticos y memorizada en forma de programa informático. La imagen es la representación sensible por la cual se puede intentar comprender el modelo. Así, se da un dualismo en la representación. La imagen propone una representación visible y el modelo una representación inteligible. 
Los entornos virtuales no se libran de este dualismo. Por un lado, está la experiencia «sensible» del mundo virtual, cuando uno «anda», «oye», «ve», «toca»... Por otro, está el modelaje formal, inteligible, previo a la síntesis de la imagen. . 
Es fundamental entender bien el dualismo de lo sensible y de lo inteligible, de la imagen y del modelo, para entender las nuevas condiciones de la experiencia en los mundos virtuales. 
Así, el punto importante es que la experiencia sensible de lo virtual está funcionalmente ligada a su comprensión «inteligible» y viceversa. El modelo y la imagen se constituyen mutuamente. Hay un vaivén permanente entre la inteligibilidad formal del modelo y la percepción sensible de la imagen.  
Dicho de otro modo, el mundo virtual se modela y se entiende al ser experimentado a la vez que se deja ver y percibir volviéndose inteligible. La mediación de los mundos virtuales nos permite percibir físicamente un modelo teórico y comprender formalmente sensaciones físicas. 
La distancia 
El dualismo del modelo y de la imagen, de lo inteligible y de lo sensible crea, de hecho, cierta distancia entre el sujeto y el mundo virtual, entre la comprensión y la percepción. Esta «distancia» es de una naturaleza nueva, y en ello consiste el mayor interés de los mundos virtuales, pero también su peligro. En el mundo real también podemos situarnos a cierta distancia de las cosas y de nosotros mismos. 
La distancia a la que uno se mantiene de las cosas es una forma de resistencia a la banalidad euclidiana, a la conformidad del espacio normalizado. 
De esta distancia surge la conciencia. Estar en el mundo y no simplemente ser del mundo significa aprender a mirar alrededor, a mirarse a sí mismo, es decir, a considerarse. Estar en el mundo es vivir la distancia entre estar y existir, es sentir la relación que se establece por esta misma distancia, es morar en este intervalo entre sí y sí, entre el pensamiento y la conciencia. 
La cuestión es analizar cómo los mundos virtuales pueden renovar nuestras maneras de distanciarnos, cómo pueden jugar con ese intervalo y con qué fines. 
Si la conciencia surge de la resistencia a la evidencia de las cosas, si se enriquece de nuestro retraimiento del mundo, es porque retirarse, extraerse de las cosas, supone también abstraerse de ellas. Distanciarse conlleva adoptar un punto de vista, tomar una posición, proponerse una intención. 
El idioma japonés tiene una palabra llena de sentido para referirse a ese concepto de distancia, de intervalo entre las cosas o los seres: ma (M). La distancia o intervalo permite no «comprometerse», permite evitar los contactos indebidos, las mezclas y las confusiones que nos impone el mundo euclidiano por el simple hecho de su lógica espacial, fría, de yuxtaposición. . 
La distancia nos permite despegarnos del estar y acercarnos al existir. Nos da la conciencia del lugar. 

El lugar 
Numerosas experiencias de los mundos virtuales presentan lugares imaginarios, espacios simbólicos. ¿Cuál es la naturaleza de estos lugares «virtuales»? No están en «alguna parte» puesto que podemos simularlos en cualquier sitio e incluso uno puede ,llevárselos consigo. Por otra parte, no son, necesariamente «coherentes», es decir, no tienen por qué corresponder forzosamente a la idea intuitiva que uno se hace de un lugar real (coherencia espacial, invariabilidad en cualquier transformación, estabilidad en el tiempo). 
Por supuesto, estos espacios virtuales pueden ser modelados de forma que simulen lo real, pero podrían igualmente serlo de forma arbitraria, sin ninguna razón necesaria. Entonces, ¿cuál es la diferencia filosófica entre un lugar real y uno virtual? 
La diferencia es que un lugar real nos da una base, nos asegura una posición. Esta base y esta posición son condiciones de existencia y de conciencia. La posición (en el espacio real) no es un mero atributo de la conciencia, sino una condición previa a ella. 
El lugar real está íntima y sustancialmente ligado al cuerpo. No ocurre así con los lugares o espacios virtuales. En efecto, nuestro cuerpo ni es virtual ni podrá serlo nunca. El cuerpo no es ni un símbolo ni un síntoma de la posición de nuestra conciencia es, un punto particular del espacio-tiempo, el cuerpo es la posición en sí.
Entonces, ¿podemos abstraernos de nuestra posición? 
Si fuésemos descuidados o demasiado crédulos los mundos virtuales podrían hacernos creer que el contrario de la posición es la libertad total, formal, que ellos permiten. Volar en el espacio, liberarse las obligaciones de lo real; éste es el terreno fluido y metamórfico que los mundos virtuales nos harían descubrir fácilmente Pero eso no es sino una antítesis relativa del concepto de posición . 
El contrario de la posición que el mundo real nos impone, nos asigna, es lo que nos permite liberarnos de él, desatarnos de él, despegarnos de él de verdad. Es lo que realmente nos mueve, y lo que mejor nos mueve es lo que nos conmueve. Los mundos virtuales no pueden abolir nuestra posición en el mundo real, pero ¿pueden conmovernos? ¿Cómo? 
El abismo 
Al trasladarnos a lo virtual, no abandonamos realmente lo real. Hay que abandonarlo de forma imaginaria, hay que lanzarse al vacío. El contrario «virtual» de una posición «real» es la impresión de su abolición, es el vértigo del abismo. 
En alemán, el abismo es Abgrund, que se opone al Grund la base, pero también la razón, como nos recuerda Heidegger.  Si los mundos virtuales han de apasionarnos será con la condición de demostrarnos que pueden darnos el sentido del vértigo la emoción del abismo.  
La creación de mundos virtuales capaces de hacernos sentir nuevas formas de «abismos» sería la mejor prueba de su importancia epistemológica y artística. Los vértigos virtuales serán tal vez un nuevo «opio» para los sedientos de huida fuera del mundo. También serán la condición de una visión más aguda y más segura de lo real.  
El que haya padecido vértigo o «saltado al abismo», aunque solo sea en sueños, al volver, no podrá sino mirar a su alrededor con una mirada aguda y tranquila. 


En Quéau, Philippe. Lo virtual. Virtudes y vértigos. Ediciones Paidós. Barcelona. 1995, pags. 15-26. Traducción de Patrick Ducher.


Gabriel Pulecio Mariño - Cuerpos gloriosos (novela)

$
0
0




La importancia de los huevos al desayuno, he ahí el tema, me dije. El rito diario, las tortillas ligeramente doradas, enrolladas, siempre iguales, hechas con amor a Dios –manibus angelorum– y amor a los invisibles pichones de santidad que todas las mañanas nos sentábamos en el comedor después de la misa y la oración. 
Gélido madrugar con treinta minutos justos para hincarse ante un crucifijo y un retablo, y luego darse a fantasmas de entresueño porque ¿qué otra cosa podría deparar tan temprana hora?
En el comedor las tortillas se comprimían poco a poco sobre la bandeja plateada y parecía que fueran a rodar cuando la muchacha las pasaba a cada uno de los comensales. Como pasan los tiempos y cambian las costumbres, años después, cuando nos sentábamos a la mesa al vocinglero tenor de los nativos de las tierras cálidas, una mano femenina secreta y vedada abría la puerta del comedor para dar paso a la turba expectante cuyos modosos componentes aprovechábamos todos a una para pronunciar las primeras palabras libres de liturgia, ya en el centro de la mesa sobre la plateada superficie las tortillas esperaban aplastándose, sin peligros, sin oficio ceremonial, sin perendengues, a la manera de la nueva ola. Ya las tortillas en cada plato, todos pinchábamos y cortábamos sin contemplaciones la superficie rugosa y brillante, y tras la piel se abría un recinto cálido y húmedo, sólo un instante, para luego conducirlo a la boca recién sacramentada. Acompañaban al condumio el café con leche,  el pan y la mantequilla.
Las maderas del piso crujían. La antigua casa Tudor bogotano se resentía con el trotar de aquellos jóvenes llevados por la devoción, la piedad, las buenas compañías, los ánimos altruistas, el interés académico y, seguramente, apachurrando un poco los ojos, el carácter de coto de caza que podía ofrecer el desglose de aquellas juventudes transidas de ascética.
Sacrificial el semblante un cura se prosterna ante el altar.  
—¡Señor mío y Dios mío! —
Cotidiana súplica, soplo en el oído de Dios para que desde su trono majestuoso mire en plano picado aquella congregación dispuesta al rezo hodierno, nos mire y nos insufle la gracia santificante a la que optamos, nos mire una vez más, padre amantísimo, y nos bendiga. 
Sueños trashumantes, sueños pegados a la axila de cualquier viandante, sueños de cobija, sueños de reclinatorio, sueños y palabras del orador intentando con el alba desvelar algún secreto místico, aunque –!oh cotidiana e ingrata determinación!– se quede dormido el auditorio. Sueños de la aldea. Sueños de vigilia adolescente. Sueños del sobrino del señor obispo. Sueños del scout católico. Sueños vestidos de colores.
Cerrar los ojos, cerrarlos y dejar que las palabras entren por un oído y salgan por el otro, dejar pasar… No, que pasen por un oído y salgan por mi boca, hablaré ante un auditorio y les diré esto, les diré que siempre el Señor, si, el Señor Dios, ¿o es que no le conocéis? No ha muerto. Vive, vive y reinará. El golpe fue tremendo. Me llevaron todos a la enfermería. Una gasa, un poco de mercromina y listo. Que las tortillas calienticas nos esperan en el comedor.
Desperté.
Ya el introito avanzaba amenazador. El zumbido de los latines tenía una nota tropical... No, no era el zumbido, era una música lejana en algún radio. El zumbido era el de siempre, el eterno. Titilaban los cirios. La ceremonia se deslizaba. Sentarse. Arrodillarse. De pie. Arriba, abajo. Fin, ¡por fin! 
Al salir del oratorio, en una cruz de madera negra, dejaba un beso donde los demás no hubieran dejado la huella de sus labios mañaneros.
Chacharaloca, el consabido listillo, tenía el latiguillo. El medroso medra y el mentiroso dice la verdad. El que dirige hace novillos cuando no despacha. Interregno para el olvidadizo que llega con un zapato negro y otro carmelito, para el que no se peinó el cogote o para el que olvidó el cilicio entre la cama. Tiempo para todos, especialmente para las tortillas, para que estén listas, enrolladitas, doraditas. Tropel, de tropa –no de tropiezo, que los hay– tropel desayunador.
Vienen calienticas, ahí vienen las tortillas. Hoy haré un sacrificio y escogeré la que tenga menos posibilidades de rodar al suelo. Pero, como siempre ocurre, hay otros sacrificados y me toca la que rueda y cae a los pies de la muchacha. 
Inmediatamente, traen otra tortilla, recién hecha con amor a Dios y amor a mí; a mí, que se me ha escapado y rodado, a mí que no me puedo sacrificar como quisiera, no me dejan porque soy el menor, el verdadero pichón de pichones, el huevo de la pascua.
Los labios se matizaban con el apetecible y dorado majar rollizo. Borbotones de palabras que habían de recogerse como con redes de pescador, a ver que pez cae en boca del experimentado hermano que mira con malos ojos a quien hace sopas de pan en el café. 
Chacharaloca me llama al salir del comedor, me arrincona y me dice:
—Conviene que en el desayuno hables menos o por lo menos que dejes hablar a los demás.
Eso, que lo dejen hablar a él, que él tiene talla de orador. Los demás hemos de callar y dejar la verborrea para el apostolado.
—Oye, ¿es que no ves las almas navegar hacia el Señor? A ti todo te resbala.
El director alejaba de si mismo todo aquello que pudiera resultar pecaminoso por la complejidad de su competencia.
—A mi que me los pongan mansos y libres de criterio. Ese lo doy yo. Yo soy el director. Y a mi me viene la gracia a borbotones. A chorros.
—A chorradas— le hubiese dicho, pero callé.
Heroico el párpado que se pliega, como heroico el pie que sale de las cobijas, y ¡hale!, todos a besar el suelo. La bata, la toalla, las pantuflas o las chancletas, los útiles de aseo.
Pío Tentén, siendo neófito, se presentó desnudo en el baño el primer día. Amonestado, apareció al otro día con la toalla al cuello.
Menos heroico el individuo pichón que amanecía con las carnes aplastadas contra el duro suelo y un libro por cabecera. Menos heroico, pero los había muy denodados en ello. Mucho, mucho ris-ras. Toda la noche así y luego entrar al comedor de último y ver cómo la tortilla que le toca no tiene ya la tersura dorada, ahora grasea un marrón extraño, está aplastado, aplanado, seco. Ris-ras. Y ya está: al coleto, con el entorno en off.
Heroico quien logra sacar el segundo pie de la cama al amanecer cuando el director inicia su tarea rutinaria, homóloga a la de tocar una campana. Con los nudillos en las puertas anuncia tamboril el despertar y la presencia de Dios. La oniria hace su venia final y el olor a madera encerada y brillada, es como parodia de la tierra. Imagino quedarse uno dormido besando el piso, o muerto. !Qué tal! ¿Dónde dejar el bostezo a lo Robert Mitchum, la manera de rascarse la cabeza a lo John Wayne o la máscara siempre despierta a lo Tyrone Power?, ¿dónde?  Y así. Interminable. Cada uno pensando cual es su despertador favorito.
—¿Hay presencia de Dios en el sueño? 
—No se que dirán los tratadistas, pero creo que no, que no la puede haber, que sería contradictorio de lo ascético. 
Sí señor. Sí, Fulano, sí Mengano, sí Perencejo. Fulano Mengano y Perencejo, todos a una.  Eso de «cuando Teotiste Silva, empieza Sixto Amar y hace Sebastián Bulla»; o lo de «Mauricio Barrés, Ramón Novarro, entonces que venga Velasco Ibarra». Para contarlo algún día. El oído no registra, no lo debe hacer. El silencio es total. Desaforado. Si fuese cine habría rechifla en el patio de butacas.
De prisa, de prisa. Todo lo que sobrepase los treinta minutos es retardo, desliz, resbalón, escurrida; o peor, sigilo, sospecha, out-of-the-record espantable, escándalo a uno de los pichones o a todos. Todos a una. Otros treinta minutos con la mirada fija, la posición ad-libitum, el entorno entrecortado de respiraciones, bufidos embozados, suspiros contenidos. Si el tramo es predicado, la vista tendrá como objeto la boca del presbítero en la que intento descifrar las palabras que pronuncia, vedadas al oído que sólo está próximo al resuello, al drama pulmonar del entresueño.
Gramática despertadora, despertativo gramatical. Diálogo de sordos. Los sonidos del silencio, oye la música, la música, eso, «a mi me llaman el negrito del batei...» 
—!Eh, no, que va, hombre, que va! 
Salta la campana, sopla la hora y otra vez las tortillas doradas, delicuescentes, allí en la pendiente, plano inclinado, plano plateado, rugosidad morena de huevo tan bien batido. La tortilla madrugadora, dorada, puntual. Pero no siempre. Exóticas variaciones y flujos festivos retrotraen el tiempo y a falta de tortilla me instalo de nuevo en la reciente oniria. Un automóvil avanza y yo perdido en la calle sin un zapato, parezco sentir la inmovilidad del universo. Crac. El horror al amanecer, un ligero regodeo, ligero, eh, sólo ligero regodeo antes de que los nudillos del director aporreen las puertas, todas las puertas del universo. En pie. Y ¿ahora?
No debíamos ser críticos pero sí fanáticos del despertar e ir a rastras a besar el suelo como quien ha perdido durante el sueño un lente de contacto en un estanque y pareciera que fuese a beberse  toda el agua para encontrarlos – el sueño y el lente – en el pozo deseco.  Primero, sentarme en la cama,  bajar un pie, luego el otro, dejarme rodar por el borde hasta quedar casi en cuclillas, hacer una ligera flexión de espalda, poner las manos abiertas contra el suelo,  besarlo y, como si sonara un disparo y se accionara la cámara rápida, volar, porque si no lo hago perderé el turno de ducha o el de espejo para afeitarme y me tocará el espejo del baño de atrás que tiene bombilla de veinticinco y no se ve más que una mortecina sombra que mira allá atrás y tal vez no me atrevo a mirarla. —Mírala a lo ojos, hazle frente. Que tu primera batalla sea siempre tu primera victoria. Y, ¡hale!, a vestirse rápido que ya no quedan más de diez minutos, ¡venga! — Volar, volar, tomar impulso y atravesar el corredor de maderas crujientes y luego prenderme de la baranda y subir las escaleras de tres en tres con el consiguiente peligro de rodar y terminar con los huesos rotos, todos los huesos rotos, es que no le quedó un hueso bueno, y dando un salto atravesar el pasillo y abrir la puerta del oratorio, todo un solo movimiento, todos a una, borrego y asno. Y al final, el café y el pan con mantequilla, y –¡oh!–  la tortilla inefable.
Cripticismos muchos. Cada uno de ellos apunta a un campo abierto y despierta la curiosidad. Quien no esculca, espía o pregunta. El sentido se despereza. Sólo el sentido, porque el cuerpo ha de permanecer hierático. De un solo golpe solo quedar sentados es perder el tiempo; de un solo golpe hay que saltar de la cama, no conceder esos segundos al demonio, saltar y que sea un solo movimiento el ir y venir y luego llegar al oratorio antes que los demás e dirigirse a la mesilla auxiliar y ungido de liturgia encender dos de los seis velones del altar esmerándose en la genuflexión ante el tabernáculo, yerto a esa hora. Las llamas avivarán el contorno y proporcionarán sombras a la perspectiva Encendidos las cirios, el pichón de turno va al  armario de los libros piadosos y tomará uno de ellos para acompañar con su lectura la media hora de oración que todos a una vamos a iniciar. Impresionan del lector sus modulaciones de voz. Cuando no sombrío, parece débil; si es enfático aparenta bufar un pensamiento pío. Si no hay lectura, el cura zumbando prédica, o sin más sonido que el chisporrotear de los velones y el oratorio en off, a no ser que el clima permita escuchar algún acorde de la música de un radio lejano. Una jota aragonesa.
Estar en el mundo, ser un quintacolumnista o el sacamicas del Rey Arturo pero no quedarse ahí parado que será peor. Cuando abras la puerta del oratorio el cura tendrá que detener la prédica. Mientras te arrodillas y luego te pones de pié y te sientas, pasarán preciosos momentos de la meditación de tus hermanos. Has de cuidarte de no golpear los reclinatorios al entrar. Y ya estoy sentado y tranquilo, nebuloso momento mientras me entero de que habla el cura, cuando entra el sigiloso más tardón que yo, apenas se le oye. No parece llegar tarde porque su alma ya estaba sentada frente al altar, y que su cuerpo venga retrasado es comprensible por las enormes disciplinas que tiene que hacerse para contener su carne pecadora. Comulgan  el cuerpo y el alma del sigiloso y parece como que se redondea la meditación. «...De un boga que sin llorar abandonó el platanal...».  No, no es eso, es esa música lejana...«en la playa blanca… de arena caliente …hay rumor de cumbia y olor de aguardiente»... Desviar la mirada y recorrer lentamente el retablo inacabado, las barbas del santo son un milagro, el niño y la madre. El remover de cuerpos y el cascoteo de pies indicaron que había terminado la meditación. Esta vez no oí, cosa rara, cuándo cesó el zumbido de la oratoria matutina. «...Que María Cristina me quiere gobernar y yo no quiero que diga la gente que… María Cristina... María Cristina me quiere gobernar… » No, no, María, María Santísima, Stella Maris. Pasa ya la musiquita esa de quién sabe dónde, quien sabe qué radio. !Oh Señor, carne pecadora!. Tilín, tilín, el sigiloso está de turno y toca la campana como sin badajo, tilín, tilín. ¿Por qué usarán esa casulla morada, ordinaria y anticuada? Cuando el sigiloso está de turno los velones se apagan solos. A la prédica parece que se le evaporaran los verbos, cuando no los sujetos, o se van los complementos engarzados en un arrobamiento hasta que por fin logra llegar el predicador al final, pocos minutos antes de los treinta. Luego, el predicador viste casulla y celebra. Y después – ¡qué placer!– allí estarán el café y el pan y la mantequilla,  y –¡oh!– las tortillas jaspeadas, doraditas, a todos nos esperan en el comedor, !tan suaves, tan delicadas!
El agua al amanecer está helada. El pichón de santo ha llegado al final. Ya se ha despojado de la bata, ahora en el umbral de la ducha de despoja de la piyama; el agua del grifo sale a chorros helados, el shock puede ser mortal, y lo es. El demonio se consume en su antípoda. Purificado el pichón, tiritando, morado, cuasi-parapléjico, se agarra a la toalla como a salvavidas mercedario y se seca. Sus movimientos están regidos por un temblequear constante; las carnes protestan y, el espíritu presente en el ceño, hiende el aire y corre finalmente escaleras abajo hacia el oratorio.
La mecánica ha de ser perfecta. He ahí la clave universal para comprender lo que hasta aquí hemos dicho de ese levantarse en el mismo momento en que los nudillos del director golpean la puerta. La puntualidad es la entrada al túnel que conduce a la perfección. Sí señor, sí. Y aunque Chacharaloca no lo quisiera reconocer, tendría que hacerlo. Como metiendo la testa bajo el ala de cuadernos que siempre lleva consigo, Chacharaloca salió de primero y fue en busca del director. Ya habíamos consumido las deliciosas tortillas calienticas y el café, el pan y la mantequilla habían sido alegría del coleto. Salieron varios dando voces de contento. Chacharaloca esperaba abajo en la escalera a que pasara frente a él para decirme: 
—¡Eh, chist, tú! Conviene que en la mesa no confundas las cuestiones teológicas, ¡eh!  
Como una bala había salido corriendo tras el director para decírselo y que le diera el nihil-obstat para atracarme en pleno vestíbulo. Pues sí señor, el túnel de la perfección tiene un reloj a la entrada y otro a la salida. Más santo seguramente salió Chacharaloca después del golpeteo disciplinario. Quedé pensando cuál sería el método para atravesar un túnel.
La mermelada a veces asomaba su faz colorada, amarilla, verdinegra. Sólo a veces. Gustosa, glotona, trémula en un platillo gemelo al del rollito de mantequilla estriado y rígido. Las canastillas vestidas de faldones ocultan púdicamente los panecillos o las rodajas de pan grande, hasta que llega uno y sofalda y aparecen los panes. Unos pasan, otros cogen. Tiempo de gracejos. Tiempo para Chacharaloca. Dulzón, zumbón, ojo visor.
Castos, limpios, superficies de patena. Pobres igual. Y obedientes. La obediencia está sentada en la conciencia. Si la silla estuviere vacía, malo. Están la Gracia por un lado y tus hermanos por otro, tu director y tu confesor. A ellos debes acudir si encontraras el sillón vacío... -Si es necesario voy hasta los estatutos... —No, no es necesario, basta que hables con tu director y le digas: el sillón está vacío. Te impondrá alguna penitencia, no lo dudes, cariñosa recomendación, quizá más azotes o quien sabe qué privación... «Entre candilejas te adoré»... El radio lejano se ahoga en la riada automotor o tal vez en el silencio que encerraban las palabras del predicador. Entraban por un oído y salían por el otro.
Nebulosa del despertar, sueños dirigidos, ensueños peligrosos, pecaminosos, y luego el duchazo frío y los saltitos y ofrecerlo, ofrecerlo porque ese es el sentido, ofrecer tan lacerante sacrificio, y de paso matas la concupiscencia; tus carnes quedarán atravesadas de contradicción, negación del sueño. 
Pero en el oratorio más de uno solía descabezar un sueñecillo. De pronto, descolgaban la cabeza los pichones. Aunque traten de disimularlo, vuelven a quedar dormidos. Algunos roncan en momentos en que la meditación parece llegar finalmente a tener sujeto, verbo y predicado sin tener que ir de rama en rama. Edificante, eso sí, el que sin concesiones sacude la cabeza, toma aire, cruza los brazos sobre el pecho y abre los ojos desmesuradamente. Sin dejar de dar saltos todo el tiempo, golpea el reclinatorio con los pies en sus intentos por permanecer despierto. Le pesa la cabeza como si se le hubiese pegado el libro que le sirvió de almohada. !Qué manera de deslizar la mandíbula, qué suspiros, qué jadeos! Estira las piernas y parece que se le fueran a derretir, las encoge, las junta las rodillas, pone un codo sobre una de ellas y con la palma de la mano abierta intenta encajar en ella el mentón. La visión del brillo del piso de madera encerado, el abullonado del reclinatorio, los estoperoles brillantes y sobre ellos otra vez las transparencias, el cuerpo volátil, las manos que llaman e intentan acercarlo una y otra vez. Se le descuelga la cabeza al pichón y cae de bruces, sin ruido.
El pelo se secaba durante el transcurso de la oración y la misa. Pío Tentén, entraba cabezeando al oratorio y dejaba gotas de agua por el suelo, y pronto su cabellera quedaba como estopa. Ya le diría Chacharaloca: —Oye, pisst—.  Chacharaloca apunta en una libreta, hace un archivo de la miseria humana, un dossier de la infidelidad, la historia secreta de tantos deslices. Ha de tener en alguna parte ese cuaderno. Pacho Hayqué lleva el pelo al cepillo, algunos tienen poco y otros nos peinamos con gomina.
Si de heroísmo hemos de hablar, qué decir de este pichón cuando aún no dormía bajo el recinto que la institución fijó como sede espiritual y material de mi labor apostólica. Me levantaba mucho antes del alba en el calor íntimo y placentario de mi casa. Tras las abluciones de costumbre, enfilaba hacia la Residencia. A esa hora neblinosa deambulaban madrugadores y más que todo trasnochadores, taxis llenos de mujeres. No mirar, guardar la vista, no pensar en ello, no engolfarse en nada. Al principio sólo llegaba a la hora de la misa. Cuando di en llegar puntual y exacto a la hora de la meditación, y muchas veces aún antes de que el sigiloso encendiera los velones, me lo dijeron con claridad: 
—Vente a vivir a casa, denodado pichón.
Bondadosos, eso éramos, bondadosos. Bondad explicable por las virtudes que practicábamos: la valentía, la sinceridad, la reciedumbre, la piedad, el sacrificio, la renuncia, la mortificación. Bondadosos y justos. Y la alegría. Alegres, sedme alegres. Pío Tentén era alegre, se le veía cuando mostraba los colmillos. Y Pepe Gardenia, con cuánta alegría parecía sufrir su disgregación fatal: le suena el alma. Y Pacho Hayqué, alegre a zancadas. Y la alegría de Chacharaloca enmendándole la plana a Caruso en cualquier aria o a Rilke en cualquier parte.
Día de fiesta grande. Día de concesiones, sí señor. Cuando el director llegaba a golpear las puertas era lo más probable que ya lo hubiera oído venir. Es posible que ya hubiera abierto los ojos y mirando en derredor lo hubiera vuelto a cerrar, invocando la reciente oniria, la continuación del drama, el epílogo, aquella reflexión que en la infancia le pedía a mi abuelo al salir del cine:    — Entonces,  abuelito, ¿qué pasó después?
Laxo el cuerpo me levanto. Amorosos hijos de nuestra Madre Santísima, no dejábamos nunca de piropearla y menos ese día de fiesta grande. Siempre nuestra Madre Amantísima está ahí, de perfil o de frente, sola o con el Niño, esperando nuestro saludo, nuestra sonrisa, nuestra caricia. Vieja devoción, como vieja la Iglesia misma a la cual servimos y nos honramos de ser pilar y sillar. Nuestra madre guapa. 
—¡Y olé!
El amplio faldón de la sotana del predicador. Revuelo de telas, instantes de silencio. Toses, suspiros. Gime el cambrión de un zapato. El predicador mira la hora. Un chorro de café cae sobre la testa del consabido listillo, ahogándolo en el líquido. He de cerrar los ojos y no pensar más, no mirar hacia el cogote del que está sentado delante de mí, y cabecea. Chacharaloca ha estado mirando con sus anteojos negros. Como que ni en Roma se los dejó cambiar. Dicen que eran como los de Ray Milland, de rayos equis y que con ellos podía ver todas nuestras miserias, nuestros defectos, insensateces, traiciones, no nuestras buenas obras, nuestra grandeza cotidiana, que solo la ve Dios.  —Y sin gafas, verá otra cosa. —No, está acostumbrado y ya solo ve nuestros deslices, el resbalón, el acto fallido, el tropezón, la chambonada pasajera.
¿A qué hora entré en ese túnel? ¿A qué horas salí? ¿Volveré a entrar? ¿Seré perfecto? ¿Tendré gracia a borbotones? Las tortillas calienticas, doraditas, gandujaban su presteza gratificadora.
Acolitar. He aquí un tarea que distraía aquél monótono y desmayado tranco matutino. El sigiloso era maestro en ello. Tilín, aún sin badajo. Un mago. Con su nuez de sube y baja entre el pozo blanco del cuello de la camisa, encorvado va y viene silente. «.Voooy  por la vereda tropical...» Es la música lejana. Se oye entre el sonido de la campanilla y el golpear de las vinajeras. Cuando acolita el sigiloso no se oye ni el volar de una mosca, y no es que el sigiloso madrugue más y con un spray y asperje todo el oratorio, no. Es que esos días las moscas ya lo saben y procuran no volar o por lo menos hacerlo con cautela. Frente al altar empieza a rodar la pesada rueda de lento transcurrir. Comulgar, desayunar e iniciar el día de trabajo, apostolado, mortificación y alegría. 
–¡Hale!
Las tres vías de la contrición y el arrepentimiento: la primera, la confesión sacramental boca-oreja que termina en absolución inmediata: Ego te absolvo. Una segunda vía, el diván del psicoanalista, hablar mirando al techo, que terminará algún día con una interpretación. Y la tercera vía, la vía torera, en la que quien se acusa es rematado con denuestos sin fin.
—Perseverar. Escuchar el llamado no basta. Hay que recordar todos los días esa voz, esa llamada, aquella luz, como la que encegueció a Saulo de Tarso, que también tumbándonos de nuestra cabalgadura nos indicó el camino. Y he aquí que vamos transitando por él. Los peligros nos acechan a diestra y siniestra, vienen de frente o nos persiguen y pueden darnos alcance, o quizá no los veamos llegar. La sinceridad, la brutal sinceridad con nuestro director, la reciedumbre y la alegría. No me olvidéis la alegría.
Meditaba el cura en voz alta, con los ojos semi-cerrados. Iba como un caminante que se ha lanzado a la oratoria dejando en casa algunos bártulos gramaticales y había que rellenar los espacios blancos de su discurso y encontrar una cierta beatitud en los remansos sintácticos dejando el verbo para después o postergando el sujeto hasta la próxima meditación, cuando ya sin nadie que te hable al oído, habrás de hablar como si estuvieras en tu propia prédica, al tenor de tu silencio y a grandes voces.
Los ojos mirando al techo o los párpados cerrados. Al estudiante indefenso se le colaban unas deliciosas jovencitas, vistas, presentidas.
¿Cuando, cómo, empezó todo esto de madrugar de tal manera? El automatismo ése. ¿De dónde, Señor, de dónde? Y ya estaba flexionando las piernas, besando el suelo y lanzándome a la ducha fría. 
La mortificación de los sentidos. La vista el primero, atornillándole al párpado y al globo ocular un mecanismo anti-regodeo después de haber instalado el dispositivo de la limitación de mirada, una concentración heroica. Por el oído entrará un caudal incontrolable; pero la talanquera que todo pichón de santidad ha de instalar en su pabellón auditivo, hará que en la retorta del oído revenga jaculatoria toda inconveniencia. Qué conviene al ojo y qué no. Qué conviene al oído y qué no. El tacto ha de guardarse sin recelos ni malicias. La superficie del cuerpo, superficie táctil toda ella, ha de macerarse con las aguas heladas del amanecer y las disciplinas y los cilicios. !Oh! Cuántos sacrificios a flor de pierna, a voz en cuello. Por la boca muere el pez. Habla el predicador del sentido del gusto y de la oralidad misma. Por su parte, el olfato sufre capiti diminutio al elevar a la categoría de apotegma el decir que «el mejor olor es no oler a nada». Ya se verán los estragos y los chorros de gracia santificante que el manejo de las cinco vías pueden proporcionar al pichón de santo, en ciernes o ya cernido y pasado por el cedazo, listo para el consumo santoral.
—Es que no somos sinceros, no somos verdaderamente sinceros, nunca hablamos al director de esos pedacitos de mierda seca que se nos quedan pegados en los pelos del culo—decía Pepe Gardenia
El oído no ha registrado el golpear de los nudillos en la puerta. La vista pliega párpados y el ojo apenas identifica levemente el entorno. Los reflejos musculares hacen que el cuerpo salte -descarga heroica- y brinque al vacío cotidiano.
Santos, seremos santos. El Señor así lo quiere y nuestra madre guapa que está en los cielos.
Sí, hay momentos de felicidad. ¿Cuántas veces, sin mortificarse, sin el dolor del sacrificio se alcanzan momentos de felicidad heroica al cumplir con los diarios desapegos y, como en volandas —alfombra ascética—, irse deslizando por las nubes literarias.
Liso y llano es el lenguaje de lo ascético. Las disciplinas aplicadas con amor lavan la culpa. Aplicadas con soberbia, enfangarán más al alma rebelde. Las disciplinas, cielos de redención.
Cerrar, cerrar esa ventana con falleba para que no entre la soberbia. Recordad que si ella habita vuestro corazón, serán los demonios, con rabos pezuñas y cuernos- quienes tomen tu vida de santidad convirtiéndola en superficie de pecado, tiempo de culpa. Pero la gracia santificante que sobre vosotros caerá tras la consagración al Corazón de María, devolverá a nuestros parajes interiores la luz perdida, y las tinieblas serán derrotadas por el amor al Señor, Padre Amantísimo. La soberbia, hermanos, la soberbia. Poned vuestro corazón en manos de Nuestra Madre Guapa que está en los cielos, ella os reconfortará. Henchido de gracia volverá el sembrador a los caminos divinos de la tierra, la semilla a voleo.
Con el salto de la cama y el carrerón al baño, la ventana se abrió y la ráfaga diabólica penetró con violencia. Y sólo el Señor lo sabe: una sola mirada a la imagen de Nuestra Madre Guapa bastó para que la dulzura que se desprende de su efigie bastó para vencer al Malo. Luego, el duchazo de agua helada. Agarrotado, dando saltos se purifica el pichón. Al recibir el Cuerpo Divino en la circunferencia de trigo, cerró los ojos y supo que había vencido, pero que la lucha continuaba. 
!Cuántas batallas más habrás de librar, cuántas victorias más habrás de lograr, denodado pichón!
En el altiplano andino el despertar siempre trae consigo un salto al frío. Lo cálido está entre las sábanas, bajo las cobijas. A primera hora el alba hace tiritar al más avezado sabanero. Se cuela lenta una frialdad marmórea. Pálidos, los pichones de santidad, aún somnolientos, nos presentábamos ante aquél crucifijo del oratorio que parecía mirarnos desde sus pupilas de aleación metálica, el mismo crucifijo que amorosamente vigiló los escarceos iniciales de los primeros pichones de santidad en estas tierras de misión. Después de la meditación, la misa. Era el rito preconciliar. El cura de espaldas al pueblo pronunciaba latines romanos, a los que contestábamos los pichones ungidos de amanecer. El tronar de los latines encendía el ánimo y templaba las cuerdas vocales.
Fueron difíciles los años fundacionales. La predicación abrió las primeras puertas. El castellano seco y áspero, de recia pronunciación, trajo a los oídos andinos –acostumbrados al suave y cadencioso recitar matizado de altos y bajos– el postulado pétreo de la salvación eterna, acudiendo a la sonrisa santificante para franquear el umbral de los trabajos terrenales. El alegre sufrimiento y la pasión domeñada. Las pláticas atrajeron huestes de entusiastas seguidores. La perfección cristiana en medio del mundo, ahí es donde está la novedad. Santificas e trabajo ordinario y ya está, puedes ir a los altares, si quieres, y si Dios quiere. Y no me olvidéis a nuestra Madre Guapa que está en los cielos. ¡Stella Matutina!
Pasados los lustros volvieron de Roma los primeros pichones oriundos de estas tierras. Una manada de ellos, italianizados , españolizados, doctos en cánones y canonizaciones, liturgias y latines. Empírico Torrente y su coro de batidores. Eran muchos, llegan y legaban. Advertí entonces que los pioneros peninsulares, sin haber hallado el fruto al ojo en la capital, habían extendido a la provincia su acción apostólica para encontrar la veta vocacional tan deseada.  Eran gentes de tierras dadas al rezo, al cura y al tañido de las campanas. Tañendo volvieron de Roma las primeras vocaciones y retiñendo llegaron a capital. Su aura insospechada deslumbraba con gestos litúrgicos, ínfulas que ni los cardenales en Día de Corpus se proponen. ¡Qué gestos, qué actitudes, que de vueltas y revueltas! ¡Qué miradas, con los párpados en intermitencia apostólica! ¡Qué fiesta! Otros, venían revenidos como el caramelo cuando se somete a temperaturas cambiantes. Patosos y pastosos. Todo ellos recibieron en Europa el soplo re-divinizador. Iglesia itinerante.
Nunca sabré encomiar lo suficiente a Chacharaloca, este nuevo Ulises que sólo oía las sirenas de las tardes de toros. Le digo que deben cambiar la corneta por una sirena y también en la misa la campanilla por una sirena, no de las de Ulises, que sería una de nuestras hermanas empelota y metida dentro de un pez gigante de la costa. Sirenas por todas partes, debajo de la cama, en el recinto de la ducha, senos que se ofrecen...!Oh, no, carne pecadora! Santa María Stella Maris, sálvanos que el mar está picado y la tormenta se avecina.
Cuando los días eran de tanda de retiros las deliciosas tortillas se consumían en silencio y entre ruidos de vajilla, el remover de cucharitas, el rasss del cuchillo sobre las tostadas untando la mantequilla, cada sorbo leve, no sea que a la salida del comedor te coja Chacharaloca y te diga: —Oíste, conviene que no sorbás. Y el sonido de los chorros del café y de la leche. Algunos se aclaran la voz como si fuesen a hablar. En las tandas de retiros el único que habla es el cura. Tantas tandas, todas tundas.
El despertar es siempre indicio de futuro. La llana teología quiere ese futuro institucionalizado, la vida en Dios. Cuando el pecador despierta, empieza la pesadilla puesto que para el pecador el único sueño placentero es el de estar muerto y al despertarse y comprobar era sólo un sueño, busca el tiempo retroactivo cerrando los párpados y encogiendo los músculos.
El confesor, en él reside la potestad de abrir el grifo para que mane el chorro de gracia santificante... Y el chorro te engrandece, el chorro te magnifica frente a la humanidad caída del pecador. Tu sabes bien, pichón de pichones, que el indigente espiritual es aquel que no ha querido escuchar la llamada de la salvación. Aquél cuya piel se ha hecho refractaria al rayo divino y cuyos sentidos no perciben el trueno de la gloria eterna. Y al pecador también hay que ir. Aquél viejo amigo puede ser hoy un pecador, el mejor de tu grupo puede ser un pecador. Todos son tus hermanos, a ellos ha de llegar la llamada del Señor Dios de Todos los Ejércitos, hoy bajo la versión de padre amoroso. Y tenéis dos armas: el apostolado y el proselitismo. Apóstoles como los doce.
Imagino un Cristo viejo, crucificado en la senectud con los clavos de la perfidia. Dos canallas, un traidor y una pócima. Le clavan las manos, con los brazos abiertos sobre un leño. Para que descanse siempre quieto. Es la hora de los doce.
¿Cómo nadar en natilla? Peor que en arena movediza. Como la natilla no hace resistencia uniforme al cuerpo del nadador, su esfuerzos ha de ser pausado, buscando las zonas menos resistentes; y vigoroso, puesto que el peso y la densidad del postre pueden hundir  al nadador. De nada valen los balones de oxígeno, sólo el braceo. Ni el nadadito de perro, ése te hunde.
— La obra es de Dios pero el manejo es de los hombres.
Todos volvimos la cabeza. Quien lo dijo ya no estaba allí, sólo una sombra breve. Salimos presurosos al jardín. No había nadie allí, sólo pastaba el estrafalario venado que Pepe Gardenia insistía en mantener en aquél prado secreto tras los vidrios corrugados del comedor. Algunos días se abrían las puertas y todos pisábamos pasto tan contentos. Pero el jardín era un campo minado. Cualquiera podía pisar una masilla oscura y luego llevarla en el zapato por toda la casa con la consiguiente  agresión olfativa. —Nos cuidamos mucho de eso— me dijo Chacharaloca cuando ingenuamente intenté disimular el resbalón. El agua de colonia fue peor. Ya se sabe.
Se ha consumido el silencio mayor.
—¿La Nada? La Nada es un chorizo sin forro y sin relleno. 
Temblé. Se refería al universal chorizo, al paradigmático chorizo.
Volví a temblar. Chacharaloca ya habría adelantado sus pasos. Subí las escaleras de dos en dos y me perdí en el interior de la memoria.
El desorden urbano se traga el fervor matutino. Los pichones de santidad nos lanzábamos al diario transcurrir de nuestra vocación: la universidad o el trabajo. La Residencia nos agrupaba durante la noche y a la hora canónica de las comidas, la ciudad nos dispersaba durante el día. 
Alegre y bullanguero es el momento en que cesa el silencio mayor. En el oratorio el Señor reposa solo. Todos hemos pasado por allí antes de salir de casa y con una genuflexión frente al sacramento de la eucaristía encerrado en el sagrario, inclinamos la cabeza y retornamos al acto de fe que nos da la marcha para ir a la brega diaria. 
—El «estartazo»— que decía Pacho Hayqué.
La mañana ha de ser pimpante. Repleto de gracia santificante al salir a la calle el fragor urbano y un avemaría son un mismo comenzar. Con la mano en el bolsillo íbamos desgranando la camándula entre los dedos. Un vecino miraba todo aquello, veía cómo al salir de casa aquellos jóvenes madrugadores, algunos acompañándose de un aire doctoral, otros llevados de jocoso hieratismo, iban con la mano entre el bolsillo. ¿Qué llevarán allí? se preguntaba el vecino una y otra vez. ¿Serán armas? Sí señor, el arma sagrada de la oración. 
Los gozos, los gloriosos o los dolorosos. Emprendíamos un viaje detergente con la cabeza en alto y la mirada puesta en Dios Nuestro Señor que se quedó en el oratorio y sin embargo nos acompaña, está allí a donde vamos y espera que regresemos a casa, una y otra vez, y rodilla en tierra lo saludemos. El Señor Dios. El Señor Símbolo. El Doctor Nuestro Señor. Dios Nuestro. Doctor Nuestro.
Llevábamos en la mirada la ascética de la predicación hodierna. Veíamos pasar por el rabillo del ojo el mundo que nos rodeaba, mientras las pupilas vigilaban en lontananza el mundo al que aspirábamos. Mundo aún que sin serlo, ya empezaba a parecerlo: el cielo. Así como suena. La salvación eterna, vaporosa como las nieblas de los Andes. Veleidosa santidad hecha de pecado y redención. Hecha ante todo de libertad. Que estás aquí porque te da la gana.
En los buses se apretujan las gentes. Las caderas y los pechos. Iba entre dos mujeres. Las caderas de una por delante y los pechos de otra por detrás. Me tocan. Con el movimiento del bus repleto se pegan, aprietan. Una veces unas, otras veces otros. Frena el bus y se ciñen. En las curvas ascienden unos o descienden otras. La imaginación vuela lejos del avemaría. En el fondo del bolsillo queda la camándula dispuesta para ser nuevamente recorrida. 
Una música y un recuerdo suelen ir uncidos a un olvido, al dolor del acto inútil. De nada vale la memoria. Me sumo en el silencio. Una música lejana continúa otro pasaje, otra ficción.
El bus se estremece, toma la última curva y sin estridencias, rueda por los predios universitarios. 
Vienen las cátedras, si es que el profesor asiste. Si no, se irá el tiempo en languideces prolongadas o en torbellinos que llaman desde lejos, música de otros lugares, recuerdos de  infancia como estar en cama y que me traigan  mangos y mandarinas para pasar la enfermedad.
Desembarazado del claroscuro ascético, en la universidad me encontraba con las exquisitas beldades escapadas de la banalidad feminizante y con las aguerridas militantes, compañeras del y hambre y la miseria que llegaron a los bancos universitarios a buscar calor en ellos. Y con estudiantes de provincia que buscaban a sus paisanos y con ellos formaban «ghetto», y si su soledad los abrumaba, se hacían amos y señores de sus pasos por el claustro. Los nativos, en cambio, buscaban en quien depositar su autoridad y tomarlo como esclavo. 
Voz elocuente para que el discurso sea más placentero, y también lo sea el trayecto hasta la parada del bus. Pequeños subterfugios que no hay que apuntar en la cuenta de gastos y que si sieguen así las cosas, a lo mejor se les podrá hablar de la acción de Dios en las almas, en los hombres, en nosotros, en las personas corrientes. ¡Pero cuántos se espantaron!  Horrorizado, el rústico intelectual de aquella horda me miró a los ojos y cambió el tema por el del trasero de Dorita. No pudo dejar de mirar el trasero de Dorita; el trasero de Dorita había pasado por la boca del rústico intelectual y yo lo había recorrido con la vista un instante, allí cercana; y luego en la imaginación seguí viendo toda la tarde el trasero de Dorita. Acariciádolo. 
El músico al que le hablé de Dios, enseguida cambió el tono de su voz: 
–¿Dios en nuestra vida privada? !Santo Dios!– Se cogió la cabeza a dos manos y rodó por las escaleras.
El retorno al mediodía. Los ancianos en los buses buscan con los ojos una persona caritativa que les ceda el asiento. Empleados y estudiantes se apretujan en el pasillo. Nadie cede. Nadie mira. El bus marcha raudo y frena en seco. La masa humana se mece, se bambolea. Diaria liturgia, de pie, agarrado de la varilla fría por la mañana y resbalosa y grasienta al mediodía. Los intestinos ejecutan su sonata, los huevos, el café y el pan con mantequilla y mermelada del desayuno han hecho ya su curso. Sigo desgranando avemarías hasta el paradero. Santa María Madre de Dios. Un airecillo tibio y libre de miasmas me saluda. Dirijo el paso hacia la residencia, ya en el gloria. 
Llegar a la institución celestial era como subir la escalerilla de fuego que tiende Elías el profeta desde lo alto. Y llegar arriba sin quemarse ¡eh!, sin un solo quemón –ojo, que es importante–. Con unción abro la puerta del oratorio y saludo al Señor que descansa en el tabernáculo de finos metales con incrustaciones de piedras preciosas.
El silencio que durante la mañana envuelve a la Residencia, empieza a quebrarse. Unas voces se unen a otras y la algarabía hace del momento un acto transitorio. La puerta del comedor permanece cerrada. Se espera el clic puntual del seguro al otro lado de la puerta y que la diestra del director de la vuelta al pomo. !Oh espectáculo magnificente! Limpia e impoluta la mesa, dispuesta con amor por nuestras hermanas, brilla en los cristales y en la cubertería. Las flores alegran el esplendor cotidiano del orden y el amor a Dios. Están los platos milimétricamente alineados, los cuchillos y los tenedores en perpendicular perfecta al borde de la mesa, las cucharitas y las copas del agua. Ya todos sentados y con la servilleta en el canto, inclina la cabeza el director y entona el «Señor mío y Dios mío.
Hay un breve silencio, brevísimo, casi imperceptible, pero para quien ha aguzado sus sentidos es un bache glorioso. Es el espacio donde pondrá sus intenciones, donde acomodará previamente la mortificación que hará del condumio, además de un momento -el gaudeamus-, una parte de la larga peregrinación de la carne pecadora hacia la gloria del placer de los sentidos domeñados. Rompe el encanto la conversación que enseguida gira en todas las direcciones. 
«Que Dios bendiga estos alimentos que de sus manos vamos a tomar.» Suena la campanilla, el director la agita con prudencia. Detrás de la puerta un oído avizor registra el llamado, en segundos de imperceptible secuencia, se abre la puerta y en manos de la canónica muchacha vestida con delantal impecable, cofia y guantes blancos los días de fiesta, aparecen las viandas sobre las bandejas plateadas, aderezadas con amor a Dios, !Oh nueva superficie de mortificación! ¡Oh magnífica lección de humildad! ¡Oh frugalidad, qué poco tiempo pasa y ya acaba!. El tiempo está contado y medido, sin embargo, la eternidad envuelve los momentos gástricos. 
Primero se sirve el director, parsimonioso, con los movimientos medidos no sea que se le escape la vianda o haga presión indebida sobre la bandeja que sostiene la muchacha en el aire sobre una de sus manos. Luego se sirve el cura. Sin ruidos ni estridencias continúa hasta el final. Cuando ya la muchacha ha dado la vuelta a la mesa el último, el que se sentó a la izquierda del director, no tiene ocasión de mortificarse y seguramente aprovecha para adelantar en la charla. Cuando le llegan las viandas cae en el silencio del mascar apresurado porque en cualquier momento el director hará sonar la campanilla y la muchacha recogerá rauda todos los platos. El director insta a comer de prisa y cuando comprueba el último bocado, clin-clin. Por el mismo procedimiento vienen los postres. 
Al profano, el paso de los días puede parecerle monótono y sin variación. No es así, cada día constituye una nueva eternidad. Es la vida eterna, aunque nos digan que esa viene después. 
Después de salir del comedor pasábamos los pichones de santidad a otra media hora de conversación, antes de volver al silencio menor que se prolongaría hasta la merienda. Media hora de «tertulia», con minúscula puesto que no se trata de una práctica cibernetizada por la corriente ascética. En la tertulia se hablará, en primer lugar, de aquellas cuestiones mundanas que enriquecen el apostolado y el proselitismo, y las que enriquecen el amor a Dios y la caridad con nuestros hermanos. Superficie de mortificación también puede constituir la tertulia. Por ejemplo, saber que sabes el mejor chiste, el que más hará reír a todos, el que excita tu vanidad y quizá tu soberbia, y habrás de callar y ofrecerlo. Hay que ofrecerlo. Por la intención mensual, ya sabes, la intención mensual que no falte. Pero ¡ah pobre y desdichado!, con cuánta frecuencia me olvidaba la intención mensual. Tarde ya. Vieja memoria que ahora ha de trasladarse a la tertulia cuando llegaba el café  hasta puerta del salón en manos de la muchacha, quien lo entregaba con los ojos bajos y en un silencio que ni su respiración turbaba.
El chiste y el chascarrillo tenían cabida en la tertulia. Chacharaloca cabrillea y muestra los dientes por la mínima ranura que puede hacer con su boca de longitud desmesurada, cada vez que puede interviene con un tipismo que a modo de sarcasmo hace apear de la palabra a quien la tenga. Pero la tertulia no era solo superficie para que rodaran desafueros e insensateces de supuesta inocencia; también en la tertulia nuestros hermanos mayores; los pichones viejos contaban en forma de historia cerrada y didáctica los primeros tiempos fundacionales. Grandes anécdotas del proselitismo. Grandes hitos del apostolado. O grandes causales de santidad que ostentan tantos en el mundo. Los días de fiesta, la tertulia podía prolongarse ad libitum del director. Sana práctica era informar previamente al director el tema que se quisiera exponer o narrar. Así el director allanaba los caminos de la conversación mientras daba vueltas a la cucharilla en el pocillo de café. Luego los oídos a voleo, la imaginación sin cortapisas, el rodar incesante de la verbalidad jocosa, jocoseria, didáctica o anecdótica. Sucedidos en la lucha diaria con el mundo que patentizaban las aspiraciones de santidad. Su discurrir discreto y callado, no tanto como sus éxitos en la dialéctica del apóstol en acción frente al enemigo. Y ¿cómo lo habríamos de olvidar?, el buen reír. El chiste pret-a-porter no faltaba. Y había ingeniosos, ingenios y geniales de la fono mímica y el taco guarnecido de oropel. Si no sicalípticos si escatológicos algunos. Después de la tertulia el silencio menor sumiría todo aquel alegre y bullanguero discurrir del tiempo en silenciosa memoria. El presente atormentador del silencio menor me iba llevando por caminos dispersos. Hora de la contabilidad de la mañana transcurrida.
Desde el final del desayuno hasta el clic del momento del almuerzo, ¿que hacía yo, además del esfuerzo frente a catedráticos de aburrimiento supino como el de Derecho Civil? 
- Los catedráticos no son aburridos. Serás tú quien te aburres.
Intento desbrozar la réplica que el director ha lanzado durante la charla. Charla semanal con el director, mandan los preceptos. 
He recapacitado y aunque cierre los ojos en actitud que dirían de humildad, dentro de mí, cuando mis palabras no alcanzan para la réplica, brilla delirante una convicción: es el catedrático quien se aburre, va a clase come va a la tortura un pagano o un descreído que no ha de gozar con el dolor, dolor de amor. El catedrático de Derecho Civil parece molestarse por la presencia de los alumnos en el aula. Parece que quisiera encontrarla vacía, y así emprender hacía una oficina «non sancta». Sin embargo, el catedrático ve con sorpresa cotidiana que sí hay clase: los alumnos se disponen a la práctica intelectual que teóricamente habrá de darles el conocimiento y la sabiduría. El catedrático de Derecho Civil llega siempre con abrigo y paraguas. Cuelga el paraguas del borde del podio, si ha llovido, lo deja en un rincón goteando. Si hace frío, se sienta con el abrigo puesto; si el día está soleado, se contorsiona hasta lograr quitárselo, manga y manga, luego baja del podio, cuelga el abrigo en un destartalado perchero y hace nuevamente su entrada académica vestido con su terno del mismo color del abrigo. Se acomoda dentro de la silla y saca del maletín la lista de alumnos. Lo que más sorprende es que con frecuencia la lista que empieza a leer no corresponde al aula. Ante las carcajadas que suscitan las numerosas ausencias, a pesar de estar lleno el salón, el catedrático de Derecho Civil suspende la lectura de los apellidos seguidos de los nombres y mira al auditorio por primera vez. 
—El aburrimiento me invade.
—Ofréceselo al Señor.
Entonces el catedrático de Derecho Civil cambia de carpeta y lee la lista auténtica. Los alumnos están completos. No se alegra. Le extraña la asistencia y, aún más, la puntualidad. Tal vez piensa que habrá una asonada contra él. Con suspicacia vuelve a mirar al auditorio, levanta las cejas, guarda la carpeta de las listas y empieza su monótona recitación. Mientras habla saca un taja-lápiz antiguo del fondo del maletín y taja cuidadosamente la punta de un lápiz. Luego sopla los deshechos y, con la punta del recién tajado lápiz, subraya sobre los rostros del auditorio las frases que quiere que recordemos o que los más acuciosos anoten. Mira por primera vez el reloj y le da cuerda, un poquito de cuerda y luego se aclara la garganta ruidosamente.
Y ahí sí, el catedrático de Derecho Civil se lanza a la disertación. De un momento a otro se levanta, se baja del podio, se pone las manos a sus espaldas, la izquierda agarrada con la derecha, y con la pierna tiesa hace medias circunferencias por el aula. Avanza y retrocede hasta que llega a la ventana y mira hacia la oficina «non sancta» que está más allá de los árboles del bosque, también «non sancto» en las horas de oscuridad.  No sé qué es lo que sucede allí, sólo dicen que allá se van las alumnas y se levantan las minifaldas y sus compañeros hacen todo que tienen que hacer. Detalles no sé. Miro en derredor y, como prescriben las normas, no he de fijarme en las partes desnudas de esas chicas casquisueltas. ¿Serán todas casquisueltas? Podría quedarme una tarde y mirar. Se me acelera la respiración de sólo pensarlo, una oleada me recorre el cuerpo, eléctrica, cálida. Creo que he incurrido en pecado venial, sólo venial.
El catedrático de Derecho Civil vuelve al estrado. Le queda media hora y es en esa media hora cuando la cadencia de su voz y el gesto de mirar continuamente el reloj, van diluyendo el tema en una gangosa salmodia. Las frases se arrastran perezosas y vacías para volver a las que subrayó en el aire al principio de la lección. Mientras diserta el último tranco guarda el lápiz, el taja-lápiz y los folios que a lo largo del lento perorar ha ido sacando del maletín; guarda todo, cierra el maletín, y, si es el caso, se contorsiona mientras aún habla al ponerse el abrigo. Toma el paraguas, si está abierto en el rincón, lo cierra y lo enarbola, le ajusta la bandita elástica y gruñe antes de salir del aula. Una alumna que está enamorada del catedrático de Derecho Civil dice que se le oye perfectamente el «buenos días a todos». La molestan y le dicen que se le oye perfectamente decirle a ella «adiós mi amor». Me aburre y se lo ofrezco al Señor. 
—Pero no basta ofrecérselo. Tienes que hacer alguna intención. Por ejemplo la intención mensual. 
—Si es que ya ofrezco por la intención mensual la perorata del que habla de hidráulica en la clase de sociología
—No basta, no basta.
Habría que buscar más aburrimiento a ver si sale adelante eso de la intención mensual, a ver si los hermanos mayores se mueven y consiguen los millones que vale la enorme casa moderna que no pudo estrenar su dueño porque murió de infarto al ver las cuentas del interventor, y la viuda la vende a buen precio. La viuda comulga todos los días y asiste a las pláticas. Y aún debe bajar más el precio. Así dejaríamos la vieja casa Tudor, húmeda, fría, y desvencijada. Los techos se agrietan. La cabecera de la mesa del comedor queda exactamente debajo de la puerta del oratorio, allí donde cada vez que entramos y salimos de casa hincamos la rodilla; no es raro encontrar diminutas partículas blancas sobre la superficie impoluta, brillante y húmeda de la papaya recién cortada. Dicen que es la rodilla de Pacho Hayqué la que va a hundir el oratorio.
El más aventajado alumno, el perfecto científico Ignacio Ibáñez Mondador, Chacharaloca, ¡Quién lo creyera! Ruborizado llegó hasta el despacho del director. En el papel repleto de sellos y adornado con floripondios, estaba consignado el título académico firmado por el decano de la facultad. Chacharaloca, el mismísimo Chacharaloca, se había doctorado. Una agitación impaciente lo atenazaba. El rubor permanecía en su rostro día tras día. Era más bien el esplendor de la Ciencia y de la Gracia. Chacharaloca iluminado. Pronto llegó el día en que lo supimos todos. En la tertulia  había ambiente de fiesta grande. El director fumaba con fruición cigarrillos rubios. Chacharaloca partiría hacia Roma. Chacharaloca a Roma, ¡quien lo creyera!. En Roma había muchos otros, todos brillantes universitarios: médicos, abogados, ingenieros. Allá en Roma, entre los cortiles y los oratorios, buscarán también la santidad. ¡Ave Maria, pues!. La tertulia se hizo densa de memorias. Los que ya habían estado en Roma fueron relatando con verbo cálido un memento cada uno. La luz del rostro de Chacharaloca se hacia insoportable. Sentí envidia, La ofrecí, mortifiqué mi pensamiento, la ahogué en jaculatorias. La conversación se hizo lejana. De pronto, encontrándome englobado, se levantó la tertulia. Tenía la mirada fija en el canto de una mesa pensando cómo sería Roma, la luz de Roma, el aire, los olores. ¿De qué color será Roma? Me levanté de la silla en la que había quedado solitario y me interné  en los meandros del silencio menor.
Nunca supe bien cómo me embarqué en aquella empresa de santidad. Muy compleja, para ser la continuación de otra santidad, la de mi abuelo, caracterizada por el silencio prudente ante la adversidad cada vez mayor e inmisericorde. Desde su quiebra económica se había entregado a una santidad particular caracterizada por la dedicación sacramental: misa y comunión diarias. No le faltaba la paciencia ni la mansedumbre. No era vanidoso y menos soberbio. Y siempre hacia honor a la tradición, a la catolicidad, al buen sentido. Era como una institución personal para que su nieto no cayera en el vacío de la heterodoxia, el joven bachiller, promesa de la familia, de quien se esperaba todo lo que en vano se esperó durante largos años de su padre. Pero todo aquello que animó mi infancia y que me llevó a la fe institucionalizada y de santidad en grupo, apareció súbitamente contradictorio y lejano a las enseñanzas de los años infantiles. El Dios de mi abuelo no parecía que fuese el mismo. El Dios del abuelo era universal. Este era un Dios particular, amoroso, de ninguna manera tronante, ni se esperaba de él castigo, sólo amor. Los pecados no eran negros como decía mi abuela cuando la ruta de los nietos parecía que fuera a desviarse por «un quítame allá esas pajas». Pecar y no arrepentirse era «hacer morcillas». En la institución de santidad en grupo no cabían tales términos. Allí Dios era bondadoso, sólo amor, y el dolor se concebía como el fustigar los cuerpos para no ceder a las tentaciones de la carne, para mantener en forma el espíritu apostólico y proselitista, y ofrecerle al Señor tantos y tantos embates por la intención mensual.
¡Oh, si la viuda cediera!, si bajara el compás de plazos… si nuestro hermano el cura lograra ablandar más su ya ablandado corazón, y la viuda adquiriera la vida eterna por un acto de valentía económica. !Si la viuda cediera! Rejazos, cilicios, ayunos y oración. Para que la viuda ceda, hoy ofrezco este dolor, este ardor terrible en la pierna, el alambre del cilicio que se incrusta y cuando empujo un poco más la pierna contra el borde de la mesa, parece que el entramado metálico fuese a estallar . Otra presión, otra más. ¡Oh dolor. Oh amor! ¡Oh alegría! ¡Si la viuda cediera! Otro envión contra la mesa. Sentí el hilillo de sangre que bajaba por la pierna y cómo se bifurcaba al llegar a rodilla. ¡Oh dolor de amor ... la viuda cederá!  Señor mío y Dios mío, te ofrezco este dolor por la intención mensual. Sea. Y ¡hale!, no me olvidéis el buen reír. No, no te lo olvidamos. Antes de entrar al comedor he arrancado el cilicio de mi carne. La figura de puntitos rojos pronto se convertiría en un grabado permanente. La liberación del dolor convierte la reciente cojera en saltarina marcha escaleras abajo hacia el comedor. Ya todos habían entrado. Ya la campanilla había sonado y el director ya trinchaba. El puesto a la derecha del cura estaba vacío. Una mortificación colectiva. La viuda tendría que ceder. Pienso que la divina providencia me ha premiado por la ardua torsión con que apreté el cilicio. Deleitosos manjares y qué apetitosos los filetes gruesos, menos apetitosos los delgados y mucho menos una cola chamuscada que se escondía bajo los adornos que circundan la bandeja. ¿Cederá la viuda si me sirvo la cola chamuscada? Sumirse en el vacío, un instante. Tal es la mortificación. Tal el espoleo a los sentidos. El ojo arroja sobre la conciencia su propio protocolo, las superficies brillantes, estriadas, humedecidas de deliciosa sanguaza. Y el oído, si se aguza, percibe el corte del cuchillo sobre el filete gordo que sigue trinchando con fruición el director. Y el gusto memorioso ya se regodea con el filete chorreante de delicia y con la guarnición especiosa. Palatable filetazo. Considerando la sangre perdida en el último embate, convendría que te pusieses el filete gordo.
— No, que no cederá la viuda.
— Entonces uno mediano.
— Así parece que no tomo partido, no lo sé, tal vez sea mejor la cola chamuscada, que así cederá la viuda.
—¿Y si no cede? ¿Si la cola chamuscada no es suficiente?
Aunque no ceda la viuda, al filete grueso, me digo, y me sirvo el más gordo, el más aromático, el de encima, el más grande de todos, mayor que el del director, que no es que no se mortifique sino que es más discreto, tal vez más santo. Me sirvo el filete grueso, si señor. Palatable. Si señor. Terso, húmedo, salsudo que dicen. Resbaló justo en mi plato. Hecho, hecho está. 
Suena la campanilla, el decurso del condumio, la tertulia y ¡hale!, a correr por ahí por esos caminos, pero los vericuetos de Dios, Nuestro Señor Santo. Vi los ojillos de Chacharaloca sentado a la siniestra del director. Vi cómo siguieron tras los filetes hasta que le llegó en la bandeja solamente una cola chamuscada. Se la sirvió y se la comió con abundante guarnición. Durante el almuerzo la conversación gira entre los que se oyen y los que repiten. Después la campanilla gustosa interrumpe el jolgorio verbal y quien preside entona el «te damos gracias Señor por los alimentos que hemos recibido de tu manos».

El apostolado, si señor, el apostolado antes que todo. Que tu conciencia tenga claro el punto de la acción salvífica de la gracia. Que vea la unidad de la Iglesia y sobre todo la autenticidad de los fieles. Claro, porque allí en la universidad por ejemplo, a ver. En la universidad hay que hacer apostolado. Mira y verás a tu alrededor. 
Miro a mi alrededor. Las minifalderas cubren el panorama con su caminar de sube y baja el telón teloncillo. Los hermanos Mancorna son presbiterianos. No son mala gente. Son amables, discretos, educados. Generosos. Desinteresados. Deportistas. Religiosos. Pero son presbiterianos. 
—Has fallado el tiro. Habrá más gente además de las  minifalderas que tanto te preocupan.
—Bueno, si, Calamar. El que entona cantos gregorianos en los ratos libres. Entre clase y clase va escribiendo en el tablero las notas musicales mientras va entonando
—Bueno, pues ese.
—Es que no se baña ni se cambia de ropa, huele pésimo. No sé.
—Pues déjalo. Ahora, si ves que vale, pues empieza por decirle que se bañe.
—Si su padre y su abuelo tampoco lo hacen. Son mecánicos que se precian de su baño mensual y a mucho honor.
—Bueno hombre, pero alguien que se bañe si que habrá.
—Hay más, pero son mayores, mucho mayores, inaccesibles. Uno de ellos lleva revólver. Dicen obscenidades, ya sabes. Salen siempre de clase con rumbos... rumbos pecaminosos. - Déjalo, déjalo.
—Hay algunos que nos conozco, que siempre se sientan en la banca de atrás y no parecen muy interesados en lo que explica el profesor. Son repitentes contumaces y por ahí dicen que son detectives.
—¿Y no hay nadie más? 
—Bueno, los de las pedreas, pero más vale no meterse con ellos.
—No, déjalo, que a lo mejor sales con la cabeza rota. 
—¿Entonces dónde puedo hacer apostolado? 
—Tu familia, tus amigos de antes, los compañeros del colegio, intenta atraerlos, que vengan a las charlas, que vayan a alguna excursión. Piensa a ver. Y pasemos ahora al proselitismo, ¿a quien tienes como candidato para seguirnos en esta vocación de amor, esta locura de amor? 
—Por ahora pues poco, ya ves lo que pasa con el apostolado en la universidad. 
—Has de hacer apostolado y proselitismo. Y ofrecer al Señor el yermo de tu apostolado, que los descreídos vean en tu vida ejemplar la luz de la que están privados. Que el Señor está de nuestra parte. Están tan equivocados, pobrecillos. Casi dice: «Sé como la luz que derribó a Saulo de Tarso del caballo, ciégalos con tu grandeza espiritual». Menos mal se oyó un revolar de gentes y cortamos la charla. 
Fue el mismo día en que cedió la viuda. Las sonrisas siguieron al Tedeum. Día de fiesta grande. Cedió la viuda. La intención mensual vendría con más dureza. Temblaron mis piernas, en especial la derecha que era la MS lacerada. Las emociones del día fueron colmadas durante la mañana antes de entrar al comedor. Seguramente después, con el café tomaríamos coñac, menta o anisado y fumaríamos cigarrillos rubios. Fiesta grande. Cedió la viuda. La intención mensual dio su fruto tras años de forcejeo con la divinidad. Fruto escarchado de mortificación y amor divino.

Un barrio apacible, de inusitada uniformidad arquitectónica en la ciudad caótica, albergaba a la vieja Residencia. Los caserones habitados en otros tiempos por familias pudientes, fueron pasando poco a poco a instituciones que los habilitaron para residencias de estudiantes, pensiones para solteronas provectas, oficinas comerciales, liceos y escuelas. Del antiguo barrio sólo quedaban algunas pocas residencias en medio de jardines umbríos, donde los ancianos lentamente se iban extinguiendo, recostados entre cojines de plumas, ya diminutos, encogidos, ayudados al bien morir, al lado de una palmatoria cuya luz intermitente los iba acercando al más allá, mientras en sus manos una camándula o un crucifijo eran como timón que conduce hacia la eternidad. 
Las mañanas de asueto los pichones de santidad cambiábamos la cotidiana liturgia mundana. La mundanidad era salir a la guerra santa. Los días de asueto descansaban les guerreros. Un cierto solaz invadía la casa después del desayuno. Me arrellenaba en un sillón con un libro entre las manos, al lado del viejo tocadiscos que como todo lo de aquella casa provenía de esos lotes de muebles que almas caritativas regaban a la institución para su mejor y más glorioso servicio a Dios. Si señores, porque éramos una familia numerosa y pobre. No como una familia, sino una familia de verdad. Vida en familia y no vida monástica era la de la Residencia. Lejos de las reglas conventuales, de la austeridad franciscana; por ejemplo, la del monasterio a donde fui alguna vez siendo niño en compañía de mi abuelo quien iba a hacer penitencia y a oír de teología de labios de un anciano fraile de quien se  decía  que en su juventud había tenido las llagas de Cristo mientras una situación penosa dominó al monasterio. La regla franciscana con el refectorio y el crucifijo, los hermanos legos, las celdas y los jardines, la gran basílica, los cánticos lejanos, como soñados. 
En la Residencia, el padre estaba en Roma y la madre –Nuestra Madre Guapa– en los cielos. Eran ámbitos opuestos al cielo connotado con inscripciones piadosas de aquél monasterio. En la Residencia el cuadro más profano tenía algo de santo. En la época que vi pasar el anzuelo y piqué, había en el vestíbulo de la Residencia un imponente mobiliario de cuero repujado con adornos heráldicos. Un fiero león tallado en madera, sostenía entre sus fauces una cadena de la que pendía un gong que el director usaba a la manera de la Rank Organization para anunciar el inicio de las comidas y los actos litúrgicos. 
Los días de asueto también eran días piadosos: entrenarse en rezar el rosario por la calle era una distracción menor, pero tenía esa práctica un no s que de acto impúdico como un súbito nudista que da la vuelta a la manzana, un striker. La técnica consistía en ir discretamente con la mano en el bolsillo del pantalón y contestar a las avemarías, padrenuestros y glorias que Pace Sostén, más avezado, iba desgranando como si estuviera hablando de las hazañas del general Rommel en el desierto o del conde Ciano huyendo en helicóptero o recordando su infancia allá lejos en la montaña al lado de su madre viuda y de su tío el obispo. Chacharaloca parecía hablar de automóviles, de compresión, de embrague, termostatos, el bendix y la ventaviola. Otros eran magistrales en la ficción, como Antonio Borbollón; cuando se sentía observado, se detenía y tomándome  por el brazo, entonaba las avemarías como si se tratara de un asunto de termodinámica o de entropía y cuya luz acabara de descubrir, sonreía como si de su boca en vez de lúcida teoría, no estuviera saliendo la notación monótona del avemaría. Y había que contestar como si de nuestras bocas saliera una frase estupefacta ante tan docta revelación científica. En cambio Juanito Cañamazo manoteaba como si estuviera recitando las hazañas de Aníbal Barca, su tema predilecto y tal vez único, además de las matemáticas de las que era aventajado alumno. Parecía como si tras el cansino «ruega por nosotros los pecadores», allá en el paradigma del gesticular una larga fila de soldados atravesaba Europa de victoria en victoria. Había, sin embargo, algunos que no disimulaban. Frailunos recitaban la salmodia que ni al más tonto se le escapaba. Recuerdo que Peter Frasco cuando se cruzaba en la calle con algún viandante, elevaba la voz para que se oyera bien el «ahora y en la hora». Programa, pues, el domingo por la mañana: irse a dar vueltas a la manzana rezando el rosario, luego volver a casa y como lo hicimos al salir, ir hasta el oratorio y poner la rodilla en suelo, saludar al Señor y también a Nuestra Madre Guapa que además de estar en los cielos estaba en un retablo antiguo. En toda la casa y bajo las mas diversas advocaciones y en formatos inverosímiles, estaba Nuestra Madre Guapa. ¡Hale!, y ahora un poquito de carpintería allí donde cojea la silla o a la ventana del cuarto de estudio que se golpea, o un poco de pegante al libro que está por despegársele la cubierta. Actividad permanente, ocupación constante. Hasta que suene el gong.
En lo que va de aquellos tiempos primerizos cuando cedió la viuda al infinito coronado por las patas, las pezuñas, los cuernos y la cola del demonio, hay toda una vida. El abismo de la santidad y El mundo patas arriba eran los títulos de las dos novelas que quería escribir entonces. Había planeado con precisión cómo habría de ser la carátula, que debería rezar la solapa, en que letra –Bodoni desde luego– se levantaría el texto. A cuantas líneas las columnas, cuantos cuadratines de entrada, clase de papel, peso, volumen aproximado del libro. Los veía ya tras las vidrieras de las librerías y la gente entrando y saliendo con los libros bajo el brazo. ¡Oh si!. Y yo dando autógrafos aquí y allá. Me recibirían los académicos y ceñiría su testa aun adolescente una corona de laurel. Viajaría y al bajar las escalerillas de los aviones, los mejores escritores del mundo estarían esperando para oírme hablar aunque fuera un instante e iluminar sus ya luminosas mentes. El gong anunciando la entrada al comedor solía sacarme de tales ensoñaciones y me percataba entonces que aún no tenia ni los personajes y menos aún el planteamiento, el nudo y el desenlace como rezaba la retórica. Nudo solo tenia el de la corbata; y a la palabra desenlace, pánico y terror. El sonido del gong me trajo de nuevo al mundo de la vísceras. Resonaba  la cavidad estomacal, rechinaban los ejes del movimiento peristáltico. El rito, exacto, perfecto, silencioso, actuaba sobre el organismo a la manera de una droga, como un opiáceo, me sentía en andas, la memoria dejaba el trabajo del recuerdo para solazarse en un presente prolongado. La acumulación de un minuto sobre otro pasaba a ser la prolongación de un minuto en otro, una línea hecha no de puntos sino de segundos. La inocencia del santo pasar. Sentir la gracia como el aire, henchir los pulmones y deslizar la quilla sobre las aguas quietas. Iba en el barco y era también el barco. Y era las aguas. Mi interior era de cristal y dentro revoloteaban prisioneras las pasiones convertidas en virtudes. El silencio que propicia el rumbar del viento en los oídos acompañaba algunas veces en el periplo gastronómico. Englobado llegaba hasta los postres. De aquellos globos de palabras, ronronear de la mesa en familia, no quedaba más que música lejana. Sin lugar para el recuerdo, cedido todo el terreno a la memoria.

El aire mañanero gélido y ventoso, ensalmado por las silenciosas avemarías que desgranaba en el bolsillo mientras esperaba el paso del bus, iba cediendo con los primeros rayos del sol. El bus venía repleto como siempre. Hasta la escalerilla llegaban los pasajeros. El conductor daba gritos para que se comprimieran más y más los pasajeros y recoger otra carga de cristianos. «Atrás, atrás, allá el señor, atrás». Logré agarrarme de una varilla, medio cuerpo fuera del vehículo. Dando un tranquinazo arrancó el bus avenida abajo y ya veloz no volvió a parar. Los faldones de la chaqueta ondeaban. Intenté acomodarme con la espalda contra la puerta abierta. Al hacer una maniobra que permitiera llevar los libros bajo el brazo y asirme fuertemente con una mano a la varilla y así tener la otra libre para desgranar piadosamente las avemarías, inopinadamente el bus dio un frenazo y se levantó un clamor ahogado de voces. Estuve a punto de perder pie y caer al pavimento de la avenida. No se salvó del todo la situación. Los libros rodaron  entre los pies de los pasajeros que iban en la escalerilla y la camándula se había salido del bolsillo y había volado al borde de la acera. No alcancé a bajarme a recogerla, de otro tranquinazo arrancó de nuevo el bus y la camándula se perdió para siempre, seguramente triturada por la riada de automóviles que venían detrás. Algunos pasajeros me observaban fijamente. Me miraban un tanto sorprendidos. Habían visto el vuelo de la camándula y mi intento por bajarme a rescatarla. Seguí desgranando con los dedos las avemarías que  faltaban para terminar el rezo de los dolorosos. En la universidad me sentí desarmado, el bolsillo vacío. Al presentárseme a los ojos las piernas torneadas de Dorita, el muslo que sube y se esconde bajo la mínima falda me hace cosquillas en la niña de los ojos. Las yemas de los dedos, huérfanas de cuentas, quisieran salirse del bolsillo e ir a tocar los muslos de Dorita. ¡Oh Señor, pequé! Aparto la vista, pero la imagen sigue en la retina, en la memoria, sigue con la autonomía fantástica que le confiere el recuerdo del brillo del muslo al sentarse, del juntar las piernas con tal discreción que más bien parece un cierto descaro. Juntarlas como si las abriera. Cierro los ojos, invoco a Maria Santísima y no veo más que piernas, piernas por todas partes y entre todas las piernas, las de Dorita, fulgurantes. Cuanto más cierro los ojos más se separan las piernas de Dorita, se remueve en el asiento mientras el profesor de Derecho Romano va alargando una ristra de instituciones. Todo crece. Me tiembla el pulso. Cierro los ojos y el ensueño muestra al profesor abalanzándose sobre Dorita, la acaricia, se arrodilla ante ella, la suavidad de los muslos. No la miro, no la estoy viendo, pero siento el aroma, la tibieza de su cuerpo, las emanaciones... No quiero mirar más. Cuanto más cierro los ojos, la ficción entreabre más los muslos de Dorita. No resistí volví la cabeza y miré hacia donde había de encontrarse con otra realidad. Dorita con sus piernas bien juntas tomaba nota de la enumeración que se alargaba en el tablero. Ella sintió mi mirada, volvió sus ojos y Se cruzaron con mi mirada calenturienta. Enrojecí y, como si se hubiesen quedado pegados los ojos a los de ella, retiré la mirada como quien saca la mano de un almíbar pegajoso. Sentí que el rubor me invadía. Un caos de ruidos, bocinas de automóviles, trompetas de ensayo, gritos y violines destemplados atronaron mi cabeza. La voz del profesor, antes lejana se fue acercando de nuevo. En mis ojos cerrados sólo había destellos, como el choque de muchas luces. Estaba cegado. Poco a poco cedió la presión. Junté los codos al cuerpo y tembloroso aún abrí el cuaderno de notas y fui copiando una a una las operaciones que el profesor había alargado en el tablero. Un temblor lejano persistía aún. Sólo un suspiro logró sacarme del trance. Continué con la vista fija en el tablero, en el profesor, en cualquier parte,  pero todo el tiempo siento la mirada de Dorita, tal vez su sonrisa escrutadora. Terminó la clase. Estaba inmóvil en el pupitre cuando siento que se  acerca Dorita, que pone una mano en mi hombro y pregunta —¿Me dejas confrontar tus notas? No pude contener un suspiro y, como si despertase de un sueño, volví la cabeza y me encontré con la sonrisa de Dorita, su cuaderno de apuntes en medio de sus pechos que parecían más agitados que de costumbre, como si hablaran, como si en su aleteo me estuvieran llamando. El aula se iba desocupando. Me pareció oír algún cuchicheo burlón. Dorita y yo salimos juntos del aula. Nos despedimos en el pasillo después de una locuaz explicación que intenté hacer acerca de cualquier cosa. No volví los ojos para verla alejarse, pero oí el taconeo que se alejaba. Bajé las escaleras y recordé la camándula en el centro de la avenida. Algo diabólico había tras todo eso. Desgrané, contando con la yema del pulgar sobre la de los otros dedos, un misterio del rosario: los cinco mil y más azotes que dieron a Nuestro Señor Jesucristo atado a una columna. Sonrió el director cuando quise explicarle la doble sensación entre divina y diabólica. El director miraba el reloj continuamente. Mi locuacidad iba en aumento. Rodeos y circunloquios y ya la hora de entrar al comedor estaba cercana.
—¡Bah! No hagas caso. Es que te quieren coger, en su corazoncito no hay otra cosa que el querer cogerte, te quieren coger, pero tu ya has dado tu vida a Cristo. Déjalo. Ponte en paz con el Señor y ¡hale!, que hoy es día de fiesta grande, vamos al aperitivo
Los licores espirituosos encendieron el ánimo. Nunca antes había hablado tanto ni suscitado tantas carcajadas. Algo había pasado esa mañana entre los muslos de Dorita. La verdad es que las minifalderas dejaron de causarme el pavor que siente el alma cuando va a caer en pecado. Dorita, con su voz, con su caricia en el hombro, con ese taconeo que quedó sonando en mis oídos por más que confesé mi pecado casi con lágrimas ese mismo día. Dorita como que había purificado toda la avalancha pecaminosa que parecía que iba a sepultarme. Como un exorcismo fue aquella delectación. La próxima vez si acariciaría los muslos de Dorita, sólo los de Dorita, las otras que se fueran a freír espárragos. «Un pacto con el demonio, ¿es esto lo que estás pensando?» parecía decirme el Señor en el oratorio. Mis  fantasías habían vuelto a Dorita, otra vez había pecado y esta vez frente al Señor Bueno. Allí mismo en el oratorio desnudaba a Dorita, volvía a vestirla y luego el embate, otra vez el embate, Dorita desnuda de nuevo, abriendo los muslos y en medio de ellos el corazoncito que mencionó el director, su corazoncito. Media hora, la canónica de oración frente al Tabernáculo, se fue en el escarceo con Dorita. Contrito abrí el cuaderno de notas en la sala de estudio, frente al crucifijo y el reloj. La fórmula de la democracia servía también de escondite a Dorita. Se asomaba entre las letras, oía su taconeo. El sopor me envolvió en lubricidades ya confusas a la memoria.
Los sueños son automáticos, como tantas máquinas que hoy nos invaden. ¡Oh santidad automática! La querrán así, la teología por computador y la ascética en licuadora. Sea anatema. Despierta de ese sueño que solo te traerá la reprimenda del páncreas y si no te cuidas se presentará el hígado, y el brazo, ¿no te duele cuando juegas al fútbol con la boca abierta? Pues a cerrarla y a jugar a Dios creador y que los días sean virtudes y los años mandamientos, las semanas bienaventuranzas y los meses obras de misericordia. 
—Sabes —me decía el director de aquella época —tus amigos me parecen flojos. No hay alguien mejor, cómo te diría…
Faltriquera señores, faltriquera.
!Ah! gentilhombre de capa y espada! ¡Ah caballero paladín! No es la soldadesca la que os saluda. No es la infantería. Somos los elegidos quienes desde nuestro palco levantamos la mano al cielo, ¡Oh, gloria inmarcesible! ¡Oh, júbilo inmortal! Nosotros, los que fuimos llamados. Los que oímos la voz. Los que escuchamos la música, su tonada, el ritmo: la santidad. Aquí nos tenéis primeros en la fila. Somos el rostro y la cabeza. Aquí nos llamó el Señor Dios de Todos los Ejércitos, así nos eligió entre los gentiles, la masa, las aguas corrientes. Somos remansos de santidad, golfos, bahías, ensenadas. Lame el agua nuestra santidad, somos la arena que devuelve a la mar unos pocos granos de sólida sustancia que irán al fondo sin que nadie lo advierta. Supóngase, suponte: soy un grano de arena. El flujo y el reflujo me arrastran, en alta mar voy entrando en el torbellino líquido del amor a Dios. Y cuando los vientos cesen y la noche sea anunciada por las oscuridades, el descenso al fondo del mar, lento, grave, libre, desposeído de todo atributo, se hará con la delicadeza de lo inexistente, flotará hacia el fondo, abismo que es cumbre, fondo que es altura, hasta depositarse sobre el algas marinas que conservan fresca la inmortalidad. Eternidad del fondo de las aguas, santidad del grano de arena. La nuestra será siempre como la santidad del grano de arena, santidad incógnita. Sólo Dios en su infinita visión podrá determinar cuándo el grano de arena se convertirá en estrella, una tarde cualquiera, a cualquier hora.
Yo, fulano de tal, grano de arena en la inmensidad del fondo del mar, hermano de otro grano de arena en la inmensidad del desierto, declaro mi vocación celestial. Declaro que el sol llega a mí como pálida fulguración y que mi vida sólo depende de Dios Padre y de su hijo Jesucristo, unigénito, y del espíritu que anima a esta trinidad simbolizado paloma mensajera, de otra parte, viajera impoluta del bienestar de la conciencia. Riqueza acuática, inmensidades, pequeñez, teológica memoria de cualquier tortuga. La ascética se viste de algas y se sumerge en la inmundicia de los mares, defecadero universal de la tierra. ¡Oh mar! ¡Agua, agua, agua!. Desperté en medio de la noche. El silencio citadino se tornó insoportable ruido de bólidos nocturnos. Intermitencia de sonidos paradójicos. Como pude me puse la bata y fui al baño  arrastrándome por las paredes como en superficie horizontal, bebí del grifo sin respirar casi hasta que el sueño me venciera de nuevo y con el último suspiro subí a mi cuarto y me dormí.
El hombre no confía en si mismo, ni en su semejante. Confía en su circunstancia, en el ánima, lo que conduce, lo que aparta. La fe por tanto es un acto de ilusión. Es una utopía renovada, es la reconstrucción de lo que nunca ha existido. Es el futuro sin presente. El dulce del veneno. Dulcenombre venenoso. Las virtudes venénicas. Fe esperanza y caridad. Para mayor honra y gloria del Dios Todopoderoso, Señor del cielo y de la tierra, resumen de la mitología pagana, principio único y fundador del ser en cuanto ser. Dios de los ejércitos, el mismo Dios amoroso que te ayuda a conciliar el sueño. ¡Oh tragedia de santidad in vitro!
Si la alegría o la tristeza embargaban nuestros corazones no lo sé. Que embargaba el ánimo la piedad, eso sí es claro. La liturgia religaba. La pompa divina, el recinto del silencio, el traje talar del tonsurado y, más que todo, la liberalidad atraían al viandante católico, joven, sentimental e hispánico. Sin concurrencia familiar –como el matrimonio o la vocación monástica– un individuo podía buscar rutas para su adolescencia indecisa. Allí no había que consultar padres, ni abuelos, ni tías, sobrinos o allegados. Con la libertad de los hijos de Dios, en total intimidad, un individuo ante un altar cuyo significado aprehende, goza del placer de entregar al código institucional parte de su existencia temporal como camino de santidad. La otra parte quedará oscura en el desván del pecado, el desván de Adán con la manzana y la serpiente que se enrosca. Contra ella habrás de luchar. Cuenta de ese desván eterno habrás de dar a su confesor quien te absolverá. Y a tu director quien será su fiscal, semanal secuencia de sus actos -puros e impuros- y a sus vejez le irá el ir tirando de la cultura que su tiempo le depare. El pecado es mucho más que esto y mucho menos que lo que confiesas. Tus faltas serán, por pequeñas que parezcan, las brasas donde te asarás.
Si las silabas hablaran. Si los fonemas fueran autonómicos. ¡Ah qué maravilla! Haríamos una teología de los quejidos. Una metafísica de la interjección, una fenomenología del dolor. Ontológica agonía de la palabra. Vuelta a la fiera, al enjaulado mágico que dispone sus sentidos en frágiles elementos para conjurar la velocidad del viento. Y es su fe y su constancia, tantas noches cayendo delirante frente al amuleto, las que vencen, cuando lejos de allí y allí mismo, cambian los vientos, las nubes se disipan y el sol anuncia los nuevos colores de la tierra y el amuleto, pobre y ruin, queda inútil como siempre ha sido, una cruz que ilusiona al viajero, una luz que previene al que huye. Multiplicidad del sentido, coincidencias que hacen que el tiempo que se suma como que se multiplicase. Parodia del devenir. Mustia relación teórica. El diario pasar de un santo apenas le permite ver al pajarillo que todas las tardes se acerca al alféizar de la ventana en busca de unas pocas migas que mano secreta proporciona.
Una tarde se va en un aforismo, en una lección, en un pensar dos veces el mismo texto. Una tarde se va en un sueño de sonidos, en el placer del respirar profundo. Una tarde se va como si nunca hubiese llegado. 
La llamada divina se produce en cualquier momento. El Señor humildemente –porque el Señor también lo es– ha llamado a nuestros corazones. Encallecido el de algunos, leve y tierno el de otros.  
Llegué a la Residencia con mi bagaje piadoso, en busca de la vida finita. La existencia de la otra vida de que hablaba mi abuelo, el ánimo de salvación, el de santidad, parecían informar el periplo terreno. Me acerqué  adolescente y antes de ser bachiller ya había pedido la admisión en el Opus Dei, aquél el grupo de los santos de hogaño, de carne y hueso, que andan por la calle, montan en bus y calientan los bancos universitarios. Los que mortifican sus sentidos, los que oran, los que buscan a Dios en los intersticios que los minutos dejan. Lúdica santidad para jóvenes apóstoles.
Pimpancia matutina del lunes. Vuelapluma de la existencia volandera que te lleva otra vez a los campos universitarios bordados de minifalderas y tapizados de granujas. Peregrinaje universitario. Hacía el decurso hasta la universidad sobre cilíndricas avemarías. Lo tenía perfectamente calculado. Si enunciaba los misterios al salir de casa, al llegar a la esquina universitaria donde se levanta la mole hormigueada de estudiantes, entonaría en mi secreto silencio el último gloria. 
Me costaba aquello de calentar bancos. Ofrecía aquello como si de faquirismo forzado se tratara. Alberto Nuala hijo de un empresario de transportes, tenía una electricidad especial dentro de sí que lo hacia moverse como loco, come un taxi. Nunca se supe cómo pasaba los cursos. Hablaba al caminar. Caminaba al hablar. Se acompañaba de tics de inmemorial gestión. No acababa de bajar cuando ya subía. No se acababa de ir cuando ya estaba de vuelta. Y así todos los días y a toda hora. Y Alfredo Villascoba, veinteavo de veinte hermanos, todos miopes. Sus padres gozaban de buena salud, vivían sus abuelos, todos en un pueblo muy lejano, allá en la montaña donde quien no habla croa, ladra, rebuzna o maúlla. Balido o relincho y la interjección que transforma el blasfemar en jaculatoria, el autóctono «Ave Maria pues». 
Eran parte del primer lote de pichones que pasó por la criba europea. De vuelta a las Américas venían con la alforja de sembrador arriscada y a por todas.
Hacía pocos días habíamos despedido a Chacharaloca y sus luminosidades faciales, aún recordaba cómo se despidió del Señor en el tabernáculo, jactancia de santidad, cuando  de nuevo revolaron frases entrecortadas. Durante el condumio, danzarín el rumor brillaba en los ojillos de varios. Los demás en Babia. En la tertulia la noticia no se hizo esperar: volverían de Europa más pichones de santidad. Unos de Roma, otros de España. Cinco, seis, siete... Y más curas. La apacible Residencia, estaba próxima a finiquitar. Y yo dejaría de ser el centro de aquella agrupación de santos en trance de serlo.
Algo monótono debía haber en aquel camino de santidad. Algo que jalaba los pies, algo que hacía torcer los pasos. Siempre el pecado estaba acechando. Será esa lucha principal cuando sea sometido el cuerpo, los sentidos domesticados, higienizado el cerebro de teorías y sospechas, especialmente de sospechas. 
—Los infiernos también existen en la tierra», pareció quejarse un día Pepe Gardenia. Yo había pensado que sólo existen en la tierra, pero no se trataba de discutir ni de poner en tela de juicio el aserto, sine de buscar la razón de su enunciación.
—Hay un infierno en esta casa —me dijo el director.
Me sobresalté.
—¿Un infierno?
—Donde se queman los libros. 
—¿Qué libros? 
—Los libros prohibidos. 
—¿Prohibidos por quién? 
—Inconvenientes para nuestra santidad.
Efectivamente. En un armario en el despacho del director se habían acumulado varios montones de libros. Temblé. Tuve miedo y pavor a que fuera a ser victima del fuego el libro que mi abuelo me había regalado el día de la graduación de bachiller, El Contrato Social de Juan Jacobo Rousseau. Y en efecto, cayó en manos del director. Lo desprendió de mis dedos, que lo sostenian aún con fruición táctil sobre las tapas de piel, lo depositó con velado desprecio sobre su escritorio y sonrió ampliamente, anchamente, largamente. 
—A estos autores es mejor dejarlos solos. Ya han sido revaluados más de una vez. No vale la pena perder el tiempo con ellos— dijo. 
Salí perplejo. No me dio el director otro libro a cambio, otro título u otras referencias bibliográficas. Sonrisa amplia, ancha, larga. Pero nada más, ni después ni nunca. Se lo dije a Pepe Gardenia.
—Decomiso y quema. 
—¿Quema? Si no los queman, piden permiso a Roma y los leen con fines edificantes y didácticos nuestros hermanos los más santos, los que castigan su carne hasta el agotamiento, los que se bañan en las aguas más heladas, los que soportan horas de martirio, esos que han descendido al fondo, al meollo, pueden leerlos. Llenas una proforma y ya está.
—Bueno, y quién certifica ese descenso. 
—Tu mismo. 
—Cuándo? 
—En la charla con el director.
—¿Entonces de verdad no los queman, como en la Inquisición? 
—¿En qué inquisición? 
—La Inquisición española.
—Que inquisición ni que echo cuartos, has de actualizar esos arcaicos conceptos que tienes de la historia. Quémense o no se quemen no los has de leer. No conviene. Has de creerle al director. 
Voy a la biblioteca de la universidad. No me tiemblan las piernas ni las manos. «Rousseau, Juan Jacobo». Me prolongo entre los párrafos. Hubiese sabido de ese «infierno», habría salvado a Juan Jacobo de las llamas.
En la memoria el tomo encuadernado en piel volvió a pasar por la yema de mis dedos. Adiós Juan Jacobo, adiós. 
Antes de la llegada de los romanizados pichones de santidad, asistí al primer curso de vacaciones. Por primera vez tuve que decir en la casa que no pasaría las navidades ni el año nuevo con la familia. Que ahora, prácticamente, tenía otra familia. Todos se pusieron verdes. Por la indignación contenida, pasaron al gris y allí mantuvieron las emociones hasta el día que partí alegre y despreocupado, maletita en mano, al curso de vacaciones. 
A los cursos anuales, los mayores viajaban en avión a una lejana región de la montaña. Los pequeños, yo era el único pequeño, en bus. Así que una madrugada me subí un atestado vehículo y después de veinte horas de viaje, emocionado, empecé la filosofía, camino de la teología. En los cursos de vacaciones, la verdad tenía una triple cabeza: fútbol, filosofía y catecismo. El aire libre y la lejanía urbana conferían a aquellas jornadas un algo celestial. Íbamos muy contentos los pichones de santidad a los cursos de vacaciones. Íbamos a aprender la más prístina filosofía tomista. Íbamos a beber en las fuentes incontaminadas, íbamos a vivir la santidad in vitro. La regla monástica hecha club de filósofos y teólogos. Éramos un grupo de ardientes muchachos que veíamos el futuro marcado por la violencia del fútbol y la capacidad de amor divino. Entre el croar de ranas y el reventar de chicharras, pasaban los días a sus noches con la intangible precipitación de la oscuridad. Cuando se encendían las luces había un anuncio de condumio, se acercaba la hora en que nuestras hermanas pondrían a nuestra disposición la autóctona mazamorra, el frisol con garra, la natilla pesadonga. Y agua.

—Palabra de Dios. 
—Hágase tu Voluntad. 
—Así en la tierra como en el cielo.
—Bendito sea. 
—No te olvides empacar las bermudas. 
– Hará calor. 
—Si hace calor te las quitas.
—Y los zapatos.
Dos viejos amigos una tarde cualquiera se tiraron al mar en busca de lo que en vano encontraron en la Residencia, como dos granos de arena se dejaron ir. Los dieron por desaparecidos. Estarán allá en el fondo, luz cruenta de la santidad. Opacidad marina. Apetencia cardiaca.
Alejé extraño un tumulto de pensamientos que me invadieron. Apuré el paso para llegar a la universidad. Como el año anterior no había el mejor y ni siquiera aprobé el primer año de jurisprudencia, opté por una escuela de periodismo, bajo la fronda de una facultad de filosofía y letras. Allí, a la primera hora de clases era todo algarabía en los anchos pasillos claustrales. El aula 204 me esperaba para iniciar desde allí una carrera que habría de  llevarme a las cumbres del saber y del prestigio y desde luego proporcionaría abundante ocasión para la performance como apóstol y como santo. 
Horror y secreto placer, mezcla de ambos, vértigo y deseo, todo un repertorio de sensaciones contrapuestas, al abrir la puerta del aula 204 y encontrarme con que todos el alumnado era femenino. Debía ser una equivocación y en el aula 204 se estarían dando clases de nutrición y dietética. Comprobé una vez más la boleta que me habían dado en la decanatura y allí se leía con absoluta y extraordinaria nitidez: Periodismo I, aula 204. Volví a abrir la puerta que había cerrado apresuradamente. Veinticinco pares de ojos, más los del solazado profesor, me miraron. Así empezaron los años de mirar y pasar.

Señor Dios de Todos los Ejércitos, llenos están los cielos y la tierra de tu gloria. Hossana, hossana en las alturas. La vocación jurídica, mi querido pichón, no la perdiste en el curso de vacaciones. ¿Qué bicho te picó? Fue que no pasaste todas las materias, ¿verdad? Fue que te rajaste y no has contado con tu director, no has sido sincero, no has sido fiel a casa y caprichosamente cambias de rumbo como cambiar de camisa, ¿qué pasó por tu cabeza?. En efecto, estaba anonadado. No había sido sincero no había revelado al director a tiempo la serie de tropezones. No, no fue en el curso de vacaciones, nada tenia que ver la billetera de perro de colores. No. Eran las tardes de la sala de estudio. Una cuestión digestiva. Una cuestión de los sentidos, incómodos, digamos. 
Terminada la tertulia había dos posibilidades: irse directamente a la sala de estudio o meterse al oratorio durante media hora y llevar a cabo un diálogo de tu a tu con el Señor.
—¿El Dios de los Todos los Ejércitos?
—No el amoroso Señor. Media hora de meditación por la mañana y media por la tarde. Tal era el precepto. Y después a la sala de estudio, codo a codo con el silencio menor, el que permite el cuchicheo, sólo si es necesario, absolutamente necesario.
A quien conozca el carácter poco lúdico de lo jurídico, no le parecerá extraño saber que me dormía a los pocos minutos después de abrir el libro. Las letras se movían de lado a lado, se golpeaban unas contra las otras, los renglones ponían blandos, el bajo vientre enhiesto y al cabecear se deslizaba el codo al abismo de la mesa. Al frente, Villascoba con su regla de cálculo déle que déle. Si el derecho romano pimpaba a primera hora de la mañana, en la tarde se arrastraba cadavérico. El lento discurrir palabra por palabra de los artículos del código en la boca del profesor de Derecho Civil, se tornaba por la tarde en potro cerrero, saltaba hacia adelante, hurgando el Código en los capítulos posteriores,  tomaba una carrerilla al cabo de la cual solía empezar la somnolencia, quedando sin leer ni memorizar los párrafos del día. 
La rutina que acompañaba al acto de sentarse a estudiar era notable en este proceso. Al sentarse, si el pichón de santidad era nato en tierras cálidas, se quitaría la chaqueta, si no, no. Luego, el reloj habría de ponerse frente a los ojos para recordar la hora en que se empieza el estudio y aprovechar, por ejemplo para recitar una jaculatoria. Luego, sacaba del bolsillo un crucifijo que tras besar –nótese que en la manera de besar el crucifijo cabrían interpretaciones– ponerlo encima de la mesa. Igualmente cabrían interpretaciones a partir del golpe del crucifijo sobre la mesa: si seco, si deslizado, si ruidoso, si silente. Acomodarse en el asiento y !hale! a aprender. Al pasar página, por ejemplo, una jaculatoria, un piropo a la que sabemos. La inmovilidad total. Se oía el radiecillo lejano. «Y es que la banda está borracha, está borracha…».  «…por bocón te vas a quedar, pobrecito cocodrilo, por  bocón te vas a quedar….» 
El sopor era invencible, de tal manera que la lucidez matutina del claustro se convertía por la tarde en un caos de letras, un ruido celestial insoportable, estética divina. El año se fue pasando entre el estudio de las leyes, la ración ascética y la vida familiar en casa de mi abuelo. 
Moría el abuelo. La trombosis lo dejó enmudecido, o quizá la secreta convicción de que a pesar de lo que la familia había dispuesto, su nieto no sería abogado. 
Se fue pasando el año y llegaron los exámenes finales. El primero el de Romano. En un inusual recinto del antiguo claustro, con apariencia de locutorio de convento, los examinadores con la mirada en neutro esperaron a que sacara un número de la bolsa verde, uno de doscientos temas que englobaba la materia. Temblaba. Sólo había llegado hasta el numeral sesenta. La suerte estaría de mi lado . Pero no. He aquí que ninguna de las tres opciones resultó. Los examinadores se miraron. El profesor de Derecho Romano con sus ojos oblicuos me miró, respiró profundo haciendo elevar sobre el pecho la corbata que sobresalía del chaleco en pompón. Miró al co-examinador, presbítero despistado,  y éste calificó.
—Uno por haber asistido. Si no tendría cero.
Fracaso estruendoso fue también el segundo examen, el de Introducción al Derecho. En el salón oficial de examinadores, donde los graduados defienden sus tesis, con la certeza de no sólo haber entendido sino memorizado la materia. Me senté, no sin nerviosismo, frente a tres examinadores: el profesor de Introducción, el presbítero Demarras y el secretario de la Facultad. Cada uno de ellos hizo una pregunta. Las tres las contesté, pero no con precisión, tal vez con mucho manoteo.
Una de ellas con la evidencia de que la respuesta no correspondía a la pregunta. No obstante  la displicencia con que todos escuchaban,  seguí hablando a ver si pasaba ese gato. Al final hubo un cuchicheo y el presbítero me comunicó:
—Calificación, dos. Por haber respondido.
Esta doble evidencia hizo planear la huida. Era una huida. Huir, huir de aquello, no presentar más exámenes. Para qué estudiar si pasaría igual con las otras materias. El sopor de la tarde se había metido en el cuerpo. Como diabólico. Demonio soporoso. Y enmudecedor. 
No se cómo di ese paso al lugar ficticio, a soltar las amarras y navegar a vela mientras hacía la ilusión de estar fondeado. Callé. Y a nadie se lo dije. Hice la apariencia de presentarme al resto de los  exámenes y salía de casa muy pimpante, por primera vez en mi vida a no hacer lo que debía o por lo menos lo que decía estar haciendo. Deambulé sin rumbo por las calles. Miré vitrinas, entré en librerías, tomé un refresco. Miré mundo, olvidé de las jaculatorias, me detuve en los cines a mirar los afiches y las fotografías de bailarinas semidesnudas. En una palabra, perdí la Gracia. Si me acusé de aquello en confesión no lo recuerdo. Pero al volver del curso de vacaciones tuve que confesar que no seguiría los estudios de leyes, aduciendo una súbita y fulgurante vocación por la prensa. En efecto, ya Borbollón me había dado a beber ciertas lisonjas que sirvieron a la hora de dar el golpe de timón. En la Residencia se hicieren las gestiones para que ingresase a la Escuela de Periodismo. En la casa de los abuelos hubo de mantener el secreto. ¿Por cuanto tiempo? Poco. Como era tradicional, cuando lo supieron pasaron del verde al gris y mantuvieron al resto de la familia el secreto, con lo cual tuve que alejarme para no caer en mentira, porque todos continuaban haciendo votos por el futuro abogado.
Me sumergí en las ondulantes figuras de veinticinco jovencitas, con quienes empecé ese día el periplo del aprendizaje periodístico. Otros deliquios distintos a los apostólicos estaban deparados. Hodierno y delicioso dejarse llevar, pasar y mirar. Mirar y seguir mirando. El director se puso pálido en la primera charla después del episodio del aula 204.
—Entonces en otras facultades y en otros cursos habrá, ya verás como el Señor proveerá.
—Así como bendijo el agua, ahora bendecirá estas niñatas y...
—Blasfemas.
 La esperanza apostólica se vio ilusionada a los pocos días. En la lista del aula 204 aparecieron dos nombres masculinos, posibles sujetos de apostolado. ¡Oh decepción! A la semana siguiente llegó el primero, un hermano cristiano deseoso de aprender las argucias de la prensa para volver a la selva y manejar allí con mayor eficacia a una comunidad de indígenas que insistían en el use de las flechas envenenadas, los brebajes y los sonidos guturales. La catequesis lo llevó a las aulas. El otro varón resultó una especie difícil de catalogar. Caminaba dormido, tal vez cegado por las mucosas  que le obstruían el mirar. Y el peor momento —decían las compañeras que se sentaban a su alrededor— es cuando el profesor pasa lista, al oír su nombre levanta el brazo y gruñe: «presente». Paroxismo axilar. Algunas casi se desmayaron, ignorantes del aura odorífera. Vivía triste y solo, y parecía preguntarse siempre por qué sería. Naturalmente nunca mencioné al director de la presencia de esos dos especimenes masculinos en ese huerto cerrado y turbador. Ni le hablé más de las clases ni de nada que tuviera que ver con ello. Tomaba otra personalidad al traspasar aquél umbral jesuítico. Al salir de allí me invadía de nuevo la santidad y respirando hondo invocaba ya los gloriosos, ya los gozosos, ya los dolorosos, según fuera rodando la bola.
 Orad, orad para no caer en la tentación. No caía en la tentación, me dejaba deslizar hasta muy cerca, la rozaba, acaso alguna vez me sumergí en ella, pero caer, no caí.
¿Como llegué a ser candidato a la santidad en medio de los avatares mundanos? Larga y penosa resultaría la descripción de mi vida antes de caminar hacia Dios. Caí por la vía más expedita: los retiros espirituales, allí no había escapatoria a la palabra divina. Las tandas de retiros eran evidentes cotos de caza. Retiros para señoras jóvenes, retiros para señoras ya abuelas, retiros para señores mayores, retiros para jóvenes profesionales, retiros para viudas, retiros para jóvenes casados, retiros para jóvenes solteros y retiros para estudiantes de bachillerato. 
Ya había tenido una primera experiencia. Siendo estudiante de penúltimo año de bachillerato, al acercarse el fin de curso se anunció una novedad en el colegio de los escolapios: tres días de ejercicios espirituales, cerrados, en un lugar campestre y apartado, en silencio total. Las tres prédicas, el Cielo, el Purgatorio y el Infierno. El padre Rector encendió el fuego vivo de los siete círculos infernales. El padre Rector, llamado por las monjas del colegio vecino, «el padre plomero» por la facilidad con que les arreglaba las tuberías del agua. Las monjas del colegio vecino eran norteamericanas. Usaban tacón alto y medias de seda negra, visibles las piernas por llevar hábito más corto, con permiso de Roma, claro. El padre Salvador dio la dolorosa meditación del Purgatorio. El padre Salvador había padecido tortura en una checa de Madrid en la guerra civil. Finalmente el padre Rector, nos aupó en una nube ascética con la meditación de la Salvación Eterna. El padre Rector había encendido el fuego de los círculos infernales. No recuerdo nada tan doloroso ni tan patético en labios de predicador alguno. La luz de la tarde haciéndose noche acentuaba el dramatismo. El alma contrita juró no volver a pecar. Sentí la carne abrasada por el fuego que nunca termina, característica que más aterraba. Poner en la mente la posibilidad de algo que nunca termine a pesar de que la vida haya terminado, me produjo el vértigo de las alturas. Horror vacui y miedo a la eternidad. El Purgatorio que nos presentó el padre Salvador parecía que lo sacase de la enorme cartera negra que siempre llevaba consigo. La bandada de muerte que se agitó sobre la España en guerra, puso los pelos de punta al auditorio. El valor frente a la muerte. «Cantando salíamos a encontrarnos con el enemigo de la Cristiandad». El Purgatorio se vislumbraba como un gozar sufriendo o su viceversa. Tal parecía proponer el padre Salvador cuando recitaba lúbricos poemas de José Asunción Silva «¡Poeta!, ¡di paso los furtivos besos!...¡La sombra! ¡Los recuerdos! La luna no vertía allí ni un solo rayo... Temblabas y eras mía……¡Poeta, di paso los íntimos besos!», para mostrarnos qué poco dura el placer y cuan pronto llega la muerte. El lodo enturbiaría la gracia, pero ésta era fácilmente recuperable en la confesión. Allí se van acumulando las penas del Purgatorio, allí iréis poniendo en fila todo lo que habéis de expiar. El Purgatorio significaba entonces el motor de la gracia. Acumulando en la confesión, volviendo a la gracia, no caería el creyente en el circulo infernal, vertiginoso chamuscarse sin morir jamás. El estado de gracia permanente hará que por la confesión se mantenga el alma preparada para no caer. Aunque hubiese que sofreírse por un tiempo en el Purgatorio, el alma quedaría apetecible a la gula celestial, lista para reflotar en una nube, dotada de arpa y túnica. Esa imaginería no escapaba a mis visiones. Tanto el fuego abrasador del infierno como la nube sin temperatura, eran claras y explícitas. Pero no el purgatorio ni el limbo. El limbo del que afortunadamente se salvó todo un continente cuando, además de espadón, el braguetazas del conquistador traía una cruz a cargo de un fraile quien se encargaba  de dar el mensaje de sus majestades de Castilla y Aragón. El conquistador habría de limitarse a la búsqueda de los confines de esas tierras y sus riquezas. Al predicador se le encargaba traducir esos hechos a una razón divina. Los brujos de las tribus debieron disgustarse, pues justamente los que portaban la cruz les quitarían su lugar. Los caciques no fueron de hecho reemplazados más que los que huyeron y murieron. Los caciques casaron a sus hijas con los capitanes, salvándose así todos del limbo, excepto seguramente los brujos. Se le fue dotando de alma a cada uno de los naturales, del ánimo que necesitaban para ser puestos en libertad. Disgresivo el Purgatorio del padre Salvador puso la duda en mi. Desconocía hasta ese momento el valor estratégico de las indulgencias.
—Sí señor.
—¿Así de fácil?. 
—Sí, así de fácil. Las indulgencias plenarias. Si el católico es avisado y sabe empatar fechas y liturgias, podrá vivir en indulgencia plenaria, en estado de gracia permanente. Y las indulgencias también se aplican a las almas que ya están en el purgatorio. Muchas personas sacan a sus parientes del purgatorio a punta de oraciones, sacrificios, ayunos y limosnas a la Iglesia de Dios. 
El padre Salvador sollozaba durante la predicación. No. El purgatorio no es como el infierno por un tiempo. No, en el purgatorio sí hay esperanza. En el infierno sólo eternidad dolorosa. La eternidad del cielo es intangible, inolora, insabora, incolora. Es la paz total que viene de la única fuente, la visión eterna de Dios. Así la eternidad no es angustiosa. La visión beatifica eleva al cuerpo mortal. Al final de los tiempos todos los muertos recuperarán sus cuerpos y la eternidad será como dos compartimentos: el que quema y el que refrigera.
La finalidad de las tres consideraciones era la confesión general. La lista de pecados estaba expuesta en cartelera. Sólo había que ir, arrodillarse ante la rejilla que escondía el rostro sudoroso del confesor y hacer recuento de la vida consciente y memoriosa, decirle acerca de la intensidad, la frecuencia, las variantes y las constantes de las caídas en el pecado, en el terreno del Malo. Y hacer la contrición  necesaria para que el confesor accediera a poner una penitencia y absolver al pecador. Pimpancia de la gracia de Dios. Con indulgencia plenaria entre pecho y espalda volver al mundo a hacer le el quite al pecado.
Entretanto los del último curso se fueron para la Habana pre-castrista y gozaron de lo lindo en burdeles que daban descuento a excursionistas. Pero al año siguiente ya no hubo más viajes a la Habana y los retiros espirituales reemplazaron tan disparatada opción al pecado. También era que ya no había tales burdeles, ni excursiones ni descuentos por razones de todos conocidas. Así  que los de último curso de año siguiente volvimos a retiros. Pero no con el padre Rector ni con el padre Salvador sollozante. No. Esta vez se abrió la posibilidad de ir a una casa de campo a oír predicar una novedad apostólica. 
En efecto. Los anchurosos corredores, los magníficos jardines, las viandas y utensilios, alegraron el corazón de los ejercitantes. Huertos, caballos y piscina complementaban el ambiente donde transcurriría el periplo espiritual en silencio absoluto. La prédica estaba a cargo de un cura joven, vestido con amplia sotana de fina abotonadura, cuello impecable, andares y maneras episcopales, hablar pausado y expositivo. Y la atracción, la novedad, era un universitario adelantado ya en su carrera de derecho que acompañaba al presbítero y a su vez nos exponía en charlas complementarias a la prédica, temas no tanto religiosos como relacionados con el talante cristiano, con la actitud católica. Acerca del pensar y el creer científico que ha de tener un católico, una especie de sociología del católico practicante. Hablaba el universitario de valentía, de orden, de sinceridad, de puntualidad, de precisión. Todo por y con amor a Dios. Con alegría y buen humor. Una fe más deportiva, un hacer del ser católico más elegante. El presbítero en sus predicaciones tomó el evangelio y nos llevó a los ejercitantes en volandas durante tres días por la vida y las rutas de Nuestro Señor Jesucristo. Tal vez volvieron a aparecer el cielo, el infierno y el purgatorio pero sin la espeluznante geografía del centro de la tierra, sin las de descripciones de humanas torturas y goces que los hacían inverosímiles. Humanos, demasiado humanos. Ahora la vida de Cristo, nuestro señor y nuestro hermano, era cristal de reflejos de santidad, hasta su muerte cruenta en donde topaba nuevamente con el dolor de haber pecado. La prédica evangélica, el ir recogiendo los discípulos por los campos, episodios que ya conocía con el nombre de Historia Sagrada parecían hacerse vivos y actuales. Caminamos de la mano del presbítero por las calles de Judea, entramos en Jerusalén detrás de Dios en burro, bebimos de ambos vinos en las bodas de Canaá, aspiramos los perfumes con que la Magdalena lavó los pies al Señor y oímos el rozar de sus cabellos sobre la piel recién lavada de Dios Caminador. Presenciamos la pesca milagrosa y si no caminamos sobre las aguas del lago Tiberíades, lo vimos a Él caminando sobre el verbo práctico del presbítero. Y a la Última Cena nos asomamos detrás de una cortina y vimos el beso de Judas y cómo el Señor, todo amor, ceñía los hombros de Juan el Predilecto. El presbítero tomaba los versículos del libro y los descuartizaba. Trozos, partes, que habrían de servir como herramientas, como llave para abrir el portalón que conduce a la vida eterna por el camino de la santidad. Mostró el presbítero también otras puertas e incluso ventanas y ventanucos por los cuales se puede llegar a la vida eterna, pero no ileso. Ileso sólo se llega por la puerta grande. Así el purgatorio y el infierno eran impensables en el programa salvífico que se nos proponía, eran cosa de rufianes, de indigentes. Ofrecían la crema y la nata. «Sois privilegiados, no un viandante cualquiera». 
La gota gorda sólo la sudamos en el viacrucis, práctica diaria durante los retiros, cruento por la hora digestiva del mediodía y el caler y olor infernal, intermitencia de pedos y regüeldos; a esa hora digestiva, un alumno leía con voz tembleque una a una las villanías de la crucifixión y muerte del Señor Mártir Inocente. Pagan justos por pecadores. El aire puro, los huertos y el sonido de agua de la piscina que se llenaba lentamente para el final del silencio, el último día de los retiros. Un boga sin bogar iba sacando con una pértiga la hojarasca que había caído sobre la superficie ascendente del agua de la piscina. Los frutos en los árboles estaban a disposición de los ejercitantes. 
La confesión general también habría de dar el punto en que llenos de gracia los ejercitantes habríamos de volver a la algarabía. Pero he aquí que no hubo confesión detrás de la rejilla del confesionario. Fue una simple charla después del viacrucis del último día antes de que sonara la campana que anunciaría el final del silencio. Entre aroma de naranjos y azaleas, frente al paisaje montañoso envuelto en nubes y nieblas, durante los últimos jugueteos solares, oí hablar por primera vez de la Residencia.

Uno de los presupuestos fundamentales de la vocación era la fe. No la fe visceral, llamada del carbonero, no. La fe científica que viene de la teología, del estudio sistemático de los fenómenos divinos en esta pobre carne pecadora, en este andrajo mortal que hay que levantar del cieno para llevarlo al cielo. Aunque parezca un juego de palabras, tal es el camino de santidad. En principio el hombre está caído. Es Adán redivivo mascando la manzana que Eva le ha suministrado. Sólo que hubo hace dos mil años un hombre que era Dios y que murió crucificado. Una visión moderna lo pondría en la silla eléctrica, en el paredón de fusilamiento con los ojos vendados o si fuese en cierta España, sentado ante el verdugo que dará el giro destrozándole la cerviz en el garrote vil. Hace dos mil años se usaba la cruz y había que cargar con ella. ¿Se imaginan ustedes a los procesados de hoy con su silla eléctrica al hombro? No. Pues mejor que no lo hagan porque bordeamos el terreno de la blasfemia. Siendo niño, cuando se desataban terribles tempestades eléctricas que ponían los pelos de punta al más bragado, decía  mi tío Ignacio: —Es que alguien ha blasfemado y el Señor está iracundo—. Las tormentas empavorecían a la servidumbre. Nadie se movía, temían convertirse en pararrayos y morir carbonizados. Temerosos de hacer un movimiento que produjese estática, buscábamos el Ramo Bendito y, abriendo la ventana con mucho sigilo, quemaba la abuela un trozo de ese ramo. El resultado a veces se hacía esperar, pero siempre llegaba. Amainaba la lluvia, cesaban los truenos cercanos, la tormenta eléctrica se alejaba. Los cañonazos del cielo ya no se dirigían a los vecinos blasfemos, sino a lejanos y desconocidos. El retumbar a veces duraban horas. Mientras el ramo ardía, entre dientes, todos reunidos en la ventana recitaban: «Santo, Santo, Santo, Santo, Santo», muchas veces. Al amainar, la abuela entonaba completo el Santo, Santo es el Señor de Todos los Ejércitos, hosanna en las alturas, llenos están los cielos y la tierra de su gloria.
Las consecuencias nefastas del pecado de la carne sólo son comparables a las del pecado de la soberbia. El pecado que lleva a los pichones al desprecio de la confidencia o de la confesión en casa. En casa se lava la ropa sucia. La ropa sucia se lava en casa. Es igual, en este caso el orden de los factores no altera el producto. En otros sí, por ejemplo, si antes sobreviene la carne y luego la soberbia, no es igual a si sobre viene la soberbia y te conduce a la carne. 
—No veo claro cómo actuaría sola la soberbia. No imagino la soberbia así, a secas.
—La soberbia es el desprecio por la acción salvadora, cualquiera que sea su forma.
—Y la de la carne es una de ellas.
—Exacto, pero no por ello vamos a creer que la soberbia anterior a la carne, no es distinta de la que le es posterior.
—¿Cuál es la soberbia anterior a la carne? —La del individuo que va y mira a su alrededor, y al sentirse fuerte, henchido su ánimo de la gracia de Dios, abandona su cuerpo a la concupiscencia de los sentidos. La carne y la soberbia una sola son. Son los sentidos , en estricto sentido, carne. El alma está fuera de ellos y ella es lo que aprehenden éstos. Los sentidos con sus órganos son carne. Piense vuestra eminencia en los conquistadores de Indias. Se comían los naturales a los capitanes y a la soldadesca que cayera en sus manos.  Les Arrancaban los ojos y luego los freían o los asaban. Platos exquisitos, pero nada como las orejas de cristiano en achicoria.
—¿Y si no eran de cristiano?
—Bueno, no se distinguían mucho los sabores en algunas regiones. Pero había verdaderos expertos, ya que siempre que al español que incordiaba, le daban caza, lo metían en el horno y luego regado con abundantes fermentos se lo manducaban sin agüero. Los órganos de los sentidos tenían trato preferencial. Las lenguas, por ejemplo, eran servidas en escudillas de oro, sobrenadando un líquido cuyo aroma se asemejaba al de los jazmines, pero, y he ahí la novedad, su sabor se acercaba mucho al de la mayonesa.
—¿No estarás tomando el pelo? No. Es verdad. El canibalismo ha existido, y de hecho existe.
De un momento a otro se miraron los interlocutores y vieron que la carne en inglés flesh había saltado al paradigmático, inglés también, meet.
Levantaron los licores de la mesa y se dispusieron continuar con su tarea compilatoria.
El pecado de la carne y el pecado de la soberbia se fueron juntos de paseo.
Ni docto ni sabio. El conocimiento, el dato exacto, la virtud de terceros, las fechas memorables y las actitudes heroicas iban quedando allá en los libros. La angustia eran in descriptibles, había que salvarlas del olvido. La memoria, por más nemotecnia que le pusiera, malas pasadas iba jugando. Había que ir sacando las palabras de los libros, ir tomando apuntes, ir haciendo una formación calcárea para ser repetida frente al examinador y pasar raspando o pasar Cum Laude, pero pasar, y luego al horno onírico. Allí que los sueños les den patadas como los gañanes se las dan a las bolas de trapo de su deporte callejero. El rodar de la verdad deshojada, pulla y pitorreo. Peregrina memoria pasa y pasa. Re-pasa y repasa y luego no sabe nada. La mente en blanco, mirar al examinador a ver si sopla. Pero nada, los examinadores ya no soplan.
—Ni lee, ni estudia.
—Ni cumple el plan de vida. Será mejor que se vaya. Parece que escribe una novela.
—Las novelas no velas.
—Ni velitas.
—Que se vaya.
—Vaya por Dios.
—Ya se irá, ya se irá, caerá por su propio peso.
—Miremos cómo se precipita. 
—Sí, asomémonos.  Miremos a ver si se rompe el cuello cuando caiga.
—¿Si no cae por su propio peso?
—Haremos el vacío.

Pimpancia de los primeros tiempos. Subir y bajar sin descanso. Ir y venir. Ir a y venir de. Agitación que nos cogía de repente a todos con eso de los antioqueños. Suben y bajan y hablan todo el tiempo en dichos, en fórmulas autóctonas, en tipismos parroquiales, en sartas de barbaridades que si no fuera por el color local y la intención folclórica, pensaríamos todos que había cambiado el mundo y que por lo menos una babel se instauraría en breve tiempo vista. Y se instalará. Se instaurará. Si es que no se ha instaurado ya. Balada, rebuzno, balido, maullido, relincho, ladrido y regüeldo.
Nadie dijo: !Ahí vienen los antioqueños! No. Fueron llegando, fueron cayendo, lluvia, granizada.
—Ventarrones del destino.
—O de la divina providencia.
Íbamos subiendo la cuesta. Era mayo, el mes de María. Cuando niño, en mayo se hacía en mi casa un altar a la Virgen con flores y festones bajo la sacra imagen. En la Residencia ninguna variación apareció en la liturgia doméstica, pero sí en la actividad apostólica y en la mortificación. Los domingos de mayo buscábamos alguna  ermita perdida, y ojalá lejana o de difícil acceso, que tuviera advocación mariana. Invitar a jóvenes bachilleres a pasear un domingo, a excursionar, era costumbre corriente desde que los intrépidos muchachos de Baden Powell dieron sus primeros pasos. Sin brújula pero con camándula, nos lanzábamos monte arriba, denodados e ilusos los pichones en busca de indulgencias. Subir una escarpada cuesta pedregosa, poblada de matorrales espinosos, desechando el cómodo camino vecinal. Eso es amor a nuestra Madre Guapa. Amor y del bueno. Déle que déle el rosario de para arriba. Volear camándula y volear pata. Arriba Antioquia, parecían decir los pichones aquellos, pichones saraviados. Déle para arriba. Los zapatos raspados, la ropa hecha jirones, las manos surcadas de espinas y el corazón henchido de amor a María. Con el aliento entrecortado coronamos la cuesta, sin aliento. Sin embargo, el mundo no es para los que descansan. Sólo un lugar para el resuello y luego, sudando correr en busca de una neumonía en el interior de una capilla gélida y mal oliente. Otro rosario y de rodillas, mirando a la imagen solitaria y mal iluminada. Una imitación, seguramente, porque la original estaría guardado bajo llave no sea que se lo lleven los piadosos viandantes, si es que no se lo han llevado ya y la diócesis no cuenta más que con la copia acrílica. Voleando pata cuesta abajo los antioqueños eran expertos. Rodé. La camándula quedó metros arriba, colgando de una rama, bamboleándose como si el arbolillo estuviese entonando el Gloria al Padre. Vaya por Dios. Cuesta arriba con las nariz raspada y luego cuesta abajo otra vez déle que déle al avemaría. Paseos dominicales que no terminaban en lugar distinto al regocijante beber un vaso de agua antes de volver a la ciudad.  Allí en casa, Nuestro Amo Tabernaculado y Nuestra Madre Santísima, que gozan de ubicuidad, nos esperan sonrientes, satisfechos por el esfuerzo que hicimos para cumplir un deseo expreso de nuestra costumbre inveterada de ir para santos. Los amigos, en general, no agradecían tales invitaciones, sino por el contrario, huían cuando mayo se acercaba. 
—Mejor no prestar oídos a las mofas. 
—Pero si la mofa pica al elefante...
Las costumbres ascéticas incluían la lectura espiritual. El director con tino y atino soltaba el título que cada pichón debía leer para implementar la subida a los cielos.¿Estaré subiendo al cielo o será que me precipitarán cada vez con más fuerza al infierno? Claro, porque antes sólo tenia que cumplir con la misa dominical y la comunión por Pascua de Resurrección. Amplia y ancha carretera que conduce, si se guía despacio, a la salvación eterna. Pero estos deberes tan complejos no hacían más que estrechar el camino, trocha difícil.
— ¿Y que querías? Si tu eres un elegido para formar par te del estado mayor de Cristo, ésos, los que dices, son la tropa, los que van de diez en fondo. Nosotros vamos per aspera ad astra, por lo áspero hacia las estrellas. El portalón es ancho, pero el camino está sembrado de espinas, la hermosura de la mortificación.
—A través de los montes las aguas pasarán. Sigamos el camino que Cristo nos trazó en el Evangelio  
—Sí, sigámoslo.
—Venga, a la Judea.
—A joderse.
—Calla, marrano.
La lectura espiritual debía hacerse en el oratorio. Para esto estaba dispuesta una sencilla práctica. Entrar a cualquier hora del día, en cualquiera de los silencios menores. Adelantarse hasta la pequeña biblioteca. Las puertas de madera lacada se abrían con un clic alarmante en el silencio de esa hora. Simultáneo al clic se encendía un bombillo que alumbraba la colección de obras piadosas permitidas. La recomendada era sólo una. Permitidas todas. Pero has de leer lo que tu director te ordena. Así pues que durante quince minutes al día chapoteábamos en discursos edulcorados sobre el loco amor a Cristo. O podía caerle a uno la vida de un Santo de palo. Su infancia y sus correrías inverosímiles en la fantasmagórica acción salvífica que muchas veces se presentaba embozada, capa ya lujuriosa, ya vanidosa, con la soberbia de los ángeles caídos. 
—Pero ya que lo nombra, ¿no le parece que en eso de los ángeles caídos con Lucifer a la cabeza, fue una actividad claramente lujuriosa de ellos la que incitó a Dios Padre a expulsarlos del Eterno Cielo y constituir en el fondo de la Tierra una guarida para tales ángeles rebeldes?
—Fue que un ángel quiso ser como Dios.
—¿No sería que un ángel se metió con una de las once-mil vírgenes, acaso la preferida del Señor esa semana?
—Deliras, amigo, deliras. Confiésate y arrepiéntete de tantas blasfemias.
La lectura espiritual. Las vidas de santos y sus sermones. Hermosear el conocimiento de la literatura religiosa con los clásicos de la ascética cristiana. No se trataba, digamos, del Manual del Buen Católico Practicante y Vecino de esta Parroquia. Ni vidas de Cristo heterodoxas como la de Papini. La de Pérez de Urbel, permitida. Biblioteca de unos cien volúmenes, muchos de ellos repetidos, ya que había, como en todo, oleadas de la moda.
—La liturgia está de moda.
—Calla.
Lugares teológicos, rincones teológicos o pasadizos teológicos. Tales podían ser las lecturas espirituales. Quince minutes diarios, ojalá todos los días a la misma hora. Y no me olvidéis el buen reír. No te lo olvidamos.
En los cursos de vacaciones a estas lecturas se sumaban dos preceptos más: el catecismo, pregunta–respuesta, como una cierta especie de encuesta o reportaje que anda por ahí, que los psicólogos llaman «cuestionario metralleta». Pues eso, memorizar varios capítulos todos los días. Y a todos teníamos  que responder pronta y exactamente. A todos, grandes y chicos, sin distinciones. Lo curioso es que nunca pasamos de la pregunta veinte o treinta. El catecismo tenía mucha más, pero ese saber mnemotécnico no se acumulaba, y al año siguiente había que volver al capítulo primero, pregunta primera. Y también de memoria, puesto que así se exponían, las materias filosóficas, paso a niveles de las teológicas. Los ejemplos explicativos de la lógica de Aristóteles, una especie de ciencia topológica del alma, la física, el acto que está en potencia, escurrideros de la razón, traducciones del griego pasadas por los cedazos de los filósofos medievales y servido con guarnición de patadas en el fútbol y cánticos en el oratorio.
Los teólogos tonsurados en Roma enseñaban la teología. En el curso de vacaciones los presbíteros echaban mano a la entelequia y nos explicaban que es el alma y había que aprender de memoria la entelequia y volver y soltarla igual frente a los examinadores al final de curse. Tal cual. ¿Que dice Santo Tomás del alma? Y había que repetir lo que dice Santo Tomás del alma, algo así como quien repite lo que dijo Fulano a Zutano en la barra del bar acerca de la cachucha de un general y sus avatares funerarios. Ir y contar. Oiga, mire, que Santo Tomás dice.
—¿De qué otra manera habría de ser?
—¿No hay otra, verdad?
—No. Has de estudiar y estudiar.
No tenía en la cabeza el estudio de esa manera, mi mente volaba con gran facilidad y me instalaba en la fantasía. Imaginar la Alejandría de la vida de un filósofo tenía más valor, desentrañar en los textos de la historia de la filosofía el mundo de cuando tales cosas se decían. Y eso resultaba adjetivo a los examinadores, e incluso jocosa la insistencia. Materia de caritativo escarnio.
Tal vez si hubiera sabido que Aristóteles para escribir su libro sobre los animales sólo se valió de sus ojos, ya que hizo llevar, a costos altísimos que hoy asustarían a los administradores del Estado, todos los animales raros de Europa, Asia y África. Rinocerontes, tigres, leones, cocodrilos, gacelas y avestruces.
—Tal vez no te habrías tenido que matar tanto para saber otras cosas.
—Lo dice Voltaire.
—¿Voltaire? ¿Tú has leído a Voltaire?
—Cuando era niño.
—Olvida eso, déjate de tonterías. Voltaire además de estar revaluado, hoy no hay quien lo tenga en cuenta. Claro que es una de las glorias de Francia y está en su panteón. Pero déjalo allá, déjate de tonterías. Lee más bien a García Morente que mañana tienes que presentar examen.
—Así se sale fácilmente de todo. No hay que inquietar-se. Tu director va marcando la ruta con la sabiduría que le confiere el Señor Dios Bueno y Dulce.
—Redulce.
—Calla.
—Nuestro director siempre quiere para nosotros lo mejor
—¿Cuántos directores tuviste?
—No recuerdo.
Y las patadas en el fútbol. Los patadones y «los retratos», que para quien no lo sepa, era acertar el balonazo en pleno rostro del defensa. Algunos se transformaban en la cancha como Luis Carquejo, antioqueño y tonsurado. Ya sin sotana tomaban un andar retador. Y en pantaloneta y en la cancha se convertía en bestia furiosa, amarradijo de músculos y gritos pateando al arco. El pausado Jaime Solvente, ya graduado en leyes, desplazaba su voluminosa humanidad a velocidad considerable. Temblaba la tierra. Yo lo perseguía y lo hostigaba antes que hacerle frente o trancarlo en su carrera, porque podía correr graves riesgos. La única vez que lo hice, me propinó Solvente tal pisotón que arrancó la uña del dedo gordo del pie derecho casi de cuajo. Sentí como un calor líquido que se enfriaba sospechosamente en el pie dormido. Cojeando al terminar el partido subí a las duchas y cuando iba a quitarme el calcetín, la uña también iba a salirse. !Oh dolor! ¡Oh espanto! A la vista de la sangre y el estropicio, puse punto en boca y con un esparadrapo ajusté la uña y salí cojeando. Nadie preguntó nada porque creyeron que me había apretado el cilicio.
Con la filosofía pasaba lo mismo que con el catecismo. De curso en curso poco se adelantaba. En la historia de los filósofos apenas llegué a la patrística. Ese examen, ni el de cosmología se salvaron. Los presocráticos, Platón y Aristóteles pasaron raspando. Los Padres de la Iglesia, tal como los vi, no le gustaron al poeta Carganuto, examinador. Hubiese preferido la precisión a la novelería.
—Entonces la escolástica como tal no llegó a informarte.
—Hombre, brujuleaba,  gustaba más lo que estudiaban los otros. Lo mío era cosa de tontos, ya lo sabía, pero repetirlo igual era imposible. Y mis versiones no resultaban ortodoxas.
—Eso crees. Sería que no estudiabas. Distraído, siempre distraído.
Con el correr de pocos años los cursos de vacaciones perdieron el atractivo viajero. Dejamos de ir a otros lugares y en la misma Residencia, en un remedo de curso anual, se asistía a las clases que los teólogos repetían hasta la saciedad. 
—Y nada, le entra por un oído y le sale por el otro.
—Es que no da una.
—Ni media.
Aquél primer viaje al curso de vacaciones fue una pesadilla. Veinte horas en el asiento de un bus, en la ventanilla. Al mi lado iban una mujer glotona y su marido. Llevaban un maletín repleto de comida, que empezaron comer  desde antes de salir de la ciudad. En ese primer tramo intenté dormir para perder conciencia de aquella vecindad forzosa, pero fue infructuoso. Cuando la glotona y su marido acabaron con las provisiones, empezaron a hacer planes de lo que comprarían en la primera parada. A las estaciones de los buses salían mujeres con toda clase de comestibles de tipismo auténtico y dudosa higiene. Las frutas tropicales se ofrecían enormes, abiertas. La glotona y su marido se aprovisionaron de nuevo. Lo más notorio de  su compra fue una enorme papaya. La glotona la abrió con gran destreza y sin usar instrumento alguno. De un momento a otro la enorme fruta se abrió en dos partes exhibiendo la multitud de pepitas negras que acuciosos ambos procedieron a poner sobre una hoja de periódico. Una vez envuelto el desecho, me rogaron que lo arrojara por la ventanilla. Así lo hice y la cerré  de nuevo, mientras la glotona y su marido ya metían sus jetas entre la fruta y mordían, chupaban, succionaban, escupían en el pasillo los trozos de cáscara que se les quedaban entre los dientes. La avidez y la imbecilidad, untándose el rostro, fueron devorando cada uno la mitad de la papaya hasta dejar solamente las cáscaras que habían vaciado. Estaba floja y pegajosa. El marido puso sobre la cáscara de la glotona su cáscara y ella, inmediatamente y sin advertir que yo había cerrado la ventanilla, las arrojó ambas, chocando el cascaramen contra el vidrio donde se quedó pegado unos segundos y luego se fue escurriendo lentamente, chorreando. Con otra hoja de periódico intentaron subsanar el entuerto sin que por ello dejaran de continuar la comilona. Mientras la glotona hablaba y pedía excusas,  salían de su boca pedazos de arepa de maíz que ya se  había atarascado y hacía indescifrable lo que quería expresar. Supuse que era una fórmula con la que pedían que no les retorciese el pescuezo a ambos. Aunque era tan gorda que en cualquier embate contra ella, corría el riesgo de que me tomara como vianda y me echara a su coleto, como hizo con la pierna de cordero que inmediatamente después sacó del maletín de provisiones. Y así continuaron durante todo el trayecto. 
Pero fue tal la expectativa por aquél primer curso de vacaciones que pronto olvidé todo aquello y solo tiempo después pensé que podía contarlo en una tertulia, pero no pegó porque ya había pasado tiempo y les pareció una exageración del momento, tardía, inútil sin duda.
En el curso de vacaciones había hitos y fiestas. Había algunos pichones con gran facilidad para la versificación. En coplas castellanas o antioqueñas, fantásticas versiones iban pasando jocosa revista al personal, a la manera de pregón. Juegos de salón no faltaban para llenar ciertas tertulias que languidecían, cansados de patear el balón por la mañana o el de meterse de memoria un ladrillo en la cabeza por la tarde.
Así que propuse una obra de teatro. Ya había escrito dos o tres escenas durante las horas de estudio, versiones adaptadas de Chesterton, Vital Aza y Conan Doyle. La temporada teatral tendría dos obras en cartel. La primera trataba de los sucedidos en una fonda como los contaba Vital Aza, pero con un personaje de Chesterton; equívoco malabarístico. Y la otra, de pie forzado, ponía a un personaje de la historia de Inglaterra en una trama policíaca de Conan Doyle.  La primera pasó con risas y aplausos cautelosos. El fracaso vino con la segunda obra de la temporada. A los actores les había entregado los libretos unas horas antes, pues no era cosa de pasarse el curso memorizando sandeces sino estudiando filosofía. Y he aquí el tropezón. Un actor se rebela. Va y le dice al director que en su papel recibirá una bofetada y el no quiere que lo abofeteen. El Director me llamó y pidió que la cachetada fuese un simulacro.
 —No hace falta el realismo en esto. Ni has de golpear a tus hermanos. 
Sin embargo, en plena escena, cuando estaba cerca el desenlace no resistí la tentación y abofeteé al mismísimo Pedro Menosquepo. Inmediatamente se apagarían las luces y habría un pistoletazo, luego volverían a encenderse inmediatamente. Pero pasaban largos los segundos y cuando las luces se encendieron encontré el escenario vacío y también el patio de butacas. A lo lejos se oían los cánticos que entonaban en el oratorio seguramente en desagravio al Señor Dios Dulce.
—La institución en solfa.
—¿Ponerla?.
—La has puesto.
Eran los exámenes el crepúsculo de los cursos de vacaciones. Las expectativas de conocimiento quedaron varadas en las playas de las mnemotecnias, quienes salieron con sus máscaras y danzas guerreras a ofrendar al recién llegado una orgía de palabras, casillas guturales. Las canciones que las canten los cantantes, que nosotros solo alabamos al Señor Dios Nuestro y Dulce. Edulcoración del Santísimo Señor para que todas las leguas lo encuentren agradable. Si es que ahora ya no se oye la palabra de Dios. No, ahora se lame la religión. Pirulética. Nueva y renovada materia escolar que darán pichones o no pichones,  en el futuro.
Carenar el cerebro en el curso con cánticos y patadones. Luego al volver se llegaba renovado, y así llegué cuando di el salto mortal de las leyes al periodismo.
Veinticinco mujeres, cincuenta ojos clavados en mí. Di un paso adelante, di otro y miré al profesor que incordiaba al auditorio con grandilocuencia aldeana. Me senté en un pupitre de la última fila y me dejé ir lentamente en el deliquio del vaporoso frotar de las prendas femeninas. A partir de ese momento la vista se tornó escrutadora. ¿Dónde termina la piel, dónde comienza la tela? Lo que se ajusta al cuerpo, lo que lo deja libre, como en oleadas de contacto. La tela se ondula con los movimientos, las carnes presionan, se distiende una sisa, se levanta una falda, relampaguea el cruce de unas piernas que emergen de mínima falda. Las cabezas giran, los cuellos y las gargantas se descubren y vuelven a cubrirse, suben y bajan pestañas, ojos que escapan a la mirada o que la retoman. Bocas que prometen, manos que juegan nerviosas.
Roussoniano, me sumergí entre ellas, me hice ligero, me fui  en volandas de graciosos mohines, entre gestos adustos, al lado de mirares candentes, junto a guiños y sonrisas y, finalmente, entre la algarabía femenina bajé con algunas de ellas a tomar el primer café de la temporada a la hora de la salida de clases. A la cafetería iban entrando alumnos de otras carreras y allí, envidiado y envidiable, me encontraban rodeado de féminas que me miran, me escuchan, me celebran. Embriagado con sus perfumes en el aula, en la cafetería me emborrachaba con sus voces libres, carrerillas y pucheros.
Los andares y los sentares. Y el contacto, la mano cálida de superficie inimaginable, pétalos por yemas en los de dos. Me ahogo, me voy  en deliquios de delicioso placer. 
—Lindas las amigas.
 Los de otras carreras miran. Y yo pavoneo  orgulloso de mi suerte. Vanidad. Soberbia.
Los deleites femeninos cambiaron aquellas tortuosas tardes, cuando estudiaba la jurisprudencia en el claustro advocativo. Era el rector de aquella vetusta institución un anciano aristócrata, presbítero, políglota y orador sagrado. Los sermones de aquél monseñor eran tan famosos como sus lecciones de filosofía del derecho. De él oí por primera vez la palabra «mesnada» y su derivado «mesnadero». No obstante sus setenta y largos años Monseñor explicaba los conceptos valiéndose de piruetas gimnásticas increíbles, o bien con un gesto papal que lo elevaba del suelo varios centímetros y recordaba a Pío XII. !Ah!, aquellas mañanas en el claustro a hora muy temprana. Los estudiantes todos usábamos la corbata y el chaleco y el besamos a Monseñor, quien no dejaba que el alumno que lo saludaba se separase de él mientras conversaban, y llevándosele la mano al pecho, lo retenía. A muy corta distancia se dialogaba con Monseñor.
A partir del descalabro en el estudio de la jurisprudencia dejé el confortable pasar entre los acordes de Bach y Beethoven, los arcos del patio colonial, la campana canónica, las grandes lápidas de mármol con inscripciones castellanas o latinas que cantan las glorias de los patriotas que lucharon contra el rey de España, nombres y apellidos ilustres criollos que allí estudiaron, recordatorio de los que tuvieron allí prisión antes de ser pasados por las armas. A pan y agua tuvieron a una heroína encerrada en un cuarto donde hoy guardan las escobas. Los anchos pasillos, el hablar en voz baja, la pausa en el andar. Claustro hispánico aún. Luego supe que murió Monseñor y se ampliaron las instalaciones, se modernizó el entorno, se computarizó el claustro y hoy es un campo de Marte de los revoltosos como en cualquier lugar del mundo. Nada resiste el paso de los tiempos. Ni las grandes fachadas de las catedrales que se hicieron para que permanecieran la eternidad entera; el aire mismo las va carcomiendo. Monseñor se fue achicando con los años -me cuentan- y murió pequeñísimo, del tamaño de un chico de diez años.
Con el cambio de carrera cambiaron los horarios que había trajinado el año anterior con tan poco éxito. Trabajaba por la mañana en la Redacción de una revista fundada por personas de la institución y por la tarde me sumergía en los deliquios del aula 204. 
Como la caja del Secretario tenía que registrar más ingresos que egresos, qué mejor que trabajar y ganar un sueldo para ingresar en la caja del Secretario y así egresar sin temor a ser cargante. Que lo había, que se sentía y que se lo hablan dicho, sí señor, se lo dijo que era necesario ingresar. 
Había pedido mi madre y se puso pasó pálida y como si estuviera ante un loco desapareció. —Los pájaros tirándoles a las escopetas, exclamó al salir. ¿Qué mejor entonces que ganarse un sueldo en la revista? La alegría del ingreso y la práctica de la pobreza.
La memoria se enflaquece. La cotidianidad del aprender un oficio puede metérsenos por un costado y no salir de nosotros jamás. No estaba a salvo este pichón que practicaba  su profesión por la mañana y estudiaba una carrera por la tarde. Pronto adquirí una aureola de admiración entre mis amigas, y una feroz inquina por parte de un grupo de jovencitas recalcitrantes a las buenas maneras, que los del lado de acá, o las del lado de acá y yo, denominábamos «la tribu». Aureola e inquina que también se registraba entre los profesores. El alcaldable de aldea al llegar a mi nombre, obviamente para continuar la costumbre al llamar a lista, pronunció mi apellido anteponiendo el apelativo señorita como veía haciéndolo de carrerilla desde la letra A. Protesté con energía causando la hilaridad de la tribu. Y a la socarrona excusa del taimado profesor siguió otra risotada. Hubo alguna –Marilín Corbera– que no se situaba ni entre la tribu ni del lado de acá. Marilín planeaba un artilugio amoroso. Primero las miradas, lánguidas, largas, temblorosas. Luego el accidental descuido meditado y medido de la falda que sube. Y luego la táctica descotada, diligente recogedora de todo lo que al suelo cae. Después frases como: «un día sin ti es como una noche oscura sin estrellas» Los poemas, las cartas. La pobre no tenía nada en su sitio, se le torcían las piernas y los tacones al caminar, se le arrugaban las medias, sus prendas interiores no correspondían a su talla, ni las prendas exteriores a las tallas interiores y, sobre todo, la cabellera que no fija, que se escurre, que se sopla. Ese amor no correspondido duró toda la carrera. Marilín fue mejorando su aspecto al correr de los meses y su empalago era menor, pero no podía poner el corazón en ellas, en ninguna, ni aún en las que tanto me gustaban, con las que hablaba tardes enteras y paseaba por los alrededores cuando el profesor no asistía a clase, práctica bastante frecuente. Era el encanto de las del lado de acá. 
Gozaba de tal beneficio de inocencia que ni la castidad era virtud puesto que no existía lucha en mí. Galante, tal vez tanto y tan a secas que más de una despeñó su ilusión en llanto.
El trabajo de la revista obligaba a ir continuamente de la oficina a la imprenta, lloviera, tronara y relampagueara. Las largas tiras de pruebas que había que corregir y sin fin de ocupaciones menores entre las cuales se contaba el redactar notas bibliográficas. Adobado todo aquello con avemarías, jaculatorias, mortificaciones, acciones de gracia, apostolado y simpatía.
—No me olvidéis el buen reír.
—No, que no te lo olvidamos.
Después del almuerzo y la tertulia, al deliquio del aula 204.
Y para ir allí, había que llevar trabajos preparados. Aprender lecciones de memoria y haber rezado por lo menos ya un rosario , ojalá dos. Y después de clases volver a casa a la merienda.
Tres años en la aula 204 depararon variedad en principio, pero a medida que las expectativas iban cediendo, la revista absorbió de tal manera que faltaba a más clases que los mismos profesores, lo cual me ponía casi en calidad de desertor.
La pequeña revista inicial que publicaba pocos ejemplares y pocas paginas, pasaría a ser una revista voluminosa y de amplia circulación, propietaria de talleres tipográficos.
No estaba exenta la revista del vaivén político y el balancín ideológico. La literatura se iba saliendo del camino. En España un premio literario se convirtió en martillo de creyentes y bajo el auspicio de conspicuos catalanes lanzó al mercado y a la conciencia lectora de la reserva espiritual, una novela, que, aunque ni quitara ni pusiera una coma más allá de lo permitido, su promotor se había federado con otros editores europeos para dinamitar desde dentro el sacro receptáculo de la verdad en la España Eterna. Las fuerzas del mal se conflagraban en una isla lejana. La redacción andina era monótona, aspavientosa, lentorra, académica, carca y parca, resultante teórica, beneficio apostólico, empresa dolorosa, magra ración; así como era el cosmos de lo ignoto en cada uno de los que allí nos matábamos diariamente para que saliera a tiempo el ladrillamen. Llegó un día un despacho de prensa oficiosa española donde se condenaba la actitud recalcitrante de un editor catalán, y enfilaba sus baterías contra el primer premio otorgado en la isla. Según el documento que llegó a la redacción  se trataba de un rojo, neo-rojete peligroso. El editor catalán se habla asociado a comunistas italianos y otras raleas anticristianas y anticatólicas, rabos demoníacos.  El corresponsal  le daba palo al premio, a la novela y al organizador del premio,  un nuevo Ulises, navegante, en tierra, ante la imposible y lejana América, tuvo que amarrarse al palo mayor de su empresa familiar y pasar el temporal, supimos después , de su pluma cierta.
Era la época en que iba a oír a los ancianos progresistas, profesores en las nuevas líneas que el catolicismo laico trazaba para el fiel común. Sociología y psicoanálisis en el concierto teológico. De espía fui muchas veces y hasta ahora me entero.
Allí mismo, en la acuciosa misión periodística, se fue metiendo el demonio mismo, sus pezuñas, su larga cola, sus cuernos y su belfa jaspeada de inmundicias. En las soledades de la redacción de la revista. En ese empeño por el laborioso y meticuloso trabajar. Opio que adormecía  las virtudes.
En la revista estaba a salvo de los antioqueños y, finalmente, de los deliquios del aula 204, que en la confidencia y la confesión semanales ya formaban una serie de sensaciones secretas, las palabras no hallaban sintagmática posible para tan indescifrable paradigma.
—Al grano.
—Nada había de callar, aunque se estaba callando todo.
—O sea, que guardaste para tu placer lo que habría de ser superficie de mortificación de los sentidos, de la tendencia de la carne, del pecado oculto y silenciosos, el demonio agazapado.
—Allí no habla demonios.
—Eso es lo que tú crees.
—Había demonios después, en la revista.
—Los mismos, los mismos, esa persecución implacable del demonio. Sabe cuando aparecer y dar el estacazo.
—Y lo dio.
—Alguien lo dio.
Deliquios, deliquios, éxtasis, que es lo mismo. De dos a cinco todos los días. Había profesores que se iban dejando llevar por los aromas de las amigas, las lindas y otros que bogaban a las de la tribu. Navegaron meses y hasta años en esa nave deliciosa.
—Delicioso tu silencio al director.
—Deliciosa la nave. El director, si quieres que te lo diga ahora mismo, era un cargante. 
—Todos los directores lo son. 
—Es la fotuta dependencia pastoral. Si fuesen obispos les pondría solideo de boñiga de vaca.
—Eres el demonio mismo.
—Ojalá lo fuera.
—Calla.
—No callo y verás como llega Satanás. Huye, perro, huye no sea que te muerda el buen Satán.
Oh hermanos, hijos de Dios, hermanos de Cristo y del Espíritu Santo corderos. Dios pastor de nuestros pecados, Santo Mayor y Único Señor, sabrá perdonar a quien tales blasfemias profiere. Llévenle al hospital, que le curen pronto.
Me tomé un refrescante y burbujeante antiácido y sin más vueltas retorné a la continuidad diabólica. 
Otra vez Pepe Gardenia dándose rejo me sacó de la ensoñación. Una tarde cualquiera. Ayer o mañana. Pepe Gardenia era impenitente. Su carne no resistía más cicatrices. Dejó la natación. Y el tenis. No habla lugar de sus piernas y de su espalda que no hubiera sido lacerado por el amor divino hecho rejo. Ni por punzante arista. Dios hecho castigo, la gracia y la sangre se mezclaban en delicioso cóctel bajo los pantalones de Gardenia. Chorreaba. Y dicen que no le dolía. Y que por eso era gozosa su mortificación. Le crecía la quijada aunque el no lo notara. Como siga parecerá un orinal, me dije. Gardenia, allá murió lejos de todos. Atormentado. Solo. Quien lo iba acompañar en esa mansarda, quién iba a tener la paciencia de sentarse a su lado y leerle Los Cipreses Creen en Dios. Si hubiera sido veinte años antes cuando los cipreses sí creían en Dios… pero ahora no creen, crecen.
No había lucha si no habla conquista. No había vocación si no había invitación. Tardes largas, tardes prolongadas hasta que por primera vez me invitaron a meren dar. Antes de ello, le pasaban la merienda por la barbilla el italiano y sus secuaces, haciendo gala de la pensión que gozaban, y el bachiller se iba a buscar la merienda a la cafetería de la esquina. Mientras no demostró su deseo santificante no se le invitó a sentarse a la mesa y disfrutar del pan con mantequilla y el café. Y con leche. Leche de burra, no de cabra. No, de vaca. Leche que venía para manchar de blanquecino  el oscuro café abundoso, lechecita, pobre y triste, leche de entre casa, cafetito avaro. Tardes de rubor a las que seguían pláticas y edulcoradas fórmulas, alas para que el Arcángel subiera al cielo de una vez por todas. Cielo de pastel, pie de limón.
—¿Pie de limón?
—Pai de limón.
—Ya. 
—Santo, santo es el Señor Dios de Todos los ejércitos.
—Hossana.
—Hossana en las alturas.
Inevitable sería el desfile de carrozas. El Buen Reír al lado del Buen Fingir, su sucesor. El Buen Pintar al lado del Buen Decir. El Buen Oír al lado del Buen Tocar. Y al lado del Buen Ver, el Bien Común, el Bel Sentido, el Buen Sentido, el Sí Señor y el Sá Señor.
—¿El Sá Señor? 
—Si, el Sá Señor. Una variante local. El Sá Señor es igual al Si- pero-no. Es decir, aunque usted crea que sí, no. El que le parezca a usted que sí, no quiere decir sí, sino justamente no. En una palabra, el No con la apariencia, aroma y color del Sí.
—¿Aroma?
—Aroma y color, échele pluma.
—¿Pluma?
—O bolígrafo.
—Pálido reflejo.
—Déle que déle.
—Mi china querida.
Me sentía afortunado entre tanta y tan bella cohorte femenina. La tribu, áspera y cuchicheante, confraternizaban cuanto podían y  el lado de acá las dejaba desbarrar para luego mofarse del dejo o del vocablo.
—Delicada, vaporosa...
—Pavorosa? vaporosa ha de ser la castidad. Como las hembras bellas que le rodean, tan ingrávida castidad. Pudor, silencio de los sentidos. Una fantasmática como onírica de la vigilia. Sin camándula. Sonriendo simplemente. Sin Dios, con uno mismo. Qué más Dios que uno mismo.
—Calla que blasfemas.
—Callo. Y callista vienen de áspero, áspera dureza.
—Peñascosa pesadumbre.
Peor el remedio que la enfermedad. No vi venir el futuro. No lo tuve en cuenta, como si no existiera. Y el pasado tampoco, una nebulosa, como un polvero que dejé tras de mí al salir corriendo de la casa y que impedía ver el panorama desde el futuro. El presente va de digestiones, consagraciones, fuetazos, oración y más oración. Mortificación de los sentidos. A ver el ojo, a ver que no mire, a ver que no vea; sólo lo que conviene a la misión...
—Destino. 
—Destino salvífico.
—¿Y la Divina Providencia?
—Bien gracias.
—Iremos por senderos de espinas.
—Y de abrojos.
—Iremos alegremente.
—Deportivamente.
—Con valentía.
—Y buen humor, no me olvidéis tampoco el buen reír.
—No, no te lo olvidamos (en coro).
Frenético pasar. Del cansino atardecer cuando estudiaba derecho, pase al no parar un instante. Desde que llegaron los antioqueños, Déle que déle. A la más temprana hora iba al despacho de Alberto Verdín. Es necesario decir que Verdín una vez graduado fue promovido rápidamente a un cargo público —que los cargos son cargas—. Desde allí movió hilos y de un jump se lanzó a la política y cayó redondo en el pote de la juventud parlamentaria. Aunque no venga a cuento.
—Si viene pues que venga, si no que se calle.
Iba temprano al despacho de Verdín. Esto ocurría después de que cedió la viuda y ya estábamos en la nueva residencia. Por las mañanas elaboraba –en plan negro– unas colaboraciones periodísticas en defensa de la institución. Cerrarle la boca a los detractores en la medida que se les daba un cartelazo en la testa. Borrador, original y termoscopias. Déle que déle. Mañanas largas las del burro que da vueltas a la noria déle que déle. Hasta que, claro, se dañó la termofax.
— ¿Se dañó?
— Dañada.
— ¿Cómo que dañada, así sola. Qué, no anda?
— Andar sí anda, lo que pasa es que sale una 1ínea negra,
cada vez más gruesa. Es que le ha pasado algo.
— ¿Algo?
— Bueno, rota. En su momento he debido decirlo. Distraído, metí un papel torcido y al intentar sacarlo...
—¿A la fuerza?
— Sí, a la fuerza, trásss se rompió el cilindro. Mucho calor en un sólo sitio y rásss, abierto de lado a lado y roto.
— Y nada dijiste.
— Nada.
— Lástima.
— Es igual. Ya a esta hora es igual, todo es igual.
Entonces no era todo igual. Y menos cuando llegaron los antioqueños del palomar romano. Furor trasatlántico trían algunos, y otros una cierta aura de mesura y de quietud, seguramente producida por el entorno no adaptado. Los que llegaban de la montaña, en cambio, traían consigo el guarniel bien puesto y Ave María Pues con todo su cargamento de chécheres, cachivaches, oficios y beneficios, públicos y secretes. Llenos y vacíos. Llanos todos.
Los jovencitos del poeta Carganuto. Rubitos bachillerines parlanchines. O los universitarios en trance de funcionarios públicos que Verdín coleccionaba a lo largo y ancho de conferencias jurídico-económicas. Todos pasaban por la Residencia cuando nos estábamos dando contra las paredes para que cediera la viuda. Ellos eran el fruto al ojo y era necesario que la viuda cediera.
Revuelo de sotanas. Arquitectos, ingenieros. Todos a una. El nuevo caserón sin estrenar, casi sin terminar, que la viuda tenía que cargar como elefante blanco de fiscal glotonería, ocupaba media manzana. Terreno ajardinado. Entre sauces se escondía un moderno bunker. Ostensiblemente lujoso. Las tareas de adecuación de tan poco funcional caserón tardaron meses.
Las tareas apostólicas se empollaban entretanto. La mortificación y la oración habrían de redoblarse en la intención mensual. Déle que déle y a María Santísima un piropiño.
Y se abrirían nuevas Residencias en otras ciudades.
—La ola expansiva del franquismo. 
—¿Sería?
Al mediodía regresaba desprevenido a la Residencia tras la guerra matutina. Combates con el público transportado en los abarrotados buses. Combates con el demonio encaramado en la mirada ardiente de la morena que se frotó todo el tiempo contra mí. Combates contra la dispersión de los sentidos a la que era tan propenso. 
Conviene que guardéis la vista y no sólo para aquello que es pecaminoso, no sólo frente a lo que pueda arrebatarnos la gracia santificante, también mortificad la vista frente a lo santo y bueno y placentero.¿Que te gustan los automóviles y te pareció entrever el último modelo Ford? Pues no lo mires. Sacrifícate. No pongas tu libidinosa mirada en esas curvas, aunque sean las de un auto.¿O es que no sabes lo que hay detrás de sus líneas ondulantes? ¿ No sabes que allí hay también ocasión para ofender al Señor Dios Nuestro y cuando llegues a casa y estés frente al Tabernáculo con qué cara le vas a mirar? ¿Cómo te vas a acercar esta tarde a la oración mental si en la mañana has enlodado tus sentidos con esas líneas prolongadas, esas curvas, la turgencia de ése guardafango? Cierra los ojos. Como si y no mires hacía allá, eso es mercadería infame. Esas revistas con mujeres ligeras de ropas que exhiben en el quiosco de la esquina, pasa de largo y recita una jaculatoria. Dile a nuestra Madre Guapa lo mucho que la quieres y cuánto le ofenden los hombres, la humanidad pecadora, redimida ya, pero ignorante. Esto de la santidad es una lotería que se la ganan todos los que compran el billete y lo conservan para el día del sorteo. Allí todos los números perseverantes encontrarán la gloria. El día en que el Señor quiera que vayas en su compañía eterna. Habrá un momento supremo, sublime, el gran premio del gozo sempiterno de la visión de Dios. De ahí que has de cuidar la vista. No mirar más que aquello que atañe a tu profesión y con ojos profesionales, limpio de polvo y paja y lo que se refiere a tu vocación y a la vocación cristiana, a la que tienen todos los hombres creados por Dios a su imagen y semejanza. Y en su nombre bautizados. Sed como Cristos. Cristos de nuevo crucificados.
—Pero ese es el título de una novela..
—Cristo de nuevo crucificado, todos los días que tu y yo faltamos a su amor y le ofendemos. Ya sé que no son las grandes ofensas con que a menudo la humanidad, los individuos que van como borregos despeñándose al más allá, le ofende y mucho. Por eso en todos los lugares del mundo y a todas horas Cristo vuelve a morir y estará muriendo sacramentalmente en la Santa Misa. Sacrificiales habremos de ser sus discípulos. Que somos sus discípulos.
—Sed como Dios, dices, ¿pero eso no fue lo que le sucedió al bello ángel Lucifer? Quiso ser como Dios y Dios lo castigó, le castigó la soberbia con la flamígera dolencia eterna.
—Seremos como Cristo. Como la segunda persona de la Santísima Trinidad. En ello no hay soberbia sino una gran generosidad. Precisamente por eso, por esa falta espantosa-cometida por Lucifer en predios de los mismísimos cielos, Dios Padre tuvo que disponer de su hijo, hacerlo humane y mandarlo a que muriera como uno más, injustamente acusado, vilmente torturado. Que fuera víctima de la traición, que el primero de los suyos lo negara por tres veces. Para lavar ese pecado horrendo.
—¿Pero no era acaso el pecado de Adán y Eva, ese suceso en el Paraíso Terrenal lo que Cristo venía a reparar?
—Hombre, te diré, vino a enseñar la mortificación, enseñar a los hombres a sudar sangre para que no fuesen y cayesen en los brazos de Lucifer.
—A la sazón entonces todos los habitantes del planeta-prácticamente estaban en manos de Lucifer?
—Prácticamente. ¿Cristo con su muerte hizo propaganda al cielo o a la muerte? O a la necesidad de que siempre haya en la humanidad cristos que han de dejar que la crucifixión y el lanzazo purifiquen no sólo su alma pecadora, sino la de muchos que están en el purgatorio.
—Prácticamente, ¿cuándo se inició el purgatorio? ¿Antes o después de la venida de Cristo? ¿Cuán antiguo el purgatorio?
—Mira pichoncillo, es mejor que esperes a llegar a las materias teológicas con orden y concierto, sistemáticamente, así evitamos la puerilidad del diálogo. 
—¿Y el Espíritu Santo, cuándo fue inaugurado?
—¿ El Espíritu Santo?
—Sí, el Espíritu Santo. Se me antoja que el Espíritu Santo es el mismísimo General Franco.
—Quita, deja, deja ya. La Trinidad según la fe católica no es susceptible de boutades. Al menos consulta. La ignorancia es atrevida.
El sol del mediodía había pasado por el eje que borra las sombras.  Ya estaba a pocos pasos de la puerta cuando apareció en la esquina el automóvil de la Residencia manejado por Peroclaro. Descendieron varios pichones que aún no conocía. Pálidos, delgaduchos, nerviosos, fueron entrando uno a uno con sus maletas para lanzarse de bruces ante el Tabernáculo. Nuevos pichones procedentes de Europa. Sus modales, el color de la piel, el ritmo que tenían al caminar y especialmente el acento, el viejo acento del castellano propio de antioqueños adobado con un poco de castellano peninsular moderno, alguna palabra en catalán, alguna otra en gallego, algún giro vascuence y ante todo un latín italianizado y gestos vaticanos. El pot-pourri, además presentar el espejismo de su cercanía a la santidad, prestaba a sus personalidades una sensación de estar un poco por encima de todos los mortales. !Ah, denodados pichones que no habíamos transpuesto las fronteras jamás, encallecidos ya en nosotros los sistemas gestuales y lingüísticos de un localismo casi vergonzante. Por lo menos hilarante para los caballeros de Cristo que allende los mares habían librado las batallas necesarias para estar en un escalón de santidad más alto. Más cerca al Señor. Mientras yo contaba por meses, y aún por días mi veteranía en la Residencia, estos paliduchos y desmadejados pichones ya lo hacían por años y quizá por lustros. A ellos se les habrían de encomendar las tareas de gobierno interno, porque no se crea que no lo había. Y las habrían de encargar las tareas apostólicas más difíciles, las más arduas conversaciones, los cometidos financieros de más envergadura, las labores propagandísticas de mayor impacto tal como reza la jerga de los periodistas que ahora llaman comunicadores. Si en la infancia creía que tan periodista era el que escribía como el que vendía el periódico, tan comunicador podía parecer un experto pedante en mass-media como un aparato electrónico que se pone en la oreja y diciendo aló, aló se oirá una vocecilla que dirá lo mismo al otro lado, aló, aló.
Después de saludar al Señor Tabernaculado, después de tantos años de ausencia de su patria, fueron entrando al despacho del director. Vi pasar frente a mí aquellos personajes, como transparentes. Me miraron con ojos inquisitivos, como diciéndose, este chico será o no será. Y sin más y tras abrazos efusivos, palmoteo en la espalda, risas sofocadas, carcajadas sonoras, toses y todo aquello como un fragor súbito de aullidos o maullidos, se encerraron. Parecían varios radios sintonizados en distintas emisores y a diferente volumen. De súbito Peroclaro salió del despacho y vino hacia mí sonriente con un cigarrillo de aroma exótica.
—Oye, el director quiere verte—. Temblé. Me llené de arrestos y se metí al despacho.
Allí estaban los tres paliduchos, ahora sonrientes y nerviosos. Su mirada ahora sí que era franca y abierta y lo mismo que sus brazos. Qué de estrecheces, qué de palmoteos. Fui presentado como una novedad, la última adquisición de la Residencia después de años de yermo. He aquí el fruto al ojo. Seguramente fruto también de las mortificaciones que desde la lejana Europa habían sufrido en propia carne los paliduchos pichones.
Pronto la Residencia se llenó aún más. Ya no daba abasto. Pronto terminaría el año académico y los bachilleres acudirían todas las tardes a los cursos de orientación profesional, enormísimas redes que se echarían en las aguas colegiales. La faena había empezado y los recién llegados, con esa aura que dan las tierras lejanas, rutilarían el amanecer de los pescadores en la última intentona del año. La expectativa del curso de orientación profesional pegó en muchos colegios. Por primera vez los bachilleres no estarían en manos de la voluntad de sus padres, sus tíos, o sus abuelos para escoger la carrera que habrían de seguir, si es que eran indecisos. Y si no lo eran, si ya tenían el designio en su cabeza, confirmarse en él,  y, ¿por qué no?, sana aspiración, saber de lo que se irían a perder. El curso aglutinaría estudiantes de último año, sobre los cuales se tendrían que lanzar los pichones e inducirlos al amor a Cristo. Ardua tarea en verdad. Más lo sería hoy, menos lo era en aquella época de la ola expansiva del franquismo bienvisto todavía por la catolicidad entera. Las conferencias diarias sobre cada una de las opciones que ofrecían las universidades de entonces, culminarían en un test de aptitud profesional. La psicotecnia ya había hecho entrada en las universidades de inspiración norteamericana, pero en el ámbito de la educación hispánica era una novedad. O sea que tu respondes sobre cuestiones inocuas y luego, computando esos resultados, te darán un veredicto sobre cuestiones transcendentales. De lo inocuo a lo trascendente por la computación de lo irrelevante. No era cosa de ponerle peros a nada, sino de pedirle peras al olmo, y en que en estos casos donde la santidad personal y el destino cristiano de la humanidad están de por medio, los olmos dan peras. Y si logramos probarlo, los canonizan.
Los conferencistas en su mayor parte también eran pichones. De otros pichones, no de los nuestros, los del estado mayor de Cristo. No, eran de la oficialidad, los que sin abandonar su mujer y su bohío dedicaban su vida interior a la misma santidad, por los mismos caminos y parte de sus propios pecunios, porque la otra parte, tanto de lo uno como de lo otro, la debían a sus esposas y a sus hijos a quienes no dudaban en endoctrinar para que se pichonizaran algún día. Eran en rigor hermanos nuestros, pichones, pero eran señores mayores, algunos con cargos públicos y académicos. Y así fueron pasando una a una las carreras por la mesa de los conferenciantes. Despertar la hilaridad del auditorio parecía ser una de las mejores armas de convencimiento. Luego irían los bachilleres a visitar fábricas, clínicas, tribunales, talleres, embalses, construcciones o carreteras, para enterarse in-situ de lo que sería la práctica de la profesión. Y cada uno de los pichones, ya universitarios, guiaría al grupo según fuera su especialidad. Al pobre Paco Sostén, que tatos trabajos pasaba, le hicieron una broma macabra,  como emanada del caletre del italiano y sus secuaces. A Paco Sostén como buen estudiante de medicina, aprovechado y brillante, le correspondió guiar al grupo de bachilleres que quisieron conocer lo que les depararía la atención hospitalaria, hasta el mismo anfiteatro en donde había unos principiantes tasajeando cadáveres, en el aprendizaje de la incisión, la punción y la amputación. Parece que la mañana se le alargó a Paco Sostén más de la cuenta y llegó acezando al comedor cuando ya nos disponíamos a los postres. La campanilla del director puso al servicio al corriente de que el demorado ya estaba en la mesa, cosa que casi nunca sucedía, y le trajeron rápidamente las viandas, a las que se dedicó con denuedo a fin de no atrasar más el condumio general. De un memento a otro Paco Sostén como que se quedó mirando al vacío. Se revolvió en el asiento, miró hacia el suelo y se metió la mano en el bolsillo exterior derecho del saco y extrajo algo que la concurrencia no alcanzó a ver. Se puso lívido. Los paliduchos eran rubicundos al lado de la faz aterrada del pobre Paco Sostén. Volvió a meter la mano en el bolsillo y dejando dentro lo que fuese, susurró alo al oído del director, este asintió con la cabeza y Paco Sostén salió del comedor apresuradamente. Luego se supo todo. Le habían metido entre el bolsillo un pene cercenado de algún muerto de aquellos que tasajeaban los primíparos. Nunca se supo si le dieron al trozo cristiana sepultura en el jardín junto a los gladiolos o si lo envolvieron lo tiraron a la basura como cualquier desecho. Nunca se supo. Paco Sostén no asistió aquél día a la tertulia.
El silencio menor, como el mayor, no consistía únicamente en el cuchicheo, la ausencia de sonidos o el hablarse por señas. No. Se habla de estos silencios como de instancias puramente ascéticas. No solamente el exterior ha de permanecer en un silencio que garantice la concentración a los demás. No. Se trata también de que los sentidos, la mente, el pensar del individuo, estén en silencio, haciendo lo que debe y estando donde se debe estar. La mente ha de apartar todo aquello que distraiga la finalidad salvífica.
¿De qué valdría para el plan de santidad no pronunciar palabra si la mente se ha llenado de disturbadoras imágenes, si nuestros oídos prestan atención a sonidos lejanos, dislates de otros mundos paralelos al nuestro más no santos? ¿De qué valen los silencios si la memoria trabaja en recuerdos abigarrados o en lúbricas tentaciones?
—¿Tentar viene de tacto?
—No.
De qué sirven los silencios si nuestro olfato se complace en hurgar en la memoria episodios pasados que a lo peor son paquetes ya cerrados en cuyo interior nos espera una bomba sorpresa y luego hay que ir a donde el confesor y explicarle cómo pisamos la cáscara del plátano. Y al director decirle de cómo no hemos sido fieles siempre y en todo memento a las enseñanzas de la institución, y algunas veces ni siquiera a los preceptos que rigen para todo cristiano aunque no está empeñado en un camino de santidad como el nuestro que es una vocación, una llamada divina, una iluminación del cielo. En nuestra noche de creyentes una estrella nos iluminó y creímos en esa senda y la seguimos, ¿vamos a dejar ahora nuestro camino para coger una trocha que nos lleve al precipicio, al despeñadero? Por eso los silencios, por eso la mente ha de trabajar silenciosa. Secreto amor a Dios que no hemos de ir pregonando por ahí ni haciendo de nosotros hombres cartel que anuncian que el individuo ha comprado la lotería salvífica. No. Desde nuestra vocación de cristianos llanos, corrientes y molientes.
—Y dolientes...
—….echaremos las redes para que otros vean el camino. No es fácil, no, esa tarea de santidad, nada viene hecho. Sólo el Señor Dios en su infinita bondad deparará a través de nuestro director los goces y placeres lícitos para el alma entregada.
— ¿Entonces, frente a Dios, es nuestra entrega como la de los monjes de clausura?
—No, aun mayor, porque estamos en medio del mundo y hemos de mortificar los sentidos continuamente. Los hijos de Dios no tienen paz. Su camino es de lucha, guerra santa contra los poderes luciferinos que han paganizado al mundo que han echado a perder la obra divina. Y si no somos unos pocos, el estado mayor de Cristo, los que en medio del mundo entregamos la satisfacción de los sentidos a la divina voluntad, no se llevará a cabo la acción salvífica que el Señor quiere.
¿Y cómo sabremos lo que el Señor quiere?
—En la oración lo sabrás y sobre todo tu director te-lo
dirá. Pero si eres sincere. De lo contrario te pasará lo mismo que al enfermo que muere entre estertores de dolor porque no le dijo al médico de que mal sufría. 
—¿Acaso no es eso lo que los médicos han de saber? 
—Pero si le ocultas algún síntoma, frito estás. 
—Sí.
—Hale, sed sinceros. Vale la pena
«Valapena» parecía decir el presbítero. Valapena la seriedad, valapena la tesitura... valapena… valapena.
Y es que el ser del presbítero difiere notablemente del ser de un pichón cualquiera. El presbítero además de ser profesional, haber estado en el mundo, haber castigado sus sentidos a sangre y fuego, a tumba abierta con el Demonio Señor de la Tiniebla, se ha adiestrado en la gestualidad litúrgica, en el uso del largo y ancho del faldón de la sotana y, sobre todo, haberse hecho ducho en el arte de la predicación. Habrán de ser como el sol y el fénix que no tienen semejante.
—!Predicadores de antaño, Terrones del Caño
—Terrores  de hogaño.
El demonio del mediodía.¿El de Paul Bourget será el mismo demonio que se amplía en oleadas hasta la hora de la merienda?
—Ese es el de un libro, el demonio de un novelista y nada más. Déjate, pichonzuelo, déjate de bromas. Lee más bien lo de Maritain y déjate de novelas.
Va la tarde tardona tarde, va de pausas. Va de retro.
Pasto de los Dioses. Yo soy la Vid y vosotros los Sarmientos. Y yo el Camino. Y yo la Verdad. Y yo la Vida.
Todos  presentes se inició la siguiente discusión.  Habla Pasto de los Dioses:
—Sin estrado ni tableta que no hacen falta, ya que seremos deglutidos por la divinidad en cualquier memento. La divinidad no solamente nos deglutirá sino que ya nos ha deglutido y defecado. Nosotros nos hemos reacondicionado con trabajos y penurias sin fin, a cielo abierto, sin consideraciones, hollados cuantas veces fue necesario, masacrados siempre por las alimañas que nos atacaban en bandadas. Fuimos nuevamente pasto y los Dioses pronto nos deglutirán. Nuestras vidas no tienen principio ni fin, siempre nos estamos produciendo, ya en el estómago de la bestia, ya en los cuatro cursos de los bovinos, ya en el bolo redistribuido y defecado cuando abonamos los campos y nos sometemos de nuevo al discurso de la historia que no nos hace más felices ni menos felices, sino más sabrosos o menos sabrosos.
Habiendo dicho esto Pasto de los Dioses, se levantó la Vid y los Sarmientos se quedaron se sentados, a lo que la Vid respondió volviéndose a sentar. Fue entonces cuando los Sarmientos se pusieron de nuevo en pie. Pasando un rato en ese levanta–sienta y no obstante la protesta general, no dejaron de hacerlo hasta que todos juntos, sentándose y poniéndose de pie entonaron una canción al vino cuyo texto omitimos por encontrarla del todo obscena.
Replicada la moción cantaron lo de meter el dedo por el culo, dedo del pie, se entiende. Terminada la canción habló el Camino y dejó pozo. La Verdad había sufrido un vértigo momentos antes y la sacaron en camilla; a las impostoras que intentaron suplantarla no se les dejó entrar en el salón.
Y así hablo la Vida:
—Me han llamado a declarar. Y no declaro antes que lo haga el Alma, porque es ella el presupuesto de la existencia. Tan incontenibles fueron los aplausos que cuando legó el Alma al estrado –y se demoró lo suyo– aún resonaban los últimos peniques de la claque.
Lo que me sacó del adormilamiento no fue el discurso del Alma sino el sonido del gong. Había llegado la hora de la merienda. Abrí los ojos. Los volví a cerrar, pero el discurso del Alma se había volado ventana afuera. Abajo en el comedor, el café humeante y los panecillos guarnecidos de mantequilla y merme-lada, harían las delicias de los residentes. Ya la algarabía apuntaba los primeros acordes cuando, aún somnoliento, bajé las escaleras.
La merienda no tenía carácter obligatorio para los pichones. Era una pausa que marcaba la finalización del silencio menor de la tarde, cuando nos habríamos de santificar, aún más, en el trabajo y en la oración. Pausa que para muchos, especialmente después de la llegada de los antioqueños, marcaba el momento de lanzar las redes. La hora en que volvíamos  de la universidad o del bachillerato pichones, residentes y aspirantes. Momento opaco, pero que en su época fue el que más deseaba
—¿Entonces, la Vida no habló aquella tarde?
—No, la Vida no, sólo el Alma.
—¿Y qué dijo el Alma?
—No es fácil describir la confusión que entorna al todo doctrinal con la presencia de las funciones de un alma tripartita aristotélico tomista con un alma unitaria, incorporal, universal.
—Incorpórea.
—También.
No vale la pena describir los entornos somnolientos cuando yo recibía en el cerebro, vía los cinco sentidos...
—Son seis.
—¿Seis?
—¿No has oído hablar del sexto sentido?
—A algunas mujeres tienen un sexto sentido para predecir las desgracias. Lejanas y cercanas.
—Cada uno tiene un sexto sentido a su manera y déjate de tonterías.
—¿Y no será el alma?
—Es posible, pero lo más seguro es que sea el instinto de conservación en ciertas condiciones de presión y temperatura.
—Y si el instinto de conservación que tu presentas tan particular, ¿fuese el alma, el alma espiritual que Dios infunde en cada uno en el memento...?
—En el momento en que tu quieras. No has oído decir, no tiene alma o no me llega al alma. Pues eso no te sirve para tu conservación. Te es dañino, ¿no crees, huele mal?
—¿Tan así de material es el espíritu?
—Y mucho más.
—No sabéis del alma casi nada amigos, no sabéis, vendréis otro día ¿verdad? Vendréis durante el sueño y os enseñaré varios grabados que conservo para deleite de los pichones como vosotros. 
Y se despidió.
— ¿Sería el demonio?
— ¿Sería?
En efecto, después de aquellos los retiros en que la predicación del infierno, la dolorosa visión del pecado irreversible y eterno fue presentada con un hálito de esperanza y, más que mostrar a los ejercitantes los dolores y padecimientos del alma en pena, el-presbítero nos llevó de la mano al Monte de los Olivos y por el Camino de la Cruz al Calvario y fueron los padecimientos de Cristo, desde el Sanedrín hasta el lanzazo en el Costado los que prorrumpieron en mi mundo emocional. Y acompañar a nuestra Madre Guapa al dolor del descendimiento y con ella ir hasta el sepulcro. En ese interregno que va desde la sepultura al tercer día de la resurrección, aparece el misterio, la razón por la cual no habría que averiguar, y menos científicamente explicar, la Redención del Género Humano.
La merienda marcó el principio de la etapa vocacional. Salía de sus clases del bachillerato y en vez de bajarme del bus en la esquina donde siempre lo hacía para ir a mi casa, prolongaba el trayecto y luego, atacado de unción sacramental, iba a estudiar un rato en la sala de estudio y rezar al oratorio, aprender a rezar a la manera de la Residencia, lejana formulación a la de mi abuela que no dejaba de entonar novenas a San Antonio o Santa Rita de Casia. En el oratorio de la Residencia se hablaba con Dios de tú a tú. Dios Amigo, Padre Bueno, Cristo Nuestro Hermano. El Espíritu Santo aún no tenía los vuelos que hoy tiene, pero ya revoloteaba. Un ratico de charla con el Señor Dios de Todos los Hombres, un decirle cuánto se le ama, un piropillo a nuestra Madre Guapa, la lectura de un párrafo pío. Y ya santificado el espíritu y llegada la hora de la merienda, ir a la cafetería de la esquina, entre algarabía colegial e improvisar un condumio, lo que mi abuela llamaba «cochinadas de las tiendas». Hasta que un día me invitaron a merendar a la Residencia.
A esa hora en que el sol va haciendo rojiza su proyección, después del entresueño o del febril trabajar, venía la taza de café humeante, los panecillos dispuestos con amor de Dios, las nuevas superficies de mortificación de los sentidos –el del gusto o el de la vista, el olfato, el tacto, el oído, todos, en la mantelada llanura ataviada de platos y platillos, vasos, tazas, cuberterías variadas; como que se recomponía un mundo a esa hora ya desierto de señales cuando se ha caído ya en el automatismo consecuencia del silencio menor prolongado. A manteles, durante la merienda, los pichones volvíamos a templar sus cuerdas vocales con sonoras carcajadas, rotundas afirmaciones, gracejos ocasionales. Tintineo. Una cierta liberalidad acompañaba al rito. Podían no entrar todos al mismo tiempo. El director entraba de primero y salía de primero. El poeta Carganuto muchas veces se tomaba el comedor durante varias tazas de café mientras su pianola verbal repetía toda suerte de ocurrencias,  evidentemente imaginarias y a la larga inútiles pero que llenaban de regocijo a quienes le oían, ingenieros, matemáticos y biólogos, viendo la literatura en el rodar de la palabra sin objeto, a la topa tolondra, de zoco en colondro y así se iban yendo las tardes. Y después cuando crecí como pichón y fui echando las raíces de la vocación divina, de la ascética admirable, el ir progresando en los misterios del gozo y del doler en un mismo cuerpo. Cuerpo gozoso en comunión con Dios y doloroso cuando el alma se lo pedía. Cuando la intención mensual apretaba para que cediera la viuda, cuando se echaban las redes y se sacaban vacías, cuando muchos cristianos se declaraban enemigos de la Residencia. Domeñarlo. Entonces ya, muchas veces, merendaba a solas al filo del cierre del comedor. La merienda no ofrecía mayor posibilidad de mortificación de los sentidos, ni al pichón dialéctico, ni al pichón apostólico  empeñado en su apacentarnos, ni al Petiso ocupado en poner enormes capas de mermelada sobre el pan untado previamente de mantequilla. El Petiso miraba con impaciencia a los otros pichones, hasta que explotaba: ¿Vos no queréis la mantequilla? Y dale a untar otra tajada para hacer luego un volcán de almíbar al succionar el montículo. No, ellos no se mortificaban. Pero el pichón iniciático, el primer pichón, el último pichón, sí se mortificaba. El sí dejaba la mantequilla y sólo ponía una leve capa de mermelada en un trocito de pan. Y luego se tomaba el café sorbo a sorbo mientras miraba con atención el transcurrir, búsqueda permanente del resquicio por donde meterse y decirse: soy el mejor, soy el más santo.
- !Oh soberbia de soberbias. Oh rebelión!.
O tomarse simplemente una taza de café negro. Y continuar el silencio menor. Muchas veces me aplicaba de tal manera que sólo una gran llanura poblada de aves se asemejaría al espíritu con los sentidos en bandada, reconociendo, palmo a palmo, el alma que su cuerpo habita.
Retornaba a la sala de estudio y me enfrascaba de nuevo en la lección que había de presentar como examen, si es que no habían llegado el italiano y sus secuaces y habían secuestrado al tratadista. Aún quedaba la oración de la tarde para ir a donde el Señor Tabernaculado y decirle cuánto le amaba y cuánto deseaba ser el mejor. Y prometerle que guardaría la vista. Y hablarle de la mortificación y de la urgencia de ver más luz y ver más claro.
La ascética pesaba y se hacía difícil. Al llegar la noche ha de romperse el mundo de sensaciones de la Residencia que es como nave cerrada deslizándose en la oscuridad rodeada del fulgor urbano. En un bus repleto llegaría a comer a mi casa, la de mis abuelos, donde seguramente continuaría en cierto silencio menor con el consiguiente pasmo de mis familiares ante tan inexplicable cambio de actitud. Rodeado de un aura de santidad, seguramente preparaba lo que ya sería el gesto típico cuando el escultor y el pintor reprodujeran mi efigie para lanzarla a toda la cristiandad. Señor Dios de los Ejércitos, que vea claro.
En efecto, ver claro fue el acicate durante mucho tiempo, antes de la legada de los antioqueños. Un activismo superfluo me embargó de golpe. Ir a la universidad ya no era todo. Había que ir a trabajo y moverse déle que déle sin parar hasta la hora en que el cuerpo cayera horizontal después de haberse puesto de rodillas y con los brazos en cruz y haberle vuelto a pedir al Señor de los ejércitos ¡que vea claro!. La petición de claridad no pelechó. El activismo que me acometió de pronto apareció como una claridad. Dejé poco a poco la lectura a pesar de que llevaba libros a todas partes. Señor que vea claro. ¿Por qué no vi claro?
Si la claridad fuese esa continua y permanente presencia de Dios, hemos de decir que ese lago perfumado, de aguas leves, de ligeras miradas, de roces, ese recinto femenino que era la universidad, tenía que ser tratado de tal manera que la presencia de Dios sólo se entendiese como ese dejarse llevar de la siempre propia presencia de inocente. Era Jesús entre los doctores de la ley, perdido a los cinco años de los brazos amorosos de sus padres. La pérdida y hallazgo. Pasaba las horas sin que nada turbase el discurrir entre las estudiantes.
El primer año se deslizó en la escuela de periodismo entre las luces de bengala que parecían los discursos del profesor de retórica rural. Y los triquitraques de Moro Lechugínez explicando el éxito literario, el colonialismo, el apartheid, los homosexuales o el fasto de las cortes europeas antes de la revolución francesa. Cada día un tema. A Paco Granabella había que oírle con atención especial por el bajo tono de su voz y las largas pausas. Se oía el vuelo de los moscos y el estruendo del papel cuando desplegaba los periódicos que servían de ilustración a su discurso. Melanio Turmateja, el profesor de redacción, se hacía el gracioso y se metía con la vida privada de las alumnas. Tenía el teléfono de todas, una lista con sus hobbies y sus lecturas preferidas. Durante cuarenta años repitió exactamente el mismo curso a miles de alumnos. Pasaron las generaciones y los tiempos cambiaran las cosas, pero Turmateja continuó repitiendo, sin variaciones, el mismo curso. No ponía trabajos,  pero preguntaba en los exámenes el significado de vocablos en desuso o de localismo lejanos Con tal treta, las calificaciones solían ser muy bajas y un poco desdeñable el curso de redacción puesto que se trataba de memorizar unos principios teóricos del hacer del periodista, y estar ducho en significados . De redactar, nada.
El profesor de psicología de la publicidad era lector de sabios psicoanalistas. Al llegar dejaba el sombrero de ala ancha, antigualla desgastada, encima del podio, aunque la superficie estuviese llena del polvillo blanco que dejó la tiza de los catedráticos anteriores. Al terminar la clase, luego de sacudir el sombrero, con tono divertido se despedía de los alumnos que habíamos reído un poco con alguna frase hecha, un epigrama o un chascarillo. Una extraña sabiduría parecía envolver al profesor de Psicología de la Publicidad. Sonreía al hablar y parecía burlarse de los consumidores de publicidad, mostrándola como la moderna y organizada picaresca para meter gato por liebre. En principio, su tono causaba desconcierto. Nunca llevaba la lista, nunca ponía trabajos, nunca preguntaba nada. Entraba quitándose el sombrero en el umbral,  usaba la tiza con discreción;  en el tablero solía trazar una línea en cuyo último punto dejaba apoyado el extremo de la tiza mientras, en difícil torsión de cintura, miraba al auditorio, explicando el valor subliminal de la línea recta. Explicaba la función de la retina en la mirada y hacer una fenomenología del parpadeo, casuística de lo subyacente en el movimiento automotriz en relación con las vallas publicitarias den las carreteras. Nunca llevaba libros ni apuntes, sólo su sonrisa que parecía como si su caja de dientes fuera un número más grande. Recogía su sombrero, le pasaba la manga por las alas y los bordes, pronunciaba una fórmula ingeniosa cada vez y se despedía. Sonrisa lacerante.
Nómina profesoral del primer año que no se repitió en el segundo, con algunas excepciones. El jesuita Alcornoque reemplazó al anterior decano de la facultad. Se llevaron al Cabezón Pérez que era el director de la escuela y trajeron a Josefina Gaitalapera, despampanante cubana recién exilada  cuyos descotes  me impresionaron, pero no tanto como a la multitud femenina que me rodeaba. Pero el escándalo se produjo el segundo día cuando, sin sentarse en la silla, puso los codos sobre el la mesa y en cinemascope me mostró a mí y al salón entero, un par de abundosos pechos. Trastabillé de pronto en el roussoniano periplo. En la mirada brillante que lanzó desde el podio creí ver una invitación. Después de las clases fui a la oficina de la directora y allí la encontré hablando por teléfono. Prorrumpía en lágrimas cuando entré. Tuve que apurarme en salir, pues de súbito se abrió una ventana y presencié la escena que se iría a desarrollar allí. Avanzaría hacia ella y sacando el pañuelo del bolsillo se lo extendería.  Tomaría mi mano y me atraería hacia ella para que yo mismo le enjuagara las lágrimas una a una, le compusiera el rostro, la hiciera sonreír, la atrajera hacia mí y sintiera sus pechos abundosos contra mi vientre y bajara la cara y la besara lentamente, le lamiera en las mejillas las últimas salinidades que brotaron de sus ojos y luego rodaríamos por el sillón lentamente hasta que las caderas de ella tocaran el suelo y ella preguntará si he puesto el seguro de la puerta, y de mis labios saldría un sí, jadeante, y como si se acelerara la película iría desabotonándole la blusa mientras ella abriría la bragueta, convertidos ambos ya en una máquina que resopla y se mueve buscando acomodo,  y desde luego lejos de otros recintos donde se oiría como si estuvieran serruchando. Y así todos los días debajo de la mesa del escritorio hasta que un día se nos olvidara echar el seguro a la puerta o llegara el decano con la llave maestra.
Desistí de aproximarme con mi pañuelo. La directora abrió su cartera y sacó un pañuelo con el que discretamente secó sus ojos y luego balbuceó una historia triste de la separación de los seres queridos. Entretanto miraba por la ventana el atardecer extinguiéndose y me acordé de la merienda. Pedí disculpas a la directora por la prisa y corrí a la Residencia. Estaba ya cerrado el comedor. Señor que vea claro, volví a pedir en la oración. 
Escribir una novela podría parece más a un trabajo arqueológico que a la construcción de un puente. En el segundo año ya quería ver los lindes de lo que iría a ser la brillante tesis de grado. La novela como género sería el tema. Tesis que no se escribió,  grado que se malogró.
Había un transcurso horario alargado o encogido ad libitum del tiempo cuando pasaba las mañanas en el ajetreo de la revista y las tardes en la escuela de periodismo. Largas tardes que se desmadejaban en el monólogo entre princesas o  lentos paseos  por el campo deportivo escuchando a una de ellas, queja y culpa, por lo sola que se encontraba; y todo ello porque los profesores empezaron a no asistir o a llegar tarde. Como los periodistas no tienen horario, el profesor de redacción no asistía porque, por ejemplo,  estalló una guerra en el Congo. 
El profesor de cine llegaba a hablar sin llamar a lista. Su primera palabra siempre era el apellido de un director cinematográfico, para entonces probablemente desconocido para aquél auditorio.
—Pabst.
Y luego la trayectoria del genio ya fallecido, que nos permitía a los viles mortales, espectadores intachables pero tachables críticos, enterarnos de un mundo subterráneo. Con fiereza demostrativa nos enseñó la coyuntura en que el cine de hoy tomó del mudo los silencios. Los albores y la poca  asistencia del profesor, hicieron de esta materia una sombra vaga.
No así el nuevo profesor de redacción periodística, el profesor Collares de Collantes, jovencillo recién engordado a quien le venían estrechos todos su trajes. Nos ponía en la tarea de  inventar entrevista . Sí señoritas, tráiganme una entrevista imaginaria con algún famoso, claro está. Fui a una antología del humor donde encontré precisamente una entrevista imaginaria con el doctor Marañón y la fusilé. El profesor me puso cinco y me felicitó. Marilín Corbera, fisgoneando encontró el origen del escrito y con mohines cuchicheos pícaros me lo hizo saber. Pero nunca lo divulgó. Era cierto, lo había fusilado. Pero eras la síntesis de un muermo largo e ilegible que se tornó pimpante crónica de tres cuartillas, el mismo pero con menos palabras. Ese era el aprendiz, pensaba.
Ganaba adeptas y perdía enemigas. La revista me daba cada vez mayor aureola entre tantos y tantos y tan femeninos trémolos. Segundo año, también de deliquios y ahora los senos en cinemascope, abundosos.
El tercer año y último de la escuela de periodismo, se vio pergeñado como catástrofe lectiva.  Predominaba la revista con el ajetreo diario y semanal, quincenal y mensual, ciclos del rodar de esa noria, lo que habría que santificar, lo que habría de cubrir de amor al Señor, a Nuestro Padre, nuestro y sabio. A Dios Hijo, nuestro Hermano, y al Dios del Espíritu y la esperanza. La santificación del trabajo. 
Déle que déle a santificar el déle-que-déle en la redacción. Déle y sin parar, día a día, las pruebas y las galeradas, y déle a la corrección de pruebas y déle a mirar si el linotipista las corrige. Y el jefe de talleres, cuantos cafés y déle a oír la historia de siempre, la esposa a la que aman y la amante a la que no dejan, ni están seguros de tener, y su variante donde la esposa  queda obsoleta y la amante campea. Si señor, déle a la revista y que el tontarrón Madrílico del Bolo pergeñara algún dibujo, una figura humana, ojalá con rostro y algún cuadrúpedo con los pies en su lugar. El padecer de un toro a las cinco de la tarde nos  pareció a todos un tema excesivo, así que prefirió dejarlo y pintar unos tejados. Hispánico y torero, continuamente había que detener su impulso de mandar todo al «cuerno-carajo» incluyendo al mismo Régimen del Generalísimo. Al Generalísimo no lo mandaba a ninguna parte porque, aunque no fue el generalísimo en persona, sí el efecto sociológico-expansivo   del franquismo quien lo puso en América a meter el gato de su inhabilidad por la liebre de la lenguabilidad.
Pasaba las mañanas en la actividad frenética en la revista y las tardes orquestadas de deliquios, hasta que me dejé de escuelas y autoerigido en periodista di también a pasar las tardes en la revista, siendo entonces quien por aquella Oficina de Redacción miraba mañana y tarde. La Redacción y el Amor al Señor y pedir siempre el ver claro, alejaron el claustro universitario. La revista me embargaba.
Las pezuñas del Demonio, ¿cuándo aparecieron? Fue entonces. Cuando pensaba que lo difícil no era escribir una novela sino vivir para ello, fue entonces cuando aparecieron las Pezuñas del Demonio. Un día cualquiera, una tarde de esas ajetreadas, cuando hay que salir de la oficina, ir a la imprenta, volver y corregir y dar el visto bueno a galeradas, volver a salir y volver a entrar, dar instrucciones, volver a salir para la imprenta y volver a  la redacción al caer la tarde disponerse a ir a la Residencia, ya sin tiempo para la merienda y el apenas justo para la media hora de oración antes de la cena…
Aires de regocijo y celebración. De las oficinas de Publicidad brotaban alegres voces femeninas. Risas. Abrí la puerta. Pieles, maquillajes, peinados, tinturas, horas miles de máquina de coser, perfumes. Honduras sensoriales, vuelco del agua mansa, la que depara el seguir la línea salvífica, la vocación divina. Sin tapujos. Sin dilaciones, sin miramientos. Leído y repetido, mucho de todo o de nada. Como el cine, como el sueño.
Una vez admitido en la institución el vivir con los padres no tenía sentido. El paso que había que dar a continuación era el irse a vivir a la Residencia. Dejar atrás mi familia y entrar en el reino de la fraternidad bajo la mirada permanente y dulcificadora de nuestra Madre Guapa. Ella, invisible pero representada en cada recinto, era lo más cercano a nuestras hermanas que nos hacen la cama, nos lavan la ropa, nos preparan la comida, arreglan y asean la casa, ponen las flores y quitan el polvo hasta los más recónditos lugares. Todo con amor a Dios, el mismo amor que hacía a nosotros levantarnos como cauchos a la llamada del Director todas las mañanas y transcurrir el día de trabajo, de oración, de apostolado, hasta la hora cenital de la cena, condumio final, anuncio del cierre de nuestra diaria hoja de ruta. El mismo amor con distinto sexo, separados los sentidos, los cuerpos invisibles, más no su espíritu manifiesto, el silencio de las flores o en el brillo de las superficies. Invisibles hermanas. Algo les tocará en el reparto universal de los piropos que le echaban los pichones a las imágenes marianas. 
Nuestras invisibles hermanas tenían, a su vez, paralelas residencias,  y justamente entre las mujeres de mi curso había una de ellas, entregada a Dios igual que yo, en una residencia femenina con el mismo régimen de vida. Oraba y se mortificaba. Se lo dije al director.
—Nada, no tienes que hacer nada. Igual que cualquiera de tus compañeras.
¡Qué, qué difíciles las miradas! Indescifrable la fruición del verla. Así estuve todo el tiempo, sin hablar con ella jamás fuera del recinto universitario. Algunas veces salía después que ella y veía miraba caminar avenida adelante hasta perderse en el tráfago humano. 
Había que apretar el paso al salir de la universidad para llegar a tiempo a la merienda. No merendar en casa podría ser molesto para los pichones y para el corpus familiar. La esencia de lo común era la noción de familia. Oficiantes mayores: el director y el presbítero. Un subdirector siempre había y el secretario, los demás rasos, rasos pichones. Muchas veces se vieron pichones ya mayores y encanecidos, de los primeros–primeros,  bajo un joven director recién romanizado, instruido en la conducción de la bandada de pichones que aprendemos a volar al cielo de la salvación con las mismas alas, los mismos aleteos y la proa hacia el mismo norte.
La divergencia entre cristianos era por entonces «el mal del siglo»  Protestantes, maronitas, presbiterianos y muchos más eran sectas réprobas y se prohibía mirarles. Y entre los católicos la brecha del progresismo marcaba la época. El católico como político venia a reemplazar al político católico. Los términos de la justicia social quitaban el sueño a muchos, que en nuestro concepto más les valiera que se lo quitara la cuestión del Amor a Dios. He ahí a los teólogos y a los filósofos, he ahí un sanedrín de bolsillo y dale a ver si aquel que no entra por el aro tendrá que pasar por uno especial que le fabricamos. Etiquetado, como maniatado y amordazado, sólo guturaciones serán sus protestas. La canden te infiltración de filosofías extrañas a lo aristotélico-tomista invadían nuestros predios apostólicos. Murallas, murallones graníticos, pétreas concepciones del mundo que sólo a porrazos habría que destruir. En la Residencia no había porrazos. No. Era el amor al Señor, la presencia de Dios y el ofrecimiento permanente del trabajo, déle que déle al piropo y la camándula y abre y cierra el Señor su faz en el tabernáculo todas las mañanas en la comunión. Y también el Señor paseándose por las superficies que las viandas ofrecen. El ojo que se percata, el olfato que se refocila, hasta que se acelera la respiración  y casi  caigo en catalepsia ante las viandas dispuesta y adornadas que se nos ofrecen para el alivio de nuestras fatigas diarias, compensación y nueva carga de mortificación, de tal manera que alimente y que el gusto sea divino, y si es humano será apostólico y si es santo será  proselitista.
Venían fuente tras fuente, unas tras otras, mostrando su faz lustrosa, sus intrincados relieves, máximas y mínimas profundidades, distancias de principio a fin, piezas inexistentes en la bandeja, pichones por pasar, matemática de la mortificación de los sentidos absorbiendo las emanaciones del soufflé, partiendo, cortando, troceando, ofreciéndoselo al Señor y dándole gracias al masticar y al deglutir. Gracias Señor, gracias por estos alimentos que de tus manos estamos tomado.
Días enteros dedicado a dar forma a una revista de actualidad cultural que se publicaba cada dos meses. Católica. Romana. Y apostólica.
¿De qué sirve ser apóstol con el compañero de oficina? Decirle, por ejemplo, a Madrílico del Bolo que Dios existe era inútil. Tenía entre ceja y ceja su experiencia de la milicia en África y su paso por el Frente de Juventudes. Al lado de Blas.
—Junto a Blas todo el tiempo. El que está a la derecha de Blas, ése soy yo.
Yo no sabía entonces quién era ese Blas tan notable. Sólo le asociaba con  un retrato del José Antonio de la Falange.
Vivía Madrílico con afán de afanes. Si la Redacción hubiese sido la de un diario no hubiese tenido siempre tanta prisa. Se quejaba y odiaba en términos generales. Un espectro de la guerra. Dibujaba Y se quejaba. Taco tras taco. Odiaba y se sentía su fragor subterráneo. En acto de apostolado de urgencia quise morigerar el clamor victorioso del falangista desengañado y franquista secreto y obvio, poner orden al tiralíneas de aquél desaforado que se quedó sin yugo.
En la facultad de periodismo, el mismo año del cinemascope de Pepa Gaitalapera tuvimos al profesor Carqueja, que se pintaba las uñas de rosado pálido y la voz le salía de un terminal de manguera vieja que tenía en el lugar de la boca. Los ojos enjaulados en dioptrías tenían fondo de festiva picardía. Y no tenía horario y las clases le daban lustre y un bledo. Autor del texto, no era más que comprarlo y recitarlo al final del curso ante su complaciente beneplácito.
Languidecía en la escuela para periodistas. Los encantos previsibles y controlables de las veinticinco jovencitas, algunas no tanto, pasaron por mi espíritu. Durante dos años había sido  escudriñado por las veinticinco jovencitas, convirtiéndome en manzana de piedra para casi la mayoría. Algunas se salvaron de mi aparente desdén e indiferencia, y pasaron a ser parte de un circuito sensorial fatalmente prohibido en la institución. La amistad con personas del otro sexo es contraproducente. Negativa. El tiempo del apostolado, perdido en el trato con personas que no podemos llevar a Cristo por el camino del proselitismo hacía la santidad. Sólo lo imprescindible el trato. Pero llegué tener un imprescindible tan amplio en él que cabía la amistad y el gusto por ellas. Unas por su voz, otras por el rostro, alguna por su total desarmonía con la tesitura y hablar tan gracioso que se me volaba el cuerpo al cielo. Se quedaba el alma en posesión de los cinco sentidos, como en los sueños, y pasaba las tardes, ya con unas, ya con otras. La que sufría por estar lejos de los suyos me abordaba con frecuencia y yo la escuchaba y la acompañaba cuadras, muchas cuadras, hasta la puerta de su casa. Pecaminoso. Allí se está colando el demonio, ya verás la próxima vez será distinto, entrarás en su casa. Te hará seguir a una salita, se sentará junto a ti, te echará los brazos al cuello y te besará. Y ya está ahí el demonio. Qué vale esa chiquilla al lado del camino de santidad que has escogido libremente. Te quieren coger. Luego se levantará la falda para que le mires las piernas y que el demonio atice las calderas. Y te olvidarás de todo, de nuestra Madre Guapa, de tu compromiso de santidad, de tus hermanas que mortifican la carne. Y te invadirá la noche de los tiempos y serás la fiera primitiva, sin Dios y sin valentía. Es posible que en ese momento aparezca alguien y tendréis que dejarlo todo y guardar compostura. Pero volverán las ocasiones al salir de clase. Ten cuidado. En guardia.
No obstante el carácter deportivo con que había tomado a mis compañeras, mis máquinas chirreaban y echaba sobre mí mismo culpas para el confesionario.
La trombosis casi había fulminado al abuelo. Parecía hecho de hierro y piedra, y no murió, ni quedó paralizado pero sus facultades fueron dejándole poco a poco. No perdió la vista, pero sí el interés por mirar; oía perfectamente, pero no escuchaba cuando se le hablaba; caminaba muy despacio y no hablaba una sola palabra. Sus ojillos, aún vivaces, hablaban el lenguaje primario de las necesidades inmediatas o con un gesto de la mano indicaba lo más perentorio. Su bufete de abogado se cerró. Los muebles que fueron durante muchos años de las oficinas recoletas en un edificio antiguo, una especie de confesionario de tantas viudas litigando por la herencia de sus maridos o aquellos desvalidos que buscaban su consejo ante la afluencia de las aguas del vecino sobre sus cosechas. O los que por lindes iban y venían; todos paisanos de su ya lejana tierra. Cercano a los setenta años mi abuelo cansado de trajinar diariamente los juzgados, entró en sociedad con un abogado más joven que lo engaño y se alzó con clientes y honorarios. Vencido por el cansancio y más que todo por la quiebra, estaba ya lejano el día de su conversión, cuando creyó haber visto una aparición celestial que le redimía de tantos descalabros, volvió al agnosticismo dejó la asiduidad sacramental y volvió a ser un católico más que se esforzaba por salir a la Misa como una actividad del día. Los muebles de la oficina fueron puestos en un deposito con los libros y las estanterías. Mi abuela aseguraba que no había desinfectante en el mundo en cantidad suficiente ni tan poderoso  para desinfectar aquellos muebles. Cuántas gentes se habrían sentado allí durante todos esos años. Parecía que viera los microbios corretear por las vetas del cuero envejecido; cuántas lágrimas habrían quedado allí con los gérmenes de la conjuntivitis, cuantos sentaderos traspasados por enfermedades secretas habrían depositado allí en el fondo de aquellos sillones verdes su mefítico germen. Manes que no se lavaban con la suficiente intensidad había acariciado las superficies de los brazos de los sillones, cuantos aires saldrían de los traseros y se hincaron en el cuero dejando para siempre allí el elemento destructor de la higiene y la asepsia.
Los muebles de la oficina del abuelo estaban amontonados en un pequeño cuarto; los sillones enseñando su vientre de arpillera erizado de cinchas de , y el largo y abombado gran sofá. La biblioteca de vidrios estaba arrinconada de espaldas, y junto a ella, amarrados con cabuyas, los libros, los tratadistas, los códigos, las historias, los ejemplares del diario oficial; los legajos, apilados, hablaban de una vida profesional empolvándose en el olvido de un desván. Y el escritorio, como era tan grande y no cabía en ningún lugar se lo dieron a guardar a los padres escolapios, educadores de mi juventud, y nunca nadie después volvió por ella. Era un enorme escritorio de caoba con dos filas de cajones, de esquinas redondeadas y un peso considerable. Finalmente la guerra microbiana de mi abuela pudo más y desaparecieron los muebles. Y los libros también. Como si quisieran borrarlo todo y que el nieto empezara de nuevo. No sería ya más el nieto de su abuelo el abogado, sino un bachiller que emprendería de nuevo el camino que ochenta años atrás emprendiera mi abuelo desde su pueblo natal en busca del bachillerato y de la universidad dejando atrás padres y hermanos. Camino que lo llevó al ejercicio de abogado y de ahí a la política y la diplomacia, para volver al final de sus años, después de la quiebra, a su antiguo bufete.
La familia vivía diluida en la tragedia. Cuando fui invitado a las charlas piadosas, cuando por fin me abrieron las puertas del comedor para que acompañara a la pichonada general en el condumio de la tarde, se trocó la tragedia diaria en la gozosa visión de Dios. No había que esperar a la otra vida, como decía  mi abuelo, no había que esperar la muerte y la indulgencia divina después de una vida de oscuridades. Ahora todo sería la claridad de quien encuentra el camino de la otra vida en esta. Una precocidad que espantaba a mis familiares. Ellos que nunca habían faltado a sus deberes con la Iglesia. Nunca dejaron la misa dominical ni la comunión cada mes. Hacían de la Cuaresma tiempo de penitencia, invocaban al Señor y a los santos con jaculatorias, no faltaba tampoco la limosna parroquial. Eran devotos unos de San Juan Bosco o de San Francisco de Asís, otros de San Antonio de Padua o del Divino Rostro o de la Virgen de Chiquinquirá. Tantos, tantísimos años ocupando los primeros lugares en las ceremonias religiosas, sin embargo ninguno de ellos tenía el chorro de gracia santificante que me embargaba . Los san tos y sus vidas y figuras estaban lejanos en la memoria. Era la mía una santidad de hoy, de cada día. Los que están ya en las hornacinas que allí se queden, porque los santos de hoy van por la calle y visten con buen gusto, sin elegancias extravagantes. Hablan de los problemas del mundo con los pies en la tierra y no entornan los ojos ni miran al suelo cuando son venerados. Si llevan llagas por la mortificación del cuerpo, las llevan ocultas y no repintadas de carmines sospechosos de sensacionalismo imaginero. La religión que succionábamos era la modernidad misma, la buena nueva divina que salió de España un día y con tantos esfuerzos, había llegado al corazón de Roma. Santidad itinerante, santidad hoy y ahora, santificarse ahora, ahora que estás vivo. Iglesia triunfante contra los emisarios de la muerte. La Iglesia salvífica, la de los cielos abiertos, contra la Iglesia que predica el miedo a la condenación, como único camino para la salvación. La salvación por la alegría contra la salvación por el miedo. Veía mi familia a aquellos aristócratas de la gracia santificante con el mismo pasmo con que vieron antaño sobrevenir las guerras y las catástrofes. Y veían en mí un corolario más de la tragedia familiar que aún se cernía sobre  todos. Vieja y deteriorada familia; ya no miraban con ojo de sabio el camino que yo emprendía, más bien con la estupefacción con que se ve al ladrón que se alza con el santo. Y con el milagro.
La trombosis sorprendió al abuelo cuando ya estaba retirándose de la vida pública, cuando el bufete no daba más y las necesidades eran apremiantes. Fue entonces a buscar a sus antiguos conmilitones de la política conservadora, a los que le acompañaron en las arduas campañas políticas, los que fueron sus compañeros de parlamento y sus validos y beneficiados. Las puertas se cerraron, unas con estrépitos, otras silenciosas, con las corteses promesas que no se cumplirían. Otras ni siquiera se abrieron. Solo una la vieja amistad de uno de sus coterráneos de juventud quiso interceder por el abogado anciano ante el Dictador  que por entonces manejaba al país, quien fueron a visitar a su finca de recreo. Inmediatamente y le dieron a mi abuelo el cargo  de notario en una ciudad calurosa y turística. A sus años,  el trabajo en medio del calor la sofocación, los sudores, y la somnolencia propia de la edad lo alejaban más y mas de las tierras ricas donde nació, los páramos donde creció, las gélidas ciudades donde hizo sus estudios y sus armas políticas y profesionales. Agobiado por el calor, la intemperancia de la abuela, el fracaso del matrimonio de su hija, los continuos desfalcos que le propinaba el secretario de la notaría, y finalmente la animadversión de la ciudadanía al caer el Dictador, lo fulminaron una tarde y la trombosis lo sorprendió en la difícil ancianidad, rotas las velas, perdidos los remos, el casco haciendo agua. Renunció a la notaria y volvió al altiplano donde poco a poco se fue con sumiendo.
Se consumía el abuelo. Ya nadie se acordaba del bufete. Mi madre tenía que saltar todos los días de la cama con el alba e iniciar la tarea de levantar a los pequeños, aderezarlos y ponerlos a punto con la ayuda de una muchacha que nos llevaría hasta el paradero del bus. Luego mi madre iría a una oficina donde se desempeñaba hacía años. Forzosa situación provocada por el abandono de mi padre.
Cuando las tardes agobiaban en medio del desesperado intento de conversación con el Señor en la media hora de oración de la tarde, cuando clamaba: Señor que vea claro, pasaban fugaz la novela familiar, un fondo oscuro, un túnel por el que mi padre huyó un día y nada se había vuelto a saber de él. Dejó mi  padre un vacío que creí  llenar con nuestro padre el señor Dios Bueno y Sabio. De él esperaba alguna señal esas tardes de oración, cuando clamaba Señor que vea.
Bajo la superficie de las lecturas pías muchas veces encontraba aquél túnel. El misterio rodeaba el recuerdo de mi padre. Mientras mi madre guardaba silencioso su recuerdo, mis abuelos, por lo bajo, decían: «Bandido, facineroso, pillo de siete suelas».
Cuando los chiquillos en el colegio presumían de sus padres, yo bajaba la cabeza, como buscando en la mente, en la negrura del túnel, una lucecita que indicara el camino de la palabra. Nada.
—¿Está vivo o está muerto? 
—Si está vivo dónde vive.... 
—Si está muerto.... dónde está enterrado...
—No sé.
Como si yo mismo fuese reo y culpable de la desaparición de mi padre, como si me lo hubiesen dado un día para jugar con él y lo hubiese perdido, contestaba: —No sé, mi padre se fue, no sé dónde está, no sabemos. Y el corrillo de los niños que presumían de sus padres se reunía en torno a mí que si no contaba las proezas paternas, sí inventaba fantasías a la manera de los cuentos que mi abuelo leía por las noches. Y los otros chiquillos me rodeaban y me hacían corrillo.
Cuando hacia oración por la tarde fui alejando de mí aquél  túnel, olvidada la triste historia, porque había nacido ya a la otra vida a la que se refería mi  abuelo. 
—Abuelito ¿cuándo vas a comprar un abrigo nuevo?
—Eso será ya en la otra vida.
Ya estaba instalado en la otra vida y lo sabía tarde a tarde cuando hablaba con el Señor. Algún día el Señor contestaría a mis preguntas. Sólo sabía con claridad que el Señor me oía. Había que esperar la respuesta divina. La familia había quedado atrás en la memoria, la nueva familia con padre, madre y hermanos, regidos todos por la voluntad divina, celestial pasar, me trasportaba en deliquios de febril santidad. En la vieja familia de la primera vida no que daban más que ruinas de antiguos esplendores. El esplendor de la nueva familia era el caminar en santidad, el ir hacia el Señor todos los días y a todas horas. La vieja familia parecía no tener destino ni concierto, ahogada en el diario sentir cada vez con más fuerza los estragos de la guerra, las nuevas modas y la inflación. Las viejas costumbres, los hábitos familiares, se veían amenazados en todos los flancos. Costaba creer en sí mismo muchas veces, ¿cómo creer entonces en Dios, tan elaborada entelequia?.
El Dios de los abuelos era el mismo de la Residencia que duda cabe, lo que habían cambiado los tiempo. El Dios de la España Imperial del siglo XVII el que se atemperó en los viejos caserones de la colonial ciudad del altiplano andino, el viejo Dios. La nueva familia proponía un nuevo Dios teológico en su plenitud apostólica. Además de ser un fiel católico, pertenecería al estado mayor de Cristo. El Dios que los abuelos tenían en su casa era el viejo Dios barbudo, tronante, dispensador de bienes y castigos para los malvados.  A ese Dios invocó un día mía abuelo, para pronosticarle al yerno infiel la condenación eterna. El mismo Dios que lo salvó de la locura cuando la quiebra económica lo sumió en una situación, que no por digna era menos acuciante. El Dios viejo hacia más llevadero el nuevo estado. Un consuelo, un refugio, una manera de resignación. Un camino de caridad para que nadie tenga que sufrir el rebote de la desgracia. Alegre el abuelo llevaba a su Dios Viejo.
Mi nuevo Dios de plenitud teológica por delante, iba abriendo caminos, trasponiendo montañas, llevando el agua y la luz de la santidad a todos los del mundo. Apóstol, misionero, entregado a la intimidad litúrgica. Cristo Triunfante y la iluminación del espíritu sobre nuestras cabezas de pichón. El Dios Viejo sufría solo por su hijo Cristo, muerto, vejado humillado por los hombres. No aparecía triunfante y el Espíritu no pasaba de ser una palomilla decorativa. El Cristo Evangélico, razón teológica, el que recorrió la Judea y murió, en la cruz quedó crucificado. El Cristo, el Santo Cristo era para mi abuelo también objeto de piedad. Las llagas aliviaban su doloroso pasar por la ruina y el descalabro. Y el lanzazo en el costado, las tribulaciones por las que habría de pasar aún. La única esperanza era la otra vida.
Santo es el trabajo. Y tras él, la oración le magnifica.
—Lo magnifica... 
—Laísmo, leísmo, loísmo..... 
Ofrecerlo, antes que nada ofrecer la labor... 
—La, la…
—Larilolá.
De qué vale mortificarse, hacer oración, incluso apostolado y hasta proselitismo si no se ofrece el trabajo como tributo a Dios. Tributo de este humano esclavo de pasiones sin cuento, que sólo redimirá por el trabajo. Humano el mono cuando la mano se hace herramienta. Humano el pecador cuando se arrepiente y recibida la gracia, santifica el ir y venir de la oficina a la imprenta, de la mesa a la mesilla, del lápiz al bolígrafo, de la página a la cuartilla, de la frase a la sílaba, de la sílaba a la letra.
Trabajo el de nuestras hermanas santificadoras de las tortillas brillantes y apetitosas. Trabajo que a su vez servirá de superficie de mortificación a los pichones que deglutirán o no el rollito más apetecible. Dios mismo algún día compondrá la letra de una canción que los coros celestiales entonarán en loor de estas santas y santos de nuevo cuño.
El tiempo urge. Algo empuja a la actividad infranqueable de trabajo ordinario. Siempre mi vida iba de extraordinario. El trabajo nunca era ordinario, de sobresalto en sobresalto.  Y después por la tarde iba al oratorio y le decía al oído a  Señor: —Señor que vea, que vea claro. Lo que más quería ver era lo ordinario de aquel trabajo. Nunca encontré el remanso que me permitiese identificar el ir y venir, subir y bajar, correr y saltar, como el borrico de la noria, nunca. Las horas dejaban de ser rígidas. Había horas largas y horas cortas, empecé a advertir un día.  Qué es mejor, ¿sesenta minutos largos o sesenta minutos cortos? Depende para lo que sea. Y la media de oración ¿larga o corta? Si tienes mucho que decir al Señor, pues será corta y si nada tienes que decirle, aunque ronques la mitad del tiempo, se te irá media vida en la otra media hora y ni te enterarás. ¿Quien se da cuenta cuándo se le va la vida y por dónde se le escapa el alma. O por dónde puede contener la avalancha que se lleva tus efectivos vitales. Y si pasa el tren por encima de ti en sueños, será que el expreso de la muerte pasa por encima y no te hace daño, que eres inmune al paso de los trenes y al paso de los acontecimientos y que nada va a cambiar ese rostro siempre sonriente, siempre pelando el diente.¿Acaso le pelas también el diente al Dios?
- Los sueños, no te fíes de los sueños.
- Mucho ruido y pocas nueves.
- No las peras que da el olmo.
- Sea. - Y no me olvidéis el buen reír.
- No, que no te lo olvidamos

Las mañanas no eran nunca iguales como no lo son los días, ni una naranja es igual a otra, me decía a mí mismo. Recordé aquella vez cuando, camino de la Facultad de Derecho un estruendo me sacó del avemaría cuando rogaba por nosotros los pecadores, ya casi terminando el segundo misterio doloroso. Las puertas de la universidad estaban cerradas. Una columna de humo emergía de la arboleda cercana a la capilla. Las tropas del ejército regular correteaban de un lado para otro. El bus detuvo la marcha. Un suboficial sable en mano hizo bajar a los pasajeros y decomisó el vehículo. La gente se desperdigaba por doquier. Unos corrían, otros impávidos, miraban la operación. No habría clases. No habría hidráulica ni habría Dorita. Entonces recordaba la lejana infancia, cuando incendiaban las casas de los conservadores. ¿Quienes? Pues los liberales. Un saber amargo cortó el ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. Y volví a casa, paso lento, varias cuadras. Terminado el santo rosario, caminé por las calles un poco sin rumbo como quien busca la universidad donde no está. Atrás quedó la columna de humo y las carrerillas de los soldados. Volver a casa. A estudiar o a perder el tiempo.
—Perder el tiempo.
—Frase nueva.
—Si en esa época el tiempo no se perdía. El tiempo se leía.
—Leer el tiempo, que bonita frase, ché.
Después, el curso de vacaciones. Nuevamente la Historia de la Filosofía jugadó una mala pasada y  confundí entre ellos a los Padres de la Iglesia. Del mazacote verbal no saqué más que un aprobado. Al año siguiente volver a San Agustín y la Patristríca
Entretanto, déle que déle al cinemascope de Pepa Gaitalapera, la directora. Había pasado la hora y que continuaba hablando, de pronto se calló,  contoneó el trasero y salió del aula. Alguien del conjunto le hizo un homenaje y se tiró un pedo. El aula rió sin descanso. Después la llamaban Teta Gaitalapopa o Popa Gaitalateta. Según vaya o venga. Pero la verdad es que ya ni me iba ni me venía. Pero sí subía, bajaba, corría y volaba tras las pruebas, las correcciones, las erratas el dibujo, la pleca, el clisé, la portada, el titulo y déle que no paro, déle que hay que salir a tiempo. Y las máquinas bufaban, resoplaban. ¿Alguien ha visto alguna vez resoplar a una rotoplana italiana? Pues yo la he visto. Los rodillos echan humo, la tinta salta, los pliegos aletean.
—Tiene un golpe.
—¿Qué tiene un golpe? 
—Pues la máquina.
—No importa.
—Se revienta.
—Pues que reviente.
Pulsa el botón el operario, continúa la rotoplana bufando y vomitando papel impreso produciendo aún más sonidos discordantes… Hay un estruendo, un rechinar de ejes y de bielas, y se detiene la máquina.
—Otra vez— ordeno tronante.
—Será peor.
—Déle.
Le da el operario al botón. El estruendo es mayor y la máquina queda detenida vibrando como si se fuese a desprenderse del suelo y echar a andar como loca por toda la imprenta. Finalmente hay un corto circuito y se detiene.
La avería de la Nebiolo contribuyó a precipitarme en los profundos abismos del mal. Así como la termofax en su momento.
Me había aburrido con las clases de las universidad. En cambio, el ir y venir entre folios, pruebas de imprenta y el final oloroso a tinta fresca, parecían concederme la sabiduría.
El mismo año del cinemascope la Gaitalapera dejé de asistir a la cátedra de Historia de la Filosofía en la facultad de periodismo. Me pareció que la versión jesuítica de la historia de las ideas discrepaba notablemente de la que en la Residencia se impartía. Como también discrepaba la versión del profesor Rufo en la cátedra de Lógica. Parecían versiones diferentes de la escolástica al uso en la residencia. Rufo se paseaba mientras dictaba las proposiciones que los alumno habría de memorizar. El profesor Rufo tenía muy en cuenta en su método gestual expositivo el arte de pasarse la lengua por los labios y humedecerlos para dar énfasis a una sentencia. Y luego, golpeaba la frase contra el auditorio. En una mano inmóvil, un cigarrillo humeaba mientras la otra mano, en posición vertical y perpendicular al suelo, estaba sostenida por el pulgar metido entre el bolsillo inferior del chaleco. En el bolsillo superior brillaba un lapicero dorado con el que anotaba las fallas con saña carnívora. Había al final de clase una sección que  él titulaba Dudas.
—A ver, dudas. ¿Quién tiene dudas?
Nadie tenía dudas, en el fondo bastaba con memorizar.
Siempre Rufo vestía de gris y parecía que fuera a quedar se calvo en cualquier memento. Muchos años después, acerté pasar de nuevo por aquellos claustros y me  encontré con Rufo en un pasillo y nos saludamos con una inclinación de cabeza. Nada había se transformado en aquel profesor. Continuaba a punto de quedarse calvo y la ceniza del cigarrillo doblada hacia abajo amenazaba con ir a parar a los suelos.

En las tardes cansinas de la Residencia solían colarse las moscas en la sala de estudio. Las habla de vuelo vertiginoso, aquellas que equivocadamente se metieron en aquel lugar. Había las de vuelo lento y a gusto. Las que se posaban durante largos ratos en los tomes de los libros, seguramente degustando la grasa allí acumulada por los usuarios de aquellos tomos. Las de zumbido y las silenciosas e impertinentes.
Acerconas y trotonas. Trotar el aire una mosca. No se les podía dejar mucho tiempo. Un asperges con el aparato del flit que estaba guardado en un armario, podía cambiar el modum volandi de la mosca o el moscón. El bicho vertiginoso solía enloquecer aún más y buscaba el aire con desesperación, chocando contra los vidrios. No obstante, los golpes sonoros, que si se comparan la resistencia de la superficie de una mosca a la de un mamífero, por ejemplo, tendría que salir de cada golpe con un miembro roto, por lo menos. Piadoso el que abría la ventana y ya mosca escapaba en tirabuzón hacia el cielo para seguramente a los poco segundos, precipitarse al vacío y caer en el césped. El perverso la hostigaba, la perseguía con nuevos asperges que debilitaban cada vez más, hasta verla en el suelo dando vueltas en círculo, angustioso aleteo, a veces interminable. En estos casos el piadoso al ver las babitas de satisfacción que se escurrían de las comisuras labiales al perverso, iba y de un pisotón acababa con tan depravada práctica.
Si el moscón era lentorro, el flit se demoraba en hacer efecto. Parecía marease un poco, perdía altura, pero no velocidad. Por el contrario avanzaba un poco más rápido. Bajaba, volando a ras del suelo. Estratégicamente se posaba en un lugar seguro y silencioso. El perverso accionaba nuevamente el aparato del flit, buscándolo. El moscardón permanecía silencioso. Dado por muerto el moscardón, continuaban, el perverso y el piadoso su estudio canónico. El moscón reanudaba el vuelo, cobraba altura y aunque tocado mortalmente se lanzaba otra vez a su pega-osa ruta pasando por la mejilla de uno y otro de sus enemigos, rozándolos con sevicia. El piadoso solía apartarlo con un manotón, el perverso se armaba del aparato de flit y emprendía con renovada furia la persecución. El flit caía a chorros sobre los libros y las mesas de la sala de estudio. El lentorro se convirtió en invisible moscardón. Se ocultaba bajo una mesa y caminaba sobre el reverso de la superficie de la tabla. Allí ¿quién busca a un moscardón? Podía, durante el transcurso alimentarse de algún moco fresco que el piadoso a falta de pañuelo, depositara con sigilo. Hubo un moscardón que le caminó por la mano al piadoso, y éste para no ver más sufrir al pobre bicho, de un manotazo con la otra, lo aplastó. El cuerpo sanguinolento fue lavado rápidamente con jabón Palmolive que era el que ponían en la Residencia.
Otros moscardones lentorros nunca se dejaban pescar y cuando ya el perverso o ya el piadoso, se acercaban con el aparato del flit o un periódico enrollado, ya habíaa terminado su danza final, ruidosa como la de todo mosco que muere, pero breve. En este caso el perverso solía pisar con movimiento semicircular el cadáver fresquito del moscardón.
La oración de la tarde habría de ser fija, a la misma hora, cierta delicadeza con el Señor, una forma práctica de hacer de la ascética un arte preciso.
—Dejémosle la precisión a las ciencias.
—O a las artes.
—La ascética es justamente eso, precisión, exactitud. La ciencia invade los terrenos de la ascética.. Pero no dejemos pasar esas huestes.
—Unamuno ya lo dijo, nunca sabremos cuánto de espiritual tiene la carne y cuánto de carnal el espíritu.
—O de carnívoro. 
—Carnal, dijo Unamuno.
Salir de clases por la tarde y llegar a hacer la oración. Eso sí que era un plan de vida. En la época de la universidad todo era tan fácil. Por ejemplo no enamorarse. Era un gozo la amistad, el espíritu con una versión imaginaria de sus cuerpos . Eran deliciosas aquellas chicas, qué duda cabe. Veía y sentía sus aromas y sus superficies, su tersura, las profundidades, su dureza. Sus contornos ocultos tras la ropa. Rebozadas. Y las miradas se iban volando, se las al Señor de regalo todas las tardes. Para nuestra Madre Guapa.
La oración y la distracción tenían ciertas concomitancias. Había verdadera oración cuando la mente iba abriéndose paso sin plan previo, desbrozando temas, dejando que unos se sucedieran. a otros, acoplándose. La oración con plan previo, libro abierto, y más aún, pretencioso lector que cada cinco minutos lee un texto, quién sabe desde qué parajes espirituales, era un ruido, un estruendo para mí que sólo quería conversar con Dios, dejarme llevar por la Gracia.
Era el Señor lo mas importante, su santa sacra y divina voluntad. Cada pichón tenía su relación con Dios particular, específica, de la cual daba cuenta a su director todas las semanas. A veces estaba dando al Señor cuenta del simbolismo que en mla mente tomaban los árboles, cuando algún proselitista y su prosélito, uno o varios, irrumpían en el oratorio y,  tras las idas y venidas al armario de los libros píos, golpes en las bancas, toses, y cuchicheos, leían unas frases escogidas. ¿Me alejaban o acercaban a  Dios? ¿Al romperse su discurso mental por el hecho inmediato, variaba la conciencia de sí y de su entono? Nunca lo sabremos, me desasosegaba siempre en estos casos. Tanto cuando leían directamente o como cuando terceros endilgaban las parrafadas que leían para ellos. Lo que me gustaba era indudablemente la distracción, irme con el Señor por ahí a divertirme por los caminos de la imaginación. Y de la memoria. De la indagación, de ir preguntándole ¿por qué, por qué? Señor que vea claro, terminaba diciendo siempre. Señor que vea claro. Y el Señor tenía que hablar de alguna manera y seguramente habló. Pero yo sólo quería ver claro. Y veía claro. Y mientras pedí vi claro. Pero dejé de ir a pasear con el Señor. Tal vez hice caso a aquello de que «la imaginación es la loca de la casa». Y pensé que la locura no iría bien. Que la cordura era la vía. Y dejé de salir de paseo con el Señor y la loca de la casa a las incursiones teológicas. Ascético paseo que fue cayendo en desuso. Nos metíamos a veces en laberintos. La loca de la casa iba siempre delante, ataviada a veces de medio luto, a veces de colores cambiantes con el tema. Laberinto que era desandar lo andado y probar otra vía. O sentarse al borde del camino a ver pasar a otros viandantes de la santidad. Era ir a la floresta con el Señor y mirar las variedades. Distracciones, larguísimos paseos o brevísimos deliquios que siempre duraban media hora. Dejé de ir a donde el Señor con la puntualidad y la precisión de siempre. Por sentirme cargado de nuevas responsabilidades, la ración se diluía, se iba confundiendo con el trabajo. Probé hacer la media hora de oración en varias entregas. El director me miró con sorpresa. Tímido que era, , no objeté nada y continué con el propósito de cumplir su horario.
Así fueron pasando los primeros meses después del tercer curso de vacaciones. Atascado en las materias, no progresaba. La universidad se había ido carcomiendo por la corrosión que la revista ejercía sobre ella. Crecía la revista y se multiplicaban las ocupaciones. Y las distracciones. Distracciones que duraban mucho más de media hora. Banalidad ambiental. Tontería. Hueros contertulios de oficina. Decrecía la santidad a ojos vista, al paso que la empresa editorial pujaba. Pepe Cañamazo nuestro hermano empresario equilibrista montó sobre los sillares que dejaron los catalanes, una empresa de papel. La revista salía con puntualidad y sin erratas. Y si no, pobre de mí.
—Con puntualidad y sin erratas, eh!
—Y déle que déle.
Hinchaba de aire mis pulmones e iba caminando las escasas diez cuadras que había de la Residencia a la Redacción. A temprana hora iniciaba el ir y venir de la redacción al taller. Una mañana como cualquier otra, Neuto Soto, el administrador de la revista, entró a la redacción con las orejas paradas como las de un gato.
—Que lo necesita una tía suya en la recepción— me comunicó.
Si en esa época supiera lo que era el surrealismo de verdad, habría pensado que aquella noticia lo era. Mis tías no irían nunca a la redacción a buscarme y mucho menos sin una cita previa y con una razón válida y suficiente.
Salí pues, a ver quién se trataba, qué gran equivocación sería esa. En la recepción habla una mujer extremadamente delgada, de estatura regular, al lado de un individuo moreno, peinados a la gomina los escasos cabellos y enfundado en una gabardina que se le había quedado pequeña. Brilloso. Eran las imágenes de bulto. Tuvo que mirar mejor, finalmente en los ojos ambarinos de la mujer y en sus cejas pobladas descubrí la borrosa imagen de mi padre. La tía Amelia y su marido.
La abracé, y estreché la mano cordialmente al hasta entonces desconocido personaje que la acompañaba. En medio del brete, un momento de conversación no vendría mal. Miraban con insistencia los sillones. Observé con espanto el estado de decorosa pobreza de la tía Amelia. Su vestido era de los restos de su antigua opulencia, planchado y replanchado. Modelos que fueron moda, abollados por el uso. Les ofrecí un café que aceptaron con un inmediato y unánime sí. Se tomaron ávidos el primer café y con deleite el segundo. Pasado un rato se despidieron. Vivían en la vecindad de la redacción. Estuve afable y complacido. Más de media hora estuvieron dale y dale a la cháchara. Volvieron con frecuencia. Medias horas de cháchara tía y viejo cuyo único vocablo conocido parecía ser aquel obsecuente:
—Claaaro.
Me informé que en efecto vivían en una habitación alquilada en una casa ruinosa. El viejo tenía una pensión de marino retirado, magra y flaca como la tía. La tía ponía inyecciones a domicilio. Desde horas tempranas la tía se arreglaba el pelo, se ponía uno de sus modelos antiguos y abollados, se estiraba bien las medias donde ya bailaban las piernas y esperaba el timbre del teléfono. Muchas veces la vi pasar por frente a los ventanales de la redacción con su cartera bien agarrada debajo del brazo, a inyectar. A veces acompañada por el viejo. Volvía a verlos subir la cuesta, ella sin fuerzas ni resuello, él con dificultades para ascender el creciente volumen de su cuerpo. Era la calle tan pendiente que minaba cada vez más a la tía. Bajaba veloz a poner las inyecciones, pero volver a casa era cada vez más difícil. Hasta que un día hizo su última ascensión. Llegó morada al cuarto y se acostó  en la cama. Descansó, respiró un poco más, apretó la cartera contra su pecho y murió, ante los ojos del viejo espantado.
Esa mañana no había entrado a tomar café. Al mediodía me informaron del acontecimiento. Habría entierro al otro día y no debía faltar. Era obligación ir al entierro de la tía Amalia, pero un remolino de curiosidad por la familia de mi padre que había sido excluida desde mi infancia, fue el que me llevó a asistir expectante a la ceremonia. La iglesia enorme estaba vacía. El féretro desnudo y dos grupos de personas. Uno, los del luto riguroso a la derecha; y los de claros colores en la ropa, a la izquierda. Los de la izquierda eran los familiares del viudo que habían venido de lejanas provincias para asistir al funeral. Salió el cortejo fúnebre hacia el cementerio. Acompañado de momias familiares que había dejado de ver desde la infancia, abrí una ventana y miré un paraje que más hubiera valido no hacerlo. Aires infernales soplaron y se infiltraron en el corazón.
La noche había caído ya cuando subimos a los automóviles que en caravana iniciaron el trayecto de la ciudad hacia el campo. Los jóvenes caballeros habían tomado antes algunas copas. Murmullos de las señoras y algazara de los señores. Ellas seguían tímidamente las manifestaciones de jolgorio de sus maridos. Ellos continuaban palmoteándose las espaldas, y casi estallaban en risa por cualquier chispazo. Miraba al lado de mi madre todo aquel lililí que armaban los señores sabaneros amigos de mi padre. Después de muchos preparativos e intentonas de salir, no salíamos. 
—Bueno, y ¿por qué no nos tomamos el último antes de salir?
 Y los demás en coro decían:
- Pero claro, ala.
Y volvían a sacar la canequilla metálica enfundada en cuero. Y volvían a abrir el estuche de los vasitos también de cuero forrado, los redistribuían uno a uno, ponían el coñac y se lo bebían y luego entraban en otra oleada de sonoras carcajadas. El alcohol penetraba en sus mentes y los indisponía a la acción. Las señoras se impacientaban. Los niños se iban por ahí a ver que pasaba en los alrededores para dispersar la tensión de la espera. Que la salida ya se prolongaba más de dos horas—, decían pero ellos no las escuchaban.  Salir para la finca. Se llamaba así. Salir para la finca. Y otro y otro trago. Caneca sin fondo. El cansancio de ellas y la ya instaurada rebeldía de los niños a estar permanentemente dispuestos para salir en cualquier momento, hacía más interesante el certamen.
Sólo la oscuridad de la noche tenía la palabra. El denso color que van tomando los objetos y  la pérdida de sus contornos, hacía de la carretera una masa informe de difícil trasiego para los ojos ya cansados de los bebedores. Entonces  emprendíamos camino.
Rugían los motores, los alegres conductores se hacían señales con las manos enguantadas en cabritilla, y con un chirriar de ruedas arrancaron a toda velocidad, uno tras otro.
A partir de ese momento y hundido la banca de atrás, ya todo era sólo un rodar ente luces blancas y rojas, hasta quedar finalmente en la oscuridad total, el calor mi madre junto a mi cuerpo protegiéndome del miedo. Adelante rugía el motor. Mi padre conducía mientras conversaba sin cesar. Había estaciones en el camino en las que todos detenían sus automóviles para volver a la ceremonia de la caneca de coñac. Y déle otra vez al rugido del motor, un automóvil tras otro, la caravana.
De pronto me sentí enfermo. La digestión se tornó dolorosa y sentí el cólico que anuncia diarrea. Tranqué una y otra vez. Mi madre estaba asustada. Mi padre parloteaba sin descanso olvidándose de atemperar cierta belfa, prognática barbilla, que se le manifestaba al calor de los alcoholes cuando iba al timón y sólo los zumbidos muy cercanos del tráfico escaso a esa hora alteraban el homogéneo ronroneo lejano de la cháchara y el motor. Ya no podía esperar mucho más. Mi madre se lanzó hacia adelante y comunicó el impasse. Pero cuando bajé del carro ya era demasiado tarde. Hubo que deshacerse de los calzoncillos, lanzarlos entre unos zarzales, y allí quedaron colgando. Y llegar a la finca sin ellos.
Los recuerdos de la infancia iban trasponiendo uno a uno a velocidad vertiginosa el umbral de la memoria al ver aquellas momias allí de frente al féretro. Y no sólo a las grandes figuras familiares, sino también las nuevas generaciones.  Allí descubrí a mis primas, dos jovencitas provocativas con quienes pasé la ceremonia. Todos estábamos de luto estricto. A mi lado estaban la tía Cascasia y su hijo Cascasito. La otra tía con su corcova  a cuestas –decían que de tanto bordar  desde su infancia se quedó torcida y miope–, junto a su esposo, mole enmoquetada. Y las primas querendonas, otra vez a la salida de la iglesia. Después de la ceremonia acordamos una reunión de reencuentro. Primos y primas tenían que «re-conocerse».
Tal preámbulo me llevó por caminos que no encajaban con las tardes de oración. Al lado de la santidad y como si nada tuviera que ver con ella, transitaba la senda tortuosa de la leyenda paterna. Aparecían nuevamente los momentos lúcidos de la primera infancia y con ellos no armaba el rompecabezas. Faltaban muchas piezas que sólo los años podrían completar.
En esa época cedió la viuda. Después del curso anual encontraría en un habitat completamente distinto y en una situación dentro de la Residencia que me ponía entre los mayores. Pero de manera relativa. Tenía que trabajar con los mayores y convivir con los menores. Trabajar y darle y darle y darle a la revista y compartir la mesa con chiquillos universitarios que le agrandaban la pupila al Director. ¡Ah, la pléyade de pichoncillos!
Y es que en la nueva residencia llovían los pichoncillos. Ya no sólo era una Residencia sino un Centro Cultural. El abanico acababa de abrirse. Los cursos y las actividades apostólicas  tendrían ahora un nuevo cuño. La Residencia pasó a ocupar una mansión. Varios meses estuvo en obras. Nuestros hermanos ingenieros y arquitectos se desbrevaron para poner a funcionar allí un centro múltiple. De oración, de mortificación, de apostolado, de proselitismo y de dirección de las actividades de otras residencias similares en otros lugares del país. Aquello era un hervidero teológico-ascético-litúrgico-cultural. En aquella mansión multidimensional todo dependía de la hora.
Nos levantábamos con el alba los pichones. Unos subían y otros bajaban a la misa. Los mayores bajaban y los menores subían. Los mayores tenían para sus habitaciones particulares y oficinas de la dirección de las Residencias, la parte alta de la casa, el segundo piso de la mansión. Esa era una casa. La otra casa estaba en el sótano. La de los pichoncillos.
Ya no era nada como antes, ya el Señor no estaba allá en el tabernáculo del segundo piso. Ya no crujían las maderas. La modernidad invadía el camino de santidad y había un olor, color y saber a nuevo y renuevo en todo aquello que intranquilizaba. En efecto, había lujos que le parecieron de exagerada factura. Salones cerrados, dotados de muebles magníficos para recibir personalidades, reemplazaron a la vieja sala con los muebles que fueron del piso del primero de los pichones, con cuyo menaje se dotó parte de la Residencia vieja. El caos que reinaba no era más que reflejo de otro caos.
El oratorio estaba en la primera planta con ventanales a un gran jardín. Toda la casa tenía enormes ventanales a un gran parque. Era una manzana completa. Un derroche. Un ataque a la pobreza, pareció en el fondo ignorado. El salón de estudio se transformaba en sala de cine. El salón de las tertulias, en sala de conferencias. Las habitaciones de algunos, en locutorios del apostolado. Según la hora. La casa de familia, la vieja residencia quedó ocupada por unos pocos pichones, un tanto desértica, vaga, oscura, como sin uso. Sólo vivienda cansina de cansinos pichones, como de los que iban de salida. Era como el pudridero de los que iban perdiendo la fuerza de lo apostólico, los que estaban imbuidos en su trabajo en oficinas de ingenieros, en empresas múltiples, en cátedras universitarias. 
En la nueva Residencia se instauró el hervidero vocacional. Los pichoncillos caían con rapidez y con la misma rapidez rebasaban a viejos pichones que ya iban a parar al pudridero, a verificar su vocación frente al antiguo tabernáculo, los que continuaban oyendo las canciones mañaneras, que «María Cristina me quiere gobernar y yo le sigo, le sigo la corriente, porque María Cristina me quiere gobernar»... y «un boga que sin llorar abandonó el platanal, su mujer y su bohío»….. «güepajéee, la cumbia calieeente…». Y los platillos calientes y cálidos del comedor adornadas sus paredes con soberbios platos decorativos. El nuevo comedor abría su ventanal al parque y cerraba sus cortinas sobre él. El comedor de la viuda, de sillones enormes y pesadas maderas entronizaba un aura que pretendía competir con palacetes de ricos empresarios, donde se sientan gárrulos comerciantes y casquisueltas damiselas. Servicio como de hotel de cuatro o cinco estrellas. Había algo como de hostelería que mortificaba.
Los mayores en el segundo piso, se encerraban en oficinas laberínticas, donde manejaban correspondencia top-secret. Archivadores y armarios cerrados con varias llaves. Dobles puertas. Oficinas de sigilo permanente. Ya no asistía a la universidad, los años lectivos habían terminado.
Reducto de flojos y estudiosos se convirtió la vieja residencia. Yo que por entonces no era flojo ni estudioso, lógicamente no estaba allí. No estaba en ninguna parte. Los pichoncillos resultaban de puerilidad enorme. Concomitante a la pequeñez de su santidad. Pichoncetes que ponían los ojos en blanco. 
Los estudios de periodismo habían quedado truncos. Tendría tal vez que repetir el año. Si no lo hice cuando estudiaba derecho, tampoco lo haría ahora. Había aprendido a callar lo desagradable, a no contar las realidades demasiado fuertes.
Había abandonado la facultad de jurisprudencia como anestesiado por el futuro que prometía el periodismo, me proponía ser un escritor, sin retorno a la infancia, ni rectificación de ruta, sin más futuro que el de la oración, la mortificación y el apostolado le podían ofrecer. La revista fue pronto la noria.
La muerte del abuelo vino a pautar las decisiones cuando aún estaba en la facultad de derecho. Los efectos de la trombosis habían avanzado. Ya no caminaba, no hablaba y no reconocía a nadie. La abuela, con muchas dificultades, lo trasladaba todas las mañanas de la cama a la silla. Allí permanecía todo el día. Sólo le oían, cada vez más distanciados unos quejidos, unos ayayáyes profundos, largos. Dolor de la memoria. Una mañana cualquiera, cuando la abuela fue a ayudarle a levantarse, para hacer el tránsito a la silla, lo encontró inmóvil. Había muerto durante el sueño.
Por entonces estaba en la facultad de derecho, en los albores de la vocación divina, la vista puesta en el más allá. No en el más acá donde el abuelo se debatía. Ni en el más acá de la tumba donde fueron a descansar sus restos. Por primera vez sentí la angustia de encontrar el vacío. La irreversible ausencia. Un silencio, una eternidad que se iniciaba, una realidad que tenían que trasponer diariamente como un bien mayor, la gracia, la gloria y la salvación eternas. La otra vida. 
Volvía de las clases de jurisprudencia. Llevaba bajo el brazo los tratadistas y los códigos. El droguista de la esquina Al verme pasar, salió a la puerta de su comercio y me espetó: 
– ¿Ya llevaron a su abuelo a la funeraria? 
Perdí el cuerpo. Cuando llegué a mi casa, ya estaban instalados los familiares. Las lágrimas, los sollozos, los crespones funerarios y mi madre que se lanza y me abraza, como si abrazara al vacío. Se fue el abuelo, se fue para la otra vida, donde  encontrará un abrigo nuevo con que protegerse del invierno del olvido. En la otra vida su nieto empezará su naufragio. Su vida de santidad, tal vez ya empezaba a hacer  agua, el casco hendido por el golpe. 
La Residencia quiso llevarme fuera al  hallarme caído en la más terrible tristeza.
—Irás a España a estudiar periodismo- me dijo el director.
—Iré a España a estudiar periodismo- le dije a mi madre.
Pasó por la gama de los colores acostumbrados . El horror asomó a su rostro.
Decliné la oferta. Falté a la obediencia. Ese fue el primer boquete de la nave de santidad en el mar de lo eterno y lo sublime.
Fue mucho antes de que cediera la viuda y de que muriera la tía Amelia. Ese fue el principio del vacío, cuando el abuelo se marchó para la otra vida de la mano de su nieto. El abuelo se fue y me llevó con él.
La ceremonia mortuoria de la tía no tardó en surtir efectos. Pronto fui invitado a rectificar la historia en memorable comida donde la tía Cascasia y su hijo Cascasito. Aparecieron apetitosas las primas querendonas. Una más que otra, otra más que una. Con ambas o con ninguna. Después de los condumios y libaciones y sonrisas y pataditas por debajo de la mesa y manitas acá, de pronto estaba recorriendo el muslo de una y cogido de la mano de la otra. La noche envolvió con luces multicolores el condumio y luego el trayecto urbano.
Los sueños, el mundo de lo onírico, había tenido su escaparate sápido. Ahora aparecían las figuras del sueño aclaradas en la vigilia. Sobre el féretro de la tía bailaban los esqueletos de los sobrinos. A la mexicana como si se tratara de folclor anatómico político y sociológico. Que pase el que ha de pasar que uno de sus hijos se ha de quedar. Viejos juegos infantiles, un no se qué de trasgresión perversa en ese trato con las primas, fruto del secreto y de la conjura en las tinieblas de lo mal visto.
Se va la imagen del delirio alcohólico. Se va la imagen de simpatías nominales. El nominalismo ¿sabe usted, que es el nominalismo? Explique el nominalismo. ¿Quienes han sido los representantes del nominalismo?. No sabe. No contesta.
Así como la oración de la mañana permitía desempolvar el sueño, la de la tarde lo rodeaba… 
–Loísmo, laísmo, leísmo. 
–…lo rodeaba en el delirio de la oscuridad. Si la oración de la mañana era luz, la de la tarde tiniebla. Señor que vea.
La lamparilla de aceite que ilumina al Señor en el tabernáculo, titila en la oscuridad. Es la única luz en el recinto. Miro al vacío que hay más allá de mis ojos. Alcanzo ver su difícil transito en el despeñadero de las primas.
La intercontinentabilidad de los pichones vaciaba de contenidos el entorno. ¡Viva Franco! gritaron los mayores, y los menores, por menores y extranjeros, gritamos también !Viva Franco!. Tardes como éstas nos deparaba el diario pasar de vez en cuando, y siempre cuando toca. Y tocan y cantan allá en la España europea el Cara al Sol. Y van de veranos los españoles que se las pelan. La Cara al Sol la ponen los europeos que van y se broncean en las costas españolas. Cara al sol con la camisa hueca. Himno del turista europeo en España. Y los asutadizos sólo toman agua porque lo demás puede contener la furia hispánica envasada y van y se vuelven locos. Embestiréis. Y como Al resto de Europa no le gusta embestir, se abstienen. Agua con y sin gas. Se entiende, aunque se lo pierden.
Se fueron pasando los años como las horas del día se van. Le resbala el tiempo a este al denodado pichón.
—A ti todo te resbala— me dice el director.
Y se va la media hora sin remedio. A veces se prolonga un momento mas. Regodeo intelectual de la memoria, como el perezoso mañanero de una vuelta y otra. La oración de la tarde fue durante mucho tiempo entre sueno de vigilia.
Con escasos minutos para las abluciones, tras haberse despedido una vez más del Señor en tabernáculo, me sumerjo en la vocinglera ola que de Antioquia llega y se dispone a entrar al comedor. La noche marca el final del periplo.
Las jeringonzas y los dichos y refranes rumban y las carcajadas rubrican estrepitosas el apunte. ¿Quién le pone el cascabel al gato? ¿Quién espera a que se abra la puerta? Pocos. Lo más van y pulsan la poma. Hasta que se oye el clic. Los jóvenes entran en tropel. La ceremonia del condumio último del día aparece distendida. En los rostros de muchos pichones se advierte el cansancio. En los de otros no. Y no es que no trabajaran, sino que lo hacían intramuros. No tenían que salir a la calle, ni abordar estrepitosos vehículos de servicio público. Ni luchar contra la multitud que envuelve a los peatones a las horas llamadas pico. Ni apretujarse en los ascensores de los edificios de oficinas. Su labor graciosa y casi femenina les salva del smog de los piches. No sudan. No corretean la calle. Cuelgan la sonrisa del paragüero de su rostro y dan ejemplo de santidad.
Sentados a la mesa, los unos conversan y engullen sin recato. Otros engullen y callan. Otros ni engullen, ni callan, ni oyen. Y algunos más engullen. El director está como siempre presto a tocar la campanilla. Si la fruta fue devorada por unos y meneada por otros igual toca la campanilla según marcan los punteros del reloj. La media hora de la comida es tan rigurosa como cualquier otra media hora de las que se llevan y usan en la Residencia. La exactitud y la precisión, han de descollar con el carácter heroico que marcan las manecillas del reloj. La preparación del bolo y su deglución han de hacerse siempre con la misma exactitud. Un ingeniero con regla de cálculo en la mano llegó a acertar el número de masticaciones mínimas por minuto que han de hacerse, grosso modo, para de terminar el toque de la campanilla. Ocasión que aprovechó para optar al director. 
—Con esos conocimientos…
—Cómo no.
El director ha de otear sobre los platos de sus dirigidos pero no ha de olvidar los punteros del reloj, ni ha de dejar de comer y siempre tiene que hablar, moderar, modular, moldear, el transcurso alimentario, la gran superficie de mortificación que son las comidas. Sentados los pichones hemos de esperar que llegue el tormento de la carne. O de las espinacas. O de los soufflés. Hemos de sonreír, hemos de hacer de hacer degustación y hemos de mortificar los sentidos. El del gusto. Hemos de domeñarlo, hacerlo dócil a nuestros caprichos. No comer lo que nos gusta y ofrecerlo al señor Dios de los Ejércitos. O servirse el doble de lo que no nos gusta y comérnoslo. Cada bocado una vocación.
El vasito de leche para Pepe Gardenia, que sufre de la Ulcera. El vasito de jugo de limón para Paco Sostén que tiene dificultades hepáticas. La taza de agua caliente para las infusiones medicadas de Armando Peroclaro que tiene un riñón en stand-by. A Pedro Frasco una ramita de albaca y para Pacho Hayqué un rábano cortado en cuatro. La noche trae antojos. Las máquinas orgánicas de algunos pichones se resienten con el exceso de trabajo. Con la agitación de la santidad a voleo. Y se refocilan los engranajes con minúsculas apetencias. Medicadas, claro está, y puestas al día. Nuevas superficies de mortificación aparecerán en otros ámbitos. La santidad a chorros. Qué es un rabanito cortado en cuatro al lado de tantas y tantas horas de cilicio. Tantas privaciones en la avidez científica de Paco Sostén solo se ven compensadas en su maltrecho hígado por el vasito de jugo de limón que todas las noches se tomará, heroicamente de un solo trago.
—Se están poniendo viejos los pichones.
—Y se están muriendo.
—Dios los tenga en su Gloria.
—Eterna.
—Amén.
Los pichones que gozamos de la suerte juvenil engullen. Si señor, y quisieran repetición. Y el director ¡cuantas veces! magnánimo toca la campanilla y pide, con voz discreta, repetición para algún glotón y sacrificado en otras lides. El director que todo lo ha de saber tiene potestad para hacerlo. Los demás tal vez no nos percatamos, tal vez veamos en ello signos de indudable santidad. El heroísmo de comer de nuevo espinacas. Pero si nos gustan las espinacas envidiaremos al privilegiado pichón.
Algunos como el aristocrático tomista, apenas tocan el plato. Sus raciones suelen ser de ave. Se contentan con los granos de arroz que depara la languidez del gesto. El aristocrático tomista no come por la noche. Sólo se atraca de viandas a la hora del mediodía y a la merienda recoge la mantequilla y mermelada que dejan los sacrificados pichones.
Muchas fueron las mesas que recorrí. La larga mesa de la Residencia Vieja, cuando los españoles encendían con su verbo las candelas de la buena digestión. Las mesitas de cuatro, de la ola que de Antioquia llega. Todas bordadas de mortificación de los sentidos, de amor a Dios y no siempre de buen apetito. En los cursos de vacaciones los futbolistas devoraban y los que jugaban croquet se les veía mas parcos ante las viandas que se ofrecían ubérrimas en bandejas campesinas.
En ciertas época algunos pichones no asistían al mediodía a la hora del almuerzo,  pero en todas las épocas los pichones nunca dejaban de asistir a la comida de la noche. A esa hora se recoge la familia. También las velas y las redes. La conversación solía estar rebosada, notas vacuas, señales de vida intelectual y en veces de peripecias apostólicas. Éstas, las menos, solían ser edificantes y aperitivas. Aunque la norma decía que el director habría dar el visto bueno a los temas de tertulia, se escapaban en la mesa avances de lo que la tertulia contendría. Se conversaba sin plan ni guión, ocasión para Chacharaloca cuando monopolizaba la palabra y el gesto. Como iluminado, casi no comía por estar endilgándole a sus hermanos monsergas de su incansable actividad. La piedad no era virtud de mesa que si de tertulia. Los saeteros avezados aprovechaban para aplacar las furias anecdóticas de Chacharaloca. El director tenia que tocar la campanilla a ver si la expectativa de la vianda siguiente morigeraba la virulencia de los pichones desatados. Habría corrección para más de uno. Siempre estaba listo alguien para lanzarse y zás de un solo golpe corregir a tres pichones descarriados, solo entre la comida y la tertulia que la solía seguir a continuación. El director tenía potestad para cortar el chorro de sandeces. Y el pichón tenia facultades para callar, encomendarse a Dios y seguir comiendo. Y preparar el testuz para el mandoble correctivo.
El lililí de los primeros tiempos fue trocándose en adusto hieratismo. Los pichones menos jóvenes llegaban rendidos a la última etapa del día. Cansados tras la guerra cotidiana. Heroicos en las trincheras que en el mundo prepara cada día para hacer la guerra de la santidad. A la última hora los cuerpos fatigados buscan el cobijo del bienestar familiar. Las prisas ya no tienen cabida. El reposo se acerca. Después de la tertulia de la noche los pichones nos iremos deslizando a la penumbra de los sueños.
Empieza el condumio nocturno con la canónica oración de ofrecimiento de los alimentos que vamos a tomar. Breve invocación  al señor Dios Bueno, Generoso y Munífico. Las viandas humeantes reconfortan la vista de los pichones cansado del trasiego entre el trabajo y el apostolado. La palabra divina abre el surco y el sembrador arroja la semilla. Los frutos de la tierra, la naturaleza hecha gastronomía llega a la boca para hacer del momento una acción de gracias renovada y renovante.
Y allí en la bandeja de plata reposan los nuevos objetos de mortificación. Hay dos posibilidades: no mirar y servirse en el plato cualquiera de las viandas humeantes. O fijarse muy bien cual es la más pequeña y pechar con ello. Tal vez nuestros hermanos que le siguen en el orden de la mesa se mortifiquen con otra vianda. Tal vez rechacen el arroz, o tal vez las espinacas sean para ellos más que una mortificación. Ofrecer y ya está. !Guarda tu alegría y que el dolor no sea triste, pichón denodado!.
Ceñirse. Lo preciso voluptuoso marca el diario transcurso de la secreta santidad. Y de los secretos que el demonio pone  en el corazón.
La tarde matizada de bretes editoriales termina antes de la hora. Tuve que ir a buscar la confesión fuera de la Residencia. En la charla con el director y en la charla con el sacerdote y en la confesión posterior, hacía morcillas. Ni contaba todo, ni me arrepentía de lo confesado. Tenía que ir luego a una iglesia y abordar el enorme confesionario de maderas resecas, entre las salmodias, el olor a cera quemándose y el arrastrar de pies de feligreses inquietos buscando su santo en las hornacinas. Esperé a que se abriera la rejilla y le espeté al fraile la ristra de morcilla. Las vaharadas de aliento fétido eran el peor castigo. A regañadientes impone penitencia y da la absolución.
Cuántas veces hube de asistir a ese tormento. Y alguna vez algo consoló. Otro pichón también estaba allí, arrodillado esperando a que el fraile abriera la rejilla. Sentí que nos encontrábamos ambos en el camino de salida de algo. Y no estaba equivocado. Sin sinceridad no alcanzarás la perseverancia. Ya se lo habían dicho tantas veces.
La idea de la perseverancia mediante la práctica de la virtud de la sinceridad era un detente. Lo fue en los primeros tiempos.
La práctica de los secretos pudo más que la ascética en la Residencia. Iba guardando en la memoria los deslices que empezaron con las primas.
—Si es que ha querido violarlas a ambas, al tiempo.
—Santo Dios Bendito.
Fui construyendo un zurrón de lascivia en el que también iban cayendo las tardes de la revista. Y una de aquellas tardes, cuando de la oficina del director salían las oleadas de perfumes y las carcajadas femeninas, entraron a saco las pezuñas del demonio en mi ya desprotegido ánimo. Cerúlea la madre, rubicunda la hija. Risa profunda la madre, lúbrico bizqueo la hija. Habrían de volver, una y muchas veces más a la redacción.
Después de la cena y la tertulia el silencio mayor cobija la residencia. Los pasos, las puertas, los grifos, las toses. Todos los ruidos adquieren volumen A una misma hora todos los días la tiniebla la envuelve. Sólo la luz de aceite del Señor en el tabernáculo ilumina en la ciudadela cerrada. El sueño y la gracia. Duerme la familia bajo el techo que el Señor Bueno y Munífico ha deparado. Nada ha de turbar el camino de espinas y de rosales florecidos. Pero aquella aciaga tarde erré el rumbo. La madre y la hija alborozadas me invitaron a su casa a tomar una copa. Salí en volandas de ambas, en medio de las dos.
Varias horas transcurrieron entre un automóvil enorme, negro, mullido y de dotación oficial. De aquí para allá y de allá para acá. Primero la abuela, que salía del salón de belleza, luego la hija menor que salía del colegio y luego la otra hija que salía del psicoanalista.
En el viejo caserón que habitaban las aparatosas damas, las esperaban amistades de la madre y de las hijas. Se formó un jolgorio. Voces y risotadas. Sonrisas y miradas. Manos y manitas. Torbellino de alcoholes y tabaco.
Corrían los punteros del reloj. No los miraba, o no les hacía caso. Una pared. Una amnesia. Adelante.
Iríamos a comer a un restaurante. Ya estaba embarcado en ello. Prohibido y más que prohibido. Pero la voluntad no estaba de parte del santo. Las pezuñas del demonio campeaban.
Condumios a la carta. Grandes fuentes de ensalada, vino botella tras botella. Perfumes, gritos, brindis. Van y vienen las caricias, por encima y por debajo de la mesa. Pie descalzo que quiere subir pantalón arriba. Manos que se esconden, que se pierden. Risas y más vino. Y ahora, a bailar.
Traspasamos las puertas del gran salón abarrotado. La música ensordece.  Nos entendemos por señas en busca de una mesa. La hija me lleva por el brazo. El acompañante de la madre gesticula con el camarero. quien nos conduce a una mesa al lado de la orquesta, y abierta otra botella, después de los primeros sorbos, la pista se hace chica para tanta gente. Sudo la gota gorda. Hay que bailar. Y bailo.
En un bolero cuando ya la lubricidad insoportable me ha hecho perder la memoria, me susurró al oído.
—Si de verdad me quieres llama a la Residencia y diles que estás aquí conmigo y que no irás esta noche a dormir.
En la tiniebla de la media noche, en el oratorio la lamparilla del Señor debió temblar a los timbres insistentes del teléfono.
El director se quedó mustio.
Me entregué frenético al baile y mi alma se perdió en la noche.
La trasgresión había sido mayúscula. Ocasión de escándalo. En la revista los empleados sonreían maliciosos y miraban de reojo. El inmenso automóvil oficial parqueaba todas las tardes frente a la redacción. En él me sumergía alegremente..
Poco duró el gozo. Poco y menos que poco.
Pronto la revista me comunicó por carta la suspensión del cargo.
Continuó el deliquio amoroso. Poco tiempo. Poco.
Una tarde de sábado me dejó plantado a la entrada de un teatro. La llamé desde un teléfono público. Sin más, leyó un poema que hablaba de despedida irremisible. Le suplique. Se rió. Y ambos colgamos el teléfono.
Esa noche lloré amargamente entendiendo que había vuelto otra vez a la casa de mi abuelo y estaba durmiendo en la cama del difunto. Ni amor ni santidad.
Me levanté tarde al día siguiente.
Y me di a caminar las calles.

Fin


Pulecio Mariño, Gabriel - Cuerpos gloriosos (novela)[pdf]


Portada: Claudia Guzmán Pardo




Jean Stein Vanden Heuvel – Entrevista a William Faulkner (1956)

$
0
0



- Señor Faulkner, usted decía hace rato que no le gustan las entrevistas. 
– La razón de que no me gusten las entrevistas es que suelo reaccionar con violencia a las preguntas personales. Si las preguntas se refieren a la obra, trato de contestarlas. Cuando se refieren a mí, puede que las conteste y puede que no, pero aun cuando lo haga, si me hacen la misma pregunta al día siguiente, la contestación tal vez sea diferente. 

–¿Y en cuanto a usted como escritor? 
-Si yo no hubiese existido, alguna otra persona me habría escrito, Hemingway, Dostoyevski, todos nosotros. La prueba de ello es que hay unos tres candidatos a la paternidad de las obras de Shakespeare. Pero lo importante es Hamlet y Midsummer Dream, no quién las escribió, sino el que alguien las escribiera. El artista no tiene importancia. Sólo lo que él crea es importante, puesto que no hay nada nuevo que decir. Shakespeare, Balzac y Homero han escrito sobre las mismas cosas, y si hubiesen vivido milo dos mil años más, los editores no habrían necesitado a nadie más desde entonces. 

–Pero cuando aparentemente no haya nada más que decir, ¿no es acaso importante la individualidad del escritor? 
–Muy importante para él mismo. Todos los demás deberían estar demasiado ocupados con la obra para reparar en la individualidad. 

¿Y sus contemporáneos? 
-Ninguno de nosotros logró realizar su sueño de perfección, así que hay que juzgarnos a base de nuestro espléndido fracaso en la realización de lo imposible. En mi opinión, si yo pudiera volver escribir toda mi obra, estoy convencido de que Jo haría mejor, lo cual es la condición más saludable para un artista. Esa es la razón de que siga trabajando y haciendo nuevos intentos; cada vez cree que en esta ocasión logrará lo que se propone. Por supuesto que no lo hará, y por eso la condición es saludable. Si lo hiciera, si lograra igualar su obra con la imagen, con el sueño, no le quedaría más que degollarse, saltar desde el otro lado de ese pináculo de la perfección al suicidio. Yo soy un poeta fallido. Tal vez todo novelista quiere escribir poesía primero. descubre no puede continuación intenta el cuento, que es el género exigente después de la poesía. Y, al fracasar también en el cuento, sólo entonces, se pone a escribir novelas. 

–¿Existe alguna fórmula que sea posible seguir ser un buen novelista? 
– 99% de talento ... 99% de disciplina...99% de trabajo. El novelista nunca debe sentirse satisfecho con lo que hace. Lo que se hace nunca es tan bueno como podría ser. Siempre hay que soñar y apuntar más alto de lo que uno sabe que puede apuntar. No preocuparse por mejor que sus contemporáneos o sus predecesores. Tratar de ser mejor que uno mismo. Un artista es una criatura impulsada por demonios. No sabe por qué ellos lo escogen y generalmente está demasiado ocupado para preguntárselo. Es completamente amoral en el sentido de que será capaz de robar, tomar prestado, mendigar o despojar a cualquiera y a todo el mundo con tal de realizar la obra. 

–¿Quiere usted decir que el artista debe ser completamente despiadado? 
–El artista es responsable sólo ante su obra. completamente despiadado si es un buen artista. Tiene un sueño, y ese sueño lo angustia tanto que debe liberarse de él. Hasta entonces no tiene paz. Lo echa todo por la borda: el honor, el orgullo, la decencia, la seguridad, la felicidad, todo, con tal de escribir el libro. Si un artista tiene que robarle a su madre, no vacilará en hacerlo; la "Oda a una urna griega" vale más que cualquier cantidad de buenas señoras. 

–¿Entonces la falta de seguridad, felicidad, honor, sería un factor importante en la capacidad creadora riel artista? 
– Esas cosas sólo son importantes para su paz y su contento, y el arte no tiene nada que ver con la paz y el contento. 

–¿Entonces cuál sería el mejor ambiente para un escritor?
– El arte tampoco tiene nada que ver con el ambiente; no le importa dónde está. Si usted se refiere a mí, el mejor empleo que jamás me ofrecieron fue el de administrador de un burdel. En mi opinión, ése es el mejor ambiente en que un artista puede trabajar. Goza de una perfecta libertad económica, está libre del temor y del hambre, dispone de un techo sobre su cabeza y no tiene nada que hacer excepto llevar unas pocas cuentas sencillas e ir a pagarle una vez al mes a la policía local. El lugar está tranquilo durante la mañana, que es la mejor parte del día para trabajar. En las noches hay la suficiente actividad social como para que el artista no se aburra, si no le importa participar en ella; el trabajo le da cierta posición social; no tiene nada que hacer porque la encargada lleva los libros; todas las empleadas de la casa son mujeres, que lo tratarán con respeto y le dirán "señor". Todos los contrabandistas de licores de la localidad también le dirán "señor". Y podrá tutearse con los policías. De modo, pues, que el único ambiente que artista necesita es toda la paz, toda la soledad y todo el placer que pueda obtener a un precio que no sea demasiado elevado. Un mal ambiente sólo le hará subir la presión sanguínea, al hacerle pasar más tiempo sintiéndose frustrado o indignado. Mi propia experiencia me ha enseñado que los instrumentos que necesito para mi oficio son papel, tabaco, comida y un poco de whisky.

–¿Bourbon? 
–No, no soy tan melindroso. Entre escocés y nada, me quedo con el escocés. 
–Usted mencionó la libertad económica. ¿La necesita el escritor? 
–No. El escritor no necesita libertad económica. Todo lo que necesita es un lápiz y un poco de papel. Que yo sepa, nunca se ha escrito nada bueno como consecuencia ele aceptar dinero regalado. El buen escritor nunca recurre a una Fundación. Está demasiado ocupado escribiendo algo. Si no es bueno de veras, se engaña diciéndose que carece de tiempo o de libertad económica. El buen arte puede ser producido por contrabandistas de licores o cuatreros. La gente realmente teme descubrir exactamente cuántas penurias y pobreza es capaz de soportar. Y a todos les asusta descubrir cuán duros pueden ser. Nada puede destruir al buen escritor. Lo único que puede alterar al buen escritor es la muerte. Los que son buenos no se preocupan por tener éxito o por hacerse ricos. El éxito es femenino e igual que una mujer: si uno se le humilla, le pasa por encima. De modo, pues, que la mejor manera de tratarla es mostrándole el puño. Entonces tal vez que humille será ella. 
–¿Trabajar para el cine es perjudicial para su propia obra de escritor?
Nada puede perjudicar la obra de un hombre si éste es un escritor de primera. Si no es un escritor de primera, nada podrá ayudarlo mucho. El problema no existe si el escritor no es de primera, porque ya habrá vendido su alma por una piscina. 

–¿Transige un escritor cuando escribe para el cine? 
– Siempre, porque una película es, por su propia naturaleza, una colaboración, y toda colaboración es una transacción porque eso es lo que significa la palabra: dar y tomar.

–¿Con qué actores le gusta más trabajar a usted? 
–Con nadie he trabajado mejor que con Humphrey Bogart. Trabajamos juntos en To Have and Have Not y en The Big Sleep, 
–¿ Le gustaría a usted hacer otra película?
– Sí, me gustaría hacer una con 1984, de George Orwell. Tengo una idea para un final que probaría la tesis que no me canso de sostener: que el hombre es indestructible debido a su simple voluntad de ser libre. 

–¿Cómo obtiene usted los mejores resultados cuando trabaja para el cine? 
– El mejor trabajo que creo haber hecho para el cine lo logramos los actores y yo desechando el guión e inventando la escena al ensayarla unos momentos antes de que la cámara empezara a filmar. Si yo no tomara, o pensara que soy incapaz de tomar, el trabajo cinematográfico en serio, no lo habría intentado por simple honradez con el cine y conmigo mismo. Pero ahora sé que jamás seré un buen escritor de cine, así que ese trabajo nunca tendrá para mí la urgencia que tiene mi propio medio de expresión. 

–¿Querría usted decir algo sobre esa legendaria experiencia suya con Hollywood? 
–Yo acababa de cumplir un contrato con la Metro Goldwyn Mayer y me disponía a volver a casa. El director con el que había trabajado me dijo: "Si quiere usted volver a hacer algo aquí, no tiene más que dejármelo saber y yo hablaré Con el estudio para conseguir un nuevo contrato." Le di las gracias y me fui a casa. Como seis meses después le telegrafié a mi amigo el director diciéndole que me gustaría hacer otro trabajo. Poco después recibí una carta de mi agente en Hollywood y un cheque por mi primera semana de trabajo. Me sorprendí porque yo había contado con que primero recibiría una notificación o una llamada oficial y un contrato del estudio. Pensé que el contrato se habría retrasado y llegaría en el próximo correo. En lugar de ello, una semana después recibí otra carta del agente con mi segundo cheque manal. Eso empezó en noviembre de 1932 continuó hasta mayo de 1933. Entonces recibí un telegrama del estudio, que decía: William Faulkner, Oxford, Miss. está usted? MGM Studio. Yo contesté con otro telegrama: MGM Studio, Culver City, California. William Faulkner. La joven telegrafista me preguntó: "¿Dónde está el mensaje, señor Faulkner?" Yo le contesté: "Ese es." y ella me dijo: "El reglamento dice que no lo puedo mandar sin un mensaje; usted tiene que decir algo." Así que revisamos su muestrario y escogimos uno que ya no recuerdo, uno de esos mensajes de felicitación de cumpleaños que uno sólo tiene que firmar. Mandé ése. A continuación recibí una llamada telefónica de larga distancia desde el estudio ordenándome que tomara el primer avión a Nueva Orleáns y me reportara con el director Browning. Yo podía tomar un tren en Oxford y llegar a Nueva Orleáns ocho horas más tarde, pero obedecí las instrucciones del estudio y me fui a Memphis, desde donde hay un vuelo ocasional a Nueva Orleáns. Tuve que esperar tres días. Llegué al hotel del señor Browning a eso de las ocho de la tarde y me reporté con el director. Estaban celebrando una fiesta. El director me dijo que me fuera a dormir temprano y estuviera listo para empezar a trabajar temprano en la mañana. Le pregunté el argumento. "Ah, sí -me dijo-. Vaya al cuarto número tal. Allí está el escritor de continuidad. El le contará el argumento." Me fui al cuarto indicado y allí encontré al escritor de solo. Me presenté y le pregunté por el argumento. El me dijo: "Cuando usted haya escrito los diálogos le dejaré ver el argumento." Volví al cuarto de Browning y le conté lo que había sucedido. "Vuelva allá dijo-, y dígale a ese tal por cual... Pero no, mejor olvídese y váyase a dormir para que podamos empezar a trabajar temprano en la mañana." Bueno, pues, al otro día por la mañana nos fuimos todos, menos el escritor de continuidad, en una lancha alquilada muy elegante, a Granel Isle, a unos 150 kilómetros de distancia, donde se iba a filmar la película. Llegamos justo a tiempo para almorzar y tener tiempo de recorrer los 150 kilómetros de regreso para llegar a Nueva Orleáns antes del anochecer. Así pasaron tres semanas. De cuando en cuando me preocupaba un poco por el argumento, pero Browning siempre me decía: "Deje de preocuparse. Acuéstese temprano para que podamos empezar a trabajar temprano en la mañana." Una noche, al regresar, apenas acababa de entrar en mi cuarto cuando sonó el teléfono. Era Browning. Me dijo que fuera a su cuarto en seguida. Así lo hice. El tenía un telegrama que decía: Faulkner despedido. MGM Studio. "No se preocupe -me dijo Browning-. Vaya llamar a ese tal por cual ahora mismo y no sólo haré que lo vuelva a poner a usted en la nómina, sino que se disculpe por escrito." Alguien tocó a la puerta. Era un botones con otro telegrama, que decía: Browning despedido. MGM Studio. Así que me fui a casa. Supongo que Browning también se fue a alguna parte. Me imagino que el escritor de continuidad todavía está en su cuarto, en algún lugar, con su cheque semanal bien apretado en la mano. Esa película nunca la acabaron. Pero si construyeron una aldea camaronera: una plataforma larga con pilares en el agua y caber. tizos encima de la plataforma, una especie de muelle. El estudio pudo haber comprado docenas de esas construcciones a cuarenta o cincuenta dólares cada una. En lugar de hacer eso, construyeron la suya propia, falsa. Es decir, una plataforma con una sola pared, de modo que cuando uno abría la puerta y pasaba por ella iba a dar directamente al océano. El día que empezaron a construirla, pescador cayún se acercó remando en su piragua cha de un tronco hueco. Pasó todo el día sentado bajo el sol abrasador, observando a los extraños hombres blancos que construían la imitación de plataforma. Al día siguiente volvió en la piragua con toda familia: su que amamantaba al hijo de meses, los otros niños y la suegra, y todos pasaron ese día sentados bajo el sol abrasador. observando la insensata e incomprensible actividad. Volví a Nueva Orleáns dos o tres años después y enteré de que los cayunes seguían yendo a -recorriendo para ello considerables distancias-la imitación de plataforma camaronera que un montón ele hombres blancos habían construido a toda prisa y después habían abandonado. 

–Usted dice que el escritor debe transigir cuando trabaja para cine.  ¿Y en cuanto a su propia obra? ¿Tiene alguna obligación con lector? 
– Su obligación es hacer su obra lo mejor que pueda hacerla; cualquier obligación que le quede después de eso, puede corno le venga en gana. Yo, por mi parte, estoy demasiado ocupado para preocuparme por el público. No tengo tiempo para pensar quién me lee. No me interesa la opinión de Juan Lector sobre mi obra ni sobre la cualquier otro escritor. La norma que tengo que cumplir es la mía, ésa es la que me hace sentir como me siento cuando leo La Tentation de Saint Antoine o el Antiguo Testamento. Me harán sentir bien, del mismo modo que observar un pájaro me hace sentir bien. Si reencarnara, sabe usted, me gustaría volver a vivir como un zopilote. Nadie lo odia, ni lo envidia, ni lo quiere, ni lo necesita. Nadie se mete con él, nunca está en peligro y puede comer cualquier cosa. 

–¿Qué técnica utiliza para cumplir su norma?
– Si el escritor está interesado en la técnica, más le vale dedicarse a la cirugía o a colocar ladrillos. Para escribir una obra no hay ningún recurso ningún atajo. El escritor joven que siga una teoría es un tonto. Uno tiene que enseñarse por de sus propios errores; la gente sólo aprende a través del error. El buen artista cree que nadie sabe lo bastante para darle consejos. Tiene una vanidad suprema. No importa cuánto admire al escritor viejo, quiere superarlo. 

– ¿Entonces niega la validez de la técnica? 
– De ninguna manera. Algunas veces la técnica arremete y se apodera del sueño antes de que el propio escritor pueda aprehenderlo. Eso es tour de force y la obra terminada es simplemente cuestión de juntar bien los ladrillos, puesto que el escritor probablemente conoce cada una de las palabras que va a usar hasta el fin de la obra antes de escribir la primera. Eso sucedió con Mientrasagonizo. No fue fácil. Ningún trabajo honrado lo es. Fue sencillo en cuanto que todo el material estaba ya a la mano. La composición de la obra me llevó sólo unas seis semanas en el tiempo libre que me dejaba un empleo de doce horas al día haciendo trabajo manual. Sencillamente me imaginé un grupo de personas y las sometí a las simples catástrofes naturales universales, que son la inundación y el fuego, con una motivación natural simple que le diera dirección a su desarrollo. Pero cuando la técnica no interviene, escribir es también fácil en otro sentido. Porque en mí siempre hay un punto en el libro en el que los propios personajes se levantan y toman el mando y completan trabajo. Eso sucede, digamos, alrededor de la página 275. Claro está que yo no sé lo que sucedería si terminara el libro en la página 274. La cualidad que un artista debe poseer es la objetividad al juzgar su obra, más la honradez y el valor de no engañarse al respecto. Puesto que ninguna de mis obras ha satisfecho mis propias normas, debo juzgarlas sobre la  base de aquélla que me causó la mayor aflicción y angustia, del mismo modo que la madre ama al hijo que se convirtió en ladrón o asesino más que al que se convirtió en sacerdote. 

–¿Qué obra es ésa? 
– El sonido y la furia. La escribí cinco veces tratando contar la historia para liberarme del sueño seguirla angustiándome mientras no la contara. una tragedia de dos mujeres perdidas: Caddy y su hija. Dilsey es uno de mis personajes favoritos porque es valiente, generosa, dulce y honrada. Es más valiente, honrada y generosa que yo. 
–¿Cómo empezó El sonido y la furia?
Empezó con una imagen mental. Yo no comprendí en aquel momento que era simbólica, La imagen era la de los fondillos enlodados de los calzoncitos de una niña subida a un peral, desde donde ella podía ver a través de una ventana el lugar donde se estaba efectuando funeral su abuela y se lo contaba a hermanos que estaban al pie del árbol. Cuando llegué a explicar quiénes eran ellos y qué estaban haciendo y cómo se habían enlodado los calzoncitos de la niña, comprendí que sería imposible meterlo todo en un cuento que el relato tendría que ser un libro. Y entonces comprendí el simbolismo de los calzoncitos enlodados, y esa imagen fue reemplazada por la de la niña huérfana de padre y madre que se descuelga por el tubo de desagüe del techo para escaparse del único hogar que tiene, donde nunca ha recibido amor ni afecto ni comprensión. Yo había empezado ya a contar la historia a través de los ojos del niño idiota, porque pensaba que sería más eficaz si la contaba alguien que sólo fuera capaz de saber lo que sucedía, pero no por qué. Me di cuenta de que no había contado la historia esa vez. Traté de volver a contarla, ahora a través de los ojos de otro hermano. Tampoco resultó. La conté por tercera vez a través de los ojos del tercer hermano. Tampoco resultó. Traté de reunir los fragmentos y de llenar las lagunas haciendo yo mismo las veces de narrador. Todavía no quedó completa, hasta quince años después de la publicación del libro, cuando escribí, como apéndice de otro libro, el esfuerzo final para acabar de contar la historia y sacármela de la cabeza de modo que yo mismo pudiera sentirme en paz. Ese es el libro por el que siento más ternura. Nunca pude dejarlo de lado y nunca pude contar bien la historia, aun cuando lo intenté con ahínco y me gustaría volver a intentarlo, aunque probablemente fracasaría otra vez. 

–¿ Qué emoción suscita Benjy en usted? 
-La única emoción que puedo sentir por Benjy es aflicción y compasión por toda la humanidad. No se puede sentir nada por Benjy porque él no siente nada. Lo único que puedo sentir por él personalmente es preocupación en cuanto a que sea creíble tal cual yo lo creé. Benjy fue un prólogo, como sepulturero en los dramas isabelinos. Cumple su cometido y se va. Benjy es incapaz del bien y del mal porque no tiene conocimiento alguno del bien del mal. 

–¿Podía Benjy sentir amor? 
– Benjy no era lo suficientemente racional ni siquiera para ser egoísta. Era un animal. Reconocía la ternura y el amor, aunque no habría podido nombrarlos; y fue la amenaza a la ternura y al amor lo que lo llevó a gritar cuando sintió el cambio en Caddy. Ya no tenía a Caddy; siendo un idiota, ni siquiera estaba consciente de la ausencia de Caddy. Sólo sabía que algo andaba mal, lo cual creaba un vacío en el que él sufría. Trató de llenar ese vacío. Lo único que tenía era una de las pantuflas desechadas de Caddy. La pantufla era la ternura y el amor de Benjy que éste podría haber nombrado, y sólo sabía que le faltaban. Era mugroso porque no podía coordinar y porque la mugre no significaba nada para él. Así como no podía distinguir entre el bien y el mal, tampoco podía distinguir entre lo limpio y lo sucio. La pantufla le daba consuelo aun cuando ya no recordaba la persona a la que había pertenecido, como tampoco podía recordar por qué sufría. Si Caddy hubiese reaparecido, Benjy probablemente no la habría reconocido. 

– ¿Tiene alguna significación el narciso que le dan a Benjy? 
A Benjy le dieron el narciso para distraer su atención. Era sencillamente una flor que estaba a la mano ese cinco de abril. No fue nada premeditado. 

¿Ofrece ventajas artísticas el componer la novela en forma de alegoría, como la alegoría cristiana que usted utilizó en Una fábula?
– La misma ventaja que representa para el carpintero construir esquinas cuadradas al construir una casa cuadrada. En Una fábula la alegoría cristiana era la alegoría indicada en esa historia particular, del mismo modo que una esquina cuadrada oblonga es la esquina indicada para construir una casa rectangular oblonga. 

–¿Quiere eso decir que un artista puede usar el cristianismo simplemente como cualquier otra herramienta, de la misma manera que un carpintero tomaría prestado un martillo? 
– Al carpintero del que estamos hablando nunca le falta ese martillo. A nadie le falta cristianismo, si nos ponemos de acuerdo en cuanto al significado que le damos a esa palabra. Se trata del código de conducta individual de cada persona, por medio del cual ésta se hace un ser humano superior al que su naturaleza quiere que sea si la persona sólo obedece a su naturaleza. Cualquiera que sea su símbolo cruz o la media luna o lo que fuere-, ese símbolo es para el hombre el recordatorio de su deber como miembro de la raza humana. Sus diversas alegorías son los modelos con que se mide a sí mismo y aprende a conocerse. La alegoría no puede enseñar al hombre a ser bueno del mismo modo que el libro de texto le enseña matemáticas. Le enseña cómo descubrirse a sí mismo, cómo hacerse de un código moral y de una norma dentro de sus capacidades y aspiraciones al proporcionarle un ejemplo incomparable de sufrimiento y sacrificio y la promesa de una esperanza. Los escritores siempre se han nutrido, y siempre se nutrirán, de las alegorías de la conciencia moral, por la razón de que las alegorías son incomparables: los tres hombres en Moby Dick, que representan la trinidad de la conciencia: no saber nada, saber y no preocuparse, y saber y preocuparse. La misma trinidad está representada en Una fábula por el joven aviador judío, que dice: "Esto es me niego a aceptarlo, aun cuando deba rechazar la vida para hacerlo"; el viejo cuartelmaestre francés, que dice: "Esto es terrible, pero podemos llorar y soportarlo"; y el mensajero del batallón que dice: "Esto es terrible, voy a hacer algo para remediarlo". 
– ¿Fueron reunidos en un solo volumen los dos temas no relacionados de Las palmeras salvajes con algún propósito simbólico? ¿Se trata, como sugieren algunos críticos, de una especie de contrapunto o simple casualidad? 
– No, no. Aquello era una historia: la historia de Charlotte Rittenmeyer y Harry Wilbourne, que lo sacrificaron todo por el amor y después perdieron eso. Yo no sabía que iban a ser dos historias separadas sino después de haber empezado el libro. Cuando llegué al final de lo que ahora es la primera sección de Las palmeras salvajes comprendí súbitamente que faltaba algo, que la historia necesitaba énfasis, algo que la levantara como el contrapunto en la música. Así que me puse a escribir "El viejo" hasta que Las palmeras salvajes volvió a ganar intensidad. Entonces interrumpí "El viejo" en lo que ahora es su primera parte y reanudé la composición de "Las palmeras salvajes" hasta que empezó a decaer nuevamente. Entonces volví a darle intensidad con otra parte de su antítesis, que es la historia de un hombre que conquistó su amor pasó el resto del libro huyendo de él, hasta el grado de volver voluntariamente a la cárcel en que estaría a salvo. Son dos historias sólo por casualidad, tal vez por necesidad. La historia es la de Charlotte y Wilbourne. 
– Qué porción de sus obras se basa en la experiencia personal? 
– No sabría decirlo. Nunca he hecho la cuenta, porque la "porción" no tiene importancia. Un escritor necesita tres cosas: experiencia, observación e imaginación. Cualesquiera dos de ellas, y a veces una puede suplir la falta de las otras. En mi caso, una historia generalmente comienza con una sola idea, un solo recuerdo o una sola imagen mental. La composición de la historia es simplemente cuestión de trabajar hasta el momento de explicar por qué ocurrió la historia o qué otras cosas hizo ocurrir a continuación. Un escritor trata de crear personas creíbles en situaciones conmovedoras creíbles de la manera más conmovedora pueda. Obviamente, debe utilizar, como uno de sus instrumentos, el ambiente que conoce. Yo diría que la música es el medio más fácil de expresarse, puesto que fue el primero que se produjo en la experiencia y la historia del hombre. Pero puesto que mi talento reside en las palabras, debo tratar de expresar torpemente en palabras lo que la música pura habría expresado mejor. Es decir, que la música lo expresaría mejor y más simplemente, pero yo prefiero usar palabras, del mismo modo que prefiero leer a escuchar. Prefiero el silencio al sonido, y la imagen producida por las palabras ocurre en el silencio. Es decir, que el trueno y la música de la prosa tienen lugar en el silencio. 
–Algunas dicen no entender sus obras aun después de leerlas dos otres veces. ¿Qué les sugeriría  usted pudieran para que pudieran entenderlas? 
– Que las leyeran cuatro veces. 

–Usted dijo que la experiencia, la observación la imaginación son importantes para el escritor. ¿Incluiría usted la inspiración? 
–Yo no sé nada sobre la inspiración, porque no sé lo que es eso. La he oído mencionar, pero nunca la he visto. 

– Se dice que usted, como escritor, está obsesionado con la violencia. 
–Eso es como decir que el carpintero está obsesionado con su martillo. La violencia es simplemente una de las herramientas del carpintero. El escritor, al igual que el carpintero, no puede construir con una sola herramienta. 
– ¿Puede usted decir cómo empezó carrera de escritor? 
–Yo vivía en Nueva Orleáns, trabajando en lo que fuera necesario para ganar un poco de dinero de vez en cuando. Conocí a Sherwood Anderson. Por las tardes solíamos caminar por la ciudad y hablar con la gente. Por las noches volvíamos a reunirnos y nos tomábamos una o dos botellas mientras él hablaba y yo escuchaba. Antes de mediodía nunca lo veía. El estaba encerrado, escribiendo. Al día siguiente volvíamos a hacer lo mismo. Yo decidí que si ésa era la vida de un escritor, entonces eso era lo mío y me puse a escribir mi primer libro. En seguida descubrí que escribir era una ocupación divertida. Incluso me olvidé de que no había visto al señor Anderson durante tres semanas, hasta que él tocó a mi puerta -era la primera vez que venía a verme- y me preguntó: "¿Qué sucede? ¿Está usted enojado conmigo?" Le dije que estaba escribiendo un libro. Eldijo: "Dios mío" y se fue. Cuando terminé el libro, La paga de los soldados, me encontré con la señora Anderson en la calle. Me preguntó cómo iba el libro y le dije que ya lo había terminado. Ella me dijo: "Sherwood dice que está dispuesto a hacer un trato con usted. Si usted no le pide que lea los originales, él le dirá a su editor que acepte el libro". Yo le dije: "Trato hecho", y así fue como me hice escritor. 
–¿Qué tipo de trabajo hacía usted ganar ese "poco de dinero de vez en cuando"? 
–Lo que se presentara. Yo podía hacer un poco de casi cualquier cosa: manejar lanchas, pintar casas, pilotar aviones. Nunca necesitaba mucho dinero porque entonces la vida era barata en Nueva Orleáns, y todo lo que yo quería era un lugar donde dormir, un poco de comida, tabaco y whisky. Había muchas cosas que yo podía hacer durante dos o tres días a fin de ganar suficiente dinero para vivir el resto del mes. Yo soy, por temperamento, un vagabundo y un golfo. El dinero no me interesa tanto como para forzarme a trabajar para ganarlo. En mi opinión, es una vergüenza que haya tanto trabajo en el mundo. Una de las cosas más tristes es que lo único que un hombre puede hacer durante ocho horas, día tras día, es trabajar. No se puede comer ocho horas, ni beber ocho horas diarias, ni hacer el amor ocho horas... lo único que se puede hacer durante ocho horas es trabajar. Y ésa es la razón de que el hombre se haga tan desdichado e infeliz a sí mismo y a todos los demás. 

– Usted debe de sentirse en deuda con Sherwood Anderson, pero ¿qué juicio le merece como escritor? 
– El fue el padre de mi generación de escritores norteamericanos y de la tradición literaria norteamericana que nuestros sucesores llevarán adelante. Anderson nunca ha sido valorado como se merece. Dreiser es su hermano mayor y Mark Twain el padre de ambos. 

– ¿Yen cuanto a los escritores europeos de ese período? 
– Los dos grandes hombres en mi tiempo fueron Mann y Joyce. Uno debe acercarse al Ulysses de Joyce como el bautista analfabeto al Antiguo Testamento: con fe. 

– ¿Cómo obtuvo usted sus conocimientos bíblicos? 
– Mi bisabuelo Murry era un hombre gentil y bondadoso, para nosotros los niños, cuando menos. Es decir, que aunque era escocés, no era (con nosotros) especialmente devoto ni severo: era sencillamente un hombre de principios inflexibles. Uno ele ellos era que todo el mundo, desde los niños hasta los adultos presentes, debía tener un versículo de la Biblia en la punta de la lengua en el momento en que nos sentábamos a la mesa cada mañana para tomar el desayuno. El que no tuviera listo su versículo, no se desayunaba; se le excusaba el tiempo suficiente para que saliera del comedor y se aprendiera uno (había una tía solterona, especie de sargento mayor a cargo de tales deberes, que se retiraba con el culpable y le daba un buen repaso para la próxima vez no quedara mal). Tenía que ser un versículo auténtico y correcto. Mientras éramos pequeños podía ser el mismo, que repetíamos una mañana tras otra hasta que uno se hacía un poco mayor, cuando una mañana (ya para entonces uno estaba acostumbrado a repetir el versículo sin pensar en lo que decía porque había sacado cinco o diez minutos de ventaja y se encontraba ya frente al jamón y el filete y el pollo frito y el cereal y las batatas y dos o tres clases de pan caliente) se encontraba uno con los ojos del bisabuelo clavados en uno, muy azules, muy bondadosos y gentiles, y aun entonces no tan severos como inflexibles; y a la siguiente mañana se sabía uno su nuevo versículo. En cierto sentido, así era como uno descubría que su infancia había terminado; la habíamos dejado atrás v entrábamos en el mundo. 

- ¿Lee usted a sus contemporáneos? 
-No; los libros que leo son los que conocí y amé cuando era joven y a los que vuelvo como se vuelve a los viejos amigos: el Antiguo Testamento, Dickens, Conrad, Cervantes… leo el Quijote todos los años, como algunas personas leen la Biblia. Flaubert, Balzac –este último creó un mundo intacto, una corriente sanguínea que fluye a lo largo de veinte libros-, Dostoyevski, Tolstoi, Shakespeare. Leo a Melville ocasionalmente, y entre los poetas a Marlowe, Campion, Jonson, Herrick, Donne, Keats y Shelley. Todavía leo a Housman. He leído estos libros tantas veces que no siempre empiezo en la primera página para seguir leyendo hasta el final. Sólo leo una escena, o algo sobre un personaje, del mismo modo que uno se encuentra con un amigo y conversa con él durante unos minutos. 
– ¿Y Freud? 
– Todo el mundo hablaba de Freud cuando yo vivía en Nueva Orleáns, pero nunca lo he leído. Shakespeare tampoco lo leyó y dudo que Melville lo haya hecho, y estoy seguro de que Moby Dick tampoco. 

– ¿Lee usted alguna vez novelas policíacas? 
– Leo a Simenon porque me recuerda algo de Chéjov. 
– ¿Y sus personajes favoritos? 
– Mis personajes favoritos son Sarah Gamp: una mujer cruel y despiadada, una borracha, oportunista, indigna de confianza, en la mayor parte de su carácter era mala, pero cuando menos era un carácter; la Sra. Harris, Falstaff, el Príncipe Hal, Don Quijote, y Sancho, por supuesto. A Lady Macbeth siempre la admiro. y a Bottom, Ofelia y Mercucio. Este último y la Sra. Gamp se enfrentaron con la vida, no pidieron favores, no gimotearon. Huckleberry Finn, por supuesto, y Jim. Tom Sawyer nunca me gustó mucho: un mentecato. Ah, bueno, y me gusta Sut Lovingood, de un libro escrito por George Harris en 1840 o 1850 en las montañas de Tennessee. Lovingood no se hacía ilusiones consigo mismo, hacía lo mejor que podía; en ciertas ocasiones era un cobarde y sabía que lo era y no se avergonzaba; nunca culpaba a nadie por sus desgracias y nunca maldecía a Dios por ellas. 

– ¿Tiene usted algo que comentar sobre el futuro de la novela? 
– Me imagino que mientras la gente siga leyendo novelas, seguirá escribiéndolas o viceversa. A menos, por supuesto, que las revistas ilustradas y las tiras cómicas acaben por atrofiar la capacidad del hombre para leer y la literatura se encuentre realmente de regreso a la escritura en las paredes de la cueva de Neanderthal.

–¿Y en cuanto a la función de los críticos? 
– El artista no tiene tiempo para escuchar a los críticos. Los que quieren ser escritores leen las críticas, los que quieren escribir no tienen tiempo para leerlas. El crítico también está tratando de decir: “Yo pasé por aquí”. La finalidad de su función no es el artista mismo. El artista está un peldaño por encima del crítico, porque el artista escribe algo que moverá al crítico. El crítico escribe algo que moverá a todo el mundo menos al artista. 

–¿ Entonces usted nunca siente la necesidad de discutir sobre su obra alguien? 
– No; estoy demasiado ocupado escribiéndola. Mi obra tiene que complacerme a mí, y si me complace entonces no tengo necesidad de hablar sobre ella. Si no me complace, hablar sobre ella no la hará mejor, puesto que lo único que podrá mejorarla será trabajar más en ella. Yo no soy un literato; sólo soy un escritor. No me da gusto hablar de los problemas del oficio. 

– Los críticos sostienen que las relaciones familiares son centrales en sus novelas. 
– Esa es una opinión y, como ya le dije, yo no leo a los críticos. Dudo que un hombre que esté tratando de escribir sobre la gente esté más interesado en sus relaciones familiares que en la forma de sus narices, a menos que ello sea necesario para ayudar al desarrollo de la historia. Si el escritor se concentra en lo que sí necesita interesarse, que es la verdad y el corazón humano, no le quedará mucho tiempo para otras cosas, como las ideas y hechos tales como la forma de las narices o las relaciones familiares, puesto que en mi opinión las ideas y los hechos tienen muy poca relación con la verdad. 

– Los críticos también sugieren que sus personajes nunca eligen conscientemente entre el bien y el mal. 
– A la vida no le interesa el bien y el mal. Don Quijote elegía constantemente entre el bien y el mal, pero elegía en su estado de sueño. Estaba loco. Entraba en la realidad sólo cuando estaba tan ocupado bregando con la gente que no tenía tiempo para distinguir entre el bien y el mal. Puesto que los seres humanos sólo existen en la vida, tienen que dedicar su tiempo simplemente a estar vivos. La vida es movimiento, y el movimiento tiene que ver con lo que hace moverse al hombre, que es la ambición, el poder, el placer. El tiempo que un hombre puede dedicarle a la moralidad, tiene que quitárselo forzosamente al movimiento del que él mismo es parte. Está obligado a elegir entre el bien y el mal tarde o temprano, porque la conciencia moral se lo exige a fin de que pueda vivir consigo mismo el día de mañana. Su conciencia moral es la maldición que tiene que aceptar de los dioses para poder obtener de éstos el derecho a soñar. 

–¿Podría usted explicar mejor lo que entiende por movimiento en relación el artista? 
– La finalidad de todo artista es detener el movimiento, que es la vida, por medios artificiales y mantenerlo fijo de suerte que cien años después, cuando un extraño lo contemple, vuelva a moverse en virtud de que es vida. Puesto que el hombre es mortal, la única inmortalidad que le es posible es dejar tras de sí algo que sea inmortal porque siempre se moverá. Esa es la manera que tiene el artista de escribir "Yo estuve aquí" en el muro de la desaparición final e irrevocable que algún día tendrá que sufrir. 

– Malcolm Cowley ha dicho que sus personajes tienen una ciencia de sumisión a su destino. 
Esa es su opinión. Yo diría que algunos de ellos la tienen y otros no, como los personajes de todo el mundo. Yo diría que Lena Grave en Luz de agosto se entendió bastante bien con la suya. Para ella no era realmente importante en su destino que su hombre fuera Lucas Birch o no. Su destino era tener un marido e hijos y ella lo sabía, de modo que fue y los tuvo sin pedirle ayuda a nadie. Ella era la capitana de su propia alma. Uno de los parlamentos más serenos y sensatos que yo he escuchado fue cuando ella le dijo a Byron Bunch en el instante mismo de rechazar su intento final, desesperado y desesperanzado, de violarla: "¿No te da vergüenza? Podías haber despertado al niño." No se sintió confundida, asustada ni alarmada por un solo momento. Ni siquiera sabía que no necesitaba compasión. Su último parlamento, por ejemplo: "No llevo viajando más que un mes y ya estoy en Tennessee. Vaya, vaya, cómo rueda uno." La Familia Brunden, en Mientras agonizo, se las arregló bastante bien con su destino. El padre, después de perder a esposa, necesitaba naturalmente otra, así que se la buscó. De un solo golpe no sólo reemplazó a la cocinera de la familia, sino que adquirió un fonógrafo para darles gusto a todos mientras descansaban. La hija embarazada no logró deshacerse de su problema esa vez, pero no se descorazonó. Lo intentó nuevamente, y aun cuando todos los intentos fracasaron, al fin y al cabo no fue más que otro bebé.

– Cowley dice que a usted le resulta difícil crear personajes entre las edades de veinte y cuarenta años, que sean simpáticos. 
– Las personas entre los veinte y los cuarenta años no son simpáticas. El niño tiene la capacidad de hacer, pero no sabe cómo. Sólo lo sabe cuando ya no puede hacer: después de los cuarenta. Entre los veinte y los cuarenta la voluntad de hacer se hace más fuerte, más peligrosa, pero la persona todavía no ha empezado a aprender a saber. Puesto que su capacidad de hacer está obligada a seguir los cauces del mal a través del medio ambiente y las presiones, el hombre es fuerte antes de ser moral. La angustia del mundo es causada por las personas entre los veinte y los cuarenta años. La gente cerca de mi casa que ha toda la tensión interracia1, los Milams y los Bryants (el asesinato de Emmet Till) y las pandillas de negros que violan a una mujer blanca en venganza, los Hitlers, los Napoleones, los Lenins ... todos ellos son símbolos del sufrimiento y la angustia humanas, todos ellos tienen entre veinte y cuarenta años. 

– Usted hizo una declaración en la prensa en ocasión del asesinato de Emmet Till. ¿Tiene algo que añadir aquí? 
– No, sólo repetir lo que dije antes: que si nosotros los norteamericanos hemos de sobrevivir, tendrá que ser porque elijamos defendamos el ser norteamericanos antes que nada, presentarle al mundo un frente homogéneo y compacto, ya sea de norteamericanos blancos o negros o morados o azules o verdes. Tal vez el propósito de este lamentable y trágico error cometido en mi Misisipí nativo por dos adultos blancos en la persona de un desdichado niño negro haya sido el de probarnos si merecemos o no sobrevivir. Porque si nosotros en Norteamérica hemos llegado a ese punto en nuestra cultura desesperada en que debemos asesinar niños, no importa por qué razón o de qué color, entonces no merecemos sobrevivir y probablemente no sobreviviremos. 

– ¿Qué le sucedió a usted entre La paga de los soldados y Sartoris, es decir, cuál fue el motivo de que usted empezara a escribir la saga de Yoknapatawpha? 
Con La paga de los soldados descubrí que escribir era divertido. Pero más tarde descubrí que no sólo cada libro tiene que tener un designio, sino que todo el conjunto o la suma de la obra de un artista tiene que tener un designio. La paga de los soldados y Mosquitos los escribí por el gusto de escribir, era divertido. Comenzando con Sartoris descubrí que mi propia parcela de suelo natal era digna de que se escribiera acerca de ella y que yo nunca viviría lo suficiente para agotarla, y que mediante la sublimación de lo real en loapócrifo yo tendría completa libertad para usar todo el talento que pudiera poseer, hasta el grado máximo. Ello abrió una mina de oro de otras personas, de suerte que creé un cosmos de mi propiedad. Puedo mover a esas personas de aquí para allá como Dios, no sólo en el espacio sino en el tiempo también. El hecho de que haya logrado mover a mis personajes en el tiempo, cuando menos según mi propia opinión, me comprueba mi propia teoría de que el tiempo es una condición fluida que no tiene existencia excepto en los avatares momentáneos de las personas individuales. No existe tal cosa como fue; sólo es. Si fue existiera, no habría pena ni aflicción. A mí me gusta pensar que el mundo que creé es una especie de piedra angular del universo; que si esa piedra angular, pequeña y todo como es, fuera retirada, el universo mismo se vendría abajo. Mi último libro será el Libro del Día del Juicio Universal, Libro de Oro, del Condado de Yoknapatawpha, Entonces quebraré el lápiz y tendré que detenerme.

La conversación tuvo lugar en la ciudad de Nueva York, a comienzos de 1956. 

William Faulkner nació en 1897 en New Albany, Mississippi, donde su padre trabajaba como conductor en el ferrocarril construido por el bisabuelo del novelista, el coronel William Falkner (sin la "u"), autor de The White Rose of Memphis. Poco después la familia se mudó a Oxford, a 55 kilómetros de New Albany, donde el joven Faulkner, pese a ser un lector voraz, no logró aprobar suficientes créditos para graduarse en la escuela secundaria de la localidad. En 1918 se enlistó como aprendiz de piloto en la Real Fuerza Aérea Canadiense. Pasó poco más de un año como estudiante especial en la Universidad de su estado natal, Miss", y posteriormente trabajó como jefe de la estación de correos de la Universidad hasta que fue despedido por leer en el trabajo. 
Estimulado por Sherwood Anderson, escribió Soldier's Pay (La paga de los soldados, 1926). El primero de sus libros que conquistó un gran número de lectores fue Sanctuary (Santuario, 1931), una novela sensacionalista que escribió, según propia confesión, para ganar dinero ya que sus libros anteriores -Mosquitoes (Mosquitos, 1927), Sartoris (Sartoris, 1929), The Sound and the Fury (El sonido y la furia, 1929) y As 1 La)' Dying (Mientras agoni:0, 1930)--no le produjeron lo suficiente para sostener una familia. 
Faulkner publicó a continuación una serie de novelas relacionadas en su mayor parte con lo que ha venido a llamarse la saga de Yoknapatawpha: Light in August de agosto, 1932), Pvlon (Pylon, 1935), Absalom, Absalom! (¡Absalón, Absalón! 1936), The Unvanquished (Los invictos, 1938), The Wild Palms, (Las palmeras salvajes, 1939), The Hamlet (El villorrio, 1949) y Co Down Moses (j Desciende, Moisés!, 1941). Después de la Segunda Guerra Mundial sus obras principales fueron lntruder in the Dust (Intruso en el polvo, 1948), A Fable (Una fábula, 1954) y The Town (En la ciudad, 1957). Sus Collected Stories ("Cuentos reunidos") y Una Fábula ganaron el National Book Award (Premio Nacional del Libro Norteamericano) en 1951 y 1955 respectivamente. 
William Faulkner obtuvo el Premio Nobel de Literatura correspondiente a 1949 murió en agosto de 1962. 

En El oficio de escritor. Entrevistas. Título original: Writers at Work / The Paris Review interviews.  The Viking Press, Nueva York. Ediciones Era, México 1968. Páginas 169-184. Traducción de José Luis González.


Photo by Ralph Thompson of Faulkner at Virginia University (20 February 1957)




Mijail Bajtin – La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais

$
0
0



En nuestro país, Rabelais es el menos popular, el menos estudiado, el menos comprendido y estimado de los grandes escritores de la literatura mundial. 
No obstante, Rabelais está considerado como uno de los autores europeos más importantes. Bélinsky (1) lo ha calificado de genio, de «Voltaire» del siglo XVI, y estima su obra como una de las más valiosas de los siglos pasados. Los especialistas europeos acostumbran a colocarla -por la fuerza de sus ideas, de su arte y por su importancia histórica- después de Shakespeare, e incluso llegan a ubicarlo a la par del inglés. Los románticos franceses, sobre todo Chateaubriand y Hugo, lo tenían por uno de los genios más eminentes de la humanidad de todos los tiempos y pueblos. Se le ha considerado, y se le considera aún, no sólo como un escritor de primer orden, sino también como un sabio y un profeta. He aquí un juicio significativo de Michelet: «Rabelais ha recogido directamente la sabiduría de la corriente popular de los antiguos dialectos, refranes, proverbios y farsas estudiantiles, de la boca de la gente común y los bufones. 
»Y a través de esos delirios, aparece con toda su grandeza el genio del siglo y su fuerza profética. Donde no logra descubrir, acierta a entrever, anunciar y dirigir. Bajo cada hoja de la floresta de los sueños se ven frutos que recogerá el porvenir. Este libro es una rama de oro.» (2) 
Es evidente que los juicios y apreciaciones de este tipo son muy relativos. No pretendemos decidir si es justocolocar a Rabelais a la par de Shakespeare o por encima o debajo de Cervantes, etc. Por lo demás, el lugar histórico que ocupa entre los creadores de la nueva literatura europea está indiscutiblemente al lado de Dante, Bocaccio, Shakespeare y Cervantes. Rabelais ha influido poderosamente no sólo en los destinos de la literatura y la lengua literaria francesa, sino también en la literatura mundial (probablemente con tanta intensidad como Cervantes). Es también indudable que fue el más democrático de los modernos maestros literarios. Para nosotros, sin embargo, su cualidad principal es la de estar más profundamente ligado que los demás a las fuentes populares (las que cita Michelet son exactas, sin duda, pero distan mucho de ser exhaustivas); el conjunto de estas fuentes determinaron su sistema de imágenes tanto como su con concepción artística. 
Y es precisamente ese peculiar carácter popular y, podríamos decir, radical de las imágenes de Rabelais lo que explica que su porvenir sea tan excepcionalmente rico, como correctamente señala Michelet, Es también este carácter popular el que explica «el aspecto no literario» de Rabelais, quiero decir su resistencia a ajustarse a los cánones y reglas del arte literario vigentes desde el siglo XVI hasta nuestros días, independientemente de las variaciones que sufriera su contenido. Rabelais ha rechazado estos moldes mucho más categóricamente que Shakespeare o Cervantes, quienes se limitaron a evitar los cánones clásicos más o menos estrechos de su época. Las imágenes de Rabelais se distinguen por una especie de «carácter no oficial», indestructible y categórico, de tal modo que no hay dogmatismo, autoridad ni formalidad unilateral que pueda armonizar con las imágenes rabelesianas, decididamente hostiles a toda perfección definitiva, a toda estabilidad, a toda formalidad limitada, a toda operación y         decisión circunscritas al dominio del pensamiento y la concepción del mundo. 
De ahí la soledad tan especial de Rabelais en el curso de los siglos siguientes: es imposible llegar a él a través de los caminos trillados que la creación artística y el pensamiento ideológico de la Europa burguesa, siguieron a lo largo de los últimos cuatro siglos. Y si bien es cierto que en ese tiempo encontramos numerosos admiradores entusiastas de Rabelais, es imposible, en cambio, hallar una comprensión total, claramente formulada, de su obra. 
Los románticos, que redescubrieron a Rabelais, como a Shakespeare y a Cervantes, no supieron encontrar su centro y no pasaron por eso de una maravillada sorpresa. Muchos son los comentaristas que Rabelais rechazado y rechaza aún; a la mayoría por falta de comprensión. 
El único medio de descifrar esos enigmas, es emprender un estudio en profundidad de sus fuentes populares. Si Rabelais se nos presenta como un solitario, sin afinidades con otros grandes escritores de los cuatro últimos siglos, podemos en cambio afirmar que, frente al rico acervo actualizado de la literatura popular, son precisamente esos cuatro siglos de evolución literaria los que se nos presentan aislados y exentos de afinidades mientras las imágenes rabelesianas están perfectamente ubicadas dentro de la evolución milenaria de la cultura popular. 
Si Rabelais es el más difícil de los autores clásicos, es porque exige, para ser comprendido, la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario hondamente arraigadas, la revisión de una multitud de nociones y, sobre todo, una investigación profunda de los dominios de literatura cómica popular que ha sido tan poco y tan superficialmente explorada. 
Ciertamente, Rabelaises difícil. Pero, en recompensa, su obra, descifrada convenientemente, permite iluminar la cultura cómica popular de varios milenios, de la que Rabelais fue el eminente portavoz en la literatura. Sin lugar a dudas, su novela puede ser la clave que nos permita penetrar en los espléndidos santuarios de la obra cómica popular que han permanecido incomprendidos e inexplorados. Pero antes de entrar en ellos, es fundamental conocer esta clave. 
La presente introducción se propone plantear los problemas de la cultura cómica popular de la Edad Media y el Renacimiento, discernir sus dimensiones y definir previamente susrasgos originales. 
Como hemos dicho, la risa popular y sus formas, constituyen el campo menos estudiados de la creación popular. La concepción estrecha del carácter popular y del folklore nacida en la época pre-romántica y rematada esencialmente por Herder y los románticos, excluye casi por completo la cultura específica de la plaza pública y también el humor popular en toda la riqueza de sus manifestaciones. Ni siquiera posteriormente los especialistas del folklore y la historia literaria han considerado el humor del pueblo en la plaza pública como un objeto digno de estudio desde el punto de vista cultural, histórico, folklórico o literario. Entre las numerosas investigaciones científicas consagradas a los ritos, los mitos y las obras populares, líricas y épicas, la risa no ocupa sino un lugar modesto. Incluso en esas condiciones, la naturaleza específica de la risa popular aparece totalmente deformada porque se le aplican ideas y nociones que le son ajenas pues pertenecen verdaderamente al dominio de la cultura y la estética burguesa contemporáneas. Esto nos permite afirmar, sin exageración, que la profunda originalidad de la antigua cultura cómica popular no nos ha sido revelada. 
Sin embargo, su amplitud e importancia eran considerables en la Edad Media y en el Renacimiento. El mundo infinito de las formas y manifestaciones de la risa se oponía a la cultura oficial, al tono serio, religioso y feudal de la época. Dentro de su diversidad, estas formas y manifestaciones -las fiestas públicas carnavalescas, los ritos y cultos cómicos, los bufones y «bobos», gigantes, enanos y monstruos, payasos de diversos estilos y categorías, la literatura paródica, vasta y multiforme, etc.-, poseen una unidad de estilo y constituyen partes y zonas únicas e indivisibles de la cultura cómica popular, principalmente de la cultura carnavalesca. 
Las múltiples manifestaciones de esta cultura pueden subdividirse en tres grandes categorías; 
1) formas y rituales del espectáculo (festejos carnavalescos, obras cómicas representadas en las plazas públicas, etc.); 
2) Obras cómicas verbales (incluso las parodias) de diversa naturaleza: orales y escritas, en latín o en lengua vulgar; 
3) Diversas formas y tipos del vocabulario familiar y grosero (insultos, juramentos, lemas populares, etc.), 
Estas tres categorías, que reflejan en su heterogeneidad un mismo aspecto cómico del mundo, están estrechamente interrelacionadas y se combinan entre sí. 
Vamos a definir previamente cada una de las tres formas. 

Los festejos del carnaval, con todos los actos y ritos cómicos que contienen, ocupaban un lugar muy importante en la vida del hombre medieval. Además de los carnavales propiamente dichos, que iban acompañados de actos y procesiones complicadas que llenaban las plazas y las calles durante días enteros, se celebraban también la «fiesta de los bobos»(festa stultorum)  y la «fiesta del asno»; existía también una «risa pascual» (risus paschalis) muy singular y libre, consagrada por la tradición. Además, casi todas las fiestas religiosas poseían un aspecto cómico popular y público, consagrado también por la tradición. Es el caso, por ejemplo, de las fiestas del templo», que eran seguidas habitualmente por ferias y por un rico cortejo de regocijos populares (durante los cuales se exhibían gigantes, enanos, monstruos, bestias «sabias», etc.). La representación de los misterios acontecía en un ambiente de carnaval. Lo mismo ocurría con las fiestas agrícolas, como la vendimia, que se celebraban asimismo en las ciudades. La risa acompañaba también las ceremonias y los ritos civiles de la vida cotidiana: así, los bufones y los «tontos» asistían siempre a las funciones del ceremonial serio, parodiando sus actos (proclamación de los nombres de losvencedores de los torneos, ceremonias de entrega del derecho de vasallaje, de los nuevos caballeros armados, etc.). Ninguna fiesta se desarrollaba sin la intervención de los elementos de una organización cómica; así, para el desarrollo de una fiesta, la elección de reinas y reyes de la«risa». 
Estas formas rituales y de espectáculo organizadas a manera cómica y consagradas por la tradición, se habían difundido en todos los países europeos, pero en los países latinos, especialmente en Francia, destacaban por su riqueza y complejidad particulares. Al analizar el sistema rabelesiano de imágenes dedicaremos un examen más completo y detallado a las mismas. 
Todos estos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica, presentaban una diferencia notable, una diferencia de principio, podríamos decir, con las formas del culto y las ceremonias oficiales serias de Iglesia o del Estado feudal. Ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a la que los hombres de la Edad Media pertenecían en una proporción mayor o menor y en la que vivían en fechas determinadas. Esto creaba una especie de dualidad del mundo, y creemos que sin tomar esto en consideración no se podría comprender ni la conciencia cultural de la Edad Media ni la civilización renacentista. La ignorancia o subestimación de risa popular en Edad Media deforma también el cuadro evolutivo histórico de la cultura europea en los siglos siguientes. 
La dualidad en la percepción del mundo y la vida humana ya existían en el estadio anterior de la civilización primitiva. En el folklore de los pueblos primitivos se encuentra, paralelamente a los cultos serios (por su organización y su tono) la existencia de cultos cómicos, que convertían a las divinidades en objetos de burla y blasfemia («risa ritual»); paralelamente a los mitos serios, mitos cómicos e injuriosos; paralelamente a los héroes, sus sosias paródicos. Hace muy poco que los especialistas del folklore comienzan a interesarse en los ritos y mitos cómicos. (3)
Pero en las etapas primitivas, dentro de un régimen social que no conocía todavía ni las clases ni el Estado, los aspectos serios y cómicos de la divinidad, del mundo y del hombre eran, según todos los indicios, igualmente sagrados e igualmente, podríamos decir, «oficiales». Este rasgo persiste a veces en algunos ritos de épocas posteriores. Así, por ejemplo, en la Roma antigua, durante la ceremonia del triunfo, se celebraba y se escarnecía al vencedor en igual proporción; del mismo modo, durante los funerales se lloraba (o celebraba) y se ridiculizaba al difunto. Pero cuando se establece el régimen de clases y de Estado, se hace imposible otorgar a ambos aspectos derechos iguales, de modo que las formas cómicas -algunas más temprano, otras más tarde-, adquieren un carácter no oficial, su sentido se modifica, se complica y se profundiza, para transformarse final mente en las formas fundamentales de expresión de la cosmovisión y la cultura populares. 
Es el caso de los regocijos carnavalescos de la Antigüedad, sobre todo las saturnales romanas, así como de los carnavales de la Edad Media, que están evidentemente muy alejados de la risa ritual que conocía la comunidad primitiva. 
¿Cuáles son los rasgos típicos de las formas rituales y de los espectáculos cómicos de la Edad Media, y, ante todo, cuál es su naturaleza, es decir su modo de existencia? 
No se trata por supuesto de ritos religiosos, como en el género de liturgia cristiana, a la que están relacionados por antiguos lazos genéricos. El principio cómico que preside los ritos carnavalescos los exime completamente de todo dogmatismo religioso o eclesiástico, del misticismo, de la piedad, y están por lo demás desprovistos de carácter mágico o encantatorio (no piden ni exigen nada). Más aún, ciertas formas carnavalescas son una verdadera parodia del culto religioso. Todas estas formas son decididamente exteriores a la Iglesia y a la religión. Pertenecen a una esfera particular de la vida cotidiana. 
Por su carácter concreto y sensible y en razón de un poderoso elemento de juego, se relacionan preferentemente con las formas artísticas y animadas de imágenes, es decir con las formas del espectáculo teatral. Y es verdad que las formas del espectáculo teatral de la Edad Media se asemejan en lo esencial a los carnavales populares, de los que forman parte en cierta medida. Sin embargo, el núcleo de esta cultura, es decir el carnaval, no es tampoco la forma puramente artística del espectáculo teatral, y, en general, no pertenece al dominio del arte. Está situado en las fronteras entre el arte y la vida. En realidad es la vida misma, presentada con los elementos característicos del juego. 
De hecho, el carnaval ignora toda distinción entre actores y espectadores. También ignora la escena, incluso en su forma embrionaria. Ya que una escena destruiría el carnaval (e inversamente, la destrucción del escenario destruiría el espectáculo teatral). Los espectadores no asisten al carnaval, sino que lo viven, ya que el carnaval está hecho para todo el pueblo. Durante el carnaval no hay otra vida que la del carnaval. Es imposible escapar, porque el carnaval no tiene ninguna frontera espacial. En el curso de la fiesta sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir de acuerdo a las leyes de la libertad. El carnaval posee un carácter universal, es un estado peculiar del mundo: su renacimiento y su renovación en los que cada individuo participa. Esta es la esencia misma del carnaval, y los que intervienen en el regocijo lo experimentan vivamente. 
La idea del carnaval ha sido observada y se ha manifestado de forma muy sensible en las saturnales romanas, que eran experimentadas como un retorno efectivo y completo (aunque provisorio) al país de la edad de oro. Las tradiciones de las saturnales sobrevivieron en el carnaval de la Edad Media, que representó, con más plenitud y pureza que otras fiestas de la misma época, la idea de la renovación universal. Los demás regocijos de tipo carnavalesco eran limitados y encarnaban la idea del carnaval en una forma menos plena y menos pura; sin embargo, la idea subsistía y se la concebía como una huida provisional de los moldes de la vida ordinaria (es decir, oficial). 
En este sentido el carnaval no era una forma artística de espectáculo teatral, sino más bien una forma concreta de la vida misma, que no era simplemente representada sobre un escenario, sino vivida en la duración del carnaval. Esto puede expresarse de la siguiente manera: durante el carnaval es la vida misma la que juega e interpreta (sin escenario, sin tablado, sin actores, sin espectadores, es decir sin los atributos específicos de todo espectáculo teatral) su propio renacimiento y renovación sobre la base de mejores principios. Aquí la forma efectiva de la vida es al mismo tiempo su forma ideal resucitada. 
Los bufones y payasos son los personajes característicos de la cultura cómica de la Edad Media. En cierto modo, los vehículos permanentes y consagrados del principio carnavalesco en vida cotidiana (aquella que se desarrollaba fuera del carnaval). Los bufones y payasos, como por ejemplo el payaso Triboulet, que actuaba en la corte de Francisco I (y que figura también en la novela de Rabelais), no eran actores que desempeñaban su papel sobre el escenario (a semejanza de los cómicos que luego interpretarían Arlequín, Hans Wurst, etc.). Por el contrario, ellos seguían siendo bufones y payasos en todas las circunstancias de su vida. Como tales, encarnaban una forma especial de la vida, a la vez real e ideal. Se situaban en la frontera entre la vida y el arte (en una esfera intermedia), ni personajes excéntricos o estúpidos ni actores cómicos. 
En suma, durante el carnaval es la vida misma la que interpreta, y durante cierto tiempo eljuego se transforma en vida real. Esta es la naturaleza específica del carnaval, su modo particular de existencia. 
El carnaval es la segunda vida del pueblo, basada en el principio de la risa. Es su vida festiva. La fiesta es el rasgo fundamental de todas las formas de ritos y espectáculos cómicos de la Edad Media. Todas esas formas presentaban un lazo exterior con las fiestas religiosas. Incluso el carnaval, que no coincidía con ningún hecho de la vida sacra, con ninguna fiesta santa, se desarrollaba durante los últimos días que precedían a la gran cuaresma (de allí los nombres franceses de Mardi gras o Carême-prenant y, en los países germánicos, de Fastnacht). La línea genética que une estas formas a las festividades agrícolas paganas de la Antigüedad, y que incluyen en su ritual el elemento cómico, es más esencial aún. 
Las festividades (cualquiera que sea su tipo) son una forma primordial determinante la civilización humana. No hace falta considerarlas ni explicarlas como un producto de las condiciones y objetivos prácticos del trabajo colectivo, o interpretación más vulgar aún, de la necesidad biológica (fisiológica) de descanso periódico. Las festividades siempre han tenido un contenido esencial, un sentido profundo, han expresado siempre una concepción del mundo. Los «ejercicios» de reglamentación y perfeccionamiento del proceso del trabajo colectivo, el «juego del trabajo», el descanso o la tregua en el trabajo nunca han llegado a ser verdaderas fiestas. Para que lo sea hace falta un elemento más, proveniente del mundo del espíritu y de las ideas. Su sanción debe emanar no del mundo de los medios y condiciones indispensables, sino del mundo de los objetivos superiores de la existencia humana, es decir, el mundo de los ideales. Sin esto, no existe clima de fiesta. 
Las fiestas tienen siempre una relación profunda con el tiempo. En la base de las fiestas hay siempre una concepción determinada y concreta del tiempo natural (cósmico), biológico e histórico. Además las fiestas, en todas sus fases históricas, han estado ligadas a períodos de crisis, de trastorno, en la vida de la naturaleza, de la sociedad y del hombre. La muerte y la resurrección, las sucesiones y la renovación constituyeron siempre los aspectos esenciales de la fiesta. Son estos momentos precisamente (bajo las formas concretas de las-diferentes fiestas) los que crearon el clima típico de la fiesta. 
Bajo el régimen feudal existente en la Edad Media, este carácter festivo, es decir la relación de la fiesta con los objetivos superiores de la existencia humana, la resurrección y la renovación, sólo podía alcanzar su plenitud y su pureza en el carnaval y en otras fiestas populares y públicas. La fiesta se convertía en esta circunstancia en la forma que adoptaba segunda vida del pueblo, que temporalmente penetraba en el reino utópico de la universalidad, de la libertad, de la igualdad y de la abundancia. 
En cambio, las fiestas oficiales de la Edad Media (tanto las de la Iglesia como las del Estado feudal) no sacaban al pueblo del orden existente, ni eran capaces de crear esta segunda vida. Al contrario, contribuían a consagrar, sancionar y fortificar el régimen vigente. Los lazos con el tiempo se volvían puramente formales, las sucesiones y crisis quedaban totalmente relegadas al pasado. En la práctica, la fiesta oficial miraba sólo hacia atrás, hacia el pasado, del que se servía para consagrar el orden social presente. La fiesta oficial, incluso a pesar suyo a veces, tendía a consagrar la estabilidad, la inmutabilidad y la perennidad de las reglas que regían el mundo: jerarquías, valores, normas y tabúes religiosos, políticos y morales corrientes. La fiesta era el triunfo de la verdad prefabricada, victoriosa, dominante, que asumía la apariencia de una verdad eterna, inmutable y perentoria. Por eso el tono de la fiesta oficial traicionaba la verdadera naturaleza de la fiesta humana y la desfiguraba. Pero como su carácter auténtico era indestructible, tenían que tolerarla e incluso legalizarla parcialmente en las formas exteriores y oficiales de la fiesta y concederle un sitio en la plaza pública. 
A diferencia de la fiesta oficial, el carnaval era el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes. Se oponía a toda perpetuación, a todo perfeccionamiento y reglamentación, apuntaba a un porvenir aún incompleto. 
La abolición de las relaciones jerárquicas poseía una significación muy especial. En las fiestas oficiales las distinciones jerárquicas se destacaban a propósito, cada personaje se presentaba con las insignias de sus títulos, grados y funciones y ocupaba el lugar reservado a su rango. Esta fiesta tenía por finalidad la consagración de la desigualdad, a diferencia del carnaval en el que todos eran iguales y donde reinaba una forma especial de contacto libre y familiar entre individuos normalmente separados en la vida cotidiana por las barreras infranqueables de su condición, su fortuna, su empleo, su edad y su situación familiar. 
A diferencia de la excepcional jerarquización del régimen feudal, con su extremo encasillamiento en estados y corporaciones, este contacto libre y familiar era vivido intensamente y constituía una parte esencial de la visión carnavalesca del mundo. El individuo parecía dotado de una segunda vida que le permitía establecer nuevas relaciones, verdaderamente humanas, con sus semejantes. La alienación desaparecía provisionalmente. El hombre volvía a sí mismo y se sentía un ser humano entre sus semejantes. El auténtico humanismo que caracterizaba estas relaciones no era en absoluto fruto de la imaginación o el pensamiento abstracto, sino que se experimentaba concretamente en ese contacto vivo, material y sensible. El ideal utópico y el real se basaban provisionalmente en la visión carnavalesca, única en su tipo. 
En consecuencia, esta eliminación provisional, a la vez ideal y efectiva, de las relaciones jerárquicas entre los individuos, creaba en la plaza pública un tipo particular de comunicación inconcebible en situaciones normales. Se elaboraban formas especiales del lenguaje y de los ademanes, francas y sin constricciones, que abolían toda distancia entre los individuos en comunicación, liberados de las normas corrientes de la etiqueta y las reglas de conducta. Esto produjo el nacimiento de un lenguaje carnavalesco típico, del cual encontraremos numerosas muestras en Rabelais. 
A lo largo de siglos de evolución, el carnaval medieval, prefigurado en los ritos cómicos anteriores, de antigüedad milenaria (en los que incluimos las saturnales) originó una lengua propia de gran riqueza, capaz de expresar las formas y símbolos del carnaval y de transmitir la cosmovisión carnavalesca unitaria pero compleja del pueblo. Esta visión, opuesta a todo lo previsto y perfecto, a toda pretensión de inmutabilidad y eternidad, necesitaba manifestarse con unas formas de expresión dinámicas y cambiantes (proteicas) fluctuantes y activas. De allí que todas las formas y símbolos de la lengua carnavalesca estén impregnadas del lirismo de la sucesión y la renovación, de la gozosa comprensión de la relatividad de las verdades y las autoridades dominantes. Se caracteriza principalmente por lógica original de las cosas «al revés» y «contradictorias», de las permutaciones constantes de lo alto y lo bajo (la «rueda») del frente y el revés, y por las diversas formas de parodias, inversiones, degradaciones, profanaciones, coronamientos y derrocamientos bufonescos. La segunda vida, el segundo mundo de la cultura popular se construye en cierto modo como parodia de la vida ordinaria, como un «mundo al revés». Es preciso señalar sin embargo que la parodia carnavalesca está muy alejada de la parodia moderna puramente negativa y formal; en efecto, al negar, aquélla resucita y renueva a la vez. La negación pura y llana es casi siempre ajena a la cultura popular. 
En la presente introducción, nos hemos limitado a tratar muy rápidamente las formas y los símbolos carnavalescos, dotados de una riqueza y originalidad sorprendentes. El objetivo fundamental de nuestro estudio es hacer asequible esta lengua semiolvidada, de la que comenzamos a perder la comprensión de ciertos matices. Porque ésta es, precisamente, la lengua que utilizó Rabelais. Sin conocerla bien, no podríamos comprender realmente el sistema de imágenes rabelesianas. Recordemos que esta lengua carnavalesca fue empleada también, en manera y proporción diversas, por Erasmo, Shakespeare, Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Guevara y Quevedo; y también por la «literatura de los bufones alemanes» (Narrenliteratur), Hans Sachs, Fischart, Grimmelshausen y otros. Sin conocer esta lengua es imposible conocer a fondo y bajo todos sus aspectos la literatura del Renacimiento y del barroco. No sólo la literatura, sino también las utopías del Renacimiento y su concepto del mundo influidas por la visión carnavalesca del mundo y a menudo adoptaban sus formas y símbolos. 
Explicaremos previamente la naturaleza compleja del humor carnavalesco. Es, ante todo, un humor festivo. No es en consecuencia una reacción individual ante uno u otro hecho «singular» aislado. La risa carnavalesca es ante todo patrimonio del pueblo (este carácter popular, como dijimos, es inherente a la naturaleza misma del carnaval); todos ríen, la risa es «general»; en segundo lugar, es universal, contiene todas las cosas y la gente (incluso las que participan en el carnaval), el mundo entero parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso, en su relativismo; por último esta risa es ambivalente: alegre y llena de alborozo, pero al mismo tiempo burlona y sarcástica, niega y afirma, amortaja y resucita a la vez. 
Una importante cualidad de la risa en la fiesta popular es que escarnece a los mismos burladores. El pueblo no se excluye a sí mismo del mundo en evolución. También él se siente incompleto; también él renace y se renueva con la muerte. 
Esta es una de las diferencias esenciales que separan la risa festiva popular de la risa puramente satírica de la época moderna. El autor satírico que sólo emplea el humor negativo, se coloca fuera del objeto aludido y se le opone, lo cual destruye la integridad del aspecto cómico del mundo; por lo que la risa negativa se convierte en un fenómeno particular. Por el contrario, la risa popular ambivalente expresa una opinión sobre un mundo en plena evolución en el que están incluidos los que ríen. 
Debemos señalar especialmente el carácter utópico y de cosmovisión de esta risa festiva, dirigida contra toda concepción de superioridad. Esta risa mantiene viva aún, con un cambio sustancial de sentido, la burla ritual de la divinidad, tal como existía en los antiguos ritos cómicos. Pero los elementos culturales característicos han desaparecido, y sólo subsisten los rasgos humanos, universales y utópicos. 
Es absolutamente necesario plantear adecuadamente el problema de la risa popular. Los estudios que se le han consagrado incurren en el error de modernizarla groseramente, interpretándola dentro del espíritu de la literatura cómica moderna, ya sea como un humor satírico negativo (designando así a Rabelais como autor exclusivamente satírico) o como una risa agradable destinada únicamente a divertir, ligera y desprovista de profundidad y fuerza. Generalmente su carácter ambivalente pasa desapercibido por completo. 
Pasamos ahora a la segunda forma de cultura cómica popular: las obras verbales en latín y en lengua vulgar. No se trata de folklore (aunque algunas de estas obras en lengua vulgar puedan considerarse así). Esta literatura está imbuida de la cosmovisión carnavalesca, utilizaba ampliamente la lengua de las formas carnavalescas, se desarrollaba al amparo de las osadías legitimadas por el carnaval, y en la mayoría de los casos estaba fundamentalmente ligada a los regocijos carnavalescos, cuya parte literaria solía representar. (4) En esta literatura, la risa era ambivalente y festiva. A su vez esta literatura era una literatura festiva y recreativa, típica de la Edad Media. 
Ya dijimos que las celebraciones carnavalescas ocupaban un importante lugar en la vida de las poblaciones medievales, incluso desde el punto de vista de su duración: en las grandes ciudades llegaban a durar tres meses por año. La influencia de la cosmovisión carnavalesca sobre la concepción y el pensamiento de los hombres, era radical: les obligaba a renegar en cierto modo de su condición oficial (como monje, clérigo o sabio) y a contemplar el mundo desde un punto de vista cómico y carnavalesco. No sólo los escolares y los clérigos, sino también los eclesiásticos de alta y los doctos teólogos se permitían alegres distracciones durante las cuales se desprendían de su piadosa gravedad, como en el caso de los «juegos monacales» (Joca monacorum); título de una de las obras más de la Edad Media. En sus celdas de sabio escribían tratados más o meno paródicos obras cómicas en latín. 
La literatura cómica medieval se desarrolló durante todo un milenio y aún más, si consideramos que sus comienzos se remontan a la antigüedad cristiana. Durante este largo período, esta literatura sufrió cambio muy importantes (menos sensibles en la literatura en lengua latina). Surgieron géneros diversos y variaciones estilísticas. A pesar de todas las diferencias de época y género, esta literatura sigue siendo- en diversa proporción-la expresión de la cosmovisión popular y carnavalesca, y sigue empleando en consecuencia la lengua de sus formas y símbolos. 
La literatura latina paródica o semi-paródica está enormemente difundida. Poseemos una cantidad considerable de manuscritos en los cuales la ideología oficial de la Iglesia y sus ritos son descritos desde el punto de vista cómico. 
La risa influyó en las más altas esferas del pensamiento y el culto religioso. 
Una de las obras más antiguas y célebres de esta literatura, La Cena de Cipriano (Coena Cypriani), invirtió con espíritu carnavalesco las Sagradas Escrituras (Biblia y Evangelios). Esta parodia estaba autorizada por la tradición de la risa pascual (risus paschalis) libre; en ella encontramos ecos lejanos de las saturnales romanas. Otra obra antigua del mismo tipo, Vergilius Maro grammaticus, es un sabihondo tratado semiparódico sobre la gramática latina, como también una parodia de la sabiduría escolástica y de los métodos científicos de principios de la Edad Media. Estas dos obras inauguran la literatura cómica medieval en latín y ejercen una influencia preponderante sobre sus tradiciones y se sitúan en la confluencia de la Antigüedad y la Edad Media. Su popularidad ha persistido casi hasta la época del Renacimiento. Como consecuencia, surgen dobles paródicos de los elementos del culto y el dogma religioso. Es la denominada parodia sacra, uno de los fenómenos más originales y menos comprendidos de la literatura medieval. 
Sabemos que existen numerosas liturgias paródicas (Liturgia de los bebedores, Liturgia de los jugadores, etc.), parodias de las lecturas evangélicas, de las plegarias, incluso de las más sagradas (como el Padre Nuestro, el Ave María, etc.), de las letanías, de los himnos religiosos, de los salmos, así como imitaciones de las sentencias evangélicas, etc. Se escribieron testamentos paródicos, resoluciones que parodiaban los concilios, etc. Este nuevo género literario casi infinito, estaba consagrado por la tradición y tolerado en cierta medida por la Iglesia. Había una parte escrita que existía bajo la égida de la «risa pascual» o «risa navideña» y otra (liturgias y plegarias paródicas) que estaba en relación directa con la «fiesta de los tontos» y era interpretada en esa ocasión. 
Además, existían otras variedades de la literatura cómica latina, como, por ejemplo, las disputas y diálogos paródicos, las crónicas paródicas, etc. Sus autores debían poseer seguramente un cierto grado de instrucción -en algunos casos muy elevado-. Eran los ecos de la risa de los carnavales públicos que repercutían en los muros de los monasterios, universidades y colegios. 
La literatura cómica latina de la Edad Media llegó a su apoteosis durante el apogeo del Renacimiento, con el Elogio de la locura de Erasmo (una de las creaciones más eminentes del humor carnavalesco en la literatura mundial) y con las Cartas de hombres Oscuros (Epistolae obscurorum virorum). 
La literatura cómica en lengua vulgar era igualmente rica y más variada aún. Encontramos en esta literatura escritos análogos a la parodia sacra: plegarias paródicas, homilías (denominados sermones alegres en Francia), canciones de Navidad, leyendas sagradas, etc. Sin embargo, lo predominante eran sobre todo las parodias e imitaciones laicas que escarnecen al régimen feudal y su epopeya heroica. 
Es el caso de las epopeyas paródicas de la Edad Media que ponen en escena animales, bufones, tramposos y tontos; elementos de la epopeya heroica paródica que aparecen en los cantators, aparición de dobles cómicos de los héroes épicos (Rolando cómico), etc. Se escriben novelas de caballería paródicas, tales como mula sin brida y Aucassin y Nicolette. Se desarrollan diferentes géneros de retórica cómica: varios «debates» carnavalescos, disputas, diálogos, «elogios» (o «ilustraciones»), etc. La risa carnaval replica en las fábulas y en las piezas líricas compuestas por vaguants (escolares vagabundos). 
Estos géneros y obras están relacionados con el carnaval público y utilizan, más ampliamente que los escritos en latín, las fórmulas y los símbolos del carnaval. Pero es la dramaturgia cómica medieval la que está más estrechamente ligada al carnaval. La primera pieza cómica –que conservamos- de Adam de la Halle, El juego de la enramada, es una excelente muestra de la visión y de la comprensión de la vida y el mundo puramente carnavalescos; contiene en germen numerosos elementos del futuro mundo rabelesiano. Los milagros y moralejas son «carnavalizados» en mayor o menos grado. La risa se introduce también en los misterios; las diabluras-misterios, por ejemplo, poseen un carácter carnavalesco muy marcado. Las gangarillas son también un género extremadamente «carnavalizado» de fines de la Edad Media. 
Hemos tratado superficialmente en estas páginas algunas de las obras más conocidas de la literatura cómica, que pueden mencionarse sin necesidad de recurrir a comentarios especiales. Esto bastará para plantear escuetamente el problema. Pero en lo sucesivo, a medida que analicemos la obra de Rabelais, nos detendremos con más detalle en esos géneros y obras, y en otros géneros y obras menos conocidos. 

Seguiremos ahora con la tercera forma de expresión de la cultura cómica popular, es decir con ciertos fenómenos y géneros del vocabulario familiar y público de la Edad Media y el Renacimiento. Ya dijimos que durante el carnaval en las plazas públicas, la abolición provisoria de diferencias y barreras jerárquicas entre las personas y la eliminación ciertas reglas y tabúes vigentes en la vida cotidiana, creaban un tipo especial de comunicación a la vez ideal y real entre la gente, imposible establecer en la vida ordinaria. Era un contacto familiar y sin restricciones. 
Como resultado, la nueva forma de comunicación produjo nuevas formas lingüísticas: géneros inéditos, cambios de sentido o eliminación de ciertas formas desusadas, etc. Es muy conocida la existencia de fenómenos similares en la época actual. Por ejemplo, cuando dos personas crean vínculos de amistad, la distancia que las separa se aminora (están en «pie de igualdad») y las formas de comunicación verbal cambian completamente: se tutean, emplean diminutivos, incluso sobrenombres a veces, usan epítetos injuriosos que adquieren un sentido afectuoso; pueden llegar a burlarse la una de la otra (si no existieran esas relaciones amistosas sólo un tercero podría ser objeto de esas burlas), palmotearse en la espalda e incluso en el vientre (gesto carnavalesco por excelencia), no necesitan pulir el lenguaje ni evitar los tabúes, por lo cual se dicen palabras y expresiones inconvenientes, etc. 
Pero aclaremos que este contacto familiar en la vida ordinaria moderna está muy lejos del contacto libre y familiar que se establece en la plaza pública durante el carnaval popular. Falta un elemento esencial: el carácter universal, el clima de fiesta, la idea utópica, la concepción profunda del mundo. En general, al otorgar un contenido cotidiano a ciertas fiestas del carnaval, aunque manteniendo su aspecto exterior, se llega en la actualidad a perder su sentido interno profundo. Recordemos de paso que ciertos elementos rituales antiguos de fraternidad sobrevivieron en el carnaval, adoptando un nuevo sentido y una forma más profunda. Ciertos ritos antiguos se incorporaron a la vida práctica moderna por intermedio del carnaval, pero perdieron casi por completo lasignificación que tenían en éste. 
El nuevo tipo de relaciones familiares establecidas durante el carnaval se refleja en una serie de fenómenos lingüísticos. Nos detendremos en algunos. 
El lenguaje familiar de la plaza pública se caracteriza por el uso frecuente de groserías, o sea de expresiones y palabras injuriosas, a veces muy largas y complicadas. Desde el punto de vista gramatical y semántico, las groserías están normalmente aisladas en el contexto del lenguaje y consideradas como fórmulas fijas del mismo género del proverbio. Por lo tanto, puede afirmarse que las groserías son una clase verbal especial del lenguaje familiar. Por su origen no son homogéneas y cumplieron funciones de carácter especialmente mágico y encantatorio en la comunicación primitiva. 
Lo que nos interesa más especialmente son las groserías blasfematorias dirigidas a las divinidades y que constituían un elemento necesario de los cultos cómicos más antiguos. Estas blasfemias eran ambivalentes: degradaban y mortificaban a la vez que regeneraban y renovaban. Y son precisamente estas blasfemias ambivalentes las que determinaron el carácter verbal típico de las groserías en la comunicación familiar carnavalesca. En efecto, durante el carnaval estas groserías cambiaban considerablemente de sentido, para convertirse en un fin en sí mismo y adquirir así universalidad y profundidad. Gracias a esta metamorfosis, las palabrotas contribuían a la creación de una atmósfera de libertad dentro de la vida secundaria carnavalesca. 
Desde muchos puntos de vista, los juramentos son similares a las groserías. También ellos deben considerarse como un género verbal especial, con las mismas bases que las groserías (carácter aislado, acabado y autosuficiente). Si inicialmente los juramentos no tenían ninguna relación con la risa, al ser eliminados de las esferas del lenguaje oficial, pues infringían sus reglas verbales, no les quedó otro recurso que el de implantarse en la esfera libre del lenguaje familiar. Sumergidos en el ambiente del carnaval, adquirieron un valor cómico y se volvieron ambivalentes. 
Los demás fenómenos verbales, como por ejemplo las obscenidades, corrieron una suerte similar. El lenguaje familiar se convirtió en cierto modo en receptáculo donde se acumularon las expresiones verbales prohibidas y eliminadas de la comunicación oficial. A pesar de su heterogeneidad originaria, estas palabras asimilaron la cosmovisión carnavalesca, modificaron sus antiguas funciones, adquirieron un tono cómico general, y se convirtieron, por así decirlo, en las chispas de la llama única del carnaval, llamada a renovar el mundo. 
Nos detendremos a su debido tiempo en los demás aspectos originales del lenguaje familiar. Señalemos, como conclusión, que este lenguaje ejerció una gran influencia en el estilo de Rabelais. 

Acabamos de pasar revista a las tres principales fuentes de expresión de la cultura cómica popular de la Edad Media. Los fenómenos que hemos analizado ya han sido estudiados por los especialistas (sobre todo la literatura cómica en lengua vulgar). Pero han sido estudiados en forma aislada, totalmente desligados de su seno materno, esto es de las formas rituales y los espectáculos carnavalescos, por lo cual no se tuvo en cuenta la unidad de las cultura cómica popular en la Edad Media. Todavía no han sido planteados los problemas de esta cultura. 
Por esta razón no se comprendió la concepción cómica del mundo, única y profundamente original, que está detrás de la diversidad y la heterogeneidad de estos fenómenos, que sólo representan su aspecto fragmentario. 
Por eso aún no se ha descubierto la esencia de estos fenómenos, que fueron estudiados únicamente desde el punto de vista de las reglas culturales, estéticas y literarias de la época moderna, sin ubicarlos en la época a la que pertenecen. Fueron, por el contrario, modernizados, lo que explica por qué fueron interpretados erróneamente. El tipo particular de imágenes cómicas, unitario en su diversidad y característico de la cultura popular de la Edad Media no ha sido comprendido, por ser totalmente ajeno a los tiempos modernos (sobre todo al siglo XIX). Daremos a continuación una definición preliminar. 
Se suele destacar el predominio excepcional que tiene en la obra de Rabelais el principio de la vida material y corporal: imágenes del cuerpo, de la bebida, de la satisfacción de las necesidades naturales y la vida sexual. Son imágenes exageradas e hipertrofiadas. Muchos bautizaron a Rabelais con el título de gran poeta de la «carne» y el «vientre» (Víctor Hugo, por ejemplo). Otros le reprocharon su «fisiologismo grosero», su «biologismo» y su «naturalismo», etc. Los demás autores del Renacimiento tuvieron inclinaciones literarias análogas, aunque menos fuertes (Bocaccio, Shakespeare y Cervantes). Algunos lo interpretaron como una «rehabilitación de la carne» típica de la época, surgida como reacción al ascetismo medieval. A veces se pretendió considerarlo como una manifestación típica de la vida burguesa, es decir del interés material del homo economicus en su aspecto privado y egoísta. 
Las explicaciones de este tipo son sólo formas de modernización de las imágenes y materiales corporales de la literatura del Renacimiento; se le atribuyen significaciones estrechas y modificadas de acuerdo al sentido que la «materia», y el «cuerpo» y la «vida material» (comer, beber, necesidades naturales, etc.) adquirieron en las concepciones de los siglos siguientes (sobre todo el siglo XIX). 
Sin embargo, las imágenes referentes a la vida material y corporal en Rabelais (y en los demás autores del Renacimiento) son la herencia (un tanto modificada, para ser precisos) de la cultura cómica popular, de un tipo peculiar de imágenes y, más ampliamente, de una concepción estética de la vida práctica que caracteriza a esta cultura y la diferencia claramente las culturas de los siglos posteriores (a partir del clasicismo). Vamos a darle a esta concepción el nombre convencional realismo grotesco. 
En el realismo grotesco (es decir en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular) el principio material y corporal aparece bajo la forma universal de fiesta utópica.  Lo cósmico, lo social y lo corporal están ligados indisolublemente en una totalidad viviente. e indivisible. Es un conjunto alegre y bienhechor. 
En el realismo grotesco, el elemento espontáneo material y corporal esun principio profundamente positivo que, por otra parte, no aparece bajo una forma egoísta ni separado de los demás aspectos vitales. El principio material y corporal es percibido como universal y popular, y como tal, se opone a toda separación de las raíces materiales y corporales del mundo, atodo aislamiento y confinamiento en sí mismo, a todo carácter ideal abstracto o intento de expresión separado e independiente de la tierra y el cuerpo. El cuerpo y la vida corporal adquieren a la vez un carácter cósmico y universal; no se trata tampoco del cuerpo y la fisiología en el sentido estrecho y determinado que tienen en nuestra época; todavía no están singularizados ni separados del resto del mundo. 
El portador del principio material y corporal no es aquí ni el ser biológico aislado ni el egoísta individuo burgués, sino el pueblo, pueblo que en su evolución crece y se renueva constantemente. Por eso el elemento corporal es tan magnífico, exagerado e infinito. Esta exageración tiene un carácter positivo y afirmativo. de estas de la vida corporal y material son la fertilidad, el crecimiento y la superabundancia. Las manifestaciones de la vida material y corporal no son atribuidas a un ser biológico aislado o a un individuo económico privado y egoísta, sino a una especie de cuerpo popular, colectivo y genérico (aclararemos más tarde el sentido de estas afirmaciones). La abundancia y la universalidad determinan a su vez el carácter alegre y festivo (no cotidiano) de las imágenes referentes a la vida material y corporal. El principio material y corporal es el  principio de la fiesta, del banquete de  la alegría, de la «buena comida». Este rasgo subsiste considerablemente en la literatura y el arte del Renacimiento, y sobre todo en Rabelais. 
El rasgo sobresaliente del realismo grotesco es la degradación o sea la transferencia al plano material y corporal de lo elevado, espiritual, ideal y abstracto. Es ejemplo, de Coena Cipriani (La Cena de Cipriano) que hemos mencionado, y de otras parodias latinas de la Edad Media extraídas de la Biblia, de los evangelios y de otros textos sagrados. En ciertos diálogos cómicos muy populares en la Edad Media, como, por ejemplo, los que sostienen Salomón y Marcoul, hay un contrapunto entre las máximas salomónicas, expresadas con un tono grave y elevado, y las máximas y pedestres del bufón Marcoul referidas todas premeditadamente al mundo material (beber, comer, digestión, vida sexual). (4A)  Debemos aclarar además que uno de los procedimientos típicos de comicidad medieval consiste en transferir las ceremonias y ritos elevados al plano material y corporal; así hacían los bufones durante los torneos, las ceremonias de los nuevos caballeros armados y en otras ocasiones solemnes. Numerosas degradaciones de la ideología y del ceremonial caballerescos que aparecen en el Don Quijote están inspiradas en la tradición del realismo grotesco. 
La gramática jocosa estaba muy en boga en el ambiente escolar culto de la Edad Media. Esta tradición, que se remonta al Vergilius grammaticus, se extiende a lo largo de la Edad Media el Renacimiento y subsiste aún oralmente en las escuelas, colegios y seminarios religiosos de la Europa Occidental. En esta gramática, todas las categorías gramaticales, casos, formas verbales, etc., son transferidas al plano material y corporal, sobre todo erótico. 
No sólo las parodias en el sentido estrecho del término, sino también las demás formas del realismo grotesco tienden degradar, corporizar y vulgarizar. Esta es la cualidad esencial de este realismo, que lo separa formas «nobles» de la literatura y el arte medieval. La risa popular que estructura las formas realismo. grotesco, estuvo ligada a lo material corporal. La risa degrada y materializa. 
¿Cuáles el carácter que asumen estas degradaciones típicas del realismo? Responderemos sucintamente por ahora, ya que el estudio de las obras de Rabelais nos permitirá, en los capítulos siguientes precisar, ampliar y profundizar nuestra concepción al respecto. 
En el realismo grotesco, la degradación de lo sublime no tiene un carácter formal o relativo. Lo «alto» y lo «bajo» poseen allí un sentido completa y rigurosamente topográfico. Lo «alto» es el cielo; lo «bajo» es la tierra; la tierra es el principio de absorción (la tumba y el vientre), y a la vez de nacimiento y resurrección (el seno materno). Este es el valor topográfico de lo alto y lo bajo en su aspecto cósmico. En su faz corporal, que no está nunca separada estrictamente de su faz cósmica, lo alto está representado por el rostro (la cabeza); y lo bajo por los órganos genitales, el vientre y el trasero. El realismo grotesco y la parodia medieval se basan en estas significaciones absolutas. Rebajar consiste en aproximar a la tierra, entrar en comunión con la tierra concebida como un principio de absorción y al mismo tiempo de nacimiento: al degradar, se amortaja y se siembra a la vez, se mata y se da a luz algo superior. Degradar significa entrar en comunión con la vida de la parte inferior del cuerpo, el vientre y órganos genitales, y en consecuencia también con los actos como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la absorción de alimentos y la satisfacción de las necesidades naturales. La degradación cava la tumba corporal para dar lugar a un nuevo nacimiento. De allí que no tenga exclusivamente un valor negativo sino también positivo y regenerador: es ambivalente, es a la vez negación y afirmación. No es sólo disolución en la nada y en destrucción absoluta sino también inmersión en lo inferior productivo, donde se efectúa precisamente la concepción y el renacimiento, donde todo crece profusamente. Lo «inferior» para el realismo grotesco es la tierra que da vida y el seno carnal; lo inferior es siempre un comienzo. 
Por eso la parodia medieval no se parece en nada a parodia literaria puramente formal de nuestra época. 
La parodia moderna también degrada, pero con un carácter exclusivamente negativo, carente de ambivalencia regeneradora. Por eso la parodia como género y la degradación en general no podrían conservar, en la época moderna, su extensa significación originaria. Las degradaciones (paródicas y de otro tipo) son también muy características de la literatura del Renacimiento, que perpetúa de esta forma las mejores tradiciones de cultura cómica popular (de modo particularmente completo y profundo en Rabelais). Pero ya en esta época el principio material y corporal cambia de signo, se vuelve paulatinamente más estrecho y su naturalismo y carácter festivo se atenúan. Pero este proceso sólo está en su comienzo aún en esta época, como lo demuestra claramente el ejemplo de Don Quijote. 
La línea principal de las degradaciones paródicas conduce en Cervantes a una comunión con la fuerza productora y regeneradora de la tierra y el cuerpo. Es la prolongación de la línea grotesca. Pero al mismo tiempo el principio material y corporal comienza a empobrecerse y a debilitarse. Entra en estado de crisis y desdoblamiento y las imágenes de la vida material y corporal comienzan a adquirir una vida dual. 
La panza de Sancho Panza, su apetito y su sed, son aún esencial y profundamente carnavalescas; su inclinación por la abundancia y la plenitud no tiene aún carácter egoísta y personal, es una propensión a la abundancia general. Sancho es un descendiente directo de los antiguos demonios barrigones de la fecundidad que podemos ver, por ejemplo, en los célebres vasos corintios. En las imágenes de la bebida y la comida están aún vivas las ideas del banquete y de la fiesta. 
El materialismo de Sancho, su ombligo, su apetito, sus abundantes necesidades naturales constituyen «lo inferior absoluto» del realismo grotesco, alegre tumba corporal (la barriga, el vientre y la tierra) abierta para acoger el idealismo de Don Quijote, un idealismo aislado, abstracto e insensible; «caballero de la triste figura» necesita morir para renacer más fuerte y más grande; Sancho es el correctivo natural, corporal y universal de las pretensiones individuales, abstractas y espirituales; además Sancho representa también a la risa como correctivo popular de la gravedad unilateral de esas pretensiones espirituales (lo inferior absoluto ríe sin cesar, es la muerte que ríe y engendra la vida). El rol de Sancho frente a Don Quijote podría ser comparado con el rol de las parodias medievales con relación a las ideas y los cultos sublimes; con el rol del bufón frente al ceremonial serio; el de las Carnestolendas con relación a la Cuaresma, etc. 
El alegre principio regenerador existe todavía, aunque en forma atenuada, en las imágenes pedestres de los molinos de viento (gigantes), los albergues (castillos), los rebaños de corderos y ovejas (ejércitos de caballeros), los venteros (castellanos), las prostitutas (damas de la nobleza), etc. 
Es un típico carnaval grotesco, que convierte el combate en cocina y banquete, las armas y los cascos en utensilios de cocina y tazones de afeitar y la sangre en vino (episodio del combate con los odres de vino), etc. 
Este es el sentido primordial y carnavalesco de la vida que aparece en las imágenes materiales y corporales en la novela de Cervantes. Es precisamente este sentido el que eleva el estilo de su realismo, su universalismo y su profundo utopismo popular. 
Pero, con todo, los cuerpos y los objetos comienzan a adquirir en Cervantes un carácter privado y personal, y por lo tanto se empequeñecen y se domestican, son rebajados al nivel de accesorios inmóviles de la vida cotidiana individual, al de objetos de codicia y posesión egoísta. Ya no es lo inferior positivo, capaz de engendrar la vida y renovar, sino un obstáculo estúpido y moribundo que se levanta contra las aspiraciones del ideal. En la vida cotidiana de los individuos aislados las imágenes de lo inferior corporal sólo conservan su valor negativo, y pierden casi totalmente su fuerza positiva; su relación con la tierra y el cosmos se rompe y las imágenes de lo «inferior» corporal quedan reducidas a las imágenes naturalistas del erotismo banal. Sin embargo, este proceso sólo está en sus comienzos en Cervantes. 
Este aspecto secundario de la vida que se advierte en las imágenes materiales y corporales, se une al primero en una unidad compleja y contradictoria. Es la vida noble, intensa y contradictoria de esas imágenes lo que otorga su fuerza y su realismo histórico superior. Esto constituye el drama original del principio material y corporal en la literatura del Renacimiento: el cuerpo y las cosas sustraídas a la tierra engendradora y apartadas del cuerpo universal al que estaban unidos en la cultura popular. 
En la conciencia artística e ideológica del Renacimiento, esta ruptura no ha sido aún consumada por completo; lo «inferior» material y corporal sus funciones significadoras, degradantes, derrocadoras y regeneradoras a la  vez. Los cuerpos y las cosas individualizados, «particulares» se resisten a ser dispersados, desunidos y aislados; el realismo del Renacimiento no ha cortado aún el cordón umbilical que los une al vientre fecundo de la tierra y el pueblo. El cuerpo y las cosas individuales no coinciden aún consigo mismo, no son idénticos a sí mismos, como en el realismo naturalista de los siglos posteriores; forman parte aún del conjunto corporal creciente del mundo y sobrepasan por lo tanto los limites de su individualismo; lo privado y lo universal están aún fundidos en una unidad contradictoria. La visión carnavalesca del mundo es la base profunda de la literatura del Renacimiento. 
La complejidad del realismo renacentista no ha sido aclarada suficientemente. Son dos las concepciones del mundo que se entrecruzan en el realismo renacentista: la primera deriva de la cultura cómica popular; la otra, típicamente burguesa, expresa un modo de existencia preestablecido y fragmentario. Lo que caracteriza al realismo renacentista es la sucesión de estas dos líneas contradictorias. El principio material del crecimiento, inagotable, indestructible, superabundante y eternamente riente, destronador y renovador, se asocia contradictoriamente al «principio material» falsificado y rutinario que preside la vida de sociedad clasista. 
Es imprescindible conocer el realismo grotesco para comprender el realismo del Renacimiento, y otras numerosas manifestaciones de los períodos posteriores del realismo. El campo de la literatura realista de los tres últimos siglos está prácticamente cubierto de fragmentos embrionarios del realismo grotesco, fragmentos que a veces, a pesar de su aislamiento, son capaces de cobrar su vitalidad. En la mayoría de los casos se trata de imágenes grotescas que han perdido o debilitado su polo positivo, su relación con un universo en evolución. Únicamente a través de la comprensión del realismo grotesco es posible comprender el verdadero valor de esos fragmentos o de esas formas más o menos vivientes. 
La imagen grotesca caracteriza un fenómeno en proceso de cambio y metamorfosis incompleta, en el estadio de la muerte y del nacimiento, del crecimiento y de la evolución. La actitud respecto al tiempo y la evolución, es un rasgo constitutivo (o determinante) indispensable de la imagen grotesca. El otro rasgo indispensable, que deriva del primero, es su ambivalencia, los dos polos del cambio: el nuevo y el antiguo, lo que muere y lo que nace, el comienzo y el fin de la metamorfosis, son expresados (o esbozados) en una u otra forma. 
Su actitud con relación al tiempo, que está en la base de esas formas, su percepción y la torna de conciencia con respecto a éste durante su desarrollo en el curso de los milenios, sufren como es lógico una evolución y cambios sustanciales. En los períodos iniciales o arcaicos del grotesco, el tiempo aparece como una simple yuxtaposición (prácticamente simultánea) de las dos fases del desarrollo: principio y fin: invierno-primavera, muerte-nacimiento. Esas imágenes aún primitivas se mueven en el círculo biocósmico del ciclo vital productor de la naturaleza y el hombre. La sucesión de las estaciones, la siembra, la concepción, la muerte y el crecimiento, son los componentes de esta vida productora. La noción implícita del tiempo contenida en esas antiquísimas imágenes, es la noción del tiempo cíclico de la vida natural y biológica. 
Pero es evidente que las imágenes grotescas no permanecen en ese estadio primitivo. El sentimiento del tiempo y de la sucesión de las estaciones se amplía, se profundiza y abarca los fenómenos sociales e históricos; su carácter cíclico es superado y se eleva a la concepción histórica del tiempo. Y entonces las imágenes grotescas, con su ambivalencia y su actitud fundamental respecto a la sucesión de las estaciones, se convierten en el medio de expresión artístico e ideológico de un poderoso sentimiento de la historia y de sus contingencias, que surge con excepcional vigor en el Renacimiento. 
Sin embargo, incluso en este estadio, y sobre todo en Rabelais, las imágenes grotescas conservan una naturaleza original, se diferencian claramente de las imágenes de la vida cotidiana, pre-establecidas y perfectas. Son imágenes ambivalentes y contradictorias, y que, consideradas desde el punto de vista estético «clásico», es decir de la estética de la vida cotidiana preestablecida y perfecta, parecen deformes, monstruosas y horribles. La nueva concepción histórica que las incorpora les confiere un sentido diferente, aunque conservando su contenido y materia tradicional: el coito, el embarazo, el alumbramiento, el crecimiento corporal, la vejez, la disgregación y el despedazamiento corporal, etc., con toda su materialidad inmediata, siguen siendo los elementos fundamentales del sistema de imágenes grotescas. Son imágenes que se oponen a las clásicas del cuerpo humano perfecto, y en plena madurez, depurado de las escorias del nacimiento y el desarrollo.
Entre las célebres figuras de terracota de Kertch, que se conservan en el Museo Ermitage de Leningrado, se destacan ancianas embarazadas cuya vejez y embarazo son grotescamente subrayados. Recordemos además, que esas ancianas embarazadas ríen. (5) Este es un tipo de grotesco muy característico y expresivo, un grotesco ambivalente: es la muerte encinta, la muerte que concibe. No hay nada perfecto, estable ni apacible en el cuerpo de esas ancianas. Se combinan allí el cuerpo descompuesto y deforme de la vejez y el cuerpo todavía embrionario de la nueva vida. La vida es descubierta en su proceso ambivalente, interiormente contradictorio. No hay nada perfecto ni completo, es la quintaesencia de lo incompleto. Esta es precisamente la concepción grotesca del cuerpo. 
A diferencia de los cánones modernos, el cuerpo grotesco no está separado del resto del mundo, no está aislado o acabado ni es perfecto, sino que sale fuera de sí, franquea sus propios límites. El énfasis está puesto en las partes del cuerpo en que éste se abre al mundo exterior o penetra en él a través de orificios, protuberancias, ramificaciones y excrecencias tales como la boca abierta, los órganos genitales, los senos, los falos, las barrigas y la nariz. En actos tales como el coito, el embarazo, el alumbramiento, la agonía, la comida, la bebida y la satisfacción de las necesidades naturales, el cuerpo revela su esencia como principio en crecimiento que traspasa sus propios límites. Es un cuerpo eternamente incompleto, eternamente creado y creador, un cadena de la evolución de la especie, o, más exactamente, dos eslabones observados en su punto de unión, donde el uno entra en el otro. Esto es particularmente evidente con respecto al período arcaico del grotesco. 
Una de las tendencias fundamentales de la imagen grotesca del cuerpo consiste en exhibir dos cuerpos en uno: uno que da la vida y desaparece y otro que es concebido, producido y lanzado al mundo. Es siempre un cuerpo en estado de embarazo y alumbramiento, o por lo menos listo para concebir y ser fecundado con un falo u órganos genitales exagerados. Del primero se desprende, en una u otra forma, un cuerpo nuevo. 
En contraste con las exigencias de los cánones modernos, el cuerpo tiene siempre una edad muy cercana al nacimiento y la muerte: la primera infancia y la vejez, el seno que lo concibe y el que lo amortaja -se acentúa la proximidad al vientre y a la tumba-. Pero en sus límites, los dos cuerpos se funden en uno solo. La individualidad está en proceso de disolución; agonizante, pero aún incompleta; es un cuerpo simultáneamente en el umbral de la tumba y de la cuna, no es un cuerpo único, ni tampoco son dos; dos pulsos laten dentro de él: uno de ellos, el de la madre, está a punto de detenerse. 
Además, ese cuerpo abierto e incompleto (agonizante-naciente-o a punto de nacer) no está estrictamente separado del mundo: está enredado con él, confundido con los animales y las cosas. Es un cuerpo cósmico y re presenta el conjunto del mundo material y corporal, concebido como lo «inferior» absoluto, como un principio que absorbe y da a luz, como tumba y un seno corporales, como un campo sembrado cuyos retoños han llegado a la senectud. 
Estas son, simplificadas, las líneas directrices de esta concepción original del cuerpo. Esta alcanza su perfección en la obra genial de Rabelais, en tanto que en otras obras literarias del Renacimiento se debilita y se diluye. La misma concepción preside el arte pictórico de Jerónimo y Brueghe1 el Viejo. Elementos de la misma se encuentran ya en los frescos y los bajorrelieves que decoraban las catedrales y a veces incluso las iglesias rurales de los siglos XII y XIII. (6)
Esta imagen del cuerpo ha sido desarrollada en diversas formas en los espectáculos y fiestas populares de la Edad Media; fiestas de los bobos, cencerradas, carnavales, fiesta del Cuerpo Divino en su aspecto público y popular, en las diabluras-misterios, las gangarillas y las farsas. Esta era la única concepción del cuerpo que conocía la cultura popular y del espectáculo. 
En el dominio de lo literario, la parodia medieval se basa completamente en la concepción grotesca del cuerpo. Esta concepción estructura las imágenes del cuerpo en la enorme masa de leyendas y obras asociadas a las «maravillas de la India» y al mar céltico y sirve también de base a las imágenes corporales en la inmensa literatura de las visiones de ultratumba, en las leyendas de gigantes, en la epopeya animal, las fábulas y bufonadas alemanas. 
Además esta concepción del cuerpo influye en las groserías, imprecaciones y juramentos, de excepcional importancia para la comprensión de la literatura del realismo grotesco. 
Estos elementos lingüísticos ejercieron una influencia organizadora directa sobre el lenguaje, el estilo y la construcción de las imágenes de esa literatura. Eran fórmulas dinámicas, que expresaban la verdad con franqueza y estaban profundamente emparentadas por su origen y sus funciones con las demás formas de «degradación» y «reconciliación con la tierra» pertenecientes al realismo grotesco renacentista. Las groserías y obscenidades modernas han conservado las supervivencias petrificadas y puramente negativas de esta concepción del cuerpo. Estas groserías, o el tipo de expresiones tales como «vete a ... » humillan al destinatario, de acuerdo con el método grotesco, es decir, lo despachan al lugar «inferior» corporal absoluto, a la región genital o a la tumba corporal (o infiernos corporales) donde será destruido y engendrado de nuevo. 
En las groserías contemporáneas no queda nada de ese sentido ambivalente y regenerador, sino la negación pura y llana, el cinismo y el insulto puro; dentro de los sistemas significantes y de valores de las nuevas lenguas esas expresiones están totalmente aisladas (también lo están en la organización del mundo): quedan los fragmentos de una lengua extranjera en la que antaño podía decirse algo, pero que ahora sólo expresa insultos carentes de sentido. Sin embargo, sería absurdo e hipócrita negar que conservan no obstante un cierto encanto (sin ninguna referencia erótica por otra parte). Parece dormir en ellas el recuerdo confuso de la cosmovisión carnavalesca y sus osadías. Nunca se ha planteado correctamente el problema de su indestructible vitalidad lingüística. 
En la época de Rabelais las groserías y las imprecaciones conservaban aún, en el dominio de la lengua popular de la que surgió su novela, la significación integral y sobre todo su polo positivo y regenerador. Eran expresiones profundamente emparentadas con las demás formas de degradaciones, heredadas del realismo grotesco, con los disfraces populares de las fiestas y carnavales, con las imágenes de las diabluras y de los infiernos en la literatura de las peregrinaciones, con las imágenes de las gangarillas, etc. Por eso estas expresiones podían desempeñar un rol primordial en su obra. 
Es preciso señalar especialmente la expresión estrepitosa que asumía la concepción grotesca del cuerpo en las peroratas de feria y en la boca del cómico en la plaza pública en la Edad Media y en el Renacimiento. 
Por estos medios, esta concepción se transmitió hasta la época actual en sus aspectos mejor conservados: en el siglo XVII sobrevivía en las farsas de Tabarin, en las burlas de Turlupin y otros fenómenos análogos. Se puede afirmar que la concepción del cuerpo del realismo grotesco y folklórico sobrevive hasta hoy (por atenuado y desnaturalizado que sea su aspecto) en varias formas actuales de lo cómico que aparecen en el circo y en los artistas de feria. 
Esta concepción, de la que acabamos de dar una introducción preliminar, se encuentra evidentemente en contradicción formal con los cánones literarios y plásticos de la Antigüedad «clásica» (7) que han sido la base de la estética del Renacimiento. 
Esos cánones consideran al cuerpo de manera completamente diferente, en otras etapas de su vida, en relaciones totalmente diferentes con mundo exterior (no corporal). Dentro de estos cánones el cuerpo es ante todo algo rigurosamente acabado y perfecto. Es, además, algo aislado, solitario, separados de los demás cuerpos y cerrado. De ahí que este canon elimine todo lo que induzca a pensar en algo no acabado, todo lo relacionado con su crecimiento o su multiplicación: se cortan los brotes y retoños, se borran las protuberancias (que tienen la significación de nuevos vástagos y yemas), se tapan los orificios, se hace abstracción del estado perpetuamente imperfecto del cuerpo y, en general, pasan desapercibidos el alumbramiento, la concepción y la agonía. La edad preferida es la que está situada lo más lejos posible del seno materno y de la tumba, es decir, alejada al máximo de los «umbrales» de la vida individual. El énfasis está puesto en la individualidad acabada y autónoma del cuerpo en cuestión. Se describen sólo los actos efectuados por el cuerpo en el mundo exterior, actos en los cuales hay fronteras claras y destacadas que separan al cuerpo del mundo y los actos y procesos intracorporales (absorción y necesidades naturales) no son mencionados. El cuerpo individual es presentado como una entidad aislada del cuerpo popular que lo ha producido. 
Estas son las tendencias primordiales de los cánones de la nueva época. Es perfectamente comprensible que, desde este punto de vista, el cuerpo del realismo grotesco les parezca monstruoso, horrible y deforme. Es un cuerpo que no tiene cabida dentro de la «estética de la belleza» creada en la época moderna. 
En nuestra introducción, así como en nuestros capítulos siguientes (sobre todo el capítulo V), nos limitaremos a comparar los cánones grotesco y clásico de la representación del cuerpo, estableciendo las diferencias que los oponen, pero sin hacer prevalecer al uno sobre el otro. Aunque, como es natural, colocamos en primer plano la concepción grotesca, ya que ella es la que determina la concepción de las imágenes de la cultura cómica popular en Rabelais: nuestro propósito es comprender la lógica original del canon grotesco, su especial voluntad artística. En el dominio artístico es un patrimonio común el conocimiento del canon clásico, que nos sirve de guía hasta cierto punto en la actualidad; pero no ocurre lo mismo con el canon grotesco, que hace tiempo que ha dejado de ser comprensible o del que sólo tenemos una comprensión distorsionada. La tarea de los historiadores y teóricos de la literatura y el arte consiste en recomponer ese canon, en restablecer su sentido auténtico. Es inadmisible interpretarlo desde el punto de vista de las reglas modernas y ver en él sólo los aspectos que se apartan de estas reglas. El canon grotesco debe ser juzgado dentro de su propio sistema. 
No interpretamos la palabra «canon» en el sentido estrecho de conjunto determinado de reglas, normas y proporciones, conscientemente establecidas y aplicadas a la representación del cuerpo humano. Es posible comprender el canon clásico dentro de esta acepción restringida en ciertas etapas de su evolución, pero la imagen grotesca del cuerpo no ha tenido nunca un canon de este tipo. Su naturaleza misma es anticanónica. Emplearemos la acepción «canon» en el sentido más amplio de tendencia determinada, pero dinámica y en proceso de desarrollo (canon para la representación del cuerpo y de la vida corporal). En el arte y la literatura del pasado podemos observar dos tendencias, a las que podemos adjudicar convencionalmente el nombre de cánones grotesco y clásico. 
Hemos definido aquí esos dos cánones en su expresión pura y limitada. Pero en la realidad histórica viva, esos cánones (incluso el clásico) han sido estáticos ni inmutables, sino que han estado en constante evolución, produciendo diferentes variedades históricas de lo clásico y lo grotesco. Además, siempre hubo entre los dos cánones muchas formas de interacción: lucha, influencias recíprocas, entrecruzamientos y combinaciones. Esto es válido sobre todo para la época renacentista, como lo hemos señalado. Incluso en Rabelais, que fue el portavoz de la concepción del cuerpo más pura y consecuente, existen elementos del canon sobre todo en el episodio de la educación de Gargantúa por Pornócrates, en el de Théleme. En el marco de nuestro estudio, lo más importante es la diferencia capital entre los dos cánones en su expresión pura. Centraremos nuestra atención sobre esta diferencia. 

Hemos denominado convencionalmente «realismo grotesco» al tipo específico de imágenes de la cultura cómica popular en todas sus manifestaciones. Discutiremos a continuación la terminología elegida. 
Consideremos en primer lugar el vocablo «grotesco». Expondremos historia de este vocablo paralelamente al desarrollo del grotesco y su teoría. 
El método de construcción de imágenes procede de una época muy antigua: lo encontramos en la mitología y el arte arcaico de todos los pueblos, incluso en el arte pre-clásico de los griegos y los romanos. No desaparece tampoco en la época clásica, sino que, excluido del arte oficial, continúa viviendo y desarrollándose en ciertos dominios «inferiores» no canónicos: el dominio de las artes plásticas cómicas, sobre todo las miniaturas, como, por ejemplo, las estatuillas de terracota que hemos mencionado, las máscaras cómicas, silenos, demonios de la fecundidad, estatuillas populares del deforme Thersite, etc.; en las pinturas de los jarrones cómicos, por ejemplo, las figuras de sosias cómicos (Hércules, Ulises), escenas de comedias, etc.; y también en los vastos dominios de la literatura cómica relacionada de una u otra forma con las fiestas carnavalescas; en el drama satírico, antigua comedia ática, mimos, etc. A fines de la Antigüedad, la imagen grotesca atraviesa una fase de eclosión y renovación, y abarca todas las esferas del arte y la literatura. Nace entonces, bajo la influencia preponderante del arte oriental, una nueva variedad de grotesco. Pero como elpensamiento estético y artístico de la Antigüedad se había desarrollad en el sentido de la tradición clásica, no se le ha dado al sistema de imágenes grotescas una denominación general y permanente, es decir una terminología especial; tampoco ha sido ubicado ni precisado teóricamente. 
Los elementos esenciales del realismo se han formado durante las tres fases del grotesco antiguo: arcaico, clásico y post-antiguo. Es un error considerar al grotesco antiguo sólo como un «naturalismo grosero», como se ha hecho a veces. Sin embargo, la fase antigua del realismo grotesco no entra en el marco de nuestro estudio. (8) En los capítulos siguientes trataremos sólo los fenómenos que han influido en la obra de Rabelais. 
El realismo grotesco se desarrolla plenamente en el sistema de imágenes de la cultura cómica popular de la Edad Media y alcanza su epopeya artística en la literatura del Renacimiento. 
En esta época, precisamente, aparece el término «grotesco», que tuvo en su origen una acepción restringida. A fines del siglo XV, a raíz de excavaciones efectuadas en Roma en los subterráneos de las Termas de Tito, se descubrió un tipo de pintura ornamental desconocida hasta entonces. Se la denominó «grottesca», un derivado del sustantivo italiano «grotta» (gruta). Un poco más tarde, las mismas decoraciones fueron descubiertas en otros lugares de Italia. ¿Cuáles son las características de este motivo ornamental? 
El descubrimiento sorprendió a la opinión contemporánea por el juego insólito, fantástico y libre de las formas vegetales, animales y humanas que se confundían y transformaban entre sí. No se distinguían las fronteras claras e inertes que dividen esos «reinos naturales» en el ámbito habitual del mundo: en el grotesco, esas fronteras son audazmente superadas. Tampoco se percibe el estatismo habitual típico de la pintura de la realidad: el movimiento deja de ser de formas acabadas (vegetales o animales) dentro de un universo perfecto y estable; se metamorfosea en un movimiento interno de la existencia misma y se expresa en la transmutación de ciertas formas en otras, en la imperfección eterna de la existencia. 
Se percibe en ese juego ornamental una libertad y una ligereza excepcionales en la fantasía artística; esta libertad, además, es concebida como una alegre osadía, un caos sonriente. Y es indudable que Rafael y sus alumnos comprendieron y transmitieron con justeza el tono alegre de esta decoración al pintar las galerías del Vaticano a imitación del estilo grotesco. (9)
Esa es la característica fundamental del motivo ornamental romano al que se designó por primera vez con esa palabra inédita, considerándolo un fenómeno novedoso. Su sentido era muy limitado al principio. En realidad, la variedad del motivo ornamental romano encontrado era sólo un fragmento (un resto) del inmenso universo de la imagen grotesca que existió en todas las etapas de la Antigüedad y que continuó existiendo en la Edad Media y en el Renacimiento. Ese fragmento reflejaba los rasgos característicos de este inmenso universo, lo que aseguraba la vitalidad futura del nuevo término y su extensión gradual al universo casi ilimitado del sistema de imágenes grotescas. 
Pero la ampliación del sentido del vocablo se realizó muy lentamente, sin una conciencia teórica clara acerca de la originalidad y la unidad del mundo grotesco. El primer intento de análisis teórico, o, para ser más precisos, de simple descripción y apreciación del grotesco, fue el de Vasari quien, sobre la base de un juicio de Vitruvio (arquitecto romano que es estudió el arte de la época de Augusto) emitió un juicio desfavorable sobre el grotesco. Vitruvio, a quien Vasari cita con simpatía, condenó la moda «bárbara» que consistía en «pintarrajear los muros con en lugar de pintar imágenes claras del mundo de los objetos»; en palabras, condenaba el estilo grotesco desde el punto de vista de posiciones clásicas, como una violación brutal de las formas y proporciones naturales». 
Esta era también la opinión de Vasari, opinión que predominaría durante mucho tiempo. Iniciada la segunda mitad del siglo XVIII, surgió una comprensión más profunda y amplia del grotesco. 
En los siglos XVII y XVIII, mientras el canon clásico reinaba en los dominios del arte la literatura, el grotesco, ligado a la cultura cómica popular, estaba separado de la última y se reducía al rango del cómico de baja estofa o caía en la descomposición naturalista a que nos hemos referido. En esta época (para ser precisos, a partir de la segunda mitad del siglo XVII) asistimos a un proceso de reducción, falsificación y empobrecimiento progresivos de las formas de los ritos y espectáculos carnavalescos populares. Por una parte se produce una estatización de la vida festiva, que pasa a ser una vida de gala; y por la otra se introduce a la fiesta en lo cotidiano, es decir que queda relegada a la vida privada, doméstica y familiar. Los antiguos privilegios de las fiestas públicas se restringen cada vez más. La cosmovisión carnavalesca típica, con su universalismo, sus osadías, su carácter utópico y su ordenación al porvenir, comienza a transformarse en simple humor festivo. La fiesta casi deja de ser la segunda vida del pueblo, su renacimiento y renovación temporal. Hemos destacado el adverbio «casi» porque en realidad el principio festivo popular carnavalesco es indestructible. Reducido y debilitado, sigue no obstante fecundando los diversos dominios de la vida y la cultura. 
Hay un aspecto que debemos señalar. La literatura de esos siglos no estará ya sometida a la influencia directa de la debilitada cultura festiva popular. La cosmovisión carnavalesca y el sistema de imágenes grotescas siguen viviendo y transmitiéndose únicamente en la tradición literaria, sobre todo en la tradición literaria del Renacimiento. 
El grotesco degenera, al perder sus lazos reales con la cultura popular de la plaza pública y al convertirse en una pura tradición literaria. Se produce una cierta formalización de las imágenes grotescas carnavalescas, lo que permite a diferentes tendencias utilizarlas con fines diversos. Pero esta formulación no es únicamente exterior: la riqueza de la forma grotesca y carnavalesca, su vigor artístico y heurístico, generalizador, subsiste en todos los acontecimientos importantes de la época (siglos XVII y XVIII): en la commedia dell'arte (que conserva su relación con el carnaval de donde proviene), en las comedias de Moliere (emparentadas con la commedia dell'arte), en la novela cómica y las parodias del siglo XVII, en las novelas filosóficas de Voltaire y Diderot (Las joyas indiscretas y Jacobo el Fatalista), en las obras de Swift y en varias más. En estos casos, a pesar de las diferencias de carácter y orientación, la forma del grotesco carnavalesco cumple funciones similares; ilumina la osadía inventiva, permite asociar elementos heterogéneos, aproximar lo que está lejano, ayuda a librarse de ideas convencionales sobre el mundo, y de elementos banales y habituales; permite mirar con nuevos ojos el universo, comprender hasta qué punto lo existente es relativo, y, en consecuencia permite comprender la posibilidad de un orden distinto del mundo. Pero la comprensión teórica clara y precisa de la unidad de los aspectos que abarcan el término grotesco y de su carácter artístico específico progresa muy lentamente. Por otra parte, esta palabra tuvo sus dobletes: «arabesco» (aplicado en un sentido ornamental) y «burlesco» (aplicado en un sentido literario). A raíz del punto de vista clásico reinante en la estética, esta comprensión teórica era imposible. 
En la segunda mitad del siglo XVIII se producen cambios fundamentales en el campo literario y estético. En Alemania se discute vehementemente el personaje de Arlequín, que entonces figuraba obligatoriamente en todas lasrepresentaciones teatrales, incluso en las más serias. Gottsched y losdemás representantes del clasicismo pretendían erradicar a Arlequín del escenario «serio y decente», y lograron su propósito por un tiempo. Lessing, por el contrario, salió en defensa de Arlequín. 
El problema, restringido en apariencia, era mucho más amplio y contenía disyuntivas de principio: ¿podía admitirse dentro de la estética de la belleza y lo sublime elementos que no respondían a esas reglas?, ¿podía admitirse el grotesco? Justus Möser dedicó un pequeño estudio (publicado en 1761) a este problema: Harlekin oder die Verteidigung des Grotesk-Komiscben (Arlequín o la defensa de lo grotesco cómico). Arlequín en persona hablaba en defensa del grotesco. Möser destaca que Arlequín es un personaje aislado de un microcosmos al que pertenecen Colombina, el Capitán, el Doctor, etc., es decir el mundo de la commedia dell' arte. Este mundo posee una integridad y leyes estéticas especiales, un criterio propio de la perfección no subordinado a la estética clásica de la belleza y lo sublime. Al mismo tiempo, Möser opone ese mundo a la comicidad «inferior» de los artistas de feria que poseen una noción estrecha de lo grotesco. A continuación Möser revela ciertas particularidades del mundo grotesco: lo califica de «quimérico» por su tendencia a reunir lo heterogéneo, comprueba la violación de las proporciones naturales (carácter hiperbólico), la presencia de lo caricaturesco, explicando la risa como una necesidad de gozo y alegría del alma humana. La obra de Möser, aunque limitada, es la primera apología del grotesco. 
En 1788, el crítico literario alemán Flogel, autor de una historia de la literatura cómica en cuatro tomos y de una Historia de los bufones la corte, publica su Historia de lo cómico grotesco (10).  Califica de grotesco a lo que se aparta considerablemente de las reglas estéticas y contiene un elemento material y corporal claramente destacado y exagerado. Sin embargo, la mayor parte de la obra está consagrada a las manifestaciones del grotesco medieval. Flögel examina las formas que asumen fiestas populares de los locos», «fiesta de los burros», los elementos populares y públicos de la fiesta del Corpus, los carnavales, etc.). Las sociedades literarias de fines de la Edad Media (El reinado de la curia, niños despreocupados, etc.), gangarillas, farsas, juegos del Mardi Gras ciertas formas cómicas populares y públicas, etc. En general, Flogel encasilla un poco las dimensiones de lo grotesco: no estudia las manifestaciones puramente literarias del realismo grotesco (por ejemplo, la parodia latina de la Edad Media). La falta de un punto de vista histórico y sistemático determina que la elección de los materiales quede libre al azar. El autor comprende muy superficialmente el sentido de los fenómenos que analiza; en realidad, se limita a reunirlos como curiosidades. A pesar de todo, y debido en especial a los documentos. que contiene, el trabajo de Flögel sigue siendo importante todavía. 
Móser y Flogel conocen solamente lo cómico grotesco, o sea lo grotesco basado en el principio de la risa, al que atribuyen un valor de goce y alegría. Möser se dedica a la commedia dell'arte y Flagel al grotesco medieval. 

 Pero en la misma época en que aparecieron estas obras, que parecían orientadas hacia el pasado, hacia las etapas anteriores de lo grotesco, éste entraba en una nueva fase de su desarrollo. En la época pre-romántica y a principios del romanticismo se produce una resurrección del grotesco, adquiere ahora un nuevo sentido. Sirve, entonces, para expresar una visión del mundo subjetiva e individual, muy alejada de la visión popular y carnavalesca de los siglos precedentes (aunque conserva alguno de sus elementos). La novela de Sterne, Vida y opiniones de Tristán Shandy, es primera expresión importante del nuevo tipo de grotesco subjetivo (es una paráfrasis original de la cosmovisión de Cervantes y Rabelais en la lengua subjetiva de la época). Otra variedad del nuevo tipo de grotesco es la novela grotesca o negra. 
Con el predominio de las tradiciones literarias, la influencia directa de las formas carnavalescas de los espectáculos populares (ya muy empobrecida) se debilita. Debe señalarse sin embargo la influencia muy importante del teatro popular (sobre todo del teatro de marionetas) y de ciertas foro mas cómicas de losartistas de feria. 
A diferencia del grotesco de la Edad Media y del Renacimiento, relacionado directamente con cultura popular e imbuido de su carácter universal y público, el grotesco romántico es un grotesco de cámara, especie de carnaval que el individuo representa en soledad, con la ciencia agudizada de su aislamiento. La cosmovisión carnavalesca es tras puesta en cierto modo al lenguaje del pensamiento filosófico idealista y subjetivo, y deja de ser la visión vivida (podríamos incluso decir corporalmente vivida) de la unidad y el carácter inagotable de la existencia, como era en el grotesco de la Edad Media y el Renacimiento. 
El principio de la risa sufre una transformación muy importante. La risa subsiste, por cierto; no desaparece ni es excluida como en las «serias»; pero en el romanticismo grotesco la risa es atenuada, y toma la forma de humor, de ironía y sarcasmo. Deja de ser jocosa y alegre. El aspecto regenerador y positivo de la risa se reduce extremadamente. 
En una de las obras maestras del grotesco romántico, Rondas nocturnas, de Bonawentura (seudónimo de un autor desconocido, quizá Jean Gaspard Wetzel) (11) encontramos opiniones muy significativas sobre la risa en boca de un vigilante nocturno. En cierta ocasión el narrador dice sobre la risa: «No hay en el mundo un medio más poderoso que la risa para oponerse a las adversidades de la vida y la suerte. El enemigo más poderoso queda horrorizado ante la máscara satírica y hasta la desgracia retro cede ante mí si me atrevo a ridiculizarla. La tierra, con luna, su satélite sentimental, no merecen más que la burla, por cierto». Esta reflexión destaca el carácter universal de la risa y el sentido de cosmovisión que posee rasgo obligatorio del grotesco; se glorifica su fuerza liberadora, pero no se alude a su fuerza regeneradora, y de allí que pierda su tono jocoso y alegre. 
El autor (a través del narrador, el sereno) da otra definición original investiga el mito del origen de la risa; la risa ha sido enviada a la tierra por el diablo y se aparece a los hombres con la máscara de la alegría,éstos la reciben con agrado. Pero, más tarde, la risa se quita la alegre máscara y comienza a reflexionar sobre el mundo y los hombres con la crueldad de la sátira. 
La degeneración de la comicidad grotesca, la pérdida de su fuerza regeneradora, produce nuevos cambios que separan más profundamente al grotesco de la Edad Media y el Renacimiento del grotesco romántico. Los cambios fundamentales, o más notables, ocurren con relación a lo terrible. El universo del grotesco romántico se presenta generalmente como terrible y ajeno al hombre. El mundo humano se transforma de pronto en mundo exterior. Y lo acostumbrado y tranquilizador revela su aspecto terrible. Esta es la tendencia general del grotesco romántico (en sus formas extremas, más prototípicas). La reconciliación con el mundo, cuando se produce, ocurre en un plano subjetivo y lírico, incluso místico. En cambio el grotesco de la Edad Media y el Renacimiento, asociado a la cultura cómica popular, representa lo terrible mediante los espantapájaros cómicos, donde es vencido por la risa. Lo terrible adquiere allí un cariz extravagante y alegre. 
Lo grotesco integrado a la cultura popular se aproxima al mundo humano, lo corporiza, lo reintegra por medio del cuerpo a la vida corporal (a diferencia de la aproximación romántica, enteramente abstracta y espiritual). En el grotesco romántico, las imágenes de la vida material y corporal: beber, comer, satisfacción de las necesidades naturales, coito, alumbramiento, pierden casi por completo su sentido regenerador y se transforman en «vida inferior». Las imágenes del grotesco romántico son generalmente la expresión del temor que inspira el mundo y tratan de comunicar ese temor a los lectores («asustarlos»). Las imágenes grotescas de la cultura popular no se proponen asustar al lector, rasgo comparten con las obras maestras literarias del Renacimiento. En este sentido, la novela de Rabelais es la expresión más típica, no hay ni vestigios de miedo, la alegría lo invade todo. Las novelas de Rabelais excluyen el temor más que ninguna otra novela. 
Hay otros rasgos del grotesco romántico que denotan debilitamiento de la fuerza regeneradora de la risa. El tema de la locura, por ejemplo, es muy típico del grotesco, ya que permite observar al mundo con una mirada diferente, no influida por el punto de vista «normal», o sea por las ideas y juicios comunes. 
Pero en el grotesco popular, la locura es una parodia feliz del espíritu oficial, de la seriedad unilateral y la «verdad» oficial. Es una locura «festiva» mientras que en el romántico la locura adquiere los acentos sombríos y trágicos del aislamiento individual. 
El tema de la máscara es más importante aún. Es el tema más complejo y lleno de sentido de la cultura popular. La máscara expresa la alegría de las sucesiones y reencarnaciones, la alegre relatividad y la negación de la identidad y del sentido único, la negación de la estúpida autoidentificación y coincidencia consigo mismo; máscara es una expresión de las transferencias, de las metamorfosis, de la violación de las fronteras naturales, de la ridiculización, de los sobrenombres; la máscara encarna el principio del juego de la vida, establece una relación entre la realidad y la imagen individual, elementos característicos de los ritos y espectáculos más antiguos. El complejo simbolismo de las máscaras es inagotable. Bastaría con recordar que manifestaciones como la parodia, la caricatura, la mueca, los melindres y las «monerías» son derivados de la máscara. Lo grotesco se manifiesta en su verdadera esencia a través de las máscaras. (12) 
En el grotesco romántico, la máscara está separada de la cosmovisión popular y carnavalesca unitaria y se debilita y adquiere otros sentidos ajenos a su naturaleza original: la máscara disimula, encubre, engaña, etc. En una cultura popular orgánicamente integrada la máscara no podía cumplir esas funciones. En el romanticismo, la máscara pierde casi totalmente su función regeneradora y renovadora, y adquiere un tono lúgubre. Suele disimular un vacío horroroso, la «nada» (tema que se destaca en las Rondas nocturnas, de Bonawentura). Por el contrario, en el grotesco popular la máscara cubre la naturaleza inagotable de la vida y sus múltiples rostros. 
Sin embargo, también en el grotesco romántico, la máscara conserva rasgos de su indestructible naturaleza popular y carnavalesca. Incluso en la vida cotidiana contemporánea la máscara crea una atmósfera especial, como si perteneciera a otro mundo. La máscara nunca será una cosa más entre otras. 
Las marionetas desempeñan un rol muy importante en el grotesco romántico. Este tema no es ajeno, por supuesto, al grotesco popular. Pero el romanticismo coloca en primer plano la idea de una fuerza sobrehumana y desconocida, que gobierna a los hombres y los convierte en marionetas. Esta idea es totalmente ajena la cultura cómica popular. El grotesco de la tragedia de la marioneta pertenece exclusivamente al romanticismo. 
El tratamiento de la figura del demonio permite distinguir claramente las diferencias entre los dos grotescos. En las diabluras de los misterio medievales, en las visiones cómicas de ultratumba, en las leyendas paródicas y en las fábulas, etc., el diablo es un despreocupado portavoz ambivalente de opiniones no oficiales, de la santidad al revés, expresión lo inferior y material, etc. No tiene ningún rasgo terrorífico ni (en Rabelais, el personaje Epistemón, de vuelta del infierno, «asegura»  a todos que los diablos eran buena gente»).* A veces el diablo y el infierno son descritos como meros «espantapájaros» divertidos. Pero en el grotesco romántico el diablo encarna el espanto, la melancolía, la tragedia. La risa infernal se vuelve sombría y maligna. 
* Rabelais: Obras Completas, Pléiade, pág. 296; Livre de Poche, t. 1, pág. 393. 

Téngase en cuenta que en el grotesco romántico, la ambivalencia se transforma habitualmente en un contraste estático y brutal o en una antítesis petrificada. 
Así, por ejemplo, el sereno que narra las Rondas nocturnas tiene como padre al diablo y como madre a una santa canonizada; se ríe en los templos y llora en los burdeles. De esta forma, la antigua ridiculización ritual de la divinidad y la risa en el templo, típicos en la Edad Media durante la fiesta de los locos, se convierten a principios del siglo XIX en la risa excéntrica de un ser raro en el interior de un templo. 
Señalemos por último otra particularidad del grotesco romántico: la predilección por la noche: Las rondas nocturnas de Bonawentura, los Nocturnos de Hoffmann. Por el contrario, en el grotesco popular la luz es el elemento imprescindible: el grotesco popular es primaveral, matinal y auroral por excelencia. (13) 
Estos son los elementos que caracterizan el romanticismo grotesco alemán. Estudiaremos ahora la teoría romántica del grotesco. En su Conversación sobre la poesía (Gespräch über die Poesie, 1800), Friedrich Schlegel examina el concepto de grotesco, al que califica generalmente como «arabesco». Lo considera la «forma más antigua de la fantasía humana» y la «forma natural de la poesía». Encuentra elementos de grotesco en Shakespeare, Cervantes, Sterne y Jean-Paul. Lo considera la mezcla fantástica de elementos heterogéneos de la realidad, la destrucción del orden y del régimen habituales del mundo, la libre excentricidad de las imágenes y la «sucesión del entusiasmo y la ironía». 
En su Introducción a la estética (Vorschule der Aesthetik), Jean-Paul señala con gran agudeza los rasgos del grotesco romántico. No emplea la palabra grotesco, sino la expresión «humor cruel». Tiene una concepción muy amplia del mismo, que supera los límites de la literatura y el arte: incluye dentro de este concepto la fiesta de los locos, la fiesta de los burros de los burros»), o sea los ritos y espectáculos cómicos medievales. Entre los autores renacentistas cita con preferencia a Rabelais y a Shakespeare. Menciona en especial la «ridiculización del mundo» (Welt-Verlachung) en Shakespeare, al referirse a sus bufones «melancólicos» y a Hamlet. 
Jean-Paul comprende perfectamente el carácter universal de la risa grotesca. «El humor cruel» no está dirigido contra acontecimientos negativos aislados de la realidad, sino contra toda la realidad, contra el mundo perfecto y acabado. Lo perfecto es aniquilado como tal por el humor. Jean Paul subraya el radicalismo de esta posición: gracias al «humor cruel» mundo se convierte en algo terrible e injustificado, el suelo se mueve bajo nuestros pies, sentimos vértigo, porque no vemos nada estable a nuestro alrededor. 
Jean-Paul encuentra la misma clase de universalismo y radicalismo en la destrucción de los fundamentos morales y sociales que se opera en los ritos y espectáculos de la Edad Media. 
No separa lo grotesco de la risa: comprende que el grotesco no puede existir sin la comicidad. 
Pero su teoría reduce la risa al humor, desprovisto de la fuerza regeneradora y renovadora positiva de la misma. Destaca el carácter melancólico del humor cruel y afirma que el diablo (en su acepción romántica, por supuesto) sería un gran humorista. Aunque Jean-Paul cita situaciones relativas al grotesco medieval y renacentista (incluso Rabelais), expone en realidad la teoría del grotesco romántico: a través de ese prisma, considera las etapas anteriores del grotesco desde el punto de romántico, en forma similar a la interpretación que hizo Sterne de Rabelais y Cervantes. 
Al igual que Schlegel, descubre el aspecto positivo del grotesco fuera de la comicidad, lo concibe como una evasión hacia un plano espiritual, lejos de lo perfecto y acabado, que es destruido por el humor. (14)
Víctor Rugo planteó el problema del grotesco con el prólogo a Cromwell y después en su obra William Shakespeare, de un modo interesante y característico del romanticismo francés. 
Hugo otorga un sentido muy amplio a la imagen grotesca. Descubre la existencia de lo grotesco en la antigüedad pre-clásica (la hidra, las arpías, los cíclopes) y en varios personajes del período arcaico y, después, clasifica como perteneciente a este tipo a toda la literatura post-antigua, a partir de la Edad Media. «Por el contrario, en el pensamiento moderno encontramos lo grotesco por -doquier: por un lado crea lo deforme y lo horrible y por el otro lo cómico y bufonesco.» * 
* Víctor Rugo, Cromuiell, París, A. Lemerre, 1876, pág. 18. 
El aspecto esencial del grotesco es deformidad. La estética del grotesco es en gran parte la estética de la deformidad. Pero, al mismo tiempo, Hugo debilita el valor autónomo del grotesco, considerándolo como instrumento de contraste para la exaltación de lo sublime. Lo grotesco y lo sublime se completan mutuamente, su unidad (que Shakespeare alcanzó en grado superlativo) obtiene la belleza auténtica que el clásico puro no pudo alcanzar. 
En William Shakespeare, Hugo escribe los análisis más interesantes y más concretos sobre la imagen grotesca y, en especial, el principio cómico, material y corporal. Estudiaremos su punto de vista más adelante, porque Hugo expone allí, además, su opinión sobre la obra rabelesiana. 
El interés por lo grotesco y sus fases antiguas incluye a los demás autores románticos franceses, aunque debemos destacar que en Francia el grotesco está considerado como una tradición nacional. En 1853, Teófilo Gautier publicó una selección titulada Los Grotescos, donde estaban reunidos los representantes del grotesco francés, con un criterio muy amplio: encontramos a Villon, los poetas libertinos del siglo XVIII (Teófilo de Viau, Saint-Amant), Scarron, Cyrano de Bergerac e incluso Scudéry. 
A modo de conclusión, debemos destacar dos hechos positivos: 1) los románticos buscaron las raíces populares del grotesco; 2) no se limitaron a atribuir al grotesco funciones exclusivamente satíricas. 
Por supuesto, nuestro análisis del grotesco romántico no ha sido exhaustivo. Además, nuestro análisis ha sido unilateral, incluso polémico, al intentar iluminar las diferencias entre el grotesco romántico y el grotesco popular de la Edad Media y el Renacimiento. Hay que reconocer que el romanticismo ha hecho un descubrimiento positivo, de considerable importancia: el descubrimiento del individuo subjetivo, profundo, íntimo, complejo e inagotable. Ese carácter infinito interno del individuo era ajeno al grotesco de la Edad Media y el Renacimiento, pero su descubrimiento fue facilitado por el empleo del método grotesco, capaz de superar el dogmatismo y todo elemento perfecto y limitado. El infinito interno habría podido descubrirse en un mundo cerrado, perfecto y estable, en el que el acaecer y los valores estuvieran divididos con fronteras claras e inmutables. 
Para convencerse de esto bastaría comparar los análisis racionalistas y exhaustivos de los sentimientos internos hechos por los clásicos, con las imágenes de la vida íntima en Sterne y los románticos. La fuerza artística e interpretativa del método grotesco sobresale en forma cortante. Pero esto supera los límites de nuestro estudio. 
Agregaremos algo más sobre la concepción del grotesco en la estética de Hegel y Fischer. 
Hegel alude exclusivamente a lafase arcaica del grotesco, a la que define como la expresión del estado espiritual pre-clásico y pre-filosófico. 
Sobre la base de la fase arcaica hindú, Hegel define el grotesco con tres cualidades: 1) mezcla de zonas heterogéneas de la naturaleza, 2) exageración y 3) multiplicación de ciertos órganos (divinidades hindúes con múltiples brazos y piernas). Ignora totalmente el rol de la comicidad en lo grotesco, y lo trata por separado. 
Enesto, Fischer disiente de Hegel. Según él, laesencia y la fuerza motriz del grotesco son lo risibley lo cómico. «El grotesco es lo cómico en su aspecto maravilloso, es lo cómico mitológico». Estas definiciones son profundas. 
Debemos recordar que en la evolución cumplida por la estética filosófica hasta el presente, el grotesco no ha sido comprendido ni estimado en su justo valor ni ubicado como corresponde en el sistema estético. 
Después del romanticismo, a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, el interés por lo grotesco se debilita brutalmente, tanto en la literatura como en la historia de la literatura. Cuando se lo menciona, el grotesco es relegado a la categoría de la comicidad vulgar y de baja estofa, o es interpretado como una forma especial de la sátira, destinada a atacar acontecimientos individuales puramente negativos. De esta forma desaparecen profundidad y el universalismo de las imágenes grotescas. 
En 1894 aparece la obra más voluminosa sobre el tema: Historia de la sátira grotesca, de Schneegans (Geschichte der grotesken Satyre) , dedicado sobre todo a Rabelais, a quien el autor considera como el más grande representante de la sátira grotesca; contiene un breve sumario sobre algunas manifestaciones del grotesco medieval. Schneegans es el representante más típico de la interpretación puramente satírica de lo grotesco. Según él, el grotesco es siempre y exclusivamente una sátira negativa, es exageración de lo que no debe ser, que sobrepasa lo verosímil y se convierte en fantástico. Por medio de la exageración de lo que no debe ser, se le asesta a éste un golpe mortal y social, afirma. 
Schneegans no comprende en absoluto el biperbolismo positivo de lo material y corporal en el grotesco medieval y en Rabelais. Tampoco capta fuerza regeneradora y renovadora de la risa grotesca. Sólo conoce la risa puramente negativa, retórica y triste de la sátira del siglo XIX, e interpreta las manifestaciones del grotesco en la Edad Media y el Renacimiento desde ese punto de vista. Este es un ejemplo extremo de «modernización» distorsionada del concepto de la risa en la historia de la literatura. El autor no comprende, además, el universalismo de las imágenesgrotescas. Su concepción es típica de los historiadores de la literatura de la mitad del siglo XIX y primeras décadas del XX, Incluso en la actualidad subsiste el sistema de interpretación satírico de lo grotesco, sobre todo en relación a la obra de Rabelais, Ya dijimos que Schneegans basa esencialmente su concepción en sus análisis de la obra rabelesiana. Por esto nos detendremos sobre el particular más adelante. 

En el siglo XX se produce un nuevo y poderoso renacimiento del grotesco, aunque hay que reconocer que el término «renacimiento» puede difícilmente aplicarse a ciertas manifestaciones del grotesco ultra-moderno. 
La línea de evolución es muy complicada y contradictoria. Sin embargo, en general, se pueden destacar dos líneas principales. La primera es el grotesco modernista (Alfred Jarry, los superrealistas, los expresionistas, etc.). Este tipo de grotesco retoma (en diversas proporciones) las tradiciones del grotesco romántico; actualmente se desarrolla bajo la influencia de existencialistas. La segunda línea es el grotesco realista (Thomas Mann, Bertold Brecht, Pablo Neruda, etc.) que continúa la tradición del realismo grotesco y de la cultura popular, reflejando a veces la influencia directa de las formas carnavalescas (Pablo Neruda). 
No nos proponemos definir las cualidades del grotesco contemporáneo. Nos referiremos solamente a una teoría de la tendencia modernista, expuesta en el libro del eminente crítico literario alemán Wolfgang Kayser titulado Das Groteske in Malerei und Dicbtung, 1957 (El grotesco en la pintura y la literatura) (15) En efecto, la obra de Kayser es el primer estudio, y por el momento el único, dedicado a la teoría del grotesco. Contiene un gran número de observaciones preciosas y análisis sutiles. No aprobamos, sin embargo, la concepción general del autor. 
Kayser se propuso escribir una teoría general del grotesco, y descubrir la esencia misma de éste. En realidad, su obra sólo contiene una teoría (y un resumen histórico) del grotesco romántico y modernista, y para ser exactos sólo del grotesco modernista, ya que el autor ve el grotesco romántico a través del prisma del modernista, razón por la cual su comprensión y su apreciación están distorsionadas. La teoría de Kayser es totalmente ajena los milenios de evolución anteriores al romanticismo: fase arcaica, antigua (por ejemplo, el drama satírico o la comedia ática), Edad Media y Renacimiento integrados en la cultura cómica popular. El autor ni siquiera investiga estas manifestaciones (se contenta con mencionarlas). Basa sus conclusiones y generalizaciones en análisis del grotesco romántico y modernista, pero es la concepción modernista la que determina su interpretación. Tampoco comprende la verdadera naturaleza del grotesco, inseparable del mundo de la cultura cómica popular y de la cosmovisión carnavalesca. En el grotesco romántico, esta naturaleza está debilitada, empobrecida y en gran parte reinterpretada. Sin embargo, en el romanticismo los grandes temas originarios del carnaval conservan reminiscencias del poderoso conjunto al que pertenecieron. Esta reminiscencia eclosiona en las mejores obras del grotesco romántico (con una fuerza particular, aunque de diferente tipo, en Sterne y Hoffmann). Sus obras son más poderosas, profundas y alegres que su propia concepción subjetiva y filosófica del mundo. Pero Kayser ignora esas reminiscencias y no las investiga. El grotesco modernista que estructura su concepción olvida casi por completo estas reminiscencias e interpreta de manera muy formalista la herencia carnavalesca de los temas y símbolos grotescos. 
¿Cuáles son, según Kayser, las características fundamentales de la imagen grotesca? 
Es sorprendente leer sus definiciones por el tono lúgubre, terrible y espantoso que manifiesta en general al exponer su concepción del grotesco. En realidad, este tono es ajeno a la evolución del grotesco anterior al romanticismo. Hemos dicho que el grotesco medieval y renacentista, basado en la cosmovisión carnavalesca, está exento de esos elementos terribles y espantosos y es, en general, inofensivo, alegre y luminoso. Lo que era terrible en el mundo habitual se transforma en el carnavalesco en alegres «espantapájaros cómicos». El miedo es la expresión exagerada de una seriedad unilateral y estúpida que en el carnaval es vencida por la risa (Rabelais elabora magníficamente este tema en su obra, sobre todo a través del «tema de Malbrough»). La libertad absoluta que necesita el grotesco no podría lograrse en un mundo dominado por el miedo. 
Para Kayser, lo esencial del mundo grotesco es «algo hostil, extraño e inhumano» ( «Das Unheimlicbe, das Verfrendete und Unmenschliche», pág. 81). 
Kayser destaca sobre todo el aspecto extraño: «El grotesco es un mundo que se vuelve extraño «Das Groteske ist die entfremdete Welt», página 136). Expone esta definición comparando el grotesco con el mundo de los cuentos, el cual, visto desde fuera, puede definirse también como un universo extraño e insólito, pero no como un mundo que se ha vuelto ajeno. En el mundo grotesco, por el contrario, lo habitual y cercano se vuelve súbitamente hostil y exterior. Es el mundo nuestro que se con vierte de improviso en el mundo de otros. 
Esta definición, aplicable a ciertas expresiones del grotesco moderno, no se adapta a las características del romántico y, menos aún, a las fases anteriores. 
En realidad el grotesco, incluso el romántico, ofrece la posibilidad de un mundo totalmente diferente, de un orden mundial distinto, de una nueva estructura vital, franquea los límites de la unidad, de la inmutabilidad ficticia (o engañosa) del mundo existente. El grotesco, nacido de la cultura cómica popular, tiende siempre, de una u otra forma, a retornar al país de la edad de oro de Saturno y contiene la posibilidad viviente de este retorno. 
También el grotesco romántico contiene esta posibilidad (si no dejaría de serlo), pero dentro de las formas subjetivas que le son típicas. El mundo existente se vuelve de repente un mundo exterior (en la terminología de Kayser), porque se manifiesta precisamente la posibilidad de un mundo verdadero en sí mismo, el mundo de la edad de oro, de la naturalidad carnavalesca. El hombre se encuentra consigo mismo, y el mundo existente es destruido para renacer y renovarse después. Al morir, el mundo da a luz. En el mundo grotesco, la relatividad de lo existente es siempre feliz, lo grotesco siente la alegría del cambio y transformación, aunque en algunos casos esa alegría sea mínima, como ocurre en el romanticismo. 
Es preciso destacar una vez más que el aspecto utópico («la edad de oro») aparece en el grotesco pre-romántico, no bajo la forma del pensamiento abstracto o de emociones internas, sino en la realidad total del individuo: pensamiento, sentimientos y cuerpo. La participación del cuerpo adquiere una importancia capital para. el grotesco. 
Sin embargo, la concepción de Kayser no da cabida a lo material y corporal y sus renovaciones perpetuas. Tampoco aparecen el tiempo, ni los cambios, ni las crisis, es decir lo que se realiza bajo el sol, en el hombre, la tierra y la sociedad humana, ambiente donde se desarrolla el verdadero grotesco. 
Hay una definición de Kayser del grotesco modernista muy típica: «Lo grotesco es la forma de expresión de "ello"» (pág. 137). 
Para Kayser «ello» representa algo más existencialista que freudiano; «ello es la fuerza extraña que gobierna el mundo, los hombres, sus vidas y sus actos». Kayser reduce varios temas fundamentales del grotesco a una sola categoría, la fuerza desconocida que rige el mundo, representada a través del teatro de marionetas por ejemplo. Esa es también su concepción de la locura. Presentimos en el loco algo que no le pertenece, como si un espíritu inhumano se hubiera introducido en su alma. Ya dijimos que el grotesco utiliza de forma radicalmente distinta el tema de la locura para de la falsa «verdad de este mundo» y para contemplarla desde una perspectiva independiente, apartada del mundo convencional. 
Kayser se refiere con frecuencia a la libertad de la fantasía característica del grotesco. Pero ¿cómo podría existir libertad en un mundo dominado por la fuerza extraña del «ello»? La concepción de Kayser contiene una contradicción insuperable. 
En realidad la función del grotesco es liberar al hombre de las formas de necesidad inhumana en que se basan las ideas convencionales. El grotesco derriba esa necesidad y descubre su carácter relativo y limitado. La necesidad se presenta históricamente como algo serio, incondicional y perentorio. En realidad la idea de necesidad es algo relativo y versátil. La risa y cosmovisión carnavalesca, que están en la base del grotesco, destruyen la seriedad unilateral y las pretensiones de significación incondicional e intemporal y liberan a la vez la conciencia, el pensamiento y la imaginación humanas, que quedan así disponibles para el desarrollo de nuevas De allí que un cierto estado carnavalesco de la conciencia precede y prepara los grandes cambios, incluso en el campo de la ciencia. 
En el mundo grotesco el «ello» es desmitificado y transformado en espantapájaros cómico»; al penetrar en ese mundo, incluso en el mundo del grotesco romántico, sentimos una alegría especial y «licenciosa» en el pensamiento y la imaginación. 
Analizaremos dos aspectos más de la concepción de Kayser. 
Afirma que «en el grotesco no hay temor a la muerte, sino a la vida». 
Esta afirmación, hecha desde un punto de vista existencialista, opone la vida a la muerte, oposición que no existe en el sistema de imágenes grotescas, donde la muerte no aparece como la negación de la vida (entendida en su acepción grotesca, es decir la vida del gran cuerpo popular). La muerte es, dentro de esta concepción, una entidad de la vida en una fase necesaria como condición de renovación y rejuvenecimiento permanentes. La muerte está siempre en correlación con el nacimiento, la tumba con el seno terrestre que procrea. Nacimiento-muerte y muerte-nacimiento son las fases constitutivas de la vida, como lo expresa el espíritu de la Tierra en el Fausto de Goethe. (16) La muerte está incluida en la vida y determina su movimiento perpetuo paralelamente al nacimiento. El pensamiento grotesco interpreta la lucha de la vida contra la muerte dentro del cuerpo del individuo como la lucha de la vieja vida recalcitrante contra la nueva vida naciente, como una crisis de relevo. 
Leonardo da Vinci dijo: «Cuando el hombre espera con feliz impaciencia el nuevo día, la nueva primavera, el año nuevo, no comprende que de este modo aspira a su propia muerte». Aunque expresado de esta forma el aforismo no sea grotesco, está inspirado sin embargo en concepción carnavalesca del mundo. 
En el sistema de imágenes grotescas la muerte y la renovación son inseparables del conjunto vital, e incapaces de infundir temor. 
Recordemos que en el grotesco de la Edad Media y el Renacimiento hay elementos cómicos incluso en la imagen de la muerte (en el campo pictórico, por ejemplo, en las «Danzas Macabras» de Holbein o Durero). La figura del espantapájaros cómico reaparece con más o menos relieve. En los siglos siguientes, especialmente en el siglo XIX, se perdió la comprensión de la comicidad presente en esas imágenes, que fueron interpretadas con absoluta seriedad y unilateralidad, por lo cual se volvieron falsas y anodinas. El siglo XIX burgués sólo tenía ojos para la comicidad satírica, una risa retórica, triste, seria y sentenciosa (no en vano ha sido comparada con el látigo de los verdugones). Existía además la risa recreativa, tranquilizadora y trivial. 
El tema de la muerte concebida como renovación, la superposición de la muerte y el nacimiento y las imágenes de muertos alegres, cumplen un papel fundamental en el sistema de imágenes de Rabelais, por lo cual las analizaremos concretamente en los capítulos siguientes. 
El último aspecto de la concepción de Kayser que examinaremos es su análisis de la risa grotesca. Esta es su definición: «La risa mezclada al dolor adquiere, al entrar en lo grotesco, los rasgos de una risa burlona, cínica y finalmente satánica». 
Kayser concibe la risa grotesca igual que el sereno de Bonawentura y Jean-Paul con su teoría de la «risa cruel», es decir, dentro de la expresión romántica de lo grotesco. Larisa no es un elemento de alegría regenerador, liberador y creador. 
Por otra parte, Kayser capta perfectamente la importancia del problema de la risa grotesca, y evita resolverlo en forma unilateral (ver pág. 139, op. cit.). 

El grotesco es la forma predominante que adoptan las diversas corrientes modernistas actuales. La concepción de Kayser les sirve en lo esencial de fundamento teórico, permitiendo esclarecer algunos aspectos del grotesco.Pero es inadmisible extender esta interpretación a las demás fases evolutivas de la imagen grotesca. 
El problema del grotesco y su esencia estética sólo puede plantearse y resolverse correctamente dentro del ámbito de la cultura popular de la Edad Media y la literatura del Renacimiento, y en este sentido Rabelais es particularmente esclarecedor. Para comprender la profundidad, las múltiples significaciones y la fuerza de los diversos temas grotescos, es preciso hacerlo desde el punto de vista de la unidad de la cultura popular y cosmovisión carnavalesca; fuera de estos elementos, los temas grotescos se vuelven unilaterales, anodinos y débiles. 

No cabe duda en cuanto a lo adecuado del vocablo «grotesco» aplicado a un tipo especial de imágenes de la cultura popular de la Media y a la literatura del Renacimiento. ¿Pero hasta qué punto se justifica nuestra denominación de «realismo grotesco»? 
En esta introducción sólo daremos una respuesta preliminar a esta cuestión. 
Las características que diferencian de manera tan marcada el grotesco de la Edad Media y el Renacimiento en comparación al grotesco romín rico y modernista (ante todo la comprensión espontáneamente materialista y dialéctica de la existencia) pueden calificarse correctamente de realistas. Nuestros ulteriores análisis concretos de las imágenes grotescas confirmarán esta hipótesis. 
Las imágenes grotescas del Renacimiento, ligadas directamente a cultura popular carnavalesca (en Rabelais, Cervantes y Sterne), influyeron en toda la literatura realista de los siglos siguientes. Las grandes corriente; realistas (Stendhal, Balzac, Rugo, Dickens, etc.) estuvieron siempre ligadas (directamente o no) a la tradición renacentista, y la ruptura de este lazo condujo fatalmente a la falsificación del realismo, a su degeneración en empirismo naturalista. 
A partir del siglo XVII ciertas formas del grotesco comienzan a degenerar en «caracterización» estática y estrecha pintura costumbrista. Esto una consecuencia de la concepción burguesa del mundo. Por el contrario, el verdadero grotesco no es estático en absoluto: se esfuerza por expresa en sus imágenes la evolución, el crecimiento, la constante imperfección la existencia: sus imágenes contienen los dos polos de la evolución, el sentido del vaivén existencial, de la muerte y el nacimiento; describe cuerpos en el interior de uno, el brote y la división de la célula viva. En el realismo grotesco y folklórico de calidad, como en los organismos unicelulares, no existe el cadáver (la muerte del organismo unicelular coincide con el proceso de multiplicación, es la división en dos células, dos organismos, sin «desechos»), la vejez está encinta, la muerte está embarazada, todo lo limitado, característico, fijo y perfecto, es arrojado al fondo de lo «inferior» corporal donde es refundido para nacer de nuevo. Pero durante la degeneración y disgregación del realismo grotesco, el polo positivo desaparece, desaparece el nuevo eslabón de la evolución (reemplazado por la sentencia moral y la concepción abstracta), y sólo queda un cadáver, una vejez sin embarazo, pura, igual a sí misma, aislada, separada del conjunto en crecimiento en el seno del cual estaba unida al eslabón siguiente en la cadena de la evolución y el progreso. 
No queda más que un grotesco mutilado, la efigie del demonio de la fecundidad con el falo cortado y el vientre encogido. Esto origina las imágenes estériles de lo «característico», y los tipos «profesionales» de abogados, comerciantes, alcahuetes, ancianos y ancianas, etc., simples máscaras de un realismo falsificado y degenerado. Estos tipos existían también en el realismo grotesco, pero no constituían la base de la vida. En realidad, esta concepción del realismo traza nuevas fronteras entre los cuerpos y las cosas; separa los cuerpos dobles y poda del realismo grotesco y folklórico las cosas que han crecido con el cuerpo, trata de perfeccionar cada individualidad, aislándola de la totalidad final. La comprensión del tiempo está también sensiblemente modificada. 
La literatura llamada del «realismo burgués» del siglo XVII (Sorel, Scarron y Furetière), además de contener elementos puramente carnavalescos, está llena de imágenes grotescas estáticas, sustraídas casi al transcurso temporal y a la corriente evolutiva. Como consecuencia, su naturaleza doble se divide en dos, su ambivalencia se petrifica. Algunos autores, como Régnier por ejemplo, tienden a considerar a esta literatura como precursora del realismo. En realidad son sólo restos –casi desprovistos de sentido–, del potente y profundo realismo grotesco. 
Al comienzo de nuestra introducción dijimos que ciertas manifestaciones de la cultura popular, al igual que los géneros típicos del realismo grotesco ya han sido estudiados en forma exhaustiva y capital, pero siempre desde el punto de vista de los métodos histórico-culturales e histórico-literarios predominantes en la época (siglo XIX y primeras décadas del XX), No sólo se estudiaron las obras literarias, por cierto, sino también ciertos fenómenos específicos, tales como las «fiestas de los locos» (Bourquelot, Drews, Villetard), «la risa pascual» (Schmid, Reinach, etc.), «la parodia sacra» (Novati, Ilvoonen, Lehmen) y otros fenómenos que, en realidad, escapaban al dominio del arte y la literatura. También se estudiaron otras manifestaciones de la cultura cómica antigua (A. Dieterich, Reich, Cornford, etc.). Los folkloristas contribuyeron también a iluminar el carácter y la génesis de los diferentes motivos y símbolos pertenecientes a la cultura cómica popular (bastaría citar la monumental obra de Frazer La rama dorada. Existe en conjunto un número considerable de obras científicas dedicadas a la cultura cómica popular. (17) Nos referiremos a ellas posteriormente. 
Pero, por desgracia, esta inmensa literatura, con muy pocas excepciones, carece de espíritu teórico, no llega a establecer generalizaciones teóricas con amplitud y valor de principio. De allí que esta documentación casi infinita, minuciosamente reunida y estudiada escrupulosamente, no tiene suficiente unidad ni está interpretada como corresponde. Lo que para nosotros es el mundo unitario de la cultura popular, aparece en estas obras como un conglomerado de curiosidades heterogéneas, difícil de incluir en una historia «seria» de la cultura y la literatura europeas, a pesar de sus grandes proporciones. 
Este conjunto de curiosidades y obscenidades está fuera de la órbita de losproblemas «serios» de la creación literaria que se plantean en Europa. Así se explica por qué la potente influencia ejercida por la cultura cómica popular sobre la literatura y el «pensamiento metafórico» de la humanidad, no ha sido estudiada en profundidad. 
Expondremos ahora brevemente dos ensayos que han tenido el mérito de plantear esos problemas teóricos y tratar el tema desde dos ángulos diferentes. 
En 1903, H. Reich publicó un grueso volumen titulado El mimo de estudio histórico de la evolución literaria. 
El tema del libro es en realidad la cultura cómica de la Antigüedad y la Edad Media. Esta obra proporciona una abundante documentación muy interesante y precisa. El autor ilumina con justeza la unidad de la tradición cómica clásica y medieval. Capta también la relación antigua fundamental de la risa con las imágenes de lo «inferior» material y corporal, lo que le permite adoptar una posición justa y fructuosa frente problema. 
Pero en última instancia, Reich no plantea realmente éste, debido a nuestro entender, a dos razones. En primer lugar, Reich trata de la historia de la cultura cómica a la historia del mimo, es decir a un único género cómico, si bien muy característico de fines de la Antigüedad. 
Para el autor, el mimo es el centro y casi el único vehículo de la cultura cómica medieval como derivación del mimo antiguo. 
Al investigar la influencia del mimo, Reich sobrepasa las fronteras de la cultura europea. Esto conduce fatalmente a exageraciones, al rechazo de aquellos elementos que no se adaptan al lecho de Procusto del mimo. Debemos aclarar que Reich escapa a veces de sus propios límites y concepciones, ya que la abundancia de su documentación es tal que le obliga a evadirse del marco demasiado estrecho del mimo. En segundo lugar, Reich moderniza y empobrece un tanto el sentido de la risa y su manifestación anexa, o sea el principio material y corporal. Dentro de su sistema, los aspectos positivos de la risa, su fuerza liberadora y regeneradora, son suprimidos aunque el autor conoce perfectamente la filosofía antigua de la risa. El universalismo de la risa popular, su carácter utópico y de cosmovisión, no son comprendidos ni apreciados en su justa medida. Pero es sobre todo el principio material y corporal el que aparece particularmente debilitado: Reich lo considera desde el punto de vista del pensamiento moderno, abstracto y discriminador, de allí que su comprensión sea estrecha y casi naturalista. 
Son estos dos aspectos los que, a nuestro entender, desvirtúan la concepción de Reich. Sin embargo, debe reconocerse que ha contribuido mucho al correcto planteamiento del problema de la cultura cómica popular. Es lamentable que su libro, enriquecido con una documentación actualizada, original y audaz, no haya ejercido más influencia en el momento de su aparición. 
Nos referiremos a menudo a esta obra. 
Citaremos además el libro de Konrad Burdach, Reforma, Renacimiento y Humanismo, Berlín, 1918. Este estudio breve interpreta el problema de la cultura cómica popular desde un punto de vista diferente. No menciona nunca el principio material y corporal. Su única obsesión es la idea-imagen del «renacimiento», de la «renovación» y la «reforma». 
Burdach se propone demostrar cómo esta idea-imagen del renacimiento (y sus variedades), originada en la antiquísima mitología de los pueblos orientales y antiguos, sobrevivió y evolucionó durante la Edad Media. Permaneció además dentro del culto religioso (liturgia, ceremonia del bautismo, etc.), donde se estereotipó en el dogma. En el siglo XII, una época de renacimiento religioso (Joaquín de Flora, Francisco de Asís y los espiritualistas), esta idea-imagen del renacimiento volvió a desarrollarse, extendiéndose a sectores populares más amplios, adquiriendo emociones exclusivamente humanas y despertando una imaginación poética y artística, para convertirse así en la expresión del impulso creciente de renacimiento y renovación en el ámbito terrenal, es decir dentro del dominio político, social y artístico. 
Burdach rastrea el proceso lento y progresivo de la secularización de la idea-imagen del renacimiento en Dante y en las ideas y la actividad de Rienzi, Petrarca, Bocaccio, etc. 
Burdach considera con justeza que un acontecimiento histórico como el Renacimiento no podía ser el resultado de búsquedas destinadas exclusivamente a la obtención de conocimientos o a los esfuerzos intelectuales de individuos aislados. Dice así: 
«El Humanismo y el Renacimiento no son los productos del conocimiento (Produkte des Wissens). No deben su aparición al descubrimiento por parte de los sabios de monumentos perdidos del arte y la cultura antigua, a los que tratan de insuflar nueva vida. El Humanismo y el Renacimiento nacieron de la espera y la aspiración apasionada e ilimitada de una época que envejecía, y cuyo espíritu, agitado en sus profundidades, ansiaba una nueva juventud». 
Consideramos que Burdach acierta plenamente al rechazar la interpretación del Renacimiento como originado en fuentes de sabiduría libresca, investigaciones ideológicas individuales y «esfuerzos intelectuales». Tiene razón también al afirmar que el Renacimiento se gestó durante la Edad Media (sobre todo a partir del siglo XII), y que la palabra «renacimiento» no significa en absoluto «renacimiento de las ciencias y artes de la Antigüedad», sino que posee una significación más amplia y cargada de sentido, arraigada en las profundidades del pensamiento ritual, espectacular (relativo al espectáculo), metafórico, intelectual e ideológico de la humanidad. Sin embargo, Burdach no vio ni comprendió la esfera fundamental donde se desarrolló la idea-imagen del Renacimiento, es decir la cultura cómica popular de la Edad Media. El deseo de renovación y de «nuevo nacimiento», «el ansia de una nueva juventud» estructuraron la cosmovisión carnavalesca encarnada de diversos modos en las manifestaciones concretas y sensibles de la cultura popular (espectáculos, ritos y formas verbales). Esto constituía la «segunda vida» festiva de la Edad Media. 
Manifestaciones diversas, que Burdach considera como precursoras del Renacimiento, reflejaban a su vez la influencia de la cultura cómica popular, y en esta medida, se anticiparon al espíritu renacentista. Es el caso de Joaquín de Flora y de San Francisco de Asís sobre todo y el movimiento por él fundado. No es una casualidad que San Francisco se designara a sí mismo en sus obras con el nombre de «juglar del Señor» (ioculatores Domini). Su original concepción del mundo con su «alegría espiritual» (laetitia spiritualis), su bendición del principio material y corperal, y sus degradaciones y profanaciones características, puede ser calificada (no sin cierta exageración) de catolicismo carnavalizado. Los elementos de la cosmovisión carnavalesca son muy fuertes también en obra de Rienzi.
Estos elementos, que según Burdach habían preparado el Renacimiento, poseen en toda su fuerza el principio liberador y renovador, aunque expresado a veces en forma harto limitada. Sin embargo, Burdach no toma en cuenta para nada: este principio. Para él sólo existen los tonos serías. 
En suma, Burdach, al tratar de comprender mejor las relaciones del Renacimiento con la Edad Media, prepara a su modo el planteamiento del problema. 
Aquí queda planteado nuestro estudio. Sin embargo, el tema fundamental de éste no es la cultura cómica popular, sino la obra de Francisco Rabelais. En realidad, la cultura cómica popular es infinita, y, como hemos visto, muy heterogénea en sus manifestaciones. A este respecto nuestra interpretación será puramente teórica y consistirá en revelar la unidad, el sentido y la naturaleza ideológica profunda de esta cultura, es decir su valor como concepción mundo y su valor estético. El mejor medio de resolver el problema planteado es trasladarse al terreno mismo donde se formó esta cultura, donde se concentró y fue interpretada literalmente, en la etapa superior del Renacimiento; en otras palabras, debemos ubicarnos en la obra de Rabelais. Su obra es sin duda irremplazable para comprender la esencia profunda de la cultura cómica popular. En el universo que este autor ha creado, la unidad interna de todos sus elementos heterogéneos se revela con claridad excepcional, hasta tal punto que su obra constituye una verdadera enciclopedia de la cultura popular. 
Con esto hemos concluido nuestra introducción. Agreguemos simplemente que volveremos sobre estos temas y afirmaciones en el desarrollo de nuestro estudio. Concretaremos entonces esos temas y afirmaciones un tanto abstractas y teóricas, sobre la base de las obras de Rabelais y de las expresiones de la Edad Media y la Antigüedad que lesirvieron (directamente o no) como fuente de inspiración. 


NOTAS
(1) Bélinsky Vissarion (1811-1848), líder de la crítica y la filosofía rusa de vanguardia. 
(2) Michelet: Historia de Francia, Flammarion, t. IX, pág. 466. Se refiere a la ramade oro profética que Sibila entregó a Eneas. En las citas, los subrayados son delautor. 
(3). Véanse los interesantísimos análisis de los sosias cómicos y las reflexiones que éstos suscitan en la obra de E. Meletinski, El origen de la epopeya heroica, Moscú, 1963 (en ruso). 
(4). Una situación análoga se observaba en la Roma antigua, donde los atreví mientas de las saturnales se transmitían a la literatura cómica. 
(4A). Los diálogos y Marcoul, y son muy similares a los diálogos sostenidos entre Don Quijote y Sancho Panza.
(5). Ver a este respecto H. Reich: Der Mimus. Ein literar-entwicklungsgeschichtlicher Versucb, Berlín, 1903. El autor los analiza en forma superficial, desde un punto de vista naturalista. 
(6). En la obra vastísima de E. Male, El arte religioso del siglo XII, XIII y de fines de la Edad Media en Francia, se puede encontrar una amplia y preciosa documentación sobre los motivos grotescos en el arte medieval, tomo 1, 1902; tomo II, 1908; tomo III, 1922. 
(7). No la Antigüedad en general: en la antigua comedia dórica, en el drama satírico, en la comedia siciliana, en Aristófanes, en los mimos y atelanas (piezas bufonescas romanas) encontramos una concepción análoga, así como también en Hipócrates, Galeno, Plinio, en la literatura de los «dichos de sobremesa», en Atenea, Plutarco, Macrobio y muchas otras obras de la Antigüedad no clásica. 
(8). El libro de A. Dieterich: Pullcinella. Ponpeyaniscbe Wandbilder und miscbe Satyrspiele, Leipzig, 1897 (Pulcinella, pintura mural pompeyana dramas satíricos romanos), contiene una documentación muy importante y observaciones preciosas sobre el grotesco de la Antigüedad, y también parcialmente de la Edad Media y el Renacimiento. Sin embargo, el autor no emplea el término «grotesco». Este libro conserva aún su actualidad. 
 (9). Citemos también la notable definición del grotesco que da L. Pinski: «En el grotesco, la vida pasa por todos los estadios; desde los inferiores inertes primitivos a los superiores más móviles espiritualizados, en una guirnalda de diversas pero unitarias. Al aproximar lo que está alejado, al unir las cosas que excluyen entre sí al violar las nociones habituales, el grotesco artístico se la paradoja lógica. A primera vista, el grotesco parece sólo ingenioso y divertido, en realidad posee otras grandes posibilidades» (L. Pinski: El realismo en la renacentista, Ediciones literarias del Estado, Moscú, 1961, págs. 119-120, en ruso.
(10). El libro de Flögel fue reeditado en 1862, un poco retocado y ampliado en Fr. Ebeling: La historia de lo cómico-grotesco de Flögel, Leipzig, 1862. texto fue reeditado cinco veces. Las citas que aparecen en nuestro estudio son extra das de la primera edición de Flögel a cargo de Max Brauer. 
(11). Nachtuiacben, 1804. (Ver edición R. Steinert: Nachtwachen des Bonawentum Leipzig, 1917.) 
(12). Nos referimos aquí a las máscaras y a su significación en la cultura popular de Antigüedad y la Edad Media, sin examinar su sentido en los cultos antiguos.
(13) Para ser precisos, el grotesco popular refleja el instante en que la luz sucede a la oscuridad, la mañana a la noche y la primavera al invierno. 
(14). Se encuentran, en las obras literarias de Jean-Paul, numerosas imágenes representativas del grotesco romántico, sobre todo en sus «sueños» y «visiones». (Ver selección editada por R. Benz: Jean Paul Träume und Visionen, 1954). Este libro contiene muestras notables del grotesco nocturno y sepulcral. 
(15). Esta obra ha sido reeditada póstumarnente en 1960-1961, en la colección «Rowohlts deutsche Enzyklopädie». Nuestras citas se basan en esta edición. 
(16). Estos son los versos: 
Geburt und Grab, 
Ein ewiges Meer, 
Ein wechselnd Weben, 
Ein glühend Leben 
(El nacimiento y la tumba, 
Un mar eterno, 
Un movimiento sucesivo, 
Una vida ardiente) 
Aquí la vida y la muerte no son opuestas; el nacimiento y la tumba están superpuestos, ligaos al seno procreador y absorbente de la tierra y el cuerpo, forman simétricamente parte de la vida, como fases necesarias del conjunto vital en perpetuo cambio y renovación. Esto es muy típico de la concepción de Goethe. Hay dos concepciones completamente diferentes del mundo: en una la vida y la muerte se oponen, en la otra, el nacimiento y la tumba se confunden entre sí. A esta última concepción pertenece la cultura popular y es en gran parte también la concepción del poeta. 
(17) Entre las soviéticas se destaca la de O. Freidenberg, La tema y del estilo (Goslitizdat, 1936), obra que reúne una inmensa documentación folklórica relativa al tema (para la Antigüedad sobre todo). Sin embargo, estos documentos son tratados principalmente desde el punto de vista de las teorías del pensamiento pre-lógico. Además el problema de la cultura cómica popular no se plantea.

Mijail Bajtin - La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Alianza Editorial, Madrid, 2003. Pags. 7-57.  Versión de Julio Forcar y César Conroy.

Texto completo en pdf
En Snips de Nastenka


Georg Lukács - El ser y la conciencia (Conversación con Hans Heinz Holz)

$
0
0



HOLZ: Señor Lukács, en su Estética se incluyen algunos supuestos previos ontológicos que no siempre están tratados de manera explícita. Sabemos que prepara usted una Ontología sobre bases marxistas y, sin pretender anticiparnos a este libro, quisiéramos, sin embargo, acercarnos a la cuestión de hasta qué punto ciertas posiciones de su Estética están condicionadas por supuestos previos de tipo ontológico, los cuales acaso podamos poner en claro en la presente entrevista. Surge al respecto una pregunta que me ha sido planteada recientemente en una discusión que sostuve con discípulos del señor Abendroth, que se encuentra entre nosotros, en Marburg. ¿Se puede afirmar que existe una ontología marxista? ¿Qué sentido puede tener la palabra ontología en una filosofía marxista? En el mencionado círculo de discípulos del señor Abendroth se me objetó que la ontología, sobre la base del marxismo, se disuelve en sociología. Las categorías ontológicas, por tanto, habrían de entenderse tan sólo como categorías de la sociedad, no como categorías históricas. y no hay duda de que siempre son categorías sociales e históricas. Mas si el hablar de ontología ha de tener sentido, en estas categorías ontológicas habrá de estar comprendido algo que pueda ser definido en términos no sólo sociales, históricos. Me interesaría saber cuál es su postura respecto a esta cuestión. 
LUKÁCS: Yo diría que, a despecho de lo que como científico o en general uno pueda ser, se parte siempre de cuestiones de la vida cotidiana, en la cual se plantean las cuestiones ontológicas en un sentido muy masivo. Le voy a poner un ejemplo muy simple: alguien cruza la calle; puede tratarse –en el campo de la teoría del conocimiento– del más recalcitrante neopositivista, negador de toda realidad, y, sin embargo, en el cruce de las calles estará persuadido de que el automóvil real lo atropellará realmente si no se detiene, y no que alguna fórmula matemática de su existencia será atropellada por la función matemática del auto, o su representación por la representación del automóvil. Cito adrede un ejemplo tan brutalmente simple para hacer ver que en nuestra vida se reúnen una y otra vez formas de ser diversas y que esta interrelación entre las formas de ser es lo primario. Por esta razón me es imposible considerar como pregunta realmente seria la de si una categoría determinada es sociológica u ontológica. Se ha extendido actualmente entre nosotros la costumbre de presentar como una esfera independiente del ser cualquier disciplina que ha alcanzado carta de ciudadanía universitaria. Incluso un filósofo tan inteligente como Nicolai Hartmann argumenta en una ocasión que la psique tiene que ser algo independiente, puesto que desde hace doscientos o trescientos años se viene enseñando en las universidades la psicología como una ciencia particular. Pues bien, yo soy de la opinión de que todas estas cosas son mutables históricamente, siendo el ser y las transformaciones del ser lo fundamental. Entiendo que es de ahí desde donde se ha de partir; y de ahí he partido yo en mi Estética, que lleva el subtítulo, quizá no muy correcto, de Eigenart des Aesthetischen [La peculiaridad de lo estético]; hubiera sido más exacto decir: la posición del principio estético en el marco de las actividades intelectuales del hombre. Ocurre, sin embargo, que las actividades intelectuales del hombre no son –por así decir– entidades anímicas, como se imagina la filosofía universitaria, sino diversas formas de acuerdo con las cuales los hombres organizan aquellas acciones y reacciones del mundo exterior a las que siempre están expuestos, y las organizan de algún modo, con vistas a la defensa y a la edificación de su propia existencia. Por ejemplo, es sumamente probable que en la actualidad se considere cierto que las maravillosas pinturas paleolíticas encontradas en el sur de Francia y en España fueron propiamente preparaciones mágicas para la caza; es decir, que estos animales no fueron pintados por razones estéticas, sino porque entonces los hombres tenían la idea de que una fiel reproducción de determinado animal significaba que ese animal se podía cazar mejor. En tal caso, la pintura es una reacción ante la vida de carácter aun primariamente utilitarista; y al socializarse la sociedad, esta tendencia prosigue ininterrumpidamente, de modo que la reproducción inmediata de la vida está ya siempre condicionada. Ahora quisiera decir otra cosa muy sencilla. Usted va a una tienda y se compra una corbata o seis pañuelos de bolsillo; si ahora se imagina el proceso necesario para que usted y los pañuelos se encuentren en el mercado, es posible que surja como resultado un cuadro muy movido y muy complicado; y yo creo que tales procesos no deben ser excluidos de la comprensión de la realidad. Es éste el primer punto que yo mencionaría aquí. El segundo punto es de orden metodológico, el cual nos lleva, en cierto sentido, mucho más lejos todavía. La ciencia desarrollada tiende a abarcar toda forma, toda modalidad aparencial de la vida en las formas supremas de su objetivación, creyendo que con ello se proporciona el mejor análisis posible. Piense usted en la teoría del conocimiento kantiana, que, por un lado, parte de la matemática de la época y de la física newtoniana para fundamentar el conocimiento y, por otro lado, toma a la resolución moral superdesarrollada como fundamento de lo práctico. Yo creo que es imposible descender de esta forma superior hasta la forma más inferior. Desde la forma newtoniana del análisis, desde la física newtoniana es imposible llegar a las nociones de que se ha servido un cazador prehistórico para establecer, en virtud de determinados ruidos, si lo que se acerca es un ciervo o un corzo. Por el contrario, si parto del imperativo categórico, tampoco entenderé las simples acciones prácticas del hombre en la vida cotidiana. En consecuencia, estimo que el camino a seguir –y con ello estamos de lleno ya en el terreno de los problemas ontológicos– es un problema genético. Es decir, tenemos que tratar de estudiar y comprender las circunstancias en sus formas aparenciales iniciales y las condiciones bajo las cuales pueden estas formas aparenciales hacerse cada vez más complicadas y mediatas. Naturalmente, esto no halaga los oídos de los científicos. Porgue, refiriéndonos al hecho de la ciencia, ¿ de dónde ha surgido el hecho de la ciencia? En toda aserción teleológica, como lo es el trabajo, existe un momento en el que la persona que trabaja –aunque sea un hombre de la Edad de Piedra– reflexiona acerca de si el instrumento que emplea es adecuado o no para la intención que él tiene. Si me remonto a los tiempos anteriores a la producción de instrumentos de trabajo y pienso en la' época en que el hombre primitivo se limitaba a recoger piedras con vistas a cumplir determinadas funciones, no me cuesta ningún esfuerzo imaginármelo examinando dos piedras y diciendo –es indiferente que lo formulase como yo lo estoy formulando ahora o no–: esta piedra es adecuada para cortar una rama y esta otra no lo cs. Con esta elección de la piedra primitiva comienza la ciencia. Ahora bien, la ciencia se ha ido desarrollando hasta constituir un sistema de mediación autónomo en el que los caminos que llevan hasta las últimas decisiones prácticas –son extraordinariamente largos, como podemos observar hoy día en todas las fábricas– y yo creo que es mucho más seguro iniciar el camino de la génesis de la ciencia con la recolección de piedras en el primer trabajo y terminarlo por la ciencia, en lugar de comenzar por la alta matemática e intentar retroceder hasta la recogida de las piedras. Esto significa que cuando intento comprender los fenómenos con un sentido genético, entonces se torna completamente ineludible el camino ontológico; de lo que se trata es de seleccionar, dentro de las innumerables casualidades que acompañan a la génesis de todo fenómeno, los momentos típicos, necesarios para el proceso mismo. Ello sería, pues, en cierto modo, la justificación de que yo considere al planteamiento ontológico como lo esencial, jugando un papel secundario, desde el punto de vista ontológico, las fronteras precisas que se trazan entre las diversas ciencias. y ahora retorno a mi ejemplo anterior: si, en el cruce de dos calles, el automóvil se aproxima a donde yo estoy, puedo concebir al automóvil como fenómeno tecnológico, o como fenómeno sociológico, como fenómeno histórico–cultural, etc., pero el automóvil real es una unidad que se atropellará o no. El objeto sociológico o histórico–cultural que es el automóvil resulta tan 'Sólo del modo de contemplación que guarda relación con los rasgos reales del automóvil y que es la reproducción mental de estos rasgos reales; mas el auto existente es, en cierto modo, más primario que, digamos, el criterio sociológico concomitante, puesto que el auto circularía aun si yo no hiciera sociología sobre ello, mientras que la sociología del auto no podrá poner en movimiento a ningún automóvil. Existe, pues, una prioridad de la realidad por parte de lo real, si se me permite la afirmación, y nosotros debemos intentar retroceder hasta estos hechos, primitivos si se quiere, de la vida y comprender los hechos complicados a partir de los hechos primitivos. 
HOLZ: Sí, el punto de partida en la vida cotidiana es, en consecuencia, algo así como la base, una especie de comprensión natural del universo. Dilthey y Husserl ya emplearon ese término, aunque, por supuesto, en un sentido diferente del que usted le da. 
LUKÁCS: También la teleología lo ha empleado... 
HOLZ: Sí, pero queda por saber si la ontología, dado que ha de iniciarse genéticamente en la vida cotidiana, no poseerá una forma metodológica específica para acercarse a los datos de este contenido de la experiencia cotidiana y –por así decir– para integrarlo en un sistema de intelección. La cuestión, en suma, se plantea así: ¿ cuál es, en sentido estricto, el objeto de la ontología? En la ontología clásica se diría, por ejemplo, que la doctrina de las categorías. 
LUKÁCS: Yo diría que el objeto de la ontología es lo realmente existente. Y su tarea es la de examinar lo existente respecto a su ser y encontrar las diversas fases y transiciones dentro de lo existente. A ello se suma, naturalmente, un punto que, en apariencia, nos lleva aún más lejos; pero yo creo que se debe hablar de ello desde el principio. Me refiero a un problema cuya discusión, según mis informaciones, Nicolai Hartmann fue el primero en plantear en nuestro tiempo; se trata del hecho, descubierto por él ya en la naturaleza inorgánica, de que la complejidad es lo primariamente existente, debiéndose estudiar el complejo en cuanto complejo y avanzar desde el complejo hacia sus elementos y procesos elementales, y no –como suele pensar la ciencia en general buscando ciertos elementos para luego construir determinados complejos sobre la base de la acción conjunta de tales elementos. Usted recordará que Hartmann concibió como tales complejos, por un lado, a los sistemas solares y, por el otro, al átomo. Creo que se trata de una idea sumamente fecunda. Es manifiestamente evidente que nunca podremos tener una ciencia de la biología mientras no concibamos la vida como complejo primario, constituyendo la vida del organismo entero la fuerza determinante en último término de los procesos particulares; y que de la síntesis de todos los movimientos musculares nerviosos y demás –aun si conociéramos cada uno de estos movimientos con exactitud científica–, sumando, digo, estas partes, no se podría producir jamás un organismo, sino que los procesos parciales sólo son comprensibles en cuanto procesos parciales del organismo complejo. 
Y por fin llegamos a nuestra cuestión, a saber, la sociedad, donde tal complejidad está por supuesto dada; y no sólo por lo que se refiere a la sociedad entera, sino, en cierto modo ya, al átomo de la sociedad. El hombre es un complejo en sí mismo, un complejo en sentido biológico; mas si quiero comprender los fenómenos sociales, es imposible descomponerlo en cuanto hombre complejo, de suerte que la sociedad se ha de concebir desde un principio como complejo que se compone de una serie de complejos. Se trata precisamente de saber cuál es la constitución de estos complejos y cómo podemos llegar a conocer el verdadero carácter de su ser y de sus funciones, sin hablar aquí para nada, como antes dije, de las determinaciones sociológicas o de otro tipo, siempre posteriores, sino de las concepciones genéticas del surgimiento y desarrollo de tales complejos. Si ahora considera usted a la sociedad desde esta perspectiva, el hecho respecto al cual no existe analogía alguna en el ser orgánico es el trabajo, debiendo considerarse aquí al trabajo –y entrecomillo esto– en cierto modo como el átomo de la sociedad misma y como un complejo extraordinariamente complicado, en el cual se pone en movimiento una sucesión causal por medio de una aserción teleológica del que trabaja. El trabajo sólo se puede ver coronado por el éxito cuando se pone en movimiento una sucesión causal genuina, a saber, en la dirección que postula la aserción teleológica. Por otra parte, si estudio este complejo, llego a la conclusión de que, en una aserción, el hombre que realiza el trabajo nunca está en condiciones de abarcar con la vista todas las circunstancias de estas sucesiones causales, de manera que, en el momento de realizar el trabajo, surge por principio algo diferente a lo que el que trabaja se ha propuesto como objetivo. Es natural que en determinados estadios iniciales la divergencia sea francamente mínima, pero es absolutamente seguro que la humanidad entera depende de tales desplazamientos mínimos. Digamos que los humanos han encontrado fortuitamente la posibilidad de un mejor afilado de la piedra; entonces ocurre que este ser mejor lo han descubierto paulatinamente como mejor, tornándose poco a poco en praxis general. Es imposible imaginar el progreso sin un desarrollo tal, a lo cual se añade precisamente el que, a consecuencia del no conocimiento de las circunstancias que rodean al trabajo, surja en éste siempre algo distinto, o digamos con mayor precisión: también algo distinto de aquello que se ha perseguido inicialmente. Es un prejuicio proveniente del cientifismo el pensar que el incremento de las experiencias, la acumulación de experiencias, reduce el campo de lo desconocido. Yo creo que lo amplía. Cuanto mejor conocemos a la naturaleza –con la cual se halla en estrecha interacción la ciencia, esto es, el trabajo–, tanto más evidentemente sale a relucir este médium desconocido que tiene las más importantes consecuencias para la evolución de la humanidad. Este terreno desconocido e inconquistado que es la reproducción social no está limitado a fases primitivas, sino que existe también en fases evolucionadas. Comprenderá usted que esto guarda relación con todas esas preguntas ontológicas sobre la edificación de lo complejo. El propietario individual de la fábrica ha dominado su producción individual mejor que el artesano pequeño, antiguo o medieval, y, sin embargo, a partir del complejo de producción y consumo se han desarrollado unas fuerzas desconocidas que se desatan en tiempo de crisis. Actualmente me parece un prejuicio de la ciencia económica afirmar que Keynes y otros dieron lugar a una economía plenamente dominada. Justamente las tan actuales preguntas planteadas tocante al fin del milagro económico demuestran en qué escasa medida se considera permanente la dominación del proceso económico. 
Y ahora vuelvo a una cuestión ontológica. Cuanto más alto sea el nivel de un complejo, mayor será el enfrentamiento de la conciencia humana con un objeto infinito, tanto en el aspecto extensivo como en el intensivo; y el mejor conocimiento de este objeto sólo podrá ser un conocimiento relativamente aproximativo. Una vez que he reconocido a X y Y como cualidades de un objeto determinado, todavía no tengo la garantía de que no existan otras cualidades Z más, las cuales puedan llegar en determinadas circunstancias a cobrar una eficacia práctica. Pues bien, yo creo que a tales hechos sólo nos podemos aproximar bajo la forma de una ontología en la que nos interesan nominalmente las relaciones esenciales y en la que dejemos a un lado el hecho de que una interrelación esencial cualquiera haya sido tratada por la ciencia actual desde el punto de vista psicológico, sociológico, teórico–cognoscitivo o lógico. Enfocamos esta interrelación como interrelación existente, siendo secundario para ella en qué disciplina científica se incluya su consideración. Esto es, a mi entender, el aspecto fundamental del marxismo; y en el caso de Marx me remito a la famosa definición según la cual las categorías son formas de ser, determinaciones de la existencia, lo cual viene a situarse en el polo opuesto de la concepción kantiana, y también hegeliana, de las categorías. Que de ello se sigue el método genético es cosa que puede ver usted de inmediato en el principio de El capital, donde se parte no ya del trabajo, sino del intercambio de mercancías más primitivo. De la ontología del intercambio de mercancías se deduce al fin la derivación genética del dinero en cuanto mercancía general. En Marx se muestra luego cómo el hecho de que el oro y la plata hayan llegado a ser a la larga dinero está a su vez relacionado íntimamente, en el aspecto ontológico, con las cualidades físicas del oro y la plata. Estos metales convenían a las condiciones del cambio general, de suerte que a partir de esta peculiaridad surgió por doquier la preponderancia del oro y la plata como medio de intercambio general, como dinero. Lo mucho que aquí se ofrece al conocimiento del camino realista se ve en el hecho de que, en la antigüedad civilizada, el dinero llegara a convertirse en una potencia mística, hecho repetidamente anotado por Marx. Desde el punto de vista ontológico, el dinero se convirtió en tal a partir de los actos de permuta; mas comoquiera que los antiguos aún no eran capaces de llegar a esta explicación ontológica, podrá encontrar usted, desde Homero y Sófocles, constantes lamentaciones elegíacas respecto a una potencia mítica que penetra en la sociedad y se arroga un dominio sobre los hombres, pese a tratarse de un material muerto. Ya ve usted cómo un problema que en épocas enteras de la historia resultaba incomprensible, adquiere una claridad total a la luz de la derivación ontológica que proporciona Marx en el comienzo de El capital. Lo mismo ocurre si se fija en otro problema que a un economista tan importante como Ricardo le resultaba irresoluble, a saber, el hecho de que, por un lado, las mercancías se intercambiasen sobre la base de su valor de trabajo y el que, por otro, en la sociedad capitalista se dé un beneficio medio. A mí me parece que Ricardo se dio cuenta de la contradicción irresoluble entre el beneficio medio y el valor de trabajo. Pues bien, Marx comprobó en esta relación la existencia de un sencillo hecho socialmente ontológico que probablemente también conoció Ricardo, a saber, que en el capitalismo moderno el capital emigra de un territorio a otro. Esta migración, que en el capitalismo más primitivo y en las sociedades precapitalistas se da tan sólo en muy escasa medida, es un hecho ontológico fundamental, De nuevo me estoy refiriendo a un hecho de fundamental importancia del capitalismo desarrollado. y ahora, si relee usted las exposiciones hechas por Marx en el tomo tercero de El capital, verá usted que el hecho de que el valor del trabajo se convierta en beneficio y en beneficio medio es una .simple consecuencia de la migración del capital, y que el gran enigma queda resuelto justo en el momento en que damos con el acceso ontológico correcto. 
Solemos usar la bella palabra ontología, y hasta yo mismo acostumbro él hacerlo, pese a que lo que en rigor habría de decirse es que se descubre la manera de ser que da lugar a este nuevo movimiento de los complejos. El hecho de que los nuevos fenómenos se puedan derivar genéticamente en base a su existencia cotidiana supone tan sólo un momento de una concatenación general, a saber, que el ser es un proceso de índole histórica. No existe el ser en sentido estricto; el ser que solemos designar con el nombre de ser cotidiano es una fijación determinada y sumamente relativa de complejos dentro de un proceso histórico. Como es sabido, Marx dijo en La ideología alemana que tan sólo existe una única ciencia coherente, la ciencia de la historia; y recordará usted con qué entusiasmo saludó Marx a Darwin, pese a los innumerables reparos de tipo ideológico que mediaban, porque Darwin había hallado en la naturaleza orgánica el carácter fundamentalmente histórico de su existencia. En cuanto al ámbito de la naturaleza inorgánica, existe la enorme dificultad de determinar su historicidad. Mas, aunque en cuestiones de la ciencia natural soy un diletante, pienso, sin embargo, que nos hallamos en vísperas de una gran revolución filosófica, determinada por las ciencias naturales, en la medida en que la astronomía comienza a aplicar la física nuclear para las observaciones astronómicas. Ahí tenemos, pues, los primeros indicios de que las leyes de la composición de la materia, de acuerdo con los cuales se producen complejos tales como, por ejemplo, el sol, no son uniformes en todo el universo. En distintos sistemas solares se han descubierto ya distintas formas, de composición de la materia. No excluyo la posibilidad de que un día la ciencia ponga en claro la historia de la composición de la materia; y ese día se evidenciará que la forma eterna de la materia, que fue el gran principio revolucionario en tiempos de Galileo y Newton, sólo representa una época o un período en el desarrollo histórico de la estructura de la materia. Me refiero a esto muy de pasada, y, por así decirlo, como expresión de mi esperanza filosófica, puesto que en este terreno no soy más que un diletante. De cualquier modo, ya Goethe y Lamarck hicieron ensayos en tal sentido, mientras que para el siglo XVIII, incluso para Cuvier, la representación histórica de la evolución de la naturaleza inorgánica parecía algo imposible. Tal es el problema: o seguimos sustentando en física un criterio en cierto modo anticuado –ya sea la concepción materialista vulgar, ya la meramente manipulativa de los neopositivistas–, o tratamos de llegar a una concepción histórico–genética de la naturaleza inorgánica. y en tal caso se ha de considerar la afirmación de Marx –tan sólo existe una única ciencia coherente de la historia, que abarca desde la astronomía hasta la llamada sociología– como hecho fundamental del ser; lo cual no excluye en absoluto que la estructura del ser tenga tres grandes formas fundamentales, a saber, la inorgánica, la orgánica y la social. 
Estas tres formas están bruscamente diferenciadas entre sí. En el reino de lo inorgánico no existe una reproducción de complejos orgánicos particulares cronológicamente determinada y que consista en un movimiento ascendente y descendente; de igual manera, en el mundo orgánico tampoco existe analogía ninguna con la sociedad; creo que aquello a lo que llamamos la sociedad animal es un problema complicado. De cualquier modo, con la sociedad surge un tipo de ser de índole nueva y específica. Ahora bien, este salto brusco no debemos imaginárnoslo en términos antropomórficos, comparándolo, por ejemplo, con el salto que pueda dar yo ahora para ir al teléfono; tal salto puede durar millones de años y conllevar la más diversa gama de carrerillas, retrocesos y demás. y me parece que está fuera de duda que en el mundo de los animales más evolucionados se dieron varias intentonas en este sentido, las cuales sólo produjeron el verdadero establecimiento de la sociedad en aquella especie de simios a partir de la cual se fue formando posteriormente el homo sapiens. A ello se suma naturalmente la necesidad de concebir, también en un sentido genético, la interrelación entre los diversos ámbitos. Pero aún se inserta en la serie un hecho más de la ontología, hecho que a mi entender han descuidado en grado sumo las ciencias modernas. Cuanto más evolucionada sea la ciencia, tanto más precisas y más abarcables en términos matemáticos serán las interrelaciones que pueda establecer dentro de su campo respectivo. Por consiguiente, surge en el pensamiento del hombre una tendencia a considerar al azar como un no–saber–todavía, el cual se irá eliminando progresivamente mediante un saber cada vez más depurado. Al plantear el problema ontológico del origen del organismo –y sólo me lo puedo plantear científicamente–, resulta que las investigaciones actuales de Oparin, Bernal y otros revelan que ha intervenido en ello un hecho que yo llamaría fortuito en un sentido cósmico, a saber, que en un determinado período del enfriamiento de la tierra, las condiciones de la presión atmosférica, la composición química de la tierra y el agua y demás dieron lugar casualmente a la transformación de ciertas materias inorgánicas en materia orgánica. El origen de la vida no es explicable sino en virtud de una casualidad singularísima, que no se puede derivar meramente de los elementos, esto es, en virtud de un encuentro de series evolutivas, heterogéneas en sí. Es éste un momento que se ha de tener muy presente, justamente a causa de que el pensamiento humano, al decir racionalidad y al decir ley, se está refiriendo a un dominio ontológico de la racionalidad, mientras que en realidad, si se me permite expresarme así, sólo existen necesidades de antecedente y consecuente. La necesidad ilimitadamente absoluta no es sino una fantasía de los profesores; yo digo que no existe en absoluto. La historia está llena de necesidades del tipo «si esto..., lo otro», de manera que no hay seguridad ninguna acerca de cuántos planetas pueda haber en el mundo, en el universo, en los cuales una casualidad tal haya engendrado la vida; y luego, como es natural, hacen falta otras tantas casualidades especiales para que, como en nuestro caso, surja una especie de monos que tengan la facultad de convertirse en entes capaces de trabajo. También aquí es enormemente importante el papel desempeñado por la casualidad; y pertenece a la historicidad de la evolución entendida en sentido ontológico –el ser se convierte entonces en un proceso– este papel desempeñado por el azar con todas sus consecuencias. y volviendo otra vez a Marx, citaré una observación suya. Recordará usted que una vez Marx escribió a Kugelmann a propósito de la Comuna francesa, diciéndole que la historia sería muy sencilla si no se diesen hechos casuales; como tal consideraba él la cualidad de aquellas personas que en cada caso se hallaban, digamos, a la cabeza del movimiento obrero. Así, pues, tampoco es posible derivar, por ejemplo, la calidad de los líderes obreros a partir del desarrollo del movimiento obrero; también en este punto se dará un insoslayable momento de casualidad. Vaya dejar aquí, provisionalmente, el tema con el fin de que perciba usted que el planteamiento ontológico no conduce a una simplificación de los problemas, sino, por el contrario, proporciona una base científica y filosófica que nos ayuda a comprender los procesos en toda su complejidad y, sin embargo, también en toda su racionalidad. A partir de ahora, conviene que por racionalidad se entienda siempre aquella racionalidad del tipo «si esto, o lo otro». De este modo, la ontología puede tender puentes hacia problemas que a causa de la división de trabajo de las respectivas disciplinas permanecían irresolubles. ¿ No es cierto, decimos, que Kelsen afirmó en los años veinte que el origen del derecho era un misterio para la ciencia del derecho? Ahora bien, es evidente que el origen del derecho no constituye misterio alguno. Da lugar a los más complicados debates y luchas de clases. El comerciante, el hombre de negocios medio de la República Federal, no lo considerará en absoluto como misterio, sino que se preguntará si su propio grupo de presión podría ejercer la suficiente fuerza, ontológica de hecho, sobre el gobierno con el fin de que un determinado párrafo sea formulado a su conveniencia. No podemos motejar de tonto a Kelsen, sin embargo, por el hecho de que viera en el origen del derecho un misterio; esto deriva más bien de que los problemas reales de la vida no se resuelven ni por teoría del conocimiento ni por lógica. Tanto ésta como aquélla pueden, en determinadas circunstancias, y dándosele a ambas un tratamiento crítico, ser excelentes instrumentos. En rigor, sin embargo, al ser tomados en calidad de método capital, como, por ejemplo, en el kantismo y en el positivismo y neopositivismo, las cuestiones teórico–cognoscitivas llegan a convertirse en obstáculo para el conocimiento verdadero. Uno de los límites de la filosofía hegeliana es crear un abismo entre la filosofía y la ciencia; en el marxismo, en cambio, la ciencia progresa en realidad hacia la resolución de los problemas ontológicos, como es el caso, por ejemplo, del problema astronómico de que antes hablábamos. Por otra parte, la filosofía puede realizar una crítica ontológica de determinados supuestos previos o teorías de la ciencia, demostrando que se hallan en contradicción con la estructura efectiva de la realidad. 
HOLZ: A la pregunta de si es posible una ontología marxista ha respondido usted con el bosquejo de una ontología ya desarrollada. Es decir, ha contestado usted la pregunta señalando el carácter que debe tener tal ontología para ser posible. Creo haber advertido que han salido a colación unos cuantos puntos muy capitales, a los cuales deberíamos ceñirnos para dar mayor coherencia de nuestro cuestionario. 
Ha dicho usted que todo lo que se da primariamente en el mundo es de naturaleza compleja, citando a este respecto a Nicolai Hartmann. El problema fundamental de la ontología sería, pues, averiguar la composición de tales complejos. Ello significa que la ontología se sobrepone, por así decir, a las ciencias particulares a modo de ciencia básica, pudiendo de este modo penetrar también en los resquicios abiertos entre las diversas disciplinas y asumir una función mediadora entre ellas. 
LUKÁCS: Sí. 
HOLZ: Según la concepción marxista –y ello me parece de suma importancia–, resulta que tal ciencia básica es siempre de índole histórica. Ha citado usted la formulación de Marx, según la cual sólo la historia actúa como ciencia unitaria en sentido marxista... 
LUKÁCS: Sí. 
HOLZ: ...y se ha referido usted al darwinismo y luego a Goethe y a Lamarck con el objeto de ejemplificar este problema sobre la base de las ciencias naturales. Yo quisiera añadir, acaso entre paréntesis, que la concepción historicista de la naturaleza se extiende ya. por supuesto, hasta determinadas posiciones de la filosofía de la Ilustración. 
LUKÁCS: Desde luego... 
HOLZ: ...en Leibniz, por ejemplo, tenemos en la Protogea un ensayo de consideración histórica de la naturaleza terrestre... 
LUKÁCS: Desde luego... 
HOLZ: Y acaso se pudiera considerar todo el aditamento de la monadología como un intento especulativo de entender justamente al atomismo e interpretarlo en adelante de manera histórica. 
LUKÁCS: Bien; si se me permite un inciso, le diré que estoy convencido que uno de los olvidos más lamentables que han cometido los marxistas ha sido el no estudiar a fondo a Leibniz. Leibniz es una figura extraordinariamente complicada e interesante, y nosotros –y debe incluirme a mí también en el grupo de los pecadores– ni siquiera hemos hecho aún el amago de comprenderla. Estoy totalmente de acuerdo con usted en lo que se refiere a la tarea, puesto que nada podemos adelantar todavía respecto de los resultados. 
HOLZ: Sus palabras me llegan al alma, porque Leibniz es precisamente mi campo de trabajo más inmediato. 
LUKÁCS: Muy interesante. 
HOLZ: Y permítame que le recuerde que Marx tenía en muy alta estima a Leibniz... 
LUKÁCS: Claro que sí. 
HOLZ: ...y lo hace notar repetidamente. Los comentarios de Lenin al libro de Feuerbach sobre Leibniz –que, dicho sea de paso, es con mucho el mejor de cuantos han podido escribir los representantes de la filosofía alemana sobre Leibniz... 
LUKÁCS: El libro de Feuerbach... 
HOLZ: ...el libro de Feuerbach y los comentarios de Lenin... 
LUKÁCS: Es muy sensato eso... 
HOLZ: ...son aspectos muy esenciales en la interpretación de la dialéctica prehegeliana. Pero quede esto al margen. Hemos partido, pues, de que la ontología, en cuanto ciencia básica, forja determinados modelos de representación –y conste que no empleo el concepto de modelo en el sentido de los neopositivistas, sino en el más general– y digo, adrede, determinados modelos de representación que sirven para producir la interrelación de los conocimientos acerca de la constitución del ser proporcionados por las ciencias particulares. 
LUKÁCS: Ciertamente... 
HOLZ: Con ello volvemos a acercarnos ahora al ámbito del problema estético, puesto que también la obra de arte es, en un plano que yo consideraría más estrictamente delimitado, el boceto de un modelo, es decir, un mundo pequeño determinado en cada caso concreto, que se crea en esta obra de arte. 
LUKÁCS: Sí, desde luego. 
HOLZ: Ello significa, por tanto, que, en rigor, toda obra de arte tiene, si le parece a usted bien la expresión, una intención ontológica... 
LUKÁCS: Sí... 
HOLZ: ...a saber, la de crear un mundo posible, por servirme nuevamente de un término leibniziano... 
LUKÁCS: Sí... 
HOLZ: ...y parte, por lo tanto, de la premisa ontológica de que, por de pronto, todo universo es ordenado y no caótico. Premisa que la física moderna, como es sabido, no respeta totalmente; mas la obra de arte, que como universo sólo puede comprender en cada caso un contexto significativo ordenado en sí mismo, presupone, por ende, que aquello que es desarrollado en la obra de arte es en sí un cosmos y que dentro de este cosmos cerrado todas las partes guardan cohesión entre sí, en relaciones más o menos necesarias o, por lo menos, en una situación de contingencia postulada con carácter de necesidad. Ahora bien, esto podría ser interpretado en el sentido de que cualquier contexto formal que supusiera un todo coherente encerrado en sí mismo podría ser considerado por nosotros también como obra de arte. Es indudable que no hacemos tal cuando hablamos de una obra de arte en la acepción normal del término; tampoco en sentido estético se considera a cualquier contexto formal como obra de arte. Cuando hablamos de una obra de arte queremos decir más bien que el pequeño universo constituido dentro de tal obra de arte es de algún modo representativo del universo mayor, que está dentro de ella, que está reflejado por ella, que es copia de aquél; así, pues, será mejor que por el momento empleemos estos términos con el mayor cuidado. Y, así, esperamos de la obra de arte algo parecido a la proyección de una realidad mayor sobre otra más pequeña, cerrada en sí misma, y, por tanto, más fácilmente abarcable por la vista. Ello significa que aquello que, por así decir, resulta inabarcable por la vista dentro del mundo, debido a sus infinitas implicaciones, se nos muestra en la obra de arte en forma comprimida y reducido a un contexto pequeño, perfectamente abarcable. Si consideramos, por ejemplo, a La montaña mágica como reproducción de una determinada situación histórica del mundo, vemos que en tal obra ha sido creado un microcosmos que reproduce a este gran macrocosmos. En el aspecto ontológico surge ahora el –problema de saber cuál es el cariz de esta relación representativa, es decir, qué significa el que se pueda representar un contexto universal infinito, veteado de numerosísimas casualidades incalculables, a través de un contexto finito, perfectamente cerrado en sí mismo. 
LUKÁCS: Bien; verá usted, para contestar a eso tengo que ir más lejos. Es rasgo característico del mundo social y humano el que los que actúan hayan de tener una cierta idea del campo en que están actuando y del modo en que lo hacen. Está fuera de dudas el que los animales más evolucionados poseen asimismo estas representaciones determinadas –yo diría que están capacitados para forjarse representaciones–. Por representación entiendo aquí un fenómeno determinado que, dado el caso, puede ser susceptible de una observación extraordinariamente aguda, y que se halla en una relación inmediata con su propia vida; y esta relación la reconocen los animales más evolucionados de manera muy exacta, como ocurre, por ejemplo, con toda gallina, que, cuando cualquier ave rapaz vuela sobre el gallinero, avisa a los polluelos, y éstos se esconden. Pero la cuestión es si con ello ha quedado captado mentalmente el ser del ave rapaz. A mi entender, no es así. En mi Estética cité el ejemplo de la araña en cuya red depositamos una mosca. La araña no advierte que sea ésta la misma mosca que suele devorar siempre que queda prendida en la red. Porque la mosca es para la araña algo que queda prendido en la red y que se puede comer. Ni la araña ni los animales superiores llegan a forjarse el concepto de mosca. Sólo con el trabajo se llega necesariamente al concepto de las cosas; significando aquí concepto una independización del motivo de la percepción de importancia vital, de suerte que el ave rapaz enjaulada sea la misma que la que se cierne en los aires. Esta constituye para la representación una identificación aún no realizable, y es de ahí de donde surge por fin el universo entero del mundo imaginado. En el curso de la socialización de la humanidad se va desarrollando cada vez más acusadamente este momento de la comprensión que guarda estrecha relación con el trabajo. Pues no cabe duda que ciencias tan desarrolladas como actualmente son la matemática y la geometría surgieron, en principio, del trabajo; creo que no es necesario extenderse a este respecto. En el proceso de trabajo, este momento, que en el trabajo primitivo no constituía más que un momento simple, a saber, la reflexión sobre si tal piedra se adecuaba o no para tal fin, se ha convertido en toda una esfera de la vida, es decir, en la ciencia. Esta evolución se efectuó muy paulatinamente y no me voy a demorar ahora en detalles sobre cómo se ha ido formando la ciencia. Sólo quisiera decir, a modo de resumen, que en virtud de ello los hombres han adquirido poco a poco una conciencia de la constitución objetiva del mundo, conciencia que, sometida ahora al necesario control ontológico, proporciona una imagen de la realidad. Por supuesto que el control ontológico es en sí mismo función histórica, en la medida en que sólo bajo determinadas condiciones se revelan como separaciones ontológicamente necesarias determinadas interrelaciones que, desde un punto de vista objetivo, todavía no son interrelaciones, sino que sólo lo parecen. Estoy refiriéndome, por ejemplo, a las representaciones del mundo sublunar y superlunar por los antiguos, siendo así que el orden grandioso, inequívocamente matemático, del mundo superlunar y lo caótico del mundo sublunar constituyeron un obstáculo ideológico insalvable para el hombre de la antigüedad, forzándole a la creación de una dualidad (como puede comprobarse en Aristóteles). Al desarrollarse luego una cosmología más compleja y dinámica, como es el caso de la ley de la gravitación de Galileo, este dualismo desapareció por completo; en las representaciones ontológicas de los hombres de nuestro tiempo no desempeña ya papel alguno. Quiero demostrar con ello que la crítica ontológica de la ciencia no es una simple actividad crítica que pueda asumir cualquier profesor universitario, sino un gran proceso histórico en el que, a través del trabajo y la actividad social, se van superando poco a poco modos de representación ontológicamente errados, produciéndose así en la ciencia una conciencia de la realidad que cada vez muestra más acusadamente la propensión a liberarse de los fundamentos histórico–ontológicos que han determinado su génesis; en una parte considerable, este proceso de emancipación se realiza satisfactoriamente, puesto que para comprender –pongamos por caso– el teorema de Pitágoras no nos hace falta conocer las circunstancias de producción bajo las cuales surgiera, a pesar de que no cabe duda de que objetivamente existió tal fundamento. y ahora paso a hablar del arte. No pienso entrar en detalles sobre el muy heterogéneo origen de cada una de las artes, pues, a mi entender, el arte, como puede usted ver en mi Estética, no tiene una génesis uniforme, sino que en él se ha dado paulatinamente una –¿cómo decirlo?–, una síntesis relativa, con la consecuencia de que percibimos en las más diversas artes determinados principios comunes. En mi Estética he expuesto también cómo la captación científica de tipo conceptual presupone una desantropomorfización, significando ésta que nos liberamos en la medida de lo posible de las barreras que nos imponen nuestras percepciones sensoriales y nuestro pensamiento normal. En la medida en que hemos llegado a conocer, por ejemplo, los rayos infrarrojos y ultravioletas, que podemos comprobar los ultrasonidos, etc., hemos trascendido ya los límites antropomórficos de nuestra existencia. Mas en la sociedad en que hacemos todo, y todas estas cosas, vivimos una vida humana. y al vivir una vida humana, establecemos algo que no existía en la naturaleza, a saber, la oposición entre lo valioso y lo no valioso. Creo que también en este caso se trata de algo muy sencillo. El hombre primitivo del que antes partí recogía piedras en algún lugar. Una de las piedras es apta para cortar una rama, la otra no; y este hecho –la aptitud o conveniencia y la no aptitud o no conveniencia– es un planteamiento totalmente nuevo que no existía en la naturaleza anorgánica, ya que cuando una piedra rueda monte abajo el que la piedra ruede en una sola pieza o se quiebre en dos o en cien pedazos no es cuestión de éxito o fracaso. Ello es completamente indiferente desde el punto de vista de la naturaleza inorgánica. Sin embargo, en la aserción del trabajo más simple surge ya el problema de la utilidad y no utilidad, de la adecuación y la no adecuación de un concepto de valor. Cuanto más se desarrolle el trabajo, tanto más amplias llegarán a ser las representaciones de valor implicadas, tanto más sutilmente y en un plano tanto más elevado se situará la pregunta de si una cosa es adecuada o no para la autoproducción del hombre dentro de un proceso que cada vez se hace más social y complicado. Aquí radica, a mi parecer, el fundamento ontológico de aquello a que damos el nombre de valor; y de esta oposición entre lo valioso y lo no valioso surge, por fin, una categoría enteramente nueva, la cual se refiere a aquello que en la vida social sea una existencia de sentido, o bien, por el contrario, carente de sentido. Aquí tiene usted un gran proceso histórico, en el que la vida llena de sentido fue en su origen, y largo tiempo después, simplemente idéntica a la vida socialmente conformada. Tome usted como ejemplo la famosa inscripción funeraria de los espartanos caídos en las Termópilas; para ellos, una vida llena de sentido era morir por Esparta y nada más. En la cultura de la antigüedad se dan ya determinadas contradicciones. El hombre tiene que actuar uniformemente dentro de los más diversos complejos de la vida social, puesto que tiene que reproducir su propia vida. Se produce así algo que hemos dado en llamar la personalidad, la individualidad del hombre. También en esto puede usted percibir una escala ontológica; Leibniz demostró en una ocasión a las princesas de Hannover que no había dos hojas de un mismo árbol que fueran idénticas entre sí. Estas dos hojas leibnizianas las hemos vuelto a encontrar en el siglo XIX, en el momento de comprobar que no existen dos personas que tengan las mismas huellas dactilares. Pero ello no es más que la categoría de la singularidad. Y el hecho de que la individualidad se desarrolle a partir de la singularidad es un problema de desarrollo social-ontológico. 
Pues bien, yo creo que el arte, en su forma evolucionada, constituye una referencia retroactiva sobre el hombre de este tipo. Es decir, yo no quiero representar la realidad objetiva partiendo del hombre, puesto que es independiente del hombre. Porque estoy obligado a intentar considerarla como independiente; de otro modo no puedo trabajar. Si mis deseos, tendencias, etc., se reflejan en el trabajo –y no en la aserción teleológica, sino en la puesta en práctica de la aserción teleológica, mediante la aserción de series causales–, está claro que fracasaré en mi cometido. Pero existe este otro criterio, el de que dicha totalidad de aseveraciones se refiera retroactivamente al hombre. y de esta referencia retroactiva nace por fin la unificación de diversas tentativas artísticas, como ocurre en la pintura rupestre, en las danzas primitivas, en los inicios de la transición desde la edificación hacia la arquitectura propiamente dicha. No debemos olvidar que la construcción es mucho más antigua que la arquitectura. En esta última se da una tendencia unificadora que refiere toda la realidad a la evolución del hombre o, como digo en mi Estética, a la autoconciencia del hombre. y por esta razón yo diría que el arte, en sentido ontológico, es una reproducción del proceso según el cual el hombre concibe la propia vida en la sociedad y en la naturaleza, con todos los problemas, con todos los principios promotores, obstaculizadores y demás que determinan la vida, como referida a sí propio. Y por esta razón el arte –y éste es un hecho extraordinariamente importante para la ontología– no está en modo alguno tan separado de la génesis como para que pudiera considerarse desantropomorfizador. A Homero –por volver a citar una formulación de Marx– sólo podemos imaginárnoslo como niñez de la humanidad. Si intentásemos comprender a los hombres homéricos como gentes de hoy, el resultado sería por demás insensato; lo que ocurre, sin embargo, es que experimentamos a Homero y a los poetas antiguos como nuestro propio pasado. Al pasado de la humanidad sólo llegamos en realidad a través del médium que es el arte; los grandes hechos de la historia no nos proporcionarían, por lo general, sino una variación de diversas estructuras. Mostrar que dentro de estas variaciones existió una continuidad de conducta del hombre con respecto a la sociedad y a la naturaleza es precisamente la misión del arte. 
HOLZ: ¿Me permite intercalar, en relación con esto, una pregunta? En mi opinión, con el concepto del propio pasado que nos hacemos presente a nosotros mismos en la obra de arte de tiempos pretéritos no llegamos lejos, puesto que está comprobado que también en la obra de arte de otras épocas –no en todas ellas, pero sí en algunas– experimentamos algo que podría llamarse el tiempo actual, como lo llamó una vez Walter Benjamin; esto es, una reactivación del contenido de esa obra de arte del pasado en cuanto problema actual para nosotros. Así, pues, se podría ciertamente reproducir el problema de la Antígona de Sófocles, pongamos por caso, incesantemente, en cuanto problema actual y no sólo en cuanto problema perteneciente a la infancia de la humanidad. 
LUKÁCS: Mire usted, de nuevo vaya remitirme a la vida cotidiana primitiva. Todo hombre tiene una conciencia determinada, un recuerdo determinado de su propia infancia. Si considera usted las vivencias de su infancia, es indudable que tropezará con diversas clases de vivencias. Ciertas cosas las considerará usted hoy, en cierto modo, como puramente anecdóticas y sin relación alguna con su ser anímico y moral actual. Por otro lado, se dará usted cuenta de que en su infancia ha hecho y dicho ciertas cosas en las cuales se encuentra in nuce su yo actual entero. Tenemos que tomar el pasado en un sentido ontológico, no en el teórico-cognoscitivo. Si tomo el pasado en el sentido de la teoría del conocimiento, lo pasado está pasado. Desde el punto de vista ontológico, el pasado no siempre es pasado, sino que extiende su influencia hasta el presente; mas esto no lo hace el pasado en conjunto, sino tan sólo partes de él, y no siempre las mismas cada vez. Me permitirá usted que vuelva a insistir en que fije su atención sobre su propio pasado; en su propia evolución es seguro que diversos momentos de su infancia desempeñaron papeles diversos en diversos tiempos. Así, pues, todo este proceso de la permanencia en el arte, como yo lo llamaría, es, en cuanto rememoración del pasado de la humanidad, un proceso sumamente complicado; y en esta relación me limito a señalarle a usted el hecho de que, hacia finales de la Edad Antigua, Homero había caído en olvido o poco menos, siendo desplazado hasta comienzos de la Edad Moderna casi totalmente por Virgilio, ya que la humanidad de la Edad Media había descubierto en Virgilio su niñez. Hubo de surgir la cultura burguesa, con los críticos ingleses, que solían enfrentar a Homero con Virgilio, o con Vico, en el siglo XVII, para que la humanidad pudiera enlazar con Homero en cuanto forma infantil de ella. Un proceso similar se dio con Shakespeare. Existe, por consiguiente, un flujo y reflujo permanente acerca de lo que debe ser considerado como literatura o arte universal viviente; piense usted, por ejemplo, en el rechazo total del manierismo y el barroco por parte de un historiador del arte tan significado como es Burckhardt, y al mismo tiempo en el renacimiento del manierismo al que hemos asistido en nuestros días. Es evidente para cualquiera que esta misma rememoración constituye un proceso histórico, y que si considero la rememoración y el pasado ello mismo me obliga ya a concebirlos como momentos ontológicos de la evolución viviente de la humanidad, y no como una clasificación teórico–cognoscitiva en pasado, presente y futuro, que puede tener sentido propio bajo determinadas circunstancias de las ciencias particulares. Sin embargo, no es cierto, como decía Benjamin, que lo pasado, al hacerse actualidad, brote del pasado. Una de mis más grandiosas vivencias infantiles fue la lectura de una traducción en prosa, al húngaro, de la Iliada, a la edad de nueve años; el destino de Héctor, o sea, el hecho de que el hombre que sufre la derrota tenga la razón y sea 'el héroe bueno, se convirtió en determinante de toda mi evolución posterior. Ciertamente ello está contenido en Homero; si no lo estuviera, no podría producir semejante efecto. Está claro, sin embargo, que no todo el mundo ha interpretado la Iliada de esta manera. Si reflexiona sobre las diferentes interpretaciones que de Bruto hicieron Dante y el Renacimiento, se dará cuenta de lo diferenciadas que resultan. Existe aquí un magno proceso, un proceso continuo, del cual extrae cada época aquello que más necesita para sus propios fines. Si usted quiere, acudo de nuevo a la ciencia tradicional. El comparatismo literario opina que se trata de una influencia: Götz: von Berlichingen, de Goethe, habría influido, así, en la novela de Walter Scott, etcétera. Mi opinión es que, en la realidad, el asunto sigue derroteros muy diferentes, como he intentado exponerlo en mi obra Historischen Roman [La novela histórica]. A consecuencia de la Revolución francesa, de las guerras napoleónicas, etc., surgió en la literatura el problema de la historicidad, que, como usted sabe, no había existido en el siglo XVIII. En la medida en que Walter Scott se vio afectado personalmente por este problema, halló, de acuerdo con la máxima de Moliere: «Je prends mon bien où je le trouve», un punto de referencia en el Götz von Berlichingen, por más que esta última obra surgiera por razones totalmente distintas. y para la ontología del arte esto tiene el resultado extraordinariamente importante de que tan sólo pueden sobrevivir aquellas obras de arte que guardan relación con la evolución de la humanidad en cuanto tal, en un sentido amplio y profundo, razón por la cual pueden surtir su efecto bajo las más diversas formas de interpretación. Si investiga usted la historia del impacto producido por Homero o Shakespeare o Goethe a través de los tiempos, hallará reflejada, en pro o en contra, toda la evolución de la conciencia en los tiempos posteriores. y así vamos a parar, finalmente, al importantísimo problema de que, por otro lado, hay obras de arte o cosas que se llaman obras de arte que reaccionan muy vivamente ante determinados problemas de cada día, pero que, al no ser capaces de desarrollar estos problemas cotidianos hasta el nivel de aquellos problemas que –de una manera u otra, positiva o negativamente– juegan un papel en la evolución de la humanidad, envejecen en un plazo de tiempo relativamente corto. De esto puedo decir muchas cosas, como hombre viejo que soy. Escritores hubo en mis tiempos mozos que gozaban de una fama inusitada y a los cuales se acogía con el correspondiente entusiasmo –cito nombres como los de Maeterlinck, d'Annunzio, etc.– y que hoy se han tornado ilegibles. La historia de la literatura y la del arte tienen algo de proceso vivo y algo de fosa común. Las ciencias particulares nos llevan a una representación falsa; puesto que las ciencias particulares son capaces de extraer del pasado toda una serie de actitudes, se produce la ilusión de que tales cosas se hallan realmente en relación viva con la continuidad rememorativa de la evolución de la humanidad. No se puede decir que ésta sea simplemente una cuestión de bueno y malo. Considere usted, por ejemplo, a toda una serie de autores dramáticos de la época isabelina; todos ellos eran escritores importantes. Prescindiendo de una o dos excepciones episódicas, de toda aquella época tan sólo Shakespeare tuvo a fin de cuentas un influjo efectivo. Resultaría interesante averiguar el porqué de la eficacia de Shakespeare y de la inoperancia de los demás. Marlowe, Ford y Webster están muy vivos, lo admito, sobre todo para la escuela filológica inglesa; pero en lo que se refiere a la evolución de la humanidad no lo están. Así, pues, en el presente caso, la práctica de la investigación ha servido para oscurecer una interrelación real, en lugar de esclarecerla. Mas, volviendo a la cuestión de Benjamin, resulta que este factor de la eficacia inmediata sobre el presente es una característica de todo arte, pudiendo obrar esta eficacia de una manera ya honda, ya somera. Si tiene lugar de manera superficial, entonces se trata de una moda pasajera; si de manera profunda, el escritor en cuestión experimentará un renacimiento incesantemente, así medien pausas de cien años. Este componente eterno de la literatura y el arte tiene en realidad una estabilidad mucho mayor de lo que solemos imaginarnos. En la antigüedad, se revelaba simplemente por el hecho de que de unas cosas se conservaran los manuscritos y de otras no. En nuestros tiempos se da un proceso de selección que excluye con implacable rigor cosas que tan sólo tocan meros problemas superficiales del mundo. Me viene a la memoria que, cuando era un muchacho de quince o dieciséis años, empecé a leer las obras de los naturalistas alemanes; y en tal veneración los tuve que apenas podría reflejarla valiéndome de los matices del lenguaje cotidiano, ya que veía en ellos un progreso artístico inmenso. Hoy comprobamos que todo aquello era plenamente fútil; y si algunas obras del joven Hauptmann han permanecido vigentes, no ha sido por el tratamiento naturalista del lenguaje, sino por razones muy diferentes. De la misma manera ocurre hoy que, a consecuencia de una manipulación desmesurada, se considera la invención de una nueva técnica expresiva como algo que ya por el hecho de existir constituye un valor. Si repasa usted la crítica alemana actual, comprobará que los críticos muestran por lo general cierta benevolencia ante un monólogo interior, mientras que se juzgará anticuado por principio al autor que expone cualquier cosa sin acudir a monólogos interiores; y eso que el dilema «monólogo interior o no» es una cuestión totalmente secundaria con respecto al contenido. Tomemos como ejemplo Le long voyage, de Semprún, obra que es un puro monólogo interior y, a mi entender, uno de los más importantes productos –debe usted perdonarme; soy conservador y empleo este término del realismo socialista; esto demuestra que el monólogo interior y el realismo socialista no se excluyen. 
HOLZ: Hemos venido a parar a un punto que tal vez permita despejar un malentendido muy frecuente a la hora de discutir sobre su concepto del realismo. Normalmente, su diferenciación entre arte realista y no realista se entiende en el sentido de que la obra de arte realista lo es sencillamente por el hecho de recoger una mayor porción de realidad que la no realista. Mas, ateniéndome a la frase que acaba de decir usted ahora mismo –a saber, que sólo pueden sobrevivir aquellas obras de arte que guardan una amplia y profunda relación con la evolución de la humanidad–, resulta que ello no excluye la posibilidad de que las demás obras de arte hayan también admitido una realidad sumamente densa, pero precisamente una realidad que no tiene, al cabo, una perspectiva de futuro, una perspectiva de profundidad respecto a la evolución de la humanidad. Ello significa, por ende, que el realismo y el no realismo de una obra de arte no están referidos a la realidad actual que es reflejada en ella, sino a la perspectiva histórica, es decir, a la perspectiva de futuro que pudiera lucir en ella. 
LUKÁCS: Bien, veamos. Estamos ante un problema en el cual disiento desde un principio con la historia de la literatura y la historia del arte. La cosa es bien sencilla. Elijo un ejemplo un tanto caricaturesco. Se dice, por ejemplo, que Götz von Berlichingen es una obra realista y que Ifigenia no lo es, puesto que está escrita en verso. Tales posturas existen, naturalmente; y sin duda se dan casos en los que, en tales oposiciones, el realismo y el no realismo llegan a chocar verdaderamente, como se puede ver, por ejemplo, en personalidades tan importantes como Schiller y Richard Wagner, quienes partiendo de determinadas nociones idealistas y de ciertos hábitos teatrales rebasan el realismo de sus propias concepciones. Piense usted, por ejemplo, en cómo deforma totalmente Schiller a la reina Isabel en su María Estuardo para dar satisfacción a sus principios morales. Por otro lado –y aquí está, al fin, la oposición propiamente dicha de la que quiero hablar–, considero a la oposición entre naturalismo y realismo como una de las más grandes que se dan en el campo de la estética. En mis escritos sobre estética tropezará usted repetidamente con esta oposición; en cambio, historiadores del arte tan destacados como los propios historiadores de la escuela de Riegl manejan los términos naturalismo y realismo casi como sinónimos. Esto ya sí que no es correcto en absoluto. Digamos que entre los precursores del impresionismo alemán, y en los primeros momentos, se daban innumerables elementos naturalistas, mientras que ni en el impresionismo propiamente dicho y ni en lo que de él surgió –es decir, ni en Manet ni en Monet, el joven Monet, ni el Sisley ni en Pissarro y menos aún en Cézanne–cabe hablar con propiedad de una tendencia naturalista que falta por completo o casi totalmente. La historia del arte yerra en un problema muy fundamental al concebir al realismo y al naturalismo como conceptos idénticos. No quiero entrar aquí en detalles, pues conociendo mis escritos sabe usted perfectamente que este tema me preocupa lo suyo; cuando critico, por ejemplo, en ese pequeño folleto sobre el arte moderno al realismo socialista de la era staliniana, lo critico llamándolo naturalismo de época. Todo cuanto ha navegado bajo el pabellón del realismo socialista y cuanto hoy en día se utiliza para comprometer el término realismo socialista no sólo no es, a mi juicio, realismo socialista, sino que ni siquiera es realismo: justamente es eso, un naturalismo de época. Así, pues, cuando hablamos del concepto de realismo, yo lo aplico a un tipo de literatura al que, en mis escritos polémicos sobre la época de los soviets, di el nombre de realismo desde Homero hasta Gorki. Mas esto lo dije en sentido literal, sin querer comparar por ello' a Gorki con Homero, sino más bien para expresar que se daba allí una tendencia común y que no era una tendencia de las técnicas expresivas, del estilo, etc., sino una intención referida a la esencia real, fundamental, de la humanidad, que se mantiene en un continuo proceso. En esto consiste el problema del realismo; no significando, por supuesto, el realismo un concepto estilístico, por cuanto que el arte, en todo tiempo –y esto es lo esencial aquí–, refiere los problemas inmediatos de la época a la evolución general de la humanidad y los pone en conexión con ella, pudiendo darse el caso, como es natural, de que el propio escritor no sea consciente de esta interrelación. No digo ni remotamente que Homero tuviese una noción de humanidad; v, sin embargo, en la escena en que el anciano Príamo acude al campamento de Aquiles para traerse el cadáver de Héctor queda planteado un grandioso problema de la humanidad, ante el cual no puede pasar de largo ningún ser humano que quiera –¿cómo diría yo ?–, que quiera saldar cuentas con el pasado y consigo mismo. A este problema me refiero cuando hablo de la rememoración de la humanidad. Surge aquí, en este punto –dicho sea de paso–, una relación con la filosofía hegeliana, pues recordará usted que la parte final de Phänomenologie des Geistes [La fenomenología del espíritu], que trata el tema del espíritu absoluto, se plantea como una interiorización rememorizante ('Er–Innerung') en contraposición con la autoexteriorización ('Ent–Aeusserung'). Sólo que, en Hegel, el momento del pasado se convierte en excesivamente dominante, mientras que, en mi teoría, el pasado es por una parte pasado y autoexperimentación, y por otra parte proporciona un motivo para adoptar una actitud determinada ante el presente. Y este motivo lo ha interpretado hasta ahora toda sociedad, retrocediendo hacia determinados momentos del pasado. Recuerde usted la antiquización durante la Revolución francesa. En la práctica, no se trata en modo alguno de saber si la concepción que de la antigüedad tenían Robespierre o Saint-Just era correcta. De cualquier modo, Robespierre y Saint-Just no hubieran podido tenerla, desde el momento en que situaban a la antigüedad en relación con su pensamiento, es decir, con el impulso de sus asertos teleológicos. De este modo, la rememoración por la humanidad de su propio pasado incluye al arte; y estoy a punto de decir que, en determinados momentos, la vida humana adquiere una importancia tal que se hace semejante a las obras de arte. Pienso, por ejemplo, en la vida de Sócrates; y, desde este punto de vista, es totalmente indiferente que Jesucristo haya existido o no, que su figura esté correctamente reflejada o no en los Evangelios. Hay un gesto de Jesucristo que, desde las crisis del esclavismo en vías de disolución hasta nuestros días –acuérdese usted, por ejemplo, del «Gran Inquisidor» de Dostoievski–, constituye una potencia viva de la cual es preciso ocuparse de alguna forma. Mas no sólo se trata del caso de Dostoievski, puesto que el paradigma surte efectos retroactivos sobre la ciencia; y basta pensar en la disertación de Max Weber titulada Politik als Beruf (1), en la que el autor confronta en esta relación a la política real con el sermón de la Montaña, queriendo deducir de ello un procedimiento viable para la actuación política. Independientemente de la corrección histórica, todo esto demuestra que la figura de Jesús ha adquirido para la humanidad una significación comparable a la de Antígona, Hamlet o Don Quijote. De modo totalmente marginal señalo la posibilidad de que tales figuras ejerzan influencia sobre gran parte de las posibilidades de actuación. Tomemos, por ejemplo, en el siglo XIX, la figura de Napoleón, que ejerció una enorme influencia desde Rastignac hasta Raskolnikov, a pesar de que no existe ni una sola obra literaria que ofrezca una exposición, ni por asomo adecuada, de la figura de Napoleón. Ello prueba justamente que existe aquí una necesidad ontológica incesantemente creciente, la cual es satisfecha en líneas fundamentales por el arte. Lo que acabo de decir sobre Jesucristo no contradice esto en modo alguno, sino que sólo revela que aquellas mismas tendencias que habían conducido desde la evolución del arte a la formación de los mitos crean por fin aquí, de modo análogo, una necesidad muy específica del arte, pudiéndose ver en Homero el papel que desempeña la ejemplaridad de los héroes anteriores sobre las acciones de los héroes homéricos. En las formas de la técnica actual en cada caso –pero en última instancia en sus efectos, independientemente de esta técnica– el arte muestra en sus contenidos lo esencial del desarrollo de la humanidad; y de ahí es de donde surge la permanencia de los efectos del arte. 
HOLZ: Cuando habla usted de los momentos realistas de las obras de arte, habla siempre de este contenido, de estos momentos de contenido ya configurados... . 
LUKÁCS: Sí. 
HOLZ: Pues bien, ¿ no es cierto que se da también una especie de realismo que se expresa en el hecho de descubrir a la humanidad determinados momentos formales? Pienso, por ejemplo, en la literatura, donde esto tiene que ver con el lenguaje. ¿ No podría decirse que la conquista de nuevas posibilidades idiomáticas y la disponibilidad de nuevos medios lingüísticos habría de incluirse también bajo el concepto de realismo? Yo diría que Cervantes es indiscutiblemente un realista; pero ¿ no lo es también Góngora, en el momento en que elabora determinadas figuras y posibilidades idiomáticas que luego pueden ser transmitidas a las generaciones posteriores como formas de expresión del pensamiento lingüístico? 
LUKÁCS: Esta pregunta no puede plantearse formalmente, y creo que es una de las grandes desdichas de nuestro tiempo el que se considere el arte desde un punto de vista técnicamente formal. y lo mismo que respecto a la moda se discute acerca de la minifalda, se discute también sobre el pop–art, el op–art, etc., casi en el mismo nivel de las modas. Esta concepción tiene su asiento teórico en la llamada escuela de la interpretación, en la que los problemas puramente formales de la renovación lingüística son inflados de modo tal que pasan a convertirse en grandes problemas independientes. Retorno una vez más a lo primitivamente ontológico: el lenguaje es un medio de comunicación entre las personas, no una información, pues si le digo a una mujer: «Te quiero», no se trata de una información, sino de algo muy diverso. y me da lo mismo que el profesor Bense se fabrique una teoría sobre si las declaraciones de amor tienen un coeficiente de 448 ó 487, puesto que eso nada tiene que ver con la cuestión de las declaraciones de amor. Ya entiende usted lo que quiero decir. Y ahora vuelve a presentarse la cuestión de si esta renovación lingüística contribuye esencialmente a una comprensión correcta y profundizada del mundo; en ese caso, se integra en el lenguaje universal, y entonces la cosa ha perdido –¿cómo diríamos?– su componente innovador. a bien se queda en la periferia. En el diálogo de los naturalistas alemanes de finales del siglo XIX, por ejemplo, no hay duda de que la imitación de los acentos suabos, silesios, sajones o berlineses fue una innovación idiomática que desempeñó su papel como medio de superación de la uniformidad del lenguaje dramático a la manera de Wildenbruch; pero transcurrido un tiempo, ese carácter innovador desapareció casi totalmente, y en lugar del dialecto surgieron otras posibilidades de individualización del lenguaje que no precisaban de ese naturalismo, como puede usted ver, por ejemplo, en los diálogos de Thomas Mann o de otros. Soy, pues, de la opinión de que el contenido es aquí, decididamente, lo primario. No hemos de partir de las cuestiones técnicas, sino más bien preguntarnos cuál es el gran contenido de una época, que condiciona y produce una técnica determinada del lenguaje, de la pintura y demás, y qué es lo que luego pasa de todo ello a la evolución posterior. En consecuencia, considero, por supuesto, como un interesante problema técnico de taller lo que pueda hacer un poeta actual con el lenguaje de Góngora, porque, a mi entender, es sumamente interesante el que se descubran aquí ciertos elementos técnicos, los cuales llegan a ser en manos de las personas por ellas estimuladas una cosa totalmente distinta a la intención originaria. Tome usted como ejemplo los descubrimientos del lenguaje surrealista. Está fuera de dudas que ejercieron una notable influencia sobre la lírica de Paul Eluard; pero también está fuera de dudas que los poemas verdaderamente grandes de Eluard son algo distinto del lenguaje surrealista. En él, el lenguaje surrealista se convirtió en un elemento de un complejo que expresa algo importante para la subjetividad actual.

(1) «La política como vocación», incluida en: Max Weber, El político y el científico, El Libro de Bolsillo, núm. 71. 

Conversaciones con Lukács– Holz, Kofler, Abrendroth. Alianza Editorial, Madrid 1969. Págs. 15–53. Traducción de Jorge Deike y Javier Abásolo.

Georg Lukács – La sociedad y el individuo (Conversación con Leo Kofler) [1966]

$
0
0


KOFLER: Señor Lukács, me impresionó ayer extraordinariamente su manera de partir de lo simple para derivar luego a problemas extraordinariamente complejos. Yo quisiera emplear hoy un método similar, comenzando asimismo por problemas un tanto sencillos... 
LUKÁCS: Muy bien... 
KOFLER: ...para progresar hacia otros más complicados. Desde hace bastante tiempo me viene interesando y preocupando una cuestión muy concreta. Se ha convertido en hábito equiparar parcialmente a la ideología con la falsa conciencia y considerar a la conciencia de libres vuelos –es un decir– como idéntica a la no comprometida para extraer de ello determinadas conclusiones ideológicas con respecto a la ideología burguesa. Resulta, en consecuencia, el problema siguiente: a la clase trabajadora, que sigue constituyendo la mitad de la población, se le reprocha, con aire triunfal, que se ha aburguesado. Con ello se quiere indicar lo siguiente: el trabajador tenía antes una falsa conciencia de clase y ahora tiene otra que es correcta, en el sentido de que la adoptada es de signo burgués. Esto entraña una contradicción, en cuanto que se le atribuye en esta nueva situación a la clase trabajadora una conciencia de clase correcta, aliada; pero a la vez, de acuerdo con la definición, se considera que sólo es correcta la conciencia desligada. Tal cosa, tal cualidad contradictoria, ¿es necesaria para la ideología burguesa o es casual? 
LUKÁCS: Permítame que proceda a una cierta simplificación del asunto. Creo que Gramsci tenía mucha razón cuando señalaba que, por lo general, empleamos el término ideología con dos significados totalmente diferentes. Por un lado, es una noción muy elemental del marxismo la de que todo hombre existe dentro de la sociedad en una determinada situación de clase, a la cual pertenece, como es natural, toda la cultura de su tiempo, y que, por tanto, no puede haber ningún tipo de contenido de conciencia que no esté determinado por el hic et nunc de la referida situación. Por otro lado, a consecuencia de este planteamiento surgen ciertas deformaciones; y así, en este sentido, uno está acostumbrado a concebir la ideología también como una reacción en cierto modo deformada ante la realidad. Creo que, al hacer uso del concepto de ideología, debemos discriminar entre estas dos cosas; y para ello –y aquí retorno al planteamiento ontológico– habría que partir de que el hombre, desde un principio, es, igual que todo organismo, un ser que responde a su medio. Quiere decirse que el hombre transforma los problemas que se le presentan en la realidad en preguntas y que responde a éstas, pero que en modo alguno existe la llamada conciencia de libres vuelos, que trabajaría por propio impulso, desde su propia interioridad; nadie logrado demostrar que sí exista. Yo creo que la llamada inteligencia que flota libremente, lo mismo que el hoy tan popular tópico de la desideologización, son pura invención y no tienen nada que ver con la situación real del hombre real dentro de una sociedad real. 
KOFLER: A este respecto suele plantearse a menudo la cuestión de si no existirán fenómenos ideológicos indiferentes a las clases, esto es, fenómenos de la superestructura que no se determinan a partir de la situación de clase. Usted mismo, profesor Lukács, ha señalado anteriormente, en precedentes trabajos, con total radicalismo, que el problema de la ideología no era un problema de relación inmediata con la clase, sino que pertenece a la totalidad de la sociedad clasista. Pero podrían descubrirse determinados fenómenos ideológicos que fueran efectivamente indiferentes al planteamiento clasista, en el sentido de que habrían de ser atribuidos tanto a la burguesía como a la clase trabajadora y a la pequeña burguesía; por ejemplo, en el campo del lenguaje, y, sobre todo, en el ámbito de la terminología que se deriva del mundo de la cosificación. Cito como casos: «La técnica nos domina», «La bomba atómica nos amenaza», «La inflación lo encarece todo», o: «La masificación se deriva de la sociedad de masas» –Marx añadiría irónicamente–: «La pobreza se deriva de la inopia» De cualquier modo, es cierto que estas formas cosificadas del lenguaje se han de clasificar no ya como pertenecientes a una sola clase determinada, sino como indiferentes al planteamiento clasista, si bien no como independientes . de la sociedad clasista, puesto que son imágenes reflejas de un determinado modo de conducta dentro de una situación social cosificada y convertida en fetiche. 
LUKÁCS: Yo insistiría en ir aquí un poco más lejos. Puesto que la vida humana está basada en un metabolismo con la naturaleza, queda fuera de dudas que determinadas verdades que adquirimos a través de la realización de este intercambio de materias poseen una validez universal, digamos las verdades de la matemática, de la geometría, de la física, etc. De ello, sin embargo, se ha fabricado un fetiche, en el sentido burgués, porque tales verdades se pueden asociar en determinadas circunstancias muy estrechamente con las luchas de clase. Si decimos hoy día que las verdades de la astronomía no están sometidas al planteamiento clasista, ello es correcto; sin embargo, en las discusiones sobre Copérnico y Galileo constituía uno de los puntos de importancia clasista más decisiva el que alguien tomara partido por Galileo o contra él. Habida cuenta de que también el metabolismo con la naturaleza es un proceso social, siempre queda la posibilidad de que los conceptos de ello dimanantes actúen retroactivamente sobre las luchas de clases dentro de una sociedad. Empleo palabras menos exactas, ahora que me sirvo de conceptos como evolución, progreso y demás; en rigor, el desarrollo es un hecho que nos permite hablar de una independencia de la clase, como en el caso de la evolución de las especies de Darwin. Por otro lado, precisamente la cuestión del darwinismo ha sido durante decenios enteros objeto de discusión social. La cuestión acerca de si la humanidad sigue una evolución uniforme o si diversos círculos culturales se inician y acaban alternativamente, dándose así un movimiento cíclico, no es algo que se pueda resolver independientemente de la estratificación clasista. En consecuencia, yo creo que en este terreno las fronteras son movedizas. Por una parte el entendimiento humano es capaz de comprobar cosas que, independientemente de la valoración que les den las diversas clases, tienen validez para toda la sociedad y, dado el caso, incluso para la concepción entera de la naturaleza; por otra parte, cada ser humano está incluido, con toda su personalidad, en las luchas sociales, de suerte que, potencialmente, la aprobación o el rechazo de cada axioma particular estará un tanto condicionado por la situación de clase. Creo, pues, que no podemos proceder a una clasificación general al estilo de: aquí termina una ideología y aquí empieza otra cosa diferente. Se trata, por el contrario, de algo movedizo que fluye incesantemente, lo cual está condicionado por la estructura concreta de la sociedad y por el estado de las luchas de clases con ella relacionadas, no teniendo su fundamento en un axioma abstracto. y lo mismo ocurre con las llamadas clases que flotan libremente. En los períodos que podríamos llamar tranquilos y no agudizados se dan ciertamente situaciones en las que una clase puede comportarse de manera totalmente neutral con respecto a las luchas que se estén librando en ese momento. Pero ocurre, y creo poder decirlo de modo claro y distinto, que en la sociedad no puede haber hombres de los que desde un principio pudiera afirmarse que se comportarán indiferentemente respecto a todas las posibles diferencias de clase. El que prácticamente sean posibles la indiferencia y hasta las más inverosímiles alianzas es lo que da su color abigarrado a la cuestión. Se acordará usted de que, con motivo de ciertas reformas en favor de los trabajadores en la Inglaterra de la primera mitad del siglo XIX, la aristocracia conservadora se enfrentó con la burguesía, haciendo posible una reducción de las horas de trabajo. Sacar de ello la conclusión de que la aristocracia estaba interesada por razones de clase en una reducción de las horas de trabajo sería una conclusión demasiado atrevida, pese a que esto es no sólo un hecho consumado, sino también, de acuerdo con las luchas de clases de entonces, una acción clasista comprensible. Mi opinión es, pues, que también en el caso de la ideología hemos de mantener en pie el principio dialéctico de que la verdad es concreta. 
KOFLER: Me da la impresión de que con ello nos enfrentamos con una precisión sumamente importante. Ahora quisiera resaltar un punto, por la simple razón de que se discute abundantemente en nuestro ámbito vital. Habló usted antes de un fluir, de una transición, de un imponerse los conceptos, de una generalización... 
LUKÁCS: Sí.. . 
KOFLER: ...como, por ejemplo, del concepto de progreso. Yo diría eventualmente: conceptos a nivel de abstracción. Ahora bien, una y otra vez se plantea el problema de por qué vía se lleva esto a cabo, y se tropieza entonces con el problema del irracionalismo. No hay duda de que el irracionalismo, en cuanto institución de la psique humana, es algo que no se puede negar. Me remito a la intuición, a la idea que flota libremente, a lo creativo, si se quiere. Ocurre que, en sus escritos, ha tratado usted incesantemente del problema del irracionalismo; y también en el ámbito de la formación de conceptos, de la concretización ideológica, señaló usted sus peligros. Por ejemplo, en el sentido de que el fluir interno en el ámbito de la vivencia psíquica se independice, que se superacentúe con respecto a lo racional, de suerte que la vivencia, la vivencia interna –con lo cual nos hallamos ya en terreno de una problemática muy moderna–, quede constituida en mundo peculiar; luego se plantea el problema de la mitologización. del enfrentamiento de razón y entendimiento por una parte, y de verdad interna por la otra. Guarda relación con ello el que también en el estilo irracionalista es negado el concepto de progreso. En la última consecuencia tropezamos con la ridiculización del humanismo en cuanto algo no compaginable con la vivencia, con lo «propiamente valioso», con el «elemento especial del hombre interno». Es decir, que lo humanístico es superior externamente a ello y lo otro lo es internamente, de manera muy sutil. Me interesaría saber cuál sería su interpretación respecto a este asunto, independientemente de la problemática del irracionalismo en la historia alemana, problemática en la que aún he de insistir. 
LUKÁCS: Bueno, verá usted, primeramente voy a dar de lado una cuestión extraordinariamente popular, a saber, la de la antítesis entre la intuición, por un lado, y las consecuencias lógicas mentales, por otro. Tomado como concepto teórico–cognoscitivo, es totalmente falso y no tiene, por tanto, nada detrás. En cuanto concepto puramente psicológico, la intuición es un hecho evidente que se da sin cesar. Frente a la mitologización de este concepto, se ha de retener que la intuición aparece siempre que una persona está sumamente preocupada con una idea y, tras un cierto tiempo, después de que este complejo ha estado actuando en él subconscientemente, llega de pronto –y entrecomillo de pronto– a un resultado. Tal tipo de intuición se dará aun en el campo de la matemática, siendo de todo punto incorrecta la afirmación de que sólo en el arte se da tan estrecha ligazón; ahora bien –y llegamos por fin al aspecto teórico–cognoscitivo–, de ninguna manera es argumento a favor o en contra de un axioma el que se halle intuitivamente o no intuitivamente; el axioma ha de ser demostrado ya lógicamente, ya históricamente, y su verdad se ha de verificar, independientemente de que haya sido hallado intuitivamente o no. Si esta constatación me parece tan importante, lo es por el hecho de que en la filosofía alemana, desde Schelling, y ya en cierto sentido en la Kritik der Urteilskraft [Crítica del juicio] de Kant, se le adjudica al conocimiento intuitivo una cierta superioridad con respecto al conocimiento no intuitivo, no habiéndose intentado jamás, a mi entender, aportar ningún argumento de tipo teórico cognoscitivo a tal afirmación. La superioridad de la intuición se aceptó simplemente con un cierto dogmatismo. Este es, por así decir, el aspecto subjetivo. Por lo que al aspecto objetivo se refiere, yo creo que en la praxis real de la humanidad existe una cierta distancia entre la ratio tomada en un sentido real y racional y la ratio tomada en un sentido que ha sido exagerado desde hace milenios. A mi juicio, racional es aquello que procede de nuestro trabajo y de nuestra superación de la realidad; por ejemplo, cuando encuentro una interrelación que verdaderamente funciona. Cuando dejo caer de la mano una piedra y ésta cae al suelo, si repito este experimento unas cuantas veces, compruebo una ilación racional que en un nivel más alto formuló Galileo en su ley de la gravitación. Toda racionalidad real con que nos tropezamos en el mundo es, sin embargo, una racionalidad del «si esto..., lo otro». Una situación concreta cualquiera está asociada con consecuencias concretas; y debido a que esto se produce en nuestra vida con una cierta infalibilidad, llamamos racional a tal interrelación. Sin embargo, de la exacerbación de la lógica, de lo alcanzable dentro de la lógica, se ha inferido una racionalidad general del mundo, la cual de hecho no existe. 
Me parece a mí que, con las leyes de la naturaleza que hoy imperan, es racional que una piedra caiga hacia la tierra. Si me imagino otro mundo, en el cual la piedra subiera por los aires y siguiera subiendo regularmente a las alturas, es innegable que los hombres de ese mundo considerarían esto como racional; de modo que –y ello está relacionado con la antes mencionada racionalidad del «si esto... , entonces...» –el que la piedra caiga hacia abajo no es racional por cualesquiera razones de tipo racional, sino justamente porque está prescrito en este caso por el ser de la naturaleza. Ocurre ahora que en la sociedad, en la evolución social, surgen una y otra vez situaciones en las que lo que ayer se apareció como racional de pronto ya no coincide con los hechos, teniendo que habérnoslas con una piedra que vuela por los aires en el terreno social. En este caso, la humanidad no puede en modo alguno ocupar dos tipos de posiciones. Una de las posiciones es la que adopta el hombre regularmente en el trabajo de la naturaleza: cuando una materia se muestra en cierto modo renuente a las leyes a que estamos acostumbrados, entonces se intenta justamente buscar otras explicaciones, hasta conseguir averiguar la nueva ley. Es éste un proceso que se presenta incesantemente en el propio desarrollo social. Por otro lado, determinadas clases –y aquí volvemos a encontrarnos con la situación de clase– consideran esta alteración de la realidad social como algo completamente carente de sentido, y no hallan en ello sino, hablando en términos sociales, anarquía y desorden. Recuerde sencillamente la posición de las clases en la Revolución francesa, en la que ciertas cosas que se aparecían a la clase revolucionaria como muy simples y racionales eran concebidas, sin embargo, por las clases antes gobernantes y por las que con ellas simpatizaban como caóticas e irracionales. Puesto que nuestro pensamiento depende siempre de nuestra situación social, estando en interrelación con ella, siempre se darán históricamente situaciones en las que ciertas clases y los pensadores que las representan reaccionarán de forma tal que consideren a las nuevas interrelaciones y a la nueva evolución de la sociedad desde el punto de vista de la ratio antigua. Pues no debe usted olvidar que si en muchas ocasiones durante la Revolución francesa los partidarios de la –clase feudal de antaño adoptaron un punto de vista irracionalista, lo cierto es que, en los tiempos de Tomás de Aquino, el feudalismo no era en modo alguno irracional. Tomás de Aquino concibió con razón el feudalismo como algo que se seguía simplemente de la razón, pues las racionalidades «si uno... , lo otro» de entonces tenían muchos correlatos en la realidad social. La praxis de Marat y Robespierre no podía, sin embargo, ser integrada en el sistema racional de las clases feudales; y así surge de la nueva situación social aquello que llamamos irracionalismo, siendo característico del desarrollo moderno el no quedarse detenido en la negación o en la puesta en duda de la nueva ratio, sino el forjar un sistema específico de la irracionalidad, que luego se expansiona extraordinariamente mostrando sus consecuencias en cosas que –¿cómo diría yo?– los iniciadores originales del sistema no habían querido. Voy a citar dos ejemplos ilustrativos. Tomemos la sociología política de Max Weber. Considere usted, en Politik als Beruf, su tesis de que varios dioses dominan al mundo. Tras de ello se oculta el hecho de que, en la sociedad a la cual estaba enfrentado, Max Weber no podía llegar de ningún modo a un concepto de la ratio del tipo «si uno.. ., lo otro», sino que tenía que quedarse estancado en la pugna de estas fuerzas diversas, las cuales él no quería seguir racionalizando. Porque la racionalización habría dado lugar a consecuencias que para Weber no eran integrables, motivo por el cual se refugió, en cierto modo, en la representación mitológica de los dioses que se combaten entre sí en la realidad. Podría decirse –creo que puede decirse con tranquilidad– que, en este punto, el irracionalismo penetra también en el sistema de Max Weber. O fíjese usted en un sistema intelectual como el neopositivismo, que reduce todo el mundo a una racionalidad manipulada, rechazando todo aquello que la rebase. Ahora bien, el neopositivismo contó al principio entre sus fundadores con un pensador auténtico, a saber, Wittgenstein. y Wittgenstein, que fundamentó los axiomas neopositivistas en sentido propiamente filosófico, ve con toda claridad que al margen de los axiomas se tiende –si se me permite la expresión– un desierto de irracionalismo acerca del cual nada puede expresarse por medio de la racionalidad neopositivista. Pero Wittgenstein es demasiado inteligente para creer que este mundo, fuera de los enunciados positivistas, no exista; y en la margen de la filosofía wittgensteiniana existe, según me parece –y esto no sólo lo he creído observar yo, sino que lo han observado muchos–, un territorio de irracionalidad. y así creo yo que, a lo largo del siglo XIX y del XX, hemos presenciado una inmensa oleada de irracionalidades en sus más diversas formas. y tiene usted mucha razón al decir que no sólo en Alemania, ya que nadie negará que, por ejemplo, el pragmatismo americano tiene momentos de irracionalismo; que Bergson demuestra una clara disposición natural hacia el irracionalismo típico; que (quiera o no) Croce está lleno de momentos irracionalistas; de modo que el irracionalismo no es en modo alguno un fenómeno puramente alemán, sino internacional. Lo específico es solamente que el irracionalismo se ha convertido en Alemania en ideología del poder político reaccionario, del más reaccionario del mundo, lo cual no se dio en otros países. 
KOFLER: Usted define a veces este irracionalismo alemán como una fe en la irresistibilidad interior, esto es, en las fuerzas internas que se oponen a las externas y racionales. ¿Habría que situar –como en cierto modo ha hecho usted– esta fe exacerbada en lo anímico e interno como estando en cierta contradicción con la fachada social, con la historia alemana y quizá con el conjunto de la infortunada historia alemana? Por ejemplo, si empezamos por la derrota de los Caballeros Teutónicos en 1410 y 1466 Y seguimos luego con la desmembración del Estado caballeresco en 1561, el desplazamiento de las rutas comerciales, la Guerra de los Treinta Años con todas sus consecuencias, toda la historia, en verdad, desdichada de la derrota de los campesinos, el aislamiento del clasicismo, la revolución de 1848 y su derrota, todos estos puntos los ha mencionado usted claramente, si bien de modo disperso. Pues bien, lo que con frecuencia despierta el interés en los seminarios estudiantiles es la demostración por usted hecha de que en Alemania existe la tendencia a buscar irracionalmente la solución a ciertas preguntas en la estilización de los problemas no resueltos; cuál sea la interrelación concreta de todo ello, por qué, precisamente en Alemania, llegó específica y exacerbadamente la ideología irracionalista a una dominación total y se convirtió en rasgo esencial del pueblo alemán –considerado ello, como es natural, en un sentido histórico. 
LUKÁCS: Creo que está relacionado realmente con específicos momentos de la historia alemana; a saber, con el hecho de que determinadas formas filosóficas y sociológicas que ahora podemos resumir bajo el epígrafe de ratio han sido en los grandes países de Occidente producto de los propios hombres. Es decir, el que la nación llegue a lograr la unidad nacional está estrechamente relacionado con el surgimiento de la sociedad moderna. Como es natural, todo francés o todo inglés lo percibirá, sin darle muchas vueltas en la cabeza, como su propia acción. Creo que lo que desde el absolutismo concentrado hasta la Revolución francesa y Napoleón dio al pueblo francés la cohesión de la unidad fue la razón francesa; la propia acción, el ser hombre y ser patriota, se confundieron entre sí de manera muy inmediata. En Alemania, por el contrario, se produjo una evolución en la cual el pueblo alemán no fue capaz de reunirse por sus propias fuerzas para formar una nación, una nación moderna; de modo que de la realidad surgió aquí un divorcio, proveniente en cierto modo de la vida sensitiva interior del alemán auténtico, que todavía se asentaba en la realidad antigua y, si era racional, de su certeza en que esta realidad antigua, aunque se había hecho insostenible, no podía, sin embargo, hallar soluciones realizables. Se daba así una contradicción que se aprecia en la Alemania del siglo XVIII en Justus Möser, en Herder y en el joven Goethe. Ello podía haber sido modificado eventualmente por una revolución interior, pero en la Alemania de entonces no se daban las condiciones externas e internas que hubieran sido necesarias; y no es casual, a su vez, que un gran enemigo del irracionalismo como lo era Hegel viese en Napoleón a la vez al redentor del espíritu universal y por el otro al gran estadista de París, idóneo para poner orden de algún modo en los asuntos alemanes. Esta dualidad se prosigue hasta la fracasada revolución de 1848; y en el fondo, la llamada revolución desde arriba es una solución complicada puesto que el resplandor irracionalista de una fachada que se retrae hacia el interior y de un interior que en realidad es exterior es manejado de tal forma que las fuerzas propias del pueblo alemán quedan fuera de consideración. De ahí que surjan todas estas dualidades, las cuales se densifican bajo la influencia de diversas teorías, procedentes en parte del extranjero y que afirman que existe una sustancia primaria humana, la cual se halla en actitud hostil con respecto al desarrollo progresivo del mundo exterior. Esto no es sólo doctrina de Hitler, sino que se encuentra ya en toda su complejidad en Klages, en la tesis de que el espíritu es antagonista del alma; yen rigor, está dado igualmente en ese estar arrojado al mundo de la ideología de Heidegger. Hitler se limitó a hacer de ello una demagogia manejable, convirtiendo en portador de esta interioridad al viejo germano de pura raza. A consecuencia de la retardada creación de la nación, no realizada por fuerzas internas, surgió precisamente en Alemania una situación social especial que contrasta no sólo con los países occidentales, sino también y de manera extraordinariamente acusada con la evolución rusa, donde si bien existía una estructura social más retrógrada, la unidad nacional había sido llevada a cabo ya por el absolutismo, por lo que, desde la Revolución francesa, y pasando por los decembristas hasta 1917, existió una invencible cadena de insurrecciones contra el zarismo. Un movimiento comparable faltó en Alemania. Por esta razón afirmo con insistencia que se da entre los alemanes un pasado aún no superado; y no podrán liquidar a Hitler, puesto que no han sabido hacerlo antes con toda esta realidad, porque sigue sin darse todavía en los alemanes la autoconciencia de una historia creada por ellos mismos y de corte progresivo. Lo autocreado en Alemania es sólo lo reaccionario, el imperio bismarckiano, el imperio hitleriano, etc.; todos éstos se reconocen en cierto modo como autocreados, y no es obra del azar que todo el siglo XX –fenómeno que vuelve a adquirir ahora proporciones considerables– haya considerado al liberalismo y a la democracia como productos de importación en Alemania. No es cierto que sólo se considere como tal al socialismo. Podrán encontrar ustedes cantidades ingentes de teóricos que rechazan también el liberalismo y la democracia como productos de importación. occidentales que no concuerdan con la esencia alemana genuina. Identifican la auténtica esencia alemana con el compromiso que se materializó en la forma bismarckiana del imperio alemán, en virtud del ineluctable desarrollo económico; desarrollo que los historiadores no reconocen en absoluto, pues yo creo que entre los diez libros que sobre Bismarck se han escrito sólo encontrará usted uno en el que al menos se compruebe que el imperio forjado por Bismarck era, en rigor, la Unión Aduanera prusiana. Bismarck agrupó en un Estado no al pueblo alemán, sino a la Unión Aduanera prusiana, lo cual me parece un hecho importante; pero bien podría decirse que la historiografía alemana no ha reflexionado siquiera sobre ello. Es significativo que Treitschke haya llegado a reconocer este hecho, mientras que Marcks, Meinecke y otros, más progresistas, lo ignoran casi por completo. y con eso toda la historia alemana llega a un estado caótico que, bien mirado, tan sólo concibe como solución acorde con la esencia del pueblo alemán –¿cómo diría?– la irracionalista reaccionaria. Es ésta una especialidad del irracionalismo alemán; ni siquiera en el fascismo italiano se halla tan desarrollada. 
KOFLER: Señor Lukács, quisiera aprovechar esta rara ocasión de hallarnos en Budapest para plantear, también en relación con el problema del irracionalismo, una cuestión que, si bien es discutida por los intelectuales y tiene validez para todo el mundo occidental, no afecta a los problemas de la sociología, de la filosofía, de la ciencia y de la poesía, sino al irracionalismo espontáneo de las masas encuadradas en sociedades de alto desarrollo industrial. Se trata de un irracionalismo de índole muy singular, que preocupa a gentes significadas de extracción semimarxista o burgueses de izquierdas, un irracionalismo tan difícil de patentizar que acaso por esta razón no haya sido reconocido aún en toda su esencia; y puesto que constituye un fenómeno muy moderno de la sociedad de Occidente, apenas lo menciona usted en sus escritos. He prometido a mis alumnos que le pediría a usted se pronunciase al respecto, y quisiera, concretamente, citar unas cuantas formulaciones, para que se vea con claridad a qué me refiero. También en este caso se trata de conceptos y nociones casi indiferentes al planteamiento de clase, si bien no se imponen al margen de la sociedad de clases. Por ejemplo, «integración voluntaria» ya no significa para la conciencia espontánea ingenua, como en su aceptación original, «colaboración en virtud de reflexiones y decisiones racionales», sino «colaboración en virtud de una exhortación irracional al asentimiento ciego»; «satisfacción» no significa ya hoy un acuerdo racional con el destino o un conformarse con un éxito visible, sino que implica una noción manipulada que se orienta según el leit–motiv de la técnica del consumo, que a su vez procede de la manipulación. Que se trata de procesos plenamente irracionales es palmario, dándose a la vez una reducción de las exigencias de consumo manipulada ideológicamente, hasta alcanzar niveles de renuncia ascética, con el fin de procurar un equilibrio aproximado entre la forzada mentalidad de consumo y las aptitudes materiales fácticas para satisfacerlo. Aún tenemos otro concepto extraordinariamente importante para el estudio del universo representativo de las masas actuales, a saber, el concepto de «privado». «Privado» ya no está en contradicción con público, como en otro tiempo, sino que abarca aquel ámbito vital individual que, con ayuda ideológica e incluso con esfuerzo notable por parte del individuo, está totalmente ocupado por influjos del mundo exterior. O tomemos si no el concepto oposición. «Oposición» no significa ya negativa a colaborar, sino, por el contrario, postular –estoy pensando en el Partido Socialdemócrata alemán– la participación en algo previamente ensayado. Es eso lo que se entiende por oposición. «Libertad» no quiere decir ya el derecho a lo contrario de aquello que hacen, dicen o desean todos o la mayoría, sino el derecho a decidirse en pro de lo previamente declarado como libre dentro de un orden represivo. ¡Dentro del orden represivo, pues! Tales ejemplos se podrían alargar interminablemente; pero no he venido a Budapest para pronunciar conferencias, sino para pedirle a usted que se pronuncie lo más detalladamente que pueda sobre estos asuntos, puesto que precisamente este problema me parece de la mayor importancia, ya que en el marxismo tradicional, si se prescinde de unas pocas opiniones – y si, en un alarde de inmodestia, prescindo de mi último libro, que publicaré en breve–, no se le ha prestado atención ninguna. 
LUKÁCS: Es muy certero eso, y se relaciona, a mi juicio, en el aspecto económico, con el hecho de que, tras la gran crisis de 1929, el capitalismo se ha transformado fundamentalmente en una serie de aspectos fundamentales. No ya en el sentido de dejar de ser capitalismo ni en el de que haya surgido cualquier tipo de capitalismo popular, sino, a mi entender, en un sentido, muy simple, que quisiera aclarar brevemente . Retrocediendo unos ochenta o cien años, se aprecia que en la época de Marx la industria de bienes de producción estaba organizada, en lo esencial, a la manera del gran capitalismo; si a esto se añade aún los productos textiles crudos, la industria molinera y la industria azucarera, se puede decir, en rigor, que con esto la zona de las ramas industriales realmente capitalistas queda agotada. Ahora bien, en' los ochenta años subsiguientes los procedimientos capitalistas se han extendido a todas las industrias de consumo. y no me refiero sólo a la industria del calzado, a la confección, etcétera; lo interesante es que también los hogares empiezan a convertirse en objeto de la industria pesada, con todos esos frigoríficos, lavadoras y demás. Paralelamente, el campo de los llamados servicios se ha convertido asimismo en terreno del gran capitalismo. El criado semifeudal característico de los tiempos de Marx es un anacronismo cada día más acusado, y está surgiendo un sistema de servicios capitalista. Vaya considerar, primeramente, un aspecto muy superficial de la cuestión. Elijo a un gran fabricante de maquinaria o propietario de talleres de la época de Marx. Está claro que la clientela de tal persona es sumamente reducida, de suerte que puede colocar sus productos sin necesidad de desplegar un excesivo aparato. Mas cuando, merced a los medios de una gran industria, surge un producto de consumo masivo –se me ocurre pensar, por ejemplo, en las cuchillas de afeitar–, se hace preciso un aparato enorme para poder colocar millones de cuchillas a los consumidores individuales; yo estoy convencido de que todo este gran sistema de manipulación del que venimos hablando ha surgido a partir de esta necesidad económica, haciéndose extensivo a la sociedad y a la política. Este aparato domina ahora todas las manifestaciones de la vida social, desde la elección presidencial hasta el consumo de corbatas y cigarrillos; basta hojear cualquier revista para hallar suficientes pruebas demostrativas de esta tesis. 
Tiene esto, sin embargo, otra consecuencia, a saber: que la explotación de la clase trabajadora se desplaza cada vez más acusadamente desde la posición de la explotación a través de la plusvalía absoluta hacia la explotación a través de la plusvalía relativa, lo cual significa la posibilidad de incrementar la explotación a medida que el nivel de vida de los trabajadores se vaya elevando. En los tiempos de Marx, esto no existía más que en ciernes –no voy a decir que no se diera en absoluto–. A mi entender, Marx fue el primero en reconocer económicamente la existencia de la plusvalía relativa; pero –y esto es muy interesante– Marx dice en una parte aún no publicada de El capital que, en el caso de la plusvalía absoluta, la producción queda subsumida al capital tan sólo formalmente, no surgiendo la subsunción de la producción bajo las categorías del capitalismo sino con la plusvalía relativa, lo cual es propiamente la signatura de los tiempos actuales. Todos los problemas de que usted habla ahora salen a flote en este contexto. El problema de la alienación en su conjunto adquiere una fisonomía totalmente nueva. Cuando Marx escribe los Manuscritos económico–filosóficos (1) la alienación de la clase trabajadora significaba de manera inmediata un trabajo degradante hasta un nivel poco menos que animal; así, pues, la alienación era, hasta cierto punto, idéntica a la deshumanización, razón por la cual la lucha de clases se orientó, durante varios decenios, hacia la necesidad de garantizar para el trabajador el mínimo de vida humana mediante sus reivindicaciones salariales y de jornada laboral. Los famosos tres ochos de la II Internacional son síntoma de este tipo de lucha de clases. Actualmente, el problema se ha desplazado en cierto sentido; de todos modos, yo diría que sólo en cierto sentido. 
Recuerde usted que cuando el señor Erhard hizo los primeros intentos de reforma, el primer paso consistió 'en exigir que la jornada de trabajo se incrementase en una hora por semana, lo cual es indudablemente una medida basada en la plusvalía absoluta. Dicho sea de paso, si usted se fija en la política wilsoniana en Inglaterra, se encuentra con el mismo cantar; la plusvalía absoluta no está muerta, lo que ocurre es que ya no adopta aquel papel dominante que adoptaba cuando Marx escribió los Manuscritos económico–filosóficos. ¿ Qué se sigue de esto? Pues que se perfila un nuevo problema en el horizonte de los trabajadores, a saber, el problema de dar pleno sentido a su vida. En la época de la plusvalía absoluta, la lucha de clases se ordenaba hacia la creación de las condiciones objetivas para alcanzar una vida llena de sentido. En la actualidad, con la semana de cinco días y un salario adecuado, pueden aparecer ya las primeras condiciones para una vida llena de sentido, presentándose al mismo tiempo el problema de que esa manipulación que va desde la venta de cigarrillos hasta la elección presidencial levanta un tabique de separación interior entre el hombre y esa vida llena de sentido. Porque es evidente que en manipulación del consumo no trata, como afirman los medios oficiales, de informar al consumidor sobre cuál sea el mejor frigorífico o la mejor hoja de afeitar, sino que da lugar a un problema de dirección de las conciencias. Me limitaré a ofrecer un ejemplo, el del «tipo que fuma Gauloises»: en él se representa como persona grandiosa y activa a alguien al que se puede reconocer por el hecho de que fuma cigarrillos «Gauloises». O, por ejemplo, aquel anuncio –no sé si se trata de un jabón o de una crema– en el que parece un joven asediado por dos hermosas mujeres, a causa de la atracción erótica que el olor de ese jabón ejerce sobre las mujeres. Espero que usted me entienda. A consecuencia de tal manipulación, al trabajador, a la persona que trabaja, se le desvía de los problemas relacionados con la conversión de sus ratos de ocio en actividad creadora, insinuándosele el consumo como objetivo capaz de colmar su vida, de la misma manera que, en la jornada laboral de doce horas, impuesta de manera dictatorial, el trabajo había dominado su vida. Surge ahora el complicado problema de tener que organizar una nueva forma de resistencia. Si tomamos no ya el marxismo vulgar, sino el auténtico, como Marx lo entendió, veo claramente que emergen los motivos con que podrían ser combatidas estas nuevas formas de alienación. Me refiero al famoso pasaje de Marx en el tomo tercero de El capi tal donde habla del reino de la libertad y el reino de la necesidad. Aunque es muy importante el aserto de Marx de que el trabajo será forzosamente, siempre, un reino de la necesidad, Marx añade a continuación que el desarrollo socialista estriba en que se han de dar al trabajo formas humanitarias y formas correspondientes al desarrollo del hombre. Como complemento, ahí está la cita de Marx, procedente de la Crítica del Programa de Gotha, donde establece como condición del comunismo que el trabajo llegue a constituir una necesidad vital para el hombre. Ahora bien, existe actualmente una ciencia del trabajo, así como un tratamiento psicológico de los trabajadores, orientado a conseguir que a los trabajadores les resulte aceptable la tecnología capitalista ahora en uso, valiéndose para ello de los medios de manipulación. Pero no se trata de crear una tecnología mediante la cual el trabajo se convierta en una ocupación que satisfaga al trabajador. Persiste aún entre nosotros un prejuicio, según el cual, puesto que el capitalismo es así y puesto que toda innovación tecnológica tiene como objetivo el incremento del beneficio, siendo todo lo demás mero epifenómeno, es ontológicamente inherente a la esencia de las aserciones tecnológicas el que hayan de estar incondicionalmente al servicio del capitalismo. Citaré un ejemplo histórico, una transición muy interesante que tuvo lugar en las postrimerías de la Edad Media, y también en los albores del capitalismo, es decir, cuando la perfección alcanzada por la artesanía enfiló hacia lo artístico. No hablo del arte grande, sino de los muebles, mesas, sillas, etc., que se hacían en aquel tiempo, evolución que el capitalismo barrió por completo, justamente porque con el capitalismo se establecieron con respecto a la realización tecnológica –digamos: a la fabricación– de una mesa unos principios que no eran de índole teleológica. Pues bien, de la misma manera que un artesano del siglo XV consideraría los incipientes problemas del capitalismo como algo completamente antinatural, así un tecnólogo de nuestros días considerará completamente antinatural y absurdo que un plan de producción pudiera orientarse hacia el cómo dar un sentido a esta producción para el trabajador; y ello pese a que tal índole de la aserción tecnológica no es más nueva respecto a la actual de cuanto lo fuera la presente tecnología masiva cuantificadora en relación con la tecnología cualitativa y artística del Renacimiento. Se suele olvidar hasta qué punto la tecnología es un modo de aserto condicionado socialmente; por esta razón suele hacerse de las aserciones tecnológicas capitalistas, digamos, un objeto en sí ligado a la condición humana. Este es el aspecto laboral de la cuestión. Otro aspecto es la transformación de las horas libres en ocio, que sólo puede consistir ya en un trabajo ideológico, en un esclarecimiento ideológico que revele cada vez en mayor medida que esta manipulación va en contra de los propios intereses humanos. Me disculpará usted que vuelva a valerme de otro frívolo ejemplo de la moda –debo confesar que leo las crónicas de modas con enorme interés sociológico–; desde hace veinte años se libra en la alta costura una lucha constante para introducir, a toda costa, como manipulación de la vestimenta femenina, la falda larga. Está claro que la ganancia de la industria textil es así mayor, ¿quién lo duda? La moda, que, como suele decirse, es omnipotente, aquí fracasa. Desde hace veinte años se viene profetizando incesantemente en París, en vísperas de los grandes desfiles de modas, el alargamiento de la falda; pero las mujeres defienden en este punto sus derechos y no parecen dispuestas a subirse al tranvía, camino del trabajo, con una falda larga. Ya entiende usted lo que quiero decir con este ejemplo; la manipulación no es omnipotente por principio. Naturalmente, resulta mucho más difícil suscitar en las personas las otras necesidades, las verdaderas, relacionadas con el desarrollo de la personalidad; y creo que es éste un proceso muy largo, muy a largo plazo, proceso que, sin embargo, puede en último término alzarse con la victoria. Y es éste un proceso que no atañe ahora solamente a la clase trabajadora; en este aspecto, en la línea de la plusvalía relativa y la manipulación es innegable que toda la intelectualidad y la burguesía entera están tan supeditadas al capitalismo, esto es, a esta manipulación capitalista, como pueda estarlo la clase trabajadora. Se trata, en consecuencia, de suscitar la personalidad verdaderamente autónoma, .cuya posibilidad ha surgido en virtud del desarrollo económico precedente. Pues no hay duda de que la cantidad de trabajo necesaria para la reproducción física del hombre ha de decrecer constantemente, con lo cual se posibilitaría para todos los hombres la consecución de un margen para una existencia humana y cultural. Ya se ha dado esto en culturas anteriores de una manera –como Marx lo llamó– económicamente limitada; por ejemplo, cuando en Atenas la esclavitud liberó del trabajo a una capa superior de la población, de forma tal que pudo lograrse la maravillosa cultura ateniense. No se puede negar que existen estratos para quienes siguen siendo válidas con respecto al modo de vida las viejas categorías del capitalismo; y constituye, por supuesto, una magna tarea denunciar la desaparición paulatina de éste y exigir un nivel de vida diferente para los trabajadores. Pero tampoco cabe duda que para una vastísima capa de los trabajadores, tanto intelectuales como mecánicos, comienzan a darse las condiciones que les permitirán, contando con la reducción del trabajo necesario para la reproducción, llevar una vida libre, de acuerdo con sus necesidades humanas. Para ello se hace necesaria una gran exposición de la alienación al nivel actual. Celebro muchísimo que las gentes comiencen hoy a estudiar al joven Marx en este aspecto. Ahora bien, pretender enfrentar por este procedimiento al joven Marx con el maduro es una necedad histórica. Los Manuscritos económico–filosóficos pueden mostrarnos el fenómeno de la alienación de manera muy plástica y filosófica. Pero el problema actual de la alienación presenta hoy un aspecto distinto al que tenía en tiempos de Marx, hace ahora ciento veinte años; la tarea estriba en elaborar y poner de manifiesto esta nueva forma de la alienación, para lo cual se hace necesaria toda la dialéctica histórica de este complejo problemático, pues existen hoy día gentes extraordinariamente inteligentes, valerosas y buenas por las cuales siento el mayor aprecio humano e intelectual que, sin embargo, caen en el fetichismo de pensar que el desarrollo técnico es un Moloch, devorador irresistible. Esto, por otra parte, es falso, pudiéndose demostrar su falsedad sobre la base del marxismo. Hace ahora cuarenta años polemicé contra la concepción bujariniana de la técnica como fuerza productiva concluyente; en la actualidad, este error está mucho más perfilado, en relación con descubrimientos nuevos tan grandiosos como el aprovechamiento de la energía atómica. Nuestra tarea, es decir, la tarea marxista, consistiría, pues, en desterrar de las mentes ese fatalismo fetichista y en demostrar que la técnica no fue nunca más que un medio para el desarrollo de las fuerzas productivas; que, en último término, las fuerzas productivas están constituidas siempre por los hombres y sus aptitudes; y que el establecer la reforma del hombre como objetivo central significaría una nueva fase del marxismo. Creo que esto no es una afirmación antimarxista, porque no olvide usted que en la Crítica de la Filosofía del Derecho de Hegel todavía dice el joven Marx que las raíces en que se ha de asentar el hombre están constituidas por el propio ser humano. Este aspecto del marxismo ha de pasar ahora a primer término, mas no de una manera propagandística huera, sino sobre la base del análisis del capitalismo actual, con lo cual puede llegar a encontrarse una base para la lucha contra la actual alienación. Esto sería, a grandes rasgos, mi contestación a su pregunta. 
KOFLER: El que la manipulación no es omnipotente queda demostrado en nuestra conversación. Pero se ha vuelto extraordinariamente complicada la labor de esclarecimiento concebida en estos términos u otros similares. Usted me va a permitir que aísle su concepto del ateísmo religioso de la esfera de una mera forma de pensar intelectualista.. . 
LUKÁCS: Sí... 
KOFLER: ...para intentar demostrar que en la actualidad –o mejor, muy recientemente– ha ganado validez en las grandes masas, las cuales, ciertamente, no colocan al yo intelectual, constituido subjetivamente en mundo «propiamente dicho», en el lugar de Dios... 
LUKÁCS: Sí.. . 
KOFLER: ...sino el consumo, el ocio, etc., pero de la manera manipulatoria antes tratada; y que por esta razón, por ejemplo, podamos llamar la atención –sin detenernos a tratar aquí con detalle los eslabones intermedios– sobre el hecho de que la desintelectualización de las masas está tan avanzada que hasta la conciencia religiosa, enraizada en la tradición, y sobre la cual llamó la atención Marx, se disipa, y se disipa antes de lo previsto por Marx, no ya en la sociedad sin clases, si bien por razones contrarias a las suyas. También aquí nos enfrentamos con una especie de ateísmo religioso, el cual se manifiesta, por ejemplo, en el hecho de que, en la actualidad, las iglesias están en algunos momentos llenas, pero en parte llenas de ateos. Al mismo tiempo, comprobamos de manera sumamente concreta unos singularísimos desplazamientos hacia lo mágico. Es decir, que el lugar de la religiosidad originaria está siendo ocupado por lo mágico en la medida en que los intentos de interceptar el destino por medio de las apuestas deportivas y de la astrología se han de clasificar, a la vista de la racionalización moderna, como mitos cuasi religiosos o aun mágicos. Pertenecen a esa tendencia los intentos de crear valores vitales por vía de los .estupefacientes. Me refiero aquí al famoso producto LSD. Estas cosas hemos de tomarlas tanto más en serio cuanto que sabemos que el filósofo Huxley ha escrito un libro elogiando los estupefacientes. 
LUKÁCS: Lo conozco... 
KOFLER: ¿Lo conoce? ¿Y qué no conoce usted, señor Lukács? Yo creía proporcionarle una información que no le era familiar. En este libro, Las puertas de la percepción, Huxley forja la ideología mitológica de un nuevo camino , una mitología redentora inédita, puramente subjetivista, pero forzada y propiciada por los estupefacientes. El que personas como el conocido psicólogo de la Universidad de Harvard, Leary, funden colonias destinadas a la educación para una «vida trascendental», el que teólogos como el catedrático de religión Clark hayan realizado experimentos con estudiantes de teología –y subrayo esto de estudiantes de teología–, experimentos conducentes a que los mencionados estudiantes afirmasen que por medio del LSD se acercaban más a Dios –el propio Clark dice la frase «más cerca de Dios»–, todas estas cosas son altamente inquietantes. 
LUKÁCS: Tiene usted toda la razón. 
KOFLER: Si se estudian estas cosas con mayor detenimiento se descubre un proceso notable, cuya dialéctica habría de definirse acaso como la utilización de las formas mágicas del éxtasis orgiástico al servicio de la resolución de los problemas modernos del hombre; recordemos, por ejemplo, los fenómenos de éxtasis convulsivo de los recitales de los Beatles. Y hay que considerar que esta problemática se refugia en la esfera privada del yo; y que como consecuencia del hecho de que el yo no pueda explayarse en el trabajo, en la vida pública y social, puesto que se le reprime, se crea un nuevo dios, una nueva conciencia cuasi religiosa. Como último efecto tropezamos con una forma nueva, totalmente moderna, del irracionalismo y del ateísmo religioso, cuyo estudio, cuyo análisis, será de la mayor importancia para el marxismo moderno que, según mi opinión, se desarrolla hoy más que nunca. 
LUKÁCS: Creo que tiene usted toda la razón. Pero me perdonará que divida en dos partes la cuestión que usted ha planteado de manera unitaria. La primera parte consistiría en una historia general de las transformaciones de las formaciones económicas en las cuales nos hallamos ahora. Es ilusorio pensar que estos desarrollos, y especialmente el desarrollo de su factor subjetivo, es rectilíneo. Piense usted, por limitarnos al campo religioso, en que en las postrimerías de la Edad Media y en el Renacimiento la religión palideció hasta convertirse en una especie de indiferencia ilustrada, para inflamarse luego con motivo de las guerras de los campesinos y la Reforma hasta convertirse en una religiosidad que siglos antes ni siquiera hubiera podido ser imaginada. Pero ahora le diré una cosa que me parece muy importante al respecto: habida cuenta de que a finales del siglo XIX, en la segunda mitad del siglo XIX, existía una lucha de clases que, en rigor, se agudizaba constantemente, alcanzando su culminación en la primera guerra mundial, y de que en 1917, tras la segunda guerra mundial, surgió algo totalmente distinto, nuestros jóvenes –a los que yo llamaría impacientes–, los jóvenes airados de la izquierda, caen, por así decir, en la tentación chinista al comprobar que en nuestra época el desarrollo no se opera, a su juicio, con la suficiente rapidez, y sueñan con una revolución en América el día de mañana, o quieren emigrar a América del Sur para convertirse allí en guerrilleros. Nuestra obligación como marxistas sería poner las cosas en claro en todo cuanto ha acontecido después del gran período primero. 
Tendríamos que analizar cómo esta transformación del capitalismo consistente en el papel predominante jugado por la plusvalía relativa crea una situación nueva, en la que el movimiento obrero, el movimiento revolucionario, está condenado a recomenzar; situación en la que presenciamos un renacimiento, en formas muy deformadas y cómicas, de ideologías que aparentemente están superadas desde hace mucho tiempo, como, por ejemplo, el antimaquinismo de finales del siglo XVIII. Acaso le suene a usted paradójico el que en esta gran racha de sexualidad que actualmente incluye a las mujeres y a las jóvenes se advierta una especie de maquinoclastia, a través de la conquista de la independencia por parte de la mujer. De primera intención, esto parece paradójico, pero yo creo que en la realidad se produce algo parecido; y hemos de tener presente que hoy, puestos a la tarea de despertar el factor subjetivo, no podemos renovar y continuar los años veinte, sino que hemos de partir desde la base de un comienzo nuevo, con todas las experiencias que poseemos sobre el movimiento obrero anterior y sobre el marxismo de los tiempos precedentes. Tenemos que tener conciencia clara de que se trata de un nuevo comienzo o –si se me permite la analogía– de que no nos encontramos ahora en los años veinte del siglo XX, sino en cierto modo en los comienzos del siglo XIX, tras la Revolución francesa, cuando comenzaba a formarse lentamente el movimiento obrero. Creo que esta noción es muy importante para los teóricos, pues la desesperación cunde muy velozmente cuando la enunciación de determinadas verdades sólo halla un eco mínimo. No olvide usted que las importantísimas afirmaciones de Saint–Simon y Fourier tuvieron por entonces un eco extraordinariamente pequeño; sólo en los . años treinta o cuarenta del siglo pasado se inició la revivificación del movimiento obrero. Convengo en que no se deben estirar las analogías y en que las analogías no se resuelven en paralelismos; pero me imagino que usted comprenderá a qué me refiero cuando digo que hemos de tener conciencia clara de que nos encontramos en los comienzos de un período nuevo, y que nuestro deber de teóricos es fomentar la claridad en lo que se refiere a las posibilidades del hombre en este período, sabiendo desde ahora que la repercusión que pueden tener estos conocimientos sobre las masas serán de momento escasa. Esto guarda relación con el proceso del stalinismo en la Unión Soviética, con la ·.vacilante manera de superar aquél y con la evolución correspondiente del socialismo. Los grandes acontecimientos pueden surtir efectos muy negativos sobre el factor subjetivo; por volver a citar aquí un ejemplo histórico, el heroico fracaso de la izquierda jacobina en la Revolución francesa da lugar, dentro del utopismo, a la noción de que el socialismo nada tiene que ver con el movimiento revolucionario. A mi entender, esto no es, en rigor, otra cosa que la desilusión respecto al desarrollo de Francia en los años 1793 y 1794. Sin embargo, surtió sus efectos sobre el movimiento obrero durante largos años; si bien se mira, fue Marx quien situó en el centro de atención la teoría revolucionaria de la conquista violenta de la revolución democrática como fase previa a la conquista violenta del socialismo. En la actualidad no contamos con políticos capaces de convertir en praxis política estos conocimientos. Se puede calificar de caso insólito, pese a su valor de modelo captador, el que en el período de 1917 contáramos entre nosotros con esa singular mezcolanza de importante teórico y gran político que se daba en la persona de Lenin. En consecuencia, no es absolutamente seguro que en el futuro haya de producirse la política en el marco de esta combinación. Contamos ahora con ciertos atisbos de la teoría; y aunque no se divisa en el horizonte ningún político capaz de transformar esta teoría en consignas políticas, estoy firmemente convencido de que, según vaya fortaleciéndose el movimiento, aparecerán también esos políticos. Paso a hablar ahora, en relación con esto, de la segunda parte de la cuestión, esto es, del aspecto religioso. Es éste un problema muy interesante que todavía no ha sido estudiado por nadie, y en especial por nosotros los marxistas, ya que el marxismo dogmático tiene unas nociones de la religión que proceden de los años cuarenta del siglo pasado, sin que hasta ahora haya logrado superarlas. En su día se pudo leer en la prensa que los cohetes que llegaron al cosmos no encontraron allí a Dios por ninguna parte; y hubo ateos que pensaron que tales argumentos podrían impresionar a alguien, sin percatarse de que hoy nadie, ni una sola mujer de la limpieza, cree en un cielo como el de Tomás de Aquino o como el de la Divina comedia de Dante. No hay duda de que todo el fundamento ontológico de la religión antigua se ha venido abajo y de que el fundamento ontológico ha sido siempre un momento determinante para la acción. No es de ahora, sino, en rigor, de la época de la doctrina de Schleiermacher, la transformación consistente en que las personas religiosas se vieron en la necesidad de prescindir en la religión de la antigua ontología y de buscar alguna solución a aquello que he llamado yo en mi Estética la necesidad religiosa. Pero, veamos, ¿ en qué consiste propiamente esta necesidad religiosa? Es la sensación oscura del hombre de que su vida carece de sentido. Y ahora, no pudiéndose orientar ya en la vida misma, habiéndoseles venido abajo la vieja ontología de la religión –y ello en un sentido tal que no creo que exista hoy ni un solo católico o protestante que haga del Antiguo y Nuevo Testamento, en sentido histórico-ontológico, el fundamento de su conducta–, ahora, en fin, estas gentes se encuentran asimismo ante la nada; y aquello que, como usted muy bien dice, llega hasta el límite de lo mágico y aún más allá, no es otra cosa que un intento de hallar una nueva base, a la vista de este enloquecer, a la vista de este hallarse en el vacío. Con ello se evidencia que el problema de la vida repleta de sentido, que yo he planteado en términos marxistas en relación con el mundo manipulado del capitalismo, es, si bien se mira, el mismo problema que se plantea hoy en cuanto a la necesidad religiosa. Hemos de intentar buscarle salida, pero la tal salida aparece dificultada por dos obstáculos. Uno de ellos es la concepción dogmática de muchos marxistas que piensan todavía en los viejos argumentos del ateísmo, los cuales, sin embargo, han perdido hoy toda eficacia. En el otro lado, no es casual que gentes como Garaudy intenten un acercamiento o una condescendencia ideológica con determinadas figuras, por ejemplo, con Teilhard de Chardin. Ni que decir tiene que en realidad no hay acercamiento ninguno; y a esas gentes cuya necesidad religiosa es auténtica, pero que buscan para ella apoyos ideológicos errados, no podemos prestarles ayuda con el reconocimiento de estos falsos apoyos. Se trata, en este caso, de un problema sumamente difícil para el marxismo, que yo caracterizaría mediante una llamada de atención consistente en decir que no es casualidad que el joven Marx eligiera a Epicuro para su tesis doctoral. Porque este epicureísmo que dice que los dioses viven en los intermundos del universo, es decir, que Dios, que lo divino, el principio trascendente no tiene ni puede tener influencia ninguna sobre la vida de los hombres –es decir, que el hombre tiene que resignarse a la idea de que tan sólo él puede darse a sí mismo una vida llena de sentido y que en esta pugna por una vida llena de sentido, como dice La Internacional, ningún dios puede ayudarle– es el punto donde tendríamos que intentar convertir al ateísmo religioso en un ateísmo verdadero.– Ello nos plantea toda una serie de problemas filosóficos; y con este motivo quisiera de nuevo remitirme –como en muchas otras cuestiones hago –a un mérito de Nicolai Hartmann, quien en su pequeña obrita sobre la teleología llamó la atención sobre el hecho de que el hombre experimenta los acontecimientos de su vida cotidiana como dirigidos por una teleología independiente de él. Cuando, por ejemplo, se ha muerto una persona allegada, se pregunta a sí mismo el porqué le pasa tal cosa a él, cual si la muerte de X o Y fuera una teleología para transformar la vida moral de Z. Es aquí, a mi entender, donde reside el punto decisivo, dialéctico–epicúreo, de la estructura del marxismo, el punto en el que podríamos ayudar a este ateo religioso mediante una labor de esclarecimiento. 
Indudablemente, todas las iglesias atraviesan una crisis ideológica grande, que se podría comparar con la gran crisis ideológica que siguió a la Reforma. Yo diría que la crisis de la Reforma dentro del ámbito católico se produjo por el hecho de que el catolicismo tenía sus miras puestas puramente en la defensa del feudalismo; después de la crisis, el gran mérito de Ignacio de Loyola consistió precisamente en darse cuenta de que la Iglesia católica sólo podría mantenerse y desarrollarse mediante una alianza con el capitalismo incipiente. Pero ahora nos encontramos en una crisis en la que la Iglesia católica y otras Iglesias empiezan a reconocer que la alianza a vida o muerte con el capitalismo es asunto peligroso. Yo creo que hoy se hace mucha más labor diplomática en torno a ello; el papa Juan XXIII vio con notable claridad que se debería abandonar esta orientación parcial de apoyo del capitalismo por parte de la religión y que había de buscarse una orientación nueva. Por esta razón hablo per analogiam de Loyola en el siglo XVII. Contestando, por fin, a la segunda pregunta, le diré que tenemos que hacer un análisis de la necesidad religiosa actual que no sea dogmático ni tampoco ideológicamente condescendiente, puesto que a quienes se encuentran hoy en crisis religiosa sólo se les puede prestar ayuda por la vía inmediata, por el procedimiento de luchar de las más diversas maneras para que sea posible una vida llena de sentido en la tierra y para que surja una alianza a la que pertenezcan, en tercer lugar, aquellos marxistas que intentan liquidar en los países socialistas al stalinismo; pues tan sólo sobre la base de la liquidación del stalinismo se pueden realizar hoy día en los países socialistas aquellas tendencias vitales que dan sentido a la vida, las cuales podrían surgir en el socialismo con mayor claridad y antes que en el capitalismo. Sin embargo, tales tendencias han sido frenadas por el sistema stalinista y por la forma, stalinista también hasta el momento, de superarlo. No sé si verá usted claro que aquí actúan conjuntamente de manera muy complicada diversas potencias y que de momento caemos en ilusiones al esperar de la lucha contra la manipulación cualesquiera resultados espectaculares. Lo principal sería, por ahora, adquirir una absoluta claridad teórica sobre el significado actual del marxismo y sobre lo que éste puede dar de sí. 
KOFLER: En su prolija y polifacética exposición me han sorprendido especialmente tres puntos. .Sin embargo, desearía someter a discusión sólo uno de los problemas, sin que por ello haya de renunciar a señalar la existencia, al menos, de los otros dos. La derivación, que podríamos llamar teórico–cognoscitiva y antropológica, que usted hace de la religión, tendría que ser confrontada con la determinación marxista de la religión como «suspiro de la creatura acosada». Me he fijado en que tanto en el tomo primero como en el segundo de la, Estética habla usted muy a fondo del problema de la religión, pero sin mostrar en en realidad esa relación. Sin embargo, no creo que debamos discutir este punto. Me gustaría señalar aún que, por extraño que parezca, la maquinoclastia, por usted mencionada, de mujeres y muchachas es tolerada a desgana, fomentada incluso, y yo quisiera saber por qué. De ahí la sospecha de que si se tolera esta forma, esta rebelión contra les tabúes tradicionales, ello quizá pueda asegurar en otra vertiente, dentro de esta dialéctica extrañamente enrevesada, justamente la tendencia de la integración. 
LUKÁCS: Verá, creo que en esto tiene usted mucha razón. Si comparamos en este sentido la sexualidad con la maquinoclastia, la comparación afecta a las últimas motivaciones humanas, pero no al movimiento en sí. La maquinoclastia no podía ser integrada en el capitalismo actual, pero no hay duda que estos movimientos confusos, ideológicos, pueden ser integrados perfectamente. Por citar un ejemplo interesante, le diré que si examina usted el famoso libro de Mannheim, verá que este autor se muestra extraordinariamente riguroso con respecto a la ideología y, sin embargo, manifiesta una debilidad indulgente, una comprensión benévola, con respecto a la utopía. y justamente porque entre estas dos cosas la praxis revolucionaria desaparece –una utopía en cuanto tal se puede integrar perfectamente, como usted dice–, aquella oposición cuyas metas sean . tan ambiciosas que su consecución se haga imposible desde un principio podrá ser integrada perfectamente por un capitalismo como el actual. Yo sé muy bien por qué ciertas cosas son aceptables y ciertas otras inaceptables. Cuando Ernst Bloch, por ejemplo –por citar a un filósofo serio–, dice que con el socialismo se ha de transformar también la naturaleza, nadie puede objetarle nada, y así puede Bloch pasar por filósofo ilustre y reconocido universalmente, pese a que su socialismo es tan radical que mediante él hasta la naturaleza es cambiada. Si, por el contrario, digo yo que entre Nietzsche y Hitler existe una cierta relación, entonces soy ya un «consejero del soviet» o cualquier otra cosa, aniquilador de las más sagradas tradiciones del espíritu alemán, puesto que las críticas a Nietzsche conmocionan violentamente al nacionalismo actual. Sabrá usted disculpar que me haya servido de un ejemplo personal, pero éste sirve para demostrar justamente –y ello es de la mayor importancia para el ulterior desarrollo de la lucha contra la manipulación– que de cuando en cuando se pueden reconocer como factores interesantes cosas extraordinariamente radicales, mientras que cosas muy sencillas y que suenan a prosaicas son tildadas –cómo diríamos– de taimadas o dogmáticas o anticuadas o no sé qué. En suma, conviene ver hoy esta situación con plena claridad. 
KOFLER: Ciertamente, se podrían dar otras referencias personales que no fueran las que conciernen a Bloch... 
LUKÁCS: Permítame que le diga que si he mencionado a Bloch ha sido porque lo considero el mejor de los hombres. En otros casos se podrían entresacar cosas muchísimo más recias. La probidad de Bloch es algo que nadie pone en duda, ni tampoco su talento; y casi me atrevería a decir que aun en Bloch se acepta, porque en el caso 
Georg Lukács–Leo Kofler de otros la aceptación es desproporcionadamente mayor. 
KOFLER: Existen, sin embargo, escuelas que producen en gran cantidad jóvenes airados de aquellos que, como usted dijo, no quieren ir a combatir al Vietnam, pero que, sin embargo, adoptan, en su ira, una actitud semirrevolucionaria y de un noble anticapitalismo, aunque al mismo tiempo también medio resignada. Hablando claramente, ésta es la actitud que domina en Frankfurt. Esto desemboca en un problema diferente, que es a la vez el problema de los escritos de usted; a saber, el problema no sólo de los jóvenes airados ni de aquellos que, pese a su crítica, acaban adaptándose de alguna manera, sino el de los «modelos positivos». En su libro Die deutschen Realisten [Los realistas alemanes], en el cual habla usted de Gottfried Keller, viene a decir en líneas generales que ciertas tendencias del arte de Keller tienen una significación grandiosa; que se adentra profundamente en el futuro; que, basándose en él, se nos ofrecen modelos auténticos, perfectamente expuestos, de la vida en la democracia; que los rasgos humanos y democráticos reales de toda democracia auténtica adquieren ante nosotros una figura ideal, sin perder por ello el carácter realista. Cierto es que todo ello se efectúa en forma muy singular, que no vamos a discutir ahora, pero usted subraya expresamente ese «no perder el carácter realista». Así, pues, se trata aquí de verdaderos modelos, punto sobre el que me complazco en insistir especialmente. «Sin perder el carácter realista» quiere denotar «sin incurrir en una utopía abstrusa». Mas, ¿no quiere decir, a la par, que se han de encontrar por fuerza también en nuestra vida actual tales figuras que incorporan una democracia realmente humana? Pero, por otra parte, ¿ se los podrá localizar en esta vida, totalmente deformada y fetichista, que caracteriza a nuestro tiempo? y si, francamente, en cierta medida... –permítame... 
LUKÁCS: Sí . 
KOFLER: ...si el sutil método de la integración represiva sigue predominando de todas maneras, ¿ no estamos repitiendo las monsergas de una ideología utópica, que en cierto modo realiza su cometido, pero que acaso acabe dejando intacto el proceso entero, errando el blanco? Quisiera dejar bien señalado que ésta no es mi opinión. Son todas ellas preguntas que traje para planteárselas a usted. 
LUKÁCS: Yo diría que la formación de una minoría consciente es requisito previo a todo movimiento de masas. A mi entender, Lenin lo expresó muy correctamente en ¿Qué hacer? Retorno al ejemplo de Keller, y no para sacar de su contexto un motivo central, sino un asunto de menor importancia, donde esto se puede distinguir claramente. Por lo que se refiere al problema de la educación, me voy a detener en su novela corta Frau Regel Amrain [La señora Regel Amrain]. Es notable el hecho de que la señora Amrain muestre la mayor indulgencia para con su hijo en aquellas ocasiones en que, por así decir, se ha portado éste malo taimadamente, adoptando, sin embargo, una actitud enérgica cuando se produce en él una bajeza humana. Aquí está reflejado, digamos, el problema de la ejemplaridad, problema que no se altera lo más mínimo por el hecho de que la señora Regel pertenezca, por supuesto, a una sociedad, la suiza, que se ha ido entretanto a pique. El realismo siempre es expositivo, y aquí justamente se hace una exposición de esta sociedad naufragada. De cualquier modo, este problema moral de la lucha contra la bajeza y la humillación es válido; es un problema que desempeña un papel muy destacado, por ejemplo, en nuestra lucha contra la manipulación. Aun hoy sería perfectamente posible –volvería a mencionar aquí un ejemplo actual; me refiero a la novela de Jorge Semprún Le long voyage, que contiene muchas cosas muy importantes. Habla usted de la situación actual y de la literatura que la expone. Contemplando la literatura de los veinte últimos años, me parece un tanto vergonzoso que ese valiosísimo libro donde se hallan las últimas cartas de los antifascistas condenados a muerte –que se editó por los años cincuenta–, en el cual se da tal plétora de grandeza, valor y resistencia humanos, no haya dado impulsos a los escritores. El libro de Semprún es, en rigor, uno de los primeros en los que la literatura comienza a aproximarse al nivel humano de estas cartas, previamente llevado a la práctica en la vida. No digo que no existan cosas similares; está la bella novela corta, muy breve, de Hochhuth titulada Die Berliner Antigone [La Antígona berlinesa] y también hay cosas muy buenas en Billard um halb zehn [Billar a las nueve y media], de Boll. Verá usted, no hablo ahora desde el punto de vista artístico; estoy hablando de la vida. Esa vieja, en la novela de Boll, a la que encierran en el manicomio y que al final, ciega de furor, termina disparando sobre el soldado, es un personaje que protesta auténticamente contra el fascismo, así como un gesto tendente a la liquidación interior de éste, en contradicción con la vida que discurre en Alemania. y en la obra de Semprún hay algo que me gustaría resaltar suficientemente, puesto que se refiere a un caso concreto de aquel espantoso episodio del fascismo que fue la «cuestión judía» y que no es frecuente que sea presentado, lo suficiente al menos, como ejemplo de una brutal manipulación. De cualquier modo, considero errado el que exista hoy en Alemania la tendencia a dejar reducido el problema de la superación del fascismo al aspecto de la cuestión judía. Esta no constituye más que un episodio, y Semprún ha expuesto el asunto de manera muy pulcra y muy valerosa, así como una autocrítica del judaísmo. En su novela aparece un judío alemán, comunista, que llega a Francia, lucha allí al lado de los partisanos y muere como partisano; y Semprún le hace decir: «No quiero morir de una muerte judía.. La muerte judía consistía en que cientos de miles fueran arrojados a las cámaras de gas sin que hicieran el menor intento de resistencia. La sublevación del ghetto de Varsovia fue en la realidad algo parecido a este ejemplo; quiero decir que si contrasta usted la realidad con la literatura, incluso en lo que atañe al judaísmo, ocurre que este partisano judío y comunista, caído en Francia, es el primero que, literalmente, se halla a la altura vital de la sublevación de Varsovia. No sé si se da usted cuenta de lo que quiero decir con esto y de que nos hallamos aquí ante una magna tarea de la literatura. Hay, por ejemplo, otro terreno en el cual he señalado este hecho. Si compara usted la novela Un día de la vida de Iván Denisovich, de Solyénitsin, con las restantes novelas sobre campos de concentración, comprobará la enorme diferencia entre la descripción naturalista de las atrocidades, por una parte, y el problema, por la otra, de a través de qué formas, mediante la astucia y no sé qué más, puede conservar un hombre su integridad humana dentro del campo. En tal aspecto, esta novela de Solyénitsin constituye algo nuevo y verdaderamente sobrecogedor. Es en este terreno donde la literatura podría hacer una aportación extraordinaria a la lucha contra la manipulación; a saber, no capitulando literariamente ante la manipulación, no considerándola como destino. He citado deliberadamente ejemplos concretos para demostrar que existe en la literatura la posibilidad de configurar esta rebelión real que encuentra usted en las cartas últimas de los antifascistas condenados a muerte, bien con los medios y los acontecimientos actuales, bien reconsiderando ciertos acontecimientos anteriores; y la posibilidad de configurarla, por así decir, de una manera ejemplar en lo que respecta a la conducta de los hombres de hoy contra la manipulación. Está fuera de dudas la existencia de una tal literatura. Tiene usted, por ejemplo, la gran novela del americano William Styron titulada y prendió fuego a esta casa, donde, en forma de una gran tragedia a la manera dostoievskiana, se comprendía la manipulación vigente. Por un lado, nos muestra cómo el rico es convertido indefectiblemente en tirano manipulador y el pobre en víctima de una manipulación; y tras haber expuesto esto, describe, en un asesinato que se comete al final como protesta personal, la rebelión del pobre contra el estado de manipulación. y resulta muy interesante en este sentido el que el asesino pueda evitar las consecuencias penales del homicidio a causa de una serie de circunstancias afortunadas, llevando después una vida satisfecha y contenta. Por supuesto que tales ejemplos podrían multiplicarse, pese a que tales obras son más bien raras. Lo único que pienso es que no debíamos ceder al pesimismo por débil que sea el movimiento contrario a la manipulación. Tenemos una serie de posibilidades, contamos con aliados; hay, creo yo, muchas más gentes insatisfechas interiormente de lo que pudiera pensarse; y lo que importa aquí es la claridad teórica y artística, la manera y el ritmo en que seamos capaces de rendir una labor de despertamiento. 
KOFLER: SU referencia al pacto ante la manipulación me recuerda el pasaje de su análisis sobre Thomas Mann, en relación con Raabe, donde habla usted de los héroes periféricos... 
LUKÁCS: Sí ... 
KOFLER: ...héroes periféricos o personajes periféricos, los cuales buscan en vano en las luchas una ruptura hacia el gran mundo. 
LUKÁCS: Sí... 
KOFLER: Consecuencia de ello es la deformación humana, y en relación con el mundo actual yo diría que de tipo sectario. En nuestro tiempo contamos con una enorme cantidad de personajes de este tipo, los cuales se esfuerzan extraordinariamente por lograr tal ruptura... 
LUKÁCS: Sí. .. 
KOFLER: ...sin embargo, o se quedan estancados en sus ensueños... 
LUKÁCS: Sí. .. 
KOFLER: .. .interpretando erróneamente, en un alarde de dogmatismo, las transformaciones históricas y achacando así a los demás la traición... 
LUKÁCS: Sí. .. 
KOFLER: ..O intentando, a la inversa, extraer de la situación vital burguesa y capitalista algo en su propio beneficio en el sentido de la vida humana, de la democratización humana... 
LUKÁCS: Sí... 
KOFLER: ...para acabar claudicando y mostrar la misma deformación humana que sus presuntos antípodas. 
LUKÁCS: Sí. .. 
KOFLER: Se plantea ahora la cuestión de si no será el sectarismo fenómeno concomitante de una época de crisis en la que, pese a todo, algo se va haciendo; si, en primer lugar, esta fragmentación de las fuerzas progresivas en pos de su propia conciencia –fuerzas de procedencia tanto burguesa como socialista– no será una necesidad que se explique en virtud de la situación de crisis de las fuerzas progresivas; y si, en segundo lugar, no estará provisto el sectarismo de la posibilidad de una eficacia histórica en el futuro, de manera que pueda acabar saliendo algo de él, lo cual se pudiera acaso llegar a comprobar, incluso anticipadamente, en una perspectiva históricoteorética. Es así como me imagino yo el problema de los héroes o el de los personajes periféricos en la época actual. 
LUKÁCS: En la medida en que no ha surgido un movimiento realmente importante, el valor de desarrollo de los mismos errores puede ser tanto más positivo. Hoy vemos con plena claridad que la concepción de Fourier de que el trabajo se transforma en una especie de juego era totalmente errada. Y, sin embargo, frente al ciego elogio que entonces se hacía del trabajo capitalista, esta actitud utópica de Fourier –que, dicho sea de paso, aparece con anterioridad a Fourier ya en la estética de Schiller– tenía un papel positivo. El papel negativo lo adquiere una vez que Marx encontrara el camino certero. Por supuesto que todos los ensayos correctos que verdaderamente se orientan contra la manipulación –no las incluyo todas– pueden tener un significado positivo. No lo he leído, pero es muy interesante saber que en el último número de Les Temps Modernes se pone a discusión un ensayo crítico contra Teilhard de Chardin en cuanto ideólogo de la manipulación. Y, efectivamente, entre las concepciones de Teilhard de Chardin y –cómo decir– esa ideología neopositivista de la manipulación existe una relación muy estrecha. Volvería a decir con Hegel que la verdad es concreta y que existen sectarios que en un sentido determinado señalan positivamente hacia el futuro, pudiendo haber al mismo tiempo sectarios cuyos efectos son negativos hoy incluso. 
KOFLER: Señor Lukács, no quisiera abusar, pero quizá me permita usted aún una pregunta, asociada a un comentario crítico que dio mucho trabajo a un seminario por mí dirigido. En el primer volumen de su Estética, en relación con la cuestión del reflejo, usted habla de una realidad unitaria. 
LuKÁCS: Sí. .. 
KOFLER: Ayer ya se insinuó esta cuestión, pero ahora resulta el problema siguiente. En su libro Historia y conciencia de clase, del año 1923, se señala a propósito de la filosofía clásica que ésta pone en relación la cognoscibilidad de la realidad con la «producción » de esta realidad. En su crítica de esa filosofía señala usted, con toda razón, que el problema de la cognoscibilidad de la realidad sólo puede resolverse sobre la base de la noción de la praxis social.. Si se prescinde de la noción de praxis, este problema permanece irresoluble. La pregunta que quería hacerle es la siguiente: ambas nociones, es decir, la «producción», tanto la teórico–cognoscitiva como la social, ¿no están referidas a dos ámbitos diversos de la realidad, a saber, ésta al ámbito de la producción que podríamos llamar material y aquélla al objeto de la ciencia natural y de la matemática? Su derivación, sin embargo, se puede interpretar en el sentido de que no existe ruptura ninguna; mas en realidad acaso podría comentarse acerca de esa relación que se está operando con dos conceptos de producción distintos. 
LUKÁCS: Tal vez habría que empezar diciendo que, como probablemente usted sabe, considero a Historia y conciencia de clase como libro superado, de forma que esta derivación que se hace en él nada tiene que ver con los problemas desarrollados en la Estética. Mas por lo que se refiere al significado de la unidad de la realidad y de la producción, ocurre que la realidad es unitaria en el sentido de que todos los fenómenos de la realidad –ya sean inorgánicos, orgánicos o sociales– se desarrollan en concatenaciones causales determinadas, dentro de complejos determinados, con interacciones dentro de los complejos y con interacciones de estos complejos entre sí. Tal identidad existe. Ahora bien, yo creo, como ya intenté exponer antes en mi libro sobre Hegel, que una de las innovaciones más importantes que Hegel ha introducido en la dialéctica consiste en que la tesis fundamental de la dialéctica no es la unidad de los términos contrarios, sino aquello a que Hegel llama la identidad de la identidad y la no identidad. Yo, por mi parte, pienso que existe efectivamente una realidad unitaria, una identidad en el sentido de un decurso causal de la realidad –en seguida retornaré sobre este punto– independiente de todo aserto humano. Se ha de considerar, por fin, que esta unidad se manifiesta en las tres formas distintas posibles de la realidad bajo formas diferentes. En el trabajo, por supuesto, la producción se da en el sentido de que el que está trabajando se fija una meta teleológica que piensa realizar. Se posibilita así que surja quizá algo enteramente nuevo. y no hace falta adentrarse aquí en el terreno de la ciencia atómica. No existe en la naturaleza por nosotros conocida rueda alguna, pero los humanos llegaron a construir la rueda en un estadio relativamente temprano de su desarrollo, lo cual significa una nueva composición con respecto a la naturaleza. Pertenece a la esencia del aserto teleológico el lograr, mediante el conocimiento de las sucesiones causales, que estas sucesiones causales de la naturaleza se influyan entre sí en una combinación de otro tipo, en lugar de que ello suceda sin mediar el aserto teleológico. Pero las interrelaciones causales existentes pueden ser tan sólo conocidas y aplicadas, no modificadas. En sus escritos primeros, dice Hegel muy acertadamente a propósito del trabajo que el hombre, con sus utensilios, deja que la naturaleza se elabore a sí misma. De modo que en este fabricar está contenida una identidad de la identidad y de la no–identidad, en la medida en que si bien la rueda es algo fabricado originalmente por el hombre, nada hay en la rueda que no corresponda a las sucesiones causales, independientes del hombre, que reinan en la naturaleza con toda exactitud. El hombre no habría podido jamás crear una rueda si no hubiera reparado en ello de una forma determinada; de manera que este fabricar es un proceso complicado que no está en contradicción con la unidad de la realidad. y al recurrir ahora a formas superiores a esta unidad en la realidad me estoy refiriendo a algo de lo que hemos tratado anteriormente al hablar del problema religioso, a saber: que la naturaleza –tanto la orgánica como la inorgánica– discurre a tenor de la dialéctica que le es propia y se perfecciona con total independencia respecto a los asertos teleológicos de los seres humanos. Ocurre, así, que la constitución psicológica del hombre y hasta su destino psicológico son un azar desde el punto de vista social. En mi opinión, Marx tiene razón cuando dice en una ocasión que es fortuito qué tipo de hombres se encuentren en una situación revolucionaria como líderes al frente de la masa obrera, a pesar de que esto ya deja de ser una cuestión puramente psicológica o fisiológica. De cualquier manera, continúa actuando un azar insoslayable; y este azar surge precisamente del decurso puramente causal del acaecer natural. En este aspecto, a la praxis humana se le enfrenta una naturaleza uniforme; y cuando yo ejerzo cualquier actividad social, para la cual se requiere el conocimiento de las leyes de la naturaleza, el conocimiento de la psicología de los humanos, etc., resulta que en este complejo actúan unas leyes que yo no puedo invalidar. En virtud de mi conocimiento, puedo ejercer cierta influencia transformadora sobre la realidad exterior, cuyas leyes actúan sin miconcurso; y en esta relación me encuentro yo, como productor, en la economía, o como artista o filósofo, enfrentado a una realidad unitaria, cuya uniformidad se ha de entender a su vez en el sentido de una identidad de la identidad y la no–identidad. 
KOFLER: Y,en esta relación, ¿cuál es el sentido de la frase de Marx, incluida en los Manuscritos filosófico-económicos, que dice que la naturaleza sin el hombre no es nada? 
LUKÁCS: Voy a convertir ahora en trivialidad un bello aforismo al decir que la naturaleza, de la que el hombre ha surgido a consecuencia de diversas casualidades, nada sería sin él en este aspecto. Pero Marx no quiso decir que la tierra tuviese existencia porque el hombre actúe en ella, ni tampoco que si en Venus y Marte no hay seres humanos, Venus y Marte no existen. Yo creo que nos hallamos ante una de las formulaciones paradójicas del joven Marx, que desarrollaba la idea epicúrea de la necesidad. Porque si los dioses viven en un intermundo, ello significa asimismo que tan sólo en el marco de la praxis humana pueden los hombres producir un efecto revolucionario sobre la naturaleza y que, por lo demás, la naturaleza evoluciona en total independencia del hombre. 
KOFLER: Ciertamente, y es así como hay que entenderlo. Pero ahora quisiera retroceder al origen de la pregunta para hacer una postrera observación. Hegel sitúa la producción de la realidad por obra del espíritu como supuesto absoluto en relación con el problema de la producción en la sociedad, cual si estos momentos se hallaran en un mismo plano. ¿ No convendría introducir aquí una cesura, a fin de que no se produzcan confusiones ni malentendidos? 
LUKÁCS: Mire usted, yo diría que soy más bien escéptico acerca de la importancia de los planteamientos teórico-cognoscitivos. Me da miedo que los problemas teórico-cognoscitivos, siempre y cuando no se los considere como momentos de los planteamientos ontológicos, desfiguren los problemas, establezcan una identidad allí donde no la hay y supongan diversidad donde existe identidad. En la teoría del conocimiento hay que tener un cuidado extraordinario. Me limitaré a mencionar el tan importante hecho de que, para Kant, toda diferencia entre fenómeno y ser viene a esfumarse en lo que consideramos nosotros realidad real, al ser para nosotros el mundo dado, según la teoría kantiana, una mera apariencia, que conlleva la cosa en sí, trascendente e ininteligible. Para Hegel, en cambio, la realidad consiste en un ente realmente existente y en un mundo de apariencias que es realidad a su vez. Significa esto que se trata de una tradición tan sólo desde el punto de vista teórico-cognoscitivo; y cuando yo hablo de producción en el sentido marxista, por producción únicamente cabe entender, como es natural, los productos del trabajo en el más amplio sentido; la producción surge como... 
KOFLER: Producción de la sociedad... 
LUKÁCS: Bien, bien, pero la producción de la sociedad surge a consecuencia de la difusión de la división del trabajo, a consecuencia de los asertos teleológicos, cada vez más complicados, que se erigen sobre el aserto teleológico primario, constituyendo un sistema inaudito de asertos teleológicos. Si alguien analizase la sociedad realmente, yo creo que llegaría a la conclusión de que el átomo de que se compone la sociedad es justamente el aserto teleológico individual. Su síntesis, sin embargo, no ha surgido ya de lo teleológico. En este punto tenemos que insistir en que toda operación aislada de venta o compra de mercancías constituye de por sí un aserto teleológico. Cuando una mujer va a la plaza y compra cinco peras, tenemos ya un aserto teleológico. Ahora bien, en el mercado se produce, en virtud de esas mil aserciones teleológicas, una causalidad de mercado que se asocia a otras causalidades de mercado; el resultado es que adelante sólo cobran efecto las consecuencias causales de los asertos teleológicos individuales. Es el momento insoslayable de la objetividad y necesidad en el ser social, que consiste en que el resultado de los asertos teleológicos individuales de que aquél se compone representa algo totalmente distinto de lo que en ellos se persigue. 
KOFLER: De esto ya hablamos ayer... 
LUKÁCS: Supongamos que la tasa media de beneficio surge en virtud de la aspiración a un beneficio especial. No hay duda de que en los asertos individuales se realiza tal aspiración a un beneficio especial, y hasta que este beneficio especial se realiza inmediatamente; mas en el proceso general el resultado al que se llega es la tasa de beneficio, como proceso global. Es a partir de este núcleo de donde habría que investigar filosóficamente los problemas de libertad y necesidad en la sociedad. Para lo cual sería importante, en mi opinión –y este problema nunca ha sido tenido lo bastante en cuenta desde el punto de vista filosófico–, que la causalidad y la teleología, en cuanto dos formas de la determinación, se tratasen simultáneamente, pero con independencia una de otra. Hubo un tiempo en que lo teleológico simplemente se negaba, siendo sin duda cierto que, en sí e independientemente, no existe más que la causalidad; en el ser social se suma el aserto teleológico, mas un aserto teleológico sólo puede existir en un mundo causalmente determinado. De aquí podrá entender a qué me refería cuando dije anteriormente que, en el aspecto teó rico-cognoscitivo, puedo analizar la causalidad y la teleología como relaciones independientes. Si comienzo a analizarlas ontológicamente, es cierto que veo cosas que parecen contradecirse entre sí. Por un lado, la teleología sólo puede suponerse contando con el dominio de la causalidad; por otro, los objetos, formas y asociaciones nuevos que surgen en la sociedad lo hacen tan sólo como consecuencia de asertos teleológicos. Esto parece muy paradójico desde el punto de vista teórico-cognoscitivo, mas si lo considera usted en el aspecto ontológico, viene a ser un nuevo análisis de la aserción del trabajo. 
KOFLER: De acuerdo. Mi inciso obedecía tan sólo a la preocupación por evitar nuevos equívocos en relación con el concepto de producción... 
LUKÁCS: claro, claro... 
KOFLER: en el sentido de que por ello entendiese usted únicamente el trabajo; pero... 
LUKÁCS: Yo pienso que la aserción del trabajo es ... 
KOFLER: ...lo primario. 
LUKÁCS: Mire: a partir de la aserción del trabajo se desarrolla, por ejemplo, el concepto de la coordinación del trabajo. Se desarrolla el concepto de la preparación intelectual del trabajo, etcétera. Cuando este proceso evoluciona como división social del trabajo, surgen para agregársele la tradición y las consecuencias de ello extraídas. En una fase subsiguiente nace el derecho. y toda aserción del derecho es ideológica, toda aserción del derecho consiste en decir: quiero que Pedro Pérez sea encerrado durante tres meses porque ha robado dos cajas. No puede darse un enunciado jurídico que no sea en sí mismo un aserto teleológico o contenga una exhortación a aserciones teleológicas. Así, pues, me parece que hasta en las mismas formas supremas de la ciencia y el arte no podemos pasar por alto el problema de las aserciones teleológicas. 
KOFLER: Cuando habla usted de ontología, ¿ no se refiere en realidad a la antropología? 
LUKÁCS: No, pues creo que existen determinadas constelaciones ontológicas totalmente independientes de que haya seres humanos. Veamos: si me dedico, por ejemplo, a estudiar en los diversos planetas de nuestro sistema solar la posibilidad de una vida orgánica, esto nada tiene que ver con los seres humanos. Porque del hecho de que exista vida en un planeta cualquiera no se sigue ya necesariamente que la vida haya de ir a parar al hombre. Ahí se da un segundo salto que no podemos analizar por falta de material; sin embargo, estoy persuadido de que, en un ulterior análisis, se habrá de llegar a conclusiones muy enrevesadas. Marx se dio cuenta con gran lucidez de que el darwinismo era un ajuste de cuentas final con la teleología. y nosotros podemos ver ya hoy en la evolución de los seres animados que se dan callejones sin salida, y ello en estadios evolutivos relativamente aventajados. Las formas supremas de la llamada sociedad animal las encuentra usted entre los insectos, no ya entres los animales superiores; y entre los insectos esta sociabilidad es precisamente el límite puesto a una evolución ulterior. Al ser la división del trabajo –por ejemplo, entre las abejas– una división biológica, el enjambre sólo puede renovarse biológicamente, mas no puede evolucionar desde la dominación por una reina hacia la democracia. Repito aquí adrede un viejo absurdo. Porque una evolución social ulterior sólo es posible en la constelación que se da exclusivamente en el hombre, donde la división del trabajo tiene un carácter social, no biológico. 
KOFLER: Cierto; mas ¿no son de otro modo estas cosas en la filosofía tradicional? Aceptándose lo que se quiera en este punto, lo cierto es que en el ámbito de la sociedad humana todo esto es otra cosa, a saber, antropología. Tomemos por ejemplo el concepto de teleología; si extraemos de ella una filosofía, quizá desplacemos a la filosofía hacia campos en donde determine problemas ficticios y soluciones ficticias. 
LUKÁCS: Existe hoy, desde luego, una acusada tendencia a reducir esta cuestión al terreno de lo antropológico. Mas en tal reducción se excluye a todo el pasado de la naturaleza, se excluye la evidencia de que ciertas cosas sólo se dan, incluso en el hombre, en virtud de las leyes de la necesidad inorgánica. Mire, un hombre de mucho ingenio me llamó una vez la atención sobre lo interesante que es el que no haya un solo ser animado en el cual sean impares los órganos de locomoción. Los números impares también se dan entre nosotros; por ejemplo, tenemos una nariz, una boca. Pero tenemos dos pies, y no hallará usted ningún ser animado que tenga 3 ó 5 patas, sino que todos tienen 2, 4, 8 ó 10, hecho que guarda relación con las leyes físicas del movimiento, las cuales se han impuesto en los seres vivos en esta forma. ¿Debo llamar antropología a esto? A mi entender, sería una extensión desmedida del asunto. Creo que la acentuación del enfoque antropológico obedece a una actitud que yo considero correcta y progresiva, a saber: la de que haya surgido la duda acerca de lo que pueda ser la llamada ciencia de la psicología. La psicología ha aislado determinadas formas de expresión del hombre, sin darse cuenta de que toda forma de expresión humana es el resultado de una doble causalidad, a saber: algo condicionado en primer lugar por la estructura fisiológica del hombre y el efecto de estas fuerzas fisiológicas, y, en segundo lugar, por su reacción ante el acontecer social. En psicología ello cobra una expresión uniforme. 
Si digo, por ejemplo, que un olor me repugna, ello ya no es puramente psicológico, puesto que, como usted sabe, los olores están sometidos en gran medida a las modas; además, la manera de reaccionar las personas ante determinados olores es sumamente social. Puede que no sea éste un buen ejemplo, pero lo que con ello quiero decir es que no existen reacciones de las llamadas psicológicas que no sean al propio tiempo e inseparablemente fisiológicos y sociales. No creo que esté excluido el que con el tiempo se desarrolle una ciencia antropológica concentrada sobre la interacción de estos dos componentes. Sin embargo, es ilusorio pensar que con ello vayan a resolverse problemas esenciales de la evolución social, ya que la evolución social –pese a estar ligada al hombre– discurre sobre la base de leyes propias de la economía. Y, por retornar al ejemplo de antes, siento gran curiosidad por la manera en que pudiera averiguarse antropológicamente el discurso de la tasa de beneficio. 
KOFLER: Yo creo que aquí podríamos discutir eternamente. Señor Lukács, le doy mil gracias por la paciencia mostrada.

(1) Hay versión castellana : Marx, Manuscritos: economía y filosofía, El Libro de Bolsillo, núm. 119. 

Conversaciones con Lukács– Holz, Kofler, Abrendroth. Alianza Editorial, Madrid 1969. Págs. 54–106. Traducción de Jorge Deike y Javier Abásolo.

Roland Barthes - Escritores, intelectuales, profesores

$
0
0



Lo que sigue depende de la idea de que existe una ligazón fundamental entre la enseñanza y la palabra. Esta constatación es ya muy antigua (¿no ha salido enteramente nuestra enseñanza de la Retórica?), pero hoy puede ser razonada de forma distinta a ayer; en primer lugar, porque hay una crisis (política) de la enseñanza; además, porque el psicoanálisis (lacaniano) ha desmontado bien las vueltas y revueltas de la palabra vacía; por fin, porque la oposición de la palabra y de la escritura entra en una evidencia cuyos efectos hay que comenzar a sacar poco a poco. 
Frente al profesor, que está del lado de la palabra, llamamos escritor a todo operador del lenguaje que está del lado de la escritura; entre ambos, el intelectual: aquel que imprime y publica su palabra. No existe apenas incompatibilidad alguna entre el lenguaje del profesor y el del intelectual (coexisten a menudo en un mismo individuo); pero el escritor está solo, separado: la escritura empieza allí donde la palabra se pone imposible (puede entenderse en el sentido en que se aplica a un niño). 

Dos contrariedades 
Sea: la palabra es irreversible; no puede cogerse de nuevo una palabra, a menos que se diga precisamente que se la coge de nuevo. Aquí, tachar es añadir; si quiero borrar lo que acabo de enunciar, sólo puedo hacerlo mostrando la goma misma (debo decir: «O, mejor... », «me he expresado mal...»); paradójicamente, la palabra, efímera, es indeleble; no así la escritura, que es monumental. A la palabra no se le puede añadir más que otra palabra. El movimiento correctivo y perfectivo de la palabra es el embarullamiento, tejido que se agota para reanudarse, cadena de correcciones aumentativas donde viene a alojarse, por predilección, la parte inconsciente de nuestro discurso (no es fortuito que el psicoanálisis esté ligado a la palabra, no a la escritura: un sueño no se escribe): la figura epónima del hablador es Penélope. 
No es esto todo: sólo podemos hacernos comprender (bien o mal) si, al hablar, sostenemos cierta velocidad de enunciación. Somos como un ciclista o un film condenados a rodar, a dar vueltas, si no ' quiere caer o detenerse: el silencio o la fluctuación de la palabra me están igualmente prohibidos: la rapidez articulatoria esclaviza cada punto de la frase a lo que la precede o la sigue inmediatamente (imposible hacer «partir» el vocablo hacia paradigmas extranjeros, extraños), el contexto es un dato estructural, no del lenguaje, sino de la palabra; por tanto, el contexto, como estatuto, es reductor de sentido, el vocablo hablado es «claro»; el aniquilamiento de la polisemia (la «claridad») sirve a la Ley: toda palabra está del lado de la Ley. 
Cualquiera que se prepare a hablar (en situación enseñante) debe ser consciente de la puesta en escena que le impone el uso de la palabra, bajo el simple efecto de una determinación natural (que depende de la naturaleza física: la de la respiración articulatoria). Esta puesta en escena se desarrolla de la forma siguiente. El locutor escoge, con la mejor conciencia, un papel de Autoridad; en este caso, le basta con «hablar bien»; es decir, hablar conforme a la Ley que está en toda palabra: sin intervalos, a buena velocidad, o, más aún: claramente (esto es lo que se pide a una buena palabra profesional: la claridad, la autoridad); la frase neta es totalmente una sentencia, sententia, una palabra penal. O bien el locutor se siente molesto por toda esta Ley que su palabra introducirá en el interior de su conversación; ciertamente, no puede alterar su facilidad de expresión (que le condena a la «claridad»), pero puede excusarse por hablar (por exponer la Ley): usa entonces la irreversibilidad de la palabra para turbar su legalidad: corrige, añade, farfulla, entra en la infinitud del lenguaje, sobreimprime al mensaje simple que todo el mundo espera de él un nuevo mensaje que arruina incluso la misma Idea de mensaje, y, por el reflejo de las rebabas, de los desperdicios con que acompaña su línea de palabra, nos pide que creamos con él que el lenguaje no se reduce a la comunicación. Con todas estas operaciones, que traen al Texto embarullamiento, el orador imperfecto espera atenuar el papel ingrato que convierte a todo hablador en una especie de policía. Sin embargo, al final de este esfuerzo por «hablar mal» todavía se le impone un papel: pues el auditorio (nada tiene que ver con el lector), cogido en su propia ficción, recibe estos titubeos como otros tantos signos de debilidad y le devuelve la Imagen de un maestro humano, demasiado humano: liberal. 
La alternativa es oscura: funcionario correcto o artista libre, el profesor no escapa ni al teatro de la palabra, ni a la Ley que en él se representa: pues la Ley se produce no en lo que dice, sino en lo que habla. Para subvertir la Ley (y no, simplemente, darle la vuelta), habría que deshacer la facilidad de palabra, la rapidez de los vocablos, el ritmo, hasta otra inteligibilidad, o no hablar en absoluto: pero entonces haría otros papeles: el de la gran inteligencia silenciosa, llena de experiencia y de mutismo, o el del militante que, en nombre de la praxis, licencia a todo discurso fútil. Nada hay que hacer: el lenguaje siempre es la potencia; hablar es ejercer una voluntad de poder: en el espacio de la palabra, ninguna inocencia, ninguna seguridad. 

El resumen 
Estatutariamente, el discurso del profesor está marcado por este carácter: que se puede (o se pueda) resumir (es un privilegio que comparte con el discurso de los parlamentarios). Como es sabido, en nuestras escuelas hay un ejercicio que se denomina reducción de texto; esta expresión encierra claramente la ideología del resumen; por una parte está el «pensamiento», objeto del mensaje. elemento de la acción, de la ciencia, fuerza transitiva o crítica, y, por otra, el «estilo». adorno que depende del lujo, la ociosidad y. por tanto lo fútil; separar el pensamiento del estilo es, de alguna forma, despojar al discurso de sus hábitos sacerdotales, es laicizar el mensaje (de donde la conjunción burguesa del profesor y el diputado); la «forma», se cree. es comprensible, y esta compresión no es considerada esencialmente perjudicial; en efecto, de lejos, es decir. a partir de nuestro cabo occidental, ¿es realmente tan importante la diferencia entre una cabeza de Jívaro vivo y una cabeza de Jívaro reducida? 
Para un profesor, resulta difícil ver las «notas» que se toman en su curso; no lo intenta apenas, sea por discreción (porque nada tan personal como unas «ilotas», a pesar del carácter protocolario de esta práctica), sea, más probablemente, por miedo a contemplarse en estado reducido, muerto y sustancial a la vez, como un Jívaro tratado por sus congéneres; no sabe si lo tomado (extraído) del flujo de la palabra son enunciados erráticos (fórmulas, frases) o la sustancia de un razonamiento; en ambos casos, lo perdido es el suplemento, donde se hace la apuesta del lenguaje: el resumen es una denegación de la escritura. 
Como consecuencia contraria, puede ser declarado «escritor» (designando siempre con esta palabra una práctica, no un valor social), todo remitente cuyo «mensaje» (destruyendo de esta forma, igualmente, su naturaleza de mensaje) no pueda ser resumido: condición que el escritor comparte con el loco, el parlanchín y el matemático, pero que precisamente la escritura (a saber, una cierta práctica del significante) tiene a su cargo especificar.. 
La relación enseñante 
¿Cómo puede asimilarse el profesor al psicoanalista? Lo que sucede es exactamente lo contrario: él es el psicoanalizado. 
Imaginemos que yo sea profesor: hablo, sin fin, ante y para alguien que no habla. Yo soy quien dice Yo (qué importan los rodeos del se, del nosotros o de la frase impersonal), yo soy quien, al abrigo de exponer un saber, propone un discurso del que jamás sabe cómo ,es recibido, de forma que jamás puedo tranquilizarme con una imagen definitiva, incluso ofensiva, que me constituiría; en la exposición más exactamente nombrada de lo que se cree no se expone el saber, sino el sujeto (se expone a penosas aventuras). El espejo está vacío: no me devuelve más que la defección de mi lenguaje a medida que va desarrollándose. Como los Hermanos Marx disfrazados de aviadores rusos (en Una noche en la ópera –obra que considero alegórica de más de un problema textual)–, estoy, al principio de mi exposición. ridículamente disfrazado con una gran barba postiza; pero, inundado poco a poco por las oleadas de mi propia palabra (sustituto de la garrafa de agua de la que el Mudo, Harpo abreva golosamente. en la tribuna del alcalde de New York), siento cómo mi barba se despega en jirones ante todo el mundo: apenas he hecho sonreír al auditorio con alguna observación «fina», apenas lo he tranquilizado con algún estereotipo progresista, siento toda la complacencia de estas provocaciones; deploro la pulsión histérica, quisiera recogerla, prefiriendo, demasiado tarde, un discurso austero a un discurso coqueto (pero. en caso contrario, sería la «severidad» del discurso lo que me parecería histérico); si, en efecto, alguna sonrisa responde a mi observación o algún asentimiento a mi intimidación. me persuado igualmente de que estas complicidades manifiestas provienen de imbéciles o de aduladores (describo aquí un proceso imaginario); a mí, que busco la respuesta y me dejo arrastrar a provocarla, basta con que desconfíe; y si mantengo un discurso tal que enfríe o aleje toda respuesta, no por ello me siento más justo (en el sentido musical); puesto que entonces me es preciso glorificarme por la soledad de mi palabra, darle la coartada de los discursos misioneros (ciencia, verdad, etc.). 
Así, conforme a la descripción psicoanalítica (la de Lacan, cuya perspicacia puede verificar aquí todo hablador), cuando el profesor habla a su auditorio: está siempre presente el Otro, el que viene a horadar su discurso; y si su discurso fuera cerrado por una inteligencia, no sería menos horadado: basta con que yo hable, con que mi palabra fluya, para que se derrame. Naturalmente, aunque todo profesor esté en la postura del psicoanalizado, ningún auditorio estudiante puede prevalerse de la situación inversa; primero, porque el silencio psicoanalítico nada tiene de preeminente; y, además, porque a veces un sujeto se desata, no puede retenerse y viene a quemarse en la palabra, a mezclarse con la orgía oratoria (y si el sujeto se calla obstinadamente, no hace más que hablar de obstinación de su mutismo); pero, para el profesor, el auditorio estudiante es, de todas formas, el Otro ejemplar, porque tiene el aspecto de no hablar -y que, desde el seno de su mutismo aparente, habla-un tanto más fuerte; su palabra implícita, que es la mía, me alcanza tanto más en cuanto que su discurso no me embaraza. 
Esta es la cruz de toda palabra pública: hable el profesor o reivindique hablar el auditorio, en los dos casos se trata de ir directamente al diván: la relación enseñante no es más que la transferencia que instituye; la «ciencia», el «método», el «saber», la «idea» vienen aparte; son datos de más; son restos. 

El contrato 
«Casi todo el tiempo, las relaciones entre los humanos sufren a menudo hasta la destrucción porque el contrato establecido entre ellos no es respetado. A partir del momento en que dos humanos entran en relación recíproca, su contrato, las más de las veces tácito, entra en vigor. Regula la forma de sus relaciones, etc.»  (Brecht). 
Aunque la demanda que se enuncia en el espacio comunitario de un curso sea fundamentalmente intransitiva, como debe ocurrir en toda situación de transferencia, no está menos sobredeterminada y se ampara tras otras preguntas, aparentemente transitivas; estas demandas forman las condiciones de un contrato implícito entre el enseñante y el enseñado. Este contrato es «imaginario». no contradice en nada la determinación económica que empuja al estudiante a buscar una carrera y al profesor a honrar un empleo. He aquí, en desorden (dado que no hay, en el orden imaginario, móvil fundador) lo que el enseñante pide al enseñado: 1) reconocerle en cualquier papel posible: autoridad, benevolencia, contestación, saber, etc. (todo visitante en quien no se ve la Imagen que nos solicita se hace inquietante); 2) relevarlo, ampliarlo, llevar sus ideas, su estilo, lejos; 3) dejarse seducir, prestarse a una relación amorosa (concedamos todas las sublimaciones, todas las distancias, todos los respetos conforme a la realidad social y a la presentida vanidad de esta relación); 4), por fin, permitirle honrar el contrato que él mismo ha concertado con su contratante, es decir, con la sociedad: el enseñado es la pieza de una práctica (retribuida), el objeto de un oficio, la materia de una producción (aunque fuera delicado definirla). Por su parte, he aquí, en desorden, lo que el enseñado pide al enseñante: 1) conducirle a una buena integración profesional; 2) desempeñar todos los papeles tradicionalmente atribuidos al profesor (autoridad científica, transmisión de un capital de saber, etc.); 3) entregarle los secretos de una técnica (de investigación, de examen, etc.); 4) bajo la bandera de ese santo laico, el Método, ser un iniciador de ascesis, un guru; 5) representar un «movimiento de ideas», una Escuela, una Causa, ser su portavoz; 6) admitirle a él, enseñado, en la complicidad de un lenguaje particular; 7) para aquellos que tienen el fantasma de la tesis (práctica tímida de escritura, desfigurada y protegida a la vez por su finalidad institucional), garantizar la realidad de este fantasma; 8) se solicita, al profesor, por fin, que sea un arrendador de servicios: firma inscripciones, certificados, etc. 
Esto es simplemente un Tópico, una reserva de elecciones que no están necesariamente actualizadas en su totalidad, al mismo tiempo, en un individuo. Sin embargo, es al nivel de la totalidad contractual donde se juega el confort de una relación enseñante: el «buen» profesor, el «buen» estudiante, es el que acepta filosóficamente el plural de sus determinaciones, quizás porque saben que la verdad de una relación de palabra está en otra parte. 

La investigación 
¿Qué es una «investigación»? Para saberlo, habría que tener alguna idea sobre lo que es un «resultado». ¿Qué se encuentra? ¿Qué se quiere encontrar? ¿Qué falta? ¿En qué campo axiomático será colocado el hecho liberado, el sentido puesto al día, el descubrimiento estadístico? Sin duda, todo ello depende en cada caso de la ciencia solicitada. Pero desde el momento en que una investigación interesa al texto (y el texto va mucho más lejos que la obra), la investigación se convierte a sí misma en texto, en producción; todo «resultado» le es, al pie de la letra, im-pertinente. La investigación es, entonces, el nombre prudente que, bajo la violencia de determinadas condiciones sociales, damos al trabajo de escritura: la investigación está de parte de la escritura, es una aventura del significante, un exceso del canje ; es imposible mantener la ecuación: un «resultado» contra una «investigación». Por ello, la palabra a la que debe someterse una investigación (en el enseñante), aparte de su función parenética «(«Escribid»)tiene como especialidad recordar a la «investigación» su condición epistemológica: no debe, busque lo que busque, olvidar su naturaleza de lenguaje ; y. esto hace finalmente inevitable reencontrar la escritura. En la escritura, la enunciación decepciona al enunciado bajo el efecto del lenguaje que lo produce: esto define bastante bien el elemento crítico, progresivo, insatisfecho, productor, que el uso común mismo reconoce a la «investigación», Ahí reside el papel histórico de la investigación; enseñar al sabio que habla (pero que, si supiera, escribiría: y toda idea de la ciencia, toda la cientificidad, cambiarían con ello). 
La destrucción de los estereotipos 
Alguien me escribe que «un grupo, de estudiantes revolucionarios prepara una destrucción del mito estructuralista». La expresión me encanta por su consistencia estereotípica: la destrucción del mito .empieza, desde el enunciado de sus agentes putativos, con el más bello de los mitos: el «grupo de estudiantes revolucionarios» es tan fuerte como «las viudas de guerra» o los «ex-combatientes». 
Ordinariamente, el estereotipo es triste porque está constituido por una necrosis del lenguaje, una prótesis que viene a cubrir un hueco de escritura; pero, al mismo tiempo, sólo puede suscitar un inmenso estallido de risas; se toma en sería; se cree más cercano a la verdad en cuanto es indiferente a su naturaleza de lenguaje; está a la vez gastado y grave. 
Poner el estereotipo a distancia no es una tarea política, porque el lenguaje político mismo está hecho de estereotipos; pero sí supone una tarea crítica, es decir, tiende a poner en crisis al lenguaje. En primer lugar, ello permite aislar ese poco de ideología que hay en todo discurso político, y unirse a él como un ácido adecuado para disolver las grasas del lenguaje «natural» (es decir, del lenguaje que, aparenta ignorar que es lenguaje). Y, además, supone despegarse de la razón mecanicista, que hace del lenguaje la simple respuesta a estímulos de situación o de acción, supone oponer la producción del lenguaje a su simple y falaz utilización. Y, todavía más, supone sacudir el discurso del Otro y constituir, en suma, una operación permanente de pre-análisis. Finalmente, el estereotipo es, en el fondo, un oportunismo: no se conforma al lenguaje reinante, o mejor a aquello que, en el lenguaje, parece regir (una situación, un derecho, un combate, una institución, un movimiento, una ciencia, una teoría, etc.); hablar a través de estereotipos es ponerse de parte de la fuerza del lenguaje; este oportunismo debe ser (hoy) rechazado. 
Pero, ¿es posible «sobrepasar» el estereotipo, en lugar de «destruirlo»? Este es un deseo irreal; los operadores del lenguaje no tienen otra actividad en sus manos que la de vaciar lo que está lleno; el lenguaje no es dialéctico: sólo permite una marcha en dos tiempos. 

La cadena de los discursos 
Porque el lenguaje no es dialéctico (al no permitir el tercer término más que como cláusula, aserción retórica, buenos deseos), el discurso (la discursividad), en su empuje histórico, se desplaza por intermitencias. Todo discurso nuevo sólo puede nacer como la paradoja que toma a contrapelo (y a menudo en parte) la doxa que le rodea o le precede; sólo puede nacer como diferencia, distinción, despegándose contra lo que se le pega. Por ejemplo, la teoría chomskiana se edifica contra el behaviorismo bloomfieldiano ; después del behaviorismo lingüístico, una vez liquidarlo éste por Chomsky, es contra el mentalismo (o el antropologismo) chomskiano donde se busca una nueva semiótica, mientras que el mismo Chomsky, para encontrar aliados, se ve obligado a saltar por encima de sus predecesores inmediatos y remontarse hasta la Gramática de Port-Royal. Pero sería sin duda en uno de los más grandes pensadores de la dialéctica, en Marx, donde resultaría más interesante constatar la naturaleza indialéctica del lenguaje: su discurso es casi enteramente paradójico, siendo aquí la doxa Proudhon, allí otro, etc. Este doble movimiento de despego y de recogida desemboca, no en un círculo, sino, según la bella y gran imagen de Vico, en una espiral, y es en esta inhibición de la circularidad (de la forma paradójica) donde se articularán las determinaciones históricas. Por tanto, siempre hay que buscar a qué doxa se opone un autor (a veces puede ser una doxa muy minoritaria que reina sobre un grupo restringido). Una enseñanza puede igualmente ser evaluada en términos de paradoja, siempre que se edifique sobre esta convicción: un sistema que reclama correcciones, traslaciones, aperturas y denegaciones es más útil que una ausencia informulada de sistema; se evita en este caso, por suerte, la inmovilidad de la cháchara, se llega a la cadena histórica de los discursos, el progreso (progressus) de la discursividad. 

El método 
Algunos hablan del método con gula, con exigencia; en el trabajo, es el método lo que desean; jamás les parece suficientemente riguroso, suficiente
mente formal. El método se convierte en una Ley; pero como esta Ley está privada de todo efecto que le sea heterogéneo (nadie puede decir qué es, en «ciencias humanas», un «resultado»), se ve infinitamente decepcionada; proponiéndose como un puro meta-lenguaje, participa de la vanidad de todo metalenguaje. Así, es habitual que un trabajo que proclama sin cesar su voluntad de método sea finalmente estéril: todo ha sucedido en el interior del método, nada queda ya para la escritura; el investigador repite que su texto será metodológico, pero este texto no llega nunca: nada más seguro, para matar una investigación y hacerla unirse al gran desperdicio de los trabajos abandonados, nada más seguro que el Método. 
El peligro del Método (de una fijación en el Método) proviene de esto: el trabajo de investigación debe responder a dos demandas; la primera es una demanda de responsabilidad: el trabajo tiene que acrecentar la lucidez, conseguir desenmascarar las implicaciones de un procedimiento, las coartadas de un lenguaje; constituir, en suma, una crítica (recordemos una vez más que criticar quiere decir poner en crisis); aquí el Método es inevitable, irremplazable, no por sus «resultados», sino precisamente -o por el contrario-porque realiza el más alto grado de conciencia de un lenguaje que no se olvida a mismo; pero la segunda demanda es de un orden muy distinto; es la de la escritura, espacio de dispersión del deseo, donde se da licencia a la ley; por tanto, en un cierto momento, hay que revolverse contra el Método, o, al menos, tratarlo sin privilegio fundador, como una de las voces del plural: como una vista; en suma, un espectáculo engastado en el texto; texto, que, después de todo, es el único resultado «verdadero» de toda investigación. 

Las preguntas 
Preguntar es desear saber una cosa. Sin embargo, en muchos debates intelectuales, las preguntas que siguen a la exposición de un conferenciante no son en modo alguno la expresión de una carencia, sino la aserción de una plenitud. Con el pretexto de preguntar, monto una agresión contra el orador; entonces preguntar toma de nuevo su sentido policíaco: preguntar es interpelar. Sin embargo, aquel que es interpelado debe aparentar responder al pie de la letra a la pregunta, no a su intención. Si, con cierto tono, me preguntan «¿Para qué sirve la lingüística?», significándome con ello que la lingüística no sirve para nada, debo aparentar responder ingenuamente: «sirve para esto y para aquello», y no, de acuerdo con la verdad del diálogo: «¿De dónde procede el hecho de que usted me agreda?». Lo que recibo es la connotación; lo que debo devolver es la denotación. En el espacio de la palabra, la ciencia y la lógica, el saber y el razonamiento, las preguntas y las respuestas, las proposiciones y las objeciones son las máscaras de la relación dialéctica. Nuestros debates intelectuales están tan codificados como las disputas escolásticas; en ellos se encuentran siempre papeles de servicio (el «sociologista», el «goldmaniano», el «telqueliano», etc.), pero, a diferencia de la disputatio, donde estos papeles hubieran sido ceremoniales y hubieran ostentado el artificio de su función, nuestro «comercio» intelectual adopta siempre aires «naturales»: pretende cambiar solamente significados, no significantes. 

¿En nombre de qué? 
¿En nombre de qué hablo? ¿ De una función? ¿De un saber? ¿De una experiencia? ¿Qué represento yo? ¿Una capacidad científica?, ¿una institución?; ¿un servicio? De hecho, yo no hablo más que en nombre de un lenguaje: hablo porque he escrito: la escritura está representada por su contrario, la palabra. Esta distorsión quiere decir que, escribiendo de la palabra (a propósito de la palabra), estoy condenado a la aporía siguiente: denunciar lo imaginario de la palabra a través del irrealismo de la escritura: así, abiertamente, no describo ninguna experiencia «auténtica», no fotografío ninguna enseñanza «real», no abro ningún dossier «universitario», Porque la escritura puede decir la verdad sobre el lenguaje, pero no la verdad sobre lo real (actualmente, intentamos saber qué es un real sin lenguaje).

Estar de pie 
¿Se puede imaginar una situación más tenebrosa que hablar para (o delante) de personas de pie o visiblemente mal sentadas? ¿Qué cambia aquí? ¿De qué es el precio este inconfort? ¿Qué vale mi palabra? ¿Cómo la incomodidad en que se encuentra el auditor no le conduciría a interrogarse acerca de la validez de lo que oye? ¿No es estar de pie eminentemente crítico? ¿No empieza así, a otra escala, la conciencia política: en el mal-estar? La escucha me envía la vanidad de mi propia palabra, su precio, porque, quiéralo o no, estoy colocado en un circuito de cambio; y lo escucho, también me dirijo a ese estar de pie. 

El tuteo 
Sucede a veces, residuo de Mayo, que un estudiante tutea a un profesor. Es este un signo fuerte, un signo pleno que remite al más psicológico de los significados: la voluntad de contestación o de pandilleo: el músculo. Dado que aquí se ha impuesto una moral del signo, se puede, a su vez, contestarla y preferir una semántica más sutil: los signos deben ser manejados sobre fondo neutro, y, en francés, el hablar de usted es este fondo. El tuteo sólo puede escapar al código en los casos en que constituye una simplificación de la gramática (si nos dirigimos, por ejemplo, a un extranjero que habla mal nuestra lengua): se trata entonces de sustituir una práctica transitiva por una conducta simbólica: en lugar de intentar significar por quién tomo al otro (y, por tanto, por quién me tomo a mí mismo), intento simplemente hacerme comprender claramente por él. Pero este recurso, finalmente, es también retorcido: el tuteo reúne todas las conductas de huida: cuando un signo no me gusta, cuando me molesta la significación, me desplazo hacia lo operatorio: lo operatorio deviene censura de lo simbólico, y, en consecuencia, símbolo del asimbolismo: muchos discursos políticos, muchos discursos científicos están marcados por este desplazamiento (del que depende especialmente toda la lingüística de la «comunicación»). 

Un olor a palabra 
Una vez que se ha acabado de hablar, empieza el vértigo de la imagen: se exalta o se lamenta lo que se ha dicho, la forma como se ha dicho se imagina (se vuelve uno imagen); la palabra está sujeta a remanencia, huele. 
La escritura no huele: una vez producida (habiendo completado su proceso de producción), cae, no a manera de un muelle que se aplasta, sino como un meteorito que desaparece; va a viajar lejos de mi cuerpo y, sin embargo, no es un fragmento desligado de éste, retenido narcisísticamente, como lo es la palabra; su desaparición no es decepcionante; pasa, atraviesa, esto es todo. El tiempo de la palabra excede el acto de la palabra (sólo un jurista podría hacernos creer que las palabras desaparecen, verba volant). La escritura no tiene pasado (si la sociedad os obliga a administrar lo que habéis escrito, sólo podréis hacerlo en el mayor de los tedios, el tedio de un falso pasado). Por eso, el discurso, cuya escritura vuestra se comenta, impresiona de forma menos viva que aquél cuya palabra vuestra se comenta (sin embargo, lo que se juega es menos importante): al primero, puedo objetivamente tenerlo en cuenta, puesto que «yo» no estoy en él; del segundo, aunque fuera lisonjero, sólo puedo intentar desembarazarme, puesto que sólo reduce más el callejón sin salida de mi ficción. 
(¿De dónde procede, entonces, el hecho de que este texto me preocupe, de que, una vez acabado, corregido, abandonado, quede o regrese a mí en estado de duda, y, para decirlo todo, de miedo? ¿No está escrito, liberado por la escritura? Sin embargo, veo claramente que no puedo mejorarlo, he alcanzado la forma exacta de lo que quería decir: no es una cuestión de estilo. Infiero de ello que lo que me molesta es su estatuto mismo: lo que me pega a él es precisamente el hecho de que, tratando de la palabra. no puede, en la escritura misma. liquidarla completamente. Para escribir de la palabra -a propósito de la palabra-, sean cuales sean las distancias de la escritura, estoy obligado a referirme a ilusiones de experiencias, de recuerdos, de sentimientos acaecidos a propósito de lo que soy cuando hablo, lo que era cuando hablaba: en esta escritura, todavía hay referente, y es esto lo que huele ante mis propias narices). 

Nuestro lugar 
Al igual que el psicoanálisis, con Lacan, se está prolongando la topicidad freudiana en una topología del sujeto (el inconsciente, allí, no está jamás en su lugar), habría que sustituir el espacio magistral de antes, que, en suma, era un espacio religioso (la palabra en el púlpito, arriba, los oyentes abajo; son la grey, las ovejas, el rebaño), por un espacio menos recto, menos euclidiano, en el que nadie, ni el profesor ni los estudiantes, estaría nunca en el último lugar. Se vería entonces que lo que hay que hacer reversible no son los «papeles» sociales (¿por qué disputarse la «autoridad», el «derecho» a hablar?), sino las regiones de la palabra. ¿Dónde está? ¿En la locución? ¿En la escucha? ¿En las correspondencias de una y otra? El problema no radica en abolir la distinción de las funciones (el profesor / el estudiante: después de todo, el orden es fiador del placer, Sade nos lo ha enseñado), sino en proteger la inestabilidad, y, si podemos decirlo, la modorra de los lugares de palabra. En el espacio enseñante, nadie debiera estar en su lugar en ninguna parte (me tranquilizo por este movimiento constante: si llegara a ocurrir que yo encontrara mi lugar, no simularía siquiera enseñar, renunciaría a ello). 
Sin embargo, ¿no tiene el profesor un lugar fijo, el de su retribución, el lugar que tiene en el interior de la economía, en la producción? Se trata siempre del mismo problema, el único que, incansablemente, tratamos: el origen de una palabra no la agota; una vez partida esta palabra, le ocurren mil aventuras, su origen se hace turbio, todos sus efectos no están en su causa: lo que interrogamos es este número excesivo. 

Dos críticos 
Las faltas que se pueden cometer al copiar a máquina un manuscrito son otros tantos incidentes significantes. y, por analogía, estos incidentes permiten aclarar la conducta que debemos mantener con respecto al sentido, cuando comentamos un texto. 
Si la palabra producida por la falta (si la desfigura una mala letra) no significa nada, no reconoce ningún trazado textual, el código está simplemente cortado: se ha creado una palabra asérnica, un puro significante; por ejemplo, en lugar de escribir «oficial», escribo «ofivial», que no quiere decir nada. Si la palabra errónea (mal tecleada), sin ser la palabra que se quería escribir, es un vocablo que el léxico permite identificar, que quiere decir algo, si escribo ride en lugar de rude, puesto que este nuevo vocablo existe en francés, la frase mantiene un sentido, aunque sea excéntrico; es la vía (¿la voz?) del juego de palabras, del anagrama, de la metátesis significante, del lapsus de colocación de letras; existe deslizamiento en el interior de los códigos: el sentido subsiste, pero pluralizado, trampeado. sin ley de contenido. de mensaje, de verdad. 
Cada uno de los dos tipos de faltas figura (o prefigura) a un tipo de crítico. El primer tipo da licencia a todo sentido del texto tutor: el texto debe solamente prestarse a una eflorescencia significante: sólo su fonismo debe ser tratado, pero no interpretado: asociamos, no desciframos: dando a leer «ofivial», y no «oficial», la falta me abre el derecho de asociación (puedo hacer estallar, a mi capricho, «ofivial» hacia «obviar», «vivero», etc.); no sólo la oreja de este primer crítico oye los chirridos del fono-captador, sino que solamente quiere oír a éstos y con ellos hace una nueva música. Para el segundo' crítico, la «cabeza de lectura» no rechaza nada: percibe tanto el sentido (los sentidos) como sus chirridos. El juego (histórica) de estos dos críticos (me gustaría poder decir que el campo de la primera es la signifiosis y el de la segunda, la significancia) es evidentemente diferente. 
La primera tiene para ella el derecho del significante a desplegarse donde quiera (¿adónde pueda?): ¿qué ley, y qué sentido, procedentes de dónde, vendrían a contradecirla? Desde el momento en que la ley filológica (monológica) ha sido aflojada y se ha entreabierto el texto a la pluralidad, ¿por qué pararse? ¿Por qué rechazar el hecho de empujar la polisemia hasta la asemia? ¿En nombre de qué? Como todo derecho radical, éste supone una visión utópica de la libertad: se levanta la ley inmediatamente, fuera de toda historia, despreciando toda dialéctica (aquello en lo que este estilo de reivindicación puede aparecer finalmente como pequeño-burgués). Sin embargo, desde el momento en que se sustrae a toda razón táctica, manteniéndose, sin embargo, implantado en una sociedad intelectual determinada (y alienada), el desorden del significante se revuelve en un errar histérico: liberando a la lectura de todo sentido, finalmente es mi lectura lo que impongo: porque en este momento de la Historia, la economía del sujeto todavía no está transformada. y el rechazo del sentido (de los sentidos) se invierte en subjetividad; poniendo las cosas lo mejor posible, se puede decir que esta crítica radical, definida por una imposibilidad de volver a comparecer del significado (y no por su huida), es un anticipo sobre la Historia sobre un estado nuevo e inaudito en el que la eflorescencia del significante no se pagaría con ninguna contrapartida idealista, con ninguna clausura de la persona. Sin embargo, criticar (hacer crítica) es poner en crisis, y no es posible poner en crisis sin evaluar las condiciones de la crisis (sus límites), sin tener en cuenta su momento. Igualmente, la segunda crítica, la que se apega a la división de los sentidos y al «trucaje» de la interpretación, aparece (al menos ante mis ojos) más justa históricamente: en una sociedad sometida a la guerra de los sentidos, y, por ello mismo, constreñida a reglas de comunicación que determinan su eficacia, la liquidación de la antigua crítica no puede progresar más que en el sentido (en el volumen de los sentidos), y no fuera de él. Dicho de otra forma, hay que practicar un cierto entrismo semántico. La crítica ideológica, en efecto, está condenada hoy a las operaciones de hurto: el significado, cuya exención es la tarea materialista por excelencia, el significado se oculta mejor en el interior de la ilusión del sentido que en su destrucción. 

Dos discursos 
Distingamos dos discursos: 
El discurso terrorista no se encuentra ligado forzosamente a la aserción perentoria (o a la defensa oportunista) de una fe, de una verdad, de una justicia; puede, simplemente, intentar, llevar a cabo la adecuación lúcida de la enunciación a la violencia auténtica del lenguaje, violencia nativa que está sujeta al hecho de que ningún enunciado puede expresar directamente la verdad y no tiene a su disposición otro régimen que el golpe de fuerza de la palabra; así, un discurso aparentemente terrorista deja de serlo si, leyéndolo, se sigue la indicación que él mismo os tiende: la de tener que reestablecer en él el blanco o la dispersión, es decir, el inconsciente; esta lectura no siempre es fácil; algunos terrorismos a pequeña escala, que funcionan siempre por estereotipos, provocan por sí mismos, como cualquier discurso de la buena conciencia, la imposibilidad de comparecencia de la otra escena; en una palabra, aquellos terrorismos rehúsan escribirse (se les detecta por algo que en ellos no juega: este olor a seriedad que sube desde el lugar común). 
El discurso represivo no se une a la violencia declarada, sino a la Ley. Entonces, la Ley pasa en el interior del lenguaje como equilibrio: se postula un equilibrio entre lo que está prohibido y lo que está permitido, entre el sentido recomendable y el sentido indigno, entre el constreñimiento del sentido común y la libertad vigilada de las interpretaciones; de ahí el gusto de este discurso por las vacilaciones, las contrapartidas verbales, la posición y el esquivamiento de las antítesis: no estar ni a favor de esto ni a favor de aquello (sin embargo, si hacen la doble cuenta de los ni, constatarán que este locutor imparcial, objetivo, humano, está en favor de esto, contra aquello). Este discurso represivo es el discurso de la buena conciencia, el discurso liberal. 

El campo axiomático 
«Bastará, dice Brecht, con establecer qué interpretaciones de los hechos, aparecidas en el interior del proletariado comprometido en la lucha de clases (nacional o internacional), le permiten utilizar los hechos para su combate. Hay que hacer su síntesis a fin de crear un campo axiomático». Así, todo hecho posee varios sentidos (una pluralidad de «interpretaciones»), y entre estos sentidos, existe uno que es proletario (o que sirve, al menos, al proletariado en su combate); conectando estos diversos sentidos proletarios, se construye una axiomática (revolucionaria). Pero. ¿quién establece el sentido? El proletariado mismo, piensa Brecht («aparecidas en el interior del proletariado»). Este punto de vista implica que, a la división de las clases, le responde fatalmente una división de los sentidos, y que, a la lucha de clases, responde no menos fatalmente una guerra .de sentidos: en tanto que existe lucha de clases (nacional o internacional), la división del campo axiomático es inexpiable. 
La dificultad (a pesar de la desenvoltura verbal de Brecht: «bastarás) procede de que un cierto numero de objetos de discurso no interesan directamente al proletariado (no aparece ninguna interpretación respecto a ellos en su interior) y, sin embargo, el proletariado no puede desinteresarse de ellos porque constituyen, al menos en los Estados avanzados, que han liquidado a la vez la miseria y. el folklore, la plenitud del otro discurso, en cuyo interior el proletariado mismo está obligado a vivir, a alimentarse, a distraerse, etc.: este discurso es el de la cultura (es posible que en la época de Marx la presión de la cultura sobre el proletariado fuera menos fuerte que hoy: todavía no existía una («cultura de masas», porque no existían «comunicaciones de masas»). ¿Cómo atribuir un sentido de combate a aquello que no os concierne directamente? ¿Cómo podría el proletariado, en su interior, determinar una interpretación de Zola, de Poussin, del Pop, de Sport-Dimanche o del último suceso? Para «interpretar» todas estas paradas intelectuales le son necesarios representantes: los que Brecht denomina los «artistas» o los «trabajadores del intelecto» (la expresión es realmente maliciosa, al menos en francés: el intelecto está tan cerca del sombrero), todos aquellos que tienen a su disposición el lenguaje del indirecto, el indirecto como lenguaje; en una palabra, oblatos que se consagran a la interpretación proletaria de los hechos culturales. 
Pero en este momento empieza, para estos procuradores del sentido proletario, un auténtico rompecabezas, porque su situación de clase no es la del proletariado: no son productores, situación negativa que comparten con la juventud (estudiante), clase igualmente improductiva con la que forman de ordinario una alianza de lenguaje. De ello resulta que la cultura, cuyo sentido proletario deben desprender, les remite a sí mismos, no al proletariado: ¿cómo evaluar la cultura? ¿Según su origen? Es burguesa. ¿Según su finalidad? Todavía burguesa. ¿Según la dialéctica? Aunque burguesa, contendría elementos progresistas; pero, al nivel del discurso, ¿qué distingue a la dialéctica del compromiso? Y, además, ¿con qué instrumentos? ¿Historicismo, sociologismo, positivismo, formalismo, psicoanálisis? Todos ellos aburguesados. Algunos prefieren, finalmente, romper el rompecabezas: dar licencia a toda «cultura», lo que obliga a destruir todo discurso. 
De hecho, incluso en el interior de un campo axiomático clarificado, según se cree, por la lucha de clases, las tareas son diversas, a veces contradictorias, y, sobre todo, establecidas sobre tiempos diferentes. El campo axiomático está constituido por diversas axiomáticas particulares: la crítica cultural se mueve sucesiva, diversa y simultáneamente oponiendo lo Nuevo a lo Viejo, el sociologismo al historicismo, el economismo al formalismo, el lógico-positivismo al psicoanálisis, después, de nuevo, según otro giro, la historia monumental a la sociología empírica, lo extraño (extranjero) a lo Nuevo, el formalismo al historicismo, el psicoanálisis al cientifismo, etc. Aplicado a la cultura, el discurso crítico no puede ser más que un muaré de tácticas, un tejido de elementos, ora pasados, ora circunstanciales (ligados a contingencias de moda), ora, finalmente, francamente utópicos: a las necesidades tácticas de la guerra de sentidos, se añade el pensamiento estratégico de las condiciones nuevas que serán construidas para el significante cuando cese esta guerra: le corresponde, en efecto, a la crítica cultural ser impaciente, porque no puede llevarse a cabo sin deseo. Por tanto, todos los discursos del marxismo están presentes en su escritura: el discurso apologético (exaltar la ciencia revolucionaria), el discurso apocalíptico (destruir la cultura burguesa) y el discurso escatológico (desear, apelar a la indivisión del sentido, concomitante con la indivisión de las clases). 

Nuestro inconsciente 
El problema que nos planteamos es el siguiente: ¿Qué hacer para que los dos grandes epistemés de la modernidad, a saber, la dialéctica materialista y la dialéctica freudiana, se reúnan, se conjunten y produzcan una nueva relación humana (no debemos excluir que un tercer término se agazape en el entredicho de los dos primeros)? Es decir: ¿cómo ayudar a la ínter-acción de estos dos deseos: cambiar la economía de las relaciones de producción y cambiar la economía del sujeto? (El psicoanálisis nos parece, de momento. la fuerza mejor adaptada a la segunda de estas tareas; pero son imaginables otras tópicas, las del Oriente, por ejemplo). 
Este trabajo de conjunto pasa por la siguiente cuestión: ¿qué relación existe entre la determinación de clase y el inconsciente? ¿,Según qué desplazamiento viene a deslizarse esta determinación entre los sujetos? No ciertamente por la «psicología» (como si existieran contenidos mentales: burgueses / proletarios / intelectuales, etc.), sino, muy evidentemente, por el lenguaje, por el discurso: el Otro, que habla, que es toda palabra, el Otro es social. Por una parte, por muy separado que esté el proletariado, el suyo es el lenguaje burgués en su forma degradada, pequeño-burguesa, que habla inconscientemente en su discurso cultural; y por otra, por muy mudo que esté, habla en el discurso del intelectual; no como voz canónica, fundadora, sino como inconsciente: es suficiente ver cómo golpea a todos nuestros discursos (la referencia explícita del intelectual al proletario no impide en modo alguno que éste tenga en el interior de nuestros discursos el lugar del inconsciente: el inconsciente no es la in-consciencia); sólo el discurso burgués de la burguesía es tautológico: el inconsciente del discurso burgués es claramente el Otro, pero este Otro es otro discurso burgués. 

La escritura como valor 
La evaluación precede a la crítica. No es posible poner en crisis sin evaluar. Nuestro valor es la escritura. Esta referencia obstinada, aparte del hecho de que muy a menudo debe irritar, parece comportar a los ojos de algunos un riesgo: el de desarrollar una cierta mística. El reproche es malicioso, puesto que invierte punto por punto el alcance que atribuimos a la escritura : la de ser, en este pequeño cantón intelectual de nuestro mundo occidental, el campo materialista por excelencia. Aunque procedente del marxismo y del psicoanálisis, la teoría de la escritura intenta desplazar, sin romper, su lugar de origen; por una parte, rechaza la tentación del significado, es decir, la sordera al lenguaje, al giro y al excesivo número de sus efectos; por otra, se opone a la palabra en el hecho de que no es transferencial y desbarata -ciertamente de forma parcial, en límites sociales muy estrechos, particularistas incluso-las trampas del «diálogo»; hay en ella el esbozo de un gesto de masa; contra todos los discursos (palabras, escribancias, rituales, protocolos, simbólicas sociales), sólo ella, actualmente, aunque sea bajo la forma de un lujo, hace del lenguaje algo atópico: sin lugar; esta dispersión, esta insinuación es lo materialista. 

La palabra apacible 
Una de las cosas que podemos esperar de una reunión regular de interlocutores es simplemente ésta: la benevolencia: que esta reunión suponga un espacio de palabra despojado de agresividad. 
Este despojamiento no puede funcionar sin resistencias. La primera es de orden cultural: el rechazo de la violencia pasa por una mentira humanista, la cortesía (moda menor de este rechazo) por un valor de clase y la afabilidad por una mistificación emparentada con el diálogo liberal. La segunda resistencia es de orden imaginario: muchos desean una palabra conflictiva por rechazo, al tener la retirada del enfrentamiento, se dice, algo de frustrante. La tercera resistencia es de orden político: la polémica es un arma esencial de la lucha: todo espacio de palabra debe ser fraccionado para hacer aparecer sus contradicciones; debe ser sometido a vigilancia. 
Sin embargo, en estas tres resistencias, lo preservado es finalmente la unidad del sujeto neurótico, que se reúne en las formas del conflicto. Es bien sabido, sin embargo, la violencia siempre está ahí (en el lenguaje), y por esto mismo podemos decidirnos a poner sus signos entre paréntesis y hacer así la economía de una retórica: no es preciso que la violencia sea absorbida por el código de la violencia. 
La primera ventaja sería suspender, o al menos retrasar, las funciones de la palabra: que, escuchando, respondiendo, hablando, yo no sea nunca el actor de un juicio, de una sujeción, de una intimidación, el procurador de una Causa. Sin duda, la palabra apacible acabará por segregar su propia función puesto que, por mucho que yo diga, el otro me lee siempre como una imagen; pero en el tiempo que utilizaría para eludir esta función, en el trabajo de lenguaje que la comunidad realizará, semana tras semana, para expulsar de su discurso toda esticomitia, podrá ser alcanzada una cierta expropiación de la palabra (cercana a partir de este momento a la escritura), o mejor: una cierta generalización del sujeto. 
Quizás es lo que se encuentra en ciertas experiencias de drogas (en la experiencia de ciertas drogas). Sin fumar uno mismo (aunque sea por la incapacidad bronquítica de tragar el humo), ¿cómo ser insensible a la benevolencia general que impregna algunos locales extranjeros en los que se fuma kif? Los gestos, las palabras (raras), toda la relación de los cuerpos (relación sin embargo inmóvil y distante) está distendida, desarmada (nada tiene que ver, pues, con la embriaguez alcohólica, forma legal de la violencia en Occidente): el espacio parece producido, más bien, por una ascesis sutil (se aprecia en ella, a veces, cierta ironía). La reunión de palabra debería, me parece, buscar este suspense (poco importa de qué: lo deseado es una forma), intentar alcanzar un arte de vivir. la mayor de las artes, como decía Brecht (este punto de vista sería más dialéctico de lo que se cree, por el hecho de que obligaría a distinguir y evaluar los usos de la violencia). En suma, en los límites mismos del espacio enseñante, tal y como es dado, se trataría de trabajar para trazar pacientemente una forma pura, la del flotamiento (que es la forma misma del significante); este flotamiento no destruiría nada; se contentaría con desorientar a la Ley: las necesidades de promoción, las obligaciones del oficio (que nada prohíbe, desde este momento, honrar escrupulosamente), los imperativos del saber: el prestigio del método, la crítica ideológica; todo está ahí, pero flotando.
Barthes, Roland. ¿Por dónde empezar?– Tusquets Editor. Barcelona 1974. Págs. 83-109. Traducción de Francisco Llinás.

Alain (Émile-Auguste Chartier) - La poesía

$
0
0



La poesía como música. La rima. El lenguaje común. El movimiento épico. El tiempo y el universo. La inspiración. El milagro poético. El don expresivo. El artista como pensador 

Henos aquí llegados a la poesía. El carácter que llama la atención en ella, al salir de artes como la danza y la música, que no hablan, es el común lenguaje, aquel que he llamado relativo, por el cual describimos objetos y expresamos ideas. Ese lenguaje puede registrarse en la danza en la medida en que. la danza relata, narra; pero es accesorio en ella; en la música falta. 
La poesía, por lo contrario, está hecha de palabras; no de gritos, sino de palabras articuladas, reunidas, que corresponden a formas y seres: casa, caballo, lago, mar, promontorio. ¿Qué significa esto? El sonido, elemento musical) es rebajado aquí; el sonido está obligado a designar indirectamente lo que el gesto y la acción designan naturalmente. Por la razón darwiniana antes recordada, y sin contar muchas otras, el hombre ha hablado su gesto; y otra vez, destituyendo al gesto y transformándolo en escritura, ha escrito su palabra; aquí está contenida la historia de todo lenguaje. A consecuencia de ello leemos un poema, como la Ilíada o El lago, y comprendemos lo que en él se narra o describe. En fin, el poeta nos habla como nos hablamos los unos a los otros. 
Pero no es así; eso es tan sólo la apariencia. Cierto: esta apariencia engaña a menudo. Voltaire y Chateaubriand hicieron versos, pero versos extraños a la poesía. 
¿Y por qué? Es que pusieron en verso lo que previamente habían pensado en prosa. Eso es ingenioso; se fija en la memoria; es didáctico; pero no es poesía. 
La poesía es como todas las artes, como la danza, la música, la pintura; participa en primer lugar de lo que he llamado el lenguaje absoluto. Pero sigamos estrictamente nuestra serie; la poesía, decíamos, parece danza y música. Es danza porque trae consigo gestos y acciones; pero es, ante todo, música. Los sonidos de un poema forman un llamado bien claro, un canto del hombre. Y ese canto, que nos dispone y nos mueve como el poeta, no expresa, más de lo que lo hace la música, una cosa determinada, "~ sino tan sólo la forma humana animada, enderezada, feliz de una cierta manera. Ese canto dispone nuestro cuerpo según un paso, un modo de andar, una conquista, una partida, un viaje, un regreso. En ello se reconoce inmediatamente la purificación musical, aunque menos poderosa, menos enérgicamente gimnástica. El recitador poético no se dispone con tanta precisión como el cantor: es que el ritmo, primeramente, es reducido al número, y la diferencia entre ritmo y número aparece principalmente en el hecho de que los silencios de un poema no son contados rigurosamente. Lo que en música no es sino episódico, como el trino y la cadencia, es lo ordinario en poesía. En cuanto a la ley melódica, se trueca en ley de compensación que utiliza las palabras en uso y los ruidos de que están hechas, pero que es musical en tanto restablece una pronunciación más mesurada, menos sometida a las pasiones, según se ve por una especie de melopea que depende en mucho del recitador, pero que busca siempre, en el ruido, el canto. Según se ve también en las sílabas mudas, que aparecen como reencontradas y tan expresivas como lo son los silencios en música. En fin, la poesía es música también por la ley del número, multiplicada y variada por la estrofa; y sobre todo por la rima, la cual, según se ha dicho con frecuencia, es un medio maravillosamente extraño a la razón, La rima es un procedimiento musical, pero propio de la poesía; es tal vez por ese eco regulado a distancia y tan enérgicamente anunciado, que la música se torna tan música en el poema. Pues la rima se espera y ello no puede hacerse por el juego real de la imaginación sin que la boca y todo el cuerpo se preparen y conformen, y así todas las sílabas entre una rima y otra perciben una especie de sonoridad común que acaso no existe más en el deseo. Esa espera vocal asegura la permanencia de la emoción, lo cual significa sentimiento. La rima se recuerda y se espera. Rimamos con nosotros mismos; y así todas las palabras son nuestras; todas quisieran rimar. 
Ahora debemos comparar el efecto de este lenguaje, considerado sólo en su aspecto sonoro, con el efecto del lenguaje común en el movimiento de las pasiones. Estamos hechos de suerte que todas nuestras emociones son desdichas, a causa de esa ley de irritación y de arrebato que las gobierna a todas. Y el lenguaje es, entre los movimientos, uno de los que más evidentemente exasperan. Hablar es un furor; esto se comprueba con sólo hablar a un sordo. En fin, todo lenguaje se precipita, se abrevia, se vuelve agudo, abrupto, mordaz; hiere ante todo al que habla. Y tal es la razón, sin duda, que hace malevolente toda cháchara. Por lo contrario, el lenguaje poético, por su sola cualidad musical, comunica majestad a .quien recita, contención, poder sobre sí mismo; es decir, una especie de felicidad.. Sea lo que podamos decir, sea lo que podamos aprender de nuestros discursos, no podremos ser totalmente desdichados: Por eso la poesía es el lenguaje que conviene para expresar la desdicha y el único lenguaje que pueda ocasionarla. Considérese cómo esos medios fisiológicos tienen poder sobre nosotros. Pues los paroxismos de nuestros sentimientos, aun los más extraños al equilibrio y a la salud corporal, dependen sin embargo del régimen de la respiración, de la sangre y de los músculos. De ahí que, en la elocuencia, la necesidad de ser oído transforme las pasiones. La regla poética actúa más eficazmente; dispone mejor aún, según la majestad. Esa negativa a padecer algo, que pasa del lenguaje al juicio, tiene algo de sublime. 
No obstante, no encontramos aquí esas soluciones, esas curaciones, esas liberaciones de instante en instante, propias de la música. En la poesía es preciso tan sólo observar una oposición constante entre los sentimientos expresados, que tienden a deshacernos, la exigencia del número, que no varía jamás. Nos hallamos así en actitud de defensa contra nuestros propios dramas; pero en el tono de la poesía no imita de tan cerca como el de la música esas crisis, esos estrechos pasajes, esas breves victorias que son las vicisitudes de una vida. 
En cambio, la poesía, que en esto es la primera y la más rica de las artes, hace coincidir con esa potencia balanceada y compensada la expresión más precisa de nuestras desdichas. La poesía se halla, por otra parte, más cerca de nuestros destinos que la música. Narra, se lamenta, describe; con las palabras trae el terror, y hasta el horror; lleva las cuentas de la desesperanza: recuérdese tan sólo El lago, La tristeza de Olimpio, Narciso, Noches. En la llíada la guerra muestra su verdadero rostro. Pero la solución está asegurada, porque pasamos, no podemos detenernos. Encontramos aquí mejor asegurado ese movimiento épico que ya es sensible en la música. El movimiento poético nos arrebata; nos hace oír los pasos del tiempo, que no se detienen nunca y que, cosa digna de mención, no se dan prisa jamás. Somos puestos al compás de todos los hombres y de todas las cosas; entramos en la ley universal; experimentamos e! vínculo de todas las cosas y su necesidad. Superamos la desgracia; la dejamos atrás; somos irresistiblemente deportados a un tiempo nuevo, a un tiempo en que la desdicha será pasado. Por eso una nota consoladora vibra siempre en el poema. En nuestras penas queremos, por lo común, permanecer en el momento crítico, negamos el tiempo. Peor aún: volvemos al pasado, a los tiempos felices; pero más sabios, aguardamos la desgracia. Ahora bien, el poema nos lleva consigo; y tal es el sentido de la epopeya. 
Como los héroes de Homero -y de toda guerra, y de todo drama-se curan de todo temor marchando hacia la desgracia, y aun se elevan por el pensamiento que lo hacen todo y a punto fijo, puede decirse que todo poema imita esa marcha en buen orden y esa aventura. Lo épico es el tono de todo poema. Sin duda, no hay poesía festiva; ésta no es más que un juego. El tema de la poesía es siempre el tiempo y lo irreparable; y ello se siente en la elegía y aun en la contemplación misma. Horacio canta: "No trates de saber, está prohibido, qué fin te reservan los dioses .. , recoge día a día." En El lago, las palabras mismas dicen lo que la sonoridad poética expresa: "Así siempre empujados ..." El movimiento épico está doblemente asegurado. Por él se anuncia un porvenir de sentimientos que pasaremos, de! que saldremos. En la gran epopeya, Aquiles sabe que será muerto a su hora. Su caballo, resoplando por los suelos, se lo anuncia. Con frecuencia aparece esta idea de que todo será pasado, olvidado, borrado, hasta el foso mismo y el muro. Contemplar ese paso de los tiempos, hacerse de él un espectáculo, asistir a él, como Júpiter sobre el Ida, es propiamente el estado sublime. 
El tiempo tiene todavía otro poder y, si así puede decirse, otra dimensión; algo hemos dicho al respecto a propósito de la música; pero la música no determina nuestros pensamientos; aquí, por la resonancia del tiempo, el mundo nos es devuelto. Pues por esta marcha cadenciosa del tiempo único, todos los acontecimientos llevan el mismo paso y nos acompañan. Aquí aparece el decorado de todo poema, que no es otro que el mundo en su devenir imperturbable. Nuestra desdicha halla su lugar correspondiente en ese universo inmenso y entonces sentimos que nuestro destino no podía ser otro. En la Iliada es la refriega, los muertos, el polvo, el furor; pero el poeta dice: "Era la hora en que el leñador prepara su comida en la alta montaña..." El mismo tiempo nos embarga. Estas imágenes, innumerables en Homero, son, propiamente hablando, los frutos del tiempo, las briznas al viento, la nieve, las olas, lo que no puede ser otra cosa, lo que uno quisiera que no fuese sino lo que es. Estas comparaciones son, sin duda, ornamentos, pero concurren a regular nuestro pensar y sentir según la ley universal. Sólo nos irrita la malicia, es decir, la voluntad independizada; lo que nos hiere es aquello que imaginamos pudiera haber sido de otro modo. "¿ Qué diablos iba a hacer en esa galera?" Éste es el grito de las pasiones. Fígaro pregunta: "¡ Ay!  ¿Por qué estas cosas y no otras?" En todo poema la naturaleza responde; y en el padre de los poemas, responde desarrollando según la ley, el curso de cada cosa. La comparación homérica es como una visión del mundo de las fuerzas ciegas seguida durante un instante, lo cual nos invita a juzgar mejor de las pasiones. A ella se unen la fatiga, el hambre, las noches, las comidas, el sueño de hombres y dioses. Poderoso llamado e invencible regulador. Yo no creo que este equilibrio haya sido plenamente logrado otra vez. Pero en todo poema reaparecen imágenes tales -con frecuencia extrañas e imprevistas, pero eso no es más que apariencia-, siempre naturales, recordando siempre a ese mundo que las pasiones olvidan. Y no gustan por la semejanza, sino por el vínculo que restablecen entre nuestras desdichas y el curso de las cosas, entre el tiempo de nuestra prueba y el tiempo universal, común a todos los mundos. En todo poema son las estaciones, los astros, los vientos, los ríos, el mar, los días. 
Todopoderosos extranjeros, inevitables astros . ..
En gran compañía hacemos este viaje. Tal es la potencia épica. 
Dejamos aquí de lado el detalle y el análisis de los ejemplos, que nos harían olvidar el conjunto de nuestro tema. y haremos una observación final que aclarará en mucho la inspiración, principalmente en las artes más ocultas. Muchos creen que una obra de arte es la realización de un trabajo preliminar de pensamiento. ¿Un monumento, un cuadro, no son acaso compuestos y concebidos por anticipado, y la ejecución es acaso en ellos otra cosa que la parte que corresponde al oficio? Es así que con frecuencia pueden leerse fórmulas para hacer cualquier cosa, en el estilo de la siguiente: lo bello es la idea realizada, convertida en objeto. Hegel lo entendía de otra manera, en el sentido en que la planta que crece y florece realiza su idea. Claro está que un monumento o un cuadro no crecen como una planta; pero es preciso comprender, sin embargo, que la continuación de la ejecución depende en mucho de lo que se hace; y es por el arquitecto viviente y en acción, por el pintor viviente y en acción, que la floración feliz de la obra es algo más que una metáfora. 
No obstante, en los análisis de una obra se da siempre demasiada importancia al proyecto o al tema, mucho más fácil de comprender que ese nacimiento y crecimiento propiamente fisiológicos. y he aquí la oportunidad de aclarar un arte por medio de otro, a la vez explicando un poco el "sin concepto" de Kant y esa "finalidad sin representación de fin" que el lector empieza por desechar. 
El filósofo quiere hacernos comprender que aquello que gusta en la obra de arte es un logro de razón en una obra de naturaleza; y es bien fácil de errar la idea: los artistas se equivocan con frecuencia cuando meditan en lugar de hacer. Ahora bien, no creo que uno pueda equivocarse acerca de la inspiración poética, teniendo en cuenta que los malos poemas, que son ideas puestas en verso, ilustran claramente la cuestión. Lo que es propio del poeta, y que lo distingue primordialmente de aquel que ajusta su prosa de acuerdo con el metro y la rima, es que en lugar de ir de la idea a la expresión, va, por lo contrario, de la expresión a la idea. Lejos de buscar sus pruebas, sus comparaciones, sus imágenes, a fin de aclarar sus pensamientos y hacerlos descender desde lo abstracto, donde habrían nacido, se empeña más bien en obtener sonidos de sí mismo corno de una flauta, diseñando por anticipado en sus versos, en sus estrofas, en sus sonoridades esperadas, palabras que no conoce aún, palabras que espera y que, después de rehusarse, se ofrecerán como un milagro para hacer concordar el sonido y el sentido. Es preciso comprender que aquí es la naturaleza la que encabeza la marcha y que la armonía de los versos preexiste con relación a su sentido. Esto no significa que el poeta carezca de todo proyecto: y lo mismo podría decirse del pintor o del arquitecto. Por ejemplo, el poeta quiere contar algún drama de amor, o la cólera de Aquiles, o el hastío de Narciso ante su propia imagen. y el poema se conforma siempre al proyecto en conjunto. Pero esto no significa en modo alguno que el poema sea bello. Lo que constituye la belleza es, muy por el contrario, lo imprevisto que nace de la canción misma, del número, de la rima. Es la imagen que surge de ese ruido de naturaleza y que ilustra la idea de un modo que la reflexión no hubiese podido lograr. En los verdaderos poemas, ese milagro no cesa jamás. Es de su propio cuerpo, y de los movimientos y azares del cuerpo dispuesto según la armonía, que el poeta hace surgir la idea; y es en esto que es poeta. En todas las artes es de la ejecución misma que nace lo bello, y no del proyecto. Como es evidente para la música, y quizá en mayor grado aún para la danza, donde es visible que el acuerdo mismo termina por diseñar el movimiento; no se puede inventar una danza sin danzar, ni una canción sin cantar. Las artes son como hechos de naturaleza que concuerdan con la razón, o mejor dicho, que son más razón que la razón. De suerte que todo ocurre como si el artista persistiese una cierta finalidad; pero sin embargo, no la conoce sino después que la ha realizado, siendo él mismo espectador de la propia obra y el primer sorprendido. A esto se ha llamado el acierto expresivo. 
Deseo que contemplemos de cerca el milagro poético. Poseemos la idea; cuidémonos de no perderla. Las demás artes nos reservan, según creo, dificultades superiores, quizás insuperables. Pero acerca de la poesía no podemos engañarnos. ¿Por qué, entonces, esa rima que nos ha conducido a esa imagen poderosa e inesperada? ¿Por qué esa palabra, en la que el prosista no hubiese pensado jamás, llega, allende la esperanza, contra toda esperanza podría decirse, a acabar a la vez el metro y el sentido? Hay aquí una gracia de naturaleza, una gracia en todo el sentido de esta bella palabra. Pero no hay que despreciar tampoco la prosa. Señalemos que escribir es un trabajo lleno de encuentros inesperados. Por ejemplo, el solo hecho de escribir una carta: miles de palabras son posibles. Aun escogiendo sólo según el pensamiento, es menester ejercicio, paciencia y suerte. Lo mismo ocurre con el hablar; yo no puedo hablar antes de hablar; me arriesgo, escucho y, por lo común, me comprendo. No se da con una palabra, sin embargo, como se da con el resultado de un cálculo; no hay reglas. Primero hay que ser Pitia. Hay que fiarse al lenguaje. Ahora bien, ese bien llamado acierto expresivo es lo que conduce al poeta. Es así, buscando las palabras según la medida, la armonía y la rima, como descubre su pensamiento. No todo, sino aquella parte del pensamiento que es bella. 
En esta búsqueda que va de abajo hacia arriba, en esta búsqueda en la que el hombre positivo diría que hay que apostar contra el éxito, ¿sobre qué cuenta el poeta? Cuenta sobre la voz antigua, sobre la voz absoluta, que expresaba la situación humana y, de esta manera, todas las cosas.' Esa voz absoluta es irreconocible ahora en casa, caballo, soldado, conferencia, silla; no del todo en fatuo, galope, murmullo. Y la sensibilidad propia del poeta está, sin duda, en oír aún en la palabra el antiguo grito y en sospechar una relación oculta entre sonido y sentido; según lo cual, una real armonía de palabras de acuerdo con la forma del cuerpo humano debería tener siempre un sentido, volver a encontrar lo natural del lenguaje hablado; hallar de nuevo el verdadero hablar, es decir, las afinidades entre los sonidos, las formas y las palabras. Lo que llamamos estilo chato es aquel que hace olvidar por completo la armonía del cuerpo y del espíritu; ni el sonido ni la forma de la boca concurren ya al pensamiento. En cambio, el poeta no cesa de reconciliar a la naturaleza con el espíritu. y en mi opinión, el poeta es el pensador más antiguo. Pues la extravagancia acecha a quien busque lo bello por lo alto, por la lógica; lo cual implicaría buscar algo verdadero que no sería bello. Platón reflexionó sobre Homero; y en todo tiempo es el poeta quien rehace la idea natural, aquella que brota del canto mismo. Lenguaje de presencia humana; lenguaje absoluto en primer término. Pero no sin una firme esperanza, magníficamente coronada, de elevar a toda la idea sobre esta señal conmovedora. 
Para terminar, comparad una vez más la música y la poesía. La música diseña sentimientos verdaderos, pero los separa del otro lenguaje. Por los sentimientos verdaderos, la poesía diseña el mundo, los dioses y hasta las ideas. Nosotros sentimos que puede haber error en un poema bello; y es así, según nuestra naturaleza terrenal, que es menester que el gusto preceda al juicio. Pero esta gran idea, que el genio de Kant ha convertido en doctrina, está bien lejos de nuestro algebraico método de tener razón. Las artes serían el primer pensamiento; y las bellas letras encerrarían el secreto de las ciencias. Cada cual experimenta aquí algo que es cierto sin pruebas. Y ésta es una idea que habremos de encontrar nuevamente; porque tendremos que comprender que los mitos son ideas en estado naciente. 
Se dice que un canto es justo, y ese ejemplo entre mil muestra cómo el lenguaje nos trae la idea. La verdad del hombre por la armonía en el hombre, tal es la lección de la poesía; lección que los sabios han desarrollado a partir de la tierra. Y convengamos en que la palabra cultura es todavía un vocablo prodigioso. 

Alain- Veinte lecciones sobre las bellas artes. Séptima lección. Emecé Editores, Buenos Aires, 1955. Págs. 59-68. Traducción de Alejandro Ruiz Guiñazu. 




Alain (Émile-Auguste Chartier) - La pintura, el dibujo, el artista

$
0
0



La pintura 
La apariencia. La pura apariencia. El oficio de pintar. El color al óleo. El jardinero como pintor. El mosaico. El vitral. El fresco. 

El orden que hemos seguido, y que creo natural, me lleva a oponer a la escultura, la pintura y el dibujo tomados en conjunto; luego deberemos buscar alguna oposición más oculta entre pintura y dibujo. En el presente me parece útil reunir y aislar las dos artes de la apariencia pura. La arquitectura y la escultura no producen apariencias, sino que se dan como objetos reales; y ese carácter real, macizo, pesante, es quizás el que más importa. Lo que no es masa, o cosa aprisionada en ella, permanece extraño a esas artes. Lo cual no excluye la apariencia; pues, propuesto el objeto, monumento o estatua, toca a vosotros buscar las diversas apariencias y hacerlas pasar unas a través de otras por vuestros movimientos. Esta exigencia de movimiento es propia de la arquitectura. Nada hay más dinámico que el monumento. Esos grandes inmóviles mueven sin cesar a las muchedumbres, las reúnen, las dispersan. La escultura fija un poco mejor al espectador, pero una estatua ofrece infinidad de aspectos. 
La pintura –y es su carácter más saliente– nos ofrece, por el contrario, una apariencia –por ejemplo, de un monumento, de un puente, un paisaje, un rostro–, una apariencia que nuestro movimiento. no, altera. Los troncos, las columnas, no adquieren, a lo largo de nuestra marcha, esos movimientos y eclipses que nos permiten notar que el objeto es real. Por ello se hace de inmediato evidente que la imagen pintada no es más. que una imagen y se da así con la idea –qué tiene su importancia– de que la pintura no tiene por finalidad engañar la vista o, cuando menos que ha renunciado a buscar en ese sentido. 
En Cicerón se lee que Zeuxis y Apeles rivalizaban, el uno engañando a los pájaros con uvas imitadas, y el otro engañando a los hombres con una apariencia de cortinado. Esta anécdota prueba que a veces la pintura era tornada, aun en aquel tiempo, corno un arte de ilusión, semejante en ese punto al arte teatral, por el que se deja uno engañar placenteramente. No creo que la verdadera pintura haya conservado algo de aquellas afectaciones. El marco mismo lo indica. Por el marco, separación evidentemente artificial, la pintura dice: "No soy más que pintura." Todos sabemos que el marco adorna a la pintura y le da valor. Así, el pintor toma realmente por finalidad una apariencia corno tal; nos la propone y hasta nos la impone; pero desprecia ese objetivo fácil de engañarnos, aun con nuestro consentimiento como lo hacen todavía los panoramas y las decoraciones de teatro. De ahí una seguridad perfecta en el espectador de pintura, que sólo busca el ángulo desde el cual se ve mejor la apariencia invariable, y que luego se detiene para una contemplación que podría  ser calificada de vehemente, sobre todo ante los retratos célebres. ¿Qué hay, pues, en ese marco? No ya una eternidad esencial, sino más bien un momento fijado. El dibujo se limita quizás al instante; la pintura, no; y se trata. de comprender cómo e! pintor llega a reunir en una apariencia mucho más que el instante, el momento, y por ese momento, no la esencia, sino la historia de toda una vida, 
No obstante, deseo insistir primeramente sobre el carácter de la apariencia pura, que es una manera de ver propia del pintor, y sin pensamiento. El trabajo del artista –hemos insistido ya lo suficiente sobre el punto– no lo conduce jamás del concepto a la obra, y lo más bello que hace es siempre lo que no ha previsto y lo que no sabría nombrar. Es del pintor que corresponde decir que crea sin concepto, pues el dibujo, por ejemplo, permite aún que el artista nombre aquello que dibuja, mientras que en la visión pictórica hay una continua negativa a saber. Courbet pintaba un montón de leña bajo los árboles, ganado por la mera apariencia, sin saber lo que aquello era. Pintar según el concepto implica dar al objeto no el color que recibe de la hora y de los reflejos, sino el color que uno sabe que tiene, el color que debería tener. Dibujar según el concepto es querer trabar la forma verdadera, por ejemplo, los cinco dedos de la mano o los dos ojos en un perfil. Un niño que no había dibujado nunca se negaba a representar el pizarrón por una figura de ángulos desiguales, es decir, tal como él lo veía, pues, según decía, sabía muy bien que el tablero tenía cuatro ángulos iguales. Esto es pintar y dibujar inteligentemente, es decir, según el concepto. Pero aquel que dibuja rechaza la idea, y el pintor, más enérgicamente aún, se ejercita en ver sin pensar, es decir, que se deshace de esa idea de un ser que está ahí, en su presencia, que tiene otros aspectos; en fin, de un ser tal como es verdaderamente. Es que él busca otra verdad, pues es cierto que a ese ser yo lo veo así, y esta verdad no es abstracta, como la otra; no está separada de mí, que la conozco; es la verdad de mi propia posición, es la verdad de la hora; en suma, pues, la verdad del modelo, la verdad del universo, por los relámpagos y los reflejos y la verdad del pintor. 
Porque, como la forma aparente y las perspectivas no pertenecen al objeto, sino que expresan una relación entre el objeto y yo, el color no es tampoco inherente a la cosa; depende de la luz, del medio atravesado, de los colores vecinos reflejados. He aquí un descubrimiento extraño y una ingenuidad muy sabia. 
La pintura rechazaría, pues, al ser separado; seña naturalmente cósmica. Lejos de expresar la esencia recogida sobre sí, hallaría la existencia dispersa, al ataque del mundo y la réplica; pero por lo inmóvil, por lo inmutable y por otro género de eternidad. Voy a postergar esta idea seductora, que desborda de sí misma. Prefiero, de acuerdo con el método impuesto por las otras artes, examinar primero las condiciones inferiores, básicas y, si me fuese posible, los movimientos del oficio; pero este oficio es el más misterioso de todos. 
Puesto que nos estamos ocupando de la apariencia, que es caza para la pintura y el dibujo, deseo señalar, entre el hombre que pinta y el hombre que dibuja, una oposición de gestos que me parece de capital importancia. El dibujo procede de un gesto que capta, que aprisiona, que reconstruye; aun negándose a serlo y limitado a la apariencia, es todavía un gesto pensante. El gesto del pintor que coloca la pincelada es completamente distinto; hasta niega al otro. Deberemos examinar si la pintura puede llegar a separarse por entero del dibujo; pero es claro que se esfuerza en conseguirlo. Y me parece digno de señalarse que ese gesto propio de la pincelada equivale a una negativa a pensar no solamente el objeto, sino hasta la forma. Porque el pintor, después de haber dibujado la forma, la borrará; y la borrará de otro modo que por el gesto del plumeado o del borroneo, en el que encuentro que hay decisión y propósito definido. El pintor no cesa de decir, por una mímica llena de sentido: "Yo no sé lo que hago; y no lo sabré hasta que lo haya hecho." 
Según estas consideraciones sobre la apariencia pura, pueden juzgarse mejor ciertos atrevimientos que podrían ser calificados de temeridad. Porque, ya que se trata de traducir lo que se ve, puede preguntarse. "¿ Qué es lo que no se ve? O ¿qué se ve en el primer momento?" Si uno se entrega, en la medida de lo posible, a la primera mirada; si a fuerza de no pensar se remonta hasta allí, las cosas no tienen aún ese aplomo y esa distribución que proceden a la vez del concepto y del uso común. Un pintor representaba cierto día, en la plaza del Panteón, el cielo visto de costado, con chimeneas que parecían caer en el cielo; de ello resultaba un efecto de color, de profundidad, de abismo, que no carecía de fuerza; comprobé que basta con inclinar la cabeza para ver las cosas de aquel modo. ¿Era entonces menos cierto? En la apariencia todo es verdadero. Es así como se llegaría a expresar aún el movimiento mismo del pintor, a través de una especie de pintura fragmentada, quebrada. Pongo los ojos aquí, luego allí; los cierro, los abro. ¿Qué he visto? Un caos, evidentemente pleno de poder, rico de ser, y hasta absolutamente suficiente, puesto que en él todo el universo danza. Instante mío, instante tuyo, que no volverá a ser jamás, mezcla del alma y de las cosas. 
En estos procedimientos extraños, más naturales de lo que se cree, ocurre que el dibujo retorne y traiga consigo el propósito deliberado y una especie de orden en el desorden mismo. Y esto prueba suficientemente que la pintura, análoga al teatro en este aspecto, debe descubrir procedimientos capaces de reconciliar la apariencia y el ser. Pero el centro y el alma de la pintura, aun trabajando sobre un plano dictado por el dibujo, es la búsqueda y el hallazgo de la apariencia primera, la apariencia joven, algo así como el nacimiento de un mundo, sin ningún saber entremezclado, sin ningún concepto; tales la mirada y el aire de un rostro en un bello retrato. Aquí, todavía la idea se compone de sí misma. Y una vez más, posterguemos. 
Puesto que he subrayado el gesto propio del pintor, llevado a ello por la primera de las artes, que no es sino gesto; puesto que he querido determinar el arte de la apariencia pura según una especie de danza del artista, que no puede menos que cambiar considerablemente sus sentimientos y, finalmente, sus pensamientos,' debo ahora, siguiendo este camino, pasar revista al oficio de pintor, considerado como oficio; el pintor luchando como obrero contra una materia rebelde, difícil de manipular, duradera, en cambio, lo que nos retrotrae a una especie de arquitectura. Esta revista será sumaria e incompleta, pero bastará quizá para exponer mi idea. 
Conozco, a través de un buen número de ensayos desdichados, la pintura al óleo; sé cómo se niega a extenderse, a limitarse, a nivelarse. Si yo fuese un buen pintor no hablaría de pintura. Pero quiero contar cómo un día me sentí próximo a ser pintor. Los azares de la guerra me llevaron a ejercitarme sobre un panel de reloj barnizado por partes, provisto sólo de malos lápices de colores, que marcaban una vez de cada tres. Yo quería representar a Adán y Eva, el árbol y la serpiente. No creo que nunca haga nada mejor, y esto no merece una lamentación; pero pude comprender, al menos lo que significan para nosotros las dificultades, los retoques penosos y, sobre todo, una especie de reflexión sobre aquello que se acaba de hacer y que uno no podía prever en modo alguno. Creo, en fin, por la indigencia misma de los medios, haber comprendido algo aquel día. Compárense la pintura y la poesía; percibo en el trabajo del pintor, lo mismo que en el del poeta, una oportunidad solicitada de continuo y súbitamente favorable, lo que explica la vieja anécdota de la esponja. Un pintor, desesperado de expresar por el color la baba de un perro rabioso, arrojó, desalentado su esponja sobre el cuadro, y aquello arregló el asunto. 
No habiendo podido hacer oficio de la buena suerte, me encuentro detenido en el umbral de un análisis que sería revelador. Me limito, recurriendo a un desvío, a enumerar los géneros de pintura más difíciles en la ejecución y que pueden ser llamados la escuela del pintor, lo mismo que la arquitectura es la escuela del escultor. 
Nuevamente citaré en primer término a los jardines, porque el jardinero es también un pintor; desea agradar por la yuxtaposición o la mezcla de ciertos colores, aunque hago notar que no compone sus colores. Las especies y las estaciones se los componen, así como el tamaño y la forma de la pincelada elemental. Preciso es decir también que esos colores cambian incesantemente según la hora y la edad; y que las sombras, en este arte que dispone la naturaleza para reposo del hombre, no son tanto signo de relieve corno colores siempre, que ejercen, por contraste, una acción apaciguadora. 
En todas estas situaciones, el jardinero–pintor obedece a la naturaleza sin imitarla. Ignoro si estas observaciones llevarán muy lejos; mas estoy seguro de que un pintor hallará mucho que aprender observando ese puro juego de los colores, que no puede menos que emocionar por el brillo y el contraste. Un pintor confiesa con frecuencia que el primer carácter de una bella obra pictórica consiste en que forma una hermosa mancha de color, armoniosa, equilibrada; SI, hermosa aun cuando e! cuadro esté cabeza abajo y aun cuando no se haya comprendido todavía nada de lo que el pintor ha querido representar. Está bien claro que la imagen pintada, escena o retrato, disciplina ese primer sentimiento; es evidente también que no lo suprime. Esa entrada de color establece de inmediato esa emoción de salud y de humor, de la que los sentimientos más elevados extraen su vida. Y sin duda, de ese caos primero para nuestro espíritu, caos ordenado ya en relación a nuestras fibras vivientes, deriva un nacimiento milagroso que recomienza con cada mirada. 
Nombraré el segundo término las artes del fuego, que abarcan una pintura aventurera, estrechamente sujeta, por ejemplo en la alfarería y en los esmaltes, donde a veces se cuenta con los azares del fuego. Se obedece entonces a la naturaleza, lo que nos aparta de imitarla. Allí los colores son raros, e impuestos por la composición misma de la tierra; colores convencionales y puramente ornamentales. Citaré tan sólo el azul y el amarillo de Quimper, tan conocidos.. Pero hago notar también. que convenciones y simplificaciones están lejos de significar perjuicio, y que el artesano se eleva hasta el arte a través de las dificultades de! oficio. Las tierras trituradas al aceite son algo menos rebeldes y, no obstante, el pintor sabe que debe desconfiar de los colores nuevos obtenidos químicamente; que hay que prever los efectos del secado, de absorción de alteración por los lentos efectos de la luz; cierto; colores se resquebrajan, como el betún; otros, como el azul de Prusia y el rojo de anilina, se extienden e invaden; la materia ocupa el pensamiento y retarda la ejecución, En la bella época de la pintura,los pintores preparaban personalmente sus colores y tenían sus secretos; también los retenía la preparación de telas y paneles. El trabajo de pintor abarcaba los cimientos, como en un edificio. La meditación propia del pintor, que nunca será suficientemente demorada, que jamás es demasiado lenta, se nutría de aquellas sujeciones, y puede hacerlo todavía hoy. Cuéntase que el Ticiano, al comenzar un retrato, pintaba sobre un fondo una mancha clara y casi uniforme, que volvía contra la pared para dejarla dormir allí durante variosdías. Supongo que, por una cierta evocación, buscaba luego en ello los primeros rasgos de la obra; y es en este sentido que imaginaba; pero estamos aquí muy lejos de las ensoñaciones inconsistentes, y muy próximos, me parece, al escultor de raíces. Sólo que ¿quién continuará esa misma elaboración de una pincelada a otra? 
Entre las artes del fuego destaco la del mosaico, evidentemente arquitectónica y que aún hoy podría ser todavía una escuela para el pintor. Según una expresión bien conocida, el poeta debe aprender a hacer, difícilmente, versos fáciles; pero nunca lo sabe suficientemente. y por terminar demasiado de prisa, por no esperar lo bastante, pierde otra dicha, más natural aún. Chateaubriand, juzgando a los chatos poetas del siglo XVIII, dejó una frase que ilustra a todas las artes, frase que ya hemos citado y que merece ser repetida. No es –dice– que esos, poetas carezcan de naturalidad; pero carecen de naturaleza. La crítica, a mi entender, no puede hallar nada más profundo. 
El pintor también debe aprender a pintar difícilmente; y, lo mismo que todos los artistas, no es por el primer movimiento, sino por la materia por lo que encuentra la naturaleza. Y así como Miguel Ángel hallaba la naturaleza en los bloques de mármol de su cantera, es también la naturaleza lo que el pintor de mosaicos encuentra en esos pequeños trozos de piedra coloreada. ¿Pero cómo? Se dirá tal vez que la idea está contenida por entero en el proyecto que el dibujo prepara. Pero una vez más es preciso decir que la ejecución, en tanto es copia de una idea, es extraña a todas las artes aunque esté mezclada a todas ellas. El mosaico no es un arte más que en la medida en que las reglas del oficio dictan las formas. Aquí mismo, en el punto en que la materia colabora resistiendo, se halla la inspiración; en la punta de la herramienta, diría yo. Pero, precisamente, ¿qué puede enseñar el mosaico al pintor? En primer lugar, un tipo de línea que no es el del dibujo. Es cosa digna de ser señalada que una línea sea todo espíritu precisamente cuando la materia la quiebra; la idea no se plantea nunca mejor que en las ruinas; y como sea, aquel que haya seguido las líneas de un mosaico comprenderá mejor el ornamento. Pero sobre todo, el mosaico impone la pincelada uniforme y aun separada. Un procedimiento como éste, tantas veces ensayado en nuestro tiempo, no es, sin duda, la última palabra de la pintura; pero el que se haya vuelto a él prueba, al menos, que el otro procedimiento, de fusión y degradación de colores, arrastra bien pronto a la pintura por el camino de la lisonja. Todos hemos visto esas telas robustas, construidas –según se dice ahora–, que se parecen a un mosaico. 
Destacaré todavía, de entre las artes del fuego, la de los vitrales. Es la pintura más brillante y que conquista casi ese colorido puro de la piedra preciosa, del que Goethe no se cansaba jamás. Es la pintura que participa más directamente del brillo de la luz cósmica; es la única también que colorea las otras cosas, mezclando a ellas su propia imagen. Recuérdense los vitrales de Combray, en Proust. Los colores son uniformes y sin mezcla. Agréguese todavía, por la doble condición de la arista de plomo que sigue el contorno de los colores e impone así un género de dibujo, y de la arista de piedra que sigue la ley del edificio, agréguese, digo, una sujeción continua ejercida por el artesano sobre el artista. Sujeción a la cual el artista, en todo arte, termina siempre por someterse. Empezaría por ello si comprendiese que el arte no tiene ninguna manera por finalidad expresa una idea, sino, muy por lo contrario, la de hacer surgir, por los medios del oficio, por medios impuestos, una idea que el espíritu no hubiese podido formar librado a sus propios recursos. Esta naturaleza según el espíritu, pero que ante todo es naturaleza y sigue siéndolo, es el milagro del arte. Digamos tan sólo que la lección de los vitrales, que permanece oscura, es sin embargo grande y hermosa. . 
Llego ahora al fresco; y me detengo siempre que piso los umbrales de este gran tema. Que la materia sea aquí  arquitectónica y esté ligada al edificio es cosa que se advierte inmediatamente. Que la dificultad que regula la ejecución y aun la preparación impone una simplicidad heroica –y quizá también épica– es cosa que puede suponerse asimismo. Pero lo que yo no me atrevería a afirmar es que el fresco conduce a la verdadera pintura, o que, por lo contrario vuelve a traer el dibujo, dando así con el movimiento  y subordinando el color a la línea. Acaso lo que tengamos que decir del dibujo aclare un tanto este gran problema. De todos modos, el oficio produce aquí también la obra, y es seguro que hallamos, en el fresco, mezcla de grandeza y de servidumbre, y la naturaleza institutriz que produce esa voluntad infinitesimal común a todas las obras bellas. . Para terminar digamos que, en cuanto al estilo, la pintura propiamente dicha debe algo, a todas esas artes arquitectónicas; y de todas, la lección principal. es la mas oculta: que el verdadero modelo es la obra misma. 


La pintura (Continuación) 
La acuarela. El retrato. Historia de un alma. El pintor, único psicólogo. Celimena. El vestido y el desnudo. La pintura y el movimiento 

Es preciso que proceda ahora por toques y retoques, como el pintor, si deseo expresar cuál es el objeto propio de la pintura. Estamos en el punto crítico de las sutilezas y dificultades. El dibujo, que habrá de ocuparnos en último término, y que ya nos ha ilustrado indirectamente, puede instruirnos aún; pues el dibujo es, quizás, entre todas las artes, la menos oculta, la parienta más próxima de! pensamiento. 
El dibujo, pero denso, materia pesada, arquitectónico, sostiene el color en el vitral. El dibujo, por las necesidades de una pronta ejecución sin retoques, circunscribe e! color en el fresco. Y, sin duda, la incorporación del color al edificio contribuye a prestar una autoridad incomparable a los dibujos coloreados, sin descuidar por ello la grandeza real impuesta por el arquitecto. Pero si separamos del edificio el dibujo coloreado, si consideramos, por ejemplo, la acuarela y el pastel, observamos que estas artes, aun en su más alto grado de perfección, están muy lejos de la potencia expresiva de la pintura al óleo. 
Todos hemos notado en la acuarela que el color no puede vencer al dibujo, tal vez porque es transparente y casi sin materia. Aquí, como en el dibujo, el papel es rey. El dibujo nos explicará, pues, la estampa, la lámina. En todo caso, es sabido que la acuarela no puede sobrellevardebidamente el peso del retrato. En ella el rostro humano puede agradar, pero se halla fácilmente dominado por el traje; casi podría decirse que reina allí la moda, las gracias puramente exteriores. En el pastel, que es pintura por la materia –aunquefrágil– pero que es dibujo por el gesto del artista y por la forma de la herramienta, es difícil decir qué es lo que le falta, pero cada uno de nosotros lo siente. No hay allí ninguna profundidad en la mirada; todo el ser está afuera. Actitud de sociedad con la preocupación –pasión casi– de agradar; frivolidad sin interioridad, máscara mundana. Creo que en esos trazos es el dibujo el que se muestra, el dibujo arrebatado siempre por algún movimiento. Estos matices, tan sólo propuestos aquí, tienen por objeto llevarnos a nuestros medios de análisis: la materia, el gesto, el método de retocar a intervalos; en fin, todo lo que hay de albañilería en el trabajo del pintor. 
Debemos prestar atención, pues, una vez más, al manipuleo de ese baño más o menos transparente, que se transforma mediante el secado en un depósito incrustado en la tela o en el panel, y tan resistente como la madera más dura. El cuadro, fruto de un largo trabajo de superposición, encierra por ello mismo secretos impenetrables que constituyen la desesperación del copista y acaso del pintor. Este lento trabajo, tantas veces retomado, corresponde a una observación paciente en la que se trata de sorprender y de fijar algo. Pero, ¿qué? El retrato es la ceniza de la pintura, y el retrato pintado no puede, por la naturaleza misma del trabajo, fijar una actitud, un instante, un pensamiento pasajero, y menos todavía una acción. El retrato, a fuerza de paciencia, termina por fijar a todo un ser; no un episodio, ni tampoco esa imperturbable esencia encerrada en sí misma, como hace la escultura; antes bien, retomando la fórmula de Hegel, la subjetividad infinita. Pero, ¿qué significa esto? No la primitiva naturaleza desnuda, sino la naturaleza hecha de experiencia acumulada y reunida por entero en un momento precioso que el pintor fija para siempre. 
Existe una correspondencia entre la lenta formación de una naturaleza, llena de sus recuerdos, enriquecida, modelada y cambiada también por los encuentros, y el trabajo mismo del pintor, que sin cesar acumula, superpone, cambia, a la vez que conserva. Aquí está encerrada la memoria, la historia de un alma. Pues, para volver a nuestras vistas spinozistas, dos son las cosas a considerar en Juan o Pedro; hay una naturaleza inmutable, una idea eterna, que persevera en el ser; y hay también lo que podría llamarse las estriberas de la experiencia, los tropiezos, los frotamientos, las concesiones, las disminuciones de que se hace acopio, y, en fin, la lenta formación de los sentimientos políticos. Política en el pleno sentido del vocablo: sentimiento de sociedad, en el que resulta admirable observar cómo la naturaleza, pulcra, obstinada, invencible, se reviste, sin embargo, de apariencias ajustadas a ella misma y a los demás, y parece decir a través de su mirada civilizada: "He aquí cómo he vivido; he aquí todos los episodios de mi vida, pero incorporados, digeridos, asimilados." 
Claro está que en estos sentimientos sociales, que me complazco en llamar políticos, hay que conceder un lugar de primer rango a los sentimientos familiares, porque entonces el compromiso es eminentemente querido y aun amado. El ser que expresa esto, expresa, pues, más que él mismo. El retrato lleva así en su seno un secreto de sociedad y un poder de simpatía que no se advierten jamás en la estatua. La estatua está sola. La estatua no ve. Stendhal dice de una joven muy bonita, que sus ojos parecían conversar con las cosas que miraba. Hay aquí algún exceso, y Stendhal lo reconoce. Pero esta viva pintura de las palabras nos orienta adecuadamente para comprender lo que es propio del retrato pintado: la mirada y todo lo que la rodea y completa. 
La estatua no tiene ojos; ciega y sorda, plantea tan sólo su propia ley. Salón dejó sus leyes solas como estatuas. Ellas no oían, no respondían y de ese modo no había arreglo ni compromiso. Solón estaba ausente siempre. Había dejado a Creso glorioso la máxima de que no se puede decir que un hombre es feliz mientras no está muerto. Más tarde, en la hoguera, Creso clamaba: "¡ Solón! ¡ Solón!", lo cual sorprendió y, finalmente, suavizó al vencedor. Empero, Solón, rey sobre aquellos reyes, estaba en otra parte. Tal es la caza del escultor. Ahora bien, concíbase, por oposición, algún hombre de Estado preocupado en los retoques que se presta a las conversaciones, que vive de compromisos y que siempre se reencuentra a sí mismo por un trabajo de presencia y de simpatía; he ahí la caza del pintor. 
He dicho metafísica en la escultura y psicología en la pintura. Psicología, historia de un alma; sentimiento total, no de aquello que quise ser, de lo que afirmé y compuse, sino de aquello que he podido ser. Sentimiento compuesto de sí mismo y de los demás, de amores, de amistades, de encuentros; todo esto reunido e indivisible. En la experiencia real, en la visión que se tiene de los demás, se captan relámpagos de esta ensoñación integral; se inventa entonces la novela de una vida, pero se pierde el rastro. Sólo al pintor corresponde espiar esos signos, prepararles un lugar, conservarlos y retomarlos, acumulando todos esos ensayos en un signo, el retrato, que no tiene equivalente y que el modelo no puede igualar; es en este sentido que el pintor logra más acabadamente el parecido que la naturaleza misma. 
A fin de hacer esta idea más comprensible, señalemos todavía una relación de armonía entre ese objeto psicológico y la naturaleza misma de la pintura, la cual, por decreto, se atiene a la apariencia pura. La más alta conquista del espíritu consiste en comprender que todas las apariencias son verdaderas, expresando al ser y sus aledaños, y toda cosa, al propio espectador. Por ejemplo, el espejismo hace conocer a la vez el aire recalentado, así como el mecanismo del cuerpo humano y de la memoria. El célebre palo quebrado permite conocer simultáneamente la superficie del agua y .el índice de refracción. Pero,. sin buscar en ese sentido y sin esperar las pruebas, es lo cierto que experimento ese espejismo cuando lo experimento. Ahora bien, el precio de una vida, o más exactamente, de la novela de una vida, está en esto: en que todo es verdadero, aun los errores, los artificios, los cambios, los olvidos; aun ese artificio del olvido, que recuerda. y esa transparencia o semitransparencia, de sí mismo a sí mismo, lo que se prefiere, lo que se quiere, lo que se rechaza, todo ese tono del cuadro íntimo, todo eso que el escultor atenúa tan bien, el pintor lo conserva en una mezcla adecuada, por ese propósito de no pensar y de atenerse a aquello que ve. Allí donde el novelista obtiene sólo esbozo simplificado, pues debe juzgar y pesar, el pintor, por su oficio y su paciencia, capta el alma en la apariencia expresiva, que él compone poco a poco, así como poco a poco fue haciéndose la vida interior y secreta. El pintor es, quizás, el único psicólogo. 
¿ Cómo observar un alma sobre un rostro cuando la atención misma, el más alarmante de los signos, pone en fuga a los otros signos y no deja subsistir más que los de la alarma y la vigilancia? Pues el ojo viviente lanza sin cesar este signo: "Adivino que quieres adivinarme." Ahora bien, el milagro de la pintura está en que ese fuego de sociedad, ese reflejo de opinión y de juicio, cosa por excelencia inmóvil y decepcionante, constituya un objeto duradero y, en lo sucesivo, inmóvil. Esa alma, por ejemplo, la Gioconda, o la Virgen de la boda, esa alma tiene que ser captada; no se oculta, pero tampoco se divide; no se explica, pero se ofrece. Lo que en el mundo es menos objeto se ha vuelto objeto; se lo posee en una apariencia inmutable y suficiente; toca a nosotros, por una simpatía que no perturbará esta imagen, por una simpatía que puede titubear, engañarse, volver; toca a nosotros comprender ese lenguaje sin palabras. Esta confidencia no tiene fin y despierta en nosotros un desarrollo paralelo, también sin palabras; no una sucesión de instantes, sino una sucesión de momentos, en la que toda una vida pasada, presente y por venir, está reunida. De ahí esa contemplación vehemente dé la que he hablado. Es propio de la apariencia expresarlo todo y que ella baste, pero sólo la pintura fija la apariencia; y sólo la gran pintura escoge precisamente la apariencia en la que hubiésemos deseado retenernos. 
Es así como el verdadero pintor, por negarse a pensar, esto es, a definir, y por elegir solamente los momentos, descartando los instantes, ha preparado su precioso objeto para una contemplación sin fin. Ese doble sentimiento, del pintor y del espectador, se parece bastante al amor; porque espera, se obstina, toma la apariencia tal como es, la acepta por entero; de ella espera la historia de un alma. y muy claramente el amor, distinto en esto de la estima, se aferra al exterior y se promete hallar el interior en él, tomando como culpa propia aquello que no ha sabido comprender. La estima rechaza la apariencia, y se dirige a las pruebas verdaderas; se dirige, como suele decirse, al alma, a través del discurso y de la acción; al alma, no al rostro. Pero el amor ha jurado salvar al rostro y no elegir. Sin duda Alcestes no comprendería la pintura, eminencia que jamás engaña. Pero una estatua de Celimena sería también algo sin sentido. Celimena está revestida de circunstancias y todos esos reflejos son verdaderos, pero es menester el ojo del pintor para aprehender por entero y para amar, primero, esa verdad superior. 
Esto equivaldría a decir, en lenguaje spinoziano, que en Dios hay también una verdad de la existencia; pero esta idea es, sin duda, insalvable para la inteligencia. Es preciso, pues, que me contente con estas observaciones. No obstante, ellas habrán de permitirnos, según creo, abordar con eficacia un tema peligroso: el desnudo. 
Todo, en la pintura, tiende a expresar los sentimientos de sociedad, purificados, dominados, salvados por el recuerdo, y muy por encima de la emoción del momento, siempre fuera de medida y destinada, casi por entero, a un olvido total. Lo cual está expresado por el traje de ceremonia –acompañamiento natural de los bellos retratos–, que concentra toda la atención en el rostro humano, traducción ya compuesta y cortés de todos los movimientos animales. Preciso es decir también que la emoción natural resulta del hecho de estar nosotros sumergidos en la naturaleza y atacados a cada instante en toda nuestra superficie. Ahora bien, el traje atenúa evidentemente la mayor parte de esas impresiones, dando ventaja a las emociones más vecinas al sentimiento, que se obtienen por los ojos. En otros términos, el desnudo expresa la comunicación del hombre con la naturaleza antes que las relaciones de sociedad. Se simplificaría mucho un problema frecuentemente discutido si se recordara que el traje es de ceremonia y corresponde a lo que la civilización ha aportado en materia de aderezos, al sentimiento. 
Si bien se mira, tal aderezo es el sentimiento mismo y, en primer lugar, las pasiones contenidas, por oposición a la emoción pura. Así, la negación del traje equivale a negar esos aderezos y esa contención. Se comprende perfectamente que la invencible naturaleza se manifieste en cada cual por un desprecio de la opinión y del traje. Podría decirse que, para expresar el indomable equilibrio que prefiere morir a cambiar, conviene que el cuerpo entero acuda a sostener la excesivamente prudente cabeza. y aun la cabeza sola da a entender que no es más que una parte del cuerpo. Así, en cierto sentido, la simplicidad de la escultura nos desnuda. No creo que pueda decirse otro tanto de la pintura, a despecho de incontables ensayos. Recuérdense los hermosos pensamientos de Hegel, que he mencionado a propósito de la estatua sin ojos; el alma está como difundida en todo el cuerpo del atleta y se expresa aun en el menor fragmento. Y, por oposición, piénsese en la mirada y sus aledaños, que son objeto preferido del pintor, y del pintor solamente. La mirada, punta del alma, que Goethe observaba con amor; y vosotros sabéis que tenía horror de las gentes con gafas, que, en efecto, se ocultan tras reflejos artificiales. 
Del mismo modo que los recuerdos se reúnen en la ensoñación total, todos los pensamientos se reúnen en la mirada. Por eso puede decirse que el vestido y el aderezo constituyen el accesorio natural del retrato, y que el retrato desnudo es imposible. Nuestra naturaleza está desnuda, nuestra estatua está desnuda; pero nuestro ser, hijo de la historia, está vestido; nuestros sentimientos están vestidos. Además, no es objeto propio de la pintura representar al atleta y ni siquiera al pensador. 
Igualmente, y anticipando un poco con respecto al dibujo, que, por otra parte, tan bien soporta el desnudo, debe reconocerse que la pintura no conviene para representar el movimiento. Por ejemplo, una asamblea pintada en agitación sólo es un instante, no un momento. La asamblea pintada será una asamblea de retratos, cada uno de ellos inmóvil y expresando toda una vida. Entiéndase que no pretendo en modo alguno legislar, y no está prohibido al pintor realizar una obra maestra que represente al movimiento. Yo he intentado hallar alguna forma de reflexión que pueda partir de las obras consagradas y no ser indigna de ellas; y la obra hace la ley. 
Como sea, el retrato es, en el hecho, rey de la pintura; y esto es lo que he procurado comprender, reflexionando sobre el imperio de las obras. En verdad, la escultura tampoco se acomoda muy bien al movimiento, y es más bella en el reposo. No obstante, la esencia de un ser puede mostrarse en el movimiento. Cosa digna de ser señalada al pasar; el movimiento conviene mejorar al bajo relieve, movimiento esencial, instituciones, cortejos, danza; y la razón de ello está, según creo, en que el bajo relieve nos aproxima al dibujo. El dibujo está alerta: es de un instante. Esto habrá de ser examinado más de cerca. 
Para terminar, propongo una especie de regla, cuyas aplicaciones podréis averiguar. El color pesa siempre sobre el movimiento; en cambio, el dibujo lleva siempre el color hacia el artificio decorativo. Los ejemplos de dibujos coloreados o de danzas pintadas, así como los ensayos de retratos desnudos, se me antojan punto de discusión entre dos artes vecinas, pero, en el fondo, extrañas la una a la otra. Una vez más digo que el gesto del pintor me anuncia que va a vencer al dibujo. Puede sacarse en conclusión que las diversas artes se entremezclan a veces en sus obras medianas, pero se separan, y aun se oponen, en sus obras maestras. 


El dibujo 
La línea. Descartes. El geómetra. El movimiento Las sombras. Un grabado de Rembrandt. El retrato dibujado. Sobre la imaginación. Sobre la inspiración 

El dibujo es, en todas las artes, desde la arquitectura, como una anticipación o preparación destinada siempre a ser superada. Pero he aquí que ahora se libera, presentándose como un arte completo. Nadie desea que un bello dibujo sea realizado en otra forma; nadie ve en él un proyecto. El dibujo carece casi de cuerpo, pero así se lo desea. Aunque mezclado a una especie de pintura en el grabado y en los dibujos sombreados, se advierte que por fin es él mismo cuando está reducido a una línea casi sin materia y al blanco del papel. Percibimos entonces un modo de expresión suficiente, que posee su poder propio. El relieve, la sombra, el color, nada añadirían y aun le quitarían algo. En su estado de pureza es dispuesto, somero, completo. Piénsese en el contorno del rostro de un dibujo japonés. Ningún arte es menos declamatorio; el misterio está contenido por entero en lo que posee de justo, de explícito y de terminado, sin preparación ni interioridad, sin masa alguna. El dibujo se opone así a la vez a la arquitectura, a la escultura y a la pintura. 
El dibujo aparece claro, como clara es una idea, por ejemplo, en Spinoza; pero en uno y otro caso esa transparencia tiene profundidad. ¡Tan pocos medios y tanta perfección, aun en los más pequeños ensayos, en un fragmento, en una mano! Se aceptan el tanteo, el retoque, el modelado, pero se siente que una línea completamente pura y sin espesor bastaría para representar la carne, la fuerza, la vida, el movimiento y, a través de todo ello, el sentimiento. 
¿Qué significa el dibujo? ¿De dónde procede ese poder? De la invención que le es propia, de la línea. 
Si se quisiese tratar suficientemente de la línea, preciso sería tratar del espíritu y remontarse a su fuente, al espíritu viviente, que es una especie de audacia sin violencia alguna. La línea no está en la naturaleza; la línea no quiere existir; su trazado, que no es más que su sombra, no le da cuerpo. No obstante, entre las obras de la imaginación real, la que al fin se halla en las obras, la línea trazada es lo que más se asemeja a la idea. Y el campo, sin distinciones, el campo uniforme, el blanco puro, que la línea divide o circunscribe, representa todo el contenido posible y, en cierto modo, aquello que la naturaleza quiere, que no altera la línea, que no la toca, que le está sometido por entero. De todos modos hay en la línea una anticipación atrevida y un método soberano, que empieza por terminar. La línea corre. Todos nuestros proyectos de pensamiento y acción son líneas. La línea figura la audacia pensante. Veo en ella seguridad, indiferencia y una especie de legislación. Compárese el dibujo con la pintura. El pintor –en eso es hombre–tiembla ante el sentimiento; en la pintura hay una especie de oración, una esperanza, una espera; de ahí un manejo prudente y sin anticipación alguna, al menos respecto de aquello que importa. El dibujo toma posesión, expresa una voluntad, una elección, un decreto. Cuanto más dispuesto y ligero es, como el ala, tanto más es él mismo. El milagro propio del dibujo está en que la más tenue línea es suficiente. Una boca sin color y a través de líneas que no existen, sin ninguna afectación de vida, es tan viviente, tan parlante, que puede desalentar al pintor. Apariencia que es pura invención a la que el negro sobre blanco basta; o el blanco sobre negro, o el negro sobre azul; esto no importa. Piénsese en la línea de la barbilla, de la mejilla, del cuello, cuando es perfecta; parece entonces que toda una naturaleza ha sido acogida en la trampa. Ese papel, que siempre sigue siendo papel, que exhibe su grano propio, su materia extranjera o intacta, ese papel empieza a vivir. 
Un bello dibujo es ya la imagen de lo que puede hacer el pensamiento sólo con palabras, sin ningún empeño en imitar por el ruido o por el ritmo la rica tela del mundo. El dibujo es una postura sublime. Aquí aparece un género de verdad que sólo depende del hombre. Descartes reconstruye la cosa según el espíritu por medio de líneas tenues y no se preocupa en probar que las cosas sean así, que Dios, corno él dice, las haya hecho así. Están cogidas en esa red que no posee nada de su forma; el arco iris y el imán están prisioneros; que la estofa sea corno ella quiera. Los espíritus medianos renuncian a saber cómo es, pero los grandes no quieren saberlo jamás. Eso es lo que dice el blanco del papel y esa señal de la forma, extraña, que no cuenta. 
Me dejo llevar por ese parentesco, que me parece evidente, entre el dibujo y el pensamiento. Es que la línea del dibujo no está en las cosas; una cabellera dibujada es más cabellera por el contorno, que no está en el modelo, que por las líneas del cabello mismo, que el gran dibujo desprecia. Por eso resulta imposible tratar de la línea, toda invención, sin pensar en la línea del geómetra, que no existe y que, en los trazados, existe siempre .en demasía. El pensamiento no quiere reconocerla en su Imagen aproximada; le deniega ese género de ser que pertenece a las cosas. Tornemos tres estrellas; pensadas a la vez, forman triángulo al instante; un triángulo sin líneas, al que no falta nada. Esa relación inmediata de una estrella a otra, esa distancia, sin partes ni diferencias, es el alma de la línea, es la idea. Las estrellas son puntos en la apariencia, pero la variedad de las cosas no toca la línea. La distancia que media entre mi persona y el fondo de esta sala no es más que una pura relación, un carnina completamente trazado y sin diferencias; es el proyecto puro. Tal es, podría decirse, el primer estado de todo dibujo, y, por eso, el trazado mismo se apresura y aligera. Nada de materia, o casi nada, ningún esfuerzo, ninguna pasión de conquista. Ni surcos ni agujeros en el papel. La mano es ligera, imparcial, indiferente, como el pensamiento. 
Hay una gran significación en la línea trazada por el aprendiz de geómetra, todavía salvaje, todavía asustado por el mundo. Línea gruesa, torcida, apoyada, que traza las pasiones, la impaciencia, la cólera, o el miedo a esas cosas. En realidad, una línea fea. Esto no anuncia al politécnico, magro legislador, sino más bien al enemigo de las leyes, que deja huellas y algo así como una pista por donde pasa. En cambio, una libertad, una decisión, algo inmaterial, anuncian, no al hijo de la tierra, sino al hijo del cielo, al Pitágoras, al Platón. Esta diferencia es clara como un rostro; sensible en la escritura, en las figuras geométricas y en los signos algebraicos, brilla en el dibujo. 
Hay una belleza propia del trazo, en el dibujo, que representa primero –cualquiera sea la cosa– una manera de contemplar y de aprehender, donde la presión de las pasiones, de la posesión, del deseo, no se expresa; hay más bien una negativa a tomar y una victoria sin violencia alguna. Aquel que rompe su lápiz está lejos del arte. El dibujo es así –como se lo ha sentido siempre–, la advertencia, la disciplina previa en todas las artes plásticas. El dibujo adquiere un gran sentido porque expresa la negativa a morder y el animal vencido. Representa el espíritu de conjunto y de contemplación en la acción misma; una especie de atletismo propia del artista. El dibujo más insignificante es un claro retrato del dibujante. 
Tal es, pues, la significación de la línea como trazo, esto es, considerada en su materia y espesor. Consideremos ahora su significado como línea justa, como representación del objeto. Entonces es un gesto, un movimiento fijado. Toda acción diseña algún trazado en el mundo; por ejemplo, una fuga, un arma que arrastramos, el rastro de una quilla sobre la arena. y este dibujo natural se parece más bien a la acción que a la cosa. Así, la línea del dibujo es la huella ligera de ese movimiento de las manos que van a aprehender y que se privan de hacerlo. Nosotros mismos, espectadores, que percibimos esa línea, esa línea que no tiene más que una dimensión en tanto lo permita la materia, nosotros mismos la seguimos, corremos con ella. 
Es posible, como decía, que la escultura, por accidente, exprese el movimiento; esta representación no conviene a la pintura. La arquitectura es inmóvil, vigorosamente inmóvil. En cambio, el dibujo va a representar siempre el movimiento, es decir, un instante; no el momento. La pintura representa, por excelencia, el momento; esto es, una larga duración reunida, recogida en el sentimiento total; y de ahí la importancia de la elección de la postura. Todo conviene en cambio al dibujo: los pies del ángel que vuela por la ventana, en un grabado de Rembrandt; un perfil perdido, un brazo, un hombro, una mano. Los bocetos de los grandes artistas ofrecen tesoros; y cada cual sentirá la diferencia entre esos contornos tenues y perfectos, yesos otros dibujos cargados de sombras y afectación, que evidentemente preparan la pintura. Se siente entonces que el dibujo está a punto de perecer y que se va a pasar a otro arte. 
Basta que una idea esté en su lugar, y no tenemos jamás otras pruebas. Es la ocasión de repetir que el dibujo rechaza el color; debería decirse más bien que lo desprecia y anula. Una sanguina no representa mejor el desnudo. Un papel azulado será tan carne como un papel rosa. 
Estas observaciones son importantes, y queda bien entendido que lo que va a seguir es tan sólo proposición, o manera de leer estas artes intermediarias que mezclan pintura y dibujo. Se comprenderá tal vez por qué en la acuarela y, sobre todo, en la estampa, allí donde el dibujo no cede ante el color, se advierte que el color toma más o menos valor de ornamento, es decir, cierto carácter arbitrario y extraño. Por ejemplo, unos árboles vigorosamente dibujados en negro podrán ser destacados con igual eficacia por un trazo rojo o por uno negro o azul. 
Las sombras darían pie a observaciones del mismo género, también sin pruebas; y de estas observaciones, como de toda idea, pienso que es más útil seguirlas en la aplicación que discutirlas. Confieso que me retiro siempre ante los discutidores; no tengo nada de tirano. Las sombras, según lo he indicado ya, son como un ensayo, de pintar en negro y blanco, es decir, de borrar la línea. Aquí se presenta el grabado, que mis gustos personales no me inducen en absoluto a desmerecer; bien al contrario. 
El grabado permite apreciar el poder de reproducir los retratos pintados, poder que proviene, en parte, de la pintura. El primer trabajo de interpretación está hecho; el modelo vivo no cuenta ya. Hay que seguir, pues, al grabado en sus ensayos para pintar en blanco y negro, según la naturaleza misma, y por los procedimientos y gestos del dibujo. Consideraremos aquí un ejemplo: la pieza llamada de los Cien Florines, de Rembrandt, por ser muy conocida y porque se presta a maravilla para explicar un poco mejor estas proposiciones que, sin duda, os parecerán. demasiado sutilizadas. Dos sectores hay en esta obra: de un lado, Jesús cura a los enfermos, ciegos, paralíticos, masa de miseria intensamente sombreada, trabajada, sobrecargada' del otro los doctores de la ley discuten el caso. Este ángulo está realizado con los trazos más tenues, sobre blanca; es un puro dibujo que representa a la maravilla un instante de la disputa. Una disputa está hecha de instantes. Nada más completo que este liviano dibujo, nada expresa más que él. En cambio, el rostro de Cristo, obra de expresión inmóvil, sombreada, que se dijera pintada de blanco y de negro, me parece inferior al proyecto. El sentimiento carece de profundidad; se requeriría allí la pintura. Rembrandt podía pintar, por cierto, ese rostro; semejantes sentimientos profundos y densos no estaban por encima de su genio; pero el grabado, hijo del dibujo, está aquí fuera de su jurisdicción. Lo intermedio nos es ofrecido en el grabado mismo, por el movimiento de ese hombre que busca su camino, 
Ciego de dedos abiertos evitando la esperanza.
Este movimiento es admirable porque es un movimiento; aquí el dibujo es suficiente y con poder propio, pero las puras líneas de la parte izquierda expresan mejor aún el instante, y a aquellos discutidores que escapan a sí mismos. 
De acuerdo con estas observaciones parecería que el dibujo no puede aspirar al retrato; pero no es posible decir tal cosa. Existe buen número de dibujos que expresan, sin lugar a dudas, una naturaleza de hombre, en lo que veo, sin embargo, un matiz que podréis verificar. El dibujo se asemeja entonces más bien a la escultura, por aquello de que fija en un instante naturalezas que no cambian ni cambiarán, de ésas que me place llamar cocodrilenses. Son naturalezas que han resistido a la experiencia, o bien es su parte resistente y escamosa la que está representada. En lo cual los retratos dibujados se oponen, por una fuerza afirmativa y en cierto modo tiránica, a la gracia del retrato pintado, que recuerda, que ha recurrido al artificio, que ha cambiado conservándose, que nos cuenta una vida de sociedad, una vida de sentimiento, una vida, en fin, de cortesía, en el sentido más profundo. En resumen, aquello que puede ser esculpido puede también ser dibujado; pero lo que la pintura expresa por el trabajo del color no puede alcanzarlo el dibujo. Repito una vez más que las obras maestras separan los géneros y hasta los oponen entre sí. 
Quédame por exponer, o mejor dicho, por retomar, explicándola algo más detalladamente, una idea importante respecto de la imaginación y su poder real, El dibujo es una ocasión excelente, me parece, para comprender cómo pueden copiarse recuerdos. Aquí, la doctrina clásica –podría decirse, escolar– es muy simple; la desgracia está en que es extraña a la naturaleza. humana. Un hombre de imaginación, como lo es el artista, es un hombre capaz de fijar imágenes que desfilan por su espíritu, de describirlas y copiarlas. Es así como el dramaturgo Curel describía, hace ya mucho tiempo, el trabajo de creación, Mis personajes –decía– se pasean a mi alrededor; no tengo más que escucharlos. Un pintor dirá, igualmente, que hace sentar ante él al modelo imaginado y que lo copla tal como haría con un modelo verdadero. Cuéntase que Newton tenía el poder de evocar para sí la imagen del sol. Estas grandes autoridades han puesto fin a la cuestión. 
Pero es el momento de recalcar que la imaginación, que nos engaña sobre todas las cosas, nos engaña también sobre sí misma. Según lo he explicado al comienzo de estas lecciones, no hay que creer demasiado a aquellos que describen sus propios fantasmas. Por lo que a mi toca, me he sorprendido más de una vez describiendo aquello que no veía de ningún modo, y he podido comprobar que era la descripción misma lo que confería consistencia a jirones inaprehensibles. Igualmente, cuando se dibujan recuerdos, la muy vaga evocación del modelo está acompañada de .un sentimiento de presencia que es todo en nuestro propio cuerpo y que llama al gesto, por insuficiencia misma del fantasma visual. Es así como el lápiz esboza una forma que queda, y que es entonces para nosotros como los huecos, grietas, humaredas y follajes que tan bien sostienen la imaginación y en los que entrevemos esbozos que quisiéramos completar. Reconocer en el primer esquicio el retrato que buscamos, conservar y recalcar mejor aún ese parecido, esto es lo que, a mi entender, puede ser considerado dibujar de memoria. El dibujo no es, en tal caso, copia de lo imaginario mas bien hace aparecer lo imaginario. Y esta idea, vuelta a encontrar aquí es de gran alcance para las bellas artes. porque la imaginación no es más que un tormento; la Imaginación no nos satisface jamás; cualquiera sea la fuerza de persuasión del discurso, no llegamos jamás a la alucinación. Quizá la alucinación se reduzca siempre a un género de elocuencia, y los médicos lo sospechan ahora. 
Como quiera que sea, el hombre normal busca un objeto para sus ensoñaciones; lo hace. Es que la imaginación es incapaz de crear en el espíritu solamente; por eso existen las bellas artes. La imaginación sólo puede crear cambiando realmente el mundo, por el movimiento, por el trabajo de las manos, por la voz. La música nos proporciona la mejor aclaración sobre este punto, lo mismo que la danza, la elocuencia y, acaso mejor aún la poesía; porque aquí no hay incertidumbre; nadie imagina una melodía sin cantarla, ni un paso de baile sin bailarlo, ni un discurso sin pronunciarlo, y menos aún se querría imaginar un verso sin decirlo en el propio oído. 
Estas observaciones tan simples me han instruido mucho, haciéndome ver la conveniencia de tratar de todas la artes en un sistema, es decir, según una serie bien ordenada. Me he preguntado por qué movimiento del cuerpo humano se buscaba imaginar una forma, un contorno, un color, y he comprobado que no era menos natural dibujar o esculpir que cantar o bailar. Esto es lo real de la ensoñación, fuera de lo cual debemos confesar la indigencia extrema de las imágenes que no son más que tales. Y realmente no puedo decir lo que es una imagen contemplada solamente en espíritu; descubro en ella algunas percepciones vagas y unos cuantos recuerdos revoloteantes, que son de retina. Nuestros espectros no son en modo alguno nuestros modelos. Por lo contrario, las bellas artes se explican por el hecho de que la ejecución no deja de superar a la concepción, sobre todo cuando un largo trabajo de artesano ha establecido la libre comunicación de sentimientos y movimientos. 
Se llama inspiración a ese movimiento de naturaleza que sobrepasa nuestra esperanza; y el artista es el hombre en quien la realización por el canto, por la construcción, por la pintura, por el dibujo, lleva ventaja sobre la imaginación únicamente mental, tan promisoria y que tan mal cumple. 
Todo hombre quiere fijar sus pensamientos e imágenes y los ve derretirse bajo la mirada directa, como Eurídice ante Orfeo. Y hay una ley admirable, siempre negada y siempre verificada, según la cual la atención pone en fuga a la aparición. Por lo demás, está claro que el recuerdo de la obra no reemplaza de ninguna manera a la obra; aun en el caso de un poema solemnemente releído, esto nos sorprende. y esta sorpresa no se desgasta. 


El artista
El artista. La Pitia. El artista salva a los oráculos. El trabajo y la inspiración. El artista y la opinión. El poema de la primavera. Pensamiento y sentimiento. El hombre libre 

Nuestras reflexiones se prolongarían indefinidamente: un mundo se abre, los ejemplos se proponen, las ideas buscan objeto y lo hallan. Pero hemos llegado al término de estas lecciones, y es preciso terminar. Pregunto ahora: ¿Qué idea debe hacerse uno del artista? ¿Es un ciudadano? Me parece que la obediencia a los hombres no es asunto suyo. Miguel Ángel pintó en su infierno un cardenal a quien no quería; hubo reclamación ante el Pontífice. En estos casos, el ingenio es el recurso de los poderosos : "Yo lo puedo todo en el cielo –respondió el Papa–, pero en el infierno no puedo nada." Era una manera de confesar que el doble . Poder, reunido en un solo hombre, no tiene potestad alguna sobre le genio. 
No es afuera, ni en ningún género de doctrina, donde el artista irá a buscar sus ideas. Sus ideas son sus obras. Y ahora adivinamos en parte cómo las busca. De ningún modo en los libros, en la enseñanza, en la discusión, en la tradición; de todo eso toma más bien la idea exterior; por ejemplo, el Juicio Final no es más que el tema. En cuanto a la idea interior, la busca a su manera, la más antigua, la única confirmada por resultados brillantes, la única que hace posible el acuerdo, la única que domina las discusiones. 
Pero a fin de reunir bajo nuestra mirada, en esta lección final, este extraño método de pensar, debemos representarnos a la Pitia, y cómo griegos y bárbaros la interrogaban. ¿La Pitia? Una loca, incapacitada de referir ya nada a sí misma; y expresando con movimientos y gritos, expresando sin saber qué. Hombres cansados de razonar sobre el porvenir acudían a ella en busca de alguna luz acerca de la presente situación cósmica y de lo que habría de sobrevenir. Ahora bien, ¿qué idea podía llevar a esa gestión y a esa búsqueda? El pensamiento, por cierto (y los griegos lo supieron mejor que cualquier otro pueblo), tiene su poder propio, que procede de aquello que divide y ordena –piénsese en nuestro padre Descartes–, de tal manera que la punta del razonamiento viene a fijarse en un punto del mundo, y a determinarlo perfectamente. Es así como se mide el eclipse. y este ejemplo permite ver claramente que dicho método es abstracto hasta en la experiencia; porque en e! hecho un eclipse puede serlo todo, inclusive una batalla perdida por el pánico. Ahora bien, los acontecimientos que nos interesan, invasiones, victorias, cambios de reinado no son separables, y nuestros análisis se pierden en el todo, Pero el cuerpo humano es una admirable caja de resonancia, un registrador de universos, un escorzo del mundo. ¿Qué presión, qué sonido, qué luz no lo modifica un tanto? El inmenso mar de la existencia bate por todos los flancos a esta envoltura sensible y la envoltura reacciona; de ahí el humor. melancólico o alegre. Esto es atemperado tan sólo por la razón y la cortesía; procedemos y elegimos. Porque somos razonables no emitimos oráculos. La Pitia no elige; no hay una inflexión de su cuerpo o de su voz que no exprese todas las cosas a la vez. Nótese que la Pitia resume mil ejemplos de! mismo género. Se ha interrogado a los locos, a los inocentes, a las bestias, a las entrañas mismas de las bestias. Todo eso es Pitia. En este espectáculo de un ser cuyo humor es liberado, de un ser que se ha vuelto un torbellino de naturaleza flexible a todo, en este espectáculo se expresa un gran secreto, todo un momento del mundo, del que habrán de depender los momentos venideros. La dificultad estaba en observar, en interpretar todo esto. En consultas de este género se adopta, casi siempre, algún lenguaje convencional, pero el lenguaje común puede convenir también, a condición de que la razón cartesiana no llegue a turbarlo. Se espera entonces que el conocimiento total, que está seguramente en ese cuerpo librado a la emoción pura, habrá de traducirse bien o mal por el lenguaje habitual, aunque quebrado, roto, deformado. Me parece que esas tentativas, siempre conmovedoras, están ahora juzgadas. Todo es ambiguo y se hace aquello que place. 
¿Y el artista? El artista es aquel que ha salvado los oráculos por un método más paciente, apoyado en un oficio, en trabajos continuados, en búsquedas de expresión primero bastante ordinarias, cantar, esculpir, ornamentar, pintar, pero notables en que superan grandemente al discurso. 
He explicado suficientemente que el cuerpo humano está en juego, que es intimado para expresar la verdad profunda; por una variedad de movimientos, no arbitrarios, sino circunscriptos por anticipado; por un estremecimiento y una ondulación del contorno según el delirio pítico: y aquí como en el oráculo, el artista busca la idea y la adivina. No obstante, la obra se hace; la obra inscribe el oráculo, lo conserva y se ofrece como una tableta más sensible, en la que habrán de inscribirse otros movimientos por venir. El verso se diseña; algunas palabras aparecen en la canción; un resplandor ilumina e! retrato pintado. 
El trabajo del artista consiste en reconocer la idea en embrión, liberarla con precaución, tomando buen cuidado de que la razón no turbe ese misterioso trabajo, esa respuesta del cuerpo humano en comunicación con todas las cosas. y que cada cual juzgue según el arte que conoce mejor. 
Por mi parte, es sobre todo en el trabajo del músico y, en particular, del poeta, donde capto mejor esa paciencia para rechazar aquello que es de industria y para golpear, en cierto modo, sobre la obra comenzada hasta que ella responda. Se comprende entonces cómo el trabajo está ligado a la inspiración, cómo la prepara y la solicita; cómo también es gran arte el no borrar temerariamente y cómo una plena indulgencia hacia sí mismo se concilia con una severidad inflexible. Heroica confianza en sí mismo, valerosa confianza en sí sólo. El artista es el único optimista. La recompensa de cada instante, invisible para los demás, es lo que lo sostiene. Por ese largo camino halla, en forma de objeto, la idea inexpresable e inagotable, fuente sin fin de pensamientos, a su vez oráculo, espejo del alma y respuesta a nuestras pasiones. Así es un hermoso poema, y así también un bello retrato. 
Por ello comprendo mejor aquello que he adelantado, que la obediencia a los demás, a las costumbres, a las leyes, al poder, a los intereses y, en fin, a todas las razones de Estado, no es lo que importa en el artista. Pero ahora, al que sabe convertirse en Pitia, para sí mismo y para todos, le veo no discutiendo y negando, sino más bien confiando en el oficio, volviendo a él, pensando en ello. Desconfiando, pues, respecto de aquello que está razonablemente probado, explicado y que él llama intelectual; eso es moneda corriente, el pensamiento abstracto y comunicable, que viene de fuera y que uno aprende de los demás. ¿Aprender de los demás? El oficio sí se lo aprende de los demás; pero el pensamiento del artista es como un coloquio con su propio genio, a través del lenguaje de un determinado oficio. El artista teme la opinión; quiero decir que teme amarla, respetarla. Teme más el elogio que la censura. Teme tachar temerariamente y por la razón lo que su naturaleza le dicta. Es original en el sentido de que sus pensamientos, que son sus obras, tienen su origen en él mismo y no en los demás. Así, el artista está aislado en un sentido dado, pero humano, universal, hermano de todos en mayor grado, quizá, que ningún otro hombre. ¿Original? Es necesario interpretar debidamente esta palabra. 
He dicho ya que solamente los lugares comunes son verdaderos. No hay que creer que el artista busca una idea rara. No, sino más bien una manera rara, única que le es propia, de producir una idea común, de producirla realmente común, hablando a todo hombre, como hablan las grandes obras. No hemos de agotar esta idea, que sería posible seguir a través de todas las artes; pero puedo aclararla todavía por un ejemplo tomado de las estaciones. 
Hay más de una primavera en el poeta. Al presente he de evocar a tres. De Horacio en primer término: 
Deshecho está el áspero invierno ante el alegre retorno de Primavera y Céfiro, 
Y de la playa se tiran con el cable las carenas…. 
Otro, también de Horacio: 
¡Huyen las nieves! Retorna ya el césped a los prados, 
y en los árboles cabelleras . .. 
Un tercero, por fin, de Válery ; y esta primavera no será menos leída que sus antecesoras: 
Mañana, sobre un suspiro de las bondades consteladas 
La primavera viene a quebrar las fuentes selladas. 
El detalle de la ejecución no me es necesario; y he aquí adonde quiero llegar. La primavera es conocida de todos sentida por todos. Conocida de todos. Cada cual puede describirla por los astros, por los pájaros, por las flores y las hojas, y nada se opone a que todas estas cosas sean puestas en verso, a la manera del abate Delille. Serán pensamientos formados primeramente según la experiencia razonable y luego sujetos al número y a la rima. Por otra parte, cada cual Siente la primavera. Todo nuestro ser lo expresa a la manera .pítica. Los movimientos, la tez, los ojos, hasta las ondulaciones del cabello; todo lleva un mensaje, como lo llevan el mirlo, el pinzón, la oropéndola y el cuclillo. Pero todo eso es apenas balbuceo; es algo inexpresado, La idea no puede salir por ese camino, que no es más que una alegría, una impaciencia, un gran amor sin palabra. 
Ahora bien, lo que constituye lo bello en el poema de la primavera no es la idea expresada, que es ordinaria; no es el sentimiento, experimentado por todos. Lo bello es ese sentimiento mismo, a través de los movimientos del cuerpo, por una especie de danza espontánea que el poeta interroga y que produce como por milagro y con un ruido de naturaleza las palabras que cada cual diría. Cada cual las diría, pero ahora es el oráculo el que habla. La idea tiene un cuerpo, la idea es naturaleza, la idea es interior; viene de lo más profundo del ser, como una sonrisa o una lágrima, desde lo más profundo del ser sibilino. En nosotros también, que leemos, por el doble humano, por la razón y por la fábrica de nuestro cuerpo, que concuerdan milagrosamente, la reconciliación está hecha entre aquello que danza y aquello que piensa. Es como un saludo; es una solución del problema humano, del problema real. ¡Por fin tengo una idea!  Mejor aún –como los fantasmas de ideas se compran en el mercado– por fin soy la idea. La idea puede ser completamente común, pero se la posee. 
Poseer una idea es la verdadera riqueza, y riqueza rara. No es rara la idea, sino su posesión. Pregúntese a alguien su opinión; primero mira a los demás. Lo propio de las opiniones de respeto, de mercado, de cálculo, es ser prestadas; prestadas por todos a todos, tal como se vió en la célebre crisis de confianza: cada cual se ajusta a los demás, lo que comunica al fin a todos una opinión que no es de nadie. Miseria. Imito, saludo, adulo, me pongo de acuerdo. Acuerdo vacío; falta el hombre. La idea no tiene raíces; no expresa la naturaleza individual. Felizmente todos somos un poco artistas, y cada cual, desde el instante en que se le pregunta seriamente qué piensa, busca su sentimiento. "He aquí mi sentir" es la palabra de más fuerza porque quiere designar la idea que nace de nuestra naturaleza y que concuerda con nuestros movimientos más secretos. Tales son los relámpagos del genio en todo hombre, pero son raros. Como no se tiene el método del artista, no se los puede volver a encontrar; uno se sorprende de no encontrarlos; no se atreve a creerlo; más exactamente, uno no se atreve a haberlo creído. El artista que se pierde a sí mismo no ha osado creer en sí mismo. Fué a preguntar a los demás lo que pensaban. Prestemos atención. Es posible que una cierta materia instructiva, aun embriagada de sí misma, haga desaparecer al hombre bajo el traje. ¡Es tan fácil repetir! Una prueba nos fuerza. Así todo estaría dicho, pero esa fuerza misma nos inquieta. Pascal había visto claramente el privilegio de las razones que uno mismo ha hallado. Pero las gentes, en su mayoría renuncian; se limitan a ser curiosas, dóciles, inquietas por la opinión, imitadoras, rebaño. El ingobernable, el indomable artista, sería pues como un centro de reunión y de resistencia; otra especie extraña de rey que no quiere reinar. Un hombre roca, al que no es posible persuadir, al que es preciso rodear, como a un monumento, que obstruye. Y veríamos cosas hermosas si algún agente de bastón blanco impusiese a todos los espíritus el sentido único, la mano única. 
Esto hace reír. Aquí no hay incertidumbre, ni la hubo jamás. Cada cual espera los verdaderos valores. El hombre roca tiene tres nombres y tres aspectos. El artista, el santo; el sabio, ofrecen en todos los tiempos el modelo del hombre que piensa según él mismo, que no adula, que no busca el elogio, que no funda una asociación con estatutos. Pero ellos son también los únicos dignos de ser honrados; entre los tres hacen la humanidad, pues por su enérgica negativa de sociedad hacen al punto sociedad. El santo y el sabio son raros. A veces, la modestia los reúne en rebaño: Iglesia o Academia. El artista exhibe otra modestia inquebrantable: "Yo soy –dice– como soy; expresaré mi yo o no expresaré nada. Yo no envidio." El artista, por su vocación misma, es el incorruptible. Por donde puede comprenderse, una vez más, el alto precio de las artes y de las obras bellas. Ese valor no humilla; levanta. Esa admirable desigualdad produce en seguida la igualdad, porque despierta 

Alain. Veinte lecciones sobre las bellas artes. Emecé Editores, Buenos Aires, 1955.  Págs 48-58. Traducción de Alejandro Ruiz Guiñazú.

Alain (Émile-Auguste  Chartier) Francia 1868-1951 Fue seleccionado para enseñar filosofía en París y ejerció una influencia considerable entre generaciones de estudiantes, enseñándoles no en qué pensar sino en cómo pensar. Entre 1914 y 1917, sirvió en el ejército donde escribió Marte o la verdad de la guerra (1921) y Sistema de las Bellas Artes (1920). Después de la guerra, reanudó sus escritos y clases en el liceo Enrique IV. Se retiró a una pequeña casa en Le Vésinet cerca de París, donde recibía las visitas asiduas de sus discípulos. Entre sus obras más conocidas están: Idées (Ideas, 1932), Los dioses (1934) y Las aventuras del corazón (1945). En 1951 su amplio conjunto de obras fue premiado con el primer Gran Premio Nacional de Literatura, el único honor que estuvo dispuesto a aceptar en vida. Único entre los escritos filosóficos, Propósitos (1906-1951) es una colección de textos periodísticos por su contenido, pero satisface los más elevados modelos de rigor filosófico; reúne la mayor parte de la obra escrita de Alain. Estos 5.000 textos cortos hablan sobre acontecimientos de la época en la que Alain vivió, pero son, ante todo, la libre expresión de un gran pensamiento. (mundocitas.com)

Pablo Neruda - El poder de la poesía

$
0
0



Ha sido privilegio de nuestra época –entre guerras, revoluciones y grandes movimientos sociales– desarrollar la fecundidad de la poesía hasta límites no sospechados. El hombre común ha debido confrontarla de manera hiriente o herida, bien en la soledad, bien en la masa montañosa de las reuniones públicas.
Nunca pensé, cuando escribí mis primeros solitarios libros, que al correr de los años me encontraría en plazas, calles, fábricas, aulas, teatros y jardines, diciendo mis versos. He recorrido prácticamente todos los rincones de Chile, desparramando mi poesía entre la gente de mi pueblo.
Contaré lo que me pasó en la Vega Central, el mercado más grande y popular de Santiago de Chile. Allí llegan al amanecer los infinitos carros, carretones, carretas y camiones que traen las legumbres, las frutas, los comestibles, desde todas las chacras que rodean la capital devoradora. Los cargadores —un gremio numeroso, mal pagado y a menudo descalzo—pululan por los cafetines, asilos nocturnos y fonduchos de los barrios inmediatos a la Vega.
Alguien me vino a buscar un día en un automóvil y entré a él sin saber exactamente a dónde ni a qué iba. Llevaba en el bolsillo un ejemplar de mi libro España en el corazón. Dentro del auto me explicaron que estaba invitado a dar una conferencia en el sindicato de cargadores de la Vega.
Cuando entré a aquella sala destartalada sentí el frío del Nocturno de José Asunción Silva, no sólo por lo avanzado del invierno, sino por el ambiente que me dejaba atónito. Sentados en cajones o en improvisados bancos de madera, unos cincuenta hombres me esperaban. Algunos llevaban a la cintura un saco amarrado a manera de delantal, otros se cubrían con viejas camisetas parchadas, y otros desafiaban el frío mes de julio chileno con el torso desnudo. Yo me senté detrás de una mesita que me separaba de aquel extraño público. Todos me miraban con los ojos carbónicos y estáticos del pueblo de mi país.
Me acordé del viejo Lafferte. A esos espectadores imperturbables, que no mueven un músculo de la cara y miran en forma sostenida, Lafferte los designaba con un nombre que a mí me hacía reír. Una vez en la pampa salitrera me decía: "Mira, allá en el fondo de la sala, apoyados en la columna, nos están mirando dos musulmanes. Sólo les falta el albornoz para parecerse a los impávidos creyentes del desierto."
Qué hacer con este público? De qué podía hablarles? Qué cosas de mi vida lograrían interesarles? Sin acertar a decidir nada y ocultando las ganas de salir corriendo, tomé el libro que llevaba conmigo y les dije:
—Hace poco tiempo estuve en España. Allí había mucha lucha y muchos tiros. Oigan lo que escribí sobre aquello.
Debo explicar que mi libro España en el corazónnunca me ha parecido un libro de fácil comprensión. Tiene una aspiración a la claridad pero está empapado por el torbellino de aquellos grandes, múltiples dolores.
Lo cierto es que pensé leer unas pocas estrofas, agregar unas cuantas palabras, y despedirme. Pero las cosas no sucedieron así. Al leer poema tras poema, al sentir el silencio como de agua profunda en que caían mis palabras, al ver cómo aquellos ojos y cejas oscuras seguían intensamente mi poesía, comprendí que mi libro estaba llegando a su destino. Seguí leyendo y leyendo, conmovido yo mismo por el sonido de mi poesía, sacudido por la magnética relación entre mis versos y aquellas almas abandonadas.
La lectura duró más de una hora. Cuando me disponía a retirarme, uno de aquellos hombres se levantó. Era de los que llevaban el saco anudado alrededor de la cintura.
—Quiero agradecerle en nombre de todos –dijo en alta voz.– Quiero decirle, además, que nunca nada nos ha impresionado tanto.
Al terminar estas palabras estalló en un sollozo. Otros varios también lloraron. Salí a la calle entre miradas húmedas y rudos apretones de mano. ¿Puede un poeta ser el mismo después de haber pasado por estas pruebas de frío y fuego?


Cuando quiero recordar a Tina Modotti debo hacer un esfuerzo, como si tratara de recoger un puñado de niebla. Frágil, casi invisible. ¿La conocí o no la conocí?
Era muy bella aún: un óvalo pálido enmarcado por dos alas negras de pelo recogido, unos grandes ojos de terciopelo que siguen mirando a través de los años. Diego Rivera dejó su figura en uno de sus murales, aureolada por coronaciones vegetales y lanzas de maíz.
Esta revolucionaria italiana, gran artista de la fotografía, llegó a la Unión Soviética hace tiempo con el propósito de retratar multitudes y monumentos. Pero allí, envuelta por el desbordante ritmo de la creación socialista, tiró su cámara al río Moscova y se juró a sí misma consagrar su vida a las más humildes tareas del partido comunista. Cumpliendo este juramento la conocí yo en México y la sentí morir aquella noche.
Esto sucedió en 1941. Su marido era Vittorio Vidale, el célebre comandante Carlos del 5º Regimiento. Tina Modotti murió de un ataque al corazón en el taxi que la conducía a su casa. Ella sabía que su corazón andaba mal pero no lo decía para que no le escatimaran el trabajo revolucionario. Siempre estaba dispuesta a lo que nadie quiere hacer: barrer las oficinas, ir a pie hasta los lugares más apartados, pasarse las noches en vela escribiendo cartas o traduciendo artículos. En la guerra española fue enfermera para los heridos de la República.
Había tenido un episodio trágico en su vida, cuando era la compañera del gran dirigente juvenil cubano Julio Antonio Mella, exiliado entonces en México. El tirano Gerardo Machado mandó desde La Habana a unos pistoleros para que mataran al líder revolucionario. Iban saliendo del cine una tarde, Tina del brazo de Mella, cuando éste cayó bajo, una ráfaga de metralleta. Rodaron juntos al suelo, ella salpicada por la sangre de su compañero muerto, mientras los asesinos huían altamente protegidos. Y para colmo, los mismos funcionarios policiales que protegieron a los criminales pretendieron culpar a Tina Modotti del asesinato.
Doce años más tarde se agotaron silenciosamente las fuerzas de Tina Modotti. La reacción mexicana intentó revivir la infamia cubriendo de escándalo su propia muerte, como antes la habían querido envolver a ella en la muerte de Mella. Mientras tanto, Carlos y yo velábamos el pequeño cadáver. Ver sufrir a un hombre tan recio y tan valiente no es un espectáculo agradable. Aquel león sangraba al recibir en la herida el veneno corrosivo de la infamia que quería manchar a Tina Modotti una vez más ya muerta. El comandante Carlos rugía con los ojos enrojecidos; Tina era de cera en su pequeño ataúd de exiliada; yo callaba impotente ante toda la congoja humana reunida en aquella habitación.
Los periódicos llenaban páginas enteras de inmundicias folletinescas. La llamaban "la mujer misteriosa de Moscú". Algunos agregaban: "Murió porque sabía demasiado." Impresionado por el furioso dolor de Carlos tomé una decisión. Escribí un poema desafiante contra los que ofendían a nuestra muerta. Lo mandé a todos los periódicos sin esperanza alguna de que lo publicaran. Oh, milagro! Al día siguiente, en vez de las nuevas y fabulosas revelaciones que prometían la víspera, apareció en todas las primeras páginas mi indignado y desgarrado poema.
El poema se titulaba "Tina Modotti ha muerto". Lo leí aquella mañana en el cementerio de México, donde dejamos su cuerpo y donde yace para siempre bajo una piedra de granito mexicano. Sobre esa piedra están grabadas mis estrofas.
Nunca más aquella prensa volvió a escribir una línea en contra de ella.


Fue en Lota, hace muchos años. Diez mil mineros habían acudido al mitin. La zona del carbón, siempre agitada en su secular pobreza, había llenado de mineros la plaza de Lota. Los oradores políticos hablaron largamente. Flotaba en el aire caliente del mediodía un olor a carbón y a sal marina. Muy cercano estaba el océano, bajo cuyas aguas se extienden por más de diez kilómetros los túneles sombríos en que aquellos hombres cavaban el carbón.
Ahora escuchaba a pleno sol. La tribuna era muy alta y desde ella divisaba yo aquel mar de sombreros negros y cascos de mineros. Me tocó hablar el último. Cuando se anunció mi nombre, y mi poema "Nuevo canto de amor a Stalingrado", pasó algo insólito, una ceremonia que nunca podré olvidar.
La inmensa muchedumbre, justo al escuchar mi nombre y el título del poema, se descubrió silenciosamente. Se descubrió porque después de aquel lenguaje categórico y político, iba a hablar mi poesía, la poesía. Yo vi, desde la elevada tribuna, aquel inmenso movimiento de sombreros: diez mil manos que bajaban al unísono, en una marejada indescriptible, en un golpe de mar silencioso, en una negra espuma de callada reverencia.
Entonces mi poema creció y cobró como nunca su acento de guerra y de liberación.


Esto otro me pasó en mis años mozos. Yo era aquel poeta estudiantil de capa oscura, flaco y desnutrido como un poeta de ese tiempo. Acababa de publicar Crepusculario y pesaba menos que una pluma negra.
Entré con mis amigos a un cabaret de mala muerte. Era la época de los tangos y de la matonería rufianesca. De repente se detuvo el baile y el tango se quebró como una copa estrellada contra la pared.
En el centro de la pista gesticulaban y se insultaban dos famosos hampones. Cuando uno avanzaba para agredir al otro, éste retrocedía, y con él reculaba la multitud filarmónica que se parapetaba detrás de las mesas. Aquello parecía una danza de dos bestias primitivas en un claro de la selva primordial.
Sin pensarlo mucho me adelanté y los increpé desde mi flacucha debilidad:
—Miserables matones, torvos sujetos, despreciables palomillas, dejen tranquila a la gente que ha venido aquí a bailar y no a presenciar esta comedia!
Se miraron sorprendidos, como si no fuera cierto lo que escuchaban. El más bajo, que había sido pugilista antes de ser hampón, se dirigió a mí para asesinarme. Y lo hubiera logrado, de no ser por la aparición repentina de un puño certero que dio por tierra con el gorda. Era su contenedor que, finalmente, se decidió a pegarle.
Cuando al campeón derrotado lo sacaban como a un saco, y de las mesas nos tendían botellas, y las bailarinas nos sonreían entusiasmadas, el gigantón que había dado el golpe de gracia quiso compartir justificadamente el regocijo de la victoria. Pero yo lo apostrofé catoniano:
—Retírate de aquí! Tú eres de la misma calaña!
Mis minutos de gloria terminaron un poco después. Tras cruzar un estrecho corredor divisamos una especie de montaña con cintura de pantera que cubría la salida. Era el otro pugilista del hampa, el vencedor golpeado por mis palabras, que nos interceptaba el paso en custodia de su venganza.
—Lo estaba esperando —me dijo.
Con un leve empujón me desvió hacia una puerta, mientras mis amigos corrían desconcertados. Quedé desamparado frente a mi verdugo. Miré rápidamente qué podía agarrar para defenderme. Nada. No había nada. Las pesadas cubiertas de mármol de las mesas, las sillas de hierro, —Imposibles de levantar. Ni un florero, ni una botella, ni un mísero bastón olvidado.
—Hablemos ——dijo el hombre.
Comprendí la inutilidad de cualquier esfuerzo y pensé que quería examinarme antes de devorarme, como el tigre frente a un cervatillo. Entendí que toda mi defensa estaba en no delatar el miedo que sentía. Le devolví el empujón que me diera, pero no logré moverlo un milímetro. Era un muro de piedra.
De pronto echó la cabeza hacia atrás y sus ojos de fiera cambiaron de expresión.
—Es usted el poeta Pablo Neruda? ——dijo.
—Sí soy.
Bajó la cabeza y continuó:
—Qué desgraciado soy! Estoy frente al poeta que tanto admiro y es él quien me echa en cara lo miserable que soy!
Y siguió lamentándose con la cabeza tomada entre ambas manos:
—Soy un rufián y el otro que peleó conmigo es un traficante de cocaína. Somos lo más bajo de lo bajo. Pero en mi vida hay una cosa limpia. Es mi novia, el amor de mi novia. Véala, don Pablito. Mire su retrato. Alguna vez le diré que usted lo tuvo en sus manos. Eso la hará feliz.
Me alargó la fotografía de una muchacha sonriente.
—Ella me quiere por usted, don Pablito, por sus versos que hemos aprendido de memoria.
Y sin más ni más comenzó a recitar:
—Desde el fondo de ti y arrodillado, un niño triste como yo nos mira...
En ese momento se abrió la puerta de un empellón. Eran mis amigos que volvían con refuerzos armados. Vi las cabezas que se agolpaban atónitas en la puerta.
Salí lentamente. El hombre se quedó solo, sin cambiar de actitud, diciendo "por esa vida que arderá en sus venas tendrían que matar las manos mías", derrotado por la poesía.


El avión del piloto Powers, enviado en misión de espionaje sobre el territorio soviético, cayó desde increíble altura. Dos fantásticos proyectiles lo habían alcanzado, lo habían derribado desde sus nubes. Los periodistas corrieron al perdido sitio montañoso desde donde partieron los disparos.
Los artilleros eran dos muchachos solitarios. En aquel mundo inmenso de abetos, nieves y ríos, comían manzanas, jugaban ajedrez, tocaban acordeón, leían libros y vigilaban. Ellos habían apuntado hacia arriba en defensa del ancho cielo de la patria rusa.
Los acosaron a interrogaciones.
—Qué comen? Quiénes son sus padres? Les gusta el baile? Qué libros leen?
Contestando esta última pregunta, uno de los jóvenes artilleros respondió que leían versos y que entre sus poetas favoritos estaban el clásico ruso Pushkín y el chileno Neruda.
Me sentí infinitamente contento cuando lo supe. Aquel proyectil que subió tan alto, e hizo caer el orgullo tan abajo, llevaba en alguna forma un átomo de mi ardiente poesía.


Pablo Neruda. Confieso que he vivido. Autobiografía. Planeta-Agostini, Barcelona.





Brian Holmes - El dispositivo artístico, o la articulación de enunciaciones colectivas

$
0
0



Una de las fuertes potencialidades del arte actual proviene de cierta sensibilidad por la manera en que rigorosas investigaciones filosóficas, sociológicas o científicas pueden combinarse con formas estéticas para impulsar procesos colectivos que desnormalizan el curso de la propia investigación, abriendo senderos críticos y constructivos. Los proyectos que resultan de esa sensibilidad contienen una densa trama discursiva, pero se sustentan asimismo en el ejercicio lúdico y autorreflexivo de las capacidades básicas del ser humano: percepción, afecto, pensamiento, expresión y relación.
Se pueden dar múltiples ejemplos. En un registro altamente formal tenemos la actividad de Ricardo Basbaum. Sus reflexiones sobre las estructuras operativas de la sociedad de control se sintetizan en instalaciones y diagramas pictóricos que, a su vez, devienen puntos de partida para coreografías colectivas que desarrollan formas de resistencia expresiva[1]. Una versión más tecnologizada es la del proyecto Makrolab. Grupos que viven bajo condiciones de aislante/aislamiento conducen investigaciones sobre las migraciones humanas y animales, el cambio climático y los usos del espectro electromagnético, todo ello en el interior del ambiente enclaustrado de un laboratorio nómada que sintetiza una compleja serie de referencias a la vanguardia arquitectónica y la tradición teatral[2]. Otro caso más serían los foros de discusión por correo electrónico orquestados durante los últimos diez años por Jordan Crandall. Aquí, el desarrollo de un debate temático sirve para sondear las relaciones sociales geográficamente escindidas entre los y las participantes, generando un conocimiento sobre la sociedad global que a su vez contribuye directamente al estudio temático[3]. Finalmente –por abreviar lo que podría ser una lista mucho más larga– pensemos en la exploración fílmica de la red de carreteras Corridor X, llevada a cabo en la periferia sureste europea por quienes participaban en el proyecto Timescapes. Tras haber filmado diferentes zonas geográficas y culturales, utilizaron una plataforma de comunicaciones especialmente diseñada para vincular entre sí estudios de montaje esparcidos desde Berlín a Ankara, que se mantuvieron en constante diálogo y confrontación durante la elaboración de una instalación de vídeo multicanal y multiautor, siendo ella misma sólo una parte de un programa más amplio que culminó en la exposición B-Zone: Becoming Europe and Beyond[4].
En todos los casos, el acto artístico inicial consistía en establecer el entorno y los parámetros para una investigación más amplia. Y también en todos los casos tal investigación devenía expresiva, múltiple, desbordando el marco inicial y abriendo posibilidades inesperadas. Lo que emerge de este tipo de práctica es una nueva definición de arte como laboratorio móvil y teatro experimental para investigar e instigar el cambio social y cultural. Puede que en el curso de este tipo de prácticas se produzcan obras en un sentido tradicional, incluso, en efecto, obras excelentes, como se demostraría observando los ejemplos que he mencionado. No obstante, la mejor manera de comprender estas obras singulares es analizarlas no aisladamente sino en el contexto de un agenciamiento en el sentido que dieron a este término Deleuze y Guattari. Se convierten en elementos de lo que aquí llamaré un dispositivo para la articulación de una enunciación colectiva.
Sabemos que para Deleuze y Guattari la consistencia de un agenciamiento humano resulta del flujo del deseo, llevando a una multiplicación de sí mismo, e incluso a una relación delirante con los otros, con el lenguaje, con las imágenes y con las cosas. Sólo este tipo de deriva al borde del delirio pueda articular algo original, una enunciación colectiva: es ahí donde yace todo el interés y toda la pasión del dispositivo artístico[5]. Sin embargo, en una época en la que el número de tales dispositivos está aumentando, surge una cuestión crítica a propósito de la apropiación de este modelo de investigación por las instituciones del conocimiento, y en primer lugar por su presentación en exposiciones. La exposición es el momento en que el proyecto artístico se valoriza en nuestra sociedad; por tanto, se trata del momento en que las condiciones económicas de su producción vienen a influir sobre su mismo proceso, conjuntamente con las ideologías subyacentes que enmascaran tales condiciones. Y ello sucede hasta tal punto que sería ingenuo hablar del dispositivo artístico sin hacerlo también de sus modalidades expositivas.
Un caso paradigmático que implica al tipo de trabajo que aquí me interesa sería la exposición Laboratorium curada por Hans-Ulrich Obrist y Barbara Vanderlinden en la ciudad de Amberes en 1999. Su ambición era escenificar las relaciones entre una red de “científicos, artistas, bailarines y bailarinas, escritoras y escritores” esparcida en el territorio urbano[6]. Incluía una serie de vídeos de Bruno Latour titulada The Theater of Proof, proyectos de danza experimental de Meg Stuart y Xavier Leroi, demostraciones de experimentos científicos por Luc Steels e Isabelle Stengers, visitas a laboratorios del área de Amberes y un amplio espectro de piezas de instalación y videoarte tanto en espacios de exhibición tradicionales como en localizaciones exteriores. El artista Michael François desplazó las oficinas del museo al área de exposición, creando posibilidades interactivas, pero también un clásico espectáculo posfordista del trabajo. La instalación Bookmachine, del estudio de diseño de Bruce Mau, posibilitaba para los y las visitantes una mirada similar sobre la fabricación del catálogo. Pero la metáfora central de la muestra, o su modelo generativo, era una vídeoperformance filmada por Jef Cornelis para la televisión belga en 1969 bajo el nombre de The World Question Center.
El vídeo muestra al artista estadounidense James Lee Byars, vestido con una toga blanca, oficiando una sesión en directo en el estudio de televisión, durante la cual solicitaba a quienes estaban presentes en el plató y por vía telefónicaa corresponsales en todo el mundo enunciar su pregunta más importante. Byars llamaba a personas con reputación de provocadoras y les pedía expresar “preguntas que les resultasen pertinentes sobre lo que pensaban del sentido en que evolucionaba el conocimiento”, como explicó en conversación con el prominente sexólogo Eberhard Kronhausen. Haciendo uso de su estatus profesional de artistas, Cornelis y Byars crearon literalmente un agenciamiento maquínico, un dispositivo técnico y humano para la articulación de enunciaciones colectivas. Obrist y Vanderlinden querían claramente hacer algo semejante: crear una red de investigación científica y artística, y hacerla audible y visible.
En las páginas de apertura del catálogo sus editores preguntan: “Si Laboratorium es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”. Lo que preguntaré en estas páginas concierne tanto al potencial creativo como a la fuerza coercitiva de una exposición como Laboratorium: qué se nos permite decir, qué se nos fuerza a decir, qué se nos impide decir. Quiero preguntar si las articulaciones experimentales de enunciaciones colectivas tienen lugar al interior de, en sintonía con, contra o a pesar de una forma contemporánea de poder social: un poder que puede también ser descrito, pero esta vez en términos estrictamente foucaultianos, como “el dispositivo artístico”.
En una entrevista realizada en 1977, Foucault ofreció una definición del constructo conceptual que llamaba dispositif. El dispositivo es el “sistema de relaciones” que se puede descubrir entre “un minucioso ensamblaje heterogéneo que consiste en discursos, instituciones, formas arquitectónicas, decisiones reguladoras, leyes, medidas administrativas, afirmaciones científicas, proposiciones filosóficas y morales”. Continúa diciendo que el dispositivo es “una formación que tiene como función principal responder en un momento histórico dado a una necesidad urgente”. Indica además que el dispositivo se construye para sostener tanto “un proceso de sobredeterminación funcional” como “un proceso perpetuo de elaboración estratégica”[7]. En otras palabras, la articulación de elementos heterogéneos que constituye el dispositivo se usa para muchos propósitos a la vez; y es precisamente esta multiplicidad de propósitos la que se guía o dirige de acuerdo con una estrategia dictada por una necesidad, por un imperativo estructural. Quiero preguntar sobre la necesidad aparentemente urgente que nuestra civilización tiene de una articulación de estética y pensamiento: sobre la necesidad de un arte intelectualizado, o de lo que se podría llamar una “creatividad cognitiva”, en el tipo particular de sociedades que habitamos hoy.
Esta última pregunta requiere una metodología que sitúa el estudio de experiencias específicas dentro de un análisis general y omnicomprensivo de las relaciones sociales contemporáneas, un análisis que pueda a su vez ayudarnos a comprender los cambios en las instituciones que enmarcan las prácticas artísticas y les dan sentido y valor: los museos, por supuesto, pero también las universidades. Para desarrollar este análisis podríamos indagar en el concepto de economía cultural e informacional, o en lo que un grupo de investigadores e investigadoras en Francia ha calificado de capitalismo cognitivo, caracterizado por el ascenso del trabajo intelectual o “inmaterial” basado tanto en la cooperación y compartición de códigos abiertos como en la mercantilización o el “cercamiento” de los saberes en forma de propiedad intelectual que después se hace circular como fuente de renta[8]. Tal aproximación tiene la virtud de ayudarnos a focalizar sobre el poder de invención y la propiedad de sus productos, incluyendo las obras de arte; por tanto la mantendré en mente para referirme a ella ocasionalmente en el desarrollo de mi argumentación. No obstante, la noción de dispositivo exige un énfasis mucho mayor en las instancias materiales de poder y en las condiciones subjetivas bajo las cuales el poder se corporiza, transmite o refracta para producir diferencia. Y con esta materialidad, nos aproximamos al tipo de situaciones concretas que los y las artistas gustan de escenificar o de transformar mediante procesos de intervención.
Como Foucault explica en la entrevista arriba citada, “al decir ‘aquí está el dispositivo’ busco develar qué elementos han entrado en una racionalidad, en un conjunto dado de acuerdos [une concertation donnée]”. La idea es que se puede observar cómo situaciones sociales particulares, con sus herramientas, lógicas ynormas de comportamiento, encajan en racionalidades científicas y sistemas gubernamentales más amplios, ayudando así a consolidarlos o incluso a estructurarlos. El dispositivo, como afirma Foucault, es el sistema de relaciones entre todos estos elementos heterogéneos. Pero es también la instancia singular donde esas relaciones se rompen, se reorganizan a sí mismas, se redireccionan hacia otros propósitos.
En las páginas que siguen, armaré una relación de tensión entre la descripción de dispositivos experimentales específicos, como los que he enumerado al comienzo, y el análisis de dispositivos más generales de poder, como los identificados por Foucault. Los efectos de este tipo de tensión aparecen con mayor claridad en las performances donde el comportamiento individual o grupal se somete a la prueba de la experiencia al interior de un marco cuidadosamente estructurado (un ambiente escenificado), él mismo concebido ora como reflejo de coacciones sociales, ora como respuesta a las mismas. Por tanto, discutiré primero una performance artística que analiza uno de los dispositivos clave del poder social en el periodo contemporáneo: los mercados financieros informatizados. Aquí veremos no las leyes abstractas de la economía global, sino las operaciones altamente individualizadas de una estructura coercitiva (en realidad, una “microestructura”) que actúa para canalizar las capacidades humanas básicas de percepción, afecto, pensamiento, acción y relación. Tomar en consideración esta performance analítica en su estatuto artístico servirá de puente hacia una discusión sobre una performance colectiva de dimensión autoorganizada y autopoética, que busca explícitamente escapar del tipo de racionalidad política que efectúa el dispositivo de los mercados financieros.
Esta segunda performance –que en realidad consiste en un tipo de experimento social en movimiento– brindará la oportunidad de teorizar un “contradispositivo” o sistema de autosuperación mientras se ve sometido a la prueba de una situación real donde están en juego las condiciones materiales de vida, trabajo y creación. Lo que está en cuestión aquí son las posibilidades, aunque también las dificultades, de cumplir la promesa que el arte contemporáneo ha formulado en tantas ocasiones: transformar las relaciones que establecemos entre nosotras y nosotros, no en un plano ideal sino en el campo abierto y problemático de la interacción social en el mundo. Finalmente, el problema de representar tal sistema de fuga –y, por tanto, el de intentar generalizarlo como modelo de disenso y contestación– nos llevará de vuelta al contexto expositivo y a tomar directamente en consideración los modos en que los museos y universidades funcionan como dispositivos normalizadores al interior del conjunto de reglas e imperativos de la economía financiarizada.

Corredores de doble filo

Una de las debilidades de la izquierda es su incapacidad o falta de voluntad para vérselas con la cultura capitalista en sus formas más sofisticadas. El lugar donde se pueden observar los principales resortes del comportamiento social está en el corazón del proceso de producción. Pero la vanguardia de la producción contemporánea no es un lugar, sino la circulación ultrarápida de cifras matemáticas en la esfera financiera. ¿Y quién sabe de veras lo que hacen los corredores de bolsa, los traders de acciones, bonos y divisas? La respuesta más simple sería: lo saben los millones de personas que han sido seducidas por el comercio on-line, y especialmente los cientos de miles que utilizan Internet para conectarse diariamente a los mercados financieros mundiales. El llamado “capitalismo popular” está directamente modelado por el torbellino del comercio en manos de los especuladores institucionales: ello afecta indirectamente a la cultura cada vez más en profundidad, y más de lo que la mayoría de nosotros querríamos admitir.
El antropólogo Victor Turner nos ilustra sobre lo que una performance puede revelar: “La reflexividad performativa es la condición de un grupo sociocultural, o de sus miembros más perceptivos que actúan en representación del mismo, por la cual vuelven, se pliegan o reflexionan sobre sí mismos y sobre las relaciones, acciones, símbolos, significados, códigos, roles, estatutos, estructuras sociales, roles éticos y legales y otros componentes socioculturales que componen sus ‘yoes’ públicos”[9]. Michael Goldberg, artista australiano de origen sudafricano, ha realizado exactamente ese tipo de performance reflexiva. En octubre de 2002 llevó a cabo una serie de decisiones que le permitirían “comportarse como day trader” mientras simultáneamente analizaba el dispositivo subyacente en los mercados financieros informatizados. Con un capital inicial de 50.000 dólares australianos prestados por un llamado Consorcio de tres veteranos day traders a quienes convenció para su proyecto conversando en un chat especializado, Goldberg comenzó a comerciar artísticamente en derivados de un solo valor: News Corp., el imperio mediático global del multimillonario de derechas Rupert Murdoch.
La performance tuvo lugar durante un periodo de tres semanas en la Artspace Gallery de Sydney en otoño de 2002[10]. Se extendió a Internet por medio de un sitio web que ofrecía información sobre arte y mercado, balances generales diarios y un canal de chat; había también una línea de teléfono específica para el artista en la galería. El título era Catching a Falling Knife, “agarrar un cuchillo mientras cae”, una expresión que en jerga sirve para nombrar el manejo de valores de alto riesgo. En efecto, el contexto de la pieza era un mercado todavía maltrecho por el fracaso de la New Economy y el colapso de gigantes como Enron, WorldCom y Vivendi-Universal. El uso de derivados de News Corp. en lugar de acciones permitía a Goldberg jugar con valores en ascenso o en descenso, siendo estos últimos los más habituales en el mercado bajista de 2002. Es así como describe la instalación en la galería:
“El espectador o espectadora entra en un espacio desprovisto de luz natural. Tres paredes reflejan el resplandor de proyecciones digitales que cubren del suelo al techo: información en tiempo real sobre precios de acciones, gráficos cambiantes de promedios e información financiera. Los valores cambian y los gráficos se mueven, desarrollándose minuto a minuto, segundo a segundo en una secuencia de arabescos y pasos paralelos. Responden instantáneamente a algoritmos en constante desplazamiento que aparecen mediante conexiones en vivo con las bolsas globales. Una lámpara de oficina y otra de pie en la sala dispuesta para los espectadores y espectadoras descubren una mesa de despacho y un ordenador, butacas y una mesita de café con una selección de diarios y revistas financieras. En el lado opuesto, arriba de una plataforma elevada, otra lámpara de oficina ilumina la cara del artista mientras mira fijamente a la pantalla de su ordenador. Está hablando por teléfono, negociando o cerrando un trato. Abajo suyo, el continuo barrido de una pantalla LED va declarando cuáles son sus ganancias o pérdidas. A su espalda zumba una cinta de audio. La voz de un locutor busca motivarte, urgiéndote a ‘crear una imagen mental clara de cuánto dinero quieres hacer exactamente y a decidir exactamente cómo quieres ganarlo hasta que alcances a ser tan rico o tan rica como quieras’”[11].
Mediante la proyección sobre las paredes de datos financieros e informes de la agencia Bloomberg, Goldberg buscaba sumergir al visitante o la visitante en el mundo pulsátil de información al que constantemente se enfrenta el trader en sus pantallas. La decisión de usar un servicio de correduría telefónico en lugar de invertir on-line le permitía ofrecer la expresión vocal del miedo y la avaricia que animan los mercados. La obligación de enviar informes diarios al consorcio de prestamistas –quienes habían accedido por contrato a asumir todo el riesgo, pero también las potenciales ganancias– añadían la presión de la vigilancia y la obligación personalizadas, análoga a la que el trader profesional se enfrenta en una institución financiera importante. Las tablas en tiempo real servían para traducir gráficamente la volatilidad del mercado que técnicamente se conoce por emoción. En una performance anterior, Goldberg incluso asumió la tarea de pintar sobre la pared de la galería dicha emoción convertida en gráficos, subrayando así el vínculo entre expresión individual y movimentos del mercado[12]. Esta fluctuación de precios no tiene nada que ver con los principios de funcionamiento de la industria clásica “de ladrillo y mortero”, sino que proviene de las posiciones móviles que asumen incalculables miles de breves especuladores y especuladoras, quienes buscan abrazar la corriente principal masiva cuando el precio de las acciones oscila arriba y abajo: definiendo así el perfil principal de dicha corriente y retirándose justo antes de que cambie de dirección. Realizando una performance reflexiva de su auténtico papel de day trader en el marco de este exagerado ambiente galerístico, Golberg producía un acontecimiento público a partir de la interacción íntima entre el yo especulador y el mercado tal como éste se cristalizaba en la pantalla de su ordenador.
¿Qué se pone en juego en ese tipo de interacción? Los sociólogos suizos Urs Bruegger y Karin Knorr Cetina definen los mercados financieros globales como “constructos de saber” que surgen de interacciones individuales dentro de marcos tecnológicos e institucionales cuidadosamente estructurados aunque siempre en proceso: siempre cambiantes, siempre incompletos[13]. La variabilidad constante de estos “objetos epistémicos” los asemeja a una “forma de vida” que sólo aparece en la pantalla del trader, o siendo más precisos, por vía de su equipo completo que, en el caso específico de los cambistas profesionales que Bruegger y Knorr Cetina estudian, incluye un teléfono, un voice broker interfono, dos redes propietarias especializadas (conocidas como sistema conversacional de transacción electrónica Reuters y EBS Broker Electrónico) y varias fuentes de noticias y bases de datos empresariales, incluyendo gráficos que muestran la evolución de las posiciones recientes de cada individuo. Éstos son los elementos materiales del dispositivo mediante el cual los traders interactúan con sus pares. Resulta interesante que la primera pantalla conectada en red para mostrar precios del mercado, el monitor Reuters, fuese introducida en 1973: exactamente cuando el sistema de cambios fijos acordado en Bretton-Woods fue desmontado y se introdujeron los tipos de cambio variables, lo que condujo al tremendo aumento del volumen de transacciones que hoy prevalece (del orden de 1,5 trillones de dólares estadounidenses por día). Hoy, “la comunidad de usuarios de Reuters comprende a unas 19.000 personas localizadas en más de 6.000 organizaciones en 110 países en todo el mundo que mantienen más de un millón de conversaciones por semana”[14]. Los sociólogos hacen hincapié en que “la pantalla es un sitio constructivo en el que todo un mundo económico y epistemológico se erige”[15]. Y es un mundo al que puedes conectarte y manipular, del que puedes surgir “victorioso”. El flujo receptivo que aparece en las pantallas hace posible lo que Bruegger y Knorr Cetina llaman “relaciones postsociales”.
El término “postsocial” es obviamente una provocación; con serias implicaciones, dada la continua multiplicación de pantallas así en el ámbito doméstico como en el espacio público[16]. Sin embargo, Bruegger y Knorr Cetina no consideran la relación postsocial como una total alineación de la humanidad por un fetiche electrónico. Demuestran cómo el flujo del mercado de divisas está constituido, en parte al menos, por relaciones de reciprocidad entre traders, principalmente vía conversaciones por correo electrónico en el sistema de transacciones Reuters. También observan cómo los individuos que trabajan a grandes distancias espaciales se hacen sentir mutuamente copresentes gracias a la coordinación temporal, dado que están mirando simultáneamente la evolución de los mismos indicadores. Y mientras ilustran la autonomía relativa de que los y las traders disfrutan en su área de actividad, también muestran cómo el trader jefe controla y manipula cuidadosamente los parámetros, tanto financieros como psicológicos en base a los cuales cada individuo hace sus transacciones. De esta manera, la interacción que anima el mercado global está “incrustada” [embedded] –según el termino del antropólogo de la economía Karl Polanyi– en un tejido expansivo de relaciones sociales que componen una “microestructura global”[17]. Aún así, lo que Knorr Cetina y Bruegger afirman es que la relación suprema del trader se establece con el flujo en sí, esto es, con el constructo informacional, o lo que la temprana teoría ciberpunk llamaba “la alucinación consensual”. Es esto lo que llaman la relación postsocial: “compromisos con otros no-humanos”. El hecho existencial clave en este compromiso es el de “tomar una posición”, esto es, colocar el dinero en un activo cuyo valor cambia con el flujo del mercado. Una vez que lo has hecho, estás dentro: y entonces son los movimientos del mercado lo que más importa.
La performance de Goldberg visualiza exactamente esta ansiosa relación con un objeto casi vivo, atrayente pero inaprensible, algo así como una muchedumbre de informaciones fragmentadas, sus movimientos resolviéndose a veces en cifras de oportunidad, para disolverse segundos despues en una dispersión pánica. Goldberg explica en una entrevista que los day traders reales se preocupan muy poco de los fundamentals, las informaciones básicas sobre la salud financiera de una empresa; lo que buscan constantemente es más bien evaluar los movimientos de sus semejantes: “Prefieren mirar a lo que los gráficos les dicen sobre cómo se comportan los clientes en los mercados cada día, cada minuto, cada segundo. Obtén una imagen precisa de hacia dónde se mueve la muchedumbre para apuntarte al viaje, de ascenso o descenso, no importa”[18]. Goldberg utiliza la imagen de una película para evocar el atrevido salto que supone tomar una posición y luego cerrarla con ganancias o pérdidas, con todas las emociones que se concitan de miedo, avaricia y deseo pánico: “Me recuerda una escena de Blow Up de Antonioni en la que el personaje que interpreta David Hemmings se mezcla con fans de rock que se pelean por los restos de una guitarra que el grupo ha destrozado en el escenario al final de un concierto, lanzándola a la expectante muchedumbre. Emerge victorioso, sólo para deshacerse de la preciada reliquia que momentos después no es sino basura: el subidón de adrenalina de la búsqueda habría sido la única satisfacción real que ganar”.
De manera semejante, Bruegger y Knorr Cetina reflexionan sobre las intensidades de un deseo en última instancia vacío, afirmando que “lo que los traders encuentran en las pantallas son sustitutos para una carencia más básica del objeto”. Para caracterizar la relación postsocial, convocan el concepto de “fase del espejo” de Jacques Lacan, donde el niño o la niña que aún no habla queda fascinado o fascinada por la visión de su propio cuerpo como una entidad completa, y al mismo tiempo desorientado o desorientada por la percepción interior de un cuerpo fragmentado, intotalizable. Subrayan que “el vínculo (el hecho de estar en relación, la reciprocidad) resulta del juego entre un sujeto que pone de manifiesto una secuencia de deseos y un objeto en desarrollo que provee a estos deseos a traves de las carencias que muestra”[19]. El ritmo del mercado en las pantallas es un modo de capturar y modular el deseo del sujeto. Pero, una vez más, este vínculo postsocial no se nos retrata como la total alineación, sino como una cultura reflexiva de intercambio dinámico y de cómo arreglárselas en situaciones difíciles que se extiende, más allá del simple objetivo de ganar dinero, hacia lo que el antropólogo Clifford Geertz, en una discusión sobre las altísimas apuestas en las peleas de gallos en Bali, llamó deep play (juego profundo)[20].
¿Se podría tomar la pieza de Goldberg por una celebración de este “juego profundo” en la economía financiera, como una exploración fascinada de las acciones y gestos desplegados al interior de una microestructura global, sin ninguna consideración por las macroestructuras de las que depende? La torva presencia de un retrato mural de Rupert Murdoch en el camino de entrada al espacio de la performance refuta esta lectura. El trabajo anterior del artista trataba fundamentalmente de las instituciones del Imperio británico en Australia. Aquí, especulando exclusivamente sobre el valor de News Corp., sitúa las interacciones de un day trader de corto plazo en un arco de poder que se extiende de Australia a Estados Unidos por medio de los extensivos holdings de Murdoch en Italia y Gran Bretaña. En Estados Unidos, Murdoch es el propietario del belicoso canal Fox News, pero también del Weekly Standard, la publicación privilegiada de los neoconservadores de Washington. Es partidario de la coalición de guerra Bush-Blair, y un empresario transnacional que sólo tiene cosas que ganar de la expansión del capitalismo al estilo americano. El magnate multimillonario es el maestro de una relación postsocial al nivel planetario: la relación de masas enteras de la población con las proliferantes pantallas mediáticas que estructuran el afecto público mediante una modulación rítmica de la atención orquestada a escala global[21]. La referencia a Murdoch sitúa por tanto el dispositivo galerístico en el interior de una estructura de poder imperial omniabarcante, añadiendo un significado implícito al vocabulario militar que el artista finge cuando habla de los day traders (a quienes llama battle-hardened veterans of the tech-wreck: “veteranos del naufragio tecnológico curtidos en la batalla”, haciendo notar su preferencia por este tipo de expresiones). La crítica es aquí tácita, deliberadamente minimizada; pero aun así clara. La performance expresa un brillante análisis de los modos en que la estructura microsocial de los mercados financieros está modelada y determinada por las coacciones predominantes de la macroestructura imperial, aun cuando ésta abre nuevos espacios para los múltiples juegos de la vida cotidiana. Y es así que revela el mercado electrónico, con su relación entre rostro y pantalla, entre mente deseante e información fluctuante, como el dispositivo fundamental de poder en la economía del capitalismo cognitivo.
Sin embargo, hay una pregunta más reveladora que hacer sobre esta obra y sus intenciones. ¿Trataba Goldberg de limitarse a cubrir su apuesta con esta crítica tácita, que en la peor de las situaciones serviría como una especie de valor de rentabilidad segura dentro de los márgenes intelectualizados del mundo del arte?Porque era claro que en el mejor de los casos una serie deslumbrante de operaciones provechosas generaría atención mediática, atraería masas de visitantes y crearía un succès de scandale, permitiendo al artista ganar en el plano intelectual y también en el comercial. Y Goldberg por supuesto no estaba en esto para perder (incluso si, como se ha mencionado, cualquier beneficio económico iría a parar a sus patrocinadores). Un crítico australiano describió Catching A Falling Knife como una propuesta “de doble filo”, por la contradicción ética que escenificaba entre los mundos de las financias y del arte[22]. Pero ello puede también indicar una apuesta por adoptar dos posiciones fuertes, ocupando los filos más extremos de ambos mundos. Lo que aparece aquí es la cuestión del papel político del artista, el modo en que su propia producción orienta el deseo colectivo. ¿Cómo se confronta el vínculo entre arte y finanzas sin sucumbir a la atracción de estas últimas? ¿Cómo implicarse en una relación de rivalidad o antagonismo artístico al interior de los más fascinantes dispositivos de captura del capitalismo contemporáneo?
Llegados a este punto –precisamente cuando podríamos empezar a hablar sobre las operaciones y límites del dispositivo artístico– la performance parece caer en el silencio y retirarse a su dimensión analítica. Goldberg quizá haya querido responder exactamente las preguntas que yo he hecho, viendo en ellas el reto mayor de su investigación. O podría no haberlas tomado seriamente en consideración. No podemos estar seguros, porque la realidad no nos dio la oportunidad de poner el asunto a prueba. Perdió dinero en su secuencia de operaciones, debido, irónicamente, al hecho de que, en lugar de bajar, las acciones de News Corp. tendieron a subir. Y por eso sólo podemos juzgar sus intenciones a partir de sus conclusiones que, hay que decirlo en su favor, fueron realizadas antes del final de la performance: “Creo que el valor real del proyecto adoptará la forma de interrogantes que surgirán de los oscuros recovecos de sus improbabilidades y no del espectáculo resultante de cumplir con éxito sus expectativas”[23].

Cartografía descarrilada

Al remarcar los vínculos entre la vida cotidiana y las complejas operaciones de los mercados financieros, la performance de Goldberg expone el dispositivo básico del poder en el capitalismo cognitivo. Pero, como acabamos de ver, da casi literalmente por sentadas las preguntas más importantes que conciernen a la práctica artística. La primera, ¿cómo se ven las microestructuras del arte afectadas por la “urgente necesidad” del poder en nuestro tiempo, a saber, la necesidad de integrar a las poblaciones productivas en la economía globalizadora? Y la segunda, ¿cómo articular un acontecimiento improbable en, contra o a pesar de las operaciones del dispositivo artístico?
Estas preguntas se vuelven mucho más importantes cuando tomamos en consideración el grado al que los entornos estéticos pueden ser actualmente manipulados con fines de control comportamental. Para obtener una idea de las técnicas en uso basta con abrir un manual como Experimental Marketing de Bernd Schmitt[24]. Compara la publicidad tradicional, que pone en relieve las supuestas cualidades del producto, con lo que llama un “marco de gestión de las experiencias del consumidor”. Este marco holístico requiere la habilidad de alcanzar “las experiencias sensoriales, afectivas, cognitivo-creativas y físicas, así como modos de vida enteros y las experiencias social-identitarias de un grupo o cultura de referencia”. Schmitt cita al gurú de la gestión Peter Drucker: “Hay una sola definición válida de la intención de los negocios: crear un cliente”. Y con esta frase, la noción algo abstracta de biopoder se vuelve concreta. El biopoder es el intento de establecer los horizontes psicológicos, sensoriales y comunicativos de la experiencia del cliente. Aún más reseñable es la sugerencia que Schmitt hace de construir una cultura corporativa capaz de llevar a cabo tal tipo de publicidad: lo que pide es un tipo de “organización orientada a la experiencia”, basada en “una cultura dionisiaca, en la creatividad y la innovación, que mire a vista de pájaro, favoreciendo para los empleados y empleadas un medio ambiente físico atractivo, crecimiento experiencial e integración al trabajar con otros agentes”. El biopoder es, a este nivel, el intento de orquestar la energía creativa vital, o el poder de invención, de la fuerza de trabajo gestora. Lo que está en juego en esta creación de una instancia manipuladora y de sus productos son las capacidades humanas básicas: percibir, afectarse, pensar, actuar, relacionarse.
Lo que Jon MacKenzie llama “performance management”, o lo que Maurizio Lazzarato describe como “crear mundos” para los empleados y empleadas, consumidores y consumidoras de las corporaciones, es en realidad un conjunto altamente codificado de prácticas estéticas para la gestión de nuestras mentes, de nuestro sensorio común: prácticas que están hoy operativas a lo largo de los estratos socioeconómicos medios y altos de las sociedades occidentales, los estratos donde tal gestión de la experiencia puede ser rentable[25]. En el lenguaje de Félix Guattari, podríamos hablar de una “sobrecodificación” de la experiencia. Lo que Guattari designa con esta palabra es la instauración de modelos abstractos de comportamiento colectivo, así como la utilización de tales modelos como líneas maestras para la fabricación de medio ambientes reales, expresamente producidos para condicionar nuestro pensamiento, afectos e interacciones. La sobrecodificación del medio ambiente se basa en investigaciones cibernéticas, en la cuales los actores humanos se insertan en matrices de equipamientos e información, los cuales ofrecen una gama de elecciones posibles cuya naturaleza, extensión y efectos de feedback ejercen a su vez una influencia decisiva en lo que pueden percibir, sentir, decir y hacer[26]. En respuesta a tales manipulaciones medio ambientales e informacionales, Guattari intentó continuamente implicarse en experimentos colectivos en los que los grupos conscientemente estructuran los contenidos de su propio sensorio, creando ambientes interactivos y confrontacionales cuyos parámetros se podían transformar mientras el proceso de experimentación se desplagaba. Formaba parte del juego hacer que el lenguaje codificado encontrase sus propios límites, como en el caso paradójico, perfilado por pensadores como Heinz von Foerster o Gregory Bateson, de un sistema cibernético que va más allá del simple feedback para cambiar sus propias reglas de funcionamiento. Más allá de estos pensadores, la práctica del análisis institucional buscaba lanzar un calculado pero irreductible grano de locura a la racionalidad cibernética de las sociedades contemporáneas, para ayudar a la gente a abandonar las coacciones formalizadas, incluso las del propio proceso de análisis, cuando ya no sirvan a ningún propósito.
En sus últimos trabajos, particularmente en los libros Caosmosis y Cartografías esquizoanalíticas, Guattari buscaba construir “metamodelos” del proceso autosuperador. Esbozó diagramas que mostraban cómo la gente que participa en un territorio existencial dado viene a movilizar la consciencia rítmica de fragmentos poéticos, artísticos, visuales o afectivos –los ritornelos de lo que llamó “universos de referencia (o de valor)”– para desterritorializarse dejando atrás el suelo familiar comprometiéndose en nuevas articulaciones. Éstas tomarían la forma de flujos energéticos que implican componentes económicos, libidinales y tecnológicos (flujos de dinero, significantes, deseos sexuales, máquinas, arquitecturas, etc.). Explicó cómo estos flujos maquínicos se transforman continuamente por contacto con los phylum de varios códigos simbólicos, que incluyen saberes jurídicos, científicos, filosóficos y artísticos formalizados[27]. Se trataba de sugerir cómo un grupo puede actuar para metamorfosearse, para escapar de la sobrecodificación que intenta fijarlo en una posición, y producir a cambio nuevas figuras, formas, constelaciones; en breve, configuraciones materiales y culturales originales que son inseparables de enunciaciones colectivas. Esto es lo que Guattari llama un agencement collectif d’énonciation, lo que yo traduzco como “articulación de enunciaciones colectivas”.
Ahora quiero examinar un intento ambicioso de llevar a cabo este tipo de experimento en los bordes del conocimiento, organizado por un grupo de tamaño mediano en septiembre de 2005: una conferencia y acontecimiento artístico que tuvo lugar en la línea ferroviaria entre Moscú y Beijing, en los pasillos, literas y vagones-comedor del tren Transiberiano. Unas cuarenta mujeres y hombres –filósofos, artistas, tecnólogos y teóricos sociales– se reunieron para que sus discursos y prácticas se sometieran a la prueba del movimiento más allá de las fronteras. El viaje estaba enmarcado en un análisis del sistema de coacciones que pesa sobre la colaboración humana al nivel biopolítico, esto es, el nivel en el que el proceso elaborador de cognición, imaginación, discurso y afecto viene a tramarse con las capacidades sensoriales y motoras del cuerpo vivo. Atravesar el continente euroasiático –uno de los grandes escenarios de lucha geopolítica contemporánea– en un pequeño grupo en situación de comunicación intensiva sería un modo de explorar la naturaleza y los límites de estas coacciones. En este marco, la facultad de poiesis, es decir, de hacer, crear, dar forma, afecta no sólo a materiales o discursos, sino sobre todo a las potencialidades energéticas y relacionales de la vida misma.
El proyecto, entre cuyos socios se contaban departamentos universitarios y un museo de arte, se hizo público mediante la revista web del grupo ephemera, dedicado a “la teoría y la política en organización”. Una de las maneras de interpretar el experimento es entenderlo como un intento de modelar teóricamente una repetición artística de los procesos de organización que están en el origen de las grandes contracumbres y foros sociales que han marcado el horizonte de la política contemporánea (y a los que ephemera ha dedicado un muy interesante monográfico). Pero podría también entenderse como una deliberada subversión del modo en que la universidad produce conocimiento: una paradójica deriva a lo largo de las curvas fijas de la línea ferroviaria, una especie de “deriva continental” hacia posibilidades inexploradas. El título del acontecimiento era Capturing the Moving Mind: Management and Movement in the Age of Permanently Temporary War (Capturar la mente en movimiento: gestión y movimiento en la era de la guerra permanentemente temporal). Cito de la convocatoria inicial:
“En septiembre de 2005 tendrá lugar un encuentro en el tren Transiberiano de Moscú a Beijing vía Novosibirsk. El propósito de este encuentro es ‘cosmológico’. Querríamos reunir un grupo de personas, investigadoras e investigadores, filósofos y filósofas, artistas y otra gente interesada en los cambios que están en marcha en la sociedad, gente que se comprometa a cambiar tanto la sociedad como su propia imagen en movimiento, una imagen del tiempo”[28].
Este “experimento organizativo” parte del estado de ansiedad existencial e inquietud ontológica que resulta inevitablemente de cualquier suspensión de las estructuras de control y de los imperativos de producción que normalmente actúan para canalizar la hipermovilidad de los individuos flexibles. ¿Qué podría acaecer por la movilidad de una mente múltiple dentro del largo, estrecho, compartimentado espacio de un tren que serpentea atravesando la tierra baldía siberiana? ¿Qué formas de discurso intelectual y práctica artística podrían surgir entre los miembros de un grupo vinculado y dislocado? ¿Y qué sucedería en las paradas, en Moscú, Novosibirsk y Beijing, donde se organizaban conferencias con colegas universitarios estables? Al intentar corporeizar el sentido contemporáneo de precariedad de la vida, inculcándole una poética de la movilidad y la fuga, el proyecto buscaba generar un imaginario del encuentro. Dos participantes, reflexionando sobre “las jerarquías explícitas y ocultas” de las diferentes formas de trabajo precario, expresaron este imaginario en términos directamente políticos: “Una de las tareas más urgentes es que estos diferentes tipos de precariado… se unan en un encuentro real. Lo que se necesita es una conciencia de clase para el conjunto del trabajo precario que permita a todo el precariado ver sus relaciones mutuas y su interdependencia”[29].
La pregunta es: ¿cómo comenzar a moverse hacia tal objetivo? ¿Cómo lanzar un movimiento de la mente en el interior de las múltiples coacciones del capitalismo cognitivo? La manera en que se enmarcaba el proyecto –el modo de anunciarlo y de formular sus problemáticas– es una de las claves del intento. Buscaba establecer los horizontes que una práctica improvisadora explorará, y en última instancia deconstruirá, en el curso de una experiencia transformadora. En el centro de este esfuerzo había un documento de “toma de posición” que interpretaba las principales ideas de los últimos quince años sobre el carácter flexible, móvil, no jerárquico del trabajo posfordista. El documento enfocaba las maneras en que los procesos colaborativos se guían, canalizan e instrumentalizan mediante las estrategias de control de los medios de comunicación. Esta “captura de la mente en movimiento” se situaba en el contexto del estado de guerra temporal sin fin: un conflicto caracterizado por la doctrina Bush de la guerra preventiva, que aquí se consideraba la expresión máxima del intento de controlar las fuentes de posibilidad humana.
El análisis culminaba en la definición de “una nueva forma de control y organización” que es fundamentalmente arbitraria: “Opera sin legitimación institucional, o bien su lógica y fundamentos parecen cambiar de un día a otro: es el poder sin logos, esto es, el poder arbitrario o el poder puro, el poder sin ninguna relación permanente con la ley, la norma o alguna tarea particular”[30]. Y esta forma contemporánea de poder se pone en relación con la fluctuación de las divisas: “Mientras que la disciplina estaba siempre relacionada con las monedas acuñadas que tenían el oro como estándar numérico, el control se basa en tasas de cambio de libre flotación, en la modulación y organización del movimiento de divisas. En breve, intenta seguir o imitar los movimientos y los cambios como tales, sin prestar atención a sus contenidos específicos. La economía del conocimiento es la continuación del capitalismo sin fundamentos, y el poder arbitrario es su forma lógica de organización”.
Es ésta una crítica explícita del mismo dispositivo que Goldberg analizaba en su performance. El poder arbitrario existe como amenaza coercitiva a la movilidad subjetiva: ésa es la “posición” que toma el documento. Pero su disposición es performativa, busca producir “una performance de movimiento”, está orientada a un “teatro del futuro”. La conclusión del texto hace referencia a un extraordinario pasaje de Diferencia y repetición en el que Deleuze contrasta la movilidad filosófica de Kierkegaard y Nietszche con la “mediación” y “falso movimiento” de la representación en Hegel: escribe Deleuze que para aquéllos “no es suficiente proponer una nueva representación del movimiento; la representación es ya mediación. Más bien, la cuestión es producir dentro de la obra un movimiento capaz de afectar la mente fuera de toda representación; es cuestión de hacer del propio movimiento una obra, sin interposición; de sustituir las representaciones mediadoras por signos directos; de inventar vibraciones, rotaciones, remolinos, gravitaciones, danzas o saltos que toquen directamente la mente”[31].
Todos los elementos del aparato que enmarca el proyecto parecen converger en esta ambición de ir más allá de la representación con el fin de afectar los movimientos de la mente, dar forma al despliegue de un proceso que se capturará en los raíles de la línea transiberiana pero que permanecerá incierto en sus resultados. Y la misma ambición, o el deseo de enfrentar la misma paradoja desestabilizadora, se puede observar en las propuestas del propio viaje, que oscilan desde experimentos conceptuales en ciencias sociales hasta proyectos artísticos y performances por medio de invenciones tecnológicas tales como una emisora de radio en el tren y una plataforma Mobicasting para la transmisión en vivo de imágenes digitales a un emplazamiento lejano en un museo finlandés. Lo que está en juego aquí es un experimento de contramodulación: un intento de aferrar el potencial sobrecodificado y canalizado por el signo monetario para empujarlo a un movimiento libre. Aún así, es precisamente respecto a esta ambición que surge la más profunda ansiedad: “¿Pero cuál era realmente la diferencia entre nuestro experimento y los llamados reality-shows televisivos como Gran Hermano? ¿O estábamos sencillamente imitando el modelo de producción posfordista, en el que mezclar diferentes roles y competencias, artes y ciencias, es el método básico para poner a trabajar no esta o aquella habilidad particular, sino la facultad de ser humano como tal? ¿O acaso nos hemos comprometido en un espectáculo, un seudoacontecimiento, un falso acontecimiento de mercadotecnia del movimiento y del cruce de fronteras sin capacidad o separado de toda capacidad real de experimentar y comprometernos en ello?[32].
Frente a esta ansiedad, los intentos de afrontar las contradicciones del viaje parecen gravitar alrededor de eventos performativos espontáneos, registrados e interpretados por los y las participantes. El primero fue un momento de vagabundeo espacial sobre los andenes de la estación en el puesto fronterizo ruso de Naushki, en respuesta a la rígida disciplina de los guardias que patrullan una frontera soberana. Mientras esperaban la llamada de regreso al tren, miembros del grupo trazaron caminos abstractos sobre los andenes frente a la aduana como forma sublimada de resistencia. “Juntos y juntas crearon una especie de patrón generador, fabricando curvas e interrupciones, relaciones de proximidad, distancia y contacto, ilegibles para las técnicas de frontera, pero que de alguna manera la existencia de ésta permitían”, escribieron dos de los participantes[33]. Las ambiciones teatrales del proyecto vuelven a surgir aquí, junto con las imágenes del texto de Deleuze: “vibraciones, rotaciones, torbellinos, gravitaciones, danzas o saltos que directamente tocan la mente”. El deseo es el de encontrar una experiencia autotransformadora. Pero los propios participantes sospechan de ese deseo: “Lo que pusimos en juego era una especie de cifraje. Pero uno que no pedía ser descifrado, que se negaba a revelarse y a etiquetarse, retrospectivamente, como un acto de transgresión”.
La localización en la frontera, el impulso por desnormalizar la experiencia de cruzarla, la noción misma de transgresión, todo ello evoca los estados “liminoides” descritos por el antropólogo Victor Turner. El comportamiento liminoide lo define Turner como un tipo de rito de paso moderno, un fluir sin anclaje de la communitas de la experiencia tradicional, que tiende hacia la invención, la disrupción, incluso la revolución. Éste era el gran sueño de la performance en la década de 1960, epitomizada por el Living Theater[34]. Pero tal drama manifiesto, del tipo que puede escenificarse en una protesta política o en una contracumbre, es precisamente aquello que no se ofrece al grupo del tren. En su lugar, se remiten a una típica resistencia posmoderna, formulada lingüísticamente como una interrupción momentánea de la gramática coactiva, inseparable de una restauración inmediata de las reglas[35]. Esta restauración forzada quedaba subrayada por la severidad de los guardias que se encontraron en la misma línea del tren media hora después: “Para cruzar la frontera, como quedó claro en Sukhbaatar, la ciudad fronteriza mongola, uno se ha de poner en pie para declarar quién es. Por eso el grupo optó por levantarse y enfrentarse a sí mismo en su condición altamente móvil y libre de desplazarse, mientras que cada uno por separado había de mantenerse quieto frente a los guardias en tanto que individuo y ciudadano”[36]. Esta declaración autocontradictoria señala la consciencia de que la movilidad de la mente colectiva no puede borrar y ni siquiera desafiar abiertamente la disciplina individualizadora y la vigilancia ritualizada del Estado nación. Las palabras “individual” y “ciudadano”, en este contexto en el que la supuesta multitud entrega sus documentos de identidad a la mirada de los guardias de fronteras, significan algo así como admitir la derrota. La pregunta que surgía era cómo continuar.
La siguiente performance intentaba responder a esa pregunta, pero recurriendo a la transgresión que la primera rechazaba. La acción tuvo lugar en Beijing, en el complejo artístico Factory 798. Uno de los viajeros, Luca Guzzetti, sociólogo en la Universidad de Génova, entró en lo que habitualmente sería un estudio cerrado, que contenía la exposición Rubbishmuseum del artista coreano Won Suk Han. Entre las obras expuestas había apilado un cajón de arena tóxica llena de colillas apagadas, de más de un pie de profundidad. “Con frecuencia, cuando vas a una exposición de arte contemporáneo tienes el problema de averiguar si la pieza de arte que tienes enfrente supuestamente está para ser tocada y usada o sólo para ser mirada”, reflexiona Guzzetti. “Sucede que, en la incertidumbre, te quedas mirando algo con lo que en realidad deberías interactuar o, más raramente, que tocas algo que sólo deberías mirar. En ese estudio de Factory 798 estuve seguro del uso del recipiente de arena, y salté”[37].
Otros dos viajeros convencieron a Guzzetti de que rehiciese el salto para registrarlo en fotos y vídeos, transformando así una acción espontánea en una performance deliberada, y provocando una discusión acalorada entre diferentes facciones del grupo sobre el tipo de comportamiento adecuado para tratar el arte. La controversia continuó durante la noche, despertando lo que algunos consideraban sentimientos reprimidos acerca de la exclusión de un participante al comienzo del viaje, por haberse emborrachado y perdido el pasaporte. Merece la pena hacer notar que el mismo Guzzetti considera que la discusión fue inútil, mientras que el autor de Rubbishmuseum, Won Suk Han, encontró que el salto de Guzzetti fue un uso excelente de su trabajo. Dijo lo siguiente: “No le hubiera dejado saltar solamente sobre los gusanos, sino que hubiéramos hecho algunas performances sobre mi trabajo juntos. Me hubiera gustado hablar más con él, porque pienso que podríamos llegar a ser excelentes amigos”[38].
El salto y la consiguiente discusión aparecen como el anhelado momento de liminalidad, el inevitable acto de transgresión que acaba por aportar el material representacional para el conjunto del experimento. La revista de arte finlandesa Framework contiene tres artículos dedicados a él, y el número correspondiente de ephemera contiene seis, incluyendo un complejo ensayo de la artista Bracha Lichtenberg-Ettinger, quien ve el acto como una ocasión del grupo para entrar en lo que llama “un espacio fronterizo matricial” donde poder comprometerse en una “copoiesis”[39]. Los vídeos del suceso revelan cómo ella hizo hincapié en el gesto de Guzzetti para provocar una confrontación tanto afectiva como filosófica: como si respondiera a un deseo colectivo de producir una verdad existencial. Desde fuera, sin embargo, la secuencia completa del acontecimiento se nos aparece como una especie de psicodrama, con la intensidad pero también los límites que la palabra sugiere. En efecto, uno se puede cuestionar lo que este tipo de verdad produce, o cómo contribuye, mediante su estatuto público como arte, a dar una orientación más amplia al deseo colectivo. Y ésta era la pregunta de Foucault en su trabajo tardío sobre la subjetivacion en las sociedades capitalistas avanzadas: “¿A qué precio pueden los sujetos decir la verdad sobre sí mismos?”[40].
La manera en que la historia de El salto y la representación de todo el proyecto viene a girar en torno al tema de la copoiesis sugiere el poder que la “voluntad de saber” tiene en la era posfordista: una preocupación casi obsesiva por las energías subjetivas, focalizada sobre los misterios productivos de la cooperación y la creatividad. En otras palabras, el precio de la verdad –al menos en los circuitos artísticos y académicos– parece ser una preocupación por evaluar las fuentes, expresiones y usos de la energía vital de un grupo. Lo que tiende a desaparecer en este proceso de evaluación en que se convierte la autorepresentación del grupo, es la vasta topografía del viaje en sí: todo un continente, las ruinas desmoronadas del proyecto soviético, el crucial territorio geopolítico de Asia Central y el encuentro con las nuevas fuerzas productivas de China. ¿Ha sido todo ello olvidado al limitar el enfoque a las dinámicas de grupo?
El material representacional puede dar esa impresión; pero también depende de a quién preguntes, de qué obras ves o qué textos lees. El destino de Capturing the Moving Mind es ser al mismo tiempo un proyecto colectivo e irrevocablemente múltiple: más allá de cada punto de concentración, revela otras vías de bifurcación, otras geografías, otras posibles interpretaciones.

Conclusiones

En su definición más intrigante, más vital y más convincente, el arte se ha convertido en un complejo “dispositivo”: un laboratorio móvil y un teatro experimental para la investigación y la instigación de la transformación social y cultural. En el mismo movimiento, lo que anteriormente se llamaba crítica ha abandonado su anticuado rol de describir y evaluar obras de arte singulares, y busca a cambio unirse a los flujos proyectuales, donde en el mejor de los casos puede ejercer efectos desterritorializadores, mediante la evocación de imágenes elusivas y la aplicación de códigos analíticos nítidamente delineados. Lo que se pone en juego en el nuevo arte es la toma de decisiones sobre cómo delimitar grupos productivos (constituyendo relaciones estructurales con parámetros únicos) y al mismo tiempo provocar desplazamientos (comprometiéndose en procesos de autorreflexión e intervención sobre esas estructuras constitutivas). De esta manera, los grupos responden experimentalmente a esforzados intentos, tan comunes hoy en la sociedad, de establecer los horizontes psicológicos, sensoriales y comunicativos de la vida con fines manipulativos.
La experimentación de este tipo implica una incertidumbre flotante, que no disminuye sino que aumenta de acuerdo con la sofisticación de los recursos tecnológicos, discursivos, artísticos y científicos que se convocan para estructurar los proyectos. La contribución de Guattari (o de manera más amplia, la del análisis institucional) fue revelar los componentes simbólicos múltiples que operan en estas versiones complejas de la deriva, y que liberan una cibernética expandida para el uso desviado de los modernos constructores del antiguo Narrenschiff (la alegórica “nave de los locos” narrada por Sebastián Brant, ilustrada por Durero, pintada por El Bosco y filmada por Fellini). Pero en cada banco de arena o cambio de dirección del viento, quienes habrán de cortar todos sus lazos con las normas de la sociedad tienen que preguntarse qué dispositivos más amplios o más ágiles pueden ponerse en funcionamiento con el fin de canalizar las corrientes y guiar los flujos. ¿Cómo pueden los experimentos emancipadores ser capturados en las redes productivas de la economía contemporánea? ¿Cómo deberíamos entender las relaciones de tensión que casi invariablemente surgen entre la catálisis de enunciaciones colectivas y dos de las principales instituciones del capitalismo cognitivo, la universidad y el museo?
La figura clásica del dispositivo es el panóptico de Bentham. Todo el mundo recuerda sus elementos: un edificio anillado con una torre central, celdas largas y estrechas con ventanas al fondo, prisioneros expuestos claramente a la luz. Las ventanas de la torre están equipadas con persianas para que el prisionero nunca esté seguro de si el guardián está presente; por tanto, aquél se comporta siempre como si estuviera bajo la mirada del observador. Como todos los dispositivos sociales, el panóptico estaba funcionalmente sobredeterminado: podía utilizarse como prisión, manicomio, barracón militar, hospital, fábrica, escuela. Podía servir para aislar personas peligrosas o inútiles, para prohibirlas en la sociedad, pero también podía servir para modelar sus objetos disciplinarios convirtiéndolos en fuerza productiva, integrándolos como soldados, trabajadores o burócratas. Su función era convertir la confusa, comunicativa, contagiosa masa de la muchedumbre en individuos distintivos, conocibles, controlables. Foucault subraya este punto: “Cada individuo, en su lugar, se encuentra confinado con seguridad en una celda en la cual es observado de frente por el supervisor; pero las paredes laterales le impiden estar en contacto con sus compañeros. Es visto, pero no ve; es objeto de información, nunca un sujeto en comunicación”[41].
La descripción del panóptico en Vigilar y castigar (1975) inaugura la noción de dispositivo. El libro marca la culminación del largo esfuerzo de Foucault por distinguir entre las técnicas normalizadoras del poder disciplinario y las decisiones jurídicas del poder soberano. Pero consideremos ahora el segundo uso, asombrosamente diferente, de esta misma noción de dispositivo en el primer volumen de La voluntad de saber publicado sólo un año después. Foucault discute aquí el “dispositivo de la sexualidad”: un vasto conjunto de discursos, tecnologías, figuras literarias, prácticas corpóreas, conceptos científicos e intervenciones médicas que se extienden mucho más allá de los placeres del cuerpo. El dispositivo de la sexualidad se concibe como aquello que nos hace hablar, lo que nos hace sujetos en comunicación. O bien, es lo que nos hace sujetos privilegiados del discurso burgués sobre los mejores usos de su propia energía vital, sea para el director espiritual cristiano en el siglo XVI o para el psiquiatra decimonónico. Foucault desafía lo que llama “la hipótesis represiva”. Observa que cuando las formas restrictivas del control institucional se impusieron finalmente a través de todo el espectro de clases sociales en la segunda mitad del XIX, el psicoanálisis surgió casi inmediatamente para ofrecer a la burguesía una nueva tolerancia de sus propias prácticas y una nueva liberación del sexo en el lenguaje. Lo que analiza en La voluntad de saber es menos una estructura coercitiva que una transformación guiada. La figura que vislumbramos ya no tiene la forma claramente delineada de un círculo con un eje central que se prolonga en una estructura radial, en realidad no tenemos en absoluto una figura: lo que aparece en su lugar es una malla en continuo despliegue de discursos, miradas y relaciones. Aún así, este dispositivo relacional sigue siendo productivo. Corresponde a “esa época del spätkapitalismus en la que la explotación del trabajo asalariado no exige la misma coacción violenta y física que en el siglo XIX, y donde las políticas del cuerpo no requieren la elisión del sexo o su restricción exclusiva a la función reproductiva; se basa a cambio en una canalización múltiple hacia los circuitos controlados de la economía: hacia lo que se ha llamado una desublimación hiperrepresiva”[42].
Obviamente, he estado pensando en este pasaje desde el comienzo, cuando me he referido a la llamada telefónica de James Lee Byars al sexólogo Kronhausen. En la primera conversación extensa que se reproduce en las páginas que el catálogo de Laboratorium dedica a The World Question Center, Kronhausen dice: “Bueno, en lugar de expresarte una pregunta, lo que te puedo decir es que nos estás llamando, a mi mujer y a mí, en un día muy especial. Porque hoy hemos presentado por vez segunda nuestro film Freedom to love, que filmamos en Holanda en junio pasado, al comité de censura alemán, y han sido muy liberales, muy generosos, muy imparciales, y han autorizado el film, que tiene un contenido erótico muy fuerte pero sin constituir una amenaza mayor”. Esta sexualidad nuevamente desenfrenada, pero sin amenaza, es exactamente lo que Marcuse, en El hombre unidimensional, había identificado como la “desublimación hiperrepresiva”: un mecanismo de control para la sociedad hiperproductivista, más allá de los antiguos frenos morales e interdicciones.
La idea no es sugerir ahora que la exposición Laboratorium tenga alguna obsesión secreta con el sexo, porque no es el caso. Y también es verdad que Foucault no volvió nunca más a apuntar a un dispositivo de poder con la precisión arquitectónica del panóptico: ni siquiera el famoso diván de Freud, que parece atormentar al volumen introductorio de La voluntad de saber. Sin embargo, para una época genuinamente obsesionada con la productividad inmaterial de su propia energía creativa, creo que el museo-laboratorio podría servir como un ejemplar dispositivo de poder. Y parece que una versión a gran escala de este dispositivo se está construyendo ahora mismo, en Gran Bretaña, en el University College de Londres. Nos podríamos preguntar solamente: ¿cómo hubiera reaccionado Foucault al saber que este dispositivo de poder para el capitalismo tardío o la era posfordista ha sido concebido bajo el patrocinio intelectual directo de Jeremy Bentham y que se llama Museo Panóptico?
Para los lectores y lectoras de Vigilar y castigar la referencia es casi macabra: como el esqueleto de Bentham vestido en ropa informal y sombrero que todavía se preserva con su cabeza de cera en el famoso Auto-Icon en la planta baja del University College de Londres (UCL). Pero no hay ironía alguna en la propuesta del UCL. El principio del nuevo museo es la productividad humana: “El nombre del edificio, que deriva del griego y significa ‘todo visible’, encapsula la audaz imagen pública que el UCL tiene para su futuro y el futuro de sus colecciones únicas… A los visitantes se les animará no sólo a implicarse en las exposiciones y temas sino también a relacionarse con los académicos, investigadores y conservadores mientras éstos trabajan para revelar la importancia histórica de ciertos artefactos y llevan a cabo un trabajo de preservación esencial… Los académicos, también, se beneficiarán ampliamente de las modernas facilidades de las salas de conferencias, salas de estudio y el laboratorio de conservación, que permite el examen detallado de muchas cosas raras y valiosas”[43]. Y la descripción finaliza con una nota fabulosamente optimista: “¡Ver a la gente trabajando es una excelente idea!”.
El Museo Panóptico es un caso ejemplar del destino de las prácticas culturales bajo el régimen de capitalismo cognitivo. Efectivamente, todo el UCL se ha convertido en una máquina de añadir valor atravesada por la colaboración público-privada y orientada a la producción de propiedad intelectual. La educación es ahora una especulación sobre el potencial humano en la que la conducta de los y las estudiantes, profesoras y profesores, se somete a un escrutinio tan detallado como los valores de cambio en los gráficos y pantallas de los traders postsociales. Por supuesto, el énfasis no se pone aquí en el control restrictivo, sino en la motivación y la invención desbordantes, desarrolladas en sistemas reticulares abiertos mediante la explotación de lo que teóricos de la gestión como Ronald Burt llaman “agujeros estructurales”. Lo que se nos permite decir, lo que se nos fuerza a decir, lo que se nos impide decir: todo eso cambia bajo tales condiciones.
En su curso en la Sorbona de 1978-79 Foucault desplazó el foco de su investigación de los procedimientos normativos del régimen disciplinario hacia el modo liberal de gubernamentalidad, en el que el poder se ejerce “no sobre los jugadores, sino sobre las reglas del juego”. Esto le condujo a estudiar al economista de la Escuela de Chicago Gary Becker y su teoría del capital humano, que sostiene que los individuos siempre calculan el valor económico potencial, no sólo de su educación, sino también del matrimonio, la crianza de los hijos, el delito, el altruismo, etcétera. Foucault veía este modelo del sujeto económico como la piedra fundacional de una nueva racionalidad política, en torno a la cual nuevos tipos de instituciones podían ser construidas. Al final de la larga recesión de la década de 1970, y al comienzo de lo que vendría a conocerse como globalización, reconocía que esta inquietud por el valor de sí podía ser instituida como una serie de mercados, reemplazando las formas tradicionales del Estado de bienestar y formando el núcleo de una política de crecimiento que ya no estaría centrada en las inversiones en capital fijo y la gestión del trabajo físico, sino una que “estaría precisamente centrada en exactamente las cosas que Occidente puede modificar con mayor facilidad, [esto es,] el nivel y la forma de inversión en capital humano”[44]. Una transformación de largo alcance de las instituciones del mundo desarrollado –que generalmente se conoce como “neoliberalismo”– viene a ser el precio final de expresar la subjetividad propia cuando uno se remite, para hacer efectiva tal expresión, a los términos econométricos de Becker.
Los resultados de este desplazamiento se pueden observar en el desarrollo aparentemente sinfín de los procedimientos de identificación del potencial productivo en el lugar de trabajo, que van de los tempranos “círculos de calidad” de las fábricas japonesas de la década de 1980 hasta las técnicas estadounidenses de “gestión total de la calidad”, o una práctica más reciente como la “evaluación en 360 grados” o “evaluación panorámica”, donde toda una organización se somete a sí misma vía Internet a la crítica recíproca de todos y todas sus colaboradores y colaboradoras. Estas técnicas representan una transformación profunda o una “transvaloración” del dispositivo panóptico, que elimina su torre central y el poder asimétrico del ojo oculto, liberando las miradas evaluadoras para que circulen al interior de una red multicanal. El panóptico se convierte en panorámico ya que la disciplina desaparece en favor de la motivación de sí, de acuerdo con principios liberales. Efectivamente, el Museo Panóptico del UCL es la utopía benthamiana de una sociedad perfecta, donde incluso las amenazas menores se han eliminado, donde la disciplina correctiva ya no es necesaria, donde la energía vital se ha vuelto íntegramente productiva, no sólo en el discurso, sino en todas las actividades de creación.
¿Cómo pueden los y las artistas e intelectuales salir de tal dispositivo, que ha entrado en perfecta sincronía con las operaciones de los mercados financieros informatizados? Lo que parecía más prometedor en el proyecto transiberiano era la ambición de abandonar los circuitos integrados de la economía del congreso-exposición-festival con el fin de buscar espacios de resistencia a las tres formas principales del poder: la soberanía, que excluye y ejerce el sacrificio de la vida nuda; la disciplina, que normaliza cuerpos dóciles para el mando jerárquico; y finalmente los mecanismos liberales de incitación, que animan al individuo a especular constantemente con su propio valor en términos monetarios. Claramente, las tres formas (que corresponden a las tres principales fases del capitalismo: acumulación primitiva mediante la esclavitud; explotación del trabajo asalariado en el sistema fabril; canalización del potencial cognitivo en la economía informacional) están operativas en el mundo contemporáneo. Hoy día, estas diferentes formas de poder están enredadas simultáneamente en las operaciones de una economía financiera-industrial-bélica que se vuelve cada vez más amenazadora, sea en los campos de batalla y en las emboscadas de Irak, en las fábricas interminablemente explotadoras de la China contemporánea o en los perímetros sublimadores de los “parques del conocimiento” occidentales, que luchan por recuperar ventaja competitiva preparando a los y las ciudadanas para la invención de propiedad intelectual. Lo que quizá sea lo más “arbitrario” del poder arbitrario que parece guiar esta triple danza desencajada es su habilidad para cegar a sus sujetos ante el conjunto aparentemente inexorable de determinismos que les hacen participar en el flujo detalladamente controlado de un viaje hacia el desastre.
El concepto de “juego profundo” –o la cualidad de exceso artístico que Bruegger y Knorr Cetina querían transferir de los gallos de pelea balineses de Clifford Geertz a sus propios traders—es, curiosamente, otra invención del incansable pensador Jeremy Bentham[45], quien lo usó para describir la actividad irracional de jugadores inveterados, cuyos excesos especulativos no podrían resolverse mediante el cálculo de su placer individual, teniendo por tanto que ser prohibidos por la ley. Geertz buscaba ir más allá de este tipo de moralización superficial: pensaba que el juego profundo de los jugadores balineses representaba la arena donde se encuentran el yo y el otro, una afirmación del lazo social. Pero en otra vuelta de tuerca, es esta irracionalidad especulativa la que se encuentra ahora en el corazón del lazo autonegador y en última instancia autodestructivo en la era de la utopia postsocial benthamiana totalmente cumplida. Y es esto lo que se nos enseña a calcular, lo que se nos anima a crear en el campo cultural.
Lo que hay que entender, expresar y después desmantelar y abandonar en el movimiento de la experiencia artística son las modalidades concretas por las que nosotros y nosotras –que formamos parte, aun sin quererlo, de las clasesmedias gestoras del planeta– participamos mediante nuestro propio trabajo en el despliegue concreto de los dispositivos de poder soberano, disciplinario y liberal, y en la profunda locura sistémica que en conjunto constituyen. He enfocado las relaciones entre las esferas culturales y financieras como una articulación clave que permite, estructura y al mismo tiempo esconde este despliegue de poder sobre los movimientos del cuerpo y la mente. Es precisamente esta articulación lo que debemos desafiar, cuestionar en su legitimidad y en su sentido mismo, para que toda la máquina de comunicaciones del capitalismo cognitivo pueda ser usada con el objetivo de abrir un debate sobre la crisis del presente. Confrontarse con este dispositivo sistémico a traves de procesos de experimentación social deliberados y delirantes que puedan desmontarlo, descarillarlo, abriendo otros caminos, otro modos de produccion material y de produccion de nosotros mismo: he ahí la contraurgencia del presente.

The Artistic Device. Or, the articulation of collective speech”,  Traducción castellana de Marcelo Expósito, revisada por Brian Holmes.


[1] Véase mi texto “The Potential Personality”, accesible en el archivo de mi trabajo alojado en , sección Meteors [versión castellana: “La personalidad potencial. Transubjetividad en la sociedad de control”, en este volumen, Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial].
[2] Véase y mi “Coded Utopia”, accesible en [versión castellana: “Utopia codificada. Makrolab o el arte de la transición”, en este volumen, Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial].
[3] Véase y mi “Archive and Experience”, accesible en .
[4] Véase el proyecto Corridor X en Anselm Franke (ed.), B-Zone: Becoming Europe and Beyond, KW, Berlín, 2006.
[5]En este sentido, una de las referencias actuales más inspiradoras son las investigaciones radicalmente originales del colectivo feminista madrileño Precarias a la Deriva, [véase también Maribel Casas-Cortés y Sebastián Cobarrubias, “A la deriva por los circuitos de la máquina cognitiva. Circuitos feministas, mapas en red e insurrecciones en la universidad”, en este volumen, Brumaria, nº 7, Arte, máquinas, trabajo inmaterial (NdE)].
[6]Citado del programa de mano de la exposición, cuyo texto está reproducido en Hans-Ulrich Obrist y Barbara Vanderlinden (eds.), Laboratorium, Dumont, Colonia, 2001.
[7]Alain Grosrichar et al., “Le jeu de Michel Foucault”, entrevista publicada en Ornicar?, nº 10, julio de 1977, reimpresa en Foucault, Dits et ecrits, vol. II, Gallimard, París, 2001. En la versión original francesa Foucault utiliza el término dispositif, que en la versión inglesa de su entrevista se ha traducido con un término de resonancias althusserianas, apparatus (“The Confesion of the Flesh”, Power/Knowledge: Selected Interviews and Other Writings, 1972-1977, Random House, Nueva York, 1980). En castellano hemos optado por utilizar el término dispositivo.
[8]La teoría publicada sobre el capitalismo cognitivo, desarrollada primeramente en la órbita de la revista francesa Multitudes, no ha sido muy traducida a inglés ni castellano. Véase en francés Christian Azaïs, Antonella Corsani y Patrick Dieuaide (eds.), Vers un capitalisme cognitif, L’Harmattan, París, 2001; y Carlo Vercellone (ed.), Sommes nous sortis du capitalisme industriel?, La Dispute, París, 2003. En castellano, véase Maurizio Lazzarato, Yann Moulier Boutang, Antonella Corsani, Enzo Rullani et al., Capitalismo cognitivo. Propiedad intelectual y creación colectiva, Traficantes de Sueños, Madrid, 2004, accesible en .
[9]Victor Turner, The Anthropology of Performance, Johns Hopkins University Press, Baltimore, 1987, pág. 24.
[10]El sitio web original, , ya no está operativo; pero varios de sus documentos están ahora disponibles en el sitio del artista: .
[11]Michael Goldberg, “Catching a Falling Knife: a Study in Green, Fear and Irrational Exuberance”, conferencia en la Art Gallery, New South Wales, Sydney, 20 de septiembre de 2003; accesible en .
[12]Con el título NCM open/high/low/close, la performance escenificaba los valores fluctuantes de las acciones de Newcrest Mining Corporation, pero sin incorporar ningún tipo de negocio en tiempo real. Formaba parte de la muestra Auriferous: the Gold Project en la Bathhuyrst Regional Art Gallery, New South Walles, del 22 de abril al 10 de junio de 2001; documentada en la sección Proyectos del sitio .
[13]Karin Knorr Cetina y Urs Bruegger, “’Traders’ Engagement with Markets: A Postsocial Relationship”, en Theory, Culture & Society, vol. 19, nº 5-6, 2002.
[14] Véase .
[15] Karin Knorr Cetina y Urs Bruegger, “’Traders’ Engagement with Markets”, op. cit.
[16]Véase “Urban Screens: Discovering the potential of outdoor screens for urban society”, informe especial del diario on-line First Monday, febrero de 2006, .
[17] Sobre el concepto embeddedness, véase Karin Knorr Cetina y Urs Bruegger, “Global Microstructures: The Virtual Societies of the Financial Markets”, en American Journal of Sociology, vol. 7, nº 4, 2002.
[18]Geert Lovink, entrevista con Michael Goldberg, “Catching a Falling Knife: The Art of Day Trading”, difundido en la lista Nettime el 16 de octubre de 2002, < http://amsterdam.nettime.org/Lists-Archives/nettime-l-0210/msg00080.html>.
[19]Karin Knorr Cetina y Urs Bruegger, “’Traders’ Engagement with Markets”, op. cit.
[20] “ Quienes juegan no sólo se enfrentan a posibles pérdidas, sino que hacen del ‘perder’ un juego o una práctica sofisticada, un dominio en el que desplazar, incrementar, decrecer, predecir, esconder, retrasar e intentar vivir con la suerte”, Karin Knorr Cetina y Urs Bruegger, “Traders Engagements with Markets”, op. cit. Sobre el concepto de deep play, véase infra nota 45.
[21]Sobre la modulación del afecto mediante el uso de las pantallas tecnológicas, véase Nigel Thrift, “Intensities of Feeling: Towards a spatial politics of affect”, en Geografiska Annaler, vol. 86 (B), nº 1, 2004.
[22]Véase David McNeill, “Trading Down: Michael Goldberg and the Art of Speculation”, en Broadsheet, vol. 32, nº 1, 2003, .
[23]Geert Lovink, entrevista con Michael Goldberg, “Catching a Falling Knife”, op. cit.
[24]Bernd Schmitt, Experimental Marketing: How to Get Customers to SENSE, FEEL, THINK, ACT and RELATE to Your Company and Brands, The Free Press, Nueva York, 1999; las citas que vienen a continuación provienen de las págs. Xii, 60 y 234.
[25]Véase John MacKenzie, Perform of Else: From Discipline to Performance, Routledge, Londres, 2001; Maurizio Lazzarato, Les révolutions du capitalisme, Les empêcheurs de penser en rond, París, 2004 [versión castellana: Por una política menor, Traficantes de Sueños, Madrid, 2005].
[26] Sobre la cibernética como teoría general de las ciencias sociales, véase Steve Joshua Heims, The Macy Group, 1956-1953: Constructing a Social Science for Postwar America, MIT Press, Cambridge, Massachusetts, 1991; sobre algunas ideas acerca de las aplicaciones contemporáneas de esta ciencia social, véase especialmente el último capítulo, “Then and Now”, págs. 273-294.
[27]Véase en particular el diagrama titulado “Discursitivé et déterritorialization”, en Cartographies schizoanalytiques, Galilée, París, 1989, pág. 40 [versión castellana: Cartografías esquizoanalíticas, Manantial, Buenos Aires, 1989]. El término “universos de referencia (o de valor)” proviene de una discusión similar en Caosmosis, Manantial, Buenos Aires, 2001.
[28]“Call for abstracts and proposals”, accesible en .
[29]Ephemera: theory & politics in organisation, vol. 5, nº X, número especial, “Web of Capturing the Moving Mind”, accesible en .
[30] “Capturing the Moving Mind: An Introduction”, accesible en . Este texto es anónimo, aunque prácticamente el mismo que el de Akseli Virtanen y Jussi Vähämäki en ephemera, vol. 5, nº X, op. cit.
[31]Gilles Deleuze, Difference and Repetition, Columbia University Press, Nueva York, 1995, pág. 8 [versión castellana Diferencia y repetición, Amorrortu, Buenos Aires, 2000].
[32]Akseli Virtanen y Steffen Böhm, “Web of Capturing the Moving Mind: X”, en ephemera, vol. 5, nº X, op. Cit.
[33]Brett Neilson y Ned Rossiter, “Action without Reaction”, en ibídem.
[34]Véase Victor Turner, “Liminal to Liminoid, in Play, Flow, and Ritual”, From Ritual to Theater, op. cit.
[35] Sobre la noción de performance “posmoderna” o “resistente”, véase Marvin Carlson, Performance: A Critical Introduction, parte III, Routledge, Londres y Nueva York, 1996.
[36] Brett Neilson y Ned Rossiter, “Action without Reaction”, op. cit.
[37]Luca Guzzetti, “What is Art?”, en ephemera, vol. 5, nº X, op. cit.
[38]Won Suk Han, “Thank you for the Jump”, en ibídem.
[39]Bracha L. Ettinger, “Copoiesis”, en ibídem.
[40] Michel Foucault, entrevistado por Gérard Raulet, “Structuralism and Post-Structuralism”, en Politics, Pilosophy, Culture: Interviews and Other Writings of Michel Foucault, 1977-1984, Routledge, Londres, 1988, pág 30.
[41]Michel Foucault, Vigilar y castigar (1975), Siglo XXI, México y Madrid, 2005.
[42]Michel Foucault, The History of Sexuality: An Introduction (1976), Random House, Nueva York, 1978, pág. 114 [versión castellana: Historia de la sexualidad. 1. La voluntad de saber, Siglo XXI, Madrid, 2005].
[43] “Panopticon at UCL – Welcome”, accesible en . Véase también la imagen del Auto Icon de Bentham en , o con mejor calidad en la página de Wikipedia, .
[44]Michel Foucault, La naissance de la biopolitique: Cours au Collège de France, 1978-79, Gallimard/Seuil, París, 2004.
[45]Véase Clifford Geertz, “Juego profundo: notas sobre la riña de gallos en Bali”: “El concepto de ‘juego profundo’ de Bentham se encuentra expuesto en su The Theory of Legislation. Con esta expresión el autor designa el juego en el cual lo que se arriesga es tanto que, desde el punto de vista utilitario, es irracional que los hombres se lancen a semejante juego”, La interpretación de las culturas, traducción de Alberto L. Bixio, Gedisa, Barcelona, 1997, pág. 355.

Fuente: Brumaria.net




Giorgio Agamben – Lo abierto. El hombre y el animal [caps. 1-12]

$
0
0



« S`il n`existoit point d`animaux, la nature de l`home serait encore plus incompréhensible ».
 Georges-Louis Buffon
«Indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturis forum».  TommasoD`Aquino.


1. Teratomorfo.
“En las última tres horas del día, Dios se sienta y juega con el Leviatán, como está escrito: “tu has hecho al Leviatán para jugar con él”.  Talmud, Avoda zara.

En la Biblioteca Ambrosiana de Milán se conserva una Biblioteca judía del siglo XIII que contiene preciosas miniaturas. Las dos últimas páginas del tercer códice están enteramente ilustradas con escenas de inspiración mística y mesiánica. La página 135v ofrece la visión de Ezequiel, pero sin la representación del carro: en el centro están los siete cielos, la luna, el sol y las estrellas, y, en los ángulos, campeando sobre un fondo azul, los cuatro animales escatológicos: el gallo, el águila, el buey y el león. La última página (136r) está dividida en dos mitades; la superior representa los tres animales de los orígenes: el pájaro Ziz (en forma de grifón alado), el buey Behemot y el gran pez Leviatán, inmerso en el mar retorcido sobre sí mismo. La escena que nos interesa en modo particular es, entonos los sentidos, la última, porque con ella terminan tanto el códice como la historia de la humanidad. Representa el banquete mesiánico de los justos en el último día. A la sombra de árboles paradisíacos, y regocijados por la música de dos intérpretes, los justos, con sus cabezas coronadas, se sientan en una mesa ricamente guarnecida. La idea de que en los días del Mesías los justos, que han observado durante toda su vida las prescripciones de la Torá, se reunirán en un banquete con las carnes de Leviatán y Behemot sin preocupación alguna porque su sacrificio haya sido o no kosher, es plenamente familiar para la tradición rabínica. Es sorprendente, sin embargo, un particular al que no nos hemos referido hasta ahora: bajo las coronas el minitaurista ha representado a los justos no con semblantes humanos, sino con una cabeza inequívocamente animal. No sólo volvemos a encontrar aquí, en las tres figuras situadas a la derecha, el pico característico del águila, la roja cabeza del buey y la testa leonina de los animales escatológicos, sino que también los otros dos justos que aparecen en la imagen exhiben grotescos rasgos asnales, el uno, y un perfil de pantera, el otro. Pero también los dos músicos comparecen con la cabeza animal, en particular el de la derecha, más visible, que toca una especie de viola con un inspirado hocico simiesco.
¿Por qué los representantes de esta humanidad llegada a su consumación se configuran con cabezas de animales? Los estudiosos que se han ocupado del problema no han encontrado todavía una explicación satisfactoria. Según Sofia Ameisenowa, que ha dedicado una amplia investigación a este tema, y que intenta aplicar a los materiales de la tradición judía los métodos de la escuela de Aby Warburg, las imágenes de los justos con facciones animales deben relacionarse con el tema gnóstico-astrológico de la representación de los decanos teratomorfos, a través de la doctrina gnóstica según la cual los cuerpos de los justos ( o mejor, de los espirituales), en su ascensión después de la muerte a través de los cielos, se transforman en estrellas y se identifican con las potencias que gobiernan cada cielo.
Según la tradición rabínica, sin embargo, los justos en cuestión no están muertos en absoluto: son, por el contrario, los representantes del resto de Israel, es decir, de los justos que todavía viven en el momento de la venida del Mesías. Como puede leerse en el Apocalipsis de Baruc, 29, 4, “Behemont aparecerá desde su tierra y el Leviatán surgirá del mar: los dos monstruos que he formado en el quinto día de la creación y he conservado hasta aquel día, servirán entonces de alimento para todos los que quedan”. Además, el motivo de la representación teratocéfala de los arcontes gnósticos y de los decanos astrológicos está muy lejos de haber aquietado a los estudiosos y requiere él mismo una explicación. En los textos maniqueos, cada uno de los arcontes corresponde así a una de las partes del reino animal (bípedos, cuadrúpedos, pájaros, peces, reptiles) y a la vez a las “cinco naturalezas” del cuerpo humano (huesos, nervios, venas, carne, piel), de modo que el teratomorfismo de los arcontes remite directamente a la tenebrosa parentela entre el macrocosmos animal y el microcosmos humano (Puech 105). Por otra parte, en el Talmud, el párrafo del tratado en que se menciona al Leviatán como alimento mesiánico de los justos figura después de una serie de haggadoth que parecen referirse a un economía diferente de las relaciones entre lo animal y lo humano. Por lo demás, el que también la naturaleza animal sea transfigurada en el reino mesiánico, es algo que ya estaba implícito en la profecía mesiánica de l Isaías 11 ( que tanto le gustaba a Iván Karamázov) en la que se lee que “serán vecinos el lobo y el cordero / y el leopardo se echará con el cabrito / el novillo y el cachorro pacerán juntos / y un niño pequeño los conducirá”.
No es imposible, por lo tanto, que al atribuir una cabeza animal al resto de Israel, el artista del manuscrito de la Ambrosiana haya pretendido significar que, en el último día, las relaciones entre los animales y los hombres se ordenarán en una forma nueva y que el hombre mismo se reconciliará con su naturaleza animal.

2. Acéfalo
Geroges Bataille había quedado tan impresionado por las efigies gnósticas de arcontes con cabezas de animal que había tenido ocasión de contemplar en el Cabinet des medailles de la Biblioteca Nacional de París, que le dedicó en 1930 un artículo en su revista Document. En la mitología gnóstica, los arcontes son las entidades demoníacas que crean y gobiernan el mundo material, en el que los elementos espirituales y luminosos se encuentran mezclados con los oscuros y corporales, prisioneros de ellos. Las imágenes, reproducidas como documentos de la tendencia del “bajo materialismo” gnóstico a la confusión de formas humanas y bestiales, representan, de acuerdo con las enseñanzas de Bataille, “tres arcontes con cabeza de ánade”, un Iao panmorfo, un “dios con piernas humanas, cuerpo de serpiente y cabeza de gallo”, y, por último, un dios acéfalo con dos cabezas de animales superpuestas. Dos años después la cubierta del primer número de la revista Acéphale, diseñada por André Masson, exhibía como enseña de la “conjura sagrada” urdida por Bataille con un pequeño grupo de amigos, una figura humana desnuda y carente de cabeza (“El hombre ha huido de su cabeza, como el condenado de la prisión”, reza el texto programático: Bataille, 6) no implicaba necesariamente una remisión a la animalidad; las ilustraciones del numero 3-4 de la revista, donde el mismo desnudo del primer número porta ahora una majestuosa cabeza de toro, dan testimonio de una aporía que va unida a la totalidad del proyecto del autor.
Entre los motivos centrales de la lectura hegeliana de Kojève, de quien Bataille había sido oyente en la Ecole des Hautes Etudes, figuraba el problema del final de la historia y de la figura que el hombre y la naturaleza asumirían en el mundo post-histórico, cuando el paciente proceso del trabajo y de la negación, por medio del cual el animal de la especie Homo Sapiens deviene humano, alcanzara su consumación. Según un gesto muy característico en él, Kojève dedica a este problema capital sólo una nota del curso 1938-39:
“La desaparición del Hombre al final de la Historia no es, pues, una catástrofe cósmica: el Mundo natural sigue siendo lo que es desde la eternidad. Y tampoco es una catástrofe biológica: el Hombre permanece en vida como animal que está en acuerdo con la Naturaleza o con el Ser dado. Lo que desaparece es el Hombre propiamente dicho, es decir, la acción negadora de lo dado y del Error o, en general, el Sujeto opuesto al Objeto. De hecho, el final del Tiempo humano o de la Historia, es decir, la aniquilación definitiva del hombre propiamente dicho o del individuo libre e histórico, significa sencillamente la cesación de la Acción en el sentido fuerte del término. Lo que quiere decir prácticamente: la desaparición de la guerra y de las revoluciones sangrientas. Y además la desaparición de la Filosofía; porque cuando el Hombre mismo no cambia ya esencialmente, ya no hay razón para cambiar los principios (verdaderos) que están en la base de su conocimiento del Mundo y de sí. Pero todo el resto puede mantenerse indefinidamente; el arte, el amor, el juego, etc., y, en definitiva, todo lo que hace al hombre feliz”. (Kojève, 434-435)
El conflicto entre Bataille y Kojève se refiere propiamente a ese “resto” que sobrevive a la muerte del hombre que vuelve a ser animal al final de la historia. Lo que el alumno – que tenía cinco años más que el maestro – no podía aceptar de ninguna manera era que “el arte, el amor, el juego”, como también la risa, el éxtasis o el lujo (que, revestidos de un aura de excepcionalidad, estaban en el centro de las preocupaciones de Acéphale y, dos años mas tarde, del Collège de Sociologie), dejaran de ser sobrehumanos, negativos y sagrados para ser simplemente restituidos a la praxis animal. Para el pequeño grupo de inciados cuarentones, que no temían desafiar el ridículo al escenificar “la alegría ante la muerte” en los pequeños bosques de la periferia parisina, ni, algo después, en plena crisis europea, jugar a “aprendices de brujo”, predicando el regreso de los pueblos europeos a la “vieja casa del mito”, el ser acéfalo entrevisto por un instante en su experiencia privilegiada podía, quizá, no ser humano ni divino; animal, empero, no debía serlo en ningún caso.
Por supuesto, lo que también se ventilaba en este punto era el problema de la interpretación de Hegel, un terreno donde la autoridad de Kojève era particularmente amenazadora. Si la historia no es más que el paciente trabajo dialéctico de la negación, y el hombre es el sujeto y, al tiempo, lo que se pone en juego en esta acción negadora, la culminación de la historia implicaba necesariamente el fin del hombre: el rostro del sabio que, alcanzado el límite del tiempo, contempla satisfecho este final toma necesariamente, como en la miniatura de la Ambrosiana, la forma de un hocico animal.
Por eso mismo, como manifiesta en su carta a Kojève del 6 de diciembre de 1937, Bataille tiene que apostar por la idea de una “negatividad sin empleo”, es decir, de una negatividad que sobrevive, no se sabe cómo, al final de la historia y de la que no le es dado proporcionar otra prueba que su propia vida, “la herida abierta que es mi vida”:
“Admito (como suposición verosímil) que a partir de ahora la historia se ha acabado (excepción hecha del epilogo). Sin embargo, yo me represento las cosas de manera diferente… Si la acción (“el hacer”) es – como dice Hegel – la negatividad, se plantea entonces el problema de saber si la negatividad de quien no tiene “ya nada que hacer” desaparece o bien subsiste en el estado de “negatividad sin empleo”: personalmente, no puedo decidirme más que en una dirección, al ser yo mismo exactamente esta “negatividad sin empleo” (no podría definirme de manera más precisa). Reconozco que Hegel ha previsto esta posibilidad, si bien no la ha situado en el final de los procesos que ha descrito. Imagino que mi vida – o, mejor todavía, su aborto, la herida abierta que es mi vida – constituye por sí misma la refutación del sistema cerrado de Hegel”. (Hollier, 170-171)
El fin de la historia lleva consigo, en consecuencia, un “epilogo” en que la negatividad humana se conserva como “resto” en las formas del erotismo, de la risa, del júbilo ante la muerte. En la luz incierta de este epílogo, el sabio, soberano y consciente de sí, ve pasar antes sus ojos no cabezas animales, sino las figuras acéfalas de unos hommes farouchement religieux, “amantes” o “aprendices de brujo”. Pero el epílogo se revelaría frágil. En 1939, cuando la guerra era ya inevitable, una declaración del Collège de Sociologie traduce su impotencia al denunciar la pasividad y la ausencia de reacciones frente a la guerra, como una forma masiva de “desvirilización”, que transforma a los hombres en una suerte de “ovejas conscientes y resignadas al matadero” (Hollier, 58-59). Aunque fuera en un sentido diverso de aquel que tenía en mente Kojève, los hombres habían vuelto a ser verdaderamente animales.

3. Esnob
“Ningún animal puede ser esnob”.
Alexandre Kojève
En 1968, con ocasión de la segunda edición de la Introduction, cuando el discípulo-rival llevaba seis años muerto, Kojève vuelve al problema del devenir animal del hombre. Y lo hace, una vez más, en forma de una nota adjunta a la nota de la primera edición (si el texto de la Introduction está compuesto esencialmente de los apuntes recogidos por Queneau, las notas son la única parte del libro que con toda seguridad procede de la mano de Kojève). Esa primera nota – señala – era ambigua, por que si admite que en el final de la historia el hombre “propiamente dicho” debe desaparecer, no se puede pretender coherentemente que “todo el resto” ( el arte, el amor, el juego) pueda mantenerse indefinidamente.
“Si el hombre re-deviene un animal, sus artes, sus amores y sus juegos deberán re-devenir también puramente “naturales”. Así pues, habría que admitir que después del fin de la Historia, los hombres construirán sus edificios y sus obras de arte como los pájaros construyen sus nidos y las arañas tejen sus telas, que ejecutarán conciertos musicales de la misma forma que las ranas y cigarras, que jugarán como juegan los animales jóvenes y se entregarán a su amor igual que lo hacen los animales adultos. Pero no se puede decir, entonces, que todo eso “hace feliz al Hombre”. Habría que decir que los animales pos-históricos de la especie Homo sapiens (que vivirán en la abundancia y en plena seguridad) estarán contentos en función de su comportamiento artístico, erótico y lúdico, visto que, por definición, se contentarán con él. (Kojève, 436)
La aniquilación definitiva del hombre en sentido propio debe implicar también, no obstante, de manera necesaria la desaparición del lenguaje humano, sustituido por señales sonoras o mímicas comparables con el lenguaje de las abejas. Pero en tal caso, argumenta Kojève, lo que desaparecería no sería sólo la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, sino la propia posibilidad de una sabiduría como tal.
En este punto la nota enuncia una serie de tesis sobre la filosofía de la historia y sobre la situación actual del mundo, en que no es posible distinguir entre la seriedad absoluta y una ironía no menos absoluta. Así nos enteramos de que, en los años inmediatamente posteriores a la redacción de la primera nota (1946), el autor había comprendido que el “final hegeliano-marxista” de la historia no era un acontecimiento futuro, sino algo que ya se había consumado. Después de la batalla de Jena, la vanguardia de la humanidad alcanzó virtualmente el término de la evolución histórica del hombre. Todo lo que ha venido después – comprendidas de las dos guerras mundiales, el nazismo y la sovietización de Rusia – no representa más que un proceso de aceleración encaminado a alinear el resto del mundo con los países más avanzados de Europa. En ese momento, sin embargo, numerosos viajes a Estado Unidos y la Rusia soviética, realizados entre 1948 y 1958 (es decir, cuando Kojève era ya un alto funcionario del gobierno francés), le convencieron de que, en la vía que conduce a la realización de la condición post-histórica, “los rusos y los chinos no son todavía más que norteamericanos pobres, en vías de rápido enriquecimiento, eso sí”, mientras que los Estados Unidos han alcanzado ya el “estadio final” del “comunismo marxista” (Kojève, 436-437) . De aquí la conclusión que “el American way of life (es) el género de vida propio del período post-histórico, y que la presencia actual de los Estados Unidos en el mundo prefigura el futuro “presente eterno” de toda la humanidad. Así, el retorno del Hombre a la animalidad aparece entonces no ya como una posibilidad todavía por venir, sino como una certeza ya presente”. (Kojève, 437)
No obstante, en 1959, un viaje a Japón iba a producir un nuevo cambio de perspectiva. En Japón Kojève tuvo ocasión de observar directamente una sociedad que, a pesar de vivir en condiciones post-históricas, no había dejado por ello de ser “humana”:
“La civilización japonesa “post-histórica” ha tomado unas vías diametralmente opuestas a la “vía americana”. Sin duda, en Japón no ha habido nunca una Religión, una Moral ni una Política en el sentido “europeo” o “histórico” de estas palabras. Pero el Esnobismo en estado puro ha creado allí unas disciplinas negadoras del dato “natural” o “animal” que han sobrepasado con mucho en eficacia a aquellas que nacían, en Japón o en otros lugares, de la Acción “histórica”, es decir, de las Luchas guerreras o revolucionarias o del Trabajo forzado. Es verdad que esas cumbres (no igualadas en ninguna otra parte) del esnobismo específicamente japonés que son el teatro Nô, la ceremonia del té o el arte de los ramos de flores han sido y siguen siendo todavía patrimonio exclusivo de los nobles y de los ricos. Pero, a pesar de las desigualdades económicas y sociales persistentes, todos los japoneses, sin excepción, son capaces en la actualidad de vivir en función de valores totalmente formalizados, es decir, vacíos por completo de cualquier contenido “humano” en el sentido de “histórico”. Así, en última instancia, todo japonés es capaz en principio de proceder, por puro esnobismo, a un suicidio perfectamente “gratuito” (la clásica espada del samurai puede ser sustituida por un avión o un torpedo), que no tiene nada que ver con el arriesgar la vida en una lucha llevada a cabo en función de valores “históricos” con un contenido social o político. Lo que parece permitir creer que la interacción recientemente iniciada entre Japón y el Mundo occidental conducirá a fin de cuentas no a una rebarbarización de los japoneses, sino a una “japonización” de los occidentales (comprendidos los rusos).
Ahora bien, visto que ningún animal puede ser esnob, cualquier época post-histórica “japonizada” será específicamente humana. No habrá, pues, un “aniquilamiento definitivo del Hombre propiamente dicho”, mientras que haya animales de la especie Homo sapiens que puedan servir de soporte “natural” a lo que de humano hay entre los hombres”. (Ibid., 437)
El tono de burla que Bataille reprochaba a su maestro cada vez que éste trataba de describir la condición post-histórica alcanza su cima en esta nota. No sólo el American way of life es equiparado a una vida animal, sino que el sobrevivir del hombre a la historia en forma del esnobismo japonés se asemeja a una versión más elegante (aunque quizá paródica) de esa “negatividad sin empleo” que Bataille trataba de definir a su manera, ciertamente más ingenua, y que a Kojève le debía de parecer de mal gusto.
Tratemos de reflexionar sobre las implicaciones teóricas de esta figura post-histórica de lo humano. El que la humanidad sobreviva a su drama histórico parece insinuar sobre todo entre la historia y su final, una franja de ultrahistoria que recuerda el reino mesiánico de mil años que tanto en la tradición judía como en la cristiana, se instaurará sobre la tierra entre el último acontecimiento mesiánico y la vida eterna (lo que no causa asombro en un pensador que había dedicado su primer trabajo a la filosofía de Soloviev, cuajada de motivos mesiánicos y escatológicos). Pero es decisivo que, en esa franja ultrahistórica, el mantenerse humano del hombre supone la supervivencia de los animales de la especie Homo sapiens que deben servirle de soporte. En efecto, en la lectura hegeliana que lleva a cabo Kojève, el hombre no es una especie biológicamente definida ni una sustancia dada de una vez para siempre: es, más bien, un campo de tensiones dialécticas cortado desde siempre por cesuras que separan en todo momento en su seno – por lo menos virtualmente – la animalidad “antropófora” y la humanidad que en ella se encarna. El hombre sólo existe históricamente es esta tensión: humano sólo puede serlo en la medida en que trasciende y transforma al animal antropóforo que le sostiene, sólo porque, mediante la acción negadora, es capaz de dominar y, eventualmente, de destruir su animalidad misma (es en este sentido en el que Kojève puede escribir que “el hombre es una enfermedad mortal del animal”: 554).
Pero ¿qué es de la animalidad humana en la post-historia? ¿Qué relación hay entre el esnob japonés y su cuerpo animal, y entre éste y la criatura acéfala entrevista por Bataille? Por otra parte, en la conexión entre el hombre y el animal antropóforo, Kojève privilegia el aspecto de la negación y de la muerte y parece no ver el proceso en virtud del cual, en la modernidad, el hombre (o el Estado en su lugar) empieza, por el contrario, a asumir el cuidado de su propia vida animal y la vida natural pasa a ser el objetivo de lo que Foucault ha denominado el biopoder. Quizá el cuerpo del animal antropóforo (el cuerpo del siervo) es el resto no resuelto que el idealismo ha dejado en herencia al pensamiento y las aporías de la filosofía coinciden en las aporías de este cuerpo irreduciblemente tenso y dividido entre animalidad y humanidad.

4. Mysterium disiunctionis
Para quien lleve a cabo una investigación “genealógica” del concepto de vida en nuestra cultura, una de las primeras y más instructivas observaciones es que éste no se define nunca como tal. Pero por indeterminado que quede se articula y divide, no obstante, en cada momento, mediante una serie de cesuras y de oposiciones que el confieren una función estratégica decisiva en ámbitos tan aparentemente alejados como la filosofía, la teología, la política y, ya mas tarde, la medicina y la biología. Es decir, todo sucede como si, en nuestra cultura, la vida fuese aquello que no puede ser definido, pero que, precisamente por ello, tiene que ser incesantemente articulado y dividido.
En la historia de la filosofía occidental, esta articulación estratégica se produce en un momento bien definido. Es el momento en que en el De anima, Aristóteles aísla, entre los varios modos en que se dice el término “vivir” el más general y separable:
“El animal se distingue de lo inanimado mediante el vivir. Pero vivir se dice de muchos modos, y diremos que algo vive cuando subsiste por lo menos uno de ellos: el pensamiento, la sensación, el movimiento y el reposo según el lugar, el movimiento según la nutrición, la destrucción y el crecimiento. Por esto todas las especies vegetales nos parecen también dotadas de vida. Es evidente, en efecto, que los vegetales tienen en sí mismos un principio y una potencia que les permite crecer y destruirse en direcciones opuestas… Este principio puede darse sin que se den los otros, mientras que, en los mortales, los otros no pueden darse sin él. Esto se hace evidente en los vegetales, en los que no hay ninguna otra potencia del alma. El vivir pertenece, pues, a los vivientes en virtud de tal principio… Llamamos potencia nutritiva (threptikón) a esa parte del alma de la que participan también los vegetales”. (Aristóteles, 413a, 20; 413b, 8)
Es importante observar que Aristóteles no define en modo alguno qué es la vida: se limita a descomponerla a partir del aislamiento de la función nutritiva, para después proceder a rearticularla en una serie de potencias y facultades distintas y correlacionadas (nutrición, sensación, pensamiento). Vemos aquí en acción el principio del fundamento que constituye el dispositivo estratégico por excelencia del pensamiento de Aristóteles. Consiste en reformular toda pregunta sobre “¿qué es?” como una pregunta sobre “¿En virtud de qué (dia ti) pertenece algo a algo distinto?”. Preguntar por qué se dice que un cierto ser es viviente, significa buscar el fundamento en virtud del cual el vivir pertenece a este ser. Es necesario, pues, que entre los diferentes modos en que el vivir se dice, uno de ellos se separe de los demás hasta el final, para convertirse en el principio mediante el cual la vida puede ser atribuida a un ser determinado. En otras palabras, lo que ha sido separado y dividido (en este caso, la vida nutritiva) es precisamente lo que permite construir – en una suerte de divide et impera – la unidad de la vida como articulación jerárquica de una serie de facultades y oposiciones funcionales.
El aislamiento de la vida nutritiva ( a la que ya los comentaristas antiguos denominaban vegetativa) constituye un acontecimiento, en cualquier sentido fundamental, para la ciencia occidental. Cuando, muchos siglos después, Bichat, en sus Recherches phsysiologiques sur la vie et sur la mort, distingue de la “vida animal”, definida por la relación con un mundo exterior, una “vida orgánica”, que no es más que una “sucesión habitual de asimilaciones y excreciones” (Bichat, 61), es todavía la vida nutritiva de Aristóteles la que establece el oscuro fondo sobre el que destaca la vida de los animales superiores. Según Bichat, es como si en cada organismo superior conviviesen “dos animales”: l`nimal existant au-dedans[1], cuya vida – “orgánica” en la definición de Bichat – no es más que la repetición de una serie de funciones ciegas y privadas de conciencia (circulación de la sangre, respiración, asimilación, excreción), y l`animal vivant au-dehors[2], cuya vida – la única que para Bichat merece el nombre de “animal” – se define por medio de la relación con el mundo exterior. En el hombre estos dos animales cohabitan, pero no coinciden: la vida orgánica del animal-de-adentro empieza en el feto antes de la propiamente animal, y, en el envejecimiento y la agonía, sobrevive a la muerte del animal-de-afuera.
Resulta superfluo recordar la importancia estratégica que ha tenido en la historia de la medicina moderna el reconocimiento de esta separación entre funciones de la vida vegetativa y funciones de la vida de relación. Los éxitos de la cirugía moderna y de la anestesia se basan precisamente, entre otras cosas, en la posibilidad de dividir y a la vez, articular los dos animales de Bichat. Y cuando, como ha puesto de manifiesto Foucault, el Estado moderno, a partir del siglo XVII, empieza a incluir entre sus tareas esenciales el cuidado de la vida de la población y transforma así su política en biopolítica, realiza su verdadera vocación, esencialmente mediante la progresiva generalización y redefinición del concepto de vida vegetativa (que ahora coincide con el patrimonio biológico de la nación). Y todavía hoy, en las discusiones sobre la definición ex lege de los criterios de la muerte clínica, es un reconocimiento ulterior de esta nuda vida – desconectada de toda actividad cerebral y por así decirlo de todo sujeto – la que decide si un cuerpo puede considerarse vivo o debe ser entregado a la peripecia extrema de los transplantes.
La división de la vida en vegetal y de relación, orgánica y animal, animal y humana, se desplaza pues al interior del viviente hombre como una frontera móvil, y, sin esta íntima cesura, la decisión misma sobre lo que es humano y lo que no lo es sería, probablemente, imposible. La posibilidad de establecer una oposición entre el hombre y los demás vivientes y, al propio tiempo, de organizar la compleja – y no siempre edificante – economía de las relaciones entre los hombres y los animales, sólo se da porque algo como una vida animal se ha separado en el interior del hombre, sólo porque la distancia y la proximidad con el animal se han mensurado y reconocido sobre todo en lo más íntimo y cercano.
Pero si eso es verdad, si la cesura entre lo humano y lo animal se establece fundamentalmente en el interior del hombre, lo que debe plantearse de un modo nuevo es la propia cuestión del hombre, y del “humanismo”. En nuestra cultura, el hombre ha sido pensado siempre como la articulación y la conjunción de un cuerpo y de un alma, de un viviente y de un logos, de un elemento natural (o animal) y de un elemento sobrenatural, social o divino. Ahora tenemos que aprender a pensar, muy de otro modo, al hombre como lo que resulta de la desconexión de esos dos elementos, e investigar no el misterio metafísico de la conjunción, sino el misterio práctico y político de la separación. ¿Qué es el hombre, si es siempre el lugar – y a la vez, el resultado – de divisiones y cesuras incesantes? Trabajar sobre estas divisiones, preguntarse de qué modo – en el hombre- el hombre ha sido separado del no-hombre y el animal de lo humano, es más urgente que tomar posición sobre las grandes cuestiones, sobre los llamados valores y derechos humanos. Y, quizá, hasta la esfera más luminosa de las relaciones con lo divino dependa, de algún modo, de esa otra esfera, más oscura, que nos separa del animal.
[1] “El animal que existe dentro”.
[2] “El animal que vive afuera”.

5. Fisiología de los bienaventurados.
¿Qué es este Paraíso, sino la taberna de una incesante
comilona y el prostíbulo de torpezas permanentes?
Guillermo de París.
La lectura de los tratados medievales sobre la integridad y las propiedades de los cuerpos resucitados es, desde este punto de vista, particularmente instructiva. El problema que los Padres tenían que afrontar era sobre todo el de la identidad entre el cuerpo resucitado y el cuerpo que a los hombres les había tocado en suerte durante su vida. Tal identidad parecía implicar en rigor que toda la materia que había pertenecido al cuerpo del muerto habría de resucitar y recuperar su lugar en propio en el organismo bienaventurado. Pero es precisamente aquí donde empezaban las dificultades. Si, por ejemplo, a un ladrón – más tarde arrepentido y redimido – se le había amputado una mano ¿debía ésta volver a unirse al cuerpo en el momento de la resurrección? Y la costilla de Adán – se pregunta Tomás de Aquino – a partir de la cual se formó el cuerpo de Eva, ¿resucitará en ésta o en Adán? Por otra parte, de acuerdo con la ciencia medieval, los alimentos se transforman en carne viviente por medio de la digestión. En el caso de un antropófago, que se ha alimentado de otros cuerpos humanos, eso supondría que, en la resurrección, una misma materia se reintegraría en varios individuos. ¿Y qué decir de los cabellos y de la uñas? ¿Y del esperma, del sudor, de la leche, de la orina y de las otras secreciones? Si los intestinos resucitan – argumenta un teólogo – tendrán que hacerlo llenos o vacíos. Si están llenos, significa que hasta las inmundicias resucitarán; si están vacíos, tendremos entonces un órgano que ya no tendrá natural alguna.
El problema de la identidad y de la integridad del cuerpo resucitado se convierte así muy pronto en el de la fisiología de la vida bienaventurada. ¿En qué forma habrán de ser concebidas las funciones vitales del cuerpo paradisíaco? Para orientarse en un terreno tan accidentado, los Padres tenían a su disposición un paradigma útil: el cuerpo edénico de Adán y Eva antes de la caída. “Lo que Dios planta en las delicias de la eterna y bienaventurada felicidad – escribe Scoto Erigena – es la misma naturaleza humana creada a la imagen de Dios” (Scoto, 822). En esta perspectiva, la fisiología del cuerpo bienaventurado podía presentarse como una restauración del cuerpo edénico, arquetipo de la incorrupta naturaleza humana. Pero esto implicaba algunas consecuencias que los Padres no se atrevían a aceptar en su integridad. Desde luego, como había explicado Agustín, la sexualidad de Adán antes de la caída no se parecía a la nuestra, visto que sus partes sexuales podían moverse a voluntad no de otro modo que las manos y los pies, de forma que la unión sexual podía producirse sin necesidad de ningún estímulo de la concupiscencia. Y el alimento de Adán era infinitamente más noble que el nuestro, porque consistía exclusivamente en los frutos de los árboles del paraíso. Pero, aun así, ¿cómo concebir el uso de los órganos sexuales, e incluso de los alimentos, por los bienaventurados?
En efecto, si se admitía que los resucitados hacían uso de la sexualidad para reproducirse y de la comida para alimentarse, ello implicaba que el número de hombres se incrementaría infinitamente, como infinita sería la mudanza de su forma corporal, y que existirían innumerables bienaventurados que no habrían vivido antes de la resurrección y cuya humanidad sería pues, imposible definir. Las dos funciones principales de la vida animal – la nutrición y la generación – están ordenadas a la conservación del individuo y de la especia; pero, después de la resurrección, el género humano alcanzaría un número preestablecido y, en ausencia de la muerte, las dos funciones serían completamente inútiles. Además, si los resucitados siguieran comiendo y reproduciéndose, el Paraíso no sería suficientemente grande no ya para dar cabida a todos, sino incluso para recoger excrementos, lo que justifica la irónica invectiva de Guillermo de París: maledicta Paradisus in qua tantum cacatur!
Pero había una doctrina aún más insidiosa, que sostenía que los resucitados se servirían del sexo y de la comida no para la conservación del individuo y de la especie, sino – desde el momento en que la bienaventuranza consiste en la perfecta operación de la naturaleza humana – a fin de que en el Paraíso todo en el hombre fuera bienaventurado, tanto en el orden de las potencias corporales como en el de las espirituales. Contra tales herejes – que asimila a los mahometanos y a los judíos – Tomás de Aquino, en las cuestiones De resurrectione añadidas a la Summa theologica, recalca con toda firmeza la exclusión del Paraíso del usus veneorum et ciborum. La resurrección – enseña – se ordena no a la perfección de la vida natural del hombre, sino sólo a esa perfección última que es la vida contemplativa.
Así pues, las operaciones naturales que se ordenan a producir o conservar la primera perfección de la naturaleza humana, no existirán en la resurrección… Y como el comer, beber, dormir y engendrar pertenecen a la vida animal, pues están ordenados a la primera perfección natural, no se darán en la resurrección. (Tomás de Aquino 1955, 51-52)
El mismo autor que poco antes había afirmado que el pecado del hombre no había cambiado en nada la naturaleza y la condición de los animales, proclama ahora sin reservas que la vida animal está excluida del Paraíso, que la vida bienaventurada no es en ningún caso una vida animal. En consecuencia, tampoco las plantas y los animales tendrán cabida en el Paraíso, “se corromperán según el todo y según la parte” (ibid). En el cuerpo de los resucitados, las funciones animales permanecerán “ociosas y vacías” exactamente como, según la teología medieval, después de la expulsión de Adán y Eva, el Edén queda vacío de cualquier vida humana. No toda la carne será salvada, y en la fisiología de los bienaventurados, la oikonomía divina de la salvación deja un resto irredimible.

6. Cognitio Experimentalis
Ahora nos es ya posible anticipar algunas hipótesis provisionales sobre las razones que hacen tan enigmática la representación de los justos con cabeza animal en la miniatura de la Ambrosiana. El final mesiánico de la historia o el cumplimiento de la oikonomía divina de la salvación definen un umbral crítico, en que la diferencia entre lo animal y lo humano, tan decisiva para nuestra cultura, está amenazada de desaparición. Es decir, la relación entre el hombre y el animal delimita un ámbito esencial, en el que la investigación histórica tiene que confrontarse necesariamente con esa franja ultrahistórica a la que no se puede acceder sin apelar a la filosofía primera. Como si la determinación de la frontera entre lo humano y lo animal no fuera una cuestión más entre las que debaten filósofos y teólogos, científicos y políticos, sino una operación metafísico-política fundamental, en la que sólo puede decidirse y producirse algo como un “hombre”. Si vida animal y vida humana se superpusieran perfectamente, ni el hombre ni el animal – ni quizá tampoco lo divino – serían ya pensables. Por eso la llegada a la post-historia implica de modo necesario la reactualización del umbral prehistórico en que aquella frontera quedó definida. El Paraíso siembre la duda sobre el Edén.
En un párrafo de la Summa, que lleva el significativo título de Ultrum Adam un statu innocentiae animalibus domesticus dominaretur, santo Tomás parece aproximarse al centro del problema, evocando un “experimento cognitivo” que tendría su lugar propio en la relación entre el hombre y el animal.
“En el estado de inocencia – escribe – los hombres no precisaban de los animales por necesidad física. Ni para cubrirse, porque no se avergonzaban de su desnudez, ya que no tenían ningún impulso de concupiscencia desordenada; ni para alimentarse, ya que obtenían su subsistencia de los árboles del paraíso; no como medio de transporte, por el vigor de sus cuerpos. En realidad sólo los necesitaban para extraer conocimiento experimental de su naturaleza (indigebant tamen eis ad experimentalem cognitionem sumendam de naturas forum). Esto se nos muestra por el hecho de que Dios condujo a los animales ante Adán para que les diera un nombre que designara su naturaleza.
( Tomás de Aquino 1963, 193)
Lo que tendremos que tratar de captar es todo lo que está en juego en esta cognitio experimentalis. Quizá no sólo la teología y la filosofía, sino también la política, la ética y la jurisprudencia están en tensión y en suspenso en la diferencia entre el hombre y el animal. El experimento cognitivo que se cuestiona en esta diferencia concierne en última instancia a la naturaleza del hombre – más precisamente a la producción y la definición de esta naturaleza -, es un experimento de hominis natura. Cuando la diferencia se anula y los dos términos entran en una relación de vaciamiento recíproco – como parece suceder hoy – también desaparece la diferencia entre el ser y la nada, lo lícito y lo ilícito, lo divino y lo demoníaco, y, en su lugar, aparece algo para lo que ni siquiera parecemos disponer de nombres. Quizá también los campos de concentración y de exterminio son un experimento de este género, un intento extremo y monstruoso de decidir entre lo humano y lo inhumano, que ha terminado por arrastrar en su ruina la propia posibilidad de la distinción.

7. Taxonomías.
“Cartesius certe non vidit simios”[1].
Carlo Linneo.
Linneo, el fundador de la taxonomía científica moderna, tenía debilidad por los monos. Y es probable que tuviera ocasión de verlos de cerca durante su estancia de estudios en Amsterdam, que era entonces un centro importante para el comercio de ani­males exóticos. Mas tarde, ya de vuelta a Suecia y convertido en protomédico real, reunió en Upsala un pequeño zoo, que incluía monos de diferentes especies, entre los que, según se cuenta, tenia predilección por un macaco hembra de nombre Diana. En cualquier caso, no estaba dispuesto a conceder fácilmente a los teólogos que los monos, como los restantes bruta, se distinguieran sustancialmente de los hombres por estar privados de alma. Una nota al Systema naturae liquida expeditivamente la teoría cartesiana que concebía a los animales en paridad con los automata mechanica, con una afirmación que deja ver su enojo: “evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. Y en un escrito posterior, que lleva por titulo Menniskans Cousiner, primos del hombre, explica hasta qué punto es arduo señalar, desde el punto de vista de las ciencias de la naturaleza, la diferencia entre los monos antropomorfos y el hombre. No se trata, desde luego, de que no advirtiera la clara diferencia que separa al hombre del animal en el plano moral y religioso:
“El hombre es el animal al que el Creador ha encontrado digno de honrar con una mente tan maravillosa y ha querido hacerle su favorito, reservándole una existencia mas noble; Dios llega incluso a enviar a la tierra a su único hijo para salvarle.” (Linneo 1955, 4)
Pero todo esto, concluía,“pertenece a otro foro; en mi laboratorio debo proceder como el zapatero en su banco y considerar al hombre y su cuerpo como un naturalista, que no consigue encontrar ningún carácter que le distinga de los monos mas que el hecho de que estos últimos tienen un espacio vacío entre los caninos y los otros dientes.” (Ibíd.)
El gesto perentorio con que, en el Systema naturae, inscribe al Hombre en el orden de los Anthropomorpha (que, a partir de la décima edición de 1758, son llamados Primates) junto a Simia, Lemury Vespertilio (el murciélago) no puede, pues, sor­prendernos. Por otra parte, a pesar de las polémicas que su gesto no dejó de suscitar, el problema estaba ya en cierto modo en el aire. Bastante antes John Ray, en 1693, había singulari­zado entre los cuadrúpedos al grupo de los Anthropomorpha, “semejantes al hombre”. En general, en el Antiguo Régimen las fronteras de lo humano eran mucho más inciertas y fluc­tuantes de lo que serian en el siglo XIX, a partir del desarrollo de las ciencias humanas. Hasta el siglo XVIII, el lenguaje, que se convertiría después en el signo distintivo por excelencia de lo humano, pasaba por encima de los órdenes y las clases, por­que se sospechaba que hasta los pájaros hablaban. Un testigo tan fiable como John Locke refiere como cosa más o menos cierta la historia del papagayo del príncipe de Nassau, que era capaz de sostener una conversación y de responder a las pre­guntas “como una criatura razonable”. Además, la demarcación física entre el hombre y otras especies implicaba unas zonas de indiferencia en las que no era posible asignar identidades cier­tas. Una obra científica seria como la Ichtiologia de Peter Artedi (1738) mencionaba todavía a las sirenas junto a las focas y los leones marinos, y el propio Linneo, en su Pan Europaeus, clasifica a la sirena -a la que el anatomista danés Caspar Bartholin todavía llamaba Homo marinus- al lado del hombre y el mono. Por otra parte, también el límite entre los monos antro­pomorfos y algunas poblaciones primitivas era todo menos claro. La primera descripción de un orangután por el medico Nicolas Tulp en 1641 subraya los aspectos humanos de este Homo sylvestris (tal es el significado de la expresión malaya orang-utan); y seria necesario esperar hasta la disertación de Edward Tyson “Orang-Outang”, sive Homo Sylvestris, or the Ana­tomy of a Pygmie (1699) para que la diferencia física entre el mono y el hombre se estableciera por primera vez sobre las sa­lidas bases de la anatomía comparada. Aunque esta obra sea considerada como una suerte de incunable de la primatología, la criatura a la que Tyson denomina “pigmeo” (a la que dis­tinguen del hombre desde un punto de vista anatómico cuarenta y ocho caracteres, y treinta y cuatro del mono) representa aún para él un tipo de “animal intermedio” entre el mono y el hom­bre, que se sitúa con respecto a este en una relación simétricamente opuesta al ángel.
“El animal cuya anatomía he proporcionado -escribía Tyson a lord Falconer en su dedicatoria- es el más cercano a la hu­manidad y parece constituir el nexo entre lo animal y lo ra­cional, de la misma forma que Su Señoría y las personas de su rango se aproximan por conocimiento y sabiduría a ese género de criaturas que están inmediatamente por encima de nosotros.”
Basta con una simple mirada al título completo de la diser­tación para darse cuanta de como las fronteras de lo humano estaban amenazadas entonces no solo por animales verdade­ros, sino también por las criaturas de la mitología: Orang-Ou­tang, sive Homo Sylvestris, or the Anatomy of a Pygmie Compared with that of a Monkey, an Ape and a Man, to which is Added a Philological Essay Concerning the Pygmies, the Cy­nocephali, the Satyrs and Sphinges of the Ancients: Wherein it Will Appear that They are Either Apes or Monkeys, and not Men, as Formerly Pretended.
En verdad, el genio de Linneo no consiste tanto en la reso­lución con que inscribe al hombre entre los primates, como en la ironía con que - estableciendo una diversidad con res­pecto a las demás especies— se abstiene de añadir al nombre genérico Homo cualquier contraseña especifica salvo el viejo adagio filosófico: nosce te ipsum[2]. Y aunque, en la décima edi­ción, la denominación completa pasa a ser Homo sapiens, el nuevo epíteto no representa, con toda evidencia, una descrip­ción, sino que es tan solo una trivialización de aquel adagio que, por lo demás, se mantiene junto al término Homo. Merece la pena reflexionar sobre esta anomalía taxonómica, que ins­cribe como diferencia especifica un imperativo, no un dato.
Un análisis del Introitus que abre el Systema no deja dudas en cuanto al sentido que Linneo atribuía a su lema: el hombre no tiene ninguna identidad especifica, si no es la de poderse re­conocer. Pero definir lo humano no mediante una nota characteristica, sino en virtud del conocimiento de si mismo, significa que es hombre aquel que se reconozca como tal, que el hombre es el animal que debe reconocerse como humano para serlo. En el momento del nacimiento, escribe en efecto Linneo, la naturaleza ha arrojado al hombre “desnudo sobre la desnuda tierra”, incapaz de conocer, hablar, caminar, alimentarse, a no ser que todo esto le sea enseñado (Nudus in nuda terra… cui scire nichil sine doctrina non fari, non ingredi, non vesci, non aliud naturae sponte). Solo deviene el mismo si se eleva por encima del hombre (o quam contempta res est homo, nisi supra humana se erexerit: Linneo 1735, 6).
En una carta a un crítico, Johann Georg Gmelin, que le había objetado que en el Systema el hombre parece haber sido crea­do a imagen del mono, Linneo responde alegando las razones de su lema: “Y, sin embargo, el hombre se reconoce a si mismo. Quizá debería suprimir estas palabras. Pero le pido, y pido al mundo entero, que me señale una diferencia genérica entre el mono y el hombre, que este de acuerdo con la historia natu­ral. Yo no conozco ninguna” (Gmelin, 55). Las anotaciones para la respuesta a otro critico, Theodor Klein, ponen de manifiesto hasta qué punto Linneo estaba dispuesto a desarrollar la ironía implícita en la formula Homo sapiens. Los que, como Klein, no se reconocen en la posición que el Systema asigna al hombre, deberían aplicarse a si mismos el nosce te ipsum: al no haberse sabido reconocer como hombres, se han incluido ellos mismos entre los monos.
Homo sapiens no es, pues, una sustancia ni una especie cla­ramente definida; es, antes bien, una maquina o un artificio para producir el reconocimiento de lo humano. Según el gusto de la época, la maquina antropogénica (o antropológica, como po­demos llamarla sirviéndonos de una expresión de Furio Jesi) es una maquina óptica (tal es, también, según los estudios mas re­cientes, el artificio descrito en el Leviatán, de cuya introduc­ción quizá extrajo Linneo su lema: nosce te ipsum; read thy self, como Hobbes traduce este saying not of late understood) constituida por una serie de espejos en los que el hombre, al mirarse, ve la propia imagen siempre deformada con rasgos de mono. Homo es un animal constitutivamente “antropomorfo” (es decir, “semejante al hombre” según el término que Linneo emplea ininterrumpidamente hasta la décima edición del Systema), que debe, para ser humano, reconocerse en un no-hombre.
En la iconografía medieval, el mono sostiene un espejo, en el que el hombre pecador debe reconocerse como simia dei. En la maquina óptica de Linneo, el que se niega a reconocerse en el simio, en simio se convierte: parafraseando a Pascal, qui fait l`homme fait le singe. Por esto, al final de la introducción al Systema, Linneo, que ha definido Homo como el animal que es solo si se reconoce no ser, tiene que soportar que unos mo­nazos vestidos de críticos se le echen encima y se burlen de él: ideoque ringentium satyricorum cachinnos, meisque humeris insilientium cercopithecorum exsultationes sustinui.
[1] “Evidentemente Descartes no vio nunca un mono”. (Nota al pie agregada por Rodrigo Díaz)
[2] En Ingles su traducción puede ser: “Know thyself”, lo cual en español se pude traducir: “Conócete a ti mismo”. Siendo “thyself” una palabra antigua para la significación “yourself”. En el caso de este capitulo, a mi parecer, la traducción mas apropiada sería: “Reconócete”. En griego este adagio se escribe asi: γνώθι σαυτόν. (Nota agregada por Rodrigo Díaz)

8. Sin rango.
La máquina antropológica del humanismo es un dispositivo irónico, que verifica la ausencia en Homo de una naturaleza propia, y le mantiene suspendido entre una naturaleza celestial y una terrena, entre lo animal y lo humano, y, en consecuencia, su ser siempre menos y siempre más que él mismo. Esto es algo que resulta evidente en ese “manifiesto del humanismo” que es la oración de Pico della Mirandola, a la que se sigue llamando impropiamente Dehominisdignitate, aunque no contiene – ni, por otra parte, habría podido aplicárselo en modo alguno – el término dignitas, que significa sencillamente “rango”. El paradigma que presenta está lejos de ser edificante. La tesis central de la oración es, en rigor, que el hombre, al haber sido plasmado cuando se habían agotado ya todos los modelos de la creación (iam plenia omnia {scil. archetipa}; omnia summis, mediis infimisque ordinibus fuerant distributa), no puede tener ni arquetipo ni lugar propio (certasedem) ni rango específico (nec munus ullum peculiare: Pico della Mirandola, 102). Antes bien, dado que su creación se ha producido sin ningún modelo definido (indiscretae opus imaginis), no tiene propiamente ni siquiera una cara (nec propiam faciem; ibid.) y debe modelarla a su arbitrio en forma animal o divina (tui ipsius quasi arbitrarius honorariusque plastes et fictor, in quam malueris tute forman effingas. Potreéis in inferiora quae sunt bruta degenerare; potreéis in superiora quae sunt divina ex tui animi sentencia regenerari, ibid., 102 – 104). En esta definición por medio de la ausencia de rostro, opera la misma maquina irónica que, tres siglos después, moverá a Linneo a clasificar al hombre entre los Anthropomorpha, entre los animales “semejantes al hombre”. En tanto que no tiene esencia ni vocación específica, Homo es constitutivamente no-humano; puede recibir todas las naturalezas y todas las caras (Nascenti homini omnifaria semina et omnigenae vita germina indidit Pater: ibid., 104), lo que permite a Pico subrayar irónicamente sus inconsistencias y su inclasificabilidad, y llegar a definirlo como “nuestro camaleón” (Quis hunc nostrum chamaeleonta non admiretur?: ibid.). El descubrimiento humanístico del hombre es el descubrimiento de ese faltarse a sí mismo, de su irremediable ausencia de dignitas.
A esa labilidad y esa inhumanidad de lo humano corresponde en Linneo la inscripción en la especie Homo sapiens de la enigmática variante Homo ferus, que parece desmentir punto por punto las características del más noble de los primates: es tetrapus (camina a cuatro patas), mutus (privado de lenguaje), birsutus (cubierto de pelo). El repertorio que sigue en la edición de 1758 especifica su identidad precisa: se trata de los enfants sauvages o niños-lobo, de quienes el Sistema recoge cinco apariciones en menos de quince años: el joven de Hannover (1724), los dos pueri pyrenaici (1719), la puellatransilana (1717), la puella campanica (1731). En el momento en que las ciencias del hombre empiezan a establecer los contornos de sus facies, los enfantssauvages, que aparecen cada vez con mayor frecuencia en las cercanías de las aldeas europeas, son los mensajeros de la inhumanidad del hombre, los testigos de su frágil identidad y de su ausencia de un rostro propio. Frente a estos seres mudos e inciertos, la pasión con que los hombres del Ancien Régime trataban de reconocerse en ellos y de “humanizarlos” pone de manifiesto hasta qué punto eran conscientes de la precariedad de lo humano. Como escribe lord Monboddo en el prefacio de la versión inglesa de la Historie d`une jeune fille sauvage, trouvée dans le bois à l`age de dix ans, sabían perfectamente que “la razón y la sensibilidad animal, por muy diferentes que podamos imaginarlas, se influyen recíprocamente mediante transiciones hasta tal punto imperceptibles, que es más difícil trazar la línea que las separa que la que distingue al animal del vegetal” (Hecquet, 6). Los rasgos del rostro humano son – y serán aún por algún tiempo – tan indecisos y aleatorios que están siempre deshaciéndose y borrándose como los de un ser momentáneo: “¿Quién puede decir – escribe Diderot en el Rêve de D`Alembert – si ese bípedo deforme, que sólo tiene cuatro pies de alto, al que en las cercanías del polo se llama todavía hombre y que no tardaría en perder este nombre si se deformara aún un poco más, no es la imagen de una especie que pasa? (Diderot, 130).

9. Máquina antropológica.
“Homo alalus primigenius Haeckelii…”. 
Hans Vaihinger.
En 1889, Ernst Haeckel, profesor de la Universidad de Jena, pública para el editor Corner de Stuttgart Die Welträsel (Los enigmas del Universo), que, frente a todo dualismo y toda metafísica, se proponía reconciliar la investigación filosófica de la verdad con los progresos de las ciencias naturales. A pesar de la tecnicidad y amplitud de los problemas abordados, el libro superó en pocos años los ciento cincuenta mil ejemplares y se convirtió en una suerte de evangelio del progresismo científico. El título contenía algo más que una alusión irónica al discurso que Emil Du Bois-Reymond había pronunciado algunos años antes en la Academia de Ciencias de Berlín, en el que el célebre hombre de ciencia había enumerado siete “enigmas del universo”, entre los que tres le parecían “trascendentes e irresolubles”, tres solubres, pero no resueltos todavía, y uno incierto. En el quinto capítulo de su libro, Haeckel, que consideraba liquidados los primeros tres enigmas con su propia doctrina de la sustancia, se concentra en “ese problema de los problemas” que es el origen del hombre, y que de alguna manera reúne en él los tres problemas solubles, pero todavía no resueltos de Du Bois-Reymond. En esta ocasión, consideraba que había solucionado definitivamente la cuestión por medio de un desarrollo radical y coherente del evolucionismo darviniano.
Ya Thomas Huxley, explica, había puesto de manifiesto que la “teoría de que el hombre desciende del mono era una consecuencia necesaria del darwinismo” (Haeckel, 37); pero precisamente esta certeza imponía la difícil tarea de reconstruir la historia de la evolución del hombre sobre la base de los resultados de la anatomía comparada, por una parte, y de los hallazgos de la investigación paleontológica, por otra. Haeckel ya había dedicado a este empeño, en 1874, su Anthropogenie, en que reconstruía la historia del hombre desde los peces del período Silúrico hasta los monos-hombre o Antropomorfos del Mioceno. Pero su pretensión científica – de la que se manifiesta razonablemente orgulloso – es la de haber formulado la hipótesis, como forma de paso de los monos antropomorfos (o monos-hombre) al hombre, de un ser particular al que denomina “hombre-mono” (Affenmensch) o, en cuanto privado de lenguaje, Pithecanthropus alalus:
“De los Placentados, en los inicios del Terciario (Eoceno) surgieron los primeros antecesores de los Primates, los prosimios, a partir de los cuales, en el Mioceno, se desarrollaron los monos en sentido propio; y, más precisamente, de los Catarrinos salieron primero los monos-perro, los Cinopitecos, y después los monos-hombre o Antropomorfos. De una rama de estos últimos surge en el Plioceno el hombre-mono privado de lenguaje; Pithecanthropus alalus, y en fin, de este último el hombre hablante”. (Ibid)
La existencia de este pitecántropo u hombre-mono, que, en 1874, no era más que una hipótesis, se convirtió en realidad cuando, en 1891, Eugen Dubois, un médico militar holandés, descubrió en la isla de Java un trozo de cráneo y un fémur similares a los del hombre actual y, con gran contento de Haeckel – del que era, además, un lector entusiasta -, bautizó al nuevo ser al que pertenecían esos restos como Pithecanthropus erectus. “Éste es – afirma Haeckel perentoriamente – el tan buscado missing link, el supuesto eslabón que faltaba en la cadena evolutiva de los primates, que se desarrolla sin interrupción desde los monos catarrinos inferiores hasta el hombre altamente desarrollado”(ibid., 39)
La idea de este sprachloser Urmensch– como Haeckel lo define también – implicaba, no obstante, aporías de las que no parece darse cuenta en absoluto. El paso del animal al hombre, a pesar del énfasis puesto en la anatomía comparada y en los hallazgos paleontológicos, era en realidad el producto de una sustracción que no tenía nada que ver ni con una ni con otros, y que, por el contrario, era presupuesto como signo distintivo de lo humano: el lenguaje. Al identificarse con él, el hombre hablante poner fuera de sí mismo, como ya y no todavía humano, el propio mutismo.
Correspondió a un lingüista, Herman Steinthal – que era asimismo uno de los últimos representantes de esa Wissenchaft des Judentums que había tratado de aplicar los métodos de la ciencia moderna al estudio del judaísmo -, pone de manifiesto las aporías implícitas en la teoría hackeliana del Homo alalus y, más generalmente, de lo que podemos denominar la máquina antropológica de los modernos. En sus investigaciones sobre el origen del lenguaje, Steinthal había anticipado por su cuenta, bastantes años antes de Haeckel, la idea de un estadio prelingüistico de la humanidad. Había tratado de imaginar una fase de la vida perceptiva del hombre en la que el lenguaje no había hecho todavía su aparición y la había comparado con la vida perceptiva del animal, y después se había empeñado en mostrar en qué forma el lenguaje podría surgir de la vida perceptiva del hombre y no de la del animal. Pero precisamente aquí se manifestaba un aporía de la que el autor sólo logró darse cuenta con claridad algunos años después:
“Comparamos ese estadio puramente hipotético del almo humana con la animal, y encontramos en el primero, en general y bajo cualquier aspecto, un exceso de fuerzas. Después dejamos que el alma humana aplicase ese exceso a la creación del lenguaje. Así pudimos mostrar el por qué el lenguaje se originaba en el alma humana y en sus percepciones y no en la del animal… Pero en nuestra descripción del alma humana y del alma animal tuvimos que prescindir del lenguaje, cuya posibilidad es lo que se trataba precisamente de probar. Había que mostrar sobre todo de dónde provenía esa fuerza gracias a la cual el alma forma el lenguaje; y esa fuerza capaz de crear el lenguaje no podía provenir, obviamente, del lenguaje mismo. Por eso simulamos un estadio humano anterior al lenguaje. Pero se trata solamente de una ficción: el lenguaje es tan necesario y natural para el ser humano que sin él el hombre no podría ni existir ni ser pensado como existente. O el hombre tiene el lenguaje, o sencillamente no existe. Por otra parte – y es esto en rigor lo que justifica la ficción – el lenguaje no puede ser considerado como ya ínsito en el alma humana: es un producción del hombre, si bien no plenamente consciente todavía. Es un estadio del desarrollo del alma y requiere una deducción a partir de los estadios precedentes. Con él empieza la auténtica actividad humana: es el puente que conduce de la animalidad a la humanidad… Pero hemos querido explicar mediante una comparación del animal con el hombre-animal por qué sólo el alma humana construye este puente, por qué sólo el hombre y no el animal progresa por medio del lenguaje desde la animalidad hasta la humanidad. Esta comparación nos enseña que el hombre, tal como debemos imaginarlo, es decir, sin lenguaje, es un hombre-animal [Tiermenschen] y no un animal humano [Menschentier], es ya siempre un tipo de hombre y no un tipo de animal”. (Steinthal, 355-356)
Lo que distingue al hombre del animal es el lenguaje, pero éste no es un dato natural ya ínsito en la estructura psicofísica del hombre, sino una producción histórica que, como tal, no puede ser asignada en propio ni al animal ni al hombre. Si se prescinde de este elemento, la diferencia entre el hombre y el animal desaparece, a menos que se imagine un hombre no hablante –Homo alalus, precisamente – que serviría de puente de paso de lo animal a lo humano. Pero esto es, con toda evidencia, sólo una sombra del lenguaje, una presuposición del hombre hablante, por medio de la cual obtenemos siempre y solamente una animalización del hombre (un hombre-animal como el hombre-mono de Haeckel) o una humanización del animal (mono-hombre). El hombre-animal y el animal-hombre son las dos caras de un mismo hiato, que ni una ni otra parte pueden colmar.
Al volver algunos años después sobre su teoría, cuando había llegado a conocer las tesis de Darwin y Haeckel, ya en el centro del debate científico y filosófico, Steinthal se cuenta perfectamente de la contradicción que estaba implícita en su hipótesis. Lo que había tratado de comprender era por qué sólo el hombre y no el animal crea el lenguaje; pero esto equivale a comprender el modo ñeque el hombre tiene su origen en él. Y es aquí donde surgía la contradicción:
“El estadio prelingüístico de la intuición sólo puede ser uno y no doble, y no puede ser diferente en el animal y en el hombre. Si fuera distinto, es decir, si el hombre fuera superior por naturaleza al mono, el origen del hombre no coincidiría entonces con el origen del lenguaje, sino con el origen de su forma superior de intuición derivada de la inferior del animal. Sin darme cuenta de esto, estaba presuponiendo ese origen: el hombre con sus características humanas se me ofrecía, en realidad, por medio de la creación, y después yo trataba de descubrir el origen del lenguaje del hombre. Pero, de este modo, contradecía mi premisa, es decir, que el origen del hombre y el del lenguaje eran lo mismo; ponía al hombre primero y le dejaba que después produjera el lenguaje”. (Steinthal 1877, 303)
La contradicción que Steinthal capta aquí es la misma que define a la máquina antropológica que – en sus dos variantes, antigua y moderna – está presente en nuestra cultura. Desde el momento en que lo que en ella está en juego es la producción de lo humano por medio de la oposición hombre/animal, humano/inhumano, la máquina funciona de modo necesario mediante una exclusión (que es siempre también una aprehensión) y una inclusión (que es también y ya siempre una exclusión). Precisamente porque lo humano está ya presupuesto en todo momento, la máquina produce en realidad una suerte de estado de excepción, una zona de indeterminación en que el fuera no es más que la exclusión de un dentro y el dentro, a su vez, no es más que la exclusión de un afuera.
Sea la máquina antropológica de los modernos. Funciona, como hemos visto, excluyendo de sí como no humano (todavía) un ya humano, es decir, animalizando lo humano, aislando lo no humano en el hombre: Homoalalus, o el hombre-mono. Y basta con adelantar algunas décadas nuestro campo de investigación y, en lugar de inocuo hallazgo paleontológico, encontramos al judío, es decir, al no-hombre producto del hombre, o al néomort y el ultracomatoso, es decir, el animal aislado en el propio cuerpo humano.
El funcionamiento de la máquina de los antiguos es exactamente simétrico. Si, en la máquina de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el dentro se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo ferus, pero también y sobre todo el esclavo, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal con forma humana.
Las dos máquinas no pueden funcionar más que instituyendo en su centro una zona de indiferencia en que debe producirse – como un missing link que siempre falta porque está ya virtualmente presente – la articulación entre lo humano y lo animal, el hombre y el no-hombre, el hablante y el viviente. Como todo espacio de excepción, esta zona está, en realidad, perfectamente vacía, y lo verdaderamente humano que debería realizarse en ella es sólo el lugar de una decisión incesantemente demorada, en que las cesuras y su articulación son siempre de nuevo dislocadas y desplazadas. Lo que debería ser obtenido así no es en cualquier caso ni una vida animal ni una vida humana, sino tan sólo una vida separada y excluida de sí misma, nada más que una nuda vida.
Y frente a esta figura extrema de lo humano y de lo inhumano, no se trata tanto de preguntarse cuál de las dos máquinas ( o de las dos variantes de la misma máquina) es mejor o más eficaz – o más bien menos sangrienta o letal – como de comprender su funcionamiento para poder, eventualmente, pararlas.

10. Umwelt

Ningún animal puede entrar en relación con un
objeto como tal.
Jacob Von Uexküll
Es una suerte que el barón Jacob Von Uexküll, a quien hoy se considera uno de los más importantes zoólogos del siglo XX y también uno de los fundadores de la ecología, se arruinara en la Primera Guerra Mundial. Bien es verdad que ya antes, primero como investigador libre en Heidelberg y después en la estación zoológica de Nápoles, se había labrado un discreta reputación científica por sus investigaciones sobre la fisiología y el sistema nervioso de los invertebrados. Pero, con la pérdida de su patrimonio familiar, se vio obligado a abandonar el sol meridional (aunque conservó una villa en Capri, donde moriría en 1944 en la que Walter Benjamín se alojó durante algunos meses) y a ingresar en la Universidad de Hamburgo, en la que fundó el Institut für Umweltforschung que acabaría por otorgarle celebridad.
Las investigaciones del Uexküll sobre el ambiente animal son coetáneas de la física cuántica y de las vanguardias artísticas. Al igual que éstas, expresan el abandono sin reservas del cualquier perspectiva antropocéntrica en las ciencias de la vida y la deshumanización radical de la imagen de la naturaleza ( no debe sorprender, pues, que ejercieran una fuerte influencia tanto sobre el filósofo que más se ha esforzado en el siglo veinte por separar al hombre del viviente – Heidegger – y sobre otro filósofo – Deleuze – que trato de pensar al animal de modo absolutamente no antropomórfico). Allí donde la ciencia clásica veía un mundo único, que incluía dentro de sí todas las especies jerárquicamente ordenadas, desde las formas más elementales hasta los organismo superiores, Uexküll parte, por el contrario, de una infinita variedad de mundos perceptivos, todos perfectos por igual y vinculados entre sí como una gigantesca partitura musical, aunque no comunicantes y recíprocamente excluyentes, en cuyo centro están pequeños seres familiares y, a la vez, remotos, que se llaman Echinus esculentus, Amoeba terrícola, Rhizostoma pulmo, Sipunculus, Anemonia sulfata, Ixodes ricinos, etc. Ésta es la razón por la que Uexküll denomina “paseos por mundos incognoscibles” a sus reconstrucciones del ambiente del erizo de mar, de la ameba, de la medusa, del gusano marino, de la anémona marina, de la garrapata – que tales son sus nombres ordinarios – y de otros minúsculos organismos por los que tenía predilección, porque su unidad funcional con el ambiente parece a primera vista muy alejada a la del hombre y de los denominados animales superiores.
Imaginamos demasiado a menudo – sostiene – que las relaciones que mantiene un determinado sujeto animal con las cosas de su ambiente tienen lugar en el mismo espacio y el mismo tiempo que aquellas que nos ligan a los objetos de nuestro mundo humano. Esta ilusión reposa en la creencia en un mundo único en el que estarían situados todos los seres vivos. Uexküll muestra que no existe un mundo unitario así, de la misma forma que no existen un tiempo y espacio iguales para todos los vivientes. La abeja, la libélula o la mosca que vuelan a nuestro alrededor en un día soleado, no se mueven en el mismo mundo en que las observamos ni comparten con nosotros – o entre ellas – el mismo tiempo y el mismo espacio.
Uexküll empieza por distinguir cuidadosamente la Umgebung, el espacio objetivo en el que vemos moverse a un ser vivo, de la Umwelt, el mundo-ambiente que está constituido por una serie más o menos dilatada de elementos a los que llama “portadores de significado” (Bedeutungsträger) o de “marcas” (Merkmalträger), que son los únicos que interesan a los animales. La Umbegung es, en realidad, nuestra propia Umwelt, a la que el autor no atribuye ningún privilegio especial y que, como tal, puede variar ella misma según el punto de vista desde el que la observemos. No existe un bosque en cuanto ambiente objetivamente determinado: existe un bosque-para-el guarda-forestal, un bosque-para-el cazador, un bosque-para-el botánico, un bosque-para-el caminante, un bosque-para el amigo de la naturaleza, un bosque-para-el leñador y, en fin, un bosque de fábula en el que se pierde Caperucita Roja. Hasta un detalle mínimo – por ejemplo, el tallo de una flor campestre -, considerado en cuanto portador de significado, constituye en cada caso un elemento diferente de un ambiente diferente, que depende, por ejemplo, de que sea observado en el ambiente de una joven que coge sus flores para hacerse un ramillete y prenderlo en su blusa, en el de la hormiga que lo utiliza como un trayecto ideal para llegar al alimento que se le ofrece en el cáliz de la flor, en el de la larva de la cigarra que agujerea su canal medular y lo utiliza después como una bomba para obtener las partes líquidas de su capullo aéreo, y, en fin, en el de la vaca que se limita a masticarlo y tragárselo para alimentarse.
Cada ambiente es una unidad cerrada en sí misma, que resulta de la captación selectiva de una serie de elementos o de “marcas” en la Umbegung, que no es otra cosa, a su vez, que el ambiente del hombre. La primera tarea del investigador que observa a un animal es la de reconocer los “portadores de significados” que constituyen su ambiente. Éstos no están, sin embargo, objetiva y efectivamente aislados, sino que constituyen un estricta unidad funcional – o, como Uexküll prefiere decir, musical – como los órganos receptores del animal encargados de percibir la marca (Merkogan) y de reaccionar ante ella (Wirkorgan). Todo sucede como si el portador de significado externo y su receptor en el cuerpo del animal constituyeran dos elementos de una misma partitura musical, casi dos notas en “el teclado sobre el que la naturaleza interpreta la sinfonía supratemporal y extraespacial de la significación”, sin que sea posible decir cómo dos elementos tan heterogéneos han podido llegar a estar tan íntimamente vinculados.
Consideremos en esta perspectiva una tela de la araña. La araña no sabe nada de la mosca, ni le cabe tomar sus medidas como le es dado hacerlo al sastre antes de confeccionar un traje para su cliente. Sin embargo, determina la amplitud de las mallas de su tela según las dimensiones del cuerpo de la mosca y conmensura la resistencia de los hilos en proporción exacta a la fuerza de choque del cuerpo en vuelo de la mosca. Los hilos radiales son, por otra parte, más sólidos que los circulares, porque estos últimos – que, a diferencia de los primeros, están recubiertos por un líquido viscoso – deben tener el grado de elasticidad suficiente para poder aprisionar a la mosca e impedir su vuelo. Además, los hilos radiales son tersos y delgados, porque la araña los utiliza para caer sobre su presa y envolverla definitivamente en su invisible prisión. En realidad, el hecho más sorprendente es que los hilos de la tela están exactamente proporcionados a la capacidad visual del ojo de la mosca, que no puede verlos y vuela, pues, hacia la muerte sin darse cuenta. Los dos mundos perceptivos, el de la araña y la mosca, no se comunican en absoluto pero están tan perfectamente acordados que se diría que la partitura original de la mosca, que puede denominarse también su imagen originaria o su arquetipo, actúa sobre la de la araña en modo tal que la tela que teje podría ser llamada “moscaria”. Aunque la araña no pueda ver de ninguna manera la Umwelt de la mosca (Uexküll afirma, formulando un principio que haría fortuna, que “ningún animal puede entrar en relación con un objeto como tal” son sólo con los propios portadores de significado), la tela expresa la paradójica coincidencia de esta ceguera recíproca.
Estas investigaciones del fundador de la ecología siguen a pocos años de distancia las de Paul Vidal de la Blache sobre las relaciones entre las poblaciones y su ambiente (el Tableu de la géographie de la France es de 1903) y las de Friedrich Ratzel sobre el Lebensraum, el “espacio vital” de los pueblos (la Politische Geographie es de 1897), que estaban llamadas a revolucionar profundamente la geografía humana del siglo veinte. Y no hay que excluir que la tesis central de Sein und Zeit sobre el ser-en-el-mundo (in-der-Welt-sein) como estructura humana fundamental, pueda ser leída de alguna manera como una respuesta a todo este ámbito problemático, que, a principios de siglo, modificó de manera esencial la relación entre el viviente y su mundo-ambiente. Como es sabido, la tesis de Ratzel sobre la vinculación íntima de todo pueblo a su espacio vital, como una de las dimensiones esenciales, ejercieron una influencia notable sobre la geopolítica del nazismo. Esta proximidad quedó marcada, en la biografía intelectual de Uexküll, en un curioso episodio. En 1928, cinco años antes de la llegada al poder del nazismo, un científico tan sobrio como él escribió un prefacio a los Grundlagen des neunzehnten Jahrhunderts de Houston Chamberlain, considerado hoy como uno de los precursores del nazismo.

11. Garrapata
“El animal tiene memoria, pero ningún recuerdo”.
Heymann Steinthal
Los libros de Uexküll contienen a veces ilustraciones que tratan de sugerir la forma en que aparecería un segmento del mundo humano visto desde el punto de vista del erizo, de la abeja, de la mosca o del perro. El experimento es útil por el efecto de extrañeza que produce en el lector, obligado de golpe a mirar con ojos no humanos los lugares que le son más familiares. Pero tal extrañeza no ha adquirido nunca una fuerza expresiva similar a la que Uexküll supo imprimir a su descripción del ambiente del Ixodes ricinos, conocido vulgarmente como garrapata, que constituye ciertamente un vértice del antihumanismo moderno, digno de leerse junto a Ubu roi o Monsieur Teste.
El exordio tiene tonos idílicos:
“El habitante del campo que atraviesa a menudo bosques y malezas en compañía de su perro no puede dejar de encontrarse con un minúsculo animal que, colgado de una ramilla, espera a su presa, hombre o animal, para dejarse caer sobre la víctima y saciarse con su sangre… En el momento de salir del huevo, no está todavía completamente formado: le faltan un par de patas y los órganos genitales. Pero en este estadio es ya capaz de atacar a los animales de sangre fría, como la luciérnaga, apostándose en la punta de un hilo de hierba. Después de algunas mudas sucesivas, adquiere los órganos que le faltaban y puede así dedicarse a la caza de animales de sangre caliente. Cuando la hembra es fecundada, se arrastra con sus ocho patas hasta la extremidad de una pequeña rama, para precipitarse desde la altura justa sobre los pequeños mamíferos de paso o salir al encuentro de animales de mayor envergadura”. (Uexküll, 85-86)
Tratemos de imaginar, siguiendo las indicaciones de Uexküll, a la garrapata suspendida en su arbusto en un bello día de verano, inmersa en la luz solar y envuelta por todas partes por los colores y los perfumes de la flores del campo, por el zumbido de las abejas y de los otros insectos, por el canto de los pájaros. Mas, con todo, el idilio ya ha terminado, porque la garrapata no percibe absolutamente nada de todo eso.
“Este animal carece de ojos y sólo puede dar con su lugar de acecho gracias a la sensibilidad de su piel a la luz. Este salteador de caminos es completamente ciego y sordo y sólo el olfato le permite percibir la cercanía de su presa. El olor del ácido butírico, que emana de los folículos sebáceos de todos los mamíferos, actúa sobre él como una señal que le impulsa a abandonar su posición y a dejarse caer ciegamente en la dirección de la presa. Si la buena suerte le hace caer sobre algo caliente (que percibe gracias a un órgano sensible a una temperatura determinada), eso significa que ha logrado su objetivo, el animal de sangre caliente, y que ya no tiene necesidad más que del sentido táctil para encontrar un sitio que esté lo más limpio posible de pelos y hundirse hasta la cabeza en el tejido cutáneo del animal. Ahora ya puede chupar lentamente un chorro de sangre caliente”. (Ibid., 86-87)
Sería lícito suponer, llegados a este punto, que la garrapata ama el gusto de la sangre o que posee al menos un sentido para percibir su sabor. Pero no es así. Uexküll nos hace saber que los experimentos llevados a cabo en laboratorios en los que se utilizaban membranas artificiales llenas de líquidos de todo tipo, demuestran que la garrapata carece por completo del sentido de gusto: absorbe ávidamente cualquier líquido que tenga la temperatura justa, es decir, los treinta y siete grados correspondientes a la temperatura de la sangre de los mamíferos. Sea como fuere, el banquete de sangre de la garrapata es también su festín fúnebre, porque ya no le queda otra cosa que hacer que dejarse caer al suelo, depositar en él los huevos y morir. El ejemplo de la garrapata manifiesta con claridad la estructura general del ambiente que es propia de todos los animales. En este caso particular, la Umwelt se reduce a tres únicos portadores de significado o Merkmalträger: 1) el olor del ácido butírico contenido en el sudor de todos los mamíferos; 2) la temperatura de treinta y siete grados correspondiente a la de la sangre de los mamíferos; 3) la tipología de la piel propia de los mamíferos, provista en general de pelos e irrigada por vasos sanguíneos. Pero la garrapata está inmediatamente unida a esos tres elementos en una relación tan intensa y apasionada como acaso no sea posible encontrar en las relaciones que vinculan al hombre con su mundo, muchísimo más rico en apariencia. La garrapata es esta relación y no vive más que en ella y para ella.
Solo en este punto Uexküll nos hace saber además que en el laboratorio de Rostock se mantuvo con vida durante dieciocho años sin alimentación a una garrapata, es decir, en condiciones de absoluto aislamiento con respecto a su medio. El autor no ofrece ninguna explicación de este hecho singular, y se limita a suponer que en este “período de espera” la garrapata se encuentra en “una especie de sueño semejante al que nosotros experimentamos cada noche”, salvo para extraer después la consecuencia de que “sin un sujeto viviente el tiempo no puede existir”(Uexküll, 98). Pero ¿qué pasa con la garrapata y su mundo en este estado de suspensión que dura dieciocho años? ¿Cómo es posible que un ser vivo, que consiste enteramente en su relación con el medio, pueda sobrevivir cuando se le priva absolutamente de él? ¿Y qué sentido tiene hablar de “espera” si no hay tiempo ni mundo?

12. Pobreza de mundo

El comportamiento del animal no es nunca un aprender algo como tal algo. 
Martín Heidegger

En el semestre invernal de 1929-30, Martín Heidegger desarrolló en la Universidad de Friburgo un curso que llevaba como título Die Grundbegriffe der Metaphysik. Welt-Endlichkeit-Ein-samkeit. En 1975, un año antes de su muerte, al autorizar la publicación del curso (que sólo aparecería en 1983, como volumen XXIX-XXX de la Gesamtausgabe), incluyó una dedicatoria in limine a Eugen Fink, en la que recordaba que este "había expresado reiteradamente el deseo de que este curso se publicará antes que todo los demás". Por parte del autor, es sin duda un modo discreto de subrayar la importancia que él mismo debía de haber atribuido-y aún seguía atribuyendo- a aquellas lecciones ¿Qué justifica, en el plano de la teoría, este privilegio cronológico? ¿Por qué estas elecciones preceden idealmente todas las otras, es decir, a los 45 volúmenes que, según el proyecto de la Gesamtausgabe, debían recoger los cursos de Heidegger?
No hay que dar por supuesta la contestación, sobre todo por el curso, por lo menos a primera vista, no se corresponde con su título y no se presenta en modo alguno como una introducción a los conceptos fundamentales de una disciplina a pesar de ser esta tan especial como la "filosofía primera". Está dedicado en primer lugar a un amplio análisis, de cerca de 200 páginas, del "aburrimiento profundo" como tonalidad emotiva fundamental e, inmediatamente después, a una investigación todavía más amplia de la relación del animal con su medio ambiente y de la del hombre con su mundo. Heidegger se sirve de la relación entre la "pobreza del mundo"  (Weltarmut) del animal y el hombre "formador de mundo" (weltbildend), para tratar de situar la propia estructura fundamental del Dasein -el ser-en-el mundo- en relación con el animal y, de este modo, interrogar el origen y el sentido de esa apertura que se ha producido lo viviente con el hombre. Heidegger, como es bien sabido, rechaza constantemente la definición metafísica del hombre como animal racional, el viviente que posee el lenguaje (o la razón), como si el ser del hombre fuera determinable por medio de la adición de algo a lo "simplemente viviente". En los párrafos 10 y12 de Sein und Zeit, pretende mostrar que la estructura de ser-en-el mundo propia del Dasein está ya siempre presupuestan cualquier concepción (filosófica o científica) de la vida, de forma que ésta se obtiene siempre en verdad "por medio de una interpretación privativa" a partir de aquella.
La vida es una forma de ser peculiar, pero por esencia accesible sólo en el "ser ahí". La ontología de la vida se desarrolla sólo por el término de una exégesis privativa; es decir, determinar lo que necesita ser, para que pueda hacer, lo que se dice "tan-sólo-vida" [nur-noch-Leben]. Vivir no es ni puro "estar disponible", ni tampoco "ser ahí". Éste, a su vez, no quedará nunca definido. Lógicamente, si se empieza por considerarlo como vida (no definida ontológicamente, por su parte) y como algo más, encima. (Heidegger 1972, 87)
Es este juego metafísico de presuposición y remisión, privación y suplemento entre el animal y el hombre, lo que las lecciones de 1929-30 cuestionan temáticamente. El parangón con la biología – que en Sein und Zeit se había liquidado en pocas líneas – se recupera ahora, en el intento de pensar de un modo más radical la relación entre lo simplemente viviente y el Dasein. Pero justamente lo que aquí se ventila se revela decisivo, hasta el punto de hacer comprensible la exigencia de que estas lecciones se publicaran antes que todas las demás. Porque en el abismo ( y a la vez en la singular proximidad) que la sobria prosa del curso abre entre lo animal y lo humano, no es sólo la animalitas la que pierde toda familiaridad y se presenta como “lo que es más difícil de pensar”, sino que también la humanitas aparece como algo inasible y ausente, suspendida como está entre un “no-poder-permanecer” y un “no-poder-abandonar-el-lugar”.
El hilo rojo que guía la exposición de Heidegger está constituido por esta triple tesis: “la piedra es sin mundo[weltlos], el animal es pobre de mundo [weltbildend]. Puesto que la piedra (lo no viviente) – en cuanto que carece de cualquier acceso posible a lo que la rodea – se deja aparte de forma expeditiva, Heidegger puede empezar su indagación con la tesis segunda, y afrontar inmediatamente el problema de qué hay que entender por “pobreza de mundo”. El análisis filosófico está orientado por completo en este punto de acuerdo con las investigaciones de la biología y de la zoología contemporáneas, en particular de as de Hans Driesch, Kart von Baer, Johannes Müller y, sobre todo, de las del alumno de éste Jacob von Uexküll. Así, las investigaciones de Uexküll no sólo son definidas explícitamente como “lo más fructífero que la filosofía puede obtener de la biología dominante hoy”, sino que su influjo sobre los conceptos y sobre la terminología de las lecciones es incluso más amplio de lo que el propio Heidegger reconoce al escribir que las palabras de que se sirve para definir la pobreza de mundo del animal no expresan nada que sea diferente de lo que Uexküll caracteriza con los términos Umwelt e Innenwelt(Heidegger 1983, 383). Heidegger llama das Enthemmende, el desinhibidor, a lo que Uexküll definía como “portador de significado” (Bedeutungsträger, Merkmalträger) yEnthemmungsring, círculo desinhibidor, a lo que el zoólogo denominaba Umwelt, medio ambiente. El Wirkorgan de Uexkülltiene su correspondencia en Heidegger en el Fähigsein zu, “el-ser-capaz-de”, que define el órgano con relación al simple medio mecánico. El animal está encerrado en el círculo de sus desinhibidores exactamente igual que lo está, en Uexküll, en los pocos elementos que definen su mundo perceptivo. Por esto mismo, como en Uexküll, el animal, “ si entra en relación con otro, sólo puede encontrar lo que sacude al ser-capaz y le pone así en movimiento. Todo los demás no está a priori en condiciones de penetrar en el círculo del animal”. (Heidegger 1983, 369)
Pero en la interpretación de la relación del animal con su círculo desinhibidor y en la indagación del modo de ser de esta relación, Heidegger se aleja de su modelo y elabora una estrategia en que la comprensión de la “pobreza de mundo” y la del mundo humano proceden al unísono.
El modo de ser propio del animal, que define su relación con el desinhibidor, es el aturdimiento (Benommheit). Heidegger juega aquí, con una figura etimológica reiterada, con el parentesco entre los términos benommen ( aturdido, alelado, pero también privado, impedido), eingenommen ( metido dentro, absorto, atrapado) y Benehmen (comportamiento), todos los cuales remiten al verbonehmen, tomar, coger (de la raíz indoeuropea nem, que significa compartir, repartir, adjudicar). En tanto que está esencialmente aturdido y totalmente absorto en el propio desinhibidor, el animal no puede “actuar” (handeln) verdaderamente o “tener conducta” (sichverhalten) con respecto a él: sólo puede “comportarse” (sichbenehmen).
El comportamiento como forma de ser sólo es posible en general en virtud del estar atrapado [Eingenommenheit] en sí mismo del animal. Definimos el específico estar-ante-sí del animal – que nada tiene de la ipseidad [Selbsheit] del hombre, que tiene una conducta en tanto que persona -, esta absorción en sí mismo del animal que hace posible cualquier género de comportamiento, con el término aturdimiento. El animal sólo puede comportarse en la medida en que, por su propia esencia, está aturdido… El aturdimiento es la condición de posibilidad gracias a la cual el animal, por su propia esencia, se comporta en un medio ambiente, pero nunca en un mundo [in einer Umgebung sich benimmt, aber nie in einer Welt] (Heidegger 1983, 347-348)
Con la ilustración del aturdimiento que no puede nunca abrirse a un mundo, Heidegger se refiere al experimento (ya descrito por Uexküll) en el que una abeja, en el laboratorio, es colocada ante una taza llena de miel. Si, una vez que la abeja ha empezado a chupar, se le secciona el abdomen, sigue chupando tranquilamente mientras se ve cómo le sale la miel por el abdomen abierto.
Esto muestra de forma convincente que la abeja no advierte en absoluto que hay un exceso de miel. No advierte este exceso, ni siquiera la falta de su abdomen. De ningún modo, aunque prosiga con su actividad institual [Treiben], precisamente porque no se da cuenta de que todavía hay miel. La abeja está sencillamente atrapada en el alimento. Esta forma de absorción sólo es posible allí donde hay un “hacia” de carácter instintivo [treibhaftesHinzu]. Pero, al mismo tiempo, el estar prendida en esa actividad excluye la posibilidad de una constatación de lo que tiene ante sí [Vorhandensein]. Es precisamente el estar atrapado en el alimento lo que impide que el animal se ponga frente [sichgegenüberstellen] a él. (Ibid., 1983, 352-353)
Es en este momento cuando Heidegger se interroga sobre el carácter de apertura propio del aturdimiento, y empieza así al mismo tiempo a perfilar como una forma en hueco la relación entre el hombre y su mundo. ¿A qué está abierta la abeja? ¿Qué es lo que conoce el animal cuando entra en relación con su desinhibidor?
Prosiguiendo su juego con los compuestos del verbo nehmen, escribe que no nos encontramos aquí ante un percibir (vernehmen), sino ante un comportamiento instintivo (benehmen), en tanto que al animal le es sustraída (genommen) “la posibilidad misma de percibir algo en tanto que algo, y no aquí y ahora, sino sustraída en el sentido de no dada en absoluto” (Heidegger 1983, 360). Si el animal está aturdido es porque esta posibilidad le ha sido negada radicalmente: 
El aturdimiento [Benommenheit] del animal significa por tanto: sustracción esencial [Genommenheit] de toda percepción de algo en tanto que tal algo, y en consecuencia, un estar atrapado por [Hingenommenheit]…; el aturdimiento del animal significa pues sobre todo un modo de ser conforme al cual al animal le es sustraída, o, como también suele decirse, le es impedida [benommen], en su relación con otra cosa, la posibilidad de relacionarse con ella, o de referirse a ella, en cuanto tal o tal cosa en general, en cuanto está presente, en cuanto que es. Y precisamente porque al animal le es sustraída esta posibilidad de percibir aquello con que se relaciona en tanto que algo, precisamente por esto, puede ser absorbido por esa otra cosa de modo absoluto. (Ibid., 360)
Después de haber introducido de esta manera el ser en negativo – por medio de su sustracción – en el ambiente del animal, Heidegger, en unas páginas que se cuentan entre las más densas del curso, trata de precisar ulteriormente la condición ontológica particular de aquello a lo que el animal se refiere en el aturdimiento.
En el aturdimiento el ente no es revelado [offenbar], no es abierto, pero precisamente por eso no es tampoco cerrado. El aturdimiento está fuera de esta posibilidad. No podemos decir: el ente está cerrado al animal. Eso sólo podría ser así en el caso de que hubiera alguna posibilidad, por mínima que fuese, de apertura. Pero el aturdimiento del animal le pone, por su propia esencia, fuera de la posibilidad de que el ente le esté abierto o le esté cerrado. El aturdimiento es la esencia del animal, es decir: el animal, en tanto que tal, no se encuentra en una desvelabilidad del ente. Ni lo que se llama su medio ambiente, ni él mismo son revelados en cuanto entes. (Ibid., 361)

La dificultad procede aquí del hecho de que el modo de ser que hay que aprehender no está ni abierto ni cerrado, de forma que el estar en contacto con él no es definible propiamente como una verdadera relación, como una implicación.
Puesto que a causa de su aturdimiento y del conjunto de sus capacidades el animal se agita sin tregua en el seno de una multiplicidad institual, carece por principio de la posibilidad de entrar en relación con el ente que él mismo no es, así como con el ente que él mismo es. En virtud de este agitarse sin tregua, el animal se encuentra, por así decirlo, suspendido entre él mismo y el medio ambiente, sin poder experimentar en cuanto ente ni lo uno ni lo otro. Pero este no tener posibilidad de que el ente se le manifieste es, al mismo tiempo, en cuanto sustracción de tal posibilidad, un estar atrapado en … Debemos decir en consecuencia que el animal está en relación con… , que el aturdimiento y el comportamiento muestran una apertura a… ¿A qué?¿Cómo hay que caracterizar lo que, en la apertura específica del estar absorto, va a dar de alguna manera en la agitación del aturdimiento instintual?
La definición ulterior del estatuto ontológico del desinhibidor conduce al corazón mismo de la tesis sobre la “pobreza de mundo” como carácter esencial del animal. La incapacidad de implicación no es algo puramente negativo: es, en rigor, de alguna manera una forma de apertura y, más precisamente, una apertura que sin embargo no desvela nunca al desinhibidor como ente.
Si el comportamiento no es una relación con el ente, ¿es entonces una relación con la nada? ¡No! Pero si no es una relación con nada, es una relación con algo, que debe en consecuencia ser y que es. Por supuesto. Pero el problema es precisamente saber si el comportamiento no es justamente una relación con… en la que aquello con lo que el comportamiento se relaciona como un no implicarse está, para el animal, en cierto modo abierto [offen], lo que no quiere decir en absoluto desvelado [offenbar] en cuanto ente. (Heidegger 1983, 368)
El estatuto ontológico del medio animal puede ser definido así: estáoffen (abierto) pero no offenbar (desvelado, literalmente abrible). El ente, para el animal, está abierto pero no es accesible; es decir, está abierto en una inaccesibilidad y una opacidad, o sea, de algún modo, en una no-relación. Esta apertura sin desvelamiento define la pobreza de mundo del animal con respecto a la formación de mundo que caracteriza a lo humano. El animal no está simplemente privado de mundo porque, en tanto que está abierto en el aturdimiento, debe – a diferencia de la piedra, privada de mundo – prescindir de él, carecer de él (enthehren); es decir, puede estar determinado en su ser por una pobreza y una falta: precisamente porque el animal, en su aturdimiento, tiene relación con todo lo que encuentra en el círculo desinhibidor, precisamente por esto no se encuentra en el lado de lo humano, precisamente por esto no tiene mundo. Mas este no tener mundo tampoco confina al animal – y por una razón esencial – en el lado de la piedra. En efecto, el instintivo ser-capaz del aturdimiento absorbido, es decir, del estar atrapado en lo que desinhibe, es un estar abierto a…, aunque sea con la marca de no relacionarse con ello. La piedra, por el contrario, no tiene ni siquiera esta posibilidad. En efecto, el no tener una implicación presupone un estar abierto… El animal, en su esencia, posee este estar abierto. La apertura en el aturdimiento es un tener esencial del animal. En virtud de este tener el animal puede carecer [enthehren], ser pobre, estar determinado en su ser por la pobreza. Este tener, ciertamente, no es tener un mundo, sino un estar atrapado en el círculo que desinhibe, es tener el desinhibidor. Pero dado que este tener es el estar abierto a lo que desinhibe, y dado que a esta apertura le es sustraída, sin embargo, precisamente la posibilidad de que el desinhibidor se le manifieste en cuanto ente, el tener propio de tal estar abierto es un no tener, y precisamente un no tener un mundo, si es cierto que al mundo pertenece la desvelabilidad del ente en cuanto tal. (Ibid., 391-392)

[Extracto correspondiente a los capítulos del 1 al 12, de los 20 que componen el ensayo]


Michel Foucault - Las redes del poder (Conferencia)

$
0
0



Vamos a intentar hacer un análisis de la noción de poder. Yo no soy el primero, lejos de ello, que intenta desechar el esquema freudiano que opone instinto a represión –instinto y cultura. Toda una escuela de psicoanalistas intentó, desde hace decenas de años, modificar, elaborar este esquema freudiano de instinto vs. cultura, e instinto vs. represión– me refiero tanto a psicoanalistas de lengua inglesa como francesa. Como Melanie Klein, Winnicot y Lacan, que intentaron demostrar que la represión, lejos de ser un mecanismo secundario, interior, tardío, que intentaría controlar un juego instintivo dado por la naturaleza, forma parte del mecanismo del instinto o, por lo menos, del proceso mediante el cual se desenvuelve el instinto sexual y se constituye como pulsión. 
La noción freudiana de trieb no debe ser interpretada como un simple dato natural o un mecanismo biológico natural sobre el cual la represión vendría a depositar su ley de prohibición, sino, según esos psicoanalistas, como algo que ya está profundamente penetrado por la represión. La carencia, la castración, la prohibición, la ley, ya son elementos mediante los cuales se constituye el deseo como deseo sexual, lo cual implica, por lo tanto, una transformación de la noción primitiva de instinto sexual tal como Freud la había concebido al final del siglo XIX. 
Es necesario, entonces, pensar el instinto no como un dato natural, sino como una elaboración, todo un juego complejo entre el cuerpo y la ley, entre el cuerpo y los mecanismos culturales que aseguran el control sobre el pueblo. Por lo tanto, creo que los psicoanalistas desplazaron considerablemente el problema, haciendo surgir una nueva noción de instinto, una nueva concepción de instinto, de pulsión, de deseo. Pero lo que me perturba o, por lo menos, me parece insuficiente, es que en esta elaboración propuesta por los psicoanalistas, ellos cambian tal vez el concepto de deseo, pero no cambian en absoluto la concepción de poder. 
Continúan considerando entre sí que el significado del poder, el punto central, aquello en que consiste el poder, es aún la prohibición, la ley, la fórmula “no debes”. El poder es esencialmente aquello que dice “no debes”. Me parece que ésta es una concepción –y de eso hablaré más adelante– totalmente insuficiente del poder, una concepción jurídica, una concepción formal del poder y que es necesario elaborar otra concepción del poder que permitirá sin duda comprender mejor las relaciones que se establecieron entre poder y sexualidad en las sociedades occidentales. 
Voy a intentar mostrar en qué dirección se puede desarrollar un análisis del poder que no sea simplemente una concepción jurídica, negativa, del poder, sino una concepción positiva de la tecnología del poder. 
Frecuentemente encontramos entre los psicoanalistas, los psicólogos y los sociólogos esta concepción según la cual el poder es esencialmente la regla, la ley, la prohibición, lo que marca un límite entre lo permitido y lo prohibido. Creo que esta concepción de poder fue, a fines del siglo XIX, formulada inicialmente y extensamente elaborada por la etnología. La etnología siempre intentó detectar sistemas de poder en sociedades diferentes de las nuestras en términos de sistemas de reglas. Y nosotros mismos, cuando intentamos reflexionar sobre nuestra sociedad, sobre la manera como el poder se ejerce en ella, lo hacemos fundamentalmente a partir de una concepción jurídica: dónde está el poder, quién posee el poder, cuáles son las reglas que rigen el poder, cuál es el sistema de leyes que el poder establece sobre el cuerpo social. Por lo tanto, para nuestras sociedades hacemos siempre una sociología jurídica del poder y cuando estudiamos sociedades diferentes de las nuestras hacemos una etnología que es esencialmente una etnología de la regla, una etnología de la prohibición. Vean, por ejemplo, en los estudios etnológicos de Durkheim a Levi-Strauss, cuál es el problema que siempre reaparece, perpetuamente reelaborado: el problema de la prohibición, especialmente la prohibición del incesto. 
A partir de esa matriz, de ese núcleo que sería la prohibición del incesto, se intentó comprender el funcionamiento general del sistema. Y fue necesario esperar hasta años más recientes para que aparecieran nuevos enfoques sobre el poder, ya sea desde el punto de vista marxista o desde perspectivas más alejadas del marxismo clásico. De cualquier modo, a partir de allí vemos aparecer, con los trabajos de Clastres, por ejemplo, toda una nueva concepción del poder como tecnología que intenta emanciparse del primado, de ese privilegio de la regla y la prohibición que, en el fondo, había reinado sobre la etnología. 
En todo caso, la cuestión que yo quería plantear es la siguiente: ¿cómo fue posible que nuestra sociedad, la sociedad occidental en general, haya concebido el poder de una manera tan restrictiva, tan pobre, tan negativa? ¿Por qué concebimos siempre el poder como regla y prohibición, por qué este privilegio? Evidentemente podemos decir que ello se debe a la influencia de Kant, idea según la cual, en ultima instancia, la ley moral, el “no debes”, la oposición “debes/no debes” es, en el fondo, la matriz de la regulación de toda la conducta humana. Pero, en verdad, esta explicación por la influencia de Kant es evidentemente insuficiente. El problema consiste en saber si Kant tuvo tal influencia. ¿Por qué fue tan poderosa? ¿Por qué Durkheim, filósofo de vagas simpatías socialistas del inicio de la Tercera República francesa, se pudo apoyar de esa manera sobre Kant cuando se trataba de hacer el análisis del mecanismo del poder en una sociedad? Creo que podemos analizar la razón de ello en los siguientes términos: en el fondo, en Occidente, los grandes sistemas establecidos desde la Edad Media se desarrollaron por intermedio del crecimiento del poder monárquico, a costas del poder o mejor, de los poderes feudales. Ahora, en esta lucha entre los poderes feudales y el poder monárquico, el derecho fue siempre el instrumento del poder monárquico contra las instituciones, las costumbres, los reglamentos, las formas de ligazón y de pertenencia características de la sociedad feudal. Voy a dar dos ejemplos: por un lado el poder monárquico se desarrolla en Occidente en gran parte sobre las instituciones jurídicas y judiciales, y desarrollando tales instituciones logró sustituir la vieja solución de los litigios privados mediante la guerra civil por un sistema de tribunales con leyes, que proporcionaban de hecho al poder monárquico la posibilidad de resolver él mismo las disputas entre los individuos. De esa manera, el derecho romano, que reaparece en Occidente en los siglos XIII y XIV, fue un instrumento formidable en las manos de la monarquía para lograr definir las formas y los mecanismos de su propio poder, a costa de los poderes feudales. En otras palabras, el crecimiento del Estado en Europa fue parcialmente garantizado, o, en todo caso, usó como instrumento el desarrollo de un pensamiento jurídico. El poder monárquico, el poder del Estado, está esencialmente representado en el derecho. Ahora bien, sucede que al mismo tiempo que la burguesía, que se aprovecha extensamente del desarrollo del poder real y de la disminución, del retroceso de los poderes feudales, tenía un interés en desarrollar ese sistema de derecho que le permitiría, por otro lado, dar forma a los intercambios económicos, que garantizaban su propio desarrollo social. De modo que el vocabulario, la forma del derecho, fue un sistema de representación del poder común a la burguesía y a la monarquía. La burguesía y la monarquía lograron instalar, poco a poco, desde el fin de la Edad Media hasta el siglo XVIII, una forma de poder que se representaba y que se presentaba como discurso, como lenguaje, el vocabulario del derecho. Y cuando la burguesía se desembarazó finalmente del poder monárquico, lo hizo precisamente utilizando ese discurso jurídico que había sido hasta entonces el de la monarquía, el cual fue usado en contra de la propia monarquía. 
Para proporcionar un ejemplo sencillo, Rousseau, cuando redactó su teoría del Estado, intentó mostrar cómo nace un soberano, pero un soberano colectivo, un soberano como cuerpo social o, mejor, un cuerpo social como soberano a partir de la cesión de los derechos individuales, de su alienación y de la formulación de leyes de prohibición que cada individuo está obligado a reconocer, pues fue él mismo quien se impuso la ley, en la medida en que él mismo es miembro del soberano, en la medida en que él es él mismo el soberano. Entonces, el instrumento teórico por medio del cual se realizó la crítica de la institución monárquica, ese instrumento teórico fue el instrumento del derecho, que había sido instituido por la propia monarquía. En otras palabras, Occidente nunca tuvo otro sistema de representación, de formulación y de análisis del poder que no fuera el sistema del derecho, el sistema de la ley. Y yo creo que ésta es la razón por la cual, a fin de cuentas, no tuvimos hasta recientemente otras posibilidades de analizar el poder excepto esas nociones elementales, fundamentales que son las de ley, regla, soberano, delegación de poder, etc. Y creo que es de esta concepción jurídica del poder, de esta concepción del poder mediante la ley y el soberano, a partir de la regla y la prohibición, de la que es necesario ahora liberarse si queremos proceder a un análisis del poder, no desde su representación sino desde su funcionamiento. 
Ahora bien, ¿cómo podríamos intentar analizar el poder en sus mecanismos positivos? Me parece que en un cierto número de textos podemos encontrar los elementos fundamentales para un análisis de ese tipo. Podemos encontrarlos tal vez en Bentham, un filósofo inglés del fin del siglo XVIII y comienzos del XIX que, en el fondo, fue el más grande teórico del poder burgués, y podemos evidentemente encontrarlos en Marx también; esencialmente en el libro II de El capital. Es ahí que, pienso, podemos encontrar algunos elementos de los cuales me serviré para analizar el poder en sus mecanismos positivos. 
En resumen, lo que podemos encontrar en el libro II de El capital, es, en primer lugar, que en el fondo no existe un poder, sino varios poderes. Poderes quiere decir: formas de dominación, formas de sujeción que operan localmente, por ejemplo, en una oficina, en el ejército, en una propiedad de tipo esclavista o en una propiedad donde existen relaciones serviles. Se trata siempre de formas locales, regionales de poder, que poseen su propia modalidad de funcionamiento, procedimiento y técnica. Todas estas formas de poder son heterogéneas. No podemos entonces hablar de poder si queremos hacer un análisis del poder, sino que debemos hablar de los poderes o intentar localizarlos en sus especificidades históricas y geográficas. 
Así, a partir de ese principio metodológico, ¿cómo podríamos hacer la historia de los mecanismos de poder a propósito de la sexualidad? Creo que, de modo muy esquemático, podríamos decir lo siguiente: el sistema de poder que la monarquía había logrado organizar a partir del fin de la Edad Media presentaba para el desarrollo del capitalismo dos inconvenientes mayores: 1) El poder político, tal como se ejercía en el cuerpo social, era un poder muy discontinuo Las mallas de la red eran muy grandes, un número casi infinito de cosas, de elementos, de conductas, de procesos, escapaban al control del poder. Si tomamos, por ejemplo, un punto preciso, la importancia del contrabando en toda Europa hasta fines del siglo XVIII, podemos percibir un flujo económico muy importante, casi tan importante como el otro, un flujo que escapaba enteramente al poder. Era, además, una de las condiciones de existencia de las personas; de no haber existido piratería marítima, el comercio no habría podido funcionar y las personas no habrían podido vivir. Bien, en otras palabras, la ilegalidad era una de las condiciones de vida, pero al mismo tiempo significaba que había ciertas cosas que escapaban al poder y sobre las cuales no tenía control. Entonces, inconvenientes procesos económicos, diversos mecanismos, de algún modo quedaban fuera de control y exigían la instauración de un poder continuo, preciso, de algún modo atómico. Pasar así de un poder lagunar, global, a un poder atómico e individualizante, que cada uno, que cada individuo, en él mismo, en su cuerpo, en sus gestos, pudiese ser controlado en vez de esos controles globales y de masa. 
El segundo gran inconveniente de los mecanismos de poder, tal como funcionaban en la monarquía, es que eran sistemas excesivamente onerosos. Y eran onerosos justamente porque la función del poder –aquello en que consistía el poder– era esencialmente el poder de recaudar, de tener el derecho a recaudar cualquier cosa –un impuesto, un décimo, cuando se trataba del clero– sobre las cosechas que se realizaban; la recaudación obligatoria de tal o cual porcentaje para el señor, para el poder real, para el clero. El poder era entonces recaudador y predatorio. En esta medida operaba siempre una sustracción económica y, lejos, consecuentemente, de favorecer o estimular el flujo económico, era permanentemente su obstáculo y freno. Entonces aparece una segunda preocupación, una segunda necesidad: encontrar un mecanismo de poder tal que al mismo tiempo que controlase las cosas y las personas hasta en sus más mínimos detalles no fuese tan oneroso ni esencialmente predatorio, que se ejerciera en el mismo sentido del proceso económico 
Bien, teniendo en claro esos dos objetivos creo que podemos comprender, groseramente, la gran mutación tecnológica del poder en Occidente. Tenemos el hábito –y una vez más según el espíritu de un marxismo un tanto primario– de decir que la gran invención, todo el mundo lo sabe, fue la máquina de vapor o invenciones de este tipo. Es verdad que eso fue muy importante, pero hubo toda una serie de otras invenciones tecnológicas tan importantes como ésas y que fueron, en última instancia, condiciones de funcionamiento de las otras. Así ocurrió con la tecnología política, hubo toda una invención al nivel de las formas de poder a lo largo de los siglos XVII y XVIII. Por lo tanto, es necesario hacer no sólo la historia de las técnicas industriales, sino también de las técnicas políticas, y yo creo que podemos agrupar en dos grandes capítulos las invenciones de tecnología política, las cuales debemos acreditar sobre todo a los siglos XVII y XVIII. Yo las agruparía en dos capítulos porque me parece que se desarrollaron en dos direcciones diferentes: de un lado existe esta tecnología que llamaría “disciplina”. Disciplina es, en el fondo, el mecanismo del poder por el cual alcanzamos a controlar en el cuerpo social hasta los elementos más tenues por los cuales llegamos a tocar los propios átomos sociales; esto es, los individuos. Técnicas de individualización del poder. Cómo vigilar a alguien, cómo controlar su conducta, su comportamiento, sus aptitudes, cómo intensificar su rendimiento, cómo multiplicar sus capacidades, cómo colocarlo en el lugar donde será más útil; esto es lo que es, a mi modo de ver, la disciplina. 
Y les cito en este instante el ejemplo de la disciplina en el ejército. Es un ejemplo importante porque es el punto donde fue descubierta la disciplina y donde se la desarrolló en primer lugar. Ligada, entonces, a esa otra invención de orden técnico que fue la invención del fusil de tiro relativamente rápido. A partir de ese momento, podemos decir lo siguiente: que el sol-dado dejaba de ser intercambiable, dejaba de ser pura y simplemente carne de cañón y un simple individuo capaz de golpear. Para ser un buen soldado había que saber tirar, por lo tanto, era necesario pasar por un proceso de aprendizaje y era necesario que el soldado supiera desplazarse, que supiera coordinar sus gestos con los de los demás soldados; en suma, el soldado se volvía habilidoso. Por lo tanto, precioso. Y cuanto más precioso, más necesario era conservarlo y cuanta más necesidad de conservarlo, más necesidad había de enseñarle técnicas capaces de salvarle la vida en la batalla, y mientras más técnicas se le enseñaban más tiempo duraba el aprendizaje, más precioso era él, etc. Y bruscamente se crea una especie de embalo, de esas técnicas militares de adiestramiento que culminarán en el famoso ejército prusiano de Federico II, que gastaba lo esencial de su tiempo haciendo ejercicios. El ejército prusiano, el modelo de disciplina prusiana, es precisamente la perfección, la intensidad máxima de esa disciplina corporal del soldado que fue hasta cierto punto el modelo de las otras disciplinas. 
El otro lugar en donde vemos aparecer esta nueva tecnología disciplinaria es la educación. Fue primero en los colegios y después en las escuelas secundarias donde vemos aparecer esos métodos disciplinarios en que los individuos son individualizados dentro de la multiplicidad. El colegio reúne decenas, centenas y a veces millares de escolares, y se trata entonces de ejercer sobre ellos un poder que será justamente mucho menos oneroso que el poder del preceptor que no puede existir sino entre alumno y maestro. Allí tenemos un maestro para decenas de discípulos y es necesario, a pesar de esa multiplicidad de alumnos, que se logre una individualización del poder, un control permanente, una vigilancia en todos los instantes; así, la aparición de este personaje que todos aquellos que estudiaron en colegios conocen bien, que es el celador, que en la pirámide corresponde al suboficial del ejército; aparición también de las notas cuantitativas, de los exámenes, de los concursos, etc., posibilidades, en consecuencia, de clasificar a los individuos de tal manera que cada uno esté exactamente en su lugar, bajo los ojos del maestro o en la clasificación-calificación o el juicio que hacemos sobre cada uno de ellos. 
Vean, por ejemplo, cómo ustedes están sentados delante de mí, en fila. Es una posición que tal vez les parezca natural. Sin embargo es bueno recordar que ella es relativamente reciente en la historia de la civilización y que es posible encontrar todavía a comienzos del siglo XIX escuelas donde los alum-nos se presentaban en grupos de pie alrededor de un profesor que les dicta cátedra. Eso implica que el profesor no puede vigilarlos individualmente: hay un grupo de alumnos por un lado y el profesor por otro. Actualmente ustedes son ubicados en fila, los ojos del profesor pueden individualizar a cada uno, puede nombrarlos para saber si están presentes, qué hacen, si divagan, si bostezan, etc. Todo esto, todas estas futilidades, en realidad son futilidades, pero futilidades muy importantes, porque finalmente, fue en el nivel de toda una serie de ejercicios de poder, en esas pequeñas técnicas que estos nuevos mecanismos pudieron investir; pudieron operar. Lo que pasó en el ejército y en los colegios puede ser visto igualmente en las oficinas a lo largo del siglo XIX. Y es lo que llamaré tecnología individualizante de poder. Es una tecnología que enfoca a los individuos hasta en sus cuerpos, en sus comportamientos; se trata, grosso modo, de una especie de anatomía política, una política que hace blanco en los individuos hasta anatomizarlos. 
Bien, he ahí una familia de tecnologías de poder que aparece un poco más tarde, en la segunda mitad del siglo XVIII, y que fue desarrollada –es preciso decir que la primera, para vergüenza de Francia, fue sobre todo desarrollada en Francia y en Alemania– principalmente en Inglaterra, tecnologías éstas que no enfocan a los individuos, sino que ponen blanco en lo contrario, en la población. En otras palabras, el siglo XVIII descubrió esa cosa capital: que el poder no se ejerce simplemente sobre los individuos entendidos como sujetos-súbditos, lo que era la tesis fundamental de la monarquía, según la cual por un lado está el soberano y por otro los súbditos. Se descubre que aquello sobre lo que se ejerce el poder es la población. ¿Qué quiere decir población? No quiere decir simplemente un grupo humano numeroso, quiere decir un grupo de seres vivos que son atravesados, comandados, regidos, por procesos de leyes biológicas. Una población tiene una curva etaria, una pirámide etaria, tiene una morbilidad, tiene un estado de salud; una población puede perecer o, al contrario, puede desarrollarse. 
Todo esto comienza a ser descubierto en el siglo XVIII. Se percibe que la relación de poder con el sujeto o, mejor, con el individuo no debe ser simplemente esa forma de sujeción que permite al poder recaudar bienes sobre el súbdito, riquezas y eventualmente su cuerpo y su sangre, sino que el poder se debe ejercer sobre los individuos en tanto constituyen una especie de entidad biológica que debe ser tomada en consideración si queremos precisamente utilizar esa población como máquina de producir todo, de producir riquezas, de producir bienes, de producir otros individuos, etc. El descubrimiento de la población es, al mismo tiempo que el descubrimiento del individuo y del cuerpo adiestrable, creo yo, otro gran núcleo tecnológico en torno del cual los procedimientos políticos de Occidente se transformaron. Se inventó en ese momento, en oposición a la anátomo-política que recién mencioné, lo que llamaré bio-política. Es en ese momento cuando vemos aparecer cosas, problemas como el del hábitat, el de las condiciones de vida en una ciudad, el de la higiene pública o la modificación de las relaciones entre la natalidad y la mortalidad. Fue en ese momento cuando apareció el problema de cómo se puede hacer para que la gente tenga más hijos o, en todo caso, cómo podemos regular el flujo de la población, cómo podemos controlar igualmente la tasa de crecimiento de una población, de las migraciones, etc. Y a partir de allí toda una serie de técnicas de observación entre las cuales está la estadística, evidentemente, pero también todos los grandes organismos administrativos, económicos y políticos, todo eso encargado de la regulación de la población. Por lo tanto, creo yo, hay dos grandes revoluciones en la tecnología del poder: descubrimiento de la disciplina y descubrimiento de la regulación, perfeccionamiento de una anátomo-política y perfeccionamiento de una bio-política. 
A partir del siglo XVIII, la vida se hace objeto de poder, la vida y el cuerpo. Antes existían sujetos, sujetos jurídicos a quienes se les podía retirar los bienes, y la vida además. Ahora existen cuerpos y poblaciones. El poder se hace materialista. Deja de ser esencialmente jurídico. Ahora debe lidiar con esas cosas reales que son el cuerpo, la vida. La vida entra en el dominio del poder, mutación capital, una de las más importantes, sin duda, en la historia de las sociedades humanas y es evidente que se puede percibir cómo el sexo se vuelve a partir de ese momento, el siglo XVIII, una pieza absolutamente capital, porque, en el fondo, el sexo está exactamente ubicado en el lugar de la articulación entre las disciplinas individuales del cuerpo y las regulaciones de la población. El sexo viene a ser aquello a partir de lo cual se puede garantizar la vigilancia sobre los individuos y entonces se comprende por qué en el siglo XVIII, y justamente en los colegios, la sexualidad de los adolescentes se vuelve un problema médico, un problema moral, casi un problema político de primera importancia porque mediante y so pretexto de este control de la sexualidad se podía vigilar a los colegiales, a los adolescentes a lo largo de sus vidas, a cada instante, aun durante el sueño. Entonces el sexo se tornará un instrumento de disciplinamiento, y va a ser uno de los elementos esenciales de esa anátomo-política de la que hablé, pero por otro lado es el sexo el que asegura la reproducción de las poblaciones. Y con el sexo, con una política del sexo podemos cambiar las relaciones entre natalidad y mortalidad; en todo caso la política del sexo se va a integrar al interior de toda esa política de la vida que va a ser tan importante en el siglo XIX. El sexo es la bisagra entre la anátomo-política y la bio-política, él está en la encrucijada de las disciplinas y de las regulaciones y es en esa función que él se transforma, al fin del siglo XIX, en una pieza política de primera importancia para hacer de la sociedad una máquina de producir. 

Foucault: –¿Quieren ustedes hacer alguna pregunta? 
Auditorio: –¿Qué tipo de productividad pretende lograr el poder en las prisiones? 
Foucault: –Ésa es una larga historia: el sistema de la prisión, quiero decir, de la prisión represiva, de la prisión como castigo, fue establecido tardíamente, prácticamente al fin del siglo XVIII. Antes de esa fecha la prisión no era un castigo legal: se aprisionaba a las personas simplemente para retenerlas antes de procesarlas y no para castigarlas, salvo en casos excepcionales. Bien, se crean las prisiones como sistema de represión afirmándose lo siguiente: la prisión va a ser un sistema de reeducación de los criminales. Después de una estadía en la prisión, gracias a una domesticación de tipo militar y escolar, vamos a poder transformar a un delincuente en un individuo obediente a las leyes. Se buscaba la producción de individuos obedientes. 
Ahora bien, inmediatamente, en los primeros tiempos de los sistemas de las prisiones quedó en claro que ellos no producían aquel resultado, sino, en verdad, su opuesto: mientras más tiempo se pasaba en prisión menos se era reeducado y más delincuente se era. No sólo productividad nula, sino productividad negativa. En consecuencia, el sistema de las prisiones debería haber desaparecido. Pero permaneció y continúa, y cuando preguntamos a las personas qué podríamos colocar en vez de las prisiones, nadie responde. 
¿Por qué las prisiones permanecieron a pesar de esta contraproductividad? Yo diré que precisamente porque, de hecho, producían delincuentes y la delincuencia tiene una cierta utilidad económico-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada podemos revelarla fácilmente: cuantos más delincuentes existan, más crímenes existirán; cuanto más crímenes hayan, más miedo tendrá la población y cuanto más miedo en la población, más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica por qué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad como si se tratase de una novedad cada nuevo día. Desde 1830 en todos los países del mundo se desarrollaron campañas sobre el tema del crecimiento de la delincuencia, hecho que nunca ha sido probado, pero esta supuesta presencia, esta amenaza, ese crecimiento de la delincuencia es un factor de aceptación de los controles. 
Pero eso no es todo, la delincuencia posee también una utilidad económica; vean la cantidad de tráficos perfectamente lucrativos e inscritos en el lucro capitalista que pasan por la delincuencia: la prostitución; todos saben que el control de la prostitución en todos los países de Europa es realizado por personas que tienen el nombre profesional de proxenetas y que son todos ellos ex presidiarios que tienen por función canalizar los lucros recaudados sobre el placer sexual. La prostitución permitió volver oneroso el placer sexual de las poblaciones y su encuadramiento permitió derivar para determinados circuitos el lucro sobre el placer sexual. El tráfico de armas, el tráfico de drogas, en suma, toda una serie de tráficos que por una u otra razón no pueden ser legal y directamente realizados en la sociedad pueden serlo por la delincuencia, que los asegura. 
Si agregamos a eso el hecho de que la delincuencia sirve masivamente en el siglo XIX y aun en el siglo XX a toda una serie de alteraciones políticas tales como romper huelgas, infiltrar sindicatos obreros, servir de mano de obra y guardaespaldas de los jefes de partidos políticos, aun de los más o menos dignos. Aquí estoy hablando precisamente de Francia, en donde todos los partidos políticos tienen una mano de obra que varía desde los colocadores de afiches hasta los aporreadores o matones, mano de obra que está constituida por delincuentes. Así tenemos toda una serie de instituciones económicas y políticas que opera sobre la base de la delincuencia y en esta medida la prisión que fabrica un delincuente profesional posee una utilidad y una productividad. 
Auditorio: –En la tentativa de trazar una anatomía de lo social basándose en la disciplina del ejército, usted utiliza la misma terminología que usan los abogados actuales en el Brasil. En el Congreso de OAB (Orden de los Abogados del Brasil) realizado hace poco tiempo en Salvador, los abogados utilizaron abundantemente las palabras compensar y disciplinar al definir su función jurídica. Curiosamente usted utiliza los mismos términos para hablar del poder, es decir, usando el mismo lenguaje jurídico: lo que le pregunto es si usted no cae en el mismo discurso de la apariencia de la sociedad capitalista dentro de la ilusión del poder que comienzan a utilizar esos juristas. Así, la nueva ley de sociedades anónimas se presenta como un instrumento para disciplinar los monopolios, pero lo que ella realmente significa es ser un valioso instrumento tecnológico muy avanzado que obedece a determinaciones independientes de la voluntad de los juristas que son las necesidades de reproducción del capital. En este sentido me sorprende el uso de la misma terminología, continuando, en tanto usted establece una dialéctica entre tecnología y disciplina, y mi última sorpresa es que usted toma como elemento de análisis social a la población, volviendo así a un período anterior a aquel en que Marx criticó a Ricardo. 
Foucault: –Me sorprende mucho que los abogados utilicen la palabra disciplina –en cuanto a la palabra compensar, no la usé ni una vez– y con respecto a esto quiero decir lo siguiente: creo que desde el nacimiento de aquello que yo llamo bio-poder o anátomo-política estamos viviendo en una sociedad que comienza a dejar de ser una sociedad jurídica. La sociedad jurídica fue la sociedad monárquica. Las sociedades europeas de los siglos XII al XVIII eran esencialmente sociedades jurídicas, en las cuales el problema del derecho era un problema fundamental: se combatía por él, se hacían revoluciones por él, etc. A partir del siglo XIX, en las sociedades que se daban bajo la forma de sociedades de derecho, con Parlamentos, legislaciones, códigos, tribunales, existía de hecho todo un otro mecanismo de poder que se infiltraba, que no obedecía a las formas jurídicas y que no tenía por principio fundamental la ley, sino el principio de la norma, y que poseía instrumentos que no eran los tribunales, la ley y el aparato judiciario, sino la medicina, la psiquiatría, la psicología, etc. Por lo tanto, estamos en un mundo disciplinario, estamos en un mundo de la regulación. Creemos que estamos todavía en el mundo de la ley, pero de hecho es otro tipo de poder que está en vías de constitución por intermedio de conexiones que ya no son más conexiones jurídicas. Así, es perfectamente normal que usted encuentre la palabra disciplina en la boca de los abogados. Llega a ser interesante ver lo que concierne a un punto clave: cómo la sociedad de la normatización al mismo tiempo puede habitar y hacer disfuncionar la sociedad del derecho. 
Veamos lo que pasa en el sistema penal. En países de Europa como Alemania, Francia e Inglaterra, prácticamente no hay ningún criminal un poco importante y en breve no habrá ninguna persona que pase por los tribunales penales que no pase también por las manos de un especialista en medicina, psiquiatría o psicología. Eso porque vivimos en una sociedad en la que el crimen ya no es más simplemente ni esencialmente la transgresión a la ley sino el desvío en relación con una norma. En lo que respecta a la penalidad sólo se habla ahora en términos de neurosis, desvío, agresividad, pulsión, etc. Ustedes lo saben muy bien. Por lo tanto, cuando hablo de disciplina, de normalización, yo no caigo en el plano jurídico; son, por el contrario, los hombres de derecho, los hombres de la ley, los juristas, quienes están obligados a emplear ese vocabulario de la disciplina y la normatización. Que se hable de disciplina en el congreso de OAB no hace más que confirmar lo que dije y no es que caiga en una concepción jurídica. Los que están fuera de lugar son ellos. 
Auditorio: –¿Cómo ve la relación entre saber y poder? ¿Es la tecnología del poder la que provoca la perversión sexual o es la anarquía natural biológica que existe en el hombre la que lo provoca...? 
Foucault: –Sobre este último punto, es decir, sobre lo que motiva, lo que explica el desarrollo de esta tecnología, no creo que podamos decir que sea el desarrollo biológico. Intenté demostrar lo contrario, es decir, ¿cómo forma parte del desarrollo del capitalismo esta mutación de la tecnología del poder? Forma parte de ese desarrollo en la medida en que, por un lado, fue el desarrollo del capitalismo lo que hizo necesaria esta mutación tecnológica, pero, por otro, esa mutación hizo posible el desarrollo del capitalismo; una implicación perpetua de dos movimientos que están de algún modo engrampados el uno con el otro. 
Bien, con respecto a la otra cuestión que concierne al hecho de las relaciones de poder... Cuando existe alianza del placer con el poder, ése es un problema importante. Lo que quiero decir brevemente es que es justamente eso que parece caracterizar los mecanismos de poder en función de nuestras sociedades, es lo que hace que no podamos decir simplemente que el poder tiene por función interdictar, prohibir. Si admitimos que el poder sólo tiene por función prohibir, estamos obligados a inventar mecanismos –como Lacan y otros están obligados a hacerlo– para poder decir: “Vean, nos identificamos con el poder”. O entonces decimos que hay una relación masoquista que se establece con el poder y que hace que gocemos de aquel que prohíbe; pero en compensación, si usted admite que la función del poder no es esencialmente prohibir, sino producir, producir placer, en ese momento se puede comprender, al mismo tiempo, cómo se puede obedecer al poder y encontrar en el hecho de la obediencia placer, que no es masoquista necesariamente. Los niños nos pueden servir de ejemplo: creo que la manera como se hizo de la sexualidad de los niños un problema fundamental para la familia burguesa del siglo XIX provocó y volvió posible un gran número de controles sobre la familia, sobre los padres, sobre los niños, etc., al mismo tiempo que produjo toda una serie de placeres nuevos: placer en los padres al vigilar a los hijos, placer de los niños en jugar con su propia sexualidad contra sus padres o con sus padres, etc., toda una nueva economía del placer alrededor del cuerpo del niño. No hace falta decir que los padres, por masoquismo, se identificaron con la ley... 
Auditorio: –Usted no respondió a la pregunta que se le hizo sobre las relaciones entre el saber y el poder, y sobre el poder que usted, Michel Foucault, ejerce mediante su saber... 
Foucault: –En efecto, la pregunta debe ser planteada. Bien, creo que –en todo caso en el sentido de los análisis que hago, cuya fuente de inspiración usted puede ver– las relaciones de poder no deben ser consideradas de una manera un poco esquemática, como: de un lado están los que tienen el poder y del otro los que no lo tienen. Aquí un cierto marxismo académico utiliza frecuentemente la oposición clase dominante / clase dominada, discurso dominante / discurso dominado, etc. Ahora, en primer lugar, ese dualismo nunca será encontrado en Marx, en cambio sí puede ser encontrado en pensadores reaccionarios y racistas como Gobineau, que admiten que en una sociedad hay dos clases, una dominada y la otra que domina. Usted va a encontrar eso en muchos lugares pero nunca en Marx, porque en efecto Marx es demasiado astuto como para poder admitir esto; él sabía perfectamente que lo que hace la solidez de las relaciones de poder es que ellas no terminan jamás, que no hay de un lado algunos y del otro lado muchos; ellas la atraviesan en todos lados; la clase obrera retransmite relaciones de poder, ejerce relaciones de poder. El hecho de que usted sea estudiante implica que ya está inserto, es una cierta situación de poder; yo, como profesor, estoy igualmente en una situación de poder, estoy en una situación de poder porque soy hombre y no una mujer, y el hecho de que usted sea una mujer implica que está igualmente en una situación de poder, pero no la misma, todos estamos en situación, etc. Bien, si de cualquier persona que sabe algo podemos decir “usted ejerce el poder”, me parece una crítica estúpida en la medida en que se limita a eso. Lo que es interesante es, en efecto, saber cómo en un grupo, en una clase, en una sociedad operan redes de poder, es decir, cuál es la localización exacta de cada uno en la red del poder, cómo él lo ejerce de nuevo, cómo lo conserva, cómo él hace impacto en los demás, etcétera. 


Texto desgrabado de una conferencia dada por Foucault en 1976 en Brasil. Publicada en la revista anarquista Barbarie, Nros. 4 y 5 (1981-2), San Salvador de Bahía, Brasil.
Traducción: Heloísa Primavera 


Fotografía deBruce Jackson





Christian Ferrer - Sobre los libertarios

$
0
0


No hay muchas ideas que hayan merecido su nombre. El anarquismo pudo reclamar ese derecho, y a ello contribuyeron las impugnaciones gubernamentales y las connotaciones pánicas que fue acumulando su historia. Los anarquistas afrontaron por un siglo entero el repudio y la persecución por parte de todos los Estados por igual, irritados por los rasgos excéntricos y extremos de éste pensamiento del “afuera” y tan refractario a los símbolos de su tiempo. Originados en una horma anómala, los anarquistas aprestaron y difundieron propuestas que no estaban contempladas en el pacto fundador del ideario republicano moderno y que darían contorno a la imaginación antagonista del dominio del hombre por el hombre. No sorprende que una “leyenda negra” haya acompañado la historia del movimiento libertario: utopía, nihilismo, asociales, quimera política, fogoneros de asonadas violentas, maximalistas intratables. Las recusaciones no han sido escasas pero, aunque diversas y proferidas con buena o mala fe, no dejan de ser triviales, pues la cualidad “absoluta” o “purista” de las demandas anarquistas no las transformó necesariamente en el cerrojo de una petición imposible sino en el tónico de un pensamiento exigente que nunca ha favorecido fáciles transacciones políticas o éticas. De allí también que el anarquismo jamás se beneficiara de la indiferencia pública. 
La “democracia” es considerada por muchos el régimen que ha logrado conceder al habitante el mayor grado de hospitalidad política posible. Pero la hegemonía de que disfrutan en la actualidad las instituciones asociadas a la representación quizá sea consecuencia de una abdicación, efecto de decepciones históricas. Y aún, no es difícil reconocer en los regímenes representacionales realmente existentes la yerra del aprendizaje de la sumisión humana, que en el siglo XX se impuso, bien con maneras despiadadas, bien sofisticadas. Con más razón causará asombro al lector de la historia de las ideas que en un tiempo casi olvidado haya podido promoverse una sociedad sin jerarquías e instaurado instituciones y modos de vida regidas por costumbres y valores libertarios, cuyo rango abarcó el anarcosindicalismo y el individualismo anárquico, el grupo de afinidad y la práctica del amor libre, la enseñanza del antiautoritarismo en las escuelas “racionalistas” y la difusión de una mística de la libertad hasta los confines geográficos más inhóspitos del planeta. Los anarquistas conformaron una corriente migratoria “hormiga”, en cuyo corazón y tripa se albergaba la proyección de un atlas inédito en cuestiones económicas, políticas y culturales. Quien releve los actos históricos del anarquismo, en los que se grabaron a fuego una moral exigente y tenaz, actitudes disidentes e imaginativas, humor paródico de índole anticlerical e innovaciones en el ámbito pedagógico, se encontrará con una reserva de saber refractario, fruto de un maceramiento que hoy está olvidado o es desconocido por la cultura de izquierda. De hecho, la supervivencia del anarquismo es, por un lado, casi milagrosa, dada la magnitud de hostilidad que debió sobrellevar y las derrotas que hubo de encajar; por otro lado su perseverancia es comprensible, pues no ha surgido hasta el momento antídoto teórico y existencial contra la sociedad de la dominación de mejor calidad. Aun cuando el alarmista se apresure en tacharla por fantasiosa, o incluso por peligrosa. 
El anarquismo se propagó al modo de las antiguas herejías, como una urgencia espiritual que impulsó al ideal de emancipación madurado durante la Revolución Francesa a correrse más allá de los límites simbólicos y materiales permitidos por las instituciones a las que se había otorgado el monopolio de la regulación de la libertad. Quizá porque los anarquistas fueron los albaceas más fieles de los afanes jacobinos, tanto como correas de transmisión de la antigua llamada milenarista, pudieron transformar el lema de la libertad, la igualdad y la fraternidad en el trípode de una mística poderosa. El anarquismo transmitía un linaje de resistencia: fue en el siglo XIX la reencarnación de las rebeliones campesinas europeas, de las sectas radicales inglesas y de los sans-culottes. En los acontecimientos animados por los libertarios se encarnaron energías políticas que esparcieron el reclamo de una sociedad antípoda, aun cuando los padres fundadores de “la Idea” no hayan ofrecido contornos excesivamente planificados del futuro. Sirva esto para tranquilizar a quienes gustan de hacer enroques entre las palabras “socialismo” y “totalitarismo”. 
Tres doctrinas, liberalismo, marxismo y anarquismo, constituyeron los vértices del tenso triángulo de las filosofías políticas emancipatorias modernas. El siglo XX se nutrió de sus consignas, esperanzas y sistemas teóricos tanto como los puso a prueba y los extenuó. De acuerdo con troqueles distintos, tanto Stuart Mill como Marx y Bakunin estaban atravesados por la pasión por excelencia del siglo XIX: la libertad. Hay, entre las tres ideas, canales subterráneos que las vinculan con el mismo lecho ilustrado del río moderno. Pero también abismos separan a las ideas libertarias de las marxistas, comenzando por el énfasis puesto por los anarquistas en la correlación moral entre medios y fines, siguiendo por su escepticismo en cuanto a los privilegios que se arrogaron para sí el “partido de vanguardia” y el Estado en los procesos revolucionarios, y culminando en la firme confianza depositada por los anarquistas en la autonomía individual y en los criterios personales. Del liberalismo, los anarquistas nunca pudieron aceptar su asunción de que libertad política y justicia económica fueran, eventualmente, polos difícilmente conciliables. Los anarquistas prefirieron no elegir uno u otro desiderátum moral y dejaron que el impulso informante y fundante de sus ideas, la libertad absoluta, resolviera esa tensión al interior de un horizonte mental más amplio. 
Para Mijail Bakunin, quizá la figura emblemática de la historia del anarquismo, la libertad era un “mito”, una acuñación simbólica capaz de contrapesar las creencias estatalistas y religiosas; pero también un “medio ambiente” pregnante, el oxígeno espiritual de espacios inéditos para la acción humana. Bakunin insistió en que era abyecto aceptar que un superior jerárquico nos diera forma. En el rechazo de las palabras autorizadas y de las liturgias institucionales los anarquistas cifraban la posibilidad de implantar avanzadillas de un nuevo mundo, forjando una red de contrasociedades a la vez “adentro” y “afuera” de la condición oprimida de la humanidad. De allí que el anarquismo no consistiera solamente en un modo de pensar al dominio sino fundamentalmente en un medio de vivir contra el mismo. En su voluntad de “dar vuelta” el imaginario jerárquico el anarquismo postuló los fundamentos de una ciencia y de una experiencia de la libertad: la ciencia de la desobediencia como camino de autoconcientización y la experiencia de vivir cotidianamente como “espíritus libres”, pues la historia es, para el anarquista, el “campo de pruebas” de la libertad. 
Por haber demandado libertades irrestrictas el anarquismo pudo realizar una autopsia política de la modernidad que caló sus instituciones hasta el hueso, exponiendo impotencias y defectos de nacimiento. Esa autopsia le estuvo vedada al marxismo, obsesionado con la “toma del poder”, y al reformismo, que una y otra vez trastabilló con paradojas a las que no pudo destrabar y sobre las que se arroja incombustiblemente hasta nuestros días. Si suele decirse que Marx develó el secreto de la explotación económica, fue Bakunin quien “descubrió” el secreto de la dominación: el poder jerárquico como constante histórica y garantía de toda forma de iniquidad. La intuición teórica de los padres fundadores del anarquismo colocó la cuestión del poder separado en su mira: insistieron en que las desigualdades de poder son determinantes, e históricamente pre-vias, de las diferenciaciones económicas. Es entonces en el dominio político (y no sólo en las actividades cumplidas en los procesos industriales) donde se debe hallar la clave de comprensión de la sociedad de la dominación. Sus colofones modernos, el Estado liberal o el autocrático, se constituían en perros guardianes de la jerarquización del mundo. Hoy quizás habría que identificar esos cancerberos, además, en otras instituciones. Pero a los anarquistas siempre les ha sido indiferente si un territorio es gobernado con puño de hierro o con palabras suaves, pues la zona opaca que combatieron es la voluntad de sometimiento a la potencia estatal (un principio de soberanía antes que un “aparato”), centro unificador de una geometría concéntrica y vertical. Todas las invenciones culturales y políticas de índole libertaria confluyeron en una estrategia horizontal de la contrapotencia, negación de la representación parlamentaria que reduce las artes lingüísticas y vitales de una comunidad al juego de birlibirloque en que coinciden mayorías y minorías. Para Bakunin, las modalidades de la dominación se adaptaban a los grandes cambios históricos pero las significaciones imaginarias asociadas con la jerarquía persistían, y se constituían en interdicto, en condición de imposibilidad para pensar el secreto del dominio. A lo largo del siglo XX, ha circulado en el espacio público la cuestión de la “dignidad” económica y ha podido “tematizarse” la opresión de “género”: ya han adquirido alguna suerte de carta de ciudadanía en tanto problemas teóricos, políticos, gremiales, académicos o periodísticos. Pero la jerarquía continúa siendo un tabú. 
La camaradería humana exenta de jerarquía podrá parecer un argumento de novela bucólica o de ciencia-ficción, pero es en verdad un tabú político. Ese tabú es combatido, sin embargo, no sólo en ciertos momentos históricos emblemáticos sino también por medio de prácticas cotidianas que suelen pasar desapercibidas a los filósofos políticos únicamente obsesionados con las condiciones de gubernamentalidad de un territorio, por la legitimidad de la forma-estado o de las instituciones representativas, o por la fiscalización de sus actos. La posibilidad de abolir el poder jerárquico es lo impensable, lo inimaginable de la política; imposibilidad garantizada por las tecnologías de la subjetividad que regulan los actos humanos, que fomentan el deseo de sumisión, y que muy tempranamente se enraízan en el aparato psíquico. Para Hobbes o Maquiavelo no puede existe unidad entre el pueblo y su gobierno si no hay sumisión –voluntaria o involuntaria, legítima o ilegítima–, y no hay sumisión sin terror, en alguna dosis. Fundar una política sobre la camaradería comunitaria y no sobre el miedo fue la respuesta anarquista, y para ello era preciso anular o debilitar las instituciones autorreproductoras de la jerarquía a fin de permitir que la metamorfosis social no sea orientada por el Estado. Esta pretensión no podía sino ser considerada como una anomalía riesgosa por los bienpensantes y como un peligro por la policía. 
El “genio” del anarquismo no sólo consistió en la promoción de un ideal de redención humana sino también en la instauración de nuevas instituciones y modos de vivir al interior de la sociedad impugnada que a su vez intentaban relevarla (sindicatos, grupos de afinidad, escuelas libres, comunidades autoorganizadas y modos autogestionarios de producción). De allí la obsesión del anarquismo por garantizar la correspondencia entre fines y medios. La disciplina partidaria, las elites iluminadas y las maquinas electoralistas son la negación del grupo de pertenencia conformado por espíritus afines, de la capacidad organizadora de la comunidad y de la independencia política personal. El marxismo aún no sabe cómo salir de sus viejas certezas autoritarias ni sacar una enseñanza libertaria de setenta años de desastre soviético. En el caso del liberalismo, las expectativas de sus promotores están fijadas en la posibilidad de hacer imperar la ley en las instituciones políticas. Pero el hecho de poder elegir en comicios a un “amo bueno” (del “padrecito zar” al “demócrata bienintencionado” la imaginería heroica de los entusiastas de la representación política no ha cambiado sustancialmente) no mejora a un sistema de dominación así como la fiscalización de los actos de gobierno es una tarea defensiva que, por otra parte, suele reforzar el imaginario jerárquico. El problema de la “legitimidad” de un gobierno, tan importante para los filósofos políticos liberales es, para un pensamiento contrainstitucional como el anarquista, un problema mal planteado. Bakunin sostenía en el siglo XIX que los parlamentos democráticos eran “sociedades declamatorias”. Y hablaba de hombres que se tomaban en serio al “arte del buen gobierno” y al “bien común” y no de las mafias políticas de la actualidad, encadenadas a alianzas de poder de las que son inextirpables. La preocupación por la institucionalización de formas democráticas y por la legitimidad de los gobiernos electos menosprecia la sustancia de la razón de Estado, plagada de decisionismo tecnocrático, burocracias partidarias que dedican casi todas sus energías a autorreproducir sus condiciones de perdurabilidad, y por asesores y operadores gubernamentales, subespecie cuyos cubiles se ocultan tras bambalinas. 
Si las tumultuosas vicisitudes de la multitud del siglo XIX encontraron en las ideas libertarias una suerte de confirmación política es porque ellas se adecuaban dúctilmente a las pasiones populares ansiosas de desencadenamiento. La energía oscura del lumpenproletariado o de las sediciones populares nunca ha gozado de estima entre los que suponen que el funcionamiento automático de las sociedades es precondición y clave de seguridad a la hora de permitir la discusión pública de las libertades. Pero las necesidades del perseguido son distintas a las del perseguidor. La política y la ética anarquista confiaron en artes comunitarias que eran aún ajenas al proceso de institucionalización de poderes modernos tanto como en la “garra” personal, que otorgó estilo y temple a la potencia e insistencia de su rechazo. También fueron la causa de que el anarquismo haya sido generador de un desorden fértil y de una imaginería política impugnadora que son extrañas a otras tradiciones políticas. Por eso es inevitable que en los momentos febriles de la historia se atisbe la presencia de anarquistas, tanto en los pronunciamientos disidentes como en las asonadas espontáneas, porque los anarquistas siempre han sido aves de las tormentas. 
En las prácticas históricas del movimiento libertario no se encontrará tanto una teoría acabada de la revolución como una voluntad de revolucionar cultural y políticamente a la sociedad. De hecho, difícilmente podría acontecer lo que el siglo XIX conoció como “revolución” si previamente no germinan modos de vivir distintos. En la “educación de la voluntad”, que tanto preocupaba a los teóricos anarquistas, residía la posibilidad de acabar con el antiguo régimen espiritual y psicológico del dominio. En esto reside la grandeza del pensamiento libertario, incluyendo a la variante anarcoindividualista, que es menos una voluntad antiorganizativa que una demanda existencial, una pulsión anticonformista. La confianza antropológica en la promesa humana, típica del siglo XVIII, fue el centro de gravedad a partir del cual el anarquismo desplegó una filosofía política vital que intuía en la libertad, no una abstracción o un sueño sino un sedimento activo en las relaciones sociales existentes. Bakunin o Kropotkin creían que el origen de los males sociales no se encontraba en la maldad humana sino en la ignorancia. Indudablemente, en esto, los anarquistas son herederos de la ilustración y justamente por eso creían en la educación racionalista, incluso cientificista, aunque ello no los transformó en meros positivistas. 
Contra lo que muchos suponen, el pensamiento anarquista es muy complejo y no es sencillo articularlo en un decálogo, pues nunca dispuso de un dogma sellado en un libro sagrado, y eso concedió libertad teórica y táctica a sus adherentes. Tampoco el anarquismo se preocupó de construir una teoría sistemática sobre la sociedad. Quizá la propia diversidad de las ideas y prácticas anarquistas favoreció su supervivencia: cuando alguna de sus variantes decaía o se demostraba ineficaz, otra la sustituía. Del anarcoindividualismo al sindicalismo revolucionario, de las experiencias comunitarias a la difusión de ideas en grupos pequeños, o bien las experiencias autogestionarias de la revolución española, los anarquistas se han sostenido sobre una u otra faceta de su historia. Por lo demás, los anarquistas saben que su ideal constituye una ardua aspiración porque sus exigencias los colocan en un “afuera” de los discursos políticos socialmente aceptados, tanto como sus prácticas son incompatibles con el dominio en cualquiera de sus formas. Pero si las ideas anarquistas aún pertenecen al dominio de la actualidad es porque sostienen y transmiten saberes impensables, o al menos inaceptables, por otras tradiciones teóricas que se pretenden emancipatorias. En el resguardo de ese saber antípoda reside su dignidad y su futuro.





Georg Lukacs – La Música [Cuestiones liminares de la mímesis estética]

$
0
0


Hoy día se niega desde muchos puntos de vista el carácter mimético de la música. Aún más: la negación de su carácter refigurativo, tomada como cosa obvia, es a menudo uno de los argumentos capitales contra la teoría del reflejo. Como intentaremos mostrar en lo que sigue, la base teorética de esas argumentaciones es débil. Especialmente desde la aparición de las corrientes expresionistas en el arte, pero ya desde mucho antes por lo que hace a la filosofía, esas actitudes se basan en la duda acerca de la objetividad del mundo externo o en su negación, o en la negación de que los efectos del mundo externo sean la base de las sensaciones humanas. Y se basan principalmente en la suposición de una contraposición supuestamente irreductible entre expresión y refiguración. Al aislar estas filosofías y tendencias artísticas, las reacciones del sujeto de su concreto mundo circundante y fetichizarlas en una plena autarquía, deforman y amputan la expresión de las mismas, separándola de su base, de su auténtico contenido, reduciéndola a un solipsismo privado en el cual -pese a todas las proclamas expresionistas-, en vez de rebasar intensificadamente la realidad, se empobrece en comparación con ella, palidece y pierde intensidad. Ya en otros contextos hemos estudiado el problema general de la expresión artístico subjetiva. Bastará con repetir aquí brevemente el resultado final de anteriores desarrollos, a saber: que la anchura, la profundidad, la amplitud, etc., de toda expresión en la vida y en el arte dependen de la anchura, la profundidad y la amplitud del mundo recogido en el sujeto como material a reflejar, el cual determina la expresión de modo inmediato y mediado. El hecho de que esa interacción entre la refiguración de la realidad y la reacción afectiva a la misma no sea mecánica, no suprime la tendencia básica que se impone en ella. Es claro que una afirmación tan general no puede servir más que como introducción de principio al ámbito de problemas de la música como mímesis: en las consideraciones siguientes tenemos que mostrar de un modo concreto los problemas reales, el Qué y el Cómo de este reflejo mismo. 
Hay que observar aún -y también como introducción, para complementar históricamente las determinaciones filosóficas generales-que la teoría de las artes, y especialmente la de la música, la ha concebido durante milenios, con una naturalidad que parecía excluir cualquier necesidad de argumentación, como reflejo, precisamente, de la vida interior humana. Es claro que un tal consenso no puede por sí mismo valer como prueba, pues los errores pueden a veces sobrevivir a épocas enteras. Pero se trata aquí de otra cosa, y mayor. Pues la concepción de la música como una particular especie de mímesis acentúa enérgicamente con una seguridad dialéctica nada sorprendente en los griegos, aquello que, desde el punto de vista de la mímesis, aparece con la música en el cosmos de las artes, y al mismo tiempo, e inseparablemente, lo que separa a la música de todas las demás artes, lo que constituye su peculiaridad específica. No había duda para los griegos de que toda relación humana con la realidad, la científica igual que la artística, se basa en un reflejo de la naturaleza objetiva de dicha realidad. Las divergencias internas y externas entre la música y las demás artes no pudieron nunca resquebrajar esa convicción de ellos. Por otra parte, los griegos vieron con toda claridad que el objeto miméticarnente reproducido por la música se distingue cualitativamente de los de las demás artes: es la vida interior del hombre. Th. Georgiades ha dado un acertado análisis de esa concepción de la música de aulós en la 12.& Pítica de Píndaro: "Pero esta música, la del aulós, no era la expresión misma del afecto, sino su reproducción según arte. La diosa Atenea quedó tan profundamente impresionada por los lamentos de la hermana de la Medusa, Euríala (v. 20), que no pudo evitar el deseo de fijarlos. Sintió la necesidad de dar a aquella impresión una forma fija, objetiva. Aquella impresión avasalladora, desgarradora, del sufrimiento expreso como lamento se "representó" por la música de aulós, o, por mejor decir, como aire de aulós. El lamento se transformó en arte, en capacidad, en aire de aulós, en música. Atenea ha tejido, por así decir. lo, esa música con los motivos del lamento. Píndaro distingue entre el sufrimiento y la contemplación espiritual del sufrimiento. El uno, la expresión misma del afecto, es humano, característica de la vida, vida él mismo. La otra, empero, el que el dolor reciba por obra del arte una figura objetiva, es divina, liberadora, es acción espiritual». (1) Eso puede ayudar a apreciar la madurez del pensamiento estético en la Antigüedad griega clásica. Mientras que muchos modernos autores -y a menudo nada despreciables confunden el afecto con su representación mimética, o derivan, al menos, simple y directamente ésta de aquél, para Píndaro lo principal es precisamente el salto cualitativo entre ambos. La exposición mítica se propone precisamente subrayar ese salto cualitativo: al presentar la mímesis del dolor como invención divina, mientras que el dolor mismo es cosa humana, se excluye desde el principio toda confusión, toda absorción, aunque, por otra parte, el mismo mito impide toda subjetivización y pone lo «divino» -como mímesis, como reflejo del hecho vital humano-por encima de la corriente cotidianidad humana. No carece de interés recordar que la importante idea aristotélica según la cual lo que en la vida es feo o desagradable puede producir alegría miméticamente, es un pensamiento que se encuentra ya en Píndaro. 
No es tarea nuestra el estudiar detalladamente la evolución de esas concepciones. Nos limitaremos a recordar el conocidísimo paso de la Política aristotélica, en el que se formula ese carácter mimético de la música, ya con su objeto específico y sin mitología, de un modo puramente filosófico, determinándose al mismo tiempo -cosa que nos ocupará más adelante-los presupuestos anímicos y las consecuencias morales de un tal reflejo: «Los ritmos y las melodías se acercan mucho como copias a la esencia verdadera de la cólera y la dulzura, así como del valor y la mesura, y de sus contrarios. junto con la naturaleza peculiar de los demás sentimientos y propiedades éticas. Así lo muestra la experiencia. Oímos tales melodías y cambia nuestro ánimo. Mas no hay mucha distancia entre la costumbre adquirida de entristecerse o alegrarse por lo semejante y el mismo comportamiento respecto de la realidad». (2) Puede afirmarse sin vacilación que la entera estética -hasta el pasado más reciente y la actualidad-ha reconocido esa naturaleza mimética de la música. Hasta un representante tan destacado del subjetivismo epistemológico y del irracionalismo filosófico como Schopenhauer funda su teoría de la música, tan fantasmagórica y metafísica por lo demás, en su carácter mimético. También él se esfuerza por distinguir entre lo específico de la mímesis musical y lo de las demás artes, pero sin poner nunca en duda la base mimética. Así escribe: «La música no es, pues, en modo alguno, como las demás artes, reproducción de las ideas, sino reproducción de la voluntad misma, cuya objetividad son también las ideas».No nos interesa aquí el carácter idealista de esta doctrina que, al igual que la de Schelling, concibe la mímesis como una refiguración de las ideas, corrigiendo sobre una base plotiniana la platónica «imitación de la imitación», con su hostilidad al arte; pues esta diferencia no es de mucho peso para el problema que ahora nos ocupa. Sólo vale la pena recordar que, en la ejecución detallada, Schopenhauer no lleva consecuentemente sus ideas hasta el final, sino que, bajo la influencia de la filosofía romántica de la naturaleza, refiere los diversos elementos de la música a diversos estadios de la evolución de la naturaleza, hasta el hombre, como reproducciones de dichas fases, con lo que la tesis aducida queda, cuando menos, aguada. Pues con ello se termina la mimesis específica de la música que tan claramente habían identificado los griegos: la mímesis de la interioridad como tal, no de una interioridad conformada simultáneamente con su ocasión desencadenadora, ni menos limitada a la conformación del mundo externo para evocar así lo interior. 
En esto precisamente se manifiestan las dificultades propias de la mímesis en la música. Para abrir un acceso adecuado al problema mismo tenemos que enfrentarnos ante todo con dos concepciones aparentemente contrapuestas que, en realidad, representan el mismo principio básico, porque vinculan la música directamente con fenómenos de la naturaleza e intentan deducirla inmediatamente de ellos. Al elegir como representante de la primera tendencia a Herder no ignoramos en absoluto -como mostrará la cita que inmediatamente haremos-que este pensador no estuvo nada lejos del carácter puramente humano de la música, sino que, por el contrario, intentó derivar ese carácter de presupuestos generales de filosofía natural, de la constitución del hombre como puro ser natural. Aquí, como en todo caso cuando se pasa por alto el papel del trabajo, sus consecuencias sociales y psicológicas (recordaré los sistemas de señalización 2 y 1'), la tendencia, justificada en sí, a superar la ruda separación metafísica entre actividad artística y existencia natural del hombre da lugar a un caos de determinaciones confusas. Herder escribe acerca de este problema en su Kalligome: «Así pues, todo lo que suena en la naturaleza es música; tiene sus elementos en sí, y necesita sólo una mano que los saque a la luz, un oído que los oiga, un sentimiento que los perciba. Ningún artista ha inventado nunca un sonido ni le ha dado un poder que no tuviera en la naturaleza y en su instrumento; pero sí que lo descubrió, y le obligó con dulce fuerza a salir a la luz». (3)  La confusión de Herder no se manifiesta sólo en el hecho de que se designa en seguida de su inicial frase paradójica, sino también en que practica esa retirada sin la menor consciencia, sin observar que hay ya un salto entre la naturaleza y un oído capaz de oír música, un artista que la saque a la luz, un instrumento utilizado por ese artista. Es el salto constituido por la evolución social sobre la base del trabajo. El hecho de que también el sonido del instrumento esté determinado por leyes naturales no lo distingue aún de otros productos del trabajo: la diferencia está en la finalidad de los efectos conseguidos, y es diferencia respecto de todo simple fenómeno natural. Desde este punto de vista y por 10 que hace al conocimiento de la naturaleza específica de la música, de sus presupuestos, sus medios, etc., el mito pindárico está muy por encima de la posición de Herder. 
Pero también es posible acercarse a la música desde otro punto de vista igualmente propio de la filosofía de la naturaleza: desde el punto de vista de la consideración de la esencia, a diferencia del aferrarse de Herder a la superficie sensible inmediata. No hay duda de que ha sido una hazaña científica gigantesca y epocal de los pitagóricos el haber descubierto en la estructura numérica de las cosas el vehículo de su cognoscibilidad científica. Sin poder aquí hacer justicia a la importancia y a las limitaciones de esa doctrina -cuya influencia en la filosofía de la música se extiende desde tiempos iniciales hoy apenas rastreables hasta Kepler y la filosofía renacentista-, hay que decir, empero, que en su aplicación directa a los fenómenos de la naturaleza, y aún más a la música, se esconden grandes peligros cuyos fundamentos de principio tenemos al menos que considerar brevemente, en su condición, naturalmente, de trampas puestas a la teoría de la música; pero en relación con esto es inevitable echar un vistazo rápido a algunas cuestiones generales sobre la relación entre la matemática y la realidad objetiva. La primera objeción importante a la concepción pitagórica del mundo y a su método científico se encuentra en la polémica de Aristóteles; la polémica está íntimamente relacionada con la recusación aristotélica de la doctrina platónica de las ideas, que en muchos puntos enlaza precisamente con el pitagorismo. Al igual que a propósito de las ideas platónicas, Aristóteles rechaza también a propósito de los números y las relaciones numéricas una existencia independiente de los fenómenos, sustantiva y causalmente determinante de la fenoménica. Y es muy interesante que Aristóteles enlace la idealidad del número con la posición en primer término de la relación numérica o proporción, que no concibe como idea, sino como determinación concreta de los objetos, ligada a la sustancia material: «Por ejemplo, si Calias es una proporción numérica de fuego, tierra, agua y aire, entonces la idea será también una proporción numérica de ciertos otros elementos que componen un sustrato, y el hombre en sí, sea o no un número, no será simplemente un número, sino una proporción numérica entre ciertos elementos, con lo que la idea no será un número». (4) Es claro que las relaciones numéricas tienen ya un gran papel entre los pitagóricos, en el Timeo de Platón, etc. Pero la importancia de esa crítica aristotélica no estriba sólo en que la relación numérica cobre en ella tal relevancia, sino también en lo siguiente: el poder metafísico de lo matemático, que levanta la sustancia de todas las cosas, el poder de lo numérico, de lo puramente cuantitativo, no consiste simplemente en ser tal, sino en que se inserte, por la relación numérica, entre las demás determinaciones importantes de los objetos; lo numérico no es, pues, garantía última de la verdad objetiva, sino que su verdad misma tiene que medirse con ayuda de los datos de la realidad objetiva. 
Lo que en Aristóteles es mera alusión cobra forma concreta y lugar sistemático exactamente determinado en la doctrina hegeliana de la medida y las relaciones de medición. El gran mérito de Hegel consiste ante todo en la aclaración de las relaciones entre la cualidad y la cantidad. Ya en otros contextos hemos aludido a algunos momentos importantes de esa teoría, ante todo al carácter originariamente dado de la cualidad y a la cantidad como superación del mismo, como primera aproximación a la esencia. Pero al desplegarse plenamente la cantidad y poner de manifiesto sus determinaciones inmanentes, convertida ya en medida de la objetividad, reabsorbe en sí la cualidad antes superada, sin perder por ello su naturaleza esencial cuantitativa, sin dejar de ser expresión de la naturaleza y la modificación cuantitativas de los objetos: "La medida es, ciertamente, modo y naturaleza externos, un Más o un Menos, pero que, reflejada en sí misma, no es ya meramente indiferente y externa, sino determinación en sí; así es la concreta verdad del ser... la medida es la simple relación del quantum consigo mismo, su determinación en sí misma; así es el quantum cualitativo». (5) De este modo la medida, como unidad de la cantidad y la cualidad, está inseparablemente vinculada con el ser de las cosas, sus relaciones, sus legalidades, etc. "Pero todo existente tiene una dimensión para ser lo que es, y, en general, para tener existencia.» (6) De este modo se convierte la medida en una categoría de la existencia; todo rastro de aquella «idealidad», de aquel abstracto oscilar en un reino celestial por encima y más allá de las objetividades concretas, que, como acabamos de ver, Aristóteles combatía en Pitágoras y Platón, ha desaparecido de su concepto, del mismo modo que la contraposición fetichizadora de la cantidad y la cualidad que tan difundida está en el pensamiento moderno (Bergson, por ejemplo). «La medida es así», dice Hegel, «el comportamiento inmanente cuantitativo y recíproco de dos cantidades entre sí» (7) Cuanto más complicadas son las relaciones y situaciones que se reflejan intelectualmente con esas determinaciones, cuanto menos se limita la refiguración a meras situaciones existenciales estáticas, cuanto más expresa también las relaciones dinámicas legales y generales en las conexiones fenoménicas, sus movimientos, etc., tanto más resueltamente se impone la vinculación inseparable de la cantidad y la cualidad como determinaciones de la existencia, a diferencia de las ideas platónicas. Ya formas simples, como 2r o 2r2. determinan el ser-así, la cualidad específica, el Ser-para-sí de la circunferencia en relación con todas las demás curvas, y en sus ulteriores exposiciones acerca de la filosofía de la medida y de las relaciones de medición, Hegel apela con razón a los logros de Kepler y Galileo. La conocida línea nodal de las relaciones de medida, descubierta por Hegel, la mutación de la cantidad en cualidad y viceversa, es sólo la explicitación dialéctico-dinámica de aquella relación interna -fundada en la esencia de las cosas-de la cantidad y la cualidad, cuyo reflejo intelectual es la categoría lógica de la medida. 
Pero con eso no se determina más que la correcta relación entre el pensamiento, como conocimiento de la realidad, y el mundo de lo «puramente» cuantitativo, mundo que ha alcanzado en la matemática su forma científica. Es claro -y en eso se funda su grande y fascinadora fuerza, aparentemente ilimitada- que la dialéctica inmanente puede expresar objetividades y relaciones objetivas con una exactitud en otro caso inalcanzable, gracias al despliegue de las determinaciones así producidas del reflejo desantropomorfizador de la realidad, gracias a que su esencia se reduce a ese sistema de relaciones cuantitativas y produce por esa reducción un «medio homogéneo» sui generis. Es incluso posible que en algunos casos esa dialéctica alcance realidades antes de que puedan hacerlo las observaciones o los experimentos. Pero eso no altera en nada el hecho básico de que el criterio veritativo de toda relación de medida matemáticamente determinada es la realidad misma, es decir, el cualitativo ser-así del fenómeno de que se trate (en el sentido hegeliano antes aludido). Pues el despliegue matemático inmanente del aspecto cuantitativo de las relaciones de medida se limita a iluminar una serie de posibilidades -serie ciertamente infinita, o que parece inagotable-; mientras que con los medios inmanentes a la matemática es imposible decidir cuál de esas posibilidades corresponde verdaderamente a la realidad objetiva. Ya el hecho de que fórmulas físico-matemáticas de importancia decisiva contengan constantes, alude claramente al sentido de esa problemática. Ciertamente, la constante es de naturaleza resueltamente cuantitativa, pero en ello se manifiesta precisamente un ser-así muy específico de la conexión real de que se trate, del particular carácter cualitativo de una particular existencia, de una relación particular, etc. Por eso dice Planck con toda razón, hablando de su propio descubrimiento en física cuántica: «Esta constante es un nuevo misterioso emisario del mundo real, que se impuso siempre en las más diversas mediciones y exigió con creciente tenacidad su lugar propio».(8) Es pues la realidad misma la que, por la vía de los métodos desantropomorfizadores de la física, elige de entre el número aparentemente infinito de las posibilidades puramente matemáticas la relación de medida que refleja adecuadamente una existencia real con las cualidades de su ser-así y de acuerdo con la aproximación óptima alcanzable en cada caso. (Es obvio que la deducción, la elaboración y la formulación matemáticas de las relaciones de medida tomadas de la realidad misma desempeñan en todo esO un papel importante; pero esto no altera ni epistemológica ni metodológicamente la situación fundamental descrita.) 
Si atendemos ahora a nuestro propio objetivo, el conocimiento de estas relaciones en la música, hay que subrayar igualmente lo que vale por igual para las dos esferas y aquello en lo cual se diferencian básicamente. Hegel ha descrito adecuadamente lo metodológicamente común en unas consideraciones que ya hemos aducido. Dice hablando de la música: «Tampoco el sonido suelto tiene sentido sino en el comportamiento y la vinculación con otro y con la sucesión de otros; la armonía o la desarmonía en ese círculo de vinculaciones constituye su naturaleza cualitativa, la cual se basa al mismo tiempo en relaciones cuantitativas que constituyen una serie de exponentes y son las relaciones entre las dos específicas relaciones que son en sí cada uno de los dos sonidos relacionados. El sonido aislado es el tono fundamental de un sistema, pero también miembro individual del sistema de cualquier otro tono fundamental. Las armonías son excluyentes afinidades electivas cuya peculiaridad cualitativa se disuelve de nuevo en la exterioridad de procesos meramente cuantitativos». (9) Con ello aparece aquí la misma duplicidad de lo cuantitativo y lo cualitativo que se tiene en física, su mutación recíproca manteniéndose la propia existencia y las posibilidades autónomas de desarrollo de las dos componentes categoriales, aunque, naturalmente, con todas las consecuencias que tienen para su unidad esos dos movimientos. Ya de eso sólo habría que inferir que -mutatis mutandis, como habrá que mostrar en seguida- el criterio veritativo antes estatuido vale también para el terreno de la música, a saber, el dominio de lo fácticamente verdadero sobre lo posible de fundamentación meramente formal matemática. La corrección de esta analogía puede verificarse fácilmente. Como es sabido, en la teoría musical las relaciones de medida entre los tonos, cuantitativamente determinables, se ordenan sistemáticamente desde diversos puntos de vista, y de aquéllas se deducen reglas para la ejecución musical. Si hay un arte en el cual tales reglas hayan de tomarse en serio, reconocerse, aprenderse realmente. ese arte es la música; cierto que no sólo ella, pero sí ella ante todo. Precisamente las biografías de los innovadores más importantes muestran que siempre han tenido que atravesar un tal aprendizaje para poder formular lo nuevo de un modo artísticamente adecuado, no con diletantismo; porque, en general, la frontera entre el nivel artístico y el diletantismo está trazada en música de un modo mucho más riguroso y racionalmente justificable que en las demás artes. Por otra parte, aquí también vale lo dicho antes a propósito de la física: la observancia exacta de las «reglas» de la teoría de la composición, aunque no dé en pedantería, en escolástica, sino que sea correcta y hasta inteligente, original, etc., desde el punto de vista del teórico especialista, no da garantía alguna de que se produzca una obra de arte musical sustantiva. La teoría musical no da más que posibilidades, leyes condicionales negativas, por así decirlo; más tarde nos ocuparemos del hecho de que también éstas muestran especiales limitaciones para la música. La trasformación de la posibilidad teorética en realidad artística se basa también aquí en el hecho de que la primera se refiere a una realidad que la segunda está llamada a reflejar y conformar miméticamente. 
Pero con esto hemos llegado a la diferencia decisiva, a la contraposición que separa esas dos esferas del reflejo, la física y la música, en su relación con lo matemático. Mas no podemos decir nada concreto acerca del encuentro de la música con la realidad antes de aclarar suficientemente su objeto, el Qué de su reflejo, así como la relación sujeto-objeto en ella, que ha de determinar su Cómo. Hemos partido en esto de la concepción, ya dominante en general en la Antigüedad griega, de que el objeto del reflejo musical es la interioridad humana, la vida emotiva humana. Aquí tiene que empezar todo intento de concreción. Pero inmediata y originariamente esa interioridad no existe en absoluto como esfera relativamente independiente de la vida humana. Es un producto de la evolución histórico-social de la humanidad, y podremos ver más adelante que su conformación y su despliegue muestran un preciso paralelismo con el origen y el florecimiento de la música como arte sustantivo. Antes hemos estudiado, apoyándonos en las investigaciones de Bücher, la relación entre el trabajo y el ritmo. Según esos resultados hay que poner en primer plano el funcionamiento objetivo del ritmo, ordenador y facilitador del proceso de trabajo. Si consideramos ahora ese fenómeno por el lado subjetivo, vemos que la disminución de esfuerzo con aumento del efecto del trabajo trae consigo el comienzo de una liberación de la interioridad, de la expansión de las sensaciones que acompañan al trabajo y, por tanto, de la vida emocional del hombre entero. Del mismo modo que en el mundo intelectual del hombre el aumento de la productividad del trabajo provoca un mayor dominio del mundo externo -ante todo por el ocio y la menor absorción del hombre por el proceso de trabajo-, así también ocurre en el ámbito de la interioridad de la vida emocional. 
Para considerar más de cerca dicha vida hay que subrayar -frente a modernos prejuicios-la vinculación de todo acto emocional al mundo externo que lo desencadena, el hecho elemental de que las reacciones emocionales humanas están originaria y concretamente vinculadas a la ocasión del mundo objetivo circundante que las desencadena. Aunque no tienen por qué contener afirmaciones acerca de los objetos que las suscitan, están intensamente ligadas a ellos en cuanto a su contenido, su intensidad, etc.; nunca se tiene inmediatamente un afecto, un sentimiento de amor o de odio sin más, sino siempre amor u odio de una determinada persona en una determinada situación. Por mucho que tengan en común los principales afectos, como el temor o la esperanza, el amor o el odio, etc., es seguro que han existido durante mucho tiempo en formas concretas sumamente diferenciadas, y han obrado de ese modo antes de que los hombres los redujeran como afectos específicos a un común denominador conceptual unificador. Y es seguro que antes de esa subsunción lingüístico-conceptual bajo una de las denominaciones unificadoras se ha tenido una síntesis emocional en grupos y subgrupos emparentados. Hemos rozado ya el problema de este proceso al hablar del lenguaje, de la expresión lingüística del mundo de los objetos, y al origen, mucho más tardío, de generalizaciones sensibles aparentemente tan inmediatas como las de los colores. Naturalmente que esa tendencia evolutiva vale con mayor intensidad para la vida interior. Pues cuanto más primitivo es un lenguaje, tanto más resueltamente expresa lo interno de modo no directo, por el rodeo de la exposición del mundo externo que lo despierta y en el cual se despliega. Gehlen cita con razón la frase de la señora de Staël acerca de la Antigüedad, contrapuesta a su propia época: 
«Los antiguos no habrían hecho nunca de su alma un objeto de la poesía». (10)  Como nuestros conocimientos no se remontan más allá de estadios evolutivos ya relativamente altos, se nos impone la consecuencia de que esta situación debía dominar en los estadios iniciales de un modo aún más acusado. 
El despertar, la organización y el paso a consciencia (en el más amplio sentido) de los afectos y las impresiones tienen, por tanto, lugar por la línea de la mímesis, y sabemos ya que el ritmo tiene un importante papel -también desde este punto de vista-en el proceso de trabajo, y que precisamente por él tienen lugar los comienzos de la liberación de la interioridad, el fenómeno que aquí nos interesa. Estas tendencias experimentan una intensificación cualitativa con la mímesis. Sabemos por anteriores consideraciones que la finalidad originaria de esas tendencias no era en modo alguno lo artístico, sino que han nacido como consecuencia necesaria de la contemplación mágica de la realidad, como consecuencia del esfuerzo mágico por influir en las fuerzas y los poderes ocultos que dominan la vida humana, y eliminarlos cuando es necesario, o inhibirlos por lo menos. El carácter artísticamente evocador de la mímesis se produce entonces como producto secundario en parte ajeno a la intención concreta. Decimos en parte porque la magia mimética piensa y quiere al mismo tiempo una cierta evocación; lo que ocurre es que -desde el punto de vista de la magia-es en gran medida casual el que el elemento evocador de la mimesis emprenda en el curso del tiempo y de su despliegue un camino cada vez más resueltamente estético. Los rasgos, para nosotros decisivos, de la música como mímesis de la vida interior humana, de los afectos, las impresiones, etc., se desarrollan, por tanto, bajo una capa mágica, como medios técnicos auxiliares, por así decirlo, de una finalidad mágica; y poco a poco llegan a la sustantividad de lo estético. y hay que observar inmediatamente que su plena autonomía es resultado de una evolución dilatada, que hace falta mucho tiempo pura que la música deje de ser el acompañante (propiamente: el organizador estético decisivo) de otros modos de representación mimética (la danza, la palabra). Pero antes de poder atender a ése su modo apariencial puro y a sus condiciones histórico-sociales tenemos que contemplar algo más de cerca aquella su función originaria, pues solo entonces se nos abrirá la vía que lleva a una recta comprensión de la mímesis musical. 
Empezando con el ritmo, tenemos tres fenómenos a la vista. Primero, los movimientos rítmicos de seres vivos, que hemos mostrado ya en el reino animal; éstos son hechos biológicamente fundados -con independencia de que se basen en reflejos incondicionados o en reflejos condicionados bien fijados-, los cuales facilitan la adaptación al mundo circundante y hacen más eficaces las reacciones del animal a dicho mundo; pero respecto de la totalidad de su vida son episodios sin consecuencias decisivas. Segundo, el ritmo que nace en el trabajo: éste muestra el sello de aquel salto cualitativo que distingue el trabajo como tal de toda reacción meramente biológica al mundo externo. Pues por obra de este ritmo se organiza conscientemente un proceso espacio-temporal en interés de una finalidad puesta por el hombre, la facilitación del trabajo y la intensificación de su efecto. El acento recae en la organización, pues este ritmo no es ya «natural», sino «artificial», nacido de un acordar los movimientos más favorables desde el punto de vista del proceso de trabajo, sus consecuencias temporales, etc., y las operaciones menos cansadas para el trabajador. Es una consecuencia obvia que la facilitación de la ejecución del trabajo que así se consigue desencadena impresiones agradables; pero desde el punto de vista de la finalidad objetiva, esa consecuencia es un producto secundario. Sin duda la organización consciente obra también sobre el sujeto -espontánea o conscientemente-, y ante todo en el sentido de una acentuación más resuelta del ritmo mediante un canto de acompañamiento, el cual, como ha subrayado Bücher, no tenía probablemente al principio texto alguno y se limitaba a expresar mediante exclamaciones las impresiones que reflejaban inmediatamente el trabajo como tal. Los textos de los cantos del trabajo más antiguos que conocemos proceden de períodos mucho más tardíos, posteriores a la disolución del comunismo primitivo: del período del trabajo esclavo. Para evitar todo equívoco, observaremos que se trata aquí estrictamente de expresión verbal articulada. Para este punto es indiferente el que ya antes el proceso de trabajo como tal se concretara mimético-musicalmente por medio de instrumentos de acompañamiento, por ejemplo. El mero ritmo de trabajo se rellena ahora con palabras articuladas, con su acompañamiento musical, y en ello aparece ya la posición del hombre entero respecto del trabajo específico de cada caso, su relación subjetiva con la totalidad del trabajo en su vida, con las condiciones de trabajo, con las relaciones de trabajo en general, como contenido de la mímesis de las impresiones. Las transiciones entre las dos etapas, sumamente importantes para la aparición de la melodía y la armonía, son, a lo que yo sé. desconocidas. (El autor aprovecha esta ocasión para insistir en que en el terreno de la música y de su historia no puede considerarse con la competencia de un especialista.) 
La fase más desarrollada del canto de trabajo muestra ya claros indicios del tercer estadio, el estadio plenamente mimético. Este momento es aún más llamativo en los demás terrenos de aplicación de la música en todas las sociedades primitivas, ante todo en la danza. Pues la danza es desde el principio de carácter evidentemente mimético, y precisamente como refiguración de las ocupaciones vitales más importantes del hombre primitivo (guerra, caza, cosecha, etc.). En otro lugar hemos considerado detalladamente esta cuestión; nuestra atención se dirige aquí no tanto a la danza misma, cuya naturaleza de mímesis no necesita aclaración, cuanto al papel de la música en su naturaleza esencial humana-evocadora, que muta espontáneamente en esteticidad. En este punto hay que subrayar ante todo el importante hecho de que una gran parte de las acciones miméticamente reproducidas en la danza no pertenece al grupo de ejecuciones que, como muchas especies de trabajo, están ya ritmizadas en la vida cotidiana. Por importante que fuera el papel de las habilidades adquiridas en la danza para su aplicación en la caza y la guerra, por ejemplo, es claro que los movimientos adecuados propios de esas actividades no pueden experimentar en la vida misma ninguna ordenación rítmica fija y recurrente; su ritmización en la danza es pues de determinación primariamente mimética, mimético-evocadora, y no depende directamente de finalidades útiles desde el punto de vista de la técnica del trabajo. Pero esta prioridad de lo mimético afecta también a procesos de trabajo que ya en la realidad están sometidos a ritmo (sembrar, segar, etc.). Pues para el trabajo mismo impera, naturalmente, la regla de que cada uno tiene que poseer su rítmica propia, basada en su naturaleza específica; no puede haber, por tanto, ni conexión rítmica entre operaciones diversas ni transiciones o pasos rítmicos de la una a la otra: cada proceso de trabajo está ritmizado, por razones técnicas, de un modo aislado, por sí mismo. Pero en un análisis de la danza que dimos anteriormente mostramos que toda danza -por muchos y diversos complejos de movimiento humanos que abarque-tiene que constituir una unidad desde el punto de vista de la función social que le confía la magia. Sobre todo porque -como también se mostró a su tiempo- la propia finalidad mágica contiene efecto evocador, al menos como momento parcial imprescindible como signo público inmediato, como garantía sensible, por así decirlo, de que influirá en las potencias trascendentes. Todo eso impone en cada caso la elaboración o el tratamiento músico-mimético unitario de cada grupo de danzas conexas, con lo que se plantean ya rítmicamente tareas completamente nuevas comparadas con las propias del trabajo: complejos motores cualitativamente diversos -y que preservan su diversidad- tienen ahora que articularse y, además, nacer unos de otros de un modo que evoque tensiones y distensiones; y hay que hacer, por último, que esas conexiones dinámicas se dirijan hacia cierto final que las corone, y en el que culmine el todo. 
Es claro que esa finalidad -que procede aún directamente de la magia y no contiene durante mucho tiempo determinaciones estéticas más que de un modo espontáneo-inconsciente- tiene que rebasar ampliamente la mera ordenación rítmica de movimientos. Como hay que evocar miméticamente los afectos más diversos, la música de acompañamiento -que organiza la mímesis concreta mediante su acompañamiento y en él- tiene que desarrollar en sí misma elementos miméticos. Pues sólo mediante ellos puede llevarse un proceso mimético a su pleno despliegue interno, a un orden maduro que nazca orgánicamente de la inmanencia. Nacen la melodía y la armonía como modos miméticos de expresión de las impresiones que acompañan a los acontecimientos. La música, que aún no ha madurado hasta llegar a un Ser-para-sí sustantivo, tiene pues que desarrollar sus determinaciones más propias con objeto de poder actuar como principio estético-evocador en terrenos situados fuera de su inmanencia. La danza primitiva ofrece la mejor posibilidad de observar este hecho. Pues aunque, como veremos luego con más detalle, haya entre diversas especies del arte de la palabra y la música una conexión más profunda que entre ésta y la danza, la evolución histórico-social acarrea al mismo tiempo en el primer caso una distinción más precisa; hasta la lírica se desprende progresivamente del acompañamiento musical obligatorio, y la música se hace pronto capaz de expresar sin palabras sentimientos líricos. (Remitamos de nuevo a la descripción pindárica de las melodías de flauta.) La danza, en cambio, no puede existir, sin esa función organizadora de la música, no ya sólo como principio, sino ni siquiera como modo de manifestación del ocio cotidiano. La música misma es capaz de separarse en la medida en que las frases para danza se van desprendiendo progresivamente en la música de la Edad Moderna de las danzas propiamente dichas y las utilizan sólo como fundamento motivístico para expresar una determinada interioridad emocional. Pero la danza no puede separarse nunca de la música; incluso cuando ya ha dejado hace tiempo de ser encarnación mimética de importantes hechos de la vida, como lo es aún en ciertas ceremonias campesinas, y se ha convertido en mera diversión en la vida cotidiana, mantiene la ineliminabilidad de su fundamentación organizadora en la música. (Aquí no tenemos que discutir el problema de la cualidad de esa música.) 
La danza de los tiempos primitivos, cuya relación con la música nos interesa ahora, era en cambio una mímesis de los hechos más importantes de la vida, de su conservación y preservación, su defensa contra enemigos, etc. Por eso la función organizadora de la música no podía limitarse a regular rítmicamente movimientos recurrentes. Tenía que producir, ciertamente, ese orden, con una constante oscilación, intensificaciones, degradaciones, etc., propias de un acaecer dramático, aunque mudo; pero, al mismo tiempo, tenía que dar voz evocadora a la carga emocional contenida en todo ello, que no podía satisfacerse y cumplirse en un lenguaje de gestos. El conocido hecho de que esa vinculación entre la danza y la música se produzca en todas las culturas primitivas de un modo espontáneo, sin ninguna consciencia estética, tiene motivos profundamente arraigados en la naturaleza de la cosa. La gesticulación humana contiene ciertamente en sí toda la interioridad, aunque no articulada. Como antes hemos mostrado, esa interioridad aparece en la pintura y la escultura, que la captan y refiguran en su pura visualidad, como objetividad mera, aunque estéticamente justificada, imprescindible e indeterminada. La eliminación estética del decurso temporal, practicada por los medios homogéneos de esas artes, la superación total del pasado y el futuro en un presente elevado a «eternidad», produce una tensión por la cual cobra eficacia la correcta armonía artística de objetividad determinada (visual) y objetividad indeterminada (puramente interior). En cambio, si los gestos expresivos siguen siendo tal como son en la vida misma -apareciendo desde un futuro anticipado, atravesando veloces el instante, sumiéndose en un pasado recordado u olvidado- es imposible que consigan aquella unificación intensiva de lo interior y lo exterior. La interioridad tiene que convertirse en figura abierta y articulada para que los gestos puros, la pura exterioridad visual, no degeneren en absurdo, en sin-sentido. Hebbel decía, chistosa y acremente, sobre la pantomima: «Como sordomudos locos». 
En la vida esa situación se regula hasta cierto punto por sí misma. Como es natural, siempre hay gestos sin expresión verbal; pero tienen en la continuidad del antes y el después verbalmente expresos un lugar tan claramente determinado que la interioridad correspondiente a los gestos consigue «por sí misma» expresión precisa, o bien, si queda en la ambigüedad, se justifica suficientemente por el decurso y la situación. No hará falta aquí hablar de la mímesis dramática, porque en ella ese funcionamiento es claro sin más. La situación es muy diferente en la danza. En este caso es imposible que se articule en expresión verbal la interioridad presente «tras» los fluyentes gestos. Los hechos muestran que esa articulación tiene lugar por medio de la música que «acompaña» la danza, su drama mímico. Hemos puesto entre comillas el verbo «acompañar» porque se trata de algo más -cualitativamente-que un mero acompañamiento. Se produce más bien una formación mimética unitaria en la cual se funden en una nueva unidad dos modos de reflejo contrapuestos en sí: el reflejo de la danza, visible y movido, que recoge acaeceres de la vida y en el cual las impresiones que producen la acción y las que son producto de ella tienen que quedar por fuerza sin determinar; y una mímesis musical de dichas impresiones, que coincide totalmente con aquella otra, y en la cual los objetos quedan también necesariamente indeterminados. La posibilidad estética de la articulación de las dos artes está pues determinada por la mímesis. Decir que las dos se complementan y apoyan recíprocamente en el sentido indicado es expresarse sin mucha precisión. Más bien se trata de una fusión completa, en la cual el decurso temporal de las impresiones y su visibilización espacial y mímica constituyen una unidad inseparable. (Se entiende sin más que cuanto más simple y obvio es el contenido de la danza tanto más simple y «primitiva» puede ser la música; podemos imaginar en los tiempos arcaicos casos límite -que, por lo que yo sé, no se conocen de hecho-en los que la música se limite casi totalmente a una ordenación rítmica. Por otra parte, cuando el lenguaje mímico de la danza pierde contenido vital, se empobrece y se hace consiguientemente convencional, como en el tardío ballet cortesano, puede producirse una discrepancia de sentido opuesto: la indeterminada objetividad de la música se hace más movida, más dramática, más cargada emocionalmente que la objetividad determinada y dramática de la danza. Los problemas resultantes no pertenecen, empero, al campo de estas consideraciones.) 
Lo único que nos interesa es el hecho de que la música no puede cumplir sino como mímesis de la vida interior la función que le han asignado las circunstancias histórico-sociales de toda cultura incipiente. La tarea de la filosofía del arte consiste en descubrir las conexiones categoriales que se imponen en esa situación. Es claro sin más que la descrita función ordenadora de la música tiene que ser esencialmente temporal. La ordenación expresiva espacio-visual de los movimientos y los gestos de los sujetos que danzan es obra de la coreografía, pero está siempre sometida a la ordenación musical. Esta subordinación no es casual; como la mímesis de movimiento de la danza se encuentra al servicio del contenido emocional que hay que evocar, es natural que éste suministre el principio ordenador último de aquélla. De este modo un medio homogéneo espaciotemporal, el de la danza, queda dominado por otro que es puramente temporal, el de la música. (En el drama ya liberado de la música y convertido en puro arte de la palabra se producen para la representación escénica problemas muy diferentes, en los cuales la espacio-temporalidad vuelve a cobrar el predominio sobre la temporalidad pura: y luego también en la ópera, en la cual lo decisivo para el medio homogéneo no es la música en sí, sino una música ligada al canto hablado, la representación y la dirección de escena se encuentran con problemas completamente nuevos, muy pocas veces resueltos en la práctica y tampoco muy aclarados teoréticamente.) Estas relaciones y situaciones son relativamente fáciles de interpretar; la dificultad empieza cuando se trata de considerar la música misma como mímesis. Pero pensando en lo naturalmente que la Antigüedad, y toda la estética hasta la Ilustración, admitió el carácter de reflejo de la música, nos parece necesario considerar la moderna oposición a esa tesis desde el punto de vista de sus fundamentos filosóficos. Esto parece tanto más ventajoso cuanto que un análisis así es también adecuado para concretar la esencia general de la mímesis más de lo que ha sido posible hasta ahora, así como para aclarar más la naturaleza específica de la mímesis musical. 
Conocemos ya el primer motivo que aquí aparece: la suposición de que reflejo es fotocopia, de lo cual se infiere -pasando por alto lo infundado de esa suposición-la refutación del carácter mimético del arte en general y de la música en particular. Sin repetir aquí cosas ya dichas (pero sí remitiendo encarecidamente a ellas), podemos afirmar que esas argumentaciones se basan por lo general en la heterogeneidad entre el original y la refiguración, o sea, en nuestro caso, en el hecho de que por el lado objetivo se tienen determinadas vibraciones que es posible identificar matemáticamente con exactitud, y por el lado subjetivo, en cambio, percepciones auditivas e impresiones que las acompañan, que están vinculadas con ellas. Esta heterogeneidad inmediata es sin duda un hecho, manifiesto del modo más llamativo en las acciones directamente fisiológicas del mundo externo sobre los hombres. El color verde, con el que percibimos por ejemplo un bosque o un prado, carece sin duda de parecido directo con el complejo de vibraciones que lo desencadena. Esto movió ya al gran investigador Helmholtz a no ver en los colores más que meros «símbolos», es decir, signos convencionales que han resultado prácticamente eficaces, pero respecto de los cuales hay que subrayar la plena heterogeneidad entre la representación y lo representado. Esta afirmación yerra completamente el problema filosófico del reflejo. Pues independientemente de que este problema se conciba idealística o materialísticamente -o sea, ya se conciba la relación como establecida entre idea y refiguracíón, o como entre objeto material y refiguración-, ninguna doctrina del reflejo supone una unidad, una coincidencia sin resto, una homogeneidad monística, sino que la contraposición entre el original y su reproducción, su dualidad insuperable, es incluso el fundamento filosófico de toda teoría del conocimiento como reproducción. La inconsecuencia de Helmholtz -que es repetición de la de Kant en el problema de la cosa en sí-consiste en que, por una parte, no ve en las percepciones sensibles más que meros «símbolos», algo, pues, convencional, mientras que, por otra parte, las considera como efectos necesarios de los objetos en nosotros. Mas si el color verde aparece como reacción fisiológicamente necesaria a una determinada vibración, ¿qué otra cosa puede ser sino la refiguración de este fenómeno en el alma humana? 
La insostenibilidad de la sustitución positivista de la refiguración por signos convencionales se revela aún más claramente cuando se concibe el reflejo, en el sentido del materialismo dialéctico, como mera aproximación a un mundo objetivo infinito inagotable. Si la falta de «parecido» ya en la refiguración fisiológica inmediata no puede servir como contraprueba, lo podrá aún mucho menos en el proceso intelectual, mucho más mediado, del reflejo de la realidad objetiva. En otro lugar hemos tratado detalladamente los métodos desantropomorfizadores. Su esencia consiste en que se produce con ellos un instrumental físico e intelectual con cuya ayuda pueden reflejarse exactamente -o sea, en su Ser-en-sí-objetos, relaciones, conexiones, etc., que en principio son inaccesibles a las percepciones sensibles humanas. Por eso cuanto más plenamente se refleja su esencia, tanto menos puede presentarse la cuestión del «parecido» en sentido inmediato, aunque el criterio esencial tiene que consistir en la concordancia entre el modelo en sí y la refiguración reflejada. La debilidad de toda doctrina no dialéctica del reflejo cognoscitivo consiste en que no es capaz de captar la objetividad de la esencia, su existencia independiente de la consciencia. Nos hemos ocupado ya varias veces de esta cuestión. Aquí observaremos sólo que cuando se trata de reflejo de la esencia es aún más imposible hablar de «parecido» en el sentido aquí considerado que cuando se trata de percepciones sensibles inmediatas. 
Es claro que esa estructura general vale también -mutatis mutandis- para el reflejo antropomorfizador en el arte. El paso del sistema de señalización 1', antes detalladamente descrito, a una posición dominante es el fundamento psicológico de que al eliminarse el «parecido» de la refiguración con el estímulo inmediato y desencadenador, o sea, con el modelo inmediato, se produzca sin embargo un reflejo que capta la esencia de la existencia objetiva del género humano en el hombre, es decir, que reproduce uno de sus momentos esenciales. El problema del «parecido» experimenta entonces una agudización y una profundización dialécticas: la nueva inmediatez de la obra de arte, que supera y restablece la inmediatez de la vida cotidiana, aleja, por una parte, aquello a lo que da forma del «modelo» reproducido de la vida cotidiana, y hasta puede representar un mundo fantástico que, directamente considerado, no tenga modelo alguno en la vida. Por otra parte, precisamente eso permite acentuar mucho más y hacer evocador el «parecido» de lo artísticamente reflejado con los momentos esenciales de la evolución de la humanidad. Hemos hablado ya de la «desemejanza» del reflejo psicofisiológico inmediato con los hechos físicos que lo desencadenan. El reflejo artístico, mediante el desarrollo del sistema de señalización 1', no se separa, como el desantropomorfizador, de las refiguraciones humano-psicológicas inmediatas de la realidad objetiva, pero eleva esa refiguración, purificando sus elementos básicos, homogeneizándolos y ordenándolos según su importancia humana; así se produce la cualidad ele ese reflejo que ya hemos descrito con detalle; la unidad dialéctica, fecunda y contradictoria, del «parecido» y la «desemejanza» con el modelo real en el plano de la nueva inmediatez, inseparablemente unida con la adquisición de naturaleza evocadora de los momentos esenciales de la evolución de la especie humana; el «parecido» en la refiguración de esos rasgos se expresa precisamente en el hecho de que resultan inmediatamente vivenciables a través de grandes distancias espaciales y temporales. El carácter de reflejo que tiene todo arte -incluida la música- se hace aquí tangible al mismo tiempo que se recusa todo «parecido» directo: las grandes obras de arte que reflejan y dan forma a lo esencial despiertan y preservan ese elemento permanente de la vida de la especie, y no como algo universal y «atemporalmente» humano, sino como concreto momento evolutivo, junto con el concreto hic et nunc de su modo histórico de manifestación; mientras que el reflejo superficial -y por eso mismo, más «parecido,,-de momentos pasajeros del decurso histórico queda condenado a la incomprensión y al olvido. 
En el caso ahora estudiado había que tratar aún el carácter de reflejo de la música junto con el de las demás artes, aunque será evidente para cualquiera que la dialéctica del «parecido» cobra precisamente en la música su forma más aguda y llamativa. Pero nos acercamos más a su peculiaridad específica en cuanto que echamos una mirada al segundo prejuicio filosófico relevante de nuestra época: nos referimos al problema del tiempo. Su falsa comprensión actual está en lo esencial determinada por la epistemología kantiana. Como es sabido, Kant trata en la Estética trascendental el tiempo -y el espacio- aparte de los problemas de la captabilidad teorética de los objetos y, dentro de ese estrecho ámbito, como una aprioridad propia independiente de la sensibilidad humana, cuyos rasgos esenciales tienen consiguientemente que separarse con todo rigor de los del espacio. No hemos de detenernos aquí a repasar cómo las posteriores filosofías que arrancan de Bergson han hecho de esa rígida separación metafísica una contraposición hostil entre el espacio y el tiempo: nuestra polémica se dirige, en efecto, contra la tendencia general a desgarrar la copertenencia indestructible del espacio y el tiempo, y los matices de ese paso de la mera dualidad a una contraposición emotivamente cargada no ofrece nada esencial para el problema básico. Aduciremos las ideas esenciales de Kant que se refieren directamente a la cuestión que nos ocupa: «El tiempo no es más que la forma del sentido interno, esto es, de la intuición de nuestro yo y de nuestro estado interior. El tiempo no puede ser una determinación de fenómenos externos; no pertenece a ninguna forma ni situación, etc.: en cambio, determina la relación de las representaciones en nuestro estado interior». (11)
Al hablar de la misión desfetichizadora propia del arte hemos aludido a la inseparabilidad objetiva del espacio y el tiempo, y hemos intentado mostrar que esa estructura suya, independiente de la consciencia, que su realidad objetiva, en suma, ha de tener profundas consecuencias en su reflejo estético. En aquel contexto se trataba de establecer, frente a la concepción kantiana, la justificación interna de la intuición espontánea originaria que ve en todas partes el espacio y el tiempo como unidos y «poblados» por la materia en movimiento. La filosofía hegeliana ha dado un fundamento filosófico a ese sentimiento vital. Ya el hecho de que no estudie el espacio y el tiempo como aprioridades abstractas en la introducción a la epistemología, como hace Kant, sino en las consideraciones generales introductorias a la filosofía de la naturaleza, muestra cuál es el punctum saltans de la diferencia: el problema del tiempo no puede estudiarse razonablemente, de acuerdo con los hechos reales, si se lo separa de los del espacio, la materia y su movimiento. (Esto no excluye un tratamiento separado, objetivamente desantropomorfizador, de la peculiaridad ontológica del espacio y del tiempo, como hace N. Hartmann en su filosofía natural, tratamiento que es una importante defensa contra las tendencias subjetivizadoras de la física moderna. Pero el problema se sitúa entonces en un plano que no tiene que ver con las cuestiones aquí tratadas.) El tiempo puramente interior, aislado del espacio y de la materia en movimiento, es una abstracción fetichizada y fetichizadora que, como toda teoría de influencia amplia y duradera, tiene, naturalmente, sus raíces en el ser social de determinadas capas de la sociedad capitalista; pero esa fundamentación social no dice nada en favor de su concordancia con la realidad objetiva. Al contrario. El análisis detallado ele esa génesis social descubriría precisamente las bases de su deformación fetichizadora de la verdadera estructura del tiempo. El análisis de esta constelación, de considerable importancia para la concepción de la objetividad en el arte moderno, corresponde a la parte histórico-materialista de la estética. 
Aquí hay que volver a tocar el problema del tiempo sólo para acercarnos a la específica objetividad de la música. Desde este punto de vista la contraposición de Kant y Hegel arroja los dos contrastes siguientes, muy ligados el uno al otro: por una parte, el de tiempo objetivo o tiempo subjetivo; por otra parte, el de tiempo vacío, «recipiente», o tiempo objetivamente lleno, o sea, el contraste entre tiempo abstracto y tiempo concreto. La consecuencia inmediata de la actitud de influencia kantiana ante ambos dilemas lleva a una interioridad completamente «depurada» en la interpretación de las vivencias temporales. Así surge la concepción según la cual toda objetividad y hasta todo enfrentamiento de sujeto y objeto quedan superados, inexistentes; como si la objetividad de los objetos no pudiera surgir más que de la aprioridad del espacio (y de la actividad formadora del entendimiento y la razón). En el tiempo que, necesariamente (aunque Kant mismo no lo afirmara resueltamente) va identificándose con la vivencia temporal del sujeto, aparece entonces una fuerza fluyente cada vez más enigmática, un fluir en sí que se contrapone a nosotros y en el cual desaparece sin esperanza todo lo que en el instante vivido parecía tener existencia. El acento emocional acompañante puede ser luctuoso, como en el caso del joven Hoffmannsthal, o de entusiasmo que cree haber captado la verdadera esencia inmaterial del cosmos, como en el caso de Bergson: pero el hecho es siempre que el tiempo y la temporalidad se separan cada vez más del mundo material real y reciben un enfático acento de existencia separada e independiente en la subjetividad pura, en su fetichizada separación respecto del mundo circundante y en su contraste, también fetichizado, con éste. El pasar y morir, que se realiza necesariamente en el tiempo, se convierte en un abismo en el cual todos los objetos desaparecen sin dejar rastro o, a lo sumo, vegetan en una existencia de sombras, entre el ser y el no-ser, como en el Anteinfierno platónico, a través de una actividad puramente interna, y no menos enigmática, del sujeto, de la memoria, del recuerdo, o sea, de un modo puramente subjetivo, exclusivamente referido al sujeto. Así se produce, en unión con la concepción del tiempo como algo aislado y encerrado en el sujeto, una especie de solipsismo emocional. Se puede negar, con Hanslick, la conexión entre el sentimiento y la música; pero como un formalismo así arrebata todo «mundo» a la música, se produce en la receptividad sometida a esa influencia, como necesario correlato subjetivo de la «falta de mundo» del objeto, un sujeto solipsista cuya naturaleza -pese a todas las teorías de Hanslick -tiene que estar emocionalmente determinada por la música. 
La expresión extrema de esa subjetivización y desobjetivización del tiempo es en la teoría «un hermoso juego de las impresiones», y la música sin texto pertenece según él a la categoría de la belleza «pura» (no «adherente», no determinada objetivamente); según las palabras de Kant, pertenece a la misma categoría que «los dibujos a la greca», «las guirlandas»- y «los dibujos para empapelados». (12) En otros contextos hemos llamado la atención sobre el hecho de que en la teoría de Hanslick se obtiene de esos presupuestos una concepción de la música como «caleidoscopio sonoro». Esta concepción, absurda en sus versiones extremas, inquieta también a pensadores serios, que aspiran a objetividad. Por ejemplo, N. Hartmann se niega rotundamente a concebir la música como un «ajedrez de sonidos». Pero al concretar su concepción cae inconsecuentemente en el siguiente dilema: por una parte, determina el acto subjetivo del efecto de la música, muy a diferencia de la receptividad en las artes plásticas yen la literatura, diciendo «que la propia vida anímica queda absorbida en el movimiento de la obra musical y arrastrada por el modo de ese movimiento; este modo se le comunica y se convierte en movimiento propio de la vida anímica en el curso de la correalización del mismo. Con esto la relación objetiva se supera de hecho y se transforma en cosa distinta: la música penetra, por así decirlo, en el oyente y se le convierte, en el oír, en música propia». Por otra parte, para que la música no se le disuelva en un éxtasis sin contenido ni objeto, o en un formalismo no menos desprovisto de ambos, Hartmann tiene que llegar a la consecuencia: «A pesar de ello, la música sigue siendo objetiva». (13) El propio Hegel, cuya teoría del tiempo nos ha dado el estímulo decisivo para la resolución de este problema, sucumbe a veces en la Estética a la tentación de unificar conceptualmente lo puramente auditivo con una ausencia de objeto del comportamiento estético-musical, y hasta con su esencia estética. El que Hegel se aparte así de su propia concepción dialéctica del tiempo está íntimamente relacionado con su idealismo, que le mueve a renovar la tesis medieval según la cual el oído es «más ideal que la vista». Por eso dice de la música que en ella la distinción entre el sujeto que la goza y la obra objetiva no es firme y duradera, como en las artes figurativas, sino que «disipa, a la inversa, su existencia real [la existencia sensible del objeto] en un pasar y desaparecer inmediato y temporal de la misma... Por eso apresa la consciencia, no enfrentada ya con ningún objeto... ». (14) Afortunadamente, Hegel no es consecuente en esta cuestión y no lleva dicha concepción hasta sus absurdas consecuencias. 
Con todo, y como hemos indicado ya, su teoría de la copertenencia indestructible del espacio, el tiempo, la materia y el movimiento es el único camino que lleva a una correcta comprensión de la peculiaridad de la música. Pensemos -por recordar cosas ya dichas en la conexión entre la danza y la música. En sus observaciones introductorias a la física Hegel ha escrito: «El movimiento es el proceso, el paso de tiempo a espacio y a la inversa: la materia, en cambio, es la relación entre espacio y tiempo, como identidad en reposo»: (15) con esto fundamenta de un modo exacto el carácter espaciotemporal del ritmo, como también hemos dicho. La copertenencia de estas categorías determina ya la vida, cobra una figura más acusada en el trabajo, y su ulterior elaboración, practicada por la música, es sólo una intensificación -aunque cualitativa-de la constelación básica acertadamente captada por Hegel. Sólo en la geometría -y, consiguientemente, en el ornamento geométrico puede practicarse una abstracción que sea fecunda para la imagen del mundo, a saber: la posición de un espacio sin tiempo. Pero Hegel indica rectamente que esa abstracción no puede invertirse: no hay tiempo imaginable sin espacio, ni es posible una «geometría» del tiempo. (16) Ni siquiera la forma más abstracta del tiempo puede prescindir del espacio, la materia y el movimiento. Esto se manifiesta según Hegel en el hecho de que sus determinaciones son «la unidad del Ser y la Nada». Pasado, presente y futuro constituyen, por una parte, cada uno una unidad de esa contraposición, y, por otra parte, se distinguen uno de otro respecto del nacer y perecer. El mérito de Hegel consiste en haber subrayado en todas esas relaciones tanto la objetividad epistemológica cuanto la coseidad. «El pasado ha sido realmente corno historia universal, como acaeceres naturales, pero puesto bajo la determinación del No-ser, que se le añade», mientras que -filosóficamente-«en el futuro la primera determinación [es] el No-ser, y el Ser la posterior, aunque no en el sentido del tiempo». El presente es en esto -visto abstractamente sólo una «unidad negativa», mero Ahora; y en este sentido puede decirse: «Sólo el presente es; el Antes y el Después no son; pero el presente concreto es el resultado del pasado y está grávido de futuro». 
Al cerrar Hegel esta consideración con la frase «Por tanto, el verdadero presente es la eternidad», (17) la proposición suena a primera vista idealista hasta el extremo, casi mística. Pero ya en la vida se aprecia que sólo el levantarse del pasado y el futuro a presente puede convertir el En-sí en un Para-nosotros, proceso en el cual, naturalmente, lo No-ente, en su necesario ser-puesto, no puede alzarse sino Para-nosotros, no a un En-sí; por ello esa eternidad, críticamente considerada, aunque refleje adecuadamente una realidad objetiva y necesaria, no puede pasar de ser una categoría meramente subjetiva. Ese carácter de subjetividad necesariamente determinada por la esencia del objeto tiene que pasar también al reflejo artístico, especialmente al musical. Recordaremos nuestras anteriores consideraciones acerca del cuasiespacio musical, que caracterizamos en aquel contexto como algo también subjetivo. Pero tampoco estéticamente suprime esta naturaleza subjetiva del cuasiespacio musical (o poético) la objetividad de su validez. Pues, como mostramos en su momento, la copresencia de objetividades temporales separadas -y, por tanto, la superación o eliminación subjetiva del flujo temporal- es un presupuesto necesario de la acción de la obra de arte como unidad. Thomas Mann ha descrito ajustadamente la propiedad común de este acto en la música y la poesía: «Uno sostiene siempre la obra de arte como un todo, y aunque la filosofía estética insista en que la obra de la palabra y de la música, a diferencia de la del arte plástico, está constreñida al tiempo y a su sucesión, la verdad es que también aquélla aspira a existir entera en cada instante. En el comienzo viven ya el centro y el final, el pasado penetra el presente, e incluso en la concentración más intensa sobre el presente penetra ya la cura por lo futuro» (18) Así pues, la posición del cuasiespacio, como postulado del efecto estético, está plenamente justificada en su necesidad subjetiva. Lo que se trata es de comprender que tras esa postulación se encuentra también una necesidad material que la fundamenta: la naturaleza concreta y objetiva del tiempo mismo, que tiene que imponerse en su reflejo estético. Pensemos una vez más en lo que ha dicho Hegel acerca del presente y la eternidad, y en nuestra interpretación de esa tesis. Al trasformarse el presente, el pasado y el futuro conformados en la música -sin destruir su esencia originaria- en una copresencia vivenciada, se convierten efectivamente en una plenitud temporal, en su propia superación subjetiva. Pero como este acto no es más que un reflejo, una realización subjetiva de lo que se encuentra en sí en la esencia del tiempo concreto y objetivo -a saber, una copertenencia inseparable, entitativa, con el espacio y con la materia que se mueve en éste-, dicho acto pierde todo resto de arbitrariedad subjetivista. Esto ocurre plenamente en la música como mímesis de la mímesis (en el sentido de Píndaro y de la Antigüedad en general); en ella el mundo de las impresiones anímicas se separa del mundo externo objetivo que las desencadena para garantizar su pleno desarrollo, y esa referencia retroactiva formal y subjetiva a la estructura objetiva del mundo externo cobra el acento de una salvación de la interioridad auténtica, la cual llega a sí misma en la música para trasformar sus relaciones humanas en un cosmos de interioridad, no para prestar a la interioridad una vanidosa existencia narcisista que sólo aparentemente sería para sí. 
En eso va implícito algo que Hegel no dice, pero que constituye uno de los contenidos más esenciales de su filosofía: todo concreto decurso temporal es en última instancia de carácter histórico. La célebre sentencia heraclitea según la cual uno no puede bañarse dos veces en el mismo río, sólo parece paradójica por su abstracta formulación, por la abstracta conservación de un objeto abstracto y por la irrelevancia de la normal mutación de ese objeto para el sujeto. En realidad, esa sentencia expresa precisamente la esencia concreta del tiempo: el universal nacer y perecer de cada objetividad concreta, de cada relación objetiva y, al mismo tiempo que eso, en su consecuencia, por medio del reflejo de su decurso, el ser real -lo que se mantiene en el devenir-de cada subjetividad. El hundimiento del pasado en la Nada, el nacimiento de lo futuro a partir de la Nada, no es el modo adecuado de manifestación del tiempo más que al nivel de la abstracción más alta; esto lo ha visto Hegel muy acertadamente. En la concreta realidad objetiva se preserva ampliamente el ya-estar-conformado por el pasado, y el futuro está ya presente en el Ahora a través de muchos gérmenes, tendencias, conatos, etc. Con eso no se refuta la verdad abstracta acerca del tiempo, pues su irreversibilidad es inconmovible; lo pasado como tal se mantiene en su inmutable No-ser-ya; pero los objetos y las relaciones alterados por él siguen obrando y constituyen una componente imprescindible del presente de cada caso; también todas las sentencias que apuntan al futuro están separadas de su realización por un salto cualitativo. La dialéctica abstracta del Ser y la Nada se concreta así en la contradictoria unidad de la continuidad y la discontinuidad, de la persistencia en el cambio y la alteración en la persistencia. La continuidad debe concebirse ante todo en sentido objetivo, esto es: la alteración cualitativa que se consuma en la irreversibilidad del decurso temporal es una alteración del mundo objetivo que no necesita sujeto alguno para poseer ella un carácter histórico. El que las trasformaciones requieran a veces lapsos temporales tan dilatados que no pueden tomarse en consideración para la práctica humana, por lo que las situaciones objetivas cobran para ésta la apariencia de una «existencia eterna», no tiene nada que ver con la historicidad objetiva de todos los procesos temporales. Es, en efecto, característico de la historia en sentido estricto -la del género humano-el que muchas cosas valgan durante milenios como «eternas» y luego se les reconozca un origen histórico; el que la receptividad para el carácter histórico de las alteraciones, a veces meramente capilares, sea ella misma un producto de la historia, de la evolución histórico-social de la subjetividad. 
De ese trasfondo se destaca la verdadera naturaleza del reflejo de los procesos temporales en el arte. Hemos hablado ya de la situación especial de la ornamentística geométrica, y también de cómo se manifiesta esa situación en las artes figurativas de las cuestiones correspondientes específicas de la arquitectura. Si atendemos ahora a las artes en las cuales el reflejo directo de la temporalidad es un momento integrante de su medio homogéneo -a saber: la poesía y la música-, apreciaremos a primera vista su parentesco y su divergencia. La primera refleja el decurso temporal concreto y comotal precisamente en su historicidad, en su dialéctica objetiva del nacer y el perecer, de continuidad y discontinuidad, y de tal modo que siempre llegan a cobrar forma la realidad objetiva y sus reflejos subjetivos en la vida interior humana. Es sabido, y se ha dicho ya aquí varias veces, que las diferencias en cuanto al peso específico de cada una de esas componentes tienen una gran importancia para la diferenciación de los varios géneros poéticos. Por eso nos limitaremos a recordar brevemente -contra algunas teorías modernas-que la lírica no se diferencia en esto por ninguna razón de principio de los demás géneros poéticos: también en ella aparece el reflejo de la realidad en la viva interrelación de sus fuerzas motoras objetivas y subjetivas. La naturaleza específica del aspecto de reflejo en la lírica, por importante que sea para una teoría de los géneros literarios, no es decisiva para la presente consideración. Pues siempre se trata de un proceso unitario de refiguración -cuya homogeneidad es siempre diversa-de los factores subjetivos y objetivos de la realidad humana en sus concretas interacciones. Esto es: siempre se trata de reproducir poéticamente los hechos objetivos de la vida que desencadenan reflejos en la vida interior del hombre y las refiguraciones subjetivas producidas por ellos en la interioridad del hombre representado. Toda literatura da pues al mismo tiempo en los sujetos representados (y a veces como expresión directa del autor) las reproducciones de la realidad misma y las reproducciones de las reproducciones. Pero éstas se encuentran siempre puestas en el medio homogéneo de cada caso -de la épica, la lírica o la dramática-en aquella unidad inseparable, aunque contradictoria, que tienen que poseer sus originales en la vida misma de los hombres para poder consumar sus reacciones normales a las condiciones existenciales. Por no dejar nada importante suelto, aludiremos además al hecho, ya tratado, de que las artes figurativas no pueden dar forma -en sentido inmediato- ninguna reproducción de reproducciones; éstas no aparecen en ellas más que bajo la forma de objetividad indeterminada, desencadenada en el espectador por el reflejo del original real, aunque sin duda con necesidad estética dimanante de la conformación objetiva. 
Esa relación general entre la vida interior del hombre y el despliegue de su destino externo es lo que ofrece finalmente la posibilidad de determinar más precisamente que hasta ahora el lugar específico que ocupan los sentimientos y las impresiones. Pues aunque hay que mantener firmemente el principio de que también los sentimientos, como los demás elementos de la interioridad humana, nacen exclusivamente de la interacción del hombre con su mundo circundante y sólo en el marco de éste pueden influir eficazmente en su vida, sin embargo, hay que recordar con no menor insistencia que ocupan un lugar muy específico en el complejo total de la interioridad, que constituyen sin duda la parte más subjetiva de la psique humana. Eso no significa, desde luego, que la subjetividad se caracterice exclusivamente, ni siquiera predominantemente, por ellos. Ellos determinan sin duda en gran medida la atmósfera que rodea la personalidad, la específica cualidad que toda personalidad irradia en el tráfico con sus semejantes. Pero el ámbito de la individualidad es mucho más amplio que el mundo de los sentimientos y las impresiones; sus determinaciones últimas arraigan mucho más profundamente de lo que podrían meros sentimientos. En otros contextos nos hemos ocupado del hombre como ser en última instancia práctico; eso tiene como consecuencia necesaria el que también su destino interno dependa de decisiones cuyos resultados pueden a veces contradecir de modo tajante a sus precedentes sentimientos. Con eso no se pretende, ciertamente, afirmar que los sentimientos mismos no desempeñen frecuentemente un papel muy importante en la elaboración de tales decisiones; su papel, por el contrario, es a veces hasta decisivo; pero los impulsos directamente desencadenados por el ser social o por el núcleo personal son capaces de trasformar las acciones y el mundo mental del hombre (incluyendo sus tomas de posición en cuanto a concepción del mundo) de un modo mucho más radical de lo que podrían hacerlo sus sentimientos. Aunque sin duda hay que observar a este respecto que los sentimientos muestran en muchos de estos casos una intensa persistencia, esto es: pueden seguir funcionando más o menos plenamente de acuerdo con su antigua dinámica, aunque el hombre haya desarrollado ya en direcciones diametralmente contrapuestas su modo de vida, su posición en ella, sus convicciones, etc. Es evidente que el hecho tiene, entre otros, fundamentos fisiológicos. Pavlov, por ejemplo, llama la atención sobre el hecho de que en los perros a los que se ha extirpado la corteza cerebral deja de funcionar el primer sistema de señalización, mientras que el "fondo emocional» -como él dice-sigue activo. (19) Es claro que en la vida normal esa autonomía no es absoluta. Pero produce una extrema complicación de la interacción entre el mundo emocional y las demás formas anímicas de reacción del hombre al mundo externo. 
Si pasamos de esas funciones del mundo emocional en el equilibrio anímico de los hombres a la estructura interna del mismo, nos llama en seguida la atención la mayor laxitud de su vinculación objetiva, en comparación con otras formas de reacción. Desde la simple percepción hasta el pensamiento claro aparece una intención orientada a un determinado objeto; y, además, es esencial a toda actividad psíquica de este tipo una tendencia a captar con sus medios específicos la naturaleza real del objeto que la desencadena, al que se orienta: una tendencia a trasformar el En-sí de ese objeto en un Para-nosotros. Esa relación, naturalmente, es tanto más intensa cuanto más directamente está enlazada con los impulsos de la práctica, la acción. La relación es mucho más laxa e indeterminada en el caso de los sentimientos. Ello no significa en modo alguno que, por regla general, no estén desencadenados inmediatamente -yen última instancia siempre-por el mundo externo, ni que no sean reacciones a éste. Pero tales reacciones son siempre de carácter subjetivo en lo fundamental. Determinan mucho menos el Para-nosotros objetivo de la cosa que el comportamiento puramente personal, puramente subjetivo del hombre respecto de ella. Tienen además una amplia independencia relativa respecto del objeto y de sus cambiantes relaciones con el sujeto. Mientras que todos los modos prácticos de comportamiento respecto de la realidad -incluida la suspensión de la práctica directa-se determinan precisamente por esas interacciones vivas con el objeto, y se refuerzan, se debilitan, mantienen, modifican o abandonan el contenido y la dirección en el marco de esas interacciones y por ellas, en las relaciones de los sentimientos con la realidad, son perfectamente posibles tipos de movimiento cualitativamente diversos. El «¿y qué te importa a ti que yo te quiera?. es un modo de comportamiento estructuralmente característico de esta parte de la vida interior del hombre, aunque sin duda represente un caso límite excepcional. (El modelo que inspiró a Goethe al escribir esas palabra, el «amor dei intellectualis» de Spinoza, es precisamente un método para aferrarse inconmoviblemente en el conocimiento objetivo de la realidad a la finalidad gnoseológica, sin preocuparse por ninguna inclinación subjetiva. Es, pues, psicológicamente, lo contrario de la frase profunda y verdadera de Philine, porque esa frase se refiere al mundo de los sentimientos, mientras que el principio de Spinoza atiende al mundo de las ideas.) 
Es pues perfectamente posible que sentimientos desencadenados por un determinado acontecimiento del mundo externo se independicen luego de los posteriores efectos de ese mundo en el sujeto y lleven en éste una existencia propia, independiente de las demás impresiones del mundo externo, y hasta «nadando contra la corriente» en cierto sentido. Eso puede tener como consecuencia el que los estímulos externos cobren cada vez más el carácter de mera ocasión, y que la adecuación entre el agente desencadenador de los sentimientos y éstos mismos palidezca y hasta parezca desaparecer. Por eso los sentimientos y las impresiones son, en cuanto reflejos de la realidad, mucho más subjetivos y mucho más alejados de una tendencia aproximadora que todas las demás reacciones de los hombres. En los sentimientos predomina el momento de la reacción subjetiva, predominan las necesidades y las peculiaridades del sujeto receptor; esta circunstancia produce ya en la vida muchas veces casi una duplicación del proceso de reflejo. Lo que obra directamente no es tanto el sujeto cuanto su reflejo trasformador en la vida emocional del sujeto. Nos es imposible aquí estudiar de acuerdo con toda su riqueza de variaciones ese grupo de fenómenos. Por una parte, esa independización de la interioridad, del mundo emotivo, es uno de los típicos fenómenos de crecimiento de la cultura; por otra parte, si la tendencia llega a predominar intensamente, esa evolución llega a representar peligros serios precisamente para la vida interior del hombre. Así, pues, si bien el robustecimiento de tales movimientos propios de los sentimientos y las impresiones enriquece la vida interior de los hombres -sobre todo porque hace más amplias, profundas, graduadas y complicadas sus interrelaciones con el mundo circundante-, sin embargo, una relajación demasiado intensa de dichas relaciones puede dar lugar a que los mismos sentimientos acaben embarrancando sin ruta, y a que aquel movimiento se agite en el vacío. (Recuérdese la crítica del concepto de «alma hermosa» por Goethe y Hegel.) La problemática se agudiza aún cuando las diversas componentes de la totalidad y la unidad anímicas se separan fetichizadoramente, o hasta se contraponen unas a otras como potencias hostiles. 
De todo eso se desprende una componente más de la relación dialéctica entre la interioridad y la exterioridad, componente muy pocas veces considerada. Nos referimos al hecho de que esa misma interacción entre lo interno y lo externo, cuya fecundidad acabamos de ver, puede también inhibir el despliegue vivencial de las impresiones y los sentimientos como tales. Pues, al igual que las ideas, también las impresiones tienen su propia «lógica» (si se nos permite esta palabra), su propia dinámica evolutiva. Mas también la vida, con sus «exigencias del día» -siempre nacientes y en constante caducidad-, que despiertan impresiones, sentimientos e ideas llamados a servirlas, tiene una dinámica y una lógica sui generis, la cual inhibe y hasta impide muy frecuentemente la maduración de las ideas y los sentimientos de un sujeto hasta su consumación inmanente. Pero las diferencias cualitativas entre las ideas o pensamientos y los sentimientos en cuanto a referencia objetiva dan lugar a diferencias cualitativas también en esas interrelaciones entre la subjetividad y el mundo objetivo, según que sean sentimientos o ideas los que constituyan el momento decisivo de la reacción de la subjetividad a dicho mundo objetivo. En anteriores contextos hemos intentado mostrar que el hombre que vive socialmente se ve obligado a suspender las finalidades prácticas inmediatas con objeto de poder realizar hasta su extrema consecuencia el reflejo intelectual de la realidad, el despliegue de las ideas. El reflejo desantropomorfizador de la realidad abre este ámbito de juego para el pensamiento como fuerza reproductora del mundo, y una experiencia milenaria muestra que sólo por ese rodeo puede la práctica humana llegar a ser verdaderamente trasformadora. Pero también nuestra consideración de la actividad artística nos ha mostrado la presencia de un análogo alejamiento inmediato de la vida, y también con el resultado de poder servir mejor a dicha vida, porque mediante la suspensión de la vinculación a los contenidos y las formas de la cotidianidad el mundo de los hombres se convierte en forma y figura con una precisión posibilitada por el hecho de que el hombre consigue tomar posesión, en la obra de arte que es un para-sí, del mundo propio por él mismo producido y que es ahora un Para-nosotros estético. En todos estos casos -señaladamente en los de la práctica inmediata-se trata de procesos teleológicos en los cuales las ideas, las capacidades artísticas creadoras, las percepciones que están a su servicio, etc., tiene el papel de órgano, de instrumento para realizar el objetivo teleológico. Cuando se consigue, aquellas ideas, aquellas capacidades creadoras, etc., han conseguido su pleno despliegue vivencial : su consumación se encuentra en la obra conseguida, en la acción consumada; por distintas que éstas sean en todo otro respecto, desde el punto de vista que ahora nos ocupa se encuentran sometidas a las mismas leyes y a los mismos destinos. 
Muy diferente es la relación de los sentimientos y las impresiones con la realidad objetiva. Precisamente a consecuencia de su comportamiento y su relación, ya descritos, con la realidad, no tienen primariamente carácter teleológico: la trasposición en una realización por la práctica no pertenece necesariamente a su esencia. (Aunque. naturalmente, los sentimientos pueden dar nacimiento a pasiones; en otros contextos hemos hablado ya de las pasiones, de su elemento consciente y de su orientación a un cumplimiento mediante acciones teleológico-prácticas.) Así pues, mientras los sentimientos y las impresiones no se traspongan a una práctica de orientación teleológica, la vida externa del hombre -y, por regla general, también la interna-tiene que subordinarse a la dinámica y a la lógica de los acaecimientos de la realidad objetiva. La dinámica y la lógica propias de los sentimientos y las impresiones no pueden entonces desplegarse, quedan constantemente perturbadas en su desarrollo por las necesidades del mundo circundante, desviadas, reorientadas por otras vías, etc. Y hemos indicado ya -piénsese en la profunda problemática interna del «alma hermosas-e-que tampoco es una solución el retirarse del mundo externo, el encerrarse en la propia interioridad; esta conducta, por el contrario, da a los sentimientos direcciones falsas y contenidos inauténticas, y en la mayoría de los casos los condena a una esencial esterilidad incluso para el hombre que los vive. Aún más: una realización plena de un despliegue emocional sin intervención del mundo externo no puede tener lugar más que en formas patológicas, como trasfondo emocional de monomanías. Esta contradictoriedad muestra que se trata aquí de un hecho básico de la interacción entre la interioridad humana y la realización de la existencia humana en la vida; las contrapuestas fuerzas y tendencias, todas dotadas de la misma necesidad, no pueden llegar en la vida a equilibrio si no es excepcionalmente. Tales realizaciones son casos tan excepcionalmente límites que no tienen relevancia para la necesidad social general. El poeta Theodor Storm, tan sutilmente sensible que a veces puede dar en sensiblero, ha escrito: 
Aunque entierres lo que más quieras. Hay 
Que seguir viviendo; -y en la opresión del día,
 afirmando- tu yo, pronto vuelves a erguirte. 
Y Henrik Ibsen ofrece en su drama El pequeño Eyolf una estampa irónico-psicológica del hecho de que la constancia psicológica del dolor es imposible aunque se trate del dolor más sincero, el provocado por la pérdida del hijo único y profundizado aún por el aguijoneo de la conciencia. No son los demás los únicos que, por como pasión, intentan distraer al que sufre: de la interioridad misma brotan constantemente momentos inhibitorios del dolor. Así fracasa en la pieza de Ibsen el intento de Alfred Allmets de entregarse totalmente a su luto. En cierta ocasión dice a su hermana Asta, que está consolándole: [El hijo muerto] «se me ha ido del sentido y del pensamiento. Ni una sola vez le he visto mientras hablábamos. Todo el rato ha estado sumergido y olvidado». Luego lo dice más crasamente: «Antes de que llegaras me estaba retorciendo indeciblemente en mi desgarrador dolor... cuando me sorprendí preguntándome qué íbamos a comer a mediodía». Añadamos de nuevo, para evitar todo equívoco, que esa impotencia en que se encuentra la vida, su incapacidad para hacer que los sentimientos como tales puedan tener un total despliegue vivencial, no es, considerada con esa generalidad, ninguna limitación, ni en sentido social ni en un sentido universalmente humano, sino consecuencia necesaria de las únicas reacciones prácticas posibles del hombre a su mundo circundante. El hecho de que -como complemento de esa situación- exista realmente una tal necesidad de pleno cumplimiento de los sentimientos, el hecho de que su realización mimética enriquezca y profundice al hombre, muestran sin duda también que la mayoría de las formaciones sociales ponen obstáculos al desarrollo omnilateral del hombre, pero, sobre todo, que ese desarrollo omnilateral de las capacidades humanas requiere un instrumental producido por el hombre mismo y que complementa, amplía y profundiza su existencia natural. 
Veremos más adelante -como, por cierto, hemos podido ver ya a propósito de la oda pindárica- que la música nace de esa general necesidad social y humana, que, para satisfacerla, crea su específico y peculiar medio homogéneo y se constituye como arte en la forma de una mímesis doble. Esa necesidad se abre, ciertamente, paso también independientemente de la música, como muestra, por ejemplo, el uso, en otro tiempo tan difundido, de las plañideras, cuyos llantos y lamentos, estilísticamente basados (por así decirlo) en el desenfreno, eran una mímesis de las impresiones dolorosas, tal que el desencadenamiento de las impresiones imitadas no quedara perturbado por momentos inhibitorios externos ni internos. Así el despliegue total de las impresiones no tiene lugar inmediatamente en la vida misma, como reacción vivencial a los acontecimientos de ésta, sino reducido a la representación mimética, la cual -eliminando todo lo heterogéneo- se concentra única y exclusivamente en torno al correspondiente círculo emocional y desencadena sentimientos catárticos en el hombre que en la vida y por la vida era propiamente el sujeto de dichas vivencias. Hay que subrayar especialmente tres momentos que pueden aclarar la esencia de una mímesis tal. Primero, que en el caso de las plañideras se tiene siempre una mímesis de los sentimientos, no los sentimientos mismos, mímesis en la cual la «imitación» del acontecimiento, de los hechos mismos, se pone conscientemente en último término y casi desaparece. Segundo, que precisamente por esa razón el receptor, en el cual dicha representación desencadena descargas emocionales hasta la catarsis, sabe perfectamente que está en presencia de una refiguración de la realidad, y no de esta misma. Tercero, que no se tiene aquí ninguna identificación del receptor con la representación mimética; ésta desencadena en él sentimientos de intensidad y libertad mayores que la vida misma y que sus propias reacciones a ésta, y ello precisamente porque la representación objetiva esos sentimientos y tiende conscientemente a dirigir la corriente de sus impresiones en el sentido de la exacerbación, del despliegue vivencial pleno; el receptor se encuentra ante sus sentimientos como ante una objetivación plenamente determinada. 
El camino hacia la objetivación de las emociones humanas en su pureza y su autenticidad subjetivas se abre, como siempre, a partir de la esencia misma del material vital, aunque es claro que la plena objetivación no puede alcanzarse más que mediante un salto cualitativo. Ya hemos indicado que en los sentimientos y las emociones se encuentra muy frecuentemente una tendencia a la separación relativa respecto de las causas y las ocasiones que los despiertan: es una tendencia a reflejarse a sí mismos, la cual puede dar lugar a una espontánea mímesis de la mimesis. Desde el punto de vista de las necesidades que estamos analizando aquí, esa mímesis tiene que ser por fuerza estéril El mero nadar subjetivo en los propios sentimientos, su reflejo, conmovido o irónico, complacido o autodestructor, en el propio Yo, no puede alterar en nada esencial la estructura de las emociones y los sentimientos ni su relación con el mundo externo; por tanto, sus elementos miméticos no llevan más allá de la contradictoriedad básica. Las costumbres miméticas espontáneas, como la citada de las plañideras, pasan ya, según hemos visto, de la realidad a su re figuración, y abren así un ámbito de juego para el desencadenamiento irrefrenado, no inhibido, de los sentimientos sobre una base mimética. Pero esta solución no puede arbitrarse más que para sentimientos muy determinados, y nunca para todo su ámbito, el cual, en efecto, abraza todas las manifestaciones de la vida, las sociales igual que las privadas, las generales, típicas y recurrentes igual que las puramente individuales y en principio irrepetibles. Por otra parte, esa solución no puede ser eficaz más que a niveles primitivos. Porque -pese al predominio del desencadenamiento puro de los sentimientos-opera con el medio homogéneo de la expresión verbal, cuya evolución interna acarrea necesariamente el que los sentimientos y las emociones no se refiguren sólo según su estructura interna, sino también y precisamente según su interacción viva con la realidad objetiva, lo que quiere decir que ha de trasformarlos en poesía. Seguramente no hará falta insistir en lo importante que ha llegado a ser para la humanidad ese tipo de reflejo. Pero precisamente su fuerza le impide dar una solución al particular problema aquí planteado. 
Nos expresarnos sin duda de un modo aparentemente paradójico cuando buscamos el punto de partida filosófico para alcanzar lo más especial y propio de la música en una negatividad inmediata, a saber: en su objetividad radicalmente indeterminada respecto del mundo externo, tal como la hemos descrito ya. La totalidad intensiva, como fundamento de todo arte y de toda obra individual, se manifiesta ciertamente siempre de un modo sumamente positivo, conformador, creador de mundo. Pero no debe olvidarse que la posición, en cada caso, de una determinada clase de totalidad intensiva acarrea inevitablemente la negación absoluta y radical de una masa ilimitada de determinaciones propias de la realidad refigurada en sí, en cuanto ésta es una totalidad extensiva e intensiva. La frase de Spinoza frecuentemente citada, «omnis determinatio est negatia», vale también para la positividad de cada medio homogéneo. El hecho de que esto se manifieste del modo más llamativo en la música no significa que no tenga validez general para todas las artes. De este modo «niega» la escultura todas las interacciones del cuerpo conformado con su entorno; el cuerpo se yergue para sí, en un redondeo que lo consuma, basado puramente en sí mismo. Pero la expresión del hombre como ser corporal (y precisamente por eso y en eso como ser anímico-corporal) con una escala expresiva infinita que va de la hermosura armoniosa, en reposo en sí misma, hasta el pathos trágico de su Ser-para-sí, sería inimaginable sin esa despiadada exclusión de una serie ilimitada de determinaciones, por importantes que sean, de la realidad objetiva, eliminándolas del reino de la escultura; sólo gracias a la mutación de esa renuncia, ele esa negación, en positividad puede realizar la escultura su propia dimensión. Si se considera la naturaleza de cualquier arte, se llega inevitablemente a resultados parecidos; lo que pasa es que el contenido y el tipo de la negación y el contenido y el tipo de la positividad peculiar así producida son radicalmente distintos en cada arte. 
Esas consideraciones disuelven la aparente paradoja de nuestro punto de partida hasta hacer de ella mera apariencia. La notable simultaneidad de suma lejanía vital y suma proximidad vital, que es propia de la música, se aclara así por sí misma. Pues su lejanía respecto de la vida, el hecho de que su medio homogéneo no tenga inmediatamente nada que ver con la realidad objetiva dada y que, por tanto, no aparezca siquiera inmediatamente como mimesis suya, se funde por sí mismo con su proximidad a la vida, con cl hecho de que aparentemente enuncia sin mediación alguna la esencia más subjetiva e interna del hombre; todo eso queda claro si se parte de la indicada negación como determinación. El medio homogéneo de la música puede expresar los sentimientos y las emociones de los hombres con una plenitud sin inhibiciones, con una pureza sin enturbiar, precisamente porque libera la mímesis de la realidad, que a menudo tiene lugar espontáneamente en los sentimientos, de toda su ambigua vinculación a los objetos; la música practica esa radical depuración mediante la posición de una nueva mímesis que duplica aquella otra espontánea. En la mímesis duplicada, en el medio homogéneo, así producido, de los sonidos, los sentimientos y las emociones refigurados pierden, mediante la objetividad indeterminada, toda vinculación a cosas externas, y pueden desplegarse plenamente de acuerdo con su propia lógica y su propia dinámica; pero, al mismo tiempo, la verdad del modelo vital reflejado se mantiene totalmente preservada en la formación mimética y hasta cobra en ella posibilidades de cumplimiento que le serían necesariamente inaccesibles en la vida misma. Se produce incluso la situación, también aparentemente paradójica, de que precisamente lo que en la vida misma era el punto más débil de un comportamiento -la oscilante relación de los sentimientos y las emociones con el mundo objetivo- se convierte en la mimesis, como objetividad indeterminada, en el fundamento de una máxima capacidad evocadora del material vital elaborado miméticarnente. Tampoco esto es ninguna novedad absoluta para la filosofía del arte. Todo el mundo sabe que la mezcla, aparentemente inextricable, de lo casual y lo necesario es uno de los grandes obstáculos puestos a una satisfactoria orientación intelectual en el mundo, y aún más a la domesticidad vivencial en él. Ahora bien: la tragedia, con la eliminación del azar, y la narración clásica, con el dominio del azar, producen medios homogéneos en los cuales el reflejo veraz de la realidad ofrece miméticamente en cada caso un mundo con sentido para el hombre, un mundo intelectual y anímicamente doméstico. Al igual que antes con el ejemplo de la escultura, también aquí puede verse sin dificultad que la mimesis dúplice de la música, la refiguración de los sentimientos y las emociones que refiguran la realidad, no se separa por su estructura básica de los demás tipos de reflejo estético, y aun menos, por tanto, se contrapone a ellos de modo excluyente. En ella se revela una relación del todo única del hombre con la realidad, como conformación mimética muy peculiar, yeso la diferencia vivencialmente, con concreción estética, de todas las demás artes; pero eso ocurre partiendo de principios que, por 'sus fundamentos generales últimos, son comunes a todas las artes creadoras de mundo. 
La música se constituye como arte independiente cuando esa mímesis de las emociones desencadenadas por la vida, cuando esa refiguración de una refiguración se hace capaz de dar forma a su objeto propio según su más íntima estructura propia, o sea, desprendido de la vinculación directa a la ocasión que lo provocó en la vida. Ese desprendimiento no puede entenderse más que contemplándolo en sus absolutez y relatividad simultáneas. Es absoluto porque la música produce un propio «lenguaje» (en el sentido indicado al estudiar el sistema de señalización 1'), cuya univocidad, cuya capacidad de reflejar y cuya intensidad expresiva se basan en que los «signos» para la reproducción de objetos concretos de la vida han desaparecido de él o, por lo menos, se han debilitado al máximo. La situación externa e interna de las emociones en la vida anímica del hombre real que actúa en la práctica, del hombre entero real y existente (tema al que ya hemos dedicado algunas descripciones), muestra claramente que su despliegue vivencial completo no puede realizarse sino en un medio, por medio de un «lenguaje», que no se limite a superar concretamente en cada caso los obstáculos, sino que empiece por establecer que son inexistentes en su ámbito. Por absoluto que sea ese aspecto ordenador de la refiguración de las refiguraciones, el aspecto de contenido de este complejo no puede separarse de la vida sino relativamente, igual en el todo que en el detalle. Recuérdese lo que dijimos acerca de la música al estudiar la categoría de la particularidad. Describimos entonces la trasformación necesaria de las impresiones despertadas por la realidad y que la reflejan; en esas impresiones, como acabamos de ver, se extirpa el hic et nunc de su agente desencadenador y, con ello, su concreto ser-así, personal y biográfico, si se admite esta expresión, con lo que desaparecen de este «lenguaje» las notas específicas de la singularidad; y notamos también que, como no puede tener carácter verbal -ni siquiera cuando la música, o ya el lamento de las plañideras, se recoge con palabras-, ese lenguaje pierde todo lo que determina objetos en sentido conceptual. El «lenguaje» se trasforma en un complejo de elementos constructivos de la atmósfera tonal de cada caso: falta en él aquella formulación inequívoca, aquel redondeo hacia «arriba» que se expresa por la categoría de la generalidad. 
A pesar de todo ello, ese «lenguaje» no es desdibujado, ni tampoco es un inarticulado tartamudeo de meras explosiones emocionales. La particularidad se yergue como generalización manifiesta por encima de todo lo particular y, mediante esa generalización, tiende a destacar los rasgos típicos de todo fenómeno particular; desde este punto de vista, la música se distingue de las demás artes en que éstas representan lo típico en una conexión unitaria, junto con los detalles (cuidadosamente seleccionados cuando la composición es acertada), mientras que en la música lo típico cobra forma como tal, sin penetrar en la esfera de las singularidades o detalles. Por otra parte, no es necesario en la música -como lo es, en cambio y ante todo, en la poesía-que la generalidad se concrete en particularidad mediante un específico proceso de estilización, sino que la particularidad representa ya el estadio más alto de aparición de toda generalidad en ella. De este modo la refiguración musical de las emociones (refiguración de refiguraciones) se individualiza en el sentido más concreto, tanto respecto de la naturaleza del todo en el cual se expresa el concreto ser-así en el despliegue de una evolución emocional, cuanto por lo que hace a las partes, a los momentos, los cuales, ciertamente, se han liberado de la objetividad determinada de la ocasión que los provoca, pero que de todos modos preservan en sí sus específicas consecuencias emocionales completamente intactas, e incluso levantadas mediante la tipificación a un nivel superior de individualización. 
Lo que precede basta para describir los contornos del medio homogéneo de la música de un modo groseramente general. Las demás artes reflejan inmediatamente la concreta objetividad del mundo externo y el mundo interno humanos, y las concretas formas de objetividad así conseguidas -y relevantes desde el punto de vista del arte de que se trate-se homogeneizan en composiciones unitarias en las que se expresa el funcionamiento orientador, suscitador de evocaciones, de las formas estéticamente creadoras. En cambio, el medio homogéneo de la música se limita estrictamente a ese papel orientador, evocador. Como no descubre ni realiza las posibilidades orientadoras-evocativas presentes en las concretas formas objetivas de la vida, sino que purifica y levanta hasta lo artístico un material anímico ya en sí evocador por naturaleza, y sólo preexistente como medio de evocación, se produce muy fácilmente la serie de erradas concepciones, ya estudiadas, sobre la «esencia» de la música, tanto las que se basan en la subjetividad -casi mística-"pura» y sin objeto de su acción, como las que subrayan su carácter puramente formal. Ya hemos refutado ambos tipos de concepciones; observaremos aún, acerca de la primera, que cuando surgen, por ejemplo, recuerdos de emociones pasadas, es decir, cuando el sujeto se hace presente refiguraciones de refiguraciones -aunque no sea en sentido estético-, es difícil afirmar que esas refiguraciones no sean efectivamente objetos ante el sujeto. Acerca de la segunda serie de falsas concepciones hemos dicho ahora mismo lo esencial, al subrayar las específicas particularidades del medio homogéneo de la música. Añadamos lo siguiente: como las emociones refiguradas por la música, trasformadas en música, tienen que llevar a su nueva forma de existencia su contenido propio -precisamente en cuanto rasgo básico de su peculiaridad cualitativa-, y como esa nueva existencia no puede ser eficaz sino mediante el pleno despliegue compositivo de dicha peculiaridad, hay que reconocer también en la música la prioridad del contenido respecto de la forma, ya reconocida en las demás artes: esto es, el hecho de que la forma es forma de un contenido determinado. Con eso se resuelve la objeción, acaso suscitada de que el peculiar y puro carácter de cumplimiento de las dúplices refiguraciones de emociones signifique la aproblematicidad de su naturaleza y de sus vinculaciones. Es verdad que las emociones captadas mimético-musicalmente se separan de las ocasiones reales que las desencadenan, trasforman los objetos a los que se referían en una objetividad indeterminada y aniquilan todas las inhibiciones y todos los obstáculos que impedían su despliegue en la vida; pero esa trasformación no suprime su naturaleza, su ser-así formado por la realidad, ni tampoco anula los problemas internos que surgen de sus relaciones recíprocas. Sólo así puede el cumplimiento producido por el medio homogéneo de la música llegar a ser un verdadero cumplimiento, un principio creador de «mundo». Desde luego que vivenciamos frecuentemente el flujo irresistible de auténticas emociones, como, por ejemplo, en la obra de Bach o en la de Handel: pero no pocas veces oímos también roturas, reservas, conflictos, etc.: en las sonatas de Beethoven, por ejemplo. y ambas cosas, medidas con los criterios de la vida, son cumplimiento puro. La historicidad de los principios constructivos de las formaciones musicales, que con tanta frecuencia se describen de un modo puramente formal, se debe precisamente a esa dinámica interna, determinada histórico socialmente, de su material emotivo. El conocimiento de las conexiones resultantes muestra el camino que lleva a la comprensión histórica de cada estructura musical y la vía que permite llegar a su correcta estimación estética. 
Con eso afirmamos el carácter resueltamente histórico de la música tanto desde el punto de vista del contenido cuanto en la perspectiva de la forma. El hecho en sí ha llegado a ser en nuestros días un dato obvio e innegable. Pues hoy conocemos ya sistemas musicales antiguos, orientales, folklóricos, etc., cualitativamente diversos de los nuestros, mientras que, con la vivencia de la música atonal, hemos sido contemporáneos del nacimiento de un sistema nuevo. y aquí -exactamente igual que en las demás artes-un sistema no supera y suprime los demás, al modo como en la ciencia una teoría más adecuada elimina otra falsa o menos suficiente; sino que las auténticas obras de arte de cada sistema tonal conservan su plena vigencia estética. El que la obra aparezca como signo de una época determinada, de una determinada situación histórico-social, el que todos sus detalles -no sólo los de su génesis, sino también los de su eficacia-estén sometidos a dicho cambio, inserta a la música, desde otro punto de vista y sin alterar su naturaleza específica, en la serie de las demás artes. Ha escrito Adorno: «La tesis de una tendencia histórica de los medios musicales contradice la concepción tradicional del material de la música. El material se define por la tradición de un modo físico, a lo sumo acústico-psicológico, como quintaesencia de los sonidos eternamente a disposición del compositor. Pero el material compositivo difiere tanto de eso cuanto difiere el lenguaje de su reserva sonora. No sólo se estrecha o amplía el material en el curso de la historia. Todos sus rasgos específicos son signos del proceso histórico. Y llevan tanto más plenamente la necesidad histórica consigo cuanto menos inmediatamente son legibles como caracteres históricos. En el momento en que se hace imposible oírle a un acorde su expresión histórica, ese acorde exige que cuanto le rodea tenga en cuenta sus implicaciones históricas. Éstas se han convertido en naturaleza suya. El sentido de los medios musicales no se agota en su génesis, pero es inseparable de ella». (20)  Podrían aducirse aquí ejemplos sin número; nos limitaremos a un caso aportado por Ernst Bloch: « ... así, por ejemplo, el brillante, duro y disminuido acorde de séptima -que en un tiempo fue nuevo, tenía efectos desconocidos y podía estar, por ello, en la obra de los clásicos, en el lugar del dolor, la cólera, la excitación y de todo sentimiento violento-, ahora, una vez pasado el radicalismo, se ha hundido insalvablemente en la música de entretenimiento, como expresión sentimental de asuntos sentimentales. (21) 
Así pues, la interioridad objetivada por el medio homogéneo de apariencia meramente formal, para hacer de ella un despertar de evocaciones, una apariencia audible, es un «mundo», una totalidad intensiva que abraza a su manera y lleva a forma todo lo que en las interacciones del hombre con su mundo circundante es relevante para ella, para su pleno despliegue y su redondeo; así esa interioridad llega a tener una sustantividad propia, y a ser una fuerza eficaz en la vida social de los hombres. Ya hemos aludido a la contradicción dialéctica que se encuentra y obra en esa autonomía de las potencias internas del hombre. La hipóstasis de la interioridad en una existencia independiente del ser material del hombre es el tema permanente de la mayoría de las religiones. Sin entrar aquí siquiera en la problemática de un «alma» así imaginada, como sustancia propia, para-sí, tenemos que recordar de nuevo que lo que llamamos interioridad o alma (sin comillas), cuya real importancia en la vida individual y social de los hombres nadie negará, es un producto de la evolución histórico-social. Ya la mera capacidad que tiene el hombre de poner como relaciones entre sujeto y objeto sus relaciones con el mundo circundante, con todas sus determinaciones y sus interacciones, es, como hemos visto, resultado del trabajo. Los movimientos, varias veces descritos aquí, hacia un aumento de la importancia del factor subjetivo, hacia su independización en la interioridad, son una consecuencia de las tareas, cada vez más complicadas, puestas a cada individuo humano por la evolución histórico-social. Recordaremos sólo nuestras consideraciones acerca del papel del tacto en el tráfico humano; pero también funciones sociales más importantes -como, por ejemplo, el paso a primer plano de las reacciones morales y éticas y la eliminación de su regulación «obvia» por las costumbres- muestran lo resueltamente que la ampliación, la profundización, etc., de la vida interior se convierten en un importante problema social, la importancia que cobra su desarrollo también desde el punto de vista social. Basta con recordar el papel que ha tenido este complejo nocional en la cultura griega, en el pensamiento de Sócrates, de Platón, de Aristóteles. Y no es casual que en la pedagogía ética de los griegos, en la educación del hombre, hecho ya individualidad, como ciudadano, se concediera una gran importancia a la música como factor educativo. Aunque Platón y Aristóteles adopten en importantes cuestiones de este tipo posiciones diametralmente contrapuestas, el hecho es que no hay discrepancia alguna entre ellos por 10 que hace a la importancia de la música para la pedagogía social. Ese acuerdo, sobre el trasfondo de todas las demás contraposiciones filosóficas y sociales entre los dos pensadores, se basa en que ambos conciben la música como mímesis de las emociones humanas, y esperan de ella -igual que de la poesía-efectos catárticos sobre el ethos del futuro ciudadano realmente activo. 
Con esto el efecto desencadenado por la mímesis musical -efecto que en los comienzos de la evolución, en el período mágico, no era más que un subproducto (más o menos previsto y buscado) de la mímesis como hechizo- pasa a ser una cuestión central: parece haberse consumado la génesis de la música como arte sustantivo. Decimos que parece porque, a tenor de los conocimientos que tenemos, esa historia contiene aún saltos cualitativos, particularmente el salto que separa la música de los últimos siglos, en cuanto música del todo independiente, de la de todo estado anterior. El hecho de que sólo la música moderna haya producido un arte instrumental totalmente basado en sí mismo y desconocido en general por las etapas anteriores es, en nuestra opinión, una consecuencia de la nueva situación, no idéntico sin más con esta misma. Pues, por una parte, sigue habiendo incluso en los tiempos más recientes una música grande que no pretende en absoluto obrar por sí misma, sino que se apoya, con toda consciencia y como en los tiempos iniciales, en la palabra y en el movimiento; y, por otra parte -como indica la frase de Píndaro antes citada-, seguramente se llegó muy pronto a «imitaciones» puramente musicales de emociones, imitaciones que no necesitaban el apoyo aclarador del sentido concreto y expreso en el lenguaje o en los gestos, sino que podían representar por sí mismas una mímesis significativa de las emociones. (Pronto nos ocuparemos del problema contenido en eso.) Por mucho que se pretenda rebajar esta contraposición a proposiciones cuantitativas y por muchas transiciones históricas que se descubran, el hecho es que el salto cualitativo existe; pero no hay que buscar su fundamento en la evolución inmanente de los medios de expresión musical y de sus modos de evocación, sino en el cambio del objeto último de la mímesis musical, en el cambio de la interioridad humana. 
Éste no es, ciertamente, el lugar adecuado ni siquiera para esbozar esa evolución; por otra parte, el autor tiene plena consciencia de su falta de competencia especializada en esta cuestión. La historia nos enseña que la evolución histórica «libera» en cierto sentido, de formación en formación y con velocidad acelerada, la interioridad humana; esto es: se producen a niveles cada vez más altos relaciones económico-sociales, vinculaciones y relaciones estatales y clasistas, etc., que imponen la realización de la acción de los hombres, determinada por el ser social, en la forma de decisiones y resoluciones individuales. No es que disminuya la necesidad de las determinaciones sociales, sino que se altera su funcionamiento directo, esto es: aquella necesidad toma por una parte -y vista desde el individuo- cada vez más la forma de una libertad, carga responsabilidades en los hombros del individuo como tal, las cuales eran necesariamente desconocidas en anteriores estadios; y, por otra parte, la necesidad aparece de modo mucho más abstracto que en épocas anteriores, lo cual suscita a menudo ilusiones acerca de una mayor libertad, cuando objetivamente la constricción y la vinculación han aumentado. Pero, de todos modos, la forma concreta de imponerse la necesidad social amplía el ámbito de juego disponible para el despliegue de la interioridad, pues el individuo humano en acción parece guiado de modo más intensamente inmediato por iniciativas propias. Basta pensar en una ciudad medieval, con sus constricciones gremiales, la regulación de las tasas y los precios, etc., y compararla con el mercado capitalista, para apreciar ese desplazamiento cualitativo ocurrido en la estructura de la actividad humana, y para entenderlo como movimiento en el sentido de una subjetividad desplegada. No hace falta hablar de los aspectos puramente ideológicos de esa evolución, los cuales son universalmente conocidos. La Reforma y las luchas ideológicas por ella desencadenadas, la religiosidad de sectas, etc., muestran ya como fenómenos masivos tendencias que antes aparecían a lo sumo esporádicamente. 
Ya Schiller ha basado en eso una contraposición entre el arte antiguo y el moderno; la contraposición cobra forma más desarrollada en los escritos del joven Friedrich Schlegel, en las estéticas de Schelling y Solger, y Hegel la codifica al final estéticamente con el concepto de arte romántico. La música (Hegel considera sólo la moderna) presenta entonces, junto con la pintura, la característica de arte típico del período romántico, o sea, de la Edad Moderna. Ya hemos indicado -y tendremos que volver a hacerlo al hablar de la arquitectura-que la directa correlación hegeliana entre determinadas artes y singulares estadios evolutivos históricos es una construcción idealista que, al mismo tiempo que descubre algunas importantes conexiones, produce una gran confusión en el conocimiento de la real evolución de las artes. Lo que Hegel quiere decir en última instancia -que determinados períodos ponen a determinadas artes en una posición dominante y que el papel histórico social de dichas artes les abre a ellas mismas determinadas posibilidades de superior despliegue-es una idea acertada y profunda; pero, inserta en la construcción arquitectónica de un sistema idealista, esa concepción tiene por fuerza que violentar intelectualmente el real decurso histórico. Así ocurre ya en la cuestión de la música y la pintura como artes románticos. En el caso de la música, se desprecia con esa afirmación la anterior evolución milenaria; en el de la pintura se ignora totalmente el salto cualitativo que separa la medieval de la moderna. Nos detendremos un momento ante esta última cuestión, sólo con objeto de iluminar mejor y con otro ángulo la independización de la interioridad que se expresa en aquel salto y que es decisiva para la música moderna. Pues también en la Edad Media fue la pintura una de las artes dominantes. Mas el motivo oficial de ese predominio -y la razón del mecenazgo eclesiástico- es que se vio en la pintura un medio para convencer de la verdad de la religión a los analfabetos, o sea, a la aplastante mayoría de la población. (22) 
Con el Renacimiento se produce un cambio funcional en las necesidades sociales satisfechas por la pintura. Ese cambio puede apreciarse del modo más llamativo en Venecia. Berenson ha dicho acertadamente que «en el siglo XVI la pintura ocupaba en la vida del veneciano más o menos el lugar que ocupa la música en la nuestra» (23)  No vamos a estudiar aquí esa evolución, ni la orientación de la pintura hacia lo representativo durante el alto Renacimiento, el manierismo y el barroco -la línea, por ejemplo, que va de las estancias de Rafael hasta Rubens, con un cambio profundo del contenido y de los medios expresivos. Pero había que aludir al menos a ese cambio de la misión social porque sólo en ese marco puede entenderse adecuadamente la novedad específica de la interioridad que se abre paso explosivamente en la pintura. Nos referimos al nuevo mundo emocional y, con él, al nuevo modo expresivo que -de modo propio en cada artista-aparece con Tintoretto, El Greco, Rembrandt. El que esta gran pintura que encarnaba las principales tendencias de la época no llegara a dominar oficialmente se debe a las luchas de clase de la época, en la cual han triunfado temporalmente la monarquía absoluta y la Contrarreforma que se apoyaba en ella y, por tanto, en el estadio evolutivo propio del capitalismo de entonces. Es claro que estas fuerzas, precisamente por su constelación en la lucha, representan también, frente a la Edad Media, una intensificación de la interioridad independizada, pero de un modo cuidadosa y refinadamente canalizado; mientras que los citados pintores, socialmente outsiders, representan la nueva interioridad en su forma pura. Tampoco podemos detenernos ante estas interesantes contraposiciones. Recordemos sólo de paso que Pietro Aretino ha denunciado al Miguel Angel tardío -punto de arranque de toda la nueva interioridad en las artes plásticas-diciendo que la libertad que se tomaba el artista podía dar apoyo al escándalo de los luteranos. (24)
Es significativo que Romain Rolland añada a ese hecho la siguiente observación: esa forma de represión de una interioridad abiertamente manifiesta en su contenido ha sido favorable al incipiente florecimiento de la música, Esa afirmación se basa en la síntesis de univocidad emocional e incógnito intelectual (dentro de lo posible) que es característica de la música y consigue evitarle rodeos, callejones sin salida, compromisos y choques trágicos incluso en los casos en que tales dificultades son inevitables para la poesía o las artes plásticas. (Piénsese en el destino de Rembrandt.) Por eso la música más profunda puede perfectamente ser compatible con una ejecución cortesana y ceremonial sin que se perjudique su punto central, la expresión pura de la interioridad. y por eso puede también combinarse con una religiosidad que en sí misma esté ya momificada, y hacerlo sin perder nada de su interioridad, sin trivializarse por culpa de esa unión, porque la música -y sólo ella-es capaz de apelar directamente al contenido emocional de los textos auténticamente religiosos y levantar su sentido a la altura de la mejor subjetividad de su época, sin que la discrepancia evidente se convierta en blasfemia abierta o disimulada (como, en cambio, ocurre en la Crucifixión de Brueghel), y sin que la nueva interpretación, la reinterpretación de los sentimientos religiosos por una interioridad adogmática y ateológica, encierre inevitablemente al artista en un aislamiento respecto de su época, como le ocurrió al Rembrandt viejo. Esta situación tan favorable para la nueva música se produce porque la grandeza específica y la específica limitación de su modo expresivo -limitación que no lesiona en absoluto su carácter de «mundo»-convergen, gracias al favor de las circunstancias histórico-sociales, con las necesidades más profundas del período, y tanto más intensamente cuanto mayor es la energía con la cual la música consigue desplegar sus medios expresivos ele la interioridad ya independiente. Así pues, la tarea social no sólo favorece la nueva tendencia de un modo genérico, sino que tiende además en sus efectos a reforzar sus rasgos específicos innovadores. Pues lo que en ese momento histórico aparece por vez primera en la escena ele mundo es la interioridad humana como «mundo» para sí, como cosmos cerrado en sí mismo, cuyo contenido abarca todo lo que, desde el mundo externo, pone en movimiento a los hombres, todo aquello con lo que el hombre responde a las preguntas dirigidas a su ser, todas las preguntas que él mismo plantea al mundo, todas las victorias de su alma sobre ese mundo y todas sus derrotas ante él. Es obvio sin más que en esa situación tienen que reforzarse constantemente los reflejos emocionales y, por tanto, las posibilidades de conformación musical de los aspectos intelectuales o de pensamiento de la vida humana. No por ello se «intelectualiza» la música, pero su mundo se amplía y profundiza. El cosmos de impresiones al que ella da forma abarca realmente todo lo que existe y obra en la interioridad humana. La peculiaridad de ese cosmos consiste en que se convierte en un "mundo» en la medida en que disuelve el mundo objetivo, o, por mejor decir: ese mundo objetivo, con todas sus huellas -las más finas igual que las más brutales, las más sublimes igual que las más deformadas-se encuentra presente en todas partes y en ninguna. Esta contradicción no es ningún «misterio», sino simple expresión de que la música se ha encontrado a sí misma como mímesis de una mímesis: expresión del hecho de que la música se ha constituido como Ser-para-sí. 
Esa constitución en forma no puede nacer más que comoresultado de muy profundas necesidades histórico-sociales, y sólo cuando es capaz de presentarse como el modo decisivo de satisfacción de dichas necesidades. Hemos aludido ya a la tendencia común en la sociedad y también en las demás artes. Presentaremos ahora un fenómeno análogo sólo con objeto de iluminar la naturaleza específica de la música; estamos pensando en el Quijote. Lo nuevo de esa novela, desde el punto de vista de la literatura universal, es que en ella se contrapone por vez primera, en autónoma hostilidad, la interioridad humana al mundo externo. Sin duda se da ya antes de la aparición del Quijote, en comparación con la Antigüedad, un constante crecimiento del poder y la importancia de la interioridad humana; así ocurre desde Dante hasta Ariosto. Pero hasta Cervantes lo que aumentaba era sólo el peso especifico de la interioridad humana en el seno de un contexto indesgarrable de hombre y mundo circundante. La novedad revolucionaria de Cervantes consiste en que su personaje construye en su interior un «mundo» entero y lo contrapone combativamente al mundo externo: después de cada inevitable derrota fáctica, Don Quijote consigue insertar al victorioso enemigo en el mundo interior por él creado, hacer de aquél un elemento de la propia interioridad firmemente articulada. Es claro que la lucha termina con la catástrofe del Caballero de la Triste Figura, el cual abandona al final su «sistema insensato» y se somete como hombre normal a la normal realidad. Pero no se olvide aquella melancolía, aquel conmovido lamento catártico con el cual el lector se ve obligado a registrar la «curación» del héroe. Sin duda el quedar encerrado en la mera interioridad es en sí mismo y en última instancia la psicología de la locura. Pero la tragicomedia de Don Quijote es tan profunda porque en ella se miden y pesan con toda exactitud la razón y la sinrazón de la interioridad: si la negación del nuevo mundo, aniquilador de la caballería por parte del héroe cervantino no estuviera -pese a toda locura-profundamente justificada, la humanidad no estaría obligada a preservar como herencia inalienable, en el camino de su renovación, la falta de fe de Don Quijote en la justificación del mundo nuevo, y Don Quijote sería simplemente un loco. Pero, tal como son las cosas, en Don Quijote se encarna la justificación de determinadas formas de interioridad frente al simple y externo decurso histórico. Victrix causa diis placuit, sed victa Catoni. Piénsese también en cómo la estructura totalmente nueva creada por Cervantes penetra en la poesía épica hasta nuestros días y aparece constantemente en formas siempre nuevas, con una dialéctica nueva por el contenido. En un sentido de forma que no es formal, sino concebido desde el punto de vista de la historia universal, tenemos aquí ante nosotros un «modelo» de la música de la Edad Moderna. Es claro que ese carácter de modelo no debe tomarse al pie de la letra. Pues en la poesía no sólo vence -en el sentido indicado-el mundo real sobre las imaginaciones, sobre las ilusiones -aunque sean históricamente justificadas-de la mera interioridad, sino que, además, ambos combatientes se encuentran desde el punto de vista de la forma en una interrelación irrompible. El carácter de modelo estriba sólo en la independencia, la mundalidad de lo anímico cuando refleja tendencias reales de la historia de la humanidad; la posibilidad de componer sus vivas refiguraciones en una unidad tan significativa inmanentemente como la que ofrece al hombre la realidad misma. 
Eso es precisamente lo que la música puede dar en pureza y perfección artísticas. No como simple o rígido aislamiento, como separación del mundo externo, sino como posición, en cierto modo fundada como concepción del mundo, de la interioridad en su Ser-para-sí, en la cual los objetos, las relaciones, los acaeceres de la realidad objetiva quedan superados, y preservados sólo como objetividad indeterminada. Con ello se modifican todos los acentos del típico destino moderno de Don Quijote: lo justificado desde el punto de vista de la historia universal (y, por lo tanto, más que subjetivamente particular) en la relación de la interioridad con su mundo circundante histórico consigue desplegarse sin inhibición, consumando sin resto todas sus determinaciones inmanentes, proceso en elcual su destino externo se desdibuja más o menos, hasta hacerse a veces irreconocible, en la interacción con la realidad histórica. Pero eso no es ninguna imperfección de la unidad musical entre la forma y el contenido. Al contrario: su avasalladora fuerza, que le permite -incluso en circunstancias desfavorables-crecer hasta una verdadera grandeza y ejercer efectos avasalladores incluso sobre receptores que por lo común se cierran a tales contenidos, tiene su fundamento precisamente en ello. Pues la misión de la interioridad en la vida del género humano consiste precisamente en esto: no preocuparse de la posibilidad de realización práctica, no preocuparse del destino histórico de las exigencias confusamente contenidas en los sentimientos, sino desplegar esa sensibilidad cósmica puramente y sin inhibiciones, en la medida en que aquellos sentimientos puedan ser en la vida exigencias del día y de la época, hasta hacer de ellos un «mundo» maduro y completo. 
Por motivos ya antes indicados, es evidente que eso sólo es posible en la música. La música tiene la veracidad más profunda y más rica imaginable en la medida en que expresa esos sentimientos con una pureza sin reservas y una consumada perfección interna; al mismo tiempo, la música es completamente irreal, plenamente independiente en lo inmediato de la situación momentánea de las luchas sociales, pues el mundo de los objetos y las relaciones reales, en cuyo marco se desarrollan aquellas luchas, desaparece en la música o queda visible a lo sumo en el horizonte, como alusión lejana. En ese terreno crece la específica profundidad de cumplimiento de la música, un florecimiento sin freno de aquellos sentimientos, al que el mundo externo, con su velocidad, su estructura evolutiva, etc., no pone obstáculo alguno. De todos modos, los efectos del mundo externo no se aniquilan artísticamente sino en su acción fáctico-inmediata, pues originariamente han desencadenado ellos mismos los sentimientos que cobran forma musical y que se reproducen musicalmente en el nuevo medio según su inicial ser-así: son esencialmente sus refiguraciones. Y la música, como refiguración de esas refiguraciones, no puede en modo alguno aniquilar el contenido interno esencial de aquellos sentimientos -pues los contenidos son la determinación de los mismos-ni ignorarlos; ni siquiera puede pretenderlo sin destruir su propia base. El desdibujamiento, antes aludido, de la objetividad inmediatamente perceptible del mundo externo (directamente conformada por todas las demás artes) no aparece inmediatamente en la mímesis musical de los sentimientos más que como coloración particular, como acentuación especial o peculiar, como específico contenido emocional. Por eso la independencia es formal, y la forma no puede consumarse más que si sus contenidos son significativos desde el punto de vista histórico-social. Su destino social interviene hasta en las últimas profundidades de la dación de forma, pero sólo como interioridad, condicionada y delimitada por la forma. Tal vez baste con aludir aquí al violento choque entre el ansia de libertad y la vergüenza del sometimiento en toda una serie de oratorios de Handel. 
Racionalistas e irracionalistas comparten el prejuicio según el cual al independizarse así, al basarse de ese modo en sí mismos, las impresiones, las emociones, los sentimientos tienen que hacerse caóticos; no nos interesa gran cosa el que los unos condenen ese caos y los otros lo aprueben. Como los sentimientos reflejan un orden histórico del mundo, conexo y realmente existente, tienen también entre ellos -aunque sea ocultamente- una conexión lógica, la cual, empero, como hemos visto, tiene que subordinarse en la realidad a la del mundo externo. La sometida lógica de los sentimientos vive y se desarrolla hasta su consumación gracias a la mímesis de la mímesis que tiene lugar en la música: aquella lógica es en la música reflejo mediado de la realidad objetiva y respuesta directa a ella, y así consigue su cumplimiento inmanente. Ese cumplimiento no excluye, como es natural, las contradicciones más chirriantes; pero en este medio homogéneo las contradicciones tienen un carácter diverso del que poseen en la vida; no aparecen ya tanto como contraposiciones entre la subjetividad y el mundo objetivo -al modo del Quijote-, sino predominantemente como contradicciones inmanentes de la interioridad misma; y en ciertos casos la exterioridad, tan desdibujada en el horizonte, puede dar a esas contradicciones una específica coloración. Si el objeto último de la música se determina de ese modo, cobran por fin su sentido claro nuestras anteriores observaciones polémicas contra el formalismo y nuestra apelación a la necesidad de que la mímesis musical consiga dar con su realidad. Esa determinación contiene también implícitamente la jerarquía interna de esa mímesis en el sentido del arte en general, sin descuidar por ello lo específicamente musical: la interioridad manifiesta en la refiguración de la refiguración puede ser tal que abarque el mundo, o puede ser meramente particular, puede ser profunda o superficial, rica o pobre, etc.; y en eso se expresa también la realidad con la cual da la mímesis musical, y cómo lo hace ésta. Pero a propósito de todo eso hay que subrayar un rasgo particular de la música: la trasformación estética del hombre entero en el hombre enteramente tomado se consuma aquí más vehementemente que en las demás artes; el Antes que nace de la vida real no suele ser aquí capaz de inhibir la trasformación tanto como en las demás artes. Por otra parte, y por la naturaleza de la cosa, el Después del efecto artístico está aquí menos determinado por el contenido, menos orientado a contenidos determinados. Por eso la música está al mismo tiempo más cercana y más lejos de la vida que las demás artes; contiene de modo más inmediato las categorías de las decisiones éticas, y, al mismo tiempo, interviene menos concretamente en ellas; conmueve a los oyentes más inmediata y avasalladoramente, pero, al mismo tiempo, es mucho menos constructiva por lo que hace al Después del efecto. Frecuentemente se tiende a desdibujar esta situación tan peculiar de la música en el sistema de las artes por el procedimiento de identificar su objetividad con la de la lírica. Pero con eso se olvida que incluso el poema lírico más subjetivo, más disuelto en estados de ánimo, tiene que reflejar de modo inmediato -aunque con los medios del lenguaje poético, naturalmente-determinados objetos del mundo externo; se olvida que el poema lírico da forma a las emociones desencadenadas por esos objetos como interacciones entre componentes del mismo rango, mientras que en la música no puede llegarse más que a una objetividad indeterminada. Si se comparan, por ejemplo, los efectos ele los poemas de Shelley con la Heroica o la IXª sinfonía de Beethoven, la diferencia se ve clara precisamente porque todas esas obras tienen en común el ser reacciones revolucionarias a la época que siguió a la Revolución Francesa. La gran resistencia opuesta a los poemas de Shelley incluso por personas que se dejan arrastrar sin reservas por las citadas sinfonías de Beethoven puede ilustrar muy bien la indicada peculiaridad del efecto musical. Aquí no podíamos más que indicar los rasgos más generales de esa peculiaridad del efecto musical, de su estructura categorial; la concreción real pertenece, incluso como análisis filosófico, a la teoría de los géneros. 
Hasta el momento hemos estado aludiendo a las fuerzas histórico-universales que han dado lugar al florecimiento de la música como arte independiente. Pero esta evolución tiene también su aspecto puramente artístico, que vamos a considerar ahora, aunque también de un modo no concreto, sino meramente abstracto-categorial. Volvemos a ver aquí algo con lo que ya hemos tropezado frecuentemente en otros contextos: que todo arte es producto de una larga evolución histórico-social, y que ninguno pertenece a las propiedades innatas, antropológicas (y menos ontológicas) del ser humano. Es evidente que esa sustantividad de la música moderna presupone un «lenguaje» musical muy desarrollado ya, tanto en el manejo de los medios expresivos cuanto en la disposición y capacidad de su comprensión receptiva. Es obvio que esa capacidad no podía existir desde el primer momento, ya por el hecho de que el objeto -la interioridad humana, el «mundo» de las emociones humanas-es él mismo un producto de dicha evolución. Por ello se comprende sin más que la mímesis, sus formas de representación y su receptividad, no pudieron existir antes que la cosa misma. La dificultad con que se tropieza cuando se intenta descubrir la génesis de la música y de su sentido es también obvia: no podemos poseer documentos de la primera fase evolutiva de la música, como en cambio los tenemos por lo que hace a la primera fase evolutiva de las herramientas. Incluso los pueblos más primitivos que conocemos, se han levantado ya por encima de los primeros comienzos. Pese a ello hay que decir que, dada la estrecha vinculación entre la danza, el canto y la música en los estadios relativamente iniciales que conocemos, resulta sumamente inverosímil que los intentos realmente primeros no hayan mostrado una conexión aún más estrecha. Incluso en un pueblo de desarrollo artístico tan alto como el pueblo griego, Th. Georgiades ha podido comprobar una vinculación estrechísima entre la música y el canto y la danza. «Los versos de Píndaro no eran sólo música, sino también danza; no eran sólo "poesía", no eran sólo "canto", sino también choréia, o sea "el todo de canto y danza". Ésta es la definición platónica (Leyes, 654 B). Hay también un paso de Aristóteles (Metafísica 1087 B) que muestra que para los griegos el ritmo va íntimamente enlazado con el sentimiento de lo somático, que no puede entenderse por sí mismo, abstractamente, como fenómeno exclusivamente musical. Aristóteles utiliza como ejemplos de la unidad rítmica mínima el paso y la sílaba. No se le ocurre indicar un elemento puramente musical -por ejemplo, el sonido breve-, al modo como nosotros aduciríamos tal vez el valor de una nota, por ejemplo, la corchea o semicorchea, o incluso un valor temporal absoluto y abstracto, dado por el metrónomo.» (25) Georgiades supone que hasta el siglo v no se produjo, con el «nuevo ditirambo», una conexión algo más laxa entre la música y esas otras artes, laxitud contra la cual protestó Platón enérgicamente. (26) Es tarea de los especialistas el determinar y caracterizar concretamente las etapas de esa evolución. El autor no se considera con título para emitir juicios concretos acerca de esas cuestiones. De todos modos, las tendencias generales de toda evolución indican que la línea principal procede desde la más íntima vinculación de danza, canto y música hacia una diferenciación muy paulatina, y así hasta la real independización de la música. Desde el punto de vista de nuestras consideraciones filosóficas, hay que repetir ante todo que una vida emocional tan rica y -relativamente- para sí como la que aparece como base de la música moderna, ha de haber sido ella misma producto de un largo camino histórico. En segundo lugar: es obvio que la música -concebida como mímesis de los sentimientos-comentó inicialmente la mímesis primaria, la de los hechos de la vida que desencadenan las emociones, acompañándola y apostillándola, por así decirlo, emocionalmente, y que ordenó y estilizó, de acuerdo con sus propias necesidades, la representación mimética e inmediatamente comprensible realizada por la danza y el canto. La fuerza musical expresiva de la emoción y la capacidad de recibirla se han desarrollado sin duda en una comunidad indisoluble a lo largo de esas dilatadas fases, se han extendido a todos los terrenos de la vida, se han afinado para expresar sentimientos cada vez más diferenciados y han educado una receptividad de lo más sutil y profundo. De este modo cuando la evolución histórico-social permitió que la interioridad de la vida emocional creciera hasta convertirse en una potencia vital de consideración social sustantiva, la mímesis musical de las emociones pudo objetivarse como forma para-sí. La humanidad se pone, según Marx, «sólo tareas que puede resolver, pues si se considera atentamente la situación se hallará siempre que la tarea misma no surge más que cuando las condiciones materiales de su solución existen ya o, por lo menos, se encuentran en el proceso de su constitución». (27)
Esta vinculación de artes diversas es la más íntima que conocemos en el ámbito de lo estético; es mucho más íntima que la que se da entre la arquitectura, la escultura y la pintura. Por lo que hace a la danza, la vinculación con la música es indisoluble -incluso desde el punto de vista de la primera-, mientras que el arte de la palabra se ha liberado de esos vínculos absolutos en un momento relativamente temprano. Mas si contemplamos esa situación desde el punto de vista de la música, apreciamos que su independencia tiene límites muy determinados, o sea, que la conquista estética de la independencia no implica en modo alguno una separación radical de la danza y el canto. Se podría tal vez sentir la sensación de reducir totalmente las vinculaciones de los primeros estadios de transición a la estricta misión social, y ver en ellas algo externo, impuesto desde fuera, con independencia de que aquella misión fuera de carácter cortesano o eclesiástico (ópera y ballet, por una parte, y misa, pasión, etc., por la otra). Pero si esa concepción pretende ser una explicación total, nos parece superficial. Pues hemos visto que en los siglos XIX y XX, por ejemplo, época en la cual la música, como las demás artes, sufre precisamente por la debilitación o hasta impotencia de la misión social, aquellas vinculaciones no dejan de tener importancia para su evolución. Por no hablar ya del Lied, de tan decisiva importancia en el gran arte, la ópera, el ballet, la cantata, etc., desempeñan un papel importante en la producción de artistas como Schoenberg y Stravinsky, igual que en la de Bartók y Alban Berg. Este fenómeno puede suscitar los más diversos intentos de explicación. En el siglo XIX se discutió mucho la teoría wagneriana de la «obra de arte total», y el joven Nietzsche pretendía incluso que la tragedia había nacido «del espíritu de la música». Creemos que hoy se pueden considerar sin disputa enterradas tales hipótesis; ni la tragedia griega fue una «obra de arte total» ni lo fueron los «dramas musicales» del propio Wagner; las tragedias griegas eran esencialmente obras literarias en cuya ejecución la música desempeñaba un papel de acompañamiento hoy difícil de reconstruir; el drama musical wagneriano fue una específica forma de la ópera, una etapa en el desarrollo de la música. Pero tampoco corresponde a la real evolución histórica de la música moderna una explicación contrapuesta a ésa, una explicación puramente formalista, según la cual el compositor se limita a utilizar la coloración sonora, etc., de la voz humana para fines cerrados, pura e inmanentemente musicales, mientras que la significación de los medios expresivos verbales utilizados es del todo irrelevante. El contenido espiritual-intelectual, la atmósfera de destino humano social, es tan ineliminable de la música de La Flauta Mágica como del Wozzek de Alban Berg o de la Cantata profana de Bartók. 
Esa atracción ineliminable, por grandes que sean las trasformaciones de la misión social, esa atracción que se impone al contenido y la forma, ejercida sobre la música mejor y más alta por la palabra que manifiesta lo anímico concreto o por los gestos expresivos, alude a capas de copertenencia que sin duda se ponen en movimiento en cada caso por la concreta situación y los concretos esfuerzos y aspiraciones sociales, pero que arraigan al mismo tiempo profundamente en la esencia de la mímesis musical. Nos referimos a la forma específica de la objetividad indeterminada en la música, la cual abarca precisamente lo que expresan la palabra y el gesto, a saber: el acaecer del mundo externo que ha desencadenado las emociones refiguradas en la música. La situación así constituida es inmediatamente evidente en la danza, como se indicó antes. Aquí puede producirse una consumada unidad de emoción y manifestación que sin duda fue en tiempos arcaicos mucho más amplia e íntima que en estadios posteriores; en las danzas de pueblos orientales, que conservan más vivas que en Europa las antiguas tradiciones, el hecho puede percibirse aún hoy. La evolución posterior muestra, como es natural, tendencias muy divergentes. En primer lugar, las danzas corrientes se hacen cada vez más pobres de contenido, cada vez menos expresivas; como la música que las acompaña tiene que adaptarse necesariamente a esa tendencia, va cayendo cada vez más fuera de la esfera del arte. (Volveremos a hablar de esto al estudiar el problema de lo agradable.) En segundo lugar, motivos de danza pueden convertirse en elementos de composiciones puramente musicales. El hecho de que su ritmo, etc., ayude a evocar determinados tipos de emociones, el que puedan despertarse en su objetividad indeterminada recuerdos de la específica motilidad del «original», no altera en nada el hecho de que tales motivos no son para la música más que eso, motivos que elaborar, y no se distinguen en esto de los que proceden de otros campos. Lo único que queda como problema propiamente dicho es el caso del ballet en sentido estricto. En este terreno la música grande ha tendido siempre a restablecer, a base de una mímesis de emociones completamente nuevas, una nueva unidad orgánica entre ella misma, el lenguaje de los gestos y el lenguaje de la danza. Según toda apariencia, la problematicidad de esos esfuerzos radica hoy día menos en la música misma que en la orientación que lleva la moderna cultura de la danza. La ópera cortesana ha creado para sus elementos de ballet un lenguaje expresivo de movimiento -cortesano y convencional- que ya en el siglo XIX, y aún más hoy, era inadecuado para trasponer en un mundo de gestos las nuevas emociones expresas en la música. Sólo los especialistas competentes podrán estimar hasta qué punto esa situación influye a su vez en la música; lo único que nos interesaba aquí era plantear el problema mismo del modo más general. 
La relación entre la palabra y la música parece teoréticamente mucho más complicada; pero precisamente esa complicación inmediata indica el camino de su solución de principio. Hay que recordar ante todo lo que en el capítulo dedicado al sistema de señalización l' se dijo a propósito del lenguaje poético, a saber: que ese lenguaje intenta constantemente superar el sentido lógico abstracto contenido en cada palabra, en cada frase (del lenguaje como sistema de señalización 2). La superación debe entenderse aquí en el sentido más estricto: la significación abstracta no se aniquila en modo alguno -pues, de ser así, el lenguaje perdería su capacidad de determinar unívocamente los objetos-i-, sino que queda, por una parte, referida siempre a un sujeto: el lenguaje debe expresar ahora no ya sólo el objeto en general, sino el objeto en su particularidad anímico-sensible, en su vinculación única con otros objetos, con hombres; tiene que expresar relaciones con seres humanos, y aun esto siempre con vinculación a una determinada subjetividad. (En la lírica y en la épica esa subjetividad está encarnada por el poeta o el narrador; en el drama lo está siempre inmediatamente por la figura o personaje que actúa en cada caso, por el conjunto de las demás figuras análogas, y, por tanto, siempre mediado por el dramaturgo mismo.) Por otra parte, esa antropomorfización del lenguaje produce un equilibrio entre el sentido y el carácter sensible de las palabras, y a menudo incluso un predominio de este último; las palabras y las frases se alejan de la pura conceptualidad, tienden a conseguir carácter y fuerza de representación imaginativa, consiguen una atmósfera específica, única y sin embargo típica, un aura emocional desencadenada por ellas y que las desencadena a su vez. Sin duda enlaza la música con ese lenguaje poéticamente trasformado, pero sería simplificarlo todo excesivamente el detenerse ante ese hecho y creer que pueda bastar un lenguaje poético para dar a la música ese grado de plasticidad de su objetividad inmediata que, precisamente como proporción, como ámbito de juego entre un mínimo absolutamente necesario y un máximo exactamente delimitado, consigue prestar ese servicio a la conformación musical. Hay, sin duda, excepciones. Sin duda no es nada casual que la gran lírica alemana, desde Goethe hasta Heine, haya podido servir, sin alteración formal, como fundamento verbal a la composición liederista del período Schubert-Brahms, Pero incluso en esa entrega extrema y sumamente fiel a un texto poético definitivamente escrito, puede apreciarse que también esta música va en su conformación mucho más allá del aura, de la atmósfera anímica que componían los sonidos verbales mismos, y que, precisamente en esta esfera, hay numerosos ejemplos en los cuales la música ha prestado a poemas literariamente muy mediocres la gloria de la emoción eterna. El acento recae pues, también aquí, sobre la pura refiguración de refiguraciones. La gran palabra del poeta es, como todo lo externo, pretexto mero; pretexto, ciertamente, que presta a la mímesis doble una intensificada concreción interna, pero que también podría servir perfectamente como base verbal a una música mediocre. 
La contradicción que hay que resolver aquí entre la lógica artística de la palabra y la de la música se basa -como ya hemos expuesto-en que la música tiene que fundarse en el despliegue vital sin resto de los sentimientos, mientras que en la poesía de la palabra los sentimientos no son más que un elemento entre otros, y tienen, por tanto, que subordinarse siempre a la marcha del todo, de la acción y de su despliegue dialéctico. Por eso tienen en el drama -aunque con una intensificación cualitativa, como es natural-las mismas proporciones que en la vida, mientras que en la música no pueden tolerar obstáculo alguno inhibitorio de su despliegue inmanente. En la misa, el oratorio, la cantata, etc., esa contraposición entre los principios orientadores y ordenadores de la palabra y el sonido puede pacificarse por diversos procedimientos; sólo en la ópera hay que cortar ese nudo gordiano. Pues en las pasiones, los oratorios, etc., de Bach o de Handel resultaba, con orgánica evidencia, de la tarea misma que todos los momentos emocionales de la realidad concreta de cada caso -ya fueran en sí de carácter épico, lírico o dramático- podían desplegarse musicalmente sin resto, con obviedad imperturbada, sin respeto inmediato por lo anterior o lo posterior. El contenido musical-intelectual de la individualidad de la obra se impone precisamente en los contrastes, a veces violentos, de una tal sucesión, sin tener que considerar sus conexiones más que de un modo precisamente emocional. El dramatismo específicamente musical consigue así el ámbito de juego más amplio posible, posibilitador de la mayor libertad, precisamente porque no tiene que preocuparse de la estructura dramática general del arte de la palabra. Mucho más complicado, mucho más difícil de resolver y mucho más infrecuentemente resuelto de un modo adecuado es ese problema en la ópera propiamente dicha. Wagner ha revuelto mucho el problema y sus textos son, desde el punto de vista decisivo de la música, tanto mejores cuanto menos realizan sus conscientes intenciones. La vieja ópera italiana resolvió la cuestión con ingenua obviedad, con una subordinación sin concesiones de la acción, la intriga, los caracteres, el diálogo, etc., a las necesidades expresivas de la música. Romain Rolland ha descrito con pintoresca exageración la situación así constituida: «En el público italiano del siglo XVIII encontramos una indiferencia insuperable para con la fábula; con esa completa despreocupación por el tema se llega fácilmente a representar el segundo o el tercer acto de una ópera antes que el primero... Y sin embargo, ese mismo público indiferente al drama se entusiasmaba hasta frenéticamente con algún paso dramático suelto, separado del conjunto de la acción. Ese público tiene una sensibilidad esencialmente lírica, pero de un lirismo que no contiene nada abstracto, sino que se aferra a pasiones totalmente determinadas, a casos del todo particulares». (28) 
La palabra «lírica» debe entenderse ahí del modo más amplio posible, sin estrecha pedantería. Romain Rolland, y los autores que utiliza como fuentes, entienden al decir eso precisamente lo que en la música es esencial, lo que hemos descrito como despliegue vivencial pleno de las emociones, su ordenación rigurosamente lógica de cumplimiento en cumplimiento, que en este caso coincide con su construcción de un «mundo» por la palabra. En todas las determinaciones internas y externas se manifiesta un violento contraste, ya, ante todo, por lo que hace al lempo. El escultor clasicista Hildebrand, tan exigente de forma estricta, lo ha expresado claramente en una carta a Cosima Wagner: «No voy más allá de la diversa medida temporal interna que distingue la palabra dramática de la música. Quiero decir: unapalabra puede dejar en claro procesos internos, desarrollos internos, estados de ánimo, etc... Pues el lenguaje puede ser increíblemente breve, y cuanto más breve, más intensa la impresión. Por otra parte, ya para explicitar los más simples procesos externos, las acciones más sencillas, necesitamos una gran cantidad de palabras y de tiempo. La música sinfónica da el proceso interno, el elemento interno mismo, procede del principio al final ofreciendo cada inflexión, cada curva... De este modo una sola línea puede convertirse en una sinfonía... y con ello nos encontramos en un mundo temporal diverso del mundo temporal dramático, construido por la palabra». (29) Hildebrand ha escrito sin duda eso con completa independencia de Kierkegaard, que había formulado el mismo hecho, decenios antes, de un modo muy parecido: «El interés dramático exige un progreso rápido, un ritmo movido. 
Cuanto más penetrado está el drama por la reflexión, tanto más empuja hacia adelante... No hay tal prisa en la esencia y el carácter de la ópera; es propio de la ópera una cierta detención dubitativa, una cierta cómoda expansión en el tiempo y en el espacio». (30) 
Si se analizaran desde este punto de vista los textos básicos de las grandes óperas tardías se tropezaría con el mismo problema, de un modo a menudo más profundo y más interno. J. V. Widmann ha indicado cómo se imaginaba Brahms un tal fundamento o base textual para una composición operística que proyectaba: «Ante todo, la idea de componer detalladamente toda la base dramática le parecía irrealizable, y hasta perjudicial y antiartística. Sólo debían componerse los puntos culminantes y los pasos de la acción en los cuales la música, por su propia naturaleza, podía hallar realmente algo que decir. De este modo el libretista ganaría más espacio y más libertad para el desarrollo dramático del objeto, y, por otra parte, el compositor quedaría también libre para vivir sólo según las intenciones de su arte, las cuáles se cumplirían del modo más hermoso situándose musicalmente el artista en una determinada situación y pudiendo, por ejemplo, hablar él solo en algún conjunto entusiasta. En cambio, pensaba, es para la música una imposición bárbara la obligación de acompañar a través de varios actos, con acentos musicales, un diálogo propiamente dramático». (31) Si se piensa en el texto de Boito para el Otelo de Verdi -que es tal vez, en nuestra opinión, la mejor trasposición de un drama importante en un libreto promotor de música-, se aprecia que ya las meras supresiones muestran una tendencia análoga a la expuesta por Brahms. Boito suprime sin vacilar toda la historia poética del nacimiento del amor entre Otelo y Desdémona; sólo se conservan de ella fragmentos líricamente utilizables, en la gran escena de amor de final del primer acto. También se elimina consecuentemente la relación de Otelo con la república de Venecia -pasada por alto por muchos comentaristas del drama, pero sumamente importante para la tragedia-, que da el trasfondo adecuado del florecimiento y la ruina del gran amor en el drama y atraviesa toda la obra de Shakespeare desde la exposición hasta el suicidio de Otelo. Incluso cuando Boito conserva algo de ese complejo -como ciertas partes del espléndido monólogo de Otelo al resquebrajarse su fe en Desdémona, cuando el gran héroe y estadista pasa definitivamente cuentas con su vida y se despide de ella, sabiendo que a partir de ese momento sus pasiones le van a precipitar inexorablemente en el abismo-la conexión intelectual y emocional es completamente diversa: en la tragedia, ese monólogo es un punto de reposo, la última insegura calma antes de la tempestad; en la ópera, va arrastrado impetuosamente por el desbordamiento de las pasiones desencadenadas por las insidias de Yago y pierde toda independencia anímico-sensible. (32) Nos es aquí imposible entrar en detalles, pese a ser también éstos muy interesantes en su consecuencia, como, por ejemplo, la simplificación del carácter de Emilia, etc. Esa coherencia se basa en la intención de estrechar la amplia y comprehensiva base vital de la tragedia en torno al destino amoroso de dos seres humanos, para que la curva trágica que va desde la felicidad amorosa ditirámbica del comienzo, pasando por la furia de los celos y la soledad de los que hasta entonces estaban íntimamente unidos, hasta el asesinato y el suicidio, se exprese puramente en el medio homogéneo de las emociones y las pasiones totalmente expuestas, sobre la base del mínimo imprescindible de desencadenadores causales. 
Si se estudia desde este punto de vista La Flauta Mágica en su conexión con la Ilustración, se llega a un resultado idéntico en el terreno de los principios. Las interpretaciones diametralmente contrapuestas del texto -desde las que ven en él un absurdo hasta las que leen un profundo sentido- se disuelven cuando se piensa que Mozart, abandonando resueltamente todo lo que vincula y funda pragmático-causalmente, explicita exclusivamente las ocasiones en las cuales se expresan con fuerza elemental, con todos los matices, desde el pathos hasta el humor, los reflejos emocionales, hechos música, desencadenados por los choques de la luz y las tinieblas en el sentido de la Ilustración. El elemento de principio radica en la específica objetividad indeterminada de la música, y es consecuencia necesaria de su esencia estética como refiguración de la totalidad emotiva, o sea, como mímesis de una mimesis. Por eso es propio de la naturaleza de la cosa el que la historia de la música produzca una riqueza ilimitada de gradaciones que muestran esa relación suya con el mundo objetivo doblemente refigurado en el marco de una escala extendida entre la plena indeterminación (hacia afuera) y aquellas determinaciones cuyas fronteras internas hemos intentado mostrar en las anteriores reflexiones. Esa reorientación hacia una determinación -a lo sumo relativa-mediante la inclusión laboriosa de la palabra y el gesto en la música sería estéticamente imposible si significara, respecto de la música sola, un salto no mediado por nada. Pero no es así. Toda la serie de esas diferencias de la objetividad indeterminada no da de sí ninguna diferencia por lo que hace a la objetividad propia, de tonalidad puramente musical: las mismas leyes estéticas de la construcción musical -aunque sin duda sometidas a evolución y trasformaciones en la historia-dominan homogéneamente todo el campo. No hay pocos casos de objetividad indeterminada pero relativamente concretada en la música pura, sin texto, en los cuales se presenta claramente el parentesco de la estructura interna con los principios recién indicados. Me limitaré a aducir como ejemplo la Faust-Symphonie de Liszt; en este caso se arroja resueltamente por la borda toda la unitaria e intrincada dramaticidad del tema literario y se preserva al mismo tiempo musicalmente la esencia del contenido poético, condensando los reflejos emocionales que desencadenan los personajes principales en retratos emotivos de Faust, Gretchen y Mephisto: la sucesión misma da una intensificación musical, cuyas consecuencias pesimistas quedan superadas por el coro final. Como también de este modo se abren paso hasta la luz, en la objetividad indeterminada. momentos importantes del contenido anímico subyacente a la obra, es claro que el problema no puede ser indiferente para la evolución de la música. Pero hay que entender al mismo tiempo el modo y la medida en que determina la estructura estética de las obras. Se sigue inmediatamente de las anteriores consideraciones que es imposible entender exclusivamente desde ese punto de vista el estilo de un período, o de una personalidad artística, o de una fase de su obra. Parece a primera vista que la diferenciación en cuanto a la precisión de la objetividad indeterminada debería ser importante para la determinación del género dentro de la música; el autor no tiene competencia para decidir si es realmente así. Pero contra ese criterio puede decirse que la diferenciación aquí aludida abarca también obras musicales que no buscan vinculación alguna con la palabra ni con el gesto para expresar su objetividad indeterminada, Empezando por los títulos o denominaciones de algunas obras (Heroica, Pastoral, Apasionada, etc.), nombres que sin duda están pensados con seriedad artística para apuntar a alguna determinación específica de las emociones musicalmente refiguradas y conformadas, ese movimiento llega tan lejos que en el siglo XIX se constituye como tendencia o género especial (música de programa). 
Pero también en este caso queda en pie el hecho de que el «programa» no puede suministrar base alguna para la estimación estética, del mismo modo que tampoco la iconografía puede darla para las artes plásticas (sin perjuicio de las diferencias de estos problemas en una y otras artes). En ambos casos la dicción estética de la obra tiene que ser clara, profunda, rica, original, articulada, etc., desde el punto de vista auditivo o visual, en ambos casos tiene que expresar de modo completo y maduro su sentido inmanente, con completa independencia de si ese sentido coincide con la significación dada en el programa o en la iconografía, así como del modo en que lo haga. Pero esta afirmación sólo es abstractamente verdadera. Ya en otros contextos hemos indicado que la temática dada iconográficamente -mediada concretamente por la peculiaridad de la misión histórico-social, por la personalidad del artista, etc.-, puede ejercer una importante influencia sobre los principios artísticos de la composición y, por tanto, también sobre la comprensión puramente estética de la obra. Una situación análoga se tiene, mutatis mutandis, en la música. Ante todo porque, aunque sin duda era importante y necesario para reconocer adecuadamente las diversidades entre las artes el distinguir precisa y tajantemente entre la objetividad determinada y la indeterminada, el hecho es que ambas se encuentran inseparablemente unidas en la génesis y en el efecto de la obra. No hay duda de que todo lo que en la objetividad indeterminada se concreta más o menos como contenido, intensidad, orientación, etc., de los sentimientos musicalmente refigurados, desempeña un papel decisivo en la ejecución de la composición musical. Y como en ésta la objetividad indeterminada está siempre y en todas partes vinculada a la determinada -puesto que sólo en ella y por ella puede llegar a manifestarse-, ambas son escasamente separables desde un punto de vista estético concreto. 
Una consideración puramente formalista de la música puede, sin duda, contemplar la objetividad indeterminada como irrelevante, como una consecuencia de meras y casuales asociaciones dadas en el oyente de la obra; pero eso sólo muestra que una concepción puramente psicológica de los procesos artísticos es sumamente problemática. Pues sólo desde un punto de vista psicológico-formal es el contenido emocional de la vivencia de la música una mera asociación «con ocasión» de la audición de la obra. La cuestión de si algo se desencadena de modo puramente casual o si penetra en el más profundo contenido de la obra, es empero, naturalmente, una cuestión de contenido. Ni siquiera las mayores divergencias de contenido en la interpretación de obras musicales importantes dan una prueba concluyente de ese nihilismo respecto del contenido formulable. Pues si se examina cuidadosamente la cuestión se apreciará que las divergencias no son en la música esencialmente más profundas ni más intensas que en las demás artes; piénsese, por ejemplo, en las diversas interpretaciones de las obras de Leonardo o Miguel Ángel, del Greco o de Rembrandt; hasta en la literatura, en la cual el contenido parece verbalmente fijado, la interpretación, por ejemplo, del Hamlet o del Faust no es, ciertamente, más unívoca ni más convergente que la de las composiciones de Bach, Mozart o Beethoven, Por otra parte, la esencia de todo efecto estético implica un cambio en el contenido de los actos receptivos. Como el «tua res agitur», constantemente reproducido, es un momento central, incluso un criterio importante de la vivacidad, de la preservación sin caducidad de las obras de arte, resultan por principio inevitables las desviaciones en la formulación receptiva del contenido (y, por tanto, de las formas). La cuestión del progreso en la comprensión objetiva que así pueda lograrse, junto con la de los criterios del mismo, no pueden estudiarse sino en el análisis tipológico de los modos de comportamiento estético, por una parte, y en la sección histórico-materialista de la estética, por otra. La copertenencia -sin pérdida de separabilidad conceptual y práctico-receptiva-de la objetividad determinada y la indeterminada en la música tiene como consecuencia el que las alusiones auténticas, resueltas o vacilantes, al contenido emocional último de una obra puedan facilitar también su comprensión puramente estética; hay que acentuar en eso la palabra «pueda», pues toda exageración mecánica de tales alusiones o comentarios puede también producir una ignorancia del contenido propiamente dicho, del auténtico mundo de formas. Sólo un tacto instintivo o cultural y musicalmente educado puede decidir en cada caso acerca del grado de determinación en la aplicación de dichas alusiones, porque también el grado de determinación de la objetividad indeterminada puede ser muy diverso en las diversas obras (incluso de un mismo autor). Y así queda en pie el hecho de que toda objetividad indeterminada es indeterminada sólo de un cierto modo precisamente determinado en cada caso. Pero esa determinación no se da originariamente más que en la esfera de las puras emociones, aunque su contenido pueda abarcarlo todo, desde el sentimiento cósmico vivenciado hasta afectos o estados de ánimo particulares y personales; por eso, en la trasposición a lo verbal y conceptual, puede deformarse fácilmente en una supra-determinación falseadora del sentido o en una indeterminación falsamente exagerada. Pero no por ello es irracional aquella determinación originaria; la vivencia (y la proposición trasformada acerca de ella) puede acercársele tanto como en cualquier otro arte, y las ulteriores determinaciones dadas por los artistas -entre las cuales se cuentan también los programas-puede promover, como en cualquier otro arte, ese proceso de aproximación, dándole una orientación. 
Con eso hemos rozado el problema, tan frecuentemente debatido en los últimos tiempos, de si tiene sentido hablar del realismo y sus negaciones a propósito de la música. La cuestión se confunde frecuentemente a causa de una aplicación, falsa y ajena a la música, del concepto de realismo. Y no nos referimos siquiera a aquellos que buscan en la refiguración inmediata -«vitalmente verdadera» o «ajena a la vida»- de fenómenos singulares un criterio del realismo musical. No hay ninguna duda de que la naturaleza de la música no tiene nada que ver con una tal «semejanza» o «desemejanza» de sus detalles. Más importantes son los intentos que, como en algunos sectarios defensores del realismo socialista, tienden a levantar la llamada idea básica de una obra a una generalidad conceptual y a hallar en la verdad o la falsedad de dicha idea el criterio del realismo musical. Por ese camino la objetividad indeterminada de la música se somete a una versión intelectual inadmisible y deformadora. Pues aunque sin duda es posible, y hasta necesario, formular también conceptualmente el contenido de la objetividad indeterminada, no es menos seguro que esa generalización, si quiere ser fiel a su objeto, ha de mantenerse dentro de límites claros: eso se aplica a todas las artes, pero sobre todo a la música, en la cual, como se ha mostrado, tiene lugar ya en la objetividad determinada un rebajamiento, una superación de lo general mucho más completa, por ejemplo, que en la dación de forma propia del arte de la palabra. Por eso la posterior generalización intelectual puede perderse fácilmente por terrenos que no tienen ya conexión alguna, o la tienen apenas, con la música concreta que pretenden explicar; ello ocurrirá, como es natural, tanto más intensamente cuanto menos se base la generalización en la obra misma, cuanto más apele, en su lugar, a manifestaciones sueltas del compositor. Como esas tendencias no se reducen, ni mucho menos, a las de los sectarios antes aludidos, aduciremos algunas frases de Adorno acerca de Bartók. Parte Adorno de ciertas manifestaciones del artista acerca de su vinculación con el arte popular; declara luego su asombro ante ellas, por tratarse de un hombre que, «como persona, se resistió inconmoviblemente a todas las tentaciones nacionalistas». El arraigo en el arte popular se concibe así tan abstractamente que está a un paso de fundirse con el concepto fascista de «Pueblo» o «Nación»; y de ello «deduce» Adorno el abandono de la vanguardia musical por parte de Bartók. (33) Se comprende ciertamente que ante tales interpretaciones abstractas de la objetividad indeterminada los formalistas reaccionen negando a dicha objetividad todo contenido conceptualmente captable; pero el que esas reacciones se comprendan psicológicamente no les da, desde luego, corrección objetiva alguna. 
Frente a todas esas falsas orientaciones teóricas hay que buscar, también en la música, un tertium datur. No es en principio nada difícil hallarlo, partiendo de la forma; lo cual, empero, no significa -ni aquí ni en lo que sigue-que su concreta realización sea también fácil. La mera existencia de los elementos sonoros de la música, desde la entonación y la melodía hasta los más complicados problemas de la armonización, apunta a la superficialidad o la profundidad, la amplia anchura o la inválida estrechez de los sentimientos que entran en la mímesis dúplice de la música como reflejos de reflejos de los acontecimientos del mundo externo y el mundo interno. Si ya a ese nivel el análisis correcto de una obra musical consiste en una ininterrumpida mutación recíproca de contenido y forma, tal es el caso aún más integralmente cuando se considera la obra en su totalidad. Ninguna interpretación de la objetividad indeterminada puede ser fecunda y acertada, si su fundamento inconmovible no es la inseparable intrincación de la objetividad indeterminada, el crecimiento orgánico necesario de la primera a partir de la segunda. Para aclarar metodológicamente esas ideas -obvias en sí-mediante un ejemplo, apelaremos a las palabras finales de Serenus Zeitblom sobre el «Apocalipsis» de Adrian Leverkühn en el Doktor Faustus de Thomas Mann: «Toda la obra está dominada por la paradoja (si paradoja es) de que la disonancia es expresión de todo lo alto, serio, piadoso, espiritual, mientras que lo armónico y tonal se reserva para el mundo infernal, que es en este contexto un mundo de la trivialidad y del lugar común». Si aplicamos esos métodos a la comprensión de Bartók, el contenido básico de su objetividad indeterminada, en el sentido antes dicho, es claramente la lucha de lo humano contra la fuerza superior de lo antihumano en el período del nacimiento y la llegada del fascismo al poder. y es fácil ver que la fuerza viva de Bartók es precisamente su vinculación con el pueblo, fuerza que puede exacerbarse hasta una contraposición entre naturaleza e innaturaleza. Pero esa lucha no puede llevarse, como hace Adorno, hasta una conceptualidad abstracta, para inferir luego de ella relaciones con la política cotidiana. En la Cantata profana, en la cual se hace forma de un modo trágico y paradójico la más profunda desesperación de Bartók, se tiene sin duda una ocasión fácil y barata para inferior consecuencias precipitadas y abstractas acerca de la relación del artista con el pueblo y la naturaleza; pero la música misma, aun sin negar las palabras, dice aquí cosas más profundas y más sabias. El canto, en el cual los hijos convertidos en ciervos rechazan violentamente la invocación al regreso, hacia el padre y la madre, hacia la vida de los hombres, hace resonar musicalmente en ese No a la existencia del hombre actual una vox humana más auténtica que la que se oye en el lamento de los padres. Aquí se aprecia artísticamente la contraposición entre Bartók y el moderno arte a la Leverkühn, junto con la apelación al pueblo y a la naturaleza que subyace a su creación, (El que el autor no sea aquí capaz de concretar su relación con esa objetividad inmediata al mismo nivel en que lo consigue Thomas Mann, caracteriza sólo sus limitaciones personales, y no debe oscurecer el problema mismo.) 
Así pues, cuanto más rigurosa cs la exigencia de entender la música partiendo de la peculiaridad específica de su objetividad determinada e indeterminada y sin salirse de ella, tanto más emparentados resultan los criterios de un realismo en la música con los que valen en las demás artes. Pues tampoco las artes que reproducen con inmediatez artística la objetividad inmediata del mundo externo se orientan -precisamente desde el punto de vista del realismo estético-a una simple reproducción, ni menos a una reproducción fotográfica, sino a dar significación sensible a la coincidencia de la apariencia y la esencia en el fenómeno que así se hace, a la vez, próximo a la vida y lejano de ella, en la nueva inmediatez del medio homogéneo de cada caso. El acceso formal a la música, primero que hemos considerado, es una realización específica de ese principio. Aún más claramente se aprecia esa conexión en la estructura, en la naturaleza del contenido evocado por la concreta totalidad de cada obra. El realismo de su carácter se decide a tenor de la profundidad y el acierto, la amplitud y la autenticidad con que es capaz de reproducir y suscitar los problemas del instante personal e histórico de su génesis según la perspectiva de su significación duradera en la evolución de la humanidad. Como es natural, todos los momentos concretos por los cuales esos principios se revelan en las diversas artes y, en última instancia, también en las diversas obras de arte singulares, son muy diversos unos de otros estructuralmente y por la cualidad del contenido. Pero precisamente en esas diferencias se impone la unidad estética de los principios últimos, de acuerdo con el pluralismo, varias veces indicado, de la esfera estética. Y en este sentido. contradiciendo enérgicamente concepciones muy difundidas, puede hablarse con toda justificación de realismo en música. 
Nos parece importante subrayar en estas cuestiones la convergencia de la música con las demás artes. Precisamente al hacerlo así puede destacar más claramente su específica naturaleza esencial. No se trata por ello de ponerla, como hacen Nietzsche y Schopenhauer, en una exagerada contraposición con las demás artes. La aclaración buscada nos parece sobre todo necesaria respecto del efecto de la música, de su lugar en la vida de los hombres. Al tratar en general la doctrina del reflejo hemos aludido a la catarsis como categoría general del efecto artístico. Al atender de nuevo a esta cuestión dentro del campo específico de la música nos encontramos en el terreno de las mejores y más antiguas tradiciones; pues Platón y Aristóteles han tratado muy detalladamente esa significación ética y pedagógico-social de la música, subrayando su efecto catártico -precisamente en nuestro sentido ampliado-, tanto como el de la tragedia, por ejemplo. En su concepción más general la catarsis significa, pues, que un fenómeno o un grupo de fenómenos refigurados, preservando su íntima verdad vital, crecen por encima del nivel alcanzable en la vida cotidiana. Esta elevación, facilitada por la mímesis estética, por encima de lo normalmente accesible, está enlazada con la consciencia de que se trata a pesar de todo sólo de un cumplimiento extremo de posibilidades humanas perfectamente determinadas, y no del juego charlatanesco de una «salvación» en cualquier trascendencia. La catarsis consiste precisamente en que el hombre confirme lo esencial de su propia vida, precisamente por el hecho de verla en un espejo que le conmueve, que le avergüenza por su grandeza, que le muestra la fragmentariedad, la insuficiencia, la incapacidad de cumplimiento que tiene su propia existencia normal. La catarsis es la vivencia de la realidad propia de la vida humana, cuya comparación con la realidad de la cotidianidad en el efecto de la obra produce una purificación de las pasiones que muta en ética ya en el Después de la obra. 
La música se distingue de las demás artes, también en cuanto a la catarsis, por el hecho de que en ella no se trata de que la interacción de los mundos externo e interno del hombre, o sus conflictos o catástrofes objetivamente refigurados, desencadenen esa conmoción liberadora, sino que la mímesis de la mímesis que obra en este arte, sin una referencia manifiesta a los hechos de la vida, posibilita subjetivamente un despliegue vivencial, sin ella imposible, de las emociones. La comparación, que va haciéndose consciente en el Después, mientras que en la vivencia de la obra era inmanente, se orienta por tanto exclusivamente a la interioridad del hombre. Esa interioridad se realiza o cumple entonces de un modo imprevisible, inimaginablemente intensificado; su vivencialidad contrasta con la interioridad propia de la vida normal del hombre. Precisamente por eso la liberación, la conmoción, es más vehemente y más profunda que en otros efectos catárticos; el verse arrastrado por el nuevo mundo y el entregarse a él puede ser mucho más absoluto que en cualquier otro caso catártico. Precisamente por eso es también mucho más difícil el paso al Después. Como se vive algo que no es vivenciable en otros campos -y no sólo una intensificación de vivencias débiles y dispersas en la vida común, como ocurre en las demás artes-, la «aplicación» a la vida, la mutación de la catarsis estética en sus consecuencias éticas, en las de la conducta, es mucho más difícil. Hemos tratado ya este complejo problemático al estudiar la catarsis en general. Esta multivocidad de la catarsis no es fruto de inhibiciones contrapuestas, sino de una cierta falta de orientación de las emociones mismas, sin fundamento unívoco en el mundo de los objetos, con su intención que apunta a objetos meramente indeterminados. 
La reflexión sobre la música en lossiglos XIX y XX refleja claramente esta problemática de la catarsis musical. Así se entienden el entusiasmo acrítico e ilimitado de Schopenhauer, la oscilación entre atracción irresistible y profunda desconfianza, tal como aparece en Kierkegaard o en Nietzsche. Importantes escritores del siglo XX, muy relacionados con la música, expresan a veces muy plásticamente esa ambigüedad de la catarsis musical. La novela fáustica de Thomas Mann gira esencialmente alrededor de este problema, y aunque en última instancia ilumina la problemática trágica de todo el arte de la época, no es ciertamente casual que la música sea el representante de esa profunda escisión. En uno de sus discursos a Alemania ha escrito Thomas Mann: «La música es un terreno demoníaco; Soren Kierkegaard, un gran cristiano, lo ha mostrado del modo más convincente en su artículo doloroso y entusiasta sobre el Don Juan de Mozart. La música es arte cristiano con signo negativo delante. Es al mismo tiempo orden calculadísimo y contrarrazón caótica, rica en gestos de encanto y conjuro, número mágico, el arte más alejado de la realidad y, al mismo tiempo, el más apasionado, abstracto y místico». (34) y Hermann Hesse hace decir al protagonista de la novela El lobo estepario: «Nosotros, los espirituales, en vez de defendernos virilmente y obedecer al espíritu, al Logos, a la Palabra, y hacer que sea oído, soñamos todos con un lenguaje sin palabras que diga lo indecible y represente lo que no tiene forma. En vez de tocar el instrumento del espíritu con la mayor fidelidad y la mayor honradez posibles, el alemán espiritual ha conspirado siempre contra la palabra y contra la razón, y ha coqueteado con la música». Es claro que consideraciones tales han sido provocadas por los acontecimientos histórico-sociales, especialmente los de Alemania; pero no es casual su directa referencia a la música: ella expresa la particular problemática de la catarsis musical en una época que plantea, por una parte, las mayores exigencias de claridad al hombre de comportamiento moral, mientras lleva, por otra, a su punto más alto la fascinación de la indeterminación de la música. 
En las observaciones de Platón y Aristóteles se encuentran -pese a toda la diversidad de sus concepciones- las primeras prcmoniciones de una tal problemática; sus aceptaciones y sus recusaciones están en gran medida determinadas por la cuestión de los sentimientos éticos y las actitudes morales reflejadas por la música y suscitadas así en el oyente. La música moderna, con su inconmensurable ampliación extensiva e intensiva del ámbito de las emociones -lo cual es obviamente ante todo expresión artística de una evolución de la vida social-convierte esas emociones, en medida antes inimaginable, en instrumento de la vida individual y de la vida privada. Pero aquí no podemos describir ni compendiadamente esa evolución misma, que aporta momentos radicalmente nuevos respecto de la Antigüedad y la Edad Media. Sólo nos interesan aquí sus consecuencias para la música. El hombre privado, el individuo como tal, tiene una fisionomía doble objetiva-social, y por tanto también como sujeto de la música: por una parte, en su destino se expresa el destino de la época, la decadencia de las viejas comunidades de eficacia inmediata, mediado por las cuales el individuo humano, miembro suyo, participaba en la vida de la sociedad. Por otra parte, el hombre ahora privado vive su vida en una aparente independencia respecto del destino de la generalidad: sus ideas, sus hechos, sus emociones no parecen levantarse por encima de esa existencia privada, ni rebasar su círculo. Tras largas preparaciones en el ser y la consciencia de los hombres, las revoluciones del siglo XVIII han consumado en cada individuo una tajante división entre hombre y ciudadano. El joven Marx ha mostrado acertadamente que en las declaraciones de derechos humanos del período revolucionario «el hombre» significa en última instancia el burgués, el hombre de la producción capitalista, de la sociedad burguesa. «El derecho humano a la libertad no se basa así en la vinculación del hombre. Es el derecho de ese aislamiento, el derecho del individuo limitado, limitado a sí mismo.» (35) 
La liberación del mundo emocional del hombre en la música, su despliegue vital ilimitado y consumado, tiene por tanto que manifestarse de forma dúplice. Puede liberar todas las emociones, llevarlas hasta sus últimas consecuencias, nacidas de la problemática. cada vez más profunda y más trágica, de la vida en la sociedad capitalista, y que la vida misma obstaculiza, inhibe, deforma, etc., en esa formación, y puede así hacer vivenciable a ese nivel, y precisamente en su consumación homogeneizada, musicalmente depurada, la profunda, aunque oculta, vinculación de esas emociones, condenadas al aislamiento, con la vida, con la evolución, con las luchas, las esperanzas, la desesperación y las perspectivas del género humano. Ésta es la peculiar catarsis, jamás antes presente con tal intensidad, que es capaz de desencadenar la música moderna. Pero de esa misma situación social y de sus efectos sobre la música se sigue también la posibilidad de otro tipo contrapuesto de liberación de las emociones. Como el individuo privado, a consecuencia de su inmediato aislamiento, se encuentra hundido en lo privado -precisamente desde el punto de vista de lo emocional-, el acto de liberación, el despliegue vivencial de la vida interior, puede hacer irrumpir precisamente esa particularidad. Los sugestivos medios de la música, su concentración del medio homogéneo en una intensidad para-sí, pueden evocar también una explicitación, una liberación de la mera particularidad autosuficiente. Y así se produce precisamente lo contrario de la catarsis: una reconciliación, difícil de conseguir en otros casos, de la individualidad particular consigo misma, por medio de la sublimación musical formal -y sólo formal-de lo emotivo, por medio de una eliminación de todo mundo externo perturbador, por medio de una sugestiva fijación y nivelación de las emociones al nivel de una particularidad baja y de término medio. 
Es obvio que esa contraposición ha surgido en la vida, y que en la música cobra simplemente su expresión más clara y más intensa. La encrucijada en que estamos pensando se encuentra ya formulada dramática y moralmente en el Peer Gynt de Ibsen, con el mandamiento moral dirigido a los hombres «Sé tú mismo», contrapuesto al «imperativo categórico» de los trolls: «Bástete Trolls. Podemos prescindir aquí de las reservas que habría que hacer a esa formulación, fruto de las ilusiones individualistas de Ibsen; el símbolo del troll o duende como contrapolo del hombre puede documentarse a placer tomando documentos de la vanguardia literaria actual. Por lo que hace a la música misma podemos observar con la mayor claridad, desde la música romántica hasta hoy, lo particular, desde la catarsis hasta la autosuficiencia de la vida emocional accidentalmente dada en cada caso, de la alta autoconsciencia hasta un auto-olvido subalterno y embriagado. (Como la evolución ideológica procede en el socialismo -especialmente por lo que hace al ámbito de la vida interior humana- mucho más lentamente de lo que creen los impacientes decretos de los sectarios, y como la deformación de la concepción marxista-leninista del mundo en el período estalinista y la disminución de la influencia real de esa concepción en los hombres han hecho aun más lenta aquella evolución, la música producida en el mundo socialista muestra aún el mismo dualismo, aunque con variaciones de contenido, como es natural. La oposición al estalinismo en el revisionismo, intelectualmente inmadura y muy poco pensada, acarrea frecuentemente una recepción de los peores fenómenos de la música del mundo capitalista; baste pensar en la moda del rock-and-roll en muchas sociedades socialistas.) 
Como es natural, todo este complejo problemático no puede estudiarse aquí más que en el terreno de los principios estéticos. Es tarea de los especialistas el mostrar las transiciones en los medios expresivos mismos, por ejemplo, el modo como las melodías, los acordes, las armonías, etc., pasan de un terreno a otro y cobran en el nuevo mundo circundante una significación que a menudo es diametralmente opuesta. En la última sección de este capítulo, en la cual se estudia la categoría de lo agradable en su relación con lo estético, trataremos algunas cuestiones de principio de dichos antagonismos y transiciones. Aquí, y como conclusión de estas consideraciones, interesa sólo la conexión entre el carácter creador de «mundo» del arte y la superación de la particularidad del sujeto. Ya hemos tratado esta cuestión en un sentido general; bastará pues con concretarla brevemente en el sentido de los problemas específicos de la música. El hecho indiscutible de que toda auténtica obra de arte musical crea un «mundo», es el fundamento estético más profundo de la recusación de todo punto de vista formalista y de la recusación de aquellas teorías que ven en la vivencia musical una fusión casi mística del oyente con lo oído. El profundo efecto de la música consiste precisamente en que introduce al receptor en su «mundo», le hace vivir en él y vivenciarlo, pero, pese a la penetración más profunda, pese a la más vehemente liberación de las emociones, construye ese mundo siempre como diverso del yo del receptor, como un mundo distinto de él y significativo para él precisamente gracias a esa diversidad específica. La obra de arte musical recibe de fuentes de contenido el carácter de «mundo» para-sí: de la madura totalidad de las emociones que se revelan en ella. Sólo cuando esas emociones son, vistas humanamente, cosa esencial, sólo cuando son capaces de desplegar a su vez hasta las últimas consecuencias, las emociones que ellas mismas desencadenan, sólo entonces puede surgir un «mundo» en el sentido del arte. La consecuencia, la originalidad, la audacia, la cerrazón, etc., de la dación de forma surgen de la lucha del artista por expresar adecuadamente en su peculiaridad esa amplia ordenación. 
La cuestión de cuáles son las emociones que promueven y soportan el que nazca de ellas un «mundo» es un problema ante todo histórico-social. Las viejas canciones y danzas populares, etc., que reflejan y expresan un mundo emocional sumamente limitado extensiva e intensivamente, pueden dar forma musical a totalidades maduras o logradas porque la realidad que refiguran era -tendencialmente- una comunidad humana, a pesar de toda su estrechez, una comunidad en la cual se luchaba con problemas esenciales de la vida humana. En cambio, cuando el «modelo» de las emociones musicalmente refiguradas queda preso en la particularidad del hombre cotidiano y esa música se limita a llevar la interna insuficiencia, la interna fragmentariedad de ese hombre a un redondeo «conciliador» aparente y formal, la mímesis de esa mímesis no puede nunca llegar a crear un «mundo», no puede, por tanto, cobrar nunca una auténtica forma artística. Una música así puede recoger las tradiciones más confirmadas o las innovaciones más audaces en su dación de forma: a pesar de ello, la trivialidad de lo meramente particular lo arrastrará todo hacia abajo, hasta la grosería o la vulgaridad del gusto. Esta prioridad del contenido humano, esa determinación de la forma como expresión del contenido concreto de cada caso y de su particularidad, no es exclusiva de la música, sino que ésta la comparte con todas las demás artes. Pero precisamente por la interioridad de dicho contenido, su forma es especialmente sensible a la autenticidad o la inautenticidad de su sustancia interna. Esa sensibilidad comprende ante todo, como es natural, el ámbito de la forma musical, la cual, desde este punto de vista y pese a toda su exactitud «matemática», se manifiesta como mímesis de la sustancia más sutil, de la interioridad humana tal como es para-sí, y reacciona por tanto hiper-sensitivamente a los problemas de la autenticidad. Su naturaleza exacta no se encuentra en contradicción con ello; pues en ningún otro arte es posible trazar la línea divisoria entre lo auténtico y lo inauténtico con criterios técnicos artísticos tan exactamente como en la música. 


Notas
1. TH. GEORGIADES, Musik und Rhythmik bei den Griechen [Música y rítmica entre los griegos], Hamburg 1958, pág. 21. 
2. ARISTÓTELES, Política, libro VIII, cap. 5, ed. cit., pág. 286. 
3. HERDER, Kalligone, Zweiter Teil, IV, Werke, ed. cit., XXI, pág. 8. 
4. ARISTÓTELES, Metafísica, libro l, cap. 9, ed. cit., pág. 31. 
5. HEGEL, Logik, Werke, cit., III, págs. 384 y 389. 
6. Ibid. pág. 390. 
7. Ibid pág. 307. 
8. M. PLANCK, Wege zur physikalischen Ezkenntnis, cit., pág. 186. 
9. HEGEL, Logik, loc. cit., IlI, pág. 415. 
10. Apud GEHLEN, Urmensch und Spatkultur, cit., pág. 127. 
11. KANT, Kritik der reinen Vernunft, ed. cit., pág. 60. 
12. KANT, Kritik der Urteilskraft, §§51y 16. 
13. N. HARTMANN, Asthetik [Estética], cit., págs. 200-201. No es necesario que nos ocupemos aquí de la particular forma con la cual Hartmann disuelve este dilema, su teoría de las «capas de fondo» de la música (ibid., pág. 205). 
14. HEGEL, Asthetik, Werke, cit., XIII, pág. 148. 
15. HEGEL, Enzyklopiidie, cit., § 261, Zusatz. 
16. Ibid., § 259. 
17. Ibid., Zusatz. 
18. THOMAS MANN, Die Entstehung des Doktor Faustus [La génesis de Doktor Faustus], Werke [Obras], Berlín 1955, Band [vol.] XII, pág. 326. 
19. PAVLOV. Los miércoles de P., edición rusa, Moscú-Leningrado 1954, 1, pág. 227. 
20. TH. W. ADORNO, Philosophie der modernen Musik [Filosofía de la música moderna], Frankf'urt/Main 1958, págs. 37 y s. 
21. ERNST BLOCH, Geist der Utopie [Espíritu de Utopía], München y Leipzig 1918, pág. 193. 
22. E. DE BRUYNE, L'esthétique du Moyen Age, Louvain 1947, págs. 193-195. 
23. BERENSON, Die Venezianische Malerei [La pintura veneciana], ed. alemana, München 1925, pág. 52. 
24. ROMAIN ROLLAND, Musiciens d'austrefois, Paris 1917, pág. 43. 
25. TH. GEORGIADES, Musik und Rhythmik bei den Griechen, cit., pág. 37. 
26. lbid., pág. 49. 
27. MARX, Zur Kritik der politischeti Okonomle [Contribución a la crítica de la economía política], Stuttgart 1919, pág. LVI. 
28. ROMAIN ROLAND, Musikalische Reise ins Land der Vergangenheit [Viaje musical al pasado], ed. alemana, Frankfurt/Main 1922, págs. 184 s. 
29. Apud Adolf van Hildebrand und seine Welt [Adolf von Hildebrand y su mundo], München 1962, pág. 454. 
30. KIERKEGAARD, Entwedcr Oder [O bien O bien], ed. alemana cit., pág. 104. 
31 .Apud Musiker über Musik (ed. J. Rufer), cit., págs. 89-90. 
32. Al estudiar el lenguaje poético hemos citado ya ese monólogo. 
33. TH. W. ADORNO, Dissonanzen [Disonancias], Gottingen 1956, págs. 105 s. 
34. THOMAS MANN, Deutschland und die Deutschen, Werke, cit., XII, pág. 559. 
35. MARX, Die Judenfrage [La cuestión judía], Werke, cit., 1, 1, pág. 594. 


Georg Lukacs – Estética. Ediciones Grijalbo, Barcelona 1985. Tomo 4. Págs 7-82. Traducción de Manuel Sacristán. 


Viewing all 35 articles
Browse latest View live